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INDICE
PROLOGO

I. FUGGER EL RICO: organizado! del Capitalismo


II. JOHN LAW: el mago del dinero
III. LOS ROTHSCHILD: los banqueros imperialistas

PRIMER INTERMEDIO:
I. Cosimo de Medici
II. Sir Thomas Gresham.
III. Jacques Coeur.
IV. El arte y la industria del afeite. v. los escritores como negociantes.

IV. ROBERT ÓWEN: el reformista


V. CORNELIUS VANDERBILT: el Rey de los ferrocarriles
VI. HETTY GREEN: la avara

SEGUNDO INTERMEDIO:
I. Avaros.
II Pobreza

VII. MITSUI: el dinasta


VIII. CECIL RHODES: el constructor del Imperio
IX. BASIL ZAHAROFF: el hacedor de guerras

TERCER INTERMEDIO:
I. Hugo StiNNES.
II. Fortunas territoriales.
III. Fortunas dinásticas

X. MARK HANNA: el político


XI. JOHN D. ROCKEFELLER: el constructor
XII. J. PIERPONT MORGAN: el promotor

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JOHN T. FLYNN.

GRANDES FORTUNAS.
HISTORIA DE DOCE HOMBRES
RICOS.

PROLOGO.
Lo que sigue en este volumen es evidentemente una serie de ensayos biográficos. Estos ofrecen los
contornos de las vidas de once hombres y una mujer. Y son presentados como doce fortunas
significativas desde el Renacimiento.
Habría sido muy sencillo hacer una selección algo diferente. Podía haber elegido a uno de los
Médici, a Sir Thomas Gresham o a Jacques Coeur, en vez de a Jacob Fugger, en la aurora del
sistema capitalista. En un período posterior podía haberme referido a los hermanos Páris o a Samuel
Bernard más bien que a John Law. Podía haber elegido a Ouvrard, el financiero de la Revolución
Francesa y Napoleón lo mismo que a los Rothschild. Alguien preguntará qué excusa puedo alegar
para haber incluido a Cornelius Vanderbilt y no a John Jacob Astor, a Mark Hanna y no a Carnegie,
a Hetty Green y no a Jay Cooke o Jay Gould. ¿Y qué motivo puede haber para dejar fuera a Henry
Ford, Andrew Mellon y los Du Pont?
En el curso del libro espero dejar en claro para el lector el motivo que me ha llevado a elegir esos
nombres. Después de todo, el reparto de personajes de esta o de cualquier otra obra que tenga el
mismo fin debe ser determinado de acuerdo con algún principio central de selección. Pude haberme
limitado a elegir una docena de las fortunas más grandes, en cuyo caso habría dejado de lado no
sólo a Mark Hanna y a Robert Owen, sino también a J. Pierpont Morgan y, en realidad, a casi todos
los demás, salvo quizá a Rockefeller, Vanderbilt y Hetty Green. De haber hecho mi elección sobre
esa base es posible que no hubiera incluido más que a Rockefeller.
Lo que he tratado de hacer en general era escribir acerca de esas figuras de la historia de la riqueza
cuyas fortunas fueron, en su conjunto, claramente representativas de los ambientes económicos en
que florecieron y cuyos métodos de acumulación de la riqueza ofrecían las mejores oportunidades
para describir dichos métodos.
He tratado también de situar a esos hombres dedicados a hacer dinero en ciertas épocas importantes,
poniendo más énfasis en las últimas. Habiendo elegido a Rockefeller como evidentemente el más
importante desde todo punto de vista en el período entre 1870 y 1911, no era posible incluir a
Andrew Carnegíe o Philip Armour ni a ninguno de los barones del petróleo de los Estados Unidos o
de Europa, por grande que fuera la tentación. Luego de haberme decidido por Vanderbilt no podía,
sin repetición, haber agregado a Gould, Huntington, Hopkins o Harriman y a otros muchos reyes
del ferrocarril.
Una vez elegido mi tema, mi propósito ha consistido en hacer, de la manera más clara y vivida
posible dentro de los límites de un solo ensayo, una descripción del sistema económico de la época,
de los medios con los cuales se producía la riqueza y de los recursos con que grandes cantidades de

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la misma iban a parar a las cajas dé caudales del hombre rico. Me he separado, en parte al menos,
una o dos veces, de esa norma de selección. He elegido a Hetty Green porque deseaba incluir por lo
menos la fortuna de un avaro y la fortuna de una mujer, y ella combinaba felizmente ambas cosas.
En cuanto a las omisiones, he dejado de lado a varios hombres cuyas vidas me sentía fuertemente
tentado a examinar. Entre ellos había por lo. menos una fortuna oriental. Había también una o dos
fortunas inmensas basadas en la posesión de tierras. Las omití porque, después de todo, me di
cuenta de que pertenecían no tanto a las épocas en que aparecieron como a un sistema de vida
económica ya caduco o por lo menos en decadencia. En el caso del señor Ford —y esto se puede
aplicar a otros varios— no le incluí obedeciendo a la regla de conducta que me tracé antes de iniciar
mis estudios: no trataría de la fortuna de ninguna persona viviente.
No sólo en mis selecciones, sino también en el método seguido me he guiado por mis ideas acerca
de los medios por los que se crea la riqueza y los mecanismos mediante los cuales llega a manos de
los ricos.
La riqueza es creada por el trabajo, pero por un trabajo dirigido. Es creada por obreros que trabajan
con herramientas y reforzada y multiplicada por muchas habilidades, habilidades manuales y
mentales. Es creada por ese trabajo mediante la utilización de materiales. En resumen, podemos
decir que la riqueza es creada por obreros que trabajan con diversas habilidades y con herramientas
sobre materias primas y bajo una dirección. El producto terminado es el compuesto de los
materiales, el trabajo común, las habilidades
y las herramientas, e incluye todas las dotes tecnológicas de la raza y la dirección de los
organizadores.
Ningún hombre que trabaje con sus propias manos, con materiales que él solo posee y crea, con
herramientas que él mismo ha fabricado, puede producir lo bastante para hacerse enormemente rico.
El problema de hacerse rico consiste en apropiarse de una parte —grande o pequeña— del producto
creado por la colaboración de muchos hombres que utilizan todas esas energías.
Toda la historia de la acumulación de la riqueza consiste en descubrir los artificios mediante los
cuales un hombre o un pequeño grupo de hombres pueden apoderarse del producto de muchos
hombres, Al principio, cuando no había máquinas, ni dinero, ni inventos de crédito intrincados,
ningún hombre podía afirmar su derecho a una participación en lo que habían producido otros
hombres, como no fuera declarándose sencilla y escuetamente dueño de los materiales y de los
hombres. La propiedad de tierras y la esclavitud humana fueron los primeros instrumentos para la
adquisición de riquezas. Y como ningún hombre podía adquirir el dominio de tierras y de hombres
suficientes para hacerse rico como no fuera afirmando un poder político de origen divino,
encontramos que los primeros hombres ricos fueron reyes.
A medida que la sociedad crecía y se desarrollaba, los hombres se fueron haciendo más productivos
individualmente, por una parte, y, por la otra, la invención de la moneda y del crédito permitió a los
individuos privados alegar derechos sobre el trabajo de grupos cada vez más grandes de hombres.
Podemos decir que toda la historia del arte de acumular la riqueza es la historia de la invención
;uinas e instrumentos de crédito. En realidad, las dos fuerzas que distinguen al mundo más viejo y
sus espantosas escaseces del, mando más nuevo y su creciente abundancia son la tecnología y d
crédito.
Los científicos y los doctos fueron añadiendo lentamente un fragmento de conocimiento a otro, un
invento mecánico a otro, arrancando poco a poco a la tierra sus recursos no soñados y multiplicando
la productividad de los hombres. Al mismo tiempo, los hombres de negocios iban descubriendo y
perfeccionando lentamente los artificios del crédito. Comenzaremos con la sencilla transacción
consistente en prestar cierta cantidad de cereal de una cosecha de la que debía resarcírseles con la
siguiente. Inventaron el dinero como una medida de valor. Empezaron por hacer préstamos de
dinero. Luego redujeron la transacción de préstamo de dinero a un documentó escrito y más tarde a
un documento escrito que podía ser negociado. El lego que da por supuestos los métodos de

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negocio modernos apenas se da cuenta de los inmensos progresos que se ha hecho con esta energía
dinámica del crédito. Al principio, cuando un hombre prestaba a otro un centenar de dracmas, esos
dracmas tenían que existir en la realidad antes de poder ser prestados. Hemos adelantado tanto que
ahora contamos con el milagro moderno del préstamo bancario en el que el dinero es creado en
realidad por el mismo acto de prestarlo, de modo que vemos el fenómeno de una nación que utiliza
como dinero las deudas de sus ciudadanos.
En los capítulos siguientes hemos tenido en cuenta estos hechos. Y a medida que esos ricachos
históricos crucen por nuestro escenario espero que podremos verlos tanteando esos inventos de
crédito y de intercambio, fortaleciéndolos y refinándolos: el dinero, el crédito, los pagarés, el
interés, las letras de cambio, los descuentos, los bancos de depósito, los bancos de descuento, los
títulos de propiedad, las hipotecas, los beneficios líquidos, las acciones y obligaciones y,
finalmente, los innumerables elementos del mundo social moderno.
Mi propósito ha sido presentar las historias de esos hombres y sus épocas de la manera más exacta
posible yen términos de nuestra propia época. Tenemos tendencia a pensar en los problemas de
nuestra época, con sus depresiones, sus ejércitos de desocupados, sus labradores que reclaman
precios más altos, sus pesadas deudas, sus recursos sociales para hacer frente a la pobreza, sus
programas y planes, como únicos en la historia. Podemos suponer que las estratagemas con que
nuestros dirigentes apremiados han tratado de evitar el destino y el desastre social son
completamente nuevos y no experimentados. Pero no es posible recorrer los mercados, las bolsas,
las plazas públicas y los barrios bajos de las ciudades viejas y, en realidad antiguas, sin sentirse
impresionado por el paralelismo entre sus crisis y las nuestras. Veremos depresiones en Florencia,
la lucha de Francia contra la deuda pública en la época de Luis XV, la pobreza que atormentaba a
los agricultores y los obreros en la Edad Media, así como a sus soberanos y jefes de gobierno
conferenciando y trazando inútilmente programas contra fuerzas que no comprendían y que estaban
modificando sus sociedades respectivas. Veremos a los hombres de negocios y a los funcionarios
públicos disputando acerca del monopolio, de la fiscalización gubernativa, de los impuestos y la
deuda pública; a los obreros reclamando sus derechos y al gobierno gastando el dinero del pueblo.
Contemplaremos a los Mesías económicos con sus evangelios de paz y de abundancia a través de
todas las épocas, desde Fugger y Law y Rothschild hasta nuestros días. Los hombres se han
amotinado a causa de los mismos males sociales, los mismos desórdenes, las mismas indignidades e
irritaciones durante siglos innumerables.
Por supuesto, este paralelismo puede ser llevado demasiado lejos. La tentación es grande. Y porque
ello es evidente, me apresuro desde el comienzo a declarar que he tratado fielmente de no utilizar
material alguno que no haya examinado laboriosamente y que no cuente con un amplio apoyo en la
historia.
Tengo que decir algo más. En el curso de estas historias de hombres ricos han surgido cuestiones y
se me han ocurrido cosas que, a mi parecer, debían ser tenidas en cuenta. Pero no podía encontrar el
modo de hacerlo sin interrumpir la narración con una exposición de esos problemas que sólo
serviría para distraer al lector. He tratado de resolver el caso incluyendo entre algunos de los
capítulos ciertos estudios intermedios en los que he hecho breves observaciones sobre las cuestiones
y los puntos que me han interesado. El lector los encontrará en esos intermedios dispuestos de tal
modo que si se interesa lo bastante por ellos podrá detenerse en su lectura, y si no se interesa podrá
pasarlos por alto sin perder ninguna de las partes esenciales de las doce historias siguientes.
Febrero de 1941. Bayside, L. L.
JOHN T. FLYNN.

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CAPÍTULO 1

FUGGER EL RICO.
ORGANIZADOR DEL CAPITALISMO

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JACOB Fugger, apodado el Rico, fué la figura más importante e imponente en la aurora de la era
capitalista. Comenzó siendo sacerdote y terminó como el mayor millonario del siglo XVI, el más
grande de los aventureros del comercio, el primer organizador de empresas industriales del mundo
moderno, banquero de emperadores y de papas, cuyas oficinas comerciales, almacenes y factorías
se extendían por todas las ciudades y todos los puertos a lo largo de las rutas comerciales de
Europa.
Nacido tres décadas antes de que Colón descubriera América, Fugger vino al mundo en un
momento en que los hombres veían en todas partes, con angustia, que su sociedad se hallaba
mortalmen-te enferma. >Un monstruoso desarrollo interno destrozaba las entrañas del feudalismo.
Una nueva serie de huesos, músculos y nervios extraía la vida de los tejidos desintegrados del viejo
sistema. social. La vida y el vigor se hallaban ya en la sangre del nuevo sistema que se adueñaría
del mundo durante los cinco siglos siguientes y que ahora, a su vez, parece encanecido y débil y
siente en sus entrañas los dolores de parto de nuevos sistemas. Los hombres buscaban a tientas otras
formas y pautas de vida y otros instrumentos de organización apropiados para ordenar los nuevos
métodos. El lucro, el comerciante moderno y la clase media, habían aparecido en escena para
desafiar a la ética y la economía escolásticas de Tomás de Aquino, las teorías políticas de Alberto
Magno y las técnicas adquisitivas de los nobles bandidos. Y en la organización de los instrumentos
comerciales de esta nueva era desempeñó Fugger un
papel no distinto del de Rockefeller y Morgan al dar dirección y forma a la nueva civilización
colectiva que se iniciaba en América a comienzos de la década del 70.
Quizá la sociedad europea no habría podido hacer nada mejor para sí misma que la organización del
feudalismo dadas todas las circunstancias de la época. Pero en lo esencial el feudalismo no
representaba un esfuerzo de crecimiento. Podría ser descrito como un vasto puerto de refugio al que
acudían en busca de seguridad las masas acosadas, muertas de hambre y desordenadas de los
primeros siglos que siguieron a la destrucción del Imperio Romano. Era una huida de la violencia y
la necesidad.
Lo que aterrorizaba a Europa en aquellos años primitivos era el hambre. Hallam informa que de los
setenta y tres años de reinado de Hugo Capeto y sus dos sucesores, cuarenta y ocho fueron años de
hambre y que desde 1015 hasta 1020 todo el mundo occidental careció casi por completo de pan.
Fué un espantoso interregno de barbarie en el que, como dice Hallam, las madres se comían a sus
hijos y los hijos a sus padres y la carne humana era vendida "de una manera más o menos
encubierta" en la plaza del mercado. Las personas se vendían a sí mismas como esclavas para evitar
el hambre. Y en presencia de un hambre persistente se desmorona y cae la corteza exterior de las
costumbres civilizadas, dejando solamente al salvaje desnudo que busca ansiosamente alimento.
Una libertad precaria le parece poco precio para pagar la seguridad y la comida.
Entretanto, muchos de los caudillos más fuertes se dedicaban al bandolerismo. No emancipados
todavía de los conceptos éticos de su paganismo nórdico y de la adoración de dioses que eran poco
más que bandidos divinos y asesinos celestiales, caían sobre los débiles con esa extraña efusión de
crueldad que ha caracterizado al paso del hombre por la tierra desde un principio. El único refugio
para el campesino, más débil, consistía en venderse como esclavo a un barón feudal más fuerte.
Con el tiempo, sin embargo, este sistema se fué organizando, fortaleciendo y cristalizando. Y era
ese sistema el que ahora agonizaba. Iba a ocupar su lugar un nuevo sistema que simbolizaría, no la
escapatoria y la huida, sino el crecimiento y desarrollo.
El mundo de la Edad Media era un mundo rural en el que los hombres vivían en pequeños grupos
de 50 a 500 almas. La unidad era el feudo. Se trataba de un microcosmos comunal formado por un
pequeño número de familias reunidas alrededor del castillo del señor. El castillo, la casa de campo,
el huerto, los campos, la
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dehesa, el bosque eran los constituyentes físicos de esa pequeña sociedad, que se hallaba aislada de
todas las demás sociedades. Podía haber alguna aldea, pero ésta formaba parte del patrimonio. Y en
algunos pocos lugares podía haber una ciudad.
La sociedad existente dentro de ese pequeño cosmos era, en cuanto a los asuntos domésticos,
totalitaria. Era una sociedad colectivista, una sociedad en la que el señor era el amo y el estado.
El feudo produjo la riqueza creada en la Edad Media. Se trataba de una sociedad organizada para la
subsistencia. Y eso era todo lo que conseguía, poco más de lo que consigue una familia en nuestras
épocas de depresión. Los campos producían cereal, unas pocas hortalizas (zanahorias, repollos,
nabos) y quizá algunos guisantes, habichuelas, cebollas, apio, ajo y perejil. Había probablemente
algún huerto de perales y manzanos y una viña. La harina era molida en el pequeño molino del
patrimonio feudal y el vino prensado en la prensa perteneciente al señor feudal. Había artesanos que
podían ser también labradores y que cambiaban sus servicios por otros servicios o por los productos
ajenos. Se hacían muebles, se recogía, cardaba y tejía la lana; se curaban los cueros y se hacían con
ellos calzado, chaquetas y cinturones por cuenta de la comunidad. Pero la producción común estaba
limitada por la capacidad de los artesanos para hacer cosas con herramientas muy toscas y materias
primas muy reducidas. Hay más clases que cosas en las estanterías de un almacén de comestibles
moderno que las que se podía encontrar en toda la Alemania de aquel tiempo. Era desconocida toda
esa vasta multitud de artículos y mercaderías que constituyen las necesidades del siglo XX. En la
América anterior a la depresión había más clases diferentes de llaves inglesas que diferentes clases
de mercaderías en el Santo Imperio Romano feudal. Como alguien ha observado, ahora pasa más
carga por un solo ferrocarril en una sola noche y en una sola dirección que toda la que pasaba por
las carreteras del Tirol durante un año en la época de Federico III. Cuando podía disponerse de
todos los frutos de una estación, los habitantes de una comuna feudal vivían una existencia modesta,
pero en virtud de una serie de prescripciones y ordenanzas, tributos e impuestos, cierta cantidad de
todo lo que se había producido iba a parar a las arcas, los graneros y las bodegas del señor.
Pero como el señor sólo disponía de una parte de lo producido por una pequeña población de
arrendatarios, todo lo que le correspondía no bastaba para hacerle rico. Sólo los señores que poseían
inmensos feudos que comprendían una o dos ciudades, o que disponían de una docena, una veintena
o un centenar de feudos, como sucedía en algunos casos, obtenían de sus arrendatarios lo bastante
para aumentar sus riquezas. Los más ricos eran, por supuesto, los príncipes que poseían dominios
extensos y obtenían tributos de centenares de feudos.
En el feudo no había ni podía haber nada de lo que se llama abundancia, y que el político moderno
exhibe con engaño ante los ojos hambrientos de sus electores. Salvo la visita del hambre o de la
enfermedad, había lo bastante para comer, pero nada más. La vida era indeciblemente opaca. Al
patio del castillo feudal llegaban a intervalos el acróbata, el juglar y el mago errantes con sus trucos;
el peregrino con sus cuentos, el trovador con sus cantos y sagas, y el buhonero con sus escasas
mercaderías y especias exóticas y su charla. Pero se trataba de intermedios poco frecuentes en un
mundo opaco y triste.
Ese mundo era el que se estaba deshaciendo. Y las fuerzas que lo deshacían eran el dinero, el
comerciante y la ciudad.
Imaginémonos una pequeña ciudad que forma parte de las propiedades de algún señor floreciente.
Dentro de sus murallas hay un revoltijo de edificios toscos, los hogares y tiendas de los artesanos:
tejedores, guanteros, armeros, herreros, quizá vidrieros o acaso tallistas en madera y otros obreros;
el castillo del señor, con su séquito de obreros, villanos, hombres armados y caballeros. Fuera de las
murallas, en algún lugar cubierto, hay un grupo de mercaderes, con sus carretas y banquetas al aire
libre. A medida que pasa el tiempo, esos negociantes serviles y desclasifícados levantan sus
viviendas, fijan allí su centro de operaciones y al cabo de algún tiempo forman una pequeña
comunidad comercial. Dentro hay otros artesanos prósperos que asumen las funciones de
comerciantes y venden sus productos y los de sus vecinos a esos extranjeros, así como en los

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mercados y las ferias. Con el tiempo, esos comerciantes de dentro y de fuera de las murallas
descubren que poseen intereses comunes, que tienen que hacer frente a injusticias comunes, que
deben defender derechos comunes contra las exacciones del señor. Se organizan. Y así nace la
burguesía; la burguesía y la Cámara de Comercio que ha de heredar la tierra. Esta burguesía exige
una voz en los asuntos públicos. Se extiende y crece hasta que devora a la ciudad. Organiza los
gremios. Presenta demandas. Arrebata al señor la función de gobernar las ciudades por medio de
una carta de privilegio o de la asunción violenta del poder. Reglamenta el comer-
cío, los precios, la producción, la competencia. Casas gremiales imponentes se alzan en las nuevas
ciudades de toda Europa. Esos comerciantes se hacen moderadamente ricos. Construyen edificios
más sólidos junto a murallas más inexpugnables. A mediados del siglo XIV ya casi desafiaban el
poder de los señores feudales. Y así, no sólo sentaron las bases de la ciudad moderna, pusieron en
movimiento la economía monetaria e iniciaron el sistema capitalista, sino que también crearon las
primeras técnicas rudimentarias del gobierno representativo, aunque pasó mucho tiempo hasta que
esa clase de gobierno llegó a ser popular. Así nació la ciudad moderna y de ella nació a su vez el
ogro que devoró la filosofía, la ética, la esclavitud y los medios de vida del sistema medieval casi
congelado.
Y así surgió en el mundo una nueva clase de hombre rico. El rico del sistema feudal era el señor
hereditario que en un mundo fuera de la ley daba al campesino y al burgués protección y orden a
cambio de una parte de lo que éstos producían. Se quedaba con parte de su producción y de su
trabajo directamente, y en algunos lugares llegaba a quedarse con el fruto de tres días de trabajo de
cada seis. Exigía impuestos y tributos, y casi todos los acontecimientos de su propia vida así como
los nacimientos, casamientos y muertes de sus vasallos eran excusas para imponer una nueva
gabela.
Pero poco a poco iban afluyendo el oro y la plata a ese mundo del trueque. Europa fué desviándose
gradualmente hacia la economía monetaria, con consecuencias que no podían prever sus incultos
filósofos sociales. Y a medida que se extendían las ciudades comenzaron los mercaderes a .
acumular dinero a cambio de un servicio completamente diferente del que prestaba el señor feudal.
Al cabo de unos pocos siglos se apoderarían de la tierra y la harían girar alrededor "del eje
resonante del cambio", hasta que un día surgiría una nueva fuerza que amenazaría al hombre de
empresa como él había amenazado al señor feudal en otro tiempo.
2.
Más o menos por esa época, en 1380, un sencillo tejedor suavo llamado Hans Fugger abandonó su
aldehuela de Graben para probar fortuna en una de esas ciudades en desarrollo, la ciudad libre de
Augsburgo. Al final de su vida era todavía tejedor, pero
más comerciante que tejedor, pues compraba algodón en rama .en Venecia para él y sus vecinos y
vendía su fustán y el de éstos a otras ciudades.
Cuando murió le sucedieron sus dos hijos, Andreas y Jacob. Estos formaron con el tiempo dos
empresas separadas y, en realidad, dos dinastías separadas. Se convirtieron respectivamente en los
jefes de dos casas Fugger: los Fugger Corzo y los Fugger Lirio. Los Fugger Corzo, encabezados por
Andreas, prosperaron en un principio, pero luego desaparecieron rápidamente de las crónicas de la
época. Los descendientes de Jacob se convirtieron en los Fugger Lirio (llamados así a causa de sus
blasones). Jacob creó un negocio floreciente, se casó con la hija de un tal Franz Basinger, un
comerciante próspero y director de la Casa de Moneda, y se instaló en una hermosa casa de la calle
principal de Augsburgo, frente a la sede del gremio de los tejedores. Cuando falleció en 1469
ocupaba el séptimo lugar entre los ricos de la ciudad.
Jacob Fugger II, su hijo más joven, había nacido el 6 de marzo de 1459 en aquella casa imponente.
Tenía dos hermanos mayores, Ulrich y Jorge, quienes trabajaban ya en el escritorio de su padre
cuando éste murió. Ulrich tenía en ese tiempo 28 años y Jorge 16. Jacob no tenía más que 10. Pero
tenían la suerte de contar con una madre inteligente que era también una excelente mujer de

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negocios y podía dirigir a sus hijos cuerdamente hasta que ellos pudieran manejarse por sí solos. Sin
embargo, Jacob fué destinado al sacerdocio. Llegó a hacer sus primeros votos y era prebendado en
Herrieden cuando su viril madre decidió que dejara el templo por la oficina comercial. Abandonó la
catedral de Franconia y fué a hacer su aprendizaje a Venecia. En 1478, a la edad de diecinueve
años, volvió a Augsburgo y ocupó su lugar como socio en el negocio que llevaba entonces el
nombre de Ulrich Fugger y Hermanos.
Por lo tanto, Jacob no partió de la nada. Inició su carrera de hombre de negocios como socio de una
empresa muy floreciente. Su hermano Ulrich, administrador muy capaz, había ampliado mucho el
negocio y establecido, en realidad, relaciones con la Casa de Habsburgo, que más tarde iba a tener
tanta importancia en la carrera de Jacob. Había fundado ya sucursales de la casa en una docena de
ciudades comerciales europeas y se había establecido como recaudador de las rentas papales en
Escandinavia. No obstante, aunque Ulrich y Jorge eran negociantes muy hábiles, las facultades
intelectuales de Jacob eran de primer orden. A pesar de su juventud, no llevaba mucho tiempo en la
casa cuando su influencia
comenzó a afirmarse. Antes de terminar el siglo XV Se había convertido en el jefe de aquella
empresa que crecía rápidamente.
Era uno de esos hombres que no sólo poseen grandes talentos, sino que los muestran en su porte y
su semblante. Tenía la manera de ser imperiosa y el rostro jupiterino que caracterizaron al mayor de
los Morgan y que hacían que los cazadores de dinero inferiores temblaran en su presencia. Poseía
esa vitalidad inagotable, ese temperamento tranquilo y sereno y ese inmenso talento para la
organización que caracterizan a los grandes capitanes de la industria de nuestra época. Durante su
vida fué atacado con diversos grados de furia como monopolista, enemigo de los intereses
alemanes, cazador egoísta y codicioso de beneficios, enemigo de las normas morales establecidas
por la Iglesia y el Estado. Lutero le denunció en numerosas ocasiones. Y en verdad, el destino le
llevó a Fugger a verse envuelto en aquella fatal aventura de las finanzas papales que precipitó la
revuelta de Lutero. Pero a través de todo ello conservó la perfecta compostura del hombre que se
cree a sí mismo instrumento especial de Dios. Así como un santo industrial posterior, John D.
Rockefeller, decía: "Dios me ha dado mi dinero", así también el piadoso y adquisitivo Fugger decía:
"Hay en el mundo muchas personas que me son hostiles. Dicen que soy rico. Soy rico por la gracia
de Dios, sin daño de hombre alguno".
Habiéndose iniciado como teólogo y luego como comerciante, llegó a ser sucesivamente banquero,
organizador de empresas industriales, industrial y estadista comercial. Era un dinasta. Pero no sentía
la ambición de fundar una familia de rentistas nobles e improductivos. Contemplaba con pura
satisfacción la función del empresario y el beneficio de que éste vive. Rechazó la sugestión de
retirarse a la vida tranquila y cómoda con la observación de que "deseaba seguir obteniendo
beneficios todo el tiempo que pudiera". Su ambición consistía en crear una dinastía rica y poderosa
de banqueros e industriales. Se asoció con príncipes, emperadores y papas, pero nunca se jactó de
ello. Podía escribir a un emperador que le debía dinero —el potentado más poderoso de Europa—
para recordarle que debía su corona al apoyo financiero de Fugger, que su Majestad le debía dinero,
y pedirle que "ordenase que el dinero que yo he prestado, junto con el interés que devenga, sea
reconocido y pagado sin más demora". Vivía en plena magnificencia, rodeado de objetos de arte
valiosísimos y de la biblioteca más grande de Europa, y contaba con una serie de propiedades que él
juzgaba apropiada para un gran príncipe del comercio.
Después de su muerte, el capital de la compañía Fugger, de acuerdo con un inventario hecho en
1527, alcanzaba a 2.021.202 florines oro. Y veinte años después (1547) la casa, bajo la dirección de
su sobrino Antón, un hombre de talento vulgar, poseía un capital de cinco millones de florines.
3.
La base de la fortuna de los Fugger fué, por supuesto, el comercio. Durante mucho tiempo los
grandes comerciantes se habían codeado con los enjambres de buhoneros que pululaban por Europa.

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El carromato del buhonero había ido dejando las huellas de sus ruedas a lo largo de nuevos
caminos, y estos caminos, junto con los restos de las antiguas carreteras romanas, se convirtieron en
el sistema nervioso del Renacimiento. A lo largo de esas rutas comerciales se alzaron nuevas
ciudades y las viejas adquirieron una vida nueva. Se formaron compañías de transporte y se abrió a
la navegación nuevos canales. Esos buhoneros cambiaban la faz y animaban el corazón y los
pulmones de Europa. Hicieron posible que el colmenero de algún feudo remoto de Turingia
cambiase su miel por unas pocas onzas de pimienta o canela procedentes de las islas de Asía.
Gracias a sus expediciones a caza de beneficios y moneda, le fué posible al tejedor de fustán de
Augsburgo comprar el producto del platero de Florencia, las sedas de Venecia, los brocados de
Lahore y los perfumes de Alejandría. Dos grandes corrientes comenzaron a fluir por toda Europa:
una corriente de mercaderías hechas con toda clase de productos de todos los climas; y otra
corriente de dinero acuñado en las pequeñas casas de moneda de centenares de pequeños príncipes.
Esos tejedores de fustán y de lana y traficantes de herramientas comenzaron a contar con un
mercado más amplio para sus mercaderías y a producirlas en mayor escala. Los hombres afluían a
las ciudades. El sistema capitalista, con su dinero y sus libertades, se convertía en la doctrina
reinante, aunque esa palabra era desconocida y las únicas doctrinas de que oían hablar los hombres
eran las que defendían los ejércitos sanguinarios y guerreros de la religión.
Hombres como Fugger se iban haciendo una necesidad. Los comerciantes menores, que se movían
en corriente incesante por la creciente red de rutas comerciales de Europa, habían dependido hasta
entonces de los parroquianos que encontraban en las puertas
de las haciendas, en las plazas de los mercados y en las ferias. Aportaban al comercio la utilidad de
un lugar fijo. Pero se necesitaba una clase distinta de comerciante a quien se pudiera conferir la
utilidad del tiempo y que desempeñase además la función de comerciante al por mayor o
intermediario.
Esto exigía un talento especial, ese talento que en tiempos posteriores explica Jas grandes fortunas
de los primeros Astor, los comerciantes aventureros ingleses; los Stewart, los Wanamaker, los
Selfridge y los Straus en los Estados Unidos e Inglaterra. jTenían que poseer algo más que el mero
instinto para el regateo. Tenían que poseer no sólo una gran capacidad para la organización y la
contabilidad', sino también espíritu de aventura, a diferencia del comerciante moderno, que todo lo
reduce a fórmulas llamadas la ciencia del comercio y hace que recaigan todos los riesgos en los
hombros ajenos. Estos emprendedores en gran escala se granjeaban el respeto. Ya algunos
comerciantes ingleses como Sir William de la Pole y Sir Richard Whíttíngton hablan alcanzado el
título de caballeros y los Médici habían alcanzado en Florencia la nobleza y eran los gobernantes de
la ciudad. El comerciante, que apenas se había distinguido del pirata, y cuya moralidad, según dice
Niietzsche, no era más que el refinamiento de la moral del pirata, surgía ahora como los traficantes
de Tiro, "la ciudad cuyos comerciantes son príncipes, cuyos traficantes son los honorables de la
tierra".
La casa Fugger manejaba gran número de mercaderías y productos. El paño de fustán, una especie
de tejido de algodón tosco del que la pana es un tipo, era muy solicitado, y Augsburgo constituía un
gran centro manufacturero de ese producto. Fugger abastecía a los tejedores con algodón en rama
que adquiría en los puertos del Mediterráneo, sobre todo en Venecia, y transportaba a lomo de muía
a través del Tírol. A cambio, compraba sus productos y abastecía con ellos a toda Europa. Era algo
más que un comerciante; era también un intermediario, muy parecido al contratista, que operaba de
acuerdo con el sistema de distribución, proporcionando la lana y adquiriendo el paño de los
numerosos telares a mano, los cuales llegaban a 3.500, según algunos historiadores.
Era un gran importador de metales, especias, sedas, brocados y damascos, terciopelos, hierbas,
medicinas, obras de arte, viandas raras y costosas, frutos y joyas. Compró grandes diamantes,
algunos de los cuales le costaron de 10.000 a 20.000 florines oro.

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Figuraban en primer lugar entre esas mercaderías los objetos de lujo. Los príncipes, los nobles, los
caballeros y los comerciantes más ricos eran clientes suyos. Los señores, la clase media y los
ciudadanos acomodados recaudaban sus tributos, impuestos y multas en dinero y se disponía de un
volumen creciente de plata y oro para las inversiones. Los señores contaban con una afluencia
constante de moneda que en su mayor parte se desvanecía. Las rentas de toda Europa comenzaban a
amontonarse en las manos de los grandes comerciantes.
Esos hombres eran inevitablemente banqueros, banqueros de otros comerciantes, de los labradores,
de los tejedores y de los gobiernos grandes y pequeños. Cuando algún gobierno necesitaba dinero
acudía ordinariamente a esos ricos comerciantes.
4.
En el joven mundo capitalista del siglo XIV lo que más se acercaba a la técnica de los grandes
negocios era el comercio de especias. Las especias desempeñaban el papel que iba a desempeñar el
cobre en el siglo XV y el petróleo en el siglo XX. No había mucha variedad en los alimentos de
aquel tiempo, y los medios para conservarlos se hallaban aún poco desarrollados. El paladar se
resarcía de la monotonía de una dieta limitada, mediante la pimienta o alguna otra especia. Las
especias eran objeto de una gran demanda y los capitanes del comercio recorrían los mares en busca
de provisiones de especias con algo del arrojo que muestra el capitalista moderno en la caza del
petróleo.
Venecia fué durante muchos años el centro del comercio europeo de especias. Pero Portugal,
después de sus conquistas en la India, llegó a poseer tan grandes provisiones de esa mercadería que
la capital mundial de las especias se trasladó de Venecia a Lisboa, y más tarde a Amberes. He aquí
el modo cómo operaba ese negocio. Ante todo, era un monopolio real. El rey de Portugal, como la
mayoría de los monarcas de su época —y de las posteriores— necesitaba constantemente fondos.
Contrataba con algún comerciante el equipo de un navio, a expensas del comerciante, para una
expedición a las regiones productoras de especias del Oriente dominado por Portugal. El
comerciante prestaba al rey una cantidad de dinero proporcionada con la cantidad de especias o de
pimienta que esperaba llevar de vuelta en el barco. Cuando regresaba con la
bodega de su navio cargada de pimienta, canela y otras especias, el rey pagaba el empréstito con el
cargamento. Esas operaciones eran llamadas contratas de pimienta o tratados de especias. Es
evidente que se trataba de empresas muy inseguras, pues el viaje era largo, en navios primitivos y a
través de mares amenazados por tormentas y piratas. El mercader que regresaba de su viaje con las
manos vacías perdía, por supuesto, su empréstito.
Fugger comerciaba con especias, pero durante la mayor parte de sü vida consideró esas aventuras y
sus tratados correspondientes de una manera muy parecida como John D. Rockefeller consideró
más tarde a los productores de petróleo. Rockefeller prefería comprar su petróleo una vez que ellos
lo habían extraído de la tierra, así como Fugger prefería comprar las especias a los navegantes
afortunados una. vez que éstos las habían puesto a salvo en los puertos. Un hombre tenía que
comprar pimienta en un punto distante, pagar por ella de antemano en la forma de un préstamo al
rey, transportarla a su costo y riesgo y correr en un mercado fluctuante el albur de que no valiese lo
que había pagado por ella.
Esta no era la clase de negocio que le gustaba a Fugger. Pero los otros comerciantes de Augsburgo,
sobre todo la gran casa Welser, se dedicaban a él activamente. Cuando los portugueses conquistaron
la India, un consorcio de comerciantes de Augsburgo encabezado por los Welser hizo un tratado de
pimienta con el rey para equipar una flota y obtuvo un beneficio inmenso. Fugger sólo tuvo una
pequeña participación en el negocio.
Pero al final sucumbió, como sucumbieron los refinadores a la quimera del petróleo. Magallanes,
tras un viaje de tres años alrededor del mundo, regresó con varias conquistas en su haber. Tomó
posesión de las Molucas, las fabulosas Islas de las Especias, para la Corona de España. Jacob
Fugger se procuró un contrato de especias con el de España. Con sus colegas los comerciantes del

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sur de Alemania equipó las naves para dos viajes, uno de ellos encabezado por Sebastián Caboto y
el otro por García de Loaisa, con objeto de transportar pimienta de las Molucas. Ambos viajes
fueron completos fracasos. Pero Fugger murió antes de que los viajes terminaran y no pudo
comprobar en la práctica lo acertado de su actitud anterior. Perdió en esa aventura 4.600 ducados
españoles.
5.
Los nacientes magnates del comercio nó dejaron, en su época, de caer en cierto descrédito. Eran
revolucionarios de la economía. Se hallaban tan obviamente en guerra con el orden establecido
como los inventores de los telares mecánicos en una época posterior, o los creadores del moderno
capitalismo financiero en el siglo pasado, o los protagonistas de la sociedad capitalista planificada
en nuestros días. Un antiguo dogma de la ética económica, encanecido por la edad y abrumado con
las bendiciones de la Iglesia —el principio del "precio justo"— era eliminado de la civilización.
Europa venía operando a base de la ética económica y social de San Juan Crisóstomo, modelada de
nuevo y adaptada a la época por Santo Tomás de Aquino, desde hacía siglos. La busca ilimitada de
la riqueza estaba condenada como algo inherentemente malo. El beneficio y el rédito, eran los
demonios gemelos de los escolásticos, como lo fueron de los marxistas ateos cuatro siglos más
tarde. Crisóstomo había dicho: "Quienquiera que compra una cosa para beneficiarse vendiéndola,
tal como es y sin cambio, es un traficante que debe ser arrojado del templo de Dios". "¿Qué otra
cosa es el comercio —dijo Casíodoro, un jurisconsulto frailesco y una especie de escritor fantasma
de Teodorico— sino comprar barato y querer vender caro al menudeo?. . . El Señor arroja a esos
traficantes del Templo". Así era la cristiandad de los siglos XIV al XVI. El gran Doctor Angélico
corrigió esas sentencias para permitir un beneficio. . . pero a un "precio justo". "El comercio en sí
mismo —dijo-— es considerado como algo deshonroso, puesto que no implica un fin lógico o
necesario". "La ganancia —argüía en su Summa Theológica— que es la finalidad del comercio,
aunque no implica lógicamente algo honorable o necesario, no implica algo pecaminoso o contrario
a la virtud; de aquí que no haya motivo para que la ganancia no pueda ser dirigida a algún fin
necesario u honorable; y por lo tanto el comercio puede ser lícito, como cuando un hombre utiliza
las ganancias moderadas adquiridas en el comercio para el mantenimiento de su familia o piara
ayudar a los necesitados". (Proposición LXXVII, Artículo IV.).
De aquí surgió la doctrina del precio justo que, según se suponía, inspiró al comercio de Europa
hasta el siglo XVIII. Pero como había dicho el propio Santo Tomás, el "precio justo no es
absolutamente preciso, sino que depende más bien de una especie de
cálculo". En consecuencia, la sociedad creó un medio legal para determinar y proclamar el precio
justo. El gremio de comerciantes se convirtió en el arbitro. Se suponía que el comerciante y el
artesano se contentaban con un ingreso adecuado a su posición en la vida. Y se suponía también que
el gremio se guiaba para fijar el precio justo por el interés de la sociedad y no por el interés del
hombre de empresa, lo que implica una diferencia entre el antiguo gremio y sus ediciones
modernas, las sociedades comerciales del siglo XX. Bajo la influencia de esta filosofía se erigieron
los gremios como autoridades legislativas en una especie de NRA medieval y procedieron a someter
al comercio de su época a las reglamentaciones más extensas y exigentes. Todo se hallaba
formalizado. El mismo comercio fué encauzado a macha martillo por rutas jurisdiccionales. En,
Francfort había 191 gremios, dieciocho de ellos en la industria del hierro solamente. Y como la
reglamentación engendra la reglamentación, la ciudad feudal quedó entrampada en un embrollo de
reglas, fórmulas, ordenanzas y expedientes que coartaban por completo el sistema económico.
Todo había tendido a congelarse. Los comerciantes trataban de hacer trabajar a sus obreros durante
largas horas, con jornales bajos, y les sometían a un prolongado aprendizaje. Había resistencia a que
ingresaran nuevos hombres en las filas de los comerciantes y los artesanos. Se imponían elevadas
cuotas de ingreso para mantener fuera a los recién llegados. A un latonero de Bruselas se le cobró
300 florines por el privilegio de abrir su negocio. El aprendizaje y el período de jornalero se

14
prolongaban a veces hasta doce años.
Toda forma de progreso tenía que luchar contra las reglas establecidas del feudo y de la ciudad. La
pobreza era espantosa. Los obreros vivían en chozas. En toda Europa se produjeron levantamientos
proletarios que abortaron. Los campesinos se sublevaron sin éxito en Sajonia, Silesia,
Brandenburgo, Iliria y Transilvania. Los obreros ingleses pidieron que se les pagase en moneda.
Los gremios de jornaleros organizaron, a cubierto de asociaciones religiosas y de instrucción
técnica, uniones de contrabando, así como las tabernas clandestinas norteamericanas de la época de
la prohibición se disfrazaban de clubs literarios y dramáticos.
Durante un siglo se mantuvo una resistencia silenciosa, cauta, sin ostentación e inarticulada a esas
cadenas que se multiplicaban. Nuevos modos de vida, nuevas demandas comerciales, los cambios
introducidos por la economía monetaria en expansión traían consigo
crecientes alteraciones en la aceptación general de esos conceptos teológicos del comercio.
En una economía monetaria en desarrollo era necesario el crédito para una cosa, inclusive para el
Papa y el abate que tronaban contra el rédito. El Papa Juan XXIII murió después de haber
empeñado su mitra a Giovanni de Médici por 38.500 florines. Al fallecer Juan, su sucesor exigió la
devolución de la mitra bajo pena de excomunión. Y un monarca, que poseía lo que se creía ser la
corona de espinas que había desgarrado las sienes de Cristo crucificado la empeñó en una banca
veneciana a cambio de un préstamo.

Esta necesidad de crédito se manifestó al principio en forma de tolerancia con los judíos. Los
nuevos monarcas asumían nuevos poderes sin los medios financieros para mantener esos poderes.
Las órdenes religiosas, entregadas a grandiosos programas de construcción de catedrales y
monasterios, necesitaban dinero. Los cristianos no podían prestarlo porque la Iglesia se lo prohibía.
Esto ofrecía una oportunidad a los judíos, que no estaban ligados por la ética cristiana. Y así, al ser
excluidos de otras formas del comercio, se convirtieron en los prestamistas de dinero de Europa.
Tiene más que un interés pasajero que Aaron de Lincoln, uno de los primeros prestamistas judíos
ingleses, adelantara fondos al ministro de St. Albans en Lincoln y por lo menos a otras nueve
abadías cístercien-ses. Cuando falleció le debían los monasterios 24.000 libras esterlinas, que el
buen rey Enrique II declaró piadosamente canceladas, al mismo tiempo que confiscaba los bienes y
el dinero contante de Aaron, que utilizó para costear la guerra contra Felipe Augusto de Francia. Se
recuerdan muchos ejemplos semejantes.
Santo Tomás había proporcionado una excusa ética conveniente para esa linda situación. El gran
teólogo sostenía que el préstamo a interés era un pecado y una injusticia para quien recibía el
préstamo, el que era víctima de la usura. "El usurero peca al cometer una injusticia con quien recibe
el préstamo a base de la usura. Pero el que recibe el préstamo con usura no peca, puesto que no es
pecado ser una víctima". Pero, se preguntaba el teólogo, ¿el que recibe el préstamo no induce al
prestamista a cometer un pecado ofreciéndole la ocasión? "Es legítimo —explicaba el Doctor
Angélico— utilizar el pecado para un buen fin". Y añade con lo que podría llamarse un sofisma
ingenuo y casi santo, que "el que toma prestado dinero con usura no consiente el pecado del
usurero, sino que lo utiliza; no le satisface la usura, sino el préstamo, el cual es bueno".
¿Y qué fin podía ser mejor que la construcción de un monasterio o de una catedral o el apoyo a un
monarca cristiano? En cuanto a la confiscación de las propiedades del usurero, ¿no está el pecador
sujeto al castigo? No es posible excomulgar a un judío. Pero es posible privarle de los medios con
los cuales él o su tribu cometen un pecado. Apoderarse de sus fondos es como desarmar a un
bandido.
A medida que los nuevos métodos se extendían bajo la influencia de la economía monetaria en
expansión, crecía la necesidad de crédito de los hombres de negocios y los soberanos hasta el punto
de que se precisaban fondos mayores de los que podían proporcionar los judíos. Además, la clase
mercantil acumulaba sus ahorros en dinero y se apresuraba a prestarlo con interés, por lo que

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apareció en escena el banquero cristiano, y la ética cristiana perdió parte de su plausibilidad. La
sociedad se dividió en dos escuelas: la de quienes defendían la vieja escolástica y la de quienes
siguieron el camino por el que les guiaban los humanistas. Los anticuados denunciaron
rotundamente a Jacob Fugger y sus colegas en el comercio. Emprendieron la guerra en la Dieta y en
el campo político. Había grandes ciudades cuya seguridad dependía del poder de los gremios, como
Constanza, Basilea, Lübeck y las ciudades han-seátícas. Había otras, como Augsburgo, las ciudades
flamencas y muchas de Francia, que edificaban su prosperidad a base del capitalista independíente.
La Liga Hanseática, que comprendía a 150 ciudades en plena prosperidad, prohibía comprar trigo
antes de que creciera, paño antes de que fuera tejido y arenque antes de que fuera pescado.
Regulaba los precios, sometía a sus miembros a las reglamentaciones más minuciosas, lo ordenaba
todo para perpetuar el lugar y el poder del "hombre vulgar", respaldaba su política y sus
reglamentaciones con asambleas, tribunales, policía, flotas de barcos mercantes protegidas por una
armada; enarbolaba su propia bandera y mantenía sucursales extranjeras en las que los
administradores y empleados vivían en una especie de cuarteles bajo una disciplina de hierro. A
pesar de su poder, esos comerciantes tenían que luchar cruelmente contra los recursos libres y sin
trabas de los comerciantes independientes. De aquí que acusasen a Fugger, que aparecía como una
potencia. La Compañía Ravensburg de Constanza, hasta entonces la mayor corporación comercial
de Alemania, pidió que no se permitiese a nadie poseer un capital que pasase de los lOú.000
florines, aunque el suyo no bajaba de los 140.000. El Concejo de Nurem-
berg restringió esa cantidad a 25.000 florines. En la Dieta alemana se dijo que se reprochaba a la
riqueza "la destrucción de todas las oportunidades para el trabajo del pequeño comerciante en una
escala moderada". En Francia se inició un movimiento similar. Jacques Coeur, el millonario
francés, excéntrico pero poderoso, fué acusado de "haber empobrecido a un millar de comerciantes
dignos para enriquecer a un solo hombre". Esta frase, con innumerables variaciones, estaba
destinada a encontrar eco durante los siglos subsiguientes. En el Congreso norteamericano, más o
menos en la época en que nació John D. Rockefeller, un representante de Misi-sipí lamentaría más
tarde "la muerte de tantos pequeños establecimientos que habrían podido llegar por separado y en
silencio a vivir existencias honrosas", y "un gran establecimiento se alza sobre las ruinas de todos
los que lo rodean".
Fugger sacó pronto en consecuencia, como lo hicieron más tarde John D. Archbold y John D.
Rockefeller, que su filosofía necesitaba un apologista. Y encontró ese apologista ideal en el Dr.
Konrad Peutinger, el humanista, que vivía en Augsburgo. Peutinger era un paladín más formidable
que el canciller Day de la Universidad de Siracusa o el grupo de predicadores propicios que
tomaban el oro de Rockefeller y utilizaban las Santas Escrituras para defenderle. Era una especie de
combinación de Samuel C. T. Dodd, el consejero versificador y filosofante de Rockefeller, y Elihu
Root, quien cubrió tenuemente con su propia respetabilidad a los odiados monopolistas de su época.
Era un abogado como la mayoría de los abogados de su época, un teólogo que ocupaba su lugar en
la escuela que creía que la filosofía conveniente para la sociedad humana debía buscar su criterio y
sus datos en los asuntos de los hombres más bien que en la contemplación abstracta del espíritu. Era
el principal consejero de Fugger. Escribió: "Todo comerciante está en libertad de vender lo más
caro que pueda y que quiera. Al obrar así no peca contra el derecho canónico, ni es culpable de
conducta antisocial. Pues sucede con bastante frecuencia que los comerciantes se ven obligados, en
su propio perjuicio, a vender sus mercaderías a un precio más bajo que el que pagaron por ellas".
Defendía los "carteles" y los monopolios, el beneficio y el rédito. Fué en realidad el primer
evangelista filosófico del sistema de beneficio. Hizo que el emperador Maximiliano I dictara leyes
de acuerdo con sus doctrinas y los intereses de su poderoso cliente.
Así, el grupo adquisitivo reinante debe contar siempre con su
filósofo. Ramsés encontró el suyo en el templo. Nicias tuvo a su Hiero. Las corporaciones de Roma
a su Cicerón. Santo Tomás surge providencialmente para erigir una fortaleza de filosofía alrededor

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del señor feudal, cuyo régimen depende de la supresión del comerciante. Y el Dr. Peutinger aparece
en escena para refutar al apologista Angélico cuando la ética de éste ya no se adapta al
procedimiento prevaleciente de conseguir la riqueza.
En realidad, hasta el mismo gran Doctor Angélico había dejado una gran escapatoria para los
recaudadores de réditos. Sostenía que aunque un hombre no podía percibir interés, si recibía un
donativo "sin pedirlo y sin ninguna obligación tácita o expresa, sino como un donativo voluntario,
no peca, porque aún antes de que preste el dinero podría recibir legalmente un donativo voluntario,
y no queda en desventaja por el acto de prestar". (Summa Theoíogica, Lección LXXVIII, Artículo
II).
Aquí hay algo que se aparta de la rigidez teológica e, inevitablemente, la teología quedó un tanto
resquebrajada, primero por la utilización del "donativo", luego por un acuerdo para percibir
adehalas, de una manera muy parecida a como se elude en nuestra época las leyes sobre el impuesto
a los réditos; y finalmente, arrojando abiertamente por la borda todo el bagaje aquiniano. Pues
cuando Fugger escribe a Carlos V para que le paguen su préstamo pide claramente que "el dinero
que yo he prestado, junto con-el interés que devenga, sea reconocido y pagado sin mayor demora".
Es cierto que Fugger, el piadoso comerciante cristiano, necesitaba una base ética para sus empresas,
puesto que disfrutaba de beneficios y réditos en una escala mucho mayor. Su biógrafo Jacob Strie-
der calcula —utilizando las cifras del propio Fugger—- que en 1494 él y sus dos hermanos habían
invertido en su casa un capital de 54.385 florines, y diecisiete años más tarde (1511) ese capital
había aumentado a 269.091 florines oro. Era un aumento de capital de alrededor del 400 por ciento,
o sea de un 23.5 por ciento al año. Pero esto no representa todo el beneficio obtenido, pues no tiene
en cuenta las cantidades retiradas durante esos diecisiete años por todos los socios.
Sin embargo, en 1511 se inicia una nueva contabilidad. Fueron extraídas del negocio diversas
cantidades para pagar a los herederos del sexo femenino. La firma comenzó a operar nuevamente en
ese año con un capital de 196.791 florines oro. Al fallecer Jacob, su sobrino Antón hizo un
inventarío que se tardó dos años en terminar y que reveló un capital de 2.021.202 florines oro. Esto
repre-
senta un beneficio de 1.824.411 florines oro, o sea más del 900 por ciento. Es decir, que en un
período de dieciséis años se había obtenido un beneficio de más del 50 por ciento anual. Pero otra
vez es necesario agregar a esa cuenta un porcentaje considerable si se tiene en consideración las
grandes cantidades retiradas por los Fugger para hacer frente a los elevados gastos que implicaba la
vida de esplendor que llevaban.
6.
La larga lucha para destruir el viejo sistema feudal y la ética gremial primitiva de las ciudades y
para poner en movimiento a la sociedad capitalista se prolongó a través de una serie de etapas. La
primera fué la lenta infiltración de la moneda. Luego vino el abandono público de la moral
escolástica. Más tarde surgió la libre competencia y la desaparición de los monopolios comerciales
de los antiguos gremios. La etapa siguiente fué el desarrollo del sistema bancario moderno. Y por
fin surgió el empresario industrial en gran escala. Y Fugger aparece como la figura más importante
de la aurora de la era capitalista, porque desempeñó un papel dirigente en todas esas etapas.
No es fácil fijar la fecha exacta en que se inició el sistema bancario moderno. Es ingenuo decir que
comenzó cuando empezaron a hacerse los préstamos, no en dinero contante, sino mediante créditos
bancaríos. Había habido bancos desde los tiempos más antiguos. Y en verdad, el famoso Mercato
Nuovo o el Vendi Tavolini de la Florencia de los Médici no diferían mucho, por lo menos en su
aspecto y en la mayoría de sus funciones, de los puestos que ocupaban los banqueros en la calle de
Jano en el lado norte del Foro romano. En éste ocupaban los prestamistas un gran departamento mal
iluminado, y se sentaban en hileras sobre grandes banquillos, con sus monedas extendidas ante ellos
tras una reja de bronce. En el Mercato Nuovo, que todavía subsiste, los banqueros se sentaban en
banquillos más bajos detrás de sus mesas cubiertas con tapetes verdes, hojas ordinarias de

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pergamino para hacer las anotaciones, balanzas, una escudilla para las monedas de plata, y el oro en
bolsas colgadas del cinturón.
El banquero romano primitivo era ante todo un cambista. Llegó un tiempo en que aceptaba
depósitos que luego prestaba a sus clientes.
El banquero florentino era también un cambista. Pero era mucho más un prestamista de dinero. En
un principio prestaba su propio dinero, pero luego empezó a aceptar fondos ajenos que utilizaba en
su negocio y por cuyo uso pagaba.
Hay'una solución de continuidad —un largo período en la primera Edad Media— en que se pierde
toda huella de los bancos. El prestamista —y sobre todo el prestamista judío— es el único que
aparece como una figura solitaria que se mueve en un mundo inamistoso de feria en feria y de
ciudad en ciudad, víctima de los caballeros, los reyes y los bandidos.
Por ese tiempo, sin embargo, reaparece la banca en el mundo de los negocios. Surge entre los
lombardos de Asti, Chieri y otras ciudades, y posteriormente en Florencia. Esos banqueros
operaban a la manera de prestamistas sobre prendas, como los judíos, y se hacían cargo de objetos
de valor de diversas clases como negocios accesorios.
Luego encontramos a los aventureros comerciales más importantes afluyendo a los negocios
bancarios. Se veían obligados a pedir en préstamo ciertas cantidades de dinero en relación con sus
actividades en los mercados. El comerciante banquero ponía su puesto en el mercado. Los otros
comerciantes se dedicaban a la compra y venta de mercaderías. A veces operaban mediante el
intercambio de artículos y otras veces mediante la moneda, quizá hasta el 40 por ciento. Pero había
comerciantes que necesitaban un crédito hasta que pudieran disponer de todas las mercaderías que
les habían sido consignadas. En consecuencia, acudían con sus vendedores al banquero, el que, o
bien garantizaba el pago, o bien lo hacía en realidad para ser resarcido posteriormente. De aquí
surgió la práctica de las letras de cambio.
Siempre había particulares, instituciones o gobernantes que sentían la necesidad de un depositante
seguro para su dinero. El rey inglés depositaba a veces sus fondos en manos de los Caballeros
Templarios, y lo mismo hacían otros príncipes y señores. Era una supervivencia lógica de la antigua
costumbre de conservar los fondos en los templos. Con el tiempo los banqueros fueron haciéndose
más que meros prestamistas de sus propios fondos. Aceptaban en depósito los fondos de otras
personas y quedaban en libertad de prestarlos a su v¿z. Esos depósitos daban derecho a pedir
préstamos a los banqueros. Sin embargo, ocurría a veces que cuando el depositante iba a reclamar
parte de su dinero se encontraba con que el banquero no disponía de él. En esas circunstancias el
banquero lleva-
ba a su cliente a otro banquero en poder del cual tenía dinero depositado o con quien gozaba de
crédito, y así podía satisfacer el pedido de su cliente. Al cabo de un tiempo se hizo ya innecesario
para el banquero acudir personalmente a un colega para arreglar esas cuestiones. Daba a su cliente
una orden escrita para un banquero vecino por los fondos( de que carecía. De este modo
comenzaron a ponerse en uso los cheques. Y la siguiente fase consistió en que el propio cliente
diese a otra persona una orden escrita para que su banquero le entregase los fondos. Así se puso en
boga el uso general de los cheques.
Durante todo el tiempo sirvió el banquero para sacar de dificultades a los reyes, pequeños príncipes
y señores que necesitaban dinero. Cuando el rey necesitaba dinero a préstamo podía obtenerlo, al
principio, de un usurero particular. Pero más tarde éste tenía que ser ayudado por un consorcio de
comerciantes, que subscribían el préstamo, por lo general bajo la dirección de uno de los colegas
que disponía de más medios e influencia. Y uno de esos colegas solía ser Fugger. Y así vemos la
aparición del banquero internacional.
Las ciudades, ayudadas ahora por un sistema ordenado de impuestos, podían, si lo necesitaban,
vender sus ingresos de antemano a los recaudadores de impuestos, quienes, con no poca frecuencia,
reunían los fondos a la manera de las antiguas corporaciones romanas de impuestos, mediante

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subscripciones entre los comerciantes acomodados. Se ve funcionar durante todos esos años
primeros una serie de ordenanzas, edictos, leyes y reglamentaciones de las ciudades, los reyes,
organismos públicos y gremios que se refieren a cheques, depósitos, letras de cambio, certificados
negociables de depósito, registros bancarios y libros de contabilidad. La contabilidad por partida
doble fué perfeccionada en Venecia, donde hizo Fugger su aprendizaje. Los italianos, sobre todo los
banqueros florentinos, inventaron nombres para diversos instrumentos y transacciones —casa,
banco, giornali, debitóte, creditore-— que iban a llegar a ser las palabras cotidianas de las oficinas
comerciales del mundo entero. Esos hombres forjaban lentamente los instrumentos, las armas y la
jerga del estado capitalista moderno que, con el tiempo, se convertirían en el molde de la sociedad.
Esos antiguos banqueros han dejado sus nombres en las instituciones y en las calles de las ciudades
de Europa. En Florencia se conserva todavía en los nombres de las calles el recuerdo de los Bardi,
los Peruzzi, los Albruzzi, los Grecci y otros, todos ellos banqueros.
La familia Fugger había seguido esa evolución —primero como
tejedores, luego como prestamistas de dinero en las cercanías de las ferias y mercados, y más tarde
como banqueros internacionales— durante la mayor parte del tiempo. La casa comercial de Jacob
Fugger contaba con una red de sucursales y factorías que se extendía desde Ñapóles en el Sur y la
Península española hasta Hungría y Polonia en el Este y Escandinavia e Inglaterra en el Oeste.
7.
Ningún cuadro que trate de describir la aurora del capitalismo sería completo si no se consagra un
breve espacio a la que fué quizá la primera depresión auténtica y estrictamente capitalista de
Europa, originada en gran parte por las operaciones de esos nuevos banqueros. El episodio es
conocido, generalmente, como la quiebra de los bancos Bardi y Peruzzi, en Florencia, y tuvo
consecuencias no muy distintas de las de la bancarrota de Jay Cooke en los Estados Unidos, de
Baring en Inglaterra o del Credít Anstalt en Viena en 1931.
Florencia había llevado muy adelante la organización de sus energías productoras. Los tejidos de
lana eran uno de sus productos más importantes. Los hogares de los ciudadanos y de los aldeanos
fueron convertidos en talleres en los que se trabajaba con exceso por una paga ínfima y a los que los
comerciantes enviaban la lana cruda para que la laborasen. Mientras la Iglesia y sus doctores
tronaban contra el rédito y el beneficio, los sacerdotes de las aldeas leían cartas pastorales
amenazando a los obreros con negarles los santos sacramentos si se oponían a las exacciones de los
usureros ricos de Florencia que dominaban el sistema.
Una provisión continua de lana cruda por una parte, y amplios mercados por la otra, se hicieron
esenciales para la seguridad económica de la ciudad. Esto llevó probablemente a los comerciantes -
banqueros florentinos a Inglaterra, donde se producía la mejor lana. Dos de las casas comerciales
más grandes de Florencia, los Bardi y los Peruzzi, iniciaron extensas operaciones en Florencia en la
última parte del siglo XIII y comienzos del siglo XIV. Hicieron grandes empréstitos, primero a
Enrique III y más tarde a Eduardo II y Eduardo III, pero sobre todo al último. A cambio
consiguieron el privilegio de comerciar en Inglaterra, la que de otro modo estaba cerrada para los
comerciantes extranjeros, así como el de comprar lana para el mercado florentino.
A esos préstamos a Eduardo III atribuyen los historiadores las
quiebras de los Bardi y los Peruzzi. Pero es simplificar demasiado las cosas. Ya en 1337, cuando
Eduardo III emprendió la inútil lucha de un siglo, conocida con el nombre de Guerra de los Cien
Años, invadiendo a Francia, debía a los Bardi 62.000 libras y a los Peruzzi 35.000 libras. Pero
inmediatamente hizo otros enormes empréstitos adicionales para financiar su ambicioso deseo de
arrebatar la corona de Francia a Felipe VI. En 1343, al terminar la primera fase de aquella aventura
quijotesca, se dice que debía 900.000 libras a los Bardi y 600.000 libras a los Peruzzi. Sapori, quien
ha estudiado recientemente este episodio histórico, cree que esas sumas son exageradas y que en
realidad se acercaban a las 500.000 y 400.000 libras respectivamente.
Eduardo había prometido pagar el capital y los intereses de esos empréstitos en moneda acuñada, y

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su compromiso había sido garantizado por el Arzobispo de Canterbury y el Obispo de Lincoln. Tan
ansioso por esas sumas se hallaba el temerario Eduardo que, por haber llevado a cabo el arreglo,
entregó a "los comerciantes de la sociedad Bardi" 30.000 libras esterlinas, a los "comerciantes de la
sociedad Peruzzi" 20.000 libras esterlinas, y "en consideración a la gran ayuda prestada al rey", 500
marcos a un agente de los Peruzzi en Inglaterra y, por la misma razón, otros 500 marcos a la esposa
de otro agente y a la de un agente de los Bardi. Las esposas de otros dos agentes percibieron 200
libras cada una. Fué como si dos grandes casas bancarias norteamericanas manejasen un empréstito
de los Estados Unidos para el gobierno de Chile a base de un 20 por ciento de interés, mientras los
socios de las dos casas bancarias perciben una adehala de varios centenares de millares de dólares
del presidente chileno, quien también hace objeto de sus larguezas a los agentes sudamericanos de
las casas bancarias y a sus esposas. Así, el soborno comercial se había abierto ya camino en fas
operaciones bancarias.
Pero, durante todo este tiempo, Florencia, lanzada de lleno en el primer episodio de expansión
incontrolada de la era capitalista, se endeudaba cada vez más. Los comerciantes obtenían beneficios
y los depositaban en las bancas de los Bardi, los Peruzzi, los Mozzi, los Frescobaldi y los Scali, o
los invertían en diversas emisiones de bonos subscritas y administradas por esas casas, pero sobre
todo por los Bardi y los Peruzzi. Inglaterra y los tejedores flamencos competían cada vez más con
su industria lanera. Pero a medida que aumentaba su producción trataban continuamente de
ensanchar sus mercados. Florencia, una unidad económica como la Inglaterra mo-
derna, importaba materias primas y exportaba productos elaborados. Disfrutaba de su expansión
gracias a las actividades estratégicas de sus banqueros ricos, quienes se hacían ricos explotando a
los monarcas y príncipes europeos y utilizando al mismo tiempo sus empréstitos como armas para
hacer que los productos florentinos penetrasen en los países y las ciudades europeos cerrados desde
antiguo por los derechos de aduanas.
Un mercado, entre otros, era de gran valor para Florencia: la ciudad de Lucca. Esta ciudad era un
campo de batalla comercial entre los mercaderes de Florencia y los de Pisa. Y a consecuencia de esa
situación se convirtió en la víctima de un episodio que pinta notablemente el espíritu de violencia
que deformó a las primeras luchas del capitalismo primitivo. Una banda de mercenarios germanos
se apoderó de Lucca y ofreció venderla a la ciudad de Pisa. Esta accedió a pagar 60.000 florines oro
e hizo un primer pago de 13.000 florines, que estaba destinado a perderse cuando Florencia se armó
para impedir la venta de su valioso mercado a su rival principal. Más tarde ciertos comerciantes y
banqueros florentinos —entre los que figuraban sin duda los Bardi y los Peruzzi—< ofrecieron a los
mercenarios germanos 80.000 florines. Así podrían disponer de Lucca como mercado para sus
productos y apoderarse de sus aduanas y sus ingresos por impuestos. Fué como si unos cuantos de
los comerciantes y fabricantes principales de Filadelfia propusieran comprar la ciudad de Pittsburgo
a un regimiento amotinado de la Guardia Nacional de Nueva York, que se hubiera apoderado de
ella y tratara de vendérsela al Este. Pero Florencia, gobernada todavía por los restos del viejo
espíritu güelfo, protestó contra esa compra inmoral de los pobladores de una ciudad como otros
tantos esclavos. Por fin, los apresadores de Lucca vendieron la ciudad por 30.000 florines a un
comerciante aventurero genovés llamado Gherardíno Spínola. El resultado de todo esto fué la
guerra entre Florencia y Pisa.
El primer efecto de la guerra fué una demanda de empréstitos para financiarla, que tuvieron que
arbitrar las casas bancarias. Y esto sucedió en el tiempo en que Eduardo III hacía avanzar a sus
ejércitos por Flandes y pedía mayores adelantos de dinero a los Bardi y los Peruzzi.
La competencia de los tejedores de lana ingleses y flamencos había estado minando el comercio de
Florencia de una manera muy parecida a como la competencia de las Carolinas influyó en los
negocios de la industria textil de Nueva Inglaterra y la compe-
tencia del Oriente en la industria textil de Manchester. La producción decayó en Florencia. Las
calles se llenaron de desocupados. Los comerciantes que tenían grandes depósitos de dinero en las

20
bancas Bardi, Peruzzi, Frescobaldi y otras reclamaban sus fondos. ¡Algunos de los banqueros
menores quebraron. Crecía la indignación contra todos los banqueros. Florencia hizo frente a una
crisis no muy distinta de la que tuvieron que enfrentar los Estados Unidos en 1933 y Alemania en
1932. Lo único que podía salvar a los grandes banqueros era una moratoria. Llegaban rumores
inquietantes de Flandes, donde los generales de Eduardo no obtenían más que pequeños éxitos. En
esa crisis, la vieja ciudad, donde el partido popular había sido siempre fuerte, con su activo popólo
minuto, que odiaba a los gibelinos porque representaban no sólo la filosofía del realismo
económico, sino también la intervención y el dominio extranjeros, se sometió al recurso de la
dictadura. En 1342, el grotesco aventurero llamado Gualterio de Brienne, un francés que se daba a
sí mismo el título de Duque de Atenas, fué nombrado dictador gracias a las maquinaciones de los
banqueros. Proclamó una moratoria de tres años para las deudas privadas, lo que salvó a esos
banqueros.
Pero luego de haber llegado al poder conspiró inmediatamente para completar su dominio.
Suspendió el pago del interés de la deuda pública e hizo planes para ir extinguiéndola gradualmente
mediante la repudiación progresiva, lo que le acarreó en seguida la rabia de los banqueros En 1343
la miseria de la ciudad era tan grande, la marcha de la guerra tan adversa, la ira contra el dictador
tan general que el pueblo se lanzó a las calles en una sublevación desenfrenada. Saquearon el
palacio de los Bardi, apoderándose, según se ha dicho, de objetos preciosos por valor de 30.000
florines. El dictador se vio obligado a renunciar y huyó de la ciudad. Ciertos banqueros napolitanos
que tenían empréstitos todavía pendientes de pago en Florencia los reclamaron. Llegaron noticias de
los reveses que sufría Eduardo y que llevaron a la Guerra de los Cien Años a su primera pausa en
1343; el rey inglés dio el golpe de gracia a los banqueros florentinos negándose a pagar sus
empréstitos. La banca Peruzzi quebró inmediatamente. Y al cabo de un año le sucedió lo mismo a la
gran banca Bardi. Arrastraron en su caída a la mayoría de los banqueros de Florencia. El desastre
conmovió a toda Europa y produjo las consecuencias más deprimentes en aquellas ciudades en las
que la organización capitalista se había extendido, como Venecia y Genova. La deuda excesiva,
la industria demasiado desarrollada, la concentración del dinero, el poder y la riqueza; el derroche
de los gobernantes y la fuerza destructora de la guerra habían acarreado a Europa su primera gran
depresión capitalista de la era moderna.
8.
Como la mayoría de los grandes banqueros, desde Jacques Coeur y Wílliam de la Pole en la aurora
del capitalismo hasta J. P. Morgan y los Mitsui en nuestros días, Fugger juzgó esencial para sus
grandes planes mantener una asociación íntima con el soberano. Y el soberano, cuando Fugger
subió al poder, era Maximiliano I, quien, como todos los gobernantes de la historia desde Perides y
César hasta Roosevelt y Churchill, consideraba esencial mantener una asociación íntima con las
fuentes de crédito. Fugger estableció una relación estrecha con el pobre e inestable Maximiliano, el
"último caballero de Europa". Cuando el Habsburgo falto de recursos necesitaba fondos podía
contar siempre con el fiel Fugger y sus recursos, al parecer inagotables. Pero si Fugger era una
fuente inagotable de dinero para el emperador, su Majestad era una fuente inagotable de privilegios,
monopolios y beneficios para Fugger. Si éste tenía en sus arcas todo lo que Maximiliano requería,
el rey tenía en su rico reino metales y otras riquezas muy valiosas indispensables para el Jacob
adquisitivo.
Maximiliano era emperador del Sacro Imperio Romano, la pálida sombra imperial de poder que iba
desapareciendo lentamente de Europa. Pero de mucha mayor importancia para él era la lucha por la
supremacía que tenía lugar en Alemania, así como en todos los demás países, entre el rey por un
lado y los numerosos señores feudales por el otro. Del mismo modo que en la lucha apenas oculta
que tiene lugar en los Estados Unidos entre los gobiernos locales y el gobierno federal con respecto
a la creciente supremacía del último, Alemania se volvía hacia un gobierno central fuerte que
resolviera sus problemas mal comprendidos. El espíritu de revuelta en religión, la expansión de la

21
cultura, el despertar de la curiosidad de las masas, las energías dinásticas, comerciales, tecnológicas
y políticas, mantenían en fermento a la población, pero quizá en el centro de todo ello, acentuando y
estimulando a todos los demás elementos de inquietud, se hallaban las fuerzas económicas.
Pero lo que agitaba principalmente el espíritu de turbulencia,
de controversia y de cambio era probablemente, más que nada, el dinero. Desde hacía doscientos
años por lo menos se venía desintegrando el mundo feudal. La gente sabía que las cosas iban mal.
Discutían, argumentaban y luchaban con respecto a las causas y a los medios de curación. En toda
Alemania se realizaban conferencias para investigar qué era lo que andaba mal y cómo podía ir
bien. Pero al parecer nunca dieron con la verdadera causa ni siquiera hablaron acerca de ella. La
lucha se resolvía por sí misma ora en enconadas controversias religiosas, ora en guerras entre
principados y estados, ora en debates políticos. Lo que veían era un trastorno político, el esfuerzo
del rey para hacerse el amo contra la violenta oposición de los señores. Adoptaron medidas contra
esto. Pero no tomaron medidas contra la potente energía que impregnaba al sistema como un
germen maligno: el dinero. Así, cuando se examina la larga historia de la declinación de la Edad
Media a uno le sorprende el hecho de que nada contribuyese tanto a destruir el orden existente
como las medidas que tomaron los políticos de la época para salvarlo.
Durante varios siglos el dinero —la moneda acuñada— había venido escurriéndose por las manos
de los gobernantes y del pueblo. Después de la caída del Imperio Romano, las monedas comenzaron
a desaparecer. Se calcula que en el año 518 después de Cristo había una cantidad equivalente a
370.000.000 de pesos de oro y plata en Europa. Ya en el año 806 esa cantidad había disminuido a
160.000.000, o sea más o menos a la mitad. Pero después del 800 la producción —sobre todo en el
Sacro Imperio Romano— era más que suficiente para compensar la cantidad que desaparecía
anualmente, y en los siglos XIV y XV esa producción aumentó de manera notable. Sin duda, gran
parte de los metales preciosos ocultos comenzaron a reaparecer. Los cálculos sobre las cantidades
precisas en uso deben ser tomados con mucha cautela. Ciertamente, a medida que los hombres se
daban cuenta del valor de esos metales para el intercambio se aceleraba la busca de los mismos.
Durante todos esos años tuvieron lugar las aventuras de los alquimistas que entraban al servicio de
diversos particulares y gobernantes ricos con la esperanza de que pudieran producir el oro que tanto
se anhelaba. Los reyes comenzaron a imponer y reformar las medidas más severas para aumentar la
provisión de metales preciosos en sus reinos. En Inglaterra, por ejemplo, todo comerciante era
obligado a importar cierta cantidad de moneda acuñada ó de oro y plata en barras en cada barco y la
exportación de metal estaba prohibida.
Durante un tiempo esas monedas de metal fueron poco más que mercaderías glorificadas —oro,
plata, cobre— que competían, como señala Marx, con todas las demás mercaderías. Pero las
monedas no se consumían como las otras mercaderías y adquirieron una velocidad que no podían
adquirir otras mercaderías. Los obreros querían que se les pagase en moneda. Los labradores
preferían cambiar sus productos por monedas siempre que les fuera posible. Preferían también
pagar sus impuestos y servicios en moneda, e inclusive su renta. Los señores estaban de acuerdo
con ello. El señor podía entregarse ahora al lujo. La gente compraba cada vez más a los
comerciantes, quienes a su vez se hacían cada vez más ricos. El banquero fué adquiriendo
importancia a medida que crecía el crédito. Los hombres —comerciantes, banqueros, ciudadanos—
ya no podían tolerar los desórdenes que se derivaban de las pequeñas guerras, las querellas
familiares y el bandolerismo de los numerosos señores y caballeros. Se volvieron hacia la Corona
en busca de orden, estabilidad y protección contra los barones feudales. El rey —-Maximiliano—
no percibía más ingresos del reino que los de su propio estado: el Tirol. Podía obtener soldados de
los señores vasallos suyos mediante el reclutamiento, de acuerdo con las obligaciones feudales de
aquéllos, cuando deseaba luchar contra los paganos o un enemigo extranjero. Pero en la gran lucha
por el dominio de Alemania, el emperador necesitaba un ejército mercenario para utilizarlo contra
los propios señores y eso requería dinero contante. Y sólo podía obtenerlo en cantidad suficiente

22
pidiéndoselo prestado a los banqueros, quienes, a su vez, por medio de consorcios, podían reunir el
dinero entre los comerciantes.
Y así el rey, las ciudades y los comerciantes, quedaron unidos por las necesidades ineludibles de la
nueva economía monetaria. Esta inmensa necesidad de dinero que sentían el emperador, y también
el Papa, con esa finalidad, tuvo consecuencias perjudiciales para la vieja moral escolástica de
Tomás de Aquino, pues tanto el rey como el Papa necesitaban del hombre rico como la fuente de
crédito, y el hombre rico, a su vez, originó un franco abandono del "justo precio" y de la
proscripción contra la riqueza monetaria y el rédito. Y así, los comerciantes y banqueros, bien
defendidos, se convirtieron en los subditos más poderosos, desafiaron el poder de los señores, se
construyeron castillos propios, adquirieron títulos y propiedades y llegaron a ser con el tiempo los
dueños de la creación.
Maximiliano era uno de esos frágiles vasos en los que se vier-
ten los destinos de un pueblo en un momento de crisis. Era joven, bien proporcionado, rubicundo y
sano, inquieto, ambicioso y no enteramente desprovisto de talento. Vivía con sencillez, comía
moderadamente y evitaba las copiosas libaciones de vino del Rin y de cerveza que embrutecían a la
nobleza alemana. Los campesinos tiroleses le adoraban porque era valiente y aventurero como un
cazador, y una figura brillante en los torneos. Gozaba de una popularidad inmensa entre los nobles
jóvenes, era gracioso y encantador en sus relaciones personales, estimulaba a los artistas y los
sabios y, en general, mostraba las cualidades de urbanidad, cordialidad, buen natural entusiasta y
coraje que le valieron el título de el "último caballero de Europa".
Pero era inestable, peleador, y conspiraba continuamente por el poder supremo. Se lanzó a una
guerra calamitosa tras otra. Inventaba constantemente nuevos artificios para obtener más dinero.
Hasta cuando era ya anciano, en 1518, hablaba de otra cruzada contra el infiel. Habiendo caído
hacia el final de su reinado en la pobreza más humillante, amargado por las dificultades a que ésta
le exponía, abandonó el Tirol, descendió por el Inn y el Danubio y, postrado por una larga
enfermedad, falleció. 'y A ese príncipe inestable, quimérico y tolerante se alió Jacob Fugger como
su banquero principal. Y la altura a que se elevó el gran banquero de Augsburgo en la jerarquía de
Habsburgo queda de manifiesto por el papel que desempeñó en la designación del sucesor de
Maximiliano en el trono.
Carlos I, rey de España, era un Habsburgo, el hijo mayor del Archiduque Felipe, único hijo de
Maximiliano. Felipe se había casado con la hija de Fernando e Isabel de España, y muerto antes que
esos monarcas. Su hijo le sucedió en el trono de España con el nombre de Carlos I. Maximiliano
había decidido hacer de su hijo Carlos su sucesor en el Sacro Imperio Romano.
Pero había otro candidato en el campo, Francisco I de Francia. La elección del emperador se hallaba
en manos de los Electores, un pequeño grupo de duques y arzobispos. El Margrave de Bran-
denburgo, el Conde Palatino del Rin y los Electores de Maguncia y de Trier eran caballeros
prácticos y podía conseguirse sus votos con una sola condición: Maximiliano tenía que ofrecerles
un precio más alto que Francisco. La pelea se inició en la Dieta de Augsburgo en 1518.
Maximiliano se iba haciendo viejo. Su tesoro estaba vacío. Y aunque hablaba de sus planes de
emprender otra cruzada, no podía pagar los gastos de posada de sus cortesanos. Sin embargo,
ayudado por los recursos financieros de Fugger, pudo conseguir la promesa de que los Electores
apoyarían la candidatura del rey de España.
Las negociaciones, reducidas a los términos comerciales más groseros, llegaron a un punto en que
el Margrave de Brandenburgo tenía el voto decisivo. Fugger emprendió la compra del noble
malandrín. Francisco le había ofrecido una rica esposa francesa con una gran dote. Pero Fugger
contaba con la nieta de Maximiliano —la hermana de Carlos de España y 300.000 florines renanos.
Garantizó la entrega de 100.000 florines en moneda contante como adelanto en cuanto Carlos fuese
elegido. Fué necesario obtener grandes sumas de diversas fuentes, inclusive inmensas cantidades
que había que reunir en España, para completar la compra de los otros Electores. Maximiliano había

23
encargado a Fugger la realización de esos arreglos.
Pero el anciano Maximiliano falleció poco tiempo después y Carlos I asumió la dirección de su
propia campaña. Casi su primer acto fué desplazar a Fugger. Acudió a los Welser, los principales
rivales de Fugger en Augsburgo, y les confió la tarea de manejar más de 300.000 florines
recaudados en España para administrar la elección.
Eso llenó de rabia a Fugger. Se hallaba amenazada toda su posición como banquero de la casa real
más poderosa de Europa, los Habsburgo. No perdió tiempo para obrar. Hizo saber a Carlos que no
tenía más que dar su apoyo al francés para echar abajo todas las esperanzas del díscolo monarca
español. Se puso en contacto con los Electores. Pronto aprendió Carlos que una elección no consiste
sólo en hacer promesas a quienes tienen votos que vender, sino en convencer a los electores
comprados de que serán cumplidas las promesas. Cuando los agentes de Carlos se pusieron en
contacto con los Electores éstos les hicieron saber con claridad que deseaban que Fugger manejase
los arreglos financieros mediante los cuales se comprometían a no vender la corona de su país a un
francés. Insistieron en que sólo se sentirían satisfechos si Fugger garantizaba el pago de sus
participaciones respectivas.
Fugger fué puesto otra vez triunfalmente al timón. En el desempeño de esa importante comisión, de
la que resultó la elección de Carlos de España como emperador del Sacro Imperio Romano con el
título de Carlos Vi en 1519, Fugger extendió créditos por un valor de más de medio millón de
florines oro. Su fama llegó a la cumbre. En adelante siguió siendo el indiscutido banquero y
consejero financiero principal del emperador. Los augsburgueses decían con orgullo que el nombre
de Fugger era conocido en todo el mundo. Se convirtió en una figura casi legendaria. Lutero relató,
con algo de temor reverente a pesar del odio que sentía por la clase rapaz de los Fugger y de su
enemistad con el propio Fugger, cómo el obispo de Brixen, uno de los compañeros literarios de
Peutinger, había muerto en Roma dejando un trozo de papel apenas legible, y cómo el Papa Julio se
lo envió al agente de Fugger en Roma para que lo descifrase. El agente lo reconoció como la prueba
de un depósito de varios centenares de miles de florines que el buen obispo tenía en la casa de
Fugger. Cuando el Papa preguntó en qué plazo podía ser entregado el dinero, el agente de Fugger
replicó: "En cualquier momento". El Papa se volvió hacia los cardenales franceses e ingleses que se
hallaban presentes y les preguntó: "¿Podrían también vuestros reyes entregar tres toneladas de oro
en el término de una hora?". Cuando le respondieron que no, Su Santidad replicó: "Pues eso es lo
que puede hacer un ciudadano de Augsburgo".
El astuto banquero de Augsburgo obtuvo más que el interés y los "donativos" de su soberano. La
función de banquero —banquero siempre dispuesto y leal y consejero financiero— le abrió la
puerta de valiosos privilegios en el dominio ducal del Tirol perteneciente a Maximiliano, rico en
recursos naturales, el-mismo Tirol que estimuló con sus minas el anhelo patriótico del Anschtuss
entre los estadistas alemanes del siglo XX. Obtuvo del manirroto monarca cargado de deudas los
valiosos monopolios del cobre y de la plata que llegaron a ser la fuente principal de su gran fortuna.
No obstante, sería cometer una injusticia con Fugger decir que su lealtad a los Habsburgo era
solamente fruto de sus planes rapaces. Era banquero, comerciante, industrial, católico y alemán. No
es posible afirmar, por supuesto, cuáles eran los porcentajes en que se combinaban esos ingredientes
en su naturaleza imperiosa. Se sentía fuertemente ligado a la Casa de Habsburgo. Su filosofía
política, basada en sus intereses comerciales, le unió inevitablemente con el monarca cuya lucha
contra los principados y pequeños estados fomentaba la causa del orden y la estabilidad a base de
un gobierno central más fuerte, tan esencial para la prosperidad de la clase comercial. Dio a la
campaña del Habsburgo por el gobierno central fuerte el apoyo celoso que el magnate industrial de
la época de Mark Hanna dio a McKinley y Taft, y que sus sucesores dan hoy día con igual vigor a
los defensores del gobierno local contra las fuerzas del poder federal, porque han cambiado sus
intereses varia-
bles. Pero sentía sin duda alguna un fuerte apego personal a Maximiliano. Durante todas las

24
asombrosas luchas del soberano contra él viejo orden, sus esfuerzos frenéticos para obtener la ayuda
militar y financiera de los señores hostiles, en Dieta tras Dieta, en las que, como sucedió en
Augsburgo, los estados se negaban a darle armas y hombres, o como en Tréveris, cuando
rechazaron su pedido de que adoptaran una moneda común, Fugger se mantuvo a su lado y, en los
casos extremos, abría siempre sus arcas de oro llenas hasta el borde.
Debió de sentirse conmovido al contemplar su riqueza creciente junto a la creciente pobreza de su
soberano. En el Congreso de Viena, donde Fugger, rodeado de sus ricos agentes y los miembros de
su familia, ataviado con magnificencia, entregó a los nobles favorecidos valiosos regalos de oro y
perlas y otras piedras preciosas, el emperador empobrecido se presentó resplandeciente con costosas
joyas que su rico banquero le había prestado en secreto para que pudiera desempeñar con mayor
esplendor el papel de monarca.
Fugger tenía sin duda alguna plena conciencia de que ocupaba un puesto de soberano en una
provincia dentro del imperio: la nueva provincia, el gran principado del dinero. Pues vemos que se
dirige al emperador Carlos V en términos que sólo empleaban en aquel tiempo los vasallos grandes
y poderosos, quienes, bajo el lenguaje oficial de fidelidad, hablaban a los reyes en tono de igualdad.
1
Comenzó a desempeñar el papel de Magnífico. En 1511 fué hecho Conde. Pero ya había empezado
a adquirir grandes propíe-
1 - Carlos V tardaba en devolver las grandes sumas que le había adelantado Fugger para conseguir
su elevación al trono imperial. Fugger, a quien el delincuente real había agotado la paciencia,
escribió al emperador la siguiente carta extraordinaria:
"Su Serenísimo, Todopoderoso Emperador Romano y Graciosísimo Señor: Vuestra Real Majestad
se da sin duda plena cuenta de hasta qué punto yo y mis sobrinos nos hemos inclinado siempre a
servir a la Casa de Austria y a promover con toda sumisión su bienestar y su prosperidad. Por esa
razón cooperamos con el anterior emperador Maximiliano, el antepasado de Vuestra Majestad
Imperial, y, en leal sometimiento a Su Majestad, con objeto de asegurar la Corona Imperial a
Vuestra Majestad Imperial, dimos garantías a varios príncipes que pusieron su confianza y su fe en
mí como quizá en ningún otro. Nosotros también, cuando los delegados designados por Vuestra
Majestad Imperial trataban de terminar la empresa antes mencionada, proporcionamos una
considerable suma de dinero que fué conseguida, no por mí y mis sobrinos solamente, sino también
por algunos de mis buenos amigos, a gran costo, de modo que los excelentes
dades. Antes de ese año había adquirido por lo menos cuatro dominios espléndidos, dos de ellos del
propio emperador, ambos en Suabia, y otro muy cerca de Augsburgo. Poseía también una o dos
propiedades en el Tirol y en Hungría, y su magnífico palacio de Augsburgo, lleno de cuadros y
esculturas de los mejores artistas de Europa, era un valioso museo de arte. Pero ante todo, como
otro magnífico del siglo pasado, J. Pierpont Morgan, era un coleccionista inveterado de manuscritos
y libros raros y bellos de gran valor. Cuando murió, su biblioteca era ya la mejor de Alemania, y
después de su muerte, gracias a los aportes hechos por su familia, llegó a ser la más famosa de
Europa. En realidad la mayor parte de sus tesoros fué reunida por los sucesores de Jacob Fugger.
Merece la pena recordar aquí que, 125 años después de su muerte, esa famosa biblioteca fué
vendida por el Conde Felipe Eduardo Fugger al emperador por 15.000 florines, alrededor de la
quinta parte de la cantidad que habían ofrecido por ella anteriormente, y cuando el bibliotecario
imperial fué a Augsburgo para trasladar la colección a Viena, los concejales de la ciudad se lo
impidieron a instancias de los acreedores de la familia Fugger, cuyos poder, riqueza y gloria habían
desaparecido por entonces.
Jacob, como muchos de los cristianos ricos de su época, era un filántropo generoso, aunque nunca
secreto, y hacía donativos a los monasterios, los templos, los hospicios y los pobres. Por uno de
nobles alcanzaron el éxito para gran honor y bienandanza de Vuestra Majestad Imperial.
Es también muy sabido que Vuestra Majestad no habría podido adquirir sin mí la Corona Imperial,

25
como puedo comprobar con las declaraciones escritas de todos los delegados de Vuestra Majestad
Imperial. Y en todo esto yo no he_ buscado mi propio provecho. Pues si hubiera retirado mi apoyo
a la Casa de Austria y lo hubiera transferido a Francia, habría obtenido mayor beneficio y mucho
dinero que me ofrecieron en aquella época. Pero la desventaja que se habría derivado de ello para la
Casa de Austria es algo que Vuestra Majestad Imperial, con su profunda comprensión, puede
concebir bien.
Tomando todo esto en consideración, ruego respetuosamente a Vuestra Majestad Imperial que
reconozca graciosamente mi fiel y humilde servicio consagrado al mayor bienestar de Vuestra
Majestad Imperial y que ordene que el dinero que he desembolsado, junto con el interés que
devenga, sea reconocido y pagado sin mayor demora. Con objeto de merecer eso de Vuestra
Majestad Imperial, me comprometo a seros fiel con toda humildad, y por la presente me
encomiendo como fiel en todo tiempo a Vuestra Majestad Imperial.

El más humilde servidor de Vuestra Majestad Imperial.


Jacob Fugger».
esos actos de caridad es en verdad famoso. Fué su realización de un proyecto de casas modelo —
cincuenta casas de campo para dos familias cada una, conocidas todavía como las Fuggerei— en los
suburbios de Augsburgo, con objeto de proporcionar, mediante una renta muy baja, hogares
decentes a los obreros más pobres de la ciudad. Se trata quizá del primer ejemplo de un plan de
construcción de casas baratas en Europa. Y que la empresa fué bien realizada lo atestigua el hecho
de que esas casas siguen en buenas condiciones y aún están habitadas.
Siempre deseó Fugger aumentar y realzar las pruebas visibles de su riqueza y su poder, en parte,
quizá, para satisfacer su vanidad, y en parte para acrecentar el prestigio de su casa.
Pues esa gran Casa de Fugger asumió siempre en su mente una identidad distinta de la de sus
miembros, y el orgulloso comerciante estudió sin cesar la manera de asegurarse la inmortalidad y la
magnificencia.
El contrato de sociedad de los Fugger fué hecho a base de ese sueño dinástico. Los tres hermanos
eran socios iguales. A la muerte de uno de los hermanos, los otros debían actuar como directores y
elegir entre los herederos masculinos a uno digno de recibir la preparación necesaria para que
pudiera ocupar su puesto como director cuando fuese preciso. A la muerte de todos los hermanos,
los dos directores designados así entre sus herederos deberían asumir la jefatura y preparar a un
tercero para que les sucediese.
Las herederas del sexo femenino y los que habían recibido las órdenes religiosas estaban excluidos
del negocio. Todos los herederos estaban obligados a dejar la participación que habían heredado en
el negocio por el término de tres años, luego de lo cual podían retirarla gradualmente si así lo
deseaban. Los grandes intereses mineros fueron separados de las otras empresas, y sólo podían
heredarlos los varones de la familia. En la estructura del negocio se introdujeron varias
disposiciones, con las penas correspondientes, para asegurar su permanencia.
Pero Fugger, que sabía tan bien cómo manejar el gran barco que capitaneaba, conocía bastante poco
los peligros de los mares por que navegaba. Antón Fugger, uno de sus sobrinos, se hizo cargo de la
dirección principal a la muerte de Jacob. Y antes de que él falleciese en 1560 la gran Casa Fugger se
hallaba empantanada en las aventuras financieras de la Casa de Habsburgo tan profundamente como
lo habían estado los Bardi y los Peruzzi en las finanzas de Eduardo III. Cuando el hijo de Antón,
Marco, tomó en sus

manos las riendas, vio cómo las riquezas de los Fugger desaparecían de la compañía. La mayor
parte de la riqueza amasada por Jacob se disipó durante la vida de su sobrino nieto. Un siglo más
tarde, la única parte de esa riqueza que quedaba era la invertida en tierras.
9.

26
Más grande que ningún emperador, más rico en rentas que cualquier monarca temporal, era el Papa
de Roma. El Papado era entonces, como lo es ahora, un super-estado altamente organizado, con
dependencias hasta en la última aldea, funcionarios parroquiales, provinciales y nacionales,
diplomáticos, ejércitos y agentes secretos. Su función primaria era la salvación de las almas, pero en
el cumplimiento de ese deber había organizado una maquinaria inmensa. Su fundador había
administrado la gran empresa cuando ésta no abarcaba literalmente más que al campo abierto, al
cielo azul y a la ropa sencilla de un mendicante. Pero la Iglesia moderna continuó ejerciendo su
ministerio desde los palacios de sus prelados ricos y medíante una vasta estructura física, que
requería una afluencia incesante de ingresos en su tesoro.
La Iglesia había desarrollado inevitablemente un sistema muy extenso de impuestos papales que
consistían en pequeñas contribuciones de todas partes del mundo, las cuales afluían a las numerosas
diócesis, en las que formaban caudales mayores, y por fin se abrían camino hacia Roma.
Durante varios siglos había utilizado el Papa los servicios de diversos banqueros, sobre todo
italianos. Pero desde 1502 Jacob Fugger echó a un lado a todos sus rivales y se convirtió en el
principal agente fiscal de Roma. Recaudaba las rentas papales en Alemania, Holanda, Hungría, y
los países escandinavos. Hizo adelantos al Papa y se resarcía de sus préstamos con esas
recaudaciones. De igual modo se encargaba de hacer llegar el dinero papal a los diplomáticos, los
monarcas, los generales y las misiones de toda Europa.
Sin embargo, el puesto que ocupa en la historia en relación con este tráfico, descansa
principalmente en el papel que desempeñó como recaudador del dinero de las indulgencias y de las
sumas que pagaban los candidatos ricos a los beneficios eclesiásticos por su promoción. Ese papel
fué siniestro. Parece haber poca duda de que se constituyó astutamente en lo que en la moderna
jerga norteamericana se llamaría el "hombre de contacto" de la Santa Sede para la distribución
de los honores y beneficios eclesiásticos en Alemania. El clérigo ambicioso que aspiraba a la
púrpura del monsignori o al palio del arzobispo, tenía por lo general que "ver a Fugger". Debía
entregar una buena cantidad de dinero a la Dataría romana, y Fugger era el caballero que sabía
cómo utilizarla del modo mejor posible en beneficio del candidato, cómo proporcionar ese dinero y
los medios para recuperarlo. Fugger se jactó en cierta ocasión de que "había intervenido en la
designación de todos los obispos alemanes".
Gracias a ese tráfico, denunciado abiertamente como simonía por la Iglesia, pero practicado entre
bastidores por sus prelados desde el Pontífice para abajo, alcanzó Fugger una dudosa inmortalidad
en el episodio histórico que precipitó la ruptura de Martín Lutero con la Iglesia Católica.
En el otoño de 1517 se reunieron los fíeles en las iglesias católicas de la diócesis de Maguncia, para
oír a un famoso predicador hablar del tema inspirador de una gran Basílica madre para la
Cristiandad —San Pedro de Roma—, que el Papa León X se proponía terminar. Lo que deseaba el
predicador eran fondos, dinero para el santo proyecto. El Pontífice había ofrecido la indulgencia
plena-ria a todos los que contribuyeran. Y los fieles contribuyeron, por lo menos durante un tiempo.
Pero el buen éxito de la campaña para recaudar fondos, fué interrumpido por una revelación
escandalosa de los hechos siniestros que ocultaba. t
El joven Albrecht, Margrave de Brandenburgo, sentía una ambición excesiva por acaparar
arzobispados. Habiendo conseguido, gracias a la influencia de su hermano, el Elector de
Brandenburgo, la sede de esa ciudad, consiguió luego el arzobispado de Magdeburgo, en 1513, a la
edad de 23 años. Esta era una hazaña nunca vista hasta entonces. Pero él decidió conseguir también
el arzobispado de Maguncia cuando el puesto quedó vacante, en 1514, por la muerte de su
beneficiario. Disponer de tres diócesis era una exhibición de codicia eclesiástica que el avariento
partido florentino que gozaba del poder en Roma sabía cómo explotar. La Dataría —la oficina
eclesiástica encargada de las gracias y beneficios—, informó al audaz Albrecht que el asunto se
podía arreglar si lograba reunir 10.000 florines además de los quince o veinte mil que había tenido
que pagar ordinariamente por cada diócesis como aquélla. Albrecht tenía apenas probabilidad

27
alguna de obtener tanto dinero de los fieles de Maguncia, ya cargados con exceso de gabelas, puesto
que aquella sede había tenido dos arzobispos de corta vida, cada uno de los cuales había pagado
catorce mil ducados por su elevación. La diócesis
estaba en bancarrota, por lo que no podía proporcionar ya más fondos. Era necesario algún modo
más eficaz de exprimirla.
Al parecer, el asunto fué arreglado en Roma por Johan Zinc, el eclesiástico de Augsburgo que.
estaba a sueldo de Fugger. Albrecht recibiría a préstamo de Fugger los 10.000 florines que
necesitaba. El Papa León X le concedería en Maguncia y Brandenburgo una indulgencia plenaria,
ostensiblemente para la construcción de la Basílica de San Pedro. Sin embargo, el beneficio se
repartiría a partes iguales entre el Papa y el Arzobispo, como uno de esos beneficios obtenidos por
el Milk Fund en los espectáculos públicos de boxeo, en los qué el Milk Fund retiene un porcentaje
modesto, en tanto que los organizadores y los luchadores se quedan con el resto, pero en realidad
todas las ventajas son para el Milk Fund.
Una vez obtenido ese privilegio, Albrecht se hallaba en situación de tomar prestados de Fugger los
diez mil florines que necesitaba, en tanto que el banquero, como garantía, se encargaba de la
recaudación del dinero de las indulgencias. Pero era importante que no se cometieran errores en la
venta de las indulgencias a los fieles. En consecuencia, Albrecht y sus administradores banqueros
hicieron lo que hacen en sus campañas la Asociación Cristiana de Jóvenes o los organismos
encargados de las contribuciones voluntarias para gastos municipales en los Estados Unidos.
Encargaron de la campaña a un organizador profesional muy activo. En Alemania había, por lo
menos, una persona adecuada para el caso: John Tetzel, el famoso predicador de indulgencias, una
especie de Billy Sunday que había demostrado en otras diócesis que podía hacer que afluyese el
dinero a las cajas de recaudación. Tetzel se había especializado en las campañas de predicación de
indulgencias.
Con esta organización —Tetzel manejando las exhortaciones y Fugger manejando el dinero—,
Albrecht se dedicó a recaudar en Maguncia y Brandenburgo los diez mil florines que le había
prestado Fugger y los quince o veinte mil que debía pagar además. Tetzel fué de ciudad en ciudad y
de templo en templo. Predicaba el evangelio de la total remisión del castigo temporal por los
pecados para aquellos que contribuyesen a la erección de la Basílica de San Pedro, sin descubrir el
verdadero objetivo de la campaña. Las contribuciones eran guardadas en cajas selladas, contadas en
la oficina de Fugger en Augsburgo en presencia de los representantes de Albrecht, y entregadas al
banquero para que las dividiese de acuerdo con lo convenido.
Martín Lutero se hallaba entregado en esa época a su creciente
disputa con la Iglesia a cuenta de esa misma cuestión de las indulgencias. Las hazañas del
triunvirato Albrecht-Fugger-Tetzel, provocaron su indignación, y estalló ante aquel episodio en el
que un arzobispo "enviaba a los salteadores de Fugger por todo el país" para recaudar dinero con la
excusa de ayudar a una causa sagrada y para pagar, en realidad, un préstamo al usurero de
Augsburgo. Lutero acusó a Fugger en los términos más rotundos. Acumuló su desprecio sobre las
prácticas comerciales del banquero. Aunque Lutero basaba su ataque en motivos puramente
religiosos, sus fulminaciones encontraron eco en las mentes de los burgueses alemanes prácticos,
quienes veían en todo el asunto de las indulgencias y los beneficios eclesiásticos, un plan para
recoger las escasas provisiones de moneda alemana y llevarlas con pretextos hipócritas a Italia. El
acontecimiento produjo en la mente de Lutero un efecto tan violento que precipitó su resolución de
llevar todo el asunto a una decisión y, a los dos meses de haber comenzado la campaña de
predicación de Tetzel, el monje revolucionario clavó en las puertas de la ciudad de Wittenberg sus
famosas Noventa y Cinco Tesis.
10.
Si nos remontamos a fines del siglo XV y visitamos imaginariamente la antigua ciudad de Neusohl,
nos encontraremos con algo que se parece extrañamente, por su importancia, a la Butte, Montana,

28
de la actualidad, o quizá a las regiones petrolíferas de Pennsylvania en la década del 70. En cuanto a
la Augsburgo de la época de Fugger, tenía con la creciente industria del cobre la misma relación que
Cleveland con las regiones petrolíferas en la época de Rockefeller. Pues en Augsburgo y en las
regiones productoras de cobre del Tirol y de Hungría, sentó Jacob Fugger las bases del moderno
sistema industrial. Allí, según revelan los tristes recuerdos de la época, fueron sembradas las
semillas de la futura organización industrial, con sus compañías, sus sucursales, sus carteles, sus
monopolistas pacientes e intrigantes, sus "trusts", sus campañas contra los monopolios con sus
procesos judiciales, investigaciones y fracasos.
No se podría afirmar que Fugger inventó ninguno de los artificios que llegaron a ser instrumentos
familiares de sus sucesores monopolistas, como no se podría afirmar que los Rockefeller, Morgan,
Carneggie y Harriman inventaron los artificios con que construyeron el sistema corporativo de
nuestros días. Pero Fugger orga-
nizó esas empresas y las utilizó con audacia y habilidad. Y gracias a ellas adquirió la mayor parte de
la gran fortuna que le convirtió en el hombre más rico de su época. Fué su papel como "pionner"
industrial, el que le da más derecho a figurar en la historia.
Esas actividades se realizaron en la industria del cobre y de Ia plata. El escenario de esas hazañas
fueron los distritos mineros de Alemania, el Tirol y Hungría. Desde alrededor de mediados del siglo
XV los comerciantes alemanes, sobre todo los de Augsburgo, comenzaron a comerciar con el cobre
del Tirol. El metal era producido por muchos explotadores pequeños. Bajo el sistema feudal, las
minas pertenecían, por supuesto, al Duque, y los propietarios las tenían como concesiones feudales.
El Duque, por lo tanto, tenía derecho a una participación en todo el cobre y la plata que extraían los
explotadores de las minas. Esta fué la base de la regalía mineral y petrolera que todavía subsiste.
Los comerciantes de Augsburgo intervenían en el negociado sólo como traficantes, tomando el
producto a los explotadores tiroleses, Pero el Duque —Segismundo I— como todos sus
contemporáneos, necesitaba constantemente fondos. Era un prestatario habitual de los comerciantes
o de algún consorcio comercial de Augsburgo, y garantizaba esos préstamos con el cobre y la plata
que le correspondían. Ahora bien, como tenía poder para quedarse con toda la producción de una
mina, podía declararse el único comprador de dicha producción al precio que él mismo señalaba y
conceder su administración a algún comerciante. Estas concesiones eran llamadas tratados sobre el
cobre, tratados sobre plata, etc.
Hasta 1491 Hans Baumgartner, un rico comerciante de Kufstein, era el principal beneficiario de los
tratados sobre cobre del Duque. Pero en ese año consiguió Fugger eliminar a Baumgartner. Desde
entonces sintió Fugger la infección de ese microbio maligno, el sueño del monopolista. Y durante
los siguientes treinta y dos años conspiró pacientemente, sobornó e intrigó para llegar a ser el rey
del cobre del siglo XVI.
No podía hacer eso, por supuesto, a menos de que dispusiera de los recursos de Hungría. Pero el
comercio de Hungría estaba prácticamente cerrado para el comerciante alemán, aunque no fuera
demasiado arriesgado, pues Matías, el rey de aquel país, se hallaba en guerra con el Sacro Imperio
Romano. Maximiliano, hijo del emperador, tomó partido contra Matías y le venció tras una guerra
sangrienta, memorable por haber sido utilizadas en ella por vez primera las bombas. Maximiliano
terminó su lucha con una gran
victoria, la muerte de Matías, la elevación de Vladislav de Bohemia al trono de Hungría y la famosa
Paz de Pressburgo. Por ese tratado Vladislav accedía a que, si no tenía herederos varones, recayese
en los Habsburgo la corona de San Esteban.
Una vez que Hungría quedó asegurada para el comercio, Jacob Fugger hizo su entrada en ella. Un
ingeniero capaz, Johann Thurzo, había llegado allí a adquirir importancia en la industria de los
metales. Había perfeccionado un método para desagotar las minas inundadas por medio de una
bomba hidráulica, y había hecho grandes progresos en el arte de separar los metales. Lo que
necesitaba Thurzo era dinero. Fugger, en cambio, necesitaba el talento técnico de Thurzo, por lo

29
que ambos se unieron para formar la Compañía Fugger-Thurzo, de un modo muy parecido a como
John Rockefeller, el hombre del dinero, se unió con Andrews, el práctico refinador de petróleo, para
formar la primera unidad de la Standard Oil. Y esta compañía, respaldada por la influencia política
de Maximiliano y el poder de Vladislav, adquirió una posición dominante en la producción de cobre
y plata de Hungría. ¦
Pero Fugger nunca dejó de intrigar para conservar su posición y consolidarla. Su fuerza estribaba en
sus relaciones con los gobernantes de la Casa de Habsburgo y, por supuesto, en su creciente fortuna.
Deseaba no dejar nada al azar ni correr el riesgo de una repudiación de la convención de
Pressburgo. En consecuencia, proyectó durante años la unión de los herederos de Maximiliano con
las hijas de Vladislav. Y lo consiguió en el Congreso de Viena, en 1515, cuando la hija de
Vladislav, Ana, se desposó con el nieto de Maximiliano, Fernando. El biógrafo de Fugger recuerda
que la cuenta de gastos de éste cargada a la firma Fugger-Thurzo en ese Congreso fué de 10.000
florines.
El comercia del cobre y la plata húngaros era dominado por una compañía subsidiaria, una mitad de
la cual pertenecía a la Compañía Fugger y la otra mitad a la Compañía Fugger-Thurzo, y se
dedicaba por entero a las minas, la fundición y la producción de cobre. Toda la producción era
vendida a las compañías que la constituían. La Compañía Fugger se quedaba con la mitad de la
producción, y la Compañía Thurzo con la otra mitad. Esas dos compañías vendían luego sus
participaciones respectivas y se embolsaban los beneficios.
La Compañía Fugger-Thurzo especulaba con las minas, algunas de las cuales compraba, mientras
arrendaba otras. Trabajaba el mineral en sus propias plantas de fundición y trataba el producto en
sus propíos talleres de laminación. Tenían tres talleres principales en Neusohl, Hochkírch y
Fuggerau, una ciudad industrial precursora de la moderna Gary. La compañía empleaba a varios
centenares de obreros en las minas y los talleres. Era, probablemente, el negocio en mayor escala
emprendido hasta entonces.
A través de todo ese período se perciben los continuos esfuerzos de Fugger por ampliar y consolidar
su dominio del cobre. Como los grandes industriales norteamericanos de nuestra época, cuyos
primeros experimentos en el monopolio fueron hechos mediante acuerdos comerciales, los primeros
esfuerzos de Fugger fueron hechos por medio de "carteles". Ya en 1498 llegó a un acuerdo con
Herwart y Gossembrot, de Augsburgo, y Hans Baumgartner, de Kufstein. Mancomunaron sus
provisiones de cobre tirolés y las vendieron en Ve-necia por medio del agente de Fugger, Hans
Keller, eliminando así la competencia y manteniendo altos el precio y los beneficios.
En 15.15 concedió el emperador Maximiliano toda la producción de cobre de Schwaz, el distrito
minero más rico del Tirol, a un consorcio formado por Fugger y Hochstetter. De ese modo llegó
Fugger a dominar la producción de cobre del Tirol por medio de ese consorcio y la de Hungría por
medio de la Compañía Fugger-Thurzo. Se había convenido en que el cobre tirolés se vendiera sólo
en la Alemania del Norte y en Italia, y la producción húngara únicamente en los Países Bajos". Esas
maquinaciones trascendieron y Fugger tuvo que hacer frente a los alaridos de rabia de los pequeños
negociantes de Alemania. Fué objeto de frecuentes ataques en el Reíchstag. Finalmente, el abogado
imperial o fiscal de la Corona, inició un proceso contra él por haber violado las leyes
antimonopolistas de Alemania. El gran comerciante alemán tuvo que abrir las puertas de su palacio
a los representantes de la justicia. La técnica para eludir las citaciones no había sido perfeccionada
todavía. Más o menos por el mismo tiempo, las autoridades de la ciudad de Augsburgo se alzaron
contra él, y le abrieron proceso para obligarle a rendir cuentas.
En esa crisis hizo Fugger lo que han hecho siempre los magnates de la industria norteamericana.
Movilizó a sus abogados y volcó toda su influencia política contra los funcionarios. Se puso en
comunicación con el emperador Carlos V, que se hallaba en Burgos. Carlos escribió al fiscal de la
Corona ordenándole que pusiese fin al proceso. Escribió también al Archiduque Fernando para que
anulase la acción judicial. Pero esto no satisfizo al insaciable Fugger. En mayo de 1525 promulgó el

30
emperador Carlos V un decreto, que
le prepararon principalmente los cabilderos imperiales de Fugger, declarando que en adelante los
contratos sobre minerales que concedían derechos de monopolio a los comerciantes no serían
considerados como tales monopolios, y que esos comerciantes podrían vender sus minerales a un
comprador, mediante acuerdos monopolistas, sin violar los decretos del Reichstag. Pero ni aún esto
tranquilizó al imperioso Jacob. No descansó hasta que, cinco meses más tarde, el emperador dio
otro decreto declarando que sus dos contratos sobre el cobre, de 1515 y 1520, no implicaban un
"aumento criminal de los precios".
Mas a pesar de esas tenaces estratagemas para defender la estructura de la riqueza que había
atesorado, las nubes se iban amontonando sobre el implacable monopolista. Las llamaradas de la
lucha religiosa, que brotaban de la antorcha de Lutero, se extendían sobre la perturbada Alemania.
Los anabaptistas se hallaban excita-dísimos, los campesinos se sublevaban, los castillos y las
propiedades de los nobles y de los poseedores de la riqueza eran destruidos. Fugger vio a muchas
antiguas familias abandonar a la vieja Iglesia por el estandarte de Lutero, quien no perdía
oportunidad para acusarle a él y a sus "salteadores". Y mientras se hallaba sentado en su espléndido
palacio trazando los planes para evitar mayores daños y humillaciones por parte de los cruzados de
la campaña antimono-polísta, llegaban de Hungría las noticias más graves. Aquel país infeliz y
atrasado se hallaba a la sombra del turco, pues el sultán Suleiman había capturado ya una de las
fortalezas de Belgrado, y sólo esperaba la terminación favorable de alguna de sus otras empresas
bélicas para lanzarse sobre el país en que Jacob había levantado su gran edificio industrial.
Pero la propia Hungría se hallaba en un estado de confusión política mientras su pueblo se
revolcaba en la pobreza más degradante. Vladislav, el amigo regio de Fugger, había muerto,
dejando a un niño de diez años en el trono y un grupo de cortesanos y de políticos que luchaban por
el dominio. Se inició un poderoso movimiento nacionalista. Los campesinos, medio muertos de
hambre, se unieron con los pequeños nobles para levantarse contra los capitalistas "extranjeros" que
explotaban su país y agotaban sus riquezas.
En medio de esos desórdenes Alexis Thurzo, quien sucedió a su padre Johann como agente de la
Compañía Fugger-Thurzo en Hungría, fué nombrado Tesorero de ese país. El rey estaba cargado de
deudas procedentes en parte de las indemnizaciones o "reparaciones" que tenía que pagar en virtud
del Tratado de Pressburgo, y
en parte contraídas por él mismo, muchas de las cuales lo habían sido con la casa Fugger. ¡Todo el
país gemía bajo el peso aplastante de la deuda. Thurzo llevó a cabo una desvalorizacíón de la
moneda corriente. Ello no afectó a los créditos de Fugger, puesto que eran pagaderos en oro, pero
aumentó en Hungría el valor de sus pertenencias en cobre. En todo caso, estalló en toda Hungría
una tormenta de indignación contra Fugger, la que añadida al odio general contra el concesionario
extranjero, hizo que las multitudes se lanzasen contra los talleres de Ofen y Neusohl pertenecientes
a la compañía, los cuales fueron saqueados con inmensas pérdidas. El joven rey Luís llamó a
Thurzo y le obligó a firmar un acuerdo cancelando las deudas reales con Fugger, renunciando a toda
demanda por daños y perjuicios en las instalaciones de la compañía, y comprometiéndose a
proporcionar al rey 200.000 florines oro renanos.
Cuando la noticia de esos desastres llegó a conocimiento de Fugger, en su oficina de Augsburgo, le
llenó de rabia. No perdió tiempo en tratar de vengarse y resarcirse. Hizo precisamente lo que el
concesionario de petróleo norteamericano o británico hace en México cuando el gobierno de ese
país se apodera de algún pozo petrolífero. Apeló directamente al emperador Carlos V, quien se
hallaba entonces en España. El emperador se apresuró a notificar al rey de Hungría que apoyaría
hasta el máximo las demandas de Fugger. Amenazado por los turcos en una frontera, y por el
monopolista ultrajado en la otra, Luis cedió. Pero el dominante comerciante, príncipe y banquero,
había llegado al término de su vida. Agotado por sus incesantes aventuras en busca de riqueza en
tantos frentes, y antes de que el asunto de Hungría pudiera ser arreglado, Jacob Fugger moría en su

31
palacio de Augsburgo. El Archiduque Fernando, que representaba al emperador durante su
ausencia, al inaugurar la Dieta de Augsburgo con su séquito de cortesanos y guardias, ordenó que
callasen los tambores y las trompetas mientras el cortejo real pasaba frente a la casa del comerciante
moribundo.
Fugger falleció el 30 de diciembre de 1525. Al año siguiente Suleíman se lanzó con sus turcos sobre
Hungría, aniquiló a su pequeño ejército, devastó una cuarta parte del país y se marchó llevándose
consigo 107.000 cautivos. Pero en la única batalla decisiva en que fué destruido el ejército inútil de
Luis, fué muerto el propio rey. El monarca húngaro falleció sin dejar descendencia y, de acuerdo
con el tratado de Pressburgo, la corona de San Esteban recayó en los Habsburgo. El Archiduque
Fernando fué elegido en 1526 rey de Hungría. La dinastía Fugger, encabezada ahora por Antón
Fug-
ger, sobrino de Jacob, llegó a poseer por completo los intereses de la Compañía Fugger-Thurzo y a
dominar una vez más totalmente las riquezas de cobre de Hungría.
Fugger fué enterrado en la hermosa capilla que, como un Faraón, había comenzado a construir
quince años antes. ¡De qué manera tan distinta esos dos hombres —Maximiliano y Fugger, su
banquero y consejero—, habían considerado su muerte y su tumba! Maximiliano, sintiendo en sí
mismo las señales de la edad y la disolución, había llevado consigo durante cuatro años,
adondequiera que iba, un sólido ataúd de roble. Antes de fallecer en Innsbruck dejó instrucciones
detalladas para su entierro. Ordenó que le cortasen el cabello, que le extrajeran todos los dientes y
los convirtieran en polvo, y que le quemaran públicamente en la capilla de su palacio. Ordenó
además que sü cadáver fuese expuesto al pueblo como un ejemplo regio de inmortalidad. Mandó
asimismo que su cuerpo, metido en un saco de cal y envuelto en seda, fuese colocado en el ataúd de
roble y enterrado bajo el altar de su capilla de modo que el sacerdote, al decir su misa todos los días,
humillase los restos mortales caminando sobre el corazón y la cabeza.

Pero el orgulloso comerciante de Augsburgo se preparó una magnífica capilla mortuoria


resplandeciente de mármoles, colores y oro, decorada por pintores y escultores, y que llevaba un
epitafio cuya letra y cuyo artista había designado el propio Fugger antes de morir, y que pasma por
su descarado egotismo:
lA DIOS TODOPODEROSO Y BUENO! Jacob Fugger, de Augsburgo, ornamento de su clase y su
país, Consejero Imperial bajo Maximiliano I y Carlos V, no inferior a nadie en la adquisición de una
riqueza extraordinaria, en liberalidad, en pureza de vida y en grandeza de alma, así como no fué
comparable a nadie en vida, así también, después de la muerte, no debe ser incluido entre los
mortales.

32
CAPITULO 2

JOHN LAW
EL MAGO DEL DINERO

33
JOHN Law, el hijo del orfebre, nació en Edimburgo, Escocia, en abril de 1671. Habiéndose
escapado de la prisión de Londres, donde había sido encerrado convicto de asesinato apenas
cumplidos los veinte años, recorrió Europa ganándose la vida como jugador profesional, para dar
luego el salto más asombroso de la historia. Saltó en un inmenso vuelo desde la mesa de juego hasta
el puesto más alto de Francia, país del que no era ciudadano y del que unos pocos años antes había
sido expulsado por la policía a causa de sus ganancias sospechosamente consecuentes. Había
dirigido una mesa de juego en casa de una célebre actriz y cortesana. Y cuando asumió el papel de
dictador financiero de Francia tuvo la satisfacción de suceder al mismo caballero que como ministro
de policía le había invitado a salir de París.
Law descubrió y perfeccionó el instrumento que ha desempeñado, quizá, el papel más importante en
el desarrollo de lo que ahora llamamos capitalismo financiero. He aquí lo que descubrió.
El primero de enero de 1939 los bancos de los Estados Unidos tenían en depósito, garantizado por
el gobierno, el dinero de sus depositantes hasta la cantidad de cincuenta mil millones de dólares.
Pero los balances de esos bancos mostraban sólo diecisiete mil millones de dólares en dinero
contante. Un examen más detenido revela, sin embargo, que no sólo eran un mito los cincuenta mil
millones en depósito, sino que los diecisiete mil millones en moneda corriente eran igualmente una
ficción. No hay tanto numerario en los Estados
Unidos. La cantidad real de dinero en efectivo —dinero en circulación— en los bancos, era de
menos de cinco mil millones de dólares.
John Law no inventó el procedimiento que hace posible ese milagro. Pero descubrió sus usos y los
dio a conocer al mundo. Experimentando con él alcanzó uno de los éxitos materiales más pasmosos,
acumuló una gran fortuna, dirigió una de las aventuras más asombrosas en la historia de las finanzas
nacionales y terminó por morir pobre en Venecia.
Su padre era un orfebre. Este orfebre era todavía muy joven cuando apareció el banquero moderno.
Hizo una fortuna moderada prestando dinero a interés usurario. Así, el niño pasó los primeros años
en casa de un prestamista escocés. Fué educado con el mayor cuidado, concediéndose una atención
particular a las matemáticas. Cuando cumplió los veinte años de edad salió de Edimburgo para
Londres con objeto de gustar los placeres de la picaresca capital de Guillermo y María.
Consiguió entrar en los círculos más elegantes. Era un joven educado y culto, bello, inteligente, un
buen atleta que se destacaba en el tennis, un bailarín gracioso y un conversador temible. Pasaba las
mañanas en la ciudad, donde alcanzó reputación por su habilidad para especular con los valores del
gobierno. Pasaba las tardes en los parques, las noches en la ópera o el teatro y las últimas horas del
día en las tertulias, los bailes, las mascaradas y las casas de juego. Jugaba haciendo elevadas puestas
y ganaba grandes cantidades. Era un hombre con un sistema. Si hubiera vivido en nuestra época,
habría actuado en Wall Street con una fórmula infalible para manejar el mercado.
El final de todo eso fué un duelo que puso fin a su carrera en Inglaterra. Tuvo una disputa con un
petimetre entrado en años, conocido como el Hermoso Wilson. Cualquiera que fuera la causa, que
sigue siendo obscura, los dos caballeros se batieron en Blooms-bury Square, el 9 de abril de 1694.
No fué una hazaña noble. Al parecer no habían dado más que un paso cuando el señor Law hundió
la hoja de su espada unos centímetros en el esternón del anciano mequetrefe, quien quedó muerto en
el sitio. Law fué llevado al tribunal de lo criminal, juzgado, convicto de asesinato y condenado a
muerte. Pero poco tiempo después fué puesto en libertad, hasta que, a petición de los parientes de la
víctima, le encerraron de nuevo en la prisión. No tardó mucho, sin embargo, en escaparse de ésta, y
fué conducido a remo, Támesis abajo, hasta un navio que le esperaba y en el cual, como si lo
hubiera dispuesto el destino, hizo
su viaje a Amsterdam. Se ofreció una recompensa de cincuenta libras por su captura. Pero
probablemente el verdugo no apetecía demasiado su cabeza, ya que la ley contra el duelo había sido

34
suficientemente vindicada con su condena. Esto sucedía en 1694.
En Amsterdam estableció una especie de relación con el residente británico de dicha ciudad. Y así
encontró.la oportunidad de observar cómo trabajaba el famoso Banco de Amsterdam. Allí se
incubaba el banco moderno. Esa institución histórica desempeñó un papel decisivo en la
modelación del sistema de capitalismo financiero que ha alcanzado su completo florecimiento en
nuestra época. Law deseaba el dinero como un instrumento del poder. Pero también le interesaba
profundamente como un mecanismo social. Estudió sus usos, sus caprichos y, sobre todo, sus
cantidades limitadas.
Era más que un jugador. Era un fabricante de teorías. Ya en 1700 —cuando tenía veintinueve
años— se hallaba de nuevo en Escocia con un plan para restablecer la economía zozobrante del
país. Imprimió un libro titulado Propuestas y razones para constituir un Consejo de Comercio en
Escocia. Lo dio a conocer a sus compatriotas, quienes lo rechazaron. Después de lo cual regresó al
Continente, donde durante catorce años recorrió toda Europa amasando una fortuna en la ruleta y
con los naipes, y exponiendo su teoría financiera a todo hombre público con quien podía ponerse en
contacto. Esta teoría consistía en que el sistema económico de la época fracasaba a causa de las
provisiones insuficientes de dinero. Y utilizando al Banco de Amsterdam como modelo, tenía un
plan para producir todo el dinero que necesitara una nación. Le acompañaban su esposa, su hijito y
su hija. Como el fabuloso Don Luis, Marqués de Vincitata, de Anthony Adverse, el incansable
jugador viajaba en un coche primoroso. Durante la mayor parte de los catorce años recorrió ese
coche infatigable todas las rutas comerciales de Europa, de metrópoli en metrópoli, en busca de los
lugares en que la gente rica y a la moda se reunía para buscar placer y provecho en las mesas de
juego. En todas partes se mezclaba con las personas más importantes y nobles. Jugaba con ministros
de Estado, les ganaba el dinero y les daba conferencias sobre las virtudes de sus teorías económicas.
En 1705 se hallaba una vez más en Escocia con otro libro y otro plan para salvar a sus abúlicos
compatriotas. Pero a pesar del apoyo de personas tan poderosas como el Duque de Argyle, éstos no
quisieron saber nada del plan. En 1708 se hallaba en París. Allí produjo mucha sensación. Poseía un
gran capital. En todas par-
tes ganaba. Llegó a-ser una especie de figura legendaria en todos los salones a la moda: en la Rué
Dauphine, en el Hotel de Gréve, en la Rué des Poulies. Instaló una mesa para el juego del faraón en
el salón de Madame Duelos, quien ha sido descrita diversamente como famosa actriz cómica y
cortesana. Los tahúres nobles y ricos del París de Luis XIV, llenaban de bote en bote el salón.
Contrajo amistad con el Duque de Orleans. El Duque le presentó a Desmarets, Ministro de
Hacienda, quien escuchó encantado el proyecto de Lampara restaurar el sistema financiero de
Francia. Desmarets presentó el plan a Luis XIV, quien lo rechazó inmediatamente1.
Law aparecía por las noches en las salas de juego con dos grandes bolsas de dinero contante. Hacía
apuestas tan altas, que la moneda existente se hacía pesada, por lo que él mismo había acuñado una
moneda más grande con objeto de facilitar el manejo de las apuestas. La gente se maravillaba por su
constante buena suerte. Él decía que no era suerte, sino que tenía un sistema. Era cuestión de
matemáticas. Otros murmuraban, como era inevitable, que se trataba de algo más que de buena
suerte y matemáticas. El Jefe de Policía, M. d'Ar-genson, tuvo noticia de aquel extranjero audaz y
arrojado, y le dijo al señor Law que haría bien en salir de París. Pero es justo decir de él que contaba
con el testimonio del perspicaz Duque de Saint-Simon, uno de sus críticos, asegurando que nó era
un embaucador.
El, coche emprendió de nuevo sus viajes incesantes a Alemania, Genova, Florencia, Venecía y
Roma. En Genova volvieron a pedir a Law que siguiera adelante. Su fortuna crecía. Era millonario.
En toda Europa se forjaban leyendas alrededor de su nombre. En Turín le presentaron a Víctor
Amadeo, rey de Cerdeña. Law zumbó su sistema en el oído del soberano. Pero el astuto italiano le
dijo que debía ir a Francia. Francia necesitaba a alguien que hiciera milagros financieros. El anciano
Luis XIV se acercaba al final de su reinado. Y Law vigilaba otra vez aquel puerto de refugio.

35
Cuando falleció Luís XIV, corrió Law a París, y en un tiempo sorprendentemente breve se
conquistó la confianza del Regente, su amigo el Duque de Orleans, y puso en movimiento, con la
mano más liberal, todas sus teorías, que resultaron en lo que Law y los franceses llamaron el
Sistema, y lo que la historia ha apodado la Estafa del Misísipí.
1 Se ha dicho que Luis rechazó el plan porque Law no era católico. Esto es difícil de creer, puesto
que Samuel Bernard, el principal agente financiero del rey, era hugonote.
No duró mucho tiempo, pero entretanto Law fué investido de los poderes más altos de Francia.
Durante todo ese período, el jugador errante mantuvo su aplomo y su dignidad, como alguien
nacido para gobernar. Ejercía literalmente todos los poderes del gobierno. Estaba rodeado de
aduladores. Costosos carruajes se amontonaban en el camino que conducía a su residencia. Su
antesala se llenaba de ricos y nobles que pedían audiencia. Sü hijo fué invitado a comer con el joven
rey Luis XV,. Su hija daba un baile, y los nobles más elevados intrigaban para conseguir una
invitación y algunos aspiraban a su mano.
Era, por supuesto, un protestante, pero para poder ser Registrador General de Francia abrazó ía
religión católica. Se mostraba invariablemente cortés, afable, de buen humor y profundamente
convencido de sus teorías. Y durante un tiempo, en verdad, vio en Francia a su alrededor tal
resurgimiento de la confianza, tantas pruebas de una creciente prosperidad, que su ilusión estaba
justificada. Un noble británico dijo a los franceses que Luis XIV no había podido sacar de Francia
tanto como lo que Law podía devolverle.
Law acumuló una gran fortuna, pero la invirtió enteramente en acciones de sus compañías y en una
serie de espléndidas propiedades en Francia.
Su carrera pública fué breve. Abrió su banco en 1716. Y fué expulsado de Francia, entre las
execraciones del pueblo, en 1720. Entró en Francia con un capital de 1.600.000 libras, hecho
principalmente en el juego de naipes. La dejó con las manos vacías después de fracasar el juego más
grande de la historia, en el cual, según dijo Voltaire, un solo extranjero desconocido había jugado
contra una nación entera.
Tal era el hombre que alcanzó bajo Luís XV un poder que nadie había alcanzado desde la época de
Richelieu.
II
La famosa Estafa del Misisipi de Law, fué algo más que un simple plan para enriquecerse
rápidamente. Para comprenderla hay que tener una idea clara de la teoría en que se basaba.
Esta teoría consistía en dos proposiciones. Una de ellas era que el mundo poseía cantidades
insuficientes de moneda en metálico para negociar con ella. La otra era que, por medio de un banco
de
descuento, una nación podía crear toda la moneda que necesitaba, sin depender de los recursos
metálicos inadecuados del mundo. El banco en que pensaba Law no era ni más ni menos que la
clase de bancos con los que ahora ^negociamos umversalmente. Pero en aquel tiempo se trataba de
una propuesta extraña.
Law no inventó esa idea. Descubrió sus gérmenes en un banco que ya existía en su tiempo, el
Banco de Amsterdam. Tuvo la oportunidad de observar su funcionamiento cuando se hallaba
fugitivo de Inglaterra.
El Banco de Amsterdam, fundado en 1609, era propiedad de la ciudad. Amsterdam era el gran
puerto del mundo. Por sus mercados circulaba el dinero de innumerables Estados y ciudades. Todas
las naciones, muchos príncipes y señores y numerosas ciudades comerciales, acuñaban su propia
moneda. El comerciante que vendía un cargamento de lana podía obtener en pago un saco lleno de
florines, dracmas, gulden, marcos, ducados, libras, pistolas, y otra gran variedad de monedas de las
que nunca había oído hablar. Esto era lo que hacía tan esencial el negocio del cambista. Cada
cambista llevaba un manual puesto al día, con la lista de todas esas monedas. El manual contenía
los nombres y los valores de 500 monedas de oro y 340 de plata acuñadas en toda Europa.

36
Ningún particular podía conocer el valor de esas monedas, pues eran desvalorizadas continuamente
por los príncipes y recortadas por los comerciantes. El Banco de Amsterdam fué fundado para
remediar esa situación.
He aquí como trabajaba. Un comerciante llevaba su dinero al banco. Éste pesaba y contrastaba
todas las monedas y acreditaba al comerciante en sus libros el valor equitativo en florines
holandeses. En adelante el depósito seguía teniendo un valor inmutable. Era en realidad, un
depósito. Los cheques no estaban en uso. Pero era considerado como un préstamo del banco con las
monedas como garantía. El banco prestaba al comerciante lo que llamaba crédito bancario. Si más
tarde quería pagar una cuenta podía transferir a su acreedor una parte de su crédito bancario. El
acreedor prefería eso a la moneda. Prefería que le pagasen con algo cuyo valor era fijo y estaba
garantizado que no con un puñado de monedas, sospechosas y de valor fluctuante, de numerosos
países. Tan cierto era esto que quien quería vender un artículo por un centenar de florines
holandeses se conformaba con esos cien florines en crédito bancario, pero exigía ciento cinco si se
le pagaba en moneda.
Una de las consecuencias de este sistema era que una vez que la
moneda acunada o el oro y plata en barras ingresaba en el banco tendían a permanecer allí. Todos
los comerciantes, inclusive los extranjeros, guardaban en él su moneda. Cuando un comerciante
pagaba a otro, la transacción se efectuaba mediante la transferencia en los libros del banco y el
metal seguía en las bóvedas del mismo. ¿Por qué había de retirar moneda el comerciante cuando
con esa moneda sólo podía comprar el 95 por ciento de lo qu« podía adquirir con el crédito
bancario? Y así, con el tiempo, la mayor parte del metal de Europa tendía a afluir a ese banco.
Era lo que el Profesor Irving Fisher pide ahora para los Estados ¡Unidos: un banco que lo sea en un
cíen por ciento. Por cada florín de crédito bancario o depósito había un florín de moneda metálica
en las bóvedas del banco. En 1672, cuando los ejércitos de Luis XIV se acercaban a Amsterdam y
los aterrados comerciantes corrieron al banco para exigir sus fondos, el banco pudo hacer frente a la
demanda. Esto consolidó aun más su reputación. El banco no hacía préstamos. Se mantenía con los
derechos que cobraba por el recibo de depósitos, el almacenamiento de la moneda y haciendo
transferencias.
Había en Amsterdam otra corporación, la Compañía de las Indias Orientales. Se trataba de una gran
corporación comercial, considerada de vital importancia para el comercio de la ciudad. Esta poseía
la mitad de su capital. Llegó un tiempo en que la Compañía de las Indias Orientales necesitó dinero
para construir barcos. El gran depósito de moneda contante se hallaba en el banco. Los
administradores de la compañía precisaban una parte de él. El alcalde de la ciudad, que era quien
designaba a los miembros de la junta directiva del banco, ejerció presión sobre ellos para que
concedieran préstamos a la compañía, préstamos sin depósito alguno en moneda o barras. Y así se
hizo dentro del secreto más absoluto. Eso iba contra el reglamento del banco. Pero éste era
impotente para resistir la presión.
El banco y la compañía hicieron eso de una manera subrepticia. No se dieron cuenta de la
naturaleza del poderoso instrumento que acababan de forjar. No se dieron cuenta de que sentaban
las bases del capitalismo financiero moderno. Fué Law quien lo vio. Percibió con claridad que este
banco, con su secreta violación de sus reglamentos, había inventado en realidad un método para
crear moneda. Llegó a la conclusión de que se trataba de algo que no sólo debía ser legalizado, sino
puesto en uso general para curar los males de Europa. Vio también con claridad que ese banco había
creado un
gran depósito de dinero y que quien dispusiese de ese depósito podría realizar milagros. Aquella iba
a ser una de las armas más poderosas del hombre adquisitivo del futuro: la colección de grandes
cantidades de dinero de otras personas en depósitos, y la captura o el dominio de esos depósitos.
Tal es lo que vio Law. Se trata de una operación que realizan a diario nuestros bancos. El First
National Dank de Middletown tiene en depósito un millón de dólares. El señor Smith entra en el

37
banco y pide un préstamo de 10.000 dólares. El banco le hace el préstamo. Pero no le da los diez
mil dólares en moneda. En vez de eso, el cajero anota en su libro de depósitos el registro de uno de
ellos, por valor de 10.000 dólares. El señor Smith no ha depositado esa cantidad. El banco le ha
prestado un depósito. El cajero anota también en sus libros ese depósito del señor Smith. Cuando
éste sale del banco posee un depósito de diez mil dólares que no poseía al entrar. El banco poseía
depósitos por un millón de dólares cuando entró el señor Smith. Cuando éste sale posee ya
depósitos por valor de un millón y diez mil dólares. Sus depósitos han aumentado en diez mil
dólares por el simple hecho de haber otorgado un préstamo al señor Smith. Y el señor Smith utiliza
ese depósito como si fuese dinero. Es su dinero bancario.
Por eso es por lo que hay actualmente en los Estados Unidos alrededor de mil millones de dólares
en moneda corriente real en los bancos y cincuenta mil millones de dólares en depósitos o dinero
bancario. Este dinero bancario ha sido creado, no mediante el depósito de moneda corriente, sino
mediante los préstamos del banco a los depositantes. Esto es lo que hizo el Banco de Amsterdam
con sus préstamos secretos a la Compañía de las Indias Orientales, préstamos que esperaba no
recuperar nunca. Esto es lo que vio Law, aunque vio algo más importante todavía: los usos sociales
de ese procedimiento. Y ello se convirtió en los fundamentos de su Sistema.
III
Law se sentía impulsado por ese demonio inquieto que lleva a sus poseídos a dar al mundo la forma
que desea su corazón. Jugador, amante del ocio y del dinero fácilmente ganado, era, no obstante, un
reformista. Tenía en consideración un problema que había desconcertado siempre a los hombres
desde la Edad Media. Cuando las cosas van mal el comerciante se encuentra con que ño puede
vender
sus mercaderías porque no hay bastante dinero en manos de sus parroquianos. Piensa que el
remedio consiste en más dinero. Y el modo de producir más dinero es un problema que ha
fascinado durante siglos a los economistas aficionados a medida que una depresión seguía a otra. Y
siempre aparece un salvador con un plan para producir más dinero con el que obtener el poder.
Nunca ha faltado desde Law hasta el mayor Douglas. Y nunca dejaron de reunir un gran séquito de
partidarios legales. Su remedio tiene siempre esta virtud suprema: es fácil. Fué el genio maligno del
doctor Townsend el que le impulsó a proponer un plan para llevar a todas las personas ancianas a la
prosperidad mediante pensiones, pero se proponía obtener el dinero para dichas pensiones por
medio de un sistema opresivo de impuestos.
Law apareció por primera vez como reformista en Edimburgo, en 1700. Escocia sufría una grave
depresión. Propuso abiertamente un plan nacional. Pidió la creación de un Consejo de Comercio,
compuesto por tres nobles, tres barones, tres plebeyos, tres representantes de las compañías de la
India y de África y un presidente neutral, trece personas en total.
Luego propuso la formación de un fondo nacional para los gastos que serían recaudados por medio
de impuestos de alrededor del dos y medio por ciento sobre todas las manufacturas, las tierras, las
herencias, las rentas y los beneficios religiosos, y de un diez por ciento sobre todo el trigo y los
otros productos agrícolas. Un millón de libras esterlinas adicional podía ser tomado en préstamo a
manera de adelanto sobre esos ingresos.
Toda esa cantidad de 400.000 libras sería empleada en promover el comercio de las compañías de la
India y el África, y el saldo sería utilizado en varios proyectos de socorro y recuperación: obras
públicas, fijación de los precios de los productos agrícolas e industriales, préstamos y aportes a
corporaciones y pesquerías, fomento de las industrias y donativos de caridad a las personas que se
hallaban en la miseria. Había que establecer derechos de importación. Era preciso reglamentar los
monopolios. Había que acuñar nuevas monedas de oro y plata en Una proporción fija y con pesos
también fijos en las casas de moneda de Su Majestad.
Nada de esto parecerá extraordinario a quienes están familiarizados con la historia económica y los
recursos del mercantilismo y el colbertismo, así como a quienes vean en ello los prototipos de los

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diversos instrumentos elementales del New Deal. Pero hasta entonces Law no se había puesto a
producir dinero por medio de
emisiones bancarias. A diferencia del New Deal, propuso pagar los gastos con los impuestos.
El gobierno de Escocia rechazó ese plan. Law lo había expuesto en un libro que llevaba uno de esos
títulos difusos del siglo XVIII: Propuestas y razones para constituir un Consejo de Comercio en
Escocia. Los libros como ése, que se publican hoy en día llevan títulos tan oscuros como los
siguientes: 2.500 dófares al año para todos. La salida. Cada hombre un rey.
Las teorías monetarias están ausentes en ese primer plan para la rehabilitación de Escocia. Fué sin
duda posteriormente cuando Law comenzó a tener una idea clara del sistema que vendió más tarde
al Regente de Francia. Expuso esas teorías en un libro que publicó en Escocia en 1705 y que
constituye su principal contribución a la literatura de la economía. Le llamó Consideración sobre el
dinero y el comercio, con una propuesta para proporcionar dinero a la nación.
Tras un breve examen de la naturaleza de la moneda metálica, Law sienta en ese libro la
proposición de que el aumento de dinero produce un aumento del comercio y que un exceso de las
exportaciones sobre las importaciones tiene como consecuencia una gran provisión de dinero para
la producción. Así como el comercio depende de la moneda, así el aumento o la disminución de la
población de un país depende del dinero. Escocia tenía poco comercio porque contaba con poco
dinero. Era una buena doctrina mercantílista.
No puede caber duda de que la nueva economía monetaria capitalista encontraba serios obstáculos
en la falta de suficientes provisiones de dinero. No había dinero, sino moneda acuñada. Podemos
darnos cuenta de las dificultades con que tropezarían nuestras actividades comerciales si no
contásemos más que con la moneda en metálico que se halla en circulación. Esta no pasa nunca en
los Estados (Unidos de los seis mil millones, en tanto que nuestros bancos cuentan con cincuenta
mil millones en depósitos.
Law argüía que se había utilizado toda clase de medidas para aumentar el dinero, pero ninguna de
ellas había tenido buen éxito. Decía que los bancos eran los mejores instrumentos para conseguirlo.
Luego se refería concretamente al Banco de Amsterdam y proponía que su propio banco hiciera en
líneas generales lo mismo que hacía el Banco de Amsterdam en secreto en favor de una sola
compañía: préstamos que excedieran a la moneda acuñada que tenía en depósito. Proponía también
que se permitiese al banco emitir billetes por un valor superior a sus depósitos de moneda contante.
Advierte que "algunos están en contra de todos los bancos en los que el dinero
no existe en la misma proporción del crédito". Pero recuerda al lector que "si se supone que alcanza
a 15.000 libras el dinero que existe en el banco y a 75.000 libras los billetes emitidos, se agregan
60.000 libras al dinero de la nación, sin interés".
Law defendía en substancia la práctica que es ahora común, en nuestro sistema bancario y que
constituye en realidad una de las piedras fundamentales del capitalismo moderno.
Luego exponía su teoría de que la base del papel moneda debía ser la tierra más bien que el oro y la
plata. La plata no era conveniente porque su cantidad estaba destinada a aumentar. Pero la tierra
tiene un volumen limitado y está destinada, por lo tanto, a aumentar continuamente en valor: como
base para el dinero sería cada día más sólida.
Junto con todo esto renovaba su propuesta de crear una comisión para Escocia. Entre otras cosas,
esa comisión tendría facultades para emitir billetes, mediante el préstamo sobre tierra ordinaria, de
valores de hasta la mitad o los dos tercios del valor de la tierra. Así llenaría a Escocia de nueva
moneda. Para este sistema consiguió el apoyo del Duque de Argyle, del Marqués de Tweeddale, de
otros nobles poderosos y de un fuerte partido cortesano conocido con el nombre de El Squadrone.
Pero el parlamento escocés lo rechazó, alegando en su resolución que "el establecimiento de
cualquier clase de crédito en papel, así como el imponer su circulación, era un expediente impropio
para la nación". Otro motivo alegado era que el plan podía hacer que todas las propiedades del reino
dependiesen del gobierno, el que se convertiría en el acreedor universal. Pero con esta nueva

39
edición de su plan de salvación para Escocia Law se había convertido en el promotor del New Deal
de su época.
Con este breve bosquejo de las teorías de Law estamos ya en condiciones de ver cómo las vendió a
Francia y cómo, en breve tiempo, embarcó a ese país en una de las aventuras financieras más
pasmosas de la historia, originó en él el primer gran pánico financiero del sistema bancario moderno
y, mientras duró ese episodio, llegó a ser casi el dictador de esa nación.
IV
Luis XIV preparó a John Law el escenario. El monarca inescrupuloso y manirroto abrió el camino
al evangelista de la abundancia fácil. Era necesario que Francia se arruinase antes de entre-
garse en brazos de un redentor tan fantástico. Y Luis XIV la arruinó.
Ningún hombre ha sido tratado por la historia con tanta generosidad como Luis XIV. Ha sido
juzgado de acuerdo con su propia valorización, sin el menor descuento. Se le recuerda como Le
Grané Monarque. En realidad fué el peor de los reyes. Utilizó un poder que había sido puesto en sus
jóvenes manos, consagrado por la Iglesia y santificado por la tradición, para saquear a Francia. Era
un farolón voraz, egoísta y pretencioso. Consiguió producir un efecto de grandeza por medios que
se hallan al alcance de cualquier aventurero con facultades para imponer gabelas y empréstitos a un
pueblo sumiso y emplearlos en proyectos y guerras, exhibiciones, corrupción de servidores y un
ejército de parada que producía los efectos escénicos a los cuales los reyes llaman su gloria. El
poder que alcanzó era una herencia de sus antepasados conseguida gracias al genio de dos
eclesiásticos corrompidos: Richelieu y Mazarino. Y el dinero lo obtuvo gracias a ministros que
tenían talento para inventar medios siempre nuevos y sutiles de imponer gabelas al pueblo
empobrecido.
Despilfarró el dinero con un desenfado ilimitado. Solamente en un palacio —el de Versalles—
gastó 116 millones de libras. Sus ministros, sus satélites y los traficantes con los puestos públicos,
que se hacían ricos gracias a sus liberalidades y su incapacidad, le imitaban. Esa ostentación vulgar
tenía por objeto exhibir al monarca y sus satélites en el papel de dioses nacidos para gobernar al
rebaño. Se otorgaba grandes subvenciones a un enjambre de poetas y literatos para que cantasen la
grandeza y las virtudes del rey. Cuando éste se restableció de una enfermedad afluyeron las odas y
los apostrofes de una horda de escritorzuelos que comían de las liberalidades del rey. Hasta el joven
Racine prorrumpió en versos de acción de gracias.
La fuente de toda la riqueza de Francia eran los campesinos, en sus pequeñas granjas, y los
artesanos en la ciudad. La máquina no había aparecido todavía. Aún no se tenía noticia de la
industria en gran escala. No se podía pretender que la producción de riqueza en manos de esos
humildes trabajadores fuese estimulada y dirigida por el genio creador de hombres de empresa
inspirados. De aquí que hubiera muy pocos hombres de recursos verdaderamente grandes que
acumularan su riqueza mediante la posesión y la dirección de los procesos de producción. La
riqueza del pueblo, convertida en dinero, afluía al rey por medio de impuestos opresivos. Y la
mayoría de las fortunas privadas se hallaban en manos de hombres que sabían cómo quedarse con
parte de esa corriente de dinero público en su camino al gobierno. Los nobles conservaban aún sus
tierras hereditarias y exprimían hasta la última gota los tributos de sus arrendatarios. Pero las
fortunas comerciales eran acumuladas por hombres que las obtenían de los ingresos públicos por
medio de contratos, monopolios, sobornos políticos y donativos del soberano o de los banqueros
que explotaban el tesoro nacional. Eran fortunas estrictamente parásitas.
Los campesinos vivían en casas de barro con techos bajos y sin vidrios en las ventanas. Un
agricultor compraba un par de zapatos para su casamiento y le tenían que durar toda su vida. Pero la
mayoría de ellos iban descalzos. Dormían sobre paja y como alimento hervían raíces y heléchos con
un poco de cebada y de sal. Mal alimentados, eran fácil presa de enfermedades como el tifus y las
viruelas. Millares de ellos afluían a las ciudades, y la mendicidad y la vagancia se convirtieron en
una plaga. Había que cerrar los hospitales por falta de fondos. A pesar de que el pueblo languidecía,

40
hambriento y en harapos, había superproducción, la maldición del mundo capitalista. En muchos
lugares era insuficiente la cebada, pero nadie podía comprar ni siquiera la cantidad más pequeña.
Los campesinos que tenían vino no podían venderlo a sus vecinos empobrecidos ni podían enviarlo
a otros lugares porque, carecían de caballos para el transporte.
Los ministros del Gran Monarca encontraban los medios de obtener de la magra substancia de esa
gente miserable, mediante impuestos y empréstitos, casi todos los beneficios que alcanzaba la
fracción próspera y cruel que se quedaba con todo. Lentamente fueron disminuyendo los ingresos
monetarios de la nación en un aflujo creciente hacia el trono. Pero muchos millones nunca llegaban
a él. Colbert descubrió que de 84 millones por impuestos recaudados en un año, sólo 32 millones
habían ingresado en el tesoro real. El resto había ido a parar a los bolsillos de los recaudadores de
impuestos. Lo que llegaba a poder del rey en impuestos y empréstitos proporcionaba inmensos
beneficios a los contratistas de armamentos y dádivas a los favoritos. Y en verdad, hasta el virtuoso
Colbert murió dejando diez millones, todos los cuales obtuvo, según dijo, gracias a los donativos
regios y a las prerrogativas legales de su cargo.
Había fortunas extraordinarias en la Francia empobrecida de esa época.
El tesorero de la casa imperial fué acusado de haberse apropiado de una décima parte del dinero
destinado a pagar a la guardia durante años y de haber invertido en el exterior 1.600.000 libras.
Châtelain, que era lacayo en un convento, entró al servicio de un contratista del ejército, más tarde
se estableció por su cuenta, puso a sus órdenes a sesenta empleados que recorrían el país â caballo,
para recoger cereales para el ejército y acumuló una fortuna de más de diez millones de libras.
Crozat, que era también un lacayo, llegó a ser el comerciante más grande de Francia, gracias a los
monopolios del gobierno. Samuel Bernard, el gran banquero, poseía una fortuna superior a treinta
millones, hecha mediante el manejo de las finanzas del gobierno. Bouret, abastecedor del ejército,
reunió, según se supone, más de 40 millones, en tanto que los más o menos fabulosos hermanos
Paris de Montmartel llegaron, según algunos cálculos, a acumular una fortuna de un centenar de
millones. La Sala de Justicia descubrió que había seis mil hombres que, según sus propios cálculos,
poseían más de mil millones de libras, suma equivalente a alrededor de diez mil millones de dólares
en nuestra época.
Estos parásitos, con el farolón dorado a su cabeza, habían despojado a la nación. En los últimos
catorce años del reinado de Luis éste había gastado dos mil millones de libras más que lo que se
había recaudado por impuestos. Mediante varias desvalorizaciones y otros recursos esa cantidad se
había reducido a una deuda de 711 millones cuando él murió. A medida que su largo reinado
llegaba a su fin y declinaba su prestigio sintió la necesidad de hacer algo para revivificar su gloria.
Este poseur obstinado no podía improvisar una estratagema mejor que organizar algunos festejos
deslumbrantes. Los festejos cuestan dinero, sin embargo, y el tesoro estaba vacío. Pero Desmarets,
el Registrador, recibió la orden de encontrar dinero. Dos hechos afortunados le salvaron. Descubrió
a dos de sus servidores revisando sus papeles y comunicando en secreto los detalles a ciertos
agiotistas importantes. Desmarets proyectaba una emisión de treinta millones de libras. Puso ese
papel en manos de Samuel Bernard para que lo vendiera. Y dejó deliberadamente sobre su escritorio
el plan secreto de una lotería real para pagar la emisión de títulos. Esto llegó inmediatamente a
conocimiento de los especuladores. Cuando Bernard ofreció sus acciones los agiotistas pujaron el
precio. Cuando se hubo vendido todo y la lotería no se realizó, las acciones descendieron a un nivel
muy bajo. El gobierno de Luis XIV tuvo que acudir a este expediente ruin y fraudulento para
obtener fondos con objeto de poder montar un gran
espectáculo y exhibir en él al pueblo desesperado de Francia, el esplendor del anciano y obsceno
soberano.
Falleció el 1 de septiembre de 1715, dejando al país que había saqueado en un estado de miseria
espantosa y al tesoro en bancarrota. Cuando la noticia de su muerte llegó a oídos del jugador
escocés errante, éste no perdió tiempo en meter a su familia y su equipaje en su ajetreado coche y

41
ordenó al postillón que se dirigiese a París.
V
Hacia mediados de septiembre de 1715 —unas dos semanas después de la muerte de Luis XIV— el
Duque de Orleans, Regente del niño Luis XV, reunió a su Gabinete recién constituido. Los
ministros tenían el rostro grave y estaban aturdidos. Se había hecho la propuesta de que el Regente
declarase a la nación en bancarrota. Francia se hallaba ciertamente en ruinas. El tesoro estaba vacío.
No se había pagado al ejército. Los gastos del gobierno con motivo de la guerra anterior llegaban a
148 millones de libras. Los ingresos eran triviales. Además, vencerían durante el año, 740 millones
de libras en obligaciones. Un hombre tan magnánimo y prudente como el Duque de Saint-Simon
había pedido que se proclamase la bancarrota. La industria y el comercio casi habían dejado de
funcionar. Francia llegaba al final de un camino, como los Estados Unidos en 1933, con la
diferencia de que era tanto por su escasez de caudales como por el colapso de sus mecanismos
económicos. Pero el Regenté se opuso a la vergüenza de una confesión pública de bancarrota. En
cambio, trató de llegar al mismo fin mediante un recurso menos franco.
A la muerte de Luis XIV fueron rechazadas todas las instrucciones que había dado en su
testamento, y Felipe, Duque de Orleans, tomó virtualmente posesión del gobierno como Regente
del rey niño. Este acto completó la serie de acontecimientos que debía tejer el destino para que
surgiese Law. Ese destino había creado para él una nación arruinada. Ahora ponía en escena a un
gobernante que abriría la puerta a un hombre que prometía buenas cosas.
Orleans era una de esas personas listas que gustan de la superficie de las ideas. Era un chisgarabís.
Se las daba de pintor, grabador, músico y mecánico. Compuso una ópera que fué ejecutada en
presencia del rey. Chapuceaba con la química. Pero le gustaba jugar con las ideas y se sabía que
tenía una inteligencia abierta —abierta
por los dos extremos— un interés de aficionado por las masas y un talento infalible para elegir mal
a sus sirvientes.
En aquel momento, cuando la única necesidad obvia y desesperada del gobierno, era el dinero,
apareció John Law como un ángel descendido del Cielo. En un mundo desordenado en el que
naufragaban todos los estadistas él era el único que poseía un plan. Y se trataba de un plan que
exigía, no el sacrificio ni una operación quirúrgica dolorosa, sino un viaje agradable a lo largo del
camino glorioso a la riqueza. Como dijo el mismo Law, se trataba de un reparto perfecto en el que
el rey, en vez de ser un exactor de impuestos omnívoro y un prestatario insaciable de los caudales
públicos, se iba a convertir en el dispensador y prestamista de dinero. Aquello iba a ser un New
Deal, el primer New Deat del orden capitalista.
Además, Law tenía acceso a Orleans. El Regente había simpatizado con él años antes. El plan de
Law se había desarrollado mucho bajo la influencia productiva de innumerables conversaciones.
Law era un conversador fácil y un vendedor magnífico. Y vendió por completo al Regente. Su plan
de un banco real fué sometido a la aprobación del Consejo el 24 de octubre, sólo siete semanas
después de que Orleans asumiera el poder. Pero la mayoría del Consejo se opuso. Él persistió.
Declaró que, si se le permitía, él mismo establecería un banco privado y lo financiaría si se lo
autorizase una patente real. Se llamaría el Banque Genérale, Y el 2 de mayo de 1716 le fué otorgada
la patente real y el Banque Genérale fué creado en privado y financiado principalmente por el
propio Law.
Comenzó a operar en pequeña escala. Pero era una buena cuña que penetraba en las finanzas
nacionales. Era uno de esos bancos que vemos ahora en casi todos los rincones de los distritos
comerciales de las pequeñas ciudades norteamericanas.. Recibía depósitos y descontaba letras y
pagarés. Podía hacer préstamos y emitir sus propias acciones. Law y su hermano William instalaron
el banco en el domicilio del primero. La compañía emitió 1.200 acciones de 5.000 libras cada una.
Los subscriptores pagarían las acciones en cuatro plazos, una cuarta parte en moneda contante y las
otras tres cuartas partes en billets d'état. Era un golpe maestro. Inventó un uso para los billets d'état

42
o títulos del gobierno, que no valían más que veinte o treinta libras el ciento. La cantidad de
moneda contante así conseguida era escasa, de modo que el banco era apenas mayor que el First
National de cualquier pequeña ciudad de los Esta-
dos Unidos. No parecía formidable y eso disminuía la oposición. Dio a Law la oportunidad de
experimentar con su idea. El Regente hizo saber que era su patrón y que le agradaría que los
comerciantes abrieran cuentas con el señor Law.
La institución obtuvo un éxito casi instantáneo. El valor de un depósito era grande. La ventaja de
dar seguridades al valor de la moneda bancaria, como sucedía en el Banco de A'msterdam, estimuló
a los comerciantes a llevar al banco su moneda metálica. No pasó mucho tiempo antes de que los
valores bancarios del señor Law fuesen cotizados con una prima sobre la moneda contante. El
banco descontaba letras al seis por ciento, en vez de a los porcentajes excesivos, que llegaban al
treinta, que cargaban los usureros. Además, el banco garantizaba siempre la entrega, a cambio de su
propio crédito o sus billetes, de la misma cantidad de plata que había sido depositada. Y en un país
que vivía continuamente bajo el temor de la inflación era ese un gran aliciente. Los depósitos
crecieron enormemente. Law pudo reducir el tipo de interés al cuatro por ciento. Aumentó su
reputación. Ya no era considerado como un aventurero. Creció su influencia con el Regente. Los
billetes de su banco circulaban por toda Francia y eran considerados como la mejor moneda del
reino.
Un año después de haber sido fundado el banco (10 de abril de 1717) el Consejo de Estado ordenó a
todos los agentes recaudadores de los ingresos reales que aceptasen los billetes de banco como pago
de todos los tributos del gobierno y que los pagasen al contado de acuerdo con los fondos
disponibles. Cada oficina gubernamental se convirtió en una especie de sucursal del banco. El
Parlamento de París ordenó la revocación de este decreto, pues Law tenía enemigos muy activos.
Pero el Regente obligó al Parlamento a anular su orden. Law se había convertido para entonces en
la figura más grande de la corte.
En tanto que las cosas iban bien para Law iban mal para el gobierno. Cuando, después de su
ascensión al poder, el Regente rechazó la propuesta de una bancarrota nacional, utilizó una vieja
estratagema para conseguir el mismo resultado. Desvalorizó la libra, convirtiendo los mil millones
de libras acuñadas existentes, en 1.200 millones. Retiró los 682 millones de libras en billets d'état y
emitió en su lugar 250 millones a interés reducido, el cuatro por ciento. Pero esto no ayudó más que
un poco. El papel del gobierno valía un 20 por ciento a la par antes de esa enérgica operación y los
nuevos títulos seguían valiendo sólo el 20 por ciento.
La siguiente medida del gobierno fué severa en extremo. El Duque de Noailles, Registrador
General, ordenó que toda persona que se hubiera beneficiado con cargos públicos o contratos
oficíales durante los veintisiete años precedentes informase de ello con exactitud. Se creó con ese
objeto una Cámara de Justicia. Se ofrecieron recompensas a los informantes. Y durante más de un
año unas 6.000 personas —recaudadores de impuestos, altos 'funcionarios, contratistas de empresas
oficiales— fueron llevadas ante la Cámara de Justicia. Eran los hombres más ricos y poderosos del
reino.
La riqueza llegó a ser un crimen. Las personas ricas fueron presas del pánico. Trataron de huir.
Trataron también de sobornar a los jueces, y algunos lo consiguieron. Pero la espoliación de los
parásitos ricos y corrompidos que habían robado al Estado durante una generación siguió adelante
sin compasión. Burey de Vieux-Cours, presidente del Gran Consejo, admitió que poseía 3.600.000
libras. Fué multado en 3.200.000 libras. Todos los banqueros ricos tuvieron que pagar grandes
impuestos, todos menos los hermanos Páris de Montmartel, quienes fueron designados inspectores
de la investigación. De las seis mil personas examinadas fueron condenadas 4.110. Confesaron que
poseían 713 millones y fueron multadas en 219 millones. Quizá la mitad de las multas fueron
cobradas. Esta feroz invasión en el dominio de los ricos fué llevada a cabo, no por un gobierno
revolucionario de radicales, sino por el gobierno real de Luis XV.

43
Pero todo esto sirvió de poca ayuda a la administración tambaleante. En mayo de 1718, tras dos
años de expedientes inútiles y hasta crueles, la libra fué desvalorizada de nuevo. Esta vez lo fué en
un 40 por ciento, entre la oposición de los parlamentos y con acompañamiento de revueltas y
derramamientos de sangre en toda Francia. En los últimos dieciséis años había presenciado Francia
cuarenta y dos cambios en el precio del oro y de la plata, y más de 294 en los cuatro siglos
precedentes. La plata de la libra había disminuido de doce onzas a menos de la mitad de una onza.
El pueblo de Francia, mediante sucesivas desvalorizaciones, había sido robado por el gobierno en
más de setenta veces la cantidad de moneda en circulación en el país.
En medio de los desastres, la reputación de Law era la única que parecía crecer a medida que su
banco comprobaba su utilidad. Y esto, combinado con la situación desesperada de las finanzas
francesas, hizo que llegara el momento de poner en práctica el gran
plan que había meditado, el plan que estaba destinado a ser conocido con el nombre de El Sistema.
VI
Y aquí entramos, casi por primera vez en la historia, en el complicado laberinto de la finanza
moderna. Pero lo podemos hacer sencillo y claro si descartamos los incidentes personales e
históricos que lo embrollan.
Se recordará que Law había creado su banco mediante una subscripción de seis millones de libras,
tres cuartas partes pagaderas en billets d'état que valían sólo alrededor de 20 o 30 libras el ciento. El
banco tuvo buen éxito, los depósitos aumentaron y Law, pagó dividendos. Los subscriptores
estaban encantados. Sus bilíets d'état se convirtieron en acciones que producían beneficios.
Su segunda aventura tuvo como campo el comercio. Crozat, una especie de Cecil Rhodes del siglo
XVIII, había disfrutado de un monopolio de colonización y comercio en la Luisiana y Canadá,
posesiones francesas en la América del Norte. Había hecho una gran fortuna como comerciante y
contratista del gobierno, pero no le había ido tan bien con la Compañía de las Indias Orientales
Francesas, por medio de la cual manejaba su monopolio en el Nuevo Mundo. Law, gracias al favor
del Regente, se hizo cargo de esa empresa. Formó una nueva corporación, la Compañía del Oeste.
Emitió 200.000 acciones a 500 libras cada una, es decir 100 millones de libras. Pero utilizó el plan
que tan buen resultado le había dado con el banco. Aceptó el pago de las acciones en billets d'état.
El Regente convirtió a esos billets d'état en rentas del gobierno al cuatro por ciento. Así se aseguró
la compañía un ingreso de cuatro millones de libras al año. Esto sucedió en agosto de 1717.
Luego, en 1718, la compañía obtuvo en arriendo el monopolio del tabaco por medio del amigo de
Law, el Regente, a quien la compañía pagó por ello 2.020.000 libras. Se esperaba que este
monopolio produjese un beneficio anual de cuatro millones de libras. Esto, con los cuatro millones
en réditos del gobierno, significaría para la compañía un ingreso de ocho millones. Pero la
compañía vendía también "lotes", pues la Compañía del Misisipí, como era * llamada, se dedicaba
en gran escala al fomento de los bienes raíces. Ofrecía lotes de una legua cuadrada por 30.000
libras, y algunas personas invirtieron hasta 600.000 libras en esas compras. Esto
aumentaba los ingresos, aunque marchaba con mucha lentitud al principio.
A fines de 1718 y comienzos de 1719 la compañía se hizo cargo de otras tres compañías similares
—la Compañía del Senegal, la Compañía de China y la Compañía de las Indias Orientales— con la
misma clase de privilegios comerciales que la Compañía de Luisiana en diferentes partes del
mundo. Law organizó entonces una nueva corporación —la Compagnie des índes— que se hizo
cargo de todas esas aventuras, inclusive la Compañía del Misisipí y el monopolio del tabaco. Llegó
a ser la compañía por acciones dominante. La nueva entidad emitió 50.000 nuevas acciones a 550
libras cada una, totalizando 27.500.000 libras. Las acciones originales de la Compañía del Oeste
fueron llamadas madres. A estas se las llamaba hijas.
Sin embargo, no debemos cometer el error común de suponer que la llamada Estafa del Misisipí del
señor Law fué exactamente una explotación de bienes raíces. Esa fué en realidad la parte más
pequeña de todo el episodio. Se le llamó la Estafa del Misisipí porque la compañía que llevó a cabo

44
todas las empresas era conocida popularmente con el nombre de Compañía del Misisipí y los que
adquirían sus acciones eran llamados mísisipianos. Recibió ese nombre del gran río que corría a
través de su dominio principal, aunque nunca fué llamada así legalmente. La verdadera base de la
manía de especulación que vamos a ver ahora se hallaba en campos totalmente distintos. En ese
momento John Law, el jugador de tres años antes, se había convertido en el dueño autocrático de un
vasto dominio que se extendía desde la Guinea hasta el Archipiélago del Japón, el Cabo de Buena
Esperanza, la costa oriental de África bañada por el Mar Rojo, las islas del Pacífico, Persia, el
imperio Mongol, Luisiana y Canadá. Y procedió, mediante toda clase de métodos extravagantes de
propaganda, a impulsar la venta de tierras y la colonización de diversas partes de ese imperio.
Más o menos por ese tiempo —4 de diciembre de 1718— el Banque Genérale fué transformado en
el Banco Real. Es decir que se hizo cargo de él, el Estado. Los accionistas, que habían pagado por
sus acciones una cuarta parte en moneda contante y tres cuartas partes en billets d'état casi sin valor,
las vendieron al gobierno por moneda contante y a la par. Así, el que había comprado una acción
por 5.000 libras —1.500 libras en moneda y 3.500 libras en billets d'état valorizados solamente en
1.000 libras— había pagado en realidad sólo 2.500 libras por su acción.
Ahora obtuvo por ella 5.000 libras en plata, o sea un beneficio del 100 por ciento, más el dividendo.
Pero el banco era ahora un banco real y Law el director del banco real y el amigo más íntimo del
Regente. Y lo que es más importante, la limitación impuesta en los estatutos a la emisión de billetes
no era ya efectiva.
Luego se produjo la serie de acontecimientos que alarmó a Francia. El 25 de julio de 1719, la
Compañía de las Indias se r»T-' cug,o de la de moneda real y obtuvo el privilegio de mmmá* S*
okaUba qne esto significaba un beneficio de tm mMemo ét febeas al año. La compañía pagó
cincuenta millo-m A ¿feo* por d privilegio real y Law emitió otras 50.000 ■M ota ra a 1.000 libras
por acción, para elevar el valor
El 25 de agosto se hizo cargo la compañía del provechoso ígio de recaudar los impuestos indirectos.
Law tenía enemigos íío del gobierno. El más diligente era M. D'Argenson, el ex jefe de policía que
le había expulsado de Francia y era ahora Registrador General. Era inevitable que el buen éxito de
Law estimulase a otros a utilizar los mismos métodos. D'Argenson conspiró con los Hermanos París
para organizar una corporación que recaudase los impuestos. Los Hermanos París eran los hombres
de negocios más ricos de Francia. Hijos de un pobre tabernero del Delfinado, se iniciaron
transportando provisiones para el ejército del Duque de Vendóme, prosperaron con rapidez, y
llegaron a ser proveedores del ejército y tan ricos y poderosos que inclusive durante el proceso
despiadado del Duque de Noailles permanecieron libres de molestias. Y ahora constituyeron una
corporación que emitió 100.000 acciones a 1.000 libras cada una, pagaderas en anualidades.
Esta compañía ofreció 48.000.000 de libras por las rentas públicas, que obtuvo gracias a la
influencia de D'Argenson. A esto se le llamó el Antisistema. Esperaban recaudar una gran suma en
impuestos, quizá un centenar de millones, y pagar al rey sólo 48 millones. Law hizo anular ese
contrato. Superó el ofrecimiento de los Hermanos París, pagó 3.500.000 libras más que ellos y
obtuvo el contrato para recaudar las rentas. D'Argenson renunció. Los Hermanos París se
encontraron privados por completo del favor y se retiraron a una de sus propiedades. Pocos días
después obtuvo Law el contrato para recaudar los impuestos directos. Para entonces * su posición
era pasmosa. Poseía el dominio completo de las vastas posesiones coloniales de Francia, el
monopolio de acuñación de moneda, la recaudación de las rentas públicas, el monopolio del tabaco
y el monopolio de la sal. Era, además, dueño completo de las finanzas de Francia como director del
Banco Real y el favorito indis-cutido del Regente.
Comenzó a hablar en un tono imperioso acerca de sus plañes. Él liberaría al rey de Francia de sus
deudas, las deudas que venían pesando sobre los reyes desde hacía un siglo. Haría al rey
independiente de los parlamentos, del pueblo y de todo el mundo. En vez de hacer que dependiera
de los contribuyentes y los prestamistas, le convertiría en el dispensador de todos los fondos y el

45
acreedor universal. En septiembre anunció, por lo tanto, su golpe más grande: la compañía
adquiriría toda la deuda pública de Francia. El rey no tendría más que un solo acreedor, la
compañía, la que era su servidora obediente. La deuda pendiente era de 1.500.000.000 de libras.
Law proyectó a continuación una emisión de 300.000 acciones de la compañía. Serían vendidas a
razón de 5.000 libras cada una, lo que sumaría las 1.500.000.000 de libras requeridas. Entretanto el
banco adelantaría el dinero. El banco había estado imprimiendo billetes y emitiéndolos con diversos
propósitos. Había hecho préstamos a base del capital de la compañía, los había invertido en el
capital de la propia compañía y había financiado otros proyectos. Ahora se proponía emitir billetes
bastantes como para comprar la deuda pública. Mientras tanto la Compañía de las Indias emitiría
acciones y con su producto pagaría los empréstitos del banco.
La deuda francesa de mil millones y medio de libras, medida de acuerdo con sus recursos, apenas
era menor que la deuda norteamericana actual de cincuenta mil millones de dólares. Y la propuesta
de Law de liberar a Francia de su deuda comprándola por medio de la Compañía del Misísipí es
comparable a la propuesta de Mr. Roosevelt en nuestra época, de extinguir la deuda pública de los
Estados Unidos adquiriéndola por medio de la Junta de Seguridad Social.
En ese tiempo, medíante diversos recursos, Law había manipulado el precio corriente de las
acciones de la compañía hasta conseguir que la gente ofreciera 5.000 libras por cada una de ellas.
Por lo tanto pudo ofrecer esas acciones a 5.000 libras. Pero apenas había hecho eso cuando subió el
precio de las acciones. Se vendían * a 10.000 libras. Y fueron adquiridas rápidamente. Cuando se
llegó
a este punto a fines de 1719, la compañía de Law, además de todas sus otras propiedades y poderes,
era la única acreedora del gobierno.
Esto marcó la cima de la gran aventura. He aquí como se desarrolló el capital de la Compañía de las
Indias:
N9 de acciones Precio Precio Cantidad
nominal real pagada
V emisión 200.000 500 500 100/000.000
emisión 50.000 500 550 27.500.000
y emisión 50.000 500 1.000 50.000.000
emisión 300.000 500 5.000 1.500.000.000
Total 600.000 1.677.500.000
Law había manipulado los precios de las acciones hasta que éstas se vendieron a 5.000 libras.
Después de la derrota del Antisistema y de la adquisición de las rentas nacionales ese precio se
elevó a 10.000 libras. Si un hombre había comprado una acción de la Compañía del Oeste a 500
libras en billets d'état o 150 libras en moneda, como ahora valían 10.000 libras había obtenido un
beneficio del 660 por ciento. Y antes de que la ampolla reventase U$ acciones llegaron a valer
18.000 libras. Esta fué la parte finan-dera del famoso sistema de Law en funcionamiento. Veamos
ahora lo que le sucedió.
VII
En el París de aquella época había una callejuela que se llamaba la Rué Quincampoix. Era en
realidad un pequeño pasadizo de cincuenta metros de largo y muy estrecho. Desembocaba por un
extremo en la Rué des Ours y por el otro en la Rué Aubrey-le-Boucher. Allí tenían sus domicilios
los banqueros, y las personas que poseían letras de cambio, billets d'état u otros papeles y querían
venderlos a las que querían comprarlos, iban de puerta en puerta buscando las condiciones más
favorables. Esa calle se convirtió en el centro de la excitación cuando, durante la inspección del
Duque de Noailles, corrían allá los contratistas ricos para deshacerse de las pruebas de su riqueza.
Fué esa callejuela la que se convirtió en escenario de las manifestaciones públicas con motivo de la
Estafa del Misisipí. Llegó a ser el símbolo de la especulación, así como Wall Street llegó a ser el
símbolo de las orgías que tuvieron lugar en la década de 1920.

46
El otro escenario de esa tragicomedia extraordinaria fué el Palacio Mazarino. Law adquirió ese
espléndido edificio de la Rué Vivienne para instalar en él las oficinas de la compañía y el banco
cuando éste se convirtió en el Banco Real. Le agregó otras siete casas adyacentes. Desde allí dirigió
los movimientos de todos los numerosos frentes de su Sistema.
Hé aquí lo que hacía Law:
Primero: manejaba un nuevo tipo de inflación, introduciendo fondos bancarios en el sistema
económico, de una manera muy parecida a lo que hace actualmente Mr. Roosevelt en los Estados
■Unidos y por medios también muy parecidos.
Segundo: creaba empleos medíante numerosos proyectos de obras públicas, como hizo Pericles en
Atenas y como Roosevelt, Hitler, Mussolini y Chamberlain hicieron en 1939.
Tercero: trataba de estimular la inversión de los ahorros acumulados en los negocios.
Cuarto: trataba, mediante la explotación del imperio colonial de Francia, de crear nuevos mercados
para sus productos.
Quinto: procuraba aliviar las dificultades de un gobierno agobiado por las deudas.
Sexto: hacía dinero para sí mismo y sus protectores.
Se ocupaba en vender acciones de la compañía que poseía el imperio colonial francés y también en
tratar de vender las tierras del mismo a interesados y especuladores. Para hacer eso recurrió a los
métodos de propaganda más sensacionales. Fueron llevados a Francia algunos indios y se les hizo
recorrer el país. Los emigrantes que partían eran festejados y se les daba gran publicidad. Como era
difícil conseguir emigrantes se sacó a los jóvenes de las cárceles y a las muchachas de las calles y se
les hizo desfilar por las ciudades a los acordes de las bandas de música como si se tratase de
ciudadanos honestos. Circulaban folletos, prospectos y carteles describiendo las riquezas fabulosas
de las nuevas tierras. Todo esto ayudaba a vender acciones y lotes.
En el desarrollo de esa aventura observamos muchos de los recursos que hoy en día utilizan quienes
operan en los mercados. Se hacía circular rumores. Se cuchicheaba que habían sido descubiertas
minas de diamantes en Arkansas y minas de oro y plata en la Luisiana, las cuales rivalizaban con las
riquezas de Nueva España y del Perú. Se "filtraban" historias acerca de las sumas fabulosas ganadas
por los especuladores y por las personas importantes que adquirían acciones de la compañía.
Hicieron su aparición las acciones privilegiadas. Cada vez que se emitían acciones de la compañía
se permitía que ciertas personas con poder e influencia cercanas a Law y el Regente las adquiriesen
al precio de emisión. Así, cuando fué ofrecida la emisión de 300.000 acciones, el Regente se quedó
con 100.000. Las pagó a razón de 5.000 libras. Al cabo de dos meses las pudo vender, a razón de
10.000 libras. Muchas fortunas se hicieron comprando acciones al precio de emisión y vendiéndolas
luego a precios superiores.
Esto sirvió, además, para limitar la cantidad flotante de acciones en la Rué Quíncampoix, puesto
que los subscriptores mantenían sus acciones fuera del mercado y los precios se elevaban en
consecuencia.
Entró en uso el certificado de depósito moderno. El propio Law pagó 40.000 libras por el derecho a
subscribir un número mayor de acciones a la par, seis meses después.
Nacieron los empréstitos callejeros'. El Banco Real hacía préstamos sobre las acciones de la
Compañía de las Indias a un interés reducido, con objeto de estimular la especulación. Cuando
reventó la ampolla el banco tenía pendientes 450 millones de libras en préstamos sobre acciones. El
mismo banco invertía también su capital en acciones. En julio de 1719, mientras Law maduraba la
adquisición de la deuda nacional y la emisión de 300.000 acciones, anunció que en 1720 pagaría la
compañía un 12 por ciento como dividendo.
Desde la emisión de las primeras acciones de la Compañía del
: había habido mucho tráfico de las mismas en la Rué Quincam-ftpáx- Esos pequeños trozos de
papel se convirtieron en instrumentos ^■fectos de juego, un juego santificado con el nombre de
negocio y Hàrùdo como inversión. Esto era mejor que los tableros de las ■esas de la Rué des

47
Poulies o del Hotel de Grève. A medida que «■rgian las nuevas compañías y que la propaganda
asumía formas más imponentes aumentaba la actividad en la calle.
Casi inadvertida, la inflación que había estado fomentando Law comenzó a echar chispas. A
mediados del verano de 1719 se había »**itiA*\ ya alrededor de 400 millones de libras en billetes
de banco. Surgió un ambiente de empresa. El pueblo adquirió confianza. Los ahorros tímidos
salieron de sus escondites. Aumentó la velocidad con que se movía el dinero. Law hizo grandes
préstamos por medio de su banco, para empresas de todas clases. También adelantó cantidades para
grandiosos proyectos gubernativos.
Se cpnstruyeron por primera vez cuarteles para liberar al pueblo de la carga de tener que alojar a los
soldados. Se construyó un canal
Sena arriba, el Canal de Borgoña, el Puente de Blois, nuevos edificios públicos, nuevos hospitales
—iba a haber un hospital cada seis leguas—, caminos. Se restauraron las tierras agrícolas
abandonadas, se ayudó a los hombres de negocios endeudados, y se trazaron planes para dar
instrucción gratuita en la Universidad de París, costeada en parte por los ingresos postales, proyecto
que llevó a la juventud de París a las calles para realizar manifestaciones de agradecimiento al gran
donante de todas las cosas buenas: el señor Law. Fueron abolidas varias clases de impuestos
gravosos y se mitigaron o suprimieron los impuestos que pesaban sobre la industria. Fueron
derribadas las barreras para el comercio dentro de la nación.
Se trataba ciertamente de un New Deal, pues desaparecía la vieja maldición de los impuestos
gravosos, los artesanos tenían trabajo, los agricultores recibían ayuda en vez de exigírseles tributos,
renacía el espíritu de empresa, el propio rey se había emancipado de sus acreedores, el Estado se
convertía en el padre adoptivo de todos los ciudadanos, en fuente de beneficios más bien que en el
engran-decedor de los caudales públicos, y el dinero afluía misteriosamente e inundaba el mercado.
No es de admirarse de que durante unos pocos meses aclamase París al mago que había sacado
todos esos conejos de su sombrero. Las multitudes seguían su coche. La gente luchaba por verle.
Los nobles de Francia acudían a su antesala, suplicando una palabra suya.
En junio o julio de 1719 la muchedumbre afluía a la Rué Quin-campoix. Médicos, abogados,
hombres de negocios, sacerdotes, cocheros, estudiantes y criados —personas que nunca le habían
visto antes— llegaban atropelladamente para comprar unas pocas acciones y venderlas al alza. Las
acciones que habían valido 500 libras poco más de un año antes valían ahora 5.000 y al cabo de dos
meses se cotizaban a 10.000 libras.
A medida que la muchedumbre se apretujaba en la calle se convertía en un problema la necesidad
de espacio para las oficinas. Pequeñas habitaciones rentaban hasta 400 libras al mes. Una casa
rentaba 800 libras; una con treinta habitaciones convertidas en oficinas, producía 9.000 libras
mensuales. Los tenderos alquilaban el espacio libre entre sus barriles. Se armaba casillas en los
tejados, y se arrendaban. Los cambistas trabajaban en la calle. Los gerentes enviahan desde sus
oficinas información a sus agentes en la calle, por medio de señales desde las ventanas o de
campanillas, lo mismo t que en el viejo Curb Market de la Broad Street de Nueva York.
La noticia de semejante espectáculo se extendió por toda Europa.
Los especuladores afluían a París. En octubre informó el Journal de Régence que por lo menos
25.000 de ellos habían llegado en un mes desde las principales ciudades comerciales. Los asientos
de las diligencias que hacían el viaje a París eran vendidos con dos meses de antelación y la gente
comenzó a especular con esos asientos.
A medida que se acercaba la Navidad de 1719 crecía la excitación, que casi se convirtió en un
escándalo público. El señor Law, unos pocos días antes de esa festividad, fué admitido en la fe
católica, en la Iglesia de los Recoletos de Melum, y el día de la Natividad él y sus hijos recibieron la
sagrada Comunión en St. Roch, su iglesia parroquial. Fué nombrado miembro de la junta parroquial
como sucesor del Duque de Noailles. Hizo un donativo principesco de 500.000 libras para terminar
el edificio y otro de 500.000 al templo inglés de Saínt-Germain-en-Laye. Luego, el 5 de enero, M.

48
D'Ar-genson, el ex jefe de policía que había expulsado a Law de París en 1708, renunció como
Registrador General, y Law fué designado para ese puesto, equivalente al de Primer Ministro de
Francia. En ese momento su poder era casi supremo.
Se hacían inmensas fortunas. Se recuerda historias fantásticas de barberos y cocheros que se hacían
ricos de pronto. Es difícil decir cuántas de ellas son ciertas. Madame de Chaumont, viuda de un
médico de Namur, hizo sesenta millones de libras. Fargez, militar retirado, hizo veinte. El Duque de
Borbón reunió una gran fortuna, gran parte de la cual redujo a moneda corriente, restableció su
casa, financieramente en aprietos, adquirió muchas propiedades nuevas, organizó una caballeriza de
150 caballos de carrera y siguió siendo amo de los hombres más ricos de Francia. Otras personas
nobles, como el Duque de Guiche, el Príncipe de Deux-Ponts y el Príncipe de Rohan, acumularon
fortunas inmensas. El Conde Joseph Gage obtuvo una ganancia fabulosa y ofreció al rey de Polonia
tres millones de libras para que abdicara en su favor. El Regente poseía cien mil acciones subscritas
a razón de 5000 libras y que podía haber vendido por diez mil o más. En enero de 1720 obtuvo un
beneficio, en valores, de 500.000.000 de libras. Es dudoso que convirtiera en dinero parte de ellas.
Pero el último acto de esta tragicomedia comenzó antes de que hubiera descendido el telón sobre la
escena triunfal del acto precedente. Bastante antes de la Navidad de 1719 —quizá en una fecha tan
anterior como fines de octubre— comenzaron a aparecer pequeñas grietas y hendiduras en las
paredes huecas del edificio. Laíw las percibió. La base de su sistema era la acumulación de toda la
moneda metálica en poder de dicho Sistema, la emisión y el control del papel moneda y la creación
de fondos adicionales mediante préstamos bancarios. Quizá en ese mes de octubre vio Law que, por
primera vez, el oro y la plata salían del Banco Real. En consecuencia, cuando renunció a su antigua
fe en la Navidad y llegó a ser Registrador General no lo hizo solamente para coronar su triunfo con
las galas de un alto puesto, sino para tener en sus manos el poder supremo que necesitaba con
objeto de emprender la batalla que salvaría a su Sistema.
Los hombres que jugaban ese juego desesperado no eran tontos. Un cálculo bastante optimista de
los probables ingresos de la Compañía de las Indias lo elevaba a 80 millones de libras
aproximadamente. Otro cálculo más optimista, pero falso, los estimaba en tanto como 156 millones.
Pero 80 millones no bastaban ni mucho menos para pagar un dividendo del cinco por ciento sobre
600.000 acciones valorizadas en 10.000 libras cada una. Hasta quienes calculaban beneficios por
valor de 156 millones lo comprendieron bastante pronto y comenzaron a desprenderse de sus
acciones. Se pagaría sólo un poco más que la mitad del dividendo. Los extranjeros prudentes se
combinaron para mantener el mercado a precios superiores a 10.000 libras mientras ellos se
retiraban silenciosamente. Su ejemplo fué seguido pronto por los franceses juiciosos. A medida que
vendían sus acciones retiraban dinero en metálico del banco y lo trasladaban a otros países. Law se
dio cuenta de ello. En enero seguía creciendo la salida de moneda del banco. Los vendedores eran
llamados con desdén realizadores. Estos han aparecido siempre un momento antes de iniciarse el
último acto de cada auge repentino desde la edad dorada de Law hasta la Nueva Era de Coolidge y
el New Deal de Roosevelt. Y con su elevación al puesto de Registrador General comenzó Law a
perder la batalla para salvar al Sistema.
He aquí su problema: por un breve momento pareció, como ha señalado un comentarista, haber
resuelto el sueño del filósofo de hacer que los hombres despreciasen el oro y la plata. Preferían al
luis de oro las promesas en el papel de un banco de tres años de vida. Las libras papel de Law valían
un cinco por ciento más en cualquier negocio que la moneda de metal acuñada por Luis XIV. Pero
he aquí que de pronto los más prudentes comenzaron a recuperar su gusto por el oro y la plata. El
problema de Law consistía en impedir que el oro saliese del país y en atesorarlo para mantener el
precio de las acciones y salvar el valor de sus billetes de banco.
Durante todo enero la marea fluyó pesadamente contra él. La
extracción de metal se hizo alarmante. La inflación adquirió proporciones febriles. Los precios de
mercaderías que valían alrededor de 104 en 1718 y 120 antes de Navidad de 1719, subieron a 149

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en enero. Los salarios quedaron muy atrás. El populacho que no ínter-venía en aquellos negocios
comenzó a murmurar. El Parlamento de París se hizo más hostil. Hombres serios como Saínt-
Simon, el mariscal Villeroi. La Rochefoucauld y el Canciller d'Agúesseau, que se habían mantenido
apartados del juego, hicieron oír sus críticas con más severidad.
El 22 de febrero, el Banco Real fué devuelto de pronto a la Compañía de las Indias. Para ese tiempo
había pendientes más de mil millones en billetes de banco. La emisión había aumentado en 400
millones desde Navidad. El 27 de febrero se publicó un edicto ordenando que no se permitiese a
nadie tener en su poder más de 500 libras en moneda metálica —ni siquiera a los orfebres y al
clero— y sólo se podía hacer pagos en moneda metálica en transacciones por valor de menos de
cien libras. Pero era un edicto difícil de poner en vigor. Por el momento consiguió, sin embargo,
que volviesen al banco grandes cantidades de moneda, quizá unos 300 millones de libras.
Coartados de ese modo, los realizadores se volvieron a los bienes raíces, los muebles, la vajilla y
todo lo que tuviera un valor sólido como a un refugio para sus beneficios. Un hombre compró toda
la edición, de un diccionario. La inflación llegó a su plenitud en el mes de marzo. Fueron fijados los
precios, pero la tentativa resultó inútil. El precio de un coche de alquiler era de treinta centavos,
pero el cochero exigía abiertamente sesenta. Se fijó el precio de las velas en ocho centavos la libra,
pero se vendían a veinte. El 5 de marzo se ordenó otra desvalorización de la moneda metálica.
Law trató entonces de introducir una inseguridad deliberada en la moneda metálica mientras
estabilizaba por edicto el valor del papel. El 20 de marzo descendían ya las acciones rápidamente
desde un máximo de 18.000 libras. Un edicto anunció que las acciones serían estabilizadas a 9.000
libras. El banco cambiaría a ese precio acciones por billetes de banco o billetes de banco por
acciones. Fueron abiertas otras dos oficinas. Las multitudes acudían a ellas con sus acciones.
Exigían por ellas billetes de banco.
Por este procedimiento se hizo el banco propietario de una inmensa cantidad de sus propias
acciones, en tanto que aumentaba enormemente la inundación de papel moneda. Esto dio a la
inflación otro empuje y los precios subieron a 179. La Rué Quíncampoix era

teatro del mayor desorden. El regateo frenético duraba hasta altas horas de la noche. Los ciudadanos
juiciosos de París murmuraban contra el escándalo. Muchos robos y actos de violencia aumentaron
la aprensión y la indignación. De pronto se introdujo en la escena uno de esos actos de violencia
que no tenían que ver con el asunto. El Conde Horn, joven noble flamenco, pariente lejano del
Duque de Orleans y de varias casas reales europeas, atrajo a un especulador a una posada por la
noche, le mató y se escapó con sus 150.000 libras. El crimen conmovió a París. Dio a Law una
excusa para cerrar la Rué Quincampoix y arrojar de ella a los jugadores. Se prohibió la especulación
en las calles. El Conde fué detenido, condenado y torturado en la Place de Gréve. Pero la
especulación siguió realizándose en las calles laterales, los callejones, los zaguanes y de noche.
Poco a poco fué reapareciendo en la Place Vendóme. Law pagó 1.400.000 libras por el Hotel de
Soissons y sus espaciosos jardines y permitió el agio en los numerosos pabellones de los jardines,
que fueron arrendados a los agiotistas por 500 libras al mes.
En mayo la situación era ya desesperada. El uso de monedas de oro estaba prohibido desde el
primero de ese mes y esa medida había de aplicarse a las monedas de plata desde el primero del
siguiente agosto. El descontento general aumentaba. Los precios habían subido, pero los salarios no
aumentaban, ni mucho menos, al mismo ritmo. Al acercarse junio los precios se hallaban a 190,
pero los salarios sólo a 125. Los negocios estaban desorganizados por la inseguridad de los valores
monetarios, la dificultad de conseguir moneda en metálico y la rapidez con que desaparecía la
afición al papel moneda. Lá agitación política crecía. Los parlamentos se hacían cada vez más
hostiles. Los enemigos de Law —D'Argenson y el poderoso Abate Duboís, corrompido y ambicioso
y que aspiraba al poder— consiguieron debilitar el prestigio de aquél con el Regente. En aquel
momento fatal consiguieron que se diese un edicto que significaba la condena a muerte del Sistema.

50
El edicto, publicado el 22 de mayo, anunciaba que el precio de las acciones bajaría a 8000 libras el
1 de julio y a razón de 500 libras por mes hasta diciembre, fecha en que sería estabilizado en 5000.
También se reduciría el valor de los billetes de banco de 10.000 a 8.000 libras, hasta llegar a las
5000 el 1 de diciembre. De ese modo quedaba rota la promesa de que los billetes de banco seguirían
estables. Toda la estructura de papel se hundió. La gente corría desesperada al banco para pedir
moneda en metálico. Los soldados cerraban el camino. El Parlamento pidió la revocación del
edicto.
Eso se hizo el 28 de mayo, pero ya era demasiado tarde. El daño estaba hecho.
Law acudió al palacio y pidió al Regente que le relevara de su puesto. Su renuncia fué aceptada. Y
el Regente envió dos compañías de guardias suizos para que le protegieran del furor de la multitud.
Su esposa y sus hijos se dirigieron a una propiedad cercana, del Duque de Borbón, en busca de
seguridad.
Pero aquella inmensa maraña de aventuras sin Law era como un cráneo sin cerebro. Volvieron a
llamarle antes de terminar el mes de mayo y le nombraron intendente y miembro delconsejo
privado. Los desórdenes provocados por la suspensión de los pagos en moneda metálica por el
banco eran tan grandes, que se dio una orden permitiendo el pago en metálico de billetes de diez
libras y de billetes de cien libras en días alternados a razón de uno por persona. Podían hacerse
efectivos solamente en. el banco. Quince mil personas se reunieron en los Jardines de Mazarino.
Sólo unos pocos poseedores de billetes eran admitidos en el banco a un tiempo. La multitud tuvo la
sensación de que se jugaba con ella. Irrumpió a través de las puertas. Los soldados hicieron fuego y
mataron a dos o tres personas. Esto produjo una explosión de rabia. Fueron paseados los cadáveres
para mostrar la crueldad del "asesino" de Inglaterra. En Londres los corredores apostaban a que
Law sería colgado antes de septiembre. El coche de Law fué destrozado.
Después de eso la batalla estaba perdida. Law trató de llevar a cabo con el Regente alguna especie
de reorganización. Se trazó un plan para retirar 600 millones de libras en billetes. Se emitieron
nuevas acciones de la compañía y de la ciudad de París pagaderas en letras de cambio. Era
simplemente cambiar acciones por dinero. Los billetes fueron destruidos en presencia de una
comisión de ciudadanos.
Luego se intentó otro plan. Se propuso emitir rentas vitalicias pagaderas en vales. El banco obtenía
así un largo plazo para cumplir su obligación de hacer honor a sus billetes. Todos los de un valor
superior a cíen libras en denominación podían ser utilizados solamente para adquirir esas rentas
vitalicias. Pero nada podía salvar al Sistema. Ya en septiembre los precios de los alimentos y los
vestidos se hallaban a 270, cuando habían estado a 120 el año anterior. Los salarios estaban nada
más que a 136. Los salarios reales —de acuerdo con su poder de adquisición— habían descendido a
67. Así, el obrero es siempre el que padece la inflación. La demanda de salarios mayores se hacía
turbulenta y colérica. El 10 de octubre se
prohibió mediante un edicto el uso de billetes de banco como moneda corriente. Las acciones de la
Compañía de las Indias, que se cotizaban a 18.000 libras diez meses antes, se vendían ahora por
2000 libras pagaderas en billetes del banco que se cotizaban a razón de diez centavos el dólar. El 1
de noviembre se suspendió la redención dé billetes de banco inclusive menores. El día 8 se prohibió
todo agio.
El 10 de diciembre, agotado por su lucha sin descanso para salvar su Sistema, y mientras la
muchedumbre pedía su cabeza, Law renunció. Se retiró a Guermande, una de sus propiedades, a
seis leguas de París. Algo más tarde fueron a verle dos mensajeros del Duque de Borbón que le
llevaban los pasaportes, que no había solicitado, para salir del país. Era una invitación real para que
partiera. El Duque le ofrecía ayuda financiera, pero Law rechazó el ofrecimiento. Había sacado 800
libras en oro de su caja en el banco. Dijo que con eso le bastaba. Pero aceptó el coche de Madame
de Prie, la favorita del Duque de Borbón. Este noble, que se había hecho fabulosamente rico gracias
a la aventura de Law, fué el único que se mostró dispuesto a ayudarle. Law salió de Francia el 21 de

51
diciembre, acompañado por cuatro caballerizos y seis guardias, y su coche incansable reanudó sus
correrías. Su esposa se le unió más tarde, después de permanecer un tiempo en París para poner en
orden los asuntos de la familia y pagar a los comerciantes y sirvientes.
El Sistema, que había empobrecido a millares de personas y repetido la ruina de Francia, se
convirtió en una gran bancarrota nacional. Duverney, un enemigo capaz pero implacable de Law,
fué encargado de la liquidación del desastre. El rey, que iba a quedar libre de la maldición de la
deuda, se hallaba ahora más endeudado que antes. Cuando Law emprendió su liberación la deuda
nacional era de 1.500.000.000 de libras. Ahora era, contando las rentas y las acciones garantizadas,
de más de tres mil millones. En vez de los 48 millones de libras anuales en rentas, el descabalado
gobierno tenía que cargar con 99 millones. En enero fueron creadas quince juntas con 800
empleados para examinar la ruina y liquidarla. Más de 511.000 personas presentaron reclamaciones
que alcanzaban a 2.222.000.000 de libras. Fueron reducidas a 1.676.000.000, Las acciones de la
Compañía de las Indias fueron reducidas de 125.000 —todas las que quedaban pendientes después
de ser cambiadas por rentas vitalicias— a 55.000, con un rédito de 150 libras cada una en vez de
360. La deuda nacional fué fijada finalmente en 199 millones de libras y había en el banco 336
millones de libras en me-
tálico para hacer frente a la multitud de reclamaciones que se le hacían. El negocio comercial de la
Compañía de las Indias fué separado del financiero, la Compañía fué reorganizada y siguió
operando y más tarde inclusive llegó a prosperar durante muchos años en competencia con las
compañías comerciales de Inglaterra y de Holanda.
En cuanto a Law, el gobierno confiscó todo lo que* había dejado en Francia, sus numerosas
propiedades, sus tesoros artísticos, su vajilla, su renta vitalicia de cien mil libras anuales por la que
había pagado cinco millones de libras y las 4900 acciones que le quedaban en la Compañía de las
Indias.
Cuando salió de Francia fué directamente a Bruselas. Allí fué recibido con aclamaciones, le
hicieron objeto de muchos agasajos y hasta se presentó en el teatro, donde le aplaudió una gran
concurrencia. Pero a los pocos días volvió a emprender sus viajes a Ve-necia, Bohemia, Alemania y
Dinamarca. Necesitaba urgentemente dinero. Él, que un año antes había visto pasar millones por sus
manos, escribió a la Condesa de Suffolk pidiéndole un préstamo de un millar de libras. Más tarde,
por lo menos según informa un biógrafo, el Duque de Orleans, Regente de Francia, le envió
anualmente su sueldo anterior, sobre cuyo monto varían los informes, que lo fijan entre las diez y
las veinte mil libras. Pero el Regente falleció en 1723, con lo que terminó esa ayuda.
Antes de eso, sin embargo —en 1722—, Law fué a Londres invitado al parecer por el primer
ministro. Viajó en un barco de guerra inglés como huésped de su comandante. Su presencia y los
agasajos de que fué objeto provocaron en el Parlamento de Londres un estallido de críticas contra el
primer ministro Walpole. Pero ese estadista replicó que el señor Law no era más que un ciudadano
británico que había vuelto a su patria para pedir el perdón de Su Majestad. Seguramente ningún
fugitivo de la justicia había regresado nunca de ese modo, como huésped de honor a bordo de un
barco de guerra de Su Majestad. Era cierto, sin embargo, que su antigua culpa —la muerte del
Hermoso Wilson— le había seguido los pasos. Al parecer había llegado antes a un acuerdo con los
parientes de Wilson. Ahora se presentó ante el tribunal de justicia acompañado por el Duque de
Argyle, Lord Islay y otros y fué absuelto oficialmente de culpa.
Permaneció en Inglaterra hasta 1725. Desde allí mantuvo correspondencia con el Duque de Borbón
después de la muerte del Regente, para pedir la devolución de su fortuna. Law no admitió
nunca que su sistema hubiera fracasado. Lo habían destruido los enemigos. Se atuvo tenazmente a
la esperanza, más aún, a la probabilidad de que el Regente le llamaría de regreso a Francia. Es
cierto que aquel caballero conservó siempre un sentimiento de amistad por su ex ministro. Pero la
muerte de Orleans en 1723 puso fin a esas esperanzas. Poco a poco fueron disminuyendo los
recursos pecuniarios de Law hasta el punto de que al final' de su vida no se hallaba muy lejos de la

52
pobreza. Falleció en Venecia el 21 de marzo de 1729.
Es difícil separar al Law jugador del Law reformador. Sus grandes reformas —-su prodigiosa
aventura al restaurar las fortunas de un imperio en bancarrota— tomaron gran parte de su energía y
su substancia del arte del jugador.
Como un partidario del New Deal, no se diferenciaba mucho en un respecto de, los apóstoles de la
escuela mercantilista —los Col-bert, Roosevelt, Daladier, Hitler y Mussolini, e inclusive Pericles—
que trataron de crear rentas y trabajo medíante obras públicas fomentadas por el Estado y que se
esforzaron por impedir que el oro saliera de las fronteras de sus países respectivos. Introdujo, sin
embargo, algo nuevo que los Hitler, los Mussolini, los Roosevelt, los Daladier y los Chamberlain
han imitado: la creación de fondos para esos propósitos mediante los recursos de la banca moderna.
Law es el precursor de los redentores ínflacionistas. Como la de todos los salvadores ínflacionistas,
su carrera fué corta. La de los otros no ha durado o no durará mucho.
Pero él utilizó una nueva técnica para conseguir dinero. No inventó, pero percibió las posibilidades
de dos procedimientos que han constituido al mismo tiempo la bendición y la maldición del mundo.
El arte de acumular una gran riqueza ha consistido en quedarse con una parte del fruto del trabajo
de gran número de personas. Los monarcas se han quedado con esa parte por medio de impuestos;
los políticos, interceptando la afluencia de los impuestos hacia y desde el Estado; el propietario de
esclavos mediante la fuerza bruta, el propietario de tierras poseyendo esas tierras que constituyen la
fuente de una riqueza extraída de ellas por muchos trabajadores; el comerciante reuniendo en sus
manos la producción de muchos pequeños productores, encontrándola un mercado y obteniendo un
beneficio en cada venta; el prestamista, porque sus préstamos le permiten participar en los
beneficios de numerosos agricultores, comerciantes y productores. La riqueza era extraída de los
ingresos corrientes de numerosas personas. Pero Law, por medio
de la especulación con valores colectivos, encontró la manera de sacar a muchas personas una parte
o todos sus ahorros.
Explotó el anhelo de los hombres por hacerse ricos beneficiándose, no con la producción de
mercaderías o la creación de servicios, sino jugando con los cambios en los precios de certificados
de inversión. Se dio cuenta también de la utilidad que tenía el banco como un instrumento para
crear una inmensa reserva de ahorros, así como un instrumento para fabricar realmente dinero: el
crédito bancario.
Pasaría mucho tiempo antes de que el hombre adquisitivo comprendiese todas las posibilidades de
esos instrumentos. Y en realidad no las ha comprendido hasta nuestra época. Pero ya ,se ha hecho, y
esta civilización no encontrará el modo de llegar a la paz y la gracia hasta que encuentre el modo de
arrebatar esos instrumentos de las manos de los enemigos adquisitivos de la sociedad. Es curioso
que doscientos años después de que John Law, el jugador filósofo, conmoviera a la sociedad, uno
pueda percibir por todas partes los frutos buenos y malos de su breve aventura impregnando a todo
nuestro edificio económico. Se podría decir de él lo que de Cristóbal Wren: si quieres ver su
monumento contémplate a ti mismo.

53
CAPITULO 3

LOS ROTHSCHILD
LOS BANQUEROS IMPERIALISTAS

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EN los Rothschild nos encontramos con una energía elemental que puede ser descrita nada menos
que como un apetito organizado. Los fundadores de su fortuna fueron impulsados tan sólo por una
furia adquisitiva.
Eran cinco hermanos —Anselmo, Salomón, Natán, Carlos y Jaime, por orden de edad—, todos
ellos consagrados con completa sinceridad de propósitos a la caza de dinero. Sólo uno de ellos
poseía una inteligencia de primera clase: Natán, a cuya imaginación voraz debió la casa su
ascensión deslumbrante. La Casa de Rothschild llegó a ser en Europa, después de las guerras
napoleónicas, un pulpo de cinco cabezas, una casa de banca internacional con oficinas en cinco
países. Natán dirigía la de Londres, Jaime la de París, Salomón la de Víena, Anselmo la de
Francfort y Carlos la de Italia, citándolas por orden de importancia. La oficina central se hallaba en
Francfort y Anselmo era su jefe titular. Pero su verdadero jefe fué siempre Natán, y durante su vida
fué Londres la verdadera capital del imperio de los Rothschild.
Eran toscos, incultos, vulgares. Friedrich von Gentz, el principal de los aduladores a sueldo, que
vendió su brillante pluma para dorar los orígenes humildes de esa familia, dijo en privado que "eran
judíos vulgares e ignorantes" que desempeñaban su oficio "de acuerdo con los principios del
naturalismo, sin sospechar que hubiera un orden superior de cosas".
Hay "judíos vulgares e ignorantes" como hay alemanes, italia-
nos y norteamericanos vulgares e ignorantes. Los Rothschild eran toscos, incultos y temerarios.
Natán dijo de sus hijos que "deseaba que diesen la inteligencia, el alma, el corazón y el cuerpo a los
negocios". Pero no se interesaban por los negocios, sino por el dinero. No querían el dinero para
disfrutar del poder, sino el poder para hacer _dinero. La diagnosis de Veblen acerca del instinto
adquisitivo, como el deseo vehemente de poseer lo que poseen otros, de igualar las propiedades de
los demás y de procurarse y exhibir las pruebas de esas propiedades, no se aplicaba a los Rothschild
más de lo que podía aplicarse a Hetty Green o a Russell Sage. El rico Jaime, huyendo de la pobreza
de la Judengasse de Francfort en el París de Napoleón, fijó su residencia en un modesto
departamento hasta que se convenció de que podía hacer mejores negocios en el magnífico palacio
de Fouché. Llegó un tiempo en que los hermanos se dieron cuenta de que los palacios llenos de
obras de arte eran mejores instrumentos para hacer dinero. Pero buscaron el esplendor para hacer
más dinero, y no el dinero para adquirir esplendor.

Aparecieron en escena cuando una revolución mayor que la Revolución Francesa estaba
modificando el rumbo del mundo: la revolución industrial que daría origen a grandes fortunas. Pero
de ninguna manera les afectó tanto como afectó la Revolución Francesa a un genio industrial como
Robert Owen. No fundaron industrias, no produjeron nada, no crearon nada, no inventaron nada. La
creencia popular, fomentada por algunos de sus apologistas a sueldo, de que fueron los fundadores
del sistema bancario moderno, inventaron los métodos modernos del intercambio exterior, fueron
los primeros banqueros internacionales y los primeros que perfeccionaron la técnica moderna de
distribución de acciones y de que tienen derecho a la gloria dudosa de haber sido los primeros en
perfeccionar los métodos de manipulación de valores, carece por completo de fundamento.
Hubo banqueros internacionales dos siglos antes de su época: los Fugger, los Médici, los
Frescobaldí y los Bardi. Había banqueros grandes y poderosos en su propia época y tuvieron que
competir con ellos: los Baring en Inglaterra y el brillante Ouvrard, financiero de Napoleón, en
Francia; y hasta en su nativa Francfort figuraban Gontard y Bethmann, antepasado del futuro
canciller von Bethmann-Hollweg, que llevó a la Alemania del Kaiser Guillermo a la primera Guerra
Mundial.
Su gran éxito se debió a la inmensa preocupación por hacer
dinero, y al genio adquisitivo de uno de los hermanos. Ese éxito fué ciertamente casi fabuloso.
Cuando las muchedumbres francesas se lanzaron a las calles de París para destruir la Bastilla y

55
preparar a Luis XVI para el verdugo, los Rothschíld se hallaban aislados en el Ghetto de Francfort,
igualando en servilismo a cualquiera de sus vecinos al salirse de la vereda para dejar paso a un
ciudadano cristiano. Cuando el Borbón Luis XVIII regresó a París después de la revolución, y una
vez apagada la erupción napoleónica, subió al trono con un millón de francos proporcionados por
los hermanos Rothschíld. Para entonces eran ya éstos los hombres más ricos de Europa.
II
Sobre los orígenes de la fortuna de los Rothschíld se ciernen ciertos vapores obscurecedores,
vapores pestilenciales en parte, acumulados por el archimentiroso de la historia, el adulador a
sueldo.
¡ Cuántas falsedades debe la historia a los biógrafos y apologistas a sueldo de los monarcas, los
estadistas y los reyes del dinero! ¡Cuan responsables han sido los ricos Mecenas de todas las
épocas, "protectores del arte y de las letras", de las crónicas mendaces de su tiempo que han
brotado, para adularlos, de las plumas de poetas, ensayistas, historiadores y hasta filósofos
agradecidos!
Aunque los Rothschíld crecían en riqueza y poder, y los estadistas, los nobles y hasta los reyes
buscaban ansiosamente sus libras y florines, nunca se pudieron liberar del velo espeso de la raza y
la cultura que les separaba de sus nobles clientes. El rico banquero Bethmann, de Francfort, podía
negociar familiarmente con Salomón en su oficina o en la Boerse, pero a la mesa de Bethmann no
se sentaba aquél. Los hermanos podían llevar sus cintas y sus títulos y presentarse en las salas de
recibo de los ministros de finanzas sin dinero cuyos gobiernos necesitaban desesperadamente
fondos, pero eran despreciados por los señores altivos y las damas, que se mantenían alejados de los
"judíos advenedizos" que hablaban todavía con el acento rudo de la Judengasse, el yiddish cargado
de consonantes.
Había, por lo tanto, algo por lo que se distinguían más: la coestión de su origen. Este origen les
perseguía constantemente. En los salones de los grandes no podían liberarse los hermanos del olor
de la vieja y sucia tienda del ghetto. En consecuencia, deseaban ótyu sentado para siempre que no
eran advenedizos, que eran de
tan buena cuna como algunos de los que se cerraban las narices al verlos; que eran descendientes de
un hombre rico que gozaba de gran predicamento en los círculos cortesanos de Hesse-Cassel, el
consejero financiero de una casa gobernante, un banquero a quien los príncipes más ricos de Europa
habían confiado toda su fortuna al ser expulsados de sus capitales.
Con ese fin emplearon a un caballero no desconocido de la fama, llamado Friedrich von Gentz. Éste
era secretario de Metternich, canciller de Austria. Inició su vida política como un defensor
apasionado de los principios de la Revolución Francesa y terminó como ayudante de los estadistas
más reaccionarios de Europa. Fué autor de muchos ensayos y de varios libros, uno de los cuales
constituía una brillante disertación Sobre la situación de Europa antes y después de la Revolución
Francesa, que fué traducida al inglés en aquella época por John Charles Herríes, jefe superior de
Administración Militar en el Gabinete de Liverpool, otro amigo íntimo de los Rothschíld de quien
hablaremos pronto.
Gentz era un hombre de grandes dotes intelectuales y maneras encantadoras que escribía en una
prosa alemana excelente. Constituía el tipo perfecto del hombre de letras rapaz de Tawney, que
ansia las dulzuras de la vida, y no sabiendo cómo hacer dinero por sí mismo, se pega a algún
protector rico de cuyos recursos puede aprovecharse. No hacía en modo alguno diferencias entre sus
protectores. Era una especie de prostituta literaria. Tomaba dinero de todo aquel que necesitaba un
párrafo de apoyo o un poco de influencia en el ministerio de Relaciones Exteriores. Era un escritor
enteramente corrompido que anotaba en su diario con profunda satisfacción los sobornos que había
recibido, siendo el nombre de los Rothschíld uno de los que aparecían en él con más frecuencia.
Salomón Rothschíld conoció a Gentz en Francfort antes de la conferencia de Aix-la-Chapelle. Los
Rothschíld buscaban ayuda para salvar a los judíos de Francfort de la cancelación de los privilegios

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que habían conseguido bajo el régimen de Napoleón. Cuando Metternich llegó a Francfort, Gentz le
presentó a Salomón. Este le entregó 800 ducados. Desde entonces, durante un número de años, los
ducados de los Rothschíld afluyeron al bolsillo sin fondo de Gentz, mientras la influencia y los
informes confidenciales de éste afluían a la banca de Rothschíld, y las frases de elogio del escritor
fomentaban la fama de los hermanos banqueros.
En 1826 pagaron los Rothschíld a Gentz unos honorarios principescos por incluir en la popular
Enciclopedia, de Conversación de
Brockhaus la historia de la descendencia de los cinco hermanos del gran banquero de Francfort.
Salomón bosquejó lo que deseaba que se dijera, y Gentz lo escribió en un folleto e hizo de éste la
base del artículo de Brockhaus. Ese artículo relataba la historia de la huida del rico elector de Hesse
ante el avance de los ejércitos de Napoleón, después de confiar toda su gran fortuna a Meyer
Anselmo Rothschild. Este manejó tan bien esa fortuna en ausencia del Elector, que para ello
sacrificó la suya propia. Cuando regresó el Elector, el viejo Meyer Anselmo pudo devolver su
fortuna intacta con los réditos. Y el Elector se mostró tan agradecido que insistió en que Meyer
siguiese utilizando los fondos durante varios años más sin rédito alguno.
Esta ridicula ficción tiene su prototipo en una fantasía burlesca moderna: la historia del judío que
recorre Broadway arrojando billetes de cinco dólares mientras un escocés los recoje y se los
devuelve. Pues el propio Elector era el bribón más tacaño, avaro y suspicaz de Europa. Todo el
cuento es una invención fabricada por los Rothschild —junto con otras ficciones biográficas— para
advertir a la historia que corría buena sangre por sus venas. En el viejo Ghetto de Francfort había
muchas personas de sangre excelente que supieron sufrir con dignidad su martirio y terminaron
consagrándose a la contemplación de las cosas del espíritu. Pero los hermanos Rothschild ao
figuraban entre ellas.
III
Meyer Anselmo Rothschild, el padre de esos cinco hijos diná-jhscos. nació en el Ghetto de
Francfort en 1743. Su padre era un psonrác comerciante que quizá trabajó algo como cambista. La
its-ráu. cayo apellido original era Bauer, vivía en un pequeño edificio éd Gbetto que tenía como
marca distintiva un" escudo rojo. ^^^■K derivó el apellido que adoptaron más tarde.
Merer fué enviado a un colegio talmúdico de las cercanías de ' ■ -«mberg para que se hiciera
rabino. Pero su padre falleció cuando d «alo tenia doce años y se vio obligado a buscar trabajo. Pasó
cebo años en el banco de los Oppenheim, en Hanover. Sus dos her-■ww se dedicaban a los
negocios en un local muy reducido que •Mentaba como muestra una cacerola. Había descendido al
nivel de mm simple tenducho que negociaba con los artículos de segunda mano de! Gbetto. Meyer
regresó de Hanover para ayudar a sus hermanos
en aquel comercio. Había aprendido con los Oppenheim el negocio de coleccionista de monedas.
Agregó este renglón al de la venta de mercaderías de segunda mano. Los hermanos prosperaron
hasta cierto punto, y la colección de monedas no formaba más que una parte pequeña de su negocio.
Los tres hermanos hacían alrededor de dos mil florines al año.
Sin embargo, la colección de monedas raras puso a Meyer en relación con algunas de las familias
nobles de Francfort que podían permitirse ese capricho, entre ellas las de los funcionarios del Lan-
grave de Hesse-Cassel. Vendió monedas raras al Langrave, aunque nunca llegó a conocerle
personalmente. Ello aumentó, no obstante, el prestigio del tenducho, sobre todo cuando el Langrave
le confirió el título de Agente de la Corona. El título significaba poco, pues correspondía
aproximadamente al del comerciante inglés que puede utilizar el término "por designación de Su
Majestad".
Meyer se casó con la hija de un tendero próspero, Guetele Schnapper, destinada a verse envuelta en
una vaga aureola de simpatía por los biógrafos de sus famosos hijos. Le dio doce hijos, cinco de los
cuales fueron los famosos ya citados. Con el tiempo, uno de los hermanos de Meyer falleció y el
otro se estableció por su cuenta, dejando a Meyer como único propietario de la tienda Zut

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Hintetpfan. Y en ella permaneció hasta 1785, fecha en que tenía ya cuarenta y tres años, como un
pequeño tendero que vendía principalmente té, café, azúcar y especias, cambiaba dinero y
aumentaba su negocio como coleccionista de monedas, progresando poco a poco.
En 1785 se trasladó a una nueva casa que había comprado. Tenía como emblema un escudo verde.
Así, la familia del Escudo Rojo se encontró viviendo bajo la muestra del Escudo Verde. Es un
edificio estrecho —pues todavía existe— de cuatro pisos. Los Rothschild ocupaban la mitad del
edificio y un comerciante de artículos de segunda mano la otra mitad. La tienda de Meyer se hallaba
en el primer piso. La familia vivía en varias habitaciones de los pisos altos, en el mayor
apiñamiento. Y allí, en aquel pequeño y abarrotado hogar de la Judengasse, con un comerciante de
artículos de segunda mano por vecino, vivió el mayor de los hermanos Rothschild hasta su muerte
en 1812.
Meyer trató encarecidamente de obtener una pequeña parte del negocio bancario del rico Langrave
de Hesse, que le había concedido el título vacío de Agente de la Corona. Había trabado
conocimiento
con Buderus, el agente financiero confidencial del Langrave. Pero ni aun eso le proporcionó más
que algunas ventas de monedas.
Hasta 1795 no comenzó a obtener grandes beneficios. En 1790 sus ganancias, según Berghoeffer,
oscilaban entre los 2000 y los 3000 florines anuales. Para entonces tenía ya a tres hijos en el
negocio. No era un beneficio anual demasiado grande para dividirlo entre cuatro. Pero en 1795, la
conquista de Holanda por Napoleón había producido el colapso de la Bolsa de Amsterdam y
desviado a Francfort gran parte de ese negocio. Se había desarrollado un comercio de guerra tan
pronto como la Europa conservadora lanzó su ataque contra Napoleón en 1792. En 1795 se
convirtió Francfort en el centro de ese comercio. Los tres hijos enérgicos y agresivos de Meyer —
Anselmo, Salomón y Natán, el último de los cuales tenía entonces dieciocho años de edad— eran
socios y habían asumido la dirección del negocio.
Pero aun entonces ese negocio era todavía pequeño: la venta de paño, azúcar, té, añil y textiles.
Empleaba solamente a los hijos de Meyer, a las hijas en la tienda y a una nuera. Francfort comenzó
a brillar con los beneficios del auge originado por la guerra. Estaba llena de ciudadanos ricos. Pocos
años después un cálculo demostró que había en esa ciudad ochocientos ciudadanos con un capital
saneado de más de 50.000 florines cada uno. Pero los Rothschild ^compartían todavía con la tienda
de artículos de segunda mano el Ppequeño edificio que tenía como muestra un escudo verde. En
1810, | dos años antes de su muerte, a la edad de sesenta y siete años, luego de que sus hijos habían
progresado mucho en el arte de amasar •beneficios de guerra, Meyer rehizo la sociedad, y en los
artículos ^^Hel capital de la firma en sólo 800.000 florines. Dos años después .ció, conservando
todavía su tenducho, tras varios años de ri-, :a pobre. El desarrollo del negocio desde 1795 se debió
a sus bajos y no al propio Meyer Anselmo.
IV
Antes de seguir adelante tenemos que detenernos para conocer a Guillermo, Langrave —y luego
Elector— de Hesse-Cassel, con cuya fortuna comenzó a elevarse la Casa de Rothschild. En un libro
dedicado a los hacedores de dinero, bien merece un capítulo este singular y Tiejo príncipe.
Hesse-Cassel era un pequeño principado de la Alemania central, exactamente al Norte de Hanau,
cuya ciudad principal era Francfort. La casa gobernante se había creado para sí misma uno de los
instrumentos más impúdicos para hacer dinero. Durante un centenar de años hicieron los langraves
un negocio de la formación y el adiestramiento de ejércitos que luego alquilaban a otros
gobernantes para que hicieran la guerra. La mayor leva llevada a cabo por esos reclutadores de
soldados estuvo a cargo del Langrave Federico II, quien alquiló 22.000 soldados hessianos a Jorge
III por 3.191.000 libras. Fueron los célebres hessianos que conquistaron una triste inmortalidad en
la guerra revolucionaria de los Estados Unidos. Guillermo IX era hijo de ese Federico. Poseía un
pequeño principado subsidiario antes de la muerte de su padre y, como verdadero vastago de su

58
padre, contaba con su pequeño ejército, que alquiló también a Inglaterra por uno o dos millones.
Este Guillermo, sin embargo, poseía un talento especial para las finanzas y un instinto adquisitivo
que llegaba a constituir una enfermedad. Invertía mucho dinero en toda Europa, particularmente en
Inglaterra, y lo prestaba a los comerciantes, los financieros y los príncipes colegas suyos. Por lo
tanto, en 1785, cuando murió su padre y unió su fortuna a las acumulaciones hereditarias de su casa,
era quizá el hombre más rico de Europa.
Mientras los asuntos del Continente se hundían en el desorden que siguió a la Revolución Francesa,
Guillermo mantuvo una gran parte de su fortuna en Inglaterra. Invirtió mucho dinero en títulos de la
deuda consolidada, pero hizo numerosos préstamos a estadistas, príncipes y banqueros. Al Príncipe
de Gales le prestó 200.000 libras esterlinas, y el Duque de York y Clarence le debían también
grandes sumas. Hizo fuertes adelantos al emperador de Austria, el rey de Prusia y la mayoría de los
potentados menores del Sacro Imperio Romano. Y aunque sus colegas gobernantes le despreciaban
por su tráfico con sus soldados, no por ello dejaban de cultivar su amistad, pues nunca sabían si
algún día necesitarían acudir al tesoro de su regio Shylock. Pero Guillermo no descuidaba el
negocio de los pequeños préstamos. Pasaba su vida regateando pagarés, facturas y tipos de interés,
y buscando los medios para exprimir hasta la última gota los beneficios de los banqueros, los
comerciantes y los pequeños señores de sus dominios.
Era un hombre que tenía dos pasiones. Una de ellas eran los florines y la otra las mujeres. Pero al
parecer no era un libertino
promiscuo. Tomó una querida tras otra, pero se apegaba a cada una de ellas con extraordinaria
fidelidad mientras duraba la aventura. Se casó con Guillermina, hija de Federico V, rey de
Dinamarca. Ella no le aportó más que un alma insensible y un cuerpo frígido. Por lo que él
consagró su amor a la esposa de uno de sus caballerizos, a quien, a su vez, se la cedió más tarde.
Luego tomó como querida a la hija de un plebeyo, de la que tuvo cuatro hijos antes de que su
fidelidad se enfriase y la devolviese a los suyos. Su siguiente aventura fué con Rosa Guillermina
Dorotea Ritter, mujer culta, de buena cuna, asertiva, que le dio ocho hijos y le obligó a darle a ella
una propiedad y un título —Frau von Lindenthal— antes de caer en desgracia a causa de un
coqueteo con un subalterno. Amó a continuación a Juliana Albertina von Schlotheim, que añadió
nueve hijos a su colección de bastardos. Ella indujo al emperador t que la hiciera condesa y la
instaló en un palacio. Así, pues, tenía veinticuatro hijos, aunque historiadores menos fidedignos le
atribuyen casi el doble.
Guillermo atendía a la subsistencia de todos ellos. El manteni-ito de una prole tan numerosa
representaba una gran carga, por lo qoe el príncipe codicioso que reclutaba un ejército y arrendaba a
sus soldados como si fueran presidiarios, arrojaba esa carga de su r bastarda sobre los hombros de
sus subditos mediante un im-tsto especial sobre la sal. Algunos de sus hijos hicieron el servicio bear
a las órdenes de diversos reyes. El más famoso, o infame, Haynau —hijo de Frau von Lindenthal—
quien nocido con el apodo de "la hiena de Brescia". i de este principe afluía una corriente continua
de reme-Inglaterra, Austria, Prusia y todos los Estados * **tJ*"n en forma de letras de cambio.
Meyer i dranff años al Langrave que le concediese algunas de esas letras de cambio. Y departe de
ese negocio. Pero cuando Meyer trató ■ el negocio bancarío del Langrave fué 1798. cuando Meyer
tenía ya cincuen-f <jiTWth>o hizo un préstamo de un millón de Anstria. los Rothschild no pudieron
«k los Rothsrhild había crecido. Pero ello a tm bijas enérgicos e ingeniosos. Estos provechosos con
el Langrave.
Obtuvieron de él el manejo de un préstamo de 160.000 táleros en 1801 y otro de 200.000 en 1802.
Al año siguiente rompieron el hielo con una operación bancaria oficial. Se encargaron de un
empréstito del Langrave al rey de Dinamarca, su pariente. Guillermo deseaba permanecer en el
anonimato porque había estado mostrando una mala opinión de su familia. Buderus logró que la
transacción se hiciera por medio de los Rothschild. En adelante la casa siguió prestando cada vez
más servicios al príncipe.

59
Ello se realizó mediante el sencillo expediente de dar una participación en el negocio a Herr Cari
Frederick Buderus, el agente financiero confidencial del Langrave. Dicho de otro modo, los
Rothschild compraron a Buderus. Y esto se convirtió en la práctica corriente para los jóvenes.
Utilizaban el dinero para comprar lo que querían, inclusive a los estadistas y sus agentes, como más
tarde compraron a Gentz y como compraban el azúcar, el añil y otras mercaderías. A consecuencia
de ese arreglo inmoral, Buderus se hizo rico y murió millonario.
Los hermanos eran ahora banqueros y, de una manera creciente, gracias a las intercesiones de
Buderus, banqueros de un príncipe que, si bien no era un hombre importante, era por lo menos rico
y prestaba dinero en vez de tomarlo a préstamo. Pero los Rothschild no pasaban aún de ser una casa
de tercer orden.
Napoleón creó en 1806 la Confederación del Rin, agregando Hesse-Cassel al reino de Wesfaiia, que
dio a su hermano Jerónimo. Sus ejércitos a las órdenes del general Lagrange, ocuparon la capital de
Guillermo y el Langrave, aterrado, elevado ahora a la dignidad de Elector, huyó para salvar su vida.
Ocultó 120 arcas llenas de papeles, títulos y valores en sus diversos castillos, y dejó a Buderus
como apoderado suyo. Depositó en la residencia del embajador de Austria, en custodia, varias arcas
que contenían títulos, letras de cambio, moneda contante y joyas.
Tal es el episodio del que Friedrich von Gentz hizo la base del cuento de que el Elector había
dejado toda su fortuna a cargo del viejo Rothschild. La verdad es que dejó en custodia a los
Rothschild exactamente dos arcas que contenían papeles sin importancia. Los franceses iniciaron
inmediatamente la búsqueda de los bienes pertenecientes a Guillermo. Encontraron las arcas
escondidas en los castillos. Pero Lagrange, el jefe del ejército francés, informó que los haberes
encontrados tenían un valor de cuatro millones, en vez de los dieciséis que tenían en realidad. Y
puso los haberes de que no
había informado en manos de Buderus. Por ello recibió una recompensa de 1.060.000 francos. El
hogar de los Rothschild fué allanado. Pero los hermanos habían sido prevenidos por Dalberg, el jefe
de la Confederación del Rín estacionado en Francfort e instrumento de Napoleón. Los Rothschild le
habían comprado también mediante un préstamo, y le siguieron comprando gracias a una serie de
préstamos. La investigación realizada en la casa reveló muy poco y terminó antes de ser completada
mediante el soborno de Savagner, el jefe de policía francés, y un modesto préstamo de 300 táleros
al oficial que tenía a su cargo inmediato la dirección de la investigación. Lo primero que
averiguaban los Rothschild con respecto a un ministro o a su agente, era el precio que había que
pagar por él. Y descubrieron que su dinero podía comprar casi todo lo que querían.
V
Ahora tenemos que ver cómo amasaban los Rothschild su fortuna. Hasta 1806 sus riquezas fueron
como una victoria en el ajedrez: una acumulación de pequeñas ventajas. Esas riquezas se iban a
hinchar rápidamente en adelante hasta convertirse en un tumor inmenso. Los hermanos de Francfort
realizaron sus reducidas acumula-es hasta 1795 mediante préstamos de dinero en pequeña escala, -
anejo de letras de cambio y, sobre todo, el comercio en textiles, té, azúcar y quizá añil. Inglaterra
era el gran mercado para cas cosas. Salvo los textiles, le llegaban desde sus colonias. La revo-Jtióo
industrial se hallaba en marcha en lo referente a los tejidos, glaterra se había convertido en la
primera productora de tejidos "áe algodón y lana del mundo. Pero con la aparición del comercio'
■dadonado con la guerra comenzaron a tomar vuelo los beneficios de los Rothschild. Natán, que
entonces tenía veintidós años, fué esvudo a Mánchester como una especie de comprador de paños.
Fué •a golpe de suerte, pues era el genio de la familia e Inglaterra iba a ser el centro financiero del
mundo.
El ciudadano de Francfort, joven, bajo y obeso, de aspecto casi cónico, que hablaba un inglés muy
deficiente que se caracterizaba por la extraña pronunciación yiddish de su ghetto alemán, era una
llamarada de energía para los negocios. Se jactaba de que había mul-trphcado rápidamente su
capital de 20.000 libras eji 60.000, pero era el más mendaz de los testigos cuando alardeaba de sus

60
hazañas
como hombre capaz de hacer dinero. No obstante, prosperó de una manera pasmosa. En 1804 fué a
Londres para ampliar sus operaciones.
Había habido una pausa en la lucha de Europa tras los Tratados de Luneville en 1801 y de Amiens
en 1802. Pero en 1803 reanudó Inglaterra la guerra naval contra Francia y ya en 1806 todo el
Continente se hallaba en llamas a consecuencia del nuevo ataque contra Napoleón llevado a cabo
por Rusia, Prusia y Austria unidas. Y una vez más, esta, vez en mayor escala, los explotadores de la
guerra procedieron a multiplicar sus ganancias.
Ahora vemos a Natán dirigiendo a sus hermanos en cuatro rápidos episodios que iban a hacer de
ellos cinco de los hombres más ricos de Europa. Todavía en 1810 eran desconocidos como
capitalistas para el Londres oficial. En 1815 eran ya los banqueros del gobierno británico y la fuerza
particular más poderosa de Europa.
Esos cuatro episodios fueron: el comercio de contrabando para burlar el bloqueo comercial
dispuesto por Napoleón contra Inglaterra, el tráfico con los pagarés y las letras de cambio de
Wellington en la guerra de la Península española, la comisión por el gobierno británico para
proporcionar fondos al ejército de Wellington en Portugal y España y, finalmente, la difícil tarea de
transportar los subsidios británicos a sus aliados en el Continente.
VI
El primer episodio fué una aventura de contrabando en gran escala. Napoleón decidió en 1806
destruir el comercio inglés, asestar un golpe al despreciado tendero cuyo comercio floreciente nutría
los ejércitos de Inglaterra. Proclamó su famoso bloqueo comercial. Inglaterra replicó con el
embargo y el bloqueo de todos los puertos franceses. Como todo el Continente necesitaba
desesperadamente las mercaderías británicas, lo que había sido un comercio bélico provechoso se
convirtió en una industria del contrabando aún más provechosa. Los Rothschild habían obtenido
grandes beneficios con ese comercio bélico. Ahora, bajo la dirección de Natán, se dedicaron a la
aventura del contrabando con todos sus recursos.
La suerte les favoreció. Con Natán en Inglaterra y sus hermanos en el Continente, la casa se hallaba
bien preparada para la tarea. Además, Napoleón iba a saber muy pronto que la mano con la que
trataba de estrangular a Inglaterra estaba matando de hambre a Francia; que los odiados tenderos de
la pérfida Albión tenían en sus estanterías mercaderías que los franceses necesitaban con angustia.
También Inglaterra, que al parecer cerraba los puertos de Francia, descubrió que necesitaba
mercados en ese país y en toda Europa para crear allí los créditos esenciales si había de
proporcionar fondos a sus aliados. Y así, una necesidad se relacionaba con Ta otra. Napoleón,
aunque en público amenazaba con destruir el comercio de Inglaterra, se las arregló para abrir en
Francia una puerta trasera por la que pudieran pasar de contrabando los abastecimientos que tanto
necesitaba ese país.
Contemplamos el espectáculo de dos gobiernos que hacen la vista gorda- con respecto a sus propios
decretos y a los contrabandistas que pasaban, entre los funcionarios cómplices, las mercaderías que
necesitaba Francia. Por un decreto publicado en el verano de 1810, el emperador legalizó y
reglamentó en realidad el comercio fuera de la ley. Los capitanes contrabandistas introducían
clandestinamente su contrabando en Francia por Gravelines, a la vista y bajo la protección y la
ronda de la policía de un puerto cerrado oficialmente al tráfico. Los Rothschild se encargaban de la
mayor parte de ese contrabando.
Pero Natán necesitaba más capital. Veía con disgusto los grandes beneficios que obtenían otros. Se
acordó del Elector de Hesse, desterrado en Prusia. Su hermano Anselmo seguía disfrutando de los
favores del Elector, gracias a Buderus. La casa Rothschild de Francfort manejaba la mayor parte de
los empréstitos y las colecciones de Guillermo. Y Natán manejaba en Londres la transmisión de los
réditos de unas 640.000 libras invertidas por el Elector en títulos de la deuda consolidada. Los
negocios y las inversiones continentales se hallaban sujetos a grandes peligros. ¿Por qué no había

61
de poder invertir Guillermo las inmensas sumas en interés y en capital que percibía en títulos de la
deuda consolidada inglesa? ¿Y por qué no había de hacerlo por medio de Natán? Éste apremió a
Buderus para que le ayudara con su influencia. Pero el Elector pareció haber sospechado de Natán
por algún motivo. No obstante, tras muchos apremios, Buderus convenció a Guillermo para que
siguiera el consejo de Natán. En adelante fué puesta en manos de éste una cantidad inmensa de
dinero para que la invirtiera en títulos de la deuda inglesa.
No se sabe con certeza qué cantidad se le confió. Rothschild se jactaba de que alcanzó a 600.000
libras. Era probablemente algo menor, alrededor de 550.000 libras. Pero no le fué enviada toda en
una sola remesa. Se le entregó en un período de varios años, en tres plazos. La autorización tuvo
lugar en febrero de 1809. Pero Natán no compró con ese dinero títulos de la deuda consolidada. Lo
utilizó en cambio para sus propios fines, se Ib apropió para sus usos particulares, sintiéndose
seguro, por supuesto, de que podría devolverlo cuando se lo pidiesen, Y aquí vemos al agente-
banquero del avaro Elector utilizando para sus propios fines los fondos que le había confiado su
señor, por consejo del agente financiero confidencial de ese señor, quien estaba a sueldo del
banquero. Y el mismo mes en que se hizo eso la participación de Buderus en la casa de Rothschild
fué legalizada.
Como Rothschild no compraba títulos de la deuda le era imposible remitir al Elector los recibos de
su depósito en el Banco de Inglaterra. Guillermo comenzó a inquietarse. Pidió los recibos.
Aguijoneó a Buderus. Durante más de dos años tranquilizó Buderus sus temores con una u otra
explicación. Pero al final Guillermo perdió la paciencia y la confianza. Exigió que se le entregase
inmediatamente las pruebas de que sus fondos habían sido utilizados como se había ordenado y dio
órdenes para que no se remitiese nuevas sumas a Natán.
Éste realizaba una empresa audaz. El hecho de que persistiese durante cerca de tres años en hacer
frente a las continuas demandas del Elector, es una prueba de sus cálculos audaces. El embargo le
proporcionaba una especie de excusa para sus demoras. Y como los títulos de la deuda perdían
valor, sabía que en cualquier momento podría comprar todos los necesarios para satisfacer a su
noble patrón. Pero la posesión de esos grandes fondos era de primera importancia para él en el
negocio enormemente provechoso del contrabando y del tráfico de billetes durante el período del
embargo. Los beneficios obtenidos entonces fueron probablemente la fuente principal de la fortuna
de los Rothschild.
VII
El siguiente episodio tuvo que ver con los Rothschild y las dificultades del Duque de Wellington en
la Península Ibérica. Los historiadores han conseguido envolverlo en una espesa capa de niebla.
Uno disminuye su importancia. Otro acepta la versión del propio Natán de que se trató de una
aventura patriótica para ayudar a Lord Wellington en Portugal y España. Un tercero describe ese
episodio como la empresa audaz de un banquero filibustero con la que hizo muchos millones y
sentó así la base de toda su fortuna. Y ninguno de ellos pone en claro el procedimiento mediante el
cual se realizó la empresa. He aquí los hechos en la medida en que son conocidos:
En 1808 Napoleón colocó por la fuerza a su hermano José en el trono de España. Madrid se sublevó
e improvisó un gran ejército. Inglaterra vio en ello la oportunidad para expulsar al usurpador de la
Península y envió un ejército a Portugal.' Wellington era uno de sus generales, pero en 1808 fué
designado general en jefe.
El gran problema consistía en enviar provisiones a Wellington. Oporto y Lisboa se hallaban a 600 y
800 millas, respectivamente, del puerto inglés más cercano, y el mar estaba infestado de barcos y
corsarios enemigos. El metal era demasiado escaso para arriesgarse a embarcarlo, y Wellington
necesitaba dinero para pagar a sus soldados y adquirir ciertas provisiones locales.
A este respecto se produjo la misma controversia enconada que entre Lloyd George y los
apologistas del general Kitchener en la primera guerra mundial acerca de lo inadecuado de los
abastecimientos y los fondos. Wellington se sintió cogido en una trampa. En . .. .-"-ración comenzó

62
a comprar víveres a los comerciantes por-tngueses y a pagárselos con letras de la Tesorería inglesa.
Esos billetes no eran de gran utilidad en manos de los comerciantes portu-spañoles hasta que los
cambiaban por oro o plata. De aquí que se comenzara a negociar con ellos, tarea llevada a cabo por
banqueros sicilianos, italianos y malteses conocidos con el nom-"Cab", y que tenían su centro de
operaciones en Malta. Esos banqueros compraban los billetes a los comerciantes locales a precios
bajos y los hacían pasar luego por una serie de manos y descuentos basta que llegaban a Londres.
Esto hacía que todo lo que compraba Wellington le costase varios centenares de veces más que lo
que valía, inclusive teniendo en cuenta los altos precios de guerra. La Tesorería británica protestó.
Wellington devolvió las críticas a la Tesorería y al jefe superior de Administración Militar. Dijo
amargamente que el gobierno no se preocupaba para nada de sus ejércitos. Escribió que a sus
soldados
no se les pagaba desde hacía dos meses y tenían que vender sus zapatos y sus ropas para conseguir
alimentos y medicinas. Insinuaba que Inglaterra debía abandonar la expedición. "Un ejército que
muere de hambre es peor que no tener ninguno —se quejaba—. Necesitamos todo y no tenemos
nada". Protestaba contra la rutina oficinesca de la Administración Militar, la que "tenía que seguir la
pista de un bizcocho desde Londres hasta la boca de un soldado apostado en la frontera". Llegaba a
amenazar con embarcar a su ejército y sacarlo de Portugal, dejando a Inglaterra expuesta al peligro
de la invasión, lo que haría que su rey se enterara de algo de los horrores de la guerra.
Por dedicarse al comercio de contrabando, Natán estaba enterado, por supuesto, de todo lo que
ocurría. Ese tráfico de billetes era demasiado seductor para poder resistirse a él. Y se lanzó a
realizarlo. No es en modo alguno claro hasta qué punto se dedicó a él y cómo lo llevó a cabo. Según
una versión, hizo llamar a sus hermanos Carlos y Salomón, y más tarde a Jaime; Carlos iba hasta la
frontera española y compraba los billetes con oro; luego regresaba, se encontraba con su hermano
Salomón a mitad de camino y cambiaban sus billetes por una nueva cantidad de moneda metálica
llevada por Salomón, quien iba luego, a su vez, a la costa francesa, donde se encontraba con Natán,
con quien volvía a cambiar los billetes por oro; finalmente, Natán llevaba los billetes de Wellington
a Londres y los cambiaba por guineas.
Según otra versión, Natán no hizo más que hacer efectivos algunos de los billetes del Cab y más
tarde pensó en entrar en el negocio —sin que llegara a hacerlo en realidad— con objeto de ayudar a
Wellington.
Lo que más se acerca sin duda a la verdad, es que los Rothschild negociaron ampliamente con los
billetes de Wellington, y probablemente habrían negociado mucho más si no hubiera mediado otro
incidente. Los historiadores no han fijado el monto de los billetes emitidos por Wellington. Sería
muy sorprendente que excediera de un millón de libras. Es también seguro que no lo hizo de una
manera regular, sino sólo cuando se veía obligado por la necesidad. Se sabe también que cierto
número de banqueros intervinieron en ese negocio, que se estuvo realizando durante un tiempo
antes de que los Rothschild interviniesen en él. Por lo tanto, es muy probable que no obtuviesen
más que una parte de ese tráfico. La verdad es que el mismo jefe superior de la Administración
Militar, Herríes, que era
quien seguía más de cerca el negocio, dijo que el Cab había conseguido establecer durante un
tiempo el monopolio de ese comercio. En consecuencia, debemos deducir que los Rothschild
lograron bastante menos que la mitad del mismo.
Es también difícil de creer que tal cantidad de oro fuese transportada por un solo viajero. Un
centenar de libras de oro debía ser una carga muy onerosa para un hombre que tenía que viajar por
un país hostil, lleno de espías y haciendo frente a dificultades de transporte apenas concebibles hoy
día. El número de viajes que habría sido preciso hacer para transportar un millón de libras, o
siquiera la mitad, habría superado en mucho a los recursos físicos de los hermanos.
Aunque el beneficio era grande, tenían que intervenir muchas personas en los descuentos y había
que sobornar a otras muchas. Por todo lo cual podemos suponer que cualquiera que fuera el

63
beneficio obtenido por los Rothschild, ha sido muy exagerado. Pero de todos modos obtuvieron un
beneficio, y grande por cierto, y sin duda se preparaban a obtener uno mayor mediante un
procedimiento más inteligente para enviar oro a Wellington cuando las circunstancias tomaron casi
el aspecto de destino para colocar a los cinco jóvenes en el camino rápido de la fortuna.
VIII
Este nuevo giro de los acontecimientos se derivó de los siguientes hechos. La dificultad que
encontraban los Rothschild para negociar con los billetes de Wellington era el oro. La guinea, según
decía Herries, era un artículo de lujo. Todos los rincones del globo habían sido explorados en busca
de metálico. Los Rothschild, con la expansión creciente de las zonas comerciales en que operaban,
se hallaban sin duda en condiciones de conseguir grandes cantidades. Pero había un límite. Un
barco de la East India Company llevó a Londres un cargamento de oro. De acuerdo con la
costumbre, fué ofrecido en subasta pública. Natán Rothschild lo compró por 800.000 libras,
empleando para ello toda la moneda contante y el crédito de que disponía, más los fondos que había
puesto a su cargo el Elector. Años después dijo que se proponía enviárselo a Wellington. Algunos
historiadores han aceptado esa versión. Pero la idea de que aquel hombre de presa concibiese
semejante propósito que implicaba tanto
riesgo es tan absurda como la de que su padre sacrificase toda su fortuna en beneficio del Elector, y
la de que el Elector insistiese en prestar a los Rothschild todo su dinero sin interés. En lo único que
pensó fué en extender su tráfico con los billetes de Wellington y en nuevas ganancias a cuenta de la
guerra.
Rothschild se quedó muy sorprendido cuando uno o dos días después de su compra, el jefe de la
Administración Militar le llamó a la oficina de John Charles Herries. Éste se quedó sin duda no
menos sorprendido al ver al rechoncho y tosco ciudadano de Francfort, que tenía el aspecto y el
modo de hablar de un comediante judío sacado de un escenario de "music-hall' de Londres. Herries
dice que en ese tiempo Rothschild era completamente desconocido como capitalista en los círculos
oficiales de Londres. Preguntó a Natán por qué había comprado el oro. ¿Qué se proponía hacer con
él? Fué la hora del destino para los Rothschild. Natán pudo haber mentido con la tranquilidad de
conciencia con que había comprado a Buderus y a otros funcionarios públicos. Pero se dio cuenta
de la transcendencia del momento. Confesó a Herries que había comprado el oro para adquirir los
billetes de Wellington. Herries le replicó que el gobierno necesitaba el oro, y Rothschild se lo
vendió inmediatamente con un gran beneficio.
¿Pero cómo se las iba a arreglar el jefe de la Administración Militar para enviárselo a Wellington?
Rothschild dijo más tarde que el gobierno no sabía cómo hacerlo. ¿Por qué no utilizar a la Casa de
Rothschild para transportarlo? Poseía sus propios recursos. Tenía sucursales en Inglaterra y el
Continente. Contaba con agentes en Francia y España. Había transportado con buen éxito por vía
terrestre oro para los comerciantes que habían tomado los billetes de Wellington. Podía hacer lo
mismo por el gobierno de una manera que éste no podía hacer por sí mismo. La Casa de Rothschild
era una aliada, consagrada por entero a los intereses del Elector de Hesse y al emperador de Austria,
y el propio Natán era ciudadano británico.
Rothschild explicó a Herries cómo pensaba proceder. Herries informó de ello al Primer Ministro y
al Ministro de Hacienda, quienes aprobaron el plan sinceramente. Y en un abrir y cerrar de ojos
Natán Rothschild, el banquero contrabandista desconocido, se instaló en la oficina principal del
ministerio para fiscalizar la delicada operación de enviar dinero al irascible y, clamoroso
Wellington.
No se sabe con certeza cómo se las arregló Rothschild. El Conde
Corti, su biógrafo más digno de confianza, meticuloso en sus citas de autoridades, dice, sin citar una
autoridad adecuada en este caso, que el oro inglés fué transportado a través del Canal a Francia, que
allí los Rothschild lo cambiaron por pagarés a cuenta de ciertos banqueros y así, mediante una serie
de operaciones, llegaron a poder de Wellington, quien pudo cambiarlos a otros banqueros por

64
metálico. Los defectos de este plan son demasiado evidentes.
Pero Herries dice que los Rothschild llevaron las letras de cambio inglesas a Holanda, donde
vigilaron el negocio de cambiarlas por moneda francesa. Estas monedas fueron enviadas en un
buque de guerra inglés desde el puerto de Hellevoetsluis, en Holanda, hasta Lisboa. Sería temerario
decir que Herries no sabía lo que había hecho, puesto que todo el negocio fué dirigido desde su
oficina. Y si lo que dice es cierto, queda desmentida toda la historia romántica de los viajes
peligrosos de los hermanos aventureros por un país montañoso infestado de bandidos y de ejércitos
enemigos. Vemos que Herries escribe al primer ministro hablándole de "la habilidad y el celo" con
que Natán llevó a cabo la transacción, y cómo éste había "invertido ya 700.000 libras en letras de
cambio en Holanda y Francfort sin el menor efecto sobre el mercado de cambios".
Pero una parte del oro fué enviado en barcos a través del Canal. Las cartas de Jaime a Natán
interceptadas por la policía francesa
:laron que unas 120.000 libras habían sido enviadas a Jaime a París. Lo más probable es que la parte
principal del negocio se hiciese con billetes, pero que algún oro, quizá en cantidad considerable,
fuese enviado también por barco. El monto de toda la operación sólo puede ser objeto de conjeturas.
Pero por otra fuente sabemos que en el año 1813, el total de la cantidad en metálico enviada a
llington por el gobierno británico ascendía a 1.723,936 libras esterlinas y 339.432 duros españoles.
Rothschild manejó probablemente la mayor parte de ella. Y sin duda le pagó bien el gobierno
británico. Ese pago consistió indudablemente en una comisión, y no incluye los grandes beneficios
obtenidos con los descuentos. Fué sin duda un beneficio generoso, pero no podía explicar por sí
solo la inmensa riqueza con que aparecieron los Rothschild en Europa dos años más tarde.
Explicaba, sin embargo, el progreso más importante que habían realizado. Pues ahora estaban
firmemente vinculados con el gobierno británico.
No se ha destacado bastante, sin embargo, otro incidente de esta
operación. Fué uno de esos golpes maestros que demuestra que esos hombres eran capaces de una
audacia estratégica de primer orden. En el curso de las mencionadas transacciones, antes o después
del trato con Herries, Jaime, el hermano menor, fué enviado a París. Salomón y Carlos habían
trabajado más o menos fuera de aquel centro. Mas sin duda Salomón era necesario en Francfort. Y
parece probable que Natán comprendiera el valor de establecer una sucursal en París.
Los hermanos se aprovecharon del hecho de que Dalberg, representante de la Confederación del
Rin en Francfort, a quien habían concedido muchos préstamos por su cuenta personal, iba a París
con ocasión del nacimiento del hijo de Napoleón. Anselmo prestó al venal Dalberg 80.000 florines
para el viaje y obtuvo de él un pasaporte para Jaime y una carta de presentación "nada menos que
para Mollien, el ministro de Hacienda de Napoleón. Jaime fué a París y visitó a Mollien. Le
informó que su hermano Natán, residente en Londres, como representante de su casa, realizaba un
gran negocio con el comercio entre Inglaterra y el Continente y embarcaba oro para Francia por el
puerto de Gravelines. Esta información intrigó al ministro francés, pues no había nada que Francia
deseara más que el oro inglés. Animó al joven de Francfort a continuar ese comercio y le manifestó
su esperanza de que la historia fuera cierta.
Sólo pudo haber un motivo para dar ese paso. Los Rothschild enviaban a Francia el oro destinado a
Wellington. Si la policía lo hubiera descubierto habría habido que dar una explicación. Aquélla era
la explicación. Además, era una explicación hecha antes djel descubrimiento. . . y directamente al
propio ministro de Hacienda. Era un recurso peligroso. Jaime se ponía en manos de los franceses.
Se las había con un enemigo resuelto y despiadado. Un paso en falso podía haberle llevado al
patíbulo inmediatamente. Se trataba de perspicacia complementada por una acción muy audaz. Pero
era más. Era también un plan para sentar el pie en Francia. Después de todo, Francfort se hallaba en
poder de Napoleón. La Confederación del Rin era su satrapía. Los hermanos operaban ya en ambos
campos, con Natán en Inglaterra y las oficinas principales en Francfort. Natán se hallaba
íntimamente al servicio de Inglaterra, pero Anselmo se hallaba en iguales términos de intimidad con

65
Dalberg, el representante de Napoleón en Francfort, mientras que al mismo tiempo mantenía
relaciones confidenciales con el Elector de Hesse depuesto y buscaba nuevas relaciones con
Austria. Los hermanos habían puesto el pie en todos los campos y se hallaban preparados
para capitalizar cualquier resultado que produjese la guerra. No cabe duda de que todos esos
movimientos procedían de la fértil imaginación de Natán, quien era entonces el jefe reconocido de
la familia.
IX
El cuarto episodio giró alrededor del último esfuerzo poderoso de Inglaterra y sus inestables aliados
continentales para expulsar a Napoleón de Francia. El gran desastre de Rusia había socavado la
fuerza y la fama del emperador. Fué un golpe económico terrible para Francia. Inglaterra reunió a
los aliados para otro gran esfuerzo de sus recursos unidos. En enero de 1813 accedió a enviar a
Prusía y Rusia grandes cantidades de dinero. Prusia debía recibir 666.666 libras y Rusia más de un
millón. Cada uno de estos países tenía que llevar nuevos ejércitos al campo de batalla. Más tarde, en
el mismo año, Austria, bajo la dirección de Metternich, abandonó a Napoleón y se unió a los
aliados. Inglaterra prometió a Metternich un millón de libras. Esa suma fué más que doblada
posteriormente.
Herries, el jefe de la Administración Militar inglesa, se encargó de la difícil tarea de hacer que esas
sumas llegasen a Prusia, Austria j Rusia. Era una empresa delicada. Inglaterra no podía enviar tanto
oro al Continente sacándolo de sus recursos ya agotados. Pero si ■nviaba billetes a sus aliados, el
efecto en la bolsa internacional sería desastroso, especialmente en la bolsa británica.
El lector puede comprender muy bien esto. Si un hombre que h en Inglaterra quiere enviar un
centenar de libras a otro hombre reside en Berlín, puede mandarle oro. Pero si no quiere enviarle
puede buscar a alguna persona de Inglaterra a la que otra persona Berlín le deba un centenar de
libras. El primer inglés puede prar al segundo el derecho a las cien libras que le debe el berlinés.
Entonces puede enviar la constancia de ese derecho al hombre Berlín al que debe las cien libras. Ese
berlinés puede cobrar luego las cien libras al otro berlinés que las debía en Inglaterra.
Así, en una ciudad como Viena hay siempre cierto número de comerciantes que poseen pagarés que
les deben personas residentes ea Londres. Los banqueros compran o descuentan esos pagarés contra
los comerciantes de Londres y los venden a otros vieneses que necesitan hacer pagos en Londres.
En consecuencia, hay siempre en Viena demanda de pagarés debidos por personas residentes en
Inglaterra. Y aquí es donde comienza la dificultad. Si la demanda
de pagarés es pequeña y la provisión grande, el precio de esos pagarés baja. Un ciudadano de Viena
que posee un pagaré por cien libras que le debe un londinense sólo puede venderlo por noventa
libras, porque la cantidad de pagarés de Londres es muy grande.
Ahora bien, si Inglaterra tuviese que enviar a una ciudad como Viena 168.000 libras en billetes,
además de todos los otros pagarés que hay ya en Viena a cuenta de los londinenses, el precio de
esos billetes de Londres descendería de una manera desastrosa. Y eso es precisamente lo que
sucedió. El ministro de Hacienda austríaco se quejó de que tuvo que vender un billete de mil libras
en seiscientas. Así, aunque Inglaterra enviaba un billete por valor de mil libras, el gobierno de
Austria sólo cobraba seiscientas. Las cuatrocientas restantes eran ■absorbidas por los corredores de
cambios y los banqueros.
Como Inglaterra tenía que enviar muchos millones a Rusia, Prusia y Austria, estaba ansiosa por
encontrar un medio de hacerlo sin rebajar el precio del papel moneda británico, de modo que sus
aliadas recibieran un millar de libras por cada billete de mil libras enviado. Para llevar a cabo esa
tarea delicada Herries volvió a llamar a Natán Rothschild. El banquero fué encargado: primero, de
manipular el mercado de papel moneda extranjero de modo que el cambio no perjudícase a
Inglaterra, es decir que los billetes y las libras inglesas no bajaran de precio; y, segundo, de que el
dinero llegase a poder de sus aliadas sin pérdidas y sin perturbar el mercado de cambio extranjero.
Y Natán, con la ayuda de sus hermanos, hizo eso con gran habilidad y haciendo frente a muchas

66
dificultades. Lo llevó a cabo en parte "soslayando" el mercado de papel moneda y en parte
manipulándolo.
Entretanto se realizaba un gran comercio entre Inglaterra y el Continente. Las potencias
continentales compraban a Inglaterra más de lo que vendían. En consecuencia, el precio de los
billetes ingleses en el comercio solamente habría sido favorable, Pero cuando a los billetes
utilizados por Inglaterra en las transacciones comerciales se añadieron los millones empleados en
los subsidios que había prometido, el mercado se inclinó naturalmente contra los billetes ingleses.
Fueron los billetes para los subsidios los que causaron la perturbación. Pero todos ellos, en lo que se
refería a Prusia y a Rusia, eran entregados a Rothschild. De este modo él tenía en sus manos el
excedente de billetes ingleses. Ahora bien, si podía disponer también de una gran cantidad de los
billetes continentales le sería posible
introducir billetes ingleses o continentales en el mercado según fuese necesario para mantener
equilibrados los precios. Para disponer de un dominio todavía mayor del mercado de cambios
compró billetes por medio de sus hermanos y sus agentes directamente a los mercaderes de los
principales puertos europeos antes de que esos billetes fueran a parar al mercado regular de billetes.
De ese modo, fiscalizando lo suficiente las dos' corrientes de billetes —los billetes contra Inglaterra
y los billetes contra los países continentales— se hallaba en condiciones de impedir la desvaloríza-
ción de la libra esterlina. Por supuesto, tuvo que utilizar gran cantidad de sus propios recursos en el
Continente para adquirir y reservar los billetes continentales. Y siempre, por supuesto, había saldos
en oro que tenía que liquidar Inglaterra. Pero esos saldos nunca entraban en los cauces del
comercio. No tenían que salir siempre de Inglaterra. Pues los Rothschild podían recibir el oro en su
casa de Londres, retenerlo allí y hacerlo pagar por sus casas de Francfort o París. La transacción era
complicada en su conjunto. Y era tal que, según dijo Herries, retenía a Rothschild "constantemente
en sus habitaciones" (las de Herries). El valor de esos servicios era- tanto más evidente por
contraste con las dificultades que encontraba Austria, la que persistió, hasta terminar la guerra, en
negociar esas transferencias de subsidios por medio de sus propios banqueros vie-neses, con
grandes pérdidas para ella.
Pero los Rothschild asediaban al gobierno austríaco para que les concediese el privilegio de
encargarse de la transmisión de los subsidios ingleses. Lo que habían hecho por el gobierno inglés
era completamente ignorado, y los servicios prestados a "Wellington siguieron siendo un profundo
secreto durante veinte años, según Herries. Probablemente les resultaba difícil a los funcionarios
austríacos creer que aquellos toscos traficantes judíos, con su mala gramática, su áspero yiddish y
sus solicitaciones mal redactadas, pudieran ser unos magos financieros tan extraordinarios. Sólo una
pequeña transacción consiguieron de Austria: el manejo de la mitad de una remesa de nueve
millones de francos desde Bélgica. El ministro de Hacienda austríaco declaró que la cantidad total
era demasiado grande para que la manejasen unos banqueros de segundo orden.
Un simple incidente iba a inclinar la balanza en su favor. Su creciente riqueza había estimulado la
envidia de sus rivales tanto cristianos como judíos de Francfort. Cuando Napoleón regresó de Elba,
Austria hizo todos los esfuerzos posibles para reclutar los. hombres necesarios para sus ejércitos.
En Francfort se hizo un
esfuerzo para obligar a dos de los hermanos Rothschild a ingresar en el ejército. Ellos apelaron a
Natán. Natán apeló a su vez a Herries. Herries escribió al embajador de Austria en Francfort. Le
explicó la inmensa importancia de la obra que realizaban en favor de Gran Bretaña, las grandes
cantidades de dinero implicadas, lo delicado de las operaciones; y terminaba diciéndole que "el
gobierno inglés siente la mayor ansia por que esa' firma no en modo alguno sea molestada". Esa
nota fué enviada al ministro de Relaciones Exteriores. Y le abrió los ojos. Le reveló que si ignoraba
quién era Rothschild él salía perdiendo. Rompió el hielo en las oficinas financieras austríacas, y en
adelante, los Rothschild comenzaron a manejar también los negocios austríacos.
Sus recursos habían llegado a ser enormes. Tras el destierro de Napoleón sintió Prusia una

67
necesidad desesperada de fondos. Salomón Rothschild entregó personalmente al ministerio de
Hacienda 200.000 libras en nombre del gobierno británico. Pero el gobierno prusiano declaró que
esa cantidad no bastaba. Bajo su propia responsabilidad, de los fondos de los Rothschild, y sin
esperar la aprobación oficial de Inglaterra, Salomón entregó al tesoro prusiano otras 150.000 libras.
Herries, por supuesto, confirmó esa entrega. Pero aquel acto audaz, y la exhibición de grandes
recursos, conquistaron por completo al tesoro prusiano. Salomón fué nombrado Consejero
Comercial del gobierno.
Luego se produjo la derrota de Napoleón y la entrada de los aliados en París. El Conde de Provenza,
quien iba a ser coronado pronto como Luis XVIII de Francia, vivía en el condado de Buckingham.
No tenía un centavo y apeló al gobierno inglés en busca de fondos para asegurar su marcha hacia el
trono de una manera propia de un rey. Natán aceptó la orden de pago del gobierno inglés por cinco
millones de francos en Inglaterra, y cuando Luis llegó a Francia, Jaime le entregó el dinero. Aunque
Natán había realizado todas las demás transacciones en el mayor secreto, quiso que fuese conocido
ese acto. ¿Qué más natural? El descendiente de una serie de monarcas subía al trono gracias a los
francos del humilde y rudo comerciante de la calle judía de Francfort que tintineaban en sus
bolsillos.
En lo sucesivo los Rothschild pudieron jactarse de que eran banqueros al servicio de Inglaterra,
Francia, Alemania y Austria, para no decir nada de Rusia y de los estados más pequeños. Ante ellos
se abría un camino brillante y dorado.
X
En medio de todo esto, Meyer Anselmo, el padre, había muerto en Francfort. Mucho tiempo antes
de su muerte el negocio había sido arrebatado literalmente de sus manos por sus hijos enérgicos.
Había estado enfermo durante varios años y acudido cada vez con más frecuencia al consuelo de su
Talmud. Era un hombre tranquilo, amable, que carecía por completo de la energía feroz que
impulsaba a sus hijos. Sufrió un ataque en el templo y tres días después —el 19 de septiembre de
1812—■ falleció en la casa del escudo verde de la Judengasse, donde había vivido en su tenducho
durante tantos años.
Alrededor de su lecho de muerte se ciernen dos viejas ficciones. Una consiste en que sus cinco
hijos, con sus hijas y su madre, se reunieron a su alrededor mientras el moribundo pronunciaba a los
muchachos el testamento moral de acuerdo con el cual vivieron, y que se resume en su escudo de
armas: Concordia, Integritas, Industria. La otra consiste en que en esa ocasión les legó, como un
emperador moribundo, las cinco grandes provincias financieras de Europa que ellos gobernaron
posteriormente durante tanto tiempo: Alemania, Austria, Inglaterra, Francia e Italia.
Cuando el anciano estaba a las puertas de la muerte, Natán se encontraba en Inglaterra, en tanto que
Salomón, Carlos y Jaime se hallaban en París o en algún país contiguo a Francia realizando su
comercio con los billetes de Wellington. Sólo Anselmo pudo haber estado allí y sin duda estuvo.
En cuanto al legado de las cinco provincias de Europa^ Carlos no consiguió hacer negocios en Italia
hasta muchos años después; Salomón y Anselmo no habían hecho negocio alguno para Alemania o
Austria, y Jaime no era más que un joven que actuaba en París como subalterno de Natán en
relación con los negocios ingleses. Natán había creado un negocio floreciente en Londres, pero
todavía no tenía gran importancia.
Cuando el anciano cayó enfermo el 16 de septiembre se apresuró a hacer su testamento. Deseaba
que el negocio siguiera en manos de los hijos que lo habían creado. Y cuando falleció y se abrió el
testamento se descubrió, como en el caso de John D. Rockefeller y de otros muchos millonarios
norteamericanos, que ya no poseía participación alguna en la firma comercial.
En 1810 la había reorganizado, convirtiéndola en una compa-
nía con cincuenta acciones. Él se asignó veinticuatro: Salomón y Anselmo doce cada uno; Carlos y
Jaine una cada uno. Natán quedó fuera, sin duda porque las acciones del viejo Meyer incluían las
«doce de Natán.

68
Pero ahora declaraba en su testamento que había vendido su parte a sus cinco hijos por 190.000
florines y que eso constituía toda su fortuna. Legaba 70.000 florines a su esposa y el saldo a sus
hijas. Pero decía claramente que después de su muerte los hijos debían poseer partes iguales.
Disponía que las hijas no tuvieran participación en el negocio ni derecho a ver los libros. Creaba,
como hizo Fugger, una dinastía o sociedad continuada que se limitaba a los herederos varones que
tomaban parte activa en el negocio. Y aconsejaba a todos sus descendientes "unidad, amor y
amistad". Después de su muerte continuó en Francfort el centro de operaciones de la casa. Anselmo,
el mayor de los hermanos, llegó a ser el jefe titular de la firma.
XI
Cuando Napoleón fué derrotado definitivamente en Waterloo y Europa quedó en paz, todos los
países se hallaban en estado de desorganización económica. Todos los países estaban cargados de
deudas. Todos los países se hallaban más o menos descoyuntados por los cambios que introducía la
revolución industrial en su estructura económica. Todos los países necesitaban dinero
desesperadamente.
En ese momento el prestigio de los Rothschild, y sobre todo el de Natán en Londres, alcanzaba su
cima. Ya no eran simples aspirantes a misiones financieras de los ministros de Hacienda Esos
caballeros orgullosos hacían ahora la corte a los Rothschild.
No es en modo alguno claro cuál fué precisamente la ¿fuente principal de su riqueza. Habían
rendido servicios inestimables a los aliados al transmitir grandes cantidades de dinero de uno a otro.
Pero no habían actuado como banqueros prestamistas, aunque algunas veces hicieron adelantos a
cuenta de sus servicios como intermediarios. Fueron bien recompensados, pero es difícil creer que
la recompensa consistiera en más que una comisión y que ésta, aunque fuera generosa, pudiera
explicar las inmensas acumulaciones de dinero que demostraron haber hecho cuando Napoleón fué
enviado a Santa Helena. Obtuvieron grandes beneficios en el negocio de
Wellington, pero tampoco eso pudo haber sido la fuente de una fortuna tan grande como la que
poseían. Es difícil explicar su riqueza, a menos de que saquemos en conclusión que la- parte ma-vor
de ella fué amasada con los beneficios del comercio de guerra, la financiación de los explotadores
del comercio bélico y la especulación.
También es imposible decir a cuánto ascendía' su riqueza. No existen cálculos exactos. Pero todos
sus biógrafos, la mayoría de los cuales no son demasiado dignos de confianza, están de acuerdo en
que, al terminar la guerra en 1815, figuraban entre los hombres más ricos, si no eran los más ricos
de Europa.
Los hermanos necesitaban ahora que se les reconociese. Ya que tenían dinero, necesitaban prestigio.
Deseaban la nobleza. Y procedieron a reclamar su recompensa. La buscaron en Austria, la última de
las potencias que les había reconocido. Y así como antes los Rothschild se habían rebajado ante
aquellos clientes principescos, ahora los ministros de Francisco hablaban entre ellos acerca de cómo
podían conservar el apoyo de los poderosos banqueros. No se les dejó en la duda. Los Rothschild
insinuaron que deseaban ser barones. Esto sumió en gran confusión a los ministros. ¿Qué título se
podía otorgar a aquellos individuos tan ricos? ¿El de Consejero Imperial o Real? No, aquel título
era para las eminencias de otra clase. Se propuso que pudieran emplear el prefijo von delante de su
apellido. Pero un consejero privado sometió esa propuesta a un análisis aniquilador. ¿Por qué?,
preguntó. ¿Qué han hecho esos hombres para merecer tal distinción? Han desempeñado las tareas
que se les ha confiado, pero han estado al servicio de Inglaterra, e Inglaterra les ha pagado bien, sin
duda, recompensándoles con dinero, que es lo que ellos querían. Han realizado el servicio para el
que fueron empleados y se les ha recompensado por ello. ¿Qué más podría pedir un hombre de
negocios? En cuanto a todo lo que se dice con respecto a su actuación puntual, digna de confianza,
honesta y eficiente, se trata de virtudes que pueden esperarse en todo banquero. El argumento de
que Austria debía mantener a esos hombres satisfechos y en disposición amistosa le parecía al
consejero privado perfectamente tonto. Aquellos hombres eran comerciantes. Habían pedido a

69
Austria que les concediera sus negocios. De eso era de lo que vivían. Cuando Austria les ofreciera
negocios provechosos, ellos, como todos los banqueros, no perderían la oportunidad para obtener
beneficios. Si los negocios no fueran provechosos, no se ocuparían para nada de Austria. Sólo
operaban para
obtener beneficios. Servirían mientras pudieran obtenerlos. Pero si, por razones políticas, se
consideraba deseable recompensar a los hermanos, ¿por qué no regalar a cada uno de ellos una
tabaquera de oro con las iniciales del emperador en diamantes?
El consejero privado estaba en lo cierto. Austria necesitaba dinero con urgencia. Pidió a los
Rothschild un empréstito de 30 millones de florines. Los Rothschild respondieron que prestarían el
dinero, pero los. títulos serían al 70 por ciento con el interés pagadero de antemano. El ministro de
Hacienda analizó su oferta. Significaba que el gobierno tenía que emitir 42.875.000 florines en
títulos para obtener 26.796.875 en moneda. El interés ascendería al 7 1|2 por ciento. Los banqueros
obtendrían un beneficio de 3.215.625 florines. El gobierno descubrió que Herr Salomón von
Rothschild se disponía a esquilmar al tesoro real. Investigó en otras partes y descubrió que algunos
banqueros que no habían recibido honores ni debían nada al trono imperial, banqueros extranjeros,
se hallaban dispuestos, nada más que por un pequeño beneficio, a hacer el empréstito en mejores
condiciones que los von Rothschild. Y los von Rothschild no obtuvieron el negocio.
Pero esta comprobación tuvo lugar algunos años más tarde. En 1816 no fué oído el consejero
privado. El emperador elevó a Anselmo y Salomón a la dignidad de von Rothschild, y una semana
más tarde concedió el mismo honor a Carlos y Jaime. Natán, como era subdito inglés, quedó fuera.
Pero seis años después —en 1822— una vez que la casa Rothschild había alcanzado una eminencia
indiscutida y llegado a ser la casa de banca más importante de Europa, todos los hermanos fueron
hechos barones, inclusive Natán. Pero éste nunca utilizó ese título en su vida.
XII
Fué en ese momento —al terminar la guerra— cuando los Rothschild comenzaron a dedicarse a la
banca internacional en su sentido más importante: la emisión de títulos del gobierno.
Habían sido banqueros. Hacían un gran negocio como corredores de cambios. Especulaban con
billetes. Concedían préstamos a toda clase de gentes. Administraron algunos pequeños empréstitos
públicos para Dinamarca y algunas ciudades. Manejaban los fondos del Elector de Hesse-Cassel.
Obtenían grandes sumas transmitiendo dinero para las grandes potencias. Pero habían sido excluí-
dos rígidamente de las alturas superiores de la banca, en las que reinaban los aristócratas del dinero:
la emisión de empréstitos para los gobiernos. Habían hecho su gran riqueza con el contrabando, el
comercio de guerra, financiando ese comercio a los mercaderes, los billetes de banco y la
especulación con los títulos del gobierno.
Se han publicado relatos periodísticos llenos de colorido y muy dramatizados describiendo a Natán
apoyado en su columna favorita de la Bolsa de Londres, barrigón, sombrío, taciturno, inescrutable,
haciendo subir o bajar el mercado con sus sonrisas y sus fruncimientos de cejas. La Bolsa de
Londres era un lugar de mercado para los títulos, pero sobre todo para los títulos del gobierno. Sólo
se negociaba allí con unas pocas acciones colectivas, las de las grandes compañías comerciales. Los
valores del gobierno fluctuaban a veces con violencia durante aquellos años de inquietud y ello
daba lugar a la especulación. Natán realizó extensas operaciones con los valores del gobierno y no
es en modo alguno improbable que hiciera de ese modo la mayor parte de su fortuna hasta 1814. El
arte de la manipulación ya se había desarrollado. Los matices más sutiles y delicados del fraude, por
el que se caracterizan las bolsas, eran bien conocidos. No habían nacido con Daniel Drew y Jim
Keane. Abraham Goldschmidt, el "Rey de la Bolsa", podía inventar una serie de. noticias falsas,
propagar rumores igualmente falsos y confundir al mercado de acciones del mismo modo que los
caballeros que en 1929 mantuvieron subiendo y bajando a las acciones de la Radio and American
Can and Case Corporation.
Natán Rothschild llegó a ser conocido como uno de los especuladores más audaces y afortunados de

70
su época. Con sus hermanos en el Continente y sus agentes en todas partes, podía obtener
informaciones secretas y transmitirlas rápidamente, tal como había hecho Jacob Fugger trescientos
años antes. Existe una leyenda que exalta y rebaja al mismo tiempo a Natán Rothschild, leyenda que
los admiradores de la habilidad para engañar gustan de repetir, pero que, por fortuna para su fama,
no es cierta. Es la historia de cómo permaneció en una colina de Bélgica mientras Napoleón se
hallaba en otra, el emperador dirigiendo la batalla de Waterloo y el banquero observando el
desarrollo de la misma, y cómo, cuando la derrota de Napoleón era inminente, Rothschild salió
corriendo de su elevado puesto de observación, se dirigió a la costa en una rápida diligencia cuyos
caballos eran relevados con frecuencia, se embarcó por la noche en un buque que tenía ya preparado
y llegó a la Bolsa de Londres a la mañana siguiente en el momento en que se abría
y antes de que fuera conocida la noticia de la victoria de Welling-ton. Los corredores le vieron allí,
apoyado en su columna de costumbre, simulando decepción y vendiendo los títulos de la deuda
consolidada. Conociendo las facilidades de que disponía para obtener informaciones secretas, su
actitud provocó el pánico y una ola de ventas, mientras él, por medio de sus agentes, adquiría todos
los valores del gobierno que se ofrecían en venta "y hacía una nueva fortuna.
La historia, por supuesto, no es cierta. Un simple examen de las fechas, el tiempo y las distancias
revela que esa hazaña era físicamente imposible. La Bolsa conocía ya la noticia al iniciar sus
operaciones. Natán la conoció una hora antes que el gobierno y tuvo la satisfacción de ser el
primero en informar al ministerio de aquel gran acontecimiento. Eso es todo.
Después de la guerra, la historia de la firma comercial se convirtió en la historia de una casa
bancaria internacional cada vez más grande, con sucursales en cinco países, más rica y poderosa
que otras, pero que seguía la norma de las operaciones bancarias tal como se venían realizando
desde hacía tres siglos.
Anselmo, el hermano mayor, seguía en Francfort. El centro de operaciones de la familia era ahora
una gran casa de banca. Él mismo dirigía los negocios de la firma con Prusia y Alemania. Pero
Francfort llegó a ser durante un tiempo una guarida desagradable para los Rothschild. El odio se
cernía sobre la pobre familia judía que se había elevado a semejante riqueza. Napoleón llevó a
Francfort por lo menos una cosa: la igualdad legal para los judíos. Ellos compraron esa igualdad a
Dalberg, el representante venal de Napoleón en la ciudad. La vieja calle judía seguía existiendo,
pero sólo vivían en ella quienes lo deseaban. El anciano Meyer permaneció allí hasta su muerte.
Guetele, su viuda, también vivió en ella hasta su muerte, muchos años más tarde. Los hijos habían
instalado sus hogares y sus oficinas comerciales fuera de aquella vieja calle - prisión. Pero Dalberg
se había ido. Los alemanes poseían de nuevo la ciudad. Se negaron a ratificar las concesiones
liberales de Napoleón. El Senado tenía en consideración medidas para obligar a todos los judíos a
volver al Ghetto. Estas medidas incluirían a los Rothschild con todos sus millones y su poder.
En ese momento Anselmo y su hermano Salomón pensaron en la emigración. Irían a cualquier
parte. Era un asunto serio para Francfort. Anselmo gastaba 150.000 florines al año en el
mantenimiento de su hogar. Invertía 20.000 florines en actos de caridad
con toda clase de personas. Una procesión de personajes ricos y eminentes desfilaba diariamente
por Francfort para solicitar favores al gran banquero y gastaban su dinero en la ciudad. No era cosa
de perder a un ciudadano tan provechoso. En consecuencia, la familia ejerció presión sobre
Metterních para que obligara al Consejo de Francfort a anular las disposiciones dictadas contra los
judíos. Y en 1819 se hizo eso hasta cierto punto. El Ghetto fué abolido, pero los judíos no podían
poseer más que un pedazo de propiedad: Los casamientos entre individuos de esa raza fueron
limitados a quince por año. Fueron clasificados como ciudadanos, pero como "ciudadanos
israelitas", o sea una subclase especial de ciudadanos menos favorecidos que los demás habitantes
de Francfort. Pero ello representaba una gran ventaja, aunque fuera en tina zona muy pequeña -—
Francfort— y los Rothschild la habían conseguido. Para ello utilizaron su poder en la corte y su
dinero. Contaban con Friedrich von Gentz, el publicista secretario de Metterních, comercializado y

71
bien sobornado. Y al propio Metterních le concedieron un préstamo de 900.000 florines.
Salomón Rothschild juzgó necesario, en vista del aumento de los negocios con la corte de Austria,
establecer una casa en Viena. Pero Viena no estaba abierta a los judíos. En consecuencia, se instaló
en el Hotel del Imperio. Cuando se le concedió libertad para moverse por la ciudad se quedó con
todo el hotel y el edificio adyacente para instalar en ellos el hogar y la casa de banca de los
Rothschild. Después de Aix-la-Chapelle, en 1818, llegó a ser el banquero principal del gobierno
austríaco. Metterních le llamó en una carta "mi amigo Rothschild". Metterních, el arcángel de la
legitimidad, y Salomón Rothschild, la personificación del advenedizo, se convirtieron en firmes
aliados en defensa de la legitimidad, y adonde quiera que iba el gran campeón austríaco del
absolutismo con sus documentos y sus tropas afluían los florines indispensables de Salomón
Rothschild para sostener sus planes. Sucedió así que las fortunas de Austria y de la Casa de
Rothschild se ligaron inextricablemente. Bethmann, el gran banquero rival, ahora completamente
eclipsado, dijo en 1822 que la continua prosperidad de los Rothschild era necesaria para Austria.
Jaime Rothschild, el hermano menor, quien había ido a París cuando la familia tenía entre manos el
negocio de los billetes de Wellington, permaneció en aquella ciudad y prosperó de acuerdo con la
mejor manera de la familia. Cuando los Borbones volvieron al poder progresó rápidamente hasta
llegar a ser uno de los banque-
ros principales de Francia. Dejó su modesto departamento y adquirió el palacio de Fouché, el jefe
de policía de Napoleón. Lo llenó de tesoros artísticos, muebles costosos y rica vajilla y se convirtió
en una especie de protector de los escritores. Agasajaba a sus huéspedes con prodigalidad y hacía
préstamos con gran discreción a muchos caudillos y estadistas. Estableció las más estrechas
relaciones con Luis XVIII y Carlos X, su sucesor. Pero cuando Polígnac puso en escena su
malhadado coup d'état en favor de Carlos y los parisienses corrieron a sus queridas barricadas para
expulsar a éste del trono y poner en su lugar a Luis Felipe, Jaime Rothschild pudo ver con
satisfacción a un nuevo rey cuyas inversiones manejaba, a quien prestaba dinero y con quien se
hallaba en términos de la más íntima amistad. Así, Jaime pudo mantenerse firmemente en París
gracias a la supuesta revolución liberal de Luis Felipe mientras su hermano Salomón tenía en su
mano, en Viena, los cordones de la bolsa del enemigo más implacable del liberalismo. Y aunque
Francia contaba con sus grandes banqueros —Laffitte, Casimir Périer, Delessert, Mallet, Hottinguer
y Ouvrard— la Casa de Roths-child se alzó sobre todos ellos.
La situación a que habían llegado esos hombres puede apreciarse por las siguientes palabras del
poeta Heine con respecto a Jaime: "Prefiero visitarle en su oficina del banco, donde, como filósofo,
puedo observar cómo la gente —no sólo las personas humildes, sino todas las demás— se inclina y
se restregan los pies delante de él. Es una contorsión de la espina dorsal que les sería difícil imitar a
los mejores acróbatas. He visto a algunos hombres doblarse como si hubieran tocado una pila
voltaica al acercarse a él. Muchos se sienten dominados por el temor en la puerta de su oficina,
como Moisés en el Monte Horeb cuando descubrió que se hallaba en tierra sagrada".
Este era el hombre a quien en Francfort le habían enseñado de niño que debía salir de la vereda e
inclinarse cuando se acercaba un cristiano.
¡Una revuelta en Ñapóles dio ocasión a que se estableciera la última de las casas de Rothschild. El
pueblo de Ñapóles y de Sicilia se reveló contra Fernando I, el rey que había sido restaurado en su
trono al ser expulsado del país el Marat impuesto por Napoleón. Deseaban una Constitución.
Fernando cedió, obligado por la presión. Pero Metterních reunió inmediatamente en Leibach un
congreso de monarcas y recibió de Austria el encargo de arreglar la cuestión de Ñapóles. Envió allá
un ejército de 40.000 hombres.
Pero un ejército cuesta dinero y se pidió a Salomón Rothschild que lo proporcionase. Él lo hizo,
entregando primero dieciséis millones y luego mucho más. Y Carlos Rothschild fué enviado a
Ñapóles para que actuara como consejero financiero del rey napolitano. Los soldados de Metterních
permanecieron cuatro años alojados en las casas del pueblo de Ñapóles y a sus expensas. Carlos

72
pagaba las cuentas y se hacía cargo de las obligaciones del estado napolitano. Y se quedó en
Ñapóles, fundando la quinta de las colonias financieras de los Rothschild. Así, esta familia
extraordinaria, en el término de una veintena de años, se había elevado del estado de una pequeña
firma comercial de corredores de cambios y traficantes hasta constituir la institución financiera más
poderosa del mundo, con Inglaterra, Francia, Alemania, Austria e Italia como provincias suyas.
XIII
La primera fase de esta aventura destinada a hacer dinero había sido, como hemos dicho, semejante
al progreso del jugador de ajedrez: una acumulación de pequeñas ventajas. La segunda consistió en
un rápido salto a la gran riqueza por medio de procedimientos y de métodos que no estaban
enteramente al alcance de los banqueros orgullosos que habían acumulado dignidades constrictivas
al mismo tiempo que su dinero. La tercera fase fué la aparición en el reino de las operaciones
bancarias con los valores públicos, en las que los beneficios eran magníficos. La fase final fué
dinástica.
No tiene objeto enumerar todos los empréstitos nacionales en que intervinieron los Rothschild a
medida que Europa, que se había hundido en el desastre gracias a la guerra, trataba de salir de él.
Esa situación constituía un paraíso para los banqueros, y los Rothschild se encontraron manejando
los mayores empréstitos, ya sea solos o con otros, para Inglaterra, Francia, Austria, Prusia, Rusia,
Italia y los estados más pequeños. Y podían hundir sus brazos en los ricos pozos de beneficios
invisibles que constituyen la fuente de la mayoría de las grandes riquezas.
El banquero obtenía una comisión por administrar un empréstito. Pero esa comisión no significaba
más que una parte, y con frecuencia una parte pequeña, de sus beneficios. Subscribía una emisión
de bonos del Estado, quedándose a 60 con bonos de un valor nominal de 100. Una vez de quedarse
con la emisión y de entregar
el dinero al Estado, procedía a elevar la cotización de los bonos en la Bolsa por medio de los
conocidos métodos de manipulación que el corredor de bolsa y el banquero de nuestros días insisten
todavía en considerar esenciales para su comercio. No le era posible quedarse con toda la emisión,
pero, por lo general, conservaba la parte que le permitían sus recursos y que justificaban sus
esperanzas.
Los RotBschild consiguieron, en algunos casos, elevar los bonos emitidos a la par antes de
desprenderse de los que poseían. El banquero norteamericano e inglés moderno hace lo mismo con
las acciones corporativas. En el mundo financiero el banquero, el corredor, la institución organizada
para realizar alguna función, obtienen, por regla general, una compensación modesta y justificable
por sus servicios; pero detrás del escenario, y fuera de la vista, existe una serie de medios tortuosos,
medios oscuros, discutibles de obtener grandes beneficios, los cuales dan con demasiada frecuencia
a las finanzas el carácter y la ética, si no la apariencia externa, del juego de azar. Gracias a todo ello
la Casa de Rothschild prosperaba de una manera pasmosa. Bethmann, el banquero de Francfort,
declaró que sabía de una fuente digna de confianza que los cinco hermanos ganaban seis millones
de florines al año. En la década siguiente sus ganancias aumentaron considerablemente.
Un secreto de su enorme poder en sus diversas dependencias nacionales era que, a diferencia del
moderno banquero norteamericano por lo menos, sus clientes eran gobiernos más bien que
corporaciones; reyes y emperadores más bien que presidentes de entidades comerciales. Los
gobiernos de Europa se habían entregado a los empréstitos en gran escala. Eso no era nuevo. Era
simplemente que la guerra se había hecho más costosa. Y así, los gobiernos de Europa cayeron en
manos de los banqueros, como han caído en nuestra época los ferrocarriles y los servicios públicos
de los Estados Unidos. Los banqueros cultivaban a los ministros; sobornaban a éstos y a sus
agentes, de una manera grosera como lo hicieron con Gentz, o, más sutilmente, mediante préstamos
como lo hicieron con Metterních. Los agasajaban, y hacían regalos a sus esposas, como hacían los
Bardi y los Peruzzi trescientos años antes. También consideraban necesario penetrar en los
departamentos oficiales, como hicieron cuando dieron a Buderus participación en el negocio, y

73
como una de las grandes casas de banca norteamericanas ha venido haciendo durante décadas, por
medio de sus miembros, sus abogados y sus empleados que ocupan puestos importantes y de
confianza en el Estado y en los departamentos financieros del gobierno, mientras
reclutan sus accionistas entre los hombres de poder e influencia en la administración de todos los
partidos. La ética de los partidos políticos, perfumada y ataviada con levita y rociada con los olores
de santidad, ha caracterizado a las costumbres públicas de los banqueros de todo el mundo.
Pero los Rothschild poseían, sin género de dudas, ese sentimiento intuitivo para el dinero, los
riesgos y las oportunidades, que nace de la naturaleza variable y, en general, imprevisible de los
hombres que llegan al genio. Por lo menos uno de ellos lo tenía y los otros fueron hombres de
grandes talentos para ese campo de la actividad humana. La historia de sus hazañas lo atestigua. En
los años tan difíciles que precedieron al pánico de 1825 —de 1823 a 1825— la casa Baring hizo dos
empréstitos, y los dos fracasaron. Los Goldschmidt hicieron tres y los Ricardo uno, todos los cuales
fracasaron, en tanto que los Rothschild hicieron ocho grandes empréstitos internacionales, todos los
cuales tuvieron buen éxito. De veintiséis empréstitos a cargo de los banqueros ingleses durante esos
años, sólo diez se salvaron del fracaso y ocho de ellos fueron hechos por la Casa de los Rothschild.
Pero los Rothschild, hasta el final de su carrera, tuvieron al parecer, poca o ninguna parte en la
creación de riqueza en cualquiera de los países en que operaban. En los años transcurridos desde
1790 hasta 1825 se produjo el cambio más asombroso en los procedimientos para producir
mercaderías, la revolución industrial con que inició el mundo moderno la era de la máquina y que
cambió sus maneras, sus hábitos, sus gustos y sus gobiernos. La revolución en los métodos de
producción de tejidos y lanas, la introducción del vapor, de los ferrocarriles, de la navegación a
vapor y una serie de otros descubrimientos técnicos se produjeron rápidamente. Pero los Rothschild,
según los datos de que se dispone, no se interesaron por esos cambios ni tomaron parte en ellos
hasta que todo estuvo ya hecho. No financiaron la industria. En realidad, fueron muy pocos los
banqueros que lo hicieron. Y, sobre todo, se mantuvieron apartados de la finanza colectiva, que
parecía corresponder a un nivel inferior al que exigía su atención señoril. Baring denunció en la
Cámara de los Comunes la creciente cantidad de acciones de sociedades colectivas que afluía al
mercado, aunque todavía era muy pequeña. En realidad, veinte años más tarde, a comienzos de la
década de 1840, de 1.118.000.000 de libras en valores cotizados en la Bolsa de Londres,
894.000.000 eran emisiones del gobierno y 46.800.000 emisiones bancarias.
En años posteriores, sin embargo, los banqueros se dedicaron a especular con valores industriales y
comerciales, sobre todo a medida que crecían sus grandes recursos, y como resultado del desarrollo
industrial surgieron grandes oportunidades que implicaban menos riesgos que en los primeros años
de la nueva era. Cuando vieron el valor que tenía hacer con los -capitales colectivos lo que habían
hecho con los valores del Estado, los subscribieron, pujaron los precios en la Bolsa y obtuvieron
grandes beneficios invisibles. También se dedicaron a ciertas empresas privadas y semiprivadas en
gran escala con motivo de su estrecha alianza con sus gobiernos respectivos. En Inglaterra, Lionel,
el hijo de Natán, después de la muerte de éste, financió la compra del Canal de Suez para Inglate-1
rra y respaldó las aventuras de Cecil Rhodes para construir un imperio. La casa de los Rothschild en
Francia, acudió varias veces en ayuda del Zar, y en una ocasión obtuvo de él la importante
concesión para explotar el petróleo de Bakú, lo que puso a los Rothschild en competencia con John
D. Rockefeller hasta que vendieron esa concesión a la Dutch Shell.
En Francia, Jaime financió y construyó el "Chemin du Nord", se convirtió en su presidente y esa
empresa ha figurado entre las posesiones más importantes de la familia hasta el presente. Más tarde,
en 1870, Alfonso, hijo de Jaime, financió la transferencia de la enorme indemnización de cinco mil
millones de francos de Francia a Alemania.
En Austria, Salomón financió algunos ferrocarriles con un éxito no tan bueno. Organizó el Credit
Anstalt, el mayor banco de Austria hasta su quiebra desastrosa en 1931, y siguió siendo el principal
banquero austríaco hasta su muerte.

74
Natán falleció en 1836, dejando a su hijo Lionel al frente de su casa. Jaime vivió hasta 1868.
Salomón falleció en 1826; Carlos y Anselmo en 1855. Alfonso, el hijo de Jaime, asumió la
dirección de la poderosa casa francesa. Anselmo no dejó hijos y la casa, gobernada por dos sobrinos
durante unos pocos años, se fué extinguiendo poco a poco. En Ñapóles, Carlos dejó a su hijo
Alberto al frente de la casa. Pero Ñapóles era un lugar demasiado turbulento. En Italia había
demasiada agitación para que trabajara con buen éxito un banquero que mostraba poco o ningún
interés por su negocio. En consecuencia, la casa napolitana tuvo que cerrarse. La sucursal austríaca
fué perdiendo importancia poco a poco. La casa francesa se convirtió en un simple "trust" de
inversiones para la gran riqueza de la familia. La vieja casa de banca
de Natán en St. Swithin'Lane siguió viviendo activa e influyente, pero ya no ocupaba, ni mucho
menos, el primer lugar entre los bancos de Londres. Actualmente, los Rothschild no fiscalizan
ninguno de los cinco grandes bancos de Londres: el Midland, el Barclay, el Lloyds, el National
Provincial o el Westminster. Ningún Rothschild figura en el directorio del Banco de Inglaterra, pero
sí Baring, el viejo enemigo de Natán.
El semanario Fortune dijo hace unos años que en ese momento vivían treinta y siete personas que
llevaban el apellido Rothschild. Son extrañamente distintas de sus antepasados, los enérgicos
cazadores de florines del Ghetto de Francfort. Cien años de riqueza han suavizado a algunos,
ablandado a otros y vivificado a unos pocos. Pero la energía original ha desaparecido. A la energía
de aquellos tres hermanos tan capaces, Natán, Jaime y Salomón, sucedió el dinero simplemente. Y
es que no hay energía capaz de hacer dinero como la del propio dinero. La gran bola de riqueza que
fueron formando dos generaciones está ahora dotada, mediante las simples inversiones, de una
capacidad para hacer dinero mucho mayor que la que poseían los famosos hermanos. La familia es
ahora más rica que cuando ellos la encabezaban, pero está lejos de s-;r tan poderosa. La familia
Rothschild es ahora sólo un registro bancario.
Es difícil dejar a estos hombres sin hacer sonar, como un sinfonista, unos pocos compases sobre
uno de los,motivos menores de partitura. Ello tiene que ver con la audacia de las leyendas se han
forjado en torno del nombre de Rothschild. Nada ilustra jor esto que un solo párrafo publicado hace
algunos años en una nuestras principales revistas. Resume todos los cuentos de hada han estado
repitiendo tres generaciones una y otra vez con to a los Rothschild:
<Fné su presentimiento con respecto al destino de Napoleón lo que les ó en su pedestal único. Los
cinco hermanos eran lo bastante inteligentes para cuenta de que, a pesar de todo su genio y de todas
sus victorias, Napoleón •o podía durar. A base de esa intuición arriesgaron cada uno de sus
peniques, falta noticia adelantada por Natán acerca de la batalla de Waterloo dio a Rothschild la
oportunidad de comprar en Londres los valores rebajados. Iba aun sin ese golpe, el día siguiente a
Waterloo iba a encontrar a todos los os establecidos de Europa endeudados fuertemente con ellos.
Los herma-tspecialmente Salomón, adivinaron el negocio que significaban los ferro-s y se
convirtieron en los constructores de ferrocarriles de Europa. Mientras j «actrdotes calvinistas
tronaban contra la máquina de vapor y los hacendados in de que las sucias marmitas con ruedas
arruinaban el campo, los Roths-jr sus hijos derramaban el oro para tender ríeles».
Sería difícil encontrar en parte alguna de la historia tantas afirmaciones sin base reunidas en tan
pocas frases. Literalmente cada afirmación es errónea. Sin embargo, su autor apenas puede ser
censurado, pues no hizo más que repetir lo que se dice en innumerables biografías, historias y
ensayos y que tiene su origen, por lo menos en parte, en la inventiva de escritores inspirados,
empezando por Gentz.
Los Rothschild no se dieron cuenta de que Napoleón no podía durar ni arriesgaron su dinero con esa
convicción. Por el contrario, se cuidaron mucho de protegerse contra cualquier eventualidad. Natán
trabajaba en Inglaterra con el ministerio británico, mientras Anselmo y Salomón lo hacían en
Francfort en las mismas relaciones amistosas con los gobernantes de Napoleón en Alemania. No
hicieron préstamo alguno al gobierno inglés. En cambio, hicieron préstamos a Dalberg, el jefe de la

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Confederación del Rin creada por Napoleón, tanto a él personalmente, como a su país; Jaime fué a
París, donde, mientras operaba de acuerdo con Natán, mantuvo las relaciones más amistosas con el
Conde Mollien, el ministro de Hacienda de Napoleón, y alcanzó una excelente reputación como
banquero. Natán observaba en Londres las mayores precauciones para que sus actividades no
perjudicasen a sus hermanos en el Continente. Todos ellos jugaron sobre seguro y se hallaban en
situación de capitalizar la victoria de cualquiera de los dos bandos. Los Rothschild no encontraron
una oposición franca hasta después del desastre de Leipzig, cuando la estrella de Napoleón
comenzó a ponerse definitivamente y toda Europa se volvía contra él.
La historia del golpe de Natán con motivo de la batalla de Waterloo es, por supuesto, una pura
ficción. E igualmente falsa es la afirmación de que el día siguiente a Waterloo encontró a todos los
gobiernos de Europa fuertemente endeudados con los Rothschild. Ningún gobierno les debía nada,
como no fuera el pequeño gobierno de Dinamarca, y aun eso es dudoso. Hasta la derrota de
Napoleón no tomaron parte en la emisión de empréstitos por los gobiernos europeos. Si Napoleón
hubiera derrotado a Wellington en Waterloo los Rothschild no habrían perdido nada, como no fuera
algunos buenos clientes. Luego viene la afirmación de que se convirtieron en los constructores de
ferrocarriles de Europa. No construyeron más que un solo ferrocarril, el Chemin du Nord, en
Francia: Y lo construyeron no cuando los hacendados del país se quejaban de que las sucias
marmitas con ruedas arruinaban el campo, sino después de haber sido construidos la mayoría de los
ferrocarriles europeos
(había por lo menos setenta y cinco solamente en Inglaterra) por otros hombres y de haber
desaparecido las pequeñas locomotoras parecidas a marmitas. Se insiste de una manera curiosa en
citar a Salomón "especialmente" como constructor de ferrocarriles. Esta fábula ha envejecido con la
edad. Salomón no construyó ferrocarril alguno. Financió en parte un solo ferrocarril austríaco, que
tuvo tan mal éxito que lo abandonó rápidamente. Ja'ime fué el único de los hermanos que construyó
un ferrocarril.

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PRIMER INTERMEDIO.

1. COSIMO DE MEDICI.
LA tentación de incluir en este volumen capítulos enteros dedicados a tres hombres no era fácil de
resistir. Se trata de Cosimo de Médicí, Sir Thomas Gresham y Jacques Coeur. Los elementos
esenciales de las vidas de esos hombres fueron casi los mismos. Actuaron como principales
iniciadores en la organización de las formas del nuevo sistema capitalista en Italia, Inglaterra y
Francia, respectivamente. Parecían, sin embargo, interesantes y románticos en sus historias
personales, pero menos importantes que Jacob Fugger, y no era posible incluir a más de uno de
ellos.
Cuando hablamos de los Médici podemos elegir a uno de los tres: Giovanni di Bicci, apodado el
Amigo del Pueblo; Cosimo, su hijo, llamado Pater Patriae; o Lorenzo, el nieto de Cosimo, conocido
como el Magnífico. Giovanni sentó las bases de la fortuna. Cosimo, sin embargo, el más capaz de
los tres, acumuló la gran riqueza que dio a los Médicí el poder, en Florencia. Lorenzo consagró esa
fortuna a la propaganda, la exhibición y el lujo y sentó las bases para su ruina. Todos ellos fueron
comerciantes, prestamistas, banqueros y manufactureros. Cosimo, no obstante, agregó a las técnicas
de esas profesiones el papel del político y los recursos del homicidio. No se suele aplicar esos
términos tan duros a personajes tan espléndidos. Pero si hemos de servir a la verdad podemos
describir a Cosimo y a Lorenzo como banqueros, comerciantes, manufactureros, estadistas y
asesinos.
Giovanni fundó en realidad un gran negocio con sucursales en toda Italia, en el Levante, en
Constantinopla y en otras ciudades. Se opuso a los Albizzi, gobernantes de Florencia, y fué
aclamado por el pueblo como su caudillo. Los Médici siguieron siendo sin
interrupción jefes de lo que se llama una república, durante cuatro generaciones —desde 1434 hasta
1494— o sea sesenta años, en el curso de los cuales la república se convirtió en una completa
tiranía.
Cosimo, astuto, de voluntad de hierro, admirador del arte en apariencia, gracioso pero cruel,
rechazó los cargos oficiales y gobernó a Florencia como el poder invisible que funcionaba tras
algún instrumento nominal, lo mismo que hicieron Dick Croker o Charlie Murphy, salvo que éstos
gobernaron una gran ciudad y Cosimo una pequeña de sólo 70.000 almas. Vestía con gran sencillez,
a veces como un pobre artesano, pues quería pasar inadvertido como Rockefeller, a quien se parecía
en algunos aspectos, en tanto que su nieto Lorenzo se parecía a J. Pierpont Morgan. Mezclaba las
virtudes del cáliz con las del puñal. Hizo frente a los problemas de la competencia, que han seguido
torturando a los magnates de la industria, con la aplicación singularmente eficaz del cuchillo. Las
personas poderosas que se interponían en su camino, en el gobierno o en la plaza del mercado, eran
expulsadas de Florencia: las menos afortunadas perecían asesinadas. Una fuente importante del
desarrollo de sus negocios fueron las finanzas de los papas. Los Médici se convirtieron en los
banqueros del Papa. La posesión de esos grandes fondos les sirvió, como la posesión de los fondos
del emperador sirvió a los Mitsui en el Japón.
Cristiano devoto, Cosimo fraternizó con los franciscanos, a quienes regaló un monasterio, en el que
hizo preparar una celda a la que se retiraba de vez en cuando para entregarse a la meditación y la
plegaria. A los setenta y cinco años de edad fué a su última morada con la perfecta tranquilidad del
hombre justo, sin que le inquietase lo más mínimo el recuerdo de su salto a la riqueza y el poder. Su
hijo Piero, apodado el Gotoso, le sucedió y falleció tras una carrera inútil de cinco años. Pisándole

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los talones surgió Lorenzo, quien procedió a disipar en Florencia la riqueza que había amasado su
abuelo.
Lorenzo hizo dinero, por supuesto, pues poseía una gran fortuna, una gran máquina de hacer dinero,
y enorme prestigio. Obtuvo del Papa Pablo II el monopolio del alumbre, recientemente descubierto
en las colinas que rodean a Volterra, y Su Santidad protegió justamente ese monopolio proclamando
la excomunión contra quienquiera que compitiese con él importando alumbre de Turquía. Esa
excomunión se agregó al asesinato como una defensa contra la competencia. Lorenzo era un buen
católico, pero un mejor prestamista. Prestó al Papa Inocencio VIII 100.000 ducados por un año,
tomando como garantía dos décimas partes de los estipendios de todos los sacerdotes recientemente
designados y quedándose en posesión de la Cittá di Castello hasta que se le pagase. El Papa nombró
cardenal al hijo de Lorenzo, que tenía catorce años de edad, y dio a la hija de Lorenzo en
matrimonio a su propio hijo ilegítimo.
Dos sacerdotes atentaron durante la Misa contra la vida de Lorenzo, instigados por el Papa Sixto IV
y los Pazzi, -banqueros. La venganza de Lorenzo fué rápida. Algunos de los Pazzi fueron colgados,
otros asesinados en las calles y otros arrojados al Arno. Él se convirtió en un tirano sin freno, llenó
a Florencia de espías y fué excomulgado por el Papa. Derramó oro y favores sobre pintores,
escultores, poetas y filósofos; enriqueció a Florencia con sus obras, compró manuscritos raros,
libros y antigüedades, se cubrió con las alabanzas de los aduladores a sueldo, y al morir dejó a su
ciudad al borde de la ruina. Su hijo Pietro gobernó desastrosamente durante dos años y fué
expulsado de Florencia para abrir camino al fascismo teocrático del monje enemigo de los
banqueros, tanto nacionales como internacionales, Savonarola.

2. SIR THOMAS GRESHAM.


El gran hombre de negocios de Inglaterra, en la aurora del capitalismo, fué Sir Thomas Gresham,
consejero financiero de tres monarcas Tudor —Eduardo VI, María e Isabel— fundador de la Bolsa
de Londres y célebre descubridor de la Ley de Gresham, conocida por todos los polemistas de
ocasión con respecto al dinero.
Hijo de un baronet amigo de Wolsey, nació en 1519, cuando Fugger se hallaba en la cumbre de su
carrera. Era por herencia un aventurero del comercio, estudió en Cambridge y fué el prototipo de la
moderna escuela de comerciantes, banqueros y estadistas de los Peel, Hanna, Chamberlaín y
Mellon. Habiéndose iniciado con cierta cultura entre los miembros del gremio de merceros, que
tenían muy poca, vivió veinte años como comerciante y agente del rey en Amberes, metrópoli
monetaria de Europa, donde aprendió muchas cosas acerca del dinero, el crédito, la bolsa y la
especulación, muchas más que cualquiera de sus contemporáneos ingleses.
Fué a Amberes como agente del rey en 1551, cuando los ministros de Eduardo VI contemplaban
con tristeza el abismo sin
ronao conocido con el nombre de deuda nacional. Se trataba de una deuda externa, y muchos reyes
han caído por ella más que por los cañones. Los reyes ingleses pedían préstamos a los banqueros
flamencos, alemanes e italianos. Pero se les iba más dinero en intereses usurarios que en
empréstitos. Eduardo VI necesitaba 40.000 libras al año para pagar los intereses a los banqueros
extranjeros. "¿Cómo puede el rey liberarse de su deuda?", se preguntaban los ministros. La
respuesta de Gresham fué sorprendente: "Pagándolas y no incurriendo en otras nuevas". A nadie se
le había ocurrido nada semejante. Era el camino difícil. Los políticos prefieren el camino fácil, la
senda florida por la que conducen al pueblo a la hoguera eterna. Gresham convenció a los ministros
de Eduardo, • María e Isabel de que debían seguir el camino difícil. Conducía a la riqueza de
Inglaterra.
Mediante una hábil manipulación en la Bolsa de Amberes consiguió dominar el cambio de la libra
durante un período considerable, haciéndolo favorable para Londres. Indujo al gobierno a

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economizar y a entregarle semanalmente ciertas cantidades para extinguir la deuda.
Había observado en Amberes y Amsterdam que las monedas gastadas e inferiores eliminaban a las
buenas. La acuñación imperfecta de Inglaterra tenía como resultado la evasión continua de las
monedas sanas y de los metales preciosos. Gresham suponía que había descubierto esa ley. Mucho
más tarde, en 1857, H. D. Ma-cleod lo supuso también. Le dio el nombre de Ley de Gresham. Es
probablemente el más conocido de los principios económicos. Pero en realidad Gresham no lo
descubrió. Había sido observado por otros antes que él, entre ellos Copérnico. Gresham le dijo a
Isabel: "Si Vuestra Majestad desea restaurar a su reino á la situación en que había estado hasta
ahora, su Alteza no tiene otros medios para hacerlo que, cuando el tiempo y la oportunidad se
presenten, convertir su moneda mala en buena y debe hacer lo mismo con el oro". Y se hizo como
él había aconsejado.
Se dio cuenta de que los pagos de los intereses extranjeros extraían de Inglaterra la moneda
metálica. ¿Por qué no tomar dinero a préstamo de los mismos ingleses? Contra ello se alzaba la ley
canónica. Pero en Augsburgo, Jacob Fugger y su filósofo personal, Peutinger, habían discutido ya la
validez eclesiástica y secular del viejo fetiche aquiniano. En consecuencia, Gresham indujo a Isabel
a poner fin a la prohibición que pesaba sobre el rédito en Inglaterra. Ella fijó el tipo de interés legal
en el diez por ciento.
Las compras en el exterior y las ventas demasiado escasas también contribuían a que los metales
preciosos salieran de Inglaterra. Gresham consiguió desviar la bfse del comercio inglés de Amberes
al puerto libre de Hamburgo. Desde allí organizó un comercio en gran escala con Alemania. Los
comerciantes hanseáticos habían ejercido casi un monopolio de ese comercio. Gresham les arrebató
su participación en el comercio de exportación de Inglaterra con Alemania. De ese modo debilitó a
los comerciantes de la Liga Han-seática e inclinó la balanza en favor de Londres. Y lo que es más
importante, dio una lección a Inglaterra. Las guerras se hacen, no sólo con armas de fuego, sino
también con armas económicas. Pero no descuidó el valor de las otras armas. En su papel de
consejero convenció a la reina de que una armada era algo de gran valor para Inglaterra y procedió a
proporcionarle una en su papel de comerciante.
Finalmente, Sir Thomas Gresham, —a quien se confirió ese título por sus servicios— construyó con
sus propios fondos la Bolsa de Londres, para proporcionar a los comerciantes de Londres una bolsa
como la que había visto en Amberes. En 1571, el hermoso edificio fué dedicado oficialmente a la
reina, después de un banquete en el domicilio de Gresham.
Serio, grave, sobrio en su vestimenta, vivía bien, pero no con ostentación, como Fugger y los
Médíci. Tenía Una casa en Bishop-gate Street y varias en el campo. Fundó un colegio —el
Gresham College— y un hospicio en Broadstreet y distribuía limosnas a cinco prisiones y cuatro
hospitales cada trimestre. No llegó a ser tan rico como Fugger o los Médici. Además, apareció en
escena después que ellos y cuando los recursos del nuevo capitalismo y del nuevo mercantilismo
floreciente habían progresado mucho. Pero debe ser considerado como una de las grandes figuras
comerciales de la época.

3. JACQUES COEUR.
Este gran negociante ha sido llamado sucesivamente Magnate, Rey, Barón y Shogun. El primer
título de adulación que se le confirió fué el de Príncipe. Jacques Coeur fué llamado el Príncipe
Comerciante de la Edad Media. Vivió en, pero no perteneció a la Edad Media. El aire de Francia
estaba impregnado de olor a moneda. Los
hombres que tenían el sentido de las libras como otros tienen el sentido de los naipes o de los dados,
manoseaban las libras y las criaban. No operaban de acuerdo con las técnicas moribundas de la
Edad Media, sino más bien con las del mundo capitalista que entonces surgía. Jacques Coeur hacía
eso en Francia, como Fugger lo hacía en Alemania, Gresham en Inglaterra y los Médici en Italia. Y

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aunque no había escuelas de negocios ni profesores de institutos bancarios, esos caballeros se las
arreglaron muy bien. La mayoría de ellos —Coeur, Fugger, Law, Rothschild, Rockefeller,
Morgan— eran ya ricos antes de que los jóvenes graduados de los colegios comerciales apareciesen
con sus diplomas.
Coeur fué sobre todo un traficante, un comerciante aventurero. Prosperó con el intercambio entre
las' naciones, que crecía rápidamente; con la mayor variedad de productos en los mercados y
proporcionando la manera de satisfacer el gusto con ellos, mediante el dinero.
Nació en Brujas alrededor del 1400, era hijo de un pequeño comerciante próspero, recibió cierta
educación -—la bastante para obtener la tonsura como sacerdote cuando había cumplido los veinte
años—, se casó con la hija del Preboste de Brujas y se dedicó al negocio de acuñar monedas más o
menos en la época en que la Doncella de Orleans ganaba sus batallas para Carlos VIL
La acuñación de moneda era prerrogativa del rey en Francia, pero él la cedió, a base de una
participación, a diversos argentiers de diferentes departamentos. Ravent Ladenois disponía de esa
concesión para Brujas y unas cuantas ciudades más. Y Ladenois encontró en cada una de esas
ciudades un socio que se encargara de realizar la acuñación. El joven Jacques Coeur era el socio de
Ladenois en Brujas. Ladenois y Coeur fueron detenidos y encerrados en la cárcel bajo la acusación
de abaratar la moneda del rey, es decir de acuñar monedas de peso menor que él debido,
embolsándose la diferencia como beneficio. El desgraciado Ladenois alegó que el rey había hecho
objeto al negocio de tales exacciones que le era completamente necesario obtener algún beneficio.
El joven Coeur dijo que él hacía lo que se le ordenaba. Ambos fueron condenados y multados en
1000 libras cada uno, pues la alegación de necesidad influyó mucho en los jueces.
Coeur se hizo comerciante. Primero actuó como un aventurero del comercio. Habiendo naufragado
su buque en un viaje al Oriente, fué capturado por piratas, se escapó, siguió adelante con su
negocio, se hizo rico y por fin aterrizó con ambos pies en el mismo palacio
del rey como Mayordo'mo de la familia real. Siguió extendiendo su negocio y, según se nos ha
dicho, diseminó sus agentes por todos los puertos importantes del mundo. Contaba con trescientos
agentes, sus oficinas de Brujas ocupaban treinta edificios, y tenía otras en ciudades como Tours,
Marsella y Lion. Construyó un palacio famoso —el que lleva su nombre, en Brujas—, palacio que-
superaba a cualquier mansión real de Francia. Todavía existe como un castillo lleno de esplendor y
belleza, digno de un magnate de las finanzas del siglo XX, repleto de tapices, cuadros, vajilla de oro
y plata y otras obras de arte.
Recibió de Carlos VII patente de nobleza, vivió en la corte como igual a los más grandes, consiguió
que su hijo fuese nombrado arzobispo de Brujas y adquirió propiedades en toda Francia. Fué a
Roma como uno de los jefes de una gran embajada, conducida hasta allá en once de sus propias
naves, mandadas por él mismo; se detuvo en Finale para entregar armas a los franceses, y por fin se
dirigió al Vaticano, para deslumbrar los ojos de los romanos con el esplendor de los embajadores y
de su séquito, a caballo y con ricas vestimentas, y fué recibido en la corte del Papa Nicolás V.
Cuando el rey reanudó la Guerra de los Cien Años, Jacques Coeur le adelantó 2.500.000 francos en
moneda metálica, aunque tuvo que pedir prestada parte de ella.
Luego, como sucede siempre, el amor del rey por Jacques se enfrió. Fué detenido el 31 de julio de
1451, arrojado en un calabozo del palacio y acusado del envenenamiento de Agnes Sorel, la querida
del rey, y otros diez crímenes. El principal de ellos era que "había enviado a los sarracenos
armaduras medíante las cuales el Sultán había ganado una victoria sobre los ejércitos cristianos".
En todo ello se percibe cierto olor a conspiración, a acusaciones inventadas para perder a Coeur.
Después de todo, estaba en juego una gran propiedad sometida a confiscación por la corona. Y
existía probablemente alguna grave escisión entre Coeur y el rey a causa de la querella entre Carlos
y su hijo desterrado, quien llegaría a ser Luis XI. Y de Coeur se sospechaba que era amigo del
Delfín. La acusación de envenenamiento fué rechazada. Pero Coeur fué condenado por cuatro de las
restantes acusaciones, entre ellas la de haber armado a los turcos, a pesar de haber alegado que tenía

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permiso del Papa para embarcar las armas. Coeur había vendido las armas al Sultán con objeto de
conseguir de él permiso para sacar de Alejandría un gran cargamento de pimienta.
Se le perdonó la vida, pero sus propiedades fueron confiscadas
y vendidas en pública subasta, y la administración de esas propiedades constituyó probablemente la
mayor sindicatura en la historia de Francia de esa época. Coeur terminó por escaparse y se dirigió a
Roma, donde fué recibido con honores por Nicolás V, quien proclamó oficialmente su inocencia.
En 1456 tomó parte en una expedición contra los mahometanos, cayó enfermo, falleció en la isla de
Quios y fué enterrado con todos los honores en la capilla de los Corde-llíers en 1464.

4. EL ARTE Y LA INDUSTRIA DEL AFEITE.


Es interesante observar que en la misma aurora de la civilización, en el antiguo Egipto, cuando los
hombres comenzaban a aprender la difícil tarea de vivir juntos, el arte del afeite se hallaba muy en
uso entre los monarcas y los grupos que los rodeaban.
Merece también la pena que se advierta que ésta, la más antigua de las industrias de lujo, es la única
que ha persistido y se ha desarrollado tan extensamente que en nuestra época constituye al mismo
tiempo un puntal de nuestra vida económica y el arma principal de nuestras figuras gobernantes
para- mantener su dominio sobre las mentes humanas.
El mundo es gobernado ahora, y lo ha sido siempre, por hombres ricos, y los instrumentos más
importantes de las estratagemas mediante las cuales consiguen ese dominio son el colorete, el
camisero, los constructores y decoradores, el dramaturgo y el director de espectáculos y, como
veremos en seguida, el más antiguo de los funcionarios: el adulador.
La soberanía del filósofo propiciada por Platón no se realizará nunca hasta que el filósofo deje a un
lado la humildad del sabio y asuma el aire del conquistador, se rodee de la pompa necesaria, alquile
propagandistas y proceda a venderse a sus semejantes, con lo que dejará de ser un filósofo.
Esta es la treta que el gobernante y el rico conocían ya en la época cuyos primeros rastros
descubrimos en los monumentos antiguos y que, sin duda, ellos habían aprendido en la selva
primitiva.

Todos nosotros somos billetes de banco —observa Thomas Car-lyle—, que representan oro. Pero
¡ay!, se lamenta, muchos de nosotros somos falsificaciones. Sin embargo, se consuela al respecto
pensando que, después de todo, los hombres de todas las épocas, especialmente en las épocas
difíciles, poseen un talento especial para descubrir a los charlatanes y, en verdad, para detestar a los
charlatanes.
El acre filósofo escocés que creía en la autenticidad de los héroes y en la necesidad que de ellos
tiene la humanidad, tenía una teoría para la cual era esencial esa confianza en el talento del hombre
para descubrir a los charlatanes. Desgraciada la época, decía, que necesitando imperiosamente un
gran hombre, no lo encuentra.
Carlyle exagera el desastre. El tiempo, en todas las épocas, ha encontrado el modo de inventar sus
grandes hombres. La maquinaria y los medios para producir hombres y mujeres a nuestro gusto —
inclusive grandes hombres y mujeres— han estado siempre a mano. Siempre hemos contado con
medios para hacer hermosas a las mujeres, para borrar las arrugas de la edad, para ocultar las hebras
de plata entre el oro de los cabellos, para simular juventud y encanto. Pero también hemos sido
capaces de simular inteligencia y fuerza, de convertir en hombres de ciencia a pobres
mixtificadores, de transformar a pequeños negociantes aturdidos en capitanes de la industria y de
dar proporciones de estadistas a los seres más pobres de espíritu de nuestras ciudades.
La adoración del héroe que floreció en el mundo antiguo subsiste todavía de algún modo, a pesar de
la educación, de los diarios y de los libros. Hemos padecido una borrachera gigantesca en la que nos
hemos dedicado a poner al desnudo a nuestros falsos hombres milagrosos, nuestros constructores de

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pirámides, nuestros cazadores de tesoros y nuestros estadistas. Hemos visto cómo eran protestados
muchos de nuestros billetes de banco —para seguir la metáfora Carlyliana— y cómo iban a parar a
la cárcel. Pero nuestra capacidad de forjar nuevas falsificaciones parece inagotable.
Esas decepciones se deben a la teatralidad más o menos inofensiva con que los hombres y las
mujeres mitigan los errores de la naturaleza. Ideada en su origen, indudablemente, para aumentar la
gracia y el encanto, ha sido cultivada extensamente para dar a- lo
chabacano y fraudulento el aspecto de la calidad, la autoridad y hasta la grandeza.

La civilización, a medida que se aleja lentamente de la barbarie primitiva, trata de ataviarse para el
papel que desearía representar.
Este arte del maquillaje fué cultivado probablemente por las tribus primitivas quince o veinte mil
años antes de que apareciera en las orillas del Nilo. Y así como era una de las industrias más
importantes en la más rica de las naciones primitivas —Egipto— así también sigue floreciendo
como una de las más importantes de las grandes industrias en las más ricas de las naciones
modernas. Es dudoso que pueda igualarle cualquier otra industria particular en cuanto al número de
personas empleadas y a las grandes cantidades de dinero invertidas en el vasto negocio de vestir y
hermosear al hombre y a la mujer norteamericanos.
A lo largo del Nilo y del Mar Rojo y a través del desierto de Arabia desfilaban los barcos y los
camellos, transportando los materiales que habían de satisfacer la vanidad de los egipcios, y ese
tráfico constituía la mayor parte del comercio de aquel país. Se ha dicho que el presupuesto que las
mujeres norteamericanas invierten actualmente en cosméticos alcanza a dos mil millones de dólares
anuales. Esto además de lo que invierten en vestidos, pieles, cintas, flores y joyas. Un caballero
inteligente amigo mío, a quien le gusta jugar con las ideas nuevas, ha hecho la propuesta, no del
todo fantástica, de que esta nación, que busca frenética pero inútilmente una nueva industria para
salir de su depresión, se dedique a conseguir ese objetivo por un medio sencillo: extendiendo el área
de la más antigua de las industrias e induciendo a los hombres a que traten de embellecerse como lo
han hecho las mujeres.
Por extraño que parezca, el hombre nunca se ha sentido seguro de sí mismo hallándose desnudo.
Esto ha puesto fin por sí mismo al culto del nudismo. Los hombres y las mujeres nunca confiarán en
las opiniones de sus semejantes basadas en sus cuerpos sin adornos. La gente no se viste por pudor.
El pudor, como otras muchas excusas de nuestros códigos morales, sirve a un motivo mejor.
Los seres humanos llevan vestidos para ocultar su desnudez, para mantener calientes sus cuerpos y
para adornarse. Pero una. mujer puede ocultar su desnudez con una tela de algodón que vale
cincuenta centavos. Puede mantener caliente su cuerpo con una tela

de lana por valor de seis dólares. No obstante, gasta cincuenta dólares en su tapado y hasta
quinientos si se lo permite su presupuesto. Esto servirá como una medida de la importancia relativa
de esas tres influencias en el atavío femenino. La gente se viste para ocultar los defectos del cuerpo,
para neutralizar los ataques de la edad, para encubrir los efectos de la gula y la lujuria.
La cantidad de dinero que se invierte cada año en lá mitigación de los defectos y las deformidades
femeninas es tan grande, que si ese sexo en su totalidad decidiese suspender sus afeites y adornos
durante un solo año arruinaría por completo la máquina económica del mundo. Algún bromista con
afición a las estadísticas ha calculado que las mujeres gastan en su rostro 4000 toneladas de polvos,
52.000 toneladas de crema limpiadora, 7.500 toneladas de crema nutritiva, 25.000 toneladas de
lociones para la piel y 24.000 toneladas de colorete. Todas esas cosas tienen que ser producidas por
obreros, tratadas en fábricas, vendidas, distribuidas y aplicadas en tiendas y salones de belleza, lo
cual significa un costo de miles de millones de dólares en la producción y la distribución. Esto lleva
a la observación de que, aunque la vanidad es vanidad, constituye también un gran negocio y resulta
indispensable para el funcionamiento continuo de nuestro mundo económico.

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Un artista alemán de la pasada generación hizo una serie devastadora de dibujos representando a
grupos de personas importantes, en sus ambientes más admirados y favorecidos, posando en sus
salones, contoneándose en sus salas de baile, mostrando todas sus pretensiones y su orgullo, en
actitud sabia y profunda, mirando a través de impertinentes, cargados de joyas. . . pero en paños
menores. El espectáculo de aquellos hombres y mujeres marchitos, barrigones, de pechos caídos,
arrugados, flatulentos, encorvados, producía una impresión capaz de arrancar del enemigo más
irascible de la burla y el engaño en el vestido una petición angustiosa en favor de la vuelta a las
cremas, las lociones, el colorete, los lazos, las pieles, la seda y la lana. Expongamos sus pecados,
hagámoslos objeto de nuestras burlas e inventivas, pero, por amor de Dios, no los desnudemos.

Carlyle, en el primer capítulo de su Revolución Francesa, refiere que Luis XV era descrito a los
franceses como un rey que dirigía a sus ejércitos victoriosos, ganaba batallas, proyectaba nuevas
campañas y victorias y cargaba contra el enemigo, cuando en realidad era un inválido gotoso y
escrofuloso que era conducido con el ejército como si fuera una valija.
Es lo que suele hacer el mundo con tantos de sus caudillos. Los inventa. Son seres ficticios creados
para nosotros por la imaginación masculina del adulador, que opera sobre la dócil imaginación
femenina de las masas. Es uno de los menos bellos de nuestros mecanismos sociales.
Recorred Italia y a cualquier parte que vayáis encontraréis en alguna plaza, montado en un caballo
monstruoso, a un colosal guerrero de bronce o mármol, con la espada desenvainada y un semblante
majestuoso e imponente: es la estatua de Umberto Primo o de Vittorio Emmanueíe Secondo. De ese
modo se inculca en la mente de la masa italiana la idea de la grandeza y la autoridad de esos
poderosos soberanos que fueron, en realidad, dos seres insignificantes, cuyos talentos son superados
en mucho por los jefes de oficina de menor importancia, de cualquier ciudad italiana.
Pero los reyes deben ser grandes hombres. Deben ser sabios, valientes, llenos de nobleza y de
fuerza. Como rara vez poseen esas cualidades en mayor medida que los miembros de la cámara de
comercio local, el promotor político ha colaborado con el promotor militar durante siglos para
investir a esos tipos insignificantes con los atributos reales de que carecían. Han acudido para ello a
las artes antiguas de la pompa, los vestidos, las plumas, las banderas y la música. El populacho,
preparado por un prólogo adecuado, ve a un tonto aturdido y a veces desatinado incrustado en oro y
otros metales, coronado con un alto chacó, montado en un caballo ricamente enjaezado, cabriolando
entre dos filas de favoritos que se inclinan, y saludado con los acordes de las bandas de música y las
aclamaciones del pueblo. No ve de modo alguno al hombrecillo, sino a la figura ficticia que no
existe. Por supuesto, puede encontrarse a un filósofo, un estadista o un sacerdote que escriba
seriamente que todo eso es esencial para la estabilidad de la sociedad, pues el rey, después de todo,
no es más que un símbolo, un núcleo espiritual esencial para el bienestar de la multitud de protones
minúsculos que giran a su alrededor.
La Iglesia sabe esto. El gran cardenal, cargado de vestimentas purpúreas y colas flotantes, con una
mitra de oro, rodeado de un exceso de monsignori, contra un fondo de mármol y bronce, ventanas
de vidrios coloreados y el brillo ofuscador de candelabros e incienso, más los trémolos
sentimentales del órgano, el cardenal que
se ostenta de ese modo puede pretender con buen éxito poderes que nadie podría acreditar si viviese
en una choza o vestido con una blusa de lana barata.
Y, por supuesto, los presidentes, los políticos, los hombres de negocios con productos que vender, y
los banqueros con valores que distribuir, comprenden este principio. Todas las estratagemas del
maquillaje y de la adulación son empleadas para llenar la imaginación del pueblo con imágenes
ficticias de los hombres que hay que vender al público. La venta de mercaderías depende con
frecuencia, ante todo, de la venta a los compradores del hombre que las produce. El ingrediente más
precioso, según dice un propagandista, es la reputación de integridad del productor. En
consecuencia, tiene una gran importancia convertir al fabricante de cosas —medicinas, alimentos,

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acciones e ideas— en un ser puro e inteligente. La mitad del trabajo necesario para vender una
botella de jalapa ineficaz para el reumatismo, está hecha si el gran Mr. Bunkus, su autor, hombre
milagroso del mundo de las drogas, rey de la jalapa, gran filántropo, orador elocuente en los
banquetes comerciales y doctor en leyes y letras humanas de las Universidades de Yale y Harvard,
aparece tras el producto. Es fácil vender a los votantes una lista de mercaderías que abarca la
"abolición de la pobreza" o "la vida de abundancia" si algún "gran" ingeniero o un gran locutor de
radio se halla detrás de esas emulsiones respectivas. A través de toda la historia veremos que los
grandes gobernantes, dictadores, reyes del petróleo, reyes del acero y reyes del dinero, han
empleado las técnicas de la adulación para forjarse a sí mismos las proporciones de héroes de una
clase u otra en las mentes vulgares. Cuando un hombre ha hecho un millón de dólares se supone
inmediatamente que, puesto que ha sabido cómo hacer ese millón de dólares, sabe también dirigir
un colegio, un templo o un gobierno. Su presencia en la junta directiva del colegio, en la junta
administrativa de un templo o en el Gabinete ministerial, dan al hombre de negocios un carácter que
le ayuda a obtener lo que llama "la aceptación" de sus productos por el consumidor. Ha sido
siempre fácil convencer a las personas aquejadas por un insaciable apetito de riqueza de que el
hombre que ha conseguido acumularla es capaz de gobernarlas. De aquí que el hombre rico haya
tendido siempre a apoderarse de todos los resortes del poder, para dominar nuestra educación,
moldear nuestra teología, formar nuestra cultura y modificar nuestros ideales sociales.
Se ha perfeccionado una técnica precisa para crear cualquier clase de personaje con casi cada uno
de los hombres que poseen bastante
dinero para asalariar la ayuda profesional. Su nombre y su fotografía aparecen una y otra vez en la
prensa hasta que se convierte en una de nuestras celebridades representativas. Se inventa y se
anuncia, diestra y oportunamente, sus actos de beneficencia, los que son difundidos con fotografías,
encomios y editoriales que proclaman su espíritu cívico. En las revistas populares se publican
artículos sobre ellos. Toman hombres a sueldo para que les escriban los discursos que han de
pronunciar en las asambleas, los banquetes, las reuniones públicas, los colegios y por radio. Hacen
declaraciones sobre toda clase de temas, tienen opiniones sobre todo, todas ellas preparadas y
redactadas hábilmente para ellos por sus panegiristas a sueldo. Se trata de una vieja estratagema. Ya
hemos visto al Dr. Peutinger actuando como apologista de Jacob Fugger. Veremos cómo otros
hombres ricos han utilizado los recursos de la religión, la prensa y la plataforma electoral, para
hacerse su reputación de hombres sabios y patriotas como un preludio para ejercer una influencia
dominante sobre la mentalidad popular. Es enteramente posible que la sociedad libre no tenga un
enemigo mayor que el apologista de los hombres ricos y poderosos, y que los hombres no sean
nunca completamente libres, en el sentido superior y más bello a que aspiran, hasta que sus mentes
se emancipen del poder de los ricos para poseer y dominar los medios con los cuales se forma la
opinión.

5. LOS ESCRITORES QUE GANAN DINERO.


Sería interesante especular acerca de hasta qué punto la historia del mundo ha sido obscurecida,
retorcida y falsificada como resultado del hecho de que muchos escritores, poetas, historiadores y
hasta filósofos han dependido de la generosidad de los ricos y poderosos. Hasta los escritores de
primer orden, con objeto de comer, tuvieron que complacer al rey o algún protector poderoso.
Según parece, los primeros escritos de los egipcios, los caldeos y los fenicios, fueron hechos en
tabletas de arcilla por funcionarios públicos con objeto de que los leyeran el rey, los sacerdotes y los
cortesanos. Los autores de la época de los faraones pertenecían al templo. Los primeros escritores
chinos dependían de los nombramientos oficiales para su subsistencia.
El público de todos los escritores antiguos e inclusive de los
modernos hasta hace unos pocos siglos era muy limitado, puesto que eran muy pocas las personas

84
que sabían leer. La circulación de las obras griegas antiguas era escasa y habría sido imposible sin
el favor de ciertos hombres ricos. Algunos filósofos de la antigua Atenas percibían sumas increíbles
como maestros, y algunos de ellos —Protagoras, Gorgias, Zenon— cobraban hasta 10.000 dracmas
por educar a un estudiante. Pero esos caballeros eran sofistas que enseñaban a los hijos de los
atenienses ricos a manejarse en la vida y utilizar sus facultades para conseguir un buen éxito. No
había recompensas semejantes para el investigador de la verdad. Los dramaturgos griegos, sin
embargo, disponían de un auditorio, y de aquí que, en la sociedad libre de Atenas, pudieran ganar
sumas relativamente importantes por su trabajo, mientras gozaban de una libertad correspondiente,
discutían los asuntos públicos, discurseaban en público sobre las costumbres privadas y no
titubeaban en satirizar al propio jefe del estado. Esto no era enteramente cierto en Roma cuando el
estado comenzó a proporcionar comedias al populacho. Terencio y Plauto podían obtener por sus
comedias sumas de dinero que no estaban al alcance de los poetas y comentaristas, pero es que eran
pagados con el dinero oficial por los ediles encargados de proporcionar al público producciones
dramáticas.
Hombres como Horacio y Virgilio percibían pocas o ninguna recompensa monetaria por sus obras.
Ambos dependieron de la generosidad de Mecenas. Y Mecenas tomó a su cargo el papel de
protector magnífico de las letras como un medio para fortalecer el régimen de Augusto. Horacio
habla de su editor Socii, y se lamenta de que mientras ese editor se beneficiaba con sus poemas, él
no obtenía el menor beneficio. Pero es muy improbable que cualquier editor hiciera mucho dinero
en un mundo en que los libros tenían que ser escritos a mano y eran muy pocas las personas que
sabían leer. Marcial, el epigramista, dijo que la venta de sus poemas no le producían el menor
beneficio. Pero cultivó la amistad del emperador Domiciano y llegó a ser tribuno. Quintiliano, el
retórico, percibió durante un tiempo una renta de 100.000 sestercíos que le concedió el emperador.
Y, por supuesto, en aquella dictadura despiadada no había para el pensador o el artista
independiente más lugar que el que hay en las tiranías de Mussolini y Hitler. Antes de que se
disolviera el Imperio había desaparecido "toda la producción literaria independiente. Y luego
desempeñó la Iglesia el papel de dictador literario.
En el mundo moderno ha sucedido lo mismo durante muchos siglos. Y ha sido quizá peor que en
ciertos períodos del mundo antiguo, pues ha habido épocas y lugares en los que ni siquiera los ricos
y poderosos sabían leer y en que ese conocimiento se limitaba a un puñado de personas. Es un
hecho singular que los autores de pro--ducciones tan universalmente famosas como las Edda, el
Cid, los Nibelungenlied y las leyendas del Rey Arturo sigan siendo desconocidos, en tanto que
varios monarcas han llegado hasta nosotros con fama de escritores. Tal es el caso de Carlomagno,
un franco-germano sin cultura, que probablemente no sabía leer ni escribir y de quien no obstante se
supone que compuso una gramática alemana, poemas y hasta una obra en latín medieval sobre la
adoración de las imágenes. Lo que hizo fué rodearse'de hombres doctos y estimular la literatura.
Pero es probable que sus composiciones fueran obra de algunas de esas personas tímidas
apasionadas por el anonimato, tan caro a los corazones de los gobernantes.

A medida que aparecían los escritores en escena podía muy bien representárseles como empuñando
su pluma en una mano y la merced del rey en la otra. En Francia, Colomby, académico original,
ganó 15.600 francos como orador del rey, y Jean Louis Balzac 10.000 francos como panegirista
oficial del rey. En Italia tenía Petrarca sus protectores entre varias de las familias gobernantes del
país, y era un protegido especial de la familia Colonna. Boccaccio, quien aprendió algo de su arte de
Petrarca, aprendió de él también a cultivar la buena voluntad del príncipe. Gozó del favor especial
del rey Roberto de Ñapóles y escribió el Decanieron para la familia del rey, así como el
Heptameron fué escrito para deleite de Francisco I, posiblemente por su hermana Margarita, pero
más probablemente por algún cuentista anónimo que rondaba por el castillo.
La dependencia del escritor del tesoro político y del favor del señor o el comerciante, subsistió hasta

85
una época muy posterior. Y algunos de esos escritores sacaron tanto provecho como Horacio y
Virgilio en Roma. Jean Chapelain, autor de un pesado y olvidado poema titulado La Pucille,
falleció a la edad de setenta y nueve años, dejando una fortuna de un millón cuatrocientos cincuenta
mil francos, que obtuvo en forma de dádivas de Richelieu, Mazarino y Luis XIV; y Boileau, el
famoso poeta satírico, murió en 1711 dejando una fortuna equivalente a 236.000 dólares, que debía
a la munificencia de la corona.
Con el tiempo fueron apareciendo los beneficios derivados de la publicación de las obras, pero eran
magros. El escritor tenía que confiar todavía para su seguridad en el gobierno o en un protector.
Milton no percibió más que sesenta y tres libras por su Paraíso
Perdido, pero obtuvo un millar de libras del Parlamento por un tratado político. Gay, el autor de The
Beggar's Opera; James Thomson, el poeta escocés autor de The Sea&ons y The Castte of Irtdo-
lence, y Edward Young, autor de Nigth Thoughts, como los más importantes Addison, Steele y
Swift, eran los recipientes del favor del rey y de los nobles. Gay consiguió un empleo como
secretario de la Duquesa de Monmouth, probó su suerte en las especulaciones del Mar del Sur,
perdió todo lo que tenía y quedó bajo la dependencia del Duque y la Duquesa de Queensbury.
Thomson, muy pobre en su juventud, inició su carrera como beneficiario de un Mecenas noble,
consiguió una sinecura de 300 libras al año del Lord Canciller y, cuando éste murió, otra del
Príncipe de Gales, de 100 libras anuales. Young, quien creó una escuela de poesía fúnebre, inició su
vida literaria con un poema de repugnante adulación a George Granville con motivo de su elevación
a la dignidad de Par, y la continuó con otros dedicados a un rico protector tras otro, hasta que
colocó uno a Walpole, celebrando su investidura con la Orden de la Jarretera y fué recompensado
con 200 libras al año. Finalmente alcanzó el paraíso de los oficiales del ejército, los ministros y los
profesores, casándose con la hija de un conde.
Addison, antes de cumplir los treinta años, consiguió una pensión de 300 libras anuales, y cuando el
gobierno quiso explotar el valor popular de la victoria de Blenheim, Addison le aduló con su poema
The Campaign, el cual agradó tanto a sus protectores que consiguió un nombramiento como Juez de
Apelaciones. Desempeñó varios cargos y sinecuras y, como Young, tomó por esposa a una condesa
viuda. Thackeray dijo de ese triunvirato —Addison, Steele y Swift—, que "la profesión había hecho
a Addison magistrado, a Steele comisionista de estampas y a Swift casi obispo". El mordaz Swift
creía que los servicios que había prestado con su pluma merecían algo más que un deanato irlandés.
Pero precisamente cuando esos hombres se ganaban la vida gracias a sus padrinos políticos y
sociales, fué cuando otro escritor demostraba que Inglaterra contaba con un público que deseaba
pagar lo que leía y que un hombre se podía ganar la vida como escritor sin ponerse el collar de
ningún otro hombre. Ese escritor era Alexander Pope. Este contaba con algunos pequeños recursos
propios, pero durante toda su vida vivió decentemente de sus trabajos. Samuel Johnson dice que
recibió 5320 libras por la traducción de la Ilíada, dinero con el que compró y amplió una casa de
campo en Twickenham, donde vivió hasta su muerte. Después de ese período los escritores
dependieron cada vez más del público que compraba sus libros, y menos de los nobles, los hombres
de negocios y los estadistas que alquilaban sus plumas y compraban sus almas. Hasta el pobre
Bobby Burnes pudo percibir entre quinientas y seiscientas libras por una edición de sus obras.
Por algún motivo, el escritor dramático de Francia e Inglaterra parece haber estado a merced del
protector rico tanto como el autor de poemas y ensayos. Molière hizo dinero con el teatro, pero era
autor dramático, actor y director de escena. También Shakespeare hizo bastante dinero para dejar al
morir una herencia decente a su familia, pero al parecer hizo ese dinero como autor dramático, actor
y empresario, lo mismo que Moliere. No pareció interesarse en modo alguno por la publicación de
sus obras. Probablemente habría sacado poco de ellas.
Pero Ben Johnson, que no era más que autor teatral, declaró que nunca había ganado más de 200
libras con todas sus obras. En Francia, tanto Corneille como Racine buscaron y consiguieron
beneficios de diversos protectores. Racine trató de que le pagaran sus dramas. Tropezó con una

86
resistencia que revela una curiosa actitud moral de la época con respecto a este asunto. Consiguió
que el teatro le pagara 40 francos por cada noche que se representaba una de sus obras. Pero en
aquel tiempo las obras duraban rara vez muchas noches en el programa. Pidió un millar de francos.
Instantáneamente se produjo una amarga protesta de los actores. Madame Beaupré, una actriz, se
quejó de que en tanto que pagándole poco el teatro podía ganar dinero para todos, ahora, debido a la
exigencia gravosa de Racine, no podía ganarlo. La ciudad entera se hizo eco del resentimiento de la
actriz. Racine, según se murmuraba, trataba de comerciar con su talento poético. No tuvieron en
cuenta, al parecer, cómo podía vivir el poeta. Ni sospecharon que no tenía más que un dilema: o
comerciar con su talento con el público del teatro, o hacerlo con los políticos y los nobles. ¿Qué
suponían que estaba negociando y con quién y por qué, cuando obtuvo 140.000 francos por seguir
al rey durante las campañas militares de éste o cuando consiguió 14.000 francos como historiador
real, o cuando le concedió Ríchelieu una pensión de 6900 francos? ¿Con qué comerciaba Corneille
cuando dedicó Cinna al inescrupuloso financiero Mon-trauon ?
No obstante, esa curiosa noción moral subsistió. No puede ser explicada más que a base de que los
emolumentos del escritor eran pequeños, de que al abandonarlos en favor de las viandas más sabro-
sas del protector nada perdía el autor y de que la pretensión ética de que sus talentos no debían ser
prostituidos por la venta franca de sus obras le proporcionaba una explicación defensiva adecuada a
la pensión que percibía.
Ni siquiera Voltaire, cuyas ganancias fueron probablemente grandes y era rico, adquirió sus
riquezas con sus obras. Renunció a los derechos de sus comedias. Regaló algunas de sus obras a sus
editores, pidiéndoles solamente algunos ejemplares bellamente encuadernados. Regaló a su
secretario 12.000 francos, producto de una edición de sus obras. Se hizo rico mediante aventuras
comerciales no muy distintas de las que realizó nuestra Hetty Green. Prestó dinero a príncipes y
ciudades y compró valores nacionales; especuló con las loterías, los cereales y valores extranjeros.
Invirtió dinero en contratos para abastecer al ejército, y se dice que durante un tiempo disfrutó de
una renta de 350.000 francos anuales.
Jean Jacques Rousseau fué quien hizo en Francia lo que había hecho Alexander Pope en Inglaterra.
Desdeñó los ofrecimientos generosos de los ricos. En cambio, obtuvo los mayores beneficios que
pudo con sus obras. Como otros muchos escritores después de él, escribió muchas cosas de calidad
inferior, pero populares, para conseguir los medios de dedicar su tiempo a su obra más seria.
Obtuvo una cantidad equivalente a 2300 dólares por el libreto de una ópera que compuso en unas
pocas semanas, cantidad algo mayor que la que obtuvo por el Émile, en el que invirtió veinte años
de meditación y de trabajo.
Desde esa época en adelante fué siendo cada vez mayor el número de personas que poseían el arte
de la lectura. Y con las nuevas garantías de libertad, o por lo menos de amplia tolerancia, el escritor
pudo encontrar un mercado mayor para sus mercaderías, un mercado que podía recompensarle por
ellas. Llegó un tiempo en que los escritores de todas clases, emancipados de la garra del protector
rico, pudieron ganarse bien la vida, y algunos de ellos se hicieron tan ricos como los antiguos
Mecenas. Walter Scott obtuvo 20.000 dólares1 por The Lady of the Lake, y Lord Byron 13.000 por
tres cantos de Childe Harold. Scott ganó con sus novelas una renta principesca de alrededor de
75.000 dólares anuales. A Víctor Hugo le pagaron 40.000 francos (8000 dólares) por cada uno de
los diez volúmenes de Les Miserables. Disraeli percibió 60.000 dólares por Endymion
1 El autor calcula los beneficios en moneda norteamericana, teniendo en cuenta, ñ duda, el valor de
cambio de las monedas respectivas en la época en que -• d::hos escritores.
y otros tantos por Lothair, y George Elliot 40.000 por Middte-mavch. Alphonse Daudet ganó
200.000 dólares con una sola novela, Sappho. Y Charles Dickens fué quizá quien ganó más de
todos.
Las grandes sumas ganadas por los novelistas y autores dramáticos en nuestra época, son demasiado
conocidas para que las repitamos aquí. Si ganan tanto dinero es porque la capacidad de leer casi

87
universal, la educación secundaria y superior que se extienden rápidamente, y una población en
constante aumento les proporcionan un enorme mercado, en tanto que la posibilidad de percibir sus
ingresos del público en general más bien que de un puñado de protectores poderosos, constituye la
garantía de la forma más alta de libertad de expresión.

88
CAPITULO 4.

ROBERT OWEN.
EL REFORMISTA

89
LA larga historia del arte de ganar dinero no ha producido más que un Robert Owen. Si el lector
puede imaginarse a uno de los patronos más grandes de los Estados Unidos —a Mr. Henry Ford,
por ejemplo— convertido en el caudillo del movimiento obrero, o a Mr. Tom Girdler tomando la
palabra para defender la reforma de las fábricas, o a Mr. Owen D. Young recorriendo el país de un
lado a otro abogando uor un proyecto de restablecimiento parecido al plan EPIC de Mr. Upton
Sinclair; si puede concebir a un manufacturero cuya instrucción no ha ido más allá de la escuela
elemental convertido en el reformista de la enseñanza más avanzado de su época, utilizando el
kindergarten antes que Pestalozzi o Froebel, adelantándose a Marx en el socialismo y a todos los
reformistas victo-ríanos en la obra de bienestar social, tendrá algun^ idea de la clase de hombre que
fué Robert Owen en la aurora de la revolución industrial. Al amasar una fortuna como fabricante
fué cuando Owen vio los peligros del florecimiento del sistema fabril, se dio cuenta de los
problemas que se derivaban de las mismas máquinas que le proporcionaban la riqueza, e inició su
carrera extraordinaria como evangelista desinteresado de la creación de un mundo mejor.
Ha habido muchos hombres ricos que han puesto en duda la legitimidad de sus riquezas. Andrew
Carnegie, siendo joven, se sintió muy preocupado al descubrir que había ganado cincuenta mil
dólares en un año y escribió en un momento de contrición piadosa que nunca más se permitiría
ganar más que eso. Se trataba de una promesa tan inútil como si Casanova hubiera jurado
mantenerse
en el celibato. Algunos se han consolado entre sus tesoros donando parte de las ganancias
adquiridas. Pero Owen, siendo todavía joven, declaró la guerra al sistema que le estaba haciendo
rico y al fin consumió su fortuna en esa lucha. Organizó el primer sistema de fábricas modelo. Hizo
que fuese sancionada la primera Ley de Fábricas. Fundó la primera escuela para niños. Fué uno de
los iniciadores de la educación universal. Creó una comunidad utópica en el Nuevo Mundo. Y
nunca dejó de ejercer su influencia en la opinión pública de Inglaterra. Cuando tenía ochenta y siete
años escribió su autobiografía. A la edad de ochenta y ocho años asistía todavía a reuniones
públicas y conferencias. Fué uno de esos raros espíritus que han captado una visión del futuro y que
durante toda su vida mantienen sus ojos fijos en esa visión lejana. Aunque fué modesta, ninguna
fortuna de la historia ha ejercido un efecto tan profundo en el curso de los acontecimientos
humanos.
2.
Owen nació en Newtown, condado de Montgomery, en la Frontera de Gales, el 14 de mayo de
1771. Era hijo del talabartero y ferretero de la localidad. Vio la luz en una Inglaterra
predominantemente agrícola, pero que contaba ya con una cantidad de mecánicos e inventores
profesionales y aficionados que chapuceaban con toda clase de maquinitas toscas y primitivas que
iban a revolucionar al mundo y sus medios de subsistencia.
Fué la suya una carrera de hombre de negocios que satisfizo por completo todos los consejos de un
Samuel Smiles para lograr el éxito. Aprendió todo lo que podía aprender un niño inteligente de diez
años de un caballero que al parecer sabía poco más que sus alumnos y que se llamaba Mr.
Thickness, apellido difícilmente superado por el maestro de escuela de la Coketown de Dickens:
mister Choakumchild.
A los nueve años de edad ayudaba al maestro de escuela.
A los diez partió, como Dick Whittington, para Londres, con el pYopósito de probar su suerte y con
sólo cuarenta chelines en el bolsillo.
Durante unos pocos meses trabajó como aprendiz con Mr. Mc-Guffog, un pañero de Lincolnshire,
comerciante excelente y honrado, que demostró ser un buen ejemplar de la raza humana. Asistía a la
Iglesia Presbiteriana con el señor McGuffog y a la Iglesia Angli-
cana con la señora McGuffog, con lo que adquirió Owen una religiosidad tan tolerante que fué
llamado "el curita", aunque adquirió también un sano escepticismo con respecto a las doctrinas

90
predicadas por los sacerdotes rivales.
A los trece años de edad era empleado de Palmer y Flint, una tienda de paños del Puente de
Londres, y trabajaba desde las ocho de la mañana hasta la medianoche y aún más tarde. Palmer, y
Flint figuraban entre los primeros comerciantes de su clase. Dirigían una de esas tiendas de ventas
al contado del siglo XVIII con precios fijos y calidades moderadas.
A los dieciséis años transfirió Owen sus actividades a un pañero al por mayor de Manchester. Esto
sucedía en 1787. A través del Canal llegaban los rumores de la Revolución Francesa que agitó a
Inglaterra y particularmente a sus pensadores y escritores jóvenes como Southey y Wordsworth.
Pero esa tormenta no afectó a Owen. Éste se interesaba mucho más por otra revolución que se
hallaba entonces en su apogeo: la revolución industrial. Y Manchester fué el escenario de algunas
de sus victorias más notables. En aquel emporio febril, lleno de sus nuevos hombres de acción
llevados por sus propios esfuerzos, sus promotores y sus Babbítt, el joven neófito de los negocios se
interesaba mucho más por imitarlos y adelantarlos que por transformar al mundo por los medios
violentos empleados por las multitudes parisienses. En aquel año, a los dieciocho años de edad,
comenzó Owen a negociar por su cuenta.
Con un centenar de libras que le prestó un hermano residente en Londres, formó sociedad con un
mecánico práctico para fabricar máquinas hiladoras. La sociedad terminó pronto, pues Owen se
quedó con algunas de las máquinas que habían fabricado y se estableció como hilandero. Prosperó,
y pronto obtuvo un beneficio de seis libras semanales. A los veinte años de edad respondió a un
anuncio de Mr. Drinkwater, quien poseía una fábrica de hilados y necesitaba un nuevo gerente.
Owen pidió 300 libras anuales y las obtuvo. Así, a los veinte años de edad, este héroe en capullo de
la historia del éxito, se encontró convertido en el gerente de una fábrica que contaba con 500
obreros y un contrato por 400 libras el segundo año, 500 el tercero y una participación de la cuarta
parte de los beneficios, en adelante.
Dos años más tarde inició Drinkwater gestiones para combinar sus intereses con los de Samuel
Oldknow, un señor del algodón en plena prosperidad, y Owen no vio cumplida la promesa que se le
había hecho de una participación en el negocio. Constituyó rápi-
damente otra sociedad respaldada por dos casas algodoneras importantes de Manchester. Fué la
Chorlton Twist Company. Y Owen se encontró construyendo una gran fábrica de hilados en los
suburbios de Manchester, que más tarde dirigió como socio gerente. Sus deberes le obligaban a
viajar, y en esas andanzas comerciales conoció en Glasgow a una dama llamada Anne Caroline
Dale. El padre de la joven era un banquero y fabricante que había construido varias hilanderías de
algodón en Escocia. Había montado una de ellas en New Lanark, en sociedad con Richard
Arkwright, famoso por haber introducido en las hilanderías ciertos inventos importantes. Pero Dale
y Arkwright se habían separado y el primero buscaba un comprador de la fábrica de hilados de New
Lanark. Owen y sus socios de la Chorlton Twist Company compraron la propiedad por una cantidad
equivalente a 300.000 dólares, pagadera a razón de 15.000 dólares anuales. Y como una buena
medida, Owen se casó con la hija de Dale. Al cabo de poco tiempo se trasladó a New Lanark, donde
asumió por completo la dirección de la empresa, una de las más importantes de Escocia en su
género. Esto sucedía en 1800. Y allí iba a redondear su fortuna, obtener grandes beneficios para sus
socios y hacer el nombre de Néw Lanark famoso en toda Europa y en la historia de la industria.
Pero los experimentos sociales de Owen en New Lanark le crearon dificultades con sus socios.
Antes de llevarlos a cabo tuvo que vencer la oposición de tres grupos de accionistas. Todos temían
que sus inversiones corrieran peligro a causa de las reformas. El primer grupo se rebeló cuando
Owen propuso que se utilizaran los fondos de la compañía para construir una escuela para los niños.
Owen consiguió un nuevo grupo de accionistas y se desprendió de los anteriores pagándoles
420.000 dólares por una fábrica que les había costado 300.000 y con la que habían obtenido un
beneficio del cinco por ciento anual más 180.000 dólares adicionales.
El siguiente grupo se alarmó cuando las ideas docentes de Owen chocaron con su sólida ortodoxia

91
británica. También ellos vieron una oportunidad de quedarse con una empresa floreciente a un
precio ventajoso. Disolvieron la sociedad, exigieron una venta pública, hicieron circular historias
sobre las dificultades de las hilanderías e insistieron en que la fábrica no valía cuarenta mil libras.
Pero en la subasta ofrecieron por ella 570.000 dólares; Owen ofreció 500 más y se quedó con New
Lanark. Su tercer grupo de socios comprendía a algunos hombres de negocios ricos con ideas
reformistas, entre
ellos Jeremías Bentham, el famoso filósofo utilitarista, y el famoso cuáquero William Alien.
Luego, durante otros doce años, Owen desarrolló aquella industria con mayor libertad, hasta que
llegó a ser la más famosa, si no la más grande, de Inglaterra. Por fin —en 1825— su último grupo
de socios le abandonó, pues algunos de ellos veían en sus escuelas "una fábrica de infieles". Su
administración de New Lanark terminó en 1825. ¡Y en 1828 se retiró por completo de la empresa.
, Owen se convirtió en un hombre rico. Pero no se ha hecho un cálculo satisfactorio de su fortuna.
Era, no obstante, una fortuna modesta, y tuvo importancia, y hasta hizo época, no por su tamaño,
sino por los frutos que produjo en la mente de su propietario, las cosas que le permitió hacer con
respecto a los mismos procedimientos que le habían hecho rico y la influencia que le permitió
ejercer sobre el nuevo sistema industrial durante los años en que éste iniciaba su existencia. Owen
gastó su fortuna con la misma espontaneidad con que la había ganado, y desde 1828 dejó de
aumentarla. Quedó por fin agotada en sus numerosas cruzadas, hasta que Owen se encontró
finalmente sin dinero y tuvo que vivir de una modesta pensión de 360 libras anuales que le pasaban
sus hijos, quienes procuraron disfrazarla como si fuera el fruto de viejas inversiones.
3.
La importancia de Owen reside en el hecho de que inició su carrera cuando la revolución industrial
surgía en Europa. Inglaterra estaba fascinada con sus nuevas máquinas. Estas habían dado origen a
la fábrica moderna. La nación se preocupaba por manejar las nuevas máquinas, multiplicar su
riqueza y perfeccionar la organización y los recursos de las empresas creadoras de esa riqueza.
Owen se dio cuenta de que esas máquinas ejercían cierta influencia en el espíritu de Inglaterra. Y se
sintió preocupado por el fenómeno.
La fábrica era una nueva arma económica de profunda importancia. Capacitaba al hombre
adquisitivo para hacer algo que hasta entonces apenas había sido comprendido: participar en los
frutos del trabajo de muchas personas, en el campo de la producción. Hasta entonces ello era
posible sólo en la agricultura, el comercio y las finanzas. Pero el productor industrial había seguido
siendo hasta entonces un trabajador más o menos solitario. El Señor del Algodón podía hacer en el
campo de la producción industrial lo que podía
hacer el Señor de la Tierra en el campo de la producción de artículos de consumo.
La fábrica no era enteramente nueva. Céfalo empleaba a ciento cincuenta obreros en su fábrica de
escudos de Atenas. Y es conocida la historia de John Winchecombe —Jack de Newbury—, en la
época de Enrique VII, "el ingenio de la fantasía o la ficción más considerable que conoció nunca
Inglaterra", quien tenía un centenar de telares en su casa, cada uno de ellos manejado por un hombre
y un niño. Pero esos, no fueron más que talleres centrales. Eran muy poco comunes y tenían poca
importancia económica.
Antes de esa época el método para hacer telas de algodón era completamente primitivo. El algodón
en rama era limpiado y cardado para separar las semillas. Luego las fibras eran combadas a mano.
El siguiente paso consistía en retorcer esas fibras formando un hilo por medio del anticuado torno
de hilar que había sido importado en Inglaterra desde la India en el siglo XIII. Los hilos eran
colocados luego en un telar trabajado enteramente a mano. Y todo esto se hacía en el domicilio del
tejedor. Las mujeres y los niños se encargaban de la tarea de separar las semillas, combar las fibras
e hilarlas. Los hombres manejaban el telar. La familia era una unidad productora industrial
organizada. El comerciante de la ciudad proporcionaba el algodón en rama y con frecuencia los
modelos de la tela, y compraba al tejedor la tela terminada. Tal era en realidad la norma de toda

92
producción. Y con ese viejo sistema manual era difícil para cualquiera participar en las tareas del
productor.
Pero una serie de inventos comenzaron a aparecer en el siglo XVIII. Kay inventó la lanzadera
rápida en 1738. En vez de mover la lanzadera a mano entre los lizos, ahora era movida en todas
direcciones medíante un resorte que funcionaba al tirar de una cuerda. Así, un solo hombre podía
hacer el trabajo de dos. En 1765 inventó Hargreaves la hiladora Jenny, llamada así por el nombre de
su esposa, cuya rueca le dio la idea. Esta máquina permitía que una persona, haciendo girar una
rueca, hílase ocho carretes al mismo tiempo. Y antes de que pasara mucho tiempo eran ochenta.
Luego llegaron los inventos de Arkwright y Crompton, quienes mejoraron la hiladora Jenny, y
posteriormente la aplicación por primera vez de la energía hidráulica y luego del vapor al
funcionamiento de las máquinas hiladoras y los telares. Eli Whitney eliminó el trabajo casero de
separación de las semillas con su desmotadora, y el Dr. Edward Cartwright completó el proceso con
su invento del telar mecánico.
El hogar no era un lugar adecuado para aquellas máquinas mo-
lestas. Se hizo en seguida evidente que la manera de utilizarlas con mayor provecho era
reuniéndolas bajo un solo techo. Hicieron inevitable la fábrica.
Owen se dedicó a esa industria que se desarrollaba rápidamente y producía sus Manchester,
Birmingham y Glasgow, sin preparación alguna en economía ni en las ciencias sociales. Pero
comenzó a darse cuenta muy pronto de que la fábrica dejaba profundas' huellas en los seres
humanos que utilizaba, así como en los que desplazaba.
La manufactura de algodón ya no se extendía por muchos lugares. Se iba concentrando y formando
grupos en las ciudades. Y se desarrollaba alrededor de las ciudades que tenían acceso a la energía
hidráulica. Hacía la producción más rápida y barata, de modo que Inglaterra comenzó a abastecer al
mundo de hilo y tejidos de algodón. Dio forma al destino de Inglaterra, cuyos señores del algodón
clamaban por un mayor Imssez faite y más libertad en el propio país, mientras luchaban por
mercados más amplios en el exterior, mercados que Inglaterra procedió a adquirir mediante su
captura y a someter al control más rígido, inconsecuencia de la que era absuelta por la maravillosa
excusa del patriotismo.
Esta fabricación del algodón trajo a la superficie con gran rapidez a una nueva generación de
caballeros que sabían cómo organizar, administrar, desarrollar y conservar el capital. Aumentó
extraordinariamente el número de emprendedores ricos. Reforzó a la gran clase media. Creó un
nuevo orden ecuestre en Gran Bretaña. Formó un grupo poderoso de señores del algodón —y más
tarde de señores del hierro y señores de los ferrocarriles y otras categorías de nobles industriales—
quienes desafiaron la supremacía de los señores de la tierra. Provocó la manía de hacer dinero,
puesto que proporcionaba para ello un arma nueva y potente. Los espíritus rapaces se pusieron a
tejer sueños de riqueza del mismo modo que el espíritu de Leonardo da Vínci se dejó llevar por la
codicia cuando inventó, entre otras muchas cosas, una máquina para hacer agujas. "Mañana a
primera hora —dice éste— haré la correa y procederé a probarla. . . Cien veces por hora terminaré
de hacer 400 agujas, lo que representará 40.000 en una hora y 480.000 en doce horas. Supongamos
que decimos 4.000, que a cinco elfdi por millar dan 20.000 solidi; 1000 por cada día de trabajo, y si
uno trabaja 20 días al mes, 60.000 ducados al año" 1.
Owen vio todo esto con angustia y comentó "el amor al lujo
1 Technics and Civilization, por Lewis Mumford, 1934.
que ha inducido a sus poseedores a sacrificar los mejores sentimientos de la naturaleza humana, en
su acumulación".
Por una parte esta industria produjo grandes ingresos de dinero que fluyó por todo el país,
originando una mayor prosperidad en los buenos tiempos y una miseria más profunda en los malos.
El capitalista encontró infinitas ocasiones de invertir sus beneficios en nuevas empresas tan pronto
como obtenía esos beneficios. Al obrero se le pagaba su salario en moneda, y mensualmente afluían

93
a las corrientes de los negocios, numerosos arroyos de energía adquisidora de dinero, de modo que
Inglaterra se encontró nadando en una nueva clase de prosperidad.
En una sola generación había sufrido Inglaterra un cambio profundo. En 1775 era un país agrícola.
Cuando se hizo el censo de 1811 la población agrícola ya no llegaba más que a la cuarta parte del
total. Las fábricas de tejidos de algodón habían producido esa transformación.
¿Y qué efecto habían ejercido en los obreros? Estos se habían congregado en grandes grupos
malsanos, en fábricas mal ventiladas, donde trabajaban largas horas por salarios bajos. Vivían en
casas inmundas. Las fábricas devoraban a todos los obreros que podían emplear: hombres, mujeres
y niños. Los salarios se elevaron, pero eran más necesarios que nunca, pues el obrero no producía
nada para sí mismo.
He aquí la terrible jornada de un obrero de fábrica: A las cinco de la mañana el repique de la
campana de la fábrica hacía que largas corrientes de esclavos fatigados recorriesen las calles
oscuras para entrar en sus prisiones de ladrillo. A las siete había media hora para el desayuno: té o
café, un poco de pan, quizá algunas gachas de avena; una comida insuficiente, con el té malo y la
infusión débil. Al mediodía otra media hora de descanso para almorzar: un plato de patatas
hervidas, con manteca de cerdo para los obreros más pobres y mantequilla para los mejor pagados;
los más favorecidos recibían unos pocos trozos de tocino graso como suplemento. Para el obrero de
fábrica no era más que una frase sin sentido el rosbif de la vieja Inglaterra. A las siete, ocho o nueve
de la noche volvían a ennegrecerse las calles con los ganapanes que se dirigían a sus casas para
tomar un poco de té o quizá un vaso de aguardiente. Las calles eran estrechas, sucias, sin desagües
ni servicios de limpieza. Las casas eran pobres, por lo general de una sola habitación para cada
familia. Habían aparecido, con sus peores características, los llamados barrios bajos.
En los comienzos de la era fabril trabajaban también los hijos de los pobres. Les llamaban
aprendices pobres. Esos niños desdichados, que trabajaban doce, catorce y hasta dieciséis horas al
día, vivían mucho peor que los esclavos. Un observador dijo que los niños "vivían la vida de la
máquina mientras trabajaban, y la de un animal cuando no trabajaban". Imagínese el lector, si le es
posible, la suerte de un niño de diez años que entraba al trabajo a las cinco de la mañana, no
descansaba más que breves momentos para desayunar y almorzar y dejaba su máquina a las siete de
la noche o más tarde. Y por ese trabajo brutal percibía dos chelines y dos peniques semanales.
La disciplina era rígida. Había reglamentos y multas por cada infracción de los mismos que iban de
uno a seis chelines; multas por dejar una lata de aceite fuera de su lugar, multas por estar sucio o
por ser visto lavándose, multas por dejar abierta una ventana o por tejer a la luz del mechero de gas
demasiado tiempo por la mañana. El Señor del Algodón, que el Sábado se inclinaba sobre su
hímnario y daba tres veces tres por la gloria del íaissez faite, sometía a sus obreros a una disciplina
de hierro, comparada con la cual la vida de los esclavos americanos era, en opinión de Owen, una
vida de libertad y de ocio. El patrono había encontrado, en verdad, algo mejor que el esclavo. El
esclavo tenía que ser comprado con un desembolso de capital y mantenido en todo tiempo. El
obrero de fábrica no implicaba inversión inicial alguna en lo que a su cuerpo se refería y podía
prescindirse de él cuando se presentaban mal los tiempos.
4.
A los veintinueve años de edad asumió Owen la dirección y la propiedad parcial de uno de los más
grandes de esos juggetnauts modernos. New Lanark se hallaba a unos cuarenta y cinco kilómetros al
sur de Glasgow, en los Saltos del Clyde, que le proporcionaban la energía hidráulica. Se componía
de cuatro grandes edificios principales, de piedra extraída de las canteras cercanas, cada uno de
ellos de siete pisos y rodeado de pequeños talleres. Esos edificios, situados en un bello círculo de
colinas, eran fortalezas tristes y feas, según el modelo de las grandes fábricas de nuestra época.
Entre 1800 y 2000 personas vivían en el lugar y otros qui-
nientos aprendices pobres eran alojados en un edificio aparte. Owen ha descrito esa población tal
como era cuando asumió la dirección: "Una colección de los más ignorantes y pobres de todas

94
partes de Escocia, con la moral característica de la pobreza y la ignorancia. . . muy aficionados al
robo, la borrachera y la falsedad". El alojamiento era malo —una habitación para cada familia, sin
instalaciones sanitarias— y las calles eran estrechas y estaban llenas de inmundicias. La gente
odiaba las fábricas. No había casas públicas, pues su primer propietario, Dale, era un prohibicionista
rígido, pero había contrabandistas de licores. Muchas iglesias diferentes, cada una con una doctrina
religiosa distinta, originaban una hostilidad sin fin entre los fieles.
Los primeros servicios de Owen se debieron a las reacciones de un espíritu generoso y justo ante
esas malas condiciones. Pero a pesar de ser mala, New Lanark era una de las mejores fábricas de
tejidos y Owen conocía muy bien la industria a la que se venía dedicando desde hacía once años.
Todavía no se había formado la filosofía social y económica que más tarde iba a enfrentarle con
todos los elementos respetables de Gran Bretaña. Hablando en general, comenzó suponiendo que
aquellos hombres, mujeres y niños poseían derechos que los patronos ignoraban cruelmente y tomó
la decisión de respetar esos derechos en su propia fábrica. Eso le llevó a la filosofía que caracterizó
al movimiento en favor del bienestar social durante los cien años siguientes: el espíritu de nobíesse
obtige; el principio de que el rico debe ser bueno con el pobre.
De acuerdo con esa teoría Owen implantó una serie de reformas en New Lanark, la que se convirtió
en la primera fábrica modelo.
Para comenzar prohibió terminantemente el empleo de los aprendices pobres. Él no tomó más en
adelante y fué despidiendo a los que tenía a medida que expiraban sus contratos. No empleó a niños
menores de diez años. Limitó a diez horas y media la jornada de trabajo para todos los obreros,
aunque creía que debían ser menos, quizá ocho, pero nunca pudo reducirlas a menos de diez y
media. Terminó con las multas e introdujo un sistema de recompensas. Mejoró mucho las viviendas
y dobló las comodidades para cada familia. Organizó campos de recreo. Construyó dos escuelas y
proporcionó a los niños las ventajas de la mejor educación gratuita que podían obtener en Inglaterra
antes de ingresar en las fábricas y después les proporcionaba instrucción nocturna. Organizó
conferencias, reuniones públicas y bailes para los adultos y abrió, para
recreo del público, los bosques que poseía la compañía. Dispuso que se diera a los obreros
asistencia médica, creó un club para enfermos, una caja de ahorros y cursos de verano al aire libre.
Habilitó capillas religiosas en las que podían hablar hombres de todas las sectas, asegurando en
New Lanark una completa libertad religiosa. Y esto fué motivo de una de las principales
acusaciones contra él cuando comenzó su lucha.
En nuestros días nadie vería en todo eso algo subversivo. Hasta el patrono más conservador
proporciona ahora esos y otros beneficios a sus obreros. No obstante, la introducción de esas
reformas en el transcurso de una serie de años fué lo que llevó a Owen al conflicto con sus socios,
inclusive con los últimos, que se le habían unido por simpatizar con sus propósitos humanitarios.
Pero nadie podía poner en duda los buenos frutos que se habían conseguido en New Lanark.
Desapareció la primera y hosca hostilidad del pueblo, proceso que se completó cuando los Estados
Unidos declararon en 1806 el embargo a las exportaciones de algodón en rama a Inglaterra. Owen y
sus socios decidieron que antes que pagar los precios gravosos por el algodón era mejor cerrar las
fábricas de tejidos. Pero durante cuatro meses siguió pagando a los empleados sus salarios
completos.
Más de 25.000 personas, educadores, auxiliadores sociales, fabricantes, parlamentarios y
comisiones del campo y la ciudad, firmaron el libro de registro de New Lanark como visitantes que
llegaban con el propósito de inspeccionar las reformas. El propio Owen dijo en 1812 que los
obreros de su fábrica eran "evidentemente honrados, diligentes, sobrios y ordenados y en el
transcurso del año apenas puede encontrarse un individuo haragán, borracho o ladrón". Y sobre
todo —milagro de los milagros— la compañía que apadrinaba todas esas reformas prosperaba
singularmente y sus propietarios se hacían ricos con ella.
5.

95
Owen, aunque preocupado por las pruebas de inhumanidad, crueldad, codicia e injusticia que le
rodeaban, no era sin embargo un ingenuo como para suponer que los proletarios ignorantes y
degradados de su época eran capaces de constituir el mundo mejor que comenzaba a ver en
perspectiva. Creía que había que hacer del mundo un lugar mejor en que los hombres pudieran vivir
con
dignidad. Pero estaba igualmente convencido de que había que hacer mejores a los hombres para
que pudieran participar en los tesoros de un mundo semejante.
Al parecer, Owen partió únicamente de la convicción de que todos los niños, como una cuestión de
justicia humana, debían tener la oportunidad de recibir una educación, Pero pronto fué más allá e
introdujo en su teoría la proposición de que esa educación debía ser de una clase muy especial que,
mientras se cultivaba la mente en beneficio del individuo, debía formarse su carácter de acuerdo con
un modelo destinado a capacitar a ese individuo para vivir en una sociedad culta. La formación del
carácter se convirtió en el principio cardinal. Owen creía que eso había que hacerlo desarrollando
las virtudes sociales, las simpatías humanas, mediante la comprensión de los derechos del prójimo,
y el odio a las virtudes antisociales de la codicia, el afán de riquezas y la deshonestidad pública y
privada. Hacía mucho tiempo que había perdido su fe en cualquiera religión existente. Pero sostenía
como principio utilitario que una sociedad moderna y culta de hombres libres no puede funcionar
con buen éxito sin un código de ética social muy desarrollado y universalmente aceptado. Y lo que
es más, creía que eso podía ser llevado a la práctica. He aquí sus propias palabras con respecto a su
principio docente:
El carácter de un hombre es un producto de las circunstancias en que ha nacido, vive y trabaja. Las
malas condiciones engendran hombres malos; las buenas condiciones, producen hombres buenos.
El hombre está rodeado hoy en día de condiciones que engendran el egoísmo, la ignorancia, el
vicio, la hipocresía, el odio y la guerra. Si ha de nacer un nuevo mundo, lo primero que hay que
hacer es difundir la verdad con respecto a la base del carácter, a saber, que el carácter del hombre
está hecho para él y no por él.
Para sentar los cimientos de su sueño de un mundo de hombres y mujeres socíalmente educados
creó en 1816, en New Lanark, su Instituto para la Formación del Carácter.
6.
Llegó un tiempo en que Owen se decidió a obligar a los fabricantes colegas suyos a implantar las
reformas. Ellos acogieron de buena gana sus planes para reducir los impuestos sobre el algodón en
rama, pero hicieron oídos sordos a sus propuestas para la reforma
humanitaria en sus fábricas. Luego decidió que el Estado debía obligarlos a ser buenos. En
consecuencia preparó su famosa Ley de Fábricas, bastante moderada juzgada con nuestro criterio
actual, pero transcendente en cuanto señaló el comienzo de la larga lucha por el tratamiento justo de
los obreros que aún no ha sido ganada por completo.
La ley de Owen se aplicaba a las fábricas de 'algodón, lana, lino y seda. Limitaba la jornada de
trabajo a diez horas y media diarias, prohibía el empleo de los ñiños menores de diez años, fijaba el
horario de trabajo para los niños al tiempo mencionado, entre las cinco de la mañana y las siete de
la tarde, disponía que se diese asistencia médica en los casos de enfermedades contagiosas, imponía
un período de instrucción de media hora diaria para los niños en lugares adecuados y concedía a los
jueces de paz el derecho a vigilar el cumplimiento de la ley.
La presentación de ese proyecto de ley en el Parlamento fué la señal para poner en acción a la
potencia reaccionaria intransigente conocida con el nombre de Asociación de Fabricantes. Estos,
como los demás hombres, están lejos de ser monstruos y tienen sus partes de ciudadanos buenos y
malos. Pero la Asociación de Fabricantes es uno de esos inventos ingeniosos que permiten a sus
miembros conservar su decencia individual mientras confían a otros la defensa de sus elementos
sociales más bajos. Poseía entonces, como ha poseído siempre, un espíritu de egoísmo agresivo, con
sus filósofos, economistas, estadistas y propagandistas a sueldo. Se opuso a las propuestas

96
moderadas de Owen como se ha opuesto siempre, desde entonces, a casi todos los pasos hacia
adelante de la industria civilizada, aun cuando sus miembros hayan sido progresistas
individualmente; y ha luchado siempre desde entonces contra los seguros de compensación, las
leyes sobre el trabajo infantil, las restricciones humanitarias en las condiciones del trabajo
femenino, los contratos colectivos, los salarios y horarios de trabajo mínimos, etc.
Owen recorrió en compañía de su hijo las ciudades fabriles y las viviendas obreras y describió al
Parlamento un triste cuadro de sus condiciones indecorosas: los niños trabajaban quince o más
horas diarias y algunos de ellos apenas habían cumplido los cuatro años de edad; los capataces
empleaban zurriagos de cuero para conseguir de los obreros jóvenes la sumisión que obtenían de los
mayores por medio de las multas; una quinta parte de los niños empleados en las fábricas de zapatos
estaban lisiados o sufrían enfermedades y malos tratos.
Pero la Asociación de Fabricantes no estaba ociosa. Investigó la situación de Owen y de New
Lanark. Cuando él los acusó de azotar a los niños ellos replicaron con la impresionante revelación
de que Owen permitía que actuasen ministros disidentes en las capillas de su fábrica. Cuando él
pidió compasión cristiana para los pobres y oprimidos, ellos contestaron con la acusación de que era
un hereje. Los fabricantes investigaron, no sus prácticas comerciales, sino su tolerancia religiosa.
Pagaron los gastos para que un sacerdote de New Lanark testimoniase que había oído a su mujer
citar las palabras pronunciadas por Owen en un discurso público. Así como las asociaciones de
fabricantes de hoy en día replican a todos las acusaciones con la contra acusación de "comunista",
así sus predecesoras de la época de Owen replicaban a quienes las denunciaban acusándolos de
"incrédulos". Pero no podían decir que Owen había arruinado su industria, pues, a pesar de producir
en su fábrica mercaderías mejores que las de ellos y de tener que luchar contra una competencia
ilimitada, había obtenido notables beneficios para sí mismo y sus colegas.
En un noble pasaje describió Owen la visión estrecha de los hombres que le atacaban:
"Me doy buena cuenta, señor, de las protestas que estas proposiciones provocarán por parte de la
ciega avaricia del comercio; pues el comercio, señor, lleva a sus hijos a ver únicamente el interés
inmediato o aparente; sus ideas son demasiado estrechas para que vean más allá de la semana, el
mes o el año en curso como máximo. Les han enseñado, señor, a juzgar como la esencia de la
sabiduría la inversión de millones de capital y años de extraordinaria aplicación científica, así como
el sacrificio de la salud y las costumbres de la gran masa de los subditos de un imperio poderoso,
para poder mejorar inútilmente la fabricación y aumentar la demanda de alfileres, agujas e hilos;
para tener la singular satisfacción, tras inmensos cuidados, trabajos y ansiedades por su parte, de
destruir las verdaderas riqueza y fuerza de su país minando gradualmente las costumbres y el vigor
físico de sus habitantes con el único propósito de privar a otras naciones de su participación en el
envidiable proceso de fabricar alfileres, agujas e hilo."
Y estas palabras fueron escritas por uno de los hilanderos más importantes de Inglaterra.
Owen puso su dedo en la llaga de una de las necedades más asombrosas de los industriales: su
incapacidad de ver que sus obreros eran también consumidores y que mientras Inglaterra hacía los
mayores esfuerzos para conquistar mercados en el exterior, excluía a sus propios obreros del
mercado de los géneros que ella misma producía al darles salarios bajos y obligarles a trabajar
largas horas.
Los fabricantes de nuestra época han comprendido, con la fuerza de un descubrimiento, que la gente
no compra nada mientras se halla dedicada al trabajo, que la mayor parte de sus gastos tienen lugar
en sus horas de descanso y que las personas que ganan sueldos bajos y se hallan excesivamente
fatigadas tras la larga jornada de labor no se encuentran en situación de comprar nada. No obstante,
en la misma lucha que se produjo con respecto a' la primera Ley de Fábricas, hace más de ciento
treinta años, el culto fabricante de que hablamos advirtió a sus colegas que "un fabricante no podía
temer un mal mayor que los jornales bajos y las largas horas de trabajo. . . Estos (sus empleados)
son, a consecuencia de su número, los mayores consumidores... La verdadera prosperidad de

97
cualquier nación en todo tiempo puede ser determinada con exactitud por el monto de los jornales o
la extensión de las comodidades que las clases productoras pueden obtener a cambio de su trabajo".
Ha sido necesario casi siglo y medio para que los patronos vean eso, y todavía sólo
imperfectamente.
Sería injusto decir que no había fabricantes que simpatizaban con Owen. Uno de ellos, Sir Robert
Peel, el mayor, el más importante de los señores del algodón, era miembro del Parlamento. Se le
confió el manejo del proyecto de ley. Mantuvo una conferencia tras otra con sus colegas los
propietarios de fábricas de tejidos y fué cediendo en un punto tras otro. Por fin, en 1819, fué
aprobado el proyecto de ley, pero terriblemente modificado. Se limitaba a las fábricas de algodón,
las horas de trabajo eran elevadas a doce, la edad para el trabajo de los niños se reducía de diez a
nueve años, y no se disponía inspección alguna. Owen denunció esta componenda y se lavó las
manos con respecto a la ley. Pero era un comienzo y sólo él era responsable de lo que iba a ser el
primer paso en una larga y fructífera lucha por el bienestar de las masas.
7.
En junio de 1815, los ejércitos aliados de Europa derrotaron a Napoleón en Waterloo. Pero también
terminó otra cosa: el auge de los negocios bélicos en Inglaterra. Esta venció a Napoleón como
nosotros vencimos al Kaiser, no sólo con soldados, sino también con cañones, municiones, barcos y
dinero, prestado a sus aliados e invertido en su mayor parte en la propia Inglaterra. Birmingham,
Manchester y Londres habían prosperado como Pittsburgo, Bridge-
port y Nueva York en nuestra época. Se hacían grandes fortunas. Pero el cliente era la guerra.
Cuando ésta terminó, el cliente desapareció. El auge concluyó en 1815 del mismo modo que en
1919. Los almacenes y las estanterías de los comercios estaban llenos de mercaderías invendibles.
Las fábricas se cerraban o reducían los jornales de sus obreros. Muchos de éstos se hallaban ya sin
trabajo a causa del desplazamiento de los telares a mano y de haber sido puestas otra vez en vigor
las Leyes de Cercas que expulsaban a los labradores de sus tierras. Ahora las fábricas de tejidos de
algodón, lana y lino, arrojaban a sus millares de obreros a las filas de los desocupados. La guerra
había hecho ricos a los granjeros; los precios de la lana y del trigo subían. Los labradores pidieron
que el gobierno mantuviese altos esos precios. Se aprobó una ley excluyendo a los cereales
extranjeros a menos que los producidos en el país se elevasen a más de ocho chelines la arroba.
Surgió amenazadora una ola de descontento. La pobreza se convirtió en un azote. Los crímenes se
multiplicaban. Ya a mediados de 1816 la situación era seria. Luego se dio el paso inevitable. Se
convocó una conferencia —como lo hizo Mr. Hoover en 1929— de los señores del Reino, los
señores de la Tierra y los señores del Algodón. Los radicales tenían un plan: reforma parlamentaria,
votos para el pueblo que pedía pan. Los señores de la Tierra tenían otro plan: aumentar los fondos
para las obras de caridad. A Owen le pidieron su opinión. Él la dio, pero se basaba en ciertos
desarreglos y enfermedades fundamentales del sistema económico. Se le escuchó con atención. Mas
la conferencia terminó nombrando una comisión para que reuniera fondos y siguiera las
investigaciones. El Duque de Kent —padre de la Reina Victoria— era el presidente. Owen fué
designado miembro de la comisión. Se le pidió que preparase un plan. Lo hizo. Y cuando presentó
su plan en una reunión de la comisión presidida por el Arzobispo de Canterbury no es de extrañar
que ese caballero y otros varios arquearan sus cejas nobles y sacerdotales. Ese plan señalaba el
comienzo de la entrada de Owen en el reino del socialismo utópico y era propuesto a hombres que
adoraban no a una Trinidad, sino a un dios cuádruple: el Padre, el Hijo, el Espíritu Santo y la
Propiedad.
He aquí el plan de Owen. La sociedad había encontrado el medio de producir mercaderías en
cantidad superior a los "ingresos" que percibía la gente para adquirirlas. Esa disparidad entre las
mercaderías producidas y el poder de adquisición le parecía el eje del problema. Siendo mayor la
capacidad de producción que la de con-
sumo, los fabricantes consideraban necesario reducir la capacidad. La capacidad consistía en

98
hombres y máquinas. Pero las máquinas eran más baratas que los hombres, por lo que prescindían
de los hombres. Pero los hombres de que se prescindía eran también consumidores. Las máquinas
no lo eran. De ese modo, la capacidad de la sociedad para consumir volvía a disminuir más que su
capacidad para producir. .
Los hombres que quedaban sin trabajo eran una carga para los contribuyentes, quienes a su vez
aumentaban la carga del fabricante.
Owen proponía un plan que parecerá familiar a los lectores que recuerden el llamado plan EPIC de
Mr. Upton Sinclair, que inflamó la imaginación de algunos californianos y provocó el terror de
otros en 1934 hasta el extremo de que Mr. Sinclair estuvo a punto de ser elegido gobernador.
Owen proponía en primer lugar que los pobres y desocupados dejasen de ser de un golpe una carga
para los contribuyentes. Esto era tan seductor en Inglaterra como lo fué luego en California, pues el
empleador, que había prosperado a costa de los obreros, se encontraba ahora con que gran número
de ellos pesaban sobre sus espaldas. Owen propuso que los desocupados fuesen separados
literalmente del sistema económico normal y colocados en uno aparte. Serían establecidos en
comunidades cooperativas. La comunidad produciría lo necesario para su subsistencia. Sus
habitantes serían al mismo tiempo productores y consumidores. De ese modo, lo que produjeran los
desocupados no aumentaría la provisión de mercaderías ofrecidas en los mercados comerciales.
Pero al producir lo que necesitaban se darían a sí mismos un poder de adquisición que no sería
arrebatado a los bolsillos de los contribuyentes. Se crearían muchas comunidades de esa clase que
serían financiadas por el gobierno, los condados, las ciudades o las organizaciones privadas. Las
comunidades intercambiarían sus productos.
La organización de una de esas comunidades costaría de sesenta a noventa y seis mil libras. Las
viviendas serían edificadas en el centro de la población: grandes departamentos de construcción
moderna. Así, la gente viviría en edificios comunales; las comidas serían preparadas en una cocina
común; habría patios de recreo, escuelas y el resto. Y los campos se extenderían alrededor de ese
centro común. Los subscritores no perderían nada, pues las comunidades podrían pagar un cinco
por ciento de interés sobre el capital invertido, aunque no se explicaba cómo podrían dar ese
beneficio sin
enviar sus mercaderías al mercado general. La comisión presidida por el Arzobispo se desentendió
rápidamente de esa patata demasiado caliente pasándosela a un comité parlamentario. En éste no
consiguió ni siguiera una audiencia. Owen se apresuró a exponer su plan al país. Y en la
subsiguiente agitación rompió por completo con las personas altamente respetadas que hasta
entonces habían otorgado su apoyo moral a sus aventuras humanitarias.
8.
Casi sin darse cuenta de ello, Owen se deslizaba lentamente desde el océano agitado de un
capitalismo benevolente a un nuevo mar desconocido, inexplorado.
No era un economista, sino un filósofo social. Era un filósofo esquemático cuyas reflexiones lo
llevaban a hacer heliografías para el mundo del porvenir. Era un utópico que se puso a construir su
País de Ninguna Parte.
Sus ideas no eran, por supuesto, enteramente nuevas. El sueño de la Ciudad de la Luz y la Justicia
era un sueño ya viejo con el que habían jugado los hombres desde Platón. San Agustín había
descrito su propia comunidad teocrática: la Ciudad de Dios. Thomas Moro, recientemente
canonizado por la Iglesia, que es hoy día la más firme defensora de la propiedad, atacó la institución
de la propiedad privada e imaginó una sociedad planeada de acuerdo con el modelo agrícola, en la
que las necesidades de la gente serían la base para calcular el volumen de la producción, con una
jornada de trabajo de seis horas y el intercambio de mercaderías entre la ciudad y el campo sin
mediación del dinero. Tal era la Utopía de Moro, descubierta por su ficticio sabio y marino
portugués Raphael Hythloday. Describía un gobierno democrático, una educación general y ese
ideal democrático de los utilitaristas de una época posterior: el mayor bienestar del mayor número.

99
Después apareció toda una serie de exploradores del País de Ninguna Parte y fundadores de
ciudades de ensueño. Bacon, con su Atlantis y su Casa de Salomón, precursor de la Casa de la
Magia en la que los científicos inventarían un mundo perfecto; Andreas, con su Cristianópolís,
poblada por artesanos impregnados de ios más altos conocimientos, que desean la paz y renuncian a
las riquezas; y Campanella, con su Ciudad del Sol, gobernada por un grupo
de hombres selectos, sin ricos ni pobres y con una dictadura comunista.
Detrás de esas visiones había, no obstante, ideas concretas, un esfuerzo para producir la igualdad
democrática, crear abundancia, redimir a los hombres de su ignorancia, asegurar la paz. Era el
antiguo sueño de terminar con la guerra, la pobreza, el vicio y la ignorancia. Y Owen, como muchos
de los otros, veía la ignorancia en el fondo de todo ello.
Antes de Owen los reformadores de diversos tipos jugaban con la idea de la teoría del valor:
Babeuf, Etienne Cabet y, sobre todo, Saint-Simon y Ricardo. Otros jugaban con el concepto de la
propiedad pública de la industria, el principio de que cada uno contribuyese a la sociedad de
acuerdo con su capacidad y cada uno fuese recompensado de acuerdo con sus necesidades, como
dijo Le Blanc, o de acuerdo con sus servicios, como decía Saint-Simón. Estas ideas, y una medía
docena de otras —el impuesto a la herencia de Thomas Paine, el impuesto a la tierra de Thomas
Spence (precursores del impuesto único), el ataque a la propiedad de Prudhon, el utilitarismo de
Godwin— llenaban el ambiente, animaban las discusiones, provocaban movimientos populares.
Es un poco difícil determinar con exactitud cómo concibió Owen sus diversas ideas. Había sido un
lector omnívoro en su juventud, pero había vivido sus años de madurez como un hombre de acción
dedicado a los negocios y a la reforma social. Conoció, sin embargo, a muchos de los pensadores
sociales eminentes de la época. Bentham era uno de sus socios. Ricardo se interesaba
profundamente por su plan. Conoció a William Godwin y no cabe duda que ejerció sobre él gran
influencia. Pudo haber tomado su teoría del valor de Ricardo, o haberla desarrollado por sí mismo.
Es enteramente probable que llegara por sí mismo a la importante verdad con respecto a la gran
falla del sistema económico. En un memorial presentado a la conferencia de las potencias en Aix-la-
Chapelle decía:
"La gran cuestión que hay que resolver ahora consiste, no en cómo puede producirse una riqueza
suficiente, sino en cómo el exceso de riquezas que puede crearse con facilidad se puede distribuir
generalmente en toda la sociedad con ventaja para todos y sin perturbar prematuramente las
instituciones y las medidas existentes en cualquier país".
Esta cuestión desconcierta todavía a los estadistas que tratan de encontrar la fórmula mágica para
distribuir todo lo que podemos producir sin el armazón de la economía capitalista. Ningún otro
hombre de su época vio eso con tanta claridad ni lo expuso de una manera tan decisiva como el gran
problema del momento.
Owen creía aún, que podía llevarse a cabo sin perturbar prematuramente las instituciones existentes.
El mismo empleo de la palabra "prematuramente" índica su sospecha de que al fin serían
perturbadas las "disposiciones existentes". Odiaba la revolución. Odiaba la violencia. Esperaba que
poco a poco, por medio de la educación e insinuando lentamente sus comunidades cooperativas en
la sociedad existente, aquéllas se extenderían, crecerían y por fin suplantarían a la sociedad. El
propio Owen dijo que debía su plan de esas comunidades a un tal John Billars que las recomendó en
1696 y cuyo folleto titulado "Propuestas para erigir un Colegio Industrial de todos los oficios útiles
y Agricultura" reimprimió.
Owen apeló a la opinión pública para que adoptase su plan.
Y al iniciar la cruzada en su favor no dejó lugar a duda alguna de que lo consideraba, no sólo como
un paliativo para hacer frente a la emergencia de la depresión, sino como una pauta saludable para
la organización de la sociedad según un nuevo modelo colectivo. Se estaba convirtiendo en el
primer gran caudillo socialista de Inglaterra; un socialista utópico, es verdad, más no obstante, un
socialista, que exponía lo que iba a ser la diagnosis socialista clásica del sistema capitalista.

100
Escribió artículos para los diarios, bosquejando su plan, y compraba treinta mil ejemplares de los
números en que aparecían esos artículos para enviarlos, exentos de franqueo, a los ministros, los
miembros del Parlamento, los magistrados y los jefes religiosos de cada ciudad. Sólo en eso invirtió
veinte mil dólares. Imprimió folletos a millares y realizó una extensa propaganda por todos los
medios conocidos. Su plan encontraba la oposición de los radicales, defensores de la reforma
parlamentaria. Éstos llamaban a sus comunidades "paralelogramos de pobres". Se le oponían
también los malthu-sianos. Al parecer le indignaba cada vez más la oposición del clero.
Y así, en una reunión histórica, denunció "los errores groseros que se han combinado con las
nociones fundamentales de todas las religiones". Dijo que con la ayuda de esos errores se había
convertido el hombre en "un animal débil e imbécil, un fanático furioso o un hipócrita miserable".
'Yo no pertenezco a vuestra religión —les dijo— ni a ninguna religión predicada todavía en este
mundo". Como consecuencia, perdió la simpatía de unas pocas autoridades eclesiásticas, como el
Arzobispo de Canterbury, que lo habían ayu-
dado. Ahora era posible rechazar cualquier propuesta de Owen llamándolo "ateo".
Pero los acontecimientos lo favorecían. La depresión que siguió a la guerra iba en aumento. Los
millares de desocupados, los granjeros y agricultores desposeídos, los obreros de las fábricas de
tejidos mal pagados y esclavizados se mostraban cada vez más furiosos. El sistema de aliviar la
pobreza mediante las obras de caridad, fracasaba. En realidad, todo ese tema del alivio era una
pesadilla semejante a la de los Estados Unidos en 1932 o a la de nuestros días. Las leyes inglesas
que perjudicaban a los pobres habían sido creadas en la época ignorante de Enrique VIII y la Reina
Isabel; de ahí los talleres malsanos, los materiales que tenían que producir los pobres gratuitamente,
los inspectores, y por fin lo más monstruoso de todo, el arriendo de aprendices pobres. Esto seguía
constituyendo la espina dorsal del sistema inglés hasta 1834. Y había un agregado más
desmoralizador: el sistema de descuentos, introducido en 1782, mediante el cual los pobres eran
cedidos en arriendo y sus jornales recogidos por las autoridades del condado y aumentados
mediante un subsidio público. Esto desmoralizaba al obrero y constituía un paraíso para el
empleador que necesitaba obreros por salarios de indigencia. Inglaterra invirtió treinta y nueve
millones.
Los obreros trataban de organizarse, pero las leyes se lo prohibían. Las desgraciadas víctimas de la
limosna y la desocupación comenzaban a amotinarse aquí y allí. Había revueltas entre los mineros
del interior. Eran incendiadas las fábricas de tejidos. Los ludítas, llamados así por el nombre de Ned
Ludite, una aldea idiota que para vengarse de sus atormentadores destrozó algunas maquinarías,
comenzaron a destruir las máquinas de las hilanderías. El gobierno estaba asustado. Recordaba la
rabia terrible de las multitudes de París. Se atuvo firmemente a su confianza en la mano de hierro.
Los alborotadores eran dispersados por los húsares. Las cárceles estaban llenas. La ley de habeos
corpus fué suspendida. Fueron prohibidas las reuniones públicas. Se impidió despiadadamente la
circulación de folletos. Todas las sagradas garantías de la Carta Magna fueron pisoteadas. Luego
sucedió lo de Peterloo. Unos ocho mil desocupados se reunieron en el campo de St. Peter, en las
afueras de Manchester. Era una reunión ordenada. Las bandas tocaban el Goíí Save the King. Pero
las autoridades estaban aterradas. Y cuando un orador trató de hablar a la muchedumbre se ordenó a
los soldados que hicieran fuego. Hubo once muertos y cuatrocientos heridos, algunos de ellos
mujeres y niños. Un estremecimiento de horror
sacudió a todo el país, horror en los pechos de los señores de la tierra y del algodón, que los llevó a
más supresiones; horror en los pechos de los pobres, ante la muerte de sus camaradas.
En esas circunstancias desesperadas muchas personas responsables, de Inglaterra, no sabiendo
dónde encontrar la cura para todo ese desorden, llegaron a considerar con tolerancia el plan de
Robert Owen, quien se mostraba tan constantemente optimista con respecto a su valor. Se convocó
otra conferencia para tratar dicho plan, se nombró otra comisión, presidida por el Duque de Kent. Y
esa comisión recomendó que se hiciese una prueba con una comunidad cooperativa. Recomendó

101
también que se reuniese para ello un fondo de quinientos mil dólares. El propio Owen se apresuró a
subscribirse con cincuenta mil. Pero no se consiguió ningún otro aporte considerable. La brillante
visión se disipó. Y Owen volvió sus ojos hacia el Nuevo Mundo.
9.
En las orillas del río Wabash, en Indiana, fundó Owen en 1826 una comunidad cooperativa según el
modelo que había propuesto en Inglaterra. New Harmony era ya una comunidad cooperativa
fundada por un grupo de colonos alemanes. No se había formado, por supuesto, de acuerdo con el
plan de Owen. Y estaba a la venta. Él la adquirió por 182.000 dólares, llamó a sus cuatro hijos a
Indiana y se dispuso a llevar a la realidad en el Nuevo Mundo, lejos de las cristalizaciones
comerciales del viejo, su Ciudad del Sol. Estuvo dos años bajo su dirección y terminó en un fracaso.
La empresa se hallaba en el Nuevo Mundo, desde luego, pero los colonos atraídos a ella estaban tan
profundamente saturados de los hábitos sociales y la manera de pensar del Viejo Mundo como sus
compatriotas de Inglaterra. Owen atribuyó con justicia el fracaso a que los hombres de su época —
como los de la nuestra— no estaban preparados por la educación y el ambiente, para vivir en
semejante comunidad. Perdió cuarenta mil libras en la aventura y regresó a Inglaterra sin
desanimarse y con una fe inconmovible en la posibilidad del nuevo mundo moral de sus ensueños.
10.
Pero en la época en que Owen creaba su New Harmony vivía en los Estados Unidos un hombre que
iniciaba otra empresa de un orden muy diferente. Ese hombre era Lowell, de Massachusetts. En
verdad, New Lanark en Escocia y la ciudad que tomó el nombre de Lowell en los Estados Unidos
deben ser consideradas como las fábricas generadoras de las fuerzas que iban a desarrollarse, a
envolver a nuestra sociedad y a chocar, como lo hacen ahora, en una lucha mortal.
Lowell forjaba las armas que utilizaría el hombre adquisitivo de los cien años siguientes para
realizar sus prodigios. New Lanark forjaba las armas morales que utilizarían los reformadores y
cruzados para luchar contra quienes iban armados con los instrumentos de rapiña de Lowell.
El 2 de febrero de 1822 un grupo de caballeros de Nueva Inglaterra organizó la Merrimack
Manufacturing Company. Francis Ca-bot Lowell era un graduado de Harvard. Kirk Boott había
estudiado allí hasta que se alistó en la campaña de la Península española a las órdenes de
Wellington. Nathan Appleton era un graduado de Dartmouth. Sus colegas, Paul Moody, Patrick
Tracy Jackson, Tho-mas N. Clark y Warren Dutton eran hombres prácticos.
Eligieron un lugar para construir una ciudad industrial de acuerdo con sus planes. A esa ciudad la
llamaron Lowell. Edificaron una fábrica de telares mecánicos que aún subsiste y funciona en la
actualidad. Eligieron aquel lugar por su proximidad al Canal Paw-tucket. Ese canal pertenecía a una
sociedad mercantil que contaba con quinientos accionistas diseminados por toda Nueva Inglaterra.
La Merrimack Company necesitaba la energía hidráulica del canal. En consecuencia, envió a
Thomas N. Clark con la misión de recorrer Nueva Inglaterra para comprar las acciones en secreto.
La compañía necesitaba maquinaria y, por lo tanto, adquirió los procedimientos y las patentes de la
Boston Manufacturing Company de Waltham. Las dos compañías llegaron a un arreglo "para
compensar los beneficios de todos los accionistas de ambas compañías mediante la mutua
transferencia de acciones". Era una manera de decir que las compañías se fusionaban mediante el
intercambio de participaciones. Se trataba en realidad de la primera combinación de sociedades
colectivas —la Merrimack Company, la Pawtucket Canal Company y la Boston Manufacturing
Company— recurso que los
hombres de empresa utilizarían durante las siguientes generaciones para ganar muchos miles de
millones de dólares.
El Canal y los Saltos de agua de Merrimack producían una energía hidráulica muy superior a la que
necesitaba la compañía. Esta poseía además mucha más tierra de la que podían ocupar sus fábricas
y viviendas. En consecuencia, constituyó una compañía subsidiaria —la Locks and Canals
Company— con un capital de 600.000 dólares y con el mayor George W. Whisler, del ejército de

102
los Estados Unidos y padre de James Abbot McNeill Whistler, como ingeniero jefe. A esta
compañía se le encomendó el manejo de la energía hidráulica y la construcción y el funcionamiento
de una fábrica de maquinaria textil. Así, la Merrimack Company se convirtió en una compañía de
holding que poseía todo el capital de la Canal and Locks Company.
Se había creado, por lo tanto, una empresa vertical completa que, por primera vez, hilaba y tejía el
paño al. mismo tiempo, construía su propia maquinaria, manejaba la energía hidráulica de su canal
y, por medio de la Locks and Canals Company, podía firmar contratos para construir fábricas de
tejidos, proveerlas de maquinaria y proporcionarles los terrenos y la energía necesarios para
dedicarse al mismo negocio.
Encontró que necesitaba capital con urgencia. Por lo tanto, se interesó por una compañía de seguros
de Boston y un banco, o quizá varios, de los que podría obtener fondos. En sus numerosas
sociedades, que crecían en número, pues pronto comenzó a adquirir participaciones en otras
fábricas, utilizó el recurso de las juntas directivas entrelazadas. Y empezó a hacer experimentos con
asambleas de accionistas en tiempos y lugares que hacían difícil la presencia de dichos accionistas.
Construyó viviendas para los obreros de la compañía; hizo que un gran ómnibus recorriese la
campiña reclutando muchachas de las granjas; edificó centenares de casas de huéspedes
administradas por viudas y en las que vivían esas muchachas. Naturalmente, muy pronto
comenzaron a circular rumores sobre lo que ocurría entre hombres y mujeres en Lowell. Una
comisión de sacerdotes realizó una investigación en la ciudad e informó que las críticas eran
infundadas, pues allí, por fortuna, donde una administración piadosa hacía que hombres y
muchachas trabajasen de once a trece horas diarias, esas criaturas, gracias a la Divina Providencia,
se hallaban demasiado fatigadas por la noche para entregarse a los pecados de la carne. Aquello fué
una revelación del Cielo. Los piadosos caballeros habían
hecho el descubrimiento de que la fatiga que los fabricantes temerosos de Dios producían en sus
obreros constituía el mayor enemigo del Demonio.
Para hacer justicia a esos caballeros debe decirse que Appleton, y quizá Boott, habían conocido a
Owen y, a su manera ruda de Nueva Inglaterra, tomaron en sus fábricas ciertas' disposiciones en
beneficio del bienestar de sus obreros. Pero no las concibieron con el espíritu de una consideración
humana por sus empleados tanto como con el propósito de mantener el orden y la eficiencia. Y
orden significaba religión. De aquí que edificaran un templo, el de Santa Ana, que todavía subsiste.
Más tarde construyeron un templo católico para poner a los inmigrantes irlandeses revoltosos, bajo
una especie de disciplina. Prohibieron las bebidas en las casas de huéspedes, así como "la
conversación ligera y frivola". Organizaron una biblioteca y lugares de reunión para las discusiones,
y más tarde crearon The Liowell Offering, quizá el primer órgano de publicidad de una empresa
industrial, editado por las muchachas. Pueden descubrirse en ello algunos rastros de la influencia de
Owen, pues John Green-leaft Whittier cantó a sus "muchachas, flores recogidas de un centenar de
praderas, monjas hermosas y sin velo de la industria", y un cronista local habló de ellas como de
"ejércitos de ángeles uniformados", todo lo cual se hacía probablemente a beneficio de la piadosa
Boston unitaria.
Pero la importancia principal de Lowell consistió en que forjó las armas del promotor y el
monopolista adquisitivo, en tanto que New Lanark forjaba las armas del reformista social.
Es probablemente un juicio justo del período decir que esos dos grupos, junto con los citados
anteriormente —los Fugger, los Law y muchos otros— abastecieron los arsenales de los rivales
posterio-r.s que lucharían por el dominio del mundo. Los creadores de riqueza contaban ya con la
institución de la propiedad, la invención de la moneda, la invención del crédito y, lo que es más
importante, la invención del crédito bancario, la sociedad comercial, la compañía por acciones, la
subsidiaria, la manipulación de sociedades, la especulación con valores colectivos, la producción de
depósitos de ahorros y el manejo de los mismos, y fondos bancaríos, de seguros y colectivos; y
ahora agregaban a eso la creación de fábricas de maquinaria y las nuevas técnicas administrativas.

103
Con ello se abría el camino para que gran número de hombres despiadados e inescrupulosos
amasasen grandes fortunas.
Al mismo tiempo, mientras los filósofos y los economistas fabri-- -
caban la teoría del individualismo que creó el clima perfecto para sus operaciones, otro grupo, del
cual fué Owen el gran precursor y evangelista, formulaba los ideales y principios del control social
en diversas formas que incluían el colectivismo, las teorías que sirvieron de base a las
reclamaciones de los obreros y por fin las organizaciones por medio de las cuales los trabajadores -
desafiarían a sus amos y a lo largo de sangrientas décadas obtendrían de ellos una concesión tras
otra. También en esa lucha iba a desempeñar Owen un papel de iniciador.
11.
El movimiento de los gremios obreros adquirió su primer ímpetu importante en Inglaterra en 1824,
justamente en la época en que Owen partió para América. No sería cierto decir que tomó parte en él.
No había mostrado interés por los gremios ni las organizaciones militantes de obreros creados para
ejercer una presión colectiva contra los patronos. No estaba contra ellos, pero se interesaba más por
un reajuste fundamental de la sociedad. Concebía un sistema en el que todas las personas
productoras, desde los directores para abajo, se unieran en una organización común. Pero la
situación de los obreros no admitía una demora como la que significaba la realización de su sueño.
A los obreros se les prohibía unirse. Las leyes al respecto databan del siglo XVI y habían sido
puestas en vigor a intervalos. La última ley, sancionada en 1800, prohibía a los trabajadores unirse
para obtener por la fuerza un aumento en los jornales, la reducción de las horas de trabajo o para
otros propósitos, incluyendo la presión sobre otro obrero para que no trabajase. Esa ley era
observada rígidamente y en la miseria que siguió a la guerra se dictaron varias sentencias de cárcel.
La unión para mejorar la suerte de los obreros era llamada "sedición". Pero en 1824, bajo la
dirección de Francis Place, fueron derogadas esas leyes y los gremios obreros quedaron legalizados.
Los gremios se unieron en seguida con los radicales para pedir la reforma parlamentaría. Los
partidarios de Owen mostraban poco interés por esa reforma. Se equivocaban al suponer que se
trataba de un paso inútil, pues la reparación de las injusticias que se cometían con los obreros
requería ante todo que éstos gozasen de poder político. Pero estaban en lo cierto al comprender que
la mera reforma parlamentaria no traería por sí sola una cura económica, como lo descubrieron muy
pronto los obreros. Y eso llevó a los gremios,
entre los años 1824 y 1829, a buscar algún remedio más concreto y eficaz. Necesitaban alguna
acción directa. Y las únicas propuestas a la vista eran las de Owen: los principios de cooperación.
De ahí que durante esos años se iniciara un movimiento cada vez más amplío en favor de la
cooperación según el modelo de Owen. Pero mientras tanto se organizaron sociedades cooperativas
para unir la fuerza de producción y adquisición de los trabajadores en su beneficio común.
Inglaterra se llenó de caudillos partidarios de Owen. Asociaciones de todas clases, así como los
gremios, los diarios y conferenciantes bombardeaban los oídos de los ingleses con el nuevo culto
del owenismo. Y cuando Owen regresó de New Harmony fué empujado literalmente a la dirección
de ese movimiento. Constituye un curioso fenómeno en su carrera que se convirtiera así en el jefe
de un movimiento en favor de grupos de compra y venta cooperativos en los que tenía poca fe, y de
gremios obreros militantes en los que tenía quizá menos fe todavía. Ello puede aplicarse, en un
hombre de la integridad intelectual inflexible de Owen, sólo a base de la teoría de que, marchando
de ese modo al paso de los obreros, podría llevarles finalmente a la realización de sus propios
sueños. Y en realidad los mismos obreros se hallaban casi completamente infectados con ese sueño
de una meta final.
No tiene objeto trazar aquí el desarrollo de los gremios obreros, las sociedades cooperativas y los
movimientos en favor de las comunidades cooperativas, todos los cuales estaban entrelazados. Es
una larga historia. Pero lo que aquí nos interesa e importa es el intento de Owen de crear bolsas de
trabajo de acuerdo con un modelo muy radical. La National Equitable Labour Exchange fué creada

104
en Londres en 1832. Era un plan para crear un mercado cooperativo con los obreros como
productores y compradores. Sus miembros podían llevar sus productos a la bolsa y podían también
comprar esos productos.
Más importantes eran los medios de pago. Owen había adoptado la teoría obrera del valor. Ahora
concebía el trabajo como la medida del valor. "La energía física medía de los hombres —argüía—
ha sido calculada y como ella forma la esencia de toda riqueza, su valor en cada artículo de
producción puede ser también determinado, así como su valor de cambio con todos los demás
valores fijados en conformidad".
Estableció en consecuencia una "medida" del valor de trabajo. Llegó a calcular que seis peniques
eran el valor monetario medio de una hora de trabajo. El valor de cualquier artículo fué establecido
de este modo: el costo de los materiales más el costo del trabajo, al que se llegaba multiplicando las
horas por el jornal corriente por ese trabajo, más un penique por chelín por el costó de la
administración. El total se dividía por seis; y seis peniques resultaban el costo medio de trabajo por
hora. Esto daba la cantidad de "tiempo de trabajo" incorporada en el artículo. Cualesquiera que
fueran los méritos de este cálculo, en él estaba el germen de la doctrina de Marx, de que el valor de
uso de cada artículo es la cantidad de trabajo socialmente necesario que contiene, o el tiempo de
trabajo social requerido para su producción. Era un intento de Owen de encontrar una medida para
esa "jalea" de trabajo que constituye el componente de valor esencial de todo artículo.
El entusiasmo de Owen aumentaba a medida que los gremios obreros crecían en número y actividad
y celebraba la llegada de la gran era de la cooperación. Ésta tomaba toda clase de formas, desde los
esfuerzos por establecer comunidades cooperativas hasta la creación del gran Gremio de
Constructores, que llegó a ser una organización cooperativa de construcciones propiedad de los
obreros, quienes contrataban también a los administradores.
Pero todos esos grandes experimentos fracasaron. El objetivo de Owen era, por supuesto, utilizar a
los gremios obreros como un instrumento del socialismo. Él mismo llegó a ver que la cosa no daba
resultado. Continuó durante muchos años con su comunidad, elaborando y predicando el evangelio
del Nuevo Mundo Moral. Publicó diarios, escribió libros, preparó y pronunció conferencias, hizo
peticiones al Parlamento en favor de su filosofía de que había que rehacer al mundo por medio de la
educación y de ideas morales sanas. Gastó hasta el último penique que poseía en esas aventuras. Al
llegar a la edad de setenta y tres años había perdido ya toda su fortuna. Durante el resto de su vida
sus hijos, que habían fijado su residencia en los Estados Unidos, le pasaron una renta anual de unos
1.800 dólares, basándose en una deuda ficticia de 36.000 dólares que alegaban tener con él. Obraron
así para no herir su orgullo. Con esa ayuda monetaria se dedicó a predicar sus doctrinas en Londres,
París y en los Estados Unidos, hasta su muerte. Cuando tenía ya ochenta y siete años fué llevado
por cuatro empleados hasta la tribuna de una reunión pública que se realizaba en Liverpool, ciudad
a la que había ido con grandes esfuerzos para predicar sus doctrinas. Al regresar a casa cayó
desmayado. Mejoró por breve tiempo, y falleció el 17 de noviembre de 1858.

105
CAPITULO 5.

CORNELIUS VANDERBILT
EL REY DEL FERROCARRIL.

106
UN pequeño laúd se desliza rápidamente por la bahía desde Stapleton hasta Battery Pier; maneja el
timón un joven corpulento, cariancho, fuerte de pecho, de ojos azules y que rebosa de salud y
confianza en sí mismo. Es el barquero de Staten Island, Cornelius Vanderbilt, quien tiene dieciséis
años de edad y acaba de emprender ese oficio por su cuenta.
Descendiente de una línea de granjeros holandeses que fijaron su residencia en Staten Island en
1650, el joven Cornelius ha trabajado con su padre transportando pasajeros y carga en un botecito
desde que tenía diez años. Esa gran máquina de músculos, cartílagos y nervios en forma de un
muchachote holandés procede de un padre tosco y manirroto. Pero la energía motriz de la máquina,
el impulso, la arrogancia, el egotismo y la seguridad en sí mismo proceden de Phoebe Hand, su
madre de ascendencia inglesa, quien contempló siempre con orgullo tolerante a su hijo voluntarioso
y truculento. En cuanto a éste, quizá la única persona que le haya importado en su vida es esa mujer
resuelta que es su madre. Inculto, turbulento, peleador, seguro de sí mismo, egoísta, es el candidato
perfecto para un bastón de mariscal en la época de bandolerismo que está a punto de iniciarse en el
mundo de los negocios norteamericano.
Cornelius nació el 27 de mayo de 1794, cuando Washington era todavía Presidente. La escuela le
aburría. A los diez años de edad comenzó a ayudar a su padre, por cuya ingenuidad financiera
sintió pronto un fuerte desprecio. A los dieciséis años pidió prestados cien dólares al viejo
Cornelius y se compró su propio botecito.
Lo que sucedió en la bahía es la historia de lo que sucedió en todas las ciudades de los Estados
Unidos. Un grupo de hombres se dedicaba a conducir carros, diligencias o botes; uno de ellos, con
los ojos puestos en el futuro, compraba el coche o el bote de otro y al poco tiempo poseía tres o
cuatro y luego toda una serie de alquiler. Más tarde, y poco a poco, a medida que la aldea se
transformaba en una ciudad, iba metiendo el dedo en cada pastel: en el banco, la lechería, la línea de
tranvías, la compañía de gas; hasta convertirse en el déspota de la ciudad.
Así sucedió con este muchacho de dicieséís años, que quería comprar un bote tras otro. ¡Y al poco
tiempo los botes ya no serían pequeñas piraguas, sino goletas, embarcaciones holandesas de proa
roma que navegaban por el Hudson hasta Albany.
En 1813 se casó con Sophia Johnson, hija de la hermana de su padre, matrimonio extraño y
desgraciado, aquejado por la tragedia que se derivaba directamente de la naturaleza cruel e
imperiosa de aquel marido desamorado. No era un hombre capaz de enamorarse de nadie, fuera su
esposa, sus hijos o su país. Cuando se cansó de aquella mujer la metió en un manicomio. En cuanto
a su patria, vivió hasta los ochenta y dos años de edad, y durante todo ese tiempo sólo votó dos
veces. Su religión era una simple creencia que se había forjado él mismo y en la que la deidad era el
propio Cornelius Vanderbilt.
En 1817, a la edad de veintitrés años, había reunido ya una pequeña fortuna de nueve mil dólares y
tres buenas goletas. Al final de aquel año decidió vender las embarcaciones y comenzar de nuevo.
.2
En los primeros meses de 1818 un pequeño buque de vapor —el Mouse of the Mountain— atracaba
regularmente en Battery Pier. Su patrón era el capitán Cornelius Vanderbilt. Había subido y bajado
en el mundo. Ahora mandaba un buque a vapor en vez de un simple barco de vela. Pero pertenecía a
otro hombre y no a él. Cornelius ganaba un millar de dólares al año en vez de los tres o cuatro mil
que había ganado por su cuenta. Pero lo importante para el capitán Vanderbilt era que entonces se
movía por medio del vapor.
Robert Fulton había remontado en su Clermont el río Hudson
en leu/. vanaermit contempiaoa entonces con desprecio ios Barcos a vapor que recorrían el río.
Hombre de visión, que lo sabía todo, sabía también con la seguridad de la ignorancia que el vapor
nunca podría substituir a las velas. Pero ya en 1817 los hechos —los hechos reales, distintos de los
sueños y las visiones— eran demasiado patentes. Si ya no podía soñar, podría obrar. En

107
consecuencia abandonó la vela por la caldera de vapor, aunque era imposible para un particular
meterse en el negocio de los barcos a vapor; imposible porque Fulton y Livingston tenían su
monopolio.
Robert Fulton y Robert Livingston poseían la patente del invento del primero. No se contentaron
con eso, sin embargo. Livings-tone era Canciller del Estado de Nueva York y una fuerza política.
Había obtenido de la asamblea legislativa el monopolio, para la firma, de las operaciones de los
barcos a vapor en las aguas del Estado.
Aaron Ogden era gobernador de Nueva Jersey. Consiguió del monopolio el privilegio de poner en
servicio barcos a vapor entre Nueva York y Filadelfia, incluyendo los puertos de Nueva Jersey.
Thomas Gíbbons, de Elizabethtown, operaba con varios pequeños barcos a vapor entre Nueva.
Brunswick y un punto que conectaba con la línea del Ogden. El monopolio declaró que puesto que
la línea de Gibbons alimentaba a la de Ogden, debía pagar derechos al monopolio, aunque operase
por entero dentro de Nueva Jersey. Gibbons se negó. En cambio, inauguró con uno de sus barcos
una línea entre Nueva Brunswick y Battery Pier, en la ciudad de Nueva York. Así desafió
directamente al monopolio. Ogden, respaldado por el monopolio, se presentó a los tribunales y
solicitó un requerimiento contra Gibbons. Y el eminente magistrado Kent se lo concedió. Era ese
barco de Gibbons —el Mouse of the Mauntain— el que comandaba el joven Cornelius Vanderbilt
en 1817.
Vanderbilt había decidido dedicarse a la navegación a vapor. Pero es característico del monopolio
que los recién llegados no puedan inmiscuirse en el negocio que dirige. Y aunque los recién
llegados son esenciales para la economía capitalista, sus defensores han hecho, década tras década,
cada vez más difícil la llegada de esos neófitos, hasta que en el año de gracia en que escribo es ya
completamente imposible.
Vanderbilt tuvo que buscarse un empleo con alguien que poseyera un barco. Lo consiguió de
Gibbons. Tuvo que dejar el papel de propietario por el de empleado, con objeto de aprender algo
acerca de la navegación a vapor. Así se encontró encajado en el mismo centro de la primera gran
batalla monopolista de los Estados Uní-
uus. . . j y eii tuiíira uei muiiypuiiu¡ ¡ i esu que si iiaDia aigun hombre de temperamento
monopolista era el propio Vanderbilt! Era el hombre adecuado para Gibbons. En el frente acuático
tenía fama de ser su luchador más audaz, belicoso y formidable. Unía la indomable truculencia del
bellaco a cualidades más terribles: ojos que brillaban con resolución e ira, semblante jupiterino, un
cuerpo grande y ágil y puños firmes. Era un hombre que podía haber estado en el alcázar de un
barco pirata y calmado a la tripulación amotinada con su ira imperiosa. Se había pegado con todos
los tunantes de la orilla del río. Le gustaba la lucha. Y Gibbons luchaba. Vanderbilt necesitaba un
aprendizaje en la navegación a vapor. Y el puente del Mouse of the Mountain era su escuela. Pero
debía ser sin duda fastidioso para un hombre que había llamado Dread (Terror) a su primera goleta,
mandar un barco que se llamaba Mouse (Ratón). Vanderbilt indujo a Gibbons a rehabilitar al barco
desaliñado y volverle a bautizar con el nombre de Bellona.
La fama de Vanderbilt como hombre de empresa creció rápidamente. Las condiciones en que
manejaba el Bellona eran difíciles. El capitán y su tripulación fueron perseguidos por los empleados
de la justicia y los alguaciles durante meses, mientras duró el litigio. Pero él se las arregló para
esquivarlos y mantuvo al Bellona en servicio a pesar del requerimiento del magistrado. Entretanto
Gibbons había llevado su caso ante la Suprema Corte de los Estados Unidos. Y allí ganó su pleito.
El caso de Gibbons contra Ogden es uno de los grandes mojones de la historia constitucional. El
Presidente de la Corte Suprema, Marshall, sostuvo que solamente el gobierno de lqs Estados Unidos
tenía derecho a reglamentar el tránsito en las aguas navegables de la nación. Declaró que si el
gobierno federal carecía de facultades para reglamentar una función tan esencial, la Constitución se
convertiría en "una estructura magnífica, en verdad, pero enteramente inservible".
Despejado así el camino, Vanderbilt fué extendiendo año tras año la línea de Gibbons. Le agregó un

108
barco tras otro. Si bien no había tenido visión para percibir eTgiro que tomarían las cosas en el
futuro, desplegó talentos magníficos para administrar las cosas ya existentes. Era ya administrador
de la Unión Line, nombre que llevaba la empresa de Gibbons. Tenía su oficina en el número 457 de
la Washington Street. Y allí, en una atmósfera de violencia y de rudas blasfemias que hacían
retroceder a los propios marineros, daba órdenes rugiendo a sus empleados e injuriaba a sus rivales.
Reveló allí esa cualidad que caracterizó a los amasadores de fortunas, bandi-
aos ae su época: una completa incapacidad para comprender razón alguna que se opusiera a lo que
deseaban hacer. Si alguien le hacía objeciones lo arrojaba a un lado. Si luchaban contra él, los
derribaba. Si intervenían las leyes, eran unas malditas leyes estúpidas que no merecían ser tenidas
en cuenta. Si los funcionarios le cerraban el camino, los compraba. Si los jueces dictaban decretos,
procuraba que esos decretos le favorecieran. Quienes se mostraban .en desacuerdo con él eran unos
mentecatos. Quienes le resistían —¡malditos de Dios!— eran hipócritas, tunantes y enemigos
públicos. 'Tal era el código con que operó para aumentar los nueve mil dólares que había reunido
como botero hasta los cien millones que poseía antes de morir.
Cuando Vanderbilt comenzó a trabajar con Gibbons trasladó a su familia a Nueva Brunswick. Su
esposa se hizo allí cargo de una posada, a la que llamó Bellona Hall, y dirigió un mesón para
turistas. Como él, su esposa era analfabeta; a diferencia de él, carecía de ambición. Era una
trabajadora eficiente cuyo objetivo no iba más allá de hacer de Bellona Hall una buena posada. Pero
eso lo consiguió. Escatimaba, ahorraba, trabajaba como una esclava y dio a su esposo con pasmosa
regularidad un rebaño de hijos hasta llegar a doce. Vanderbilt los veía poco, pensaba menos en ellos
y, en realidad, apenas los conocía. Su hogar estaba en las olas agitadas y en la pequeña oficina de la
Washington Street, donde él también trabajaba como un esclavo, sin dormir apenas. Consideraba a
su esposa y a sus rapaces como irremediablemente inferiores a la figura creciente y enteramente
admirable en que se veía transformado.
La Unión Line ganaba 40.000 dólares anuales para Gibbons. Vanderbilt no era hombre capaz de
seguir ganando 40.000 dólares anuales para otro si podía ganarlos para él. El capital de nueve mil
dólares había crecido en 1829, contando con sus ganancias y las de Bellona Hall, a treinta mil. Ese
año Vanderbilt —que tenía treinta y cinco años de edad— fué a ver a Gibbons y, con gran horror de
este caballero, le anunció que abandonaba la empresa. Cerró el Bellona Hall entre las lágrimas de su
esposa, trasladó a su familia a un pequeño departamento de la Stone Street en Manhattan y, una vez
más, comenzó a negociar por su cuenta.
3.
Vanderbilt compró todos los barcos que pudo. Consiguió algunos de Gibbons. Se entregó a su
empresa con toda su vitalidad ilimitada. Tuvo buen éxito desde un principio. Triunfó porque era un
administrador de la máxima capacidad. Se hizo rico rápidamente. En los primeros cinco años ganó
treinta mil dólares anuales. El sexto año ganó sesenta mil. Nunca ganó tan poco en adelante. Creó
una red de líneas de barcos a vapor que cubría todos los puertos de Long Island y Nueva York y se
extendía a Bridgeport, Newport, New Haven, Providence y Boston. Antes de dar fin a este episodio
de la navegación a vapor, poseía ya un centenar de barcos y había ganado millones.
Era un competidor despiadado. Utilizaba dos armas principales: un servicio superior y tarifas bajas.
Arrojó del agua a los competidores débiles. Y arrojó su fuerza con desenfadó contra los más fuertes.
Puso un barco en el río Hudson. Y allí se encontró por primera vez con aquel hombre siniestro que
iba a ser su enemigo en todos los negocios que emprendiera. Habría que registrar las páginas de un
novelista como Dickens para encontrar un personaje como Daniel Drew. Este era un compuesto de
tosquedad, incultura, vulgaridad, vileza, deshonestidad e hipocresía. Se había elevado desde el nivel
de marinero, domador de animales, payaso de circo, ganadero, dueño de la Bull's Head Tavern en la
Boston Post Road y la Twenty-síxth Street, al negocio de los barcos a vapor, las jugadas de bolsa, la
banca y la construcción de ferrocarriles, y luchó contra Vanderbilt en todas las etapas de su larga
ascención. Consideraba a los naipes, la botella, el teatro y el baile como cosas del diablo. Pero la

109
mentira, la duplicidad, el robo y la codicia eran las pasiones de su vida. En algún rincón oscuro de
su alma adoraba a una extraña versión del Dios cristiano, pero no había forma alguna de perfidia a
la que no pudiera descender aquel viejo godo vulgar con una piadosa jaculatoria en sus labios
manchados por el tabaco.
Vanderbilt inició en el Hudson una guerra de tarifas con Drew y arrojó a éste del río. Tuvo que
hacer frente a una combinación mucho más formidable —la Hudson River Associatíon—
respaldada por la potencia de la máquina Van Burén y dirigida por Dean Richmond, con quien
también tuvo que cruzar su espada en otros campos de batalla. No pudo arrojarlos del río. Pero
medíante una guerra de tarifas consiguió infligirles grandes pérdidas. Ellos le hicie-
ron proposiciones, y medíante una remuneración él accedió a abandonar la línea del Hudson.
Daniel Drew no tardó en hallarse nuevamente en el Hudson con un navio sensacional, el Isaac
Newton, primero de los grandes palacios flotantes, de cien metros de largo y camarotes para 500
personas. Vanderbilt regresó en seguida con otro navio aún más lujoso, el Cornelius Vanderbilt.
George Law, "Encina perenne", otro antagonista de Vanderbilt durante toda su vida, aumentó la
lista con el Oregón. ¿Cuál era el más rápido, el Oregón o el Cornelius Vanderbilt? Tal era la apuesta
que se hacía en el río hasta que el capitán Vanderbilt y George Law se pusieron de acuerdo para
disputarla. Corrieron una carrera que fué entonces tan famosa como la gran carrera entre el Robert
E. Lee y el Ñatchez años después. Y el Oregón de Law venció al Cornelius Vanderbilt, con gran
disgusto del capitán. Estos dos hombres se iban a encontrar otras muchas veces en luchas más
implacables.
4.
Durante esos años Cornelius Vanderbilt se había desarrollado personalmente. En 1849 tenía ya
cuarenta y cinco años. Sin embargo, apenas comenzaba su carrera. Había trasladado a su familia,
por supuesto, del departamento de la Stone Street a una casa más grande en la Madison Avenue, y
luego a otra todavía más cómoda en el número 173 de Broadway, y por fin, a instancias de su
esposa, a un soberbio edificio con jardín en Staten Island. Y en 1845 se hizo construir una
espléndida residencia en el número 10 de la Washington Square, de acuerdo con el lugar que
ocupaba en la sociedad.
Se había elevado. Era una época en que se podía encontrar en Broadway muchas figuras
imponentes. Hombres que se habían hecho a sí mismos, con sus patillas y levitas, sus capas y
sombreros de copa. Pero no se encontraba allí una figura más imponente que la de aquel Júpiter de
levita, sombrero de copa y patillas, alto, erguido, vivaz, que pasaba de los cuarenta pero se movía
con la agilidad de un hombre más joven. Era ridículo llamar a aquella persona imperiosa con el
simple título de Capitán. Por eso comenzó la gente a llamarle Comodoro... y con ese título quedó.
El tiempo había suavizado muy poco las curvas bucólicas de su acento o las formas incultas de su
gramática. No era un hombre que se examinase en
busca de defectos. Siguió siendo hasta el fin un hombre completamente ignorante, ignorante de todo
salvo de sus negocios.
Durante esos años hubo en su familia terribles divisiones que habrían destruido a un hombre más
sensible, pero que no hubieran podido sucederle a un hombre sensible. Se ocupaba poco o nada de
sus hijos. Uno de ellos tuvo que ser encerrado en un manicomio. Su hijo William H. se casó, pero se
vio obligado a retirarse a una granja de New Dorp para recobrar su salud. Nada podía parecer al
viril Comodoro una prueba más segura de debilidad en el carácter de un hombre como la pérdida de
la salud, por lo que miraba con desprecio a su hijo febril.
Más serio era el negro abismo que se abría entre él y su esposa. Él era un hombre sin corazón; ella,
una mujer débil. Lloraba y parecía eternamente descontenta. Su salud se quebrantó. Cayó en
accesos de melancolía, debidos en parte, sin duda alguna, a sus enfermedades físicas, pero también
en parte a ciertas aventuras del viril Comodoro que consumían su mente. Se opuso con lloros a
regresar a Manhattan, a la soberbia mansión construida en Washington Square. Disputaron. Las

110
disputas dividieron a la familia. Al final Vanderbilt declaró que ella estaba loca. Para él,
sospecharlo era darlo por cierto, y contra las protestas de sus hijas, la hizo encerrar en un
manicomio de Flushing. Los miembros de su propia familia le acusaron de haberlo hecho para dejar
el camino libre a alguna otra mujer. Es un capítulo oscuro en su vida. Abre en su caparazón una
grieta por la que podemos percibir su alma despiadada. La desgraciada mujer permaneció dos años
en el manicomio y luego, bajo la presión de su familia, él la permitió volver a casa. Esto sucedió en
1847. Dos años después hizo con ella lo que había hecho con los barcos a vapor. Dirigió su
pensamiento a otros campos.
5.
En 1849 se descubrió oro en California. Millares de personas corrieron a la costa. Viajaban en
carromatos cubiertos y en barcos que daban la vuelta al Cabo de Hornos. El viejo enemigo de
Vanderbilt en el río Hudson, George Law, juntamente con Albert G. Sloo, Marshall O. Roberts y
otros, organizó la United States Mail, en tanto que Harris y otros formaron la Pacific Mail
Steamshíp Com-pany. La primera fué llamada Línea Sloo, y la segunda Línea Harris. La Sloo iba
de Nueva York a lo que es ahora Colón. Sus
pasajeros eran enviados a través del Istmo de Panamá, donde la Línea Harris se hacía cargo de ellos
hasta San Francisco. El viaje costaba 600 dólares en primera clase y 125 en la proa. Era caro, pero
constituía el medio más rápido y cómodo para llegar a la Tierra del Oro. Los barcos recibían
substanciosos subsidios por el transporte de la correspondencia, y las compañías se enriquecían.
Vanderbilt decidió intervenir en ese negocio. Se proponía enviar a los pasajeros a Nicaragua en
barcos a vapor, en vez de a Panamá, a través de Nicaragua por canal, y luego en barco a San
Francisco. Sería un viaje más breve, y sabía que podía manejar los barcos mejor que Sloo y Law.
Fué a Inglaterra en busca de ayuda financiera y se encontró con la negativa. Pero no se desanimó.
Organizó la línea de barcos desde Nueva York hasta Nicaragua y desde Nicaragua hasta Panamá.
Hizo viajar a sus pasajeros a través del estrecho Istmo en barco por el río San Juan hasta el Lago
Nicaragua y la Bahía de las Vírgenes. Luego recorrían en diligencia las doce millas hasta San Juan
del Sur, en el Pacífico. Tenía en servicio ocho grandes barcos en el Atlántico y el Pacífico, y
veinticinco hermosas diligencias pintadas de azul y blanco para el transporte a través del Istmo.
Podía realizar el viaje en dos días menos que las líneas de Harris y Sloo. Ya pesar de los subsidios
que aquéllas percibían, podía transportar a sus pasajeros por 300 dólares en vez de 600, y ganar
dinero. Redujo el precio del pasaje en proa de 125 a 35 dólares. Conducía a California a dos mil
pasajeros al mes desde Nueva York y Nueva Orleáns, transportaba gran parte del oro y ganaba un
millón de dólares al año. Ya en 1853 se jactó ante un amigo de que había ganado once millones de
dólares.
A esa línea a California la llamó la Accesory Transit Company. Vendió acciones de la misma,
quedándose sólo con las bastantes para dominarla, menos de la mayoría. En 1853, cuando todo
marchaba bien, fué a Europa para tomarse unas largas vacaciones con su familia. Confió la
administración de la compañía a la firma bancaría de Garrison, Morgan, Rolston y Fretz. Mientras
él estaba fuera, Morgan y Garrison compraron en secreto las acciones necesarias para dominar la
empresa. Cuando regresó el viejo filibustero se encontró con que le habían abordado y echado a
pique. Presa de una rabia violenta escribió a Morgan y Garrison una carta que constituye un modelo
de brevedad e intención:
"Caballeros: Ustedes se han propuesto estafarme. No entablaré juicio contra ustedes porque la ley
demora mucho. Los arruinaré. Sinceramente suyo."
No los arruinó. Pero se apresuró a comprar bastantes acciones para volver a dominar la empresa. Y
luego los arrojó de ella.
Iba a encontrar lleno de enemigos el camino para ganar millones rápidamente. Apenas había
terminado con Morgan y Garrison cuando tuvo que habérselas con una revolución en Nicaragua. Un
joven y arrojado filibustero norteamericano, William Walker, derribó al gobierno y derogó los

111
privilegios concedidos a la Transit Company. Semejante crisis puso a contribución el talento natural
de Vanderbilt como general. Hizo que se detuvieran todos sus barcos en ruta a Nicaragua, y así dejó
a William Walker incomunicado con los Estados Unidos, de donde obtenía hombres y
abastecimientos. Walker se hizo elegir presidente. Inmediatamente las vecinas "repúblicas"
centroamericanas se sintieron ultrajadas. Vanderbilt armó y dio dinero a Costa Rica, Honduras y
Guatemala. Estos países lanzaron sus tropas contra el nuevo imperio de Walker. Él organizó un
ejército filibustero a las órdenes de dos notorios aventureros. Recibió ayuda de Buchanam. Acorraló
a Walker hasta que éste se rindió a un cañonero de los Estados Unidos.
Recuperó su Transit Company. Pero por ese tiempo estaba ya dispuesto a abandonar la América
Central por otros campos que parecían más florecientes y menos turbulentos.
Su sentido natural de la justicia, basado en las relaciones de ésta con los intereses del Comodoro
Vanderbilt, había sido perturbado profundamente por los subsidios que Harris, Sloo y Law obtenían
del gobierno: 900.000 dólares anuales desde 1848. Anhelaba ese dinero y concibió el modo de
obtenerlo. Después de haber vencido a sus rivales en la guerra de tarifas, se quedó con la mayor
parte de sus beneficios. Luego se presentó ante ellos y les propuso retirarse, siempre que le
compensasen por ello de manera adecuada. Antes había hecho lo mismo con Dean Richmond
cuando luchaba con la Hudson River Association. Obligó a Harris y Sloo a que compraran sus
barcos a buen precio y le pagaran 40.000 dólares al mes mientras se mantuviera alejado del negocio.
Un poco más tarde, mediante la amenaza de volver, les obligó a elevar el precio a 56.000 dólares
mensuales, es decir 672.000 ál año. Recuperó todo el capital que había invertido en el negocio y
obtuvo esos 672.000 dólares anuales, o sea la mayor parte del subsidio, sin mover un dedo. Así,
pues, se quedó con el subsidio que percibían Law y sus colegas y les dejó todo el trabajo y la
necesidad de aportar todo el capital de la empresa.
Luego hizo construir dos barcos magníficos —el Vanderbilt y
el Ariel— y se dedicó al tráfico naviero en el Atlántico, siguiendo la ruta de Nueva York a
Southampton, Bremen y El Havre, en competencia con E. K. Collins. Se le acusó de haber
conspirado con Collins para obtener subsidios del gobierno. Pero no hay prueba alguna que lo
confirme. Descubrió que ese negocio no producía beneficios. A pesar de su capacidad como
administrador y de los jornales bajos que pagaba a sus obreros, se encontró con que no podía
competir con la Cunard Line, que pagaba jornales todavía más bajos y disfrutaba de grandes
subsidios del gobierno británico. En consecuencia, el viejo Comodoro, ya multimillonario, que sólo
cedía el primer lugar en riqueza a John Jacob Astor y tenía sesenta y seis años de edad, se despidió
del mar, pero no para retirarse a la vida privada. Vendió sus barcos a Alien y Garrison por
3.000.000 de dólares, salvo el North Star. Y merece la pena que digamos algo de éste.
6.
Vanderbilt construyó en 1854 un barco magnífico al que llamó North Star. No está claro si se
trataba originalmente de un barco de línea o de un yate privado. Pero lo cierto es que estaba
equipado en un principio como un yate privado. Era un barco de 2500 toneladas y casi tan grande
como los buques de línea transatlánticos entonces en servicio.
A principios del verano de 1854 asombró Vanderbilt a Nueva York poniendo al elegante North Star
en servicio como yate privado. Su patrón metió en esa Arca lujosa a su esposa, sus doce hijos, un
capitán famoso y un capellán de moda. El capellán escribió un libro acerca de esa expedición
pretenciosa; se llamaba El viaje del yate a vapor "North Star": relato de la excursión del grupo de
Mr. Vanderbilt a Inglaterra, Rusia, Dinamarca, Francia, España, Italia, Malta, Madeira, etc., por el
Rev. John Overton Coules D. D. El víejo.Comodoro deslumbró literalmente a Londres. Fué
agasajado por el Lord Mayor. Él y su esposa recorrieron San Petersburgo en el coche del Zar.
Este era el barco que se reservó cuando vendió todos los demás a Alien y Garrison. Ello sucedió en
1859. Al año siguiente se rebeló el Sur, y Vanderbilt, en un acceso de patriotismo, ofreció el North
Star al gobierno. Lo hizo en calidad de préstamo. Pero el gobierno lo aceptó como donativo.

112
¡Condenación! ¡Donativo! No había hecho donativo alguno, Pero ese penoso error lo colocó en
una situación muy comprometida y, en consecuencia, tuvo que aceptar la pérdida con la mejor cara
posible. Pero la equivocación iba a redundar más tarde en su beneficio. Cuando un país va a la
guerra o es azotado por una plaga hay siempre hombres cuya primera pregunta es la siguiente: ¿qué
podemos sacar de todo esto? Toda la era anterior a la guerra fué un período de vurgar
deshonestidad. No era sorprendente, por lo tanto, que quienes poseían materiales que vender o
entendían el delicado mecanismo de la especulación hundieran profundamente sus garras en el
tesoro público mientras el resto del país luchaba y sufría. Es una historia triste y sórdida. Vanderbilt
consiguió ensuciarse con una parte de ese negocio escandaloso.
El gobierno preparaba en el mayor secreto una expedición a Nueva Orleans al mando del general
Banks. Necesitaba barcos para transportar a hombres y caballos. El secretario Stanton pidió a
Vanderbilt que se encargara de la compra de los buques necesarios. Más tarde se produjo un feo
escándalo a cuenta de esas compras, lo que originó una investigación del Congreso y un áspero
debate en el Senado. Las acusaciones principales fueron comprobadas por completo. Los
propietarios de barcos se habían visto obligados a pagar del cinco al diez por ciento de comisión al
agente de Vanderbilt, T. J. Southard. Barcos viejos, pasados de moda y hasta en mal estado eran
vendidos al gobierno a precios gravosos. Barcos completamente inadecuados para el servicio en el
océano eran arrendados a precios que excedían llamativamente a los pagados por los mismos barcos
en expediciones similares.
Se presentó en el Senado una resolución censurando a Vanderbilt, su agente T. J. Southard y el
Comodoro Van Brunt. La cuestión estaba en saber si Vanderbilt tenía noticia de que Southard
percibía ese dinero. ¿Conocía personalmente el estado de los barcos comprados?
Es justo decir, no obstante algunas de las peores hazañas de Vanderbilt, que no se presentó prueba
alguna que demostrase su conocimiento de los beneficios obtenidos por Southard, aunque la
culpabilidad de éste quedó comprobada; inclusive ofreció devolver el dinero. Sin embargo,
Vanderbilt era culpable sin duda alguna de negligencia vergonzosa e incompetencia. Había
aprobado la compra de barcos a precios que, según sabía mejor que nadie, eran indefendibles. Había
contratado tripulaciones sin una inspección razonable. Dio la excusa de que estaban aseguradas
adecuadamente, a lo que replicó el senador Tombs, de Georgia, que el seguro no podría proteger
ciertamente las vidas de los hombres destinados a algunos de
esos barcos en malas condiciones. Vanderbilt no sabía que Southard había comprado para el
gobierno algunos de sus propios barcos a precios superiores a los pagados por otros. Toda la
transacción olía a fraude. Y sí Vanderbilt hubiera sido un hombre con un sentido más fino del
servicio público no habría podido suceder eso.
Su nombre fué borrado de la resolución de censura, y se le ha acusado de que para ello utilizó su
influencia política. Pero la verdad es que aquel "donativo" forzoso del North Star por valor de
800.000 dólares contribuyó mucho a salvarle de la marca de fuego del Senado.
7.
Cuando Vanderbilt vendió sus barcos no lo hizo para retirarse. Abandonó el mar por los
ferrocarriles. No fué un iniciador en este campo. No era en mbdo alguno un hombre de visión.
Otros hombres soñaban. Él entraba en acción una vez que los sueños ajenos se materializaban.
Cuando operaba con sus goletas miraba con desprecio a los barcos a vapor que manejaban Fulton,
Livingston y otros. Cuando se dedicó al negocio de los barcos a vapor se reía con desprecio de los
caballitos de hierro que resoplaban a lo largo del Hudson. Se consagró al negocio de los viajes a
California una vez que Sloo, Law y otros habían mostrado la manera de obtener beneficios. En
1860 los ferrocarriles no eran ya experimentos. Él no tenía tiempo para experimentos. Pero
comprendía que esos ferrocarriles eran un excelente medio potencial para hacer dinero y que los
hombres que los manejaban no lo hacían debidamente.
Una fábula ligada con la saga de Vanderbilt cuenta que adquirió un gran número de pequeños

113
ramales mal construidos y los convirtió en la gran línea central de Nueva York. Esa leyenda
desfiguraba la realidad. En 1860 la New York Central era ya una línea completa que iba de Albany
a Buffalo. La obra de consolidación estaba casi terminada. En un principio, el viajero que se dirigía
de Albany a Buffalo tenía que tomar el tren de la línea Albany-Schenectady hasta la última ciudad.
Allí tenía que tomar otra línea —la Schenectady-Utíca— hasta Utica. En esta ciudad tomaba otro
tren hasta Syracuse. En Syracuse volvía a pasar a otro tren hasta Auburn. Allí tomaba la línea
Auburn-Rochester hasta la última ciudad. Y luego, con gran alivio, tomaba billete en la línea
Rochester-Lockport-Niagara Falls hasta Buffalo. En 1852 todas esas pequeñas líneas, y algunas
más, gozaban de franquicias desusadas y fueron
unidas en una sola línea llamada la New York Central. Desde entonces la administración se jactaba
de que un hombre, tras una noche de desvelo desde Albany a Utica, podía tomar su desayuno en
Utica, almorzar en Rochester y comer con un amigo a la orilla del Lago Erie. Y el hombre que soñó
por primera vez ese sueño era un viejo caballero aristócrata llamado George W. Fe.atherstonhaugh,
quien comenzó con el primer ferrocarril de Albany a Schenectady cuando Vanderbilt se reía de los
tipos estúpidos que creían que iban a hacer funcionar a aquellos artefactos. La mayor parte de la
unión de las líneas se produjo mientras él consagraba sus talentos a la navegación a vapor.
Comenzó, sin embargo, no con el Central, sino con dos líneas que corrían de Nueva York a Albany:
la Nueva York-Harlem y la Nueva York-Río Hudson. Primero adquirió la mayoría de las acciones
de la línea de Harlem. Su estación terminal se hallaba en la Tyron Square, detrás de la Casa del
Ayuntamiento. Los coches eran arrastrados por caballos hasta la calle 26\, donde eran enganchados
a la locomotora. Luego seguían hasta Chatham, donde eran conectados con la línea Boston-Albany
y seguían hasta la capital. Como la mayoría de las líneas primitivas, estaba mal administrada. En
veintinueve años había producido un beneficio anual de menos del medio por ciento. Las vías y el
equipo estaban descuidados. Vanderbilt adquirió la mayoría de las acciones a razón de nueve
dólares cada una.
El siguiente paso dfel Comodoro fué conseguir del Concejo Municipal para la línea de Harlem, el
derecho a perpetuidad de extender su servidumbre de vía hasta la Batería. Este acontecimiento dio
origen a una fea comedia de duplicidad, traición y fraude que apenas tiene su igual en nuestra
historia de los negocios.
Mientras Vanderbilt trataba de conseguir ese derecho del Concejo, George Law —el mismo de la
Hudson River Line y del episodio de Panamá— procuraba conseguir un derecho similar de la
Asamblea Legislativa. Vanderbilt sobornó al corrompido Concejo, conocido con el nombre de los
Cuarenta Ladrones. Law sobornó a la igualmente corrompida Asamblea Legislativa, dominada por
un grupo conocido con el nombre de Caballería Negra. Vanderbilt consiguió su privilegio y Law el
suyo, pero el gobernador de Tweed le puso el veto al último a pedido de Vanderbilt, acompañado
sin duda por dinero contante. Las acciones de la Harlem subieron.
Pero Daniel Drew, quien tiene derecho a figurar en un lugar destacado en la Sala de la Infamia del
mundo de los negocios ñor-
teamericano, se puso a conspirar con el Concejo. Drew mostró a aquellos caballeros cómo podían
ganar mucho dinero traicionando al viejo Comodoro cuyas monedas habían tomado a cambio de la
concesión. Los miembros del Concejo estaban igualmente dispuestos a realizar cualquier infamia.
La North American Review describió por esa época al augusto cuerpo como formado por
"carteristas, boxeadores, explotadores de inmigrantes, rufianes y los más viles entre los traficantes
en bebidas alcohólicas, con la "exclusión absoluta de hombres honrados". Bajo la dirección de
Drew mancomunaron sus intereses para vender a precios bajos las acciones de la Harlem. Es decir,
a medida que aumentaba el precio de las acciones ellos las venderían a cuenta de su entrega futura,
pues, por supuesto, carecían de acciones. Además, si los tribunales sostenían que el privilegio era
ilegal, lo que era más que probable, las acciones bajarían inmediatamente. Si los tribunales no lo
consideraban ilegal, el Concejo podría derogar la concesión que había hecho a Vanderbilt a cambio

114
del soborno monetario. Cuando bajase el precio de las acciones, Drew podría comprar baratas todas
las que necesitaba para entregarlas a quienes las habían adquirido a precios altos.
Las acciones estaban a 100. Drew las vendió en gran cantidad de acuerdo con los planes. Pero por
alguna razón no descendía el precio de esas acciones. Djrew siguió vendiéndolas con objeto de
hacerlas bajar. Pero en cambio el precio subía. . . hasta 120, 150 y 170. He aquí lo que sucedió:
Vanderbilt tuvo noticia de esa conspiración. En consecuencia, a medida que DreKv vendía las
acciones él las iba comprando. Era en realidad el propio Vanderbilt quien compraba todas las
acciones que vendía Drew. Se quedó prácticamente con las 110.000 de la Harlem más los millares
de acciones ficticias que había vendido Drew. Luego exigió a éste que le entregase esas acciones.
Eso significaba que tenía que comprarlas en el mercado. Pero no había ninguna a la venta.
Vanderbilt las poseía todas. Drew tuvo que comprárselas a él. Fué a ver a su antiguo enemigo y le
pidió perdón. Pero Vanderbilt apretó el torniquete y le obligó a comprar millares de acciones a 179
dólares. Eso costó a Drew y sus colegas los regidores un millón de dólares de pérdida. Era casi lo
suficiente para compensar el dinero que había invertido Vanderbilt para adquirir el dominio de la
línea. Pero había perdido el privilegio.
Luego adquirió el dominio de la Nueva York-Río Hudson, la línea que seguía la orilla del río hasta
Albany y, con mucho, la mejor de todas. Más tarde pidió a la Asamblea Legislativa que le au-
torizase a unir las líneas de la Harlem y del Río Hudson. La Caballería Negra tuvo que ser
comprada una vez más. Y los caudillos de la Asamblea trataron nuevamente de realizar la maniobra
que habían llevado a cabo Drew y el Concejo. Se proponían rechazar la ley a último momento y
hacer negocio con la baja de las acciones de la Hudson. Pero una vez más repitió Vanderbilt su
ofensiva contra Drew. Se encontró en posesión de 27.000 acciones más de las existentes. Obligó a
los jugadores legislativos a pagárselas a razón de 285 dólares y se jactó con alborozo de que "había
arruinado a toda la Asamblea Legislativa". Obtuvo la ley que solicitaba, unió las dos líneas y volvió
su atención a la New York Central.
En la operación con la Harlem y la Hudson no tanto unió esas líneas como puso a una de ellas fuera
de servicio. Comenzó por reconstruir la línea del río Hudson, haciéndola de doble vía, edificando
más estaciones y proveyéndola de nuevo equipo, incluyendo los coches-dormitorio modernos. En
todo eran visibles los efectos de la administración nueva y capaz.
No era fácil adquirir la línea Central. Se hallaba en manos de hombres enérgicos con mucho dinero:
John Jacob Astor, John Ste-wart y otros encabezados por Dean Richmond, quien había luchado
contra Vanderbilt con la Hudson River Association cuando aquél hizo que le pagaran por abandonar
el río durante un tiempo. Además, la Central había sido supercapitalizada de una manera
vergonzosa. Las diversas líneas que la componían habían costado 11.000.000 de dólares. Pero la
capitalización se elevó a 23.000.000 y la consolidación a 35.000.000, es decir, un sesenta por ciento
de acciones sin aumento de capital real.
Pero Vanderbilt era un general que poseía enormes talentos para una lucha semejante. Había
arrojado al viejo Drew del campo de batalla por medio de una rápida maniobra táctica que repitió
más tarde contra los caudillos corrompidos de la Asamblea Legislativa, con la misma rapidez de
decisión con que había hecho frente a los filibusteros de Walker que se habían apoderado de la
Transit Com-pany en Nicaragua, y la astuta estrategia con que había obligado a las líneas navieras
de Sloo y Harris a cederle la mayor parte de los ricos subsidios que percibían del gobierno.
La Central tenía una debilidad. Podía transportar a sus pasajeros desde Buffalo hasta Albany, pero
no contaba con medios para transportarlos hasta Nueva York como no fuera por la línea del río
Hudson en el invierno y en los barcos a vapor de dicho río durante los meses de verano. Vanderbilt
había comenzado a com-
prar acciones de la Central, pero cuando descubrió que no podía adquirir su dominio se aprovechó
rápidamente de esa debilidad. Cuando terminaron los meses de otoño y el río comenzó a helarse la
Central ordenó que los pasajeros y la carga de Nueva York pasasen a la línea del Río Hudson. Pero

115
cuando los pasajeros dejaban los trenes de la Central se encontraban con que no había trenes de la
Hudson que los recibieran. Vanderbilt había ordenado que los trenes de la Hudson no sólo no
cruzaran el río para encontrarse con los de la Central, sino que se detuviesen a un kilómetro y medio
de distancia de su estación habitual. Los pasajeros de la Central tenían que recorrer esa distancia por
la nieve para seguir su viaje. La carga tenía que ser transportada en carretones, lo que aumentaba
inmensamente el costo.
Los administradores de la Central denunciaron a Vanderbilt. El público se unió a la protesta. La
Asamblea Legislativa ordenó una investigación. Llamó a Vanderbilt y le preguntó por qué no
enviaba a sus trenes al otro lado del río. Él les desconcertó mostrándoles una disposición oficial que
prohibía a su compañía enviar sus trenes al otro lado del río. Ese punto estaba resuelto. ¿Pero por
qué hacía detenerse a sus trenes a kilómetro y medio de distancia del lugar acostumbrado? Replicó
que no lo sabía. Él no había dado la orden. "Yo estaba en mi casa —dijo suavemente—. Jugaba una
partida de naipes. Y ustedes saben, caballeros, que nunca permito que alguien se inmiscuya cuando
juego a los naipes. Hay que mantener la atención fija en el juego".
Apoyado por la ley, se mantuvo firme. Fué una lucha costosa contra la Central. Y en 1857 los
accionistas obligaron a Richmond, Astor y Stewart a ceder. Llamaron a Vanderbilt y le hicieron
Presidente. También en esa línea comenzó a introducir grandes mejoras, y a los dos años pidió a la
Asamblea Legislativa que le permitiera unir la Hudson con la Central. Esta fué la única
combinación de vías en una línea férrea continua a la que dio el nombre de New York Central
Hudson River Road. Aumentó el capital de la empresa de 44.000.000 de dólares a 86.000.000. Cada
poseedor de una acción de 100 dólares obtuvo en la nueva compañía una acción por 180. Los
ochenta dólares de diferencia eran ficticios. En cuanto al propio Vanderbilt, obtuvo para sí mismo y
sus servicios seis millones de dólares en moneda contante y 20.000.000 en acciones, además del
valor ficticio atribuido a sus acciones. Así inició la práctica viciosa y socialmente desastrosa que iba
a ser la maldición de los negocios norteamericanos hasta el presente: la inflación del capital
de las empresas ferroviarias, de servicios públicos y colectivas de todas clases.
8.
Hay una opinión curiosa que goza de gran apoyo popular en los Estados Unidos. Podría llamársela
la teoría bandolera del progreso. Se supone que es esencial para que progresen los negocios una
especie de picaro enérgico, audaz, aventurero, que se juega el todo por el todo y que no se detiene a
distinguir lo justo de lo injusto cuando se trata de hacer las cosas.
Esos hombres cometen maldades de acuerdo con el código del casuista. Se lanzan a empresas que
significan la violación de muchos preceptos. Inflingen pérdidas a los más débiles. Son crueles. No
tenemos por qué perdonarlos por ello. Pero se nos dice que debemos reconocer que se trata de
defectos entre muchas buenas cualidades. En realidad, esos vicios no son más que productos
secundarios de la energía exuberante esencial para llevar a cabo grandes proyectos. Son impulsados
por la pasión de hacer cosas. Y en un mundo de espíritus tímidos y titubeantes, de obstáculos
humanos de todas clases, de leyes estúpidas, funcionarios venales e intereses egoístas que impiden
el progreso son necesarios los hombres enérgicos que derriben todas las fortalezas físicas y
humanas que encuentren en su camino. Algunas personas sufren, otras pierden, como resultado de
sus métodos, pero gracias a sus esfuerzos surgen grandes obras y grandes instituciones.
Esta joya preciosa de filosofía social merece ser examinada. Y por lo menos podemos observar lo
siguiente: en el período de que venimos hablando apareció una serie de picaros que construyeron
ferrocarriles y otras grandes obras por medio de los procedimientos de la teoría bandolera. Fueran o
no impulsados por la pasión de hacer cosas, no cabe duda que les impulsaba el anhelo de quedarse
con el dinero del prójimo. Si la pasión por realizar grandes obras era o no más fuerte que el apetito
de dinero es algo que podemos juzgar por la manera cómo el Comodoro Vanderbilt abandonó su
proyecto de Panamá en favor de un plan, de acuerdo con el cual podía arrancar 56.000 dólares
mensuales a sus opositores sin la preocupación de poner en práctica su proyecto.

116
El banquero Jay Cooke se propuso construir el Northern Pacific con el dinero aportado por los
compradores de bonos, mientras él y sus colegas se quedaban con las acciones, la propiedad y el
dominio
de la empresa sin poner dinero alguno en ella (o sólo una suma insignificante) ; luego consiguió que
el gobierno les cediera todo un imperio en tierras: 20 millones de hectáreas. Cooke se arruinó a sí
mismo y a los inversores, hundió a la nación en el pánico y no cabe duda de que demoró años la
construcción del ferrocarril. Otro grupo reorganizó luego la empresa, se quedó con 49 millones en
acciones por las que no pagó nada. En años posteriores; cuando el ferrocarril necesitó 11.000.000 de
dólares como capital adicional, otra gran casa bancaria se los proporcionó con el dinero de sus
clientes, y a cambio cargó a la compañía con 58.000.000 en obligaciones.
La Unión Pacific se caracterizó por una serie similar de fracasos, demoras, corrupción y robos,
incluyendo al infame Crédit Mobilier, que sobornó a miembros del Congreso y a su presidente, a
gobernadores, directores de diarios, jueces y hasta a un candidato a la Presidencia. ¿Era eso
construir un ferrocarril? No, era construir la estructura capitalista deshonesta con que podían
explotarlo. Hicieron un contrato con los ferrocarriles para realizar las obras de construcción y
pusieron en el camino del gran proyecto el más terrible de los obstáculos: los costos prohibitivos
debidos a sus propios gravámenes injustos.
El otro precioso cuarteto de titanes ferroviarios -^—Charles. Croc-ker, Collins P. Huntington, Leían
Stanford y Mark Hopkins— que construyeron el Central Pacific, emitieron para sí mismos
33.000.000 de dólares en bonos y 49.000.000 en acciones, a cambio de prácticamente ninguna
inversión, y como representantes del ferrocarril hicieron un contrato consigo mismos como
constructores para construir la línea, y cargaron a la compañía una suma tres veces mayor que los
27.000.000 que costó en realidad la construcción.
Los procedimientos seguidos por los señores Vanderbilt, Drew, Law y otros con motivo del
privilegio y los monopolios de las líneas Harlem y Hudson, ofrecen un ejemplo excelente de las
picardías a que recurrían esos caballeros, no para construir ferrocarriles, sino para apoderarse de los
ya construidos. Los ferrocarriles, como todas las empresas de utilidad pública, son un don que nos
han hecho innumerables hombres de ciencia que han creado los medios para construirlos y de
innumerables ingenieros capaces y diligentes que los han proyectado, construido y más tarde
organizado a cambio de recompensas muy modestas, en tanto que la tarea de llevar adelante el
desarrollo de esos ferrocarriles ha sido estorbada en realidad por los picaros que han utilizado las
necesidades financieras de las líneas para explotarlas, robar a sus accionistas y obligacionistas, co-
rromper a las autoridades y, al final, arruinar a los propios ferrocarriles.
Es verdad que toda esta cuestión del bandolerismo es poco clara. No siempre es fácil saber dónde
termina el foragido y comienza el hombre honrado. Uno no puede percibir con exactitud los límites
morales que separan al pirata del corsario y a ambos del "racketeer" y el promotor.
Hay el foragido —el hombre a caballo o que navega a las órdenes de los Jolly Roger, que desafía a
la sociedad, niega sus leyes y le hace la guerra— como el Capitán Kidd.
Hay el "racketeer" que permanece en la sociedad y se mofa de sus leyes, pero asume el dominio de
algunas de sus operaciones y funciones, como Al Capone.
Hay el promotor financiero que no emplea el caballo rti el galeón, que no desafía a las leyes, sino
que más bien las conforma de acuerdo con sus fines; que no hace la guerra a la sociedad, sino que
corrompe a sus funcionarios y adopta y explota su maquinaría, como Jay Gould.
Pero todos ellos tienen el mismo objetivo: el pillaje. Y todos ellos existen, donde existen, gracias a
la tolerancia de que disfrutan y que subsiste como un extraño anacronismo en la sociedad civilizada.
No debe olvidarse que Henry Morgan fué hecho caballero no antes de que actuara como el
filibustero más despiadado de su época, sino después. En una vida de crímenes, con el título de
corsario, asaltó y saqueó una isla tras otra, terminando con el salvaje ataque a Panamá, donde
quemó el castillo y la ciudad y se retiró con 175 muías y otros anímales cargados con un tesoro que

117
valía más de un millón de dólares, y 600 prisioneros tomados como rehenes. Estafó a sus hombres y
volvió a Inglaterra, donde fué hecho caballero y designado gobernador de Jamaica por Carlos II.
Hemos conferido doctorados y puestos de honor, levantado monumentos y denominado a calles e
instituciones en homenaje a algunos de nuestros filibusteros que fueron apenas mejores que Sir
Henry Morgan. No puedo explicarlo a base de otra teoría que la de que aún no estamos civilizados
sino muy imperfectamente. Nuestro pueblo, en su conjunto, sólo percibe de una manera muy
rudimentaria las virtudes sociales más sutiles. Puede comprender y aplaudir sólo unas pocas
virtudes humanas rudimentarias. Comprende la fuerza, el coraje, la lealtad, la generosidad. En
consecuencia, puede admirar al jefe político del distrito que lucha con energía, que derrota siempre
a sus enemigos, que distribuye dádivas a los pobres y se muestra
leal con sus amigos. Que pueda robar a la ciudad, traicionar su misión oficial, dejarse sobornar por
los enemigos rapaces de los pobres, administrar mal y arruinar a la comunidad, son cosas que
carecen de importancia, puesto que esas hazañas implican el ejercicio de virtudes y vicios sociales
que apenas perciben.
Uno puede darse cuenta de lo débil que es la línea demarca-toria entre el filibustero y el magnate
por el siguiente relato de uno de los episodios más asombrosos de la historia de los negocios en los
Estados Unidos.
9.
El Ferrocarril Erie corre desde Nueva York hasta Buffalo y Chicago. Competía en 1866 —y todavía
lo hace— con el New York Central de Vanderbilt. El viejo Erie tenía una larga historia de
corrupciones y mala administración. Un grupo de directores tras otro lo había saqueado. La línea
fué reorganizada en 1832 con un capital de 4.000.000 de dólares. El Estado de Nueva York aportó
3.000.000 y los capitalistas el otro millón. El Estado recibió obligaciones y los capitalistas privados,
acciones. El Estado nunca percibió un penique de rédito o de capital por sus obligaciones y a los
diez años éstas fueron canceladas. Se realizó otra emisión de 3.000.000. de dólares en obligaciones
y 3.000.000 en acciones, y el ferrocarril inició otra década de mala administración. En 1857 se
hallaba nuevamente arruinado. En ese momento Daniel Drew, que era entonces banquero y corredor
de bolsa en Wall Street, entró en escena. Prestó al ferrocarril 3.480.000 dólares. La empresa no
pudo pagárselos y Drew se quedó con ella. Durante los ocho años siguientes casi dejó de ser un
ferrocarril para convertirse en un simple instrumento de Drew en Wall Street, instrumento que aquél
manejaba haciendo subir y bajar sus acciones a voluntad y ganando millones con los especuladores
crédulos.
Vanderbilt vio las posibilidades de la línea Erie. Además, esa línea competía con la Central. Decidió
agregarla a sus posesiones. Comenzó por comprar acciones en secreto. Acumuló 20.000 de ellas.
Pero no bastaba. John S. Eldridge, de Boston, poseía una gran cantidad de acciones. El grupo de
aquella ciudad que él representaba deseaba unir la Erie con su propia línea Boston-Hartford-Erie.
Vanderbilt indujo a Eldridge a unirse con él, mancomunar sus acciones y apoderarse del dominio de
la línea. Eldridge accedió, pero puso como condición que el viejo Daniel Drew fuese desplazado.
En la asamblea de accionistas fué elegida la junta directiva propuesta por Vanderbilt. Drew quedó
fuera, pero dos nuevos hombres, Jay Gould y James Fisk (hijo), entraron en el directorio. Eldridge
no lo supo aquel día, pero descubrió muy pronto que Vanderbilt le había traicionado. El anciano
Comodoro, que entonces tenía setenta y dos años, cometió uno de los errores más sorprendentes de
su larga carrera. Cuando Drew supo que Vanderbilt contaba con los votos necesarios para vencer,
fué a su casa en la Washington Square. Lloraba. Suplicó a Vanderbilt que no lo desplazase. Sugirió
que le tomase como un aliado con su gran número de acciones, y que ambos trabajasen juntos.
Nadie conocía a Drew mejor que Vanderbilt. Sabía que era un picaro. Drew había tratado de
arruinarle con motivo del monopolio de la Harlem. Sabía que Drew no era más que un expoliador
de las propiedades y de los socios con quienes negociaba. Es imposible comprender por qué
escuchó el Comodoro a aquel viejo pillastre que le hablaba con lágrimas en los ojos de su antigua

118
"amistad".
Pero cedió. Y pagó muy cara su tontería. Se acordó que Drew no sería elegido para la junta
directiva. Pero tan pronto como ésta asumiera sus funciones, un testaferro elegido con ese propósito
renunciaría y Drew sería designado en su lugar y nombrado tesorero. Pero lo que era aún peor,
Vanderbilt accedió a nombrar a dos socios de Drew, dos de los bribones más sin conciencia que
hayan actuado nunca en el mundo de los negocios norteamericano, el cual ha sido peculiarmente
fecundo en esa clase de tipos. Se trataba de aquella pareja incompatible y mal formada, Jay Gould y
James Fisk, hijo. Nunca encontraron dos picaros inescrupulosos un padrino más digno de su talento
que el que Gould y Fisk encontraron en Drew.
Tras una breve carrera en Pensilvanía, donde dirigió una curtiduría y escribió una historia del
condado de Delaware, Gould apareció en Nueva York con la patente de una ratonera que había
inventado. Comenzó a actuar en Wall Street, donde durante el resto de su vida aplicó su genio
inventivo a la construcción de trampas para osos, toros y corderos, con las que ganó muchos
millones. Era un hombre pequeño, frágil, de barba negra y cara pastosa, enfermizo, sobrio y
fríamente cruel. Antes de terminar su carrera había reunido bajo su dominio una red de ferrocarriles,
barcos a vapor, la Western Union, el World de Nueva York y las líneas elevadas de esa ciudad, todo
lo cual puede compararse con el imperio complicado y diverso que reunieron posteriormente los
hermanos Van Sweringen.
Jim Fisk era hijo de un buhonero de Vermont y en su juventud
recorrió el Valle de Connecticut en carromatos brillantemente pintados como los de los circos,
vendiendo paños, sedas, objetos de hojalata y chucherías. Como Drew, había realizado una breve
carrera en un pequeño circo de animales. Se inició vendiendo mantas al ejército durante la guerra a
precios de extorsión. Se puso de acuerdo con Drew, para quien negoció la venta de sus vapores
Stonington. El áspero, seco y santurrón Drew se sintió atraído por el petimetre llamativo y
extravagantemente vestido, deslumbrante con sus anillos y otras joyas, su cabellera rubia y su
bigote lleno de pomada y armado. Drew lo ayudó a actuar como corredor en Wall Street, donde
conoció a Jay Gould. Es imposible decir qué era lo que atraía mutuamente a Gould y Fisk, como no
fuera que cada uno de ellos poseía las cualidades aventureras que faltaban al otro. Gould era un
hombre de grandes facultades intelectuales, sencillo en sus gustos, meticuloso en sus costumbres
personales, desdeñoso del mundo en que vivía y de quienes actuaban en él, ingenioso y despiadado.
Fisk era turbulento, ostentoso, vulgar en sus gustos y costumbres, audaz, con la inteligencia de un
tratante de caballos de Nueva Inglaterra, pero un general capaz en cualquier operación comercial.
Gould y Fisk tenían un objetivo especial al establecer relaciones con la línea Erie. En 1866
adquirieron una pequeña línea: la Brad-ford-Pittsburgh Railroad. Pagaron por ella 250.000 dólares,
y en seguida emitieron 2.000.000 de dólares en obligaciones. Querían traspasar esa línea a la Erie,
obligando a aquella sociedad, ya en apuros, a quedarse con las nuevas obligaciones. Vendieron la
línea a la Erie, y a cambio de los 250.000 dólares que habían invertido recibieron 2.000.000 de
dólares en obligaciones de la Erie convertibles en acciones.
Tan pronto como esos tres filibusteros —Drew, Gould y Fisk— se encontraron dentro de la Erie,
con Drew como tesorero y los tres en el comité ejecutivo, en el que Drew representaba los intereses
de Vanderbilt, procedieron a robar a éste. Lo que hicieron al viejo guerrero, prudente, suspicaz y
temible, constituye un ejemplo de duplicidad y nos ayuda a formarnos una idea de lo que podía
hacerse y se hacía con los capitalistas menos conocidos y poderosos.
En primer lugar malquistaron al Comodoro con sus compañeros de dirección. Insinuaron que los
objetivos de aquél eran completamente egoístas, descubrimiento que sin duda impresionó mucho a
aquella escogida colección de egoístas. Vanderbilt fué calificado de explotador que deseaba el
monopolio de los transportes. Se proponía hacer de la Erie una empresa subsidiaria de la Central.
Pero todo
eso no era más que el comienzo. Una vez ganada la confianza de los nuevos directores, Drew,

119
Gould y Fisk indujeron a la junta de altruistas conmovidos a emitir diez millones de dólares en
obligaciones. Casi todas éstas fueron entregadas a los tres salvadores de la Erie en pago de diversas
reclamaciones falsas. Al enterarse de ello el Comodoro se dio cuenta de que le estaban jugando
sucio. Lanzó un rugido de rabia e hizo que sus abogados corrieran a ver al juez Barnard para que
éste les diera una orden conminando a los saqueadores a desprenderse de las obligaciones emitidas.
Entretanto, Vanderbilt redobló sus esfuerzos para comprar las acciones de la Erie y asegurarse el
dominio de la empresa. Sus corredores compraban en todas partes. Pero la provisión de acciones
parecía inagotable. En realidad lo era, por lo menos mientras la imprenta de Gould, Fisk y Drew
siguió funcionando. Pues los diez millones en obligaciones de que se habían apoderado eran
convertibles; es decir, que podían ser convertidos en acciones. La trinidad profana había utilizado la
imprenta para convertir las obligaciones en acciones. Y habían lanzado al mercado 50.000 de ellas,
seguidas rápidamente por otras 50.000. Esas acciones eran las que compraba Vanderbilt, pagando
por las mismas millones que iban a parar a los bolsillos de los conspiradores. Y Jim Fisk decía con
regocijo: "Daremos al viejo egoísta todas las que pueda comprar mientras siga funcionando la
imprenta".
Cuando Vanderbilt se enteró de esa perfidia estalló en un acceso de rabia jupiterina. Una vez más
corrió a ver al juez y consiguió de él una orden de arresto de los villanos por contumacia. El juez
que dio esas órdenes no puede pasar desapercibido. Desempeñó en la comedia de esa época el papel
de Arlequín en la pantomima. Era el Honorable George C. Barnard, una especie de cachiporra
humana en el arsenal de Boss Tweed. Yale, hacedora de hombres, lo díó al mundo. Fué a California
y se convirtió en el cimbel de una casa de juego. Más tarde fué comedíante. Regresó a Nueva York,
donde Tweed hizo de él un magistrado y luego juez de una Audiencia. Alto, apuesto, excéntrico,
jactancioso, vestido con la librea llamativa y extravagante de un vociferador de teatro de segunda
clase, se sentaba en su trono judicial y se dedicaba a cortar trocitos de madera que su empleado
apilaba en el escritorio para su diversión, mientras él vomitaba palabras gruesas e insultos contra los
abogados y los litigantes. Vanderbilt lo había comprado como si se hubiera tratado de un caballo
costoso. Fué ese caballero quien ordenó el arresto de Drew, Gould y Fisk.
Al enterarse de lo que iba a ocurrir, los tres merodeadores se apresuraron a empaquetar los
documentos, los libros de contabilidad, los títulos y la moneda contante del ferrocarril Erie, que
alcanzaba a seis millones de dólares, y como los ministros en apuros de un gobierno balcánico,
corrieron a la frontera, cruzando el río Hudson en balsa, y llegaron a Nueva Jersey, fuera de la
jurisdicción del juez Barnard.
A continuación representaron una de las parodias más fantásticas en la historia de los negocios
norteamericanos. Adquirieron el Taylor Hotel y lo convirtieron en una fortaleza. Reclutaron un
pequeño ejército de bribones y lo armaron con fusiles y un cañon-cito para rechazar a lo que creían
que iba a ser una invasión de Jersey por el Comodoro rugiente y blasfemante. Llamaron a su
ciudadela Fuerte Taylor. Fisk, el picaro más pintoresco que se haya conocido, reunió una flota de
barcos que armó, y cuyo mando personal asumió para impedir que el invasor llegase a la orilla. Así,
los piratas, con su ejército y su armada dispuestos, esperaron el ataque de Vanderbilt. La ciudad
entera se agitó. Fué movilizada la milicia para hacer frente a la crisis esperada.
Pero Vanderbilt no tenía la intención de emplear la fuerza. Los merodeadores se hallaban realmente
en situación desesperada y él lo sabía. En ese momento cayó el mando de las manos del asustado
Drew; Gould se hizo cargo de él. Con 500.000 dólares en moneda corriente se deslizó
silenciosamente en Albany, donde se hallaba reunida la Asamblea Legislativa. De algún modo se
puso en relación con Tweed, quien hasta entonces era aliado de Vanderbilt. Gould entregó a Tweed
180.000 dólares en acciones de la Erie. Distribuyó grandes sumas de dinero entre los miembros de
la Caballería Negra. Fué presentado en la Asamblea un proyecto de ley para legalizar los diez
millones de dólares en acciones y la emisión de obligaciones. Barnard la llamó ley para validar
moneda falsa. Vanderbilt luchó contra ellos con dinero y amenazas. Albany tomó un aspecto de

120
prosperidad. La atmósfera se impregnó de olor a dinero. Todos los asuntos legislativos quedaron en
suspenso, míen-tras los legisladores se reunían en grupos y discutían las cotizaciones corrientes.
Los tipos de interés fluctuaban entre dos y tres mil dólares. Los tribunales entraron en juego. Gould
y Fisk consiguieron un mandamiento en contra del juez Cardoza. Y así, dos jueces de Tweed —
Cardoza y Barnard— iniciaron un duelo de mandamientos. Vanderbilt perdió en Albany. Fué
aprobada la ley que legalizaba la emisión de títulos.
Pero Barnard amenazaba todavía a los fugitivos con la cárcel por contumacia sí se presentaban en
su jurisdicción. Y así, a pesar de su victoria, Gould, Fisk y Drew no se atrevían a entrar en Nueva
York. Vanderbilt, superado en ingenio y derrotado, tenía una ventaja: sus enemigos habían tenido
que huir de las guaridas. que eran esenciales para su vida y sus planes.
Vanderbilt sabía que Drew temía la cárcel.'Hizo llegar a Jersey la insinuación de que había llegado
el momento para Drew de conversar con él sobre los negocios pendientes. Drew tomó en serio la
insinuación. Un domingo por la mañana se presentó en el domicilio de Vanderbilt en la Washington
Square. Vanderbilt le hizo saber que no lo dejaría escapar hasta que le comprase las trescientas mil
acciones al precio que él había pagado por ellas. Drew se mostró deseoso de llegar a un acuerdo y
propuso otra entrevista. Unos días más tarde volvió a deslizarse por el río hasta la casa del abogado
de Vanderbilt, el juez Pierrepont. Mientras él y Vanderbilt se hallaban conferenciando entraron
Gould y Fisk. Habían vigilado al viejo Daniel Drew y le siguieron para sorprenderlo. Y allí, con
todos los combatientes presentes, Vanderbilt presentó sus condiciones.
No consiguió todo lo que pidió. Pero, teniéndolo todo en cuenta, salió muy bien de manos de
aquellos bergantes. Accedieron a hacerse cargo de nuevo de 50.000 acciones a 55, pagando
2.500.000 dólares en moneda corriente y 1.250.000 en obligaciones. Accedieron también a pagar un
millón de dólares por el derecho a redimir las otras 50.000 acciones a 70 en el término de seis
meses. Así recobró Vanderbilt 4.750.000 dólares. Insistió en que eso le causaba una pérdida de
2.000.000 de dólares.
Pero Gould y Fisk no habían terminado con él. Comenzaron a hacer bajar el valor de las acciones de
la Erie vendiéndolas en gran cantidad. Cuando llegaron a 35 las volvieron a comprar en cantidad
suficiente para dominar la línea mientras preparaban otra fechoría. Y se encontraron con que
Vanderbilt se mostraba dispuesto a vender sus restantes 50.000 acciones a 40 en vez de a 70.
Regresaron a Nueva Y°rk, llevándose con ellos las oficinas centrales de la Erie, que instalaron en
un primoroso edificio de mármol blanco en la esquina de la Octava Avenida y la Calle 23 a.
Contenía un teatro que manejaba el increíble Fisk, quien encontraba en él un medio para su
exhibicionismo y un lugar de reclutamiento para su harén.
Vanderbilt había deseado el dominio de la Erie. Deseaba el monopolio de los transportes en el
territorio servido por la Erie y
la Central. Consiguió ese dominio mediante su compra de las acciones que el trío criminal había
puesto a su disposición en el mercado. Pero habiéndolo conseguido cambió de manera de pensar.
En aquel momento se hallaba probablemente más interesado en arruinar a sus enemigos. Al
obligarlos a pagarle 4.750.000 dólares y dejarlos con el armatoste podrido del ferrocarril saqueado
en su poder, creyó que se había vengado de Drew, Gould y Fisk. Pero no había tenido en cuenta el
ingenio satánico de Gould.
Gould y Fisk arrojaron a un lado al anciano y traidor Drew. Se apresuraron a aliarse con Tammany,
incluyeron a Bosses Tweed y Sweeney en el directorio de la Erie y compraron al corrompido
magistrado Barnard como uno de los activos de su capital. Lo utilizaron sin piedad, Fisk le hizo
firmar en una ocasión un mandamiento durante la noche, en el tocador de su querida. La nueva
oficina central del ferrocarril, con su teatro de ópera y un pasaje privado entre el palco particular de
Fisk y sus oficinas, recibió el nombre de Castle Erie.
Y en ese Castillo se llamaba Fisk a sí mismo "el Príncipe de Erie". Contoneándose a bordo del
buque capitán de su flota, vestido con un uniforme primoroso, se hacía llamar "almirante". Al

121
marchar a la cabeza de un regimiento de milicias que mandaba se hacía llamar "coronel". De vez en
cuando se exhibía en un llamativo carruaje tirado por seis caballos, tres negros en un lado y tres
blancos en el otro, entre una bandada de rameras. No obstante, este payaso ridículo y maligno
poseía una astucia audaz que cuando se unía con el genio agudo y siniestro de Gould los convertían
en una amenaza para los inversores, los especuladores, los bancos y la industria, hasta que Fisk fué
asesinado por una amante celosa y Gould desapareció de la escena consumido por la fiebre de su
propia naturaleza inquieta. Iban a atormentar a Vanderbilt casi hasta el final de sus días. Realizaron
un tráfico de guerra, poniendo en juego a la Erie contra la New York Central. Cuando el anciano
Comodoro bajaba las tarifas, Fisk se dirigía al Oeste, compraba grandes rebaños de ovejas —la
carga más indeseable y menos provechosa— y llenaba con ellas los vagones de los trenes de
Vanderbilt, que quedaban destrozados.
El Comodoro iba a encontrar a esos saqueadores audaces en otro escenario. El genio peculiar de
Gould halló su expresión más alta en el complot y la conspiración para llevar a cabo aventuras
rápidas. En 1870 se dio cuenta de que las provisiones de oro de la nación eran muy limitadas. El
gobierno contaba con una gran reserva de
oro guardada en los sótanos de la Tesorería. Y Gould vio que sí podía conseguir que ese oro
siguiese encerrado le sería posible monopolizar la provisión flotante. Consiguió ver al Presidente
Grant durante una visita de éste a Nueva York. Indicó al Presidente que, como se acercaba el
tiempo de recoger las cosechas, él se hallaba en situación de aportar un gran beneficio a los
agricultores sí se negaba firmemente, en cualesquiera circunstancias, a permitir que saliese de los
sótanos cantidad alguna de la reserva de oro del gobierno. Si el Presidente hacía eso, tendería a
subir la cotización del oro en el mercado y eso depreciaría el dólar en función del oro. Los
compradores de trigo extranjeros tenían que comprar dólares norteamericanos para pagarlo. Si el
oro estaba alto, los compradores podían comprar más dólares con su oro. Así, el trigo resultaría más
barato para los compradores extranjeros, lo que estimularía la adquisición de trigo en el país. Era,
en esencia, la misma teoría que el difunto Profesor Warren vendió al Presidente Roosevelt en 1933,
y que el Presidente Roosevelt se tragó ingenuamente con el mismo candor que Grant,
Gould explotó su conquista del crédulo Grant exhibiendo al Presidente en el palco privado de Fisk
en el teatro de ópera del Castillo Erie y a bordo de uno de los barcos de Fisk, donde fué agasajado
públicamente por éste, vestido con sus insignias de Almirante. Gould compró luego oro por valor de
siete millones, con lo que elevó su precio de 132 a 140. Después él y Fisk, mediante cheques
certificados emitidos por un banco que controlaban, adquirieron cuarenta millones de ese metal en
disminución, hasta elevar su precio a 150. El oro se hizo tan escaso que el mundo de los negocios y
de la banca quedó perturbado. Los especuladores se arruinaron. Las casas de corretaje se cerraron.
Fué el pánico más grande en la historia en la Bolsa. Gould fué advertido de que Grant,
desilusionado, iba a poner en circulación el oro del gobierno para calmar el pánico. Traicionó
secretamente a sus compañeros de conspiración y comenzó a vender mientras ellos compraban
todavía, Un viernes por la mañana se produjo un pandemónium en Wall Street y en la Cámara del
Oro. Fisk compraba frenéticamente elevando la cotización hasta 162 1)2, en tanto que su compinche
vendía. Cuando el oro del gobierno afluyó a Wall Street la cotización de ese metal descendió a 135.
El mercado entero fué presa del mayor pánico que se haya conocido nunca. Fisk y todos los
conspiradores, inclusive Gould, fueron víctimas de la baja. Tuvieron que conseguir que se
cerrara la Cámara del Oro por medio de una orden de su amigo el juez Barnard para salvarse de la
ruina.
El anciano Comodoro Vanderbilt tuvo que acudir una vez más a salvar el mercado con su riqueza.
Aquel viernes aciago tuvo que prestar un millón de dólares para mantener ese mercado. Pero no es
cierto que el papel que desempeñó en esa crisis fuese mayor que el citado. Después de eso
terminaron sus luchas con la araña Gould y el pavo real Fisk. Este último, algunos años más tarde,
vestido de terciopelo, y deslumbrante de joyas, fué asesinado al descender por la gran escalinata de

122
un hotel de Nueva York para entrar en su coche ostentoso. Su asesino fué un libertino rival llamado
Stokes, aspirante al cariño de la querida pública de Fisk, Josie Mans-field. El anciano Daniel Drew,
puesto en el camino de la ruina por sus dos honorables discípulos con la baja de las acciones de la
Erie que él mismo había llevado a cabo sólo para ser despojado de un millón de dólares por sus
compinches, terminó por ser expulsado de Wall Street y murió en la pobreza.
En cuanto a Vanderbilt, se convirtió en una figura legendaria. Era probablemente el primero entre
los grandes capitanes del dinero en el país. Los más grandes de los gigantes industriales eran los
reyes de los ferrocarriles, y él era el rey de los ferrocarriles más grande de todos. No se le podía
comparar en dotes intelectuales con Gould, que fué quizá uno de los hombres más inteligentes entre
nuestros barones del dinero. Pero Gould era esencialmente un fullero. Su mente trabajaba a la
manera de la de los fulleros. Sólo podía actuar como un conspirador, un destructor, un enemigo
público que meditaba y realizaba toda clase de incursiones contra la bolsa pública y privada.
Vanderbilt era el hombre más rico de los Estados Unidos, con cien millones de dólares. Vivía
recluido la mayor parte del tiempo. Su solo nombre hechizaba. Ocupó una posición que solamente
el mayor de los Morgan alcanzó una generación más tarde.
10.
Casi hasta el final de sus días siguió vigilando Vanderbilt la administración de sus grandes
intereses. Su hijo William H. Vanderbilt —el de las largas patillas flotantes— se hizo cargo
inmediatamente de su imperio ferroviario. Pero el viejo bárbaro mal hablado, blasfemo y aterrador,
conservó la virilidad que lo había hecho
progresar. La gente le temía. Su hijo William nunca dejó de sentirse inquieto en su presencia. Pero
ahora tenía más tiempo para contemplar el infinito y sus exploraciones le llevaron al refugio
sagrado de la señora Tufts en Staten Island. Las hermanas Fox excitaban todavía la curiosidad y la
admiración del mundo desde que habían descubierto los espíritus treinta años antes. Y la señora
Tufts practicaba el arte secreto de la comunicación entre la Tierra y el Más Allá. El espectáculo del
anciano pragmatista, tunante enternecido en su casa por las noches con las sombras de la vieja
Phoebe Hand y su difunto hijo George, provocaba las risas de los incrédulos caballeros de Wall
Street. Pero, después de todo, ¿por qué reírse de Vanderbilt? ¿Acaso mientras él fraternizaba con el
espíritu de su anciana madre torva y dominante no se paseaba el mucho más astuto e incrédulo Sir
William Crookes del brazo con el espíritu de una bella hembra por sus laboratorios?
En el verano de 1868 falleció la señora Vanderbilt. La anciana y azorada ex posadera de Bellona
Hall fué objeto de unos funerales oficíales dignos de un "gángster" de Chicago. Horace Greeley y
otros notables asistieron a ellos, junto con los treinta nietos de Sophía y el dominante consorte a
quien nunca había sabido hacer frente.
Por esa época, el interés de Vanderbilt por el espiritismo lo llevó a entablar relaciones con una
pareja tan extraña como nunca se había visto otra en la Edad de la Inocencia. Se trataba de
Woodhull y Clafín, corredores y banqueros que vivían en el número 44 de Broad Street, y que se
llamaban en realidad Victoria Woodhull y Tennie C. Clafin, dos hermanas que llevaban los
apellidos de esposos que habían pertenecido a otros capítulos de su vida agitada. Tras varias
aventuras dudosas en otros campos de acción comenzaron a actuar, por la época de las luchas
alrededor de la Erie, en Wall Street, donde, a pesar de su completa ignorancia de los valores
comerciales y del dinero, abrieron oficinas como banqueros y corredores. Y lo que es más, tuvieron
un gran éxito, pues ganaron 750.000 dólares en el primer invierno.
En el fangoso Manhattan de la década del 60, cuando las mujeres todavía sonreían, temían y
obedecían a sus señores, esas dos damas bellas y valientes eran feministas, sufragistas, partidarias
de la clase única y de la fiscalización de los nacimientos, corredores de bolsa que profesaban un
socialismo moderado y banqueros que actuaban como caudillos de los trabajadores. Eran personas
de vanguardia. En el Mundo del Ayer se convirtieron en avanzadas del
Mundo de Mañana. Victoria se proclamó candidata a la Presidencia y hasta llevaba el pelo corto.

123
Tennie C. era jefe de una sección del Partido Obrero Internacional y coronel del Regimiento LXI, al
que equipó y adiestró a sus expensas. Las hermanas publicaban el W<x>-dhull and Cíafin's
Magazine, semanario dedicado al sexo, a los ismos y al escándalo. Eso las llevó más de una vez a
las .garras de la justicia. Pero eran también espiritistas y Victoria era una médium. Desde los tres
años de edad se había especializado en visitas de los ángeles.
Y como el viejo Comodoro era también espiritista, y un depósito perfecto de informes secretos
sobre el mercado, habría sido extraño que no hubiera aparecido en el papel de un ángel en la sala de
visitas de las Parcas de Great Jones Street. En realidad se convirtió en un visitante asiduo tanto de la
Great Jones Street como del número 44 de la Broad Street. Las grandes ganancias de aquellas
muchachas inocentes eran relacionadas generalmente con la clarividencia comercial del Comodoro.
Este era amigo íntimo de Tennie C. y corría el rumor de que tan pronto como la pobre Sophia había
comenzado a enfriarse en su espléndida tumba el septuagenario amoroso se había puesto a cortejar a
Tennie. Hasta qué punto llevó adelante esa empresa es algo que será siempre tema de
especulaciones. Pero abandonó pronto esa caza, y un día desapareció de los lugares que
frecuentaba. Cuando reapareció, algunos días más tarde, fué para llevar al número 10 de la
Washington Street, como su querida, a la joven con la que se había escapado a Ottawa. Se trataba
de Miss Frank C. Crawford, una muchacha del Sur alta, bella y digna, que tenía más o menos la
edad del nieto mayor de Vanderbilt. Fué un rudo golpe para su familia. Pero ninguno de sus
parientes se atrevió nunca ni siquiera a parpadear en señal de reproche por aquel ni por ningún otro
acto del viejo e imperioso, dueño de la casa. En cuanto a Victoria y Tennie O, se sacudieron de los
pies el polvo de Nueva York poco tiempo después. Bien provistas de fondos, se dirigieron a
Inglaterra, donde, como era de suponer, se casaron con hombres ricos. Tennie C, conocida ahora
como Tennessee, llegó a ser Lady Cooke y Marquesa de Montserrat.
El Comodoro Vanderbilt falleció en el número 10 de Washington Square el 4 de enero de 1877,
poco después de cumplir sus ochenta y tres años. La gran máquina, sometida a un esfuerzo
excesivo, terminó por romperse. La escena junto al lecho de muerte pudo haber servido para el
fallecimiento de un obispo. Los hijos y sus esposas, el sacerdote, los médicos, la nueva esposa y los
nietos
se reunieron a su alrededor y cantaron al Señor del viejo Daniel Drew. Las últimas palabras del
Comodoro, según se dijo luego a un mundo admirado, fueron éstas. —Nunca perderé mi fe en
Jesús.
Durante los últimos años de su vida se había interesado profundamente por una forma de la
inmortalidad: Ja inmortalidad del nombre famoso de Vanderbilt. Había hecho construir una estación
terminal en Greenwich Village y adornado su fachada con un entablamento que valía 250.000
dólares, monstruosidad de bronce cuya figura central era una estatua del propio Vanderbilt. Meditó
hondamente acerca de su dinastía y del imperio cuya Central era el Estado. Poseía 105.000.000 de
dólares. Tomó medidas para que ese majestuoso montón de riquezas no fuese disipado por sus
descendientes, con quienes el Comodoro no estuvo nunca en relaciones muy amistosas. William H.
Vanderbilt, su hijo, quien administraba sus propiedades ferroviarias, se había conquistado el respeto
del anciano. En consecuencia le dejó un patrimonio valorado en 90.000.000 de dólares, y los otros
15.000.000 los repartió entre los demás miembros de la familia. A Cornelius, su hijo descarriado,
sólo le dejó la renta de un capital de 200.000 dólares.
William H. Vanderbilt extendió ese imperio hasta el punto de que, poco antes de su muerte, confesó
a un amigo que poseía 194.000.000 de dólares. A su vez, aunque con menos severidad que su padre,
dejó la mitad de esa riqueza a dos hijos, William K. y Cornelius, y el resto, en parte directamente y
en parte en forma de renta, a sus otros seis hijos. Los descendientes de William K. y Cornelius
fueron numerosos, pero el heredero principal fué Alfred, quien falleció en 1928 dejando una fortuna
de cien millones. La riqueza combinada que poseen actualmente todos los Vanderbilt es
probablemente tan grande como lo fué anteriormente. Pero su dominio del mundo de los negocios

124
es mucho menor. La numerosa progenie lo ha dividido. Y la técnica moderna de administrar
grandes fortunas ha tendido hacia la diversificación y la disminución del dominio de una empresa
particular cualquiera. Las acciones de los Vanderbilt en el New York Central no alcanzan a más del
tres por ciento del total. Las dinastías han tenido que luchar contra la decadencia de la progenie, las
leyes, la suerte y los tiempos. Y en el clan Vanderbilt no ha vuelto a aparecer nada que se parezca
remotamente a aquella notable mezcla de sangre y nervios, cartílagos e intestinos, audacia e
intolerancia, irreverencia y codicia que constituyó el fundamento de su fortuna.
La suya fué la edad dorada del capitalismo. Comenzó a decaer una década antes de la muerte de
Vanderbilt. Lo que la siguió fué una máquina capitalista muy complicada por rápidos mecanismos,
reguladores y palancas que han estorbado y obstruido su desarrollo. En aquel tiempo existía una
sociedad económica libre, sin reglamentaciones oficiales, sin reglas propias en los negocios, sin
leyes Sherman ni comisiones de la ICC y de servicio público, por una parte, y sin el dominio de
asociaciones comerciales y "carteles" por la otra. La competencia reinaba sin rival. La edad de la
maquinaría se había desarrollado mucho, pero la industria, la agricultura y el comercio se realizaban
todavía mediante unidades relativamente pequeñas. En la industria había anualmente un abundante
porcentaje de mortalidad y un porcentaje igualmente abundante de nacimientos. En la agricultura, la
manufactura y la distribución, la producción de riqueza y de valores estaba por entero a cargo de
propietarios independientes. La corporación, la cadena de almacenes, las compañías de holding y
los grandes recursos tecnológicos de los últimos cincuenta años no se habían desarrollado todavía.
Un hombre se hacía rico produciendo mercaderías y obteniendo para sí mismo el mayor provecho
que podía haciendo que sus obreros trabajasen el mayor tiempo posible, pagándoles los jornales
más bajos posibles y cargando a sus productos el precio más alto que podía soportar el tráfico, en
general poderosamente limitado por la competencia. Su utilidad era puro beneficio, la diferencia
entre el costo y el precio. La máquina le permitía participar en la producción de un número de
hombres mucho mayor que en la época del trabajo manual. Pero la riqueza que acumulaban
individualmente esos hombres era moderada en comparación con las de hoy en día.
La corporación había hecho su aparición en el campo de los ferrocarriles, y hombres como
Vanderbilt, Gould, Fisk, Scott y, antes que ellos, Daniel Drew, perfeccionaban en ese campo el
mecanismo de explotación de propiedades mediante las manipulaciones con las acciones. Este era
un procedimiento que permitía al explotador obtener grandes ganancias que no procedían de la
propiedad en modo alguno. No consistía en obtener beneficios con los mismos ferrocarriles y
quedarse con una participación irrazonable. El juego consistía en apoderarse de los ahorros de otros
hombres más bien que de lo que pagaban por las mercaderías o los servicios, inducirles a comprar
acciones y despojarlos de sus ahorros mediante la manipulación de esas acciones. Era la técnica que
John Law había enseñado al mundo y que llegó a ser la manera característica de enrique-
cerse en la época que amanecía. Daniel Drew no se proponía, como él hubiera dicho, apoderarse de
los beneficios de la Erie. No le interesaba que la Erie produjera o no beneficios. Y no produjo
ninguno. Pero no por ello dejó, de ganar millones, no con el público que adquiría boletos de viaje y
utilizaba los servicios de carga del ferrocarril, sino con los que invertían capital, con cuyas acciones
trataba de quedarse.
Era un método completamente nuevo de hacer dinero. Y cuando por fin se difundió, hizo posible
que hombres como William H. Vanderbilt, con poca o ninguna capacidad como capitalista, ganaran
cincuenta millones de dólares en una sola operación, o que Henry H. Rogers y William Rockefeller
ganaran 39.000.000 en unos pocos días con la Amalgamated Copper.
Si hay en el capitalismo algo por lo que merezca salvarse, y si hubiera alguien que deseara salvarlo,
el momento de hacerlo fueron aquellos días en que Drew, Gould y Vanderbilt iniciaron sus
experimentos de manipulación con las empresas colectivas. Desde entonces en adelante la historia
del sistema ha sido la invención por los explotadores de un medio tras otro para dominarlo con el
propósito de explotarlo, la lucha de un grupo contra otro para protegerse de la explotación por

125
medio de otros recursos de dominio, y la larga batalla del gobierno por medio de otras
fiscalizaciones para impedir o limitar el dominio de los grupos privados. El resultado es el encierro
del sistema en una armazón y la traba de cadenas restrictivas que lo están destruyendo lentamente y
que casi han terminado su tarea.

126
CAPITULO 6

HETTY GREEN
LA AVARA

127
APRINCIPIOS de 1833 llegó un joven a la ciudad de New Bed-ford y se dirigió inmediatamente a
las oficinas de Isaac Howland, hijo, y Compañía. Se llamaba Edward Mott Robinson y en adelante
fué él la "Compañía" en aquella importante casa de comerciantes aventureros. Tenía una figura
gallarda, alta, erguida, bella y era distinguido en sus maneras.
El 29 de diciembre de ese mismo año supo New Bedford por qué había ingresado aquel joven
extranjero romántico en la gran casa de Howland. Dicho día Edward Mott Robinson se casó con
Abby Slocum Howland, la hija de Gídeon Howland, hijo, quien era prácticamente el jefe de la casa.
Si esta nación se ha vuelto alguna vez loca por el dinero lo estuvo en aquella década de nuestra
historia. La gente hablaba del Demonio Dinero. Todo el país había empuñado las armas para ayudar
al temible Andy Lackson a destruir a aquel monstruo al que se suponía alojado en el perverso
United States Bank. Pero un viajero francés observó al respecto que "al demonio del dinero se lo
podía encontrar sentado con gran pompa en sus altares de todas las ciudades de los Estados Unidos,
en las que gran parte de la población se inclinaba ante él en adoración". Se realizaba una
especulación desenfrenada. La gente jugaba su tiempo, su fortuna, su vida, en el deseo de
enriquecerse pronto. Y entonces, como ahora, uno de los más románticos de todos los juegos era el
negocio del petróleo. Pero el negocio del petróleo en aquella época no se realizaba con el barreno,
sino con el arpón. Y no se trataba de petróleo, sino
de aceite. La gente no lo buscaba taladrando las rocas, sino en la grasa de la ballena. El aceite de
ballena era la luz del mundo. New Bedford era la Meca del aceite de ballena. Y los Howland eran
sus profetas.
La casa de Isaac Howland, hijo, y Compañía fué creada en 1811. Los Howland habían vivido en
New Bedford o sus alrededores desde 1621. Desde un principio poseyeron el secreto para hacer
dinero. Ya en 1833 no sólo habían adquirido una gran riqueza, sino que se habían hecho reconocer
sin lugar a dudas como la cumbre de lo más alto de la aristocracia de New Bedford. Los Howland
eran para New Bedford lo que los Cabot para Boston. La suya no era una aristocracia del bacalao.
Su bracmanismo se fundaba en un pez superior. Durante cincuenta años habían dispuesto de una
flota de más de treinta excelentes balleneros. Durante cincuenta años habían descargado sobre las
ballenas la venganza del creyente por la manera como habían tratado a Jonás, y habían engordado.
Y en 1833, cuando el joven Robinson entró en el negocio y en la familia, los Howland estaban en
camino de proporcionar a los Estados Unidos parte de su primera cosecha de millonarios.
El propio Robinson era un patricio de calibre inconfundible. Como los Howland, era un cuáquero
devoto. Procedía de Provi-dence. Su abuelo había sido magistrado de la Suprema Corte de Rhode
Island. Su bisabuelo había sido presidente de la Asamblea Colonial y vicegobernador. Él sentía una
gran afición al comercio. Y su carrera subsiguiente confirmó lo acertado de su afición. Llegó a ser
muy pronto un hombre de la máxima importancia en Nueva Bedford.
Un año más tarde, un día muy ventoso de noviembre, llegó galopando un jinete hasta las oficinas de
la Isaac Howland, Jr. and Company, con un mensaje para el señor Robinson. Se le pedía que
regresara a casa inmediatamente. Su esposa acababa de dar a luz un niño. ¿Varón o hembra? Una
nena, replicó el mensajero. El rostro del nuevo padre se oscureció por un instante. La casa de
Howland y la casa de Robinson necesitaban un hijo. Si éste hubiera sido varón, el señor Robinson
habría saltado sobre su caballo y corrido a su casa. Siendo hembra, arregló tranquilamente los
papeles que tenía sobre el escritorio, se ajustó el levitón con deliberada parsimonia, se colocó el
sombrero de copa en la cabeza con la inclinación adecuada, se contempló un instante en el largo
espejo que colgaba de la pared, montó en su caballo y marchó al trote para ver a su hija. Al llegar a
la alcoba de su esposa contempló con interés a
la niña que acababa de ver la luz de este mundo enloquecido por el dinero. ¡Una niña! Bien, aquello
no tenía remedio. La próxima vez tendría más suerte. Entretanto había que dar un nombre a aquella
niña. Y la llamaron Hetty, Hetty Howland Robinson. Años más tarde sería conocida en todo el

128
mundo como Hetty Green, la mujer más rica de la tierra, y también la más extraña.
La casa Robinson tuvo más suerte al cabo de dieciocho meses. Nació un niño. Y cuando eso
sucedió la pequeña Hetty fué llevada a casa de su abuelo, Gídeon Howland, hijo, donde quedó al
cuidado de su tía soltera Sylvia Ann Howland. Por algún motivo desconocido, aquella siguió siendo
su casa. De vez en cuando iba a la de su madre y ésta la visitaba. Pero la tía Sylvia fué siempre su
verdadera madre. Aun después de la muerte de su hermanito, ocurrida en la infancia, siguió
viviendo bajo el techo de su tía. Es probable que su madre fuese una inválida e incapaz de criar a
aquella niña fuerte y vigorosa. Además, hay ciertas razones para creer que la delicada Abby Slocum
no se entendía muy bien con su imperioso esposo.
A medida que Robinson envejecía se sumía cada vez más en sus negocios e inversiones. Adquirió
una especie de reputación local de codicia, una codicia muy elegante, por supuesto, y no sucia,
polvorienta y fea como sería la de Miss Hetty posteriormente. Pero de todos modos lo bastante para
que alguien dijera en New Bedford que "apretaba el dólar hasta hacer gritar al águila". Según una
tradición local, tal fué el origen de esa famosa frase. Entretanto Gideon Howland, hijo, envejecía.
Le fallaba la vista. Le costaba trabajo leer su diario de Nueva York y sus informes financieros y
comerciales. Y por lo tanto, todos los días se sentaba junto al fuego para que su nieta Hetty le leyera
todas esas noticias referentes a los negocios y las finanzas. Al poco tiempo la niña sorprendía a sus
amistades citando las cotizaciones de los bonos y las acciones, y proporcionando algunas
informaciones comerciales en las conversaciones que tenían lugar en casa de Gideon.
Es un hecho curioso que los genios financieros muestren gran precocidad. John D. Rockefeller hizo
un descubrimiento original sobre el rédito a los diez años de edad. A los veinticinco era ya un
hombre rico. Russell Sage era a los veintitrés un comerciante al por mayor afortunado. J. P.
Morgan, Andrew Carnegie y Edward Harriman revelaron su talento para los negocios a una edad
muy temprana.
Un día, una niñíta de ocho años entró en uno de los bancos
de New Bedford. Eso era antes de que el público en general fuese invitado a acudir a los bancos.
Estos eran entonces el lugar de cita de los dólares de la gente acomodada y adulta. Pero la niña era
hija de Edward Mott Robinson, por lo que el presidente del banco le dio unas benévolas palmaditas
en la cabeza y le preguntó qué deseaba. Deseaba abrir una cuenta bancaria. Y lo hizo
inmediatamente. Dio ese paso por su propia cuenta y sin 'consultar con nadie de su familia.
En la Hetty Green torva e inquieta de la madurez no había nada que recordase a la niña bella y
alegre de aquellos años de New Bedford. Al principio tuvo una institutriz. Luego fué enviada a la
escuela de internos de Eliza Wing en Sandwich, a la que enviaban sus hijas los cuáqueros bien
acomodados. Más tarde acudió a la escuela selecta de Miss Lowell en Boston. Le gustaba cantar y
bailar y mientras residió en Boston vivió tan alegremente como cualquiera de las niñas de aquel
período. Pero en casa, bajo la mirada severa de su piadosa tía cuáquera, vestía su sencillo vestido
gris y su sombrero de color plomizo.
Debido a la severidad que reinaba en su piadoso hogar, a Hetty le gustaba ir a Nueva York. Allí
asistía a las funciones sociales que tenían lugar en los domicilios de los Aspinwall, los Rhinelan-der
y los Astor. La creciente riqueza y la posición social de su padre le facilitaron la entrada en los
círculos más cerrados. Su propia conversación, brillante y vivaz, hacía de ella una compañera muy
buscada. Además, disfrutaba de las perspectivas de una gran riqueza. Más tarde la recordaban
muchos como una joven de porte majestuoso, subida de color y con una cabellera magnífica.
Pero ya comenzaba a manifestar los rasgos de economía personal —y hasta mezquindad— que la
caracterizaron posteriormente. En cierta ocasión, durante una prolongada visita a Nueva York, su
padre, le encargó que se comprase ropa por valor de 1.200 dólares. Cuando regresó a New Bedford
le quedaban todavía 1.000 dólares que ingresó en su cuenta bancaria.
En febrero de 1860 falleció su madre. Este acontecimiento proporcionó a Hetty su primer dinero y
su primera pendencia familiar grave. Su madre había heredado 40.000 dólares de su abuelo, Isaac

129
Howland. Esta cantidad le había sido entregada en depósito. Cuando falleció se planteó la cuestión
de cómo debía dividirse esa fortuna. Un abogado de Boston se hizo cargo del asunto y sostuvo que
la propiedad personal debía ir a parar al esposo, el señor Robinson, y los bienes raíces a la hija,
Hetty Robinson. Pero cuando se hizo
un inventario de los bienes raíces se descubrió que los bienes muebles ascendían a 120.000 dólares
y los bienes raíces sólo a 8.000. Hetty y su tía Sylvia se sintieron muy ofendidas. Y ese fué el origen
de la frialdad entre la tía Sylvia y el padre de Hetty.
Este decidió trasladarse a Nueva York, donde contaba con un campo de acción más amplio. Hetty
se quedó con su tía, quien la compensó por la pérdida de su herencia con un regalo de 20.000
dólares en acciones. Tal fué el comienzo de su fortuna. Pero en 1863 su padre le pidió que fuese a
Nueva York. En consecuencia, se despidió de su tía Sylvia, su viejo hogar, sus amigos cuáqueros y
New Bedford, la que se hallaba entonces en la cumbre de su prosperidad como el centro de la
industria ballenera. En adelante iba a vivir en la gran ciudad cuyos centros financieros frecuentaría
durante el medio siglo siguiente.
2.
El 14 de junio de 1865, mientras la nación guardaba aún luto por la muerte de Abraham Lincoln,
Edward Mott Robínson falleció en la ciudad de Nueva York. Al día siguiente, y mientras el cuerpo
de su padre yacía todavía en el ataúd, Miss Hetty Robinson envió la siguiente nota a los hombres
que estaban al frente de su oficina:
"caballeros: Tengo que pedirles que contesten a todas las preguntas que pueda hacerles el señor e.
H. Green con respecto a los asuntos comerciales de mi padre. Deseo, caballeros, que consulten con
el señor Green acerca de todas las cuestiones importantes que requieran consejo.
Hetty H. Robinson".
Tras esta fría epístola había toda una historia que nunca ha sido explicada por completo. A
principios de junio cayó enfermo el señor Robinson. Temió que la muerte fuera inminente y mandó
llamar a su hija, que en aquel momento estaba fuera. Cuando Hetty llegó, quiso verla a solas.
—He sido asesinado —le dijo el moribundo débilmente. —He sido envenenado por una banda de
conspiradores. Tú serás la siguiente víctima. Cuídate.
Añadió que ella iba a heredar toda su fortuna y que Edward H. Green y Henry Grinnell serían los
albaceas. Le refirió también, según cuenta la historia, todos los detalles de la conspiración contra su
vida. Luego cerró los ojos y murió.
¿Había algo de verdad en todo esto? ¿O sé trataba del delirio febril de un moribundo? Hetty
Robinson lo creyó. No sólo eso, sino que hasta el día de su muerte siguió ejerciendo esa extraña
revelación una influencia poderosa en su vida.
A los pocos días fué abierto el testamento del señor Robinson. Ella heredaba ciertamente la fortuna
de su padre. Pero con gran sorpresa y dolor suyos, sólo recibía directamente un millón de dólares.
El resto, que se suponía alcanzaba alrededor de cuatro millones de dólares, lo recibía en usufructo.
En vez de Green y Grinnell, eran nombrados albaceas y depositarios otras dos personas, empleados
en la oficina de su padre, dos escribientes, como ella los llamaba. Entonces sí que aceptó por
completo las acusaciones de su padre moribundo.
Pero ahora poseía un millón de dólares. Y mientras acompañaba al cadáver de su padre hasta New
Bedford, para que fuese enterrado junto a la madre, su mente se atormentaba entre los planes para
invertir su nueva fortuna y los terrores que la inspiraba el cuento del complot que le había relatado
su padre.
Apenas regresó Miss Hetty a Nueva York cuando la sorprendió la noticia de la muerte de su tía
Sylvia Ann, exactamente tres semanas después de la de su padre. Sylvia Ann Hówland era una de
las mujeres más ricas de los Estados Unidos. Su fortuna no bajaba de los dos millones de dólares.
Había declarado siempre que dejaría todo su patrimonio a su sobrina Hetty. Esta corrió a New
Bedford. Se preguntaba si no sería otro capítulo del complot, la concentración de la fortuna de su

130
padre y su tía en ella para asesinarla luego.
Los parientes acudieron a los funerales de Sylvia Ann como los Chuzzlewit al supuesto lecho de
muerte del anciano Martín. El local se llenó de médicos, enfermeras y vecinos. Entre todos ellos
Hetty Robinson, por lo general robusta y de buen color, ofrecía un triste espectáculo de
preocupación. Estaba ojerosa, pálida, inquieta. La alarma que consumía su corazón desde la muerte
de su padre se había intensificado hasta llegar casi a la consternación. Uno de los médicos de su tía,
a quien faltaba extrañamente el tacto, comentó su estado, que atribuía a la pena.
—Si usted continúa así, Miss Robinson —observó— no vivirá un año.
Algunos parientes cercanos, reunidos en un pequeño grupo, hablaban de la fortuna de la difunta y
de su testamento.
—Algo heredaremos cuando Hetty muera —cuchicheó uno de ellos. —Cuando eso suceda
agregaremos un invernáculo a esta casa.
Hetty, quien se hallaba a su lado sin que ellos la vieran, oyó esas palabras. Aquella noche subió a
una despensa de la vieja casa, cerró la puerta, apiló los muebles a su alrededor para ocultar la cama
que había tendido en el suelo y durmió allí hasta la mañana siguiente. Hizo lo mismo durante varios
días. Se negó a comer cualquier cosa que no hubiera preparado ella misma.
Cuando el testamento de Sylvia Ann Howland fué entregado para su legalización, el terror de Hetty
Robinson se convirtió instantáneamente en rabia. La mitad de la fortuna de la buena dama era
legada a instituciones cívicas y de caridad y a numerosos parientes. La otra mitad pasaba a poder de
Hetty, pero, como la fortuna de su padre, la recibía en usufructo.
Protestó inmediatamente contra la validez del testamento. Pero la prueba de su autenticidad era tan
completa que retiró su comparecencia y el tribunal admitió el testamento. Este no era, sin embargo,
más que el comienzo de aquel pleito, uno de los casos testamentarios más famosos en los anales de
los tribunales norteamericanos. Un mes más tarde compareció Miss Robinson con otro testamento
que pidió fuese puesto en efecto. Aquel documento confuso y mal escrito disponía que toda la
fortuna de Sylvia pasase a poder de su sobrina "tan sin reservas como mi padre me la dio", toda ella
"salvo alrededor de 100.000 dólares en regalos a mis amigos y parientes". Luego revocaba todos los
testamentos "hechos por mí antes o después de éste". La testadora declaraba que entregaba ese
documento a su sobrina para que ésta pudiera mostrarlo en el caso "de que apareciera otro
testamento sin notificarle y sin devolverle su testamento como he prometido hacerlo. Suplico al juez
que decida en favor de este testamento, pues nada podría inducirme a hacer un testamento
desfavorable para mí sobrina; pero estando enferma y atemorizada, si alguno de mis guardianes
insistiese en obligarme a hacer un testamento, de negarme me abandonarían o se enojarían".
Junto con este documento Hetty Robinson dio la siguiente explicación. Su tía había decidido que el
padre de Hetty, quien vivía cuando se hizo ese testamento, nunca recibiría nada más de la fortuna de
los Howland. En consecuencia le propuso a Hetty que ella, Sylvia, haría un testamento dejándole
todo si Hetty, a su vez, hacía un testamento en el que dejaba todo a Sylvia. Hetty se mostró de
acuerdo e inmediatamente se hizo el testamento citado. Hetty, a su vez, entregó a su tía un
testamento similar. Ahora afirmaba que
éste tenía carácter de contrato y pedía al tribunal que lo pusiera en vigor.
El caso presentaba algunos puntos nuevos de derecho que no tenemos por qué tomar en cuenta. Para
la población de New Bedford significaba una cuestión de gran importancia. ¿Había inventado Hetty
Robinson ese documento?
El caso se convirtió en una cause célèbre. Duró dos años. La atestación llenó un millar de páginas.
Consumió 150.000 dólares en costas. Entre los expertos llamados como testigos se hallaban el Dr.
Oliver Wendell Holmes, el Profesor Louis Agassiz y el Profesor Benjamín Peirce, el célebre
matemático. Ambas partes apelaron a expertos en caligrafía. Algunos declararon que el manuscrito
recién descubierto era una falsificación evidente. Otros declararon que la supuesta firma de Miss
Sylvia Ann Howland era auténtica.

131
¿Falsificó Hetty Robinson ese documento? El tribunal nunca resolvió la cuestión. El caso del
notable testamento de Sylvia Ann Howland fué resuelto de acuerdo con un punto de vista
puramente técnico. Pero Hetty perdió su pleito. Nunca olvidó esa derrota. Fué el comienzo de un
odio de toda su vida por los abogados. Fué también el comienzo de una larga vida de interminables
litigios con respecto a una infinita variedad de cosas, que iban desde un impuesto de dos dólares,
hasta pleitos que representaban millones de dólares. Sirvió asimismo para darla a conocer al público
lector de diarios, ante el cual iba a seguir estando presente durante otro medio siglo. Nunca perdonó
a ninguna de las partes del pleito.
Sin embargo, a pesar de su derrota,, era poseedora de un millón de dólares, en moneda contante
heredado de su padre y de varios millones más en usufructo del patrimonio de su padre y su tía. En
comparación con la fortuna monumental que llegó a tener con esa base se trataba de una iniciación
modesta. Pero era ya, en realidad, una de las mujeres más ricas de los Estados Unidos.
Entonces comenzó la notable carrera de inversiones y ganancias que nunca fué igualada por
ninguna otra mujer y por muy pocos hombres. Pero también entonces tomó forma en su corazón la
amargura perdurable y consumidora que impregnó toda su vida, que la llenó a veces de tristeza, que
la llevó a toda clase de acciones de extraña vileza y crueldad para vengarse y que al final produjo en
su mente una especie de manía persecutoria. Durante toda su vida creyó que su padre había sido
asesinado, que su tía también había sido asesinada por las mismas manos y que sus parientes,
unidos en una conspiración persistente, estaban decididos a asesinarla.
3.
En la víspera de la fiesta de San Valentín del año 1865 un caballero llamado Edward H. Green,
soltero rico, se hallaba sentado en su departamento escribiendo algunas cartas. Entre otras cosas
metió un regalo anónimo en un sobre. Luego hizo un cheque para pagar un juego de ropas —un
juego de ropas muy barato, aunque aquel soltero era hombre de grandes recursos— y lo puso en
otro sobre. Por fin, confundiendo los sobres, envió el del regalo a su sastre. El que contenía el
cheque fué dirigido a la dama de su corazón, Miss Hetty Howland Robinson.
El señor Green estaba cansado de su vida solitaria. Tenía ya cuarenta y cuatro años. Sólo poco
tiempo antes había conocido a la señorita Robinson y comenzado a asediar violentamente el
corazón de la joven. Esta había titubeado en un principio, aunque no por recato. Tenía treinta y un
años y su naturaleza práctica y nada sentimental hacía que no se precipitara a ninguna inversión, a
una inversión no meditada, de cualquier clase que fuera.
No obstante, cuando llegó a su poder el sobre con el cheque destinado al sastre quedó
completamente subyugada. Había un hombre que tenía un millón de dólares y que cuidaba tanto su
dinero que pagaba por sus ropas el menor precio posible. ¿Qué corazón de mujer podía resistirse
ante una prueba de tan conmovedora economía, revelada de una manera tan candida? No sabemos
lo que pensaría el sastre cuando recibió el sobre con el regalo, pero sí sabemos que la señorita Hetty
decidió en aquel mismo instante aceptar al señor Green como esposo. Al morir su padre le había
suplicado que completase sus propósitos y se casase con Green, quien sería un ayudante
responsable en la administración de su fortuna.
Durante toda su vida empleó Hetty Green un sistema bastante tosco de investigación antes de hacer
cualquier inversión. Ella misma acudía a ver a las personas que sabía enemigas del hombre o de la
corporación que deseaba los fondos. Así se enteraba de todo lo que se podía decir por la otra parte.
Luego hacía saber lisa y llanamente al solicitante de fondos todas las críticas y acusaciones que
había contra él y le pedía una respuesta. Pero al parecer no hizo eso cuando el señor Green le
propuso que invirtiese su vida y su felicidad en el matrimonio. Si hubiera investigado se habría
enterado de que la cuenta del sastre por las ropas baratas era un pobre indicio del verdadero carácter
de su pretendiente. Le habrían dicho que él era
ya conocido como Green el Manirroto. A veces le gustaba desempeñar el papel de gran señor, papel
para el que estaba bien equipado. Era un hombre alto y grave, cuya cabeza y cuyos hombros

132
sobresalían de entre los de sus semejantes. Se mantenía erguido y andaba con pasos rápidos y
decididos. Poseía un millón de dólares y era ya conocido en Wall Street como un especulador audaz
y afortunado.
Lo que sabía Miss Robinson, además de la delicada insinuación enviada con la cuenta del sastre mal
dirigida, era que su pretendiente había iniciado su vida como un muchacho pobre, aunque de buena
familia, y se había elevado a la riqueza por sus propios esfuerzos. Procedía de una excelente familia
originaria de la primera época de Massachusetts. Su padre había sido comerciante en Nueva York y
Bellows Falls, y en esta última ciudad había nacido Green. A los dieciocho años de edad, sin otro
capital que su modo de ser grato y afable, entró como empleado en la casa de Russell, Sturgis and
Company de Nueva York. Fué enviado a las islas Filipinas, Debió de ser un agente atento y un buen
negociante, pues a los cinco años era ya miembro de la casa. Hacía dinero. Entonces se dedicó a
otras actividades. Extendió sus operaciones al puerto de Hong-Kong e hizo más dinero. Cuando
regresó a Nueva York era un hombre rico.
Al morir su padre Hetty estaba ya comprometida con Green y éste permaneció a su lado durante
todo el pleito por el testamento, aconsejándola y animándola. Poco tiempo antes de la decisión
contra ella, la pareja se casó —el 11 de julio de 1867— en la residencia de Henry Grinnell en Bond
Street, New Bedford.
Si bien Hetty no había investigado el carácter y los hábitos de su prometido entre sus enemigos, no
dejó de tomar una precaución. Le exigió que firmase un contrato de acuerdo con el cual la fortuna
de su esposa no respondería por sus deudas, pero al mismo tiempo estipulaba que él respondería por
el mantenimiento de ella. Ya veremos en qué terminó ese contrato.
El esposo recién adquirido de la señorita Robinson había pasado la mayor parte de sus primeros
años de negocios, en el Extremo Oriente. Con su centro de operaciones en Manila, había recorrido
China, la India y el Japón con los ojos bien abiertos en busca de beneficios. Había en su naturaleza
algo de vagabundo. Y ahora que estaba casado se despertó en él nuevamente el afán de viajar. Se
dispuso a ir a Inglaterra y persuadió a su esposa para que accediese a ese viaje.
La señora Green se hallaba en ese tiempo muy disgustada por
la estupidez de los tribunales norteamericanos y la villanía de los abogados de ese país. Es posible
que su estado de ánimo ayudase a su esposo a hacerla aceptar aquel cambio revolucionario en su
vida. Él era entonces un hombre alto, imponente, expansivo, con grises patillas jupiterinas, uno de
esos caballeros importantes que uno encuentra en las novelas de Bulwer-Lytton. Es enteramente
posible que ejerciera un débil hechizo en la mente de ella y que Hetty, a su manera ruda y práctica,
estuviese enamorada de él. En todo caso, tan pronto como quedó resuelto el asunto de la herencia de
Sylvia Ann Howland, el señor y la señora Edward H. Green partieron para Inglaterra.
Allí iban a permanecer seis o siete años. Allí les nació, unos trece meses después del casamiento, su
primer hijo —un niño— en el Langham Hotel de Londres. El niño fué adornado con todos los
nombres ancestrales de la tribu: Edward Howland Robinson Green, cada uno de ellos un santo
patrono que había hecho su millón de dólares. Tres años después llegó su segundo y último hijo,
una niña. Le dieron los nombres de su madre y de su tía Sylvia, dos mujeres millonarias.
A pesar de estos acontecimientos domésticos fué allí, en Londres, donde la señora Green consagró
definitivamente su atención a los negocios. Poseía un millón y medio de dólares a su nombre, quizá
más. Contaba con un millón en usufructo heredado de su tía. Y poseía además varios millones del
patrimonio de su padre, también en usufructo. Había algo de ridículo en aquella colección de
depositarios designados para proteger a aquella hembra inocente en sus asuntos financieros. Hasta
su propio esposo le había sido recomendado por su padre moribundo como una especie de protector
de su fortuna. Más tarde veremos lo que hicieron todos sus guardianes con la fortuna de Hetty y lo
que hizo ella con los fondos que estaban en su poder. Por el momento, sin embargo, se dedicó
resueltamente al negocio de las libras, los chelines y los peniques. De una manera muy natural, sus
primeras inversiones fueron en bonos del gobierno. Había leído a su abuelo las informaciones sobre

133
los bonos a una edad en que la mayoría de las niñas leen cuentos sobre los tres osos. Antes de salir
de los Estados Unidos ya había revelado su capacidad para hacer inversiones provechosas.
Al término de la guerra civil halló en mal estado al crédito del país. La guerra había devorado
grandes cantidades de dinero, muchas más ciertamente que las que el gobierno podía proporcionar.
Para hacer frente a ese déficit, la Tesorería había hecho lo que hacen
siempre los gobiernos en esa situación: acudir a la máquina de imprimir y emitir papel moneda con
toda la rapidez requerida. Esos billetes se hicieron famosos o infames con el nombre de
"greenbacks". Valían cincuenta centavos de dólar en oro. Hicieron que bajara en el mercado el valor
de los bonos del gobierno. Era una oportunidad excelente para que cualquier persona previsora
comprase títulos del gobierno a la mitad de su valor. Todo lo que se requería era un poco de fe en la
nación que acababa de demostrar de la manera más extraordinaria su capacidad para salir indemne
de una terrible guerra civil. Mirando en aquel momento al pasado, el restablecimiento del país debía
parecer algo seguro a cualquier observador. La guerra había dado un ímpetu inmenso a los recursos
del continente. El carbón, el hierro, el petróleo, el cobre, el oro y la plata acababan de ser
descubiertos y se iniciaba su explotación. Pero a pesar de todo ello el crédito de la nación había
decaído mucho y durante los años 1865, 1866 y 1867 Hetty Robinson compró todos los bonos del
gobierno que pudo. Algunos los consiguió a cuarenta centavos por dólar. Sabía cómo esperar las
oscilaciones del mercado y comprar valores en las bajas que se producían cada vez que recorría el
país una racha de malas noticias.
Cuando fijó su residencia en Inglaterra siguió realizando esas operaciones, pero se interesó además
por los valores ferroviarios, especialmente por los de Rock Island. Llegó a ser muy conocida en el
distrito financiero de Londres. Se asoció con un grupo de financieros y organizó dos bancos con los
que obtuvo grandes beneficios. Durante un solo año de su residencia en Londres ganó más de un
millón y cuarto de dólares. En un sólo día ganó'200.000 libras.
—He ganado más dinero en negocios determinados —dijo años más tarde—, pero esa fué la
ganancia mayor de mi vida en un solo día. fe
Iba adquiriendo ya aquella idiosincrasia personal que la iba a distinguir en años posteriores de todas
las mujeres. Los hábitos de economía que se habían manifestado ya en su infancia se convertían en
un estado mental que bordeaba la mezquindad y la tacañería. Podía haber sido una bella figura en
plena feminidad. Sus facciones eran fuertes, pero bien formadas; su piel clara de un color rosado
que le duró hasta edad muy avanzada; sus ojos profundos, grandes y luminosos, y hasta brillantes.
Su hermosa cabellera, dividida por una raya en dos mitades, le caía abundante sobre el cuello. Pero
esos encantos se perdían a causa de su manera de vestirse excesiva-
mente sencilla y hasta vulgar. La moda no le afectaba; no se interesaba por ella. En realidad podría
dudarse de que tuviera el sentido de la percepción de la belleza. Su mente estaba absorta en sus
bonos y sus bancos y en el niño que se arrastraba a su lado adonde quiera que iba.
Mientras vivía todavía en Londres fué cuando la. señora Green se encontró en la encrucijada de su
vida doméstica. Un camino llevaba a la Threadneedle Street y el otro a los clubs londinenses y
Rotten Row. La esposa siguió el camino que llevaba a la Threadneedle Street, la Bolsa y los bancos.
El marido tomó el camino que llevaba a la vida de club. Tal fué el comienzo de los dos caminos que
siguieron los dos consortes mal avenidos durante muchos años, y que al final se unieron en
circunstancias tan patéticas. El señor Green, por supuesto, se interesó por su propia fortuna. No era
en modo alguno un despreocupado. Pero se contentaba con dar instrucciones a su corredor
repantigado cómodamente en un club. Su riqueza era grande y vivía de acuerdo con el contrato
prenupcial, según el cual tenía que pagar todos los gastos de manutención. Su esposa podía
dedicarse a los negocios en condiciones que le parecerían sin duda casi ideales, y obtener grandes
beneficios sin gastar nada. Ella manejaba sus propias finanzas con mano de hierro. Pero se daba
cuenta exacta de las diferencias de temperamento, gustos, propósitos y maneras de vivir que
existían entre ella y su esposo. Llegó a tomar antipatía a Inglaterra, y cuando su hijo no había

134
cumplido todavía los diez años exigió que la familia regresase a los Estados Unidos.
4.
Pocos años después de su regreso a América comenzaron los Green a vivir en domicilios separados.
No hubo escándalo al respecto. Tampoco hubo disputas ni separación legal. No rompieron sus
relaciones. Lo único que hicieron fué vivir en distintos domicilios.
Después ella abrió una oficina en el edificio del Chemical Natío-nal Bank y se entregó por entero a
crear su gran fortuna. Y a medida que esa fortuna crecía el temor al asesinato se apoderaba más
firmemente de su mente. Insinuó en más de una ocasión que era ese temor el que la llevó a adoptar
todos los medios miserables que empleó para ocultar su identidad y su riqueza. Pero en todas partes,
en cada rincón oscuro veía al asesino en acecho. Declaró que en una
casa de huéspedes de Brooklyn había encontrado vidrios deslustrados en su alimento. Vivió durante
un tiempo en una casa de Hampstead, Long Island. .Una noche entraron en ella unos ladrones. La
señora Green insistió en que no se-trataba de ladrones, sino de asesinos que habían ido a matarla.
Un día que pasaba por una calle cayeron unos ladrillos desde un edificio en construcción y se
estrellaron en la acera. Ella resultó ilesa, pero sospechó que los bribones misteriosos estaban en
acción. En otra ocasión cayó de otro edificio en construcción un gran trozo de madera, y se estrelló
a los pies de la señora Green. Había vuelto a salvarse por milagro. En verdad, quienesquiera que
fuesen esos asesinos eran unos pobres chapuceros. Pero su estado de ánimo empeoró y consiguió
infundir en sus hijos el temor al asesinato.
Algunos años más tarde hubo que amputar a su hijo una pierna. Ella lo atribuyó a un ataque de que
había sido víctima el niño años antes, por parte de sus enemigos. Sin embargo, el Dr. Lewis A.
Sayre, de Nueva York, refirió una historia diferente. Cierto día, una mujer vestida andrajosamente
entró en el consultorio del médico con un niño que tenía la rodilla gravemente infectada. Declaró
que el niño se la había magullado algunos años antes al deslizarse por una colina. Ella misma le
había tratado la herida, que seguía abierta y ulcerada. Finalmente le había aplicado arena caliente
haciendo que la carne se cayese. El Dr. Sayre, suponiendo que la mujer se hallaba en la mayor
pobreza, llevó al niño a Bellevue como un enfermo de caridad. La herida ofrecía algunos aspectos
interesantes desde el punto de vista profesional, por lo que el niño, con el consentimiento de su
madre, fué utilizado como demostración en una conferencia que dio el doctor a los estudiantes. Más
tarde supo el Dr. Sayre que aquella mujer andrajosa no era otra que Hetty Green. En consecuencia
se negó a seguir atendiendo al niño enfermo a menos de que ella le pagase sus servicios de
antemano. Ella se negó a hacerlo y no volvió al consultorio. Algunos años más tarde tuvo que ser
amputada la pierna.

Nuestra heroína iba a recibir otro golpe. En el año 1884 el señor Edward H. Green se hallaba
sentado en su sillón del Union League Club, su lugar favorito de descanso, conversando sobre la
agitada campaña política que tenía lugar entre James G. Blaine y Grover Cleveland. Al poco tiempo
un mensajero le entregó una carta. El señor Green la leyó, se pasó la mano por la frente entristecida
y salió corriendo del club. Aquella noche explicaron los diarios por qué había abandonado tan
apresuradamente el club por la
tarde. La casa de corretaje de J. Cisco and Company había quebrado, Green se hallaba
comprometido en el mercado de valores y la perspectiva de una victoria democrática había
provocado una baja repentina de esos valores. Fué llamado para que hiciera honor a sus
obligaciones, pero le fué imposible. Sus títulos fueron lanzados al mercado, y cuando se aclaró la
situación, su fortuna, que alcanzaba a 800.000 dólares, había desaparecido, El esposo de Hetty
Green, que había sido encargado de la custodia de la fortuna de su mujer, se hallaba en bancarrota.
Ella se negó resueltamente a ayudarle. Hay motivos para creer que pagó sus deudas, pero no le dio
dinero para resarcirle de sus pérdidas. En adelante no dispuso de un solo penique. Tenía sesenta y
tres años de edad y estaba acostumbrado a la indolencia. Sus perspectivas eran desesperadas como

135
no contase con una pensión de su esposa.
Ella tenía un espíritu belicoso y la vida le proporcionaba muchos campos de batalla. Luchó con
algunos de los financieros más astutos de la época y nunca se dio por vencida. Un día corrió el
rumor de que había quebrado la pequeña línea férrea Houston and Texas Central Railroad. Collis P.
Huntington, de la Southern Pacific, compró el. capital social a un precio tan bajo como 10 dólares la
acción. Inmediatamente procedió a reorganizar la línea. Se pidió a los obligacionistas que
entregaran sus obligaciones y cooperaran en los planes. Todos ellos lo hicieron, excepto uno. Ese
uno era Hetty Green, quien tenía un millón de dólares en obligaciones. Huntington empleó el
razonamiento, el ruego, la adulación y las amenazas, pero todos estos recursos fracasaron. Ella puso
la línea en manos de un síndico, forzó una venta pública y cobró todas sus obligaciones. En adelante
agregó a Collis P. Huntington a la lista de las personas odiadas.
Algún tiempo después se la vio en el mercado reuniendo las acciones de Louisville y Nashville. El
mercado se despertó un día para encontrarse con que la señora Green casi había acaparado esos
valores. Posteriormente consiguió acaparar en realidad el mercado de Reading, y los hombres que
operaban en Wall Street tenían que acudir humillados, con el sombrero en la mano, a ver al ogro
financiero en el Chemical National Bank.
5.
La señora Green ve ahora florecer en fruto perfecto uno de los sueños de su vida. Su hijo, Edward
H. Green, la niña de sus ojos, ha iniciado felizmente su carrera como hombre de negocios. Aunque
es cuáquero, acaba de graduarse en el Fordham College, el colegio de los Jesuítas en Nueva York.
Acaba de terminar su carrera de abogado, ha sido admitido en el cuerpo y está listo para actuar. No
practica la abogacía, sin embargo. Sin duda, la larga carrera de la señora Green como litigante y su
odio a los abogados la ha llevado a hacer a su hijo independiente de esa ralea. Se dedicará a los
negocios. Será su propio abogado. Y el hombre más rico de los Estados Unidos. Ella lo ha
preparado para que sea lo que han sido todos sus antepasados durante doscientos años: buenos
realizadores de negocios. Desde la infancia le ha enseñado el significado y el valor del dinero. Le ha
instruido sobre la manera cómo debe ganarse la vida. El día en que se graduó lo llamó a su oficina y
le dijo:
—Ned: este paquete contiene 250.000 dólares en valores. Llévalo a San Francisco y entrégalo en la
dirección escrita en la parte posterior. Cuida de que no se pierda ni te lo roben.
La primera noche que pasó en el tren, Ned permaneció todo el tiempo sentado vigilando el paquete.
Durante todo el resto del viaje lo conservó en sus manos día y noche. Por fin, con alivio y orgullo,
lo entregó al empleado del banco a quien iba dirigido. El paquete contenía algunas pólizas de
seguros canceladas. La señora Green había dado a su hijo una lección de cautela.
Los periodistas le preguntaron cierta vez qué religión profesaba.
—Nací cuáquero —les dijo—, fui criado como protestante, educado como católico y negocio como
un judío.
Ella lo mantuvo a su lado durante cierto tiempo, lo llevó a Chicago para realizar varios negocios
con bienes raíces y lo inició en todos los métodos que ella empleaba en el manejo de sus millones.
Al principio entró Ned en las oficinas del Connecticut Ríver Rail-road. Al cumplir los veintiún años
fué designado como uno de los directores del Ohio and Missíssipi Railroad. A los veinticuatro ella
lo envió a Texas para que entablara juicio hipotecario a la línea de Texas a Midland, la que le debía
una hipoteca por valor de 750.000 dólares. El lo hizo y adquirió la línea para su madre en la venta
que hizo el alguacil. Luego le telegrafió: "La línea es tuya. Dime qué puedes hacer con ella".
Asumió la presidencia de aquella empresa difunta. El corazón de su madre se llenó de orgullo al
poder decir que su hijo era el presidente de ferrocarril más joven de los Estados Unidos. Hasta
entonces él no había hecho más que lo que ella le había dejado hacer. Pero en adelante el vastago de
los Howland y los Robinson comenzó a obrar por su cuenta. Fijó su residencia en Terrel, Texas, y
se dedicó a rehabilitar la Midland. A los pocos años la había convertido en la línea modelo de

136
Texas.
Su madre nunca dejó de vigilar sus operaciones y de vez en cuando intervenía con uno de sus gestos
característicos. En aquella época los funcionarios de los ferrocarriles eran asediados constantemente
por los políticos en busca de pases. Los viajes gratuitos en su ferrocarril constituían algo que
torturaba el alma de Hetty Green. Por lo tanto, había preparado una tarjetíta, y cuando un político o
cualquiera otra persona solicitaba un pase recibía en respuesta una de esas tarjetitas que decía:
lunes: "No pasarás". Números, XX, 18.
martes: "No dejaron pasar a ninguno", Jueces, III, 28.
miércoles: "Nunca pasará por ti el malvado", Nahum, I, 15. "fg¡^\
jueves: "No pasará esta generación", Marcos, XIII, 30.
viernes: "Por ordenación eterna no pasarán", Jeremías, V. 22.
SÁBADO: "Toda casa se ha cerrado para que no pase nadie", Isaías, XXIV, 10.
domingo: "Y pagando su pasaje entró en él", Jonás, l, 3.
Lo que es más, su hijo se había convertido en una figura de la vida pública de Texas. Poseía una
excelente inteligencia comercial, como la de su madre. Pero poseía también la suavidad cordial y
bondadosa de su padre. Y antes de que pasara mucho tiempo la región leía con interés que el hijo de
la mujer más rica del mundo se presentaba como candidato a la gobernación de Texas por el partido
Republicano. Por supuesto, un nombramiento republicano no era más que una especie de rama de
laurel de popularidad personal o una llave para abrir la cartera de un rico. .
6.
Uno de los sentimientos más poderosos que dominaban la vida de la señora Green era su odio a los
abogados. Hasta el día de su muerte le preocuparon constantemente. En cierta ocasión consiguió
permiso para llevar una pistola. El motivo era en realidad su temor al asesinato. Alguien le preguntó
por qué lo había hecho.
—Para defenderme de los abogados —respondió—. No temo a los demás ladrones.
Su chiste favorito, que hacía a la menor provocación, era el siguiente:
—¿En qué se parece —preguntaba— un abogado a un hombre desvelado en su lecho?
Y al no recibir respuesta, añadía:
—En que ambos se ponen primero de un lado y luego del otro.
Ese odio a los abogados nacía de la larga serie de pleitos que había comenzado con la muerte de su
tía y que no terminó hasta la muerte de Hetty. Mantenía incesantes controversias legales con toda
clase de personas acerca de toda clase de cosas. A pesar de su convicción de que todos los abogados
y jueces eran unos bribones, nadie apeló en los Estados Unidos con más frecuencia que ella a los
servicios de esos caballeros. Pero el más importante de todos sus pleitos, después del famoso caso
del testamento, fué el que se originó de sus acusaciones contra los depositarios del patrimonio de su
padre.
Se recordará que durante todos esos años permanecieron intactos los bienes de su padre y su tía.
Los depositarios los administraban en beneficio de ella. Había algo de ridículo en el hecho de que
aquella mujer, sin duda la mentalidad financiera más astuta que ha producido nunca su sexo, tuviese
sus fondos en manos de guardianes que la protegían según se suponía.
En todo caso, en 1892 el único depositario sobreviviente de los bienes de su padre, Henry A.
Barling, se presentó a los tribunales de Nueva York para que lo liberasen de su depósito. Rindió
cuentas. Pero la señora Green impugnó esas cuentas. Hizo muchos alegatos extravagantes. Declaró
que su padre había dejado una fortuna de 9.000.Q00 de dólares y ella sólo había percibido una renta
de 334 mil dólares de los depositarios; que Barling había estado empleado en la oficina de su padre
y había utilizado una influencia indebida para conseguir la administración de los bienes. Examinó
minuciosamente la contabilidad e hizo innumerables objeciones a todas las partidas. Todo el asunto
fué remitido por el tribunal a un arbitro, quien consagró largo tiempo a tomar declaraciones a los
testigos.

137
Nada podría describir mejor a aquella mujer notable, su aspecto, sus hábitos, sus maneras, su
naturaleza agresiva e imperiosa, su ingenio ágil y su mordacidad que un relato de ese pleito. Los
diarios de la época publicaron extensas informaciones al respecto y toda clase de noticias
interesantes y divertidas.
El arbitro era un abogado pequeño, rechoncho y colorado del
tipo más vulgar, llamado Henry H. Anderson. Volvía cada día de almorzar un poco más rechoncho
y colorado que antes. E invariablemente, durante la primera media hora de los procedimientos, se le
inclinaba la cabeza un poco hacia adelante y caía en un suave sopor.
La señora Green se hallaba siempre presente y muy en evidencia. En esa época había perfeccionado
ya el aspecto desaliñado que la caracterizó durante el resto de su vida. Su vestido estaba hecho con
los materiales más pobres y era negro, aunque mostraba ya manchas verdes, como las que se ven en
los paraguas viejos. Una capa de la piel más barata cubría los rasgones y remiendos. Llevaba en la
cabeza un sombrerito sostenido con una cinta correosa, atada bajo la barbilla. Había llevado ese
sombrero durante diez años, e insistía en que lo llevaría durante otros diez. Sobre toda su persona,
su vestido, su capa, su sombrero y hasta su mismo rostro, parecía haberse asentado un polvo
ceniciento que completaba la indigencia de su aspecto. Bajo toda aquella miseria, sin embargo,
había un espíritu de indomable resolución. Sus ojos, de un gris de acero con un destello azul, ardían
con el brillo de unos ojos negros y miraban con la agudeza de dos puñales. Su piel era rosada y su
boca fina, aunque grande, firme y resuelta.

Contra ella y representando al albacea se hallaba un personaje tan distinguido como Joseph H.
Choate, quien más tarde iba a alcanzar renombre mundial como embajador de los Estados Unidos
en Gran Bretaña. Choate era un abogado excelente. Pero apenas podía competir con la terrible
figura que enfrentaba. La señora Green lo llamaba "Choate" o "Joe Choate", con gran desmedro de
su dignidad. La había conocido siendo niña. Un día, durante un descanso en las audiencias, se puso
a despotricar contra él.
—Ahí está ese pequeño Cupido Choate —dijo con una risa de desprecio—. Cuando yo era niña Joe
solía visitarme y me contaba cuentecitos de amor. Solía visitar también a otra niña llamada Kitty
Wolf y le contaba los mismos cuentos. Nosotras solíamos encontrarnos todos los viernes y
comparábamos esos cuentos. Lo llamábamos Cupido Choate. Pero ahora yo le llamo Querubín,
porque ya no es exactamente un Cupido. Ahora es un reformador y le han empezado a brotar alas.
Apenas comenzaba el arbitro a dormitar, cuando la señora Green decía en voz alta:
—Vean a ese hombre. Le pago cincuenta dólares al día para que duerma.
Estallaba la risa de los presentes, y el señor Anderson se despertaba sobresaltado.
Hetty cambiaba de abogados con tanta frecuencia que los procedimientos se demoraban mucho. Un
día despidió a uno de esos abogados, William H. Stayton, en plena audiencia. Stayton era también
abogado de su esposo. Se levantó para dirigirse al tribunal. Ella se inclinó ante él jocosamente y le
dijo:
—No quiero más tratos con usted. Charles W. Ogden es ahora mi abogado. Mi hijo me lo ha
enviado desde ¡Texas. Además, es un buen abogado. Puede vencer a Choate. Es un novillo de
Texas corriente, pero no sé si será capaz de vivir entre todo esto.
El arbitro se quejó de que la señora Green despedía a un abogado tan pronto como éste se
familiarizaba con su causa.
—Cuando quedan hipnotizados no tengo más remedio que cambiarlos —dijo ella—. Choate los
hipnotiza. Ha hipnotizado a Stayton.
Otro día, el arbitro Anderson trató de regañarla.
—Óiganle —exclamó ella—. Está enojado porque dije que roncó el domingo pasado. Bueno, la
única diferencia entre nosotros es que Anderson ronca y yo tengo pesadillas.
El señor Anderson la llamó tristemente al orden. ¿Qué podía hacer un hombre mortal con una

138
litigante como aquélla? Luego se planteó una cuestión con respecto a los. libros de la herencia.
—Los; libros —dijo el abogado del albacea— deben quedar en la oficina. No se trata.de una
pequeña herencia. .
—Pero se hace más pequeña a cada minuto —replicó la señora Green.
El arbitro la miró desolado.
—Es inútil, señora Green, añadir más. . .
—Más que un poco de dinero —concluyó ella—. Me gustaría ver un poco más de dinero.
Más tarde su abogado, al interrogar al albacea con respecto al testigo presente, dijo:
—¿No sabe usted que el albacea colega suyo se hallaba en un manicomio en la época en que fué
firmada esa carta?
—Yo no estaba en un manicomio —replicó el señor Barling enojado—. Fui allá. . .
—¿Cómo no? —interrumpió la señora Green con una risotada.
—De visita —añadió confuso el testigo, poniéndose rojo.
Un momento después el abogado del señor Barling se acercó al
asiento del testigo y miró algunos papeles que examinaba éste. Las cabezas del abogado y el testigo
se hallaban juntas.
—Vean eso —exclamó mordazmente la terrible señora Green—. Un testigo con dos cabezas. Debía
estar en un museo.
Esa parodia duró meses, mientras los abogados, los testigos y el arbitro luchaban por seguir
adelante acribillados por los chistes mordaces de la señora Green, entre las risas de todo Nueva
York. Pero la burla completa de sus enemigos se produjo, sin embargo, hacia el final del proceso,
cuando el arbitro se había pronunciado contra ella y el asunto había pasado al tribunal. Joseph H.
Choate pronunciaba su alegato ante el juez. Describía los sufrimientos del albacea que tenía que
cumplir sus penosos deberes bajo el peso de las críticas incesantes y la difamación de la señora
Green. Se mostraba elocuente. Se había embarcado en una oratoria forense de alto vuelo. De pronto
el juez, los espectadores y los abogados observaron que la señora Green extraía un gran almohadón
amarillo de debajo de su capa, se lo aplicaba a los ojos y estallaba en un violento lloro burlesco ante
la elocuencia conmovedora de Choate. La escena era tan cómica que el juez, los abogados y el
público entero rompieron en grandes risas que continuaron sin cesar durante el resto del discurso de
Choate. El gran abogado quedó por una vez completamente aplastado.
Si la señora Green odiaba a los abogados antes de ese pleito, los contempló con un odio aún más
profundo y perverso en adelante. Había obtenido un gran éxito de diversión, pero al final perdió su
causa como le sucedió con otras muchas. Casi todas las grandes figuras financieras se han pasado la
mayor parte de su tiempo en los tribunales. John D. Rockefeller pasaba de un pleito a otro. Pero
Rockefeller los ganó siempre. La señora Green perdió todos los suyos.
7.
En la Bloomfield Street de Hoboken hay una casa de dos pisos, un edificio para dos familias que
lleva el número 1309. En la sala de recibo del piso bajo hay tres sillas, una mesa, un canapé y una
alfombrilla muy raída. En la repisa de la chimenea hay un jarrón viejo que contiene algunas flores
artificiales. Sobre la chimenea cuelga un cromo al óleo y en las demás paredes se ven otros cuadros
con marcos baratos. Es la sala de recibo de la señora Hetty Green, la mujer más rica del mundo. Si,
como dicen los alemanes, "la verdadera riqueza consiste en tener todo lo que se desea", la señora
Green, además de su dinero, es ciertamente rica. Pues eso es todo lo que
desea. Posee otra casa en Bellows Falls, la aldea natal de su esposo. Va a vivir allí unas pocas
semanas cada año. En Wall Street se dice que conserva aquel domicilio como su residencia legal
para evitar los impuestos de Nueva York. Pero su hogar durante la mayor parte del año está en
Hoboken.
Uno podría verla todas las mañanas, a las siete en punto, cerrando tras sí la puerta de su humilde
hogar para dirigirse a sus negocios en la ciudad de Nueva York. Se despide de un perrito llamado

139
Dewey. Ella llama al perro Cupido. Su verdadero nombre es Cupido Dewey. En un marquito de lata
colocado en la puerta bajo el botón de la luz eléctrica hay una tarjeta sucia en la que está escrito lo
que pretende ser el nombre del ocupante del piso. Este es C. Dewey. Es una fea mezcla del humor
sardónico de la señora Green y de su terror. Se imagina tontamente que permanece oculta en ese
remoto departamento. Todo el mundo sabe dónde vive. No obstante, tiene otros motivos para vivir
entre las apartadas fragosidades de Hoboken.
—Es el lugar más barato que conozco para vivir —dijo en cierta ocasión.
Se dirige al embarcadero vestida con un descuido indescriptible. Sus viejas ropas cuelgan a su
alrededor como si estuvieran húmedas. Esto forma parte de su disfraz. Sin embargo, en el
embarcadero todo el mundo la reconoce.
—Es Hetty Green, la mujer más rica del mundo —repite la gente muchas veces cada mañana.
Cuando llega a Manhattan se dirige a su oficina en el Chemical National Bank. La oficina se halla
en el segundo piso del banco y es una gran habitación llena de montones de papeles. No hay
alfombra en el suelo, y todo el lugar tiene un aire de miseria y vejez. En la oficina cambia sus
vestidos. Se quita la ropa de mendiga y se pone otra menos andrajosa. Pero esta también está
descolorida, gastada, raída.
Allí, sentada a su escritorio, despacha sus negocios. Allá acuden banqueros, corredores, presidentes
de sociedades, pastores protestantes y hombres de todas clases que necesitan dinero. Por aquel
escritorio pasan cada semana millones de dólares. Los caballeros más imponentes y soberbios de los
Estados Unidos, hombres que viven en grandes mansiones, que recorren los mares en yates, que
presiden grandes empresas industriales, que dirigen vastas líneas férreas, todos ellos deben dinero a
la sucia anciana que vive en el piso de Bloom-fíeld y cuyo único yate es la balsa de Hoboken.
Las formas más mezquinas de la economía impregnaban la vida
entera de esa mujer. Realizaba sus negocios con la misma base. Un día se hallaba en Filadelfia y
deseaba regresar a Nueva York antes de que se cerrase la Bolsa. Era necesario un tren especial. Las
autoridades ferroviarias le dieron un precio por una locomotora y un coche. El precio la asustó.
Trató de regatear con ellos, pero le informaron que ese precio era fijo y no podía ser rebajado.
—Está bien —dijo—. Saquen el coche del tren y cinco dólares del precio y viajaré en la
locomotora.
Y así lo hizo.
Hallándose un día en Bellows Falls quiso comprar un caballo. El propietario le pidió 200 dólares
por él. Se negó a aceptar un precio menor. Ella se dirigió a una persona que había sido enemiga de
toda la vida del propietario del caballo. Obtuvo toda clase de detalles sobre la vida de éste, volvió a
verlo y lo sorprendió revelándole lo que sabía de su pasado. Entonces le ofreció 60 dólares por el
caballo y él aceptó. Más tarde se reía diciendo que estaba dispuesta a pagarle 100 dólares.
En Nueva York comía en los restaurantes baratos, donde la conocían los camareros como la mujer
que nunca daba propina. Pero en Bellows Falls iba todos los días a los almacenes de la ciudad y
compraba en pequeñas cantidades justamente lo que necesitaba para aquel día: cincuenta gramos de
manteca, unas pocas galletitas y una pequeña cantidad de azúcar. Nunca pudo hablar con paciencia
del despilfarro de las mujeres. Siempre que empeoraba la situación económica del país acusaba por
ello al lujo excesivo de su propio sexo.
Un día acudió a una oficina de bienes raíces de la Quinta Avenida. La oficina había publicado un
anuncio pidiendo algunas cuidadoras que vivirían en los sótanos de las casas de vecindad
pertenecientes a la empresa. Durante todo el día habían acudido muchas mujeres pobres a solicitar
el empleo. Cuando entró la señora Green, un joven empleado corrió hacia ella y le gritó:
—¡No precisamos más cuidadoras! ¡No más cuidadoras hoy!
La señora Green no se perturbó lo más mínimo. Replicó con su voz suave y tranquila:
—Soy Hetty Green. Vengo para conversar sobre un préstamo de medio millón de dólares que desea
su casa.

140
Carecía por completo de aquella flaqueza que tanto aborrecía San Francisco: el pecado del respeto
humano. Y sobre todo, la señora Green odiaba a los fachendones. En su propiedad de Bellows Falls
tenía una vaca. Cierto día un visitante inglés muy entonado cruzó
el terreno, y la vaca lo persiguió inmediatamente. Muy agitado por su carrera precipitada y ridicula,
fué a ver a la señora Gr^en.
—Señora —le dijo—, su vaca me ha perseguido por el terreno.
La señora Green se le quedó mirando tranquilamente y no le contestó.
—¡Señora!*—-repitió el otro enojado, recobrando toda su desgreñada dignidad—. ¿No sabe usted
quién soy? Soy el Honorable Vivían "Westleigh de Londres.
—Vaya a decírselo a la vaca —replicó Hetty tranquilamente.
8.
Á una cómoda hora avanzada se levanta el señor Edward H. Green en su departamento del
Cumberland Hotel. Es ahora un caballero anciano de setenta y cinco años de edad. Es todavía un
hombre alto, erguido, de aspecto distinguido, con una figura majestuosa. Toma el desayuno en su
habitación y luego lee atentamente los diarios de la mañana. No pierde una página y escudriña hasta
las noticias menos importantes. De pronto frunce el ceño. Ha leído una notita con respecto a su
esposa. Aquello le disgusta profundamente. Pero todo lo que hace es tomar sus tijeras, recortar la
noticia y encerrarla cuidadosamente en un sobre junto con otras muchas.
Sólo a sus amigos más íntimos se les permite entrar en esa habitación. Pero son muchos los que
tratan de verlo. Los periodistas se presentan de vez en cuando en la secretaría del hotel. Un gran
misterio rodea al esposo de la mujer más rica del mundo y los periodistas se esfuerzan
constantemente por obtener una entrevista con él. Llevan la tarjeta del visitante y al poco tiempo
regresa el mensajero para decir que el señor Green ruega que lo excusen. La tarjeta nunca le es
entregada. Los servidores del hotel reciben generosas propinas del señor Green para que lo protejan
contra los visitantes, excepto los dos o tres consabidos.
Cuando termina con sus papeles se entretiene con un libro hasta cerca de la una. Luego se viste y se
dirige tranquilamente al Union League Club, donde pasa el resto del día. Allí se encuentra con sus
amigos íntimos, quienes tienen la obligación de no mencionar a su esposa. Juega una partida a las
cartas, fuma uno o dos cigarros, goza de la conversación de los amigos, almuerza y se queda allí
hasta la noche. Entonces regresa al Cumberland, salvo en las raras ocasiones en que va al teatro.
Es ahora un hombre de vida ociosa a base de una pensión que le pasa su esposa, la que le había
obligado a firmar un contrato prenupcial disponiendo que los fondos de ella no serían responsables
de las deudas de él y que él la mantendría a ella. La pensión no es muy grande, pero le permite vivir
en un hotel decente y atender a los compromisos de un hombre de club. No trata de dedicarse otra
vez a la especulación.
Es, sin embargo, una mosca en la miel. Su esposa ejerce sobre él una vigilancia que es a veces de lo
más molesta. Él se da cuenta de su-presencia invisible gracias a las investigaciones que ella hace en
los lugares más inesperados. Así, un día va el señor Green a la Oficina Electoral para inscribirse.
Sabe allí que su esposa ha estado antes que él para averiguar si ha cambiado de residencia. Esas
investigaciones de su esposa son el motivo principal de sus cuidadosas disposiciones para mantener
alejados a los visitantes. Quizá este hombre, que fué en un tiempo rico, se siente un poco molesto
siendo huésped del Cumberland y un holgazán en el Union League Club mientras paga sus gastos
una mujer andrajosa que vive en el departamento de Hoboken.
Entretanto, la fortuna de la señora Green crece. Su negocio es el dinero: convertir los dólares en
más dólares. Hetty Green no fué una constructora. Nunca proyectó una gran industria productiva.
Su negocio consistía en permanecer a un lado y cobrar su peaje a quienes producían, construían y
necesitaban su dinero. La mayoría de los grandes millonarios de los Estados Unidos han sido ante
todo creadores de riqueza, soñadores de grandes empresas. Rockefeller organizó la industria del
petróleo, Hill creó un irnperio ferroviario y enriqueció una vasta región, Carnegie reunió aquel

141
sorprendente sistema de industrias que llegó a ser la base de la United States Steel Corporation,
Ford construyó una gran red de fábricas productoras de riqueza que emplean a centenares de*
millares de obreros. Hetty Green nunca creó un dólar.
Entre todos los millonarios norteamericanos el único que se le pareció algo fué Russell Sage. Hizo
sus inversiones principalmente en bonos del Estado e hipotecas sobre bienes raíces. Sus beneficios
con la especulación fueron a base del mercado de dinero a la orden y comprando títulos muy
cotizados cuando el mercado estaba bajo y vendiéndolos cuando subía. Este sencillo procedimiento,
que todos pretenden conocer pero que siguen tan pocos, lo siguió ella desde
su juventud, cuando se dedicó a comprar títulos del gobierno después de la guerra. En Wall Street
os habrían dicho que Hetty Green hizo su dinero gracias a su buena suerte. Pero no se trataba de
buena suerte. No hizo más que seguir el principio evidente que Wall Street predica pero que luego
olvida. Hetty Green insistía en que nunca había especulado. (Es curioso cómo avergüenza a todos
esta palabra). En realidad, muy rara vez compró algo para conservarlo.
—Todo lo que poseo tiene un precio —-dijo en cierta ocasión-—. Cuando me ofrecen ese precio lo
vendo. Nunca compro nada para conservarlo.
Esto se hallaba en notable contraste con la filosofía sobre la inversión de George F. Baker. Cuando
preguntaron a éste qué momento consideraba el mejor para vender acciones, replicó:
—No lo sé; nunca vendo nada.
La señora Green dijo en otra ocasión:
—Todo lo que se puede decir de mis inversiones es que han sido hechas con cuidado y han
resultado bien generalmente. No puede hacerse una fortuna alrededor de una idea fija o, en otras
palabras, sin ejercitar sencillamente el sentido común. Compro cuando las cosas están baratas y
nadie las quiere. Las conservo hasta que | se valorizan y la gente se muestra ansiosa por comprarlas.
Y añadió:
—Nunca especulo. Las acciones que me pertenecen fueron compradas simplemente como una
inversión, nunca como una reserva.
Quería decir que nunca especulaba de una manera imprudente. Después del pánico de 1907 dijo:
-—Vi lo que iba a suceder. Cuando ocurrió, algunos de los hombres más sólidos de Wall Street
vinieron a verme y trataron de descargarse de toda clase de cosas, desde residencias palaciegas
hasta automóviles. Cuando se produjo la bancarrota yo tenía dinero, y era una de las pocas personas
que lo tenían. Los otros poseían sus títulos y sus valores. Yo tenía el dinero contante y tuvieron que
acudir a mí.
Sus propiedades en bienes raíces eran vastas. Poseía hipotecas en un número infinito y variado de
lugares: grandes edificios comerciales, palacios de las ciudades, teatros, fábricas, hoteles, cocheras,
propiedades campestres, granjas, ranchos, tierras sin cultivar, templos y cementerios. En una
ocasión decidió hacer una gira personal de inspección por todos sus bienes raíces, y ello le requirió
dos años de viaje constante por todo el país.
Sería difícil decir a cuánto alcanzó su riqueza. Siempre mantuvo
el mayor secreto sobre ello. Se mostraba igualmente reservada con respecto a lo que compraba. Si le
preguntaban cuál era un buen negocio para invertir el dinero, contestaba: —El otro mundo.
•Un cálculo sobre su riqueza estimaba sus inversiones en bienes raíces en la ciudad de Nueva York
entre los 30 y los- 45 millones de dólares. Poseía de 40 a 60 millones en valores industriales y
mineros; de 15 a 25 millones en acciones y obligaciones ferroviarias; alrededor de 10 millones en
granjas y otras tierras en el Sudoeste, y otros 10 millones en bienes raíces en Boston, Chicago y St.
Louis. En 1900 su riqueza no bajaba de los 60 millones de dólares. Al morir la había duplicado
seguramente.
9.
En la puerta del pequeño departamento de Hoboken figura todavía el nombre de C. Dewey en el
marquito de lata. Pero en otro marquito que aparece sobre él figura otro nombre. El de E. Green.

142
Este no es otro que el del ex millonario expansivo, cordial y asiduo de los clubs, Edward H. Green.
Ahora pasa de los setenta y ocho años y está enfermo, débil y cansado. Al fin ha descendido al nivel
sórdido de su esposa. Su antiguo departamento del Cumberland ha sido abandonado. Ha concluido
con el Union League Club. Es demasiado viejo y está demasiado agotado para salir solo. Ahora
ocupa el departamento situado sobre el de su esposa.
Es difícil decir con precisión cuáles eran los sentimientos de aquella mujer terca con respecto a
aquel hombre caído. En realidad, él nunca se había borrado de sus pensamientos. Inclusive mientras
vivió alejado de ella ejerció sobre su marido una constante vigilancia. Era una mujer dura. Nunca se
dejó desviar en sus actos por la llorosa compasión humana. Aquel hombre y aquella mujer, unidos
en su madurez, miraban a la vida con ojos tan diferentes que lo que veían eran dos mundos
completamente distintos. A ella no la agradaban las cosas que a él lo atraían. Que él perdiera un
millón de dólares atormentó sin duda su alma. Y no obstante, hay algunos motivos para creer que
ahora que veía tan venido a menos a aquel hombre antes fuerte y hermoso, sentía por él un poco de
afecto. Su hija Sylvia vivía en Hoboken para cuidar a su padre y la señora Green procedía, de
acuerdo con su costumbre, a realizar con mano de hierro la tarea de alimentarlo.
Algún tiempo después, quizá a principios de 1902, la familia, sin duda a instancias de los hijos,
trasladó a Edward a su viejo hogar en Bellows Falls. Era ya un hombre de ochenta años y estaba
completamente decaído. Su hija permanecía a su lado todo el tiempo. La señora Green trasladó su
oficina a Bellows Falls y trató de permanecer allí también. Pero era el momento más inoportuno que
podía elegir para morirse. Se trataba de un año de extraordinaria prosperidad. Había aparecido una
nueva casta de emprendedores audaces, los Harriman, los Gateses, los Rogers, etc. También surgía
una nueva generación de radicales brillantes y peligrosos. Era una época en que las personas ricas
tenían que cuidar su situación mediante una vigilancia incesante. Willíam J. Bryan, Eugene V. Debs
y Tom Watson señalaban con frecuencia a Hetty Green como el símbolo de la riqueza inútil y
parásita. Además, el mercado de dinero a la orden estaba en auge. Los tipos de interés subían y se
podía hacer mucho dinero manteniéndose en contacto con Wall Street. Hetty Green había elevado
tanto el edificio de su fortuna que tenía que ejercer sobre él una vigilancia constante para impedir
que se cuarteara y cayese.
Y así, mientras la esposa indomable trabajaba noche y día acumulando riquezas, las sombras se
amontonaban alrededor del hombre que treinta y cinco años antes había sido elegido para que
defendiese la fortuna de su esposa. Con el espíritu completamente decaído, Edward H. Green
falleció el 19 de marzo de 1902.
10.
Los Robinson, los Howland y los Green había sido todos ellos precoces en la acumulación de
dinero. Pero no habían mostrado precocidad alguna en el amor. El padre de Green no se había
casado hasta los cuarenta y siete años. Su hijo Edward.siguió soltero hasta la muerte de su madre,
cuando tenía ya cuarenta y siete, la edad en que se casó su padre. La señora Green tenía treinta y
tres al casarse, y su hija seguía soltera a los treinta y ocho. En 1909, sin embargo, el señor Matthew
Astor Wilks, hombre de club destacado y nieto de John Jacob Astor, se presentó a la señora Hetty
Green y le pidió la mano de su hija Sylvia. El señor Wilks venía cortejando a la dama desde hacía
diez años, pero había tenido siempre la pena de encontrarse con la oposición de la señora Green. Y
ésta no era una persona a la que podía uno acercarse impunemente con
una proposición desventajosa. No obstante, a principios de febrero de 1909, el señor Wilks se
presentó ante su futura suegra. Se hallaba ya en plena madurez. Ciertamente su propuesta no podía
ser diferida por más tiempo. Cuando planteó la cuestión a la señora Green la respuesta de ésta fué
característica:
—Usted tiene sesenta y cinco años, señor Wilks —le dijo—, y sufre usted de gota, si me permite
hablar con franqueza. Creo que Sylvia debería casarse con un hombre más joven. No dudo de que
usted la tratará bien. Pero, si me permite otra vez hablar con franqueza, preferiría un heredero de

143
mis bienes, que serán de Sylvia cuando yo fallezca.
No obstante, cedió cuando vio a los tórtolos completamente decididos. La boda fué fijada para el 23
de febrero, diez días después. La señora Green, con su energía de costumbre, se encargó también de
aquella tarea. A medida de que progresaban los preparativos y ella dirigía la compra del ajuar —
gastando el dinero con la mayor prodigalidad— experimentaba una extraña emoción con aquel
derroche. A pesar del secreto que se mantuvo trascendió la noticia, y muy pronto el piso de la
Bloomfield Street se vio asediado por los periodistas. El día de la boda acampaban en gran número
frente a la casa. Sin embargo, la familia se arregló de algún modo para salir sin que la vieran, se
metió en un coche de alquiler y se dirigió a Morrístown, Nueva Jersey. Poco tiempo después
descubrieron los periodistas que habían sido burlados, tomaron cabriolés, carros, camiones para el
transporte de leche y toda clase de vehículos y trataron de perseguirlos, pero sin conseguirlo. En la
iglesia de San Pedro de Morristown, en presencia de dieciséis o dieciocho parientes, Hetty Sylvia
Ann Howland Green dio su mano al señor Wilks. Quizá por primera vez en treinta años, la señora
Green prescindió de sus ropas viejas y andrajosas. Se presentó radiante, con un vestido nuevo de
seda negra y un sombrero, más bien que un gorro, adornado con flores rojas y una pluma de
avestruz. Y resplandeciente de diamantes. Siempre había poseído diamantes. Los compraba como
compraba acciones, para conservarlos hasta que alguien los quisiera a un precio elevado. Ahora le
sirvieron para adornarse el día de la boda de su hija.
Cuando estalló la guerra europea la salud de la señora Green había empezado a decaer. Tenía ya
ochenta años. A pesar de sus hábitos regulares había trabajado demasiado. Además, su fortuna
alcanzaba ya proporciones gigantescas. Siempre había despreciado las modernas innovaciones
administrativas para vigilar los detalles.
Eran muy pocos los empleados en quienes confiaba. Conservaba en sus fuertes manos todos los
hilos de sus intereses variados y ampliamente diseminados. Pero esas manos estaban ya cansadas.
No obstante, seguía trabajando intensamente y se negaba a descansar. Alguien le preguntó si
pensaba retirarse.
A—¡Retirarme! —exclamó—. ¿Por qué he de dejar de trabajar? Nunca he sido más capaz de
manejar mis asuntos. Además, el trabajo se ha convertido en un hábito al cabo de tantos años.
Mas a pesar de todo comenzó a buscar ayuda. Su hijo había sido ya llamado de regreso a Nueva
York para que se fuese haciendo cargo poco a poco con ella, del manejo de sus intereses. Por ese
tiempo tenía ya muchos intereses propios. Era un solterón rico y culto. A diferencia de su madre,
tenía toda una colección de caprichos. El principal de ellos eran las flores. Su madre conservaba
todavía su ramito de flores artificiales en el viejo jarrón de la chimenea. Él tenía en Dallas un gran
vivero. Era un pescador entusiasta y organizó el Tarpon Club de Texas. También era aficionado a
los yates y poseía uno magnífico. Se interesó por la aviación y creó un club de aviación en Texas.
Amante de la vida, ahora tenía que dejar en Texas todo aquello para asociarse con su torva madre.
Ella había formado la Westminster Company y le había entregado la mitad de las acciones para que
la ayudase en la administración de la empresa. Más tarde creó la Wyndham Corporation para que se
hiciera cargo de sus hipotecas sobre bienes raíces e intereses.
Pero Hetty Green siguió siendo el genio director de sus negocios. En 1915, en plena agitación del
mercado de acciones cuando la guerra europea comenzó a estimular los negocios en los Estados
Unidos, prestó millones a solicitud, al doce por ciento. Comenzó a mostrar por las acciones un
interés nuevo en ella. Trabajaba incesantemente colocando su fortuna de manera que la afectasen
menos los impuestos.
El 17 de abril de 1916 sufrió en su piso de Hoboken un ataque de parálisis. Tenía ochenta y dos
años. No obstante, se repuso y una vez trasladada a la casa de su hijo, en el número 7 de la West
Ninetieth Street, recobró la salud rápidamente. Su viejo odio al derroche se manifestó en su nuevo
ambiente. Para proveerla de dos enfermeras su hijo tuvo que introducirlas en la casa bajo el disfraz
de costureras. A diario recibía informes sobre sus múltiples negocios.

144
Pero comenzó por primera vez a sentir que su fin se acercaba. Y enfrentó sin temor el hecho
inevitable.
—No me preocupa —decía—. No sé cómo es el mundo futuro.
Pero sé que me guía una luz propicia y que seré feliz después de dejar este mundo.
Un día, al regresar de un paseo por el Central Park, hacia fin-de junio, sufrió un segundo ataque. A
pesar de ello resurgió su espíritu inconquistable. Pero sabía que la muerte la tocaba con el codo. No
se inquietó por ello. La masa resplandeciente de sus incontables dólares se oscureció. Sus bonos,
sus edificios, sus acciones, sus queridas hipotecas, todo ello le parecía enrarecido e irreal. El lunes,
cuando entraba en su habitación la primera luz de la aurora, dio muestras de que el fin se acercaba.
Llamaron al médico. El rostro pálido y los ojos cansados y medio cerrados presagiaban la muerte.
Pero su pulso era firme. La máquina de hierro se negaba a dejar de funcionar. El médico la tomó el
pulso.
—Vivirá todo el día —dijo, y salió.
Media hora después Hetty Green, liberada de sus millones, de sus negros vestidos viejos y raídos,
con el alma desnuda, se fué al otro mundo.
Fué enterrada en el cementerio de Bellows Falls, junto al hombre cuyo nombre llevaba y al que
había conocido tan poco.
11.
La muerte de la señora Green fué la señal para uno de los espectáculos más extraordinarios que se
hayan presenciado nunca en un tribunal de testamentarías. Se recordará que la señora Green había
heredado una parte de los bienes de su tía Sylvia Ann Howland que ascendía a algo más de un
millón de dólares. Esa cantidad, sin embargo, no le había sido entregada inmediatamente. Había
sido colocada en un fondo de depósito con instrucciones de que se pagase la renta a la señora Green
durante su vida. Una vez muerta ésta, el capital sería dividido "entre los descendientes directos de
mi abuelo, Gideon Howland". Gideon Howland había muerto hacía cerca de cien años. Y ahora la
fortuna de Miss Sylvia fué distribuida entre todos los descendientes del viejo comerciante ballenero,
quienes se habían multiplicado con extraordinaria rapidez durante ese siglo.
La tierra pareció abrirse y parir herederos. Acudieron en multitud como si hubieran respondido a la
llamada de la trompeta en el Valle de Josafat. Llegaron de todos los rincones del globo. Las
disposiciones del testamento habían sido conocidas siempre y esa
horda de reclamantes había estado esperando con creciente impaciencia la muerte de la casi
indestructible Hetty Green.
El señor William M. Emery, un culto periodista y genealogista de New Bradford, ha escrito todo un
libro acerca de esos herederos y ese testamento famoso. Descubrió que en 1918 vivían 1478
descendientes directos de Gideon Howland. Los abogados tuvieron que organizar una oficina
genealógica para determinar quiénes eran los verdaderos herederos. Cuando terminó ese trabajo, los
bienes de Miss Sylvia Ann Howland fueron divididos entre 438 reclamantes legítimos. Esto llegó a
ser casi una socialización de la riqueza. Algunos obtuvieron fracciones minúsculas, uno de ellos una
séptima parte de la mitad de una trigésima segunda parte de un cuadragésimo quinto. El lector
curioso que tenga afición a las matemáticas, puede sacar la cuenta por sí mismo.
Ninguna mujer fué nunca provista más generosamente de guardianes que Hetty Green en su
juventud. Su padre dejó la mayor parte de sus bienes en manos de depositarios. Su tía dejó toda la
herencia de Hetty en manos de depositarios. Su esposo fué elegido como un hombre de negocios
prudente que la ayudaría en la administración de la parte de su fortuna que fué puesta en sus manos.
Es interesante contrastar la labor realizada por los guardianes proporcionados a aquella mujer
inocente y candida por los hombres prudentes de su casta. Los bienes de su tía apenas habían
aumentado en un dólar al cabo de cincuenta años. Los depositarios de los bienes de su padre habían
reducido en realidad éstos. Al pobre Edward H. Green se le permitió que no guardara el dinero de
Hetty y en cuanto al suyo propio lo perdió por completo. En cambio, la señora Green manejó su

145
primer millón de dólares y lo convirtió en más de cien millones, y hasta doscientos millones, según
han dicho algunos. Sus bienes fueron divididos entre su hijo, Edward Green, y su hija, la señora
Matthew Astor Wilks.

146
SEGUNDO INTERMEDIO

AVAROS

POCA duda puede caber de que Hetty Green satisfacía la mayoría de los elementos que entran en la
definición de un avaro. Cualesquiera que sean los otros ingredientes que pueda contener esa
definición, la versión francesa —traducida literalmente— no es mala ciertamente: "El amor
excesivo al dinero con propósito de acumularlo".
El amor al dinero es una enfermedad espiritual que padecieron la mayoría de las personas que
constituyen los héroes dudosos de este libro. Una observación común con respecto a los hombres
ricos, en que suelen caer sus panegiristas, es que "no se preocupaban por el dinero", que se
interesaban más bien por las cosas —destacando que se trataba de buenas cosas— que podían hacer
con el dinero. Rockefeller decía que se consideraba como un depositario de su propio dinero, un
depositario designado por Dios.
El insistir en que esos hombres ricos "no amaban el dinero" se ha debido probablemente al deseo de
contrarrestar la impresión causada por esos avaros de la novela y del teatro que se frotan las manos
y babean de alegría indecente ante el montoncito de monedas de oro, "mis queridas moneditas
brillantes". Los autores dramáticos, desde el Euclio de Plauto hasta el Harpagón de Moliere y el
infeliz tembloroso de The Chimes of Normandy, han inculcado en la opinión general un patrón fijo
de lo que significa la expresión "amor al dinero".
En realidad, pocas personas, salvo quizá algunas mentalmente enfermas, sufren del amor al metal
que llamamos moneda. La moneda no es por sí misma más que una forma de propiedad. Y lo que
esos hombres ricos padecen con diversos grados de virulencia, es el
instinto de adquisición, el apetito incansable y eternamente despierto de agregar más y más a lo que
ya poseen. Y ese instinto nace, no de un deseo especial de poseer cosas físicas, sino de ciertos usos
especiales a los que piensan dedicar esas posesiones. Anhelan el poder. Anhelan la seguridad.
Anhelan el bienestar. Y junto con esos anhelos poseen un talento especial para la acumulación, que,
como otras personas que poseen talentos especiales y eficaces; gustan de ejercitar. Proyectando y
poniendo en práctica los medios para obtener beneficios encuentran el mismo placer que otros
cuando ganan una partida de tennis, logran un triunfo al golf o manejan a gran número de soldados
encuadrados en formaciones militares.
Todos los hombres desean el poder, el placer o las aclamaciones. Pero hay toda clase de medios de
alcanzar el poder, el placer y las aclamaciones. Los hombres adquisitivos desean la clase de poder,
de placeres y de aclamaciones que pueden ser comprados con las riquezas. Todos ellos, entre
paréntesis, no tienen las mismas capacidades adquisitivas y, por supuesto, no quieren las mismas
cosas. Muchos de ellos no desean más que la seguridad. Comienzan la vida con poco, o por lo
menos así comienzan algunos, y adquieren mucho, no gracias a su gran capacidad como
productores, sino mediante un ahorro incesante, paciente, despiadado. Puede decirse, por lo tanto,
que el avaro es un hombre adquisitivo que evita los gastos. Es un adquisidor, un ahorrador, pero no
un gastador.
Si se examinan las cosas uno queda impresionado por el hecho de que la mayoría de los avaros no
se encuentran en ninguna clase de empresas industriales o comerciales, sino más bien en negocios
que tienen que ver con el manejo de dinero. El talento para los negocios no es una cuestión sencilla.
Un hombre es un buen vendedor, otro un buen mercader, otro un excelente director de hombres,
otro posee talento para las finanzas. Los avaros se encuentran generalmente entre quienes poseen
147
ese talento para las finanzas. En algunos es grande. En otros es escaso y, por regla general, por lo
menos esa es la conclusión que yo saco, los avaros se encuentran entre quienes tienen menos talento
para manejar el dinero.
Cuando tenemos a un hombre o una mujer con instinto adquisitivo pero sin una capacidad especial
para hacer dinero produciendo riqueza o administrando grandes empresas, con inclinación a las
finanzas pero sin mucho talento al respecto, y todo ello acompañado de un poderoso elemento de
miedo —miedo a la pobreza— tenemos al avaro auténtico. Pues en ese caso complementa su poder
de adquisición moderado con una pasión anormal por el ahorro, por pri-
varse a sí mismo y a su familia inclusive, de las cosas necesarias para la vida, para no decir nada de
su decoro, con objeto de acumular fondos para las épocas de necesidad.
Hace unos años entró la policía en el hogar de un carpintero de Brooklyn. Los niños llevaban dos
días sin comer. Carecían de zapatos. Investigando la policía descubrió un millar de dólares en
billetes, guardados en una cajita de lata en el bolsillo de la chaqueta del padre. Cuando preguntaron
a éste por qué no daba algún dinero a su esposa, replicó sorprendido:
—¡Oh, no! Estoy ahorrando.
Ahorrando, sin duda, para la época de necesidad, una época de miseria aún mayor de la que existía
ya en su hogar. Lady Gregory, autora de libros sobre leyendas populares irlandesas, toca de cerca,
aunque caprichosamente, el germen de esa enfermedad. Habla del "Hombre que fué más allá de la
esperanza en Dios". Era un pobre campesino que tenía cuarenta y cuatro patatas y que no podía
esperar la reposición de sus provisiones durante cuarenta y cinco días. Se hizo el razonamiento de
que, puesto que habría un día sin patata, haría bien en ayunar el primer día y así poder contar con la
patata correspondiente durante los otros cuarenta y cuatro días. Pero se murió de hambre el primer
día. El temor a la miseria, que constituye una precaución protectora normal en todas las mentes
sanas, adquiere proporciones anormales en las mentes de los hombres y las mujeres que no están
preparados para combatirlo por medio de una acumulación afortunada de riqueza. Se manifiesta por
medio de una mezquindad intensa y hasta degradante. Y una persona que cultiva ese hábito de la
mezquindad durante muchos años se encuentra con que éste sigue dominando su mente, inclusive
después de haber acumulado riqueza', ya sea por medio de ahorros muy severos o de la herencia.
Daniel Dancer, famoso avaro de Londres, pudo muy bien haberse librado del terror de la miseria
cuando heredó una renta de varios miles de libras al año. Pero él y su hermana siguieron viviendo
miserablemente, buscando su alimento en los desperdicios y recogiendo cadáveres de ovejas para
comer, hasta que ella murió envenenada a consecuencia de esas comidas. Aún entonces, él encontró
razones para no incurrir en los gastos de un médico. Eso se opondría a la voluntad de Dios, según
explicaba. ¿Para qué quería el dinero? No para obtener el poder, la gloria ni el placer. Sólo para
hacer frente al temor indomable de la muerte por hambre. Vivió en la miseria hasta una edad muy
avanzada, y legó toda su fortuna
a una mujer noble y rica que lo había visitado durante su enfermedad.
Un tipo algo diferente de avaro fué Thomas Cooke de Isling-ton, a principios del siglo XVIII.
Cooke era un avaro sin riqueza hasta que se casó con la viuda de un rico cervecero. Pero conservó
su tacañería y se dice que la viuda murió de hambre no mucho después del casamiento. Cooke no
intervino en la administración de la fábrica de cerveza. Siguió buscando su seguridad, no ganando
más sino escatimándolo todo. Pero en este caso, a diferencia de Dancer, le gustaban las buenas
cosas de la vida, particularmente la buena comida. Cultivaba laboriosamente a numerosos amigos,
los visitaba con frecuencia, les insinuaba que recordaría a sus hijos en su testamento y de ese modo
conseguía muchas invitaciones a comidas y un trato excelente. En cierta ocasión llegó a simular un
desmayo frente a la casa de una familia rica, fué introducido en ella, le dieron bien de comer y
luego expresó a los dueños de la casa su agradecimiento y su propósito de recompensarlos algún
día, con lo que consiguió que volvieran a invitarlo a comer. Es evidente que se habría podido
proporcionar con sus propios medios una interminable sucesión de buenas comidas, si hubiera

148
tenido talento para dedicarse a los negocios productivos más bien que a aquellos medios
humillantes y baratos de conseguir lo que costaba tan poco en aquella época. Cuando estaba
enfermo se vestía con harapos e iba a ver a algún médico compasivo para que lo atendiese. Esto
recuerda a Hetty Green cuando puso a su hijo en una clínica gratuita para que sirviese como sujeto
en una conferencia a causa de una pierna infectada, y su negativa a pagar cuando los médicos de la
clínica descubrieron quién era ella, historia que terminó con la pérdida de la pierna por su hijo.
Cooke dejó una fortuna de 650.000 dólares, toda ella para obras de caridad, cuando falleció a la
edad de ochenta y seis años.
Por supuesto, estos atributos del avaro asumen diferentes matices y grados de mezquindad. Russell
Sage, de Nueva York, y John Elwes, de Southwark, Inglaterra, no eran enteramente distintos, salvo
que Sage fué suavizado algo probablemente por su extraordinaria esposa. Sage era un personaje que
combinaba la avaricia con la mezquindad. Era lo que Wall Street llamaba un "skinflínt", Aunque a
su muerte dejó una fortuna de 66.000.000 de dólares, vivía con la mayor frugalidad, buscaba gangas
y regateaba, no se tomó nunca una vacación, discutía con la pobre vendedora de manzanas de Wall
Street el precio de la fruta y se peleaba como un buhonero oriental, con el vendedor de dulces de las
cercanías de
la iglesia de la Trinidad, por una pequeña reducción en el precio de una barra de chocolate
ligeramente manchada.
Se inició como comerciante al por mayor, hizo dinero en su juventud y fué elegido regidor de Troy
y más tarde miembro del Congreso. Ganó mucho dinero como regidor, haciendo pasar un ferrocarril
local por la ciudad de fTroy y se dijo que más tarde ganó mucho más cuando, como banquero, llegó
a un acuerdo con sus depositantes para que éstos se quedasen con el papel desvalorizado mientras él
se quedaba con la moneda corriente. Actuó en Wall Street como prestamista de dinero, especulador
y sobre todo en compra - ventas a plazos, durante muchas décadas, más o menos por el mismo
tiempo en que Hetty Green se movía como una bruja entre las sombras de esa calle.
Sage vivía en un hogar modesto, pero decente, era un buen esposo y se libró indudablemente de
más mezquindades envilecedoras gracias a la influencia de su esposa. Se ha dicho que ella inclusive
lo indujo en cierta ocasión a hacer un donativo de 100.000 dólares a una escuela. Era fría y
cruelmente avaro. Si no fué tan tacaño como el desdichado Dancer o el desaseado Cooke se debió a
que poseía lo que no tenían aquéllos: una capacidad extraordinaria para hacer dinero.
Elwes no descendió en Londres al mismo bajo nivel de mezquindad que Cooke porque tampoco él
había conocido nunca la pobreza, ya que heredó una fortuna de su padre a la edad de cuatro años.
Procedía de una familia de avaros y era congénitamente codicioso, sórdido y tacaño. Como Sage, se
dedicó a la política y fué elegido varias veces miembro del Parlamento. Como Sage, podía ser
culpable de una generosidad ocasional: hizo cierto número de préstamos a sus colegas necesitados
de la Cámara. Pero aunque tenía una fortuna de más de dos millones de dólares, vivía en una
pequeña residencia campestre, no tenía más que un criado, nunca viajaba en coche ni entraba en un
hotel, sino que viajaba a caballo por caminos embarrados para no pagar los portazgos, dormía junto
a la carretera y cuando se hallaba en Londres ocupaba, en vez de un hotel, cualquier casa o
habitación que podía encontrar libre entre sus numerosas propiedades, y se levantaba a primera hora
de la mañana para recorrer una gran distancia y comprar por poco precio su comida en las granjas.
Cuando falleció tenía una fortuna de cuatro millones de dólares.
Un hombre como el Duque de Marlborough poseía algunos de los ingredientes del avaro, pero eran
refrenados por otras cualidades,
como su enorme interés por la ciencia militar ¦ y su ambición de poder. Vivía de acuerdo con su
rango, pero tanto él como su esposa fueron culpables de un número infinito de pequeñas
mezquindades que al final les hicieron perder prácticamente todos los amigos que tenían.
Hetty Green, a diferencia de la mayoría^ de los avaros, poseía un genio extraordinario para hacer
dinero con el dinero, realizando constantemente los tratos más crueles, obteniendo los tipos más

149
altos de interés mediante los métodos tortuosos de los descuentos y retribuciones, vigilando el
mercado con paciencia gatuna para aprovecharse de sus altas y bajas, comprando bajo y vendiendo
alto, como ella decía. Le producía un placer casi diabólico el poder que había adquirido sobre
hombres que se llamaban a sí mismos ricos y poderosos y que recorrían el mundo fastuosamente
mientras ella vivía en un modesto piso de Hoboken. Pero durante toda su vida la persiguió el temor
al asesinato y a las pérdidas.
Ninguna de estas personas se consagró a empresas industriales como productora de la riqueza que
anhelaba. Dependieron por completo del hábil manejo del dinero.

POBREZA

No es posible hablar tanto acerca de la riqueza sin pensar en el reverso de la moneda: la pobreza.
Existe una idea muy extendida, si bien vaga, de que la pobreza no es simplemente el reverso de la
riqueza, sino su hija deformada, que es Dives quien ha creado a Lázaro. Existe también la
convicción popular de que la pobreza es un producto de la edad de la máquina; de que ese milagro
bienaventurado de capacidad y fuerza, la máquina, produce no sólo nuestras mercaderías más
preciadas, sino también nuestros pobres más menospreciados.
Ciertamente, la pobreza no es un fenómeno nuevo. No apareció con la máquina. En todas las
épocas, bajo todas las formas de gobierno, en todos los sistemas económicos ha existido muy
difundida la pobreza. Por lo que a la máquina respecta, la peor acusación que se puede hacer contra
ella no es que ha creado la pobreza, sino que no ha conseguido aboliría.
Después de todo, la pobreza no es una enfermedad sencilla.
Hay la que se deriva de causas naturales: sequías, hambres, pestes. Y hay la pobreza crónica que
aflige a grandes áreas de la sociedad inclusive en'los tiempos más favorables.
A través de toda la historia han sido dos las causas que han producido la pobreza: las convulsiones
de la propia naturaleza y la ignorancia de su mundo por el hombre. '
La historia de la lucha, larga y angustiosa, del hombre contra la naturaleza, constituye el capítulo
más terrible de la historia humana. Casi todos los países del viejo mundo y la mayoría de los del
moderno han sido afligidos tan persistentemente por el hambre y la enfermedad que el efecto sobre
sus poblaciones ha sido también persistente y ha llenado con la pobreza los intervalos entre los
desastres. La Universidad de Nankín ha publicado una estadística que demuestra que entre los años
108 antes de Cristo y 1911 de nuestra era hubo 1.828 hambres en China, casi una por año en alguna
parte del desgraciado imperio. Así se comprende que uno de los saludos corteses cuando se
encuentran dos amigos en ciertas partes de China consista en preguntar: "¿Ha comido usted?". Esas
tribulaciones han continuado en nuestra época. En 1920-21 la sequía mató a medio millón de
personas y empobreció a veinte millones. En 1876-79 la zona devastada alcanzó a 700.000
kilómetros cuadrados y las víctimas fueron de nueve a trece millones de seres humanos.
Esas hambres eran causadas por sequías, inundaciones y mangas de langosta. La riqueza
concentrada no fué responsable de las mismas, aunque acentuó sin duda el sufrimiento. El hombre
no sabía cómo refrenar la mano vengativa de la cruel naturaleza. Carecía de conocimientos con
respecto a las fuerzas contra las que tenía que luchar y lo rudimentario de los instrumentos con que
trabajaba, sus despiadadas supersticiones, sus organizaciones sociales nada inteligentes y, en una
palabra, su ignorancia, explicaban sus sufrimientos.
La concentración de la riqueza puede haber agravado ciertamente el sufrimiento humano. Una
antigua crónica sánscrita nos refiere que "el río Jelham (en la India) se cubrió de cadáveres durante
la sequía y la tierra quedó sembrada de huesos humanos como un cementerio. Sin embargo, los
ministros y los guardias del rey se hicieron ricos vendiendo provisiones de arroz a precios altos".
Agrá y Delhi fueron azotadas por un hambre cruel. El gobernador era Hemu. De él escribe Badaoni,
150
un historiador contemporáneo: "La gente moría con la palabra pan en los labios y sin
embargo Hemu¡ quien valorizaba las vidas de un centenar de millares de hombres no más que un
grano de cebada, seguía alimentando a 500 elefantes con arroz, azúcar y manteca".
Abdul Hamid, cronista nativo, escribe lo siguiente con respecto al hambre que se produjo en la
India central en 1628-29: "Los hombres se devoraban entre sí y la carne de un hijo era preferida a su
amor. Los huesos pulverizados de los muertos eran mezclados con la harina". El emperador mogol
Shah Jahan, fabulosamente rico, oía hablar de esos sufrimientos degradantes con diez millones de
dólares en joyas alrededor de su cuello. La extraña insensibilidad de los gobernantes ricos para los
tormentos que causaba el hambre a sus subditos privaba a esas sociedades de la ayuda de la única
dirección que habría podido mejorar su situación. Esa situación produce espanto cuando leemos los
terribles relatos sobre la degradación humana bajo la presión del hambre: hombres que comían
gatos y perros y hasta a sus propios hijos y esperaban como buitres alrededor del cadalso para
cebarse en los cuerpos de los criminales ejecutados.
Los hombres sufrían esa pobreza porque no sabían cómo evitar o contener las inundaciones, cómo
irrigar sus tierras, cómo huir de las praderas quemadas por el sol y a las que estaban encadenados
por la religión, cómo impedir las plagas que destruían de un solo golpe un tercio de la población de
la Europa occidental, y hasta dos tercios en ciudades como Viena y Bolonia. Esa pobreza era el
fruto de la ignorancia.
Pero hay otro tipo de pobreza que es crónico en las sociedades y se relaciona más estrechamente
con la concentración de la riqueza, aunque sería un gran error decir que ésta es su causa principal.
Es inherente a todos los sistemas económicos. En los grupos económicos más simples se origina de
la debilidad de los hombres que luchan solos contra la naturaleza para obtener su subsistencia de la
tierra. Las isletas sociales del sistema feudal dependían de los recursos limitados de sus pequeños
fundos y su incapacidad para cambiar mercaderías, en una escala considerable, con otras de esas
isletas, hacía que la situación de casi todos los miembros de la comunidad se acercase mucho a la
pobreza. En el Japón encontramos colonias feudales que se mueren de hambre junto a otras colonias
que gozan por el momento de una abundancia relativa. Raras veces capaces de producir lo bastante
para el año corriente, carecían de reservas cuando la sequía, las inundaciones o los insectos
interrumpían la producción.
La pobreza se encuentra tanto en el mundo actual como en las
épocas remotas. Louis Adamic, describiendo una comunidad de Montenegro, dice:
"Tsernagora es hoy día lo mismo que era. . . hace cien años. Es tan pobre como siempre. Rocas,
rocas y rocas. Ovejas, cabras, vacas flacas y huesosas arrancan cada brizna de hierba tan pronto
como asoma su punta sobre el terreno pedregoso. En pequeños sembrados, poco mayores que un
lote • de una ciudad, y la mayoría mucho menores, crecen el maíz, el tabaco, los repollos y las
patatas suficientes para el mantenimiento de una a diez familias. ¿Pero cómo pueden vivir estas con
eso? La respuesta sencilla y cruel es que sus necesidades, limitadas por siglos de escasez y de lucha,
son extremadamente pequeñas. Millares de familias no ven el equivalente a cinco dólares durante
todo el año. . . Millares de personas, especialmente las mujeres, viven de un magro pedazo de pan
de maíz mal cocido y de un poco de queso de oveja o de cabra, al día. Tanto hombres como
mujeres, si es necesario, se pasan sin comer desde dos días hasta una semana sin pensar que se
mueren de hambre".
En las tierras altas de Dalmacia descubrió Adamic lo que llamó una tierra de crisis económica
perenne, donde el azúcar y la sal eran lujos con los que ni siquiera se soñaba, donde la única fuente
de luz por la noche era la leña. Hacia el final del invierno, cuando más escaseaban los alimentos, los
adultos, particularmente los hombres, privados casi por completo de comida, se aplicaban piedras
planas y de una forma especial, al abdomen, para que su estómago no gruñera.
La responsabilidad de esa situación debe ser atribuida a varias causas: la tierra estéril, el extraño
lazo que liga a esa gente a unas colinas improductivas, la venalidad y la corrupción de los centros

151
gubernativos. Pero sobre todo, las poblaciones se empobrecen a causa de los sistemas de propiedad
de la tierra que reúnen a enjambres de seres humanos en pequeños trozos de tierra mientras se
reserva grandes extensiones para los ricos.
Las exacciones del propietario de tierras en países como el Japón —para no hablar de los Estados
Unidos— mantienen en la pobreza al labrador arrendatario porque no puede recoger una cosecha
suficiente para sí mismo y para el propietario. Al labrador pobre, después de pagar su renta, no le
queda lo bastante para su subsistencia. Su destino es desesperado. Pero haremos bien en recordar
que esto no es sólo una consecuencia de las grandes fortunas. La mayoría de los propietarios de
tierras son pequeños capitalistas y muchos de ellos apenas se elevan sobre el nivel de la pobreza.
En los grupos mayores de las ciudades populosas, donde una economía monetaria más complicada
ejerce su influjo misterioso en
la sociedad, existe un defecto inherente. Este se manifiesta en un proceso en virtud del cual partes
de la población trabajadora son rechazadas como inútiles. Oímos hablar mucho de las medidas de
seguridad que - tomamos desde un principio para evitar ese defecto. La desocupación fué eliminada
llevando a gran número de familias a lo que se llamaba nuestra "frontera". Lo mismo se hizo en
Atenas. Pericles encontró una frontera en las islas del Egeo. Roma hizo lo mismo parcelando las
tierras de Italia hasta que estuvieron todas repartidas y luego dividiendo las tierras de las provincias
conquistadas.
Pero tanto en Roma como en Atenas y los Estados Unidos, tan pronto como la organización social
se libró del exceso de población trabajadora, el sistema se puso en seguida en acción para producir
un nuevo exceso de trabajadores. Para decirlo de una manera distinta y más sencilla, he aquí la
manera cómo trabaja la economía monetaria capitalista: Imagínese una población de un millón de
obreros. Aparte de los espasmos de auge ocasionales, esa sociedad descartará a cien mil obreros
como inútiles. Si esos cien mil obreros salen completamente de la sociedad mediante la emigración,
los restantes novecientos mil sufrirán pronto otra convulsión o rechazo. Otros cien mil o más
resultarán inútiles. Cuando son separados mediante el destierro voluntario o forzoso, la sociedad
purgada de ochocientos mil obreros señalará muy pronto a otros noventa mil o más para la
exclusión. Si la "frontera" es lo bastante grande y no intervienen otras fuerzas, absorberá a toda la
población, tras lo cual tendrá que alimentarla, quizá de las viejas tierras o quizá de otras nuevas si
puede encontrarlas. Las cifras que he utilizado son arbitrarias y han sido elegidas solamente para
ilustrar el caso.
Este fenómeno tiene origen en el defecto central de la economía monetaria: que hasta ahora nadie
ha descubierto cómo puede distribuirse, por medios honrados, una cantidad de dinero suficiente
entre todos los trabajadores para que puedan adquirir el producto de la máquina productora.
La concentración de la riqueza tiene que ver algo con ese estado de cosas, aunque no es de modo
alguno su única causa. No son las grandes acumulaciones de capital las únicas concentraciones que
originan ese defecto fatal. Las pequeñas fortunas pueden muy bien ser tan deletéreas para el sistema
como las grandes.
Todas las grandes fortunas no son igualmente malsanas. Una fortuna como la de John D.
Rockefeller, adquirida por entero me-
diante la producción de riqueza, no es de modo alguno una fortuna perjudicial como la de Morgan,
adquirida casi por entero en funciones parásitas. Los Rockefeller, los Carnegie, los Armour, los
Ford y los du Pont están asociados con la creación de maquinaria productora de riqueza. Uno podría
alegar con razón que todos ellos han extraído del producto más que la parte ética o económica que
les correspondía. Pero en el caso de las fortunas financieras, han sido adquiridas aprovechándose de
las máquinas creadoras de riqueza ya construidas y desarrolladas, capitalizándolas para propósitos
de enriquecimiento y especulación, reduciendo el factor de la propiedad a su forma líquida, y
poniendo esa forma líquida, por medio de los mercados de valores, en manos de inversores como
una manera de obtener de esos inversores grandes cantidades de sus ahorros monetarios. Esas

152
fortunas parásitas son por regla general casi enteramente perjudiciales y trastornan en realidad el
sistema económico.
Hoy día, en la moderna economía monetaria capitalista, altamente organizada, el desastre cíclico
ocupa el lugar de los huracanes, los terremotos, las sequías y las plagas. Produce esas erupciones
agudas de pobreza que estallan en nuestras ciudades y granjas cuando se destruye la máquina
económica. Pero el problema de la pobreza crónica subsiste; aparece en medio de los grandes auges.
Está asociado fuera de toda duda con el problema de la distribución, no de la riqueza, sino de la
renta, problema en el que el hombre rico es un factor serio.

153
CAPITULO VII

MITSUI
EL DINASTA

154
EN el museo privado de la familia Mitsui en Tokio se conserva
*— una muestra comercial antigua. Es la muestra que colgaba sobre la puerta del primer almacén
en Yedo del Mitsui que fundó el imperio comercial de la familia. Fué colgado en 1673 y dice:
"Pagos al contado y precio único". Doscientos cincuenta años antes que Woolworth y, en cuanto a
eso, un centenar de años antes que el pañero del puente de Londres para el que trabajó Robert
Owen, había en la antigua Tokio un almacén de ventas al contado y precio único en pleno Oriente
regateador y negociante.
Era el almacén de Hachirobei Mitsui. Este comenzó su carrera siendo un niño de catorce años en.
un tenducho de Tokio. La terminó como el comerciante más importante del Japón de su época. Fué
sin duda un comerciante de talentos extraordinarios. Pues en aquella época distante y en aquel
mundo no comerciante se le atribuye el haber introducido una serie de innovaciones mercantiles que
los ensayistas de las oficinas de negocios norteamericanos gustan de ensalzar como el fruto peculiar
del ciclo McKínley-Coolidge.
Abrió seis sucursales, por lo menos seis de ellas, antes de morir. Estableció su propio depósito
central. Inauguró el sistema de reparto de utilidades entre sus empleados superiores. Alojó a sus
empleados en dormitorios grandes y ventilados, que él vigilaba cuidadosamente, e implantó varias
reglamentaciones higiénicas. Utilizó la contabilidad por partida doble. Y lo que es aún más
sorprendente, fué un iniciador en la propaganda comercial. Los días de lluvia su espacioso almacén
de Suruga-cho, en Tokio, prestaba a sus clientes
paraguas en los cuales aparecía escrito el nombre de Mitsui. Empleaba carteles que anunciaban el
nombre de Mitsui en grandes letras. Pagaba subsidios a empresarios, dramaturgos y actores para
que introdujeran el nombre de Mitsui y de su almacén entre los versos de los dramas picarescos tan
populares en aquella época, convirtiéndose así en un patrocinador del teatro y adelantándose en
doscientos cincuenta años a la radio "comercial" de hoy en día.
Estas notables similitudes entre los recursos comerciales del Japón y de Europa —separados el uno
de la otra por el aislamiento del Japón y la extensión de dos continentes— no eran los únicos puntos
de semejanza. Cuando Hachirobei Mitsui abrió su primer pequeño almacén el Japón tenía una
sociedad feudal. Y el surgimiento de esa sociedad, su manera de desarrollarse, sus desastres y
desórdenes, sus formas cambiantes, se asemejan estrechamente al origen, la aparición, el desarrollo
y la desintegración del feudalismo en Alemania y Francia. Así los hombres, perseguidos por los
mismos temores y necesidades y apremiados por las mismas urgencias, acuden a las mismas
escapatorias, siguen a los mismos mesías, abrazan las mismas panaceas. Los nipones desesperados
que tratan de huir de la miseria económica y del desorden siguen un camino económico muy
parecido al del teutón o el británico desesperado: del despotismo al feudalismo, los gremios, la
economía monetaria, el dominio del comerciante, la entrada del dinero, la lucha entre el poder
central y la propiedad feudal, hasta que finalmente el señor de las dos espadas que no poseía un yen
que agregar a su nombre tuvo que ceder ante el comerciante poseedor de un millón de yens que no
tenía una espada que agregar a su nombre, ni la necesitaba.
Los Mitsui, según los informes de la propia familia, pertenecían a la 4'clase medía feudal" y
atribuían su origen a un estadista del siglo VII llamado Kamatari Fugiwara. Uno de los
descendientes de éste fijó su residencia en la provincia de Omi y tomó el nombre de Mitsui, que
quiere decir literalmente "tres pozos". Este nombre se relaciona con cierta vaga leyenda sobre cómo
ese primer antepasado encontró una fortuna en tres pozos a su llegada al Japón, procedente
probablemente del Cielo. Luego, a pesar de su nobleza, la familia llegó a ser vasalla del poderoso
clan Sasaki. Y hacia mediados del siglo XV un hijo del clan Sasaki fué adoptado por los Mitsui.
Probablemente la virilidad era muy baja en la familia y ese joven, Takahisa Sasaki, fué adoptado
por motivos glandulares. Construyó un castillo formidable en las orillas del lago
Biwa, en Namazue, llegó a ser jefe del clan Sasaki y fué conocido con el título de Señor de Echigo.
Esta sociedad feudal, como la de la Alemania del siglo XIII, por ejemplo, se dividía en cierto

155
número de fundos o baronías, pequeñas isletas económicas separadas del resto del mundo. Sobre
esas baronías presidía un señor que era llamado daimio. Era el propietario de la baronía y ejercía el
poder de vida y muerte sobre su población. Entre esas isletas baroníales se realizaba escaso o
ningún comercio. Se recuerda ejemplos de hombres que se morían de hambre en la propiedad de un
daimio mientras en la propiedad vecina florecía la tierra con una abundancia japonesa.
Por encima de todas esas baronías había un emperador que era un dios y un nombre, pero que
carecía de verdadero poder. El poder se hallaba en manos de un Shogun, aunque no de la manera
absoluta como lo ejercieron los Shogunes posteriores. Era completamente impotente contra el
despotismo local del dáimio. Y en lo que respecta al poder central, cualquiera que fuera el que tenía
el Shogun, era ejercido primero por uno y luego por otro grupo de daimios que rodeaban a ese
dignatario y dominaban sus funciones.
Algunos de esos daimios eran muy ricos. Mayeda, el Señor de Kaga, tenía, según se dice, una renta
de un millón de kokus de arroz al año. (Un koku equivalía aproximadamente a una libra). Otros —
en gran número— poseían rentas de 10.000 o más kokus de arroz. Muchos eran propietarios de
pequeñas plantaciones. Los Mitsui de Omi eran daimios y después de su alianza con el clan Sasaki
se hicieron ricos.
Luego, a fines del siglo XVI, surgió una de las grandes figuras de la historia japonesa, Oda
Nobunaga, una especie de combinación oriental de Luis XI y Garibaldi, guerrero capaz que
emprendió la tarea de poner al Japón bajo un gobierno central fuerte. Nobunaga declaró la guerra al
débil shogunato de los Ashikaga. En su camino a Kyoto se hallaba la tierra solariega del Señor de
Echigo, el Daimio Takayasu Mitsui (hijo de Takahisa). No era contrincante para el valiente
Nobunaga, quien iba derribando con regularidad a los barones recalcitrantes a medida que se dirigía
a Kyoto. Destruyó el castillo de Mitsui, los expulsó a él y a su familia de su propiedad y por fin se
hizo el amo del Japón. Su obra fué terminada y consolidada por otras dos figuras apenas menos
importantes que él, sus sucesores Hydeyoshi e Ieyasu. El último se instaló como Shogun y fué el
fundador del shogunato Tokugawa, que gobernó al Japón
durante doscientos cincuenta años, en la gran época de aislamiento que precedió a la llegada del
Almirante Perry.
En cuanto a Takayasu Mitsui, el Señor de Echigo desposeído, huyó con su familia a la provincia de
Ise, probablemente tan insolvente como un duque ruso después de la revolución encabezada por
Lenin. Le disgustaban las armas y la guerra. Resolvió no volver a utilizar las dos espadas que
constituían la marca de su rango. Su hijo y sucesor Sokubei Mitsui era un hombre amante de la paz
de cuyo espíritu había desaparecido hasta el último resto del romanticismo samurai con respecto al
heroísmo de las armas. Fué ese Sokubei quien decidió arrojar a un lado sus dos espadas e ingresar
en la clase de los comerciantes.
El salto de noble a traficante era vertiginoso En aquel país de castas las familias cortesanas
ocupaban el rango más alto. Gastadoras y ociosas, vivían en Kyoto sin propiedades ni rentas,
alrededor de los emperadores, enteramente de pensiones del Estado. Las seguían en orden de
importancia los daimios, o barones feudales. Luego venían los samurais, o sea los caballeros que
monopolizaban las funciones militares de la sociedad y se suponían los únicos capaces de librar
batallas, hasta que los ejércitos campesinos del emperador, después de la restauración de éste,
obligaron a los guerreros, enviados del Cielo, del clan Satsuma a someterse rápidamente. Vivían de
sus propiedades y servían como caballeros guerreros de los daimios. Y en los doscientos cincuenta
años de paz que siguieron al shogunato de Ieyasu fueron una carga completamente inútil para el
,país. Tras ellos venían los agricultores. La siguiente capa social la formaban los artesanos y
después de ellos los mercaderes, sólo un paso antes de los manipuladores de cadáveres: los
carniceros, desolladores, curtidores, empresarios de pompas fúnebres, etc. Sokubei se dejó caer a
través de ese edificio social de seis pisos casi hasta el sótano. "Con notable fortaleza de espíritu —
dice la crónica de los Mitsui— abandonó Sokubei su propia clase y se dedicó a una carrera

156
comercial como vendedor de sake respetable". La fortaleza de Sokubei se vio sin duda reforzada
por su apetito, como sucedió a los emigres aristócratas de Rusia que se convirtieron en mayordomo
y couturiets en Nueva York y Londres. Sólo le habían quedado sus dos espadas. Las rentas
correspondientes a su rango habían desaparecido. Ieyasu Tokugawa se había apoderado de ellas. No
era mucho más lo que podía hacer Sokubei.
Se casó con Shuho, hija de un mercader. Hoy día es más famosa que él en los anales de la familia.
Era una especie de Hetty Green
japonesa, una cazadora de yens y negociante nata. Sokubei se hizo cervecero, lo que quiere decir
que abrió un pequeño negocio e hizo sake y shoyu con soja. La temible Shuho abrió una pequeña
cantina, a la que añadió una casa de empeño, excelente combinación, pues cada una de ellas
ayudaba a la otra. Sokubei falleció en 1633. Pero Shuho, su viuda, lo sobrevivió cuarenta y siete
años, administró su pequeño negocio y su familia con mano de hi'erro y falleció a la edad de
ochenta y siete años.
Cuando Ieyasu Tokugawa llegó a ser Shogun, estableció su capital en Edo, una aldea pequeña y casi
insignificante que luego se llamó Yedo y es ahora la gran metrópoli de Tokio, con más de seis
millones de habitantes. El nuevo Shogun construyó un imponente castillo fortificado que
manifestaba el poder de su dueño. La nueva capital atrajo rápidamente a muchas personas y Ieyasu
invitó a los comerciantes a trasladarse a Yedo y hacer de ella un mercado. Y es curioso que fueran
hombres de la provincia de Ise quienes acudieron en gran número y casi monopolizaron el comercio
de la nueva ciudad. Entre ellos se hallaba Saburozaemon, el hijo mayor de Sokubei. Abrió allí una
pequeña tienda de mercaderías generales. Cuando su hermano menor, Hachirobei, cumplió catorce
años, su madre lo envió a Yedo para que aprendiese su oficio en la tienda de Saburozaemon.
Allí permaneció Hachirobei durante catorce años. Al cumplir los veintiocho de edad se retiró a su
nativa Matsuzaka y se dedicó a negociar por su cuenta como prestamista. Matsuzaka era una
pequeña ciudad y no se sabe hasta qué punto prosperó en ella Hachirobei. Pero permaneció allí
hasta sus cincuenta y dos años de edad. Luego se trasladó a Kyoto, la sede del emperador, y abrió
allí otra tienda de mercaderías generales. Esto sucedió en 1673. Y con esa tienda sentó las bases de
la fortuna de los Mitsui. La familia Mitsui fijó la apertura de la tienda de Sokubei como fecha
inicial de su casa comercial cuando celebró el tercer centenario de su fundación. En cierto sentido
eso era históricamente cierto. Pero Sokubei no fué más que un simple tabernero de aldea. El
hermano Saburozaemon parece haber desaparecido rápidamente de las antiguas crónicas. Es a
Hachirobei a quien consideran realmente los Mitsui como el fundador de su fortuna comercial.
Tras trece años de progreso en Kyoto, Hachirobei abrió un comercio de mercaderías generales en
Yedo, ciudad que entonces crecía como la nueva capital. En esa tienda puso su famosa muestra que
decía: "Pagos al contado y precio único". La tienda creció;
hubo que agregarle un almacén tras otro, hasta que llegó a ocupar un gran espacio a ambos1 lados
de la calle Suruga-cho y empleó a muchos centenares de dependientes. Siguió en aquel lugar,
administrada por los Mitsui, hasta 1904. Luego los Mitsui se deshicieron de ella y desde entonces
ha pertenecido a una sociedad comercial distinta llamada Mitsukoshi, y es la tienda de variedades
más grande al Este del Canal de Suez y sigue en el mismo lugar de la Suruga-cho que ocupó la
primera tienda. Al principio la tienda comerciaba en sedas y otros textiles, y los brocados de
Nishyin eran una de sus especialidades. Pero poco a poco fué agregando otras mercaderías. En 1708
tenía ya agentes compradores en Nagasaki para adquirir paños de lana, artículos de carey, azúcar y
productos químicos, que llevaban los barcos holandeses.
El hombre es un animal que camina a tientas. Adelanta a tropezones, paso a paso. Y con respecto a
su progreso en el mundo comercial puede hacerse la extraordinaria observación de que casi en todas
partes ha seguido los mismos pasos. Las decoraciones, los trajes, los modales, el reparto de
personajes difieren en los diferentes países. Pero los hombres del siglo XVII recurrían con
sorprendente inevitabilidad en el Japón a los mismos medios comerciales y financieros que sus

157
hermanos desconocidos en la Alemania de Maximiliano y en la Francia de Francisco I, cayendo en
los mismos atolladeros y saliendo de ellos con los mismos recursos para volver a caer en otros
atolladeros similares. No dudo de que si un día explorásemos la luna y la encontráramos habitada
por hombres como nosotros, descubriríamos que han inventado tiendas y dinero, letras de cambio,
pagarés, bancos, contabilidad por partida doble, falsificación de moneda, deudas nacionales para
mantener a flote la economía de la Luna, sociedades comerciales, corredores y todos los demás
instrumentos de la vida económica en la Tierra.
La unidad de producción era el fundo del daimio. Este percibía de sus vasallos y arrendatarios
feudales su parte de la producción de arroz. El arroz era enviado a Osaka para cambiarlo por dinero
o por otras mercaderías. El daimio consignaba su arroz a un corredor —un kakeya— quien lo
ofrecía públicamente y lo vendía al mejor postor. Con el tiempo esos corredores formaron una
bolsa. Se exigía al comprador de arroz que pagase un diez por ciento al contado y el resto en el
término de diez días. El propio corredor remitía el dinero a su cliente mensualmente. De ese modo
podía utilizarlo durante treinta días sin interés y llevar a cabo una especie de negocio bancario. El
comprador de arroz no tenía que aceptar
la entrega inmediatamente. Se construyeron grandes almacenes y se entregaban recibos de depósito
por el arroz. Al cabo de un tiempo el comprador podía pagar su diez por ciento al contado y pedir
prestado el resto a un corredor o cualquier otro prestamista, dando en garantía el recibo de depósito.
Y así podía especular con esas entregas futuras de arroz. Esto dio origen a un comercio muy activo.
Y así se desarrolló en el Japón un sistema de compra - venta de arroz como el que se hallaba en
boga en el mercado de algodón de Nueva Orleans y en el de trigo de Chicago. Con el tiempo la
especulación llegó a ser tan desenfrenada, tan violenta, tan trastornadora para los prestamistas, los
daimios y los compradores en general, que se produjo un gran escándalo. Intervino el gobierno,
inició una investigación, procesó a muchos corredores, condenó a varios, reorganizó la bolsa, abolió
los depósitos de fondos como margen para las jugadas de bolsa, suprimió los corredores y sometió
todo el negocio a la inspección gubernativa.
Hachirobei Mitsui abrió un banco en o cerca de su tienda de Yedo y comenzó a prestar dinero y,
quizá, aceptó depósitos. La prueba de esto último, sin embargo, es poco satisfactoria. Pero se
convirtió en un kakeya, representaba a cierto número de daimios y en realidad era el corredor de
varias provincias enteras. Este negocio le hizo ver las posibilidades de obtener beneficios con el
manejo del dinero ajeno. Y en algún momento alrededor de 1690 concibió una idea con la que ya
habían experimentado los hombres en Europa.
El Shogun no percibía impuestos en dinero. Todo se pagaba en arroz. Cada distrito tenía un
representante conocido con el nombre de daikan que recogía el arroz de los daimios. Luego lo
enviaba a Osaka y lo vendía por oro o plata. Más tarde remitía el metal a Yedo, donde era guardado
en el tesoro del Shogun. Se trataba de un traslado muy costoso que requería muchos icoolíes y
empaquetamientos, además del peligro que significaban los caminos infestados de bandidos.
Hachirobei tenía almacenes en Kyoto, Yedo y Osaka. Se entrevistó con los funcionarios del Shogun
y les propuso enviar "el oro o la plata a Yedo en el término de sesenta días sin costo alguno. Su plan
era el siguiente: El gobernador de Osaka le entregaría el oro, él compraría con ese oro mercaderías
que enviaría a Yedo en el término de quince días; allí las vendería por moneda corriente en el plazo
de sesenta días y entregaría al tesoro los fondos así recaudados, con lo que se evitaba la necesidad
de transportar tanto metal. Los funcionarios aprobaron su plan y
más tarde extendieron el plazo para la entrega a ciento cincuenta días. Hachirobei contó en adelante
con una afluencia continua de fondos del shogunato que llegaban a su poder y que podía utilizar en
su propio beneficio durante cinco meses. En otras palabras, disponía de un plazo de cinco meses
para explotar los impuestos del gobierno, antes de tener que entregarlos en Yedo.
Este llegó a ser la base del uso de la letra de cambio en el Japón, aunque, por raro que parezca,
Hachirobei no dio ese nuevo paso. Otros comerciantes vieron que podía aplicarse el mismo método

158
al transporte de dinero para propósitos comerciales. Había una corriente de pagos desde Osaka hasta
el gobierno de Yedo. Pero había también una corriente de pagos desde los comerciantes de Yedo a
los de Osaka. Los corredores de Osaka descubrieron que podían recaudar el dinero en esa ciudad y
entregar el metal a un acreedor de Yedo sin necesidad de enviar realmente la plata, salvo
ocasionalmente, mediante la compensación de créditos en ambas ciudades.
II
Una vez que desapareció el shogunato Tokugawa, ese poderoso reactivo social —el dinero—
comenzó a obrar lentamente. Poco a poco, pero inevitablemente, el viejo sistema feudal comenzó a
perder su vitalidad y, en realidad, a desaparecer. Poco a poco el sistema monetario y todo lo que
trae consigo —el sistema capitalista— comenzó a introducirse en la sociedad japonesa.
Las monedas de oro y de plata habían comenzado a circular alrededor de 1429, en el período
Muromachi. Goto Mitsutsugu empezó a comprar lavaderos de oro y barras de oro y a acuñarlo en
monedas. Daikakuya acuñó plata en monedas por el mismo tiempo. Ambos se enriquecieron. Otros
les imitaron. También las monedas de cobre chinas circulaban libremente. Pero cuando subió al
poder Oda Nobunaga puso fin a la emisión caprichosa y miscelánea de moneda y otorgó a
Mitsutsugu y Daikakuya el monopolio para acuñar oro y plata, respectivamente, de modo que esos
hombres llegaron a figurar entre los más ricos del Japón. Como sucedía en Europa, los japoneses
que tenían mercaderías o servicios que vender preferían que se los pagasen en dinero. La moneda
comenzó a disfrutar de un agio o preferencia sobre el arroz. Hacia la mitad del shogunato
Tokugawa escribió un filósofo japonés:
"La posesión de oro y plata significa riqueza. Los tontos pasan por sabios y los malos por buenos si
poseen oro o plata. Por lo contrario, quien no tiene oro ni plata es tenido por pobre. Por sabio que
pueda ser, se lo considera tonto. Un hombre inteligente sin dinero es considerado por el público
como un estúpido. Y un hombre bueno en esas circunstancias pasa por una persona indigna. Como
todas las cosas, la vida o la muerte, el buen éxito o el fracaso dependen de la posesión del oro, y
todos, cualquiera que sea su rango, corren tras el oro como el primer requisito para la existencia".
El Japón era un país de alrededor de 26 millones de obreros, unos pocos centenares de miles de
samurais y un puñado de daimios. El daímio realizaba sin duda una función. Era el empresario
agrario. Administraba la unidad económica de producción: el fundo, baronía o plantación. Los
desdichados labradores que se hallaban bajo el dominio de los daimios tenían que pagar tantos
tributos "que no podían ni vivir ni morir" (i). El daimio se quedaba, como la parte que le
correspondía, con todo lo necesario para que los trabajadores pudieran subsistir de la manera más
pobre. Lo utilizaba para obtener las cosas que deseaba por medio del trueque y convertía todo lo
que podía en dinero. El Señor de Kaga poseía una renta de más de un millón de kokus, lo que
parece mucho. Pero manejaba una baronía con una población de 586.000 almas y no sólo tenía que
mantener la maquinaria económica de su vasto dominio, sino que realizar todas las funciones de un
gobierno loca! muy independiente. Había alrededor de cuarenta y cinco daimios con rentas de
100.000 koku o más y 195 con rentas de 10.000 koku o más. Había muchos cuyos ingresos eran tan
pequeños que carecían de importancia.
Pero el samurai no prestaba literalmente servicio alguno. Era un guerrero profesional sin batallas
que librar durante la larga paz del shogunato. Asumió el título de soldado enviado del Cielo. Sin
embargo, las muchas vueltas agrarias contra los daimios individuales, o grupos de ellos, que se
produjeron durante el shogunato tuvieron buen éxito con frecuencia. Los guerreros designados por
el Cielo, encajados en magníficas armaduras, huían a refugiarse en el castillo y mandaban
representantes para negociar la paz. Había 350.000 de esos parásitos, equipado cada uno de ellos
con tres sirvientes hereditarios que también tenían que ser mantenidos. Esto hacía que ascendiesen a
un millón o más las personas que no trabajaban, que no producían, pero vivían de los ingresos
hereditarios
(!) - Historia social y económica del Japón, por Eijoro Honjo, p. 79.

159
convenidos que les pagaba el daimio con el producto del fundo. Gomo eran personas de gustos
exquisitos y apetitos bien cultivados, fueron los primeros que descubrieron el poder de la moneda
para adquirir las cosas que deseaban. Y a medida que el oro, la plata y el cobre se convertían cada
vez más en la moneda acuñada de las ciudades en crecimiento, y a medida que los daimios y los
samurais trataban cada vez más de convertir todas sus rentas en moneda y que los comerciantes y
banqueros inventaban nuevos medios para aumentar real y potencíalmente la cantidad de oro
aumentando su velocidad mediante créditos, letras de cambio y beneficios líquidos, el dinero fué
dominando cada vez más las operaciones diarias de la isla amurallada.
Esto comenzó a aumentar inevitablemente la importancia de los comerciantes que iban acumulando
poco a poco todo el dinero, pues los daimios lo obtenían sólo para entregarlo nuevamente en manos
de los comerciantes y banqueros. Esto comenzó a trastornar a los daimios y los samurais, quienes
tuvieron que pedir dinero a préstamo y aprendieron a gastar cada año los ingresos del siguiente y a
añadir a las otras cargas de la administración, la carga del rédito.
Algunos de ellos eran caballeros económicos que sabían cómo ajustarse al nuevo orden de cosas.
Así se recuerda que el daimio Tsushima, quien poseía una pequeña baronía con un ingreso de sólo
20.000 koku, compraba ginsen coreano y otros artículos a precios bajos, los vendía luego con
buenos beneficios y se hallaba en mejor situación que un daimio que poseía un ingreso de 200.000
koku. En resumen, el caballero noble se convirtió realmente en comerciante. El daimio de
Matsumae, con una renta de sólo 7.000 koku, vendía los productos de su feudo a otro —Ezo— y
vivía tan bien como un daimio que poseía una renta de 50.000 koku; en tanto que otro, Tsuwano,
con una renta de 40.000 koku, se hizo fabricante de cartón, con lo que obtenía un ingreso de
150.000 koku.
Pero muchos de los daimios se endeudaban cada vez más y vivían en un estado de emergencia
continua. Los más gravemente afectados eran los samurais. Estos tenían que pedir continuamente
dinero a los prestamistas de la ciudad, dando en garantía los estipendios que percibían de los
daimios. Por fin se encontraron endeudados hasta el punto de caer en la mayor pobreza. Muchos de
ellos se trasladaron a las ciudades y se dedicaron a tareas domésticas manuales para ganarse la vida,
en tanto que otros, pisoteando la moral
del caballero, se dedicaron a todas las formas de peculados que les hacían posibles sus relaciones
especíales y variadas.
De este modo fueron aumentando las demandas sobre las rentas de la nación. Antes de que llegara
el tiempo de arar y de recoger la cosecha el daímio reclamaba el producto del trabajo de todos los
trabajadores o arrendatarios feudales que vivían en su, tierra. El samurai reclamaba a su vez al
daimio una parte de lo que le correspondía. Y el gobierno exigía el aporte de ambos. Pero ahora el
comerciante prestamista —el humilde chonin— reclamaba su parte de la renta del daimio y del
samurai que le debían dinero. Y las provisiones de dinero del país iban afluyendo lentamente a
manos de los comerciantes y prestamistas por medio del rédito y el beneficio. Los samurais se
arruinaban y muchos de ellos perdían su clase social. Los daímios —por.lo menos la mayoría de
ellos— se empobrecían. Los trabajadores que estaban a su servicio eran llevados a la desesperación
por los impuestos y otras exacciones de que eran objeto los frutos de su trabajo. Los comerciantes,
en cambio, se enriquecían. La familia Mitsui prosperaba. Poseía ya seis sucursales, la mayor en
Yedo, antes de que falleciese Hachirobei. Se dedicaba a todas las formas de préstamo y manejo de
dinero.
Pero había otros más ricos que los Mitsui. En Yedo vivían los señores Kinokuníya-Bunzaemon y
Naraya-Mozaemon, fabulosamente ricos para aquella época y que exhibían su riqueza de la manera
más ostentosa. En Kyoto residía el nouveau viche Naniwaya-Juemon, de quien se ha dicho que
dejaba pasmada a la gente con sus espléndidas residencias, sus jardines, sus banquetes y sus
vestimentas. El más rico de todo era el principal de los corredores de arroz, el gran kakeya —el J.
Pierpont Morgan del Japón— Yodoya Saburoemon, cuyo nuevo palacio y descarada magnificencia

160
parecían casi imperiales. Desplegó tal boato que el Shogun confiscó todos sus bienes. Lo que se
obtuvo en esa confiscación da una idea de lo que poseía un hombre rico de Osaka o Yedo. Los
alguaciles se apoderaron de cincuenta pares de biombos de oro, tres barcos de juguete hechos con
joyas, 360 tapices, 10.500 kin de oro líquido, 273 grandes piedras preciosas y otras muchas
pequeñas, dos cofres de oro, 3.000 grandes monedas de oro, 120.000 ryo de koban, 85.000
kwamme de moneda de cobre, 150 barcos, 730 almacenes, 12 depósitos de joyas, 80 graneros, 80
almacenes de granos, 28 casas en Osaka, 64 en otros lugares, el derecho al arroz de un daimio por
valor de 332 koku y 150 chobu de apreses.
No sabemos el tamaño que tenían las casas ni la capacidad de
los almacenes. Pero se trataba sin duda de una acumulación muy considerable en un régimen nuevo
y en una nueva economía.
Esos exhibicionistas de la Park Avenue de Osaka, Kyoto y Yedo se atrajeron sobre sus cabezas la
ira del Shogun porque éste consideraba que perturbaban a la sociedad. [Y tanto que la perturbaban!
Esos advenedizos, recién salidos del estercolero, que se veían obligados a arrodillarse en la calle
cuando pasaban a su lado sus deudores en quiebra; esos comerciantes despreciados, vecinos de
clase de los curtidores y los sepultureros, se daban el aire de nobles de la corte. Sería difícil evitar
que el artesano muerto de hambre y el labrador esclavo, se sintieran superiores a los hombres
vestidos de brocado. Eso perturbaba completamente la jerarquía de las clases sociales. Por lo tanto,
se los debía reducir al nivel que les correspondía, por lo menos en apariencia. De aquí que se les
prohibiera dar rienda suelta a sus ostentaciones. Además, para dar un poco de lógica a la ley, tenían
que ser privados por lo menos de parte de su riqueza por medio de impuestos, confiscaciones,
goyokin —préstamos forzosos a los mercaderes— y devaluaciones monetarias, ya que esos fondos
eran provistos por sus superiores pobres.
Aparte de esas reacciones contra los grupos comerciales debidas a las angustias que pasaban los
nobles agrarios perturbados, las ciudades tenían sus propias preocupaciones. Los . diversos grupos
productores temían ser en aquella tierra de escasez las víctimas indefensas de la competencia y la
superproducción. Buscaban monopolios. Y los shogunes, apremiados por la necesidad de dinero, se
los concedían por una remuneración. Los negociantes, los corredores, los comerciantes se reunían
en asociaciones para monopolizar sus negocios respectivos. O sea que aparecieron los gremios en
las ciudades. El pescador que regresaba a casa con su pesca y el comerciante al que se la vendía
tenían que sufrir todos los inconvenientes reales e imaginados de la competencia.
Un apóstol del gobierno propio en los negocios, llamado Suke-goro de Yamato apareció con su
remedio. Reunió a los pescaderos en una asociación comercial. Redactó un código de práctica.
Alistó a 391 vendedores al por mayor y 246 corredores en su asociación corporativa. Era un plan
para proteger al revendedor. El pescador compraba su bote y sus pertrechos al vendedor al por
mayor y obtenía crédito de él o del corredor, a cambio de lo cual le daba el derecho exclusivo a lo
que pescaba. La sociedad fijaba los precios que se pagaban al pescador. El vendedor al por mayor
vendía solamente al comerciante al por menor. El consumidor no podía comprar direc-
tamente al vendedor al por mayor o al pescador. Sukegoro construyó depósitos para mantener la
pesca viva hasta que la demandase el mercado. Hizo bajo la autoridad del gobierno lo que han
tratado de hacer muchas veces los pescadores de Nueva York bajo el apadri-namiento y la
maquinaria coactiva de los "gangsters", y lo que han intentado toda clase de productores bajo la
autoridad de la NRA; lo que hacen las empresas constructoras desafiando a la ley. El exceso de
producción fué mantenido fuera del mercado. El precio se mantuvo alto. El número de
competidores disminuyó. Otros oficios fueron organizados de una manera similar. Se producían
disputas jurisdiccionales entre los artesanos. Los aserradores se quejaban de que los carpinteros
aserraban gran parte de la madera de los edificios con perjuicio de los de su oficio. El Shogun
trataba continuamente de proteger al daimio, cuyo producto era el arroz, por medio de subsidios, el
almacenamiento de los excedentes y decretos para mantener alto el precio de ese producto.

161
Según parece, los Mitsui se mantuvieron todo lo apartados que les fué posible de esos acuerdos
comerciales. Parecen haber contribuido por todos los medios que estaban a su alcance a eludir esas
medidas monopolistas, comprando las cantidades de mercaderías más grandes posibles y
vendiéndolas, mediante una administración eficiente, a precios más bajos en interés del mayor
volumen. Aunque eran citados como una de las diez casas bancarias que dominaban el mercado
monetario, parecen haber eludido esas combinaciones.
Sobre todo, bajo la dirección de Hachírobei y a medida que crecían sus negocios como prestamista,
la casa Mitsui se negó a prestar dinero a los nobles, ya fueran los de la corte, los daimios o los
samurais. Trataron por todos los medios de mantener sus finanzas apartadas de las finanzas
vacilantes de la clase gobernante. Hachirobei instruyó incesantemente a sus hijos al respecto. La
casa se libró, en consecuencia, de los desastres que en todas las épocas, han caído más pronto o más
tarde sobre las casas de banca acreedoras de los príncipes. Evitaron el destino de los Bardi y los
Peruzzi en Italia, y finalmente de los Fugger en Alemania y los Mendelssohn en nuestra época.
Takafusa Mitsui, en un manuscrito en que recoge las observaciones de su padre Hachirobei,
recuerda este consejo a los comerciantes:
"Sólo un tonto creería que los señores feudales pueden permitir que un comerciante obtenga
beneficios no razonables. Esos señores prometen enviar su arroz al comerciante de Osaka y con esa
garantía le piden de antemano dinero prestado. Durante el primero o los dos primeros años parecen
deseosos de depositar cada
vez más dinero en poder de los comerciantes. Pero nunca pagarán sus deudas enviando las
cantidades prometidas, sino que enviarán su arroz a otro lugar donde esperan obtener ventajas y se
niegan a pagar a los comerciantes que les han prestado ya grandes sumas."
Gracias a esas estratagemas y a la bancarrota de los señores, se arruinaban muchos comerciantes.
Takafusa recuerda los nombres de cuarenta y ocho comerciantes, de Yedo solamente, que fueron
despojados de sus préstamos por los nobles. De todas las numerosas casas comerciales de la época,
solamente la Casa de Mitsui y la Casa de Kenoike sobreviven al presente.
Hachirobei falleció en 1694. Al parecer había meditado mucho sobre la posible disipación de su
fortuna. Había visto disiparse la sólida hacienda de los daimios. Había visto arruinarse a ricos
comerciantes. Tenía en cuenta la fuerza erosiva de las sucesiones entre numerosos herederos. En el
Chonin Koku Roku, manuscrito que hizo circular en privado su hijo, se le atribuye la observación
de que "las grandes fortunas muestran síntomas <le decadencia cuando alcanzan a la tercera
generación". Era natural que en su mundo, en el que la familia desempeñaba un papel tan
importante, tratase de idear algún medio para evitar la dispersión de su fortuna. En consecuencia,
procuró organizar su negocio en la forma de una sociedad familiar. Tenía seis hijos, cada uno de
ellos a cargo de una de las seis sucursales. Estableció seis grupos familiares y distribuyó a cada uno
de ellos una parte de la herencia. Pero esta herencia —es decir, el mismo negocio y la fortuna—
debía permanecer intacta. Cada hijo podía administrar su propia sucursal, pero todas las sucursales
pertenecían a la familia. Los beneficios pertenecían al negocio y la familia tenía que decidir lo que
recibiría cada miembro de la misma como su parte en cada temporada. Su testamento bosquejaba un
código de ética familiar y un procedimiento para la administración. Cuando murió, su hijo mayor,
Takahisa Mitsui, quien lo sucedió como jefe de la casa, redujo sus preceptos a un código que
gobierna todavía a la familia. Dice así:
1. Los miembros de la Casa tratarán entre sí con la mayor amistad y bondad. Tendrán en cuenta que
las disputas entre parientes terminarían por arruinar a toda la Casa.
2. No debe aumentarse innecesariamente el número de familias de la Casa. Todo tiene sus límites.
Deben saber que la expansión excesiva que pueden anhelar engendrará confusión y preocupaciones.
3. La economía enriquece a la Casa, en tanto que el lujo arruina a un hombre. Practicad la primera y
evitad el último. En eso está la base perdurable para la prosperidad y la perpetuación de la Casa.
4. Al contraer matrimonio, incurrir en deudas o subscribir las deudas ajenas, obrad siempre de

162
acuerdo con la opinión del Consejo de Familia.
5. Poned a un lado cierta parte del ingreso anual y divididlo entre los miembros de la Casa de
acuerdo con la parte que les corresponde.
6. El hombre debe trabajar mientras vive. En consecuencia, no busquéis sin razón el lujo y el ocio
del retiro.
7. Haced que sean enviados a la oficina principal para ajuste de cuentas los informes financieros de
todas las sucursales; organizad vuestras finanzas y evitad la desintegración.
8. Lo esencial en una empresa comercial es emplear a hombres de grandes capacidades y
aprovechar sus talentos especiales. Substituid a todos los viejos y decrépitos con otros jóvenes que
prometen.
9. A menos de que se concentre, uno fracasa. Nuestra Casa posee sus propias empresas, que son lo
bastante amplias como para ocupar la vida de cualquier hombre. No emprendáis ningún otro
negocio.
10. Quien no sabe no puede guiar a los otros. Haced que vuestros hijos se inicien en las humildes
tareas del aprendiz y cuando hayan aprendido poco a poco los secretos del negocio, dejadles ocupar
un puesto en las sucursales para que practiquen sus conocimientos.
11. Un sano juicio es esencial en todas las cosas, especialmente en las empresas comerciales.
Habéis de saber que un pequeño sacrificio hoy es preferible a una gran pérdida mañana.
12. Los miembros de la Casa deberán practicar la amonestación y el consejo mutuo para no cometer
desatinos. Si hubiera entre vosotros algún perverso, tratadlo de acuerdo con el Consejo de Familia.
13. Vosotros que habéis nacido en el país de los dioses, adorad a vuestros dioses, venerad a vuestro
Emperador, amad a vuestro país y cumplid vuestros deberes como subditos.
Hachirobei vio que si las sucesiones podían dispersar y finalmente extinguir una fortuna, el
mantener ésta intacta a través de los años, la acumulación de los beneficios obtenidos, y la unión de
la riqueza combinada de un número creciente de herederos en una sola empresa continuada,
aumentaría progresivamente esa fortuna. Eso es lo que trató de hacer. Muchos grandes
constructores de fortunas han tratado de hacer lo mismo, como los Médici, los Fugger, los
Rothschild y Cornelíus Vanderbilt en nuestro tiempo. Pero los Mitsui consiguieron lo que no
pudieron conseguir los otros. La familia ha seguido siendo un grupo de accionistas de una gran
empresa central. Esta empresa, con su identidad especial separada de la familia, ha crecido en
riqueza y poder, y al presente es uno de los instrumentos comerciales más poderosos del mundo.
En el Japón, con la gran importancia nacional y religiosa que se concedía a la familia y su largo
aislamiento en una sociedad feudal, era quizá más fácil mantener viva esa empresa familiar
coherente. La familia había llegado a ser, de acuerdo con el plan del viejo Hachi-
robei, una institución viva, continua y sagrada. Cada Mitsui, al llegar a la edad requerida, tiene que
prestar el siguiente juramento:
Obedeciendo los preceptos de nuestro padre y con objeto de fortalecer los eternos cimientos de
nuestra Casa y extender la empresa legada por nuestros antepasados, juro solemnemente, en
presencia de los Espíritus Augustos de nuestros antepasados, que como miembro de la Casa de
Mitsui cumpliré y seguiré el reglamento que nos ha sido transmitido en la Constitución de nuestra
Casa, y que no trataré de alterarlo caprichosamente. En testimonio de lo cual presto el juramento y
pongo mi firma en él en presencia de los Espíritus Augustos de nuestros antepasados.
A causa de las leyes del Japón, donde, al parecer, es posible perpetuar una fortuna, la familia,
organizándose y actuando como un Estado por medio de representantes reconocidos y
todopoderosos, puede poner en vigor ese juramento, puesto que dispone de la riqueza combinada y
concentrada de la familia y los ingresos de cada uno de sus miembros. El joven neófito descubre
que conserva su fidelidad a la familia, a los espíritus augustos de sus antepasados y a sus
dividendos, mediante el mismo acto de fe.
III

163
En 1858, luego que el Japón hubo abandonado su política de aislamiento, se devolvió al Emperador
el poder sobre el Shogun y comenzó una nueva era. Por ese tiempo la familia Mitsui era ya una de
las más ricas del país. Sólo podemos sospechar lo que eso significa. Es muy fácil utilizar grandes
cifras para dar idea de la riqueza de los antiguos barones y de la magnificencia de los príncipes,
pero es difícil no poner un poco de sal para sazonar esas estadísticas. Cuando leemos que al
ascender al trono el Emperador mandaba llamar a los tres comerciantes banqueros principales y les
pedía prestados 1000 ryo a cada uno —el ryo era similar, si no lo mismo, que el yen— nos damos
una idea de las cifras verdadera-ramente pequeñas de que se trataba.
Durante doscientos años, desde el primer pequeño negocio de préstamos en Matsuzaka, la familia,
mediante el aumento persistente y la limitación despiadada de los retiros de capital, había creado
una gran fortuna. En virtud de su política inflexible había evitado las grandes pérdidas resultantes
de numerosas repudiaciones de sus deudas por los barones. Sin duda sufrió los efectos de las
muchas devaluaciones del ryo. Y pasó también indudablemente muchas no-
ches de inquietud y sufrió pérdidas a causa de su asociación con las finanzas del gobierno del
Shogun. Pero al parecer encontró los medios de navegar entre los bancos y las rocas de las finanzas
del shogunato.
Al final los Mitsui se cansaron del vacilante shogunato. El Shogun perdió su poder y el Emperador
recuperó el suyo porque el viejo edificio social de la era feudal había entrado en una mala época. Se
hallaba endeudado sin remedio. El mismo gobierno se hallaba atrapado en interminables
dificultades financieras. El choque de energías entre el viejo feudalismo de los barones y la nueva
economía monetaria de los comerciantes destrozaba el sistema económico. Los barones se habían
cansado de él porque, por motivos que no comprendían, la riqueza de la nación pasaba a manos de
los señores de la calle comercial. Los comerciantes, por su parte, estaban hartos de él porque eran
las víctimas a mano de la política de despojo de los ricos, que practicaba el Shogun en apuros. El
gobierno necesitaba fondos para salvar a los daimios en decadencia, ayudar a los guerreros samurais
a la deriva y aplacar a los agricultores en continua revuelta y a las multitudes que se amotinaban de
vez en cuando en las ciudades. Impuso todas las contribuciones que le fué posible y luego comenzó
a pedir dinero a préstamo. He aquí un balance de la Tesorería en el año 1830:
Gastos .............................. 1.453.209 ryo
Ingresos............................. 925.099 „
Déficit ........................ 528.110 ryo
Este presupuesto aparece equilibrado por un ítem llamado "ingreso especial", que significa el
beneficio obtenido con la devaluación de la moneda. En los registros de ese shogunato aparece un
déficit mayor cada año. El presupuesto tenía que ser equilibrado mediante el recurso de la
devaluación de la moneda corriente. En diez años creó el gobierno para sí mismo 7.558.000 ryo de
"ingreso especial" mediante esa devaluación de la moneda. Sin duda nada hay de extraño en todo
eso para el norteamericano, el británico, el francés, el alemán o el italiano de nuestros días.
Cuando el Almirante Perry desembarcó en el Japón las fuerzas conducidas en sus buques de guerra
norteamericanos y abrió las puertas de ese país al mundo, los comerciantes, barones y agricultores
que más habían padecido la carga de ese régimen en desintegración se alegraron de que
desapareciera. El Shogunato capituló sin
lucha y el Emperador se trasladó de Kyoto a Yedo, ciudad que desde entonces se llamó Tokio, para
asumir el gobierno de la nación. Cuando él se fué, Saburosuke Mitsui, el jefe de la familia, se
trasladó con él como tesorero.
La nueva era significaba una oportunidad en vasta escala para los Mitsui y todos aquellos que tenían
los me.dios de darse cuenta con precisión de lo que estaba ocurriendo. Pues el feudalismo iba a ser
substituido casi en un abrir y cerrar de ojos por el capitalismo. Era como si cayese el telón al
terminar un acto y se alzase de nuevo para el comienzo de otro. El Japón iba a franquear de un salto
un abismo que Francia, Alemania e Inglaterra habían tardado tres siglos en atravesar. Era un salto

164
vertiginoso desde el Sacro Imperio Romano de Maximiliano hasta la Alemania de Bismarck en
unos pocos años. ,
La época de desarrollo lento de su riqueza había terminado por lo que se refería a los Mitsui. Ahora
iban a ver lo que se podía hacer con las monedas cuando éstas eran puestas realmente en
movimiento. El Japón, ya en contacto con el nuevo mundo capitalista, cedía a la infección como a
un organismo salvaje y activo. De pronto comenzó a sentir la necesidad de todos los instrumentos
tan desarrollados del mundo capitalista: maquinarias, sociedades comerciales, bancos de depósito
modernos, bancos de emisión y los refinamientos del crédito. Sobre todo necesitaba capital. Las
oportunidades eran ilimitadas para quienes eran capaces de percibirlas. Los Mitsui enviaron una
misión de cinco de los parientes más jóvenes al exterior con objeto de que examinaran ese nuevo
mundo y sus inventos para hacer dinero. Regresaron al Japón sabiendo lo que debían hacer entre los
veintiséis millones de compatriotas que no conocían las maravillas del mundo exterior.
Cuando el nuevo emperador Mutsuhito —conocido con el nombre de Meiji— se encontró en el
poder, se encontró también sin fondos. Llamó a Saburosuke Mitsui, Ono-Zensuke y Shimada Ha-
chirozaemon y les pidió a cada uno la modesta suma de un millar de ryo. Más tarde repitió ese
favor. Pero se trataba de un manjar muy apetitoso, como descubrió pronto. Mandó llamar a los tres
comerciantes principales de la calle Mayor y les pidió que preparasen una lista de un centenar de
comerciantes. El Emperador llamó luego a esos caballeros y les dijo francamente que necesitaba
tres millones de ryo. Mitsui, Ono y Shimada subscribieron el empréstito. Llegaba el dinero. El
capitalismo estaba en marcha.
Fueron bien recompensados. Mitsui, Ono y Shimada fueron
nombrados agentes tesoreros de la Corona. Recaudaban todos los impuestos y disponían de ellos
durante un tiempo antes de remitirlos a la Tesorería. Un miembro de la familia Mitsui fué nombrado
director de la Casa de Moneda. Otro fué designado jefe de la oficina encargada del metálico y la
moneda corriente, y otro más administrador de la oficina de derecho comercial.
Al cabo de un tiempo se hizo evidente que lo que necesitaba el Japón nuevo era un banco moderno.
El ministro de Hacienda del Emperador, Inouye, insinuó a los Mitsui que organizasen uno. Era el
año 1872. Ellos enviaron una misión a los Estados Unidos. Tras algunas dificultades y desengaños,
abrieron su propio banco, conocido ahora con el nombre de Banco Mitsui, Litd. Les había creado
algunas dificultades una especie de sociedad forzosa con Ono y Shimada en otro banco para los
asuntos de la tesorería. Pero en 1874 una circunstancia favorable los liberó de esas dificultades. Se
produjo una breve depresión en el país. Las tres casas comerciales habían disfrutado del auge.
Recaudaban el dinero de los impuestos del Emperador y lo conservaban en depósito. Circuló el
rumor de que esos depósitos corrían peligro. El ministro de Hacienda llamó a los tres para que
entregasen los fondos del gobierno. Ono y Shimada no podían hacerlo. Mitsui, gracias a un esfuerzo
tremendo, lo hizo. Las otras dos casas quedaron arruinadas y el campo quedó libre para los Mitsui.
Luego abrieron su propio banco y crearon treinta y una sucursales en el Japón. De ese modo
extendieron los Mitsui treinta y un brazos por todos los rincones del Japón y procedieron a extraer
fondos de todas partes. El banco creció rápidamente. Poseía un capital de dos millones de yen en
1876 y depósitos por valor de 11.369.000 yen. En 1932 tenía ya un capital de 60 millones de yen y
687 millones en depósitos, Ha sido y sigue siendo el núcleo del desarrollo de los Mitsui. Como los
bancos afiliados de los Estados Unidos en épocas posteriores, ese depósito de fondos y creador de
moneda bancaria acumulaba en su tesoro los ahorros de muchos millares de personas, ahorros que
los Mitsui podían utilizar para costear sus numerosas aventuras.
Luego se produjo esa proliferación de empresas que caracteriza hoy día a la familia. Con recursos
monetarios ilimitados a su alcance, por medio del banco, y su posesión de los fondos del gobierno,
comenzaron a extenderse lentamente en todas direcciones, a apoderarse de todas las nuevas fuentes
de beneficios. Inouye, ministro de Hacienda del Gabinete de Ito, dejó el ministerio convertido en un
hombre rico y fundó una compañía comercial llamada Senshu Kaisha

165
para manejar el comercio exterior. Prosperó mucho. Los Mitsui organizaron también en 1875 una
pequeña compañía llamada Kokusan Kata (Compañía Nacional de Productos). Cuando Inouye
volvió a formar parte del Gabinete en 1876 los Mitsui se quedaron con su Senshu Kaisha, la
combinaron con su Kokusan Kata y organizaron una nueva empresa llamada la Mitsui Bussan
Kaisha. Esta se convirtió en la compañía de holding de numerosas empresas y es actualmente el
instrumento mediante el cual la familia Mitsui lleva a cabo sus grandes aventuras comerciales en el
país y en el exterior.
Cuando el ministerio de Meiji se dedicó a los negocios después de la restauración, comenzó a
estimular y organizar industrias modernas. El gobierno poseía la Fábrica de Papel de Oji. Construyó
una fábrica de tejidos de seda moderna. Organizó y desarrolló los talleres mecánicos de Shibaura.
Construyó las fábricas de tejidos de algodón de Kanegafuchi. Poseía las minas de Miike, el tesoro
de carbón más rico del Japón. Al poco tiempo los Mitsui comenzaron de la manera más suave y
silenciosa posible a sacar esas empresas de manos del gobierno, adquiriéndolas en las condiciones
más favorables. Así se dedicaron a la manufactura de la seda, importaron gusanos de seda de Italia,
enseñaron a los campesinos los métodos modernos para el cultivo de la seda y por fin se
convirtieron en el factor más importante en la industria de la seda. Adquirieron la fábrica de papel
de Oji en 1872. Actualmente esa compañía administra alrededor de dieciséis sociedades con sus
propios bosques, aserraderos, compañías papeleras, compañías de energía eléctrica, ferrocarriles,
compañías de seguros y un diario —el Mainichi— que se publica en Osaka. Se quedaron también
con las fábricas de tejidos de algodón de Kanegafuchi. Todavía las mantienen en funcionamiento y
han llegado a hacer de ellas las mayores productoras de tejidos del Japón. Se apoderaron del
mercado de algodón de China, comprando allí el algodón y enviándolo de nuevo en forma de tela
para competir con los comerciantes ingleses. Adquirieron los talleres mecánicos de Shibaura,
propiedad del gobierno. Luego fijaron sus ojos en las minas de Miike.
Esas minas, el mayor depósito de carbón del Japón, las adquirieron del gobierno, mediante algún
manejo inteligente, por 4.550.000 yen. En el primer año de su administración recuperaron el dinero
que habían pagado por ellas. En medio siglo obtuvieron un beneficio de 450 millones de yen. Y así
el dinero, el algodón, la seda, el carbón y otros productos fueron cayendo poco a poco en las manos
hábilmente explotadoras de la familia Mitsui.
IV
Las personas que viven fuera del Japón, cuando oyen la expresión "familia Mitsui", se imaginan un
grupo extraordinario de Mit-suis hábiles y capaces que manejan la vasta red de empresas que
constituye su dominio. Es más que dudoso que ese clan extraordinario pudiese ocupar hoy día un
lugar tan importante en la vida económica del Japón si las cosas fuesen así. Aun antes de la
restauración, cuando Takahisa Mitsui era el jefe de la casa, la familia había aprendido ya a depender
de las capacidades administrativas de los que los japoneses llaman bantos, o sea altos empleados. Y
Uno de éstos —Minomura— fué quien dirigió el negocio durante los disturbios y movimientos
revoltosos del período de la restauración.
No se sabe con exactitud cuándo comenzó la familia a utilizar este método. Pero el Consejo de
familia y los jefes de las distintas ramas familiares pudieron siempre intervenir y hasta colaborar
activamente en la administración. Sin embargo, alrededor de 1890, esta organización familiar
numerosa y rica tuvo que someterse a uno de esos procedimientos que en nuestras sociedades
colectivas llamamos "reorganización". Y se adoptó toda una nueva técnica de administración
ajustada a la nueva era. Ello sucedió del siguiente modo:
Los Mitsui recaudaban los impuestos del gobierno. Conservaban esos impuestos en depósito. Esto
era una fuente de grandes beneficios. Pero el Japón se desarrollaba. En 1880 decidió el gobierno
recaudar por sí mismo los impuestos y crear un Banco del Japón. Eso significó un golpe para la casa
Mitsui. No obstante, siguieron actuando como agentes locales para la transmisión del dinero de los
impuestos de las provincias a Tokio. Pero el capitalismo daba lugar en el Japón a todos sus

166
fenómenos habituales. La deuda nacional seguía aumentando. La deuda agrícola había aumentado
desde una suma insignificante hasta 233 millones de yen. Se producían pérdidas de cosechas,
balances comerciales desfavorables, pérdidas en el cambio extranjero. En resumen, se produjo una
depresión capitalista de primera clase. Comenzaron a circular rumores sobre los Mitsui: su banco
corría peligro. Hubo una corrida en la sucursal de Kyoto. Se extendió a Tokio. Los poderosos
Mitsui, que habían visto tantas veces al gobierno arrodillado ante ellos pidiendo empréstitos,
tuvieron que pedir entonces ayuda a ese gobierno.
Inouye, el poderoso ministro de Hacienda y aliado de los Mitsui, y que más tarde sería conocido
como el representante de ellos entre
los estadistas más ancianos, accedió a salvar la casa, pero exigió que ésta se sometiera a una
reorganización dirigida por él. La casa no se hallaba en situación de resistirse. El ministro de
Hacienda imperial se puso inmediatamente a estudiar los negocios de la familia, su código y sus
leyes y la constitución de las familias europeas similares. Decidió que las empresas Mitsui tenían
que ser protegidas sin piedad de la familia Mitsui.
En consecuencia redactó una nueva constitución. Organizó la casa Mitsui como una corporación
moderna, dominada, administrada y fiscalizada por autoridades ejecutivas enteramente distintas del
Consejo de familia. Organizó a ésta como una entidad completamente aparte. El resultado fué que
el negocio quedó en manos de una compañía de holding gigantesca —la Mitsui Gomei Kaisha—
que posee directa o indirectamente por medio de compañías subsidiarias, todas las numerosas
empresas de la casa comercial. No es. administrada por la familia, sino por directores, entre los
cuales pueden figurar miembros de aquélla. Pero al frente de la Mitsui Gomei Kaisha hay un
director administrativo —un banto o alto empleado— que actúa exactamente como el presidente de
la junta directiva de la United States Corporation, así como varias series de comisiones ejecutivas.
La familia, por otra parte, es simplemente la accionista de esa inmensa compañía de holding.
También se halla organizada. Hay un consejo de familia. Cuando se dice que el Barón Takakimi
Mitsui es el jefe de la misma quiere decirse que lo es de ese consejo familiar. Es también por
supuesto, el jefe nominal de la casa comercial, la Mitsui Gomei Kaisha. Pero su verdadero jefe y
administrador es el banto reinante, su primer ministro.
La familia es una unidad de tribu cuidadosamente organizada. Es un clan económico que existe
como una especie de cuerpo social dentro del Estado y funciona de acuerdo con una constitución
escrita. Hay en realidad once familias Mitsui: seis principales y cinco ramas familiares, todas ellas
exactamente definidas por la constitución. Estos troncos componentes del árbol familiar son
inmutables. La familia y sus provincias domésticas son gobernadas por un consejo organizado
como una especie de monarquía constitucional, de la que es la Cámara de los Lores. Este consejo se
compone de los once jefes de cada familia, más los jefes retirados, si los hay, y los herederos de los
jefes existentes a medida que llegan a la mayoría de edad. Pero sólo los once jefes de familia tienen
voto. El presidente de ese consejo, el patriarca tribal, quien posee el derecho de veto,
es el jefe de la familia principal. El consejo se reúne en secreto una vez al mes. Delibera sobre los
asuntos familiares: actos de beneficencia, fallecimientos, herencias, casamientos, deudas,
desavenencias, designaciones de miembros de la familia para ciertas empresas comerciales y planes
de todas clases. El consejo decide lo que se permitirá gastar a cada una de las once familias. Puede
imponer castigos y dictar sanciones por la violación de sus decretos. Dentro del marco de la
sociedad civil, regula esta aristocracia autónoma la conducta de sus miembros. Todas las familias
no tienen igual participación en los dividendos de las empresas Mitsui. La rama principal se queda
con el 23 por ciento de los beneficios de la Mitsui Gomei Kaisha. Las otras cinco ramas principales
perciben un total del 57,5 por ciento, y las cinco secundarias se reparten el 19,5 por ciento.
Estos bantos son caballeros que han alcanzado una gran importancia en el Japón, una importancia
comparable a la de los presidentes de las juntas directivas de instituciones norteamericanas como la
General Motors o la United States Steel. En realidad han alcanzado todavía más importancia,

167
porque la Casa de Mitsui abarca en la vida económica del Japón una zona mucho mayor que
cualquier corporación norteamericana o británica. El primero de ellos, Rizae-mon Minomura,
dirigió las empresas familiares durante los días llenos de dificultades y reformas de la restauración y
contribuyó a dar su forma moderna a la dirección del negocio. A diferencia de los Mitsui, se inició
en la vida comercial como fabricante de dulces y buhonero, y más tarde entró al servicio de Oguri,
el último ministro de Hacienda del viejo shogunato; luego se hizo banquero con Oguri, como su
protector, y entró al servicio de los Mitsui, a quienes proporcionó la poderosa amistad del ministro.
Fué él quien vio las oportunidades que se ofrecían a la casa en el nuevo período de restauración
capitalista, que su amada tienda de tejidos de la Suruga-cho era algo sin importancia en el nuevo
Japón, e indujo a los Mitsui a que la dejaran y se consagraran a las finanzas y la creación de
empresas, de acuerdo con los nuevos modelos.
Minomura falleció en 1877 y lo siguió una administración familiar más directa que terminó en el
desastre de 1890 y la reorganización en 1900. Para esa época el ministro de Hacienda del
Emperador, Kaoru Inouye, era el protector imperial de los Mitsui, y gracias a su influencia Hikojiro
Nakamigawa llegó a ser el banto. Hikojiro era un intelectual que se inició como maestro en la
Universidad de Keio, escribió artículos para revistas, hizo su aprendizaje en el Ministerio de
Relaciones Exteriores, dirigió con brillantez
el diario Jiji Shimpo, llegó a ser presidente de un ferrocarril y luego, a instancias de Inouye, ingresó
en el Banco Mitsui, se elevó a la dirección del mismo y por fin fué nombrado director
administrativo de la Mitsui Gomei Kaisha. Desempeñó un papel importante en la reorganización de
las industrias ya existentes y en la adquisición de otras nuevas. Terminó con los métodos lentos de
la antigua organización Mitsui, métodos que estaban de acuerdo con el viejo Japón, para
imprimirles el ritmo más acelerado del Japón nuevo. Era un hombre de acción, audaz, enérgico,
confiado en sí mismo y expeditivo. Falleció en 1901 y lo sucedió Takasi Masuda.
Éste se había iniciado como sirviente de Townsend Harris, el primer ministro norteamericano en el
Japón. Luego se relacionó con el poderoso Inouye y llegó a ser el jefe de su compañía comercial.
Cuando los Mitsui se quedaron con ella y crearon la Mitsui Kaisha, él fué su primer presidente y
quien contribuyó más al buen éxito de esa institución, que se inició con un préstamo de 50.000 yen
del Banco Mitsui, y a los sesenta años poseía ya un capital autorizado de 100 millones de yen. Él
encauzó el comercio exterior de los Mitsui en la dirección que lo ha hecho tan poderoso. Organizó
el comercio de algodón, seda, acero y municiones de la compañía.
Cuando murió le sucedió Takuma Dan, graduado del Instituto de Tecnología de Massachusetts,
quien llegó a ser el jefe de las minas de carbón de Míikí antes de que las adquirieran los Mitsui.
Hizo de ellas la industria tremendamente beneficiosa que llegaron a ser. Dirigió los negocios de la
compañía durante la Gran Guerra y desarrolló los grandes negocios en municiones de los Mitsui.
Fué asesinado en 1932 y le sucedió el aristocrático Seinin Ikeda, graduado en Harvard, patricio que
entró como empleado de los Mitsui en 1895 con un sueldo de treinta yen mensuales, y llegó a ser el
director administrativo del Banco Mitsui en 1909 y banto en 1933. Fué ministro de Hacienda en el
Gabinete del Príncipe Konoye, durante un tiempo administrador del Banco del Japón, y se lo
conoció con el nombre de Tigre del Mercado Monetario. Se retiró de la dirección de la casa Mitsui
por el mismo motivo que del ministerio de Hacienda: porque era impopular en el ejército.
La organización comercial es en todo el mundo parecida a la de una de nuestras grandes
corporaciones norteamericanas administradas por una compañía de holding central, salvo que sus
intereses son mucho más variados. En lo alto se halla la compañía de holding, o sea la Mitsui
Gomei Kaisha. Ésta domina el capital de otras diecinueve sociedades, la mayoría de las cuales son
compañías de
holding subsidiarias. Hay otras dos encargadas de las obras benéficas de los Mitsui.
Mediante esta pirámide colectiva realiza la familia sus aventuras en la fínanza, el comercio
(nacional e internacional), los almacenes departamentales, las minas, los talleres mecánicos, el

168
cemento, los textiles, los aserraderos, los productos químicos, el carbón, el petróleo, el azúcar, los
cereales, los abonos químicos, etc. La' imponente red es demasiado complicada para que la
podamos describir. La Mitsui Gomei Kaisha posee un capital de 300.000.000 de yen.
La riqueza de la familia es ciertamente grande, más grande todavía si se tienen en cuenta los
términos medios del Japón. Mr. Oland D. Russel dice en The House of Mitsui, que el jefe actual de
la Casa, el Barón Takakimi Mitsui, cuando se hizo cargo del patrimonio de su padre entró en
posesión de una herencia sujeta a un impuesto de 166.400.000 yen, o sea el equivalente a
55.000.000 de dólares, pero añade que el señor Shumpei Kanda, en un artículo de Shufunatomo,
calculaba su riqueza privada en 450.000.000 de yen, o sea alrededor de 130.000.000 de dólares, y
los archiveros de la biblioteca Mitsui admitieron que era un cálculo "probablemente bastante
exacto". Los jefes de las otras diez familias poseen las siguientes fortunas:
Takahísa Mitsui................... 170.000.000 de yen
Geneyemon ...................... 200.000.000
Barón Takakiyo ................, . 230.000.000
Takanaga ........................ 140.000.000
Barón Toshitaro .................. 150.000.000
Takamoto ....................... 60.000.000
Morinosuke..................... 80.000.000
Takaakira ....................... 60.000.000
Benzo....................... . 60.000.000
Takateru ........................ 35.000.000
Total incluyendo al Barón Takakimi (450.000.000) .................. 1.635.000.000 de yen
Esto equivale a 450.000.000 de dólares.
Estas grandes fortunas, por supuesto, fueron en gran parte el producto de una prudente
administración, una organización sagaz y la política de la familia para proteger la creciente montaña
contra la erosión. Pero no fueron hechas sin contactos bien arreglados, cuidadosamente mantenidos
y perfectamente engrasados, con las autoridades del gobierno correspondiente. La restauración se
convirtió
en un paraíso para los comerciantes ricos y los patriotas adquisitivos. Estadistas como Inouye, Ito y
Okuma hicieron fortunas con sus ministerios. Inouye, siendo ministro de Obras Públicas, construyó
muchos kilómetros de líneas férreas. Cuando renunció, el costo de construcción fué reducido a la
mitad. El gran liberal Okuma se hallaba aliado estrechamente con los Mitsubishi. Era primer
ministro durante la rebelión de Satsuma en 1876, que costeó con papel moneda. Se ha dicho que al
terminar esa rebelión llevó a su casa varias carretadas de acciones. No era difícil negociar con
políticos como éste. Casi todos los estadistas principales estaban respaldados por algún banquero o
promotor. Los Mitsui ayudaron a costear los gastos del Seiyukai, o sea el partido conservador de Ito
e Inouye; los Mitsubishi apoyaron al Minseito, o sea el partido liberal. Inouye, poderoso ministro de
Hacienda, se hallaba íntimamente asociado con los Mitsui como una especie de superconsejero,
guía, filósofo y amigo. Después de su retiro, un anuario japonés se refirió a él francamente como el
representante de los Mitsui entre los estadistas de más edad.
No tenemos por qué basarnos al respecto en meras conjeturas. En junio de 1910 se hallaba el Japón
a punto de contratar la construcción del buque de guerra Kongo. Existía una aguda rivalidad para
obtener el contrato. La Mitsui Bussan Kaisha era agente de Vickers, la empresa británica fabricante
de armamentos. Takoto So-kai era agente de Armstrong. Ambos comenzaron a presionar al
Almirante Matsumoto, Director del Departamento de Pertrechos Navales. La Mitsui Bussan Kaisha
se entendió con Matsuo Tsurutaro, constructor naval retirado, y amigo íntimo de Matsumoto.
Tsurutaro ofreció a Matsumoto un tercio de la comisión que daba la Vickers a Mitsui a cambio de la
ayuda del Almirante. Matsuo habló del arreglo a uno de los directores de la casa Mitsui. Éste
consultó con los otros directores. La Mitsui Bussan Kaisha informó a Vickers y le pidió que

169
aumentase su comisión para ajustarse a las exigencias del Almirante Matsumoto. Vickers aprobó el
convenio y aumentó la comisión a 1.150.000 yen. El Almirante Matsumoto percibió 400.000 yen. Y
las casas Mitsui y Vickers obtuvieron el contrato. Pero el convenio secreto trascendió.
Convenios similares realizados entre la compañía alemana Sie-mens-Schuckert y los almirantes
japoneses denunciados en el Reichs-tag por el Dr. Karl Liebknecht, el caudillo socialista,
provocaron las sospechas de los miembros de la Dieta japonesa. Realizaron algunas investigaciones
y denunciaron en la Cámara toda aquella fea
campaña de soborno. Algunos directores Mitsui de la Mitsui Bussan Kaisha fueron procesados,
junto con su agente Matsuo Tsurutaro y el Almirante Matsumoto. Todos ellos fueron condenados a
dos años de prisión, salvo Matsumoto, condenado a tres años de prisión y una multa de 400.000
yen. Un poco más tarde la familia Mitsui creó un fondo de 750.000 yen para la educación y la
atención de los condenados.
No tenemos necesidad de seguir relatando la historia de la fortuna de esa familia dinástica
extraordinaria. La Gran Guerra, por supuesto, aumentó enormemente su riqueza. Los Mitsui han
puesto toda su influencia y su poder a favor de las aventuras imperialistas del Japón en China. Están
metidos de lleno en ese episodio. Y en el Japón hay hombres, hombres siniestros, radicales, que
odian a los Mitsui por su apoyo a los militares y, por extraño que parezca, hay también militares
que, por diferentes motivos, los miran con mirada amenazadora.
La familia Mitsui posee una gran riqueza. Fiscaliza el 78 por ciento de la industria papelera del
Japón, el 17 por ciento de todas sus minas, el 15 por ciento del rayón, el 17 por ciento del cemento,
el 11 por ciento del carbón y la marina mercante, y una gran parte del comercio exterior japonés. Su
bandera, con el timbre de los Mitsui —la cifra japonesa tres encerrada en un cuadrado— puede
verse estarcida en cajas y fardos en las dársenas del mundo entero. Cuenta con sociedades
subsidiarias, afiliadas y sucursales en todas partes. Opera en Alemania con el nombre de Deutsche
Bussan Aktiengesellschaf, en Francia con el de Société Anonyme Française Bussan, y en el África
del Sur con el de Mitsui Bussan.
Las cinco grandes familias industríales del Japón —Mitsui, Mitsubishi, Sumitomo, Yasuda y
Okura— fiscalizan, según Mr. John Gunther, el 62 por ciento de la riqueza del país, el 70 por ciento
de sus tejidos, y el 40 por ciento de sus depósitos bancaríos. Esto no quiere decir que esos cinco
grupos permanezcan unidos contra el Japón. Por lo contrario, existe entre ellos una rivalidad aguda
y a veces violenta. Los Mitsui apoyan al Seíyukai o partido conservador, en tanto que los
Mitsubishi apoyan al Minseito o partido liberal. Se destacan en dos campos: los Mitsui en el
comercio exterior, los tejidos y el papel; los Mitsubishi en la flota mercante, la finanza, los seguros
y los bancos de depósito; los Sumitomo en los talleres mecánicos y las industrias pesadas; los
Yasuda en la banca —poseen el banco más grande del Japón—, y los Okura, recién venidos, en el
comercio y la maquinaria. Ño obstante, están unidos por lo menos
para defender los principios fundamentales en que se basan sus grandes intereses.
Pero todos ellos tienen que hacer frente ahora a grandes dificultades. El lector de diarios extranjeros
ve al Japón simbolizado por un soldadito de anchas mandíbulas, cuello grueso y aspecto cruel,
armado con una bayoneta. Está predispuesto a creer que todos los japoneses son así. Pero detrás del
Japón de la aventura en China hay una población de gente humilde, profundamente agitada y llena
de toda clase de elementos discordantes. Los Mitsui han sido víctimas de un asesinato: el de
Takuma Dan, el gran banto, en 1932. Al presente, y aunque parezca extraño, el ejército, al que ha
apoyado con tanta lealtad, pregunta qué servicio presta esa inmensa familia de comerciantes al
cobrar al gobierno, que es el propio ejército, altos precios por todo lo que le proporciona. ¿Por qué
no ha de ejercer el mismo gobierno esas funciones de abastecimiento? El fascismo militar japonés
mira a sus sostenedores con los mismos ojos poco amistosos con que ha contemplado a los suyos el
fascismo alemán. Los Mitsui no se atreven a alzar la voz en Tokio. Gastan moderadamente y temen
exhibir su riqueza. Han creado un fondo de 30 millones de yen para una fundación no muy distinta

170
de las de Rocke-feller, con objeto de conquistarse la buena voluntad nacional. Pero los Mitsui y
todos los demás comerciantes y banqueros de Tokio han estado jugando con fuego. Las llamas se
alzan a su alrededor y nadie sabe a quién o qué consumirán.
Esta familia es única en los anales de la acumulación de grandes riquezas. Las condiciones de su
país han hecho posible que su fundador consiguiera mantenerla reunida durante tanto tiempo. El
dinero es el medio principal de hacer dinero. El viejo Hachirobei sabía eso. Y sabía también que si
podía mantener reunido indefinidamente el capital central de la familia, aumentaría
progresivamente su capacidad para crearse de nuevo y expandirse. Pudo crear esa dinastía
comercial familiar porque actuó en el Japón y porque sus descendientes tuvieron el buen juicio de
someterse a la creación de una estructura monárquica con un monarca que poseía el poder en teoría
y un primer ministro, elegido por su talento, que lo ejercía en realidad.

171
CAPITULO 8.

CECIL RHODES.
EL CONSTRUCTOR DE UN IMPERIO.

172
CECIL Rhodes, constructor de un imperio, monopolista de diamantes, soñador, dotado para hacer
dinero, que ganó un millón de dólares mientras estudiaba el bachillerato y seguía la carrera de
maestro en Oxford, es único entre los grandes constructores de fortunas de la historia.
Spengler ha dicho de él: "Es el primer hombre de la nueva época. Representa el estilo político de un
futuro de gran alcance, occidental, teutón y especialmente alemán, y su frase «la expansión lo es
todo» es una refírmación napoleónica de la tendencia innata de toda civilización que ha madurado
por completo. . . Rhodes debe ser considerado como el primer tipo occidental de César, cuya época
está por venir, aunque aún distanta".
Con algunas modificaciones, se trata de un juicio justo. El ingrediente cesáreo era grande en esa
figura poderosa. Le agradaba que le dijeran que se parecía al emperador Adriano. Era un genio de
primer orden para organizar y hacer dinero, y sentía un ansia dominante por esa clase de poder que
sólo puede conseguirse con el dinero. Concibió un plan no menos grandioso que el robo de un
continente y, por lo menos durante un tiempo, jugó con la idea del robo del mundo entero para la
corona británica. Amasó millones y los gastó pródigamente para conseguir su deseo de poner al
África entera en manos del Imperio Británico como preludio para hacer de Gran Bretaña la dueña
del mundo.
En un alto pico que él llamó "World's View" (Visión o panorama del mundo) de las Colinas Matopo
de Rodesia, la inmensa
colonia que robó a los pueblos Lobengula y Matabele, yace ahora el cuerpo de ese César
místicotrajo una lápida de granito, empollando el rico imperio que codició y consiguió. Mientras
estudiaba su carrera en Oxford había soñado ya con un imperio africano. Más tarde, en Ciudad del
Cabo, cuando Inglaterra sólo dominaba la Colonia del Cabo y Natal, el joven buscador de
diamantes puso su mano en un mapa de África cerca del Cabo de Buena Esperanza, y deslizando su
ancha palma hacia el Mediterráneo, dijo: "Todo esto será rojo; tal es mi sueño". Para ello conspiró,
intrigó, trabajó durante toda su vida hasta que vio terminada su carrera entre las llamas de una
guerra cruel que será siempre una mancha en el nombre de Inglaterra, pero que señaló un paso
inevitable en la marcha del Imperio hacia la meta de Rhodes.
Cecil John Rhodes nació el 5 de julio de 1853. Sus antepasados habían sido labradores prósperos
durante varias generaciones. Poseían el don de hacer dinero, la facultad de progresar que se
manifestó a la manera británica auténtica cuando su abuelo se estableció como hacendado en una
propiedad de Essex. El hijo de ese caballero, Francis William Rhodes, estudió en Harrow y en el
Trinity College, se ordenó sacerdote, llegó a ser vicario de Bishop Stortford en Hert-fordshire, se
casó y tuvo once hijos. Siete de ellos fueron varones. Cecil fué el séptimo de los hijos y el quinto de
los varones.
El reverendo Francis Rhodes no era un clérigo pobre. Gozaba, además de los honorarios de su
sagrado ministerio, de un patrimonio decente. Cecil fué enviado a la escuela de Bishop Stortford,
que su padre restauró con sus propios fondos. Allí permaneció hasta los trece años, fecha en que su
padre tomó a su cargo la instrucción del joven. A los dieciséis se hallaba ya preparado para ingresar
en la Universidad de Oxford, donde fué matriculado. Pero su salud estaba lejos de ser robusta.
Padecía probablemente de tuberculosis, lo que indujo al médico de la familia a aconsejar un largo
viaje por mar. El destino intervino quizá en la decisión del médico, pues ese viaje llevó al joven
Rhodes al África del Sur, donde había de permanecer toda su vida y desempeñar un gran papel en el
drama de la creación del Imperio británico.
El hermano mayor de Cecil, Herbert, había fijado unos años antes su residencia en Natal como
plantador de algodón. Cecil se quedó a vivir con Herbert. Su salud mejoró tan rápidamente con el
aire saludable de Natal que decidió permanecer indefinidamente en el África del Sur. Muy poco
tiempo después fueron los dos hermanos al Valle de Komanzi, al sur de Pietermaritzburg, para
probar

173
fortuna en la cosecha de algodón. Tal como fueron las cosas, la labor principal recayó sobre Cecil.
Herbertfíartió a principios de 1871 ha-áía los yacimientos de diamantes. A pesar de muchos
elementos hostiles, y de las predicciones generales del fracaso, Cecil obtuvo dos cosechas de
algodón excelentes. Y en años posteriores, siempre que alguien le decía que no podría realizar
alguna tarea difícil, le gustaba contestar: "Recuerde que hice crecer algodón en Komanzi".
2.
En 1870, cuando Cecil Rhodes puso por primera vez sus pies en tierra del África del Sur, ésta
apenas había sido tocada por el cazador de colonias europeo. Se la consideraba como una simple
línea negra que delimitaba el África. Las posesiones de los imperios europeos no figuraban más que
con unas pocas tiznaduras en unos pocos puntos a lo largo de esa línea de demarcación. Gran
Bretaña poseía dos pequeñas colonias en la misma punta meridional del continente: el Cabo y
Natal. Los granjeros holandeses poseían el Transvaal y el Estado Libre de Orange, repúblicas
independientes cercanas a la Colonia del Cabo. Al Norte de ellas, a través de las inmensas
extensiones de montaña, selva y desierto, la tierra estaba habitada por pueblos negros, semitas y
árabes, en diversos grados de salvajismo y civilización.
Los holandeses colonizaron el Cabo en 1652, como una avanzada lejana de la Dutch East India
Company. Los franceses se apoderaron de la colonia después de conquistar los Países Bajos. Los
ingleses se la quitaron a los franceses en 1795 y se la devolvieron a los hacendados holandeses en
1803 en virtud del Tratado de Amiens. Pero tres años después apareció frente a la costa una
escuadra británica, arrojó de allí a los holandeses y volvió a apoderarse de la colonia. Ocho años
después pagaron los británicos a los holandeses seis millones de libras esterlinas por su botín.
Los agricultores holandeses se establecieron en Natal en 1828, y catorce años después se
apoderaron de esa colonia los ingleses.
Seis años más tarde —en 1848— los británicos se apoderaron por la fuerza de otra colonia
holandesa, el Estado Libre de Orange. Este último ultraje excitó tanto la indignación en el Cabo,
Natal y el Transvaal que los ingleses, para calmar los ánimos, reconocieron la independencia del
Transvaal y del Estado Libre de Orange. Aquellos hacendados boers habían sufrido cruelmente a
manos de los in-
gleses, y el odio a Gran Bretaña se convirtió casi en parte de la religión de esos duros
holandeses~evangélicos del África.
Así, pues, cuando Rhodes llegó al África del Sur, el Transvaal y el Estado Libre de Orange eran
repúblicas independientes, en tanto que El Cabo y Natal eran colonias británicas. Inmediatamente al
Norte existía un dominio magnífico que ya había empezado a despertar la codicia de todos los
soberanos de Europa. Las riquezas que se ocultaban en sus montañas y selvas podían conjeturarse
por un acontecimiento que acababa de ocurrir cerca de Natal, a unos pocos centenares de kilómetros
de la plantación de algodón de Herbert Rhodes.
3.
Un día de 1867, el hacendado Chaik van Niekerk, que visitaba a un amigo en el Estado Libre de
Orange, observó que el hijo de su huésped jugaba a las bolas con una piedra excepcionalmente
brillante. El dueño de la casa le regaló la bola. Iba a saber luego, como Ótelo, que había arrojado
una perla más rica que toda su tribu, salvo que no se trataba de una perla. Van Niekerk la mostró a
un mineralogista de Ciudad del Cabo, quien declaró que se trataba de un diamante. El Gobernador
la compró por 500 libras. No consta lo que dio van Niekerk al niño que había sido dueño del
diamante.
Dos años más tarde un curandero llevó al afortunado van Niekerk otro diamante. El hacendado dio
al mago quinientas ovejas, diez bueyes y un caballo —todo lo que poseía-— por la piedra. Pero la
vendió a un comerciante de Hope Town por 11.000 libras, y aquél la vendió a su vez a Lord Dudley
por 25.000 libras. El Lord llamó al diamante la Estrella del África del Sur. Pesaba ochenta y tres
quilates. Aquellas dos piedras, una de ellas descubierta por un niño y la otra por un hechicero,

174
cambiaron todo el curso de la historia del África del Sur.
La Estrella del África del Sur difundió su brillo por las extensas tierras ganaderas y, al poco tiempo,
los hacendados y comerciantes holandeses e ingleses hormigueaban a lo largo del río Vaal. Diez mil
excavaban la tierra a lo largo de ochenta millas de corriente. Encontraron diamantes, los bastantes
para mantener vivo el interés por la nueva industria. Luego, en 1870, se descubrieron diamantes en
las arenas amarillas de la granja de Dutoitspan: piedras mayores y en mayor abundancia. Se
encontraron gemas de unos cincuenta quilates. La palabra "diamante" recorrió el África def Sur y
hasta
el mundo entero, tal como había sucedido con las palabras "petróleo" y "oro" en California y
Pensílvania. Los cavadores acudían de todas partes del mundo y en toda clase de barcos. ¡Y en
medio de esa agitación fué cuando un joven estudiante, que tenía el pecho débil, y sólo buscaba su
salud, sin sospechar el instinto adquisitivo oculto en el fondo de su ser, puso sus pies en tierras del
África del Sur. El joven Cecil Rhodes apenas acababa de establecerse en la nueva granja de
Komanzi, a la que se habían trasladado él y su hermano antes de que el inquieto Herbert saliera para
Dutoitspan, dejando a Cecil a cargo del algodón. Pero en 1871 Cecil, que acababa de cumplir
dieciocho años, abandonó la plantación de algodón y, con algunas herramientas para cavar, algunos
clásicos griegos y un diccionario griego, partió en un carro de bueyes para recorrer los seiscientos
kilómetros que le separaban de su hermano en el campo de diamantes.
Y allí podemos ver al joven buscador de diamantes —medio logrero y medio estudiante— sentado,
según su propia descripción, en un balde dado vuelta, separando grava en una mesita, buscando las
joyas entre la grava, y otras veces entregado de lleno a sus libros de texto. A su alrededor, en un
radio de ocho kilómetros, se extendía la nueva colonia. Las tiendas de campaña blancas se
mezclaban con los montones de cal en los que 10.000 hombres, blancos y negros, trabajaban como
castores en busca de diamantes. Herbert Rhodes no se quedó allí mucho tiempo. Se marchó para
dedicarse a la caza mayor. A Cecil le fué bien. Escribió a su casa en 1872 que estaba* ganando 100
libras semanales. Y al cabo de poco tiempo tomó un socio —C. D. Rudd— que iba a quedarse con
él toda su vida, un joven como él que tenía el pecho débil, un ansia febril de enriquecerse y un gran
talento administrativo.
En aquella sucia multitud había toda clase de hombres. Pero aquellos dos jóvenes eran los más
extraordinarios de todos. El buscador de diamantes sólo tenía derecho a una pertenencia. Pronto se
permitió que un solo hombre tuviera diez. Rhodes adquirió otras nueve. Más tarde fueron abolidas
todas las limitaciones. Rhodes y Rudd siguieron acumulando pertenencias.
Ya en 1873 el montón de tiendas de campaña de la granja Dutoitspan había crecido hasta
convertirse en una ciudad llamada Kimberley, que se extendía por las haciendas Dutoitspan,
Bultfon-tein y De Beers. Rhodes, aunque aún no había cumplido los veinte años, figuraba entre sus
habitantes más ricos. Había crecido en riqueza y en tamaño corporal.
Nunca dejó de lamentar la pérdida de su curso en Oxford. En 1872, como recreo, hizo un"~viaje en
carromato a través de las extensas tierras de pastos, entre las montañas y ríos de El Cabo. Se
permitió el lujo de permanecer largas horas tumbado de espaldas, contemplando la luz de las
estrellas y respirando el aire suave y aséptico del África y soñando en el futuro, pasatiempo a que se
entregó con frecuencia durante su vida. Tomó la decisión de volver a Oxford para graduarse. En
1873 dejó a su socio Rudd a cargo del negocio, regresó a Inglaterra, aprobó los exámenes de
ingreso y se matriculó en el Oriel College de Oxford. Estudiaba en Oriel la mitad del año y durante
la otra mitad vigilaba sus negocios en África. Corría a respirar el aire sano de Kimberley durante las
estaciones de mal tiempo en Inglaterra. Le costó ocho años terminar su carrera en Oxford. Pero
salió de allí con sus grados de bachiller y de maestro al mismo tiempo. Tenía veintiocho años de
edad. Y había ganado ya un millón de dólares.
4.
Rhodes regresó a Kimberley vestido con sus zaleas en un momento marcado por el destino. El

175
prestigio de Inglaterra en el África del Sur se hallaba en su punto más bajo. Pero durante esos años,
mientras él estudiaba en Oxford y trabajaba en Kimberley, se habían producido en el mundo
grandes acontecimientos. Los poetas, profesores y predicadores ingleses inoculaban en todas partes
el virus del imperio mundial, y los Junkers alemanes preparaban a su pueblo para nuevas empresas
bélicas. Escritores, estadistas, guerreros y promotores sembraban laboriosamente las semillas de la
Gran Guerra y de la futura Edad de Hitler.
Por lo que se refería a las masas de Inglaterra y a sus hombres públicos, habían perdido su apetito
de imperialismo. Gladstone se hallaba en el poder. Cuando Disraeli confirió a la reina Victoria el
título de Emperatriz de la India, los ingleses refunfuñaron y hasta protestaron ruidosamente. No
querían una emperatriz. Ya habían librado batallas demasiado numerosas y sangrientas para poner a
sus soberanos en el lugar que les correspondía. Habiendo adelantado ya mucho en su propósito de
hacer de la monarquía algo menos fuerte, jio estaban dispuestos a convertir a su reina en una
emperatriz. Disraeli lo sabía, y trató de disuadir a Victoria. Pero ella ansiaba ese título y nunca
perdonó por completo a su pueblo que se hubiera opuesto a
su capricho imperial. A Dísraeli le fué necesario asegurar a los ingleses que Victoria sería
emperatriz de la India, pero solamente reina en Inglaterra.
En cuanto al África, los ingleses estaban hartos de ella. Ya en 1854 se había opuesto el gobierno a
una mayor expansión en el África del Sur. Las fuerzas inglesas se hallaban en Egipto, pero la
ocupación era considerada como solamente temporaria. Gladstone había dicho que todo el problema
sudafricano, con sus divisiones raciales superpuestas a los graves problemas nativos, era
prácticamente insoluble. Pero los acontecimientos, y ciertas tendencias de la corriente mental de los
británicos, así como de Europa entera, marchaban en otra dirección. Más de un apóstol del imperio
aplicaba el manjar sabroso a los labios de los ingleses. Cuando el joven estudiante y, buscador de
diamantes Rhodes ocupó su puesto en Oriel, John Ruskin predicaba la doctrina del poder y del
vigor nacionales. "Esto —dijo a los estudiantes de Oxford, y por medio de ellos a la juventud
inglesa—, es lo que debe hacer Inglaterra si no quiere perecer. Debe encontrar colonias con la
mayor rapidez y amplitud de que sea capaz; apoderándose de cada vara de terreno baldío en que
pueda poner el pie y enseñando luego a esas colonias que su principal virtud es la fidelidad a su
país, y su principal finalidad aumentar el poder de Inglaterra por tierra y mar".
En esos consejos grandiosos había, por supuesto, una deplorable insinuación a la violencia y a la
guerra. Pero la guerra tenía sus apologistas. Carlyle había dicho a sus compatriotas que "la guerra es
la suprema expresión del Estado como tal". No era antirreligiosa ni antisocial, sino "una prueba de
la vida del Estado concentrada en un fin ideal", una "manifestación del espíritu mundial —tal como
el profesor Cramb interpretó más tarde al filósofo escocés—, que lo arriesgaba todo al azar de los
campos de batalla".
Se trataba del mismo Dr. J. A. Cramb, del Queens College, de Londres, que dio la expresión más
robusta a su sueño de una Gran Bretaña imperial en frecuentes estallidos de retórica exhortatoria.
'Imperialismo es patriotismo transfigurado a la luz de las aspiraciones de la humanidad universal".
Cantó a la guerra, la asistenta del imperialismo, como "una fase del esfuerzo vital del Estado hacia
la completa autorrealización, una fase del eterno apetito procreador, de la lucha perpetua y
omnipresente de todos los seres para su auto-realización".
Y aunque el profesor belicoso hablaba sobre la misión de Inglaterra de "rehacer el mundo,
establecer en él su paz y gobernarlo
todo con justicia", como en Roma, no obstante aquellos Césares académicos sentían un supremo
desprecio por esa paz que iba a constituir la máxima ventaja de su conquista del mundo. "La paz
universal —decía el rapaz doctor—, vista a la luz de la historia, es menos un sueño que una
pesadilla".
En la raíz de semejante filosofía no podía haber, por supuesto,. más que una base lógica, y era la
glorificación de la raza. Y así vemos que el Dr. Cramb nos informa que "en una raza dotada de

176
genio imperial, como lo era Roma, y lo es Gran Bretaña, el imperialismo es la forma suprema y
culminante que alcanza en el proceso de evolución". Exaltado por su propia retórica, el doctor
anheloso de conquistar al mundo entero exclamaba: "Si alguna vez una ciudad, raza o nación ha
oído con claridad, a través de los espacios crepusculares y los abismos en que se mueven las
estrellas, la llamada del Destino, es ahora".
El Dr. John A. Hobson, en un estudio crítico de sus compatriotas, dice: "El inglés cree que es un
tipo más excelente que cualquier otro hombre; cree que es más capaz de asimilar todas las virtudes
que puedan tenerse; cree que su carácter le da un derecho a gobernar que ningún otro pueblo puede
poseer".
Influidos por las exhortaciones de maestros, filósofos, poetas -y estadistas, un dirigente tras otro, y
pronto el pueblo mismo, iban sucumbiendo lentamente ante la droga intoxicante en la época en que
Cecil Rhodes, como toda su raza, abandonaba a los románticos que jugaban con el motivo del
caballero errante por los buscadores de oro y diamantes que inflamaban su imaginación hasta él
delirio. Antes de haber terminado con esa búsqueda arrogante de las visiones de Ruskin y Cramb,
Inglaterra se había apoderado de más de once millones y medio de kilómetros cuadrados y de cien
millones de personas en África, y de otro imperio de dos millones de kilómetros cuadrados y veinte
millones de personas en Asia, y había perdido el afecto y la estimación del mundo.
Habría sido muy extraño que ese evangelio no hubiera arraigado en el alma de Rhodes. Vemos que
en 1877, cuando tenía veintidós años, y tras cuatro de estudios en Oxford, decía lo siguiente:
"Somos la primera raza del mundo, y cuanto mayor sea el mundo en que habitamos tanto mejor será
para la raza humana". He aquí la doctrina mortal que los romanos, los españoles, los franceses, los
ingleses y ahora los fascistas y nazis han proclamado, a su vez, en el continente europeo, y que ha
hundido en sangre a ese continente. Los promotores culturales de Hitler se jactan de que el ario
alemán es
superior, no sólo al africano y al eslavo, sino también al inglés, del mismo modo que uno de los
subalternos más distinguidos de Cecil Rhodes en la South África Company, Hubert Hervey,
proclamó por medio de su sombra literaria, Earl Grey, que "en la medida en que un inglés difiere de
un sueco o un belga, cree representar un modelo más perfectamente desarrollado de excelencia
general. Sí, inclusive a las naciones que se parecen a nosotros en mentalidad y sentimiento —la
germana y la escandinava— las consideramos como menos excelentes que nosotros". )Y no basta
con que alimente su orgullo con la contemplación de su excelencia, sino que "es esencial que cada
uno de los que reclaman el primer puesto muestren toda su energía para probar su derecho. Esta es
la justificación moral de la lucha y la guerra internacionales". No basta con pavonearse y jactarse;
hay que "recrear" el mundo.
Como hemos visto, poco tiempo antes de que llegara Rhodes por primera vez a la colonia del Cabo,
se descubrieron diamantes en el Estado Libre de Orange, república boer. Más tarde dijo Lord
Salisbury que Gran Bretaña "había sido llamada a ejercer en el carácter y el progreso del mundo una
influencia tal como no la había ejercido ningún otro imperio, y ese llamamiento procedía de lo que
prefería llamar los decretos de la Providencia", La llamada del clarín del Dios Todopoderoso fué
anunciada a lo que el Arzobispo de Canterbury llamaba la "cristiandad imperial" de Gran Bretaña
desde la arcilla amarilla de las minas de diamante de Gri-qualandía. Esas minas fueron descubiertas
al Norte del río Orange, el río más allá del cual Inglaterra, según declaró, no tenía «ambiciones
territoriales», utilizando casi la misma frase que empleó Adolfo Hitler con Chamberlain en Munich.
Se encontró el nuevo tesoro en la región denominada Griqua-landia. Ese territorio había sido
considerado siempre como parte del Estado Libre de Orange. El Presidente del Estado Libre, Brand,
puso inmediatamente las minas bajo custodia de la policía. Al poco tiempo, Waterboer, el jefe
Griqua, reclamó los yacimientos de diamantes. El gobierno británico obligó a ambas partes a
someterse al arbitraje. El Presidente Brand y Waterboer accedieron a que actuase como arbitro el
Vicegobernador Keate de Natal. Keate, funcionario civil británico, concedió los yacimientos a

177
Waterboer. E inmediatamente después apeló Waterboer a los británicos para que se quedasen con su
país, lo que ellos hicieron de buena-gana, anexándolo, con diamantes y todo, al Imperio como una
Vícegobernación, e incorporándolo más tarde a la colonia del Cabo. Los boers vieron
en ello una astuta perfidia que nunca olvidaron. Sus sospechas quedaron confirmadas cuando en
1876 Lord Carnarvon, ministro de Relaciones Exteriores conservador, admitió tácitamente el
agravio inferido al Estado Libre al pagarle como indemnización 96.000 libras esterlinas.
Esto sucedió en 1876. Al año siguiente, Inglaterra, a pesar de haber reconocido a la república boer
del Transvaal en 1854, violó ese acuerdo y se apoderó de pronto de esa pequeña nación. El pretexto
fué un levantamiento de los zulús. El benévolo imperio temía que los boers no pudieran hacer frente
a los belicosos zulús. Paul Rruger y el general Joubert corrieron a Londres para abogar en favor de
la independencia de su país. Un ministro de Estado, sonriente, les dijo que su pueblo —los
hacendados holandeses— deseaba la anexión. Kruger y Joubert se apresuraron a regresar al
Transvaal, y al poco tiempo presentaron una petición firmada prácticamente por todos los votantes
del Transvaal, quienes protestaban contra la anexión. Para mitigar su crimen los británicos
prometieron a los boers el pleno ejercicio de un gobierno local propio. Pero en cambio impusieron
en el país una verdadera dictadura militar. Gladstone denunció el proceder de los británicos. "Si
Chipre y el Transvaal —dijo— fuesen tan valiosos como carecen de valor los repudiaría, porque
han sido obtenidos por medios deshonrosos para la reputación del país". Pero cuando el gran primer
ministro liberal subió al poder en 1880 se negó a restaurar la independencia boer. El oro había
aparecido en el Transvaal, no en gran cantidad, pero bastante para que aquella tierra resultara
interesante. La voz del Señor llamando al gran imperio cristiano a su servicio retumbaba en las
entrañas del Rand. Al final, los boers, bajo la dirección de Kruger y Joubert, se rebelaron, y en
cuatro batallas decisivas derrotaron a los británicos, la última de ellas en Majuba Hill, donde el
general Sir G. Colby fué muerto al frente de sus tropas. De ese modo el pretexto de que Inglaterra
debía quedarse con el Transvaal para salvarlo de los zulús quedó desvirtuado por completo debido a
la rapidez y rotundidad con que los boers vencieron a sus "salvadores". Sir Garnet Wolseley
advirtió que había oro en la tierra y que había llegado el momento de terminar la conquista. Pero
Gladstone temía —con razón— que la revuelta se extendiese al Estado Libre y la colonia holandesa
del Cabo, por lo que volvió a reconocer, la independencia del Transvaal.
Esto sucedió en 1881. Apenas había terminado la desastrosa incursión británica en el Transvaal
cuando Rhodes terminó sus estu-
dios en Oxford y regresó a Kimberley, a los veintiocho años de edad. Era uno de los hombres más
ricos del Cabo.
Llevó consigo un compendio de conceptos éticos y políticos que, si bien no los inventó, por lo
menos los reunió y publicó, convirtiéndolos en una filosofía de la acción. Rhodes era un animal
pensante, pero el pensamiento no era en él un mero ejercicio especulativo. Era un instrumento
práctico para fines prácticos. En Oxford había leído un pequeño volumen de Winwood Reade que
había conmovido profundamente su fe en Dios. Las especulaciones de los darwinianos aumentaron
su herejía. Durante toda su vida llevó consigo el libro de Reade, que leía atentamente una y otra
vez. Pero uno de sus biógrafos observa que Rhodes no era uno de esos hombres que dejan en el aire
una cuestión tan importante como la de la divinidad. Decidió que se trataba de un problema
irresoluble para sus facultades y el tiempo de que disponía, pero que, según él entendía, había las
mismas probabilidades en favor como en contra de la existencia de Dios. Tenía que adoptar alguna
teoría como postulado, y aceptó a Dios a base de ese cincuenta por ciento de probabilidades.
Formaba parte de su sistema mental la necesidad de contar con ciertos dogmas básicos, si no
principios intelectuales, para obrar de acuerdo con ellos. Años más tarde declaró en una reunión
realizada en Oxford, que en su época de estudiante había conocido la definición aristotélica de la
ética como "la actividad superior del alma que aspira al bien supremo mediante una vida perfecta".
Y allí, en Oxford, eligió ese "bien supremo". No importaba que hubiese entendido mal a Aristóteles,

178
quien había hablado "del principio supremo de justicia" más bien que de "el bien supremo en una
vida perfecta". El bien que eligió fué la extensión del gobierno de la raza anglo-sajona a todo el
mundo. Y permaneció fiel a ese propósito durante toda su vida, con una sinceridad y un desprecio
de las virtudes vulgares que se ajustaban por completo a las especificaciones de Spengler, quien
adoptó el aforismo de Goethe de que "el hombre de acción carece siempre de conciencia".
En 1877, a la edad de veinticuatro años, más o menos en la época en que Disraeli se apoderó del
Transvaal, Rhodes, que vio en ello un buen comienzo, trazó su primer plan. Proyectó una sociedad
secreta, jesuítica en su técnica, que tendría como misión la extensión del gobierno británico al
mundo entero, la ocupación por los británicos de todo el continente africano, la Tierra Santa, el
valle del Eufrates, Chipre, Creta, toda la América del Sur, las
islas del Pacífico, el Archipiélago Malayo, las costas de China y del Japón y, en último término; los
Estados Unidos de América.
Se trataba en verdad de un plan para rehacer el mundo, de un sueño de expansión imperial junto al
cual la ambición de Hitler no es más que algo vacilante e ineficaz. Pero durante toda su vida Rhodes
nunca perdió de vista esa meta.
5.
Puesto que Rhodes era un soñador adquisitivo, este es el lugar apropiado para poner en claro los
detalles de su programa de adquisiciones.
Aquel enjambre de tiendas de campaña en las colinas calizas y las tierras de pastos, y que llevaba el
nombre de Kimberley se fué convirtiendo poco a poco en una ciudad de calles y edificios. El dinero
afluía a las manos de sus pobladores fanfarrones. Y allí pasaba Rhodes su tiempo fuera de los
semestres que vivía en Oxford.
También la industria de los diamantes iba tomando la forma que tenía habitualmente la explotación
de minas en los primeros tiempos. La promesa de oro, diamantes y petróleo atraía a millares de
hombres que no tenían otro talento para hacerse ricos que el instinto del buscador de quimeras y el
gusto por los viajes a lugares lejanos. Los cavadores no tenían más que obtener concesiones y cavar,
y si la suerte los acompañaba no tardaban mucho en poseer diamantes. Pero una vez que la pala
hacía su trabajo se necesitaba un nuevo talento: el talento del empresario. En ese momento
comenzaba el procedimiento inevitable del ahecho. Cuando llegó a ser posible que un hombre
poseyera todas las concesiones que podía adquirir, Kimberley se convirtió en el escenario de la
misma comedia que se representó en las regiones petrolíferas de Pensilvania. Se convirtió en un
campo de batalla por la obtención de concesiones —por la expansión— en la que las armas eran el
dinero, y el cacumen para los negocios.
Los diamantes eran encontrados al principio en la arcilla amarilla superficial. Más tarde fué
necesario excavar la arcilla azul más profunda. El tesoro era más abundante, pero el costo era
también mayor. Entonces comenzaron a desaparecer los cavadores no prácticos, incapaces y pobres.
Los hombres como Rhodes, y su socio Rudd, compraban sus concesiones. Rhodes mantenía la vista
fija en toda fuente de beneficios. Él y Rudd compraron en -Inglaterra
maquinaria de bombeo hidráulico para desaguar las minas inundadas. Construyeron una fábrica
de*hielo para abastecer con él al mercado sediento y provechoso de aquella tierra cálida. Ganaron
mucho dinero con ambas empresas. Cuando Rhodes terminó sus estudios en Oxford poseía ya el
dominio casi completo de los yacimientos de diamantes.
Había dos de esos yacimientos: en De Beers y en Kimberley. Y mientras Rhodes adquiría el
dominio de los yacimientos de De Beers, otra figura igualmente pintoresca y extraordinaria
ampliaba sus posesiones en las minas de Kimberley.
En 1873, más o menos en la época en que Rhodes iniciaba sus estudios en Oxford, una persona muy
distinta llamada Barney Isaacs se dirigía a Kimberley. Isaacs, nieto de un rabino e hijo de un
tendero de Whitechapel, era un producto del ghetto de Londres. Había realizado ciertos estudios
superficiales en la Escuela Gratuita Judía hasta los catorce años. Después, él y su hermano mayor

179
Harry, que sentían afición por el teatro y el "music-hall", probaron fortuna como payasos,
malabaristas y acróbatas en algunos "music-halls" baratos. Los relatos sobre descubrimientos de
diamantes en el África del Sur y rápidos enriquecimientos interrumpieron su carrera. Harry Isaacs
fué a la colonia del Cabo en 1871 y Barney lo siguió en 1873. Habían adoptado el apellido Barnato
en su actuación circense y lo llevaron consigo al África del Sur. Barney compró cuarenta cajas de
cigarros que fué vendiendo como buhonero a los mineros a precios caprichosos, pero su capital se
agotó rápidamente. Probó fortuna en el boxeo y actuando como payaso en el circo Payne. Trabajó
en almacenes, se puso a comprar y vender toda clase de mercaderías y trocaba con los mineros
ropas viejas y otras chucherías por el privilegio de volver a cerner el polvo que podía contener
diamantes. Cuando hizo bastante dinero de ese modo apareció rondando las mesas de clasificación
de las minas con la maletita negra de un kopjte-waltoper, o sea de los que compraban a diario por
moneda corriente las joyas de los cavadores menos prósperos. Antes de que pasara mucho tiempo
había adquirido una concesión, y no tardó en poseer cuatro.
A diferencia de Rhodes, quien se interesaba por su propia educación y jugaba con grandiosas
visiones imperiales, Barnato consagró sus energías por completo al único propósito de hacer dinero
y divertirse. Y se divirtió con la vida alegre de Kimberley y Ciudad del Cabo, fomentó las carreras
de caballos, frecuentó las cantinas y los restaurantes, las salas de juego y el teatro, patrocinó las
repre-
seníaciones de aficionados y se convirtió en uno de los principales actores aficionados, Pero todo
esto sólo le sirvió de descanso mientras acumulaba su fortuna. Se hizo rico. Fundó una casa de
banca en Londres con el nombre de Barnato Brothers. Fué adquiriendo todas las concesiones de
Kimberley hasta que, como Rhodes en De Beers, llegó a ser el hombre más influyente en aquella
ciudad.
En 1881 esos dos hombres —Rhodes y Barnato— dominaban ya la industria de los diamantes del
África del Sur. El talento adquisitivo, como el del artista y el músico, es precoz. Rockefeller era ya
un comerciante próspero a los dieciocho años, Morgan era rico a los veintiuno, Hetty Green podía
citar las cotizaciones bursátiles siendo niña y Fugger reveló su genio comercial a los veinte. Allí, en
el África del Sur, dos precoces acaparadores de dinero eran las figuras más destacadas en ese arte:
Rhodes, que tenía veintiocho años, y Barnato, que tenía veinticuatro. Era inevitable que se hicieran
la guerra. Ninguno de ellos se contentaría con su propia provincia. Rhodes había regresado de
Inglaterra no sólo con un sueño de agresión imperial en favor de Gran Bretaña, sino también con un
sueño de agresión industrial en su propio provecho.
A los veintiocho años abrigaba los mismos pensamientos qué el Rockefeller de treinta y dos años a
doce mil millas de distancia. Había llegado a la conclusión de que sólo mediante un monopolio
podían obtenerse las ricas recompensas que prometía la industria de los diamantes. La competencia,
la producción y los precios, debían ser fiscalizados en interés de la "estabilización". En el mundo
hay bastantes enamorados capaces de regalar a sus novias, esposas y queridas diamantes por valor
de cuatro millones de libras al año. Cualquiera que fuera el número de las piedras en venta, ese era,
según había calculado, el dinero de que se disponía para comprarlas. Lo más prudente era ofrecer el
menor número posible de piedras, obtener por ellas los precios más altos, conseguir los mayores
beneficios y conservar el resto. Eso sólo podía hacerse mediante un monopolio. En consecuencia
decidió, en los intervalos de meditación sobre la ética del imperialismo, las funciones de la
Divinidad y la lectura cuidadosa de los clásicos en Oríel, que debía conseguir el monopolio de los
diamantes del África del Sur. Procedería del mismo modo que el monopolista más viejo,
Rockefeller —de quien quizá nunca había oído hablar— cubriéndose de riquezas y odio.
Inició sus preparativos antes de terminar sus estudios en Oxford. En 1880 creó la De Beers Mining
Company, con un capital de 200.000 libras esterlinas. Indujo a muchos buscadores de diaman-
tes que no querían vendérselos directamente, a adquirir acciones de la De Beers. Barnato hizo lo
mismo.- Constituyó la Barnato Mining Company con un capital de 115.000 libras. Barnato no era

180
un adversario despreciable. Personalmente era más rico que Rhodes. Por medio de su casa de
Londres tenía acceso a grandes fuentes de capital. Era astuto, inteligente, audaz y poseía una
confianza ilimitada en sí mismo. Le gustaba jugar y se jactaba de que nunca había realizado una
mala operación. Era vivaz, alegre, belicoso y hambriento de dinero.
Pero tenía un lugar débil en su armadura. Su compañía poseía la mayoría de los campos mineros de
Kimberley. No obstante, una parte importante pertenecía todavía a una empresa francesa, la
Compagnie Française des Mines de Diamond du Cap. Rhodes, en cambio, poseía todas las minas de
De Beers. En 1885 se sintió ya Rhodes lo bastante fuerte para iniciar su ofensiva contra Barnato. Y
la inició con la compañía francesa. Consiguió de los Rothschild de Londres un empréstito de
750.000 libras esterlinas y por medio de un sindicato de Hamburgo emitió 750.000 libras en
acciones. Con esos fondos hizo una oferta para adquirir las pertenencias de la compañía francesa
por 1.400.000 libras. Estaba a punto de cerrarse el trato—en realidad había sido aprobado— cuando
Bar-nato tuvo noticia de él y ofreció 300.000 libras más. Rhodes fué a ver a Barnato. Le dijo con
franqueza convincente que la De Beers elevaría su oferta por mucho que él pujase. Luego le ofreció
venderle la compañía francesa por 1.400.000 libras, es decir exactamente por lo que se proponía
pagar por ella. Esto parecía una capitulación completa. Pero Rhodes insistió en que Barnato le
pagara por la compañía francesa con acciones de la compañía Kimberley. Argüía que aunque
adquiriese las acciones de la compañía francesa tendría que emprender una lucha agresiva para
introducirse en la Kimberley. Además, se dio cuenta de que si Barnato adquiría la compañía
francesa, la Kimberley tendría el dominio completo y si, al mismo tiempo, él conseguía introducirse
en la Kimberley le sería más fácil quedarse con todos los yacimientos de diamantes. Barnato no se
preocupó por ello, al parecer. Las pertenencias de la compañía francesa completarían su posesión de
Kimberley y no creía que Rhodes pudiera extender los intereses que adquiría de ese modo en la
Kimberley hasta poder dominar a ésta. Accedió por lo tanto.
Rhodes se dedicó inmediatamente a apoderarse del dominio de la Kimberley. Comenzó a comprar
acciones de esa empresa. Barnato, por su parte, se dedicó a perjudicar a la De Beers poniendo un
precio
de guerra a los diamantes. Empezó también a competir con Rhodes en la compra de acciones de la'
Kimberley a medida que aparecían en el mercado. De este modo se iniciaron dos guerras: la de los
precios de los diamantes y la de las acciones. El precio de los diamantes bajó constantemente.
Barnato creyó que podía arruinar a la De Beers u obligarla a rendirse. Pero jugaba un juego
desesperado contra un jugador muy experto.
Barnato volvió a jugar mal. Cometió el error de menospreciar los recursos financieros de Rhodes.
Este tenía de su parte a una de las figuras financieras más notables de la historia del África del Sur,
Alfred Beit, judío de Hamburgo que se había iniciado como comerciante de diamantes en
Amsterdam y graduado en la banca, un financiero astuto, prudente y, sin embargo, audaz, muy rico,
que poseía su propia casa bancaria y buenas relaciones en Amsterdam y Hamburgo. Idolatraba a
Rhodes.
Además, en la guerra de acciones, Rhodes compraba por su propia cuenta y en nombre de Beit y sus
colegas, que actuaban como una unidad y aspiraban al dominio. Cuando compraban las acciones de
la Kimberley, las conservaban. Barnato, en cambio, era ayudado en sus compras por amigos que no
se interesaban tanto por el dominio de la compañía como por la especulación. Compraban acciones
de la Kimberley, pero cuando subía rápidamente el mercado las vendían para quedarse con los
beneficios y a medida que las vendían las compraban los agentes de Rhodes. Cuando el juego llegó
a sü culminación y Barnato se dio cuenta de lo que sucedía, apeló a sus amigos para que comprasen
y conservasen sus acciones. Pero fué víctima de su propia estratagema con los precios. Pedía a sus
amigos que conservasen acciones con cuya venta podían obtener buenos beneficios, acciones de una
compañía que a medida que se elevaban los precios de sus acciones perdía dinero con la baja del
precio de los diamantes. Se encontró finalmente con que Rhodes había conseguido la mayoría de las

181
acciones de la Kimberley. Ya no podía hacer otra cosa que buscar un acuerdo.
Rhodes organizó una nueva compañía, la De Beers Consolidated Mines Ltd., que se hizo cargo de
las pertenencias de las compañías De Beers y Kimberley. Barnato quedó como uno de los
administradores vitalicios, pero el dominio completo de la compañía quedó en manos de Rhodes.
Este era el administrador general. La industria de los diamantes se convirtió en un monopolio
completo bajo la dirección de Rhodes, quien había recorrido ya la primera
etapa de su ambicioso plan. Pero había emprendido otro al mismo tiempo.
En el curso de las negociaciones había hecho Rhodes a Barnato la extraordinaria petición de que los
recursos de la compañía De Beers pudiesen ser utilizados para extender los dominios de Gran
Bretaña en el África del Sur. Esto alteró el sentido de los negocios de Barnato. Deseaba que la
política no se mezclase con el negocio de hacer dinero con los diamantes. Pero Rhodes era
obstinado. Durante dieciocho horas estuvieron discutiendo los dos hombres aquella extraña cláusula
en su acuerdo. Rhodes amenazó, razonó, aduló. Al final Barnato capituló. Dijo más tarde que
siempre procuraba evitar a Rhodes cuando disentía con él.
—Cuando habéis estado con él media hora —decía— no sólo os mostráis de acuerdo con él, sino
que llegáis a creer que habéis sostenido siempre su opinión.
No obstante, costó dieciocho horas de discusión el que Bar-nato accediese a incluir el ingrediente
imperial en la sociedad creada para negociar con los diamantes. Rhodes tuvo que halagarle.
Barnato, a pesar de que era rico, nunca había podido romper la cascara de la caparazón social que lo
excluía de la sociedad elegante del Cabo. Nunca había podido poner los pies en el Kimberley Club.
Rhodes lo llevó allí a comer y le prometió hacerle socio. El en otro tiempo humilde prestidigitador
de Whitechapel se suavizó en aquella atmósfera disolvente. Cuando concluyeron el trato, Rhodes le
dijo a Barnato:
—Usted ha satisfecho sus caprichos. Ahora me toca a mí. Siempre he deseado ver un cubo lleno de
diamantes.
Barnato se lo mostró. Había que lavar al año cuatrocientas treinta carretadas de arcilla azul para
conseguir un cubo de diamantes. Rhodes acarició con sus manos las piedras preciosas, dejándolas
deslizar entre sus dedos. A los treinta y seis años de edad había librado una batalla épica contra su
adversario de treinta y dos años por una de las cosas más valiosas de la tierra. Ahora era dueño del
mundo de los diamantes. El fruto resplandeciente de aquel árbol se deslizaba por sus dedos como sí
fuese arena. Sin duda le pareció fácil. Más allá habían otros mundos todavía más difíciles en los que
tenía fija la mirada. No perdió tiempo en partir hacia ellos.
6.
Rhodes, el hombre de negocios, que soñaba con un imperio británico, fué arrastrado
inevitablemente a la política. La Griqua-landía Occidental, la tierra de los diamantes, fué
incorporada al Cabo en 1881. Y Rhodes fué uno de sus primeros representantes en la Cámara de
Ciudad del Cabo por el distrito de Barkeley West.
Era ya una figura en la colonia. Millonario, buscador de diamantes, graduado de Oxford, no podía
menos de destacarse en aquel pequeño mundo cuya población, tal como él la describió, equivalía a
la de una ciudad inglesa de tercera categoría. Alto, ancho de espaldas, de cabello castaño rojizo,
"inglés gallardo y rubicundo del tipo del caballero provinciano", como lo describió un
contemporáneo, brusco al hablar pero amable, no se jactaba de sus éxitos ni de su cultura. Ocupó un
asiento en el Parlamento en 1881. Algunos de los parlamentarios más antiguos pusieron mala cara
cuando se negó a llevar la casaca y el sombrero de copa convencionales de los estadistas del Cabo.
—Visto todavía las ropas de Oxford —dijo— y creo que puedo legislar con ellas tan bien como con
pieles de marta.
Le gustaba mezclarse con los políticos, los hombres de negocios y los periodistas que se reunían en
el Civil Service Club y en el Poole para comer y que se revelaban a sí mismos en la conversación.
Ocupó su puesto parlamentario cuando el fracaso de la guerra boer se acercaba a su fin en 1881. Le

182
indignó la rendición de Gladstone. Se oponía a la independencia boer. Él no se habría dejado
pisotear por aquellos holandeses. Pero la guerra había terminado y él nada podía hacer. Hablaba
poco al respecto. El hombre que había pasado su mano sobre el mapa de África y había dicho que
todo él debía estar pintado de rojo, se puso a la obra de realizar ese sueño.
En el extremo sur del, África se hallaba la pequeña colonia del Cabo. Sobre ella se hallaba
Bechuanalandia, una extensa provincia de pastos y desierto. A un lado de ésta —al Oeste— se
encontraba el África Occidental Alemana. Al otro lado, el Estado Libre de Orange. Había un ancho
corredor, un "Canal de Suez" como decía Rhodes, que se dirigía al Norte desde el Cabo hasta el
interior de África. Si Inglaterra no se apoderaba de él se le cerraría el camino hacia el Norte en que
pensaba Rhodes.
Procedió inmediatamente a pedir al parlamento del Cabo la
adquisición de Bechuanalandia. Dijo que no había tiempo que perder. Bísmarck acababa de izar la
bandera alemana en el África Occidental y buscaba nuevas expansiones. Por otra parte, los boers
del Transvaal trataban constantemente de extender los dominios de su república pastoral hacia el
Norte, por las ricas tierras de pastos de Bechuanalandia. Rhodes decía que si los boers se
apoderaban de ese país, el Kaiser encontraría algún pretexto para atacar al Transvaal y quedarse con
él, con lo que dominaría una faja de territorio que atravesaría por completo el África del Sur sobre
la colonia del Cabo y cerraría ésta para Inglaterra.
Ya en 1883 consiguió Rhodes que se nombrase una comisión para investigar ciertas reclamaciones
de Griqualandia. Como miembro de esa comisión, amplió las funciones de la misma de acuerdo con
sus fines personales. Fué a Bechuanalandia. Visitó al jefe nativo, Makorane, y lo indujo a que
pidiera al Cabo que se hiciera cargo de su país para protegerlo de otros jefes. Los boers se habían
introducido ya en la comarca y organizado dos pequeñas repúblicas: Stellalandia y la Tierra de
Goshen. Convenció al presidente de Stellalandia, van Niekerk, para que aceptase el protectorado
británico. No tuvo el mismo buen éxito en Goshen, donde van Pettius, un boer terco y resuelto,
mantuvo firmemente su negativa.
No obstante, Rhodes, en febrero de 1884, indujo a Lord Derby a proclamar un protectorado sobre
Bechuanalandia. Se envió una comisión encabezada por un clérigo de ideas poco liberales y
orgulloso de su raza, John MacKenzie, para que organizase el territorio. Tuvo dificultades con los
jefes nativos y los caudillos boers. Se negó a reconocer las promesas que Rhodes había hecho a los
boers de respetar sus derechos a la tierra y permitirles que la gobernaran por sí mismos.
En ese momento, Paul Kruger, Presidente de la república del Transvaal, entró en acción. Proclamó a
la Tierra de Goshen territorio del Transvaal y envió algunas tropas boers para respaldar su
proclama.
Rhodes aconsejó una acción rápida por parte del gobierno imperial. Una fuerza expedicionaria de
4.000 soldados al mando de Sir Charles Warren penetró en Goshen en la Navidad de 1884. Kruger
se dio cuenta de que había ido demasiado lejos. Pidió una conferencia. Esta se realizó en Fourteen
Streams, colonia del Cabo. Allí se encontraron por primera vez los dos hombres que iban a
personificar las fuerzas hostiles en la crisis naciente. Paul Kruger y Cecíl Rhodes.
Stephanus Johannes Paulus Kruger —quien más tarde sería conocido con el nombre de Óom Paul—
Presidente del Transvaal, tenía entonces cincuenta y nueve años. Nacido en el Cabo, había
compartido con su familia y su pueblo la gran emigración hacia el Norte hasta más allá del río Vaal
y la fundación de la república del Transvaal. A los diecisiete años era ya magistrado y oficial de la
guarnición local y tomó parte en las guerras contra los Mata-beles, los Zulús y los Basutos. Se había
elevado a los grados de comandante general, vicepresidente y, el año anterior, presidente de la
República. Patriarcal en su aspecto, de voluntad de hierro, alimentaba un odio profundo contra los
británicos a causa de todas las injusticias que había sufrido su pueblo. Profundamente religioso,
predicaba todos los domingos en el templo situado enfrente del palacio de la Presidencia el
evangelismo primitivo de la rama Dopper de los reformistas holandeses, y se consideraba como el

183
instrumento elegido por el Dios Todopoderoso para conducir a su pueblo.
Esos dos hombres —Kruger y Rhodes— eran arrastrados por el mismo propósito de expansión.
Kruger soñaba con una república boer independiente que llegase desde el río Orange hasta el
Zambesi. Rhodes soñaba con un dominio imperial del imperio británico en aquella misma tierra.
Durante los siguientes quince años, los planes de esos dos hombres, en sus direcciones respectivas,
darían forma al desarrollo del África del Sur y llevarían finalmente a una guerra sangrienta y
desastrosa. Es posible que si no se hubieran descubierto diamantes en el Estado Libre, y más tarde
oro en el Transvaal, Kruger hubiese visto realizado su sueño. En años posteriores hablaba Rhodes
de él como de "ese hombre extraordinario" y "uno de los más notables del África del Sur". Pero en
el momento en que Kruger se enfrentó con Rhodes por primera vez en Fourteen Streams le
resultaron excesivas para sus fuerzas las enerr gías acumuladas que fluían de las minas de
diamantes, las minas de oro todavía pequeñas y el imperialismo medio bravucón y medio
comercial, pero creciente, de Gran Bretaña. Accedió a retirarse de la Tierra de Goshen. El general
Sir Charles Warren y sus 4.000 soldados asumieron el gobierno de Bechuanalandia, con Rhodes
como consejero civil.
Warren, imperialista militarista inflexible, procedió a desempeñar el papel de procónsul romano.
Invadió el país, se peleó con todos, repudió todas las promesas inglesas, y llegó a detener a Niekerk
acusándole absurdamente de asesinato. Por fin se peleó con Rhodes, quien deseaba una política
moderada y de buena voluntad
con los colonos boers, en tanto que Warren pensaba en términos de fuerza, obediencia, autoridad y
jerarquía. Era el fruto perfecto del principio de fanfarronería racial que yace en la raíz del
imperialismo. Rhodes abandonó disgustado, su puesto, regresó a Ciudad del Cabo, volvió a ocupar
su asiento en el Parlamento, y denunció los métodos de Warren. Éste debía ser destituido.
Bechuanalandia fué convertida en un protectorado. Pero Rhodes había dado el primer paso en
aquella serie de agresiones gracias a las cuales Inglaterra llegaría a dominar la mayor parte del
África.
7.
El episodio de Bechuanalandia aumentó el prestigio de Rhodes en la colonia del Cabo. Con sus
críticas a Warren se había granjeado el afecto de los holandeses. Y prácticamente había duplicado el
área de las posesiones británicas en el África del Sur. Su riqueza era ya regia. Su influencia en el
Parlamento muy grande. Su sueño imperial expansivo se había hecho infeccioso. En 1889 actuaba
ya como tesorero general y en 1890 fué elevado al cargo de primer ministro de la Colonia del Cabo.
Pero antes de llegar a ser Primer Ministro puso en práctica el proyecto que iba a constituir su obra
maestra. La conquista de Bechuanalandia no era más que el preludio de su propósito fundamental,
que consistía, como empezaron a decir algunos, en hacer al África "británica desde el Cabo hasta El
Cairo". Su paso siguiente fué moverse hacia el Norte una vez más, en esta ocasión por el vasto país
de Lobeñgula, una provincia el doble de grande que Texas, y que actualmente lleva el nombre de
Rhodesia.
Rhodes supo en 1887 que los boers proyectaban una emigración hacia el Norte, por el país de
Lobeñgula, la tierra de los matabeles y los mashonas. Aunque no tenía representación oficial
alguna, hizo comprender a los boers que si entraban en Matabele-landia lo tendrían que hacer como
subditos británicos. "En el África del Sur no se permitirán más repúblicas boers", dijo. Y luego fué
él mismo a Matabelelandia. Y ahora podemos ver con claridad la cirugía inteligente del
imperialismo.
Había" enviado una misión a Lobeñgula, quien negoció con él un tratado. Se acordó: (!) una paz
eterna entre los británicos y los matabeles; (2) que Lobeñgula no entraría en acuerdos ni en
correspondencia con ningún estado extranjero para enajenar parte
alguna de su territorio sin .previo conocimiento o aprobación del Alto Comisionado Británico eñ el
África del Sur (11 de febrero de 1888).

184
Se envió una segunda misión encabezada por el socio de Rhodes, Rudd. Lobengula era un caudillo
poderoso e inteligente, pero no muy belicoso. Poseía un talento agudo para la negociación con los
hombres blancos. Rudd y sus dos compañeros, en representación de Rhodes, y no del gobierno,
permanecieron nueve meses entre los fuertes olores del corral del jefe matabele en Buluwayo,
tratando de llegar a un acuerdo. Deseaban una concesión. Buscaban un acuerdo que les permitiera
catear y trabajar en las minas de metal en Matabelelandia. Un alemán había descubierto ya algún
oro en ese país en 1864, y un inglés una zona aurífera muy prometedora en 1869, aunque esos
descubrimientos habían dado poco resultado hasta entonces.
Lobengula se mostraba cauteloso con sus visitantes. Escuchaba incesantemente los argumentos de
sus suplicantes. Deseaba asegurarse de que no se trataba de infringir su soberanía. No quería
colonos blancos. Los agentes de Rhodes le dijeron:
—Todo lo que quieren los hombres blancos es que les dejes cavar en el país de los mashonas para
ver si encuentran oro.
Un día hizo llamar Lobengula al intérprete que acompañaba a los representantes de Rhodes y le
preguntó:
—¿Estás seguro de que no venís en busca de pastos y tierras?
—¡Oh!, no, rey. Son minerales lo que queremos.
Tranquilizado de ese modo, puso su marca en un acuerdo. Este documento daba a Rhodes "el
dominio completo y exclusivo de todos los minerales y metales de mi reino" y el derecho "a hacer
todas las cosas que puedan considerarse necesarias para conseguir lo mismo". Rhodes accedió a
pagar a Lobengula 100 libras mensuales y a entregarle 1.000 rifles de retrocarga Martini-Henry,
100.000 cartuchos y un buque a vapor con cañones para patrullar el Zambezi.
Lobengula insistió siempre en que lo habían engañado. Más tarde envió a la Reina una protesta en
la que declaraba: "Los hombres pidieron la paz para excavar oro y dijeron que me darían ciertas
cosas. Me presentaron un documento que según decían contenía mis palabras. Yo firmé. Tres meses
más tarde me dijeron que había cedido todos los minerales de mi país".
El relato de uno de los miembros de la misión de Rhodes sirve para confirmar esa declaración. Pero
aún aceptando el documento
en que apoyaba Rhodes sus derechos,^ todo lo que poseía era un instrumento que le otorgaba una
concesión exclusiva para explotar los depósitos minerales de Matabelelandia. La siguiente noticia
que tuvo Lobengula con respecto a su transacción se la proporcionaron sus guerreros al informarle
que los agentes de Rhodes habían entrado en Mashonalandia con una fuerza militar de 320
soldados, escoltando a 180 colonos al mando de Sir Jhon Willoughby y armados con una carta de
privilegio del gobierno británico, que concedía a Rhodes el derecho a administrar y gobernar el
país, crear tribunales y administrar justicia inclusive entre los nativos.
Si bien Rhodes había procedido con consideración con los nativos en Bechuanalandía, dejó a un
lado esas virtudes en Matabelelandia. Si se hubiera limitado a invadir el país habría podido apelar al
derecho supremo del super-hombre y del super-estado. Pero comenzó por firmar un acuerdo
solemne con Lobengula, obtenido a base de promesas evidentemente falsas, y luego violó ese
acuerdo en el momento de obtenerlo.
Tan pronto como tuvo en su poder la concesión para explotar los metales corrió a Londres, donde
indujo al gobierno a que le concediera una carta de privilegio para crear una corporación llamada
British South África Company, según el modelo de las viejas compañías comerciales imperialistas a
cubierto de las cuales los comerciantes aventureros holandeses, franceses e ingleses se,, habían
apoderado de grandes extensiones de la superficie terrestre. Esa carta de privilegio concedía poderes
de gobierno a la British South África Company, con la reserva de que el gobierno británico podría
hacerse cargo de la administración de la compañía mediante una compensación a Rhodes. Estas
compañías comerciales fueron las precursoras, organizadoras y misioneras del imperialismo al
comienzo de la era capitalista, muchas veces sin un propósito concreto por parte del gobierno.

185
Extendieron su autoridad administrativa sobre grandes zonas como parte de sus actividades
comerciales y poco a poco fueron creando dominios coloniales que los gobiernos tenían luego que
intervenir y administrar. Fué la Dutch East India Company la primera que colonizó el África del
Sur, así como la British East India Company había explotado la India. Y fué una compañía como
esas la que creó Rhodes para apoderarse de Matabelelandia y masticarla como un preludio de su
digestión por la Corona. Tenía una ventaja especial para el promotor y la Corona. Salisbury era el
primer ministro. El sueño imperial de Rhodes en el África gozaba de alto favor en Londres. La
tierra del África del Sur revelaba ricos
motivos para la difusión de la civilización cristiana en aquel continente. ¡A los diamantes de
Griqualandia sucedía el oro en Witwa-tersrand. Esa buena tierra parecía ciertamente buena en
Downing Street. Pero la arrebatiña por territorios en el África se erizó de dificultades. El gobierno
podía muy bien dejar la siguiente etapa de la conquista a cargo de una sociedad comercial. No sería
responsable de los desatinos que cometiera esa compañía. Ésta podría abandonar ciertas posiciones
sin comprometer el prestigio de la emperatriz. En cuanto a Rhodes, opinaba que la historia del
gobierno imperial directo en África era una serie de errores. Deseaba que no se repitiera el caso de
Bechuanalandia. Si él podía llevar a cabo la invasión, la confiscación y la organización de
Matabelelandia, procedería sin los inconvenientes de la rutina oficinesca del Foreign Office.
Tocó todos los resortes para conseguir su carta de privilegio. Indujo a varios caballeros nobles a
tomar parte en la empresa. Hizo al Duque de Abercorn presidente y al Duque de Fife vicepresidente
de la compañía. Emitió un millón de acciones al costo de una libra. Los promotores se quedaron con
90.000 acciones de fundadores (clase de acciones que los promotores norteamericanos iban a
descubrir complacidos veinte años más tarde). Eso significaba el cincuenta por ciento de los
beneficios. Las acciones ordinarias fueron vendidas a pequeños capitalistas. El meticuloso Times de
Londres defendió valientemente la empresa. El país de Lobengula era "fabulosamente rico", una
verdadera "Tierra de Ofir", según repetía. Las acciones se vendieron rápidamente.
Una vez obtenida su carta de privilegio, Rhodes regresó al África del Sur y organizó aquella
expedición de colonos y soldados que había alarmado y desilusionado a Lobengula al cruzar
Masho-nalandia en julio de 1890. El caudillo exigió que la columna fuese a Bulawayo con objeto de
dar a conocer sus intenciones. Pero los invasores no tuvieron en cuenta esa exigencia, siguieron
avanzando por Mashonalandia, construyeron el Fuerte Salisbury, izaron la bandera británica y
tomaron posesión del país oficialmente bajo la protección de la corona británica.
Para entonces era ya Rhodes primer ministro de la Colonia del Cabo. Atrincherado en el poder
político como jefe del gobierno y en el poder absoluto como jefe de la compañía privilegiada, se
hallaba en condiciones de llevar a la práctica sus planes.
Pero la empresa no prosperó. Durante dos años se encontró en dificultades. Llegaban pocos
colonos. La compañía se quedaba con
el cincuenta por ciento de todos los minerales extraídos. Había que llevar alimentos a través de una
selva difícil. Se organizó una fuerza policial de setecientos hombres. La compañía privilegiada
pagaba 250.000 libras al año y obtenía escasos ingresos. Los colonos gruñían. Lobengula esperaba
el momento oportuno para destruir a los invasores. Los colonos blancos robaban el ganado de los
nativos, que constituía su principal riqueza. Por fin Lobengula envió un ejército a Mashonalandia
con el pretexto de castigar a sus siervos, los mashonas. En ese tiempo era el Dr. Jameson el
administrador de la compañía. Ordenó hacer fuego contra los guerreros de Lobengula y así se inició
la primera guerra con los matabeles. Jameson, con novecientos hombres, persiguió a Lobengula y le
derrotó en dos batallas decisivas. El rey abandonó Buluwayo, su capital. Fué perseguido, pero
falleció de viruelas. Los matabeles se rindieron. Rhodes ganó una victoria costosa, pero en
Inglaterra fué denunciado el episodio como una recrudescencia del imperialismo medieval.
No terminaron aquí las dificultades. Algunos años más tarde, después de que el famoso Jameson
Raid menoscabara el poder de Rhodes, estalló una segunda guerra con los matabeles. Los nativos

186
volvieron a rebelarse. Se envió una fuerza británica al mando del general Sir Frederick Carrington
para dominarlos, pero fracasó. Por fin fueron dominados por el propio Rhodes. Y la manera como
lo hizo es el tema de una de esas fábulas apócrifas construidas alrededor de los nombres famosos —
como la de Washington y el destral— y que contribuyen a formar el juicio popular sobre ellos más
que los hechos de la historia.
La leyenda presenta a Rhodes como un héroe. Carrington, que se hallaba en sus cuarteles de
invierno, preparaba una ofensiva de primavera que iba a costar 20.000.000 de libras. Esto
significaba la bancarrota para la compañía privilegiada. Rhodes decidió dar un golpe audaz. Con
cinco compañeros se dirigió a las colinas de Mato-po. Los jefes consintieron en recibirlos. Se
reunieron en un anfiteatro natural cercado por las colinas de granito. Rhodes fué a verlos solo y se
encontró con que todos los riscos y peñas de los alrededores hervían de guerreros nativos.
Avanzaron formando un círculo amenazador a su alrededor. Éste les habló; admitió que se habían
cometido con ellos algunas injusticias y luego, con los ojos echando chispas, los acusó por sus
crueldades. Terminó preguntando:
—¿Queréis la guerra o la paz?
Subyugado por ese- despliegue de coraje, un anciano jefe arrojó sus armas a los pies de Rhodes.
—Ahí tienes mi rifle. Ahí tienes mi lanza— exclamó. Y terminó la guerra.
Es una linda historia, pero falsa. Rhodes fué a las colínas de Matopo, pero lo acompañaron el
coronel Plumer y ochocientos soldados. Levantó su tienda a alguna distancia, pues odiaba los
campamentos. Contaba con varios compañeros, entre ellos una mujer, la señora Colebrenner, y su
esposo. En vez de ir solo al campamento de los matabeles, fué uno de los estadistas más viejos de la
tribu, Babiaan, quien visitó solo a Rhodes y permaneció en su campamento como huésped durante
dos semanas. Disfrutó de la hospitalidad de Rhodes, regresó al campamento de los matabeles y
convenció a los jefes para que visitaran a Rhodes, lo que hicieron y convinieron con él en terminar
la guerra. Luego organizaron una gran ceremonia para celebrar la paz, y Rhodes asistió a ese acto y
al gran banquete servido en su honor. En dos o tres reuniones concluyó con ellos un tratado que
ponía fin a una guerra que venía costando a la British South África Company 4.000 libras diarias.
Se trataba de un triunfo obtenido mediante una negociación hábil, pero en modo alguno de la
aventura heroica narrada por algunos biógrafos. Nuestra información se basa en el relato escrito por
el secretario de Rhodes que le acompañó en ese viaje.
Rhodes había añadido otro magnífico dominio de más de 400.000 millas cuadradas a las posesiones
británicas en el África del Sur, un territorio cuatro veces mayor que el propio Reino Unido. Ya en
1890 ese soñador práctico de imperios para Gran Bretaña, y de riquezas para sí mismo, había
adquirido, en nueve años, el dominio absoluto del monopolio de diamantes de África del Sur, y el
derecho a explotar los yacimientos auríferos del Transvaal descubiertos en esa época. Al mismo
tiempo había extendido los dominios territoriales de Gran Bretaña hasta cerca de un millón de
millas cuadradas, o sea un tercio de la superficie total de los Estados Unidos.
8.
Por esa época Rhodes había madurado ya su filosofía política con respecto al África del Sur y al
Imperio Británico. Sostenía firmemente la teoría de que debía haber una unión de los estados
blancos: El Cabo, Natal, el Transvaal y el Estado Libre de Orange. Los estadistas holandeses
alimentaban la, misma ambición. Pero como el Transvaal y el Estado Libre eran completamente
holandeses y
El Cabo y Natal contaban con una gran población holandesa, su objetivo era una república
holandesa unificada. Y Dutoit, de la Afrikánder Bund, insistía en que "el único obstáculo para ello
era la bandera británica".
Rhodes, sin embargo, no deseaba una unión gobernada desde Londres. Creía, como él mismo dijo,
en "un gobierno del África del Sur por el pueblo del África del Sur, con la bandera imperial como
defensa".

187
Había hablado mucho de este tema desde que quince años antes escribiera su primer plan en el que
proyectaba una gran sociedad jesuítica para poner al mundo bajo el dominio del Imperio Británico.
Las colínas de Matopo que había conquistado se habían convertido para él en una especie de
claustro natural y salvaje, al que acudía para pasearse y meditar. Y allí, según su amigo W. T. Stead,
pasaba largas horas de soledad tejiendo los detalles de su sueño y elaborando sus planes. Había
empezado a sentir en sí mismo el instinto del César. Stead habla del extraño compuesto de
elementos contradictorios que había en aquel hombre, hijo de un antiguo emperador romano
cruzado con uno de los soldados de caballería de Cromwell y educado por Ignacio de Loyola. Era
un agnóstico, pero en cierta ocasión le dijo a Stead:
—Si hay un Dios, creo que le gustaría que yo pinte de rojo la mayor parte posible del mapa del
África del Sur.
Así, con celo religioso, se lanzó a llevar a cabo el grandioso plan de cumplir la voluntad hipotética
de un dios imaginario en el que no creía, pero que daba una especie de autenticidad espiritual y de
santidad a su ambición personal. Y en la realización de ese plan jugó con tres ideas. Una de ellas era
el objetivo inmediato de poner al África con la mayor rapidez posible bajo el dominio británico. La
otra consistía en poner al mundo entero —o por lo menos todo lo que fuera posible del mismo—
bajo ese dominio, en lo cual se incluía la recuperación de los Estados Unidos por la Corona
británica. La tercera era la creación de un imperio que se pareciese al Sacro Imperio Romano, una
federación de naciones o dominios que se gobernasen a sí mismos bajo un emperador común. Los
Estados Unidos de América serían uno de esos dominios.
La reconquista de América fascinaba a Rhodes. Y la creía completamente factible. "Imagínese —
escribió a Stead— la satisfacción de la joven América, recién formada e insatisfecha, al tomar parte
en un plan para ejercer el gobierno del mundo. Su Presidente apenas se da cuenta de ello". El
dominio del mundo como la base de
un gobierno estable le parecía esencial. "Habría sido mejor para Europa que Napoleón hubiese
realizado su ideal de una monarquía universal".
Le parecía tan esencial la inclusión de los Estados Unidos en ese plan, que dijo a Stead que si la
joven República se negaba a entrar en el Imperio, Inglaterra debería obligarla a incorporarse a la
unión de estados. Y se sentía tan decidido a establecer el principio de los dominios autónomos
dentro del Imperio, que contribuyó con 10.000 libras al movimiento de Stuart Parnell en favor de un
Parlamento irlandés separado. Puso como condición para el donativo que los autonomistas,
mientras exigían el gobierno propio para Irlanda dentro de Irlanda, insistieran también en tener una
representación en el Parlamento británico. Pensaba que eso podía ser el comienzo de sus planes.
Pues creía que la forma fundamental de gobierno incluiría parlamentos locales en cada nación libre,
inclusive Inglaterra, y un parlamento imperial que administraría los asuntos imperiales y en el que
estarían representados todos los dominios.
9.
En 1886 se encontró oro en una hacienda del Witwatersrand, en el Transvaal. Rhodes, Beit y Rudd
fueron de los primeros en aparecer en escena. Compraron haciendas y se dedicaron a explotar ricas
vetas. Al cabo de un año pusieron sus propiedades bajo la dirección de una corporación formada por
Rhodes y que se llamó Gold Fields of South África. Se inició con un capital de 125.000 libras. A
los cinco años ese capital era ya de 1.250.000 libras. La corporación, reorganizada con el nombre de
Gold Fields Consolidated Ltd., pagó en 1892 un dividendo del diez por ciento, en 1893 el quince
por ciento y en 1894 el cincuenta por ciento.
También el incorregible Barney Barnato, aunque algo tarde, amplió sus operaciones hasta el Rand.
Llegó a ser el mayor propietario particular de esa zona. Y a medida que la nueva ciudad del oro,
Johannesburgo, se alzaba entre las minas, Barnato se iba convirtiendo en ella en la misma figura
pintoresca que era ya en Kimberley y Ciudad del Cabo.
En la década del 90 eran ya vastas y agotadoras las tareas de Rhodes. Era al mismo tiempo primer

188
ministro del Cabo, jefe de la Compañía privilegiada de Rodesia —una especie de déspota pro-
consular—, director administrativo de las De Beers Diamond Mines y director de la Gold Fields
Consolidated. Y concedía la atención más exigente a todas esas tareas.
Además de todo eso poseía centenares de millares de acciones en toda clase de empresas. En razón
de su posición en el gobierno y en el mundo de los negocios se consideraba con derecho a participar
en toda empresa del África del Sur. Parecía no haber límites para su capacidad de adquisición. No
titubeaba en manifestar su disgusto a cualquier promotor que organizaba una emisión de valores sin
incluirlo en la lista de acciones privilegiadas. Al crear la Gold Fields, él, Beit y Rudd se habían
quedado con acciones de fundadores, una especie de acciones super-privilegiadas que les daban
derecho a una gran parte de los beneficios de la compañía con preferencia a los accionistas
corrientes. Rhodes mantuvo al respecto continuas disputas con los accionistas. Altercó
incesantemente con los accionistas de la De Beers y la Compañía Privilegiada acerca de su
participación en los beneficios. Al final se vio obligado a renunciar a sus acciones de fundador a
cambio de acciones ordinarias de la Gold Fields. En cuanto a sus numerosas inversiones en
acciones, su secretario Jourdan, que no es en modo alguno un apologista idólatra, dice que no se
dedicó a especular en el mercado para obtener rápidos beneficios con los cambios en las
cotizaciones. Pero, ciertamente, mantuvo una cuenta corriente con Wernher, Beit %5 Com-pany, y
compró y vendió en gran escala. Durante esos años alcanzaron sus ingresos con frecuencia al millón
de libras anuales. Pero los gastaba pródigamente. Es curioso que un hombre que tenía tantos
ingresos estuviese la mayor parte del tiempo en deuda con su banco.
Su mente trabajaba incesantemente en sus vastos proyectos. Pensaba en planes tales como la
construcción de un ferrocarril desde Ciudad del Cabo hasta el Istmo, con sistemas telegráficos y
telefónicos. Su busca incesante de dinero se mezclaba inextricablemente con sus ambiciones
imperiales de poder para sí mismo y para Gran Bretaña. Le gustaba atribuir su tendencia a adquirir a
su necesidad de dinero para esos propósitos.
—De nada sirve —solía decir— tener grandes ideas si no se cuenta con el dinero necesario para
realizarlas.
Trabajaba como un hombre que se daba cuenta de la brevedad I de la vida y de la extensión e
inmensidad de sus propósitos. Era un escritor de cartas inveterado. Con frecuencia dictaba hasta
cincuenta y más en un solo día. Cuando se hallaba a la mesa con sus huéspedes
mantenía cerca de él a su secretario para dictarle una carta o algunas notas a medida que se le
ocurrían las ideas. Y a veces se presentaba por la noche en pijama en la habitación de su secretario
para dictarle un telegrama.
Rhodes vivió durante muchos años en pequeñas habitaciones de soltero, con su amigo el Dr.
Leander Starr Jameson en Kimberley y en su club de Ciudad del Cabo. Pero con el tiempo se hizo
construir una finca magnífica llamada Groóte Schur al pie de la Table Mountaín, fuera de Ciudad
del Cabo. La casa, un castillo espacioso, era de estilo holandés. También lo era el moblaje. Las
habitaciones estaban llenas de antigüedades holandesas y flamencas, tapices, muebles y objetos de
porcelana china. Las paredes estaban cubiertas con trofeos de caza, lanzas nativas, escopetas,
escudos y otras reliquias de las guerras con los matabeles. Le gustaba coleccionar viejas arcas de
roble. Rodeaban a la casa extensos jardines. Había en ellos una colección de animales africanos.
Prestaba personalmente una gran atención a una extensa colección de rosas que había reunido.
Gastaba muy poco en tesoros artísticos. Había en su casa cuadros, pero sólo uno importante, un
lienzo de Sir Joshua Reynolds.
Rhodes nunca se casó. Su hermana Edíth administraba Groóte Schur como dueña de la casa. Le
gustaba recibir huéspedes. Groóte Schur era una especie de casa abierta a la que con frecuencia
acudía mucha gente a comer. Rhodes era un inglés vigoroso, aficionado a la buena comida y a las
buenas bebidas, y podía consumir grandes cantidades de ambas cosas. Por la mañana tomaba
champaña y cerveza fuerte. En la comida bebía champaña. Por la noche se permitía libaciones más

189
fuertes. Algunos decían que bebía con exceso. En realidad consumía grandes cantidades de bebidas
que habrían sido excesivas para otros hombres. Su capacidad para beber era grande, pero no se
emborrachaba. Bailaba poco, pero algunas veces tomaba parte en las danzas. Era un buen jugador
de billar y le gustaban los naipes. Su diversión favorita era la lectura. Tenía entre manos demasiados
negocios y su mente se hallaba ocupada con demasiados proyectos para que tuviera tiempo de
consagrar su atención a los libros que habría deseado leer. Poseía una gran biblioteca e invertía todo
el tiempo posible en sus libros preferidos. Conservó siempre su interés de la juventud por los
clásicos griegos y romanos. Muchos de éstos habían sido traducidos especialmente para él,
impresos con esmero y encuadernados con lujo. No era sorprendente que se sintiese atraído por
Gibbon y Carlyle, quienes le proporcionaban algunos argumentos filosóficos escogidos en favor de
la guerra y del imperio.
Opinaba que Rudyard Kipling era el hombre más grande que vivía en aquel momento. Lo invitó a
Groóte Schur y construyó para él una casa de campo al pie de la Table Mountain, donde Kipling
pasaba regularmente una parte del año.
Rhodes era un vecino agradable y atento. Pero en la persecución de sus propósitos era despiadado.
Tenía un apetito de poder insaciable y no toleraba la oposición. Hubo un tiempo en que los
imperialistas de Londres comenzaron a temer que Rhodes tuviese el propósito de separar al África
del Sur del Imperio y hacerse su amo. No es probable que concibiese en serio ese propósito. Era
conocido como el amigo de los holandeses. Cultivaba ciertamente su buena voluntad y terminó por
conquistarla. Pero ello formaba parte de su plan para unir al África del Sur, y el apoyo amistoso del
elemento más numeroso era esencial al respecto. Pero podía mostrarse cruel con ellos y con los
nativos, en cuya defensa salió también algunas veces. Era uno de esos hombres que se interesan más
por la tortilla que por los huevos. La tortilla que preparaba era un gran imperio africano. Los huevos
no eran más que zulús y kaffirs africanos, burgueses holandeses y soldados ingleses. No le podía
importar mucho romper algunos de ellos.
Rhodes no era en modo alguno un hombre religioso. Era dar-winiano. Pensaba que la ciencia había
pulverizado a la Biblia. Era agnóstico. William T. Stead insistía en que tenía ciertos sentimientos
religiosos. La verdad es que no era cristiano. Aceptaba a Dios sobre todo por motivos políticos y
prácticos. Sin embargo, se sentía atraído por los elementos externos y dramáticos del misticismo —
alguna clase de espíritu, alguna forma de divinidad pagana— que comprendían la glorificación del
poder y la infusión de fuerzas místicas en los árboles, las rocas y las montañas. Este es quizá el
motivo de que Spengler lo clasificara como un tipo de César teutón. Le gustaba caminar solo por las
laderas de la Table Mountain y, más todavía, por las extensas soledades de las Matopo. En aquellos
cantos rodados y picos majestuosos encontraba una ayuda espiritual para sus sueños. En medio de
las rocas escarpadas de una alta colína eligió un lugar al que llamó Visión del Mundo, porque desde
allí podía ver como en una visión el mundo que se había propuesto conquistar en nombre de su
sangre británica. Pues ante todo era un adorador de la raza, y el instinto gobernante de su vida era el
sueño primitivo y semi-bárbaro de dominación racial que impulsó a los reyes y tribus primitivos a
las orillas del Nilo, el Eufrates y el Tiber.
10.
¿Fué en la árida soledad de las Matopo donde Rhodes tomó por fin la decisión fatal que había de
arrojarlo del África del Sur, derribarlo de la jefatura del gobierno, obligarlo a dejar la dirección de
la Compañía Privilegiada de su amada Rodesia y llevar a su lugarteniente principal y amigo, el Dr.
Jameson, a una celda de Londres durante quince meses y a él mismo a las puertas de la misma
cárcel?
En 1895 parecían haber alcanzado ya sus conquistas todos los objetivos inmediatos excepto uno: la
república holandesa del Trans-vaal. Era primer ministro de la Colonia del Cabo. Dominaba los
yacimientos de diamantes del Cabo y las minas de oro del Transvaal. Había agregado
Bechuanalandia y Matabelelandía al Imperio Británico y llevado la Unión Jack hacia el Norte hasta

190
el río Zambezi. Había llegado el momento de enfrentar a su viejo enemigo, Paul Kruger. Y procedió
a hacerlo de acuerdo con las mejores tradiciones imperiales, valiéndose de las armas antiguas de la
conspiración, el robo, la acción clandestina, el engaño y la violencia. Ni Clive al preparar la
destrucción de Suraj-ud-Dowlah en Bengala, ni Warren Hastings al desposeer a Chait Singh,
apelaron a los recursos de la perfidia con más frecuencia que Rhodes en el caso de la incursión del
desdichado Jameson. Clive y Hastings por lo menos podían pretender que sus crímenes habían sido
santificados por el buen éxito. Rhodes cometió el crimen supremo del fracaso que oscureció el
brillo de todas las hazañas que precedieron al desastre.
Uno de los personajes más extraordinarios de la historia de la Colonia del Cabo fué el Dr. Leander
Starr Jameson. Nacido en Edimburgo, estudió medicina, pero su mala salud lo obligó a trasladarse
al Cabo para ejercer su profesión. Llegó a ser médico, amigo y compañero de alojamiento de
Rhodes y éste lo indujo más tarde a dejar su profesión y encargarse de la administración de la
Compañía Privilegiada de Rodesia. Dirigió las operaciones que destruyeron a Lobengula. Adoraba
a Rhodes y compartía con él la pasión por la supremacía mundial británica. En 1895 desempeñaba
el puesto de jefe de la Compañía Privilegiada con gran éxito. Rhodes preparó con él la conspiración
para apoderarse del Transvaal. I Así como la Griqualandia Occidental había excitado el apetito del
gobierno imperial cuando se descubrieron los diamantes, así también el descubrimiento del oro en
el Rand significó la condena a muerte de la república boer. Enjambres de buscadores de oro habían
acudido al Transvaal. Esos aventureros habían fundado Johannes-burgo. Al poco tiempo superaban
en- número a los hacendados boers, y poseían la mitad de las propiedades y la mayor parte de la
riqueza del país.
Con el tiempo esos recién llegados —llamados Uitlanders (extranjeros)— comenzaron a quejarse de
la república holandesa. Algunas de esas quejas no dejaban de ser justificadas. Tenían que pagar
demasiados impuestos. Se impuso una tarifa del treinta por ciento a las provisiones, incluyendo los
alimentos, que recibían. Kruger estableció un monopolio oficial de la dinamita, artículo esencial
para los mineros. Cobraba por ella precios exorbitantes. Los mineros decían que los tres millones de
dólares anuales que cobraba por los materiales explosivos suponían un impuesto excesivo. Era el
método que empleaba la república para dar al pueblo una parte de la riqueza encontrada en las
montañas del país, y no era, ni mucho menos, una parte tan grande como la que daba algo más tarde
Inglaterra a sus ciudadanos en la forma de un impuesto a las rentas. A pesar de esas exacciones los
uitlanders quedaban prácticamente excluidos de la ciudadanía en virtud de una ley que exigía
quince años de residencia en el país como condición para obtenerla.
El otro lado de la historia es que Kruger sabía que los colonos ingleses de Johannesburgo no se
interesaban por la ciudadanía en la república holandesa sólo por el deseo de pertenecer a ella. Sabía
que al otro lado de las fronteras del país había un gran organizador que esperaba anheloso el día en
que pudiera devorar al Transvaal. Sabía también que los colonos ingleses de los campos mineros,
muchos de los cuales no eran más que aventureros y aves de paso, deseaban la ciudadanía con fines
meramente políticos, y sin intención alguna de ser fieles al país, por lo que admitirlos como ciuda-/
danos habría significado, en términos actuales, admitir en la república una gran Quinta Columna y
preparar el fin de la misma.
En todo caso, Kruger no reclamaba para su país más que lo que exige toda nación: el derecho a
determinar las condiciones para conceder la ciudadanía. Y muchas naciones, incluyendo a los
Estados Unidos, han ejercido ese derecho no sólo excluyendo a ciertas personas de la ciudadanía,
sino impidiendo además la entrada en el país de extranjeros indeseables por una razón u otra.
Las quejas de los uitlanders eran utilizadas hábilmente por los imperialistas para fomentar la
irritación que podría ser el prólogo para apoderarse de la república boer.
Se organizó en Johannesburgo una Comisión de Reforma encar-
gada de pedir la reparación de las injusticias. Rhodes fué invitado a formar parte de la misma.
Designó primero a su hermano Ernest y luego a su otro hermano Frank para que lo representasen.

191
Mientras esa comisión se dedicaba a crear una agitación para obligar a Kruger a hacer concesiones,
Rhodes vio en ello la oportunidad para llevar a cabo una agresión directa contra los boers. Preparó
sus planes para apoderarse del Transvaal en beneficio de la Corona británica. Durante todos los
sucesos posteriores se mantuvo alejado de la escena, tan alejado en realidad, que fueron muy pocos
los que sospecharon su intervención en la tragedia.
El plan era el siguiente: había que provocar en los uitlanders un estado de rabia histérica a causa del
rechazo inevitable de sus demandas por Kruger. Los ciudadanos de Johannesburgo se rebelarían. El
desorden consiguiente sería utilizado por Rhodes, como primer ministro de la vecina Colonia del
Cabo, para enviar tropas al Transvaal con el pretexto de proteger a los subditos británicos y
restablecer el orden. Al final la república quedaría extinguida, y el Transvaal seguiría la suerte de
Griqualandia, Bechuanalandia y Ma-tabelelandia.
Los preparativos para el levantamiento interno en Johannesburgo fueron confiados al coronel Frank
Rhodes. Las disposiciones para que la fuerza militar extranjera invadiese la república quedaron a
cargo del Dr. Learider Starr Jameson, el director de la Compañía Privilegiada de Rodesia.
Cierto día de noviembre debían apoderarse los rebeldes del ferrocarril de Johannesburgo. Jameson,
acampado cerca de la frontera con sus tropas, recibiría una petición de ayuda e invadiría el
Transvaal. Desde las oficinas de la Compañía en Londres enviaron armas tanto a Jameson como al
coronel Frank Rhodes. La Compañía, Rhodes y Beit aceptarían giros para pagar los gastos de la
empresa. Rhodes aceptó personalmente giros por valor de 60.000 libras y Beit por valor de 200.000.
Jameson reunió una gran fuerza y acampó con ella a poca distancia de la república. Agregó 350
hombres a la policía de Rodesia. Se organizó también una fuerza militar compuesta por caballería,
un cuerpo de ingenieros y artillería a las órdenes de Sir John Will-oughby. Se ocultó el verdadero
propósito de esa acumulación de fuerzas tras los rumores hechos circular de que se temían
levantamientos de los nativos. Jameson sacó a esa fuerza de Rodesia y la llevó a través de
Bechuanalandia hasta una aldea llamada Pitsani, situada a seis kilómetros de la frontera del
Transvaal. Todo eso
se hizo tan en secreto que Sir Hércules Robinson, Alto Comisionado británico, no se enteró de lo
que ocurría. El propio secretario de Rhodes ni siquiera lo sospechó.
Rhodes hizo posible todo ello. Para eso tuvo que engañar a mucha gente. Como jefe de la Compañía
Privilegiada tuvo que utilizar sus fondos y su ayuda para un acto de guerra sin conocimiento de sus
directores. Movilizó a la policía de Rodesia para la invasión de un Estado vecino. Como primer
ministro permitió el uso del territorio de Bechuanalandia para que las tropas rodesias marcharan
contra el Transvaal. Y todo lo hizo a pesar de las promesas de amistad y confianza con que había
conquistado el apoyo y la buena voluntad de los ciudadanos holandeses de El Cabo, cuya lealtad
hizo posible que llegara a ser primer ministro. Por su propia autoridad, sin conocimiento de su
parlamento, del Alto Comisario británico y del gobierno inglés, había preparado una guerra contra
un Estado amigo. Y para añadir a la perfidia del plan un matiz de ética maquiavélica, se
proporcionó a Jameson un telegrama escrito antes de la acción y firmado por cinco miembros de la
Comisión de Reforma que decía: "Mujeres y niños a merced de boers sublevados". La fecha fué
dejada en blanco para llenarla en el momento oportuno.
Pero cuando todo estaba ya listo empezaron a surgir dificultades. Como no existía una dirección
visible y fuerte, los conspiradores de Johannesburgo disputaban con respecto a los detalles. Los
agentes de Rhodes insistían en que los rebeldes enarbolasen el pabellón militar de Gran Bretaña.
Otros insistían en que se utilízase la bandera boer. Los uitlanders no podían ponerse de acuerdo. No
todos comprendían los fines de Rhodes. Y así fué pasando el tiempo. Por fin se fijó el 27 de
diciembre como fecha para el levantamiento. Al llegar ese día hubo que descartarlo, pues los
ingleses se hallaban entretenidos con las carreras de caballos y los boers con la nachtmaal, su
comunión de Navidad. El golpe fué aplazado hasta el 6 de enero.
Pero Jameson y Willoughby se impacientaban en Pitsani. Jameson decidió no esperar más tiempo.

192
Telegrafió a Rhodes pidiendo autorización para ponerse en marcha. "A menos de que reciba
órdenes en contrario, saldré mañana y pondré en obra mi segundo telegrama dirigido a usted",
decía. Rhodes vio con terrible claridad la diferencia que había entre marchar contra Johannesburgo
para sofocar un levantamiento e invadir aquel país sin provocación. Se dio cuenta de que la revuelta
de Johannesburgo se había desvanecido como "una capa de niebla". Trató de detener a Jameson
mediante dos telegramas, pero ninguno de ellos llegó al destinatario.
El impetuoso doctor cruzó la frontera del Transvaal. Tropezó casi inmediatamente con una fuerza a
las órdenes de los generales Piet Joubert y Louis Botha. Para entonces, el acto imprudente era ya
conocido en Ciudad del Cabo. En el río Elan le llegó la orden de Sir Hércules Robinson, Alto
Comisario, de retirarse. Desobedeció. Atacó y se libró una reñida batalla a quince kilómetros de
Johannesburgo. Al día siguiente recibió Jameson un telegrama de Robinson declarándole fuera de la
ley. Otro despacho le informó que la Comisión de Reforma no le prestaría ayuda. Los kopjes de los
alrededores estaban erizados de bayonetas boers. Había caído en una trampa. Hizo la bandera
blanca, se rindió al general P. A. Kronje y fué a parar a la cárcel.
Hasta el último minuto negó Rhodes que tuviese la menor noticia de la aventura. Se enteró del loco
ataque de Jameson estando sentado a la mesa con sus huéspedes. Inmediatamente los dejó. Un
caudillo holandés, Schreiner, fué a verlo al día siguiente y le encontró como un león enjaulado, con
los ojos febriles rodeados de profundas ojeras y el cabello gris. Sabía que todo había terminado para
él. Sin más rodeos, renunció como primer ministro.
Jameson y sus compañeros de aventura fueron juzgados por un tribunal boer. Jameson, Lionel
Phillips, Frank Rhodes y el norteamericano John Hays Hammond fueron condenados a muerte; los
demás, a prisión o a pagar multas. Kruger conmutó la sentencia de muerte, pero obligó a los
prisioneros a pagar 25.000 libras de multa cada uno, Jameson y ciertos colegas en el fracaso fueron
conducidos a Inglaterra y juzgados por haber violado la Ley de Alistamiento. El médico fué
condenado a quince meses de prisión y los otros a penas menores. Frank Rhodes tuvo que renunciar
a su cargo en el ejército.
Rhodes pagó todos los gastos de los prisioneros, inclusive las 100.000 libras de multas impuestas a
Jameson, Frank Rodes y otros. Él y Beit se hicieron cargo de todos los demás gastos de aquella
expedición fatal, librando así de ellos a la Compañía Privilegiada. La cantidad total excedió del
millón de dólares.
Tuvieron lugar dos investigaciones parlamentarias con respecto a la incursión, una de ellas a cargo
del parlamento del Cabo en 1896, y la otra a cargo de la Comisión para el África del Sur Británica
de la Cámara de los Comunes de Londres en 1897. La comisión del Cabo no encontró a Rhodes
culpable de haber dado la orden final para la marcha de Jameson, pero sí de estar complicado en los
preparativos de la incursión. Mientras se llevaba a cabo esa investigación
Rhodes se hallaba en las colinas Matopc negociando la terminación de la segunda guerra con los
matabeles. El papel que desempeñó en ese acontecimiento le captó las simpatías de los ingleses
residentes en el África del Sur. Su actuación fué embellecida con ciertos detalles heroicos que no se
ajustaban a la historia, pero que le dieron fama. Esto eclipsó las averiguaciones de la comisión del
Parlamento de El Cabo en el momento en que Rhodes se disponía a ir a Londres en 1897 para hacer
frente a las acusaciones de la comisión de la Cámara de los Comunes. Durante su viaje a Ciudad del
Cabo para embarcarse, fué acogido en todas las estaciones por muchedumbres que lo aclamaban.
A Rhodes le preocupaba, sin embargo, uno de los detalles de la incursión. Se daba cuenta de que,
como primer ministro se había hecho culpable de violación de confianza al proyectar en secreto un
ataque contra un vecino amigo. Lo declaró en privado. Y en esa especie de arrepentimiento
triunfante, nacido en su corazón bajo el estímulo de las demostraciones de amistad, tomó la decisión
de defenderse públicamente en un discurso que pronunciaría en Ciudad del Cabo antes de
embarcarse. Se proponía decir que había cometido un grave error al no haber renunciado como
primer ministro antes de iniciar los preparativos para la incursión. Pero cuando comenzó a hablar le

193
interrumpieron los aplausos, que se fueron convirtiendo en aclamaciones. Tuvo que detenerse en la
mitad de su discurso y no pudo pronunciar su defensa.
En Londres tuvo que hacer frente a una comisión en la que figuraban algunos de sus enemigos más
notables. Estos deseaban marcar a Rhodes con el hierro infamante, pero también perseguían otros
fines más importantes. Querían demostrar que Joseph Chamberlain se hallaba complicado "hasta el
cuello" en la conspiración. La comisión nunca consiguió demostrarlo. Terminó por censurar a
Rhodes por estar complicado en los preparativos, pero lo absolvió de haber dado a Jameson la orden
de atacar. El informe de la comisión fué considerado en general como un expediente para salir del
paso encubriendo las culpabilidades. Y el propio Chamberlain contribuyó a ello inmediatamente
después diciendo que Rhodes no había hecho nada incompatible con su honor personal. Lo más que
se podía decir en favor de Rhodes era que Jameson había atacado antes de que él le hubiera dado la
orden. También podía decirse en su favor que había asumido toda la responsabilidad por lo
sucedido y que nunca culpó a Jameson.
La prisión destruyó la salud de Jameson. Fué puesto en libertad
y se trasladó a un sanatorio cuando Rhodes llegó a Londres para declarar ante la comisión
parlamentaría. Rhodes le indujo posteriormente a regresar al África del Sur. Y pone bien en
evidencia cuál era la actitud de la población de El Cabo con respecto a la incursión el hecho de que
ese hombre que había cometido una locura tan costosa, llegase á ser, ocho años después, primer
ministro de la colonia.
El juicio del público inglés fué misericordioso. Rhodes nada había hecho en verdad que no
aprobasen en el fondo de su corazón la mayoría de los ingleses. El interés de Inglaterra por el África
del Sur era muy grande en esa época. Gladstone había cedido su puesto a Rosebery, y luego a
Salisbury. Los filósofos y poetas imperialistas cantaban a voz en cuello. Y el grito de: "¡Comprad
Kaffírs!" en la Bolsa de Londres, se mezclaba con las rimas de Kipling y los pedidos del propio
Dios a Inglaterra, por medio de sus agentes en la Iglesia Anglicana, para que llevase adelante la
causa de la "Cristiandad imperialista". El incorregible Barney Barnato se hallaba en Londres en
1895 lanzando una emisión de acciones tras otra. Sus Consolidated Mines, Ltd. se elevaron en un
quinientos por ciento en la City en el término de pocos meses. La fiebre de la especulación iba en
aumento. Estalló en septiembre, unos pocos meses antes de la incursión, y el pobre Barney perdió
tres millones de libras. Pero el colapso del mercado no apagó el ardor imperial. Por cierto que el
desastre no arruinó en modo alguno a Barnato. Pero poco tiempo después comenzó a dar síntomas
de perturbación mental. Caía en accesos de tristeza. Y cuando se dirigía a Londres con los
representantes del África del Sur para asistir al Jubileo de la Reina saltó por la borda y pereció
ahogado.
Rhodes regresó al África del Sur. Consagró casi toda su atención a Rodesia, y en ese período
arregló la segunda guerra con los matabeles de la manera ya descrita. Lord Mílner fué designado
Alto Comisario. Abogado, político y burócrata, se consagró con asiduidad a promover la crisis final
que terminó con la guerra contra los boers. Inglaterra estaba preparada espiritualmente para el
crimen. En 1899 Rhodes, al regresar de Inglaterra al África del Sur, fué recibido en todas partes con
aclamaciones. Las multitudes se aglomeraban en las estaciones ferroviarias para saludarlo. "El
pueblo de Inglaterra —dijo— ha descubierto que el comercio sigue a la bandera y todos se han
hecho expansionistas. . . Las ideas anticuadas de repúblicas nebulosas han caducado".
Gladstone, que percibía agudamente en el futuro las consecuencias inevitables de los primeros
pasos dados por Inglaterra en el
África del Sur, había dicho hacia el 70:- "El primer territorio que hemos adquirido en Egipto llegará
a* ser el núcleo, casi seguro, de un imperio norteafricano que irá creciendo y creciendo hasta que,
finalmente, se una a través del ecuador con Natal y la Colonia del Cabo, para no hablar del
Transvaal y del Estado Libre Sudafricano en el Sur o Abisinia en el Norte, que devoraremos a
manera de viático en nuestro viaje".

194
Y en 1899 declaró Rhodes: "Cuando inicié esta empresa anexionista ambas partes se mostraban
tímidas. Habrían deseado que uno se detuviese en Kimberley. Luego pidieron que uno se detuviese
en el país de Khama. Ahora no quieren detenerse en parte alguna. Han descubierto que el mundo no
es lo bastante grande para el comercio y la bandera británicos".
Había luchado por su vieja banca en representación de Barkeley West en las elecciones de 1898 y la
había conseguido. Era miembro del parlamento cuando comenzaron a representarse las primeras
escenas de la guerra con los boers. Ese negro capítulo de la historia imperial británica se abrió en
octubre de 1899. Rhodes estaba en lo cierto. Gran Bretaña no se detendría en ninguna parte. . . por
lo menos hasta que fuese detenida. El resultado de esa desastrosa victoria fué dar a Gran Bretaña
casi toda el África del Sur.
Rhodes no intervino en la dirección activa de la guerra boer. Se dio cuenta de que era una guerra de
Milner. Además, al comienzo de la misma había ido a Kimberley y quedado atrapado en el sitio de
esa ciudad. Tuvo que hacer frente a los rigores y los problemas de esa larga prueba. Reclutó y
equipó a sus expensas la Caballería Ligera de Kimberley, compuesta de trescientos soldados.
Cuando terminó el sitio de Kimberley se trasladó a Londres, hizo una visita al Nilo y regresó a la
capital británica a fines de 1901, mientras la guerra boer se acercaba a su fin. Allí tuvo que sufrir las
molestias de un último episodio. Durante cierto número de años una dama encantadora, la Princesa
Catalina Radziíwill, había sido para él una fuente de irritación constante. Ella era una aventurera
que editaba un pequeño diario en la Ciudad del Cabo. Asedió a Rhodes, comió con él
frecuentemente y, por fin, consiguió ser recibida en Groóte Schur como visitante. Terminó por crear
la impresión de que Rhodes era un asiduo visitante clandestino del departamento de la dama, y de
que ambos estaban comprometidos en secreto. No hay prueba alguna que lo demuestre, y en cambio
hay muchas que lo refutan. Mientras Rhodes se hallaba en Inglaterra le informaron que la princesa
alegaba poseer varios pagarés que él
le había dado y que importaban unas veinte mil libras. Rhodes autorizó a sus banqueros para que los
rechazaran. La princesa fué detenida, y Rhodes tuvo que regresar rápidamente a Ciudad del Cabo
para testimoniar contra ella.
Era un hombre enfermo. Sufría del corazón. De vez en cuando se dedicaba a la caza y hacía
excursiones a caballo por el Hyde Park. Iba con frecuencia a las oficinas de la Compañía
Privilegiada, de cuyo directorio formaba otra vez parte. El Dr. Jameson, quien se hallaba con él, se
opuso a su regreso a Ciudad del Cabo a causa del estado de su salud. Pero Rhodes creyó que debía
ir. Temía que se sacasen falsas deducciones de su ausencia en el proceso. Decía que nadie podía
predecir lo que diría una mujer como aquélla si él no se hallaba presente para negarlo. El viaje al
África del Sur fué difícil. Contrajo un fuerte resfrío. Una violenta tormenta aumentó las
dificultades. Fué arrojado dos veces de su litera. Llegó a Ciudad del Cabo muy debilitado. Pero se
presentó en la audiencia para testificar contra la princesa. Ésta tuvo que comparecer ante un tribunal
superior por el que fué convencida de falsificación y condenada a dieciocho meses de cárcel, nueve
de los cuales cumplió. Fué puesta en libertad a causa de su mala salud, y vivió para escribir quince
años más tarde un mordaz libro de memorias sobre Rhodes.
Antes de que termínase el proceso Rhodes cayó enfermo y fué llevado a Muizenberg, cerca de
Ciudad del Cabo. Allí falleció el 26 de marzo de 1902. La guerra boer, que iba a sellar los derechos
de Inglaterra sobre el África del Sur, terminó dos meses después, el 31 de mayo de 1902. El final
estaba a la vista cuando Rhodes murió, pero él miraba más lejos en la dirección de sus inmensas
ambiciones. Al fallecer, y según su amigo W. T. Stead, sus últimas palabras fueron:
—¡Aún hay mucho que hacer! ¡Se ha hecho muy poco!
Las etapas finales de su sueño de un dominio imperial británico en el África, desde Ciudad del
Cabo hasta El Cairo, no tendrían lugar hasta dieciséis años más tarde. La guerra boer, librada
francamente como una guerra imperialista y condenada por todos en los Estados Unidos, dio a Gran
Bretaña el dominio completo del África del Sur. La Gran Guerra, librada para salvar al mundo para

195
la democracia, le dio el resto. Y esta vez los Estados Unidos lucharon a su lado.
Rhodes escribió en su testamento:
Admiro la grandeza y soledad de las Matopo en Rodesia. Por lo tanto, deseo que me entierren en las
Matopo, en la colina que solía visitar y a la que
llamé "Visión del Mundo", en un cuadrado que se cortará en la roca, en la cima de la colina,
cubierto con una sencilla lápida de bronce en la que se lean estas palabras: "Aquí yacen los restos
de Cecil John Rhodes".
Como el imperial Jacob Fugger, que se hizo construir una tumba regia, Rhodes eligió aquella
capilla mortuoria para que la naturaleza le diera una grandeza que no habría podido alcanzar
arquitecto alguno, y a diferencia del jactancioso Fugger, redactó un epitafio que traía su elocuencia
no de una serie de palabras vanas, sino del panegírico que implicaban los nobles alrededores, y lo
que daba a entender implícita y magístralmente la propia leyenda. Rhodes convirtió a aquel lugar
majestuoso en la Abadía de Westminster del África del Sur. Y allí, como él había dispuesto, fué
depositado su cadáver como el primero de los inmortales.
Rhodes no se proponía que su esfuerzo de toda la vida para unir a los pueblos de habla inglesa, todo
lo más estrechamente posible, y crear un imperio británico que abarcase el mundo entero muriese
con él. Dejó un testamento creando las Becas Rhodes, que eran la forma final que asumía su primer
sueño de una sociedad mundial según el modelo de Loyola. Legó un patrimonio de alrededor de
treinta millones de libras, que dejó a cargo de sus albaceas para que lo utilizasen a perpetuidad en el
mantenimiento de becas en su vieja alma mater, Oxford. Esas becas serían concedidas a jóvenes de
todas las colonias y todos los dominios británicos, así como treinta y ocho jóvenes de los Estados
americanos, para que estudiasen en Oxford durante tres años. Los estudiantes serían elegidos de
acuerdo con sus capacidades, teniendo en cuenta sobre todo a los que se interesaban por la literatura
y los asuntos públicos, es decir a aquellos de quienes se podía esperar razonablemente que llegarían
a ser dirigentes, por lo menos dirigentes vocales, del pensamiento. Expuestos a la atmósfera cordial
de Oxford durante tres años, asociados con sus colegas becados de todos los Estados y colonias
británicos, podía esperarse que adquirirían una conciencia imperial. Con el tiempo se formaría una
gran asociación de beneficiados con las becas Rhodes, con miembros en todas partes del mundo,
incluyendo los Estados Unidos, y esa asociación constituiría un núcleo poderoso de sentimiento
anglofilo e imperial, particularmente en momentos de crisis. En los Estados Unidos había, en 1938,
755 beneficiarios de las Becas Rhodes, número que ahora se acerca a los 1000. Una tercera parte de
ellos eran profesores, 155 autores de libros, 167 autores de artículos y folletos y muchos son
directores de colegio, editores, predica-
dores, locutores de radio y. comentaristas. De esos herederos de la gran tradición imperialista del
"maestro, han nacido tantos planes para la unión de la república norteamericana con el Imperio
británico. El espíritu del gran imperialista no ha muerto.

196
CAPITULO 9.
BASIL ZAHAROFF.

SI JEOVÁ no hubiera creado a Basil Zaharoff

197
Algún novelista se habría encargado de esa tarea más pronto o más tarde. Claro está que no es de
modo alguno cierto que Zaharoff, tal como ha existido, fuese el fruto común de Dios y de los
novelistas.
El teniente coronel Walter Guinness, miembro de la Cámara por Bury St. Edmonds, cometió el
disparate histórico de referirse a Zaharoff en la Cámara de los Comunes en 1921, como el "Hombre
misterioso de Europa". Una vez de haberle aplicado ese rótulo fascinante, la figura de Zaharoff se
convirtió en adelante en un maniquí de sastre que los nuevos caricaturistas de Europa vestían con
todos los ropajes que contribuían a justificar su fama.
Es una figura en verdad misteriosa, pero se hizo todavía más misteriosa a manos de los nuevos
pintores de retratos sensacionalistas. El misterio comienza con su nacimiento. Un biógrafo francés,
Roger Menevée, dice que nació en Moughliou, o Mugía, en la costa ana-tolia. Pero un alemán,
Robert Neumann, asegura que Zaharoff, al prestar declaración ante un tribunal en Londres siendo
joven, dijo que había nacido en el Tatavla o barrio pobre de Constantinopla, y advierte que el
nacimiento en Mugía se basa en una declaración escrita de un sacerdote griego, hecha cuarenta y
dos años después del acontecimiento y fiándose en la memoria.
Nunca se supo con completa seguridad a qué país pertenecía. Era un griego nacido en Turquía que
vivía en París. Su derecho a la cinta de la Gran Cruz de la Legión de Honor fué discutido en la
Cámara de Diputados, y el señor Clemenceau tuvo que asegurar a
esa Cámara que "el señor Zaharoff es francés". Pero fué también durante toda su vida el genio
director de una gran empresa armamentista británica, actuó como agente británico, fué hecho
Caballero de la Orden del Baño y conocido en Inglaterra con el nombre de Sir Basil Zaharoff.
Los periodistas contaron que hablaba con fluidez catorce idiomas, lo cual es probablemente una
exageración extravagante. Informaron que había confiado a un relato escrito la historia de su vida,
relato que llenaba cincuenta y ocho volúmenes, y que mandó quemar al morir, en tanto que otros
dijeron que él mismo había destruido el relato, consumiendo dos días en reducirlo a cenizas en el
horno de su casa de París. Circularon cuentos extravagantes con respecto a sus costumbres, sus
amores, sus banquetes y los manjares exóticos que eran conducidos en avión a su mesa, desde
inmensas distancias. Pero es lo cierto que tanto los periodistas como los historiadores han dicho
muy poco con respecto a la vida personal y a los negocios del hombre. Recorriendo esos relatos
extensos pero vacíos, uno no encuentra documentos, cartas, discursos, datos, reuniones ni
conferencias en los que el hombre se halle verdaderamente presente. Siempre se oye decir que se
halla en alguna parte oculto entre bastidores, en la penumbra, manejando las cuerdas y aportando
las estratagemas y el dinero.
No obstante, es cierto que sigue siendo la figura más importante de ese mundo febril de los
fabricantes de municiones, que se ha hecho tan famoso desde la Gran Guerra. Sólo unos pocos
nombres pueden ocupar la primera fila junto al suyo: Alfred Krupp,, el rey de los cañones de Essen;
los Schneider de Creusot, Thomas Vickers, el fabricante de armas inglés de Sheffield; Skoda, du
Pont de Nemours, el rey de la pólvora norteamericano; Colt, Winchester, Remington y Maxim.
Todos ellos han sido, como los han llamado los señores Englebrecht y Hanighen, "mercaderes de la
Muerte". Pero el más poderoso de todos ellos, el hombre que desempeñó el papel más importante en
el "comercio" de municiones, el más grande creador de mercados, fué Basil Zaharoff.
Tuvo la triste suerte de aparecer en escena cuando el mundo se armaba en una escala sin
precedentes, y fué él quien, más que ningún otro hombre, desarrolló el mercado internacional de los
armamentos. No lo inventó seguramente. El viejo Alfred Krupp había cumplido órdenes de Turquía
contra su nativa Prusia cuando Zaharoff era un simple fogonero en Tatavla. Y mucho antes que
ellos —siglos antes— Andries Bicker, burgomaestre de Amsterdam, había cons-
traído, equipado, abastecido y hasta costeado, toda una armada para España, cuando el rey de ese
país hacía la guerra a Holanda. Luego explicó a los holandeses ofendidos que si Holanda no hubiera
armado a los enemigos españoles, los daneses lo habrían hecho, obteniendo los beneficios.

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Pero Zaharoff desempeñó un papel principal, si no el principal, en la extraña comedía mundial de
los fabricantes de armamentos que vivieron una vida doble como patrioteros e internacionalistas.
Todos ellos nos ofrecieron el espectáculo de los boers segando los regimientos ingleses con fusiles
Víckers, de los cirujanos prusianos atendiendo a los heridos de su país alcanzados por las granadas
austríacas disparadas por cañones de Krupp; de los soldados franceses muertos por las balas de los
cañones fabricados en Le Creusot; de soldados ingleses muertos por las armas fabricadas por
Armstrong y Vickers, y de los barcos norteamericanos enviados al fondo del mar por los
submarinos construidos de acuerdo con modelos proporcionados por los fabricantes
norteamericanos. Zaharoff fué el maestro de lo que un biógrafo ha llamado el "principio de
instigación", de acuerdo con el cual se manejaban las amenazas de guerra, se creaban enemigos para
las naciones, se vendían aeroplanos a una nación y cañones antiaéreos a sus vecinas, submarinos a
una y destructores a otra. Hizo lo que hacen las industrias de los cigarrillos, las bebidas y los
artículos de tocador: creaba la demanda para su mercadería. La industria de armamentos se
convirtió en un juego de política internacional, el vendedor de armas en un diplomático provocador,
los magnates de las municiones de todas las naciones en socios de "carteles", monopolios y
consolidaciones que intercambiaban planos, secretos y patentes. Era el más grande de todos los
vendedores de muerte. Y, como ha observado un comentarista, si queréis ver su monumento
contemplad los cementerios militares de Europa.
2.
Zacharias Basileios Zacharias —conocido más tarde con el nombre de Basil Zaharoff— nació el 6
de octubre de 1849, al parecer en Mugía, cerca de Angora, la capital de Turquía. Sus antepasados
eran griegos que habían vivido en Constantinopla, huido a Odesa durante las persecuciones turcas
en 1821, regresado a Mugía, y luego, cuando Basileios tenía tres años, instalado su hogar
nuevamente en Tatavla, o sea el barrio pobre de Constantinopla. El niño asistió a
la escuela hasta los dieciséis .años, edad en que algún desastre económico ocurrido a su padre lo
obligó a buscar trabajo. Trabajó, según se nos dice, como fogonero, guía y cambista. Hay más de un
indicio de que vivió aquellos primeros años en ambientes rudos e incultos y de que aquel niño
impulsivo y un tanto foragido —como uno de nuestros "racketeers" más destacados, para emplear
su propia explicación de su moral torcida— sufrió de falta de "educación".
A los veintiún años encontró trabajo en una especie de negocio mercantil que tenía un tío suyo en
Constantinopla. Un día desapareció Basileios llevándose consigo el dinero de la caja. El furioso tío
le siguió la pista hasta Londres, donde fué detenido. Cómo y por qué fué detenido en Londres, por
un crimen cometido en Turquía; no se ha puesto en claro. Se trató, quizá, de una etapa en el proceso
de extradición. En todo caso, Zaharoff alegó que era un socio y no un empleado de su tío y presentó
un documento que lo confirmaba, un documento que había descubierto milagrosamente en el
bolsillo de sus pantalones cuando se dirigía al tribunal. Fué puesto en libertad. Este episodio no está
en modo alguno claro. Y nos muestra la nube más o menos oscura que envolvió desde un principio
su carrera.
Como en todo lo que se relaciona con Zaharoff, hay otras versiones acerca de esa huida, Robert
Neumann, quien invirtió cierto tiempo investigando la historia, pero que por desgracia envuelve
todo lo que escribe en una nube de palabras vagas, insiste en que no fué dinero, sino mercaderías, lo
que robó Zaharoff, y no a su tío, sino a un señor Hiphentides; y en que, habiendo convertido la
mercadería en dinero, huyó a Londres, donde fué detenido a petición del señor Hiphentides, después
de lo cual no fué absuelto, sino dejado en libertad con una reprimenda y la promesa de enmendarse.
Zaharoff, después de salir del trance a duras penas, fué a Grecia, pues Turquía era para él una "calle
cerrada". En Atenas se convirtió de Basileios Zacharias en Basil Zaharoff. Permaneció en esa
ciudad desde 1873 hasta 1877, viviendo de toda clase de extraños oficios. Pero llegaron a filtrarse
en Atenas algunas historias de la mala vida pasada de Zaharoff. Entre los jóvenes compatriotas con
quienes fraternizaba se fué creando una atmósfera hostil para él. Al parecer, la ciudad se le hizo

199
demasiado desagradable y el joven hostigado tuvo que abandonarla. Pero un golpe de buena suerte
lo ayudó en ese momento. Poco después de haber desaparecido de la ciudad daba un periódico la
noticia de que un preso llamado Basileios Zaharoff, al intentar escaparse de la vieja prisión de
Garbola, en Atenas, había
sido muerto por un centinela. Zaharoff se había hecho un amigo en Atenas, Stephen Skouloudis,
más tarde el dócil primer ministro del rey Constantino en su intento de poner a Grecia del lado de
Alemania, y entonces encauzado de lleno en el camino de la riqueza. Había simpatizado con
Zaharoff y le sorprendió mucho la noticia de su muerte.
Skouloudis fué a Garbola, obtuvo una descripción del preso que había sido muerto, hizo exhumar el
cadáver y tuvo la satisfacción de comprobar que no se trataba de su joven y calumniado amigo.
Hizo más averiguaciones con respecto a lo sucedido y descubrió que la vergonzosa calumnia había
sido inventada y publicada por un periodista que odiaba a Zaharoff. Después de huir a Inglaterra
una vez más —esta vez a Manchester— Zaharoff regresó a Atenas tan pronto como se enteró de
que Skouloudis había reivindicado su nombre y con el propósito de aprovecharse de la simpatía que
le había creado aquella injusticia horrible. Esto sucedió, al parecer, en 1877. Necesitaba trabajar, y
Skouloudis aumentó los motivos que tenía para mostrársele agradecido, recomendándolo al
representante de un fabricante de armas de fuego sueco, que se proponía salir de Grecia y buscaba
un sucesor. Zaharoff obtuvo ese puesto, corrió a casa de Skouloudis a darle las gracias, se arrodilló
ante él, cubrió sus manos de besos y lágrimas y le juró amistad eterna. De esta manera terminó la
primera fase de la carrera del joven Monte Cristo. Aunque parezca extraño, no se vuelve a hablar de
sus relaciones con Skouloudis hasta 1915, cuando éste era primer ministro del rey Constantino y
Zaharoff era el cerebro y la talega de dinero en los entretelones de la conspiración de Francia y
Gran Bretaña para destronar a Constantino y poner a los griegos del lado de los aliados.
3.
Zaharoff —quien tenía entpnces veintiocho años— trabajaba ahora en la industria de las
municiones, en la que iba a invertir el resto de su vida aventurera. Torsten Vílhelm Nordenfeldt,
pequeño fabricante sueco, nombró a Zaharoff agente suyo en todo el territorio de los Balcanes, con
un sueldo de chico libras semanales, que más tarde aumentaría con las comisiones. Era un comienzo
humilde, pero en el momento más oportuno. Todo el aspecto de la industria de las municiones
estaba cambiando debido a la presión de los inventores, los políticos y los comerciantes.
No había, por supuesto,, nada nuevo con respecto a la industria armamentista. No fué inventada
antes de la Guerra Mundial ni por los junkers alemanes. Se trata de un negocio como cualquier otro.
El hombre, en sus discusiones con otros hombres sobre cuestiones de religión, política, geografía y
comercio, ha llegado siempre a un punto en que le ha parecido mejor replicar a su opositor
sacándole las entrañas o rompiéndole la cabeza. La demanda de instrumentos de discusión de ese
tipo desde la época de la armadura de cuero o la lanza de pedernal, ha impulsado siempre, como era
muy natural, a los hombres emprendedores a proporcionarlas a cambio de los beneficios
correspondientes. Es un negocio como los del abogado, la prostituta, el verdugo, el banquero o el
zapatero. Antes de que el conquistador pueda levantar su espada, el armero tiene que fabricarle una
en su fragua. Antes de que los ejércitos puedan ponerse en marcha tiene que haber hombres —
millares, centenares de millares— que fabriquen fusiles, cañones, tanques, camiones, uniformes y
zapatos para abastecer a esos ejércitos. Se trata de un negocio y debe ser manejado como tal. Debe
haber un departamento de producción, un departamento de finanza y un departamento de ventas. Y
así como la función del departamento de producción consiste en inventar y producir medios de
matar más mortíferos, la función del departamento de ventas consiste en buscar compradores en
número creciente y estimular la demanda de los consumidores.
Por eso detrás de cada gran guerrero y cada gran guerra ha asomado la figura del vivandero, y quizá
de algún pobre buhonero que va siguiendo a las tropas con aguardiente; o de algún magnífico
caballero que negocia en su oficina, no con los soldados, sino con el jefe del estado mayor. Detrás

200
de Pericles estaba el fabricante de escudos Cleon; detrás de César, el banquero Creso y los
contratistas de guerra de Roma; detrás de Maximiliano, Jacob Fugger y sus ricas minas de cobre del
Tirol; detrás de Juana de Arco, Jacques Coeur, quien, como un verdadero patriota, proporcionó a la
Doncella armas y dinero y, como un verdadero fabricante de municiones, vendió armas, contra la
ley del propio Dios, a los infieles, y fué despojado de su riqueza, vestido con el cilicio y obligado a
murmurar de rodillas "que había enviado perversamente armaduras y armas al Sultán, enemigo de la
fe cristiana y del Rey". Cromwell tuvo también su abastecedor de armas, el piadoso Thomas
Papillon. Detrás de Luis XIV se hallaba Sam Bernard, el banquero, y los hermanos Páris de
Montmartel; detrás de Napoleón estaba Ouvrard.
Se trata de un negocio extraño y en realidad un poco misterioso.
Como cualquier otro negocio, exige una clase especial de hombre, con una clase especial de talento
y una clase especial de moral. Es ciertamente, según las palabras de un agente norteamericano de un
gran constructor de submarinos, "un negocio infernal, en el que siempre se está esperando
perturbaciones para prosperar".
No pretendo sondear la profundidad de su ética. Dejaré a otros la tarea de descifrar ese enigma
humano. M. de Wendel, francés, construyó en Briey un alto horno. Bríey se halla en la frontera con
Alemania, y en el otro lado, en Alemania, se halla Thionville, con sus altos hornos alemanes. Se
hallan, por lo tanto, uno a cada lado de la frontera: Briey en Francia y Thionville en Alemania.
Briey pertenece a M. de Wendel; Thionville a los alemanes. Comienza la gran guerra. Los franceses
no atacan a Thionville ni defienden a Briey. Retiran sus líneas y permiten que Briey caiga en poder
de los alemanes. Luego, durante toda la guerra, Briey y Thionville funcionan como una gran unidad
de producción bélica por los alemanes. Producen hierro y acero que es lanzado por los grandes
Berthas y las pequeñas ametralladoras alemanas contra los "poilus" franceses, que son segados a
centenares de millares. Un oficial tras otro preguntan por qué Francia no ataca y deja fuera de
acción a Briey y Thionville. El general Malleterre exige que se ataque. M. Píerre Etienne FÍandin,
que un día llegará a ser jefe de gobierno y es ahora oficial, lo reclama en el frente. El general
Guillaumat inicia el bombardeo, pero el cuartel general ordena inmediatamente que cese. Los
diputados piden a gritos la destrucción de esas fábricas. También la pide una comisión del Senado.
Inclusive el Gabinete pregunta por qué no se ataca a Briey y Thionville. Pero nada se hace. Siguen
fabricando armas para Krupp durante toda la guerra. Cuando ésta termina, Briey es devuelta a M. de
Wendel sin el menor daño. ¿Quién es M. de Wendel? ¿De qué clase de hombre se trata? ¿Qué
sucede debajo de sus ropas? ¿Qué pasa dentro de las cabezas de los soldados, oficiales y políticos
que protegen una "propiedad" que entrega su hierro y su acero a Krupp para que fabrique
armamentos con los que se pueda matar a los franceses en una guerra librada por la vida misma de
Francia? ¿Son monstruos? ¿Son demonios? Desgraciadamente, no lo son. Y eso es precisamente lo
que hace todo este asunto tan misterioso y difícil de comprender.
Fué en este negocio extraño en el que se encontró metido Basil Zaharoff, quien estaba dotado de
talentos casi ideales para la tarea. No era entonces una industria importante la de Nordenfeldt.
Quizá era más conocido Alfred Krupp, el fabricante de cañones de Essen.
Éste había heredado a los diez años una modesta fundición de acero del viejo Federick Krupp, quien
la había creado en 1823. A los catorce años empezó a trabajar en ella Alfred, quien poco a poco fué
haciéndose cargo de su dirección. Los cañones se hacían con cobre. Alfred empezó a hacerlos con
acero. Pero aún no había inventado un proyectil capaz de atravesar la mentalidad intransigente de
los burócratas militares. Los cañones se hacían con cobre, se habían hecho así siempre y seguirían
haciéndose. Herr Krupp aprendió desde un principio que la manera de vender cañones al rey de
Prusia era venderlos también a los vecinos y enemigos de Prusia. Vendió sus primeros armamentos
a Egipto y luego a Austria. Cuando comenzó la guerra austro-prusiana, ambos ejércitos se
disparaban el uno al otro las granadas de los cañones de Krupp, y sus armas de fuego habrían sido
utilizadas por los dos bandos de la guerra franco-prusiana, si Napoleón III no se hubiera negado a

201
comprarlas. El cañón de Krupp hizo posible la rápida victoria de Bismarck. Krupp fabricaba sus
cañones y los vendía ya en todas partes en 1877, fecha en que Zaharoff comenzó a actuar en el
campo armamentista.
Thomas Vickers desarrolló en Inglaterra la pequeña fábrica de su difunto padre, convirtiéndola en
una fundición de acero próspera que producía ruedas para vehículos, bloques de acero colado y
cilindros. Luego se puso a fabricar cañones de fusil y planchas blindadas, y por fin armas de todas
clases.
En Francia, Joseph Eugene Schneider, un pequeño banquero, compró Le Creusot, fundición de
acero y fábrica de armas que venía produciendo armamentos para Francia desde la época de Luis
XIV. Schneider se hallaba al borde de la bancarrota cuando las aventuras de Napoleón III lo
salvaron, lo rehabilitaron y lo hicieron rico. Schneider trataba desesperadamente de intervenir en el
negocio internacional de los armamentos, pero encontraba siempre la resistencia firme y afortunada
de Krupp.
En los Estados Unidos prosperaban los du Pont, Colt, Winchester y Remington como consecuencia
de la guerra civil. Eleuthére Irénée du Pont, hijo del famoso radical francés Pierre du Pont, emigró a
América, descubrió que la pólvora para cazar era mala, estableció una fábrica de pólvora
patrocinada por Napoleón y proveyó la mayor parte de la pólvora empleada en la guerra de 1812.
Era amigo de Jefferson, sufrió la baja inevitable de la postguerra, y consiguió en Francia la ayuda
de Madame de Stael y Talleyrand. Luego encontró ricos mercados en España y la América del Sur,
donde luchaban dictadores y revolucionarios; se negó a vender a
Cuba, durante la guerra de los Estados Unidos con México, por temor a que su pólvora fuese a parar
a Santa Ana (aunque odiaba aquella guerra), se enriqueció cuando los ferrocarriles y los
colonizadores necesitaron dinamita para volar las praderas, las montañas y los bosques del Oeste,
vendió todo lo que pudo a Inglaterra, Francia y Turquía durante la guerra de Crimea, y fué un
elemento esencial de la Unión en la guerra entre los Estados. En 1877 eran ya los du Pont las
figuras dominantes en la industria de la pólvora de los Estados Unidos, y en 1897 eran ya lo
bastante poderosos para intervenir en un acuerdo internacional, en virtud del cual, los fabricantes de
pólvora de América y de Europa se dividían el mundo entero entre sí.
Cok fabricaba revólveres y los vendía a los soldados y colonizadores que conquistaron las llanuras
de Texas. Fracasó en un principio, pero luego se enriqueció con la guerra de Crimea y la guerra
civil.
Remington hizo una fortuna con sus armas de fuego en la guerra civil, pero lo arruinó la paz.
Recuperó, no obstante, su fortuna, variando su producción y construyendo máquinas de escribir y
de coser, y en 1877 él y sus agentes en Europa competían de nuevo en el negocio de los
armamentos.
"Winchester, cuyas armas de fuego habían producido sensación en la Feria de Londres en 1851,
construyó un fusil de repetición sensacional; durante la guerra civil, contaba ya con treinta y ocho
establecimientos que fabricaban pequeñas armas de fuego cuando Zaharoff se convirtió en
fabricante de municiones, y tenía a su servicio a uno de los vendedores de armas más
extraordinarios del mundo, el coronel Tom Addis, que equipó a Juárez en México y cuyas armas
sellaron la suerte de Maximiliano.
Había otros fabricantes de armamentos menos importantes. Pero considerada en su conjunto, la
industria de las municiones no era un gran negocio. Los hombres que se enriquecieron con los
armamentos en los primeros tiempos —los hermanos Paris, Châtelain, Ouvrard, Rothschild, Bicker,
Jacques Coeur— no fueron productores de armas o pólvora y balas. Estas cosas se habían hecho
siempre, hasta la primera mitad del siglo XIX, en pequeñas fábricas, por artesanos individuales, en
pequeñas fundiciones, la mayor de las cuales empleaba tan solo a unos pocos centenares de
hombres. Quienes se enriquecían eran los contratistas, los intermediarios y los corredores que
asumían la función de reunir armas, alimentos, cereales y ropas para los ejércitos. Pero con el

202
desarrollo de las em-
presas de Krupp, Schneider, Vickers, du Pont y otros, el negocio de producción de armas y
explosivos había adquirido una importancia mucho mayor.
Todas las corrientes del mundo se movían en la dirección del negocio mágico en que había entrado
tambaleando el joven Zarahoff. El parroquiano del fabricante de municiones es el soldado. Y
Europa estaba aprendiendo a producir muchos de esos parroquianos. Empezó Francia —la Francia
republicana— con su conscripción en masa durante la Revolución. Pero la práctica había muerto
cuando, tras 1815, el liberalismo había barrido otra vez a Europa, hasta que, con Napoleón III,
renació una vez más el movimiento militarista. Bis-marck hizo un soldado casi de cada alemán. Y
después de la guerra franco-prusiana todos los monarcas de Europa ansiaban imitar el modelo
junker. Las naciones ya no esperaban a la guerra para formar un ejército, un pequeño ejército
mercenario. En todos los países se formaban ejércitos durante la paz, ejércitos mucho mayores que
los que habían intervenido en la guerra hasta entonces. En resumen, todo hombre sano y robusto de
Europa era ya un cliente para los fabricantes de armas, y la paz se convirtió para éstos en un período
de florecimiento mejor aún que el que había sido hasta entonces el período de guerra. Europa se
transformó en un campamento armado y los Krupp, los Schneider y los Vickers no tuvieron que
esperar ya a la guerra para hacer grandes negocios. Francia, sombría, lloraba a sus "provincias
perdidas"; Italia abrigaba el sueño de la "Italia Irredenta"; Alemania se preparaba contra la
venganza de Francia; Rusia forjaba sus sueños pan-eslavos; los Balcanes esperaban el día en que
pudieran librarse de Austria, Turquía y Alemania. Todo ello creaba un clima perfecto para el
comercio de los vendedores de fusiles, cañones y pólvora.
Además, los fabricantes de muerte no permanecían ociosos. Fabricaban armas nuevas y más
terribles: pólvora sin humo, fusiles de repetición de tiro exacto a distancia, ametralladoras, cañones
de una sola pieza, instrumentos de retroceso, buques de guerra blindados que comenzaron con el
Merrimac y el Monitor, y submarinos, etc., etc. Todas estas cosas proporcionaban a los vendedores
de armas una serie de mercaderías que introdujeron en los armamentos el elemento estimulante del
estilo y de la moda, y mantenían a los departamentos encargados de la compra de pertrechos muy
ocupados arrinconando las armas viejas y adquiriendo otras nuevas.
Este último elemento favoreció mucho al vendedor de armas nuevas de Atenas, al nuevo
representante de Nordenfeldt en los
Balcanes. Pues Nordenfeldt, aunque era Un fabricante modesto, poseía una atrayente colección de
instrumentos mortíferos. Contaba con el perno roscado excéntrico, la espoleta de tiempo mecánica,
un excelente fusil de tiro rápido y, maravilla de las maravillas, un submarino que él había
inventado.
Zaharoff tenía que buscar negocios en los Balcanes. La guerra turco-rusa acababa de terminar.
Grecia se vio excluida de la división del botín y decidió armarse. Se propuso crear un ejército de
100.000 hombres en vez de 20.000, es decir 100.000 clientes en vez de 20.000, para el joven
vendedor de armas. Por supuesto, Zaharoff tuvo que hacer frente a la competencia de Krupp y de
otros. Pero él era griego, y por ese tiempo, podemos estar seguros de ello, ardía de patriotismo y de
deseo de vender.
Pero no logró vender un submarino hasta 1885, fecha en que colocó uno a la armada griega. Una
vez conseguido eso, el patriota griego fué a negociar con el enemigo de Grecia, Turquía, y le vendió
dos. Para entonces, Hiram Maxim, el norteamericano, acaparaba el negocio de las armas de fuego
de tiro rápido, pues su ametralladora Maxim superaba con mucho a todas las rivales. Recorría
Europa demostrando personalmente la excelencia de su arma y recibiendo encargos. Se trataba de
un asunto serio para Nordenfeldt y su representante Zaharoff. Nadie sabe cómo se hizo la cosa ni
quién la consiguió, pero en 1886 Maxim y Nordenfeldt unieron sus fuerzas. Zaharoff tenía ya una
participación importante en la casa Nordenfeldt.
Con esa base comenzó a actuar en un territorio más amplio que los Balcanes. Había establecido

203
relaciones con muchas de las personas más influyentes de los departamentos de guerra, ministerios
y altos círculos sociales de Europa. Era el vendedor principal de la combinación Nordenfeldt-
Maxim. Nordenfeldt fué desapareciendo poco a poco del negocio, Zaharoff ocupó su lugar como
socio de Maxim y la casa recibió el nombre de Compañía Limitada de Armas y Municiones Maxim.
Es un hecho singular que Hiram Maxim no mencione a Zaharoff en su autobiografía.
El siguiente paso fué otra combinación con Vickers, Thomas Vickers, el segundo en importancia de
los grandes fabricantes de armas ingleses. Maxim fué nombrado miembro de la junta de directores
de la Vickers. El nombre de Zaharoff no figuró en la organización. Pero él y Maxim, en una
proporción desconocida por la historia, consiguieron de Vickers para su compañía 1.353.334 libras
esterlinas, parte en moneda corriente y parte en acciones de la com-
pañía Vickers. Zaharoff scconvirtió así en un accionista importante de la Vickers, de la que llegaría
a ser un día el accionista principal. Llegó a ser también el principal vendedor de Vickers, quien, a
diferencia de Krupp y Schneider, se había mantenido hasta entonces fuera del mercado
internacional. Pero Zaharoff le mostró el camino que había que seguir para actuar en ese campo
provechoso, y en adelante recorrió Europa con una tarjeta que lo anunciaba como el delegado de
Thomas Vickers e Hijos.
Pero el de Vickers no era en modo alguno un gran negocio. Su función principal había consistido en
proporcionar armas de fuego a la armada británica. Era un negocio próspero e imponente de
acuerdo con las normas modestas de la época. Su gran desarrollo data de la absorción de la
compañía Nordenfeldt, con el submarino de éste, la ametralladora de Maxim y el arte de vender,
astuto y dinámico, de Zaharoff.
4.
No faltaba más que la aventura amorosa para que Basil Zaharoff pudiera representar el papel de
protagonista en una novela de Dumas. Y vivió esa aventura de una manera que estaba
perfectamente de acuerdo con su carácter. En 1889, mientras recorría Europa —y sobre todo
Rusia— en busca de encargos, conoció a María del Pilar Antonia Angela Patrocinio Simona de
Muguiro y Berute, Duquesa de Villafranca. Era ésta, esposa de un joven estrechamente vinculado
con la familia real española. Demostró ser útil para Zaharoff consiguiéndole en España relaciones
que le permitieron vender armas por valor de muchos millones al ministerio de Guerra de aquel
país. Pero Zaharoff se enamoró de la Duquesa y la apremió para que se divorciase de su marido, que
estaba enfermo y al borde de la demencia. La Duquesa, buena católica, no quiso divorciarse, pero se
convirtió en la querida de Zaharoff, confiando en que su marido estaba destinado a una muerte
próxima. Él perdió completamente el juicio, fué encerrado en un manicomio, y siguió molestando a
la Duquesa y a su amante prolongando su vida,durante otros treinta y cinco años. Ella siguió siendo
la querida de Zaharoff y él siguió unido a ella por un afecto singular y en 1924, cuando murió el
esposo, los dos amantes —ya ancianos y cerca del fin de su vida, pues él contaba 75 años y ella
pasaba de los 60— se casaron en una pequeña ciudad de los alrededores de París. Tuvieron dos
hijas.
Sin embargo, la Duquesa sólo sobrevivió dieciocho meses al casamiento y su muerte dejó
inconsolable a su anciano consorte.
Por la época en que conoció a la Duquesa estableció Zaharoff un hogar en París. Era rico y hombre
de aspecto llamativo y distinguido. Un bigotito y unos párpados caídos e imperiales agregaban una
expresión de inescrutabilidad a su grave talante. Cultivaba el hábito del silencio. Evitaba las
exhibiciones, las apariciones en público. Ocupaba un lugar en el mundo nebuloso y mal iluminado
tan fascinador para los lectores de diarios: el mundo de los entretelo-nes. Tenía conocidos, si no
amigos, entre las personas más importantes de Europa. Era ahora un socio, delegado para las ventas,
y espíritu orientador, de una gran casa armamentista británica, pero tenía su hogar en Francia.
Hablaba el turco, el griego, el francés, el italiano, el alemán y probablemente varios dialectos
balcánicos. Y el mundo se abría ante él de una manera feliz si no bella, facilitándole el camino para

204
sus tristes negocios.
En cuanto a Vickers, comenzó a extender sus negocios en una escala impresionante. En 1890
emprendió Inglaterra un programa naval más ambicioso que nunca. Vickers, que había sido
fabricante de armas de fuego, se dedicó ahora a las construcciones navales, como hacía Krupp en
Alemania. Adquirió la mayoría de las acciones de la gran compañía constructora de barcos de
Beardmore, en Glasgow. Se hizo cargo de la Naval Armaments Company con sus arsenales, la
Woolsey Tool Motor Company y la Electric %ó Ordnance Accessories Company. Su casa se
convirtió en un gran almacén de armas mortíferas y podía abastecer a sus clientes con toda clase de
ellas, desde un rifle hasta un buque de guerra. Sir Vincent Caíllard fué su genio financiero, así como
Zaharoff era su genio vendedor. Ambos formaban una pareja excelente. Caillard sabía cómo
mezclar las funciones duras y crueles de la fínanza armamentista con los valores más delicados y
espirituales de la versificación, como otro fabricante de municiones más antiguo, Bonnier de la
Mosson, quien acumuló una fortuna como contratista del ejército en la época de Luis XV y
entretuvo sus ocios escribiendo versos tan malos que, según Voltaire, debían ser premiados por la
Academia. Sir Vincent hacía también música y encontró tiempo entre sus hazañas financieras
armamentistas para poner música a Songs wf Innocence de Blake.
Los acontecimientos los favorecieron: la guerra hispano - norteamericana, la guerra chino -
japonesa, la guerra anglo - boer, en la que los Tommies, armados con fusiles Vickers, eran segados
científicamente con los pom-pom de Maxim, o sea los cañones de tiro
rápido proporcionados a los boers por el señor Zaharoff de la Vickers. Pero la mayor oportunidad
fué la guerra ruso - japonesa. Cuando ésta terminó despertaron todos los Ministerios de la Guerra de
Europa. Esa guerra había constituido un gran campo de experimentación para las armas de fuego y
los buques de guerra, un laboratorio para los militaristas. Sobre todo, Rusia tuvo que volver a
empezar y reconstruir por completo sus ejércitos derrotados. El Zar aprobó un presupuesto de más
de 620.000.000 de dólares para el rearme. Todos los fabricantes de armamentos del mundo
corrieron a San Petersburgo. Zaharoff, en representación de la Vickers, fué el primero en llegar.
Hablaba el ruso con fluidez. Era miembro de la Iglesia Ortodoxa Griega. Había vivido mucho
tiempo en Rusia. Sabía por donde andaba.
La casa Schneider-Creusot se creía con derechos especiales a negociar con Rusia. ¿No era Rusia
una aliada de Francia? ¿No eran los banqueros franceses los que daban ayuda financiera a Rusia?
Pronto se inició una lucha entre Schneider y Vickers, lucha de la cual salió Zaharoff con la mayor
parte del botín. Y hasta puede afirmarse que este episodio particular lo confirmó definitivamente
como el traficante de armamentos más grande del mundo.
La lucha se centralizó en dos proyectos: las fábricas de municiones Putilov y un plan para construir
en alguna parte de Rusia una nueva fábrica de cañones.
La disputa se hizo algo complicada, como todas las disputas sobre armamentos en Europa. Detrás
de Schneider se hallaba el Banque de VUnion Parisienne, del que era uno de los accionistas
principales. Y de una manera bien curiosa, con Vickers se había aliado otro banco francés, la
Sociéte Genérale.
Los talleres Putilov habían sido costeados en gran parte por Schneider con fondos de 1'Union
Parisienne. Pero Putilov necesitaba más fondos. Y para empeorar las cosas, Putilov había perdido el
favor del Zar. Schneider, habiendo perdido la esperanza de seguir vendiendo armamentos franceses
por medio de Putilov, concibió la idea de construir para Rusia otra fábrica enteramente nueva en los
Urales. Pero Zaharoff trabajaba en el mismo proyecto, siguió el camino más corto y consiguió el
contrato para construir el gran arsenal de Zaritzyn a un costo equivalente a 12.500.000 dólares.
Además, él y ciertas casas inglesas con las que trabajaba consiguieron importantes contratos por
medio de la St. Petersburg Iron Works y la Franco-Russian Company. También firmó contratos con
la Russian Shipbuilding Company para construir dos buques de gue-
rra, en tanto que la Beardmore, subsidiaria de Vickers, consiguió la construcción de un arsenal y de

205
una fábrica de cañones. Era un grave golpe para Schneider. Mientras Zaharoff trabajaba en Rusia
para conseguir esos contratos publicaba en París un diario, Excelsior, que hacía una propaganda
continua para que Francia otorgase a Rusia más empréstitos, empréstitos franceses que Rusia podía
invertir en las compras a Vickers.
Schneider consagró otra vez su atención a salvar los talleres Putilov y reforzar su dominio de los
mismos. Ya no podía obtener más ayuda financiera de l'Union Parisienne, porque este banco había
invertido ya demasiado en Putilov y en los negocios balcánicos. Apeló desesperado a la Société
Genérale, que estaba aliada en secreto con Zaharoff y los ingleses, aunque era un banco francés. Su
petición fué rechazada, por supuesto. En realidad, la Société Genérale se aprovechó de las
dificultades de Schneider, ayudada sin duda por Zaharoff, para obligarlo a abandonar por completo
las fábricas Putilov. Aquello se convirtió en una lucha entre dos bancos franceses y un magnate
francés de las municiones, por los negocios en Rusia. Pero en ese momento realizó el Sr. Schneider
uno de esos movimientos tácticos que encontramos en las novelas de misterio de Oppenheim.
Un día leyó París en el Echo de París un breve despacho fechado en San Petersburgo. "Circula el
rumor —decía— de que las fábricas Putilov de San Petersburgo serán adquiridas por Krupp. Si esta
información se confirma causará gran inquietud en Francia. Es sabido que Rusia ha adoptado tipos
franceses de armas y municiones para su artillería naval y defensas costeras, La mayor parte del
material producido en este tiempo por Putilov ha sido hecho en colaboración con las fábricas
Creusot y el cuerpo de técnicos que enviaron éstas al lugar".
Había en este parrafíto un detalle sugerente Putilov fabricaba armas francesas de acuerdo con planes
franceses. Krupp podía quedarse con las fábricas Putilov. De ese modo caerían en poder de los
alemanes todos los secretos de las armas francesas. Tal era el mensaje alarmante que contenía el
despacho. Lo más inquietante de todo era que el gran cañón secreto de Francia —el de 75
milímetros, tan celosamente guardado— llegaría a poder de los ingenieros de Krupp. La insinuación
se convirtió rápidamente en una campaña periodística sensacional. Krupp desmintió la noticia.
También Vickers, relacionado con la venta por algunos diarios, la negó. Francia no debía sufrir ese
desastre. Rusia deseaba un empréstito
por el equivalente a 25.000.000 de dólares para restaurar los ferrocarriles. El gobierno apeló a los
franceses patriotas para que se unieran con objeto de hacer ese empréstito a Rusia poniendo como
condición que Schneider siguiera siendo dueño de las fábricas Putilov. La presión era demasiado
grande para resistirla. Se hizo el empréstito. Schneider consiguió el dinero que necesitaba para
Putilov.
Y hasta la Société Genérale tuvo que ayudarlo.
Esto sucedió algunos años antes de que Francia supiese que todo el incidente del despacho había
sido un engaño. Mr. Albert Thomas, director de la Oficina Internacional del Trabajo de Ginebra,
pronunció en 1921 un discurso describiendo cómo los industriales franceses se habían jactado ante
él de haber fraguado el despacho de San Petersburgo en la redacción del Echo de París, una noche a
las diez, y de cómo lo habían hecho, no porque Putilov estuviese amenazado por Krupp, sino por
otro grupo francés. En su disputa para apoderarse de una fábrica rusa no habían titubeado en agitar a
la opinión pública contra Alemania, en hacer hervir la vieja olla patriotera.
Zaharoff había fracasado en sus maniobras para arrojar a los franceses por completo de Rusia, pero
consiguió para Víckers y otros fabricantes de armas ingleses, la mayor parte de los millones
invertidos por Rusia en municiones.
5.
Los fabricantes de armas siguieron arrastrando así a Europa por el camino que condujo a 1914.
Había aparecido el aeroplano y Vickers agregó a sus crecientes intereses la fabricación de aviones.
Zaharoff fundó una cátedra de aviación en la Sorbona de París.
Y a pesar de todos sus esfuerzos para eludir los proyectores, se encontró con que éstos arrojaban sus
luces sobre él a intervalos, con gran desconcierto suyo. ¿Quién es el señor Zaharoff? ¿Qué es? ¿A

206
qué país pertenece? Nació en Turquía, pero es griego, ciudadano francés y hombre de negocios
inglés. ¿A qué país sirve? ¿Y qué clase de juego está realizando en Francia? No eran preguntas muy
gratas para quien poseía lo que ha llamado Mr. RooseveLt la pasión por el anonimato. De aquí que
fundase y dotase la cátedra en la Sorbona. Y luego un hogar para los soldados franceses. Su nombre
aparecía en todas las listas de subscripción en favor de todas las buenas causas francesas. Y más
tarde el gobierno francés le confirió
la escarapela de la Legión de Honor, como recompensa por la cátedra en la Sorbona.
Vickers fué creciendo y extendiéndose. Tenía fábricas en Gran Bretaña, Canadá, Italia, África,
Grecia, Turquía, Rusia, Nueva Zelandia, Irlanda y Holanda; bancos, fundiciones de acero, fábricas
de cañones, arsenales, fábricas de aviones, y empresas subsidiarias de todas clases; todo un imperio
armamentista. Tenía un capital social mayor que el de Krupp y relaciones y posesiones más
extensas que las de Krupp. Y su desarrollo se debía principalmente al ciudadano francés de sangre
griega que, actuando como embajador-vendedor, había plantado el estandarte de Vickers en todo el
mundo, desde Irlanda al Japón y desde el Mar del Norte hasta las Antípodas.
Todo eso se hizo con la ayuda y la presión del gobierno británico, los inmensos recursos financieros
del tesoro británico; por medio del soborno y la trapacería, la compra de autoridades navales y
militares y de la prensa, dondequiera que los diarios podían ser comprados. Es una historia negra y
sórdida de enriquecimiento despiadado sin tener en cuenta para nada el honor, las costumbres, ni
siquiera las consideraciones nacionales o humanas, mientras la Europa que agitaban con sus
conspiraciones y aterrorizaban con sus alarmas de guerra y a la que vendían odios como condición
indispensable para vender armas, se deslizaba con la seguridad del sino en el abismo de fuego y
muerte de 1914.
El 18 de marzo de 1914, al borde del próximo desastre, Philip Snowden, caudillo laborista enfermo
y lisiado, se levantó en la Cámara de los Comunes para pronunciar un discurso. Al terminar, había
sacudido al Imperio Británico con sus revelaciones. Diurante dos años un joven cuáquero socialista
llamado Walton Newbold había seguido con infinitos esfuerzos las huellas tortuosas de los
fabricantes de armamentos internacionales. Y Philip Snowden tenía en su poder los frutos de esa
larga investigación cuando se levantó para hablar. Señaló uno por uno a los ministros del Gabinete,
miembros de la Cámara, altos jefes del ejército y de la armada y personas de posición real que eran
grandes accionistas de Vickers y Armstrong y de los constructores de buques John Brown y
Beardmore.
Los beneficios de Vickers y Armstrong habían sido enormes y las personas más poderosas del
estado, la iglesia y la nobleza habían sido incluidas en esas empresas para que participasen de
dichos beneficios. Vickers contaba entre sus directores con dos duques, dos marqueses y parientes
de cincuenta condes, quince baronets y cinco
caballeros, veintiún oficiales navales, dos arquitectos navales del gobierno y numerosos periodistas.
Armstrong contaba todavía con más: sesenta condes o sus esposas, quince baronets, veinte
caballeros y otros veinte arquitectos y oficiales militares o navales. Además había trece miembros
de la Cámara de los Comunes en los directorios de Vickers, Armstrong y John Brown. "Sería
imposible —dijo Snowden— arrojar un puñado de guijarros a cualquier parte de los bancos de la
oposición sin alcanzar a miembros interesados en esas casas armamentistas".
Ministros, oficiales, funcionarios y técnicos pasaban del gobierno, del ejército, de la armada, del
departamento de Guerra y del Almirantazgo, al servicio de los fabricantes de armamentos.
Snowden citó a Lord Welby, jefe del Servicio Civil, quien sólo pocas semanas antes había
denunciado a los conspiradores armamentistas. "Estamos en manos de una organización de fulleros
—había dicho Lord Welby—. Son políticos, generales, fabricantes de armamentos y periodistas.
Todos ellos están ansiosos de que se hagan gastos ilimitados e inventan alarmas para aterrar al
pueblo y a los ministros de la Corona".
Cada negocio atrae a los hombres que poseen el gusto, el talento y la moral, que mejor se adaptan a

207
sus requisitos especiales. El mundo de los armamentos europeo era entre bastidores un mundo de
intrigas, trapacerías, hipocresía y corrupción. Implicaba un extraño contubernio entre el patriotismo
más ardiente y el realismo más frío y despiadado. Y los hombres que se elevaron a la dirección del
mismo eran hombres que combinaban los vicios del espía, del sobornador y del corruptor. Jugaban
con un explosivo mucho más volátil y peligroso que ninguno de los fabricados en sus laboratorios
—el patrioterismo— y lo hacían con un realismo implacable. Había, en verdad, algo singularmente
brutal en su realismo.
El camino seguido por ese vasto esfuerzo armamentista entre 1877 y 1914, está manchado por una
serie de sobornos de almirantes, generales y funcionarios civiles de todas clases, desde ministros a
mensajeros. Un fabricante de armamentos alemán dijo que "Krupp emplea a centenares de oficiales
con licencia o en retiro, con altos salarios, por no hacer nada absolutamente. Las fábricas Krupp son
para algunas familias una gran sinecura en la que encuentran empleos los sobrinos y parientes
pobres de oficiales de gran influencia en la guerra".
En 1913, un año antes de las revelaciones de Snowden en la Cámara de los Comunes, el Dr. Karl
Liebknecht, caudillo socialista
en el Reichstag, hizo una serie de gra"ves> acusaciones contra los principales fabricantes de
armamentos alemanes que tuvieron como consecuencia el proceso y la condena del secretario-
inspector del Ministerio de Guerra, cuatro oficiales de arsenales, otros cuatro lugartenientes y otras
personas, entre ellas Brandt, el agente de Krupp en Berlín. Un año después, más o menos en el
momento en que Snowden conmovía a sus colegas en el Parlamento, hizo Liebknecht una nueva
serie de acusaciones contra la corrupción de oficiales japoneses por la Siemens-Schuckert, otra casa
alemana fabricante de armas. Esto llevó al escándalo descubierto por la Dieta japonesa y demostró
que la casa. Vickers, por medio del señor Zaharoff, junto con la Mitsui Bussan Kaisha, habían
invertido 565.000 dólares en sobornar a oficíales japoneses con objeto de conseguir el contrato para
construir el buque de guerra Kongo, Por supuesto, no había espías capaces de seguir las huellas
múltiples y tortuosas de los fabricantes de armamentos. Es extraño que se pudiera descubrir una
parte tan grande de sus maniobras corruptoras. Pero lo ya sabido puede considerarse nada más que
como ejemplo de la manera como realizaban su negocio.
Toda la excusa de esta industria era la defensa nacional. Sin embargo, esas empresas se dedicaban
activamente a proporcionar armas a los ejércitos enemigos igualmente que a los de sus propios
países. Hasta la muerte de Alfred Krupp en 1887 éste había fabricado 24.576 cañones, de los cuales
sólo 10.666, o sea menos de la mitad, habían sido vendidos a su propia patria para la defensa
nacional. El resto fué a parar a los enemigos y vecinos de Alemania. Algunos de ellos —Austria y
China— se suponía que eran aliados. Pero los cañones Krupp en poder de Austria sembraron la
muerte en las filas alemanas durante la guerra austro-prusiana, y cuando, en la rebelión boxer, un
barco de guerra alemán atacó a un fuerte chino, los cañones Krupp vendidos a Li Hung Chang
llevaron la muerte y la destrucción a los marinos alemanes. Cuando Italia y Turquía se hicieron la
guerra en 1911, Turquía utilizó una flota que le había proporcionado Italia en su mayor parte. Y
cuando Italia y Alemania pelearon en la Guerra Mundial, Italia poseía una flota de diecisiete buques
construidos en los astilleros alemanes. Zaharoff había obtenido de Turquía contratos para construir
dos grandes acorazados y una flota de destructores para patrullar los Dardanelos, los cuales estaban
convenientemente a mano cuando los soldados británicos desembarcaron en 1915 para tratar de
apoderarse de los estrechos. Con anterioridad, los Tommies británicos
en el África del Sur eran segados por los cañones Maxim de tiro rápido —los pom-poms— que
Zaharoff había vendido a los boers en nombre de Vickers. La historia es interminable. Puede
incluirse en ella el hundimiento del Lusitania, que tanto influyó para que los Estados Unidos
entrasen en la guerra. Pues se trató de la hazaña de un submarino alemán construido de acuerdo con
planos entregados a Austria antes de la guerra, por la Electric Boat Company, empresa
norteamericana constructora de submarinos.

208
6.
La fama de Krupp —el papel que él, Alfred, y su hijo Fritz desempeñaron en el desarrollo del
régimen junker en Alemania— da al nombre de Krupp una especie de primacía entre los
Mercaderes de la Muerte. Y aunque Krupp nunca alcanzó la importancia y la expansión de la casa
Vickers engrandecida por Zaharoff, y particularmente de la casa Vickers-Armstrong, cuando ambas
se combinaron después de la guerra, debemos hablar, no obstante, aquí' de esa gran maquinaria de
armamentos alemana. El viejo Alfred Krupp, despótico, dominante, implacable perseguidor de
riqueza, falleció en 1887. La pequeña fundición de acero de Essen no tenía más que unos treinta
empleados cuando empezó a trabajar en ella. Cuando Zaharoff comenzó a dedicarse a la industria
de las armas en Grecia, se había convertido ya en una gran empresa que empleaba a más de 16.000
hombres. El viejo Alfred murió como un misántropo desdichado y solitario. Dejó como heredero a
su hijo Fritz, de treinta y tres años, delicado, tímido, sensible, nada prometedor, y que había
ocupado varios puestos en el negocio desde los veinte años como preparación para su destino.
Fritz Krupp se dedicó inmediatamente a una política de expansión construyendo blindajes y
comprando arsenales en Kiel con objeto de prepararse para la era de expansión naval que incubaba
en aquel momento el joven von Tirpitz.
Bísmarck fué despedido, desapareció el último obstáculo para un militarismo desenfrenado y el
joven Kaiser Guillermo se hizo amigo íntimo, frecuente visitante y compañero de caza de Fritz
Krupp. Von Tirpitz fué nombrado Secretario del Almirantazgo, se aprobó la primera ley naval para
invertir 150 millones de marcos en buques y Krupp obtuvo la parte del león. Nació la Liga Naval
Alemana. Con la ayuda de grandes subsidios de Krupp,
Stumm y otros patriotas armamentistas, desencadenó en el pueblo alemán una inundación de
propaganda altamente patriótica respaldada por el Kaiser. La era de los junkers se hallaba en su
apogeo. Guillermo ordenó que la mitad de los contratos para armamentos se otorgasen a Krupp y el
resto se dividiese entre los otros fabricantes de armamentos germanos. Alemania adquiría sus armas
en el mismo país. Las fábricas, astilleros y dársenas de Krupp se hicieron indispensables para
Alemania, no sólo con propósitos bélicos, sino también para tiempo de paz. Era una vasta industria
que empleaba a muchos hombres y contribuía a que se empleasen muchos más en todas las
industrias de materias primas de las que dependía. Al considerarse en Alemania la Conferencia de
La Haya, reunida para procurar el desarme, los ministros militaristas preguntaron qué sería de la
casa Krupp si Alemania se desarmaba. Hicieron su pregunta por escrito y el Kaiser añadió de su
puño y letra al memorándum la siguiente pregunta: "¿Cómo pagará Krupp a sus obreros?". El
armamento se había convertido en una piedra angular de la política económica interna de Alemania.
Fritz Krupp fué enriqueciéndose cada vez más y en 1895 tenía ya 119 millones de marcos, y al
morir en 1902 su fortuna alcanzaba a 187 millones de marcos. Poseía una renta de siete millones de
marcos en 1895 y de veintiún millones en 1902. Había abandonado la vida austera del viejo y rudo
Alfred. Era un monarca de la industria. Vivía en tres grandes castillos alemanes —el de Hugel en el
Ruhr, el de Sayneck en el valle del Rin y el de Mei-neck en Baden-Baden— y era miembro del
Consejo de Estado prusiano, de la Cámara de los Pares federal y Consejero Privado, rodeado de
aduladores y parásitos.
Estaba destinado a un triste fin. Hombre de gustos extraños y conducta desconcertante, encerró a su
esposa en un manicomio y adquirió un palacio en Capri, la Ermita de Fra Felicia, a la que llamó la
Santa Gruta. Vistió a sus sirvientes con el hábito de los frailes franciscanos. Fundó una "orden", una
asociación de hombres cuyos miembros poseían llaves para entrar en la Santa Gruta. Allí se servían
banquetes gargantuescos. Allí el Rey II de los Cañones se entregaba a la francachela hasta la aurora,
o sea a las orgías, como las llamaban los habitantes de la isla. Los diarios de Ñapóles informaban
acerca de ellas. Un diario alemán, el Vorwatts, reproducía esas informaciones, insinuando que se
trataba de una "abadía" homo-sexual. Fritz Krupp entabló juicio contra el Vorwürts. Los
diputados socialistas se lanzaron al ataque y el episodio se convirtió en un escándalo nacional en el

209
que tuvo que intervenir el Kaiser.
La noche del 21 de noviembre de 1902, cuando se preparaba el proceso contra el Vorwarts, Fritz
Krupp apareció muerto en su dormitorio. Si murió de un ataque o se suicidó, siguió siendo un tema
de violenta controversia en Alemania durante muchos años. Se dieron muchas informaciones
contradictorias con respecto a esa muerte. El Kaiser fué a Essen y desfiló a pie ante el cadáver para
acallar el escándalo. El proceso contra el Vorwarts no se llevó a cabo. Y la viuda, que hasta la
muerte de Fritz había pasado por demente, se hizo cargo de las vastas empresas y las administró
durante un tiempo con habilidad y energía.
7.
Cuando estalló la guerra en Europa se abrió el paraíso para los fabricantes de armamentos. A
primera vista puede parecer extraño que las actividades de Zaharoff durante la guerra, se
mantuvieran en la oscuridad. Pero si hubo alguna época en la que Europa no necesitó de vendedores
de armas fué después de 1914. El vendedor había realizado ya su trabajo. La guerra —la guerra
moderna, el cliente más grande e insaciable de los fabricantes de armamentos— había aparecido en
el mercado. Generales y almirantes pedían armas y explosivos en cantidades crecientes. El trabajo
de los vendedores de muerte había terminado por el momento. En consecuencia, la industria de
Zaharoff no precisaba de sus talentos peculiares.
Pero llegó un momento en que Gran Bretaña y Francia quisieron hacer de Grecia una aliada activa
en la guerra. Eso sucedió cuando Inglaterra lanzó su ataque contra los Dardanelos. El gobierno
griego estaba dividido. El pan-helenista Venizelos, su mayoría en la Cámara y el Consejo Nacional,
apoyaban la unión con los aliados. El rey Constantino, cuñado del Kaiser y germanófilo, apoyaba la
neutralidad. Era popular en Grecia a causa de las recientes victorias en los Balcanes. El rey pidió la
renuncia a Venizelos. En junio, los votantes le devolvieron el poder. El principal objetivo de los
aliados en aquel momento era mantener a Bulgaria fuera de la guerra y de ahí que amenazasen con
la intervención de Grecia de parte de los aliados. Bulgaria decretó la movilización en septiembre de
1915. Venizelos ordenó una contra-movilización. El rey lo
permitió hasta que supo que Venizelos se proponía acudir en ayuda de Servía. Y volvió a despedir a
su jefe de gobierno.
En ese momento fueron necesarios los buenos oficios de Zaha-roff. Cuando tuvo que renunciar
Venizelos, Constantino nombró a Skouloudis, antiguo amigo y benefactor de Zaharoff, jefe del
gobierno. Quizá explicase ello el interés de Zaharoff. Quizá se sintiese capaz de hacer milagros con
Skouloudis. Pero había otro motivo. El problema griego asumía en aquel momento la forma de una
conspiración para destronar al rey y expulsarlo de Atenas. Era un asunto en el que Francia e
Inglaterra no podían intervenir oficialmente. No se atrevían a proporcionar fondos con ese objeto.
Después de todo, Grecia era neutral y mantenía relaciones amistosas con Francia. Por lo tanto,
Briand se negó a intervenir directamente en la organización y el costo de un plan para derribar la
monarquía en Grecia. Pero Zaharoff, ciudadano privado, podía hacerlo, sobre todo si lo hacía con su
propio dinero. En consecuencia, poco antes de la Navidad de 1915 mantuvo una conferencia con
Briand y accedió a encargarse de la tarea de poner a Grecia del lado de los aliados o de derribar a
Constantino. Briand informó a Venizelos sobre lo convenido. Y Zaharoff se puso a la tarea.
No se sabe qué hizo personalmente, qué pasos dio en realidad y qué presiones organizó y puso en
juego. Se supone que él aportó el dinero para la campaña y se dice que alcanzó a muchos millones.
Tampoco se sabe si ese dinero era suyo o de Vickers y otras grandes casas armamentistas. La
propaganda que se venía realizando en Grecia a cargo de un agregado naval francés era execrable.
El agregado fué relevado de su misión y se creó un instrumento llamado Radio Acción para que
fuera preparando la opinión griega. Apeló a todos los recursos familiares de la propaganda
internacional. Pagaba subsidios a los diarios, sobornaba a los directores, publicaba folletos,
costeaba reuniones públicas y puso en práctica todas las técnicas corrientes de la propaganda
clandestina. Utilizó sobre todo los éxitos aliados. T°dos los pequeños países de Europa deseaban

210
hallarse del lado del vencedor. Y la Radio Acción de Zaharoff difundía mentiras tan colosales sobre
las victorias francesas e inglesas que el ministro de Rusia en Atenas protestó declarando que aquello
era absurdo.
Si Zaharoff trató de conseguir algo de su antiguo amigo Skouloudis fracasó, pues el primer ministro
se mantuvo fiel al rey y trabajó incesantemente en favor de la neutralidad. Pero la posición de
Constantino era cada vez más débil y la de Zaharoff cada vez
más fuerte. Por fin, cuando todo estaba ya maduro, Venizelos fué a Salónica, donde habían
desembarcado los aliados, y organizó un gobierno revolucionario que produjo la abdicación de
Constantino en junio de 1917. Grecia se unió a los aliados y al año siguiente lanzó 250.000
soldados en la gran ofensiva de Macedonia que obligó a Bulgaria a rendirse.
Se trataba de un servicio importante, pues la derrota de Bulgaria, a la que había contribuido mucho
la participación de Grecia, fué la primera grieta en el frente enemigo. Zaharoff se ocupaba ya en
otras cosas. Creó una cátedra de aviación en la Universidad de San Petersburgo y un fondo de
125.000 dólares en Inglaterra para el estudio de los problemas de la aviación. Se subscribió con
200.000 francos para un hospital de guerra en Biarritz. Mr. Lewin-sohn, su biógrafo más diligente,
le acredita, basándose en la autorí- -dad de Le Temps de París, el haber contribuido con no menos
de 50 millones de francos a la causa de Inglaterra y Francia durante la guerra.
Pero Zaharoff no había terminado con Grecia. El armisticio no puso fin a los esfuerzos de aquel
inquieto patriota cretense, Venizelos, para realizar sus sueños panhelénicos. Zaharoff conoció a
Venizelos en 1918. Y los dos griegos proyectaron en la villa de Zaharoff grandes ganancias para
Grecia a consecuencia de la victoria que estaba a punto de lograrse. La historia, demasiado
simplificada, cuenta lo siguiente. Zaharoff, griego en el fondo a pesar de sus otras muchas
incrustaciones nacionales, propuso costear los gastos de Venizelos en la realización de sus sueños
de expansión en el Asia Menor. En mayo de 1919 consiguió Venizelos de los estadistas aliados el
consentimiento para ocupar Esmirna. En agosto de 1920, el Tratado de Sévres concedió a Grecia
Esmirna, su región y un gran territorio en el Asia Menor. Venizelos comenzó a ocupar esos
territorios con los fondos de Zaharoff. Lloyd George, primer ministro de Gran Bretaña, apoyó
completamente a Venizelos en esas aventuras.
Pero pronto cayó sobre el gran estadista griego una serie de desgracias. En primer lugar Francia
perdió su interés por su aliada Grecia. Luego se extendió rápidamente por toda Grecia la agitación
contra Venizelos. La conducta reprensible de sus subordinados en Atenas mientras él negociaba con
las potencias en París, produjo profundo disgusto, que los agentes del ausente Constantino
explotaron hábilmente. Sin embargo, el hijo de Constantino, Alejandro, era rey y Venizelos parecía
seguro con él. Pero de pronto el joven
Alejandro fué mordido por un mono y murió a consecuencia de la infección y toda la situación
política de Grecia cayó en el caos. Venízelos, ausente durante demasiado tiempo en las conferencias
de París, había perdido el dominio de la situación y en una elección realizada en noviembre de
1920, fué derrotado su ministerio. Al cabo de un mes había vuelto Constantino al poder, Venizelos
estaba desterrado y los planes de Zaharoff habían fracasado.
Pero aún no había terminado todo. Constantino llevó adelante los planes grandiosos de Venizelos,
lanzó una ofensiva griega ambiciosa en julio de 1921, sufrió una derrota decisiva en Sakaria y en
septiembre fué expulsado de Esmirna por un ejército turco reorganizado, a las órdenes de Kemal
Bajá, el que incendió aquella desventurada ciudad hasta los cimientos en uno de los grandes
desastres de la historia. Constantino se vio obligado a retirarse una vez más. Para entonces, Lloyd
George era censurado agriamente en Inglaterra por haber seguido el consejo de Zaharoff y al final,
su ministerio fué derribado por la piedra de la derrota griega. Zaharoff, según se nos asegura, perdió
una gran parte de su fortuna en aquel propósito audaz y ambicioso de crear un gran imperio
helénico en el Asia Menor.
Pero esto no es todo. Lord Beaverbrook había dicho que "los destinos de las naciones constituyen el

211
deporte de Zaharoff". No todo era deporte. Era una clase de deporte —sería mejor llamarlo juego—
en el que el viejo y astuto intrigante jugaba por grandes puestas. Ya en 1918 había comenzado a
proyectar ciertas aventuras desconocidas. Mientras los ejércitos del mundo entero luchaban en la
última escena de la guerra, Zaharoff hacía planes para la próxima paz. Adquirió un banco en París
—el Banque Mayer Fréres—, le dio el nuevo nombre de Banque de la Seine, lo reorganizó, lo
capitalizó en 12 millones de francos y aumentó rápidamente ese capital a 30 millones. Esto sucedía
por el tiempo en que conoció a Venizelos y concertó con él el programa griego.
Más tarde, en 1920, los griegos habían ocupado Esmirna y los aliados se hallaban en posesión de
Constantinopla. En ese momento, cuando los griegos se preparaban para su ofensiva en Asia
Menor, fundó un nuevo banco en Constantinopla, el Banque Commerciale de la Méditerranée.
Beaverbrook había dicho: "Esa figura misteriosa se mueve sobre la torturada Europa provocando la
guerra". El banco fué capitalizado en 30 millones de francos y siguió siendo propiedad del Banque
de la Seine. Comenzó a trabajar en el campo de acción del Deutsche Orientbank. Luego organizó la
Socíété Fran-
caise des Docks et Ateliers de Constructions Navales e hizo planes para quedarse con las dársenas
de la Société Ottoman. ¿Para quién? Todas esas compañías eran francesas, por lo menos
nominalmente, y en ninguna parte se olía al odiado británico. Pero eso habría dado a Zaharoff el
dominio de las dársenas navales más importantes de Turquía. ¿Acaso para Víckers? ¿Para quién
otro? Pero los turcos se opusieron a que el señor Zaharoff se apoderase de esas valiosas
propiedades. Y cuando ocurrió eso, ¿no exigió el gobierno británico que Kemal Bajá las entregase a
Vickers y Armstrong?
Había algo más que patriotismo griego en la liga de Zaharoff con Venizelos. Beaverbrook dijo: "El
movimiento de los ejércitos y los asuntos de los gobiernos constituyen su deleite especial". Él había
inspirado los movimientos de los ejércitos griegos. Él se había insinuado como consejero de Lloyd
George en el Asia Menor. El primer ministro británico había hecho de los planes de Zaharoff parte
de su política. Zaharoff había invertido, según se dijo, cuatro millones de libras en la campaña
griega. Pero no hay prueba alguna de ello. Por lo que sabemos, esa afirmación se apoya tan sólo en
una pregunta hecha por un miembro de la Cámara de los Comunes, Mr. Aubrey Herbert, en 1921,
durante una interpelación, pregunta que Mr. Bonar Law se negó a contestar. Sigue sin saberse
cuánto dinero invirtió Zaharoff y si se trataba de dinero suyo oi de las casas fabricantes de
armamentos bajo su dirección, las que utilizaban el estado de perturbación de la Europa oriental
para apoderarse de valiosas propiedades en esas zonas. No le salieron bien los planes. El fracaso de
lo que se ha llamado guerra personal de Zaharoff con Turquía —la guerra greco-turca de 1920-22—
, la desastrosa derrota de los griegos, la espantosa tragedia de Esmirna y la ejecución de la mayoría
de los miembros del Gabinete griego arruinaron todos los planes de Zaharoff y le hicieron perder
millones.
Pero mucho antes del desastre se citaba el nombre de Zaharoff en los clubs de Londres como el
autor de la política, muy impopular, de Lloyd George en Grecia y Turquía. Mr. Walter Guinness
atacó al primer ministro en la Cámara de los Comunes, con ese motivo, en agosto de 1920, cuando
los turcos iniciaron su vigoroso contraataque. Al año siguiente Lloyd George fué atacado otra vez
en los Comunes, con mayor efecto, por Mr. Aubrey Herbert. Y cuando la gran catástrofe de
Esmirna conmovió a Europa, Lloyd George se encontró con la soga al cuello y renunció.
Esas empresas turcas no fueron el único campo de acción en que se aventuró el Banque de la Seine
de Zaharoff. Silenciosamente,
sin ruido de trompetas, el Banque de la Seine se convirtió en propietario de una compañía llamada
la Société Navale de l'Ouest, compañía constructora de barcos equipados para transportar petróleo.
Luego apareció otra compañía, la Société Genérale des Huiles de Pétrole. El cincuenta y cinco por
ciento de su capital pertenecía a la Société Navale de l'Ouest, el Banque de la Seine y Zaharoff, y el
cuarenta y cinco por ciento a la Anglo-Persian Oil Company propiedad del gobierno británico. Esta

212
Société Genérale no era un negocio en pequeña escala. Su capital llegaba en 1922 a 227 millones de
francos. Adquirió o formó otras corporaciones con refinerías, de modo que en 1922 Zaharoff había
organizado ya en Francia una industria del petróleo cuya propiedad pertenecía por completo a Gran
Bretaña.
Estos proyectos eran típicos de la técnica de Zaharoff. En ambos casos actuó como francés, un
ciudadano de Francia que organizaba lo que parecían ser compañías francesas, aunque en realidad
se trataban de dos grupos creados, el uno para explotar las posibilidades armamentistas de Turquía
y Grecia en favor de Vickers, y el otro para explotar territorios franceses en favor de los intereses
petrolíferos anglo-persas del gobierno británico. Una gran parte de la maquinaria que ponía en
juego, y ciertamente los propósitos de los planes de Zaharoff, fueron siempre clandestinos. Era el
emprendedor misterioso, el intrigante que se movía en la oscuridad, que actuaba detrás de la puerta,
que se arrastraba silenciosamente a lo largo de sendas tortuosas valiéndose de agentes secretos.
Varios escritores han tejido diferentes conjeturas con respecto a esas hazañas. Pero, por desgracia,
siguen siendo desconocidos la mayoría de los factores del problema de los propósitos de Zaharoff.
Lo más que puede decirse con seguridad es que, aceptado como ciudadano de Francia, honrado por
el gobierno, gozando de la confianza de sus ministros más poderosos, utilizó a Francia —lo había
hecho siempre— como base para organizar una ofensiva comercial inglesa y negociar con las armas
y el petróleo en Francia y el Cercano Oriente, en conflicto directo en muchos puntos, con los
objetivos del gobierno francés.
Se le atribuyen inmensas pérdidas en la fatal guerra greco-turca. Sin duda perdió mucho dinero,
pero también sin duda sus pérdidas fueron compartidas por sus colegas en la Vickers. Se le atribuye
asimismo el haber podido resarcirse de esas pérdidas con sus nuevas inversiones provechosas en el
negocio del petróleo. Qué parte de esas inversiones le correspondían personalmente, es algo que
también
debe permanecer en el misterio. ¡Al final su Banque de la Seine tropezó con dificultades y él lo
abandonó. Tras un breve esfuerzo para ajusfarlo a las nuevas condiciones, vio, sin duda con
complacencia, que otros se quedaban con él. Constituye una característica extraordinaria de esas
transacciones petroleras griegas, turcas y anglo-persas que, aunque forman parte de la historia del
período que más investigado ha sido por los historiadores, y aunque Zaharoff, sin duda alguna, fué
el mariscal que las dirigió en Francia, sus movimientos personales hayan permanecido en la
oscuridad más completa. Ninguna gran figura ha conseguido ocultar sus movimientos tan
completamente como este maestro de la intriga.
8.
Zaharoff sufrió pérdidas, y pérdidas impresionantes. La guerra había proporcionado, al parecer, una
cosecha magnífica a sus aprove-chadores. En los Estados Unidos, casas como Calumet and Hecla
Copper habían llegado a obtener hasta un 800 por ciento de beneficio sobre su capital social. En los
dos años de 1916 y 1917 tuvo la United States Steel Corporation un beneficio de 1.100.000.000 de
dólares. La Bethlehem Steel Company ganó un término medio de 48.000.000 de dólares al año
durante los cuatro que duró la guerra. En el año anterior al estallido de ésta había obtenido Vickers
un beneficio de apenas 5.000.000. Durante la guerra, por supuesto, se dedicó frenéticamente a la
producción. Entregó a los ejércitos y las armadas de los beligerantes 100.000 ametralladoras, 2.528
cañones navales y terrestres, millares de toneladas de blindajes; construyó cuatro acorazados, tres
cruceros, cincuenta y tres submarinos, tres buques subsidiarios y sesenta y dos embarcaciones
menores. De acuerdo con una ley británica, sus ganancias no podían exceder del veinte por ciento
del término medio de lo que había ganado en los dos años anteriores a la guerra. Pero su capital era
mayor y su producción también y las ganancias eran calculadas en proporción con la producción.
Llegó un día, sin embargo, en que todos esos miles de cañones que los Vickers, Armstrong y Krupp
habían fabricado para los beligerantes quedaron terriblemente silenciosos. Sobre los fabricantes de
armamentos había caído el desastre mayor de todos, el desastre de la paz. Como ha dicho un

213
escritor, la inmensa maraña de máquinas que poseía Krupp en Essen "se detuvo con un sacudí-
miento perceptible". De pronto los"16_5.000 empleados de Essen se quedaron sin trabajo. Lo
mismo sucedió en Sheffíeld. Los hombres que dirigían esas grandes fábricas necesitaron algún
tiempo para darse cuenta de lo que les había sucedido. La gran expansión de las fábricas durante la
guerra no era ya necesaria. Y hasta la expansión anterior a la guerra resultaba excesiva por el
momento.
Pero, según parece, Vickers creía que podría sobrevivir. Nadie sabe hasta qué punto influyeron en
ese error los consejos de Zaha-roff. Era el espíritu impulsor de la expansión continua. Dirigía en
Francia la extensión de las operaciones en el Cercano Oriente. Fué a Rumania para negociar con el
gobierno. En representación de Vickers ofreció un empréstito de tres millones de libras para salvar a
Rumania de la catástrofe monetaria, pidiendo a cambio una hipoteca sobre los ingresos ferroviarios
rumanos. Esto influyó en su actitud con respecto a la política expansionista de Vickers en la
postguerra. Se creó en Polonia una nueva empresa armamentista, en combinación con Schneider, se
construyó un arsenal en el Báltico, se adquirieron fábricas de municiones en Rumania, fué
absorbida la British Westínghouse Company y la nueva empresa se dedicó a la producción de
materiales ferroviarios. Aumentó en 85.000.000 de dólares sus inversiones en nuevas fábricas.
Creían sin duda que el viejo esqueleto militarista seguía viviendo todavía. Eran las nuevas naciones
recién creadas las que necesitaban armamentos. Además, su competidor más importante fué barrido
literalmente. Los aliados exigieron a Krupp que destruyera 801.000 herramientas e instrumentos
para fabricar armas, 157.000 yardas cúbicas de hormigón y terraplenes, 9.300 máquinas de todas
clases, 379 instalaciones y 159 armas de fuego experimentales, y se le prohibió fabricar armas.
Krupp se convirtió en un gran depósito y en un fabricante misceláneo de toda clase de cosas. En
consecuencia, Vickers, y sin duda Zaharoff, creyeron que volverían a obtener grandes pedidos
cuando el mundo reanudase su rutina de negocios, diplomacia, intriga, violaciones de tratados,
odios viejos y nuevos. Y tenían razón. Pero ello no iba a suceder inmediatamente. Por el momento
aquel juego había terminado.
Vickers fué de pérdida en pérdida y de crisis en crisis. Hubo que nombrar un comité para que
investigara sus negocios. El informe fué desfavorable. Pedía una severa reorganización, merma de
capital, liquidación de acciones. La alternativa era la quiebra. Se llevó a cabo la reorganización. Dos
tercios del capital social fueron cancelados. Douglas Vickers fué eliminado. Sir Herbert Lawrence
quedó
al frente de la casa. Zaharoff, quien sufrió una gran pérdida de capital, abandonó silenciosamente
todo cargo directivo importante. Esto sucedió en 1925. Poco más tarde se encontró Armstrong en
situación todavía peor. Tuvo que someterse a una reorganización que terminó en una combinación
con Vickers, y éste se quedó con la parte del león. La casa se llamó en adelante Vickers-Armstrong.
Esto ocurrió en 1927, exactamente cincuenta años después de que Basil Zaharoff se había iniciado
en Atenas como vendedor de Nor-denfeldt con un sueldo de cinco libras semanales para entrar
luego a trabajar con Vickers. Por ese motivo los directores de la Vickers entregaron solemnemente a
Sir Basil Zaharoff una copa recordatoria de sus cincuenta años de servicios a la casa, como "una
muestra de su gran aprecio de la valiosa tarea que ha realizado para ellos y de su sincera gratitud y
afecto".
9.
El dios de la guerra de Sir Basil no lo dejó, sin embargo, desamparado. Había perdido unos pocos
centenares de millones de francos. Pero le quedaban aún otros muchos millones. Lo que había
perdido, desde luego, era su puesto en el centro del gran juego de ejércitos en marcha, estadistas
aventureros y vendedores de armamentos ingeniosos y activos. Vivía en su mansión de la Rué
Hoche de París durante varios meses al año y luego en su Cháteau Balin-court de la Riviera y el
Hotel de París de Montecarlo, durante los rudos meses de invierno. Había sido un viejo parroquiano
de la hermosa Costa Azul. El Casino de Montecarlo se hallaba en dificultades después de la guerra.

214
Su antiguo propietario, Camille Blanc, había perdido de algún modo el contacto con el mundo
cambiado, particularmente con el mundo cambiado del dinero. El Príncipe de Monaco, en cuyos
dominios se alzaba el gran Casino, deseaba librarse de Blanc para dar una administración comercial
más eficaz a aquella institución, que le proporcionaba sus rentas particulares y ayudaba a vivir a su
pequeño principado. Se acercó a Zaharoff y, por alguna razón, el anciano fabricante de armamentos
se interesó por el asunto. Adquirió las acciones de la empresa y con la ayuda del Príncipe desplazó a
Blanc y se hizo dueño del Casino. Este era un productor de dinero natural. No exigía ninguna magia
especial, sino solamente dinero y una administración comercial eficaz. Zaharoff se lo dio. No lo
administró él mismo, sino que colocó al frente
a sus hombres de confianza. Y el Casjno le pagó muy buenos dividendos.
No era enteramente un lugar impropio para terminar su extraña carrera aquella pequeña nación
curiosa de veinte mil habitantes que vivía en una roca del Mediterráneo, gobernada por un Príncipe
con su pequeño ejército de ciento veinte soldados y una sola empresa comercial, el Casino, que
pagaba todos los gastos y mantenía a la mayor parte de la población. La gobernaron en adelante los
dos viejos Nabab, el déspota civil y el déspota económico, propietarios de la fuente de ingresos de
la que procedían todos los impuestos y sueldos: el Príncipe de Monaco y Sir Basil Zaharoff,
gobernantes gemelos en un estado de opereta que vivía del juego. La prudente administración de
Zaharoff le produjo ricos beneficios, y cuando hubo ganado bastante y se cansó del negocio —y
quizá de todos los negocios— lo vendió con gran beneficio.
Entretanto, el 22 de septiembre de 1924, en la pequeña aldea de Arronville de las afueras de París,
él y la Duquesa de Villafranca, que había sido su consorte ilegal durante cerca de cuarenta años, se
casaron. Y dieciocho meses más tarde, en 1926, su nueva esposa y su amor de cuarenta años
falleció en Balincourt. Y este fué el fin de Zaharoff. La penosa tarea de poner en orden los negocios
de Vickers tuvo que realizarse al mismo tiempo. Quedó terminada al año siguiente.
Después Sir Basil Zaharoff siguió envejeciendo, pero no falleció hasta 1936. Llegó un tiempo en
que se quedó tan débil que tenia que ser conducido en una silla de ruedas por Niza y Montecarlo.
¿Qué pensaría ese hombre transportado en una silla de ruedas, llevado de un lado a otro como un
niño, al recordar los días en que era una potencia, cuando recorría la tierra como un titán, manejaba
los hilos de todos los ministerios de Europa y conmovía al mundo con el rugir de sus cañones? El
mundo de Zaharoff había terminado, al menos por el momento. Los fabricantes de armamentos
habían demostrado, fuera de toda posibilidad de duda, la futilidad de sus armas y la locura de los
regímenes en los que habían prosperado. Todo su mundo loco se había despedazado. Pero luego,
tras un breve intervalo de remordimiento y penitencia, a medida que el anciano fabricante de armas
encanecía y se debilitaba, la trágica industria que había contribuido a crear recuperó su energía y se
hizo más grande y poderosa que nunca. En el año de su fallecimiento, las fábricas de armamentos
trabajaban otra vez con más rapidez y furia que en 1913 y las naciones que se habían des-
trozado mutuamente con las- armas de Zaharoff y compañía, se preparaban para repetir el crimen
con otras armas más mortíferas.
La industria de los pertrechos bélicos no ha sido ni es, por supuesto, más que otro medio de hacer
dinero. Su técnica difiere únicamente en que sus clientes directos son los gobiernos y sus prácticas
de venta se adaptan a esa necesidad. Ha cometido sus pecados más negros en lo que respecta a las
ventas. Pero aún en esto ha obrado como muchas de las demás industrias que tienen que encontrar
sus clientes entre los funcionarios de los gobiernos. Ha utilizado el soborno de funcionarios, la
penetración en ministerios y oficinas, la intimidad con los poderosos. Zaharoff sabía cómo emplear
todas esas armas con habilidad consumada. Lo vemos colaborar íntimamente en un tiempo u otro
con los hombres más poderosos del estado, con Clemenceau en Francia y Lloyd George en Gran
Bretaña, con Briand, ministro de Relaciones Exteriores y, por supuesto, con los ministros de Guerra
y Marina de todas partes; con Veni-zelos y su opositor Skouloudis en Grecia, con Bratianu en
Rumania, donde también lo vemos agasajado por la Reina, la que intercede ante él para que ayude

215
al trono tambaleante de Grecia en el que su hija se sienta como consorte. Un hombre como Lord
Sandhurst, Subsecretario de Estado de Guerra 'en Inglaterra, es fideicomisario de los bonos de
Vickers, y Arthur Balfour lo es de los bonos de Beard-more, filial de Vickers. En París, Zaharoff es
uno de los directores del Banco de Francia.
Este aspecto del negocio de las municiones es el que le atrae la malquerencia. Pues no se contenta
con corromper a los funcionarios como lo hacen los contratistas de obras públicas, sino que además
se mezcla en la política y crea agitación. Prospera sólo en un mundo en el que florecen los odios y
las controversias, las diferencias dinásticas, económicas, raciales y religiosas entre los pueblos. De
aquí que no haya perdonado esfuerzos para mantener vivas esas querellas mortales, para alarmar a
pueblos y ministerios con amenazas de guerra, para crear sospechas y desconfianzas. Zaharoff
figuró en primera fila entre los profesionales de ese arte. No cabe duda de que le gustaba ese juego.
Era el agitador que vivía del desorden, el agente provocador elevado a la dudosa dignidad de
estadista independiente. Beaverbrook tenía razón. "Los destinos de las naciones constituían su
deporte; el movimiento de los ejércitos y los asuntos del gobierno, su deleite especial. Esa figura
misteriosa se mueve sobre la torturada Europa provocando la guerra".
Al parecer, no se interesaba por los aplausos, o en todo caso
se daba cuenta de que no eran convenientes para su negocio. No exhibió su magnificencia como
Morgan o Krupp; no buscó la pompa como William H. Vanderbilt o Fugger. No tomó panegiristas a
sueldo para que extendiesen su fama, como los Rothschild y Rockefeller. Pero juzgó necesario
establecer credenciales de respetabilidad y poder. El nombre de Zaharoff fué citado con odio en más
de un período crítico. De ese modo contribuyó en los momentos convenientes a cargar con las
culpas de los gobiernos. En 1908 fué nombrado Caballero de la Legión de Honor en Francia. En
1913 fué promovido al grado de Oficial de la Legión de Honor, por haber creado una cátedra de
aviación en la Sorbona. Al año siguiente, en el mismo momento en que la policía de París tenía que
rodear su casa para defenderlo contra la posible ira de los grupos radicales, a causa del asesinato de
Jaurés, y cuando la obra de toda su vida estaba a punto de florecer en la más mortífera de todas las
guerras, fué elevado al título de Comandante de la Legión de Honor. Luego, en 1918, antes de
terminar la guerra, y sin duda para adelantarse a la campaña desdichada que organizaba en el Asia
Menor, fué recompensado con la Gran Cruz de la Orden del Imperio Británico y convertido en
Caballero de la Orden del Baño, Sir Basil Zaharoff. Un poco más tarde volvió a elevarlo Francia a
la dignidad de Gran Oficial de la Legión. Pero aún no había terminado de honrar a su eminente
ciudadano. En 1919 le concedió la Gran Cruz de la Legión, la más alta condecoración que podía
ofrecer la república. Así, lucían dos cruces, la cruz de Gran Bretaña y la cruz de Francia, e,
incidentalmente, la cruz de Cristo, el Príncipe de la Paz, en el pecho de aquel ángel de la guerra y la
sangre.
Ciertas mercedes, sutilmente situadas, precedieron a esos honores: una cátedra de literatura francesa
que llevaba el nombre del Mariscal Foch, en Oxford y otra cátedra de literatura inglesa que llevaba
el nombre del mariscal Haig, en la Sorbona. Y, por supuesto, Oxford le concedió el título de doctor
en derecho civil, aunque su especialidad era el derecho altamente incivil de la guerra. Donó 200.000
francos para que los atletas franceses pudieran participar en la Olimpíada de Amberes, creó el
Premio Balzac, fundó el Instituto Pasteur en Atenas y puso 25.000 libras a disposición de la clínica
para niños pobres de aquella ciudad, proporcionó fondos para el futuro edificio de la Legación
griega en París y dio otras pruebas de interés por su nativa Grecia. No hay por qué exagerar la
importancia de esas obras benéficas. Una contribución de 25.000 libras hecha por un hombre en
cuyos bolsillos había incontables millones
no tiene más valor que el billete de un dólar que deposita un cristiano vulgar en el platillo del
templo, los domingos, o el donativo de diez dólares para el Ejército de Salvación por la Navidad. El
buen Sir Basil nunca se privó de nada ni se quedó sin lo necesario para ayudar a cualquier causa.
Por lo contrario, la mayoría de sus donativos fueron inversiones en el negocio de la buena voluntad,

216
cuando la buena voluntad era necesitada con urgencia.

217
TERCER INTERMEDIO
I
HUGO STINNES
O se puede hablar del Krupp de antes de la guerra sin pensar en el
i ^ Hugo Stinnes de la postguerra. Durante un breve instante, casi vertiginoso, Stinnes fué quizá, y
en cierto sentido, el hombre más rico del mundo. En la caldera hirvíente de la inflación alcanzó su
perfección más delirante el ideal moderno de la liquidación, liquidación de la propiedad alemana,
corriendo como un río turbulento a través de los mercados. La propiedad de edificios de oficinas,
hoteles y departamentos cambiaba de manos medía docena de veces al día, como las acciones sin
valor en una bolsa. En aquel pasmoso epílogo de la guerra, Stinnes, en un delirio de adquisición se
lanzó a invertir su capital en compañías de holding, bancos, fábricas, ferrocarriles, fábricas de
energía eléctrica, minas, compañías petrolíferas, barcos, hoteles, grandes edificios y centenares de
propiedades campestres. Los alemanes, a quienes sus promotores de guerras habían enseñado a
adorar lo colosal, abrían sus ojos y contemplaban con temor reverente aquel milagro industrial
super-colosal. Los negocios alemanes parecían divididos en dos partes, una de ellas perteneciente a
Stinnes, y la otra distribuida entre los demás millones de alemanes.
Puede imaginarse la vasta extensión de sus posesiones en Alemania, como una especie de productos
secundarios de sus adquisiciones en el país. En 1923 fiscaliza 20 compañías carboneras, 11 minas
de hierro, cuatro yacimientos petrolíferos con sus refinerías, 16 fábricas metalúrgicas de
maquinaria, locomotoras y vagones ferroviarios; tres compañías telegráficas, cuatro arsenales, 80
instalaciones eléctricas, ocho fábricas de papel, productos químicos y azúcar; cuatro fábricas de
calzado, 47 fábricas de energía eléctrica y de gas,
nueve compañías constructoras de barcos, 14 diarios e imprentas, tres plantaciones de algodón y
cocos, diez bancos y compañías de holding y 204 agencias de venta.
A pesar de todo ello su fortuna, enorme y hasta sensacional durante un instante, no tenía una
importancia perdurable. Es difícil decir a cuánto alcanzaba. Si toda esa maraña de fundiciones de
acero, minas de hierro y cobre, fábricas, barcos, hoteles y edificios hubiese sido reducida a marcos
—millones de millones de marcos— y convertida en la moneda corriente de los Estados Unidos o
Inglaterra, quizá no habría producido los peniques necesarios para pagar un viaje en ómnibus. Todo
ello representaba una tumefacción de la sangre de la industria alemana en una fiebre de inflación, en
el curso de la cual estalló esa acrecencia monstruosa. Era parte de un delirio de compras cuando
todo el mundo en Alemania trataba frenéticamente por liberarse de su dinero como si se tratase de
una plaga. Stinnes comprendió ese juego alocado mejor que otros, pero no lo bastante bien para
prever su fin. Era como un jugador sentado a la mesa de juego y apilando ante sí montañas de fichas
que valían dinero únicamente en un casino que se derrumbaba y ardía en medio de un terremoto.
Comenzó su juego hacia el final de la guerra. A los cinco años había muerto y su fantástica riqueza
se había disipado.
Hugo Stinnes no debe ser considerado, sin embargo, como un simple jugador. Fué uno de los
hombres de negocios principales de la Alemania de antes de la guerra. Su abuelo, Matthis Stinnes,
hizo una fortuna con los barcos y el carbón. Hugo nació en 1870, cuando Bismarck se disponía a
provocar la guerra franco-prusiana. A los veintidós años de edad formó su propia compañía
comercial, pero intervino también en la administración de los intereses mineros de la familia. Su
negocio particular creció enormemente hasta que en 1914 comprendía ya minas de hierro,
fundiciones de acero, barcos mercantes, construcciones navales, bancos y compañías comerciales.

218
Actuó mucho en el Rhur.
Era el exponente principal de la combinación vertical en Alemania. El modelo alemán de
combinación era horizontal, y había comenzado con los "carteles" en la época de Jacob Fugger. A
Stinnes le fascinaba el tipo vertical, en el que todas las etapas de la producción y hasta de la
distribución, desde las materias primas hasta el producto terminado, son colocadas bajo un control
central. En los Estados Unidos se había ido muy lejos al respecto; Carnegie y más tarde Gary y
Gates, y todavía posteriormente Morgan, llevaron
ese sistema a su pleno florecimiento en í-a United States Steel Corporation. La guerra dio de pronto
un rápido impulso a este tipo de combinación y Stinnes comenzó a aprovecharse de las
oportunidades que se le ofrecían. Como poseía industrias del acero y el carbón, necesitaba madera
para los pozos de las minas. De ahí que adquiriera bosques. Poseyendo bosques que producían
madera podía utilizar ésta para hacer papel. Contando con papel podía emplearlo en imprentas.
Disponiendo de imprentas le era posible publicar diarios. Y así la interminable cadena de
adquisiciones seguía en todas las direcciones concebibles. Ayudó a poner a la industria belga en pie
de guerra. Extendió su dominio comercial a Bélgica y el Luxembur-go. Tomó parte importante en la
dirección de las industrias del Ruhr y utilizó esa posición en su propia ventaja. Fué ampliando sus
negocios durante toda la guerra.
Su método consistía en adquirir los derechos de minoría en las diversas compañías. Confiaba en su
fuerza personal para terminar por dominarlas. No muy alto, rechoncho, erguido, de facciones duras,
con el cabello cortado al rape, una barba bien cuidada, tez amarillenta y ojos oblicuos pero inquietos
y penetrantes, era Una máquina fría y calculadora que hablaba poco y en voz baja, pero que sin
embargo irradiaba esa fuerza personal misteriosa que obligaba a otros hombres a obedecerlo.
Cuando terminó la guerra y sus posesiones en Bélgica y otras de carácter semibélico fueron
confiscadas, el gobierno alemán compensó a sus compañías entregándoles grandes cantidades de
dinero contante. Luego, a medida que crecía la inflación, pudo, mediante sus bancos y agencias de
crédito, disponer de marcos para comprar acciones, marcos que podía reponer al cabo de unas pocas
semanas con dinero corriente muy depreciado. Stinnes, calculando fríamente las oportunidades, la
velocidad de la inflación y los elementos humanos que estaban en juego, tomaba prestado,
compraba y pagaba sus créditos hasta que pareció tragarse a Alemania entera y todo el mundo
contemplaba cómo se extendían a diario sus negocios. Parecía quedarse con todo: fábricas de
productos químicos, de energía eléctrica, de explosivos y de celulosa, diarios, editoriales,
fundiciones de acero, bronce y cobre, fábricas -de automóviles, compañías cinematográficas, líneas
navieras, grandes bancos con sucursales en toda Alemania, compañías hipotecarias y de seguros,
compañías de todas clases en Rusia, Austria, Checoslovaquia, Polonia, Rumania, Suiza y América
del Sur. Se hubiera dicho que un ciclón lo barría todo en Alemania y lo ponía en sus manos. Luego
se produjo la
estabilización del marco. De-pronto cesaron de actuar todas las tremendas fuerzas que le habían
favorecido. Y también Stínnes. Aunque sólo tenía 55 años, pareció cesar con la tormenta. Falleció
el 10 de abril de 1924. Sus dos hijos se pelearon por aquel botín inmanejable. Eran completamente
inferiores a la tarea, como también lo era, con toda probabilidad, el propio Stinnes. En 1925 se
derrumbó todo aquel edificio. Cuando los hermanos y otras partes interesadas terminaron sus
disputas sólo quedaban unas pocas minas de carbón, dos fundiciones de hierro y acero, cuatro
compañías metalúrgicas, cuatro compañías navieras y unos pocos negocios misceláneos.

II
FORTUNAS TERRITORIALES
Las fortunas fabulosas de los grandes príncipes feudales del Oriente, excitan naturalmente la
imaginación de quienes se interesan por el tema de las acumulaciones de riqueza. Y lo mismo
219
sucede con respecto a las grandes fortunas territoriales de Inglaterra, muchas de las cuales subsisten
todavía.
No puede decirse que carecen de importancia económica, puesto que dominan quizá la vida
económica de las regiones en que existen. Pero carecen ciertamente de importancia para nosotros en
este lugar. No forman parte del modelo que sigue el mundo moderno. Son como restos de un mundo
muerto en la mayoría de los países, y moribundo en todas partes. No sólo pertenecen al tipo de
fortuna de la Edad Media, sino que muy pocas de ellas son en realidad verdaderas fortunas. Son
feudales o semifeudales y no hay una diferencia esencial entre ellas ya se encuentren en las orillas
del Ganges o en Sweet Avon. Implican esencialmente la propiedad de la tierra como la condición
indispensable para disponer de la producción de los habitantes de la misma. En otros tiempos o en
países más atrasados la propiedad de la tierra iba acompañada de derechos políticos, del carácter
más despótico, sobre las vidas y los cuerpos de los arrendatarios. En las regiones más modernas y
civilizadas esos derechos políticos han sido reducidos en gran parte, o abolidos por completo.
Se oye hablar de los maharajás indios, fabulosos o cinematográficos, que son representados
invariablemente como poseyendo depósitos fantásticos de oro y piedras preciosas y fuentes de
recursos misteriosos, pero abundantes. Ante todo, hay mucha exageración acer-
ca de ellos, una falta muy considerable»de-anformación precisa. Perc aparte de esto, no son más que
anacronismos en la economía mundial.
El más famoso entre esos príncipes orientales, descrito infaliblemente como el hombre más rico del
mundo, es el Nizam de Hyde-rabad. Éste es un estado indio que tiene más o menos el tamaño de
Idaho, con una población de unas 12.500.000 personas, y se encuentra en los límites de Madras y
Bombay. El Nizam es el principal gobernante mahometano de la India y su estado cuenta con
buenas tierras agrícolas y cierta cantidad de carbón, cobre, hierro, diamantes y oro. Pero ninguna de
esas riquezas naturales ha sido debidamente explotada. El Nizam goza, sin duda, de una renta
inmensa. Pero se nos quiere hacer creer que posee 500.000.000 de dólares en oro guardado en una
habitación como parte de su fortuna personal, y otros 2.000.000.000. en joyas.
Es una cantidad excesiva de oro para un país que opera con el patrón de plata y, por supuesto, se
trata de una gran exageración. Pero las exageraciones lo persiguen a uno implacablemente a través
de los laberintos de las fortunas indias. Uno oye hablar de Akbar, el primer Gran Mogol del siglo
XVI, quien poseía una renta equivalente a 200.000.000 de dólares anuales y en los días de fiesta se
hacía pesar y distribuía su peso en oro entre los pobres. Se habla también del Chah Jahan, quien
construyó el Taj Mahal, cuyo trono de pavo real costó 32.000.000 de dólares y que gozaba de una
renta de 22.000.000 de dólares solamente de sus tierras. Pero ninguno de ellos igualaba en ingresos
al último Mogol Aurangzeb, quien recaudaba 385.000.000 de dólares anuales. Estas estadísticas
completamente ficticias, tan generalizadas cuando se trata de las fortunas indias, le dejan a uno a
ciegas con respecto a los hechos, que, por supuesto, no se acercan remotamente a esas cifras.
Las fortunas territoriales inglesas son, en su mayoría, por supuesto, casi enteramente hereditarias y
se remontan a períodos de extensión variada. Pocas de ellas, si alguna, se remontan a la Edad
Media. En 1911, cuando se compiló un nuevo Domesday Book (catastro) se descubrió que sólo una
de esas fortunas territoriales aparecía incluida en el Domesday Book original, compilado en 1086.
Era una pequeña propiedad de 800 hectáreas en Gomerset, y había costado once libras en el siglo XI
y estaba valorizada en 27.000 libras en 1911, con una renta de 1400 libras. Seguía perteneciendo en
1911 a la misma familia que la poseía en el año 1086.
Para quienes se interesen *por ello citaré unas pocas de las prOpie dades territoriales más
importantes que seguían intactas en 1883.
NOMBRE RENTA
Norfolk, Duque de.................. 269.698 libras
Bute, Marqués....................... 186.155 ,,
Northumberland, Duque de.............. 182.557 ,,

220
Ramsden, Sir John W................. 166.681
Derby, Conde de................... .. 163.326
Devonshire, Duque de ................. 145.860 „
Bedford, Duque de................... 141.549
Tredegar, Lord ...................... 124.598
Calthorpe, Lord .................... 122.628
Dudley, Conde de .................... 120.442
Haldon, Lord ...................... 109.275
Anglesey, Marqués de.................. 107.361 ,,
Cleveland, Duque de................... 100.485
La mayor de todas era la del Duque de Northumberland, que abarcaba 70.000 hectáreas. Sin
embargo, la que producía una renta mayor era la del Duque de Norfolk, quien recaudaba en esa
época 269.698 libras al año de sus arrendatarios, aunque era mucho más pequeña. Pero algunas de
ellas se hallaban situadas en los distritos más distinguidos de Londres.
Algunas de esas propiedades abarcan grandes extensiones de tierras sin valor; otras incluyen
ciudades enteras y valiosas riquezas en madera y minerales. Pero no son características del sistema
económico actual y debido a los impuestos sobre la renta y la herencia, se han venido reduciendo y
en algunos casos han desaparecido.

III
FORTUNAS DINÁSTICAS
El sueño del hombre rico, particularmente el del parvenu de otros días, tan pronto como mira a su
alrededor y contempla su gloria, consiste en perpetuarla en una dinastía. Esto no era tan difícil en la
época feudal, cuando la riqueza se basaba en la tierra indestructible y los hombres podían
perpetuar.su fortuna por medio de la práctica de la primogenitura. Pero cuando se dieron leyes
contra los mayorazgos se hizo algo más difícil la tarea de los dinastas. Sin embargo, las familias
aristocráticas de Inglaterra, Alemania, España y otros países con-
tinentales han encontrado los medios da transmitir su riqueza de una generación a otra con buen
éxito.
Pero en los Estados Unidos, donde la tierra ha sido distribuida con bastante frecuencia, donde las
fortunas son invertidas más bien en empresas industriales y comerciales, el temor al dinasta se ha
diluí-do mucho. Una de las fortunas más antiguas es la de John Jacob Astor. Su fundador falleció en
1825, dejando una fortuna en dólares de 25.000.000. Cuando murió su hijo en 1890 hubo que
dividir un centenar de millones. Fueron a parar a dos hijos, correspondién-doles 50.000.000 a cada
uno. La fortuna creció en sus manos. Uno de ellos dejó 150.000.000 y el otro 75.000.000 de
dólares. El propietario de los 150.000.000 se trasladó a Inglaterra, donde la energía dinástica que
pueda dejar beneficiará a Inglaterra y no a nosotros. El hermano de los 75.000.000 falleció en los
Estados Unidos dejando su fortuna a numerosos herederos. La parte principal de la fortuna de los
Astor norteamericanos se halla en manos de William Vincent Astor, quien posee 87.000.000. Hay
unos pocos millones diseminados, pero están muy por debajo de los 250.000.000 de hace veinte
años. Y siguen disminuyendo bajo ciertas presiones nuevas, mientras sus propietarios han dejado de
ser factores dominantes en cualquier negocio importante.
Esas presiones son varias. Constituyen la consecuencia lógica de todo el sistema. Una de ellas es el
impuesto a la herencia. Las nuevas filosofías sociales son ahora poderosas. Pero las necesidades del
Estado son aún más imperativas. Los gobiernos necesitan tantos impuestos que hay que buscar los
medios de conseguirlos. El impuesto a la herencia es el que provoca la resistencia menos eficaz. En
vida, los impuestos a las rentas debilitan la fuerza de la fortuna para seguir acumulándose, y, al
morir, el gobierno se apresura a quedarse con la parte del león.
221
La fortuna de Vanderbilt constituye uno de esos casos. El viejo Comodoro Vanderbilt recorrió el
país hasta su muerte, como un coloso, con sus cien millones de dólares. Su hijo Willianm H. los
convirtió en doscientos millones. Poseía el New York Central Railroad como quien posee la tienda
de la esquina. Pero descubrió que no era conveniente para un hombre el dominio de un gran
ferrocarril. Creyó que le convenía vender una parte de ese dominio. Cuando falleció, dejó ocho
hijos. Ocho hijos someten una fortuna a una división muy debilitante. Pero sus hijos Cornelius y
William K. heredaron dólares 50.000.000 cada uno. La fortuna de Cornelius al morir fué a parar a
varios hijos, pero Alfred se quedó con la mayor parte, o sea
80.000.000 de dólares, óhanáo murió, esa fortuna se había reducido a 35.000.000. Fué dividida así:
5.000.000 para su hijo William, 8.000.000 para la viuda y el resto para dos hijos de su segunda
esposa. William K. dejó cien millones. Fueron a parar a dos hijos, Consuelo y William Harold. La
primera traspasó su fortuna a una dinastía ducal de Inglaterra. Entre los diversos herederos, cayó
una buena parte en manos de Frederick W. Vanderbilt. Éste falleció en junio de 1938. Su
patrimonio, valuado en 72.588.000 dólares, fué liquidado en 1929, y el Gobierno Federal y el
Estado de Nueva York se quedaron con 41.272.000 dólares del mismo en forma de impuestos.
Andrew Carnegie poseyó en un tiempo 300.000.000 de dólares. Entregó la mayor parte de ese
capital a la Carnegie Corporation para la creación de bibliotecas e instituciones docentes. Cuando
falleció tenía una fortuna de 23.000.000. Su socio, Henry Clay Frick, dejó un patrimonio valuado en
150.000.000. De ellos, 117.000.000 fueron destinados a obras públicas de beneficencia. Sus hijos
heredaron 25.000.000, sujetos a fuertes impuestos a la herencia que los redujeron en un cuarenta por
ciento.
La fortuna de Gould era una gran bola de riqueza. Cuando Hay Gould falleció se había hinchado
hasta alrededor de los cien millones. Trató de perpetuarla mediante un fideicomiso en favor de su
hijo George J. Cuando falleció George tras muchos desastres financieros dejó 30.000.000 en otro
fideicomiso, pero mucho más dividido: 10.000.000 de dólares en fideicomiso a varios hijos de su
primera esposa, 4.000.000 a tres hijos de su segunda esposa y el resto en fideicomiso a ambas
partes.
Hasta en Inglaterra, muchos caballeros nobles con fortunas inmensas han encontrado muy costoso
mantenerlas contra el recauda-ror de los impuestos a la renta, y la oficina de impuestos a la herencia
ha ejercido su influencia mortal sobre el resto.
La fortuna de los Mitsui se ha mantenido a causa del sistema social peculiar bajo el cual existe. Ha
sido posible organizar una familia sometida a decretos y sanciones que no serían posibles en los
Estados Unidos, Francia o Inglaterra, ni en ningún gran estado moderno. Además, separando a la
organización familiar de la organización comercial y dando al negocio una forma corporativa se ha
dado al edificio entero una cualidad de permanencia.
Pero la misma forma corporativa, que tanto ha servido a los Mitsui, tiende en realidad a destruir el
dominio familiar del negocio en este país. La forma corporativa hace posible que los hombres
distribuyan sus inversiones en una gran variedad de industrias. Los
recientes estudios sobre las inversiones xhan^convencido a los propietarios de grandes fortunas de
que la mayor seguridad estriba en la diversificación más bien que en el dominio de una industria.
Por lo tanto, las fortunas de los hombres muy ricos se encuentran diseminadas en forma de acciones
y obligaciones de veintenas, y en algunos casos centenares, de corporaciones. El resultado es que no
tienen un interés dominante en ninguna de ellas y no ejercen sobre la política industrial, salvo en
unos pocos casos, más que una influencia muy pequeña.
Hay que tener en cuenta un tercer elemento. Las incertidumbres del mundo, las guerras, las
depresiones y las agitaciones políticas han inducido a muchos hombres a refugiarse en los bonos del
gobierno. Lo hacen también por otro motivo: para eludir los impuestos a la renta. Todas esas
influencias tienden en primer lugar a disminuir el poder de las familias dinásticas sobre las
industrias fundadas por sus antepasados y luego a destruir esas fortunas, primero por medio de los

222
impuestos a la renta y la herencia, luego en virtud de las distribuciones familiares y por fin a causa
de la erosión de los últimos doce años.
Si retrocedemos un centenar de años veremos que las fortunas más grandes de los Estados Unidos
eran las siguientes:
25 000 000 de dólares
Stephen Van Rensselaer....... 10 000 000
7 500 000
6 500 000
William B. Astor .......... 5 000 000
Amos y Abbot Lawrence...... 5 000 000
4 000 000
3 000 000
2 500 000
2 500 000
William B. Crosby ......... 1 500 000
1 500 000
Thomas H. Perkins ......... 1 500 000
1 250 000
1 000 000
1 000 000
1 000 000
1 000 000
Samuel Appleton ........... 1 000 000
Robert G. Shaw ............ 1 000 000
Algunas de ellas, por supuesto, no son más que conjeturas más o menos exactas de la fortuna de
esos hombres, pero sirven para mos-
tramos cuan pocas quedan- hoy día. Había otros pocos hombres cuyas fortunas no podían calcularse
siquiera, como David Sears, el accionista millonario; Jacob Little, el especulador en valores
comerciales; y August Belmont, el representante de los Rothschild.
En el mundo actual está sembrado de obstáculos el camino de los dinastas.

223
CAPITULO 10

MARK HANNA
EL POLITICO

224
MARK Hanna nació el mismo año que J. Pierpont Morgan, y dos años antes que John D.
Rockefeller. Las sombras de estos hombres, fundidas en una silueta monstruosa, dominaron el
escenario norteamericano durante más de medio siglo. Así como Morgan dominó la vida financiera
de la nación y Rockefeller orientó su vida industrial, Hanna fué el moldeador de las formas políticas
adecuadas para la época del Gran Negocio.
El dominio político que se inició con la ascensión de esos hombres . llegó a una pausa —una pausa
triste, desordenada y hasta terrible— en 1933. La asunción por Hanna del cacicato nacional en 1896
constituyó una especie de invasión inicial en la cual los grandes negocios cayeron en poder del
gobierno. El hombre de negocios fué siempre, por supuesto, una figura familiar en la política. Si
había los Carne-gíe, Frick, Elkin, Kean y Blíss en el Partido Republicano no faltaban los Belmont,
Whitney y Payne entre sus opositores demócratas. Pero hasta la época de McKinley esos hombres
de negocios fueron pretendientes en manos de los políticos. Los ricos podían buscar favores
importantes del Estado, pero siempre se suponía que enviaban a alguien un cheque.
Desde la época del United States Bank hasta el comercio al por mayor realizado con miembros del
Congreso por Oakes Ames y el Crédit Mobilier, los hombres de negocios han comprado senadores
y diputados, legisladores y concejales. La técnica que dirigió las relaciones entre el hombre de
negocios y el político fué la de la corrupción, el soborno y la adulación. Siempre ha habido
estadistas como Dis-
raeli, en Inglaterra, y McKinley, en los Estados Unidos, que han sabido cómo disimular la
aceptación de beneficios de algún rico Mecenas. Así, esos banqueros e industriales ejercieron una
gran influencia en el Estado, pero no lo dominaron. Había habido muchos Albert B. Falls, pero
ningún Andrew Mellon. Claro está que el hombre de negocios no era nuevo en la política. Los
hombres de negocios han ocupado puestos políticos desde Nicias, en Atenas, y Craso, en Roma. Y
en Inglaterra fueron más allá que en ninguna otra parte. Ese país había contado con el rico
fabricante de tejidos Sir Robert Peel como primer ministro, y Cobbett se había referido con
desprecio al gran número de asientos en el parlamento comprados por los banqueros de las diversas
jurisdicciones. Pero no se había llegado a eso en los Estados Unidos.
Con el advenimiento de Mark Hanna se produjo un cambio. El primer Gabinete de Grover
Cleveland incluía a Thomas F. Bayard, un gran senador, como Secretario de Estado; Lucius Q. C.
Lámar, profesor de matemáticas y economía, coma Secretario del Interior; William Crowninshield
Endícott, magistrado de la Corte Suprema de Massachusetts, como Secretario de Guerra; William F.
Vilas, profesor de Derecho, como Director General de Correos; Augusto H. Garland, estadista o
político más bien que abogado de sociedades comerciales, como fiscal general; John G. Carlisle, ex
presidente de la Cámara de Representantes, como Secretario del Tesoro. William C. Whitney,
abogado millonario y agente de poderosos intereses banca-rios y de servicios públicos de Nueva
York, era la única excepción.
El primer Gabinete de McKinley, por otra parte, incluía a Russelí A. Alger, maderero enormemente
rico; Lyman J. Gage, presidente del First National Bank de Chicago; James A. Gary, rico fabricante
de tejidos; y Cornelius N. Bliss, banquero de Nueva York. Los fabricantes, comerciantes y rentiers
ricos iban a reemplazar lentamente en el Senado, el Gabinete, el servicio diplomático y finalmente
en la misma Presidencia, a los políticos profesionales. Y eso iba a seguir sucediendo hasta que el 4
de marzo de 1929, cuando esa era confusa entraba en su última etapa, un Presidente que era al
mismo tiempo un hombre de negocios millonario se rodeó de un Gabinete de hombres de negocios
millonarios y se hizo cargo inmediata y directamente de las riendas del gobierno con un banquero
comercial en la Corte de St. James, un banquero para inversiones en Italia, un magnate de los
servicios públicos en Berlín, un agente de propaganda en París, un fabricante de acero en España y
hombres de negocios millonarios en casi todas las capitales del mundo.
El proceso quedó terminado cuando en octubre de 1929 descendió el ángel Gabriel sobre Wall

225
Street y el Presidente, al sentir el fatal estremecimiento premonitorio en nuestra estructura
económica, llamó a su alrededor al Colegio de Capitanes. En ese momento, todas las fases de
nuestra vida se hallaban en manos de los hombres de negocios. Estos tenían que demostrar su
capacidad y, bajo la dirección de un gran ingeniero y un gran industrial ministros de estado, esos
banqueros, fabricantes y magnates de los servicios públicos tenían que tomar a la depresión en sus
comienzos y vencerla. En ese momento se pudo decir que el Gran Dios Negocio se había hecho
supremo, aunque la tierra temblase bajo las imágenes del ídolo.
El triste destino de Herbert Hoover fué ser el último heredero del cetro forjado por Mark Hanna.
Pues este almacenero al por mayor, comerciante en hierro y carbón.magnate de los tranvías y
banquero de Cleveland, fué el primer instrumento magistral de usurpación de los hombres de
negocios. Con dinero abundante, y un profundo respeto por el poder de aquéllos, mantuvo
encendidas las cenizas en el altar del dios, y los puestos de los poderosos ocupados por hombres
que comprendían a ese dios. Navegó por la política casi del mismo modo que navegaban por ella
los negocios. Y se convirtió casi de la noche a la mañana en el símbolo de los grandes negocios que
gobernaban al gobierno. El caricaturista Davenport le hizo víctima de sus sátiras, lo vistió con un
traje hecho de dólares e hizo de él el tipo del barón de la ilegalidad que destrozaba a los humildes.
Pero aunque Davenport no hubiera hecho eso, otros artistas habrían tomado por su cuenta su rostro
redondo y lozano, con sus fuertes mandíbulas y su frente baja y toda su figura robusta y rolliza. Y
hasta el presente, el caricaturista que quiere atacar al negocio arrogante y despótico mueve su lápiz,
casi sin darse cuenta de ello, a lo largo de las líneas de la terrible caricatura de Davenport.
Hanna entró en el poder en el momento en que el gran negocio puso en acción, para sus propios
fines, la amada doctrina del individualismo. Ciertos hombres agresivos habían comenzado a
extender su poder de una manera que no estaba en proporción con sus dotes naturales. Habían
aprendido a armarse con máquinas, y a absorber los recursos combinados de muchos individuos por
medio de sociedades corporativas, llegando a ser así, junto a sus rivales menores, casi seres
monstruosos. Eran pocos los hombres que podían tener la esperanza de armarse de ese modo. Pero
había muchos estadistas piadosos y complacientes como los McKinley, Hay y Root para recordar al
pueblo que clamaba contra esos gigantes comprendidos a medias.
que cualquier intento de desarmar a los monstruos constituiría un golpe al culto del individualismo.
Se trataba de una feliz invención a la que Hanna daba todo su asentimiento. A medida que pasaban
los años muchos observadores, inclusive conservadores, del espectáculo que ofrecían los grandes
negocios comenzaron a darse cuenta de que había algo erróneo en esa noción del individualismo,
hasta que Herbert Hoover apareció en escena y con la autoridad de la Presidencia, invocó una vez
más al fetiche desechado y lo bendijo con el nombre de Ceñudo. Los diarios apologistas se hicieron
cargo en seguida del asunto y procedieron a explicar al pequeño Jack que el Gigante era un
individuo exactamente igual a él, aunque quizá un poco más ceñudo.
En todas las épocas ha contado el hombre de negocios rico con una colección de armas o
herramientas con que trabajar. Desde los tiempos más primitivos se han dedicado los hombres a
inventar esas herramientas. Llegaron a hacer buenos negocios con el desarrollo de ese arsenal en las
épocas de los banqueros florentinos y de los comerciantes de Augsburgo. En el capítulo sobre
Robert Owen vimos que ya en 1837 la mayoría de las armas del llamado "capitalismo financiero" a
falta de mejor nombre, estaban en uso, por lo menos en sus formas rudimentarias, en Boston y
Lowell. Pero ahora eran muchos mejor comprendidas por algunos hombres. Personas como
Rockefeller y Morgan no podían utilizar esas armas plena y libremente de no ser por su amistosa
colaboración con el Estado, mediante autorizaciones legales y la creación de un estado de ánimo
legal y público benévolo en el que podían apoyarse con seguridad. Hanna fué, más que ningún otro,
quien organizó el armazón político dentro del cual podía funcionar con seguridad el nuevo
capitalismo. Y lo pudo hacer porque primero se hizo rico, y luego, gracias al ocio que le
proporcionaba su fortuna, pudo consagrar sus grandes talentos a la vida política.

226
Hanna se atuvo firmemente a la teoría de la prosperidad por infiltración. Esta no era, por supuesto,
una idea nueva. El señor feudal permitía que los elementos de su fuerza se filtrasen hasta sus
vasallos y villanos. El propietario de esclavos del Sur creía ser la parte ancha del embudo destinada
por Dios a que los beneficios fluyesen a través de él hasta sus obreros negros, del mismo modo que
el altivo barón del carbón, George Baer, creía que Dios había designado a los propietarios de las
minas de antracita como generadores de los favores que goteaban sobre los mineros medio muertos
de hambre de Pensilvania. Si Hanna hubiera sido Presidente al producirse la depresión habría
convocado al Colegio de Capitanes; habría aconsejado a los patronos que fuesen buenos con sus
obreros y no les redujesen los jornales; habría organizado la Reconstrucción Fínance Corporation, y
si el edificio hubiera seguido derrumbándose a pesar de todos esos refuerzos, se habría preguntado
qué fuerza maligna y misteriosa hacía inútiles todas esas medidas perfectamente obvias y prudentes.
II
Mark Hanna nació el 24 de septiembre de 1837, en New Lísbon, Ohío. En esa época su abuelo,
Robert Hanna, y sus hijos altos y diligentes, eran los hombres ricos de New Lisbon, donde dirigían
un negocio de almacenes de comestibles al por mayor y al menudeo. Era una raza fuerte —
cuáqueros de Virginia y presbiterianos de Ver-mont— inclinados a ir pasando, venerar la ley, odiar
la esclavitud, la bebida y el desorden, mantenerse al margen de. los asuntos públicos y atenerse
estrictamente a su propio negocio.
La educación de Mark Hanna fué lo más imperfecta posible. Fué un niño robusto y de mejillas
rosadas que asistió a la escuela pública situada en el sótano del templo presbiteriano de New
Lisbon. Cuando la familia se trasladó a Cleveland asistió a la escuela elemental y luego a la Escuela
Secundaria Central, donde John D. Rockefeller fué uno de sus condiscípulos. Ninguno de ellos se
destacó en la escuela. Hanna. en particular, cumplió los veinte años antes de terminar su curso junto
con otros niños de dos a cuatro años menores que él. Luego fué ai Western Reserve College, del que
le expulsaron a los pocos meses por alguna travesura inocente. Después obedeció a sus propíos
deseos y se vistió un par de zahones como peón en los muelles de la River Street por cuenta del
próspero negocio de comestibles de su padre.
Tras un breve noviciado como peón, Hanna entró como empleado en el negocio de comestibles de
Hanna, Garretson y Compañía. Luego actuó como sobrecargo en uno de los barcos lacustres de esa
compañía, más tarde como vendedor viajero y finalmente, como uno de los administradores
generales de la empresa. El mundo de los negocios de Cleveland se dio cuenta por primera vez de la
existencia de aquel joven robusto cuando éste, a los veinte años de edad, se convirtió en una figura
familiar en River Street. Era entonces un joven rechoncho, ancho de pecho, fuerte de hombros, viril,
con grandes ojos negros y vivaces y una espesa barba desgreñada a lo largo de su poten-
te mandíbula. Lav parte del labio superior la llevaba afeitada a la manera de su época.
Cuando estalló la guerra, como los Rockefeller, los Morgan y los Wanamaker y otros hombres de
negocios sensibles de la época, se dio cuenta de que la Unión estaba segura en tanto que la
provisión común de obreros no disminuyese. Al terminar la guerra tuvo que servir durante unos
pocos meses como teniente segundo para ayudar a rechazar la incursión del general Jubal Early
contra la Capital. Debe decirse en su favor, sin embargo, que después de la guerra no se unió al
ejército, ni se exhibió en las reuniones militares hasta el final de su vida, cuando la presión de los
políticos y el poder de la American Legión en esa época le obligaron a hacerlo.
El resto de su carrera como hombre de negocios puede relatarse en pocas palabras. Del negocio de
los almacenes de comestibles pasó al del petróleo, y luego al de los barcos a vapor en el lago. Más
tarde se casó con la hija de Daniel Rhodes, uno de los iniciadores del negocio del carbón y el hierro
en los Lagos. Poco tiempo después figuraba en la casa de su suegro, y cuando el anciano falleció,
Hanna dominaba ya ese negocio y le cambió el nombre por el de M. A. Hanna and Company, con
sus hermanos como socios. Se convirtieron en grandes mineros y comerciantes en carbón, hierro y
lingotes de este metal, propietarios de una flota de vapores y, finalmente, constructores de barcos.

227
Así amasó una fortuna, y al fallecer dejó un patrimonio valorado en siete millones de dólares.
Su carrera comercial tuvo dos características interesantes. Una de ellas fué la variedad de sus
intereses. A diferencia de Rockefeller, quien mantuvo una terca unidad de propósitos hasta el final,
Hanna se dedicó a muchas cosas. Adquirió y dirigió un diario, compró un teatro, organizó y dirigió
un banco, y llegó a ser uno de los dos magnates principales de los servicios tranviarios de
Cleveland. El otro punto interesante consiste en este hecho poco tenido en cuenta: aunque era
considerado como el representante de los grandes negocios y las grandes empresas, Hanna no
confió su fortuna a las sociedades colectivas. Su negocio era y siguió siendo hasta su muerte una
compañía. Y aunque ese negocio fué creciendo y se extendió a otros muchos negocios aliados —
barcos, ferrocarriles, carbón y altos hornos— algunos de los cuales eran en realidad colectivos o
incorporados, se trataba de sociedades constituidas a la antigua, de propiedad directa y, en realidad,
sociedades incorporadas. Hanna, como Rockefeller, y a diferencia de Morgan, Rogers y Gould y
otros muchos contemporáneos, nunca utilizó el dinero ajeno. Era un constructor y un fomen-
tador, un hombre de negocios sano y capaz que acumuló una gran fortuna y terminó por perder todo
interés en aumentarla.
III
En 1896, después del nombramiento de McKínley, cuando la convención se puso en pie y aclamó a
Hanna, el "hacedor de reyes", y el hijo de Cleveland robusto y sonriente subió a la tribuna, los
diarios le saludaron como a un recién llegado a la política y como al hombre de negocios que había
dominado y vencido a los veteranos Platt, Quay y Reed. La dramatizacíón agradó a la prensa, pero
Hanna no era un novato. Era un caudillo político tan experimentado por lo menos como cualquiera
de los convencionales.
Inició su carrera como hombre de negocios. Hasta los cuarenta años mostró poco interés activo por
la política. Entretanto, a mediados de la década del 70, tomaba forma un fenómeno importante en la
vida política norteamericana, un fenómeno cuyos efectos sobreviven. El partido de Lincoln, que
acababa de predicar exaltadamente el evangelio contra la esclavitud humana, se iba convirtíendo en
el partido de esa cosa nueva que se llamaba el Gran Negocio. Ello era obra de la casualidad. La
guerra había hecho al Partido Republicano supremo en el Norte. El Gran Negocio se extendía y
desafiaba a toda clase de leyes chapadas a la antigua. Los ferrocarriles se hallaban en continuo
conflicto con los gobiernos del Estado. Las empresas explotadoras del petróleo, el azúcar, el hierro
y el carbón actuaban despiadadamente a un lado y otro de las fronteras del Estado. Las compañías
de gas y las corporaciones tranviarias tenían que apelar a las autoridades de las ciudades para poder
utilizar las calles. Todos los hombres de negocios que dirigían esas empresas, siendo como eran
administradores prácticos, firmaron su paz con el partido político que se hallaba en el poder. Y daba
la casualidad de que se trataba del Partido Republicano. Cuando el Partido Demócrata volvió al
poder en el Sur y en algunas de las grandes ciudades del Este, los mismos elementos comenzaron a
colaborar con sus aliados demócratas. Hanna había mostrado durante años un interés puramente
casual por la política. Se le podía encontrar alrededor de las urnas el Día de la Elección y en las
reuniones públicas de distrito con el "mejor elemento", arrojando su peso del lado del "buen
gobierno".
Hasta 1878 no encontró un buen motivo comercial personal para actuar activamente en la política.
En esa época el negocio y la política
eran dos campos separados. Sus lindes se tocaban. Algunos miembros de cada campo franqueaban
libremente los límites del otro, y a veces resultaba un poco difícil decir si se trataba de un hombre
de negocios que actuaba en la política o de un político que actuaba en el campo de los negocios.
Uno de los medios de transporte más conocidos entre el campo de los negocios y el de la política
era el viejo tranvía arrastrado por caballos. Y en ese medio de transporte entró finalmente Mark
Hanna en el campo de los políticos.
El suegro de Hanna, Daniel Rhodes, era uno de los propietarios de una pequeña línea de tranvías de

228
tracción animal de veinticinco kilómetros de extensión en Cleveland. Esa línea pasaba por el
viaducto hasta la Plaza Pública. Era administrada por el socio de Rhodes, Elias Sims, quien se había
dedicado anteriormente al negocio de los buques a vapor y era presidente de la compañía. Elias
Sims, por supuesto, se peleaba continuamente con las autoridades de la ciudad. Siendo concejal
había aprendido muy pronto a conceder franquicias a los amigos políticos para que las vendieran a
las líneas existentes. Por supuesto el viejo Jims tenía que mantenerse en tapport con los padres de
Cleveland. "Todo lo que quieren los concejales —se quejaba— es dinero. Tengo que ir
constantemente de un lado a otro con la cartera en la mano".
Cuando Daniel Rhodes falleció en 1875, Hanna asumió la administración de los bienes de su
esposa. E inmediatamente se despertó su interés por la política. Pero hasta 1879 no llegó a ser uno
de los directores de la línea y a colaborar directamente con Sims en su administración.
Hanna tuvo que hacer frente inmediatamente a una nueva figura que surgía en Cleveland, una figura
destinada a contribuir generosamente a la alegría de la ciudad. Se trataba de Tom L. Johnson. Éste
se había iniciado casi en su juventud con un solo tranvía tirado por caballos y había creado una línea
tranviaria muy próspera. El y Sims se hallaban en continua pelea. Y Hanna fué arrastrado en
seguida a ella. Entre Hanna y Johnson había un abismo infranqueable. Johnson era un hombre
enorme y grave, pero fuerte, dinámico y generoso, casi tan combativo como Hanna. Ambos se
iniciaron en los negocios y terminaron en la política. Pero Hanna fué siempre el hombre de
negocios que actuaba en la política, en tanto que Johnson fué el político que actuaba en el campo de
los negocios. Hanna se sentía profundamente satisfecho con el mundo tal como lo había encontrado.
Johnson se sentía no menos profundamente disgustado. Johnson llegó a ser dueño todopoderoso de
los tranvías de Cleveland.
Pero en medio de su gran éxito comercial cayó en sus manos un ejemplar de Progress and Poverty
de Henry George. Cuando terminó de leerlo se.sintió tan completamente convertido como Saulo en
Tarso. En adelante se transformó en un valiente defensor de la teoría del impuesto único de George
y de otras reformas populares en el gobierno. Terminó por vender sus propiedades tranviarias, fué al
Congreso, llegó a ser Alcalde de Cleveland y se hizo famoso con su célebre cruzada en favor de la
propiedad municipal de los tranvías y el pasaje de tres centavos.
Pronto llegó a personificar, por los intereses particulares corrompidos, el espíritu de revuelta contra
el dominio de las empresas públicas en tanto que Mark Hanna se convertía en el símbolo de ese
dominio. Ambos hombres lucharon durante décadas en Cleveland y en Ohío. Y esa larga lucha
comenzó cuando Hanna se unió a Sims en la dirección de la pequeña línea de tranvías. Johnson y
Sims libraban una de sus numerosas batallas por una franquicia. Johnson la ganó y Hanna, que
odiaba la derrota, estaba furioso. Corrió a ver al viejo Sims y, fulminándolo con sus grandes ojos
negros, mientras se estremecían sus largas patillas, le exigió que comprase sus acciones en la
compañía o le vendiese las suyas. Sims le vendió las suyas y Hanna se convirtió en el dueño único
de la línea.
Antes de que pasara mucho tiempo tuvo que hacer frente al impetuoso Johnson en otra lucha. El río
dividía a Cleveland en dos partes. La línea de Johnson corría a uno de los lados del río. Propuso
adquirir una línea en el otro lado, unir a ambas y proporcionar un viaje continuo a través de la
ciudad por cinco centavos. Necesitaba para ello una nueva franquicia, pero se encontró con que
Hanna se oponía firmemente a su plan ante el Concejo. Durante toda su vida se opuso Hanna a toda
disminución en los beneficios que le proporcionaban sus negocios. Años más tarde libró su primera
batalla en el Senado para defender los esfuerzos del trust del acero para obtener del gobierno un
precio excesivo por las planchas blindadas. La lucha entre Johnson y Hanna se fué haciendo cada
vez más violenta. En todas las sesiones del Concejo podía verse la figura corpulenta, de anchos
hombros y rechoncha del magnate del carbón, el hierro, la banca y los servicios públicos golpeando
en el suelo con su bastón, increpando a los concejales y discutiendo con ellos. Dos días antes de la
votación final anunciaron a Johnson que el viejo Elias Sims quería verle. Sims le dijo a Johnson que

229
disponía de dos votos en el Concejo y que se los daría a él.
—¿Por qué? —preguntó Johnson asombrado.
—Es preciso ser más que un tonto para vencer a Hanna —murmuró Sims—. Si usted vence a
Hanna nadie podrá decir que un condenado tonto puede vencer a Sims. Usted me derrotó. Quiero
que usted derrote a Hanna.
Con los dos votos de Sims venció Johnson a Hanna por un solo voto de diferencia.
Hanna denunció el plan de Johnson de ofrecer "dos viajes" por un solo pasaje. El servicio costaría
cinco centavos. La línea se arruinaría. En la realidad la nueva línea resultó ser una de las empresas
más beneficiosas de Johnson.
Pero Hanna podía sobrepasar a Johnson. Los dos hombres se hicieron ricos, electrificaron sus líneas
y las convirtieron en poderosos dominios. Una consolidación siguió a otra, hasta que las dos
compañías dominaron la ciudad: la Big Consolidated (línea de Johnson) y la Little Consolidated
(línea de Hanna). Finalmente las dos líneas se fundieron y Johnson se deshizo de sus acciones.
Hanna lo odiaba. Odiaba todo lo que defendía aquel hombre. Su cara se congestionaba, y golpeaba
en el suelo con su bastón al denunciarlo como radical, socialista y destructor de la sociedad.
Como alcalde de la ciudad, Johnson trató de imponer a los tranvías la tarifa de tres centavos. Eso
era para Hanna poco menos que una traición. Johnson obligó al Concejo a conceder a la ciudad las
franquicias necesarias. Hanna se apresuró a pedir al fiscal de la nación, Joseph Sheets, una acción
declarando inconstitucional al gobierno municipal de Cleveland. Se trataba del mismo Joseph
Sheets que más tarde rechazó los requerimientos contra la Standard Oil Company. El tribunal apoyó
la demanda de Hanna. Los gobiernos municipales de todo Ohío quedaron perplejos ante la decisión.
El gobernador convocó a una sesión especial de la asamblea legislativa para constituir de nuevo los
gobiernos municipales. Hanna fuá a Colombus para hacer gestiones en favor de un proyecto de ley
que permitiese la concesión de franquicias perpetuas a su compañía. La asamblea legislativa aprobó
el nuevo código municipal, pero la franquicia perpetua de Hanna era demasiado, inclusive para
aquel cuerpo dominado por esa compañía.
Esas batallas duraron años. Cleveland se hallaba en manos de las empresas que explotaban el hierro,
el petróleo, el gas, la energía eléctrica y los tranvías, así como de los bancos y los dueños de bienes
raíces, y Hanna se convirtió en su representante. Acudían a él para que los defendiese. Llevado así a
la política por su compañía
tranviaria, terminó por gustarle. Era hombre de una energía inagotable y amaba la lucha y el poder.
Su negocio estaba bien organizado y prosperaba, por lo que dispuso cada vez de más tiempo para
sus excursiones por el campo político. En la década del 80 era ya una figura familiar en Cleveland,
con su rostro redondo y rojizo, su barba larga y estrecha, su cuerpo rollizo, sus anchos hombros y su
sombrero achatado. Sus conciudadanos le veían paseándose a lo largo de la Euclid Avenue, sentado
en el palco privado de su propio teatro, recorriendo los alrededores de la Public Square,
deteniéndose para conversar vigorosa y a veces agriamente con los conocidos, y haciendo sonar su
bastón en el pavimento. Aunque no era más que una celebridad local, constituía ya una figura
importante y poderosa.
IV
Hanna será recordado siempre como el hombre que hizo a McKinley Presidente. Su ambición por
hacer Presidentes se había manifestado antes de intimar con McKinley. En realidad había conocido
a éste doce años antes, cuando se esforzaba para que el Partido Republicano designase a John
Sherman candidato a la Presidencia. Hanna era considerado como uno de los cuatro grandes de
Ohio en 1884.
En la convención de ese año fué donde se puso por primera vez en contacto con McKinley y
Foraker, quienes eran también delegados de regiones enteras. Hanna apoyaba a Sherman, en tanto
que Foraker y McKinley apoyaban a Blaine, quien fué designado candidato. En adelante Hanna
mantuvo relaciones amistosas con ambos, pero vio muy pocas veces a McKinley, quien actuaba en

230
el Congreso. En la siguiente convención republicana Hanna tomó a su cargo la dirección de la
campaña en favor del viejo senador John Sherman, de quien se creía que tenía todas las
probabilidades de llegar a la Presidencia. La delegación de Ohio se había comprometido a votar a
Sherman. McKinley era entonces la figura dominante del Congreso; Foraker era el combativo
gobernador de Ohio. Y en esa convención contrajo Hanna su devota amistad con McKinley y se
inició su enemistad de toda la vida con Foraker.
El nombre de McKinley comenzó a sonar por primera vez como candidato presidencial en la
convención de 1888. Hanna, convencido de que se había puesto la estrella de Sherman, decidió
apoyar a McKinley, porque, como dijo a un amigo, "iba a dejar de apostar
por el caballo perdedor". Su verdadera amistad con McKinley se produjo después de haber
comenzado a trabajar en favor de la futura presidencia de aquel caballero.
Estos tres hombres —Hanna, McKinley y Foraker— formaban un grupo notable. Cada uno de los
tres iba a surgir como una posibilidad presidencial. Cada uno de ellos representaba un tipo
completamente distinto en la política norteamericana. Si agregamos al grupo las figuras de William
Jennings Bryant, Theodore Roosevelt y Matthew Stanley Quay tendremos una galería de caudillos
indígenas que podrían encontrar su duplicado en pequeña escala en todos los estados y ciudades del
país. McKinley, el patriota piadoso y respetable, el oportunista cauteloso que hablaba el lenguaje
del valor y la fuerza. Foraker, el demagogo fuerte, capaz, audaz y carente de escrúpulo; Roosevelt y
Bryant, ambos idealistas magnánimos, uno de ellos patriotero y jingoísta confirmado, con un caudal
inmenso de habilidad política práctica, y el otro un cruzado intransigente de causas fijas; Hanna y
Quay, ambos caciques, Quay francamente corrompido y que hacía derivar su poder de dominio
sobre una máquina oficial indeciblemente podrida, y Hanna que hacía derivar el suyo de las grandes
cantidades de dinero que tenía a su disposición procedentes de las fuerzas combinadas de los
organismos comerciales interesados en privilegios públicos de todas clases. Era el hombre de
negocios convertido en político, con ideales políticos muy bajos, pero los que defendía
resueltamente.
El más importante de todos esos hombres en la carrera de Hanna fué McKinley. El Mayor, título
con que era conocido, tenía en 1888 cuarenta y cinco años. Había sido ya miembro del Congreso
durante seis períodos legislativos y alcanzado en él fama como proteccionista militante. Siendo
Presidente dijo de Theodore Roosevelt que "él se hallaba siempre en ese estado de ánimo". Estas
palabras describían un temperamento exactamente opuesto al de McKinley. El Mayor nunca se
sintió inclinado a injuriar. Mark Hanna no estaba más satisfecho con el mundo que había
encontrado que el propio McKinley, cuyo nombre se identifica con la ausencia de todo esfuerzo en
cualquier sentido para mejorar la situación de sus semejantes.
Era un tipo peculíarmente útil para los hombres más enérgicos de nuestro sistema político manejado
por los caciques y los hombres de negocios. Los proveedores activos y prácticos de privilegios y
coleccionistas de peculados que manejan la maquinaria política deben contar con hombres
inteligentes que aparezcan en primera fila
para cohonestar sus actividades. McKinley estaba peculiarmente bien dotado para desempeñar ese
papel. Era un alma piadosa, eminentemente respetable, de aspecto bello y distinguido, buen orador
y muy admirado por sus virtudes domésticas. Sabía representar su papel perfectamente y lo
mantenía siempre. Era un hombre que parecía culto, aunque en realidad poseía conocimientos muy
limitados de historia, economía y derecho. Nunca fué estudioso ni aficionado a leer libros, aunque
llegó a ser considerado como un modelo de sabiduría. Sus ideas eran, como las de Mark Hanna,
limitadas. Se apropió la filosofía, el estado de ánimo y el carácter de la generación en que había
nacido y se atuvo firmemente a ellos.
Alrededor de la apacibilidad y la paciencia de su vida doméstica se formó una especie de leyenda.
Su esposa era epiléptica. En consecuencia era una criatura llorona y quejumbrosa que se pasaba la
vida contemplando y alimentando sus propios sufrimientos. McKinley la quería profundamente.

231
Concedía a aquella mujer quejumbrosa y difícil una atención romántica y caballeresca que hacía
exclamar a Mark Hanna: "McKinley es un santo". Hanna, como Joe Can-non y otros
contemporáneos, gustaba de la sociedad de los hombres y gozaba jugando una partida a los naipes o
charlando con sus amigos. Era un espíritu sencillo y consideraba como una especie de santidad la
falta de afición de McKinley por esos placeres masculinos perfectamente normales.
McKinley poseía una amabilidad fácil y serena que no le permitía pelearse con nadie. La primera
vez que se encontró con Hanna •—que éste, entre paréntesis, no recordó nunca— el Mayor, que era
un joven abogado, se había encargado de la defensa de un grupo de mineros acusados de haber
causado perjuicios a una de las minas de la compañía de Hanna durante una huelga. Mark Hanna
representaba a los demandantes y se hallaba presente en el juicio. Uno de los biógrafos de Hanna
refiere vivamente la grata impresión que produjo el abogado que defendía a los mineros en los ricos
patronos presentes, con su bondadoso reconocimiento de que al procesar a sus clientes no habían
hecho más que cumplir con su deber. McKinley sacaba siempre de apuros a sus amigos, buenos o
malos.
Sus críticos lo acusaban de debilidad. No era, en verdad, una figura fuerte. Podía ceder, llegar a un
acuerdo, cambiar de opinión, dar palmadas en la espalda y sonreír con hombres de todas clases, en
todos lados y con respecto a todas las cuestiones. Pero cuando se trataba de algo que ponía en
peligro la carrera del Mayor podía revelar de pronto una energía insospechada.
Era mucho más astuto que el sincero Hanna. Desplegaba una cautela infinita. Raras veces ponía sus
opiniones por escrito o confiaba a las cartas sus pensamientos políticos. Sentía una gran afición, que
advertían sus asociados, por los mensajeros. Cuando escribía, lo hacía frecuentemente con el
propósito de que quedase constancia, precaución que nunca dejó de tomar con sus mejores amigos.
Poseía una facultad que empleaba con gran éxito: la de disimular cualquier causa, por dudosa que
fuese, con trivialidades piadosas. Cuando Dewey se apoderó de Manila, McKinley le cablegrafió
para informarle inmediatamente de cuál era la más rica y más deseable de las islas, y luego se
dirigió a la nación para defender solemnemente la anexión como "una asimilación benévola".
Foraker era un hombre muy diferente, firme en la defensa de sus ideas, polemista capaz y figura
poderosa en la tribuna pública o en una convención. Manejaba una máquina eficaz. Cuando fué al
Senado se convirtió en el campeón recio y belicoso de toda forma de actividad colectiva hasta que
William Randolph Hearst lo arrojó de la vida pública acusándole de haber aceptado dinero de la
Standard Oil Company.
Durante muchos años esos dos hombres —Hanna y Foraker— lucharon por la supremacía en Ohio.
En la convención de 1888 a que nos hemos referido asumió Hanna la dirección de la campaña en
favor de la candidatura de John Sherman. Foraker era Gobernador, una figura descollante,
enormemente ambicioso, que había puesto el ojo en la Presidencia. Un día antes de que se reuniese
la convención entró Foraker en el centro electoral de Sherman y vio al rubicundo Hanna rodeado de
los delegados del Sur. Tenía las manos llenas de dinero que entregaba liberalmente a sus huéspedes
negros. "Lejos de sus casas y escasos de dinero", como Foraker los describió, esos delegados
vendían sus entradas para los asientos de galería de la convención a Hanna y, con ellas, le vendían
sus almas a buen precio. A Hanna, por supuesto, no le interesaban las entradas. En realidad se las
entregó a un socio que todavía las conservaba en un baúl muchos años más tarde.
Foraker, que comprendía los valores dramáticos de una indignación oportuna, fingió sorprenderse
ante aquel soborno monetario al por mayor. Lo denunció. Hanna lo defendió como necesario,
puesto que otros candidatos hacían lo mismo.
El candidato de Hanna, Sherman, fué derrotado decisivamente. Harrison fué designado para
oponerse a Grover Cleveland, pero el
hombre que salió de la convención con el mayor dividendo fué William McKinley.
Él y Hanna hicieron íntima amistad durante la convención. A Hanna le pasmaban la astucia y la
sagacidad de McKinley. Su sorpresa se mezclaba con el placer, pues el talento de McKinley estaba

232
bellamente guarnecido con una exhibición de sentimientos magnánimos. El propio Hanna era una
criatura más o menos ingenua. Era brusco, franco, directo, candido. Seguía siempre el camino más
corto a su objetivo. Se basaba en una fe casi infantil en los derechos de su clase —Ja de los hombres
de negocios— a abrirse camino y obtener beneficios, y creía que cuanto mayores fueran esos
beneficios tanto más se beneficiaría el país. Los obreros eran protegidos a los que se debía tratar con
benevolencia. La lealtad a sus amigos, tuviesen o no razón; un profundo respeto por el poder del
dinero para conseguir sus fines y una buena voluntad para utilizarlo, así como todos los demás
instrumentos reconocidos de la lucha política, constituían el resto de sus creencias. Hanna no era
siempre un hombre prudente. Podía estallar de rabia en los momentos más inoportunos. McKinley
era, en cambio, el espíritu de la cautela. Además, transformaba toda acción en uno de los
ingredientes morales superiores. Si dejaba de hacer algo, porque no era conveniente, podía dar a esa
omisión la apariencia de un sacrificio personal. Hanna se encariñó con McKinley y ese cariño se
convirtió más tarde en un afecto auténtico por el parlamentario triunfante.
Ahora estaba seguro de que John Sherman no podría ser nunca candidato a la Presidencia. También
estaba convencido de que McKinley habría podido serlo con una propaganda adecuada. Él no se
proponía renunciar a su única ambición —nombrar un Presidente— y decidió consagrarse en
adelante a promover la candidatura de McKinley.
Harrison fué elegido por una pequeña diferencia de votos, pues la mayoría popular votó contra él.
El negociante de carbón y hierro de Cleveland se dedicó inmediatamente a ayudar, con todas sus
fuerzas, a su nuevo candidato. Fué a Washington para trabajar por que McKinley consiguiese la
presidencia del Congreso. Pero Thomas B. Reed, hombre más enérgico que el Mayor, no podía ser
derrotado. Reed nombró a McKinley presidente de la Comisión de Medios y Arbitrios y así quedó
unido su nombre a la desdichada medida arancelaria que originó la derrota de su partido y lo arrojó
a él del Congreso, pero que, al final, obligó a McKinley a destacarse como el candidato lógico de
los republicanos en 1896.
388
URANUtS fUtliunns
La preparación del proyecto de ley de McKinley constituye uno de los capítulos más desdichados
de la historia de la legislación norteamericana. McKinley llamó a los representantes de los diversos
intereses especiales que habían de ser favorecidos, y les pidió que redactasen sus propios planes. No
se pidió consejo a nadie más. Hasta un proteccionista tan ortodoxo como Blaine, temió la
aprobación de ese proyecto. Advirtió a su partido en el Congreso. Pero no había favor que pudiese
pedir el Gran Negocio que pareciera exorbitante. Al acercarse la siguiente elección los recaudadores
republicanos se presentaron por sus cheques. Pero los cheques no sirvieron de nada. Hanna estaba
pasmado y consternado ante la ráfaga adversa que sacudía al país. El pueblo tenía que ajustar
muchas cuentas, y en las siguientes elecciones parlamentarias fueron derrotados los republicanos. El
propio McKinley fué derrotado. Pero a la larga el pueblo comprendió que era él el vencido. El
efecto sobre su economía era de lo más desalentador. Decayó el espíritu del país, y éste aprendió
muy pronto que tenía un administrador que no podía ser desplazado.
El problema de Hanna era muy difícil. Las nubes se amontonaban sobre los negocios del país. El
gobierno tenía que hacer frente a dificultades que superaban sus fuerzas. Un Congreso hostil ofrecía
a Harríson posibilidades ilimitadas de inquietud. No faltaban los enemigos en Ohio. Después de la
elección de Harrison, Hanna se dedicó a promover la candidatura de McKinley para gobernador de
Ohio y a arrojar a Foraker del camino de aquél.
Se encargó personalmente de la lucha, y cuando se reunió la asamblea legislativa para designar al
sucesor de Sherman en el Seriado, Hanna fué a Colombus y dedicó su tiempo, su dinero y su
influencia personal en derrotar a Foraker. Lo consiguió. La elección de McKinley como gobernador
y la derrota de Foraker, hicieron de Hanna la figura política más poderosa de Ohio. Además, se
aceptaba generalmente que tenía en sus manos un candidato presidencial auténtico.

233
Así, gracias a su manera audaz de manejar las cosas, a su franco reconocimiento de la devoción que
sentía por McKinley y a su valiente aceptación de las probabilidades de fracaso que tenía su
candidato en un año en que la marea subía con vigor contra su partido, Hanna anuló por completo
los efectos embarazosos de la última derrota de McKinley. Además, mediante la elección de éste
como Gobernador en un año democrático, lanzó al Mayor otra
vez al campo político como un formidable contendiente a la Presidencia.
En esta lucha recogió Hanna buenos dividendos políticos de sus muchos años de contribuciones
liberales a las arcas de guerra del partido. No sólo la maquinaria del partido en el estado y la ciudad,
síno también numerosos candidatos individuales habían apelado con frecuencia a la cartera siempre
abierta del rico banquero. Tras la campaña local de 1897 acudió Hanna a las oficinas centrales del
Partido Republicano y se encontró con que el Comité se hallaba en dificultades. Cuando le dijeron
que el motivo de éstas era un déficit de 1.250 dólares, se echó a reír, firmó un cheque por esa
cantidad y lo entregó sin que se lo pidieran. El propio McKinley era uno de esos políticos que
necesitaban a veces dinero y no titubeaban en pedírselo a Hanna. Este pagó los gastos de su
campaña personal en 1891. En una ocasión contribuyó con 1.200 dólares a la campaña de un
tesorero de condado, luego reunió a un grupo de amigos para que firmasen la fianza del tesorero por
un millón de dólares y, en adelante consiguió para su banco una gran parte de los fondos del
condado.
Cuando se acercaba la agitada contienda electoral de 1892, Hanna se dio cuenta de que aún no había
llegado el momento de McKinley. El Presidente Harrison, siguiendo la costumbre, aspiraba a la
segunda Presidencia. Además, la corriente era contraria a los republicanos. Pero Hanna mantuvo
firmemente a su hombre en la primera fila. Durante toda la campaña, mientras Harrison luchaba por
la Presidencia en 1892, McKinley luchaba por la Presidencia en 1896, dirigido por Mark Hanna. Y
mientras las olas caían sobre la cabeza del impopular Benjamín Harrison, William McKinley se
elevaba sobre las aguas como el caudillo indiscutido en la contienda de cuatro años más tarde.
Mark Hanna, en colaboración con la serie peculiar de acontecimientos, considerados como el fruto
del destino del Mayor McKinley, se puso a trabajar para asegurar el triunfo. La administración de
Cleveland lanzó piedra tras piedra: dinero, los bonos de Morgan, la ley aduanera de Wilson, el
fracaso del impuesto a las rentas, las huelgas ferroviarias y la represión de las mismas con las tropas
federales. Los demócratas estaban condenados. McKinley fué elegido triunfalmente Gobernador de
Ohio. Hanna vio un día en el Cleveland Leader una caricatura que representaba a McKinley
elevándose como el sol sobre el país arruinado y al Tío Sam señalándolo como el Sol Naciente de la
Prosperidad. Se dio cuenta al instante del
valor de esa idea. Inmediatamente llamó a McKinley el "Representante de la Prosperidad". De ese
modo dio Hanna al Partido Republicano un rótulo que iba a ostentar con gran éxito hasta que quedó
destruido en el diluvio de la administración de Hoover. La teoría de que la prosperidad está ligada
inextricablemente con el dominio del gobierno por los hombres de negocios, fué inculcada
eficazmente en la opinión pública. Y se trataba de una de las ideas en que creía Hanna con la más
absoluta convicción.
En esos años llegó a ocupar una posición que casi le convirtió en el caudillo político nacional,
posición que ningún otro hombre, antes ni después de él, ha ocupado sin ser realmente el
Presidente. Por lo que se refería a McKinley, su estrategia consistió en mantener a éste libre de todo
embrollo y de toda relación con los problemas administrativos, salvo la defensa por los
republicanos de las tarifas arancelarías. En una campaña caracterizada por su concentración en un
solo propósito, su persistencia, su generosa financiación y su carencia de errores, Hanna fué
abriendo el camino a su candidato sonriente, hermoso y astuto hasta que fué elegido Presidente de
los Estados Unidos.
Pero esa campaña fué interrumpida por una extraña desgracia en la que pareció que las hadas
amigas que rodeaban al Mayor le habían abandonado. En 1893 tuvo que ir Hanna a Nueva York con

234
motivo del pánico que se había producido en sus propios negocios. Llegó un cablegrama de Myron
T. Herrick, banquero de Cleveland, anunciando que un hombre llamado Robert L. Walker,
fabricante de hojalata de Youngstown, Ohio, se hallaba en dificultades comerciales y que McKinley
corría el peligro de perder 100.000 dólares. Herrick y otros trataban de reunir los fondos suficientes
para salvar al Mayor y necesitaban la ayuda de Hanna. Este corrió a Cleveland, pero se encontró
con que llegaba tarde, Walker había quebrado y McKinley, afectado por la noticia, había perdido su
serenidad y amenazaba con renunciar como Gobernador, retirarse de la vida política, declararse en
quiebra y consagrar el resto de sus días a pagar sus deudas. Nunca le había ocurrido nada tan
extraño a un candidato presidencial.
La historia de este extraño episodio nunca ha sido referida, al parecer, por completo. Pero se conoce
lo bastante de ella para poner de manifiesto la facilidad con que el Mayor aceptó durante toda su
vida la generosidad ajena. McKinley había pedido en su juventud 5.000 dólares a Walker para pagar
sus estudios de derecho. Nunca se preocupó por devolver esa cantidad insignificante. Cuando
fué elegido Gobernador, Walker, que se dedicaba entonces al negocio de la hojalata, consiguió que
McKinley endosase sus pagarés. Cierto día llegó uno de esos pagarés al banco de Herrick. Produjo
cierta aprensión y Herrick fué a ver al Gobernador, quien con algo menos que candor le explicó que
debía 5.000 dólares a Walker. Herrick consiguió ese dinero de un rico admirador del Mayor y se lo
envió a Walker. Pero los pagarés de Walker endosados por McKinley siguieron apareciendo en
diversos bancos. La suma totalizaba 130.000 dólares. Entonces Herrick puso a Hanna en
conocimiento de lo que sucedía. Antes de que pudieran conseguir los fondos necesarios el negocio
de Walker fué devorado por la depresión. Fué declarado en quiebra y la noticia trascendió.
Hanna y Herrick recaudaron apresuradamente los 130.000 dólares necesarios entre una selecta lista
de republicanos, con objeto de garantizar la solvencia del Mayor. Algunos dieron ese dinero, según
nos informa el biógrafo de John Hay, "porque admiraban a McKinley, otros porque los había
servido en el Congreso, y otros porque deseaban salvar al partido de críticas nada edificantes". Los
subscriptores del fondo de rescate fueron Hanna, Herrick, Carnegie Frick, Samuel Mather y otros
grandes hombres de negocios de Cleveland, John Hay, Philander C. Knox, H. H. Kohlsaat y
algunos otros. Los biógrafos de McKinley refieren que cedió todas sus propiedades y las de su
esposa a tres fideicomisarios, quedándose solamente con sus acciones en su negocio dé Cantón, en
el que contaba con una diferencia en su favor de 50.000 dólares.
¿Devolvió alguna vez McKinley ere dinero? Tanto su biógrafo como el de Mark Hanna guardan un
extraño silencio al respecto. McKinley tenía la costumbre de gu?.rdar la constancia de esas cosas
para sí mismo y así, aunque durante todo ese desagradable episodio vivió refugiado en la casa de
Herrick, existe una carta escrita por él a Herrick recordándole sus sentimientos de gratitud en
términos grandilocuentes. Describe la transacción como la "compilación de sus valores
desatinadamente dispersos en unas pocas manos". Insiste en que "esos valores han sido comprados
dólar por dólar". Debían ser considerados "como una obligación contra mí". Luego, con un gesto
casi Pickwíckiano, declara que habría tenido que declinar el pago de sus deudas por sus amigos si
hubiese sido de otro modo.
El biógrafo de Myron T. Herrick, cronista peculíarmente inexacto, declara que McKinley devolvió
posteriormente ese dinero con lo que ahorraba de su sueldo. Herrick no parece haber desembolsado
nunca nada. En cambio lo invirtió, y McKinley se refería a "esas
pequeñas inversiones" en una carta a Herrick pocos meses antes de su muerte. Cuando murió
McKinley, Herrick devolvió esas inversiones a la viuda del Presidente.
V
Cuando se reunió la convención republicana en St. Louis a fines de junio de 1896, la nación hacía
frente a una nueva guerra de secesión, esta vez entre el Oeste y el Este, que tomó una forma muy
antigua. En los períodos de depresión siempre sube el valor del dinero, y los deudores reclaman
siempre la inflación de la moneda en alguna forma. Entonces se manifestó esa actitud en forma de

235
demanda para que se volviese a acuñar moneda de plata. La estrategia de Hanna. tenía por objeto
impedir la emisión de moneda de plata, pues la historia de McKinley a ese respecto era mala. Había
sido bimetalista. Había contribuido con su voto a rechazar el veto de Hayes a la Ley sobre la plata
de Bland y Allison y votado en favor de la ley sobre adquisición de plata de Sherman. Pero ahora
había sellado sus labios con respecto a la emisión de moneda de plata.
Muchos le suponían todavía un ardiente bimetalista. La delegación de California se presentó en la
convención con instrucciones para votar en favor de McKinley y de la emisión de monedas de plata.
El Oeste era bimetalista. Pero el poderoso Este, que era republicano y tenía que aportar el mayor
esfuerzo a la lucha, estaba en favor del oro. El sindicato que había salvado a McKinley de la
quiebra, como lo describió burlescamente Tom Reed, nunca apoyaría la emisión de moneda de
plata. De aquí que en la convención de St. Louis se conociese la actitud de casi todos los presentes
con respecto a la cuestión monetaria, salvo la de McKinley, el aspirante a la Presidencia. Los
periodistas asediaban a Hanna para que revelase la actitud de McKinley, pero él les contestaba que
era la convención y no el candidato la que decidía el programa electoral, ignorando el hecho, al
parecer sin importancia, de que el candidato tenía que personificar ese programa. El anciano
senador Teller, de Colorado, encabezaba un grupo partidario de la plata que se oponía
inflexiblemente al oro. Henry Cabot Lodge y Tom Reed encabezaban al ejército del Este que se
oponía con la misma firmeza a la plata. Hanna necesitaba los votos de todos los grupos. Presentó en
la convención de St. Louis un programa monetario redactado hábilmente
para satisfacer tanto a los partidarios del oro como a los de la plata. Pero encontró en la Comisión
de Resoluciones al viejo enemigo suyo, Joseph B. Foraker, quien, como presidente de la comisión,
hizo que se adoptase una decisión inequívoca en favor del oro.
Aún después de su designación se negó a McKinley a tomar en serio el programa monetario del
partido.
—Soy un partidario de los aranceles —insistía—. Se da demasiada importancia a esta cuestión
monetaria. Dentro de treinta días ya no se oirá hablar de ella.
—Dentro de treinta días —le replicó su amigo, el magistrado William R. Day— no se oirá hablar de
otra cosa.
Al principio trató McKinley de eludir la cuestión monetaria. Pronunciaba frases oscuras como
"moneda sana" y "un dólar honrado". Pero los demócratas habían nombrado a Bryant como su
candidato y él mantenía al país en llamas con su guerra santa en favor de la plata. Y así, al final,
McKinley, el bimetalista, se vio obligado a abandonar su vieja doctrina y declararse abiertamente
partidario del patrón oro. Era algo característico en él. Nadie podía salir de una situación difícil más
suavemente que él. No derramaba su sangre por las causas impopulares. Elegía hábilmente las
causas que no exigían derramamiento de sangre.
McKinley, por supuesto, fué designado candidato a la Presidencia por una abrumadora mayoría de
votos. Al reunirse la convención ya estaba decidido su nombramiento; en realidad lo estaba desde la
convención de Illinois en el mes de abril, en la que se había decidido votarlo.
VI
Los historiadores conservadores acostumbran a describir a los partidarios de Bryant —los
demócratas defensores del patrón plata y sus aliados populistas— como una horda de agitadores
enloquecidos y violentos que amenazaba los cimientos del gobierno constitucional. En realidad,
nadie podía superar en violencia a los partidarios de McKinley en el Este. Estos agotaron todos los
recursos de la acusación y de las injurias contra Bryant y su "chusma de repudíadores", como los
llamaba el juicioso New York Evening Post con increíble furia.
Theodore Roosevelt, que en realidad no sabía acerca de la cuestión monetaria más de lo que podía
saber cualquier orador callejero del Oeste, desollaba a los que gustaba llamar "popócratas",
acusándolos de que llevaban al país a la revolución social. Aquellos peligrosos nihilistas pedían un
impuesto a las rentas gradual, bancos de ahorro postales, el reconocimiento de la independencia de

236
Cuba, el gobierno propio en los territorios y el Distrito de la Columbia, la reforma del sistema
electoral, la elección popular de los senadores y el Presidente, la iniciativa y el plebiscito, un
programa de obras públicas en los períodos de depresión, la nacionalización de los ferrocarriles y
los telégrafos y el bimetalismo. La mayoría de estas cosas han sido introducidas desde entonces en
nuestro sistema político y el propio Roosevelt iba a superar un día a los "popócratas" condenando
con la misma violencia a quienes se oponían a esas cosas.
Los predicadores de moda de Nueva York clamaban contra los enemigos del Señor. El Dr. Robert
S. McArthur, de la Iglesia Bautista del Calvario, y el célebre Dr. Parkhurst hacían a Bryant víctima
de sus iras, y el Dr. Courtland Meyer proclamó dramáticamente en el viejo templo de Henry Ward
Beecher: "Amo la insignia de la Cruz manchada de sangre, y esa insignia está en peligro". El New
York Tribune atacaba agriamente a Bryant como el rival "de Bene-díct Arnold, Aaron Burr y
Jefferson Davís en maldad deliberada y traición a la república". El Evening Post veía en los
procedimientos de la convención de Chicago, que había designado candidato a Bryant, una réplica
de las escenas de la revolución francesa. Las injurias y el lenguaje soez de que era víctima Bryant
eran tan violentos que el Dr. Albert Shaw, el director conservador de la Review of Reviews, tuvo
que llamar al orden a sus amigos. "Los directores de diarios, profesores universitarios y banqueros
del Este que llaman a los dirigentes del Oeste y del Sur anarquistas y demagogos están haciendo la
situación más difícil con su malévola tontería". Cuando terminó la campaña electoral, Triburíe
declaró su regocijo por la victoria, diciendo que había sido obtenida porque "Dios es Dios y la
justicia es la justicia", mientras Cornelíus Blíss, Jacob Schiff, Isaac Seligman y otros grandes
banqueros se sentaban alrededor de la mesa con el caudillo triunfante de las huestes victoriosas del
oro y daban "gracias a Dios porque les había dado a Mark Hanna".
La furia del otro lado descargaba principalmente contra Hanna. La feroz caricatura de Davenport
proporcionaba un demonio antropomórfico sobre el que recaía el odio de las masas. Aquellas
famosas caricaturas que representaban a Hanna llevando de la mano a McKinley, un Napoleón en
miniatura, y aplastando a obreros, derribando a mujeres y niños, amontonando sacos de dinero y
fraternizando
con los trusts, herían profundamente a Mark Hanna. "Duelen", se quejó amargamente al senador
Dolliver.
VII
Había un motivo muy serio para esas emociones violentas. Toda una nueva era, un cúmulo
poderoso de nuevos intereses, toda la aventura en desarrollo del capitalismo corporativo o, como se
lo ha llamado algo vagamente, el capitalismo financiero, se hallaba en la encrucijada. Durante cierto
número de años estos nuevos intereses, y bajo toda clase de "capitanes" de la industria y "reyes" del
comercio, habían estado acumulando fuerza, creando y mejorando los nuevos instrumentos para
alcanzar la riqueza, abriéndose camino con la ayuda creciente de la opinión pública —una especie
de admiración titubeante, pero creciente, por sus proezas— y la colaboración corrompida de los
legisladores y los funcionarios públicos.
Pero durante varios años —particularmente desde 1893— la nación venía hundiéndose en una
depresión profunda y porfiada. El clamor de los agricultores, los pequeños hombres de negocios del
Oeste y los trabajadores de las ciudades occidentales en favor de la inflación en la forma de emisión
de moneda de plata amenazaba las inversiones de los grandes banqueros y sus clientes en el Este.
La ira creciente contra hombres como Rockefeller, Morgan, Gates, Harriman y todos los filibusteros
de los ferrocarriles, y los magnates de los trusts, alcanzaba una energía y un fervor peligrosos en el
ardiente evangelio de Bryant y amenazaba la estabilidad y la seguridad de toda aquella gran
máquina corporativa que esos hombres habían ideado para la producción y concentración de la
riqueza. La elección de 1896 era una especie de campo de batalla decisivo que podía determinar el
curso que seguiría la evolución norteamericana en los siguientes años. Por lo menos así lo creían los
excitados partidarios del período. Y eso inflamaba su partidismo y contribuyó a que toda aquella

237
campaña electoral fuese una de las más violentas de la historia política de los Estados Unidos. En
ese momento particular se convirtió Mark Hanna en el mariscal de los ejércitos de la propiedad en
una de las grandes batallas decisivas de nuestra historia.
Organizó y puso a los grandes negocios del lado de la filosofía política, esencial para su existencia,
y los hizo pagar los gastos de la guerra que libraba.
El nombre de Hanna estará siempre asociado al perfeccionamiento de ese importante arte conocido
popularmente con la frase "freír la manteca", que no es más que una manera pintoresca de describir
el procedimiento para convertir en dinero, destinado a hacer la campaña, parte de la grasa que los
ricos podían acumular gracias a los favores políticos. No se trataba en modo alguno de un asunto
nuevo. A medida que los negocios crecían y se robustecían y se hallaban cada vez más a merced del
gobierno, los políticos aprendieron pronto la manera de hacer que los que prosperaban pagasen por
su inmunidad. William E. Chandler había aprendido el modo de obtener sumas generosas de
hombres como Roach y Gould. Cárter, que dirigió la campaña de Harrison, consiguió 400.000
dólares del constructor de barcos George Cramp. En la lucha precedente entre Blaine y Cleveland,
la espectacular campaña del primero terminó con el famoso Banquete Real de Baltasar, cuando
Gould, Sage, Astor, Flagler, Mills, Carnegie y unos doscientos "reyes del dinero" se sentaron
alrededor de la mesa para comer y beber pantagruélicamente en lo que el World de Nueva York
llamó "banquete del chanchullo". Stephen B. Elkins necesitaba más dinero para realizar el último
gran esfuerzo en favor de Blaine, por lo que reunió a los reyes del dinero con objeto de "freír la
manteca".
Todo eso era hacer de una manera desordenada lo que Hanna iba a hacer de una manera ordenada y
en gran escala en 1896. Dijo francamente a los directores de las diversas corporaciones que el
Partido Republicano les prestaba muchos servicios y, por lo tanto, no debían titubear en pagárselos.
Impuso una contribución directa a cada banco. Más tarde negó la acusación del senador Teller en la
Cámara de que había hecho eso. Pero su biógrafo oficial concede que ese impuesto era de la cuarta
parte del uno por ciento. La Standard Oil dio 250.000 dólares. Otras corporaciones contribuyeron
proporcionalmente. No puede decirse a cuánto ascendió la cantidad reunida e invertida. Su biógrafo
admite que fué de 3.500.000 dólares, en tanto que el senador Foraker, que tuvo la oportunidad de
saberlo, dice que no fué menor de los 7.000.000 de dólares.
Los dólares que el caricaturista Davenport había dibujado en el traje de Hanna no trataban de
representar la doctrina personal de éste, sino la política consistente en emplear el dinero de los
magnates corporativos para comprar todo lo que querían en la vida pública. Y Hanna comprendía
perfectamente para qué se pagaba ese dinero. Asediaba a los contribuyentes. "Sé que ustedes harán
lo que deben —escribió a Archbold, contador de la Standard Oil— y
yo deseo que el comité nacional reciba esta vez uña subscripción liberal por parte de ustedes. . .
Toda esta lucha es contra las corporaciones y contra mí como su defensor". Cuando Archbold
necesitaba algún servicio acudía a Hanna y le pedía su "ayuda" para impedir que la asamblea
legislativa de Ohio aprobase las leyes contra los trusts. También escribió a Hanna en otra ocasión
para pedirle que actuase activamente con objeto de impedir que Smith W. Ben-net fuese nombrado
fiscal general de Ohio porque ayudaba a Frank Monnett en su juicio contra la Standard Oil.
Existe la creencia popular de que la guerra civil destruyó al Partido Demócrata, de que tras la gran
agitación la población del país se hizo republicana como había sido antes demócrata. Esto no es
cierto, por supuesto. Fueron Mark Hanna, las fiambreras llenas y la leyenda de la prosperidad los
que destruyeron al Partido Demócrata.
Es evidente que la segunda elección de Lincoln en plena guerra, y las dos elecciones de Grant
mientras las tropas federales ocupaban todos los estados demócratas, abarcan un período de
condiciones anormales en el que, por supuesto, dejó de funcionar el Partido Demócrata. Pero si
examinamos las elecciones realizadas desde 1876 —tras el regreso de las hermanas descarriadas—
hasta 1892, el resultado es un poco sorprendente. En ese período hubo cinco elecciones

238
presidenciales, y en cuatro de ellas obtuvieron los demócratas mayorías populares indiscutidas.
Tilden y Cleveland obtuvieron en tres ocasiones más votos que sus opositores republicanos.
También obtuvieron la mayoría en el Colegio Electoral en tres de las cinco elecciones, puesto que
Hayes fué declarado electo gracias únicamente a que le computaron los votos de Luisiana, Florida y
Carolina del Sur, lo que no estaba de acuerdo, ni mucho menos, con el sentimiento político de esos
estados.
En ese mismo período se realizaron diez elecciones parlamentarias y los demócratas obtuvieron la
mayoría en seis de las diez. Hasta la elección de 1896, y gracias a la extraña combinación de
circunstancias que estableció a los republicanos como los guardianes y conservadores de la
prosperidad, no llegó a ser la derrota democrática casi un hábito por parte de los votantes. Desde
entonces, y en las nueve elecciones presidenciales realizadas hasta 1932, los candidatos
republicanos triunfaron en siete de ellas y alcanzaron la mayoría en la Cámara en trece de las veinte
elecciones parlamentarias. Fué necesario el cataclismo económico de 1932 para arrojarlos del
poder.
La despensa llena hizo lo que no podía hacer la guerra civil. Hanna prometió la prosperidad sí
McKinley era elegido Presidente. McKinley fué elegido y se produjo la prosperidad. Era una
demostración demasiado irresistible para un pueblo que había padecido hambre durante mucho
tiempo. Claro está que Hanna y McKinley y sus promesas arancelarias y su patrón oro aceptado a
regañadientes no tenían que ver con el auge de los negocios más que lo que tienen que ver los
encantamientos del anillo que utilizan los hechiceros con la curación de un salvaje tuberculoso.
La depresión se había ido formando durante años. Se produjo cuando la orgía de construcción de
ferrocarriles, aumento de las industrias y especulación desenfrenada, todo ello con dinero prestado,
terminó porque ya no se podía obtener más dinero prestado. Cesaron por completo las
construcciones de todas clases, como ha sucedido en la actualidad. Sólo era posible vencer a la
depresión reanudando las construcciones, salvo, por supuesto, que se produjera algún accidente.
Nadie parecía saber eso como no fueran los despreciados populistas, quienes clamaban por un
programa de obras públicas.
Poco antes de la elección se perdió la cosecha de trigo en la India. Esto hizo que nuestro trigo
encontrara, de pronto, un mercado inesperado, y que su precio ascendiera rápidamente, lo que, fuera
de toda duda, aseguró la elección de McKinley. Pero después de la elección la prosperidad siguió
escondida tercamente en su rincón. Las acciones subieron con la noticia de la victoria republicana,
pero volvieron a bajar en seguida como sucedió en 1933. Setecientas fábricas encendieron sus
fuegos, pero los volvieron a apagar a los treinta días. Las quiebras aumentaron y las liquidaciones
de los bancos en los primeros siete meses posteriores a la elección fueron menores que en los siete
meses precedentes.
Hanna se sentía profundamente inquieto. No sabía que la cura se realizaba ya gracias a causas con
las que nada tenía que ver su partido. Ante todo, se descubrían nuevos y ricos yacimientos de oro y
el nuevo procedimiento a base del cianuro aumentaba enormemente el rendimiento de las viejas
minas. En 1904 señaló Leroy Beaulieu que la mitad del oro existente en aquel momento en los
bancos centrales y tesorerías de todo el mundo había sido acumulado desde 1890. Pero lo que es
aún más importante, Francia había sufrido una sequía que redujo enormemente su producción de
trigo. La cosecha de Rusia había sido perjudicada por las lluvias, que la redujeron también
enormemente, en tanto que las tormentas destruyeron en el Valle del Danubio la mayor parte de su
producción
triguera. Además, los buenos precios del trigo en el otoño precedente habían estimulado a los
agricultores norteamericanos a plantar mayores cantidades, de modo que en aquel momento, en que
había una tremenda escasez de cereales en Europa, los agricultores norteamericanos contaban con
una provisión mayor que nunca. El trigo llegó a valer un dólar en la Junta de Comercio de Chicago.
Los barcos de los Estados Unidos recorrían los mares cargados de cereal y regresaban con oro.

239
Como consecuencia, la reserva de oro, que en 1896 era de 44.000.000 de dólares, aumentó en 1898
a 245.000.000. La Ley del Patrón Oro no fué aprobada hasta 1899. Exigía una reserva de ese metal
por valor de 150.000.000 de dólares, la que no habría sido posible de no ser por esas dos
circunstancias accidentales.
Los negocios comenzaron a florecer con ese estímulo poderoso. El país entró en una era de
construcción de líneas de tranvías eléctricos, plantas de energía eléctrica y rascacielos. Fueron
modernizados los ferrocarriles y se crearon nuevas industrias. También se reanudó la formación de
capitales con dinero prestado. Las rentas aumentaron. Volvió la prosperidad. Y todo ello sucedió sin
que el Partido Republicano moviese un solo dedo, aunque movió activamente sus mandíbulas para
proclamar su magia.
VIII
Era algo lógico y poético que Mark Hanna se elevase a la dirección en ese momento. Él
personificaba la fuerza y la debilidad del pueblo: su apego perfecto al ir adelante, su tolerancia del
arte corriente para progíesar, su talento práctico para la organización, su admiración por los
aventureros a los que se complacía en consi-dear como Titanes y a los que llamaba, casi con afecto,
Capitanes y Reyes de la Industria.
Muy por debajo de la superficie se producían grandes cambios. Nuestra vida económica había
sufrido una revolución. Pero el propio Hanna apenas comprendía su significado. Creía que un
patrono tenía que ser generoso con sus empleados. Siempre denunció a los patronos que se negaban
a tratar con sus obreros. Su actuación no merecía reproche alguno a este respecto. En 1894, cuando
Cleveland envió tropas a Chicago para reprimir la huelga en la casa Pullman, Hanna, que se hallaba
en aquel momento en el Unión Club de Cleveland, produjo un alboroto al acusar a Pullman.
"¡Maldito
sea el hombre que no quiere tratar con sus obreros!", gritaba, hasta que Myron Herrick le sacó del
Club. Nunca se le ocurrió que podía haber alguna grieta oculta en alguna parte del sistema.
Este nuevo orden económico tenía, por supuesto, que contar con una filosofía. Y en consecuencia,
se produjo una gran confusión entre los apologistas. Los norteamericanos, que apenas conocían a
Níetzsche y Zarathustra, comenzaron a oír hablar profusamente del superhombre. Concedían en
privado que no se podía someter a aquellos grandes hombres de acción a las mismas limitaciones
éticas que se aplicaban a los almacenistas de la esquina. Otros que leían por primera vez artículos de
revista acerca de Darwin y Huxley, que estaban entonces en boga, explicaban que los Estados
Unidos pasaban por una fase ligeramente acelerada del proceso evolutivo, fase en la que esos
hombres fuertes apresuraban un poco el proceso de la supervivencia. Las cátedras de economía,
cada vez más numerosas, de los colegios más antiguos estaban en su mayor parte a cargo de
hombres como John Bates, en Yale, quien atacaba duramente al movimiento obrero, y el Profesor J.
Laurence Laughlín, de Harvard y más tarde de la Universidad de Chicago, quien podía explicar los
fenómenos corrientes en términos satisfactorios, para no hablar de mercenarios como el profesor
George Gunton, que escribía mensualmente diatribas contra los enemigos de los trusts y cobraba los
cheques de Mr. John D. Archbold. Y, por supuesto, los predicadores de todos los templos del país,
tomando sus sugestiones del Reverendo De Witt Talmage y sus beneficios de sus ricos feligreses, se
las arreglaban para transformar las doctrinas contradictorias de Nietzsche, Darwin, Mammón y
Jesús en un guiso teológico nuevo y consolador.
En semejante sociedad, agitada en aquel momento por una profunda depresión, asumió Mark Hanna
la dirección de la máquina política que apoyaría y protegería a los elementos gobernantes mientras
ellos consolidaban su dominio de la máquina económica. Organizó al Gran Negocio como una
entidad política coherente.
Al acercarse la inauguración del período presidencial de Me Kinley Hanna pensó en tomar una casa
en Washington, y se preparó para asumir el papel de inspector general de aquella máquina. Había
sentido, no la ambición, pero sí una especie de deseo remoto de un asiento en el Senado. A pesar de

240
su arrogancia, conocía sus limitaciones, poseía cierta modestia brusca y nunca soñó con poder
realizar ese deseo. Ahora, sin embargo, era objeto de banquetes y agasajos, se le ponía en primera
fila y se pedía que pronunciase
discursos. Se encontró en íntimo contacto con muchos supuestos estadistas y se dio cuenta de que
no les iba muy a la zaga. Y así nació la idea.
En el Congreso estaban cubiertos los asientos de los representantes de Ohio. Sherman tenía aún dos
años por delante. Foraker acababa de ser designado. No obstante, Hanna y McKinley conversaron al
respecto y concertaron un plan. McKinley nombraría a John Sherman Secretario de Estado. El
Gobernador de Ohio podría designar entonces a Hanna para ocupar la vacante en el Senado. Pero
Bushnell, el gobernador, odiaba a Hanna. Éste fué a ver a su viejo enemigo, Foraker, y le pidió que
convenciese a Bushnell para que le diese esa vacante. La idea de que Hanna fuese al Senado dejaba
atónito a Foraker. Parecía absurda. Foraker lo consideraba como un hombre inarticulado e
ignorante. Además, no quería que Sherman fuese nombrado Secretario de Estado. Había observado
en la última convención de Zanesville, presidida por Sherman, que la memoria del viejo senador era
muy mala. Era un anciano incapaz de hacer frente a las tareas cada vez más importantes del
Departamento de Estado. Pero Hanna estaba decidido. Foraker fué a ver a McKinley y trató de
disuadirlo. McKinley defendió a Hanna. Foraker llevó la propuesta a Bushnell, quien la rechazó.
Pero, después de todo, McKinley era el Presidente y podía ejercer la presión necesaria.
Al final tuvo que ceder Bushnell. En opinión de Foraker, fué un triunfo de la imprudencia y el
descaro. Sherman fué nombrado Secretario de Estado. Pero Bushnell mantuvo a Hanna en ascuas y
no le entregó el nombramiento de senador hasta el día de la apertura del Congreso, sólo unos
momentos antes de reunirse la Cámara. En cuanto a Sherman, sus achaques se manifestaron pronto.
El anciano vio en seguida que el Presidente lo pasaba por alto y llamaba a la Casa Blanca al
subsecretario, el magistrado William Day. Cuando se declaró la guerra con España renunció y se
retiró a alimentar su odio contra McKinley y Hanna por haberlo echado tanto del Senado como del
Gabinete.
El Senado en el que comenzó a actuar Hanna se hallaba en proceso de renovación. Había en él
muchos miembros de la vieja escuela, especialmente el senador George Hoar de Massachusetts y el
senador Morgan de Alabama. Pero los hombres de los servicios sanitarios y los ferrocarriles y sus
planes habían comenzado a aparecer, y antes de que pasara mucho tiempo era ya Mark Hanna la
figura dominante en un grupo de legisladores que podía comprender perfectamente. Eran éstos
Chauncey Depew, presidente del New York
Central; Tom Platt, de Nueva York; Matt Quay y Boies Penrose, dos de los políticos más
francamente corrompidos que se sentaron nunca en esa cámara; Stephen B. Elkins, magnate de los
servicios públicos, multimillonario; Soctt, de Virginia Occidental; Philander C. Knox, abogado de
Carnegie; Nelson W. Aldrich, otro magnate de los servicios públicos; y Keane, de Nueva Jersey,
también millonario. Claro está que nunca era necesario dar dinero a esos hombres, como sucedía
con Foraker y Bailey, para que los hombres de negocio consiguiesen lo que querían. Ellos mismos
eran grandes hombres de negocios y formaban bajo la dirección de Hanna la avanzada de la ola de
grandes caudillos comerciales que iban a caer sobre el gobierno, a adquirir el dominio completo de
su mecanismo y a llevarlo por fin a una de las depresiones más terribles de la historia,
Hanna ocupaba su asiento en el Senado por designación. Tenía que legalizarlo mediante la elección.
Se apresuró a anunciar su candidatura y, a los sesenta años de edad, atemorizado y tembloroso por
primera vez en su vida, tuvo que presentarse en la tribuna pública para pronunciar discursos
electorales en defensa de su candidatura. Pronto se convirtió en un orador político hábil, eficaz,
resistente, que pronunciaba discursos de dos horas sin anotaciones, replicaba con agudeza a la
multitud y trataba duramente a sus opositores. Consiguió una gran mayoría republicana para la
asamblea legislativa de Ohio, y cuando ese cuerpo se reunió no tuvo opositor alguno. Pero pronto
surgió una coalición hostil. Los demócratas accedieron a apoyar a un republicano para derrotar a

241
Hanna. Los republicanos insurgentes y los demócratas presentaron la candidatura del alcalde de
Cleveland, McKisson, y se inició una campaña muy violenta.
En Colombus reinaba una gran agitación. Las facciones opuestas organizaron guardias personales
para proteger a sus partidarios. Uno de los legisladores de Hanna fué secuestrado y encerrado en el
comité electoral de McKisson, hasta que los hombres de Hanna lo liberaron y se lo llevaron de
vuelta a su propio campo, donde fué puesto bajo llave. Cuando se iba a realizar la votación
definitiva Hanna contaba con un voto de mayoría. Un solo apóstata podía echarlo a perder todo. Sus
partidarios tuvieron que ir a la asamblea legislativa bajo custodia. Hombres armados patrullaban
todas las entradas. Luego estalló la bomba. J. C. Otis, un republicano partidario del patrón plata, se
levantó y declaró que un hombre llamado Shayne, en presencia del abogado consultor de Otis, le
había ofrecido 1750 dólares si votaba por Hanna, y electrizó a la cámara mostrando los 1750
dólares. Esto produjo gran sensación, pero no
impidió que fuese elegido Hanna. La Cámara nombró una comisión para que investigara el asunto.
Sus miembros, excepto uno, se hallaban en malas relaciones con Hanna. Pero aquel caballero
orgulloso se negó a declarar ante la comisión.
Ésta escuchó cierto número de testigos, presentó luego su informe y la Cámara acordó enviar la
testificación y el informe al Senado de los Estados Unidos, junto con una petición de investigación.
El Senado recibió la petición, la envió a su vez a una comisión y luego, con protesta de la minoría,
informó desfavorablemente con respecto a la investigación. Tanto la mayoría como la minoría
concedían que la acusación de Otis parecía fundada. Pero la mayoría insistió en que ello no
invalidaba los derechos de Hanna a la banca. La atestación sometida al Senado existe todavía y
ninguna persona imparcial puede leerla sin admitir que establece por lo menos un caso prima facie
que justifica la investigación. La pretensión de Hanna de que Shayne, peletero de Nueva York,
desconocido de sus partidarios, había ido a Colombus sin el menor interés por la elección salvo el
de un entrometido y había comprado un voto para Hanna con 1750 dólares en dinero contante es,
para decir lo menos, un poco inverosímil. Hanna y sus amigos impidieron la investigación y el
nombre del primero no quedó muy bien parado.
IX
La carrera de Hanna como senador duró justamente siete años. Es indudable que el hombre no se
encontró al principio en su elemento. Durante los dos primeros años no abrió una sola vez la boca.
Y luego su contribución a los debates senatoriales se limitó a cinco ocasiones y cuatro temas, todos
ellos del tipo que puede suponerse. Trató de obligar al Departamento de Marina a adoptar el torpedo
Guthman, defendió a los fundidores de acero de la acusación de exigir precios exorbitantes por las
chapas blindadas y dirigió la batalla en favor de los subsidios a las compañías navieras y de la ruta
por el canal de Panamá en vez de por Nicaragua. Triunfó en su lucha con respecto a los canales,
porque contó con la ayuda del dinámico Roosevelt. Pero en ninguno de esos casos mostró sino los
talentos más ordinarios como parlamentario.
Al principio, por supuesto, consumían su tiempo los problemas del patronazgo. Los aspirantes a
puestos llenaban sus oficinas y su hogar, hasta el punto de que, según se decía, tenía que refugiarse
en
la silla de su dentista. Era el hombre más observado de Washington. Los visitantes de la galería del
Senado pedían que les indicasen ante todo quién era Hanna. Su correspondencia era la más copiosa
de Washington fuera de la del propio Presidente, y requería una secretaria para contestarla.
Llegó, no obstante, un tiempo en que pudo consagrar más atención a sus deberes senatoriales, que
siempre tomó muy en serio. Asistía puntualmente a las sesiones y podía ser visto con sus grandes
ojos negros fijos intensamente en el senador que hacía uso de la palabra. Casi no intervino
públicamente en los debates sobre los problemas de la guerra con España. Durante dos años votó
siempre con una regularidad perfecta.
Su primera intervención importante en los debates ocurrió en 1899, cuando se intentó resistir a las

242
exacciones de los fundidores de acero que cobraban precios excesivos por sus blindajes. El Senado
propuso limitar el precio a 445 dólares la tonelada, y si ese precio no era aceptado, propuso que se
diera instrucciones al Secretario de Marina para que el gobierno construyera su propia fábrica de
blindajes. Los fabricantes de acero venían cobrando a razón de 545 dólares la tonelada. Ante ese
ataque a uno de los trusts más importantes, Elkins, de Virginia Occidental, y Hanna rompieron su
silencio en el Senado y salieron en defensa del trust. La tarea fué dura para Hanna. Cuando se
encontró frente al formidable senador Ben Tillman, de Carolina del Sur, pidió merced. "Ruego al
senador —soy aquí un novel— que me dé una oportunidad". Llevaba ya tres años en el Senado.
Declaró que el precio de 445 dólares por tonelada era un precio bajo. La Illinois Steel Company
había ofrecido planchas blindadas por 240 dólares la tonelada. El ex Secretario de Marina Herbert
declaró que podían hacerse por 192 dólares. "Creo que sé al respecto tanto como el Secretario
Herbert", replicó Hanna.
Primero asumió la dirección en el desdichado asunto de los subsidios a las compañías navieras, esa
extraña medida que, como observó el doctor Albert Shaw, fiel periodista republicano, parecía tener
el origen más misterioso. La potencia que actuaba tras esa medida, como se descubrió más tarde,
cuando se publicaron las cartas de Archbold, era la Standard Oil y, sobre todo, Henry H. Rogers,
cuya compañía sería una de las más beneficiadas. Chauncey Depew escribió un concienzudo
discurso en favor del proyecto de ley y lo envió a Archbold para que lo aprobase antes de
pronunciarlo. Hanna se hizo cargo de la dirección del debate y pronunció dos discursos
enérgicos en dos sesiones. Los demócratas no le hicieron caso la primera vez. Pero la segunda
obligó Hanna a la cámara a dar un voto favorable. No obstante, republicanos tan leales como
Spooner, Allison, Dolliver y Proctor votaron en contra.
Llegó, sin embargo, un tiempo, después del asesinato de Me Kinley, en que Hanna se convirtió en
uno de los miembros más activos del Senado. Pero su actividad consistía principalmente en la
influencia que ejercía sobre ese cuerpo por medio de su poder político más bien que por sus talentos
como senador. Alcanzó su triunfo más notable al conseguir que se aprobara la ley sobre el Canal de
Panamá. Hanna había abogado siempre en favor de ese canal. Lo mismo había hecho McKinley.
Pero éste fué conquistado para la ruta de Nicaragua por los argumentos de Willíam Nelson
Cromwell, el abogado norteamericano de la compañía francesa de Panamá. Los dos discursos de
Hanna en favor de los subsidios a las compañías navieras no revelaban, por su parte, gran
conocimiento del tema. Fueron esfuerzos enteramente insignificantes. Pero su discurso en favor del
Canal de Panamá le mostró en la plenitud de sus capacidades. Fué una exposición bien hecha, clara
y hábil, de un tema que había estudiado realmente, quizá el primero en su vida.
X
El asesinato de "William McKinley en 1901 arrancó de pronto del puño de Hanna la palanca
principal con que manejaba la poderosa máquina republicana. El "loco" que más temía fué
introducido en la Casa Blanca. No obstante, mientras se preparaban los funerales de McKinley,
Hanna fué a la casa de Buffalo, donde prestó juramento el nuevo Presidente y le prometió su apoyo.
Pero le hizo saber con franqueza que eso no implicaba que iba a apoyar la reelección de Roosevelt.
Hasta el fin se mantuvo fiel a su promesa. Roose-velt le consultaba en todas las cuestiones políticas
importantes y Hanna visitaba con frecuencia la Casa Blanca.
Es extraño que el poder de Hanna en el Senado no disminuyera. En realidad su prestigio en el país
pareció llegar al máximo durante esos años. Pero de todos modos el Gran Cacique se hallaba en
proceso de desintegración. Era todavía la figura política más destacada. Su correspondencia seguía
siendo mayor que la de todos los demás senadores juntos. Para recibir a sus visitantes no utilizaba el
vestíbulo de mármol donde los otros senadores conversaban con sus
electores, sino el salón del Vicepresidente. Si deseaba ver a algún miembro del Gabinete lo hacía
llamar. Él no iba a ver a nadie más que al Presidente. Era todavía presidente del Comité Nacional
Republicano. Todavía manejaba la bolsa del partido. Todavía era el Gran Cacique.

243
Hanna negaba siempre con indignación que fuera un cacique. Odiaba ese título. Le dolía que le
comparasen con Quay, Platt, Croker, Cox, Abe Ruef y los otros picaros inmortales de la época. En
realidad era muy distinto de ellos. Aquéllos formaban un grupo despreciable, eran excrecencias de
las enfermedades sanguíneas del pueblo, y Quay era el peor de todos. Si Roosevelt podía ser
descrito como "pura acción", Quay podía serlo como "pura corrupción". Platt era distinto. Era el
felino auténtico, y aunque no carecía de la virtud esencial de la deshonestidad, la cubría, cosa que
no hacía Quay, con una bella capa de urbanidad y de piedad. Escribió un libro de himnos. Era "pura
astucia". Dick Croker, por su parte, era pura fuerza, un picaro de sombrero de copa que derribaba a
sus rivales con su pillería, del mismo modo que lo había hecho en otro tiempo con sus puños.
Hanna, menos culto que todos esos hombres, salvo Croker, era, no obstante, un ser más civilizado.
Gastaba su dinero y nunca tomó el ajeno. Representaba una idea —una mala idea— pero una que
un ministro del Señor bien alimentado podía defender francamente desde su pulpito de madera
labrada. De todos modos era algo malo destinado a traer a este rico país la maldición de la pobreza
y el caos. Defendía el predominio sin restricciones del hombre adquisitivo, el poder del dinero
emancipado de las leyes éticas y sociales, para comprar a los hombres y gobernarlos.
Pero en ese momento Mark Hanna, por primera vez en su vida, tuvo que hacer frente a una
situación que no sabía cómo manejar. Se enfrentó con un hombre que era tan audaz y directo como
él, y mucho más rápido en la acción. El arma que mejor comprendía Hanna era la cachiporra; su
estrategia consistía en el ataque frontal. Sus municiones eran el dinero contante. Ahora no podía
utilizar esas cosas y no conocía otras.
Como todos los hombres que han triunfado, le había ayudado mucho la buena suerte. Había
trabajado mucho durante doce años haciendo Presidentes. Siguió trabajando hasta que llegó el día
en que cayeron las cartas en sus manos y los demócratas se encontraron en el poder teniendo que
hacer frente a una depresión asoladora. El Partido Demócrata estaba dividido. Hanna contaba con el
candidato perfecto. Prometió la prosperidad y la prosperidad vino. No
importaba que las causas no dependieran de él. Poseía fondos ilimitados para utilizarlos contra la
oposición en bancarrota.
Pero la marea se movía ahora no en su favor, sino en contra. Se hallaba a la deriva y, además, estaba
enfermo. Y tropezaba en su camino con un joven antagonista, lleno de energía y ambición, que
también empleaba el ataque frontal, que sabía con precisión lo que quería y que no titubeaba en
golpear en el momento crítico al asombrado y vacilante Hanna, Le dio uno de esos golpes en 1903,
cuando se reunió en Ohio la convención republicana.
La idea de que Hanna podía llegar a ser presidente surgió al principio débilmente, después de la
segunda elección de McKinley, y luego más activamente, después del asesinato de éste. Los diarios
se referían a ello continuamente. Los grupos comerciales más importantes hablaban del asunto. Él
nunca decía nada, como no fuera alguna afirmación accidental a sus amigos de que no deseaba el
nombramiento.
Al acercarse el año 1903 fué adquiriendo fuerza la campaña en favor de la presidencia de Hanna.
Era dirigida casi enteramente por un grupo de poderosos industriales y financieros de Wall Street.
Estos organizaron un Comité y reunieron 100.000 dólares, con la promesa de aportar otros 250.000
para la campaña. Se sentían seguros de Nueva York, Ohio y los estados negros del Sur. Quay se
mantuvo apartado. John D. Archbold, de la Standard Oil Com-pany, trató de atraérsele. Pero el
astuto cacique de Pensilvania recordaba cómo le había abandonado Hanna cuando estaba
amenazado su puesto en el Senado. No cabe duda de que Wall Street estaba decidido a derrotar a
Roosevelt. Pero Hanna se negó a dar su consentimiento. El coronel Oliver H. Payne, de la Standard
Oil, fué a Cleveland en el otoño con objeto de persuadirle para que aceptase el nombramiento. Pero
él se negó. Escribió a Scott que se negaría a decir una palabra más al respecto.
No cabe duda de que Hanna se sentía perplejo. Claro está que hubiera deseado entrar en la Casa
Blanca. Pero no le agradaba la idea de ser derrotado por Roosevelt. Lo que más deseaba en aquel

244
momento era que su nombre quedase limpio de toda mancha. Le escocía la que había caído sobre él
en su primera elección como senador. Deseaba la reelección por una mayoría decisiva. Tenía que
luchar aquel año por el acta senatorial. Tenía que enfrentarse de nuevo con su viejo enemigo ???
Johnson. Éste era candidato a gobernador. Los demócratas tenían un candidato muy respetable para
el Senado. Johnson recorrió Ohio con una gran tienda de circo,
acusando a Hanna como el agente del Gran Negocio, y exigiendo el impuesto único, el comercio
libre y la guerra a los trusts. Hanna le siguió abogando por la candidatura de Myron T. Herrick para
gobernador, y la de Warren G. Harding para vicegobernador: la candidatura de las tres H. Los
ataques de Johnson producían en Hanna, a pesar de su fuerza en decadencia, espasmos apopléticos
de venganza. Tenía su propia tienda de campaña, su propia banda de música. Llamaba a Johnson
politicastro, farsante, anarquista, fanfarrón y, lo peor de todo, socialista. Por fin venció y consiguió
que lo reeligieran senador por una enorme mayoría.
Pero sabía que la cansada máquina se gastaba. Después de la campaña de Ohio se encontró agotado.
Su esposa, su médico y sus amigos le apremiaban para que se tomase un descanso. Pero el descanso
era imposible para Mark Hanna. Su vida era la lucha. Y siguió luchando hasta que el cuerpo
cansado y fatigado cedió ante el esfuerzo. Cayó enfermo en diciembre, luchó también contra su
debilidad creciente, se repuso y reanudó sus tareas. Pero al fin surgió un enemigo que no podía
ignorar por más tiempo: el tifus. Y míen-tras los diarios seguían discutiendo si se presentaría o no
como candidato a la Presidencia, yacía moribundo en el Arlington Hotel. El fin sobrevino el 15 de
febrero de 1904. Así Roosevelt, que pudo ser por primera vez Presidente gracias a la muerte de,
McKinley, encontró despejado el camino para su segunda presidencia gracias a la muerte de Hanna.
En adelante no quedó dirigente alguno que se le opusiera.
Existe la falsa creencia popular de que Hanna desarrolló su personalidad al encontrar horizontes
nuevos y más amplios en la vida política. No fué así. Siguió siendo en la política lo que había sido
como hombre de negocios en su juventud. Nunca alteró sus puntos de vista en otros respectos.
Durante los últimos seis años de su vida siguió siendo el mismo tory intransigente que había sido al
principio. No tenía sino elogios para los picaros que envenenaban al ejército en la guerra con
España. Negaba firmemente que hubiera un solo trust en los Estados Unidos. Fué a Ohio en sus
últimos años para arrancar a la asamblea legislativa franquicias perpetuas para sus compañías de
servicios públicos. Escribió y recibió las famosas cartas cambiadas con Archbold. En los últimos
meses de su vida defendió a los famosos Rathbone y Perry Heath, que habían sido expulsados del
Departamento de Correos por los fraudes descubiertos por Bristow.
Hanna, el hombre del hierro, justificó los precios excesivos que
ponía a sus chapas blindadas el trust del acero. Hanna, el constructor de barcos, apoyó los subsidios
a las compañías navieras. En sus últimos días, lo mismo que en los primeros, fué el símbolo del
poder del dinero para abrirse camino a dondequiera que deseaba ir. Los nuevos gobernantes de
nuestro gran imperio industrial sentían que sus privilegios estaban amenazados, no por los
socialistas, sino por lo que ellos llamaban el elemento populista en la política. Esos hombres
necesitaban para sus aventuras una colección de herramientas —bancos, sociedades filiales, leyes
corporativas, garantías, monopolios— todas las cuales eran imposibles sin la protección del
gobierno. Se daban cuenta de que el control del gobierno era esencial. Temían á Roosevelt y Bryant
y creían que su seguridad estribaba en hacer a Hanna Presidente. Pero se equivocaban. Tras la
victoria de 1896 —la elección de McKinley— no necesitaron mayor protección. Su sistema, su
ética, sus ideales, habían encajado en el sistema. Quienquiera que fuera el Presidente tenían el
camino libre para sus posteriores aventuras.

245
CAPITULO 11

JOHN D. ROCKEFELLER
EL CONSTRUCTOR I

246
LA aparición de John D. Rockefeller señala el comienzo de la histórica lucha entre el gobierno y los
negocios organizados por el dominio de la vida económica norteamericana, lucha que ahora se
acerca a su fase final. Uno duda de que pueda hacerse algo para desviar la corriente inevitable de las
consecuencias lógicas. Esos poderosos movimientos de la sociedad surgen en un principio como
una pequeña gotera que, ignorada durante demasiado tiempo, se convierte en la fuerza invencible
que produce una gran erosión. La Guerra Civil pudo haber sido evitada cuando desembarcó en las
costas de los Estados Unidos el primer cargamento de esclavos africanos. Después fué ya
demasiado tarde. Quizá el momento para haber contenido el surgimiento del fascismo en América
fué cuando el primer grupo de hombres de empresa creó la ciudad industrial de Lowell, con las
semillas del capitalismo financiero en su pequeña estructura corporativa. Y no obstante parece que
el punto crítico debe quizá encontrarse en la década del 70, cuando Rockefeller y sus
contemporáneos comenzaron a utilizar con inteligencia las armas que ahora, en su forma perfecta,
constituyen el arsenal del moderno caudillo corporativo.
Fué en ese período cuando los hombres comenzaron a jugar con la idea de fiscalizar la sociedad
anónima. Hablaban con entusiasmo —como lo hacen todavía— de lo que llaman libertad de
empresa. Pero se dedicaron febrilmente a restringir las libertades de todas clases. Estaban tan lejos
de querer que la sociedad fuese libre que forjaron toda clase de medios para limitar, y hasta des-
truir, sus libertades. No era la sociedad económica la que deseaban que fuese libre. Querían ser
libres ellos mismos, lo cual es muy distinto. Deseaban ser libres para someter a los obreros, a los
consumidores y a sus competidores a las limitaciones y las leyes —que afectaban a los precios, la
producción y la competencia— que facilitaban la consecución de su objetivo, que era el beneficio.
Durante setenta años se mantendría esa situación en pleno desarrollo. Y durante sesenta y cuatro de
esos setenta años lucharía el gobierno contra ello. Lo que el negocio organizado llamaba
"ingerencia del gobierno en los negocios", no era en modo alguno tal ingerencia. Era más bien un
intento de evitar la ingerencia en los negocios. Esos promotores, magnates, monopolios
comerciales, "carteles" y asociaciones, trataban todos ellos de inmiscuirse en las actividades y
empresas comerciales de los hombres de negocios en general, de conseguir leyes, reglamentaciones
y acuerdos para fiscalizar los negocios. Toda la finalidad del gobierno, en la medida en que la
perseguía, consistía en mantener la libertad de empresa libre de Jas intrusiones y restricciones de los
grupos comerciales organizados. En la práctica, sin embargo, el gobierno no pudo alcanzar su
objetivo. Atacaba sin entusiasmo, porque sus legisladores, sus miembros del poder ejecutivo, sus
magistrados, eran agentes de los grandes negocios, o por lo menos hombres que profesaban su
misma filosofía. En consecuencia, al cabo de sesenta años de esa desintegración gradual de las
libertades, que culminó en una depresión que hizo época, los grupos liberales que habían luchado
siempre contra esa situación se rindieron y se convirtieron en los apóstoles principales del control.
La pequeña guerra que presenciaremos en las regiones petrolíferas de Pensilvania en 1872, fué la
primera batalla de una larga lucha que terminó con el extraño episodio de 11933, al subir Franklin
D. Roosevelt al poder, y que recibió el nombre de National Recovery Administración —la NRA—
o sea Administración de Restablecimiento Nacional. Fué la completa adopción del principio de que
las provincias económicas de la sociedad y la sociedad misma, debían someterse a la rígida
fiscalización de los representantes de los grupos productores bajo la inspección general del
gobierno. Era precisamente una de las fases finales de la marcha hacia la sociedad fascista, de la
cual el sistema corporativo es la expresión económica. La NRA fué el punto culminante en la última
fase de esa evolución hacia el estado corporativo. Los primeros planes de John D. Rockefeller en la
década del 70 señalaron el grave comienzo.
II
John D. Rockefeller nació el 8 de julio de 1839, en una pequeña alquería situada en las cercanías de
la aldea, entonces floreciente, de Richford, Nueva York. Era una granja sin granjero, pues su padre

247
era un vendedor de medicinas, misterioso y ambulante, que aparecía en la alquería sólo en los
intervalos entre sus largos viajes por el país. Obligada a trasladarse con frecuencia por las aventuras
inciertas del viejo Rockefeller, la familia vivió al principio cerca de Owego, luego en Moravia,
condado de Cayuga, más tarde en una pequeña alquería cerca otra vez de Owego, y por fin, cuando
el viejo Rockefeller fué acusado de ciertas irregularidades con alguna sirvienta rústica, abandonó
aquel Estado y fué a vivir a New Connecticut, en Ohio. La familia fijó su residencia en Strongville
y posteriormente en Cleveland. Y poco a poco, el viejo y fuerte vendedor ambulante de pildoras fué
desapareciendo de la vida de sus parientes.
La educación del joven John D. consistió, en los primeros años habituales, en la escuela cercana a
Qwego, luego asistió a la Academia de esa ciudad, pequeña institución que al parecer poseía todas
las cualidades de una escuela secundaria inferior, y por fin a la Escuela Secundaria Central de
Cleveland. Cuando terminó allí sus estudios siguió un curso en el Colegio Comercial de B. S.
Folsom, en el que se graduó en 1855 a la edad de dieciséis años. Tal como estaban las cosas en
aquella época, se trataba de una educación tan buena como la que recibían todos los jóvenes
excepto los pocos privilegiados que podían acudir a un colegio. Era una educación muy diferente de
la que recibía al mismo tiempo el señorial J. Pierpont Morgan en las escuelas selectas de Boston,
Suiza y Alemania.
En esas escuelas conoció Rockefeller por lo menos a tres personas que iban a desempeñar papeles
de importancia en su vida. Thomas C. Platt estudiaba en la Academia de Owego. En la Escuela
Secundaria Central de Cleveland tuvo como condiscípulos a Mark Hanna y a Laura Celestia
Spelman, la que llegaría a ser su esposa.
Su primer empleo fué como escribiente en la oficina de Hewitt y Tuttle, comisionistas, cerca de los
muelles de Cleveland. Le pagaron 400 dólares el primer año, un poco más el segundo y le
ofrecieron 700 el tercero, pero él pidió 800 y dejó la casa para dedicarse a trabajar por su propia
cuenta como comisionista, con Maurice B. Clark como socio, bajo la razón social de Clark y
Rockefeller, en la Ríver Street. Así, a los dieciocho años de edad, el emprendedor
precoz era su propio patrono. Su casa comercial obtuvo un beneficio de 4400 dólares el primer año
y de 17.000 el segundo. Al cumplir los veinte años era ya Rockefeller un hombre de negocios
próspero y reconocido como tal en Cleveland. Era un joven tranquilo, de buen aspecto, digno, serio,
diligente, completamente absorto en el importante negocio de seguir progresando. Frecuentaba el
templo bautista de la vieja Erie Street. No iba al teatro, no jugaba, no tomaba parte en las
actividades políticas, no actuaba en los comités, pero se metía resueltamente en lo que le importaba.
Todas sus diversiones se concentraban en el templo de la Erie Street, donde actuaba como
acomodador, se encargaba de las colectas, enseñaba en la escuela dominical y asistía religiosamente
a todas las excursiones campestres y ceremonias religiosas. Era en todo, el joven negociante,
cristiano modelo.
El 21 de agosto de 1859, el coronel Edwin L. Drake encontró petróleo en Titusville, Pensilvania,
acontecimiento que iba a tener consecuencias más importantes que el descubrimiento de oro en
California diez años antes.
Ese descubrimiento no produjo una sensación inmediata en Cleveland. Unos pocos hombres de
negocios se aventuraron tímidamente a invertir algún dinero en la nueva industria. Algunos
comerciantes de la River Street encargaron al joven Rockefeller que estudiase las perspectivas que
ofrecía el petróleo. Él lo hizo, y llegó a la conclusión de que la refinación del petróleo era lo único
que merecía ser tenido en cuenta, pero aconsejó que no se dedicaran a ello.
Las ciudades petroleras situadas a lo largo del río Alleghany fueron creciendo en actividad y
turbulencia, y en la persecución frenética y desordenada de nuevas riquezas, siguiendo el modelo de
las ciudades mineras del Oeste. Todo el asunto tenía algo de juego. El petróleo se pagaba a veinte
dólares el barril en el pozo, hasta 1860. Luego bajó su precio a doce dólares. Los pozos se
multiplicaban. El petróleo inundaba el valle. El precio descendió a siete dólares y luego a dos

248
dólares. Nadie sabía cuánto podían producir los pozos y toda la aventura terminó. Cuando estalló la
guerra civil, el precio del petróleo descendió a diez centavos el barril.
Fué en ese momento cuando Rockefeller se decidió a dedicarse al negocio del petróleo. Tenía
veintidós años. Lincoln pedía soldados. Pero Rockefeller, como el joven J. P. Morgan, tenía que
atender a su propio negocio. No iba a los comités, no actuaba en política, no se mezclaba en las
guerras. No habría habido guerras en el mundo si John D. Rockefeller y J. P Morgan hubieran
tenido que librarlas.
Walworth Run, cerca del negocio de comisiones de Rockefeller, olía fuertemente a petróleo.
Muchas pequeñas refinerías que hacían kerosene para lámparas prosperaban en aquel lugar. Una de
ellas era dirigida por Samuel Andrews, un mecánico práctico, que había sido fabricante de velas, y
luego de petróleo para lámparas. Necesitaba capital, lo que significaba un socio. También
necesitaba, más de lo que pensaba, alguien que administrase su negocio. Rockefeller y su socio
Clark se convirtieron en socios comanditarios de Andrews. A los dos años se dieron cuenta ambos
comanditarios de los beneficios que producía el petróleo. Rockefeller tomó la resolución de
terminar con las hortalizas. Vendió a Clark su parte en el negocio de comisiones y compró la de
aquél en el negocio del petróleo por 72.500 dólares en moneda contante. Esto sucedía en 1865. Lo
que decidió a Rockefeller a dar ese paso fué el descubrimiento de petróleo en Pithole. Eso le reveló
que había mucho petróleo en la tierra. La nueva casa comercial se llamó Rockefeller y Andrews. El
año anterior había constituido Rockefeller otra sociedad: se había casado con su ex condiscípula
Laura Spelman. Iniciaba sólidamente su pasmosa carrera.
III
El mundo comercial opina que la industria del petróleo —y en realidad toda industria— es el fruto
de ciertos grupos de emprendedores capaces, del tipo de Rockefeller. La industria del petróleo,
como la de la electricidad, fueron consecuencia de una larga serie de descubrimientos,
experimentos, invenciones y aventuras. Los hombres que desplegaron su actividad en esos campos
hicieron posible que la industria del petróleo llegase a ser una fuente de riqueza. Se dedicaron a
explotarla después de haberla creado los verdaderos iniciadores.
Porque los Estados Unidos necesitaban una luz mejor que la que daban las velas, se inventaron las
lámparas. Éstas quemaban aceite de ballena en Nueva Inglaterra, aceite de manteca de cerdo en el
Oeste, aceite de semilla de algodón en Virginia, y aceite de trementina rectificado, a lo largo de la
costa del Golfo. Luego se destiló kerosene del esquisto. Todos estos aceites eran costosos O
escasos. En 1833 descubrió el profesor Benjamín Silliman, de Yale, que se podía destilar del
petróleo un aceite luminoso. Otros continuaron las investigaciones en la década del 50. El Dr.
Samuel Kier, que vendía petróleo extraído de los pozos de sal, destiló kerosene
del petróleo crudo, inventó una lámpara e hizo algún negocio. Las posibilidades comerciales del
kerosene eran evidentes. Lo único que faltaba era la cantidad necesaria de petróleo. Esa era la razón
de que algunos hombres lo buscasen con ansia.
A lo largo del río Alleghany de Pensilvania vio el Dr. Hv F. Brewer petróleo que flotaba en la
superficie del Oil Creek. Envió una muestra al profesor Crosby de Dartmouth, quien lo refino y
declaró que se trataba de un luminoso práctico. Crosby se lo mostró a George H. Bissell, abogado
de Nueva York, con instinto de promotor, quien fué al condado de Venango, Pensilvania, y compró
41 hectáreas. Tomó un socio, Jonathan G. Eveleth, y organizó la Rock Oil Company, que recogía
petróleo de la superficie de las corrientes de agua. Pero la cantidad que podía recogerse de ese modo
era insignificante. La idea de perforar la tierra para extraer petróleo —idea que valió millares de
millones de dólares a una generación de petroleros— se debió a Eveleth. Los pozos de sal eran
trabajados mediante la perforación, y producían cierta cantidad de petróleo. ¿Por qué no perforar
hasta mayor profundidad? Quizá se encontraría más petróleo. Eveleth organizó la Séneca Oil
Company e indujo a Edwin L. Drake, cobrador del ferrocarril Nueva York-New Haven-Harford, a
emprender la perforación a base de una participación. Tras innumerables desalientos y dificultades,

249
la perforación de Drake fué coronada por el buen éxito el 21 de agosto de 1859. Los iniciadores
fueron, por lo tanto, Silliman, quien destiló el petróleo en 1833; Kier y un tal Ferris, quienes vieron
las posibilidades comerciales del kerosene y fabricaron una lámpara adecuada; Brewer, quien
supuso que el Oil Creek (Riachuelo del Petróleo) podía proporcionar bastante petróleo; Crosby,
quien confirmó las propiedades luminosas del producto de ese riachuelo; Bissell, quien hizo el
primer esfuerzo para conseguir petróleo en él; Eveleth, quien concibió la idea de la perforación; y
Drake, quien llevó a cabo la perforación y descubrió el océano de oro líquido que iba a cambiar los
hábitos de vida en el mundo entero. No es preciso decir que ninguno de esos hombres hizo mucho
dinero con su contribución a la industria. Drake murió en la pobreza, y se habría muerto de hambre
a no ser por la caridad ajena.
Lo mismo sucedió a los hombres que contribuyeron con diversos inventos y técnicas de producción
y distribución, una vez establecida la industria, hombres que idearon los vagones tanque, los
oleoductos y los procedimientos de fabricación. Por ejemplo, Samuel Van Syckel, quien inventó los
oleoductos, se vio envuelto en un
pleito ruinoso con la Standard Oil Company, sobre patentes y procedimientos, y murió sin haber
obtenido más que una pequeña recompensa monetaria por sus servicios.
Después de la guerra civil revivió la industria, tal como había previsto Rockefeller. Nuevas
ciudades y aldeas surgieron a lo largo del Alleghany, se hicieron nuevas fortunas de la noche a la
mañana y aparecieron por todas partes hoteles mal administrados pero llamativos, teatros de ópera,
salones de baile, salas de juego, casas de prostitución, cámaras de comercio, calles llenas de barro,
políticos, picapleitos y charlatanes de todas clases.
La entrada de Rockefeller en la industria llegó a constituir muy pronto el gran hecho central de la
misma. Su carrera fué extraordinaria. En 1867 indujo a su hermano William a unirse a la firma
Rockefeller ítf Andrews. Se creó en Nueva York una casa separada —William Rockefeller ©
Company— encargada de las exportaciones.
Lo que Rockefeller necesitaba constantemente era dinero. El dinero se obtenía en aquella época
pidiéndolo prestado en el banco, tomando un socio o consiguiendo crédito de los comerciantes.
Rockefeller resolvió sus primeros problemas monetarios tomando socios. Uno de los primeros fué
Henry M. Flagler, quien se había casado con una hija de Stephen V. Harkness, rico fabricante de
whisky. Harkness puso 70.000 dólares en el negocio de Rockefeller, se hizo comanditario y
convirtió a su yerno en socio activo. Murió dejando muchos millones como resultado de esa
inversión afortunada. La casa comercial recibió el nombre de Rockefeller, Flager £f Andrews.
En 1870 dio Rockefeller a su negocio la forma corporativa y recibió el nombre de Standard Oil
Company. Podía refinar 1500 barriles diarios, o sea la capacidad mayor del mundo. Cleveland se
convirtió en el centro de refinación más importante. Empleaba a alrededor de 300 hombres en sus
refinerías, y otros 600 se ocupaban en fabricar barriles para él. Invertía alrededor de un millón de
dólares en el negocio y tenía pendientes préstamos bancarios por valor de 350.000 dólares. En la
Standard poseía Rockefeller 2667 acciones; William Rockefeller, Flager, Andrews y Harkness
poseían 133 cada uno; y O. B. Jennings, 1000 acciones. Había en Cleveland treinta refinerías con
una capacidad de 2000 a 1500 barriles diarios.
El siguiente paso de Rockefeller consistió en comprar los negocios de casi todos sus competidores
en Cleveland, absorbiéndolos en una sola empresa, la Standard. Desde entonces en adelante fué
absorbiéndolo todo, poco a poco. En primer lugar adquirió todos los
cerebros de la industria, rivales como Pratt y Rogers, Archbold y Vandergrift. Luego se quedó con
todos sus competidores sin distinción, pagándolos en dinero contante o con acciones de la Standard
Oil. Los,j.que recibieron acciones de la Standard y las conservaron, se hicieron ricos. Este proceso
continuó hasta que la Standard Oil Company se convirtió en un monopolio casi tan completo como
cualquiera de semejantes negocios en la historia moderna, en tanto que el negocio en sí producía un
grupo de multimillonarios fabulosos cuyos nombres fueron familiares en el reino de la finanza y de

250
la industria durante las dos siguientes generaciones.
IV
Detrás de este relato cronológico, tan simple, de la ascensión personal de Rockefeller a la fortuna,
se encuentra toda la historia de la ascensión del gran negocio norteamericano. Esa historia se
encierra por completo en la vida de este hombre.
Lo que sucedió en las regiones petrolíferas constituye uno de los grandes poemas épicos de la vida
y el desarrollo de los Estados ¡Unidos. Sobrepasó en dramatismo, importancia y producción de
riquezas, a la gran saga del oro en California.
La opinión pública norteamericana tiene la idea más o menos fija de que se trató de la lucha
dramática entre un gran número de hombres de negocios pequeños y nobles, que trataban de
conservar la libertad de comercio, y un gigante despiadado que trataba de estrangularlos, no
solamente a ellos, sino también al mismo sistema norteamericano de libertad comercial. Lo que
sigue es una simplificación de esa historia.
Fué, en realidad, un desarrollo lógico de las fuerzas en acción, que muy pocos comprendían y que
forzaban a los hombres con el movimiento invisible, pero irresistible, de un glaciar.
Tres grupos de influencias habían estado operando en los Estados Unidos. Una de ellas era el
descubrimiento y desarrollo de los grandes recursos naturales, no soñados hasta entonces. Otro era
la ampliación de los mercados en que los hombres podían trabajar y vender, proceso que fué posible
gracias al desarrollo de los ferrocarriles y a la afluencia de inmigrantes. El tercero fué la evolución
de los métodos mecánicos, que no era más que la prolongación y el aceleramiento de la revolución
industrial.
La nueva era de los grandes negocios se iniciaba realmente. Claro
está que durante muchos años se había ido construyendo un número creciente de grandes fábricas,
pero hasta entonces eran muy pocas las grandes empresas. La industria se ajustaba aún al mismo
modelo, salvo en algunos lugares. Cada población tenía, además de su comerciante, su barbero, su
tabernero y su hotelero, un grupo de pequeñas industrias que abastecían a sus propios pobladores: el
zapatero, el sastre, el hojalatero, el herrero que fabricaba utensilios agrícolas sencillos y otros
materiales; el carretero, que construía los carros; el armero, el aserradero, el vendedor de whisky, el
boticario, el fabricante de cigarros y cigarrillos, y la modista. La mayor parte de las materias primas
y unos cuantos artículos comunes procedían de afuera, pero los alimentos eran preparados casi por
completo en los hogares^
La ciudad reflejaba esa capacidad para bastarse a sí misma in-dustrialmente. Cuando Rockefeller
emprendió ese negocio, Cleveland contaba con veintiún fábricas de harina, veintisiete fábricas de
paños, diecisiete fábricas de calzado, trece fábricas de muebles, diecisiete talleres de maquinaria y
cincuenta aserraderos. Esas fábricas abastecían a sus mercados locales. Había, por supuesto, unas
pocas industrias en gran escala. Las fábricas de tejidos figuraban entre ellas; se hallaban instaladas
en su mayor parte en Nueva Inglaterra y empleaban a millares de obreros. Las compañías de
máquinas de coser contaban con grandes fábricas y locales de venta en todas partes. McCormick
fabricaba segadoras mecánicas, Case trilladoras, Studebacker coches y Deere arados. En Chicopee
Falls empleaban los hermanos Ames a un millar de obreros. La fábrica de armas de Cok era una
instalación moderna. Las máquinas eran renovadas, se había abolido el trabajo a mano y las
plataformas contaban con conductores y grúas en vez de hombres. E. K. Root, inspector de la
fábrica de armas Colt, era el dios de la producción en masa. Ganaba el sueldo fabuloso de 25.000
dólares anuales. Y así vemos que mientras la producción y la distribución se hallaban en manos de
pequeños comerciantes, había aparecido ya la gran unidad de producción, y que aunque la
producción se realizaba principalmente de una manera local, había ya cierto número de industrias
que producían para un mercado nacional. En resumen, la creencia de que Henry Ford o Rockefeller
iniciaron la producción en masa, es completamente infundada.
El desarrollo de la maquinaria había tomado dos formas: el desarrollo de la fuerza mecánica y el de

251
las herramientas de trabajo. ¡Toda producción implica un gasto de fuerza motriz. La mayor parte de
esa fuerza la han proporcionado siempre los hombres, pero du-
rante muchos siglos la proporcionaron también en gran cantidad los animales. Durante muchos años
se utilizaron también varios inventos mecánicos para convertir la energía de hombres y animales en
potencialidades más altas. La palanca, la gravedad, la polea, multiplicaron enormemente la fuerza
humana. Pero el invento de la máquina a vapor y luego de la energía eléctrica, aumentó
extraordinariamente la fuerza al servicio del hombre. Es difícil decir hasta qué punto. Mr. Cari
Snyder, en su libro Capitalism the Creator, hace la sorprendente afirmación de que la industria
eléctrica proporciona al presente una cantidad de energía en kilovatios que iguala a la producida por
500 millones de hombres en un año.
Pero la capacidad productora de una nación que cuenta con grandes recursos de fuerza motriz es
indudablemente una de las causas de su mayor producción de riqueza, en comparación con épocas
anteriores en que esa fuerza motriz era mucho menor.
La otra fase del desarrollo mecánico ha consistido en el perfeccionamiento de las máquinas de
trabajo, herramientas que realizan una multitud de operaciones. Estas herramientas requieren escasa
fuerza humana, pero una gran habilidad. La linotipia es un ejemplo de ello. Este proceso ha
continuado hasta alcanzar una altura aterradora: recuérdese la gran fábrica de automóviles de A. O.
Smíth en Milwaukee. Todos hemos oído hablar con admiración de la línea de las fábricas Ford en la
que se inicia la construcción de un automóvil como un simple armazón embriónico, y luego va
pasando por esa línea, deteniéndose a intervalos durante unos segundos entre largas hileras de
obreros. Cada uno de esos obreros coloca a su paso un tornillo, una tuerca, una pieza de acero, un
resorte, hasta que al final de la línea aparece un automóvil completo. Pero en la fábrica de A. O.
Smith todo ello se hace de una manera diferente. En vez de obreros que colocan un tornillo aquí y
una tuerca allí, pequeñas figuras mecánicas se mueven hacia el armazón cuando éste se detiene,
colocan un remache, lo martillean o realizan otras de las muchas operaciones acumulativas que dan
por resultado un automóvil completo. Se trata literalmente de una fábrica sin obreros.
En consecuencia, esa evolución pasó por tres fases —la energía motriz, las herramientas mecánicas
y la administración científica— que han ejercido un efecto sorprendente en nuestra inmensa
capacidad de producción en los últimos cincuenta años.
El otro factor fué, por supuesto, la extensión del mercado. Los establecimientos comerciales eran
pequeños por el motivo evidente de que producían para un mercado reducido, es decir para la
ciudad, la región vecina o, todo lo más, el Estado en que estaban situados. Y esto se debía al gran
costo de los transportes. El transporte de artículos pesados por medio de diligencias era demasiado
caro. Donde una fábrica podía enviar su producción a un nuevo mercado por agua, le era posible
aumentar sus ventas, y muchas lo hacían. Pero aun en este caso encontraban serios obstáculos. El
problema del transporte implicaba no sólo la entrega de los productos terminados, sino también la
obtención de materias primas. Los productores norteamericanos encontraban en realidad más barato
llevar madera y hierro desde Europa, a través del océano, que transportar esos materiales en
vehículos de tracción animal. De aquí que muchos de nuestros recursos naturales permaneciesen
largo tiempo sin explotar. Pero los ferrocarriles estaban modificando ya esa situación. Un hombre
de Cleveland podía producir ya mercaderías y buscar un mercado para las mismas, no sólo en
Cleveland y a lo largo de los caminos que recorrían sus vehículos, sino en dondequiera por donde
pasaba un ferrocarril, y los ferrocarriles llegaban ya a casi todas partes, a medida que se
multiplicaban anualmente las líneas. El transporte de harina desde Pittsburgo hasta Filadelfia
costaba de veinte a sesenta centavos la tonelada por milla, en vehículos de tracción animal; el
mismo cargamento costaba tres centavos por ferrocarril.
El descubrimiento y la explotación de los recursos naturales de los Estados Unidos, especialmente
del combustible y del hierro, constituyeron la base de la edad de la máquina. Es extraño que siendo
como eran los Estados Unidos ricos en casi todas las materias primas esenciales, no se diesen

252
cuenta de esas posibilidades hasta una década más o menos antes de la Guerra Civil y dependiesen
de Europa para muchos materiales, como el hierro, el cobre, el oro y la plata. En los quince años
anteriores a la Guerra Civil empezaron los hombres a descubrir esos depósitos preciosos de carbón,
hierro, plata, oro y petróleo que abrieron un mundo de riquezas a quienes estaban allí para
utilizarlos, no sólo los buscadores de minas que descubrieron la riqueza, sino también los
fabricantes de locomotoras, rieles y maquinarias.
Estas herramientas estaban, por lo tanto, al servicio de los hombres de negocios en la época de
Rockefeller. Se había hecho posible para todo hombre de negocios capaz, ganar mucho más dinero,
pues las máquinas, la fuerza motriz y los ferrocarriles le permitían operar en una escala mucho
mayor. El productor no sólo dominaba los recientes recursos del país y una gran población de
parroquianos, sino que además contaba con muchos más medios tecnológicos, como el talento de
innumerables científicos, físicos e inventores, que habían venido trabajando durante varios siglos.
Esa masa de conocimientos esperaba como una gran montaña de oro. No había más que excavar en
ella, ya dominando personalmente sus principios, ya contratando por dinero a quienes los
dominaban.
Pero esto no es todo. Las operaciones en gran escala requerían cantidades de dinero mucho
mayores. Y los medios de reunir los recursos monetarios necesarios para operar no se habían
desarrollado mucho todavía. Esos recursos monetarios implicaban ahorros en primer lugar, y los
medios para hacerse con ellos, en segundo lugar.
Había bancos, pero hasta entonces ni el banco de ahorros ni la compañía de seguros habían sido
explotados en gran escala. La mayor parte de los recursos bancarios seguían en los bancos
comerciales, en tanto que la población en general conservaba en su poder gran parte de sus ahorros.
Hasta muchos pequeños negociantes conservaban sus reservas monetarias en sus negocios o cajas.
La técnica para conseguir grandes cantidades de dinero por medio de los banqueros era conocida,
por supuesto. Se venía utilizando desde la época de los Fugger y los Medici. Pero se la había
aplicado principalmente a las necesidades monetarias de los Estados. Los bonos de los gobiernos y
las municipalidades eran emitidos, vendidos y negociados libremente. También se habían realizado
operaciones con los valores de unas pocas empresas en gran escala, como las acciones de las
grandes corporaciones comerciales de Holanda, Francia, Inglaterra y Bélgica. Y en los Estados
Unidos se habían vendido ya acciones ferroviarias a gran número de personas. Sin embargo, los
medios de que disponía el hombre de negocios para conseguir dinero destinado a operaciones en
gran escala eran limitados. Por lo general, la persona que necesitaba más dinero se dirigía a un
banco comercial y tomaba uno o dos socios comanditarios ya ricos, o sino aumentaba el número de
sus socios activos. Eso fué lo que hizo Rockefeller al tomar como socios a hombres como
Harckness, Paine, Pratt y otros, y al pedir constantemente dinero a los bancos. La corporación
permitía a los socios lanzarse a una aventura sin exponer más que la parte del capital social que
habían subscripto.
La venta de acciones de las empresas industriales se iba poniendo en uso de una manera modesta.
La mayoría de las empresas eran simplemente sociedades incorporadas con un puñado de
accionistas. Pero la posibilidad de extender la sociedad aumentaba cada día. Los recursos
nacionales, la maquinaria, la fuerza motriz y los ahorros,
constituían los instrumentos de que disponía el hombre de empresa moderno.
V
Ahora podemos ver con alguna claridad lo que sucedió en las regiones petrolíferas: la lucha
histórica entre Rockefeller y sus rivales menores. Y al contemplar esa lucha y la técnica que
entonces se utilizaba para alcanzar la riqueza, podemos ver como en una cámara fotográfica, todo el
cuadro del mundo moderno de los negocios en los Estados Unidos. Vemos también el crecimiento
de esa fuerza destructora que se introdujo en el sistema capitalista del mismo modo que se introdujo
el dinero en el sistema feudal y lo destruyó.

253
La historia ha sido trabucada, desordenada y oscurecida bajo las formas de la teoría heroíco-villana
de la conducta, humana, con Rockefeller como el villano y los hombrecitos de las regiones como
los oprimidos.
Lo que sucedió en las regiones petrolíferas repitió con exactitud lo que sucedía en otras regiones e
industrias, y a ese respecto, en otros países. En cierto sentido no era más que una extensión de lo
que había venido sucediendo durante muchos siglos. La competencia entre los productores había
sido siempre desordenada. Dada su naturaleza —cada competidor es un pequeño déspota en su
propio dominio— no podía ser de otro modo. Produce perturbaciones personales, sociales y
económicas. Todos los competidores no son igualmente competentes o igualmente escrupulosos, ni
poseen iguales recursos. Compiten por los negocios. Es una disputa continua que origina querellas,
odios, controversias, injusticias, transacciones de mala fe, ruinas y pérdidas. Dondequiera que ha
habido competencia se han puesto siempre de manifiesto sus defectos. Y los hombres han tratado
siempre de hacer algo para remediarlos. Con ese objeto se crearon los antiguos gremios,
organizaciones de comerciantes, artesanos y mercaderes que establecían reglamentos para
regularizar sus rivalidades, suavizar las asperezas de la lucha comercial y protegerse contra los
efectos de las leyes económicas. A medida que avanzaba el sistema capitalista los comerciantes
fueron formando empresas combinadas y "carteles", como puede verse ya en el siglo XV. Se
crearon monopolios oficiales para aumentar los beneficios. Otros comerciantes trataron de poner a
sus provincias económjcas bajo su dominio mediante monopolios directos, como en el caso del
monopolio sobre el cobre ejercido por Fugger en Hungría.
Los hombres de negocios han procurado siempre evitar las dislocaciones, las pérdidas, las
consecuencias de que muchos hombres fabricasen las mismas mercaderías, sin necesidad de
ponerse de acuerdo entre sí.
Así sucedió durante el tiempo en que el productor encontraba a sus competidores en su misma
ciudad o en las cercanías, podía verlos y conversar con ellos de vez en cuando, vigilarlos y hacer
frente con rapidez a sus estratagemas. Además, las condiciones de la competencia eran más
uniformes. En igualdad de capacidades, un hombre sólo podía valerse de un número muy limitado
de ayudas artificiales. Y existía también una limitación más o menos natural de la capacidad
individual para absorber los negocios.
Por eso es por lo que había veintiún fábricas de harina y diecisiete fábricas de calzado en Cleveland.
Pero todo esto cambiaba rápidamente. Las ayudas artificiales se multiplicaban con rapidez. Se
instalaba maquinaria con una producción de fuerza motriz muy aumentada, limitando así el número
de los que podían entrar en un campo determinado, a causa de la gran inversión de capital que se
requería. Y lo que es tan importante, el mercado se ampliaba de modo que el fabricante de calzado
podía competir no sólo por el comercio de Cleveland, sino por el de otras ciudades situadas a
centenares de kilómetros de distancia, jTodas las fábricas de calzado de todas las ciudades entraron
a competir entre sí, y esa competencia se realizaba con máquinas más poderosas, de modo que se
hizo más violenta por el mismo motivo que la guerra se hizo más violenta al abarcar a mayor
número de combatientes en un campo de batalla más extenso y con armas más terribles. Se hizo
evidente la ventaja de empresas mayores y más ricas para librar esa lucha, así como la de mejores
generales. Se necesitaba una capacidad de calidad superior y talentos más raros. La amplitud del
campo de batalla y el número de los combatientes aumentaron la furia, el desorden y las fatalidades
del combate.
En medio de todo esto había algo que causaba inquietud. Alguna fuerza extraña hería a esa
maquinaria creada para producir la abundancia. En épocas más sencillas la gente poseía menos
recursos a qué apelar, tenía que trabajar con herramientas más -toscas, contaba con menos dinero y,
en consecuencia, se contentaba con menos. Pero ahora se enfrentaba con toda aquella afluencia de
riquezas: oro de California, petróleo de Pensilvania, carbón de Pensilvania, Virginia e Illinois,
hierro de Michigan, bosques ilimitados, enormes cantidades de cereal y nuevas máquinas para

254
multiplicar el producto del
trabajo de cada hombre. Sin embargo, seguía habiendo pobreza, la gente se moría de hambre, se
producían crisis económicas y las depresiones se sucedían casi sin interrupción.
¿Cuál podía ser la explicación? Era evidente. Era tan evidente que los hombres creían que no tenían
que pensar en ella. Decían que era la superproducción. Demasiada gente se dedicaba a cada
negocio. Demasiada gente perforaba la tierra para sacar petróleo, extraía carbón y hierro de las
minas, cultivaba azúcar, cáñamo y trigo, o fabricaba paños. Y cuando esas mercaderías se
amontonaban en las fábricas, éstas se cerraban hasta que podían deshacerse de ellas. Era evidente,
por lo tanto, que lo que debía hacerse era fiscalizar la producción, limitar la competencia y
mantener los precios altos en beneficio de todos.
Esto no era nuevo, aunque el hombre sencillo, incluyendo a Rockefeller, que trabajaba en las
regiones petrolíferas suponía que lo era. Por ciertas observaciones hechas por él posteriormente, se
deduce más o menos claramente que Rockefeller se consideraba como uno de los iniciadores mal
comprendidos que había concebido una idea nueva y grandiosa, por lo cual fué despreciado por su
generación hasta que el tiempo demostró su sabiduría y lo canonizó por ella. Pero todo esto había
ocurrido antes. La fiscalización de la competencia había sido intentada ya en otros tiempos. Los
antiguos gremios lo hicieron. Jacob Fugger y sus contemporáneos trataron de crear "carteles".
Fugger fué más allá y creó monopolios en la industria del cobre con objeto de fiscalizar los precios
y la producción. La Compañía Fugger-Thurzo de la Hungría del siglo XVI fué una precursora de la
Standard Oil del siglo XIX.
La historia revela que los pequeños colegas de las regiones petrolíferas comprendieron esa
necesidad y actuaron en consecuencia antes de que lo hiciese Rockefeller. Pues esos explotadores
de los pozos petrolíferos tenían la idea de que la tierra producía esa riqueza negra en beneficio suyo.
Aunque los recién llegados que afluían a las regiones petrolíferas eran una horda de extranjeros, se
hacían en seguida la ilusión de que poseían alguna especie de derecho divino a aquellas riquezas; en
consecuencia tenían también derecho a manejar la producción de petróleo, a decidir la cantidad que
se permitiría extraer, el precio a que había que venderlo y a quiénes se vendería. Decían: "Debemos
ganar con él a razón de cinco dólares por barril, pero no obtenemos ese precio porque son
demasiados los que se dedican al negocio. Debemos unirnos contra el resto del mundo para limitar
la producción". Y llegaron a convencerse de que era algo inmoral
que lugares como Cleveland, Pittsburgo o Nueva York contasen con una multitud de refinadores
que competían con ellos.
Tal es el complejo del productor. Ello explica la serie de conceptos legales, económicos, sociales y
éticos que nacen del hábito de los hombres de considerarse a sí mismos como productores ante todo
y de formar su filosofía de acuerdo con sus intereses como tales productores. En consecuencia, se
organizan como productores con el fin de obtener todo lo que puedan para su producto y luego, al
presentarse en la plaza del mercado para invertir sus ganancias, se encuentran, como consumidores,
indefensos y a merced de todos los demás grupos productores organizados contra ellos.
La verdadera fuerza que dañaba a la máquina, la entorpecía y la ensuciaba, paralizándola a
intervalos, era algo completamente diferente. Esta fuerza nace de un defecto en la economía
monetaria. Ningún hombre puede contar con alimento, ropa o cualquier otra cosa que necesite si no
tiene dinero para comprarlo. Y ningún hombre que produce algo puede utilizarlo para obtener lo
que desea, si no lo vende por dinero. Lo que utilizan los hombres para comprar lo que desean, es el
dinero. Y obtienen ese dinero de sus llamados ingresos monetarios.
Para comprar lo que necesitamos debemos convertir en dinero las mercaderías que producimos o los
servicios que prestamos. Cada año produce la nación una cantidad enorme de mercaderías. Cada
año pone en manos de su población una gran corriente de ingresos en dinero. Es ese dinero el que
utiliza el pueblo para comprar esa montaña de mercaderías. Al parecer, hemos resuelto el problema
de cómo producir una montaña de mercaderías. Podríamos producir el doble si quisiéramos. Lo que

255
no hemos resuelto es cómo hacer que esa corriente de dinero fluya en volumen suficiente y en el
tiempo conveniente para que la gente pueda comprar esa gran montaña de mercaderías.
En ello estriba el problema. Los hombres de negocios han supuesto que estriba en otra cosa, que
consiste en que se producen demasiadas mercaderías. En consecuencia, dedican todos sus esfuerzos
a reducir la producción. Pasan por alto el hecho de que las mercaderías son producidas en nuestras
fábricas y empresas comerciales y que nuestros ingresos monetarios se producen en los mismos
lugares. En otras palabras: de nuestras empresas comerciales sale a diario una gran corriente de
mercaderías que va a parar a la plaza del mercado y otra gran corriente de dinero, en forma de pagos
de sueldos, rentas, intereses y otros servicios. Esos caballeros ingenuos se ima-
gínan que el modo de que les sea posible vender todo lo que producen consiste en producir menos,
ajusfar la corriente de mercaderías al volumen de la corriente de dinero. De lo que no se dan cuenta
es de que cuando reducen el volumen de la corriente de mercaderías reducen también el de la
corriente de dinero. Si cerráis una fábrica dejaréis de producir mercaderías, pero dejaréis también de
producir ingresos en dinero. Al reducir la producción reducís la producción tanto de mercaderías
como de dinero. Si reducís la producción para elevar los precios, al elevar esos precios reducís el
valor del dinero, pues disminuye su poder adquisitivo.
Los hombres de negocios norteamericanos de fines de la década del 60 y principios de la del 70
comenzaron a jugar, en una escala creciente, con la idea de limitar la producción, basándose en la
teoría de que la superproducción era la maldición del país. Esta idea ha subsistido hasta el presente
y ha orientado la política de todos los negocios organizados en cuanto ha sido deliberada. Fué
introduciéndose poco a poco en la política del gobierno hasta que, finalmente, bajo el New Deal,
presenciamos el extraño espectáculo de los planeadores de la abundancia que se unen con los
grandes negociantes para producir la escasez en interés de los precios altos y de los grandes
beneficios. El movimiento norteamericano que culminó con la NRA se inició de una manera
orgánica y en gran escala, en las regiones petrolíferas a comienzos de la década del 70.
La competencia tomó en esas regiones diversos aspectos. Al principio se trató de la competencia
entre los mismos productores, los hombres que perforaban los pozos y' extraían el petróleo crudo.
Llegaban diariamente nuevos competidores, abrían febrilmente nuevos pozos y las torres de taladro
se alzaban en todas las colinas y haciendas de los alrededores.
Luego se produjo la competencia entre los refinadores como tales. Más tarde la lucha entre
productores y refinadores. Y por fin la contienda entre los diversos centros de refinación, de ciudad
contra ciudad, Cleveland, Pittsburgo, Buffalo, Erie, Nueva York y otras, y de las regiones contra
todas ellas. El petróleo había sido la causa de la guerra. Pero aún hubo nuevas luchas: la de los
ferrocarriles por el tráfico, y la de los ferrocarriles con los oleoductos.
Ya en 1866 discutieron los productores "una combinación con el propósito de tratar de conseguir
mejores condiciones de los refinadores con respecto al precio del producto crudo". Los
intermediarios estudiaban también una combinación con un millón de dólares, para construir
tanques en qué conservar el petróleo con objeto de man-
tenerlo fuera del mercado para elevar los precios. Los refinadores de las regiones constituyeron una
combinación —una liga, como la llamaron—, y se jactaban en las calles de Oil City de que "se
hallaban decididos a borrar a Cleveland como con una esponja". En 1870 se reunieron los
productores en la sala de la Biblioteca de Oil City y acordaron interrumpir las, perforaciones
durante tres meses para elevar los precios. Los hombres de las regiones petrolíferas estaban
decididos a hacer un monopolio de su petróleo en beneficio de los habitantes de esas regiones. Esto
sucedía antes de que Rockefeller tratase de crear una combinación.
En ese momento fué cuando decidió el curso que había de seguir. Veía con bastante claridad su
objetivo general. Pero sólo después de varios experimentos dio con el plan final que lo llevaría a un
monopolio virtual de la industria petrolera e hizo de él, quizá, el hombre más rico que haya existido
nunca.

256
El objetivo general de Rockefeller consistía en terminar con todos los efectos perjudiciales de la
competencia en la industria del petróleo, y poner a ésta.bajo una especie de gobierno central. Lo que
quería era el dominio de la provincia económica del petróleo. Consideraba a los pequeños
productores y refinadores como hombres de negocios espantosamente manirrotos e ineficientes.
Creía que perturbaban toda la industria. Además, opinaba que la industria, en su conjunto, podía
funcionar con una base más segura y eficiente, si eran eliminados los pequeños productores. Y por
fin le disgustaban, y en realidad le horrorizaban, las pérdidas sufridas por esos hombrecitos y las
que, en consecuencia, sufrirían los productores más importantes.
La realización de ese plan tomó la forma de una serie de estratagemas. Y puede decirse que esa
serie de estratagemas señaló el camino que habían de seguir la mayoría de las otras grandes
industrias.
Ante todo se difundió la idea de que había que fiscalizar los precios, la producción, etc., mediante la
asociación, como habían intentado hacerlo los pequeños productores de petróleo en 1866.
La segunda fase fué el sistema de "carteles" para las ventas, sistema que habían empleado por
primera vez los explotadores de pozos de agua salada a lo largo del río Sagínaw, en Michigan, en
1868. Y en 1871 organizó Rockefeller la South Improvement Company. De acuerdo con ese plan,
Rockefeller en Cleveland, y los refinadores principales de cada uno de los grandes centros de
refinación —Pitts-burgh, Nueva York, Erie y las regiones—, tratarían de formar com-
binaciones locales. Es decir, Rockefeller trataría: l9) de incluir en su compañía a los principales
refinadores de Cleveland; 2°) de comprar las propiedades de los demás; 3?) de aplastar a quienes se
negaran a rendirse. Los otros dirigentes harían lo mismo en sus regiones respectivas. Luego todos
ellos se unirían en una combinación llamada la South Improvement Company, que dominaría la
industria de la refinación y ejercería la dictadura sobre los productores de petróleo crudo y los
consumidores de kerosene. Precedieron a la constitución de la compañía rebajas en los precios de
los transportes y otros recursos favorables. Pero el plan fué conocido antes de ser llevado a la
práctica. Produjo sensación y una tormenta de denuncias en las regiones petrolíferas, por lo que
murió antes de nacer.
El siguiente intento de Rockefeller tuvo que ver también con la asociación. Se trató de una
combinación de los grandes refinadores de todas las regiones. El plan consistía en poner la compra
de petróleo crudo, y la venta del refinado, en manos de una comisión encabezada por Rockefeller.
Se trataba también de un "cartel". El país era dividido en distritos, a cada uno de los cuales se le
permitía refinar cierta cantidad. Se la llamó National Refiner's Association, y John D. Rockefeller
era su presidente.
El plan no prosperó porque los miembros de la sociedad se negaron a someterse a las restricciones.
La Asociación carecía de medios para hacerles cumplir sus compromisos. Esta es, por supuesto, la
debilidad de esa clase de combinaciones en los estados democráticos. Los individualistas no quieren
obedecer los reglamentos, y el estado democrático no puede hacerlos cumplir. A los seis meses
decidió Rockefeller que la Asociación no marchaba bien y la disolvió en junio de 1873. No se
trataba de una combinación exclusiva, pues se proponía admitir a todos los refinadores. Se
establecieron listas de precios. La Asociación hizo un contrato con los productores. Estos
accedieron a interrumpir las perforaciones. Se fijó la cantidad de petróleo que habían de vender,
pero ellos no cumplieron sus compromisos. En consecuencia, Rockefeller rompió el acuerdo y ellos
lo denunciaron. La Asociación de Productores fracasó y la de Refinadores fué disuelta.
Rockefeller no abandonó, sin embargo, su plan de fiscalización del petróleo. Lo único que hizo es
decidir que ello no podía llevarse a cabo por medio de una combinación voluntaria. El único medio
era un franco monopolio corporativo.
Él poseía el monopolio absoluto en Cleveland. Lo extendería
a toda la nación. Presentó una nueva propuesta a los principales refinadores de todos los grandes
centros. Ya no se trataba de formar una asociación, sino de unir sus compañías a la Standard Oil.

257
Les propuso que entregasen sus refinerías a la Standard, recibiesen acciones de ésta en vez de sus
propias acciones, y se convirtiesen en socios colectivos con él, ingresando en el directorio de la
Standard. Así consiguió la adhesión de Warden y Lockhart, de Filadelfia. Convenció también a
Pratt, de Nueva York; Archbold, de las regiones; Henry H. Rogers, Vandergrift y otros. Antes de
que pasara mucho tiempo todos los refinadores importantes eran socios de Rockefeller en una
organización corporativa. Cuando Rockefeller se sentaba con ellos en la sala de juntas, no lo hacían
como miembros de una asociación, sino de una corporación de la que eran dueños completos.
Luego se dedicaron a aplastar toda competencia con objeto de poder imponer leyes a la industria
petrolera desde la sala del directorio, sin tener que discutir con nadie que no fueran sus empleados.
Lo consiguieron, es decir, consiguieron crear lo que más se aproximaba a un monopolio franco,
todavía desconocido en los Estados Unidos.
Rockefeller y sus socios tropezaron con graves dificultades y una oposición decidida. El gobierno
nacional y los de los Estados los persiguieron. Las asambleas legislativas los sometieron a
investigaciones. Los tribunales los procesaron. Se promulgaron leyes para frustrar sus propósitos. S.
C. T. Dodd, el abogado de Rockefeller, inventó el trust para eludir las leyes antimonopolistas. Y
cuando el trust fué- declarado ilegal apareció la compañía de holding. Fué ideada la corporación
poseedora de otras corporaciones como un medio de crear un monopolio sin violar las leyes de
Sherman contra los trusts. Pero también se la declaró ilegal en 1911. No obstante, el trabajo estaba
ya hecho. El dominio de la Standard Oil era reconocido en todas partes. La fortuna de Rockefeller
era la mayor conocida en la historia. Y él se había retirado ya de los negocios. Además, el
automóvil, con su voraz apetito de nafta, expulsaba al caballo de las calles y creaba una nueva
industria gigantesca de producción de nafta, con la que Rockefeller haría más dinero desde su retiro,
que el que había hecho durante todos los años de trabajo agotador de su vida laboriosa.
Esos hombres estaban creando, sin embargo, el molde de la América futura. Las batallas largas,
elocuentes y enconadas de los liberales y los radicales contra las prácticas monopolistas de las
grandes corporaciones y las sociedades comerciales irían perdiendo poco
a poco su vigor. Los grupos más numerosos y fuertes —incluyendo el obrero—, terminarían por
pensar que nuestra sociedad económica necesitaba dirección y control de acuerdo con el modelo de
la sociedad comercial, o sea el plan utilizado por Rockefeller en un principio, y que había
desechado como inservible. Esta es la idea central del sistema corporativo, que constituye la esencia
económica del fascismo. No le dio resultado a Rockefeller en 1872 porque no había medios para
imponer su cumplimiento. Tampoco le daría resultado a Franklin D. Roosevelt en 1933 porque el
gobierno de una sociedad democrática no puede poseer, probablemente, la fuerza despiadada
necesaria para ponerlo en vigor. El sistema corporativo sólo puede funcionar bajo una dictadura.
Toda nuestra sociedad tiende hacia el sistema corporativo fascista. Esta tendencia se basa en el
principio de acuerdo con el cual actuó Rockefeller en 1872: el principio del dominio, mediante el
monopolio o el acuerdo, de los factores económicos de la sociedad en interés del beneficio.
VI
Lo que acabamos de ver es el cuadro de la fase económica de la historia de Rockefeller. Pero con
este aspecto económico se mezclaron otros derivados de la lucha que tuvo que librar. Son los
aspectos moral y ético. Se relacionaron con los métodos que empleó para conseguir sus propósitos.
Y fueron ellos los que provocaron las tormentas de protestas e injurias que lo acosaron durante
cuarenta años.
Rockefeller se mostró despiadado en la realización de sus planes. Sabía que libraba una guerra y
que los hombrecitos de las regiones petrolíferas lo despedazarían si él no terminaba antes con ellos.
No podemos decir si Rockefeller era o no un hombre cruel. Pero poseía ciertamente la cualidad
necesaria para todo gran comandante lanzado a grandes empresas: la de reconocer las necesidades
de su tarea con gran inteligencia y de apreciar el sufrimiento de sus víctimas en la debida
proporción con los fines que perseguía. No dejó de tomar las medidas que creyó necesarias porque

258
ellas perjudicasen a los hombres que juzgaba inferiores. Decía a sus rivales de las refinerías que
codiciaba, que les convenía recibir dinero o acciones de la Standard a cambio de sus propiedades,
que si eran cuerdos debían adquirir acciones de la Standard, que si lo hacían se harían ricos, pero si
se negaban a rendirse serían aplastados, y aplastó a los que
se negaron. Intrigó para cortarles el crédito y puso obstáculos en su camino. Les hizo imposibles los
beneficios. Y lo hizo sin el menor remordimiento de conciencia al arrodillarse los domingos en la
Iglesia Bautista de la Euclíd Avenue.
Empleó —aunque no lo inventó— el sistema de rebajas para aplastar a sus rivales. Es decir, se
arregló con los ferrocarriles para pagar los precios convenidos por los fletes en apariencia, pero en
secreto consiguió una gran rebaja para sus propios fletes, rebaja que llegaba al cincuenta por ciento
en algunas líneas. El hombre que tenía que pagar su cargamento a razón de un dólar por barril no
podía luchar con un competidor que sólo pagaba cincuenta centavos por barril. Lo que esto
significaba para Rockefeller puede deducirse de un informe que revela que en los seis meses
anteriores a marzo de 1879, la Standard Oil fletó 18.556.000 barriles de petróleo con una rebaja de
más de cincuenta centavos por barril como término medio, lo que representaba algo más de
10.000.000 de dólares. Rockefeller defendía esa rebaja basándose en el principio del descuento por
cantidad. El transporte de grandes cantidades, que requerían a veces trenes enteros y aseguraban
viajes regulares y un manejo más económico de la carga y descarga, permitía a los ferrocarriles
realizar el servicio con menos gastos y cobrarle, por lo tanto, más baratos los fletes. El argumento
habría tenido valor si ese descuento por cantidad se hubiera hecho también a otros que
transportaban asimismo grandes cantidades de petróleo. Pero no lo consiguieron, salvo en unos
pocos casos aislados.
Mucho peor que la rebaja era el descuento, instrumento de crueldad competidora casi sin paralelo
en la industria. Consistía en lo siguiente: la línea concedía a Rockefeller una rebaja sobre sus
cargamentos y le pagaba además una suma similar sobre los cargamentos de sus competidores. El
ferrocarril concedía rebajas en los cargamentos de los competidores, pero el importe de esas rebajas
no quedaba a beneficio del competidor, sino de Rockefeller. Así, Rockefeller obtenía un beneficio
con cada barril que fletaban sus rivales. En marzo de 1878 fletó H. C. Ohlen 29.876 barriles de
petróleo para Nueva York. Ohlen pagó un flete de 1,20 dólar por barril. Rockefeller cobró de la
compañía veinte centavos por cada uno de esos barriles, es decir que obtuvo 5975 dólares de un
rival en un solo mes.
Los competidores de Rockefeller se daban cuenta hacía tiempo de que alguna fuerza cruel y mortal
estaba terminando con ellos,
pero no sabían de qué se trataba. Cuando la descubrieron se apoderó de ellos una ira que no puede
describirse.
•Un volumen sería insuficiente para enumerar los casos de personas que atribuyeron su ruina a
Rockefeller. Todo incompetente que fracasaba Ib acusaba como la causa de su fracaso. Circularon
profusamente las historias más desfavorables. Un ejemplo fué la de la señora Backus, viuda de un
petrolero, la que contó cómo había pedido ayuda al morir su esposo, y cómo Rockefeller se había
quedado con su vieja refinería por un tercio de su valor. Miss Ida Tarbell dedicó mucho espacio a
este caso. Nadie puede examinar los hechos sin rechazar la acusación de la señora Backus.
Otro caso fué el muy difundido de los Merritt, quienes pretendían que habían sido estafados con los
yacimientos de mineral de las Mesabi. Quedan muchas pruebas de este caso, puesto que se vio en
los tribunales. No es posible examinar esas pruebas sin conceder que la conducta de Rockefeller
estuvo libre de toda tacha. La verdad es que no cometió lo que puede llamarse una perfidia
personal. Era un rival paciente y despiadado en los negocios, pero nunca robó a sus accionistas, sus
socios ni a quienes mantenían con él relaciones personales. Quienes entraban dentro de la órbita de
su lucha por la competencia, se encontraban presos en las redes que él había tejido para destruirlos.
Después de haberse hecho dueño de la industria de la refinería, llegó poco más tarde a la conclusión

259
de que debía dominar los oleoductos, que iban substituyendo lentamente a los ferrocarriles como
transportadores del petróleo. También intervino en el campo de la distribución. Una de las batallas
más dramáticas y críticas de su carrera, en la que reveló todo su genio como gran caudillo
comercial, fué la que libró con la Empire Pipe Line, respaldada por el poderoso Ferrocarril de
Pensilvania. Después de obligar al Pensilvania a rendirse, llegó a ser tan grande su prestigio que ya
nadie tenía energía bastante para oponérsele.
Una vez de apoderarse de los oleoductos y de las empresas distribuidoras, las utilizó con eficacia
para derrotar a sus rivales ambiciosos. George Rice luchó durante toda su vida contra la Standard.
Esa historia aparecía en los diarios a intervalos regulares como una mancha en el nombre de
Rockefeller. Rice construyó una refinería en Macksburg, Ohio. Más tarde adquirió algunos pozos
petrolíferos de la región. Rockefeller se enfrentó con él en el frente de la distribución. Los
especieros eran los parroquianos de kerosene al por menor. Los que lo adquirían a la Standard Oil
conseguían sus
mercaderías a precios inferiores, con objeto de que compitieran con ventaja con los que compraban
el kerosene a Rice. Este pagaba al ferrocarril un flete de cincuenta centavos por barril de petróleo,
en tanto que la Standard Oil sólo pagaba veinticinco centavos. En otra línea pagaba Rice treinta y
cinco centavos por barril, en tanto que la Standard pagaba veinticinco y además percibía otros diez
por cada barril que embarcaba Rice. Rockefeller arruinó a Rice y en este caso la prueba contra él es
completa.
John D. Archbold, Henry H. Rogers y el representante local de la Standard fueron acusados en
Búffalo por haber volado la refinería de un competidor, Matthews. Era una acusación grave, en
verdad. Rogers y Archbold fueron declarados inocentes. Pero el representante local fué condenado
y se le impuso una multa grotesca de 250 dólares. Matthews demandó a la Standard Oil y obtuvo
una indemnización de 85.000 dólares. Pero esa suma fué consumida por los honorarios de los
abogados y otras costas. Y Matthews quedó arruinado a pesar de esa indemnización.
El soborno de los funcionarios públicos y de la prensa constituía uno de los medios para imponerse
con que contaba la gran compañía. Las leyes nacionales y estatales y las ordenanzas municipales, se
atravesaban en su camino. Era necesario salvarlas. La compañía estaba dispuesta a comprar al
alcalde y al concejo de Ba-yonne, lo mismo que a los miembros de la asamblea legislativa de Nueva
Jersey, o a cualquiera de los estadistas más importantes de Washington. La asamblea legislativa de
Ohio fué comprada para impedir la aprobación de una ley contra los trusts, con tal despliegue de
dinero, que quedó en la historia de Ohio con el nombre de Asamblea Legislativa del Carbón y el
Petróleo. La Standard apoyó a Henry B. Payne como candidato a senador nacional por Ohio, y su
hijo, Oliver H. Payne, tesorero de la Standard, se instaló en un hotel" de Colombus y, sentado ante
un escritorio cubierto de montones de billetes de banco, se dedicó a pagar los votos a medida que
eran depositados en las urnas.
La compañía compró espacio y buena voluntad en los diarios. Una investigación reveló que por lo
menos 110 diarios de Ohio habían firmado contratos para publicar editoriales e informaciones
proporcionados por una agencia creada por la Standard, a cambio de anuncios. Algunos de los
ejemplares de esos diarios informados de esa manera constituyen hoy día una lectura interesante.
Los funcionarios de la Standard, incluyendo a Rockefeller, no titubeaban en hacer frente a cualquier
acusación y mentir valiente-
mente en defensa de sus proyectos. En la investigación de Hepburn negó Archbold la acusación de
que la Standard fiscalizaba a la Acmé. Henry H. Rogers juró como testigo ante el tribunal, que no
sabía quién fiscalizaba la United Pipe Lines, aunque, por supuesto, sabía que era la Standard. El
propio Rockefeller juró que no se interesaba por el gas y el cobre, aunque la Standard poseía una
docena de compañías subsidiarias que producían gas natural, y Rogers, Stillman, y Willíam
Rockefeller acumulaban docenas de compañías de gas que compraban su petróleo a la Standard.
Cuando no podían mentir con seguridad, se refugiaban en la negativa a responder, lo que llevaba a

260
las situaciones más grotescas. Jabez Bost-wick se negó a declarar su nombre en la testificación
arguyendo que "ello podía incriminarlo".
La más famosa, —o infame—¦ de las hazañas de corrupción de la Standard Oil se llevó a cabo en un
episodio que se hizo célebre con el nombre de las "cartas dé Archbold". William Ran-dolph Hearst
se apoderó de un paquete de cartas y copias de cartas, robadas por un mensajero de los archivos de
Archbold. Esas cartas revelaban que éste era el archicorruptor de la compañía, pues enviaba
cheques y certificados de depósito a varios parlamentarios y magistrados y a senadores tan
distinguidos como Joseph B. Foraker, de Ohio; Joseph Bailey, de Tejas, y Matthew Stanley Quay.
Cuando el país se enteró de ello produjo una gran sensación y arruinó a todos los hombres públicos
afectados. El público quedó pasmado al saber que el vicepresidente de la Standard había enviado en
el término de seis meses una serie de cheques por valor de 5.000 a 15.000 dólares, y que sumaban
un total de 44.000 dolares, a uno de los senadores más destacados. Esas revelaciones apresuraron
las investigaciones con que las asambleas legislativas de los estados, los fiscales públicos, los
grupos políticos y el gobierno nacional perseguían a la Standard Oil. Las investigaciones se
sucedían. Rockefeller recibía una citación tras otra. Al final, bajo la dirección de Theodore
Roosevelt, el Fiscal General solicitó la disolución de la Standard Oil, en cuanto a compañía de
holding, como un monopolio. El pleito terminó con el famoso decreto de disolución de 1911, que
separó a la compañía en sus sociedades componentes, aunque al mismo tiempo contenía elementos
—la famosa "regla de justicia"— que debilitaron las leyes contra los trusts y redujeron mucho su
valor como fortalezas contra el aumento de las restricciones corporativas sobre el comercio.
Cuando quedó disuelta, la compañía de holding Standard Oil
poseía treinta y tres sociedades y John D. Rockefeller era dueño personalmente de más de la cuarta
parte de todo el capital social. Es difícil decir a cuánto ascendía ese capital. Las primeras acciones
que se vendieron en el mercado inmediatamente después de la diso-» lución de la compañía tenían
un valor de 663.000.000 de dólares. Cuatro meses más tarde valían ya 885.000.000. Probablemente
su verdadero valor era mayor, pues la Standard Oil nunca había tratado de inflar sus valores. Dígase
lo que se quiera de la fortuna de Rockefeller, nunca fué hecha especulando con las acciones de la
Standard. Esas acciones nunca fueron vendidas de casa en casa. No eran objeto de operaciones en
los mercados. Rockefeller no emitía grandes cantidades de acciones para cotizarlas en la bolsa,
manipularlas para que alcanzaran precios más altos, y venderlas luego al público. Ese era el método
que empleaba Morgan y que más tarde se convirtió en la maldición de los negocios corporativos
norteamericanos. Ningún accionista tuvo nunca motivos para quejarse de Rockefeller. En cuanto a
los consumidores, procuraba producir el mejor petróleo y prestarles los mejores servicios. Fué el
mejor patrono de su época, pues instituyó la hospitalización y las pensiones de retiro para sus
obreros y empleados. Pagaba los mayores salarios de la industria. Sus pecados fueron los pecados
del luchador industrial, del competidor despiadado. Sólo ofendía a aquellos que se atrevían a vender
petróleo en un mundo petrolero que el gran monopolista había señalado como propio.
Cuando se retiró, la Standard Oil Company era la corporación industrial más grande del mundo. Sus
tanques de petróleo se veían, no sólo en todas las estaciones ferroviarias de los Estados Unidos, sino
también a lo largo del Ganges, el Yangtze y el Amazonas, dondequiera que los barcos, los
oleoductos, los ferrocarriles o los camiones, podían transportar su petróleo.
Siempre fué un misterio el momento preciso en que Rockefeller se retiró de los negocios. En verdad
tiene un interés más que pasajero que ese hombre, considerado como el acaparador de dinero más
codicioso de la historia, se retirase de los negocios a los cincuenta y cuatro años de edad. Las
historias acerca de su salud quebrantada fascinaban al público. Éste lo odiaba cordíalmente y
contaba historietas llenas de ironía acerca del hombre más rico del mundo, que había arrancado el
pan de la boca de sus pequeños competidores, y se encontraba con que no podía comerlo. Se decía
que había ofrecido un millón de dólares a cualquier médico que le curase el estómago
inhospitalario. Rockefeller negó siempre los ru-

261
mores acerca de su enfermedad. La verdad parece ser que su estómago había quedado gravemente
afectado por el largo y cruel esfuerzo que le habían impuesto la persecución de la ley y el odio del
público. Su médico exigía que no trabajase tanto. En 1896 lo obedeció. Siguió siendo presidente de
la compañía, pero se retiró de la inspección diaria o directa de sus negocios. En esa época tenía
probablemente una fortuna de 200.000.000 de dólares. Pero en el momento en que se retiraba al
descanso de Tarrytown se sacaban las patentes del primer automóvil, el cual, perfeccionado más
tarde, cambió el negocio petrolero, convirtiéndolo de una industria del kerosene en una industria de
la nafta, y multiplicando muchas veces las operaciones y los beneficios de sus compañías. Llegó un
tiempo en que la fortuna de Rockefeller podía ser calculada sin duda alguna en mil millones de
dólares.
Después de 1896 se propuso dedicarse ante todo a restablecer su salud y administrar su fortuna, en
interés de sus obras de beneficencia. E hizo eso hasta 1911, después del decreto de disolución,
cuando se apartó por completo de toda otra relación con la inmensa industria.
Rockefeller debe ser considerado quizá como el filántropo más constructivo, de la historia de los
Estados Unidos, por lo menos. No es posible decir hasta qué punto se debió ello a la iniciativa del
propio Rockefeller o a los planes de su limosnero, el Dr. Fre-derick T. Gates, quien actuó como
director de sus obras de caridad durante muchos años. Rockefeller había iniciado sus actos de
beneficencia con donaciones para templos, hospitales y escuelas, buenas causas que atraían, al
parecer, su atención. Pero con el tiempo se creó una teoría de los donativos a la que se atuvo hasta
el final. El mejor modo de exponer esa teoría es decir que se interesó por los medios para estudiar y
prevenir las enfermedades, más bien que por los hospitales creados para tratar a sus víctimas. Llegó
a darse cuenta de que la compasión humana era un agente muy activo y podía confiarse en ella para
proporcionar hospitales a los hombres y mujeres ya enfermos, pero que tenía infinitamente más
importancia descubrir las semillas de las enfermedades y mantener a los enfermos fuera de los
hospitales. Esa idea inspiró a todas sus obras de filantropía posteriores, tanto en el campo de la
ciencia como en los de los negocios o la educación.
Cuando fundó la Universidad de Chicago era todavía un bautista celoso. En total dio para esa
institución 45.000.000 de dólares. En 1928 el total de sus donativos era el siguiente:
Fundación Rockefeller y Laura Spelman Memorial .. $ 256.580.081,87
Junta General de Educación ................... „ 129.197.900
f Instituto Médico.............................., 59.778.141,14
Universidad de Chicago........................, 45,000.000
Varios ____............................... „ 18.365.000
Donativos de John D. Rockefeller, hijo . .......... dólares 65 .234.606,29
TOTAL .................... dólares 574.155.729,30
Estas cifras no representan, por supuesto, todo lo que ha recibido el pueblo mediante sus donativos.
Así, por ejemplo, él donó a la Fundación Rockefeller 182.000.000 de dólares, pero la Fundación
donó a su vez al público, de sus ingresos anuales, 140.000.000 dé dólares entre 1922 y 1928.
VII
Rockefeller debe ser considerado como el administrador de negocios más grande que han producido
los Estados Unidos. Su inmensa riqueza fué el fruto de una intensa aplicación al negocio de la
acumulación, a la costumbre de proyectar con paciencia infinita y de ejecutar luego los planes con
firmeza indomable, de una manera cauta y lenta cuando era posible, y con rapidez militar cuando
era necesario. A diferencia de Morgan, no fué en modo alguno un autócrata malhumorado. Poseía
una capacidad extraordinaria para actuar con otros. Se hizo una regla no tomar nunca una decisión
sobre cualquier asunto importante, a menos de contar con el consentimiento unánime de sus socios.
Podía invertir años en tratar de convencerlos cuando su sola palabra habría sido decisiva. Su fortuna
pertenece al grupo de las de los Carnegie y los Henry Ford, hombres de empresa que eran al mismo
tiempo productores, y que hicieron sus fortunas creando riqueza y reteniendo para sí mismos la

262
mayor parte de ella que pudieron. Fueron completamente distintos del grupo que incluía a Morgan,
Gould y Henry H. Rogers, el socio de Rockefeller. Éstos eran ante todo especuladores y jugadores,
que se introducían en las industrias creadas por otros, convertían la propiedad de esas industrias en
valores líquidos y hacían dinero en la bolsa con las oscilaciones de esos valores. Rockefeller,
Carnegie, Vanderbilt, muchos de los viejos constructores de ferrocarriles —cualesquiera que fueran
sus, otros defectos— dejaron tras sí grandes industrias y grandes imperios ferroviarios.
Quizá una de las características más interesantes de la carrera de Rockefeller fué su larga vida. Era
una vida planeada en todas las cosas y hasta en el último detalle. Cuando su estómago enfermó en la
década del 90 y el peligro se hizo evidente, consagró al negocio de yivir la misma atención
meticulosa que había consagrado al negocio de enriquecerse. Más viejo que la mayoría de sus
colegas, señalado para la tumba en plena vida por un público que lo odiaba, sobrevivió a todos
ellos. Falleció el 23 de mayo de 1937, a la edad de 98 años. Su gran fortuna había ido a parar a las
grandes instituciones de beneficencia ya citadas o a su familia, sobre todo a su hijo, quien la
administra en su mayor parte como una empresa filantrópica. La parte que conservó Rockefeller
hasta su muerte alcanzaba a 26.273.845,25 dólares. Incluía una sola acción de la Standard Oil
valuada en 43,94 dólares.

263
CAPITULO 12

J. PIERPONT MORGAN
EL PROMOTOR I

264
NO puede caber duda alguna de que las dos figuras más considerables del mundo de los negocios
en su época, si no en todas las épocas, fueron John D. Rockefeller y J. Pierpont Morgan.
Rockefeller fué con mucho el hombre más rico de la suya. Morgan no habría figurado en este
volumen si se hubiera tenido en cuenta únicamente el volumen de su fortuna. Durante su vida, así
como antes y después de ella, hubo muchos hombres el doble de ricos que él. Pero nadie, ni antes ni
después, ejerció una influencia tan importante en el gran arte de hacer dinero.
Estos dos titanes de los negocios fueron esencialmente diferentes. Eran iguales sólo en que a ambos
les gustaba cantar himnos, ambos adoraron virtuosamente al Dios de Sión, a ambos les encantaba la
contabilidad y ambos amaban el-dinero. Pero eran enteramente distintos en todo lo demás. Morgan
era el espléndido potentado cristiano; Rockefeller, el humilde maestro de la escuela dominical de la
parroquia. El uno era un bautista piadoso y abstemio; el otro el consumidor gustoso de todo lo que
el Dador de Todas las Cosas Buenas dispensaba a su pueblo elegido de la secta episcopal. Morgan
era el autócrata brusco, irascible, arrogante y terrible; Rockefeller, el más paciente de los
colaboradores. Rockefeller manejaba con la prudencia más tacaña la última onza de salud de
acuerdo con el mejor consejo científico; Morgan, como otro gran ciudadano de Hartford, Mark
Twain, llegó a la edad de 67 años violando todas las leyes de la salud. Pero en eso Rockefeller, que
superó al otro en riqueza por muchos centenares de millones, lo sobrevivió también
en veinte años. Y lo que es más importante, por supuesto, Rockefeller fué un creador de industrias,
un productor de riqueza y, fuera de toda duda, el filántropo más constructivo de nuestra historia.
Morgan no creó industrias y produjo muy poca riqueza. Se atuvo a las industrias que habían creado
otros y aprendió el truco de compartir la riqueza ajena. Todavía se discute hasta qué punto impulsó
o perjudicó Rockefeller el desarrollo de una vida económica sana. Pero es probable que ningún
hombre de nuestra historia haya infligido a nuestro sistema económico una herida más profunda y
destructora que la que le infligió Pierpont Morgan.
No es fácil separar al Morgan de carne y hueso del Morgan de los biógrafos. Según uno de éstos,
fué un ejemplo de excelencia moral, cantaba los viejos himnos que le había enseñado su madre,
fraternizaba con los obispos, perdonaba a sus enemigos, amaba a quienes lo odiaban, visitaba a sus
amigos enfermos y asistía compungido a sus funerales, hacía sentar a sus nietos en sus rodillas y
llevaba a cabo sus numerosas reorganizaciones corporativas por el bien del país. Otro lo ve como la
personificación de los siete pecados mortales excepto el de la pereza, alternando sus pláticas con los
obispos con visitas a sus queridas, construyendo casas parroquiales para los dómines y teatros para
las damas, arruinando despiadadamente a sus rivales y apoderándose con una arrogancia sin
ejemplo del dinero y el poder.
El hombre estaba magníficamente dotado para desempeñar el papel de emperador financiero. Poseía
el tamaño corporal necesario. Medía casi dos metros de alto, pesaba noventa kilos. Cuando separaba
los pies y miraba hacia adelante parecía disponerse a realizar un avance considerable. Su cabeza era
grande, parecida a un peñasco, bien asentada en sus anchos hombros, y su semblante áspero. El
labio superior, aún siendo niño, era pesado, y a medida que fué envejeciendo, oculto tras un bigote
indómito, daba a su rostro un aspecto de crueldad. Sus fuertes mandíbulas y su frente ceñuda
dibujaban un gesto imperioso. Su nariz bulbosa acentuaba el aspecto terrible de su rostro. Sus ojos
castaños, grandes y abiertos, se fijaban en un visitante o suplicante con atención aterradora y hacían
de él un hombre formidable en las conferencias. Todos los que se veían con él hablaban luego de la
impresión de fuerza y energía que producía. Poseía lo que podría llamarse fuerza psíquica y
majestad, esos tentáculos ectoplásmicos con los que se apoderaba de la gente y la mantenía
indefensa en su presencia. Charles Mellen, presidente del ferrocarril de New Haven, uno de los
sátrapas de Morgan, con-
fesó a una comisión del Senado que temía a Morgan, que cuando éste le decía que estaba
equivocado era tan grande el respeto que le inspiraba que estaba seguro de que Morgan tenía razón
265
de cada diez veces, nueve. Morgan no poseía ni mucho menos las dotes intelectuales del pequeño y
ratonesco Gould o del astuto y realista Harriman. Pero tenía lo que no tenía ninguno de ellos: el
aspecto jupiterino, el principio de la fuerza personal, el porte imperial que intimidaba y reducía a la
impotencia a sus opositores.
Nunca fué un estudioso. Coleccionaba primeras ediciones y manuscritos, pero apenas los leía.
Durante años permanecieron en una habitación del sótano de su casa, tan llena de esos tesoros que
apenas se podía entrar en ella para buscar algo. Pero era un mago de las cifras. Cuando estudiaba en
la escuela secundaria su maestro dijo que era poco menos que un prodigio, y que podía resolver
mentalmente problemas de raíz cúbica y numerosos problemas decimales. Hablaba el francés y el
alemán porque había pasado dos años en una escuela francesa de Suiza y otros dos en la
Universidad de Gotinga. Pero no tenía en mucha estima a los clásicos. Escribía en inglés en un
estilo claro, directo y vigoroso. Además, ya de niño, su escritura tenía una gran claridad y simetría.
Entendía muy poco de música. Nunca asistía a un concierto si podía evitarlo. De vez en cuando iba
a oír una ópera —tenía un palco propio— por lo general la primera noche, inaugurando así la
temporada de ópera. Su gusto musical no iba más allá de los himnos que había aprendido de niño.
Le gustaba cantarlos. Su familia insistía en que no podía conservar el tono, ni siquiera del Yankee
Doodle, pero él protestaba indignado.
Su himno favorito era Blessed Be the Tie that Binds, (Bendito sea el lazo que ata), lo que no
resultaba inapropiado para el maestro de las combinaciones. Pero le gustaban también otros —
Jesús, Lover of My Soul y / Need Thee Every Houv (Te necesito a todas horas)— frase que se hizo
famosa como lema de uno de los whis-kys anteriores a la ley Volstead. A él le gustaba tanto que
convenció a los mogoles de la iglesia episcopal para que la incluyesen en su hímnario. Trató
también de incluir cierta vieja balada religiosa de la iglesia escocesa disidente, pero ni siquiera el
gran Pierpont Morgan podía conseguir que se incluyese esa bárbara canción popular religiosa en el
hímnario de los elegidos por Dios.
Durante toda su vida fué Morgan un asiduo asistente al templo. El propio Rockefeller no le fué más
fiel. Iba a la iglesia todos los domingos por lo menos una vez, y con frecuencia dos veces. Cuando
viajaba en buque nunca faltaba al servicio divino. Era miembro de la junta administrativa de la
Iglesia de San Jorge, donde los domingos gozaba Dios del privilegio indecible de contemplar
muchas cabezas de millonarios orgullosos inclinadas humildemente ante El en oración. Era también
miembro de la junta administrativa de la pequeña iglesia cercana a Cragston, su propiedad
campestre, la Highland Falls Church of the Innocents. Su nombre, por supuesto, no tenía relación
alguna con los enjambres de inversores que habían comprado la corriente de valores que salía de las
oficinas de las calles Broad y Wall. Era un participante fiel y activo en los asuntos temporales de
ambas instituciones.
Tenía afición a los obispos, quienes constituían en realidad una de sus manías. En su juventud, una
de sus primeras aventuras como coleccionista consistió en coleccionar autógrafos de obispos, de
obispos episcopales únicamente, por supuesto. Más tarde coleccionó a los propios obispos. Los de
la Iglesia Episcopal constituyen una excelente compañía. Son hombres cultos y 'les gusta la buena
vida. No huyen de los vinos selectos y de los manjares franceses como tantos de sus hermanos
evangélicos. Contaba con muchos amigos entre ellos. Fué durante años delegado laico en las
convenciones trienales de la Iglesia Episcopal.
En esas reuniones aparecía rodeado de la magnificencia que le seguía a todas partes y que recuerda
la aparición del gran banquero que más se le pareció, Jacob Fugger, en el Congreso de Viena. En
Minneápolís arrendó una gran residencia y envió por delante a Louís Sherry, el famoso proveedor,
con una multitud de sirvientes para que preparara los agasajos a los obispos. En San Francisco
arrendó la mansión Crocker; el inevitable Louis Sherry asumió la dirección de los preparativos y
todos los trenes entre Nueva York y San Francisco fueron desviados para dejar paso al especial de
Morgan con su carga de obispos. En Ríchmond se hizo cargo de la Rutherford House, le agregó un

266
cuarto de baño, alfombró de nuevo las escaleras, la organizó con Sherry como mayordomo durante
varías semanas y alojó en ella, a un rebaño de huéspedes episcopales con sus esposas.
A ese centro de operaciones de Morgan se le llamaba medio humorística y medio críticamente la
Casa del Sindicato. Las reuniones trienales, que por lo general incluían a un número de
multimillonarios entre los delegados laicos, constituían espectáculos suntuosos. Después de una de
esas reuniones declaró el propietario de un hotel que aunque en éste se habían realizado reuniones
comer-
cíales, deportivas y sociales de muchas clases, nunca había visto hombres que gastasen tanto dinero
ni mujeres que ostentasen tantas joyas como aquellos delegados episcopales y sus consortes.
En 1875 apareció Morgan como uno de los padrinos de un acto de propaganda religiosa. Se realizó
en la vieja estación del ferrocarril Nueva York - New Haven - Hartford. Morgan llevó a su familia
frecuentemente a las reuniones, se sentaba en la tribuna y unía su fuerte voz a las de quienes
cantaban los himnos. En otro' aspecto de sus actividades religiosas sirvió durante doce años como
tesorero de la Catedral de San Juan el Divino y tomó parte activa en la organización y la
administración de su finanza.
Morgan era ortodoxo en todo. El mundo en que vivía se ajustaba a sus gustos, tanto más cuanto que
se hallaba en su frente industrial. Sin duda habría respondido lo mismo que su amigo George F.
Baker cuando un investigador del Senado le preguntó si no creía que el mundo estaba bien tal como
estaba y replicó: "Bastante bien". Dios formaba parte de ese mundo y le era extremadamente útil,
pues ayudaba a responder a una serie de preguntas que él no tenía tiempo ni deseo de contestar
personalmente. Por lo tanto aceptaba a Dios como aceptaba la propiedad, el dinero y la Iglesia,
instituciones en las que le habían educado sus padres y en las que encontraba a lo mejor de la
sociedad. Era un creyente en el orden y estaba profundamente convencido de que el pecado era un
lujo que no se podía confiar al pobre. Pertenecía a un grupo de hombres rectos como él que
apadrinaban al poderoso policía del Señor, Anthony Comstock, en la organización de la Sociedad
para la Supresión del Vicio.
Elegía con mucho cuidado a sus amigos. Cuando era niño se mezclaba con muy pocos de sus
condiscípulos. Pero les era profundamente leal, así como a su familia, sobre todo a sus padres.
Desde que regresó a los Estados Unidos de la escuela de Gotínga en 1857 hasta 1890, fecha en que
falleció su padre en Europa, nunca dejó que partiera un barco para Inglaterra sin escribirle una carta.
Con frecuencia tenía que escribir esas cartas a altas horas de la noche, fatigado por los trabajos del
día. Su padre conservó esas cartas en su biblioteca. Veinte años después de la muerte de su padre
Morgan las releyó y las arrojó al fuego. Esto sucedía en 1911, año de la persecución de magnates.
Se estaba haciendo viejo y aquellas cartas contenían muchas noticias, comentarios y opiniones
sobre los acontecimientos y los hombres de su época.
Durante su vida de negocios nunca fué un estudioso. Para des-
cansar acudía a sus caprichos, que tenía muchos. Durante la época en que estuvieron de moda los
caballos y los coches ligeros empleaba un par de trotones. Le gustaban los perros, por lo menos los
perros de raza. Sus collies eran famosos. Tenía unos cincuenta en Crags-ton. Salía a pasear a
caballo por el campo con los cincuenta perros detrás saltando y gañendo, espectáculo que dejaba
boquiabiertos a los campesinos. Pero lo que más le gustaba eran los barcos. Poseyó una serie de
Corsair que iban aumentando de tamaño a medida que aumentaba el tamaño de Morgan como
banquero: primero una lan-chita, luego el Corsair I, una goleta larga de mástiles bajos y muy
inclinados; más tarde el Corsair II, un hermoso yate de alta mar con el que se quedó el gobierno
bajo el nombre de U. S. S. Gtoa-cester en la guerra con España; y finalmente el Corsair III,
magnífico navio de sesenta y cinco metros de largo en el que recorrió los siete mares y en el que
vivía y se divertía, haciéndolo amarrar en los puertos durante largos períodos. Era Comodoro del
Yacht Club y en 1901 hizo construir el Columbio, que disputó con el primer Shamrock de Thomas
Lipton la Copa América.

267
Pero el más espléndido de sus caprichos consistía en coleccionar casi todo lo que había bajo el sol.
Era un coleccionista congénito. Cuando asistía de niño a la escuela y al colegio comenzó por
coleccionar trozos de vidrios de color de las viejas iglesias europeas en ruinas. Cuando regresó de
Gotinga a los Estados Unidos se llevó consigo un par de barriles de fragmentos de vidrieras que
luego utilizó para una o dos ventanas de su hermosa biblioteca. Coleccionó cuadros —muchos de
los mejores que se han pintado en el mundo— estatuas, objetos artísticos en madera y bronce,
antigüedades en piedra, miniaturas, camafeos, grabados al aguafuerte, primeras ediciones,
manuscritos originales, tapices, brocados, tabletas cuneiformes, monedas antiguas, medallones y
vestimentas. Nadie reunió nunca una colección tan numerosa de manuscritos originales de los
grandes escritores de todas las épocas. En sus últimos años se entretenía catalogando esos tesoros.
Solamente los catálogos, magníficamente ilustrados en colores, valen una fortuna. El tamaño y la
importancia de esas colecciones pueden deducirse del hecho de que un catálogo de retazos y
fragmentos sobrantes únicamente alcanzaba a 157 páginas.
Morgan reunió esas cosas porque le gustaba coleccionar. Pero sin duda alguna esa afición
contribuía a engrandecer su personalidad. Era parte de otro rasgo incluido en su equipo psicológico.
Fué uno de sus socios quien dijo:
"Mr, Morgan no es un propagandista consciente, pero posee un genio consciente para la
propaganda, que consiste en aparecer en las primeras páginas de los diarios. Otros muchos hombres
compran cuadros y caballos, mantienen yates y se dedican a empresas públicas, pero cuando él
compra algo es siempre caballos ganadores de premios, perros igualmente premiados o cuadros
célebres y posee el yate a vapor más bello que haya a flote, ganador único e individual de la Copa.
Ha empezado a construir la catedral de Nueva York, el templo más grande del país. Encabeza el
sindicato que construyó la sala de reuniones públicas cubierta más grande y hermosa (Madison
Square Garden), el teatro de ópera más grande y hermoso (el Metropolitan), y el Club mejor situado
y más hermoso (el Metropolitan Club) y es el primero que se subscribe a todas las empresas
públicas. (ÍL)
En verdad sabía montar la escena en la que había de actuar de manera tan estupenda. Su domicilio
en el número 219 de la Madison Avenue, su casa en Londres —Prince's Gate— estaban llenos de
tesoros inapreciables. Tenía una hermosa propiedad en Cragston y otra en Long Island. Heredó de
su padre su residencia campestre en Inglaterra, la Dover House. Poseía dos campos de tiro, una
pesquería, un lugar para invernar en Jekyl Island y el Corsair II era una especie de hogar flotante
que comunicaba entre sí a todos los demás. El mundo estaba lleno con la fama de su riqueza, sus
tesoros artísticos y su poder. Los monarcas lo recibían con agrado y hasta sus adulones lo
contemplaban con temor reverente. Leopoldo de Bélgica le consultaba sobre sus problemas
financieros personales. Eduardo VII lo visitaba en Prince's Gate y Dover House. El Kaiser
Guillermo II iba a bordo de su Corsair y comía con él. El Papa le honraba.
En todas partes se agolpaban las multitudes para verlo. En Nueva York, durante la crisis de 1907,
cuando él permanecía como un arcángel en medio del torbellino dirigiendo la tormenta, la gente
corría junto a su coche para verlo. En Roma se reunía la muchedumbre a las puertas del Grand
Hotel para contemplar al "Rey" norteamericano a quien iban a ver los comerciantes en objetos de
arte para ofrecerle las obras maestras de Europa. En Londres, donde había tratado de adueñarse de
las líneas de ómnibus y de construir un ferrocarril subterráneo, los vendedores ambulantes vendían
en las calles pequeños discos para la solapa que llevaban la leyenda Permiso para estar en la tierra
firmada por J. P. Morgan. Los obispos admiradores suyos le confirieron el título de J. Pierpontifex
Maximus. En Roma lo llamaban El Magnífico.
(!) - J. Pierpont Morgan, an Intímate Pottrait, por Herbert L. Satterlee, MacMillan, 1939.
Siendo como era orgulloso y arrogante por naturaleza, podemos estar seguros de que todo ese poder
y todas esas aclamaciones no disminuían su arrogancia. Uno de sus biógrafos, infectado de lo que
Macaulay llamó la Leus Boswelliana, o enfermedad de la admiración, ha descrito cómo se paseaba

268
por la populosa Wall Street. No se desviaba ni disminuía su paso para acomodarse a la presencia de
otras personas. Seguía adelante como si fuera el único ser humano que había en la calle, la
personificación del poder y la resolución. Y así recorría el mundo entero. Caminaba como si fuese
el dueño de su camino. Si otros le cerraban el paso, seguía adelante como si fuese precedido por el
ángel Gabriel de Roark Bradford que gritase: "¡Paso! ¡Abrid paso al Señor Dios Jehová!".

II
Como Morgan era una figura regia, sus biógrafos han creído necesario proveerle de un linaje
aristocrático. El primer Morgan que llegó al continente americano desde Inglaterra fué Miles, quien
desembarcó en Boston y poco tiempo después se quedó con Unas tierras que no reclamaba nadie en
el lugar que un día llegaría a ser Spring-field, Massachusetts. "Pasó una gran parte de su vida —dice
un miembro de la familia Morgan en su biografía del gran hombre— sirviendo a la comunidad en
que vivía y tomó su parte en la lucha. Los servicios que prestó para contribuir a sentar los
fundamentos del Estado de Massachusetts fueron reconocidos públicamente en 1879 cuando se
erigió una estatua a su memoria en la Court Square de Springfield, donde se halla todavía al
presente y puede ser vista por todos los que pasan por allí en automóvil".
La deducción —mejor aún, la afirmación— que se saca de esas palabras es que la población de
Springfield honró así los servicios de uno de sus padres fundadores. Allí, en la Court Square, se alza
ciertamente la estatua en bronce de Miles. Pero allí también, en el pedestal de esa estatua, aparece
cincelada la información de que la estatua fué erigida, no por la población, sino por "uno de sus
descendientes de la quinta generación", probablemente el padre de J. Píerpont.
El granjero Miles fué sucedido por tres generaciones de Joseph. Joseph Morgan Número I fué un
tejedor. El Número II fué un labrador. El Número III fué tabernero. Todos ellos fueron, sin duda
alguna, campesinos frugales y honrados, aunque el Joseph
Número II sirvió como capitán en el ejército revolucionario. El Número III fué el abuelo de J.
Pierpont Morgan. Se trasladó a Hartford y abrió el Café de la Bolsa. Pero con el tiempo llegó a ser
algo más que vendedor de bebidas alcohólicas y comestibles. Se hizo hotelero. Poseía el City Hotel
en Hartford y la New Haven House en New Haven. Acumuló una fortuna moderada como
prestamista y propietario de bienes raíces y llegó a ser director de la entonces pequeña Aetna Fire
Insurance Company. Se trataba, como se ve, de una corriente de sangre buena y decente, pero esa
serie de antepasados apenas corresponde a la definición de aristocracia, que significa en su sentido
más amplio una "clase de personas preeminentes en razón de su nacimiento, riqueza y cultura".
Junius Morgan fué el hijo de ese último Joseph. Nació en Hartford en 1809, trabajó en la granja de
su padre, asistió a una buena escuela de internos y con la ayuda de su padre se hizo socio de un
almacén de mercaderías generales mayorista de Hartford: Howe, Mather & Co. Más tarde se
trasladó a Boston para hacerse socio de una casa comercial más importante: J. M. Beebe, Morgan
Company. Este Junius Morgan era un hombre muy capaz, que posteriormente fué a Londres como
socio del famoso George Peabody, el norteamericano que llegó a ser uno de los principales
banqueros de Inglaterra. Y cuando Peabody se retiró, Junius Morgan creó su propia casa de banca
en Londres, donde siguió viviendo y se hizo rico durante el resto de su vida. Este fué el padre de J.
Pierpont Morgan.
Había otro antepasado de una raza muy distinta: el abuelo materno de Morgan, John Pierpont. ¿Qué
muchacho de escuela no ha recitado los versos de Warren:
Stand! The ground is yours my braves;
Will ye give it up to slaves?
(¡Resistid! La tierra es vuestra, mis bravos. ¿Se la cederéis a los esclavos?).
John Pierpont, poeta, predicador, reformista y amigo de Wi-lliam Lloyd Garrison, escribió esos
versos. Tronaba contra la esclavitud. Era tan distinto de Junius Morgan y de su padre Joseph que,
según sus propias palabras, se interesaba por "la gran masa viviente de la humanidad".

269
En la vieja Iglesia Congregacionalísta de Boston fustigaba John Pierpont tantas clases de injusticias
humanas que aburría a los miembros de su congregación. Ofendidos por sus opiniones
abolicionistas, algunos de ellos se aprovecharon del uso que él hacía de la
palabra "ramera" para tacharlo de inmoral y exigir su renuncia. Él se resistió, pidió que se abriese
juicio, lo consiguió, fué absuelto y luego renunció. Falleció a la edad de ochenta años, ocupando un
pequeño puesto oficial en Washington.
Por lo tanto, por las venas del gran banquero Pierpont corría buena sangre, pero era sangre de dos
clases muy distintas: la fría, yanqui y amante del dinero de los Morgan y la caliente y rebelde del
viejo patriota reformista. No hay, sin embargo, nada de extraño en el hecho de que se erigiese una
estatua, no a John Pierpont, ni siquiera a Joseph Morgan, el soldado revolucionario, sino al granjero
y sargento de milicias Miles, con objeto de exhibir la "antigüedad" de la estirpe Morgan. El humilde
Miles era uno de esos antepasados que brillan con la gloria refleja de sus descendientes. Si hubiera
sido posible, era él quien debía haber erigido una estatua a su descendiente Pip Morgan.
J. Pierpont Morgan nació el 17 de abril de 1837 en Hartford, dos años antes que John D.
Rockefeller. El día en que nació, todos los bancos de Nueva York suspendieron los pagos en
metálico. Al día siguiente hicieron lo mismo los de Hartford. El futuro rey del dinero vino al mundo
entre el estrépito de los bancos en quiebra. Fué bautizado en la Iglesia Congregacionalista de
Boston por John Pierpont y le impusieron el nombre de John Pierpont Morgan. Ningún monumento
más extraño podía haberse dedicado al viejo luchador del Señor interesado por "la gran masa
viviente de la humanidad".
Es difícil describir la juventud y la virilidad de Morgan a quienes sostienen la teoría histórica del
héroe-villano. Para millones de personas fué y sigue siendo la imagen del déspota insensible. Puesto
que fué la figura central en tantos episodios como el vicegerente del Demonio Dinero, no les es fácil
a los teóricos de la naturaleza humana aceptar los elementos más gratos de su naturaleza. El
caudillo político acusado de robar los fondos públicos, falsificar las urnas electorales, apalear a los
candidatos rivales y asociarse con los criminales, es considerado por quienes le conocen
personalmente como una especie de monstruo. Pero, por otra parte, quienes lo conocen y pueden
atestiguar que es un padre cariñoso, un amigo leal y un vecino generoso encuentran igualmente
difícil creer que sea un traficante con los puestos públicos y un "gángster".
Quienes creen en los aspectos buenos del carácter de un hombre se hallan dispuestos a llamarlo
bueno; quienes conocen sus aspectos malos no pueden creer que tenga también aspectos buenos. Si
se
demuestra que el caudillo del distrito entrega carbón a los pobres y adora a su hijita, queda absuelto
de la acusación de robar el dinero del pueblo. Si Morgan veneraba a su padre, prodigaba su atención
cariñosa en la compra de un sombrerito para su madre, lloraba al cantar los himnos que le habían
enseñado, estrechaba contra su pecho a un viejo condiscípulo como el general Joe Wheeler y lo
alzaba del suelo en un abrazo exuberante, la conclusión era que no había acciones falsas en la U. S.
Steel y el crimen contra el ferrocarril de New Haven era una pura ficción. Es casi imposible inculcar
en la opinión popular la verdad perfectamente sencilla de que un hombre puede robar un ferrocarril,
emitir acciones sin capital o aplastar a un rival comercial sin ser un monstruo.
Morgan parece haber tenido una juventud muy atractiva. No fué a la escuela hasta los nueve años.
Asistió, en cambio, a la Point School, la Episcopal Academy de Hartford, la Pavillion School de
Cheshire —una academia de alumnos internos— y tres años después a la Escuela Secundaria
Pública de Hartford. ¦ En 1851 su padre trasladó la familia a Boston, donde entró como socio en la
J. M. Beebe, Morgan K Company. Y Pierpont ingresó en la English Hígh School, donde, según
observa un biógrafo, no se podía encontrar un solo apellido irlandés, italiano, alemán o de otra
nacionalidad que no fuera la inglesa (como no exceptuemos a Delano). No había nada que
envenenase la mente del joven norteamericano de pura sangre.
Dos años después le llegó a Junius Morgan la oferta para asociarse con George Peabody en

270
Londres. Aceptó. Los fondos europeos eran invertidos cada vez en mayor abundancia en el
continente americano. Peabody, joven empleado de almacén de Balti-more, había ido a Inglaterra,
llegado a ser una potencia como banquero en Londres y acumulado una gran fortuna y ahora se
disponía a retirarse para consagrarse a la filantropía. Había hecho su fortuna principalmente
manejando capital británico que buscaba inversión en los Estados Unidos. Necesitaba un socio
joven y conocía y admiraba a Junius Morgan, quien había manejado parte de sus negocios en
Boston.
Cuando la familia Morgan fijó su residencia en Inglaterra, Pierpont fué enviado al principio a una
escuela selecta de Vevey, en el Lago de Ginebra, llamada Institute Sillig, favorito de las familias
norteamericanas en el exterior. Allí permaneció dos años y luego le enviaron a la Universidad de
Gotinga. Se matriculó en las clases de matemáticas y filosofía. Y a los dos años consideró que había
terminado su educación y se dispuso a abandonar la Universidad para dedicarse a la carrera
comercial. Esto sucedía en 1857.
En esos días escolares vemos a un muchacho más o menos reservado, profundamente apegado a su
familia, con la que mantenía la correspondencia más puntual, talentoso para las matemáticas pero
poco afecto a las humanidades, poco interesado por los ejercicios atléticos, aficionado al baile, las
excursiones y la compañía de las damas jóvenes, fiel a sus deberes religiosos, meticuloso
administrador de su dinero, impaciente por dedicarse a los negocios y anheloso por casarse, pero
sólo con una joven norteamericana.
"En Gotinga —dice el profesor Harry Thurston Peck— se distinguió tanto en las matemáticas que
recibió la oferta de una cátedra de profesor en aquella institución histórica". Esto se ha repetido
muchas veces, junto con la observación adicional de Peck de que "se inclinaba a la vida escolar". El
profesor Ullrich, matemático eminente que fué profesor suyo en Gotinga, aconsejó a Morgan que no
se dedicase a los negocios y le estimuló diciéndole que al cabo de un año más podría conseguirle un
puesto como instructor y quizá algún día, cuando el buen profesor Ullrich envejeciese, él (Pierpont)
podría llegar a ser profesor de matemáticas. Lo cual es una historia completamente distinta. Pero
Morgan no tenía vocación de profesor. Poseía aptitudes naturales para las cifras y resolvía sin
mucho esfuerzo los problemas matemáticos.
Era sin duda un joven extraordinariamente recto. Una carta publicada por su yerno Mr. Herbert L.
Satterlee, escrita cuando sólo tenía trece años, lo muestra haciendo frente a un problema común a
todos los escolares con una franqueza, una sinceridad" y una derechura que producen admiración.
Dolido por un castigo de su maestra, Míss Stevens, le escribió lo siguiente:
"Quisiera que me dijera los motivos por los que usted como maestra y, por supuesto, superior a mí,
que soy sólo un alumno, me trata de una manera tan inhumana como para expulsarme de clase por
reír un poco demasiado ruidosamente, lo que, puedo asegurárselo, soy incapaz de evitar y de lo que
no me podrá curar castigo alguno. No puede usted negar que he procurado portarme mejor en clase
últimamente. Si fuese necesario podría estar sentado en silencio (sin decir una palabra) en un
rincón; supóngase que toda la clase lo hiciera: usted pensaría que toda la clase se había vuelto
estúpida, pues usted tendría que hablar todo el tiempo sin que los alumnos dijeran nada.
Luego le informaba que se proponía hacer algo al respecto, a saber, ir a otra clase si ella no
cambiaba de procedimientos.
Cuando salió de la escuela poseía una educación más o menos fragmentaría, pero se había expuesto
a cierto número de infecciones culturales, había vivido entre personas cultas durante un número de
años y podía hablar y escribir en francés y alemán. Era en realidad uno de los pocos industriales o
reyes del dinero norteamericanos de su época que gozaba de esas ventajas.
III
A fines del verano o principios del otoño de 1857 el joven alumno de la escuela inglesa de Boston,
la escuela francesa de Vevey y la Universidad alemana de Gotinga desembarcó en Nueva York-Una
semana después se sentaba a su escritorio en la oficina de Dun-can, Sherman %i Company, en la

271
Píne Street, 11, donde se alza ahora el edificio del Bankers* Trust. Se trataba de unos comerciantes
banqueros que mantenían relaciones estrechas con George Peabody Company de Londres, gracias a
cuya influencia había obtenido ese puesto el joven Morgan. En realidad no era tal puesto, pues no
cobraba sueldo alguno. Se trataba de otra escuela en la que podía estudiar el negocio del cambio
extranjero.
Así como había venido a este mundo entre el estrépito de los bancos en quiebra en 1837, así
también se inició en los negocios entre la excitación de la crisis de 1857. Las casas comerciales
quebraban, los bancos suspendían sus pagos en metálico, se formaban largas filas en las ventanillas
de pagos, llegaban de Londres malas noticias acerca de las dificultades en que se hallaban Peabody
I8J Company y al joven de la Pine Street, N9 11, le aterraban los rumores acerca de la quiebra de su
padre. El Banco de Inglaterra había acudido en ayuda de Peabody Company con tres millones de
dólares. Duncan, Sherman K Company se hallaban también en dificultades y Junius Morgan tuvo
que tenderles desde Londres una mano auxiliadora a través del océano.
Nueva York era una ciudad muy distinta de la gran metrópoli sobre la que aquel joven arrojaría un
día una sombra tan grande. No era precisamente una ciudad pequeña, pues contaba con una
población de 700.000 personas. Pero aún sólo se había formado una parte muy pequeña de la
moderna máquina comercial vasta y complicada que manejó más tarde Morgan. Los negocios se
concentraban alrededor de Wall Street: almacenes, teatros, diarios, bancos y oficinas de corretaje.
Eran muy pocas las sociedades comerciales. Aparte
de los ferrocarriles, los hombres de negocios poseían sus empresas particulares y ponían sus
nombres al frente de sus tiendas y oficinas. En los ferrocarriles había habido un poco de agio, pero
se trataba de negocios en pequeña escala. Los gigantes ferroviarios no habían comenzado todavía a
reunir su máquina de valores. Inclusive el viejo Comodoro Vanderbilt se dedicaba todavía al
negocio de los barcos.
Había millonarios, como William B. Astor, Peter Lorillard, Cornelius Vanderbilt, Peter Cooper,
Robert Goelet, Henry Brevoort, Peter Schermerhorn, August Belmont y el viejo Daniel Drew, quien
todavía no se interesaba por los ferrocarriles, pero ya luchaba con Vanderbilt en los mares. La Bolsa
se hallaba en el distrito de Wall Street, pero la mayor parte del tráfico comercial se realizaba en la
calle. En la esquina de las calles Broad y Wall había un corredor llamado Frank Baker, ahora
olvidado, por supuesto. Pero la "esquina" en que prosperó en otro tiempo es ahora un lugar
institucional en el mundo capitalista. El joven Morgan tomó una habitación a alguna distancia
ciudad arriba, en la West Seventeenth Street.
Este joven Pierpont Morgan era el modelo completo del joven caballero cristiano ambicioso y
ansioso por progresar en los negocios. Cultivaba amplias relaciones con las mejores familias,
convirtió en una práctica pasar las noches de los domingos en los hogares de esas familias, sobre
todo cuando había en ellas muchachas bien parecidas, cantaba himnos con ellas alrededor de la
chimenea, escribía puntualmente a su familia en Londres, atendía escrupulosamente y con
inteligencia a su negocio, asistía a la Iglesia de St. George en la Stuyvesant Square, cantaba con
fuerte voz los himnos los domingos por la mañana y cuando se dedicó a los negocios por su cuenta
tuvo siempre su banco propio en el templo.
En la casa Duncan, Sherman 53 Company no le pagaban nada y su primer dinero lo consiguió
especulando con café durante un viaje que hizo a Nueva Orleans en representación de la casa.
Estaba aprendiendo los métodos para ganar dinero y deseaba vehementemente dedicarse a los
negocios por su cuenta. Y lo hizo en algún momento entre 1860 y 1861. No le fué difícil. Después
de todo, George Peabody i&> Company —la casa comercial de su padre en Londres— era una
empresa rica y poderosa que negociaba con valores norteamericanos de todas clases y a él le era
fácil iniciarse en el negocio de los cambios. Abrió una pequeña oficina en el número 54 de la
Exchange Place y la compartió con un inglés llamado James Tinker. Más tarde formó una especie
de sociedad con Tinker, quien alcanzó así la distinción de ser el primer socio de J. Pierpont Morgan.

272
No duró mucho y Tinker parece haber desaparecido de la vida y del recuerdo de Nueva York.
Por el tiempo en que se inició en los negocios por su propia cuenta se enamoró de una joven
llamada Amelia Sturgis. Y ese episodio romántico constituye uno de los acontecimientos más
simpáticos de la vida de ese hombre ceñudo. Reveló en él un fondo de ternura que su vida posterior
en Wall Street ocultó por completo al público. Ella era quizá la primera o una de las primeras
muchachas que conoció al regresar de Europa. Su afecto por ella fué profundizándose lentamente,
pero probablemente se inició en las primeras entrevistas en Newport, durante la primera semana que
pasó en los Estados Unidos. En la primavera y el verano de 1861 se sumió por completo en el
problema personal creado por el estado de Mimí Sturgis. Ésta había enfermado de tuberculosis y se
consumía rápidamente. Era muy poco lo que podía hacerse contra los estragos de ese ^enemigo
mortal. Antes de terminar el verano tomó la decisión de casarse con Mimí, renunciar a su negocio y
consagrarse por completo a salvar la vida de la joven.
Los padres de ella trataron de convencerlo para que renunciara a su caballeroso proyecto. Pero él no
se dejó convencer. Y en consecuencia, a principios de octubre, en el domicilio de los Sturgis en la
East Fourteenth Street, hallándose presente únicamente la familia, el joven Morgan llevó a la frágil
Mimí escaleras abajo en sus propios brazos, la mantuvo a su lado mientras se realizaba la ceremonia
del casamiento y luego volvió a levantarla tiernamente en sus fuertes brazos y la condujo al coche
que esperaba y al embarcadero. Fueron a Londres y luego a Argel, con su cálido sol, y más tarde,
como ella siguiese empeorando, a Niza. Allí falleció cuatro meses después del casamiento. Dos
meses más tarde, en mayo, Morgan condujo su cuerpo a la patria y lo enterró en Fairfield. Esta
tragedia lo abrumó y por un tiempo pareció haber destrozado su espíritu y matado sus ambiciones.
Pero poco a poco volvió a anudar en sus manos los hilos rotos, tomó como socio a su amigo y
condiscípulo de Cheshire, Jim Goodwin, y reanudó su carfera comercial .
No es grato pasar de este aspecto generoso y de este ejemplo de abnegación a otro aspecto algo más
triste del carácter de Morgan, al aspecto que, por desgracia, dejó las huellas más hondas en su país.
Pues después de todo, los impulsos generosos de Morgan beneficiaron únicamente al pequeño
número de hombres y de mujeres que formaban parte de su círculo y de su clase. Sus grandes
aventuras en la finanza afectaron a toda nuestra sociedad. Si preguntáramos
por qué el joven que podía conducir en sus brazos a una novia moribunda y abandonar su negocio
apenas iniciado para salvarle la vida pudo ser también el centro de dos episodios que vamos a
relatar, la respuesta debería ser que Morgan era un hombre insular. A pesar de todos sus amigos e
intereses diseminados por el mundo entero, era un hombre que vivía, espiritual y socialmente, en
una islita. Esa isla y sus pobladores —su familia, sus amigos, quienes se movían a su alrededor, su
clase— quedaban dentro del círculo de las percepciones sentimentales del señor Morgan. Quienes
vivían en todas las demás islas —la "gran masa viviente de la humanidad", tan cara al viejo John
Pierpont— vivían en otro mundo con el que nada tenían que ver sus relaciones sentimentales y
éticas.
IV
El 12 de abril de 1861 el general Beauregard abrió el fuego contra Sumter, en el puerto de
Charleston, y se inició la guerra civil en los Estados Unidos. Lincoln pidió 75.000 voluntarios y
luego, en julio, 200.000 más. En todas partes respondieron los hombres al llamamiento. Pero el
joven Morgan no acudió. No acudió a causa de su mala salud, según escribe su yerno. No fué el
único joven dedicado a los negocios que no se presentó como voluntario. Lo mismo hizo el joven
Rockefeller. Y otros muchos caballeros que iban a ser famosos más tarde como cazadores de
riquezas, patriotas y enarbola-dores de banderas tampoco se presentaron. Por qué un hombre va a la
guerra y otro se queda en casa es un problema de valores espirituales no fácil de resolver. Algunos
no van a la guerra porque la odian. Otros no van porque odian la causa de una guerra particular, lo
que a veces exige más valor que el ir. Algunos van porque son demasiado débiles para negarse.
Otros lo hacen para evitar contratiempos. Algunos van arrastrados por un sentido romántico del

273
deber patriótico. Otros porque les gusta la guerra, les gustan las armas de fuego, les gustan el brillo
y el ímpetu de la aventura militar. Muchos van llevados por un sentido silencioso y heroico del
deber.
La guerra es un negocio sucio, confuso, costoso, y hay muchas personas humildes cuyas vidas son
tan insignificantes que no importa que se pierdan en la lucha. Pero ¿por qué han de exponerse vidas
tan preciosas, tan llenas de promesas, como las de Rockefeller o Morgan? Por qué el señor Morgan
nó fué a la guerra un año o
dos después, es otra cuestión. Pero no es difícil comprender por qué no fué cuando se inició. En
aquellos primeros meses se interesaba, no por matar, sino por salvar vidas. Su mente se consumía
con la esperanza de casarse con Mimí Sturgis y llevarla al clima sano y lleno de sol del Norte de
África para salvar su vida. Y desde agosto hasta mayo del año siguiente estuvo ausente de los
Estados Unidos y las crecientes tribulaciones de su país se desvanecían ante su propia tragedia.
¿Pero por qué no fué más tarde? Cuando se decretó la conscripción a causa de la desesperada
necesidad de soldados, Morgan pagó un substituto, como hizo Rockefeller. Siempre se refería a ese
substituto como al "otro Pierpont Morgan" y, según su familia, se interesó constantemente por él en
adelante. Mientras el "otro" Pierpont Morgan peleaba, el Pierpont Morgan auténtico tenía algo más
importante que hacer.
He aquí, en pocas palabras, lo sucedido. La guerra sorprendió al gobierno Federal mal preparado.
Necesitaba armas, municiones, caballos, barcos, uniformes y particularmente rifles. Gran número de
éstos habían sido llevados al sur y al estallar la guerra se apoderaron de ellos rápidamente las
autoridades confederadas. Además de los 75.000 voluntarios llamados en mayo, se formaban
milicias y llegaban a la capital pedidos urgentes de armas. La escasez de éstas abrió el camino para
que los negociantes aventureros de todas clases hicieran presa del gobierno.
Algunos años antes de la guerra había comprado el Departamento de Guerra gran número de rifles
llamados carabinas de Hall. En 1857 los oficiales inspectores del ejército rechazaron gran parte de
esas carabinas por ser de modelo anticuado, inservibles y tener un defecto que hacía su carga
peligrosa. Había muchos casos en que los soldados se herían los dedos al cargarlas. Se ordenó
vender esas carabinas el 5 de noviembre de 1857 mediante una orden del jefe de pertrechos de
guerra. Muchas de ellas fueron vendidas, pero unas 5000 quedaron en el arsenal de Governor's
Island, Nueva York, y en el arsenal Frankfort, en Filadelfia.
En mayo de 1861, Arthur M. Eastman, de Manchester, New Hampshire, se ofreció a comprar las
5000 carabinas restantes, fijando un precio por las mejores y otro inferior por las más defectuosas.
El jefe de pertrechos bélicos accedió a vendérselas todas a Eastman por 3,50 dólares cada una,
"servibles e inservibles". Insistió también en que Eastman se las llevase inmediatamente y las
pagase antes de la entrega. Eastman se mostró satisfecho con el
precio y en junio le notificó el jefe de pertrechos que había ordenado a los arsenales de Governor's
Island y Frankfort que le entregasen las carabinas contra el pago al, contado.
Eastman, que esperaba llevarse las carabinas en lotes, se encontró con que se las entregaban todas
de una vez y tuvo que buscar el dinero necesario para pagarlas. Hizo un arreglo con un tal Simón
Stevens. Éste había realizado negocios más o menos limpios con el gobierno. Pero Eastman accedió
a venderle las carabinas a razón de 12,50 dólares cada una. Stevens, por su parte, se comprometió a
adelantar el dinero a Eastman —20.000 dólares— para conseguir las carabinas y obtener con ellas
el beneficio que pudiera por encima del precio pagado a Eastman. Luego, el 1 de agosto, Stevens
telegrafió al general John C. Fremont, al mando de las tropas del Oeste, lo siguiente: "Tengo 5000
carabinas rayadas de acero colado, nuevas, a 22 dólares; modelo del gobierno 48. Espero sus
órdenes". Fremont le contestó que se las mandase con toda la rapidez posible.
Es necesario tener una idea clara de esta transacción. Cuando se hizo la oferta para comprar las
armas eran enviados apresuradamente los soldados al sur de la capital para hacer frente a la
amenaza de un ataque desde Virginia. En St. Louis, cuartel general de Fremont, se hacían esfuerzos

274
frenéticos para la defensa de Missouri y un movimiento por el Misisipí abajo. Luego, en julio, se
produjo el gran desastre en Bull Run y fueron llamados otros 200.000 hombres. En medio de esos
acontecimientos Eastman y Stevens se ofrecieron a comprar a un departamento del ejército las
armas rechazadas por el gobierno a razón de 3,50 dólares cada una y venderlas a otro departamento
del ejército por 22 dólares. Las armas serían enviadas directamente de un arsenal del gobierno a
otro.
Esto era posible únicamente porque el general que mandaba el ejército en St. Louis no sabía ni
podía saber que esas armas pertenecían a otro departamento del ejército cuando las compró. El
Departamento de Pertrechos Bélicos no podía saber que un general las compraba, porque Fremont
no tenía derecho a comprarlas. Había una ley que lo prohibía. Su derecho dependía en todo caso de
la extraordinaria asunción del poder por un comandante en campaña que tenía que hacer frente a
una emergencia. Eastman y Stevens habían proyectado un buen negocio. Compraban las armas por
17.500 dólares, las vendían por 110.000 y obtenían un beneficio líquido de 93.000 dólares, menos
los gastos de empaquetamiento, transporte, etc. Eran un buen beneficio obtenido mediante la venta
a un general en campaña de armas que pertenecían ya al gobierno y que %te no enviaba a ese
general porque habían sido rechazadas.
El joven Morgan, que acababa de iniciarse en los negocios, tomó parte en esa conspiración. Ni
Eastman ni Stevens tenían dinero y él, por medio del último, se comprometió a proporcionárselo.
La transacción se hizo de la siguiente manera. Las carabinas eran en realidad 4996. Morgan envió
un cheque por 17.486 dólares al Departamento de Pertrechos Bélicos como pago por toda la
compra. Resultó que las carabinas no eran rayadas. Había que rayarlas. Fueron empaquetadas y
enviadas en lotes. Cuando fueron expedidas 2500, se envió a Morgan el cheque del gobierno por
55.550 dólares. Antes de que fueran pagadas las 2500 siguientes trascendieron los hechos, la
transacción fué denunciada en el Congreso y se suspendió el pago hasta que se realizara una
investigación. Esa investigación estuvo a cargo de una comisión del Congreso, la que denunció la
transacción en los términos más severos. Morgan exigió entonces el resto de la deuda, 58.000
dólares. El gobierno nombró una comisión compuesta por J. Holt y Robert Dale Owen (hijo del
famoso Robert Owen), y esa comisión confirmó las acusaciones del Congreso, pero acordó que,
puesto que el gobierno se había quedado con las carabinas, había que pagar a los vendedores a
razón de 12,50 dólares por cada una. Concedía, además, a los reclamantes una cantidad adicional de
11.000 dólares. Stevens presentó una reclamación por toda la suma de 58.000 dólares ante el
Tribunal de Reclamaciones, el que sostuvo que el gobierno había firmado un contrato, se hallaba
obligado por él y tenía que pagar esa cantidad.
En resumen: la cantidad total percibida por las carabinas fué de 109.912 dólares. De esa cantidad
percibió Eastman 62.462 dólares, a razón de 12,50 por carabina. Descontando los 17.486 dólares
pagados por las armas, le dejaba un beneficio de 44.976 dólares. Quedaban, pues, 47.450 dólares
que Stevens tenía que dividirse con Morgan. No se sabe cómo se hizo esa división. Morgan, por
supuesto, cobró de la participación de Eastman el dinero que había adelantado. Claro está que hubo
que descontar ciertos gastos por empaquetamiento, transporte, etc., que redujeron esos beneficios.
La historia de esta transacción fué dada a conocer, según mis noticias, por Gustavus Meyer, en
1910, en su History of Greaf American Fortunes en tres volúmenes, obra muy leída y citada. Fué
repetida por otros muchos escritores. Pero J. P. Morgan nunca la refutó ni la comentó en su vida.
Mr. Herbert L. Satterlee trató recientemente de disculpar a su cliente y pariente, ya muerto, en una
extensa biografía. Afirma que Morgan actuó únicamente como banquero, prestando dinero en una
transacción comercial —una de las muchas que se hacían a diario en su oficina—, que no conocía a
Eastman, que probablemente nunca oyó hablar de él y que éste había ocultado inclusive al propio
Stevens que las armas habían sido compradas al gobierno y se hallaban en su poder; que Morgan no
obtuvo más que el interés del capital prestado, que nunca reclamó nada al gobierno, que en las
investigaciones de la comisión del Congreso no fué citado como testigo ni mencionado en los

275
procedimientos, salvo como habiendo proporcionado el dinero, y que después de percibir el pago de
su préstamo una vez expedidas las primeras armas ya no tuvo que ver con los procedimientos ni
intervino en el litigio ante el Tribunal de Reclamaciones, que fué llevado a cabo por otra casa
bancaria, Ketchum Son $3 Company. Y añade, con ese aire de superioridad que caracteriza a todas
las afirmaciones de los Morgan, que el crítico original —Gustavus Meyer— hizo esas acusaciones
sin examinar los documentos y que otros las repitieron sin tratar de comprobarlas. Se refiere a la
famosa historia de Meyer como "un libro publicado en 1910", que es el modo característico de los
Morgan de desdeñar a un cronista desfavorable.
Por supuesto, Gustavus Meyer daba en su libro la lista más completa de las fuentes de que había
tomado su material. Mr., Lewis Corey, quien repitió esas acusaciones, hizo lo mismo. Mr. Cari
Sand-burg, en su concienzuda vida de Lincoln, The War Years, también se refiere extensamente a
este asunto. Yo he leído por completo todos los documentos de que se dispone y es evidente que
Meyer, Corey y Sandburg hicieron lo mismo. La explicación más caritativa del relato de Mr.
Satterlee es que él no lo hizo, sino que dependió probablemente de algún ayudante a sueldo, quien
le presentó los hechos de acuerdo con sus gustos.
La afirmación de que Eastman no dijo a Stevens, y por lo tanto a Morgan, que las armas se hallaban
en poder del gobierno es una sorprendente negación de hechos demasiado evidentes para poderlos
entender mal. Y de la misma clase es la afirmación de que Morgan probablemente nunca oyó hablar
de Eastman y sólo trató con Stevens.
Ante todo Morgan, que adelantaba el dinero para la transacción, insistió en el embargo preventivo
de las carabinas. ¿Es concebible que no supiese dónde estaba la mercadería que constituía la base de
ese embargo? Y al observar que las armas por las cuales había adelantado dinero eran compradas al
ejército por Eastman y no por
Stevens tuvo que conocer la existencia de Eastman en la transacción. En realidad, Morgan manejó y
pagó todos los gastos del rayado y el envío de las carabinas, y su cheque estaba destinado al
gobierno y fué entregado a los arsenales de Nueva York y Fíladelfia. La transacción está registrada
en el Departamento con fecha del "7 de agosto de 1861", a nombre de J. Pierpont Morgan, Esq. "en
pago de carabinas Hall adquiridas por A. M. Eastman, por valor de 17.486 dólares". Toda la
transacción monetaria fué realizada por Morgan y él sabía que había pagado al ejército per las
carabinas, y que el gobierno le había pagado por ellas. No podía dejar de saber que se trataba de una
venta al gobierno de sus propias carabinas ni que habían sido compradas a 3,50 y vendidas a 22
dólares.
Que ese joven exaltado y patriota no mostrase curiosidad alguna por una transacción tan extraña en
su aspecto, y en la que aventuraba tanto dinero en su primer año de negocios, es algo que no podría
creerse, aunque los hechos no anulasen por completo una suposición tan caritativa. Que fuese una
de las muchas transacciones que se realizaban a diario en su oficina es igualmente ingenuo. Era un
joven que acababa de iniciarse en los negocios y su establecimiento consistía en una habitación
única en el número 54 de la Exchange Place que compartía con otro hombre. No era todavía el
activo J. P. Morgan de años posteriores, con centenares de transacciones manejadas por sus
empleados.
Mr. Satterlee afirma que cuando le entregaron el primer cheque de 55.550 dólares, dedujo el dinero
que había adelantado y otros gastos, y luego desapareció por completo de la transacción y nunca
reclamó más cantidades. Esto es, por supuesto, palpablemente incierto. La reclamación por los
restantes 58.000 dólares ante la comisión Holt-Owen está registrada oficialmente como "Comission
on Ordnance and Ordnance Stores" y dice: "Compra de carabinas Hall, Washington, 12 de junio de
1862. La Comisión tiene el honor de informar lo siguiente: Caso N? 97 - J. Pierpont Morgan, Nueva
York, Reclamación por pago de pertrechos de guerra, saldo reclamado 58.165 dólares".
Es curiosa, en verdad, la alegación de que cuando la comisión del Congreso realizaba la
investigación no llamó a Morgan como testigo. La comisión realizó esa investigación en diciembre

276
de 1861. Y en esa época Mr. Morgan se hallaba en Egipto con su joven esposa. Salió de Nueva
York el 7 de octubre y no regresó hasta mayo del año siguiente.
En cuanto a la comisión Holt-Owen, había terminado su inves-
tígación antes del regreso de Morgan. Pero además no tenía por qué citarlo. No le interesaba la
división de los beneficios entre Stevens y Morgan, sino la reclamación en sí misma. Sostenía que
Stevens había pagado en realidad a Eastman 65.228,05 dólares por las armas (el precio de éstas más
el costo del rayado, el envío, etc.), que Stevens había cobrado 55.550 dólares de esa suma y que, por
lo tanto, tenía derecho a la diferencia, más 1.330,70 dólares por derechos de corretaje que la oficina
de Morgan agregaba y todavía reclamaba.
Después de la decisión de la comisión Holt-Owen no vuelve a aparecer el nombre de Morgan en
nuevas reclamaciones de los 58.000 dólares. Aparece otra casa bancaria: Ketchum Sons &
Company. Esta fase de la transacción no ha sido explicada. Morris Ketchum era un amigo íntimo de
Morgan. En un tiempo había estado asociado con Juníus Morgan. Además, gozaba de ciertas
relaciones con el general Fremont. Durante todo ese tiempo Morgan frecuentó mucho la casa de
Ketchum. Y éste hizo efectivo su primer giro por 55.550 dólares. Ese giro no bastaba para cubrir la
suma que Stevens tenía que pagar a Eastman por las carabinas. Sin duda fué por eso por lo que
Morgan, asociado con Stevens, presentó su reclamación a la comisión Holt-Owen, pues aún tenían
que cobrar su beneficio. Los beneficios que Stevens, Morgan y Ketchum tenían que obtener de esa
operación debían proceder del segundo pago.
No está claro cuáles fueron las participaciones relativas de Stevens, Morgan y Ketchum. Es posible
que Morgan, que se disponía a casarse y partir de los Estados Unidos, pusiera sus intereses en
manos de su amigo Ketchum (volveremos a ver a Morgan asociado con Ketchum durante la guerra
en una especulación con el oro), pero sólo podemos suponerlo. Al final obtuvieron todo lo que
reclamaban como resultado de la decisión del ¡Tribunal de Reclamaciones. Pero lo que queda en la
historia es que ese joven, quien por ciertos motivos al parecer buenos no fué a la guerra entonces ni
más tarde, no titubeó tampoco en intervenir en una transacción en la que los beneficiarios
compraban armas a un arsenal del gobierno a razón de 3,50 dólares cada una y las vendían al
ejército en campaña por 22 dólares.
V
Al iniciarse la guerra se convirtió el pro en un objeto de primera importancia. El gobierno lo
necesitaba. Gran parte de él había que adquirirlo en el exterior y los Estados Unidos habían perdido,
gracias a la secesión, su mercadería de exportación más importante: el algodón. Los especuladores
iniciaron inmediatamente sus actividades en el mercado de oro. Salmón P. Chase, Secretario del
Tesoro, fué a Nueva York y dijo a los banqueros que el oro era más necesario que las tropas y les
pidió que ayudaran al gobierno. El precio del oro subía y bajaba al ritmo de la marea de la guerra.
Cuando la Unión vencía, el oro bajaba. Una victoria de los confederados lo hacía subir de nuevo.
Por fin la Bolsa puso término a la especulación con el oro. Los diarios denunciaron a los
especuladores. Pero ellos continuaron sus actividades en la Sala Dorada de la Exchange Place.
Morgan y Edward Ketchum, hijo de Morris Ketchum, mezclado en el asunto de las carabinas, se
dedicaron a especular con el oro. Las victorias de la Unión habían hecho bajar su precio. En
septiembre de 1863 fluctuaba entre 126 y 129. El ejército federal amenazaba a Charleston. La caída
de esa ciudad sería un grave golpe para la Confederación. Los importadores y otros compradores de
mercaderías extranjeras que tenían cuentas pendientes en Londres demoraban su pago. Especulaban
con que la caída de Charleston desvalorizaría el oro.
Morgan y Ketchum especulaban con que Charleston no sería tomada. Entretanto crecía la demanda
de cambios sobre Londres, pero era mantenida en suspenso. ¿Qué pasaría si ellos contribuían a
aumentar la escasez de oro? Cuando se produjera la crisis y los comerciantes se apresuraran a
comprar oro, el precio de éste subiría. Si ellos lo tuvieran en su poder cosecharían ios beneficios.
Podían producir la escasez y quedarse con el oro sencillamente con comprarlo inmediatamente y

277
enviarlo fuera del país. Los dos jóvenes especuladores, apoyados por el viejo Ketchum, compraron
oro por valor de dos millones de dólares y lo enviaron a Peabody Com-pany en Londres. Charleston
resistió. De pronto los importadores trataron de comprar libras esterlinas. El precio subió. Tan
pronto como quienes tenían oro lo vendían, Ketchum, de quien no se sabía que estuviese en la
combinación, lo compraba. Morgan y su socio tuvieron pronto en sus manos gran parte de la
provisión corriente. El precio subió a 171 antes de que Morgan se deshiciera del que había reunido.
Él y su socio ganaron 160.000 dólares en la operación.
Los diarios hablaban con desprecio de los especuladores. Más tarde The New York Times atacó al
"grupo de jugadores carentes de escrúpulo que no se preocupaban lo más mínimo por el crédito del
país" y para quienes el Congreso debía "ordenar la erección de
patíbulos donde ahorcarlos". La situación se hizo tan embarazosa para el gobierno que el Congreso
aprobó la Ley del Oro para terminar con ella. De ese modo probó Mr. Morgan por primera vez lo
que iba a odiar furiosamente en adelante: la "intervención" del gobierno. Su nombre volvió a
aparecer en los diarios como uno de los miembros de un grupo de banqueros que denunció la ley
como "un ejemplo más de la completa ilegalidad del Congreso".
Mr. Edward Ketchum, socio de Morgan en aquel lindo negocio, siguió especulando con el oro hasta
que le arruinó la victoria de la Unión. Entonces robó 2.800.000 dólares de la casa de su padre,
falsificó cheques por valor de millón y medio de dólares y fué condenado y enviado a la cárcel por
un término de cuatro años y medio. El piadoso cristiano insistiría probablemente en que la mano de
la justicia divina había intervenido en ello, pues Mr. Morgan fué una de sus víctimas por la cantidad
de 85.000 dólares, más o menos lo que había ganado especulando con el oro más los intereses.
Estos dos incidentes —el de las carabinas y el del oro— arrojan mucha luz sobre el espíritu
adquisitivo de Morgan y el tipo humano a que pertenecía. Joven, educado en una atmósfera de
cultura, lejos de las sórdidas influencias de los hombres sin dinero, religioso, o por lo menos beato,
frecuentador del templo, donde por las mañanas y las noches de los domingos cantaba sus himnos al
Todopoderoso, plenamente consciente de los terribles problemas que hundían a su país en aquel
momento en una de las guerras más sangrientas de la historia, aunque no deseaba tomar parte en la
lucha, podía nO obstante permanecer en la retaguardia y tomar parte en dos conspiraciones: una de
ellas para estafar al gobierno con una venta de armas fraudulenta, y la otra para especular a sangre
fría contra sus intereses financieros más urgentes.
¿Por qué van los hombres a la guerra? ¿Por qué permanecen otros hombres alejados de la guerra?
Sólo podría responder alguna potencia capaz de escudriñar las almas más profundamente que
nosotros. ¿Por qué John Pierpont Morgan, desde sus veinticuatro a sus veintiocho años de edad, se
quedó en casa y se hizo rico? ¿Por qué John Pierpont, su abuelo, se alistó a los sesenta y seis años
como capellán en el Regimiento XXVI de Massachusetts y fué con él al frente hasta que, acampado
en el Potomac, tuvo que dejarlo a causa de sus achaques?
VI
Cuando terminó la guerra, Morgan era ya un joven rico. En 1864 declaró una renta sujeta a
impuestos de 53.286 dólares. Había vuelto a casarse con Miss Francés Tracy, hija de Charles Tracy,
rico abogado, más tarde socio de Tom Platt y candidato a Alcalde de Nueva York contra Van Wyck
y Henry George. Había constituido también una nueva sociedad. La casa llevaba el nombre de
Dabney, Morgan B Company. Había trabajado a las órdenes de Charles W. Dabney en la Duncan,
Sherman féf Company. El viejo George Peabody, lleno de años y de dólares, se retiró en Londres
para emplear sus millones en obras de beneficencia y la casa comercial londinense se llamó en
adelante J. S. Morgan B Company.
Terminada la guerra, el dinero y la energía comenzaron a afluir a los ferrocarriles. Hombres
emprendedores con grandes recursos como Vanderbilt, Gould, Fisk, Roberts y Scott, se dedicaron a
adquirir las pequeñas líneas, convertirlas en sistemas mayores e inundarlas con acciones y bonos.
Luchaban entre sí. El capital inglés afluía por millones a los Estados Unidos mediante la casa de

278
Junius Morgan. El joven Morgan de Nueva York manejaba gran parte de ese negocio. Se daba
cuenta de que el negocio inmediato eran los ferrocarriles. Estaba alerta para intervenir en ese
campo. Se le ofreció la oportunidad en 1869 con motivo de una batalla por una pequeña línea de
poco más de doscientos kilómetros. Se llamaba el Albany 8 Susquehanna Railroad y corría de
Albany a Binghamton. En esta localidad conectaba con la Erie. Y ésta fué la que inició la lucha.
Jay Gould y Jim Fisk acababan de derrotar al Comodoro Vanderbilt en la lucha por el dominio de la
Erie. Se hallaban entregados de lleno a aquellos múltiples robos embelesadores que dejaban
boquiabierta a Wall Street. Gould deseaba el dominio de la Albany S Susquehanna para la Erie.
La línea había sido construida en gran parte con el dinero subscrito por unas veintidós ciudades por
las que pasaba. Su presidente era Joseph H. Ramsey. Éste se había aliado con la Delaware %S
Hudson Canal Company, interesada en la Albany féí Susquehanna Railroad porque conectaba con
sus valiosas propiedades de carbón. Ramsey y la Delaware B Hudson se hallaban dispuestos a
luchar con Gould. Y así la lucha se convirtió en una guerra entre el Erie Railroad y la rica y
poderosa compañía de carbón.
Comenzó comprando Gould, en secreto, las acciones de algunas
de las ciudades que las habían subscrito, y que probablemente se alegraban de deshacerse de ellas.
Ramsey replicó emitiendo 9500 acciones nuevas para compensar las adquiridas por Gould. La
elección anual se iba a realizar el 7 de septiembre en las oficinas de la compañía, Broadway, 262,
Albany. Y ambas partes se afanaban por conseguir votos.
Al acercarse la elección, Ramsey, por sugestión del grupo de la Delaware, pidió a J. Píerpont
Morgan que se pusiese al frente de su bando. Morgan era todavía joven —tenía 32 años—, pero
había adquirido ya una reputación considerable. A pesar de ser llamado para enfrentar a dos de los
aventureros más audaces y carentes de principios de los Estados Unidos ¦—la serpiente Gould y el
bergante Fisk— entró en la batalla lleno de entusiasmo. Se dirigió a Albany, llevando a Charles
Tracy como abogado suyo. La guerra se había convertido en una batalla de pleitos, mandamientos
judiciales y órdenes de detención. Fisk fué nombrado síndico de la línea en un decreto visto ante el
juez personal de Gould, el infame Barnard. Ramsey contaba con otro síndico nombrado por otro
juez. Gould y Fisk tomaron posesión del ferrocarril en la estación terminal de Bínghamton. Las
fuerzas de Ramsey operaron en la terminal de Albany. No se trataba únicamente de una batalla de
los servidores de la justicia. Se trataba también de una guerra de asesinos armados. Gould y Fisk
encabezaban a su inevitable grupo de "gangsters" de West Síde y se apoderaban de locomotoras y
depósitos y se lanzaban a batallas campales con los hombres de Ramsey. Hombres armados
permanecían en orden de batalla a ambos lados de la línea. En consecuencia, se hizo imposible el
funcionamiento del ferrocarril y el gobernador Hoffman intervino enviando tropas del estado y
poniendo al ferrocarril bajo la administración temporal de un general de la milicia.
Así estaban las cosas cuando las fuerzas rivales, armadas con poderes electorales, se presentaron en
Albany para la elección. Jim Fisk llegó con un cargamento de asesinos a los que les entregaron sus
poderes antes de entrar en las oficinas del ferrocarril. Había obtenido de un juez una orden de
detención contra Ramsey, el presidente del ferrocarril, y cuando se inició la elección Ramsey fué
detenido por el alguacil. Por entonces había ya veintidós pleitos que ataban a la línea, sus
funcionarios y sus enemigos. La oficina en que se realizaba la elección se hallaba repleta de
accionistas, funcionarios y unos cincuenta de los matones de Jim Fisk, quienes, sin embargo, no
podían emplear la violencia bajo la vigilancia de la policía. Las fac-
ciones rivales se negaron a reconocerse mutuamente. Se organizaron p'or separado a pesar de la
aglomeración, designaron dos grupos de escrutadores de votos y desde el mediodía hasta la una de
la madrugada realizaron dos elecciones y nombraron dos grupos de directores. Morgan fué elegido
director del grupo de Ramsey.
Una curiosa fábula acerca de esa elección, como ejemplo de la gran fuerza física de J. P. Morgan, se
ha referido muchas veces y se repite en la biografía de Satterlee. Constituye un ejemplo excelente

279
de la manera irresponsable de proceder de la historia periodística, en la que no se tiene en cuenta las
fuentes, y a la que Mr. Satterlee mira con tanto desprecio, pero que adopta con tanta satisfacción
cuando le conviene. Esa fábula, tal como la refiere Satterlee, es la siguiente:
Pocos minutos antes de la hora de la reunión, Jim Fisk y un grupo de sus partidarios llegaron a la
entrada del edificio y comenzaron a subir las escaleras que conducían a la oficina de la compañía.
Al mirar hacia arriba vieron a Ramsey y Pierpont en lo alto de las escaleras. Cuando llegaron allá
sucedió algo con mucha rapidez. El rollizo Jim Fisk fué derribado de un golpe y cayó sobre los
hombres que lo seguían. Los que estaban más cerca de él fueron arrojados también escaleras abajo.
Durante unos pocos minutos se peleó reciamente. El bando atacante fué tomado completamente por
sorpresa y se retiró en desorden creyendo que en el oscuro zaguán había una gran fuerza detrás de
Pierpont y Mr. Ramsey. Al llegar la hora de la reunión y con la mayor puntualidad Pierpont y Mr.
Ramsey, algo enardecidos y desgreñados, entraron en la oficina, cerraron la puerta y llevaron a cabo
la elección.
Da la casualidad de que los hechos de esta elección fueron examinados detenidamente por la
Suprema Corte de Albany y están registrados en los Suprime Court Reports (55 Barbour, pág. 344
et seq.). Ramsey, uno de los héroes de la supuesta hazaña, se hallaba detenido y bajo la vigilancia
del alguacil en una habitación adjunta cuando llegaron Fisk y su cuadrilla. Todos ellos —más de
cincuenta según el cálculo de los testigos— entraron en las oficinas sin ser molestados. Fisk, sus
colegas y sus matones realizaron su elección en la misma habitación en que se hallaba Morgan. La
elección de las dos juntas directivas y todo el procedimiento, se llevó a cabo con la mayor
tranquilidad. El cuento de Morgan y Ramsey arrojando a Fisk y sus cincuenta "gansters" escaleras
abajo y haciéndoles huir es uno de esos cuentos que aparecen inscritos en las tumbas de los
Faraones.
Las juntas directivas rivales apelaron, por supuesto, a los tribunales. La Corte Suprema de Albany
se arregló de algún modo para combinar todos los múltiples pleitos en uno solo y decidió que la
junta directiva de Morgan era la elegida legalmente. Inmediatamente después de la victoria fué
Morgan a Nueva York y legalizó la cesión de la Albany Sí Susquehanna a la Delaware Sí Hudson.
Había vencido a Gould y Fisk, quienes habían vencido hasta entonces a todos, inclusive a
Vanderbilt.
Su figura se agrandó en Wall Street. 'Trasladó a su familia a una casa más grande en el número 6 de
la East Fortieth Street. Extendió sus energías a asuntos civiles muy respetables. Se interesó
activamente por la organización de la Asociación Cristiana de Jóvenes y el Museo de Arte
Metropolitano, y adquirió una propiedad campestre en Gragston.
Había ampliado también su casa de banca. Anthony J. Drexel de Filadelfia le pidió que se asociara a
los Drexel en un banco de Nueva York. La casa Drexel Sí Company de Filadelfia había sido
fundada por Francis M. Drexel, un inmigrante pintor de retratos, el año en que nació Pierpont
Morgan. Drexel se había opuesto a la aventura de Jay Cooke en el Northern Pacific, llamándola otra
"estafa del Mar del Sur"; dominaba el Philadelphia Ledger y había disputado con Cooke la
dirección bancaria de esa ciudad. Sus hijos Francis, Anthony y Joseph le sucedieron en el negocio y
deseaban establecer la casa en Nueva York. Morgan disolvió la casa Babney, Morgan Sí Company
y nació la Drexel, Morgan Sí Company. Morgan llegó a ser socio de la casa Drexel Sí Company de
Filadelfia y a dominar la casa Drexel, Morgan Sí Company de Nueva York. Fué esta casa la que, en
1895, se convirtió en la J. P. Morgan Sí Company.'
Luego se enfrentó con Jay Cooke. El gobierno federal proyectaba una operación de conversión por
300.000.000 de dólares. Desde el segundo año de la guerra civil habían estado las finanzas federales
a cargo de Jay Cooke, quien, en cierto sentido, precedió a Morgan como el primer gran señor de la
banca norteamericana moderna. Cooke, como fomentador de la colonización, se había dedicado a la
venta de lotes de tierra en Sandusky, Ohio, a la edad de dieciséis años; luego había sido taquíllero
de ferrocarril en Filadelfia, empleado en una casa de banca y socio de la Clark Sí Dodge Company a

280
los veintiún años. Muy pronto se puso a trabajar por su propia cuenta y antes de cumplir los
cuarenta años de edad era ya famoso en toda la nación como el financiero de la guerra civil. Vendió
tres mil millones de dólares en valores del gobierno, hizo millones con sus servicios bélicos, ejerció
su nueva influencia para obtener valiosas franquicias del gobierno, tomó a su cargo la
reorganización del
Northern Pacific, elevó la emisión de acciones falsas y la técnica de la distribución a nuevas alturas,
compró a miembros del Congreso, sobornó a un vicepresidente, agasajó a los periodistas, conquistó
a directores de diarios, regaló campanas a los templos, apoyó a ministros insolventes, combinó las
cualidades del acaparamiento de dinero, la corrupción, la temperancia y la santidad en proporciones
afortunadas, construyó una magnífica residencia con cincuenta y dos habitaciones y un teatro, y era
considerado, en general, como el gran maestro de la finanza norteamericana.
En 1873 trató Cooke de hacerse cargo por sí solo de una emisión de títulos del gobierno por valor
de 300.000.000 de dólares. Drexel, Morgan B Company encabezaron un sindicato que pidió que la
emisión fuese dividida entre ellos y Cooke. Morgan consiguió su deseo y colaboró con Cooke en la
administración del empréstito. Pero éste fué un fracaso completo. Los banqueros no pudieron
vender más que la sexta parte del empréstito. Cooke insinuó que sus "distinguidos socios" habían
malogrado la operación. Pero fué una victoria para Morgan, pues Cooke había dejado de manejar
por sí solo las finanzas federales. Ese predominio iba a terminar pronto, de todos modos. En el
otoño de ese mismo año se produjo la depresión inevitable. La fantástica empresa del Northern
Pacific de Cooke produjo el resultado lógico. Fracasó con ella. Su casa de banca se cerró y él
desapareció como un factor en la finanza norteamericana. La desaparición de Cooke dejó a la
escena financiera sin un personaje importante, una figura dominante y pintoresca. Con el tiempo
desempeñaría Morgan ese papel.
¦ En 1879 se le abrieron de par en par las puertas para que entrara en escena como el gran banquero
norteamericano. William H. Van-derbilt, hijo y heredero del viejo Comodoro, famoso por haber
dicho: "Maldito sea el público", estrecho de miras, arrogante, inepto, timorato, poseía el ochenta y
siete por ciento del capital del New York Central Railroad. Eran demasiados huevos para un solo
cesto. El público pensaba así también, pero por un motivo distinto. Creía que un solo hombre no
debía poseer tantos huevos en un cesto tan grande como aquel gran sistema ferroviario. La asamblea
legislativa de Nueva York amenazaba al ferrocarril como un ataque contra Van-derbilt. Él decidió
deshacerse de la mayor parte de sus acciones, liberar al ferrocarril de la maldición de su dominio
por un solo hombre, liberarse a sí mismo de los peligros de perderlo. Eligió a J. Pierpont Morgan
para esa tarea. La cosa tenía que hacerse en secreto para que no se viniese abajo el precio de las
acciones en el mercado.
Un sindicato formado por Drexel, Morgan ¡o Company, Morton, Blíss B Company, August
Belmont y Jay Gould compró 350.000 acciones del capital de Vanderbilt a 120 y las revendió en
secreto, la mayor parte de ellas a capitalistas ingleses, sin causar la menor agitación en el mercado.
Como parte del convenio, Morgan obtuvo de Vanderbilt la concesión de que él (Morgan) se sentaría
en la junta directiva del Central. Para Morgan sentarse en esa junta significaba dominarla. Y con esa
operación se elevó de pronto a una posición dominante, como el banquero del hombre más rico de
los Estados Unidos y el agente fiscal del New York Central y uno de sus directores. Y con ello se
inició su carrera en la reorganización de los ferrocarriles norteamericanos.
VII
El moderno arsenal de armas para hacer dinero se hallaba ahora a disposición de Morgan. Durante
siglos habían estado fabricando los hombres lentamente los instrumentos para acumular riqueza.
Era algo muy distinto de la simplicidad tosca y bárbara del sistema del antiguo Egipto mediante el
cual el Faraón, bajo la ficción de la propiedad divina de sus subditos y de la tierra que pisaban,
podía quedarse con una parte de la producción de la nación entera. Lentamente, a través de los
siglos, fué inventándose un medio tras otro para que el hombre fuerte se pudiera quedar con una

281
parte de lo que producían otros muchos hombres. Por lo general los hombres fuertes prestaban
algún servicio a cambio de ese tributo, pero también por lo general lo que tomaban no estaba en
proporción con lo que daban. Pero con el transcurso del tiempo se multiplicaron y refínaron esas
armas: el dinero, el comercio, el "crédito, los bancos, las letras de cambio, los cheques, las
máquinas, las sociedades comerciales, las diversas clases de valores, y las especulaciones en la
bolsa con sus numerosos trucos.
Todas esas armas estaban a disposición de Morgan. Otros hombres lo habían precedido en siglos,
habían hecho experimentos con esas armas y las habían perfeccionado. La sociedad mercantil —el
arma más poderosa de todas— acababa de llegar a su pleno florecimiento. Las autorizaciones para
constituir esas sociedades eran concedidas por las asambleas legislativas y su número era escaso. En
general, las sociedades industriales se componían de unos pocos accionistas, que eran los
administradores activos al mismo tiempo que
los propietarios del negocio. Pero los ferrocarriles contaban con muchos accionistas. El
administrador de una sociedad mercantil dominaba la propiedad. Y en muchos casos el
administrador era a la vez ei propietario, como en el de Wílliam H. Vanderbilt y su ochenta y siete
por ciento del capital del New York Central.. Pero el promotor se había deslizado ya entre los
propietarios (accionistas) y los administradores, como en el caso de Gould y Fisk. Y este promotor
era cada vez más un banquero. Esto es lo que sucedió cuando Morgan vendió las acciones de
Vanderbilt, dejándole una minoría. Hizo de su ingreso en la junta directiva una parte del convenio.
Antes de que pasaran muchos años falleció William H. Vanderbilt. Y Morgan se convirtió en el
dictador del Central y siguió siéndolo. Habría llegado a serlo aunque Vanderbilt hubiera vivido.
Más tarde se autorizaría la constitución de sociedades corporativas mediante el simple registro y
con ello surgiría la compañía de holding, o sea el derecho de una sociedad a poseer acciones en
otras. Un Secretario de Estado, de la Virginia Occidental, iría a Nueva York con el sello oficial y
vendería concesiones a quien las deseara en las mejores condiciones. Nueva Jersey aprobaría una
ley de sociedades, legalizando las compañías de holding y un estado tras otro entrarían en
competencia para sancionar leyes sobre corporaciones "liberalizadas" que incluirían todos los
medios legales para explotar y robar, que podía inventar la tribu de los abogados de corporaciones.
Un inglés, llamado Ernest Terral Hooley, descubriría a principios de la década del 90 el precioso
recurso de las acciones privilegiadas. Combinó diez fábricas inglesas que valían 10.000.000 de
dólares, emitió 10.000.000 en acciones privilegiadas y otros 10.000.000 en acciones ordinarias
contra ellas. John W. Gates y Elbert Gary oirían hablar de ello y llevarían ese invento a la práctica,
en los Estados Unidos.
Después de todo eso quedó abierto de par en par el camino para los promotores y ios hombres
perspicaces. Morgan no inventó, por supuesto, ninguna de esas cosas. Pero las confirió un atributo
que necesitaban con urgencia: la respetabilidad. Poseía ya entonces y adquirió más tarde, en una
escala mayor, una espesa incrustación de respetabilidad. Lo que hizo Morgan podía hacerlo
cualquier aventurero de Wall Street, sin temor a ser tachado de picaro. Hizo lo que hacía Gould,
aunque no recurrió a ninguna de las estratagemas criminales que empleaba Gould in exttemis. Y
cuando recurrió a ellas perdieron el estigma que les había impuesto Gould.
Morgan, sin embargo, era algo más que un aventurero de la
finanza como Gould. Veía, como veían muchos, que los ferrocarriles habían caído en su mayor
parte en manos de aventureros. Estaban cargados de deudas. Habían construido líneas paralelas
hombres que no se interesaban tanto por hacer funcionar los ferrocarriles como por construirlos. La
compañía creada para construir un ferrocarril era una fuente de beneficios rápidos y fabulosos. De
aquí que se construyeran ferrocarriles sin tener mucho en cuenta su necesidad económica o
comercial. A veces eran construidos sólo en beneficio del constructor. A veces lo único que se
pretendía era extorsionar a la línea con que competían.
A J. P. Morgan le resultaba eso intolerable. La competencia era una fuerza que contemplaba con un

282
odio aún más profundo que el de Rockefeller. Era un amante del orden, particularmente del orden
administrado por J. Pierpont Morgan. Amaba la paz, pero una paz romana, la Pax Morgana. Tenía
otro motivo para condenar el desorden que existía en los ferrocarriles. Inglaterra seguía ofreciendo
ricos campos de pesca para los norteamericanos que trataban de encontrar dinero para inversiones.
La casa de Morgan, por mediación de Junius Morgan en Londres, había colocado dinero inglés por
valor de muchos millones en los Estados Unidos. Sus clientes ingleses se sentían profundamente
inquietos por sus pérdidas. Él se interesaba ahora por los ferrocarriles como director y agente fiscal.
Esas líneas estaban amenazadas. Y así, se vio obligado a. realizar cada vez más esfuerzos para
reorganizar ciertas líneas, y por fin tuvo que emprender una política de amplio alcance para
conseguir que los distintos sistemas ferroviarios llegasen a acuerdos, en virtud de los cuales las
líneas menores podrían ser absorbidas poco a poco por las mayores y las mayores podrían operar
dentro de límites territoriales convenidos. A eso lo llamamos al presente "consolidación".
Su primer proyecto importante de ajuste se relacionó con la New York Central y la Pensilvania. Era
agente fiscal de ambas. Las dos líneas luchaban entre sí por dos pequeñas parásitas que corrían
paralelas a ellas.
La Western —una nueva línea— corría paralela a la New York Central y la perjudicaba. La South
Pennsylvania competía con la Pennsylvania y también la perjudicaba. Cada una de las líneas
acusaba a la otra de utilizar a su pequeño enemigo con propósitos de extorsión. Roberts, de la
Pennsylvania y William H. Vanderbilt, de la Central, se peleaban por ello. Al final quebró la
Western, y Morgan apareció con un plan. Reorganizó la Western y tras superar inmensas
dificultades, indujo a Vanderbilt a comprarla, mientras
persuadía a Roberts para que comprase la South Pennsylvania. Así estableció la paz entre los dos
grandes sistemas ferroviarios.
Morgan se dedicó luego a una reorganización tras otra: la de la Baltimore B Ohio en 1887; de la
Chesapeake S Ohio en 1888, de la Northern Pacific en 1891, la Erie, la Reading y varias líneas más
pequeñas. Su método era siempre el mismo cuando podía emplearlo. Reajustaba el capital social,
reducía los bonos, mantenía el dominio de la línea por los accionistas, ingresaba en la junta
directiva o incluía en ella a un agente suyo y centralizaba la administración de la línea en sus manos
por medio de un voto de confianza por cinco años.
La más importante de esas aventuras de Morgan en la reorganización de ferrocarriles, fué la
creación del sistema Meridional. En 1893 la Richmond B West Point Terminal Company era un
sistema integrado de una manera más o menos inconexa que, debido a la mala administración y al
pillaje, se hallaba en manos de un síndico. Morgan lo reorganizó, unió a cuarenta corporaciones en
un solo sistema bien ensamblado con 10.500 kilómetros de vías, lo llamó Southern Railway, o sea
Ferrocarril del Sur, y se encargó por completo de su dirección mediante un voto de confianza. Pero
aumentó fatalmente su capital y durante veinte años ese sistema no pagó dividendos.
En 1900 era ya la figura más poderosa en el mundo de los ferrocarriles. Cuatro hombres dominaban
los sistemas más importantes: Morgan, Harriman, Gould y Hill. El poder de Morgan se extendía a la
New York Central y las líneas de Vanderbilt (29.250 kilómetros), las líneas a Pensilvania (27.300
kilómetros), la Great Northern y la Northern Pacific de Hill (15.500 kilómetros) y las líneas que
dominaba directamente (28.500 kilómetros).
En todas estas empresas, con las cuales ganaba uno, dos o tres millones cada vez que reorganizaba
una línea, aparte de los beneficios que le producían sus continuas relaciones administrativas con
ellas, obraba de acuerdo con el principio de que la competencia entre los ferrocarriles era
desastrosa, que debían formar grandes sistemas bien coordinados y que esos sistemas debían
funcionar bajo convenios para fiscalizar las tarifas, las nuevas construcciones y los costos. Al fin,
muchos años más tarde, el gobierno aceptaría su punto de vista y procuraría, débil e inútilmente,
llevar a cabo la consolidación en interés del país. Morgan trabajaba para ese fin, pero lo deseaba
bajo una oligarquía de presidentes de ferrocarriles dominados por unos pocos banqueros, el

283
principal de los cuales era él. Los escándalos, los crímenes y los favoritismos contra los expedidores
habían
provocado por fin en 1886, la aprobación de la Ley Comercial ln-terestatal, pero esa ley era puesta
en vigor con debilidad y burlada por los administradores y banqueros.
En consecuencia, en 1888, reunió en su casa a los principales jefes de los ferrocarriles, les habló
rudamente sobre sus pecados y tras una gran disputa constituyó la Interstate Commerce Railroad
Association para hacer efectiva su teoría de la "comunidad de intereses", poner fin a las luchas por
las tarifas y crear un medio para arbitrar las diferencias. Lo llamó un acuerdo de caballeros. Fué
firmado en enero de 1889. Pero fué poco lo que se consiguió con ese acuerdo. Luego, en 1890,
volvió a reunir a los presidentes de la Western y a sus banqueros. Se trataba de un plan más
ambicioso para crear un instrumento de gobierno propio sobre las líneas de la Western. Se
constituyó una junta consultiva. Morgan la consideraba un gran paso constructivo. "Piensen en ello
—exclamó—. ¡Todo el tráfico competidor entré St. Louis y el Pacífico en manos de treinta
hombres!" Nada habría podido parecerle más perfecto como no fuera que estuviese en manos de
quince hombres —o mejor cinco— o mejor aún de uno solo, y que ese solo fuera J. Pierpont
Morgan.
En sus muchas batallas y numerosos proyectos la victoria se convirtió en un hábito para Morgan.
Pero un hombre lo obligó a defenderse. Fué Edward H. Harriman. Éste, hijo de un pobre sacerdote
de Long Island, se inició en la vida comercial como encargado de anotar las cotizaciones en la
Bolsa, especuló, poseía ya lo bastante para comprar un puesto en la Bolsa a los veintiún años, e hizo
una serie de operaciones por su propia cuenta hasta que reunió una pequeña fortuna. Se casó con la
hija de William J. Averill, quien poseía un pequeño ferrocarril, compró acciones del mismo, acabó
por adueñarse de él, se aficionó al manejo de los ferrocarriles y vendió el suyo al Pennsylvania, con
gran beneficio. Aumentó su fortuna como corredor de combinaciones y con operaciones en la
Bolsa, consiguió entrar en el directorio de la Illinois Central de Stuyvesant Fish, arrojó a Fish de
ella, utilizó el crédito de la Illinois Central para adquirir la mayoría de las acciones de la Union
Pacific, cuando ésta quebró en 1893, y al morir Collis P. Huntington compró a su viuda el Southern
Pacific. Había operado con los millones de la Standard Oil. Era pequeño, débil, con una larga
cabeza y maneras reservadas, un lobo solitario en sus operaciones, sin que lo asediasen los
escrúpulos cristianos, aunque no carecía de piedad cristiana, rápido y decidido en la acción, poco
culto pero intelectual-mente superior a Morgan. Este Harriman, con la Union Pacific, la
Illinois Central, la Southern Pacific y algunas líneas menos importantes —un vasto imperio
ferroviario de 39.000 kilómetros— llevó a J. Pierpont Morgan a la lucha más desastrosa de su vida
por la posesión de la Northern Pacific Railroad.
Había tres grandes ferrocarriles en el Noroeste: el Northern Pacific dominado por Morgan, el Great
Northern de James J. Hill (asociado con Morgan) y el Union Pacific de Harriman.
Existía también el Burlington (Chicago, Burlington B Quíncy). Hill y Morgan lo deseaban para dar
al Great Northern y al Northern Pacific entrada en Chicago. Harriman lo deseaba también por varios
motivos. Acudió en secreto al mercado libre para comprar sus acciones. Pero no pudo obtener las
necesarias. Hill negociaba al mismo tiempo la adquisición del Burlington, y lo consiguió. El
Northern Pacific y el Great Northern se unieron, agregando 12.000- kilómetros a sus sistemas.
Harriman pidió a Hill y Morgan que los admitieran a él y a su Union Pacific como terceros
participantes. Fué rechazada su propuesta. Notificó a Morgan y Hill, a la manera de un soberano
ofendido, que lo consideraba como un acto inamistoso. Pero Morgan pensaba que no podría hacer
nada al respecto y se fué a Europa muy complacido. Sentía una intensa antipatía por Harriman.
Pero Harriman podía hacer algo. Si no podía comprar el Burlington, quizá podría comprar el
Northern Pacific de Morgan que poseía la mitad del Burlington. En secreto, con gran cautela,
comenzó a comprar acciones. Robert Bacon, socio de Morgan que estaba a cargo de los intereses de
aquél, era al parecer muy ingenuo y no sospechaba nada, aunque las compras de Harriman elevaron

284
la cotización de las acciones del Burlington. ¡Se trataba, sin duda, de otra operación bursátil más!
Harriman ocultó sus movimientos tan por completo que, cuando la cotización de las acciones del
Northern Pacific se elevó a 117, algunos de los socios de Morgan las vendieron para obtener
beneficios. Un socio vendió 30.000 acciones. J. P. Morgan K Com-pany vendió 10.000. Los
directores del Northern Pacific vendieron una buena parte de las acciones de su propia compañía. Y
todo ello caía en poder de Harriman. El viejo y astuto Jim Hill, que se hallaba en el Noroeste, se
alarmó y corrió a Nueva York, Sacó a Bacon de su inocente negligencia. Fué a ver a Kuhn, Loeb B
Company, banqueros de Harriman, y protestó. Entonces supo la verdad. Era demasiado tarde.
Harriman poseía la mayoría de las acciones ordinarias
y privilegiadas combinadas. Ambas clases de acciones daban derecho a voto.
Morgan recibió un cablegrama en París. Se puso furioso. Maldecía en la oficina de París, alzando su
voz y no para cantar himnos. Cablegrafió ordenando la compra de 150.000 acciones. Morgan tenía
una esperanza. Harriman contaba con una mayoría de acciones privilegiadas y ordinarias
combinadas, pero no de ordinarias solamente. Si Morgan podía contar con la mayoría de acciones
ordinarias, su junta podía exigir el pago de las privilegiadas y anular así la mayoría de Harriman. La
disputa por las acciones ordinarias se convirtió en una de las mayores batallas libradas en Wall
Street; la lucha de los inmensos recursos de Morgan contra la bolsa sin fondo de la gente de la
Standard Oil, que respaldaba a Harriman.
El resultado inevitable fué un acaparamiento, con Morgan y Harriman en poder de todas las
acciones disponibles. El precio de éstas subió a 1000. Quienes carecían de recursos quedaron
entrampados. El resto del mercado se vino abajo. Las acciones de la U. S. Steel bajaron de 46 a 24.
Morgan formó un sindicato con 20.000.000 de dólares para sostenerla. Él, Kuhn y Loeb acordaron
llegar a un acuerdo con los pequeños accionistas, pagándoles sus acciones a razón de 150. Harriman
deseaba seguir luchando, sosteniendo que la exigencia de pago de las acciones privilegiadas era
ilegal. Pero la gente de la Standard Oil deseaba un acuerdo.
Morgan regresó a los Estados Unidos. Se firmó un pacto. En la junta directiva del Northern Pacific
se crearon cinco vacantes. Harriman pasó a ocupar una de ellas. Morgan conservaba el dominio,
pero Harriman estaba ya dentro. Eso era muy peligroso. Para asegurarlo todo contra otro ataque de
Harriman, Morgan y Hill organizaron la Northern Securitíes Company. Todas sus acciones estaban
en poder de la Great Northern y de la Northern Pacific. Sus acciones dominantes del capital del
Burlington fueron transferidas a la Northern Securíties Company, una compañía de holding. Hill fué
nombrado presidente. Morgan contaba con doce de sus quince directores y Harriman con los otros
tres. La Union Pacific quedaba fuera todavía y Harriman estaba furioso. Tres años más tarde
Theodore Roosevelt inició su famoso pleito contra la Northern Securitíes Company acusándola de
ser un trust, y la Suprema Corte declaíó ilegal a la compañía. El mercado fué presa de un nuevo
pánico.
Morgan había vencido, pero él y Hill se habían salvado a duras penas. Se trataba de un grave golpe
para el prestigio de Morgan.
Era un golpe a su orgullo. Cuando se inició el ataque legal contra la Northern Securitíes Company,
Morgan se presentó en la Casa Blanca. Le dijo al Presidente:
—Si hemos hecho algo mal, haga que su hombre se vea con mi hombre y ellos pueden arreglar las
cosas.
El hombre de Roosevelt era el fiscal general. El hombre de Morgan era su consejo. Pensaba que era
fácil arreglar así las cosas. Era la sugestión malhumorada de un monarca enojado a un potentado
rival. Morgan supo con pena, disgusto y humillación, que había un poder superior al suyo. La
decisión constituía un problema difícil. Morgan dijo a sus consejeros:
—Necesitarán ustedes bastante tiempo para no revolver los huevos, colocarlos nuevamente en las
cascaras y devolverlos a las gallinas originales.
Pero la tarea estaba ya hecha. Y cuando el Union Pacific de Harriman recuperó sus acciones,

285
terminó por venderlas con un beneficio de 58 millones de dólares. Harriman era más joven que
Morgan. No había ningún otro guerrero digno de medir las armas con él, excepto el propio Morgan,
y eso únicamente a causa de su posición superior. Lo que hubiera podido hacer Harriman más
adelante sólo puede suponerse, pues se hallaba ya enfermo, consumido por la fiebre de sus energías,
y cinco años después falleció, dominando directa o indirectamente cerca de 90.000 kilómetros de
líneas férreas.
VIII
Hasta 1895 la fama de Morgan en el irmndo financiero era mayor que entre el público. En 1895
alcanzó la fama popular de que gozaba ya John D. Rockefeller, una fama igualmente dudosa. Se
convirtió en la figura central de un episodio histórico de la fi-nanza nacional, que lo elevó
inmediatamente en el Oeste populista a la notoriedad, como el Demonio del Dinero Número Uno de
los Estados Unidos.
Durante los años 1894 y 1895 estuvo el país en las garras de una gran depresión. Hubo
desocupación, revueltas obreras, una gran huelga ferroviaria, y la detención de Debs. Los labradores
estaban desesperados, los ingresos del gobierno disminuían, se incubaba la guerra entre el oro y la
plata y el Presidente y el Congreso se hallaban peleados.
El gobierno había decidido redimir los billetes emitidos durante
la guerra. Quedaban todavía por valor de 350.000.000 de dólares. Había en la Tesorería oro por
valor de 150.000.000. Un centenar de millones se consideraban suficientes para la redención.
Pero el cambio exterior era desfavorable. Los importadores tenían que enviar oro a Europa. Podían
cambiar sus billetes por oro en la Tesorería. Y lo hacían en tal volumen, que el oro de la Tesorería
casi se había agotado.
El 7 de enero de 1894 sólo quedaba oro por valor de 68.000.000' en la Tesorería. El Secretario del
Tesoro, Carlisle, vendió 50.000.000 de bonos del 5 por ciento a 117, por medio de los bancos de
Nueva York. Eso debía elevar la reserva de oro en más de un centenar de millones. Lo hizo durante
unas pocas semanas. Pero los subscriptores a la emisión de bonos llevaron los billetes a la
Tesorería, los redimieron por oro, y entregaron ese oro al gobierno en pago por los bonos. Ello
produjo muy poco oro. De todo el pagado por los bonos, 24.000.000 procedían de la Tesorería.
El oro volvió a salir de la Tesorería a cambio de billetes, para que los comerciantes pudieran
exportar sus mercaderías. En noviembre se realizó otro empréstito de 50.000.000 de dólares por
medio de un sindicato bancario, y otra vez la mitad del oro para pagar los bonos fué sacado de la
Tesorería.
En enero de 1895 el oro de la Tesorería desaparecía tan rápidamente que era inminente una crisis.
En febrero ya no quedaban más que 45.000.000 y salían 2.000.000 diarios para redimir los billetes.
Ante esa situación el Secretario Carlisle fué a ver a August Belmont, banquero demócrata, y a J.
Pierpont Morgan, para pedirles ayuda. Morgan organizó rápidamente un sindicato y propuso
entregar algo más de 65.000.000 en oro a cambio de bonos del gobierno federal (al 4 por ciento), a
104.4946, o sea un interés del 3,75 por ciento. Tras muchas negociaciones, durante las cuales
Morgan y Belmont mantuvieron una larga conferencia con Cleveland, en la Casa Blanca, se cerró el
trato. El gobierno entregó al sindicato de Morgan 62.315.400 dólares en bonos al 4 por ciento, y
recibió de él 65.116.244,62 en oro. Morgan accedió a que no se sacaría oro alguno de la Tesorería, a
que la mitad de la emisión de bonos sería vendida en el exterior y a que el sindicato garantizaría "en
la medida en que le era posible, que no se extraería más oro de la Tesorería durante la vigencia del
contrato". Como resultado de la emisión de bonos, la Tesorería contaba en junio de ese año con
107.000.000 de dólares en oro.
Esta transacción tari discutida acarreó una furiosa tempestad de
injurias a Morgan y al ya mucho más difamado Cleveland. Los senadores del Oeste y del Sur decían
que el Presidente se había vendido a los banqueros. Acusaban a Morgan de haber exprimido al
gobierno. Por otra parte, se ha dicho una serie de tonterías románticas con respecto a la restauración

286
del crédito del gobierno por Morgan.
—No tuve más que un propósito en todo este asunto —dijo ante una comisión del Senado—:
conseguir el oro que necesitaba el gobierno y evitar el pánico y el desastre que iban a producirse sí
no se conseguía ese oro.
Cleveland fué acusado porque toda esa crisis se mezclaba con la cuestión monetaria, que era la que
más preocupaba. Todos los bonos de los Estados Unidos eran pagaderos en moneda corriente. Es
decir, en cualquier moneda, de plata u oro. Pero Cleveland y los banqueros querían modificar la ley
para que los bonos fuesen pagaderos en oro. El Congreso se había opuesto. Los grupos partidarios
de la plata declararon que era un intento para imponer al gobierno irrevocablemente el patrón oro.
Se daban cuenta de que una vez que el gobierno decidiese hacer sus obligaciones pagaderas
únicamente en oro, estaba perdida la causa del bimetalismo. El episodio asumió el carácter de una
prueba decisiva en la guerra creciente entre los partidarios de la plata y los del oro, y Cleveland y
Morgan eran considerados como los archidemoníos del oro. Cuando se emitió el empréstito se
estipuló un interés menor, el 3 por ciento, si el Congreso autorizaba los bonos oro, lo que puso
furiosos a los partidarios de la plata, quienes, por supuesto, ignoraban la propuesta.
Pero Morgan fué acusado también por el gran negocio que había hecho con el gobierno, el elevado
interés y el bajo precio pagado por los bonos. No cabe la menor duda de que obtuvo todas las
ventajas que pudo del inexperto Cleveland, quien no era financiero, y del gobierno necesitado que
encabezaba. Obligó a Cleveland a pagar un 4 por ciento sobre acciones de 100 dólares que habían
de venderse a 104 Yi cuando los bonos pendientes del gobierno federal al 4 por ciento se vendían en
el mercado a 111. Y esos mismos bonos por los que el sindicato de Morgan pagó 104 los vendió
luego en el mercado por 112 a 124, lo que produjo la ira de los críticos. "Las condiciones —dice el
conservador Alexander Dana Noyes (*')— eran extremadamente duras; ellos (los banqueros)
aprovecharon sin compasión las dificultades de la Tesorería".
¿Salvó Morgan el crédito de los Estados Unidos? Ante todo, el
í1) Tony Years of American Finance, por Alexander Dana Noyes.
crédito de los Estados Unidos no se hallaba a punto de agotarse. Un gobierno cuyos bonos ya
existentes se venden con prima de 111 no anda escaso de crédito. Y esa nueva emisión fué cubierta
seis veces en Nueva York y diez veces en Londres, y la gente formaba cola para adquirir los bonos
a altos precios. El hecho de que los bonos subiesen a 124 a los dos meses de ser emitidos, refuta la
afirmación de que el crédito del gobierno se hallaba en peligro.
Había una disputa entre el Presidente y el Congreso acerca de la política fiscal del gobierno. El
Presidente deseaba hacer del oro la base de los bonos norteamericanos; los bimetalistas deseaban
una emisión en monedas de plata. El gobierno poseía plata, por la que había pagado 156.000.000. El
Congreso deseaba acuñarla en 218 millones de dólares de plata, con un beneficio de 62.000.000. El
Congreso aprobó la ley correspondiente y Cleveland la vetó. Había graves defectos en la ley de
redención de billetes y en la ley de compra de plata. Y esos defectos tenían como consecuencia un
disminuir de oro que había que corregir.
Las emisiones de bonos hechas hasta entonces no lo habían corregido. Ni tampoco lo hizo la
emisión de bonos de Mr. Morgan. En realidad, esa emisión no resolvió el problema del gobierno,
mejor que cualquiera de las precedentes. La garantía de Morgan para proteger a la Tesorería contra
los retiros de oro, no dio resultado. Él intentó hacerlo fiscalizando el cambio internacional. Incluyó
a todos los banqueros y bancos de Nueva York en el sindicato, y como los bancos de Nueva York
eran el medio con el cual se manejaba el cambio exterior, llevó a cabo un monopolio de éste, con lo
que esperaba fiscalizarlo. Utilizó su crédito y el del sindicato para establecer grandes créditos en
Londres, y durante un tiempo impidió la salida de oro de la Tesorería. El sindicato elevó el precio
de cambio de la esterlina a 4,90 dólares, haciendo con ello un buen negocio. Y en el mercado se
produjo la competencia inevitable. Cuando eso sucedió, Morgan perdió el dominio del cambio
exterior y el oro comenzó a salir de la Tesorería.

287
Los compradores de bonos y los importadores volvían a utilizar los billetes para cambiarlos por oro
y enviar éste al exterior. Ya en diciembre la Tesorería sqlo tenía otra vez 68.000.000 en oro. Cle-
velandtuvo que recurrir a otra emisión de bonos, y esta vez a una mayor que la anterior: de
100.000.000. Pero esta vez no hizo un contrato exclusivo con Morgan. Ofreció la emisión
libremente al público. Fueron subscriptos más de 580.000.000, y el gobierno obtuvo de 110 a 120
por sus bonos, en vez de los 104 Yi pagados
antes a Morgan. Toda la operación demostró que Morgan se equivocó al asegurar a Cleveland que
una emisión popular sería un fracaso. Y refutó igualmente la pretensión de que Morgan había
actuado como un patriota y había salvado el crédito de la nación. Era un banquero que trataba,
como es habitual en los banqueros, de obtener el mayor beneficio posible. Era el mismo Morgan
que había enviado oro a Londres, con objeto de especular con él cuando la Tesorería declaraba que
el oro era más necesario que las tropas, y que había participado en la venta de las carabinas Hall al
gobierno. Era también el mismo Morgan que más tarde dijo a Owen Wister que un hombre tiene
siempre dos motivos para hacer lo que hace: "El motivo que aduce y el verdadero motivo".
Al final el gobierno salvó su finanza gracias a una serie de acontecimientos, como la pérdida de
cosechas en Europa y una producción abundante en el país, lo que trajo consigo grandes
exportaciones y una inversión del movimiento del oro. Además, surgieron nuevos métodos para la
extracción del oro de las minas y se descubrieron nuevas minas de oro. La naturaleza hizo la tarea, y
no Morgan.
IX
En la década del 90 se hallaba en pleno florecimiento la era de las combinaciones. La ley contra los
trusts que las prohibía fué aprobada en 1890. Y esto pareció poner en rápido movimiento el mismo
mal que trataba de evitar. Cleveland y Harrison ignoraron la ley. Toda clase de pequeñas empresas
se unían para formar otras mayores. Muchas fábricas pequeñas eran reunidas en monopolios locales
y monopolios regionales. Había llegado la época del acero, y por todas partes surgían fundiciones
de acero cada vez más grandes. La industria fué dividida en provincias, cada una de las cuales hacia
ciertas formas o productos determinados: hierro, lingotes de acero, planchas, tubos, rieles, alambre,
etc., etc. En cada uno de esos campos había numerosos productores independientes, todos ellos
dedicados a una competencia vigorosa y a veces salvaje. Formaban combinaciones, carteles, y trusts
contraviniendo a la ley, para poner freno a la competencia, mantener altos los precios y regularizar
la producción: la vieja lucha de los hombres de empresa para gobernar el sistema económico en
interés de los beneficios. Luego comenzaron a unirse en empresas mayores, y posteriormente en
otras todavía más grandes, hasta que el movimiento culminó en la colosal com-
binación, considerada como la obra maestra de J. Pierpont Morgan.
Cada una de esas provincias del acero produjo su Napoleón especial. Así, la industria del alambre y
los clavos contaba con su John W. Gates. Éste era el producto de una aldea de Illinois, tenía escasa
o ninguna cultura, había sido vendedor de alambre de púas a los veintidós años y pronto montó su
propia fábrica ilegal en St. Louis contraviniendo las leyes sobre las patentes. Al cabo de un tiempo
era ya dueño de otras cuatro fábricas, y en 1892 las amalgamó en la Consolidated Steel © Wire
Company, con un capital de 4.000.000 de dólares. Cuatro años después convirtió esa unión local en
una combinación occidental: la American Steel © Wire Company de Illinois, con un capital de
24.000.000 de dólares. Gates era un aventurero rechoncho, corpulento, jovial, jugador nato, capaz
de apostar un millar de dólares a qué gota de agua se deslizaba más rápidamente por el vidrio de
una ventana, de sentarse en el Waldorf y jugar al whist a razón de diez dólares el tanto, o al croquet
con H. H. Rogers a razón de mil dólares la partida; y combinaba el talento organizador, con el arte
del vendedor audaz y sus instintos de jugador. En esas aventuras con las combinaciones fué
ayudado por un colaborador de una calaña muy distinta, el piadoso cantor de himnos religiosos y
asistente a las excursiones de las escuelas dominicales Elbert H. Gary, próspero abogado de
Chicago, quien miraba con disgusto puritano algunas de las formas más simples del engaño, pero

288
fué el socio activo, astuto e ingenioso de Gates, y más tarde de Morgan, en uno de los negocios con
acciones falsas, más grandes de la historia financiera.
Gary constituyó la Federal Steel Company, que era el fruto de una serie de combinaciones menores
que culminaron en esa compañía de la que Gary fué nombrado presidente, abandonando su carrera
de abogado. Y Gary realizó esas operaciones con la ayuda financiera de J. Pierpont Morgan.
Ya en 1900 la industria del acero había sido "trustificada" bastante bien en un grupo de
combinaciones similares: Federal Steel, National Steel, American Steel © Wire, American Steel
Hoop, American Bridge, National Tube, American Tin Píate. A todas ellas superaba, por supuesto,
la gran Carnegie Steel de Andrew Carnegie.
Carnegie reunió una de las fortunas más grandes de los Estados Unidos. Nació en Dunfermline,
Escocia; se trasladó a los Estados Unidos a los trece años de edad, manejó una bobina en una
fábrica de tejidos, se inició en los negocios como ayudante de Tom Scott del ferrocarril de
Pensílvania, entró como socio en una pequeña em-
presa que explotaba mineral de hierro, y gracias a un gran talento organizador, dotes de dirección
extraordinarias y prácticas de competencia despiadadas, la convirtió en la mayor fundición de acero
del mundo. Difería de casi todos los magnates de la industria de su época. Tenía un grano de
religión —sólo un grano— pero era disidente y no poseía ninguno de los hábitos santurrones de
hombres como Rockefeller, Gary, Harriman y Morgan. Tenía una fuerte conciencia social, se
conmovió cuando a los treinta años de edad se encontró con que había ganado 50.000 dólares en un
año, juró no ganar nunca más y olvidó ese voto valientemente; tenía sus ideas acerca de la
educación y la paz, y alrededor de 1900 pensó ya en descargar todo el peso de su vasto imperio del
acero en algún otro.
Carnegie habría podido ser muy bien el tema de todo un capítulo de este libro, si no hubiera sido
porque su fortuna, sus métodos, el lugar que ocupó en el desarrollo de la industria y del arte de
hacer dinero fueron del mismo tipo que los de Rockefeller, quien lo superó en ellos. Con excepción
de Carnegie, todos los hombres que dominaron las diversas combinaciones de la industria del acero
fueron promotores u organizadores: Gates, Gary, los hermanos Moore, Daniel G. Reíd, Converse.
Era la época del organizador. Entonces se hicieron muchas combinaciones, no porque éstas fueran
esenciales para la industria, sino porque se trataba de un recurso gracias al cual los promotores
podían enriquecerse fabulosamente de la mañana a la noche.
La técnica era sencilla. Brown y Smith poseen fábricas. Han invertido en ellas 10.000.000 de
dólares cada uno. El promotor induce a Brqwn y Smith a combinar sus fábricas. Se forma una
nueva corporación con 40.000.000 de capital dividido en acciones privilegiadas y ordinarias. Brown
y Smith obtienen cada uno 10 millones en acciones privilegiadas y 10 millones en acciones
ordinarias. Esas acciones se cotizan en la Bolsa. Mediante una cuidadosa manipulación se hace
subir su precio y se venden al público. Brown y Smith poseen cada uno sus 10.000.000 en dinero
contante y, además, un derecho a acciones privilegiadas por la misma cantidad contra la industria,
en la que, quizá, conservan bastantes acciones ordinarias para dominar a los directores. El promptor
que maneja esa combinación obtiene una gran tajada del botín. Y en las combinaciones muy
grandes, en las que quedaban unidas muchas fábricas, el promotor se quedaba a veces con la parte
del león y quizá al frente de la corporación, como en el caso del astuto Gary. En todas esas
combinaciones se había creado y distribuido entre los promo-
tores un gran volumen de este capital falso. Los promotores recibían millones en acciones por las
que rib se pagaba nada. De hecho, cuando todas esas combinaciones estuvieron terminadas y antes
de crearse la U. S. Steel Corporation, los promotores habían percibido 63.306.811 dólares en
honorarios y acciones privilegiadas. Y todo ese capital falso figuraba en las compañías
componentes antes de que Morgan las combinara.
Llevó a cabo esa tarea final en 1901. No se le ocurrió a él mismo la idea, sino que tuvieron que
inspirársela. Un parto muy laborioso precedió a la decisión del gran hombre de llevar a cabo la

289
combinación. El impecable, infinitamente paciente y servicial Gary realizó la tarea doméstica, y
Morgan no tuvo más que decir el "sí" o el "no" final y prestar su grandeza y su fuerza morales para
hacer que entraran en línea los promotores constituyentes. El producto terminado —la United Steel
Corporation— sobrevive como un ejemplo perfecto del método más moderno para enriquecerse, el
método que iba a ser empleado con mayor amplitud desde aquella época hasta el presente, y del que
nacieron innumerables fortunas millonarias.
Morgan organizó una nueva corporación, la United States Steel. Esta gran compañía de holding
adquirió luego las acciones de las siguientes empresas: Carnegie Steel, Federal Steel, National
Steel, American Steel © Wire, American Tin Plate, American Sheet Steel, American Steel Hoop,
National Tube, American Bridge, Lake Superior Consolidated Mines y algunas compañías más
pequeñas. La última compañía citada pertenecía a John D. Rockefeller y poseía, y aún posee, uno de
los yacimientos de hierro más ricos del mundo.
La United States Steel Corporation emitió 1.402.846.423 dólares en valores, divididos del siguiente
modo:
Bonos al 5 % . ....................... 303.450.000, dólares
Bonos fundamentales (supuestos)......... . 80.963.680 ,,
Acciones privilegiadas ................... 510.205.743
Acciones ordinarias..................... 508.227.000
El Comisario de Corporaciones de los Estados Unidos que investigó la combinación, informó que el
valor de las fábricas adquiridas era de 682.000.000 de dólares. Este cálculo contaba con la
confirmación tácita de Gary. El valor corriente en el mercado de las acciones de las compañías
combinadas era de 700.000.000 de dólares. Morgan aportó 25.000.000 en dinero corriente para el
capital circulante. Así, pues, las compañías combinadas, incluyendo el di-
ñero aportado por Morgan, contaban con un activo de no más de 750.000.000 de dólares. La
cantidad total de bonos y acciones privilegiadas emitidos era de 813.655.743 dólares, es decir
50.000.000 más que su verdadero valor. Por lo tanto, gran parte de las acciones privilegiadas y
todas las ordinarias —otros 500.000.000— no estaban garantizadas por capital real alguno.
De ese modo Morgan, el gran estabilizador y conservador constructivo, había creado el mayor
depósito de acciones falsas de la historia. El hombre que quería pasar por el archienemigo de Gould
y de Fisk, los había superado por mucho.
¿Qué beneficio sacó de todo ello la casa Morgan? Actuó como administradora del sindicato
bancario que subscribió toda la operación. Como administradora vendió las 1.300.000 acciones que
obtuvo el sindicato. Recibió por ellas 90.500.000, según el Comisario de Corporaciones. Después
de deducir los 25.000.000 en moneda corriente pagados a la Steel Corporation, los 3.000.000
gastados en la organización y la administración del sindicato, quedaba un beneficio líquido de
62.500.000 dólares. Esta tremenda suma es lo que percibieron los banqueros por su trabajo. De ella
percibió la casa Morgan 12.500.000 como administradores del sindicato antes de que se distribuyera
parte alguna del beneficio. También participó en la división de los restantes 50.000.000 en
proporción con su parte en el sindicato, que seguramente era muy grande.
Las acciones de la U. S. Steel Corporation, tan pronto como eran emitidas se las cotizaba en la
Bolsa de Nueva York. Y Morgan, como administrador del sindicato, procedía a venderlas.
Pertenecían, como se recordará, a diversos organizadores, de modo que todo el beneficio que
obtenían con la venta iba a parar, no a la corporación o a la industria del acero, sino a los bolsillos
de los promotores. Una vez entregadas esas acciones al mercado, Morgan empleaba a James R.
Keene, el mayor de los manipuladores de mercados, para que "hiciera un mercado" para ellas,
comprando y vendiendo por medio de varios testaferros y de una falsa actividad, de modo que
subiese su precio y pudieran ser vendidas al público. Durante el primer año se vendieron las
acciones privilegiadas de 69 a 101,3 y las ordinarias de 24 a 55. Los promotores consiguieron
vender al público la mayoría de las acciones y convirtieron los beneficios en dinero contante. El

290
provecho que obtuvieron sólo puede ser objeto de conjeturas. Pero constituyó uno de los negocios
más grandes realizados en Wall Street.
Toda la emisión de bonos al 5 por ciento (303.450.000 dóla-
res), fué concedida a Andrew Carnegie, junto con 188.566.160 acciones privilegiadas como pago
por la Carnegie Steel. El resto de las privilegiadas y las ordinarias fué distribuido entre los
propietarios de las otras compañías componentes y los banqueros.
Gould, Harríman, Vanderbilt o cualquiera de los grandes saqueadores, nunca habían obrado de una
manera más descarada. Pero eso no lo habían hecho Gould, Fisk o Harriman, sino el eminentemente
respetado, el casi dolorosamlente respetable y aristocrático J. Pierpont Morgan. Éste repetiría
muchas veces esa hazaña durante los años siguientes. Y lo que es todavía peor, millares de los
cheva-íiers d'industrie grandes y pequeños la repetirían en sus industrias locales, en las industrias de
sus Estados respectivos y en todas las grandes empresas industriales y mercantiles de utilidad
nacional, hasta que, con el tiempo, la industria norteamericana quedaría anegada en la inundación
de falsas acciones corporativas, mezcladas con tinta roja.
X
Este fué un período de desarrollo extraordinario a causa de la ola de inventos revolucionarios que
había creado grandes industrias nuevas: el teléfono; el telégrafo, la electricidad en todas sus formas,
la fuerza motriz, la luz, los transportes. Fué la edad del acero con sus consecuencias revolucionarias
en la construcción; la edad de la expansión y la perfección más asombrosas de la técnica, con su
hija monstruosa: la producción en masa. Y, por supuesto, fué también la era de la rápida expansión
y el perfeccionam|iento de los instrumentos de crédito y fiscalización.
Tan pronto como un grupo de hombres inventaba o desarrollaba una empresa próspera o
prometedora alrededor de un nuevo invento, los banqueros promotores se apoderaban de él con su
saco de ardides para dar a la propiedad una forma líquida y cambiar luego las acciones emitidas sin
capital que las representase, por dinero contante y sonante. Y quien más intervenía en esas
operaciones era el gran Morgan.
Éste comenzó a inmiscuirse en la industria telefónica en 1902 y en 1906 era ya el dueño de la
American Telephone ® Telegraph Company. Theodore Vail, a pesar de toda su magnificencia
maciza y leonina, no era más que un instrumento complaciente de los Morgan, tan dócil en verdad
que durante la guerra hizo ilegalmente un préstamo de 20.000.000 de dólares de la A. IT. B T. a
Gran Bre-
taña, aliada de Morgan, y para hacerlo tuvo que pedir prestados los fondos. Desde que Morgan
manejaba la American Telephone 8 Te-legraph Company ésta había prestado mil millones de
dólares por medio del banco Morgan, y la casa de éste había percibido 40 millones de dólares por
las comisiones correspondientes.
Morgan amialgamó en 1902 cinco corporaciones de maquinaria agrícola, inclusive la gran
McCormíck Harvester Company, en la International Harvester Company, y con ello su casa obtuvo
un beneficio inmediato de tres millones de dólares. La compañía cayó, por supuesto, bajo el yugo
de Morgan mediante un trust dominado por Henry P. Davison y George W. Perkins, socios de
Morgan.
Éste reorganizó y administró la General Electric Company y dirigió el desarrollo de esa compañía
—que era una compañía manufacturera en el campo de la producción de energía eléctrica,
adquiriendo estaciones de fuerza motriz en todo el país y construyendo una de las grandes
organizaciones mpnopolizadoras del país, de la cual fueron finalmente liberadas las diversas
empresas por el gobierno.
Np tiene objeto enumerar todos los ramos de nuestra vida económica en los que intervino ese
hombre poderoso, porque disponía del dinero necesario y había establecido lentamente su dominio
sobre los bancos, las compañías de seguros, las sociedades industriales, las fuentes de materias
primas y los hombres que hacían funcionar todas esas cosas.

291
Claro está que fueron muchos los hombres que se enriquecieron con sus planes, pero es difícil decir
lo que sucedió a los innumerables inversores en quienes los promotores descargaban sus acciones.
Los compradores de acciones de la United States Steel vieron cómo bajaba el precio de esas
acciones a ocho dólares, tres años después de la organización. Una de sus creaciones fué la
International Mercantile Vlarine. Para ello unió las líneas navieras de las siguientes empresas:
Atlantic Transport, American, Leyland, White Star, Dominion y Red Star, empresas
norteamericanas y británicas. La Cunard Line entró al principio en la combinación, pero luego la
dejó. La Ham-burgo-American Line se negó a entrar en ella. La International fué supercapitalizada
de una manera pasmosa. Morgan puso en ella 50.000.000 de dólares y se quedó con todos los
bonos, que luego vendió. Obtuvo, además, 27.500.000 en acciones, y el dominio completo de la
empresa. Lanzó la emisión al mercado, pero tropezó con dificultades. Los otros países otorgaban
subsidios a sus compañías, pero el gobierno norteamericano no había cedido a la cons-
piración, acompañada de abundante dinero, para que él también otorgase subsidios. Las ganancias
de las líneas de vapores eran mayores antes de la combinación. La International Mercantile Marine
suspendió el pago de intereses en 1914, poco después de la muerte de Morgan, y fué puesta en
manos de un síndico. No pagó dividendos durante veinte años.
La más desastrosa para los inversores de todas sus aventuras, tuvo lugar en su nativa Nueva
Inglaterra, donde, al parecer, trató de exhibir su poderío. Se hizo cargo de un ferrocarril que
funcionaba perfectamente, el New York, New Haven K Hartford, lo organizó y lo convirtió en un
complicado sistema de líneas férreas, navieras y tranviarias. Descargó en él un grupo de líneas de
tranvías y pequeños ferrocarriles, de muchos de los cuales era ya dueño. Aumentó el recorrido de
750 a más de 3000 kilómetros, y el capital de 93.000.000 a 417.000.000 de dólares. Más de 200
millones de las nuevas acciones y obligaciones fueron utilizadas para adquirir otras propiedades,
muchas de ellas suyas. Pagó los precios más fantásticos por todo lo que compró. Pagó 36.000.000
por el New York, Wetchester ® Boston, del que Mellen, presidente del New Haven, dijo que no
valía diez centavos la libra.
Morgan llevó a cabo todo ese negocio, tan costoso, con mano de hierro. Su arrogancia aumentaba.
No toleraba en absoluto la menor discusión. Cerraba el debate golpeando con el dedo en la mesa.
Mellen dijo en cierta ocasión:
—Han dicho de mí que era un mandadero. Me sentía orgulloso con su confianza. Considero un
elogio la afirmación de que yo era su hombre de confianza.
Las acciones y obligaciones del New Haven fueron a parar a manos de más de 25.000 accionistas,
la mayoría de ellos de Nueva Inglaterra, y más de 10.000 sólo poseían diez acciones. Y las habían
adquirido gracias a la campaña persistente y corruptora de la prensa de Nueva Inglaterra. Mellen
confesó que el ferrocarril pagaba a un millar de pequeños diarios y revistas 400.000 dólares al año.
Él poseía 400.000 dólares en bonos del Boston Herald.
Cuando ese ferrocarril quebró, como era inevitable, redujo a la pobreza a millares de" personas
ancianas que habían invertido todo lo que tenían, en comprar sus acciones, llevados por su fe en el
mago. Ninguna aventura de los hombres temerarios que deshonraron al mundo financiero —los
Insull, los Mitchell y los Wiggin— fué peor que la operación de Morgan con el New Haven. El
World de Nueva York declaró que los inversores del New Haven habían
sido "estafados, arruinados y robados mediante una infamia fría y calculada". Pero todos esos
hechos vergonzosos con respecto a la infamia del New Haven no fueron conocidos hasta después de
la muerte de Morgan. Su hijo pretendió que Mellen había obligado a Morgan a cometer esos actos
ilegales. Por supuesto, esa defensa no puede sostenerse un momento. Es indudable que Mellen
cometió muchas bellaquerías de menor importancia, sin conocimiento de Morgan. Pero éste fué el
arquitecto, el constructor y el dictador despiadado de toda esa empresa criminal.
XI
En 1907 tenía Morgan setenta años. Era entonces el Magnífico. Se había convertido en una figura

292
pavorosa semejante a Gengis Khan, Tamerlan o algún conquistador Mogol o jefe de tribu teutónica.
En octubre de 1907 se hallaba en la Rutherford House de Richmond rodeado de sus obispos
favoritos, el "colegio de cardenales" de Morgan. Theodore Roosevelt cazaba osos en los
cañaverales de Luisiana. Y en Nueva York se oían terribles trepidaciones bajo el volcán en erupción
de Wall Street.
Muchos hombres previsores habían advertido a los frenéticos cazadores de dólares que marchaban
hacia el desastre. Pero ellos sabían siempre más. Los abusos cometidos con las operaciones
bancadas por los nuevos trusts, dejaron los bancos de Nueva York con sólo un dólar y medio en
dinero contante por cada cien dólares en depósito. Pero a lo largo de la Broad Street las personas
que todo lo sabían hablaban riéndose del "estúpido fetiche de las reservas monetarias". ¿Por qué
temer a la depresión? "Esos obtusos —decían los sabihondos— no se dan cuenta de que nunca
volverán a producirse cosas como las sucedidas en 1873 y 1893". Los banqueros promotores
lanzaban al mercado miles de millones de dólares en valores. El animal estaba harto. Se preparaba
para la regurgitación. En septiembre había desaparecido ya mucha de esa confianza falsa. Luego se
produjeron las quiebras de Heínze y Morse. Éste, magnate de los barcos y el hielo, era dueño del
National Bank of North America, y su amigo, F. Augustus Heinze, magnate del cobre y jugador, lo
era del Mercantilé National Bank. Utilizaban a sus bancos para sus especulaciones personales. El
cobre se vino abajo. El mercado se derrumbó. Los bancos de Morse y Heinze hacían
frente a la quiebra. Los banqueros piadosos enarcaron las cejas horrorizados por la mala conducta
de Morse y Heinze.
Esencialmente no eran peores que los otros malhechores; sólo un poco menos refinados y sin olor a
santidad, y eso era todo. Heinze poseía la United Cooper, que estaba vendiendo a bajo precio la
Amalgamated de Rockefeller, y la gente de la Standard Oil se disponía a quedarse con ella. Se
aprovechó de la debilidad del mercado para adquirir las acciones de la United Cooper, hacer que
bajase su cotización y arruinar a Heinze y a su banco, del que hacía el mismo mal uso que ellos de
los suyos. El Banco de Liquidación obligó a Heínze y Morse a retirarse. Ese Banco de Liquidación
estaba dominado por Morgan. Los especuladores echaron la culpa a Theodore Roosevelt, que se
hallaba cazando en Luisiana.
Los banqueros asustados acudieron a ver a Morgan para que los salvase. Él se hallaba en la
convención episcopal, donde los buenos clérigos discutían animadamente alguna enmienda al Book
of Common Prayer. Para tranquilizar a los cristianos enardecidos, Morgan se levantó y comenzó a
cantar: Oh Zion Hustel Thy Mis-sion High Fulfílíing! La convención se unió al canto y las
emociones teológicas se disiparon en música. Luego recibió Morgan un aviso de sus socios Perkins
y Steel que decía: "Oh Morgan Haste! Thy Mission High Fulfilling". Abandonó la convención
inmediatamente y llegó a Nueva York un instante antes de que el Banco de Liquidación exigiese la
expulsión de Heinze y Morse de las operaciones bancarias de Nueva York, a cambio de salvar a sus
dos bancos.
Morgan se dirigió a su biblioteca de mármol, donde encontró \ a muchos de los principales reyes del
dinero de Nueva York. Al día siguiente formaba cola la gente ante la Knickerbocker Trust
Company de James 'Tracy Barney. Barney estaba asociado con Morse y Heinze, y pidió ayuda a
Morgan, quien se la negó. El National Bank of Comrraerce, banco dominado por Morgan, anunció
que ya no liquidaría cheques de la Knickerbocker Trust. Ésta cerró sus puertas y Barney se suicidó.
La mayoría de los bancos de Nueva York experimentaron las consecuencias. George Cortelyou,
Secretario del Tesoro de Roosevelt, fué a Nueva York. El 25 de octubre, para salvar a los bancos y a
instancias de Morgan, depositó en ellos 25.000.000 de dólares de dinero del gobierno. Pocos
momentos después J. P. Morgan autorizó a Ramsom H. Thomas, presidente de la Bolsa de Nueva
York, a anunciar que los bancos prestarían 25.000.000 de dinero a la orden a los corredores. Sólo
ocho años más tarde se supo, en las audiencias de la comisión Pujo, que el
dinero del gobierno había sido empleado, no para fortalecer a los bancos, sino para aliviar la

293
situación del dinero a la orden de la Bolsa y salvar el precio de las "acciones, muchas de ellas sin
valor alguno.
Pero esto no puso fin a la tormenta. Morgan se hallaba sentado en la sala occidental de su
biblioteca, haciendo solitarios, mientras ' sus socios y los banqueros se sentaban en la sala oriental
estudiando propuestas de rescate que iban a presentarle a intervalos, como otros tantos secretarios,
para obtener su "sí" o su "no" imperiales. Su bibliotecario le preguntó por qué no iba a la otra
habitación y aconsejaba a los otros lo que debían hacer. Él le respondió que no sabía qué hacer, pero
que más pronto o más tarde, ellos darían con la solución. Y dieron con ella: en forma de bonos del
Banco de Liquidación en vez de dinero. Morgan aprobó esa solución y la convulsión terminó al
poco tiempo.
Pero no sin antes haber hecho buena su afirmación: "No arreglaré todo esto a menos de que consiga
lo que quiero".
Moore ® Schley eran, según se suponía, una de las casas de corretaje más sólidas de Wall Street.
Poseían una cantidad inmensa de acciones de la Tennessee Coal B Iron como garantía de los
empréstitos. Esas acciones habían bajado y Moore © Schley hacían frente a la suspensión. El
coronel Oliver H. Payne, millonario de la Standard Oil y amigo suyo, les había prestado grandes
sumas para salvarlos e iba a sufrir una gran pérdida si no se salvaban. Fué a ver a Morgan y le
sugirió que la United States Steel adquiriese la Tennessee Coal B Iron. Eso salvaría a Moore |B
Schley, y a Payne.
Gary deseaba esa compañía, pero le impedía tragársela su temor a las leyes contra los trusts. Él y H.
C. Frick se dirigieron esa noche a Washington, visitaron a Roosevelt antes del almuerzo y le dijeron
que la Steel Corporation se veía obligada a quedarse con la Tennessee Coal Iron Company, porque
una casa importante poseía muchas de sus acciones y quebraría si no se la salvaba de ese modo. No
dijeron el nombre de la casa, y Roosevelt supuso que se trataba de un banco de depósito. Les
prometió la inmunidad en aquella operación y antes de las diez de aquella mañana, Gary telefoneó a
Morgan anunciándole que quedaba libre el camino para apoderarse de la Tennessee Coal B Iron
Company. Hasta que la Comisión Stanley realizó sus investigaciones no se supo que toda la
operación se había realizado por un lado para salvar, no a un banco de depósito, sino a una casa de
corretaje, y por el otro, para permitir que la Steel Corporation se quedase con otra competidora.
Morgan tuvo que poner en juego su poder para que la transacción se llevase a cabo. En la prensa
comenzó a hablarse de la mala situación en que se hallaba la Trust Company of America. Ese banco
fué objeto de una corrida. Oakleigh Thorne, su presidente, acudió a la biblioteca de Morgan en
busca de ayuda. La consiguió. Pero tuvo que acceder a desprenderse de gran cantidad de acciones
de la Tennessee Coal B Iron Company que conservaba como garantía de un empréstito hecho a
Payne y otros, y que aceptar a cambio de ellas acciones de la U. S. Steel. Poseía personalmente
12.500 acciones de otras empresas que también tuvo que ceder a la Steel Corporation. Ésta, por
mediación de Morgan, reunió alrededor de 32.000.000 de dólares en acciones de bancos y casas de
corretaje.
XII
¿Cuál era el secreto de su poder? ¿Qué era lo que hacía posible a Morgan obligar a los banqueros a
entregar acciones que querían conservar, impartir órdenes a las juntas directivas de las
corporaciones, golpear con su dedo en la mesa y hacer que votasen los directores? La explicación es
sencilla. El banquero vende acciones y obligaciones. Sus clientes son corporaciones. Las vende a
quienes tienen dinero. El dinero de la nación es depositado en sus bancos, compañías de seguros,
bancos de depósito, etc. La técnica de Morgan consistía, por lo tanto, en conseguir el dominio
directo o indirecto de las corporaciones que emitían valores, así como en manejar las compañías que
operaban con el dinero —bancos, corrientes y de depósito, compañías de seguros— que disponían
de dinero para comprar o prestar.
De ese modo fué introduciéndose poco a poco en una corporación ferroviaria o industrial tras otra,

294
imponiendo en sus juntas directivas a sus socios y sus numerosos sátrapas. También llegó a
dominar poco a poco a muchos bancos y compañías de seguros, siguiendo los mismos
procedimientos. Muchas veces se ha referido la historia de su extensa red de intereses o juntas
directivas entrelazadas, y apenas se ha exagerado al respecto. En vida de J. P. Morgan, la Comisión
Pujo del Congreso, averiguó que él, sus' socios y los directores de sus bancos de depósito, más el
First National y el National City, ambos dominados entonces por Morgan, disponían de lo
siguiente:
118 directores en 34 bancos y bancos de depósito con recursos de 2.679.000.000 dólares.
30 directores en 10 compañías de seguros con un activo total de 2.293.000.000 dólares.
105 directores en 32 sistemas de transporte con un capital total de 11.784.000.000 dólares.
63 directores en 24 compañías productoras y comerciales con una capitalización total de
3.339.000.000 dólares.
25 directores en 12 corporaciones de servicios públicos con un capital de 2.150^000.000 dólares.
341 directores en 112 corporaciones con recursos agregados o capitalización de 22.245.000.000
dólares.
'Tales son las cifras del magistrado Brandéis y constituyen, como él observa, un cálculo, por lo
bajo, del imperio construido por Morgan antes de su muerte.
Fué ese acceso al dinero ajeno el que hizo posible su poder. Por eso es por lo que pudo decir a un
buscador de capital con el aire de quien lo poseía todo, que le daría millones. Los tenía a su
disposición. Y los tenía a su disposición por dos razones que no han sido lo suficientemente
destacadas. Morgan era un hombre de inmenso poder personal, pero todas sus dotes físicas, sus ojos
fulminantes, su fluido psíquico y sus maneras rudas, no le habrían servido para nada si no hubiera
contado con otras armas. Una de éstas consistía, por supuesto, en que se hallaba al mando de ambos
bandos, en la mayoría de las situaciones. Ambos bandos tenían que negociar bajo su dirección.
Gomo banquero se representaba a sí mismo; como director o síndico con voto, representaba a las
corporaciones de las que obtenía emisiones de valores; y como director, representaba al banco o a la
compañía de seguros que aportaba el dinero. Si algún empleado del departamento de compras de un
ferrocarril hubiera sido sorprendido en una de esas transacciones, habría sido destituido y sometido
a proceso. Al parecer, la prohibición simple y directa de Jehová, que había dicho: "No robarás", o la
de Cristo: "Ningún hombre puede servir a dos amos", no se aplicaban a aquel piadoso superhombre.
Ensalzaba al Señor en los veinticinco himnos que conocía de memoria, pero se había trazado sus
propias reglas de conducta.
La otra arma era todavía más reprensible y ha sido menos comprendida. Se trataba de las acciones
privilegiadas. Cuando la Casa Morgan lanzaba una emisión de acciones, asignaba unos cuantos
centenares o unos cuantos millares de esas acciones a personas destacadas que le eran útiles. Luego,
cuando las acciones eran cotizadas
y manipuladas a buenos precios para su distribución en la Bolsa, esas personas privilegiadas podían
obtener buenos beneficios, generalmente sin haber invertido un solo centavo. Los hombres que
gozaban de esos favores eran los presidentes de las corporaciones que emitían valores y los bancos
y compañías de seguros que manejaban directamente los fondos. La subordinación a la Casa de
Morgan significaba un acceso continuo a esos bonitos beneficios; la desobediencia significaba
quedar al margen dé los mismos. Se trataba, por lo tanto, de nada menos que de un soborno
comercial. La Steel Corporation era uno de los clientes de Morgan. Los funcionarios de esa
corporación eran empleados suyos. Cuando aceptaban favores monetarios de Mr. Morgan no
obraban mejor que cualquier emplea-díllo que acepta dinero del hombre que negocia con su patrono
y que puede ser procesado por soborno comercial.
Mr. Brandeis, en su famoso libro Other People's Money, ha hecho la mejor descripción de esa clase
de operaciones:
J. P, Morgan (o un socio), uno de los directores del New York, New Haven B Hartford Railroad,

295
induce a esa compañía a vender a J. P. Morgan $¿ Company una emisión de bonos. J. P. Morgan Sj
Company obtiene en préstamo el dinero con que ha de pagar los bonos de la Guaranty Trust
Company, de la que Mr. porgan (o un socio) es director. J. P. Morgan Co. vende los bonos a la Penn
Mutual Life Insurance, de la que Mr. Morgan (o un socio) es uno de los directores. El New Haven
invierte el producto de los bonos en la adquisición de rieles de acero de la United States Steel
Corporation, de la que Mr. Morgan (o un socio) es uno de los directores. La United States Steel
Corporation invierte el producto de los rieles en la adquisición de servicios eléctricos de la General
Electric Company, de la que Mr. Morgan (o un socio) es uno de los directores. La General Electric
vende materiales a la Western Unión Telegraph Company, subsidiaria de la American Telephone
and Telegraph Company, y en ambas Mr. Morgan (o un socio) es uno de los directores. La
Telegraph Company posee un contrato exclusivo sobre alambres con la Reading, de la que Mr.
Morgan (o un socio) es uno de los directores. La Reading compra sus coches para pasajeros a la
Pullman Company, de la que Mr. Morgan (o un socio) es uno de los directores. La Pullman
Company compra (para uso local) locomotoras a la Bald-win Locomotive Company, de la que Mr.
Morgan (o un socio) es uno de los directores, La Reading, la General Electric, la Steel Corporation
y el New Haven, como la Pullman, compran locomotoras a la Baldfin Company. La Steel
Corporation, la Telephone Company, la New Haven, la Reading, la Pullman y la Baldwin, como la
Western Union, compran material eléctrico a la General Electric. La Baldwin, la Pullman, la
Reading, la Telephone, la Telegraph y la General Electric, como la New Haven compran materiales
de acero a la Steel Corporation. Todas y cada una de las compañías lanzan sus valores al mercado
por medio de J. P. Morgan ^ Co., todas ellas depositan sus fondos en la casa J. P.. Morgan féj Co., y
con esos fondos de todas y cada una de ellas la casa J. P. Morgan |ö Co. emprende nuevas
operaciones.
No había nada nuevo en todo esto. Era un procedimiento utilizado ya en menor escala por Gould,
Fisk y otros, en los ferrocarriles. Pero era reprobado y llamado con frecuencia por su verdadero
nombre. Morgan lo desarrolló, sin embargo, lo extendió a todas las ramas de los negocios
concebibles y lo santificó haciéndose ver en todo el mundo acompañado de sacerdotes, obispos y
hombres poderosos que se inclinaban y restregaban los pies ante él. Se convirtió en el modelo para
todo norteamericano que quería hacer dinero. Llegó a su apogeo en la década de 1920, cuando en
todas las Wall Street grandes y pequeñas, en todas las aldeas y ciudades del mundo, otros Morgan
grandes y pequeños aprendían a utilizar sus recursos inmorales.
Pero mientras Morgan se elevaba al poder y merecía la aprobación de los grandes negocios, crecía
la m¡area de desconfianza y de censuras que se iba convirtiendo en ira. Roosevelt había denunciado
a los "malhechores de la gran riqueza", mirando hacia Morgan, en un banquete. Hombres como
Bryant y La Follette venían luchando incesantemente contra todo lo que él defendía. Los
escarbadores de vidas ajenas se hallaban muy ocupados. El sistema económico comenzó a temblar
durante la administración de Taft. Ya no había en la Casa Blanca nadie que pudiera salvarlo. Y a
principios de 1912 cuando los partidos se preparaban a realizar la campaña que llevaría a Woodrow
Wilson a la presidencia, la Cámara de Representantes, por moción del diputado Pujo, de Luisiana,
acordó realizar una investigación sobre el "trust del dinero".
El difunto Samuel Unterméyer, distinguido abogado de Nueva York y el más temible de los
investigadores, fué nombrado consejero de la comisión. Y luego, por primera vez, fueron revelados
públicamente los métodos, los recursos de entre bastidores, los planes, las conspiraciones, las ligas,
los acuerdos secretos mediante los cuales habían conseguido su poder los banqueros. Esa
investigación constituye el documento más importante en la historia de la época. Claro está que no
demostró que existiera un trust del dinero en el sentido de que un solo hombre manejase todo el
poder del dinero en los Estados Unidos. Pero sí demostró que unos pocos hombres poderosos,
medíante diversos procedimientos tortuosos y corruptores, habían conseguido en vastas áreas del
mundo del dinero, un poder que era fatalmente antisocial.

296
El momento culminante de la investigación fué cuando Morgan se presentó a declarar en diciembre
de 1912...Tenía 76 años. Contestó a las preguntas que le hicieron, con aparente franqueza. Todo
lo que se recuerda de ese interrogatorio es la afirmación, citada como un texto de las Santas
Escrituras, de que el crédito de un hombre no se basa en primer lugar en el dinero o la propiedad,
sino en el carácter. Nadie recuerda cómo Untermeyer le replicó demostrándole que él, Morgan,
como todos los demás prestamistas de dinero a la orden, lo prestaban en la Bolsa a corredores que
podían manipular con los valores, y que su casa no se preocupaba lo más mínimo del "carácter" de
las personas que obtenían los préstamos. Su declaración, en conjunto, careció de importancia.
Muchas, si no la mayoría, de sus respuestas, fueron absurdas. No sólo negó que existiera un trust
del dinero, sino también que él ejerciera poder alguno, por pequeño que fuera, en ninguna rama de
la industria. Insistió en que no manejaba su propia casa. Nunca actuaba por ambas partes en una
transacción, ni siquiera cuando era el banquero de una de ellas y el director de la otra; los directores
no ejercían poder alguno sobre las compañías y quienes dictaban la elección de los directores no
podían ejercer influencia alguna sobre éstos. Toda la declaración habría sido tonta de no ser por la
figura majestuosa del testigo.
Pero la investigación demostró por sí misma muchas cosas, y tuvo como consecuencia una serie de
reformas durante la primera presidencia de Woodrow Wilson. No obstante, sólo fué una pérdida de
tiempo en lo que se refiere a cambiar el curso de nuestro desarrollo económico, a desviar la marea
de la combinación y el monopolio. Se pudo haber hecho mucho, pero la guerra lo impidió. Con el
estallido de la Gran Guerra, todos los "malhechores de la gran riqueza" se convirtieron en grandes
patriotas. Muchas de las corporaciones que se veían en dificultades ante la depresión que se
acercaba, se salvaron. La guerra profundizó e intensificó la corriente hacia la combinación y, junto
con los nuevos inventos técnicos que en ese momento adquirían un gran valor comercial, sentaron
las bases de la época de locura que siguió.
El 4 de enero, después del interrogatorio a que fué sometido por, Untermeyer, Morgan se sentó en
su biblioteca, revisó sus documentos y arrojó muchos de ellos al fuego. Se sentía enfermo, y
probablemente se daba cuenta de que podía ser llamado a rendir cuentas en cualquier momento.
Quemó las pruebas. El 7 de enero se embarcó para un viaje de descanso en Egipto. Cayó enfermo
en aquel país y se apresuró a trasladarse a Roma. Allí falleció el 31 de marzo de 1913.

FIN

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