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Es fama que cuando Sigmund Freud se enteró de que sus libros ha-
bían sido quemados por los nazis, exclamó “!Cuánto ha avanzado el
mundo: en la Edad Media me habrían quemado a mí!”. En realidad,
el mundo no había avanzado; millones de hombres entraban en los hor-
nos del fascismo, para convertirse en cenizas, y muchos otros iban siendo
cambiados en escombros de humanidad por las prácticas de humillación y
degradación de aquella ideología tan singularmente moderna. Las palabras
de Freud quedarían como una gran ironía sobre su época, y el mundo saldría
de los infiernos de la Segunda Guerra Mundial, a tratar de purificarse de sus
males por el camino de encarnarlos en unos cuantos abominables demonios. 1/2
El siglo XIX, buen hijo del Renacimiento, de la ilustración y de los otros ra-
cionalismos, había erigido al Progreso en el gran dogma de los tiempos mo-
dernos. Si algo no admitía réplica ni duda era la evidencia de que el mundo
progresaba. La servidumbre era mejor que la esclavitud. El trabajo asalariado
mejor que la servidumbre. Y al fondo de esas menguantes penurias se insi-
nuaba el paraíso de la sociedad fraternal, último peldaño de un progreso que
nos había arrancado de la condición animal para exaltarnos en la especie
superior, administradora, como los marmorarios egipcios, “de los sones del
Cielo de la Tierra y del Nilo”. Los humanos éramos las criaturas superiores de
la naturaleza, y ya liberados por la razón podíamos sentirnos, como había
dicho Hamlet, semejantes a los ángeles y comparables a los dioses.
Génesis
Con la última guerra atómica, la humanidad y la civilización desa-
parecieron. Toda la tierra fue como un desierto calcinado. En cierta
región de Oriente sobrevivió un niño, hijo de un jerarca de la civili-
zación recién extinguida. El niño se alimentaba de hierbas y dormía en una
caverna. Durante mucho tiempo, aturdido por el horror del desastre, sólo
sabía llorar y clamar por su padre. Después sus recuerdos se oscurecieron, se
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disgregaron, se volvieron arbitrarios y cambiantes como un sueño; su horror
se transformó en un vago miedo. A ratos recordaba la figura de su padre,
que le sonreía o lo amonestaba, o ascendía a su nave espacial, envuelta en
fuego y en ruido, y se perdía entre las nubes. Entonces, loco de soledad, caía
de rodillas y le rogaba que volviese.
Entretanto la tierra se cubrió nuevamente de vegetación; las plantas se car-
garon de flores; los árboles, de frutos. El niño, convertido en un muchacho,
comenzó a explorar el país. Un día, vio un ave. Otro día vio un lobo. Otro
día, inesperadamente, se halló frente a una joven de su edad que, lo mismo
que él, había sobrevivido a los estragos de la guerra atómica.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó.
—Eva —contestó la joven—. ¿Y tú?
—Adán.
Borges en el infierno
(Fragmento)
Tomado y adaptado de: Agualusa, E. (2013). La substancia del amor y otras crónicas.
De la otra orilla del Atlántico. Portugal en la Filbo 2013. Bogotá: Filbo 2013,
pp. 249-250.
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