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elcultural.com/blogs/entre-clasicos/2015/03/la-metamorfosis-tras-la-pista-de-kafka/
Rafael Narbona
Las mujeres no le dieron de lado. Conocemos sus idilios con Felice Bauer, Julie
Wohryzek, Milena Jesenskà y Dora Diamant. No obstante, ninguna discurrió con
normalidad. Aunque estaba casada, Milena le propuso una y otra vez una cita en un hotel
para consumar la relación, pero el escritor declinó la sugerencia, contestándole que
prefería una carta de dos páginas a dos horas de pasión. No era impotente, pero le
desagrada el contacto físico, el ruido, la grasa, la carne, la desnudez. Abogaba por la dieta
vegetariana y la medicina naturista. La metamorfosis tal vez es una metáfora sobre su
incapacidad de cumplir las expectativas ajenas, no el fruto de una inexistente
adaptación. La escritura es el despertar definitivo a su diferencia. Siempre será
contemplado por los otros como algo extraño, ajeno y, en cierta medida, repulsivo. La
autoestima de Kafka era bajísima. Se observaba a sí mismo y sólo advertía torpeza,
inseguridad y fracaso. Se comparaba con “una pértiga inútil, cubierta de escarcha y nieve,
clavada oblicuamente en el suelo, en un campo profundamente revuelto, al margen de una
gran llanura, en una lóbrega noche invernal”.
Algunos consideran que esta explicación es insuficiente. Sólo expresa un punto de vista
psicopatológico, de corte freudiano, que apunta hacia una neurosis galopante, quizás
provocada por una sexualidad reprimida. La metamorfosis es una metáfora mucho más
ambiciosa sobre la alineación del ser humano, condenado a una existencia de explotación
y penalidades. Kafka era ateo y simpatizaba con el socialismo, pero sería una exageración
atribuirle una ideología marxista. Simplemente, es una voz secretamente subversiva
que cuestiona el orden establecido, subrayando la indefensión del individuo frente al
Estado. Se puede objetar que el Estado no aparece en el relato, pero en esos años la
familia patriarcal es uno de los tentáculos más despiadados del poder político, pues ejerce
una coacción legal y emocional. Ser hijo no significa ser amado, sino aceptar la autoridad
paterna, incuestionable desde una perspectiva ética y religiosa. Católicos, protestantes y
judíos invocan el ejemplo de Isaac, que aceptó la inmolación cuando Yavé exigió a
Abraham un gesto supremo de sumisión. “Honrarás a tus padres” no es un mandamiento
moral, sino un dictado jurídico.
Actualmente, el lector dispone de excelentes traducciones del peruano Juan José del Solar
(Gredos, 2011) y Guillermo Lorenzo (Funambulista, 2005). Personalmente, aconsejaría
que esas versiones se complementaran con Kafka, el cómic de Robert Crumb y David
Zane Mairowitz (Ediciones La Cúpula, 2010). Crumb, uno de los creadores del cómic
underground, ha logrado plasmar el mundo interior de un hombre cercado por el
desamparo, la angustia y el suave anhelo de la muerte. “Hay esperanza”, le confesó
una vez a Max Brod, “pero no para nosotros”. Kafka pensaba que Dios era un demiurgo
malvado y el mundo su pecado original. Morir es la única salida para esta pesadilla.
“Nunca viviremos juntos, ni compartiremos juntos, cuerpo con cuerpo, la misma casa, ni
nos sentaremos a la misma mesa, nunca, ni siquiera en la misma ciudad”, escribió Kafka a
Milena, “[pero] en lugar de vivir juntos, por lo menos podremos tendernos, felices, el uno
junto al otro para morir”.
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