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Frédéric Gros

FOUCAULT
Y LA LOCURA

Ediciones Nueva Visión


Buenos Aires
Título del original en francés:
Foucault et la folie
© Presses Universitaires de France, 1997

Traducción de Horacio Pons

I.S.B.N. 950-602-402-2
© 2000 por Ediciones Nueva Visión SAIC
Tucumán 3748, (1189) Buenos Aires, República Argentina
Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723
Impreso en la Argentina / Printed in Argentina
ADVERTENCIA

Propon mos aquí cuatro recorridos por la obra de Foucault. Se


trata de cuatro pensamientos coherentes, sistemáticos y dife­
renciados de la locura en este autor.
La prim era parte de esta obra examina los textos de la
década del cincuenta, previos a la escritura de la tesis. En
ellos, Fou jault no se m uestra original: la locura se comprende
a partir de los esquemas explicativos deudores de una vulgata
m arxista (Enfermedad mental y personalidad) y, sim ultánea­
mente, a través de las grillas de lectura tomadas de la filosofía
existencial (“Introducción” a Binswanger). La locura se pre­
senta alternativam ente como patología social objetiva y pro­
yecto fundamental de existencia. Esta doble dependencia no
deja de ser disonante. Su superación exige la puesta en acción
de un nuevo tipo de analítica histórica.
El segundo tiempo de la obra estudia la Historia de la
locura en la época clásica. Es la parte más extensa. No
intentamos dar un resumen del gran relato. Siempre nos
pareció que la Historia de la locura... se apoyaba sobre una
arquitectura conceptual extremadamente fuerte. Nos hemos
consagrado únicamente a recuperar esta última. Ambición
que, al mismo tiempo, nos libera de la tarea ambigua de juzgar
la validez de los contenidos históricos propuestos por Foucault.
El tercer gran capítulo está dedicado a lo que la construc­
ción de Foucault considera la “literatura”, tanto en su Ray-
mond Roussel como en artículos dispersos escritos para Tel
Quel, Critique, etcétera. Es como si, al hablar de literatura,
Foucault prolongara ciertas intuiciones de su Historia...
Excepto que se diga que lo que se había decidido como locura
en su tesis lo debía ya a la lectura de Artaud, Bataille o
Blanchot. En él, literatura y locura se pertenecen una a otra
o, mejor, cada una de ellas se ajusta a una experiencia única
de lenguaje. Armados con ese postulado, consagramos largas
páginas a la experiencia crucial de un lenguaje sin origen, tal
como lo m uestra de m anera decisiva la escritura literaria. Ese
lenguaje es el mismo que tram a el delirio de los locos.
La cuarta parte estudia las presencias de la locura en Las
palabras y las cosas. Esta obra da a Foucault la oportunidad
de aclarar la importancia que atribuye a las construcciones
metapsicológicas de Freud y situar el psicoanálisis en su
relación con las ciencias del hombre y los pensamientos de la
finitud.
EL FUNDAMENTO SOCIAL EXISTENCIAL
DE LAS ENFERMEDADES MENTALES

La r e c u s a c ió n
DE UNA METAPATOLOGÍA UNITARIA
El primer libro de Foucault1está animado por una ambición
real: “M ostrar de qué postulados debe liberarse la medicina
mental para convertirse en rigurosamente científica” (p. 8).
En 1954, la voluntad de “hacer ciencia” en relación con la
locura no constituye el objeto de ninguna reducción. Debía
aparecer, bajo el impulso teórico de Althusser, como el ele­
mento previo de cualquier investigación seria y eficaz, y
vemos a Foucault someterse a ella con una extraña docilidad.2
El ensayo se inicia con el enunciado de dos preguntas: “¿En
qué condiciones se puede hablar de enfermedad en el dominio
psicológico? ¿Qué relaciones pueden definirse entre los datos
de la patología m ental y los de la patología orgánica?” (p. 7).
1 Maladie mentale et personnalité, editado por p u f en abril de 1954
[traducción castellana: Enfermedad mental y personalidad, Buenos Aires,
Paidós, 1991. Las páginas citadas de esta obra corresponden a la edición
castellana]. Una segunda edición, con importantes modificaciones en su
texto (que tienen en cuenta los logros de la Historia de la locura...), apareció
en 1962 (es la que hoy figura en la colección “Quadrige” de PUF con el título
de Maladie mentale et psychologie). Sólo consideramos aquí la edición de
1954. Para un estudio comparativo de ambos textos, cf. el artículo de P.
Macherey, “Aux sources de YHistoire de la folie: une rectification de ses
limites”, en Critique, n" 471-472, 1986, pp. 753-774.
2Según D. Eribon, “Foucault va a adherir al Partido Comunista, en gran
parte, bajo la influencia de Althusser” (Michel Foucault, París, Flammarion,
1989, p. 50) [traducción castellana: Michel Foucault y sus contemporáneos,
Buenos Aires, Nueva Visión]. Al parecer, se afilió al partido en 1950 y
renunció a él a fines de 1953. La redacción definitiva de la obra se sitúa sin
duda durante este último año.
Las respuestas corrientes prolongan invariablemente oposi­
ciones conceptuales macizas, esto es: materialismo fisiológico
del cuerpo contra idealismo orgánico del sentido. Falsos
debates, sin embargo, alimentados por la tentación reiterada
de constituir, por encima de las alteraciones mentales y
orgánicas, una teoría patológica general y abstracta. Foucault,
al contrario, va a consagrarse, en el espacio de una pequeña
obra, a fundar científicamente la psicopatología, dándole
como punto de anclaje no una “‘metapatología’ cualquiera”
que englobe el conjunto de las afecciones, sino “una reflexión
sobre el hombre mismo” (p. 8). La psicopatología sólo puede
llegar a ser científica en el marco de una reflexión sobre “el
hombre” concreto. Este retorno al hombre constituía en los
años cincuenta una urgencia especulativa cuya evidencia era
sin duda lo suficientemente compartida para que pudiera
tolerar toda una diversidad de posiciones teóricas, del exis-
tencialismo fenomenológico al marxismo hum anista.
El primer capítulo (“Médecine mentale et médecine organi-
que”) desarrolla históricamente las tesis dogmáticamente
afirmadas en la introducción. Foucault m uestra las grandes
etapas de esa “patología general” cuyay pretensiones denun­
ció de antemano. En un primer mnmentó, la medicina mental,
como un calco de la medicina orgánica, constituye una sinto-
matología y una nosografía. Es la época de las grandes
entidades clínicas clásicas. Foucault denuncia dos postula­
dos: en ellas, la enfermedad mental se piensa como esencia
(entidad ideal, autónoma, que se m antendría casi retraída de
sus manifestaciones concretas) y como especie natural (la
unidad de la patología sería la de una especie viviente que se
especifica sin perderse). Estos dos supuestos previos3estable­
cen entre patologías orgánicas y patologías mentales un
paralelismo abstracto y nos hacen perder de vista la unidad
del hombre real: “El problema [...] de la totalidad psicosomá-
tica sigue abierto en su totalidad” (p. 13). La segunda etapa (la
década del treinta) “privilegia, al contrario, las reacciones
globales del individuo”. La enfermedad mental se describe
entonces como “alteración intrínseca de la personalidad” (p.
14). Foucault se refiere a los trabajos de Goldstein (se conocen
3 Diez años más tarde, Foucault los identificará como constituyentes del
fondo de la medicina prerrevolucionaria de las especies (Naissance de la
clinique, París, p u f , 1963, pp. 6-8) [traducción castellana: El nacimiento de
la clínica: una arqueología de la mirada médica, Buenos Aires, Siglo XXI,
1966],
las prolongaciones que encontraron en la obra de Merleau-
Ponty) sobre la afasia: ésta, irreductible a una lesión orgánica
lo mismo que a un déficit puram ente psíquico, señalaría más
bien la incapacidad existencial de un ser vivo para adoptar
una actitud de denominación. En consecuencia, la enferme­
dad en general ya no se comprende como la entidad mórbida
que desde el exterior lanza ataques al alma o al cuerpo, sino
como “una reacción global del individuo tomado en su totali­
dad psicológica y fisiológica” (p. 16). Así como un momento
antes había criticado el falso paralelismo de las patologías,
ahora Foucault denunciaría el tem a ilusorio de una unidad de
lo patológico.4
Así, pues, entre patología orgánica y patología mental no
hay ni paralelismo abstracto ni unidad confusa. Si hay sin
duda coherencia entre los diversos tipos de enfermedad, se
trata exclusivamente de una unidad “de hecho”, en el sentido
restringido de que quien los respalda es “el hombre real” (p.
21). Habrá que interrogar a este hombre real para volver a
captar la irreductibilidad de la locura. La búsqueda de las
formas concretas de la enfermedad m ental proseguirá en dos
direcciones: estudio de sus dimensiones psicológicas, estudio
de sus condiciones reales.

4 Tres direcciones conceptuales bastan para demostrar la irreductibili­


dad de la patología mental: la abstracción (si en la enfermedad orgánica
siempre es posible aislar, abstraer la singularidad de una reacción mórbida,
apenas es viable una operación semejante en el caso de la vida psicológica,
en la que el trastorno parece ligado a toda la personalidad del enfermo, de
acuerdo con un estilo de cohesión específico); lo normal y lo patológico (esta
distinción sigue siendo eficaz en medicina orgánica, con la condición, desde
luego, de reinscribir lo patológico como virtualidad y no como monstruosidad
fisiológica; en psiquiatría, la frontera entre una reacción normal y una
actitud patológica no es identificable con tanta facilidad); el enfermo y su
medio (las prácticas médicas permiten aislar una originalidad mórbida,
recortar la individualidad de un sujeto enfermo; en psiquiatría, al contrario,
las prácticas terapéuticas, y más en general las prácticas del entorno con
respecto al enfermo, entablan relaciones constitutivas con la patología.
Cuando Babinski, por ejemplo, logra aislar la sugestibilidad de la histérica,
en el momento en que ésta, bajo la hipnosis, obedece una orden externa, lo
que está en entredicho son menos las capacidades de simulación de la
enferma que la realidad social del poder alienante de la medicina mental).
n
L as formas
DE LA ENFERMEDAD MENTAL

La enfermedad mental hace que en la conducta del individuo


afectado se manifiesten “déficits”. Constituye rápidam ente el
objeto de un análisis negativo (pérdida de la memoria, aboli­
ción del lenguaje, derrumbe de las referencias, etcétera). Pero
al mismo tiempo que desaparecen funciones, se introducen
automatismos (estructura de repetición, monólogo continuo,
etcétera). De tal modo, las oposiciones entre funciones des­
aparecidas y funciones conservadas declinan tres dobletes
conceptuales: lo simple y lo complejo (el delirio sustituye la
síntesis del diálogo por la repetición incansable de sonidos
elementales), lo inestable y lo estable (el proceso patológico
exagera fenómenos continuos como el sueño), lo involuntario
y lo voluntario (el enfermo pierde toda libertad de iniciativa
y se ve repentinam ente presa de la repetición automática).
Esta oposición estructural puede volver a desplegarse de
acuerdo con una dimensión evolutiva. Se dirá que la enferme­
dad mental presencia la desaparición de conductas superiores
y recientes en beneficio de actitudes arcaicas elementales. La
locura dejaría entrever, en el vacío ahondado por la ausencia
de funciones complejas, la prehistoria de lo humano: “La
enfermedad no es una esencia contra natura, es la naturaleza
misma, pero en un proceso invertido” (p. 25). Así, Jackson
encontraba la explicación de los comportamientos mórbidos
en uñ fenómeno de regresión.5Sin embargo, este regresionis-
5 Para Foucault, esta lectura de la enfermedad mental como retorno a
estados arcaicos vuelve a hallarse parcialmente en Freud, quien interpreta
los grandes tipos de neurosis como otras tantas fijaciones o retornos a un
estadio de sexualidad infantil: la neurosis de abandono como complejo
establecido durante la fase de erotismo bucal, en que actúa una ligazón casi
biológica con la madre; la neurosis obsesiva estructurada por la ambivalen­
cia afectiva que marca el período sádico anal (aprendizaje simultáneo de la
prohibición y la valorización); la histeria que recupera el despedazamiento
corporal (anestesias locales, parálisis, etcétera) que debía conjurar la
experiencia del cuerpo propio en el espejo. Si todo estadio libidinal que
atraviesa el niño contiene la estructuración inmanente de futuras neurosis,
es porque éstas se comprenden a su vez como resu^gencias de estados
antiguos de la libido. Janet también se inspiraría en este esquema explica­
tivo. Según él, la enfermedad mental, al quebrar las tensiones energéticas
necesarias a las acciones continuadas y ordenadas, impide las “conductas
difíciles” (las que implican la síntesis elaborada de una multiplicidad de
conductas elementales). El psicasténico se muestra pronto incapaz de una
mo psiquiátrico está gravado por dos postulados discutibles:
se piensa el psiquismo como sustancia (la libido de Freud o la
energía psíquica de Janet) susceptible de involución, y se
supone la identidad estructural de las personalidades del
niño, el loco y el primitivo.6 No obstante, Foucault pretende
conservar esa noción de regresión, pero como grilla de lectura
(y no factor de explicación): “La regresión, en consecuencia, no
debe tomarse sino como uno de los aspectos descriptivos de la
enfermedad” (p. 33). Pero una descripción semejante ignora
aún dos dimensiones de la patología mental. En la locura, la
personalidad ya se reorganiza según un estilo propio que es
conveniente poner de relieve; por otra parte, el principio
general de regresión no explica por qué el retorno afecta a tal
individuo, en tal momento de su historia: “Por lo tanto, hay
que llevar más lejos el análisis, y completar esta dimensión
evolutiva, virtual y estructural de la enfermedad mediante el
análisis de la dimensión que la hace necesaria, significativa e
histórica” (p. 36).
El capítulo m de Enfermedad mental y personalidad se
dedicará a la “historia individual”. Foucault empieza por
enunciar una oposición entre evolución e historia: “En la
evolución, el pasado promueve el presente y lo hace posible; en
la historia, el presente se separa del pasado, le confiere un
sentido y lo hace inteligible” (p. 37). La perspectiva de la
evolución es explicativa: se trata de dar cuenta de un hoy por
un ayer, como si la anterioridad pudiera valer de inmediato
como razón. La historia pone en acción una interpretación del
pasado, pero desde un sentido presente: “El error original de
la mayoría de las psicologías genéticas consiste sin duda en no
haber comprendido estas dos dimensiones irreductibles de la
evolución y la historia en la unidad del devenir psicológico” (p.
37). Correspondió a Freud haber sabido revelar la dimensión
propiamente histórica del psiquismo. La historia designa
exactamente la posibilidad de que un presente interrogue su
singularidad poniéndose frente a un pasado cuyo sentido
descifra sim ultáneam ente.7 La síntesis del pasado y el pre­
atención al presente y los otros, de una inteligencia simultánea del horizonte
social e interlocutores específicos.
s Esta identidad representa un problema: no se puede atribuir al niño y
al primitivo personalidades disminuidas.
7 En Foucault, esta mira del sentido presente que pasa por una interpre­
tación del pasado engloba en gran medida, en la estructura de la mirada que
sente se efectúa de acuerdo con una relación circular de
significación y no, como en la evolución, por una sucesión de
momentos, regulada por una causalidad unívoca. En ese
aspecto, Foucault reconoce al psicoanálisis el notable mérito
de haber sabido abrir la psicología positiva a la dimensión del
sentido. El capítulo m está completamente dedicado a una
presentación de Freud. La actitud regresiva puede reinte­
grarse entonces como síntoma significante: “La regresión no
es una caída natural en el pasado; es una huida intencional
fuera del presente” (p. 40). La regresión ya no se comprende
como reflujo mecánico hacia comportamientos primitivos,
sino como estrategia de sustitución. El resurgimiento del
pasado actúa como refugio -mecanismo de defensa-8frente a
un presente insostenible: “La enfermedad tiene por contenido
el conjunto de las reacciones de fuga y defensa mediante las
cuales el enfermo responde ala situación en que se encuentra”
(p. 43). La regresión es menos una virtualidad presente en las
leyes biológicas de la evolución que una actitud de repliegue
suspendida de la historia individual. Sin embargo, ese refugio
en el pasado no supera la contradicción, sino que la profundi­
za. Puesto que lo característico de la actitud patológica es
superar un conflicto psicológico usando medios que exacerban
la contradicción interior en vez de apaciguarla. La defensa en
la locura no es más que la expresión de una derrota suprema.
Rechazo el terror de una situación presente refugiándome en
posturas pasadas, que despiertan viejas angustias de las que
me defiendo mediante un presente neurótico. Aquí, la espiral
vertiginosa de la angustia une el pasado y el presente en un
largo pliegue doloroso. En efecto, una angustia fundamental
permite la comunicación de las dimensiones temporales y
constituye el horizonte afectivo constante de una existencia
alienada en la diversidad enloquecida de los síntom as. Pero al
toparse con la angustia,9 Foucault debe confesar claramente
que no encuentra sólo un hecho de la historia individual, sino
implica (dimensión “sagital”), la filosofía definida como “actividad de diag­
nóstico”.
8 Anna Freud establecerá una tipología de estos mecanismos (represión
para la histeria, aislamiento para el obsesivo, mecanismos de proyección-
introyección e inversión para el paranoico, etcétera)
9En su Histoire de la folie á l’áfíc claxsiijuc (París, (¡allimard, 1972, col.
“Tel”, p. 122) [traduccióncastellana: Historia <lc la. locura rn Ia época clásica,
Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, lí)!)2, 2 l.omosl, Foucault hará
de ella el denominador de la experiencia inoilcrmi de la locura.
una dimensión fundamental de la existencia. Cosa que deno­
mina alternativam ente: “estilo de experiencia”, “a priori de
existencia”, “necesidad existencia]” (p. 51). La angustia ase­
gura la transición hacia la últim a dimensión descriptiva de la
locura (“la enfermedad y la existencia”).
Hay que entender este punto de inflexión como someti­
miento a la exigencia de pensar el fundamento de las teorías
anteriores. En primer lugar, el regresionismo naturalista se
borró frente a la perspectiva histórica (en el sentido de la
particularidad de la historia individual),10 pero esta misma
deberá inclinarse ante la exhibición de un fundamento exis-
tencial. En ese punto surge la idea de una “experiencia
fundamental” (p. 53).11 En el corazón de la locura, esta
experiencia de angustia, reaprehendida desde una intuición
inmediata, designa en su principio la vivencia mórbida que un
análisis discursivo se afana torpemente por reproducir. ¿Pero
es posible penetrar las estructuras del mundo psicótico, par­
ticipar en ellas? Foucault cita aquí la obra de Jaspers (Psico-
patología general) como tentativa lograda de una “compren­
sión intersubjetiva [que] puede alcanzar el mundo patológico
en su esencia” (p. 54). La reconstitución de la experiencia de
la locura englobará dos aspectos: examen de las modalidades
de su autoaprehensión (desde la percepción del mal que se
representa como accidente orgánico al margen de sí mismo,
hasta la completa inmersión del sujeto en el universo mórbi­
do, pp. 55-59); y el análisis de las estructuras del mundo
patológico (en sus formas temporales, espaciales, sociales,
corporales, pp. 59-65; se trata, por ejemplo, de las estructuras
temporales tal como las describen Minkowski en una demen­
cia paranoide —tiempo de la inmanencia catastrofista- o
Binswanger -tiem po fragmentado del maníaco-, etcétera).
No obstante,Ua noción de “mundo]’ (segundo sector del estu­
dio) asume en el texto de Foucault un relieve particular: todo
el análisis va a girar en torno de ella. El mundo mórbido
constituye, en efecto, el terreno existencial de la enfermedad
mental. Abre la única perspectiva fundamental desde la que
es posible una lectura exhaustiva del hecho patológico y
atribuye su verdadero lugar a las estructuras naturales (re­
gresionismo) y los factores históricos (psicoanálisis). En ella
10 Foucault opone los “mecanismos individuales cristalizados por la
historia” a las “estructuras naturales” (p. 52).
11 Esta expresión tendrá una importancia decisiva en Historia de la
locura...
se anudan todas las significaciones en un único haz. Empero,
señala Foucault, al mismo tiempo que se condena a un
universo terrible y cerrado, el enfermo se abandona al mundo
-esta vez en el sentido de mundo m aterial, compartido—“como
a un destino exterior” (p. 66). La locura conjuga vocación
absoluta por un mundo interior y abandono pasivo a las
positividades del mundo exterior. Así comprende sim ultánea­
mente determinismos orgánicos objetivos y núcleos irreducti­
bles de significaciones. En la psicosis se encontrará una
rigidez que obedece tanto al rito significante como al mecanis­
mo animal ciego. Momento en que la obstinación del sentido
adopta el rostro de un determinismo inhumano. Cuando el
enfermo teje la red de sentido de su universo mórbido, lo hace
dejándose cautivar por factores objetivos. ¿Pero ese mundo
exterior no poseerá en última instancia la clave de las formas
de la locura? ¿No se sacrificó hasta aquí demasiado a la
exigencia literaria de una traducción de la vivencia mórbida?
¿No es hora de trazar la dimensión objetiva que explique la
enfermedad m ental desde un condicionamiento exterior? Es
indudable que Foucault refleja débilmente esta dualidad
mundo interior/mundo exterior. Ésta coincide con la oposición
metodológica entre unas exigencias de descripción (reinte­
gración de la unidad de sentido del comportamiento patológi­
co) y las necesidades de la explicación (develamiento de
condiciones históricas de posibilidad de la locura). La oposi­
ción entre las dos partes de la obra (“Las dimensiones psico­
lógicas de la enfermedad”, “Las condiciones de la enferme­
dad”) encubre con bastante amplitud, como lo m uestra el
detalle del texto, la del interior y el exterior. Es como si, tras
haber explorado las dimensiones interiores (la “subjetividad
del insensato”, p. 67) de la patología, Foucault pasara brusca­
mente al examen científico de las “condiciones exteriores” de
la enferm edad.12 La fidelidad a las exigencias descriptivas
impone, por sus propios límites, la inversión del análisis en
una dilucidación de las causas objetivas de la enfermedad
mental. La ciencia de la locura será la de una exterioridad
determinante.
Cuando se describía la locura como resurgimiento de con-
12 Al respecto, hay que señalar una errata evidente en el texto de 1954:
en la última línea de la página 69, no hay que leer “dimensions extérieures"
[“dimensiones exteriores”] sino “dimensions intérieures” [“dimensiones inte­
riores”] (ya corregida por P. Macherey en su artículo “Aux sources...”, op.
cit.). [La errata fue corregida en la edición castellana.]
ductas arcaicas, como prueba inquieta de la ambivalencia de
la experiencia y, por último, como constitución existencial de
un mundo mórbido, lo que se estudiaba, en consecuencia, eran
únicamente las “formas” de la patología mental. En ningún
caso sus “condiciones de aparición”. 13 El regresionismo posi­
tivista (psiquiatría naturalista) quedó superado por un enfo­
que en términos de conducta significativa (psicoanálisis),
reajustado en sí mismo a la reaprehensión de experiencias
fundamentales (antropología existencial). La causalidad, la
significación y lo fundamental forman algo así como tres
niveles para una descripción cada vez más precisa de las
formas de la enfermedad. Evolucionismo, psicoanálisis y
análisis existencial agotan su virtud en ella. Pero hay que
trazar un nuevo eje teórico para producir su explicación.
Tomar grillas descriptivas (las formas de regresión, los trau ­
mas infantiles, los existenciales) por esquemas explicativos es
caer en la mitología (p. 85). Así, pues, se nos remite a la
historia como fundamento auténtico: “Sólo en la historia se
pueden descubrir las condiciones de posibilidad de las estruc­
turas psicológicas” (p. 85). ¿Pero cuál será esa historia (dife­
rente de la historia en el sentido individual del capítulo m) tan
tardíam ente convocada, y que se presenta sin embargo como
lo esencial? Foucault responde esta pregunta en la segunda
parte que será íntegram ente revisada en la edición de 1962.
Las virtudes de la descripción subsistirán intactas, pero las
quimeras de una explicación m aterialista de la locura se
desvanecerán para no volver.

L as c o n d ic io n e s m a t e r i a l e s
DE LA ENFERMEDAD MENTAL

iDecir que la enfermedad mental depende de las condiciones


históricas aún sigue siendo vago, y Foucault m uestra rápida­
mente interés en impedir un primer contrasentido. Se encon­
traría con facilidad (tanto en la escuela culturalista norte­
americana como en los escritos de Durkheim) la idea de que
lo que se designa como locura debe comprenderse simplemen­
te como apartam iento con respecto a una norma cultural.
Foucault redobla de inmediato ese relativismo con un histori-
1,1Para la oposición “forma” / “condición”, véanse por ejemplo las pp. 20,
21 y 68.
cismo: la idea misma de la locura como comportamiento
desviado es un producto histórico (“Los análisis de nuestros
psicólogos y sociólogos, que hacen del enfermo un desviado y
buscan el origen de lo mórbido en lo anormal, son ante todo,
por lo tanto, una proyección de tem as culturales”, p. 71). La
locura no es el residuo negativo de las culturas (algo así como
la franja de sombra que la normalidad describiría en torno de
sí), sino su producto positivo. Y debe comprenderse como
hecho histórico (capítulo v). Hay una historia de las figuras de
la locura. Desde la Antigüedad hasta la época clásica, se
percibe al loco como “poseído”: se dice que lo habita una
potestad extraña, a veces maléfica (el diablo para el pensa­
miento cristiano), que lo transform a en “otro” (pp. 73-75). El
siglo xvm rompe con esta visión sobrenatural de la locura.
Laicalizado, el loco será percibido entonces como un pobre
hombre privado de sus facultades más elevadas (“concepción
hum anista de la enfermedad”, p. 76). Esta “desposesión” del
orate, al hum anizar lo insensato en el nivel del concepto, es
contemporánea de la introducción de prácticas inhum anas de
alienación a su respecto: “Lo importante es que el cristianis­
mo, a la vez que despoja a la enfermedad mental de su sentido
humano, le da un lugar dentro de su universo [. . .]. La obra de
los siglos x v iii y x ix es inversa: devuelve a la enfermedad
mental su sentido humano, pero expulsa al enfermo mental
del universo de los hombres” (p. 76). El loco o el declarado
como tal está privado de sus derechos, desposeído de sus
bienes, excluido del espacio público: “En consecuencia, para el
enfermo la alienación es mucho más que un estatus jurídico:
una experiencia real” (p. 78). Así, pues, en la locura la
alienación no es un dato médico puro, una verdad de natura­
leza, sino un producto social e histórico.
Las grandes dimensiones descriptivas de la locura puestas
de relieve por Foucault en la primera parte (resurgimiento de
conductas arcaicas, mecanismos de defensa en la experiencia
de una contradicción insuperable, proyección angustiada de
un universo solitario) encuentran en las prácticas sociales
contemporáneas sus condiciones respectivas de posibilidad.
Unas prácticas educativas adaptadas en exceso y un medio
sobreprotegido term inan por ahondar un abismo entre el
ámbito irreal, abstracto e idílico de la infancia y un mundo
adulto saturado de tensiones. De allí la tentación del retorno,
desde el momento en que uno comprueba su propia fragilidad:
Las neurosis de regresión no manifiestan la naturaleza neu­
rótica de la infancia, sino que denuncian el carácter arcaico de
las instituciones pedagógicas. Lo que encontramos como fun­
damento de estas formas patológicas es el conflicto, en el seno
de una sociedad, entre las formas de educación del niño, donde
ella oculta sus sueños, y las condiciones que plantea a los
adultos, en las que se leen, al contrario, su presente real y sus
miserias, (p. 81.)
La ambivalencia de la experiencia hundía al individuo
desfalleciente en la angustia y lo obligaba a caer en la espiral
indefinida de mecanismos de defensa desbaratados de ante­
mano. Esta ambivalencia, de todos modos, no encubre una
virtualidad patológica natural del psiquismo humano o la
lucha que librarían el instinto de vida y la pulsión de muerte.
Debe su posibilidad a las contradicciones de la sociedad
capitalista, en la que el otro asume el rostro contradictorio del
competidor y el asociado. Por último, el nudo existencial de la
psicosis (doble postulación contradictoria: proyección de un
mundo privado en el que el yo se retira y resignación pura ante
las coacciones objetivas) se origina en la organización de una
sociedad industrial en la que el hombre ya no se reconoce en
unas mediaciones técnicas que lo desbordan: nos dejamos
determ inar por ellas a la vez que las eludimos gracias a la
constitución de una esfera fantástica. De modo que el hecho y
las formas de la alienación mental no se agotan en unos
determinismos psíquicos “naturales”: están gobernados por
prácticas sociales histórica y geográficamente situadas. En
Foucault, la designación de ese condicionamiento no escapa a
la vaguedad: el texto habla de m anera indistinta de “funda­
mento”, “origen”, “condición real”, “condición de posibilidad”.
Foucault no se toma el trabajo de justificar la pertinencia de
un esquema de explicación m arxista que actúa implícitamen­
te en la obra como garantía teórica última. Ni siquiera son
precisas las determinaciones prácticas de la patología mental:
alternativam ente “condiciones de existencia”, “estructuras
sociales” y “medio humano”.
La experiencia subjetiva conflictiva, corazón existencial de
la locura, encuentra por lo tanto en las contradicciones obje­
tivas de la sociedad capitalista su fundamento concreto. Pero
resta comprender, en el último capítulo, cómo pueden tradu­
cirse unos conflictos sociales objetivos en desgarramientos
psicológicos íntimos. Para ello, Foucault invoca la reflexología
de Pavlov. La dialéctica de la excitación y la inhibición en el
sistema nervioso permite una nueva captación del proceso de
las patologías mentales. Según Foucault, es posible elaborar
todo un cuadro de las formas de locura si se toma como base
el estudio del “funcionamiento normal del sistema nervioso”
(p. 89). El aislamiento de zonas, la rigidez de las respuestas y
los fenómenos paradójicos son otras tantas particularidades
funcionales del sistema nervioso sometido a agresiones dema­
siado intensas. Siempre se trata, pero de acuerdo con figuras
diferentes (que engloban especies distintas de locura), de
reaccionar ante una situación de conflicto demasiado fuerte
mediante una “inhibición generalizada” (p. 95), en vez de una
respuesta diferenciada norm al.14 La conclusión de la obra de
Foucault puede ordenar una serie de inversiones. La ciencia
psiquiátrica clásica admite como dato primario un anormal
puro, que altera la personalidad hasta enfermarla, provocan­
do una completa alienación. Una psicopatología m aterialista
reconstruye la lógica real del proceso: postula como dato
primario la alienación que fragiliza las constituciones nervio­
sas y provoca una enfermedad del sistema nervioso, a partir
de lo cual la psicopatología puede construir una esencia
abstracta de anormalidad como dogma explicativo. Esta alie­
nación prim era debe entenderse, no como pérdida de “hum a­
14 En la década del cincuenta, esta referencia a Pavlov tenía la dimensión
de una elección política y, más allá, el intento de plantear en el principio de
los trastornos mentales las contradicciones de la sociedad capitalista (hacer­
la culpable de sus locos) se remitía en gran medida a la vulgata marxista. Por
lo demás, la obrita de Foucault se inscribe en la continuidad del n° 1 de una
revista psiquiátrica aparecida en 1951 (con la participación de L. Bonnafé)
y cercana al Partido Comunista: La Raison. Cahiers de psychopathologie
scientifique. La orientación editorial es clara: “La ausencia de una doctrina
psicopatológica realmente científica es responsable de las ilusiones a las que
se entregan demasiados psiquiatras [...]. Estas son las bases de una
verdadera higiene mental: la determinación de las condiciones concretas en
que el individuo se enferma, su denuncia y su eliminación” (pp. 6-9). En ese
número aparece también la traducción de un texto de Pavlov (“Les réflexes
conditionnés”, artículo de la Grande encyclopédie medícale russe, pp. 13-26)
que define la dialéctica de la inhibición y la excitación y las diferentes fases
(de equilibrio, paradójica, ultraparadójica) que sirven a Foucault como
nuevo principio de clasificación de los trastornos mentales. El mismo
número de la revista publica un artículo del doctor Sven Follin titulado
“Apport de Pavlov á la psychiatrie” [“El aporte de Pavlov a la psiquiatría”],
en que ya se efectúa con todo rigor la síntesis entre los resultados de la
reflexología y el cuadro de las enfermedades mentales (pp. 105-118).
nidad” en el sentido ideológico definido por la “revolución
burguesa” (p. 98), sino como imposibilidad de que el individuo
que vive y trabaja domine las contradicciones concretas de su
existencia. En ese sentido, el enfermo mental es la expresión
directa de las contradicciones de la sociedad civil. Su aliena­
ción no mide la distancia que lo hace presuntam ente ajeno a
una naturaleza hum ana especulativa, sino la que la sociedad
introduce entre la definición abstracta que da de la hum ani­
dad y las condiciones sociales impuestas a los individuos
concretos. El alienado no está fuera de la humanidad. Está
dentro de la sociedad que lo deshumaniza.

H is t o r ic id a d
DEL HOMBRE VERDADERO
El año mismo de la publicación de Enfermedad mental y
personalidad aparece en la editorial Desclée de Brouwer una
traducción al francés de un texto de Binswanger (Le Reve et
Vexistence), precedida por una larga introducción escrita por
Foucault. Es indudable que no se trata aquí directamente de
locura, sino más bien de la lógica del sueño. En su texto,
Foucault objeta a la vez psicoanálisis y fenomenología onírica:
el primero nos enseña a leer el sentido de un sueño, pero omite
la instancia de donación subjetiva de ese sentido para retener
únicamente el momento del código; la fenomenología husser-
liana, por su parte, dilucida con claridad en su pureza la
actividad significante, pero renuncia a comprender cómo se
realiza el sueño en estructuras objetivas de expresión que
superan las posibilidades de un sujeto. Según Foucault, el
sueño debe comprenderse, más acá de esta alternativa, en su
dimensión de experiencia existencial, y no como texto signifi­
cante a descifrar (psicoanálisis) o a constituir (fenomenolo­
gía). Lo que aquél nos transm ite, entonces, es menos una
experiencia particular, determinada, que el movimiento ori­
ginario de la existencia misma que se trasciende en el acto de
darse un mundo en el cual desplegarse. No obstante, si el
sueño se deja comprender como revelación a sí mismo de una
libertad en el puro movimiento de constituirse un mundo
antes de enfrentarse al mundo, ¿cómo entender el antiguo
parentesco que suscita la coincidencia de sus meandros con
los enredos del delirio? Foucault, tras recordar el estudio del
caso de Ellen West por Binswanger, concluye:
Cuando la existencia se vive en la inautenticidad, su devenir
no es como el de la historia. Se deja absorber en la historia
interior de su delirio, o bien agota íntegramente su duración
en el devenir de las cosas; se abandona a ese determinismo
objetivo en que se aliena totalmente su libertad originaria. Y
tanto en un caso como en el otro, la existencia, por sí misma y
por su propio movimiento, se inscribe en ese determinismo de
la enfermedad en que el psiquiatra ve la verificación de su
diagnóstico y en virtud del cual se cree justificado a considerar
la enfermedad como un “proceso” objetivo y al enfermo como la
cosa inerte en que se desarrolla ese proceso según su determi­
nismo interno. El psiquiatra olvida que es la existencia misma
la que constituye esa historia natural de la enfermedad como
forma inauténtica de su historicidad, y lo que describe como la
realidad en sí no es más que una instantánea tomada del
movimiento de la existencia que funda su historicidad en el
momento en que se temporaliza.15
Aquí reencontraríamos fácilmente lo que Foucault ya ha­
bía tomado de Binswanger en Enfermedad mental y persona­
lidad: la vocación sim ultánea de la psicosis para la extrema
objetividady una subjetividad sin límites. Pero ese movimien­
to contradictorio de abandono se reaprehende aquí como
autoalienación de una libertad que se niega a la temporalidad
déla historia “auténtica” para plegarse a los ritmos indiferen­
tes y neutros de la enfermedad. El determinismo de la pato­
logía no es entonces sino el reverso de la elección de una
existencia que aliena su libertad y se deja ganar por la inercia
de las cosas. El discurso médico no se denuncia como ilusión
o engaño. Se conforma bien a su objeto (el enfermo), pero ese
acuerdo sólo es posible desde la apertura irreductible de una
elección de existencia. El psiquiatra no desconoce la enferme­
dad, pero se equivoca al interpretarla como naturaleza cuan­
do es historia (pero historia inauténtica que, en el caso de la
psicosis, se rechaza a sí misma). Para Foucault, en la “Intro­
ducción” a Binswanger, la “historia” significa la “trascenden­
cia del existente a sí mismo en el movimiento de su tempora­
lidad” (p. 108). En ese sentido, se opone (cuando es auténtica)
al “devenir de las cosas” (p. 109) en que term ina por abismarse
el sujeto psicótico. O mejor: la “naturaleza” del hombre loco es
una historia en la instancia de su derrota asumida. Pero la
15 M. Foucault, “Introduction” (1954), en DitsetÉcrits 1954-1988, París,
Gallimard, 1996,1.1, pp. 108-109. Todas las citas de la “Introducción” están
tomadas de esta obra.
“historia” designa además, en las últim as páginas del artículo
de Foucault, el momento en que las significaciones de la
existencia se cumplen en el mundo real. La conclusión de la
“Introducción”, en efecto, m uestra cómo la imaginación poéti­
ca auténtica -al ser liberación de las significaciones origina­
rias-, la poesía y la ética alcanzan claramente “el registro de
la historia”: “La expresión es lenguaje, obra de arte, ética:
problemas, todos, de estilo, momentos históricos, todos, cuyo
devenir objetivo es constituyente de ese mundo” (p. 118).16
Foucault, efectivamente, compréndela “imaginación” como la
dinámica misma del movimiento del sueño, es decir, el ascen­
so hacia una existencia que se configura originaria y libre­
mente un mundo. Rebate explícitamente los análisis de Sar-
tre en La imaginación, que siguen planteando “clásicamente”
la imagen “por referencia a lo real” (aun cuando esta designa­
ción de lo real por la imagen es para Sartre “negativa y según
el modo de lo irreal”, p. 110). Ajuicio de Foucault, la imagina­
ción no asegura una irrealización del mundo sino la recupe­
ración del movimiento mediante el cual la existencia se da un
mundo. Por “imagen” (opuesta a la imaginación), Foucault
entiende esta vez un sustituto coagulado de lo real que al
parecer llega a interrum pir ese movimiento imaginario (en
ese sentido, uno no está enfermo de su imaginación, sino de
sus imágenes, en la medida en que éstas alienan ese movi­
miento). En el plano de la expresión poética, es posible, sin
embargo, pensar una imagen auténtica que no se ofrezca
“como renuncia a la imaginación, sino como su cumplimiento”
(p. 118). Las últim as líneas oponen entonces el sueño y la
historia (en el sentido, esta vez, de escena pública donde se
tram an las existencias). Soñar era reproducir secretamente
para sí el movimiento primitivo de la existencia que se daba
un mundo y se ofrecía a él. Expresarse poéticamente será, al
contrario, volver a investir en un mundo real las dimensiones
fundadoras de la existencia, darlas a pensar a la comunidad
de los hombres. La libertad originaria podrá pensarse enton­
ces como “una tarea ética y una necesidad de historia” (p.
119). Esta reconquista de una autenticidad existencial coin­
cide con el momento que Enfermedad mental y personalidad
designaba como arrancamiento a un estado de alienación
16 En Foucault, el problema ético se afirma desde 1954 en la prolongación
de una problemática estética. Es cierto que no encontramos aquí la prefigu­
ración del concepto de una moral como “estética de la existencia”, pero sí, al
menos, la idea de que la ética remite a una expresión de existencia.
m aterial.17Aquí y allá, la figura del hombre verdadero (liber­
tad originaria o esencia desalíenada) se presenta como el
valor inalterado que habría que restituir (lo cual, en otras
palabras, significa “curar”).
En sus primeros escritos (1953-1955), Foucault perseguía
en el fondo una m eta única: m ostrar que los contenidos
positivos de la psicopatología no pueden encontrar sus condi­
ciones de posibilidad en una metapsicología purificada. Tanto
la antropología fundamental como el análisis de las prácticas
sociales intentaban precisamente efectuar ese pasaje de una
dimensión propiamente psicológica hacia lo que la hace posi­
ble pero no es del orden del mecanismo psíquico. Los conflictos
teóricos de la psicología hallan su fundamento concreto en
una experiencia contradictoria histórica. Pero la vaguedad
con que ésta se enuncia la remite de manera indistinta a una
historia como proceso objetivo estructurado por los conflictos
de un régimen de producción capitalista (en el que se pierde
la esencia del hombre) y a la historicidad del Dasein (el
movimiento de trascendencia desde el cual la existencia se
abre al mundo corriendo el riesgo de alienarse en su mundo).
Con todo, la referencia a estas dos formas de análisis diver­
gentes no podía dejar de constituir un problema: en Enferme­
dad mental y personalidad, el sentido de la locura como
enfermedad (vale decir, como continuamente dependiente a
priori de un modo de abordaje positivo) jam ás se examinaba
por sí mismo.18 Simplemente se denunciaba el hecho de
enm ascarar las condiciones sociales de la enfermedad bajo
esencias nosológicas abstractas. El recurso a la historia apor­
taba un crédito científico inmediato, porque se apelaba a un
materialismo histórico como verdadera ciencia de la historia
y del hombre (contra las “producciones ideológicas” de las
“ciencias burguesas”). La ciencia auténtica (no burguesa)
garantizaba el único acceso posible al hombre verdadero, en
la medida en que prometía su cercano advenimiento. Pero el
recurso paralelo a un estilo de análisis fenomenológico debía
suscitar inquietud sobre ese sentido de la locura como en­
17 “La experiencia de la enfermedad estA ligada n lu de una alienación en
la que el hombre pierde lo más humano que hny en él I ,.|. Podemos suponer
que el día en que el enfermo no sufra mrts el destino de la alienación, será
posible considerar la dialéctica de la enfermedad en una personalidad que siga
siendo humana” (Enfermedad, mental y personalidad, op. cit., pp. 79 y 99).
18 Aspecto que señala con claridad P. Macherey en su artículo “Aux
sources...”, op. cit.
fermedad m ental (estimulado además por la lectura de Nietz-
sche). No obstante, la incompatibilidad de los dos enfoques
quedaba enm ascarada por el prestigio inmediato de un pos­
tulado común: la posición de un hombre verdadero, instantá­
neam ente de acuerdo consigo mismo (destinado a la desalie­
nación futura o anclado en una libertad originaria), que
constituía la justa medida de esos saberes no psicológicos (la
ciencia m arxista o la intuición existencial). Y como no había
otra psicología que la del hombre alienado, el advenimiento
de este hombre verdadero anunciaba al mismo tiempo el final
de cualquier psicología posible. La revolución debería hacer
surgir un hombre desalienado, y abandonaría la ciencia
abstracta del ego en las sendas trilladas de las ideologías
obsoletas. La expresión poética liberaría el movimiento de
una existencia pura irreductible a las mediciones estrechas
de una ciencia del espíritu-cosa.
¿Pero ese mismo hombre verdadero no es el producto de
una experiencia histórica determinada? Cuando la Historia
de la locura... intente pensarlo, lo que cambiará será el
sentido mismo de la expresión. En los textos de la década del
cincuenta, ésta rem itía al fantasm a de un hombre que desple­
gaba la plenitud de sus formas de existencia y alcanzaba en la
poesía o la revolución su verdad de esencia. Pronto, el hombre
verdadero ya no va a designar sino al hombre psicológico como
nueva figura del saber, el hombre como baza de la antropolo­
gía. El hombre verdadero de la década del sesenta será el que
los años cincuenta designaban como su sombra quimérica. La
medida últim a será asegurada entonces por una experiencia
fundamental, históricay global: la modernidad como época de
la invención del hombre. Al evocar unos treinta años después el
sentido de sus primeras investigaciones, Foucault declarará:
Estudiar así, en su historia, unas formas de experiencia, es un
tema que procedía de un proyecto más antiguo: el de utilizar
los métodos del análisis existencial en el campo de la psiquia­
tría y el dominio de la enfermedad mental. Ese proyecto me
dejaba insatisfecho [...] por dos razones: su insuficiencia
teórica en la elaboración de la noción de experiencia y la
ambigüedad de su vínculo con una práctica que ignoraba y
suponía a la vez. Se podía tratar de resolver la primera
dificultad refiriéndose a una teoría general del ser humano; y
abordar de manera muy distinta el segundo problema, me­
diante el recurso tantas veces repetido al “contexto económico
y social”; se podía aceptar así el dilema entonces dominante de
una antropología filosófica y una historia social. Pero yo me
preguntaba si, más que jugar con esta alternativa, no era
posible pensar la historicidad misma de las formas de la
experiencia.19

19 M. Foucault, prefacio a la “Histoire de Ja sexualité” (1984), en Dil.s et


Ecrits, op. cit., t. IV, p . 579.
UNA FICCIÓN HISTÓRICA
DE LAS ÉPOCAS DE LOCURA

Como lo recuerda G. Canguilhem, la lectura de la Historia de


la locura... a principios de la década del sesenta no podía dejar
de provocar una conmoción.1 ¿Qué debía retenerse de ese
relato denso, barroco, hormigueante de datos históricos, orde­
nado por un extraño método? ¿Pero cuál era exactamente la
tesis? Esta obra fue mal comprendida, y a veces mal leída. Con
demasiada ligereza, no se rescató sino el prestigio inmediato
de algunas escenas fuertes: el embarque de los locos en el
Renacimiento, el encierro de los hombres de Sinrazón en
el hospital general, su seudoliberación por Pinel. Se vio en ella
una crítica romántica de la Razón normativa, una reivindica­
ción de los derechos imprescriptibles de la locura a enunciar
su nombre en un grito estrangulado ya desde siempre, tanto
por su propio hundimiento como por la censura violenta de la
Razón. Intentarem os aquí una nueva comprensión de la
construcción formal y conceptual de ese grueso volumen.

E l p r e f a c io de 1961
Las acusaciones de reduccionismo historicista lanzadas con­
tra Foucault (dado que, suprema blasfemia, se atrevió a
postular un irónico eco entre un enunciado de las Meditacio­
nes de Descartes y una práctica contemporánea de encierro)2
(1Cf. su artículo “Sur YHistoire de la folie en tant qu’événement”, en Le
Débat, n° 41, septiembre-octubre de 1986, pp. 37-40.
2 Según Foucault, lo que Derrida no le habría perdonado sería este
puente tendido entre un texto de filosofía y una práctica social (cf. las
primeras páginas de su “Réponse á Derrida”, en Dits et Ecrits, op. cit., t.
n, pp. 281-284).
no consideran en absoluto el primer prefacio de la Historia de
la locura,3 en el que Foucault da a su libro, precisamente, la
dimensión de un drama metafísico. Ese texto expresa la
ambición filosófica de la obra, y su eliminación en 1972
supondrá el abandono de todo un horizonte conceptual, sin
poner inmediatamente en entredicho la validez de los análisis
de detalle y aventurándolos incluso a otras interpretaciones.
El prefacio de 1961 usa un estilo de argumentación inspi­
rado por la fenomenología. En efecto, se trata sin duda de
reducir las verdades transm itidas por las ciencias positivas de
la locura (“renunciar a la comodidad de las verdades term ina­
les”, p. 159), apelando a una experiencia primordial de ésta.
Foucault habla de “dejar en suspenso todo lo que puede hacer
el papel de consumación, de descanso en la verdad”, a fin de
que se descubra mejor una experiencia originaria. La “expe­
riencia” a recuperar más acá de las positividades científicas
no debe comprenderse, sin embargo, como experiencia de la
locura misma, sino del momento en que locura y razón todavía
están vinculadas por lo que ya las separa, en que se advierte
lo que las mantiene en oposición. Habría que resituar única­
mente desde ese punto la “constitución de la locura como
enfermedad m ental” (p. 160). La locura como fenómeno psico­
lógico o esencia positiva es un a formación histórica de sentido.
Más o menos a la manera en que Husserl procuraba en la
Krisis resituar con Galileo el momento histórico en que la
Naturaleza cobra el sentido de un dominio objetivo saturado
de determinismos matemáticos (simple sustrato en u n mu ndo
de la vida en que impera la inexactitud), Foucault intenta
reaprehender ese nudo histórico de una posición de la locura
como enfermedad, con la cu;il se articularían los discursos
“verdaderos” de la psiquiatría. También esta historia de la
locura debe despertar del más profundo “olvido”. Para hacer­
lo, compromete un lenguaje “mris matinal que la ciencia”. Esta
palabra historiadora, fiel a sus orígenes, ejerce la misma
función de reducción de las verdades cognit ivos que Merleau-
Ponty atribuía a las voces silenciosas ile la pintura. Debe
hacernos recuperar una experiencia primera. Pero, pese a
todo, ese suelo de nuestras verdades constituidas no restituye
enFoucault unas donaciones primordiales de sentido. Ningu­
na experiencia de una presencia desligada en el mundo. Sin
duda porque lo que está en juego no son ya la ciencia física y
3 Lo citamos según la paginación de Dits et Écrits, op. cit., t. i, pp. 159-
166. [Este Prefacio no está incluido en la edicón castellana.]
ese dominio de objetividades que, al encubrir la claridad
iluminadora de nuestra presencia carnal, quiere pasar por el
agotamiento del Ser, sino la psicología que pone en conceptos
nuestra identidad. Lo que se restituye es más bien un “primi­
tivo debate” (p. 169). La Razón husserliana, mucho más acá de
los cálculos mezquinos de una racionalidad física, encontraba
su auténtico fundamento en el recurso de una presencia
primera, articulada con un mundo viviente. Al interrogar las
“condiciones de posibilidad de la psicología” (p. 166), Foucault
señala una experiencia que no es la de una conciencia restitui­
da en sus poderes de constitución y la plenitud de sus límites,
sino la de una Razón ligada por el divorcio de lo que no es ella.
Foucault deberá plantearse verdaderamente los problemas
de expresión de esta experiencia primordial (pensada aquí en
la apertura de la división Razón/Locura), pero según una
estructura ajena a toda fenomenología de la presencia. El
lenguajeya no es sospechoso de desgarrar siempre demasiado
pronto el nudo significante de la experiencia muda, sino de ser
ya desde siempre partisano, del lado de una violencia de la
razón. La búsqueda de un lenguaje idóneo para restituir la
experiencia antepredicativa se consagraba sobre todo a neu­
tralizar la soberanía demasiado severa de una racionalidad
objetiva, pero siempre en nombre de lo que Merleau-Ponty
designaba como “razón ampliada”. En Foucault, la palabra
arqueológica siempre será sospechosa de haber elegido ya, no
una razón o la otra, sino la razón misma contra la locura. La
experiencia primordial no va a desplegar las estructuras exis-
tenciales de una presencia en el mundo, sino las estructuras
trágicas de una división. El rechazo más bien que la presencia.
Hay una historia “dialéctica” de la civilización y de la razón
(historia de los “valores” tal como se m antienen y defienden
“en la continuidad”, historia del “encadenamiento racional de
las causas”, “historia del conocimiento [...] gobernada por la
teleología de la verdad”, p. 161). La historia dialéctica de
la locura sería una historia de las mentalidades (¿cuáles son
los “valores” invertidos en la locura por una época y una
civilización dadas?) duplicada por una historia discursiva de
la psiquiatría (¿cómo llegaron las verdades psicológicas de la
locura, por encima de los prejuicios religiosos, morales y
sociales, los oscurantismos y las ignorancias, a imponerse a la
conciencia clara del psicólogo avanzado y positivo?). Pero
hacer, en relación con la locura, una “historia de los límites”
(o historia “trágica”), es confrontar unas estructuras trágicas
de división con la “continuidad temporal del análisis dialécti­
co", con las “dialécticas de la historia”. La historia dialéctica
es una historia del “devenir horizontal”, que no plantea más
que el problema de la sucesión de los contenidos históricos en
una cultura. La historia trágica, al contrario, es una historia
de la “verticalidad constante”. Se identifican las elecciones (o
“experiencias limites”) desde las cuales una cultura, a través
de una “división”, se define menos como afirmación de su
identidad que como rechazo de lo que no es ella, y sólo más allá
de esa partición podrán m antenerse estables unos contenidos
positivos (valores, conocimientos, instituciones): “Podría ha­
cerse una historia de los límites, de esos gestos oscuros,
necesariamente olvidados una vez consumados, mediante los
cuales una cultura rechaza algo que para ella será el Exterior;
y a lo largo de su historia, ese vacío ahondado, ese espacio en
blanco gracias al cual se aísla, la designa en la misma medida
que sus valores”. Toda cultura sostiene su continuidad dialéc­
tica a partir de cierta cantidad de divisiones olvidadas en su
realización.4 Necesariamente olvidadas porque, aun si ocu­
pan su lugar en una historia general, son menos propiedad de
la historia que condición originaria de la historia de una
cultura. La división razón/locura parece, precisamente, cons­
titutiva para nosotros. Esta vez se superan las positividades
históricas y su conexión dialéctica para examinar un proyecto
fundamental (una “elección”) que es apertura de la historia.
Pero ese elemento trascendental de ésta no es una razón
viviente, la universalidad oblicua del mundo de la presencia,
donación primera de sentido, sino “una división originaria”.
El término “estructura” se emplea aquí para oponerse a una
historia dialéctica y, más profundamente, para designar la
apertura mismadelahistoria: 1“Estructura de la experiencia de
la locura, que corresponde íntegramente a la historia, pero que
se encuentra en sus confines y donde ésta se decide” (p. 164).
Esa división razón/locura es tanto más constit utiva de una
historia cuanto que separa en si misma l:i historia de la
ausencia de historia; la obra, de la ausencia de obra; el
lenguaje articulado, de la palabra vacía (la locura se identifica
entonces como repetición delirante de lo insignificante). La
4 Además de la división Razón/Locura, Foucault menciona las divisiones
oriente/occidente, sueño/vigilia y [as de las prohibiciones sexuales (p. 162).
s Por tanto, el problema de Foucault, al menos en esta primera obra, es
menos el de un trascendental histórico que quisiéramos reprocharle que el
de un trascendental de la historia misma.
partición por la cual Occidente disocia la repetición vana del
progreso, lo productivo de lo inútil, el sentido del sinsentido,
abre la posibilidad misma de una sucesión regulada de los
contenidos culturales, lo que hace de ella una experiencia
“central”. Podríamos decir que, para Foucault, al menos en la
conceptualización de este prefacio, la locura pura no existe en la
historia. Es “puro origen [...] y residuo último” (p. 163). No hay
siquiera historia sino desde un arrancamiento a la locura. El
sentido de la historia encuentra sus condiciones de posibilidad
menos en una estructura de autorrevelación de las formas de la
razón que en un rechazo constitutivo del sinsentido de la locura:
“La historia sólo es posible contra el fondo de una ausencia de
historia”. Cada momento histórico debe pensarse como la pró­
rroga concertada de ese rechazo: “La gran obra de la historia
está imborrablemente acompañada por una ausencia de obra
[...] que corre inalterada en su inevitable vacío a lo largo de la
historia”. Ese sinsentido (murmullo del delirio, palabras sin
lenguaje articulado), en su necesidad pura (necesidad de lo que
es no-fundamento absoluto), hace que lahistoria aparezca como
una mera posibilidad. Foucault puede acordarse aquí del famo­
so texto de Heidegger (¿ Qué es la metafísica ?) en que la nada se
pensaba como comienzo absoluto, desde el arrancamiento del
que sólo podían brillar las positividades, lo mismo que el
relámpago de la negación. Pero Foucault no refiere ese punto
negro, en que la historia se cancela y simultáneamente encuen­
tra sus condiciones de nacimiento, a una prueba fundamental
de la angustia tal como ésta puede darse a vivir a un Dasein, sino
a un “lenguaje que hablaría por sí solo”, cosa que él llamará, por
otra parte, “literatura”.
En los límites de toda experiencia posible, en el punto desde
el cual sólo podrá desplegarse una experiencia histórica,
encontramos por ende una estructura trágica de división
como reserva metafísica de la historia: “La relación Locura-
Sinrazón constituye para la cultura occidental una de las
dimensiones de su originalidad; la acompañaba ya mucho
antes de Hieronymus Bosch y la seguirá después de Nietzsche
y Artaud” (p. 161). En un segundo nivel, podrán desplegarse
las “experiencias fundam entales”6 (propias de cada época)
6 “Esta experiencia no es ni teórica ni práctica. Depende de las experien­
cias fundamentales en las que una cultura arriesga los valores que le son
propios”, Histoire de la folie..., op. cit., I, p. 274. [Traducción castellana:
Historia de la locura en la época clásica, México, FCE, 1976, 2 tomos. Las
páginas citadas corresponden a esta edición.]
que constituirán algo así como la puesta en acción de la
división: dram a épico del divorcio en el Renacimiento, consu­
mación de la separación durante la era clásica, olvido de la
división misma (a causa de su interiorización) en la época
moderna. Estas experiencias fundamentales constituirán en
cada ocasión el elemento de recopilación y síntesis de los
contenidas históricos (textos médicos, gestos políticos, insti­
tuciones, etcétera). La experiencia de la locura, desde la Edad
Media hasta el Renacimiento, es la de un “debate dramático”
(Ditset Ecrits,op. cit., t.i,p. 165):obsesión imaginaria de otro
mundo. En cuanto a la experiencia moderna, configurará la
locura como “positividad”, objeto de conocimiento. En ella,
la locura encuentra su cifra de verdad en el discurso de las
ciencias humanas. Entre ambas se yergue la experiencia
clásica “sin imágenes ni positividad”: “una gran estructura
inmóvil”, “figura sin movimiento, la partición simple del día
y la oscuridad”. La experiencia clásica de la locura se deja
pensar como profundiz ación del debate razón/locura o solu­
ción de la confusión en que una y otra estaban atrapadas:
experiencia trágica de lo trágico, organización en la unidad
de una división de la “experiencia indiferenciada". Hay un
privilegio de la experiencia fundam ental clásica,7 y para
designarla Foucault retom a los términos con que daba cuen­
ta de las fundaciones negativas de la historia misma. La
experiencia moderna de la locura aparece como prolongación
de la era clásica, y no como ruptura. Para el hombre, dice
Foucault, se trata de reducir esa división trágica “a su propio
nivel”, de prorrogarla como división de lo normal y lo patoló­
gico humanos (lo cual hace de la historia de la locura “una
historia de las condiciones de posibilidad de la psicología
misma”, p. 166). Las tres grandes épocas de la locura consti­
tuyen, al menos en los términos del prefacio, tres actos de un
relato continuo. Relato de un olvido de la locura, un poco en
el mismo sentido en que para Heidegger cada época despliega
una configuración de olvido específico del Ser, hasta la
obliteración total en la técnica, a la que en Foucault respon­
dería la medicalización de la locura: el olvido más masivo y
sim ultáneam ente, por eso mismo ( viejo prestigio de los dia­
7 Ya en la época de la introducción a Binswanger (1954), y en el marco de
una antropología fundamenta! de la imaginación, Foucault concedía un
privilegio decisivo a la estructura trágica de expresión (verticalidad del
tiempo), interpretada a la sazón como vía de acceso directo a los fundamen­
tos ontológicos de la existencia (Dits et Ecrits, op. cit., t. I, p. 109).
lécticos, que se m antiene intacto), posibilidad de una recon­
quista, de ver brillar nuevamente el relámpago de una locura
pura. En ese punto, tanto en Heidegger como en Foucault
centellea la obra poética de Hólderlin.
La paradoja ya denunciada de la “estructura trágica” que
rem ite sim ultáneam ente a la posibilidad metafísica de histo­
ria y a la era clásica en su especificidad histórica, vuelve a
encontrarse en el uso ambiguo del concepto desinrazón. Este
concepto remite de inmediato a la especificidad de la expe­
riencia clásica de la locura. No obstante, aquí y allá, Foucault
lo emplea en relación con el Renacimiento o la era moderna, lo
que debilita la tentativa de una definición unívoca. Pero la
equivocidad, sin duda, es esencial para esta noción. Puesto
que a partir del momento en que se plantea que cada época
da a la locura una acepción determ inada de sentido (la locura
como obsesión imaginaria, la locura como sinrazón, la locu­
ra, por fin, como enfermedad mental), ¿cómo comprender la
escritura de una historia de la locura? Foucault resuelve el
problema por medio de un doblete: locura y sinrazón. Dos
nociones de las que sólo se sabe que no se superponen, dos
términos entre los cuales se establece algo así como un
desfase, un vacío.8 En ese juego puede cobrar su dimensión
la escritura de historiador. Con respecto a la locura, la
sinrazón designa un exceso, lo que impide que aquélla se deje
encerrar en la univocidad de una definición histórica. No
obstante, el prefacio nos enseñó que ese exceso era una falta
absoluta por la que se precipitaba la historia y la posibilidad
de su escritura.
Se pueden determ inar además unos momentos privilegia­
dos de expresión en que la experiencia fundam ental de una
época señala directamente la estructura metafísica de la
división. Se tra ta esencialmente de obras de arte:
• Bosch, Grünewald y Brueghel para la sinrazón del Renaci­
miento (Histoire de la folie..., op. cit., I, pp. 30-41);
• ¿a Andrómaca de Racine para la sinrazón clásica (I, PP- 382-
*388);
• El sobrino de Rameau de Diderot, Sade, Goya, Nerval,
8 Por ejemplo en II, pp. 9 a 11 y también en II pp. 28 a 32 de Histoire de
la folie... (más adelante estudiaremos otros sentidos específicos que puede
asumir la “sinrazón” en la época clásica). En tanto que la introducción de la
segunda parte evoca los principales momentos de una historia de la “locura”,
la de la tercera parte examina los de una historia de la “sinrazón”.
Hólderlin, Nietzsche, Van Gogh, Roussel y Artaud para la
sinrazón moderna (II, pp. 9, 26, 270-274, 291-304).
Dichas obras restablecen la locura como sinsentido absolu­
to. como ausencia de obra. Expresan la contradicción sin
esperanzas de superación, el absoluto desgarramiento, la
fusión dolorosa de los contrarios, la experiencia límite de un
punto límite:
• la si nrazón renacentista modula la contradicción en el nivel
cósmico (confusión destructora de los elementos, mezcla
caótica de lo Real y la Imagen, I, pp. 38-41, 49 y también I,
p. 514, en la que Foucault evoca la “mezcla fantástica de los
mundos en el punto último del tiempo”);
• la sinrazón clásica la modula en el nivel ontológico (manifes­
tación de una nada, ser de un no ser: “En el fondo, la locura
no es nada. Pero su paradoja consiste en manifestar esa
nada’’, I. p. 378);
• la sinrazón moderna la inscribe en un plano antropológico
(inmediatez urgente de la necesidad y mediaciones indefini­
das de la ilusión, subjetividad íntim a del ego y objetividad
desplegada del mundo, sentido y sinsentido, I, 527-529, II,
270-278).
Pueden definirse así “las grandes estructuras de la sinra­
zón [...], las que dormitan en la cultura occidental un poco por
debajo del tiempo de los historiadores”. No es histórico lo que
es apertura de la historia. El momento de sinrazón se deja
comprender como resurgimiento intempestivo del origen
(origen absoluto de la locura como ausencia de obra), pero la
repetición de este origen (revestido de un nuevo sentido:
cósmico, ontológico, antropológico) asegura en cada oportu­
nidad el despliegue de una nueva serie de gestos históricos.
Foucault puede explicar así, por la experiencia fundam ental
de una época, el encierro de los locos en el siglo clásico (“La
internación es la práctica que corresponde con mayor exacti­
tud a una locura experimentada como sinrazón, vale decir,
como negatividad vacía de la razón”, I, pp. 389) o los conflictos
nosográficos en la época m oderna.9 Se comprende mejor
9 Tras haber evocado la experiencia lírica de la sinrazón, Foucaul
constata: “Lo que era el equívoco de una experiencia fundamental y consti­
tutiva de la locura se perderá pronto en la red de los conflictos teóricos sobre
la interpretación que debe darse a los fenómenos de la locura” (II, 728).
entonces la importancia estratégica de las fuentes litera­
ria s10 o pictóricas: éstas son algo así como la punta en que
asoma la experiencia fundam ental de una época. Por eso
Foucault se m uestra tan hostil a la interpretación psicológica
de los textos literarios. Lo que nos hará comprender los textos
de Nietzsche o Nerval no es un enfoque médico; antes bien,
estas escrituras nos perm iten alcanzar la experiencia moder­
na de sinrazón que hace posible una conciencia médica de la
locura. La expresión artística concuerda en m anifestar la
experiencia estructurante de sinrazón: lo im aginario11 (el
sueño sigue siendo la experiencia decisiva) recupera de
inmediato el desgarramiento de la sinrazón.
Pero si bien la experiencia fundam ental se comunica con
una sinrazón como locura pura, en el caso de expresiones
artísticas en las que aflora esta última, introduce por otro
lado procedimientos históricos de limitación de la insosteni­
ble locura. La historicidad de una experiencia sólo se sostiene
por el entrelazam iento de estas limitaciones concretas, en las
que para Foucault se precipitarán los contenidos de archivo.
Se las designa como conciencias de locura (en ellas, ésta no
es sujeto sino objeto límite), que son de inmediato conciencias
de no locura. Cada época da figura a cuatro formas de
conciencia de no estar loco, equilibradas de distintas m ane­
ra s.12 Estas cuatro formas son para la razón otras tantas
m aneras específicas de aprehender concretamente la locura,
al mismo tiempo que se precave de ella. Se tra ta de modos de
limitación de ésta y, como tales, entrañan tres momentos:
una aprehensión de la locura, que la hace aparecer como un
riesgo, que de hecho se elude ya desde siempre. El siguiente
es el detalle que presenta Foucault (I, pp. 258-265):
10 En una entrevista de 1961, Foucault confiesa: “Lo que me interesó y
orientó fue cierta forma de presencia de la locura en la literatura” (Dits et
Ecrits, op. cit., t. I, p. 168).
11 Lo cual significa que hay una historia de las imaginaciones de la
sinrazón: por ejemplo, de Bosch a Sade asistimos a “una de las mayores
conversiones de la imaginación occidental” (II, pp. 21-22), a saber, el paso de
las imágenes de “conflicto cósmico”, de invasión de otros mundos, a las de la
“contradicción de los apetitos humanos” (el sexo y el asesinato, el deseo y la
crueldad, etcétera). Para la era clásica, no hay imaginario objetivo de la
sinrazón porque ésta, precisamente, no es más que un vano fantasma,
quimeras irreales del sueño (I, pp. 371-379).
12 “Desde que en el Renacimiento desapareció la experiencia trágica de
lo insensato, cada figura histórica de la locura implica la simultaneidad de
estas cuatro formas de conciencia” (I, p. 265).
• una conciencia crítica: la razón denuncia la locura como
oposición pura, pero inmediatam ente reversible (¿cuál de
ellas mide a la otra?), en una precipitación que da lugar en
el acto a una dialéctica cuya puesta en acción lúcida supone
que sea asumida por la razón;
• una conciencia práctica: la sociedad señala a los locos como
transgresores de las normas establecidas, lo que supone
indudablemente que el orden de la ciudad se haya sentido
amenazado por su presencia; pero, en realidad, más que una
reacción inm ediata a un peligro específico, en cada una de
las apariciones de esta conciencia se produce la reactivación
de un rito inmemorial de conjuro;
• una conciencia enunciativa: el sujeto razonable denuncia la
presencia sensible de un loco; simple percepción, que parece
frágil en la medida en que se realiza sin mediación alguna,
sin saber teórico de la locura ni afirmación de valores (se
contenta con señalar: “mira, un loco”), pero la organización
misma del campo perceptivo supone un fondo sólido de
conciencia de no estar loco;
• una conciencia analítica: la razón teórica inscribe en una
superficie de objetividad mecanismos y especies de locura,
que siempre implican, por cierto, una parte de sombra, que
sólo remite a una zona de ignorancia provisoria; la locura,
totalm ente alienada en las formas del saber, ni siquiera es
ya el objeto de una partición.
La estructura fundadora de la división (límite origen de la
historia dialéctica de Occidente) se pliega en una aprehen­
sión de la locura fragm entada de por sí (el sentido de la locura
radica en ese mismo desgarramiento) en cuatro modos de
limitación: límite como denuncia (conciencia dialogante),
como designación (conciencia ritual), como indicación (con­
ciencia percipiente), como objetivación (conciencia positiva).
Estas cuatro formas de conciencia son a la vez “solidarias” e
“irreductibles” (I, pp. 257-258). El sentido de la locura para
una época dada debe examinarse a través de la estructura
(dominantes, privilegios, equilibrios...) que ordena esas cua­
tro formas de conciencia, su “constelación”. Es por eso que, en
esta historia de la locura, se tratará menos de progreso de una
conciencia cognosciente que de configuración transform ada
de diversas conciencias. Lo que evoluciona de una época a
otra no es la captación reflexiva de la esencia de la locura
(que, con el advenimiento de la psicología “científica”, habría
experimentado un progreso decisivo: la locura se habría re­
velado por fin en su verdad para el espíritu positivo del
psiquiatra), sino la posición táctica de los modos de protec­
ción. Entonces, el positivismo médico moderno ya no consti­
tuye el despertar de la locura a su verdad por fin alumbrada,
sino la puesta en acción del privilegio sistemático de una
estructura de protección: la objetivación (conciencia analíti­
ca) que pretende hoy poseer el sentido último de la locura.
Pero no corresponde a ninguna de las formas de conciencia
comunicar ese sentido último. Este se encuentra en la frag­
mentación misma: “La divergencia estaría inscripta en las
estructuras y sólo autorizaría una conciencia de la locura ya
quebrada, fragm entada desde el principio en un debate que
no puede term inar” (I, pp. 257-258). Cada época se define por
la configuración de esas formas de conciencia. Podemos
trazar el siguiente esquema:
• Renacimiento: fragmentación de una conciencia trágica de
la locura (debate dramático anterior a la división que adopta
las formas de lo imaginario), cuya obliteración por una
conciencia crítica pronto permitirá la introducción de una es­
tructura de exclusión. Momento de la división, en el sentido
fusional (límite dialéctico).
• Edad clásica (siglos xvn-xvm): vigencia de una conciencia
práctica (internación de los locos) apoyada en una concien­
cia crítica (aprehensión de los locos como otros) y, paralela­
mente, de una conciencia enunciativa equilibrada por una
conciencia analítica (introducción de la división excluyente,
con un fondo de olvido del debate).
• Época moderna (siglos xix-xx): pretensión de la conciencia
analítica de alum brar por sí sola la verdad total de la locura
(olvido de la división misma).
Los análisis precedentes conducen a dos resultados:
• Occidente sólo funda la posibilidad de una historia en la
división razón/sinrazón;
• la historia de esta división (drama del divorcio en el Rena­
cimiento, tragedia clásica de la división absoluta y organi­
zada, prosa positivista del olvido de lo trágico de la separa­
ción) se apoya sobre configuraciones de conciencias de
locura que son otros tantos rechazos y limitaciones de ésta,
desde una experiencia fundamental como modulación de la
sinrazón.13
Así, pues, la “locura” como objeto médico, unidad positiva,
sustancia inteligible, entidad nosológica suprahistórica, se
denuncia doblemente: desbordada por una dimensión metafí­
sica (la estructura trágica de la división) y por una diversidad
irreductible de conciencias de locura.
Más allá de las configuraciones esbozadas por la fragmen­
tación de las conciencias, la experiencia de locura induce un
sentido determinado de la locura como límite y una modali­
dad específica de separación. Más concretamente, Foucault
procede a buscar en el archivo una geografía del loco (¿dónde
se lo coloca sobre el tablero social?) en la que están implicadas
unas prácticas sociales. Ahora bien, éstas (que trazan fronte­
ras) se arraigan en una sensibilidad diferenciada, una articu­
lación perceptiva. La experiencia se inscribe entonces en una
geometría dada que estructura el espacio de expresión de esas
figuras. La experiencia fundamental de una época podrá
descubrirse además en unas producciones intelectuales (cien­
tíficas, filosóficas, médicas, etcétera) a través del estudio de
los tipos de oposición teórica. La totalidad de los contenidos
de las experiencias de locura (prácticas sociales y prácticas
discursivas) se compone por último desde una síntesis gene­
ral. En el cuadro siguiente se encuentra la sistematización de
estos datos.

La e x p e rie n c ia d e l a lo c u r a ,
DESDE FINES DE LA EDAD MEDIA
HASTA EL SIGLO XVI
En la experiencia trágica que se extiende desde fines de la
Edad Media hasta mediados del Renacimiento se urde la
prueba misma de la división (pero aún no consumada) razón/
locura, en la urgencia de un “debate” que las pone en contacto
(capítulo “Stultifera navis"). Esta experiencia trágica adopta
13 La distinción conciencias de locura/experiencias de sinrazón no se
superpone con una oposición en que la locura sea sucesivamente objeto
(conciencia de locura) y sujeto (experiencia de sinrazón). Para Foucault, se
trata de pensar la experiencia fundamental (una para cada época) como
pliegue histórico de conciencias dispersas de locura sobre una estructura
originaria de sinrazón.
Conciencias Significación
de locura de la locura
como límite
Renacimiento Conciencia dialéctica Otros Mundos
Edad clásica Conciencias práctica Negatividad pura
y dialéctica (animalidad)
enunciativa y delirio)
y analítica
Epoca moderna Conciencia analítica Naturaleza psicológica
Modalidad
de separación Geografía
Renacimiento Superficie de contacto Lugares de paso
Edad clásica Separación excluyente Hospitales generales
Epoca moderna Objetivación Asilos psiquiátricos
Práctica social Geometría
Renacimiento Circulación Espacio fragmentado
Edad clásica Encierro Espacio dividido
Epoca moderna Cura Espacio lleno
Tipo de oposición
teórica Facultad de síntesis
Renacimiento Profano/Sagrado Imaginación
Edad clásica Razón/Sinrazón Percepción ética
Epoca moderna Normal/Patológico Entendimiento analítico

una figura cósmica: la gran razón del mundo (el orden de las
cosas, su naturaleza) se ve debilitada por las “amenazas”
destructivas de una locura soberana que volvería a arrojar el
universo en un inmenso furor. Y toda la historia posterior de
las conciencias de locura sólo se vuelve posible contra el fondo
de la desaparición, el necesario olvido, el ocultamiento de esta
conciencia trágica primitiva. Todo ello, en definitiva, formas
de rechazo que impiden la pretensión moderna de reaprehen-
der el sentido total (médico) de una locura cuya experiencia ya
está fragmentada desde siempre, dado que se funda para
nosotros en una negativa primera: “Hay que reinterpretar en
una dimensión vertical la bella rectitud que lleva al pensa­
miento racional hasta el análisis de la locura como enferme­
dad mental; se pone entonces de manifiesto que en cada una
de sus formas ella enmascara de una manera más completa, y
también más peligrosa, esa experiencia trágica” (I, p. 52). Ya en
el Renacimiento se invocará una conciencia crítica que desborde
lo trágico: transición cuidada hacia la experiencia propiamente
clásica de la locura. Sin embargo, la conciencia crítica delata
además una ambigüedad transigente: la suerte dialéctica entre
razón y locura no está ya echada, sino que se urde. La locura
participa por otra parte en el ejercicio mismo de la razón (“La No
Razón del siglo xvi constituía una especie de peligro abierto
cuyas amenazas siempre podían, al menos en derecho, compro­
meter las relaciones de la subjetividad y la verdad”, I,p. 78). Hay
“debate” con armas —casi- iguales. Pero el juego dialéctico ya
anuncia la época clásica por un desequilibrio propio:la locura ya
no se tematiza más que en una relación con la razón humana.
El peligro que señala no es ya de orden cósmico, la locura nunca
amenaza sino el acceso de una razón hum ana fragilizada a lo
verdadero y, sobre todo, está desplazada hacia una “experiencia
en el campo del lenguaje” (I, p. 50).
Una geografía del loco, suscitada por unas prácticas socia­
les, permite recuperar la experiencia renacentista de la locu­
ra. El tema de la “Nave de los locos” frecuenta los paisajes
imaginarios del Renacimiento y remite a un ritual concreto: el
embarque de los insensatos. Foucault se niega a agotar el
sentido de esta práctica en una utilidad social, sin embargo
innegable: desembarazarse de los locos y protegerse de ellos
exiliándolos. El sentido del embarque, escribe, no se encuen­
tra “en el mero nivel de la utilidad social o de la seguridad de
los ciudadanos” (I, p. 24). Para él, se trata más bien de referir
las prácticas sociales a unas conciencias típicas de locura. Es
lícito describir entonces el embarque como exilio ritual: su
significación es la de una ceremonia, más que la de una me­
cánica social ciega. Por lo tanto, se empieza por señalar una si­
tuación geográfica (en este caso el agua) que remite a una
práctica social (el embarque) cuyo “sentido” no se determ ina­
rá mediante un funcionamiento social abstracto, sino por la
experiencia irreductible de una época. La práctica del embar­
que (e incluso la más antigua que abandonaba a los orates
ante las puertas de la ciudad y les imponía el umbral como
lugar natural, I, p. 25) se funda en una percepción del loco
como “límite fugitivo y absoluto” (I, p. 72). En el Renacimiento
se ignora a dónde va y de dónde viene el loco: poseedor
inquietante de un mensaje que él mismo no parece compren­
der. Asignarle el lugar de todos los pasos (puertas y ríos) es
respetar su alteridad. Embarcarlo es condenarlo a una eterna
circulación, a una posición irreductiblemente liminar. Como él
mismo da testimonio de esas regiones límites que se adivinan en
sus furores, se lo colocará en la frontera o el umbral, erigiéndolo
así en “prisionero del pasaje” (I, p. 26). Insituable, el loco no
puede ser ubicado sino en espacios de pura transición. El loco es
límite. Pero este límite, sin embargo, no lo encierra en el mero
enigma de su locura: ésta es superficie de contacto, apertura a
otras posibilidades de mundos de los que constituye la revela­
ción y sobre todo la amenaza actual de invasión. Por eso la
percepción de la locura no da acceso a gestos de división
excluyente. En su presencia instantánea, en cuanto irrupción
brusca (imaginada con terror) de otros sistemas de mundos, el
loco hace volar brutalmente en pedazos los límites del espacio
social concreto, en el que parece imposible de situar. Su presen­
cia encarnada, amenaza o promesa de otra cosa, más que
suscitar gestos de segregación, enturbia los límites reconocidos.
La locura (límite como superficie de contacto) en cuanto atrac­
ción del otro (límite como alteridad pura) hace estallar las
fronteras establecidas y esboza, para la conciencia trágica, la
geometría de un espacio fragmentado.
La obsesión de la m uerte que simbolizaba hasta el siglo xv
un “límite absoluto” (I, p. 31) es sustituida por la de la locura.
Empero, m ientras que la prim era representaba el término con
respecto al cual la vida perdía su prestigio inmediato (lo que
en un principio supone claramente la división vida/muerte), la
locura representa esta vez la inanidad misma de la muerte, en
la medida en que estalla en lo profundo de la existencia: “La
cabeza que se convertirá en cráneo ya está vacía. La locura es
el ya ahí de la m uerte” (I, p. 31). Constituye menos un límite
más duro que la m uerte que un derrumbe de todas las
referencias. Además, esta obsesión por la locura-muerte sólo
debe su poder inquietante a un elemento de patetismo hum a­
no. La experiencia propiamente trágica de la locura, tal como
se expresará en los cuadros de un Bosch, la presentará como
?¡1secreto inconfesado de un mundo sordamente tr abaj ado por
úerzas que lo condenan a la destrucción próxima (al respecto,
Foucault opone “el verbo y la imagen”, I, p. 34, como dos
superficies sobre las cuales se inscriben respectivamente una
“experiencia cósmica” y una “experiencia crítica” de la locura,
I, p. 48). La locura anuncia la cercanía del caos. El privilegio
otorgado a la dimensión pictórica en la expresión de una
sinrazón trágica está ligado a esta apertura de la locura hacia
potencias caóticas. Los poderes de fascinación de la imagen
son proporcionales a la demencia y la extrañeza profunda de
las revelaciones. La locura es cósmica. Concierne al ser del
mundo. Al experimentarse como la revelación de trascenden­
cias destructoras o de potencias subterráneas que debilitan la
apariencia regulada del mundo, la locura confunde los límites
entre el mundo viviente y el sueño (es “revelación de que lo
onírico es real”, I, p. 49), la imagen y el Ser (anuncia “que toda
la realidad del mundo se reabsorberá algún día en la imagen
fantástica, en ese momento medianero del ser y la nada que
es el delirio de la destrucción pura”, I, p. 49). Foucault se
refiere a una locura que promete el Apocalipsis, no como
Juicio final, sino caída en el Delirio y el Furor absolutos (I, pp.
38-41). En ese debate entre la gran razón del mundo y la
sinrazón que la amenaza, la locura asume una dimensión
trágica. Debilita las fronteras establecidas del Ser. No es la
razón la que lim ita la locura, sino ésta la que amenaza quebrar
los límites establecidos de un orden razonable.14
Sin embargo, esta conciencia trágica de la locura será
“olvidada” (ocultada) en beneficio de una conciencia crítica.
Tras tener el sentido de límite absoluto, la locura asum irá el
de límite que mide la razón humana. Ya no indicará el umbral
amenazante de otros mundos, sino que rem itirá únicamente
a los extravíos del logos. En la conciencia crítica que el
Renacimiento adquiere de ella, esta vez a través de los textos
(satíricos, hum anistas, etcétera), la locura no designa ya la
amenaza de un desgarramiento absoluto del mundo sino la
diversión irónica suscitada por ese leve desfasaje entre el
hombre y el hombre (desfasaje entre lo que cree ser y lo que es,
entre las especulaciones arbitrarias, indefinidas de su razón,
y las coacciones de la experiencia concreta, etcétera). Ese
desfasaje sólo interesa al orden moral de la conducta humana:
“En el dominio de expresión de la literatura y la filosofía, la
experiencia de la locura, en el siglo xv, adopta sobre todo el
aspecto de una sátira moral” (I, p. 46). La locura moral de los
14 En ese sentido, la Locura del siglo xvi constituye una “revelación” (I,
p. 49), anunciadora de un conflicto cósmico (“Cuando el hombre despliega la
arbitrariedad de su locura, choca con la sombría necesidad del mundo”, I,
p. 41). Más de dos siglos después, cuando la locura, tras su silenciamiento
clásico, empiece a hablar nuevamente, su función será revelar el secreto del
hombre: “Lenguaje en el que ya no se traslucen las figuras invisibles del
mundo, sino las verdades secretas del hombre” (II, p. 289). Pasaje de una
experiencia cósmica de la locura a una experiencia antropológica.
hombres se presenta como espectáculo ante el sabio. La
“sabiduría”, tercer término entre una “Razón desrazonable” y
una “razonable sinrazón” (I, p. 78), asegura el dominio de una
locura que ya no es interrogada en sí misma y por sus poderes
de revelación trascendente, sino únicamente en la inm anen­
cia radical de sus debates moralizadores con una razón crítica.
Las sabidurías cristianas y escépticas darán lugar a las
siguientes inversiones: la razón hum ana es pura locura en
comparación con la sabiduría de Dios, pero la razón divina es
locura a los ojos de la sabiduría hum ana (I, p. 53); la sabiduría
consiste en aceptar que la razón sólo es razonable cuando se
vale de la sinrazón (I, p. 54), y en comprobar que la locura
alimenta la razón (I, p . 58). En esta conciencia crítica, el límite
marcado por la locura se resuelve en el círculo (trazado por
una sabiduría superior) de una razón y una locura que se
limitan dialécticamente al implicarse una a otra. Aun así, esta
conciencia crítica de la locura acepta al menos el “peligro” de
recorrer el círculo que lleva continuamente de la locura a la
razón y en que la prim era aparece como simulacro de la
segunda, si no al revés.13“En el pensamiento del Renacimien­
to, [el loco] representaba la presencia cercana y peligrosa, en
el corazón de la razón, de una semejanza demasiado interior”
(I, p. 285). La edad clásica reconocerá con claridad ese “peligro
dialéctico”, pero para conjurarlo en el acto: “Todo lo que la
amenaza [a la razón | con un parecido irrisorio es apartado con
violencia y reducido a un silencio riguroso” (I, p. 268).
El Renacimiento hacía del loco una experiencia múltiple y
contradictoria. Se lo presentaba simultáneamente como ex­
tranjero absoluto, objeto de solicitud médica (bajo la in­
fluencia de un pensamiento oriental, el humanismo médico
daba consistencia a una individualidad del loco delimitado
como objeto de atención; esta individualidad también estaba
presente en los relatos de la Edad Media y sería anulada por
el clasicismo, que la diluiría en la experiencia apaciguante de
la sinrazón), fautor de trastornos y participante además en el
mundo de la miseria y sus poderes crísticos que obligaban a la
hospitalidad. En el espacio social, el loco hace múltiples
apariciones. Lo hallamos en los hospitales, en la cárcel,
la Lo característico de la experiencia clásica será no permitir esta
conciencia crítica, salvo cuando se apoya en una conciencia práctica. Al
mismo tiempo que se la denuncia en unos juegos de conciencia, la locura será
físicamente alienada tras los muros del encierro, cosa que clausura de
entrada el debate.
embarcado en flotas inciertas, abandonado en las puertas de
las ciudades o integrado aún dentro de una hospitalidad
inquieta. Puede surgir prácticamente en cualquier lugar del
tablero social, aparecer, desaparecer y reaparecer en otra
parte. Una vez que se lo identifica aquí, se lo hace circular allá.
La locura se percibe además como revelación cósmica de
trascendencias escatológicas o, al contrario, dialéctica inm a­
nente de la razón. Sigue siendo por doquier un peligro perm a­
nente que amenaza tanto el orden del mundo como el ejercicio
de la razón. La geometría secreta de esas experiencias es la de
un espacio fragmentado. La experiencia renacentista es en
principio la desintegración concreta y la obsesión imaginaria
que designan un espacio fragmentado por las situaciones
contradictorias del loco y su locura. La unidad de las aparicio­
nes es dramática. Es la de un desgarramiento, la de un
divorcio en acto. Está asegurada por las síntesis vagas de una
imaginación16que dibuja, en la superficie de las experiencias,
por debajo de las referencias constituidas, aberturas en lo
ilimitado. La imaginación impone a la locura un modo de
presencia difusa y localizaciones inciertas. La locura no es
objeto de percepción sino obsesión de la imaginación. Como
tal, sigue estando próxima en un alejamiento irreductible.17
Sólo una reestructuración de su modo de aparición (localiza­
ción fij a en un espacio cerrado) podrá hacerle tomar la distan­
cia necesaria para una percepción.

L a e x p e r ie n c ia c l á s i c a
A partir de im aginar la locura como Alteridad absoluta, el
Renacimiento había invocado una conciencia trágica (las
imágenes de Bosch) y una conciencia práctica (embarque de
los locos). El clasicismo, en la unidad de una percepción ética,
va a comprender esta vez la locura como Sinrazón, vale decir,
lo Contrario absoluto de la razón. La experiencia fundamental
lc Foucault habla de “paisaje imaginario” (I, p. 20), de “trascendencias
imaginarias” (I, pp. 116 y 214), de “libertad imaginaria” (I, p, 125) y de
“poderío imaginario” (II, p. 27).
17 Ese modo de presencia difusa y no temática está asegurado por la
imagen. Foucault retoma aquí una temática propia de MauriceBlanchot. En
efecto, esta imagen fascinación que resume la experiencia trágica del
Renacimiento se describía en L’Espace littéraire (París, Gallimard, 1955,
p. 25) [traducción castellana: El espacio literario, Barcelona, Paidós, 1992].
de la época clásica, al poner en ejecución en su rigor tajante la
partición razón/locura, la prorroga como división absoluta
entre dos dominios de experiencia, para convocar por un lado
una conciencia crítica secundada por una conciencia práctica
y, por el otro, una conciencia enunciativa equilibrada por una
conciencia analítica. Esa división coincide sólo al parecer (cf.
I, p. 272) con la distinción teoría/práctica. Se hablará antes
bien de conciencias de locura que se realizan por un lado en
una serie de prácticas (o “visibilidades”, como diría Deleuze),
y por el otro en una serie de enunciados. Pero la división de la
prim era y la segunda parte de la obra también puede com­
prenderse, de acuerdo con el título original,18 como partición
entre la Sinrazón (objeto de una percepción social) y la Locura
(objeto de una analítica médica). Por último, puede decirse
que esa división es rigurosa, en el sentido de que la sinrazón
como objeto de prácticas (que la excluyen del horizonte social
por ser contra natura) y la locura como objeto de conocimien­
tos (que intentan, al contrario, inscribirla en la positividad de
una Naturaleza) se ignoran. Los gestos de exclusión de la
sinrazón en las fortalezas del encierro se organizan sin inter­
ferencia alguna con las largas disertaciones de los análisis
médicos que despliegan el concepto de locura como enferme­
dad (“La internación [...] no fue de ninguna m anera una
práctica médica [...]. A la inversa, [...] no habrá virtualm ente
ninguna experiencia médica nacida del asilo y en el asilo”, I,
p. 269). El exceso mismo de esa división hace más notables
aún las correspondencias estructurales entre esos dos domi­
nios de experiencia. No obstante, una experiencia central de
locura deberá revelarnos el fundamento de la unidad estruc­
tural y de la separación concreta de las dos series de experien­
cias. Esta experiencia central y fundam ental (una) de la edad
clásica es la de la locura como “paradójica manifestación del
no ser”, “negatividad vacía de la razón” (I, p. 589). La dualidad
estricta de los dominios de experiencia (social y médica: no se
establece comunicación alguna entre “conceptos” y “prácti­
cas”, entre el “acontecimiento” y la “forma de desarrollo
conceptual”, I, p. 271) responde con claridad a la conminación
de la experiencia prim era de una negatividad de la locura. Esa
18 Folie et déraison a l’áge classique, París, Plon, 1961. A partir de 1972,
la obra se titularáHistoire de la folie á l’áge classique, París, Gallimard (con
un nuevo prefacio). El texto es el mismo de la edición original (salvo una larga
nota del último capítulo sobre el Zaratustra de Nietzsche, desaparecida en
la segunda edición).
experiencia única sólo permite entrever el fundamento de la
separación rigurosa entre serie práctica y serie discursiva que
hace imposible toda reflexividad de una Sinrazón clásica
como foco sintético (lo que significa que para la edad clási­
ca cualquier contenido de experiencia se ajusta a cierta au­
sencia o negatividad de la locura como generalidad concreta
que mantiene la oposición sorda entre el loco encerrado y su
locura teorizada). O mejor: la Sinrazón clásica (la Locura
como nada) es la división misma de una sinrazón social y una
locura médica.
Podemos demorarnos aquí para redefinir con un poco de
estrictez estos conceptos. En efecto, se plantea el problema de
saber a qué puede rem itir el término “sinrazón” en su relación
con la “locura”. Distinguiremos tres niveles de sentido:
• cuando el concepto de sinrazón se emplea en oposición al de
locura, en una perspectiva que desborda la separación neta
de las épocas de ésta (por ejemplo, II, pp. 19-23), remite a
una experiencia prim era e inmemorial (situada en la raíz
misma de la División razón/locura) y que encuentra casi
siempre su superficie de aparición en la imaginación. No
obstante, el sentido de las imágenes varía (al respecto,
Foucault habla de “una de las más grandes conversiones de
la imaginación occidental”, II, p. 21): delirio de un trasm un-
do en el siglo xvi (expresado en las imágenes de un Bosch),
delirio del deseo a partir de fines del siglo xvm (en los
discursos de un Sade). Es posible hablar entonces de Sinra­
zón trágica;
• constituido como término de la alternativa razón/sinrazón,
designa la experiencia propiamente clásica de la locura: la
sinrazón como manifestación positiva de una negatividad
vacía de la razón. La sinrazón es entonces un sentido
histórico de locura (y ya no su sinsentido metafísico). Remite
simultáneamente a una Irracionalidad vacía (sinrazón como
ausencia de razón) y a una Racionalidad superior (al ser
delirio de la razón, lo que la sinrazón posee de verdad sobre
sí misma está inmerso en su totalidad en unas formas de la
razón). Se hablará de la Sinrazón clásica;
• por último, este término designa, en un sentido más restrin­
gido, la vertiente práctica déla experiencia clásica (nivel de
la sensibilidad social, espacio de exclusión trazado por la
división ética que reúne todos los desarreglos del espíritu y
las costumbres, cuya exposición constituye el objeto del
capítulo ni de la prim era parte). Se opone entonces a la locu­
ra como objeto de enunciados (segunda vertiente de la
experiencia). La locura del insensato e ncerrado (y no la locura
médica y filosófica de los enunciados teóricos) constituye
entonces su “principio, su movimiento originario” (I, p. 252).
Se habla a la sazón de una Sinrazón moral
Esta vez, la partición razón/locura queda consumada. El
límite clásico ya no aparece como “superficie de contacto”
abierta a lo ilimitado, sino como separación definitiva de la
razón y la sinrazón. Ese sentido de límite se realiza en
prácticas sociales, en gestos concretos de segregación (crea­
ción de las casas de encierro) en los que se trata de eliminar
unas veleidades de desorden social (encierro del mundo de la
miseria, capítulo n de la prim era parte), suprim ir defectos
(encierro del mundo correccional, capítulo m de la prim era
parte) y dominar una contranaturaleza (tratamientos espe­
ciales reservados a los locos en el espacio de la internación,
capítulo v de la prim era parte). Este ajuste de prácticas
sociales negativas (encerrar, eliminar, suprimir, dominar)
con elementos negativos (desorden, defecto, contranaturale­
za) responde claramente a la intuición central de la sinrazón
clásica comoNada. La misma experiencia negativa estructura
simétricamente los enunciados que reflejan un conocimiento
y un reconocimiento de la locura (segunda parte). Pero el
problema es estrictam ente inverso: ya no se trata de negar
(mediante prácticas de exclusión) un ser (actor social), sino de
afirmar (en la inmediatez de una percepción o el espacio
racional de clasificación ordenada de las positividades médi­
cas) un no ser de locura (especie nosológica huidiza). La
negatividad de la locura se revelará en las especies de una
percepción filosófica de diferencia en el marco de un recono­
cimiento perceptivo del loco y, en el proceso de un conocimien­
to médico, de obstáculos a la proyección de las formas de la
locura en un sistema de clasificaciones racionales. Para la
división clásica, el límite razón/locura se encarna por lo tanto
como contrariedad para una conciencia crítica, segregación
para una conciencia práctica (primera parte de la tesis) y como
diferencia para una conciencia enunciativa y obstáculo para
una conciencia analítica (segunda parte de la tesis).
El punto de partida del análisis todavía es geográfico: se
trata de los espacios cerrados (hospitales generales en Fran­
cia, Workhouses en Inglaterra, Zuchthauser en Alemania)
que, durante el siglo x v ii , se extienden por toda Europa
(capítulo “Le granel renfermem ent”). Esos lugares suponen
una práctica: el encierro. La internación brusca del mundo de
la miseria (y por consiguiente de los locos atrapados en la
misma proscripción: “Para la caridad medieval, [el loco] par­
ticipaba de los oscuros poderes de la miseria”, I, p. 100) supone
una nueva conciencia de locura (la práctica del encierro nunca
es sino la “estructura más visible de la experiencia clásica de
la locura”, I, p. 80; como tal, sigue siendo, por lo tanto, un
fenómeno de superficie). Al loco ya no se le indica como su
“lugar natural” el umbral o el agua, sino el “hospital general”.
Ya no se lo embarca: se lo encierra. Este encierro vuelve a
investir en parte los leprosarios abandonados de la Edad
Media. Con esta geografía concreta, el mundo de la sinrazón
también hereda valores simbólicos: “El asilo ocupó rigurosa­
mente el lugar del leprosario tanto en la geografía de los
lugares encantados como en los paisajes del universo moral”
(I, p. 115). El relato de la lepra y sus lugares malditos cumple
un papel estratégicamente importante. Constituye algo así
como una célula narrativa mínima, el primer ejemplo de
exclusión ritual que valdrá para la sinrazón clásica y muy
pronto para la moderna enfermedad mental. Podemos descri­
birla así: designación de un grupo social determinado como
“inhum ano”; asignación de un espacio rigurosamente separa­
do a esta franja de la población denunciada; promesa, para el
grupo exiliado, de una salvación superior, y de una completa
seguridad para el grupo que exilia. Tenemos aquí el ejemplo
de una pura “forma” (I, p. 18) que se m antendrá inmutable a
través de las épocas a la vez que cambia de contenido (puesto
que acoge alternativam ente la lepra, la enfermedad venérea,
la sinrazón y la enfermedad mental).
El encierro de 1656 en el hospital general puede compren­
derse superficialmente en términos de imperativos sociales:
compromiso entre los valores de asistencia de la Iglesia
(ayudar a los pobres) y los valores de orden del mundo burgués
(encuadrar el mundo errante de la miseria, I, pp. 80-86);
regulación mercantil de la producción y los precios mediante
un control de la circulación de los desocupados (I, pp. 105-115);
corrección y enderezamiento de la gente de mala vida; repre­
sión inm ediata y sin control judicial (lettres de cachet) de
elementos perturbadores (al antojo de la arbitrariedad del rey
o por control de la familia, I, p. 83). Otras tantas explicaciones
que ven en el encierro el símbolo del orden monárquico y
burgués o la mecánica ciega de eliminación de los asociales. Lo
cierto es que en el horizonte de esas prácticas no se dibuja
ninguna perspectiva médica (“el hospital general no se empa­
rienta con ninguna idea médica”, I, p. 82). Sin embargo, dichos
esquemas explicativos revelan ser poco pertinentes, y Foucault
se niega a reducir el encierro a su mera finalidad social;
pretende en cambio remontarse de esas prácticas a las con­
ciencias de locura que envuelven. En efecto, dice querer
analizar “las formas de conciencia que encubre esta práctica”
(I, p. 268). Sobre el encierro, afirma que es “la expresión
institucional” de una conciencia de oposición excluyente ra­
zón/sinrazón. Al considerar la creación de los hospitales
generales, se pregunta además “qué conciencia jurídica podía
anim ar esas prácticas” (I, p. 81). Las explicaciones objetivas,
en efecto, suponen como causa lo que es resultado. Puesto que
el gesto que denuncia a toda una población, para expulsarla
del espacio público, la suscita antes de exiliarla. Ese gesto de
encierro y la reestructuración del campo social que supone no
se libran del extranjero sino después de haber esbozado sus
rasgos. Antes de pretender eliminar al asocial, se representa
su figura. Lo cual significa que en el inicio fue realmente
m enester contar con una percepción que inscribiera cierta
cantidad de conductas en un horizonte de normas sociales,
como desviación. No se encierra a una población porque no
pueda integrarse, sino que, en un primer momento, una
percepción sitúa un grupo contra un fondo social, y aquél
aparece entonces como no integrado. Esta posición de una
“percepción” (o “sensibilidad” o “conciencia”) como fundamen­
to de las prácticas sociales (“la internación no es más que el
fenómeno de ese trabajo en profundidad”, I, p. 132) está
alejada de cualquier materialismo histórico. Antes de que un
campo objetivo incorpore elementos sociales y elementos
asociales, existe ese gesto invisible que traza una línea de
partición social (con lo cual crea la figura misma del asocial)
y, sobre todo, existen las líneas de articulación de una nueva
percepción que “ve” (y cree descubrir cuando suscita) extran­
jeros a su propia patria. Foucault se pronuncia en contra de
una explicación utilitaria y obj etiva. Según ésta, se encerraría
a los asociales (como franja efectiva de la población y categoría
social concreta) para liberarse de ellos, como si preexistieran
a las prácticas que los objetivan. Pero para Foucault, una
práctica social como la del encierro no es en modo alguno la
sanción alienante de un estado de hecho anterior (hay gente
que no puede integrarse a la sociedad, por lo tanto se la
encierra), sino un foco creador de alienaciones: “Sin duda, el
gesto tenía otra profundidad: no aislaba a extranjeros desco­
nocidos y evitados por costumbre durante demasiado tiempo;
los creaba, alterando rostros familiares al paisaje social, para
hacer de ellos figuras grotescas que ya nadie reconocía [...]. En
una palabra, puede decirse que ese gesto fue creador de
alienación” (I, p. 129). Contra una referencia abstracta a
mecanismos que ponen en juego esencias sociales (que son
más los resultados de las prácticas que su causa), Foucault
apela verdaderamente a conciencias constituyentes. Así como
el desplazamiento de las fronteras crea nuevas regiones, la
re articulación del campo perceptivo en el siglo clásico hace
que se levante (para alienarlo al punto tras los muros de los
hospitales generales) un nuevo pueblo al que antes no se
“veía”: los hombres de sinrazón.
Empero, al establecerse nuevas fronteras y líneas de par­
tición inéditas, lo que cambia en el siglo clásico es el sentido
mismo de un límite. El conjunto de las conductas designadas
por la sensibilidad social clásica, en efecto, ya había sido
parcialmente circunscripto por la época anterior. Pero ésta les
había dado una significación diferente. Esos comportamien­
tos rem itían a lo sagrado; en la época clásica, este límite
recibe, al contrario, una interpretación estrictam ente laica,
social, moral. Donde antaño se veían representantes de tras­
cendencias místicas (los pobres y los locos) e incluso blasfemos
sacrilegos (los disolutos, los profanadores, los libertinos),
pronto no se verán sino fautores de trastornos y hombres de
m ala vida: malos sujetos, hombres a los que hay que encerrar.
Por otra parte, la población que se esboza en oportunidad de
esta reestructuración perceptiva (allí donde en el pasado se
veía “de otra m anera”) es tan indivisible para el gesto único
que la proscribe como uniforme es el lugar asignado (el
hospital general). Para la conciencia que la invoca, designa
una región de “defectos” que hay que corregir, un foco de
perturbaciones que hay que suprimir. La eliminación de
elementos negativos se efectúa concretamente mediante el
encierro y la exclusión, en definitiva, en “una región de
neutralidad, una página en blanco” (I, p. 124). Se escinde un
espacio social para ahondar en él zonas de sombra, áreas de
prohibición. La geometría de la experiencia clásica es la de un
espacio dividido. Pero hay sobreimpresión de dos líneas que
responden a dos interpretaciones del orden que no hay
que transgredir: la prim era (correspondiente a la significa­
ción históricamente primigenia del encierro) lo sitúa del lado
de la comunidad económica de trabajo que hace circular los
bienes y las riquezas (división ociosidad/trabajo). La segunda
lo desplaza hacia el lado de la familia burguesa poseedora de
los verdaderos valores, que define en su justa corrección las
conductas sexuales, religiosas y especulativas (división ra­
zón/sinrazón).
La prim era división (primera población internada: el pue­
blo de la miseria) postula como polo positivo de referencia la
comunidad de los activos, a través de la designación de los
elementos opuestos: mendigos, vagabundos, menesterosos,
desocupados, desharrapados, etcétera. El pueblo de la mise­
ria ya no es, como lo era aún en el Renacimiento, portador de
una positividad mística inquietante y culpabilizante. Es un
foco de desórdenes posibles: “Por lo tanto, ya no puede tratar­
se de exaltar la miseria en el gesto que la mitiga, sino
simplemente de suprimirla” (I, p. 94). Si bien se debe seguir
proporcionando asistencia, según los preceptos de la Iglesia,
quien se hará cargo de su regimentación para proteger el
orden público es el Estado. La pobreza ya no es una cuestión
de salvación en una dialéctica trascendente de la caridad, sino
un problema que se despliega en la inmanencia de los asuntos
públicos. Una preocupación similar hará de los lugares de
encierro otros tantos sitios en los que ubicar a los desemplea­
dos durante los períodos de crisis. En muchos casos, finalmen­
te, esos lugares cerrados serán centros de trabajo forzado que
someten a la hez social a la gran ley redentora del esfuerzo. La
gran proscripción de un mundo burgués productivo que dibu­
ja el rostro de su otro designa tres grupos de población: los
menesterosos, los desocupados y los ociosos. El rigor de la
división autoriza síntesis morales apresuradas y un desplaza­
miento incontrolado de los atributos: se confunden indigencia
y pereza, desocupación y holgazanería, problema económico y
problema moral. La locura, cuyo destino todavía está ligado al
de la miseria, ya no se percibe como anunciadora de trascen­
dencias imaginarias, sino como rebelde a las coacciones del
trabajo.
Con el uso, la población a la que apuntan los decretos de
encierro se situará cada vez más en oposición al grupo social
dominante, ya no identificado con la sociedad de los trabaja­
dores sino con la familia burguesa: “La institución familiar
traza el círculo de la razón” (I, p. 144). Se condenará entonces
un conjunto articulado de comportamientos que transgreden
las normas de una sexualidad honesta, una conducta religiosa
ortodoxa, una reflexión bien pensante. El mundo de la sinra­
zón, negativo moral del hogar burgués probo, señalará a
quienes la familia (o la vecindad inmediata) pretende hacer
encerrar porque manifiestan una sexualidad considerada
escandalosa (licencia, homosexualidad, relaciones inconfesa­
bles, matrimonios vergonzosos) y se entregan a prácticas
contrarias a la religión cristiana (blasfemias, magia y hechi­
cería) y, por último, a los libertinos especulativos, cuyo pensa­
miento se aventura más allá de los límites definidos por los
bien pensantes. Se trata, en definitiva, de aquéllos a quienes
Foucault reúne en el “mundo correccional” (capítulo m). Son
conductas ya denunciadas en el Renacimiento. Pero entonces
se las reprobaba como actitudes sacrilegas y no como conduc­
tas contrarias a la moralidad. A partir de esta reinterpreta­
ción laica de la transgresión, esos comportamientos se repri­
m irán con violencia, como signos de mala vida que exigen una
corrección. Se apunta a una región de desorden (indistinta­
mente, desorden del espíritu o de las costumbres) que se
quiere eliminar, a defectos que se quiere suprimir, a faltas que
se quiere corregir. Ya no son crímenes que atentan contra lo
sagrado: son infracciones a las buenas costumbres y a los
códigos sociales elementales.
En relación con los comportamientos sexuales, las profana­
ciones y el libertinaje, Foucault no deja de prolongar el mismo
análisis (cf. “una sodomía ahora desacralizada”, I, p. 141; “la
magia queda vacía de toda su eficacia sacrilega”, I, p. 152; “el
libertinaje ya no es un crimen”, I, p. 156). El ámbito de los
comportamientos prohibidos fue primitivamente delimitado
por una inquietud ante las potencias de lo sagrado y los po­
deres sombríos de la transgresión; luego, en la edad clásica,
por una sensibilidad escrupulosa frente a las reglas de las
buenas costumbres. En la época moderna, será investido por
unas ciencias positivas que quieren ver en él la actuación de
determinismos naturales: “Sin duda es obra de la cultura
occidental, en su evolución en los tres últimos siglos, haber
fundado una ciencia del hombre sobre la moralización de lo
que antaño había sido para ella lo sagrado” (I, p. 150). Desde
la Edad Media hasta la época moderna, un mismo conjunto de
contenidos se interpreta sucesivamente como sacrilegio, falta
moral y enfermedad (límites de lo profano y lo sagrado, lo
razonable y lo desrazonable, lo normal y lo patológico). La
línea de división trazada por la comunidad moral clásica aún
autoriza, en la unidad del anatem a pronunciado, síntesis
morales generosas. El loco, asimilado a esas conductas de
sinrazón, adopta en ellas una figura de perversión moral.
Atrapada en la red del mundo de sinrazón poblado de figuras
concretas (el disoluto, el pródigo, la prostituta, el brujo, el
libertino, etcétera), la locura cambia de modo de aprehensión.
Ya no se la experimenta como obsesión (obsesión imaginaria
de ese fondo caótico del mundo en que las formas se deshacen)
o equívoca dialéctica en los juegos escépticos de la razón: “Por
el mero movimiento de la internación, la sinrazón queda
separada: separada de los paisajes en que siempre estaba
presente; y, por consiguiente, hela aquí localizada; pero sepa­
rada también de sus ambigüedades dialécticas y, en esa
medida, circunscripta en su presencia concreta. Ahora se
toma distancia para que se convierta en objeto de percepción”
(I, p. 163). En virtud de la distancia que ahonda el encierro, se
vuelve objeto de una percepción moral que la designa en su
presencia sensible inmediata. Una condena moral despliega
la locura en su dimensión de objeto. La ciencia del psiquismo
se agotará inútilm ente en purificar la objetividad de todo a
priori moral, porque en el caso del ego psicológico, una
distancia de anatem a define igualmente su campo trascen­
dental.
Gracias a una asignación geográfica común, el encierro del
loco indica suficientemente su nueva identificación con los
hombres de sinrazón. Una percepción ética le sirve de revela­
dor (capítulo “Les insensés”). La locura no es enfermedad, es
m ala voluntad: “El secreto de la locura se encuentra en
definitiva en la calidad de la voluntad y no en la integridad de
la razón” (I, p. 213; por eso, en la época clásica, lejos de
declarar en absoluto inocente al sujeto que sería su “víctima”,
la locura siempre es al mismo tiempo falta, crimen, mentira).
Como la razón m ism a,19 la sinrazón sólo es posible desde la
apertura de una elección ética. No es únicamente lo inmoral,
sino lo que ha escogido la inmoralidad. Sin embargo, esta vez
dentro de los lugares de encierro, ciertas prácticas específicas
apuntan al loco (exhibiciones públicas - “la locura se convirtió
en una cosa para m irar”, I, p. 231- y tratam ientos “inhum a­
19 “En la era clásica, la razón nace en el espacio de la ética” (I, p. 222);
“la división razón-sinrazón se cumple como una opción decisiva en la que
se juega la voluntad más esencial y tal vez más responsable del sujeto” (I,
p. 220).
nos”, I, pp. 231-235). Estas últimas se adecúan a una percepción
del loco como “animalidad”. Puesto que la elección de la locura
lo ha expulsado a los bordes externos de la humanidad (en el
hombre, la animalidad es el “límite de su naturaleza” -I, p. 235,
n. 1—, un “límite no accidental sino esencial”, I, p. 245). Y de
acuerdo con la intuición central de la experiencia clásica, este
límite ya no da acceso a unas potencias otras sino a lo negativo
(“la animalidad se percibió como negatividad, pero natural”,
I, p. 240; expresada en la forma de una libertad desatada, esa
negatividad del animal se opone a la asimilación moderna del
loco y el animal en el marco de la necesidad de mecanismos
naturales). H asta el Renacimiento, la presencia sorda de la
animalidad en el hombre era lo que lo religaba a “las potencias
subterráneas del mal” (I, p. 239). En la era clásica, “el animal en
el hombre ya no tiene valor de indicio de un más allá” (I, p. 235).
Es la bestialidad del loco: una libertad desencadenada como
potencia infinita de destrucción y furor, contranaturaleza
feroz que deshace en la violencia el orden natural. La anim a­
lidad del loco designa en él una contranaturaleza. Esta arti­
culación inm ediata de la humanidad con la animalidad, cuya
exhibición constituye el loco, abre “la posibilidad perpetua de
la sinrazón” (I, p. 251). En efecto, lo que ésta manifiesta es la
posibilidad original de situarse en un retiro absoluto al m ar­
gen de la verdad del Ser. Ese peligro en que zozobra la
sinrazón (“límite absoluto de la razón encarnada”) impide en
la era clásica cualquier reducción de la locura a una mera
alienación psicológica: “En esas condiciones, ¿cómo podría
estar la edad clásica a la escala de un acontecimiento psicoló­
gico e incluso a la medida de un patetismo humano, siendo así
que constituye el elemento en el cual el mundo nace a su
propia verdad, el dominio dentro del cual la razón tendrá que
responder de sí misma?” (I, p. 250-251). La locura dem uestra
la posibilidad de una retirada absoluta de la que uno ya se ha
despegado desde siempre, habida cuenta de que tiene acceso
a la verdad del Ser en el elemento calmo de la razón. Pero esa
conjura prim era instituye la locura como principio negativo
de la razón (aquélla indica la región anterior a la división en
que el hombre, antes de constituirse como razonable, está
todavía en contacto con su animalidad negativa) y principio
positivo de la sinrazón (el hombre puede resultar culpable de
todos sus defectos morales porque originariamente existe en
él la articulación con una animalidad, como defecto del ser
verdadero). Pero el loco, en cuanto es la manifestación pura de
ese vuelco de la humanidad hacia la animalidad, linda con las
formas monstruosas de la inocencia. Es la encarnación (ino­
cente como tal) del principio de la culpabilidad: “Él ¡el loco] es
al mismo tiempo decadencia última y absoluta inocencia” (I,
p. 246). De tal modo, se ve sim ultáneam ente condenado, con
la libertad del vicio, como un agente entre otros del mundo
culpable de sinrazón, y violentamente exaltado, dentro de esa
región proscripta, como contranaturaleza, animalidad, liber­
tad negativa (es el principio inocente de sinrazón).
El encierro en el hospital general no tiene ningún valor
médico- No hay presentimiento alguno, ni siquiera oscuro, de
la internación psiquiátrica en la conciencia social de la sinra­
zón. Si en el hospital general hay médicos, están menos para
curar a la población correccional que para proteger la salud
pública. No obstante, en pleno siglo xvn podemos encontrar
una experiencia de la locura como enfermedad: en la medida
en que se admite que son curables, algunos locos son enviados
al Hótel-Dieu [hospital] para recibir tratam ientos (capítulo
“Expériences de la folie”). ¿Signo precursor de los tiempos
modernos, premoniciones geniales que se oponen al oscuran­
tismo ciego de! encierro? De todos modos, el 1oco como en fermo
no es una creación del siglo clásico: desde fines de la Edad
Media, aquél, ya aislado como personaje, era el objeto, sin
duda bajo la influencia de la cultura árabe, de la solicitud de
un humanismo médico (I, pp. 187-191). La experiencia propia­
mente clásica (la que sienta las bases de una percepción
psiquiátrica de la locura) quita precisamente al loco, al con­
fundirlo con todos los hombres de sinrazón, esa individuali­
dad médica que había adquirido durante el Medioevo. El
Hótel-Dieu no es más que el testigo-vestigio de una captación
médica antigua de la locura, que subsiste paralelamente a la
práctica pol icial. Esas prácticas médicas se asocian a una viej a
conciencia jurídica de la locura (cuando su reconocimiento
exigía un diagnóstico médico) transm itida por el derecho
romano y el derecho canónico, y son el lugar de elaboración de
categorías finas que miden los grados de capacidad del sujeto
de derecho y relativas a la libertad civil.
Esta vez, los problemas de conocimiento y reconocimiento
del loco comprometen respectivamente una conciencia enun­
ciativa y una conciencia analítica de locura (segunda parte de
la tesis). Estas dos experiencias tienen una estructura simé­
trica. En el caso del reconocimiento (problema filosófico de la
razón y la locura como esencias), se trata de una percepción
concreta del loco a partir de la confesión de imposibilidad
teórica de determ inar la locura y, en el caso del conocimiento
(problema médico de la racionalidad de las especies naturales
de locura), la cuestión es determ inarla positivamente, pero a
partir de una analítica abstracta de la enfermedad, sin que
entre en consideración el loco como figura concreta. Estas dos
series se ajustan además al prestigio de la experiencia clásica
fundam ental (la sinrazón como paradójica manifestación de
un no ser), que a través de este examen de los enunciados se
revelará más “legible” (I, p. 274).
Los filósofos del siglo xvm identifican de inmediato a un
loco, en el momento mismo en que renuncian a efectuar en el
nivel especulativo la división, para ellos inasible, razón/
locura. La presencia sensible del loco se destaca contra un
fondo de ausencia de una teoría de la locura (I, pp. 278-284).
La estructura del reconocimiento filosófico resuelve esa para­
doja (capítulo “La trascendance du délire”). En un primer
momento (Foucault vuelve a citar las Meditaciones de Descar­
tes, I, p. 284), la oposición a la locura (para una razón como
norma de lo razonable) es inmediata: la siento como contrarie­
dad en relación con mis certidumbres de sujeto razonable. El
loco es quien ha perdido la razón. El ahondamiento de esa
distancia revela un espacio vacío en el que se inscribirán (esta
vez para una razón como principio racional de juicio)20 los
signos diferenciales que me presentan objetivamente otras
tantas m aneras de no ser razonable, en unidades discretas,
señalables. La distancia negativa (sinrazón) es colmada por
las referencias diferenciales que establece mi razón judicante.
Así, pues, reencontramos en la estructuración misma de la
conciencia perceptiva filosófica la experiencia clásica de sin­
razón: una negatividad (ausencia total de determinación
teórica de la locura, abismo abierto por la conciencia razona­
ble de no estar loco -el loco como contrario-) que se manifiesta
(signos sensibles, inm ediatamente identificables y diferen­
ciales de la locura -el loco como diferente-).
Esta vez, la atribución de las causas de la locura (I, pp. 334-
371) se efectúa según la distinción de las causas próximas
(anatomía cerebral) y las causas lejanas (que engloban todas
las influencias, desde la historia personal del enfermo hasta
los ínfimos movimientos del cosmos). La unificación de ese
20 Sobre las “estructuras de lo razonable” y las “estructuras de lo
racional”, cf. p. I, 286.
doble sistema causal se realiza en el nivel de la “pasión” como
punto de confusión irreductible del alma y el cuerpo. Pero
todavía no hay aquí nada más que el enunciado de condiciones
quepermiten la locura. El momento de su constitución activa
se presenta recién a partir del lenguaje. No estoy loco si me
creo muerto (a todos nos pasa en los sueños), sino si, al afirmar
estarlo, me niego a comer, aferrado al hecho de que los
muertos no comen: “Ese discurso fundam ental abre las puer­
tas de la locura” (I, p. 367). La locura es la organización de
razonamientos lógicos en torno de un núcleo de representacio­
nes quiméricas. En el corazón de cualquier locura se encuen­
tra siempre la sintaxis vacía de un discurso que articula
formas lógicas con imágenes oníricas, espectros irreales: “El
lenguaje es la estructura primera y última de la locura. Es su
forma constituyente” (I, p. 370). El delirio (que informa hasta
el gesto obsesivo) aparece en la experiencia clásica fundamen­
tal como principio mismo de la locura. No depende ni del alma
ni del cuerpo, pero ritm a furiosamente sus relaciones. Esta
articulación de la locura con su lenguaj e funda, según Foucault,
la relación del psicoanálisis con la experiencia clásica: “ser
justo con Freud” (I, p. 528) es, para Foucault, reconocer que da
un nuevo impulso a la tradición clásica de aprehender la
locura a través de lo que ella dice y definirla primitivamente
como “delirio”. E star loco es llenar de imágenes irreales unas
proposiciones lógicas, enunciar el sinsentido con claridad
discursiva, m anifestar una nada: “En el fondo, al unir la visión
y el enceguecimiento, la imagen y el juicio, el fantasm a y el
lenguaje, el sueño y la vigilia, el día y la noche, la locura no es
nada. Pero su paradoja consiste en manifestar esa nada,
hacerla estallar en signos, en palabras, en gestos” (I, p. 378).
Se comprende que la razón pueda hallar en la sinrazón su
mayor cercanía y su mayor lejanía: su negación inmediata
revelada en el perfil de su propio rostro. La sinrazón, sinsentido
oscuro ofrecido al sol del lenguaje, se deja describir como
deslumbramiento. El loco no está privado de razón, está deslum­
brado: ve, pero lo que ve es justam ente nada. Por sí sola, la luz
lo ciega. Por fin, tenemos aquí claramente enunciada (y Foucault
puede citar las últimas palabras de Orestes en Andrómaca) la
estructura de la experiencia clásica de locura que ya realizaban,
pero muy indirectamente, las prácticas de encierro de los
insensatos, y la conciencia perceptiva del personaje del loco.
Foucault retoma una vez más la demostración, en el plano
de las categorías nosológicas (capítulo “Figures de la folie”).
La caracterización de las especies de locura se somete siempre
a las exigencias de la intuición de una locura como “nada”,
sobre todo en el caso de la categoría de “demencia”; la “m anía”
y la “melancolía” se ordenan más bien de acuerdo con una
lógica imaginaria de los elementos (Foucault recupera enton­
ces un estilo de estudio cercano a los análisis de Bachelard),
m ientras que el grupo de la “histeria” y la “hipocondría”
asegura la penetración de los valores morales en el diagnós­
tico médico con el que sabrá jugar tan bien la psiquiatría del
siglo XIX.

N a c im ie n t o d e la e x p e r ie n c ia m o d e r n a
d e la l o c u r a

La experiencia moderna interpreta la locura como enferme­


dad m ental y le da el asilo psiquiátrico como tierra de acogida.
Para su puesta en acción, supone la resolución de las confusio­
nes que impedían una reflexividad médica de la locura: su
parentesco, establecido desde el encierro, con el mundo de la
miseria y el de la sinrazón. La locura deberá aparecer liberada
de lo que no es. Esta percepción negativa de la locura como
“diferente” se articula con un dato concreto: la apertura, desde
fines del sigloxvm, de una “serie de casas destinadas a recibir
exclusivamente a los insensatos” (II, p. 70, cf. “les Petites
Maisons”). Por otra parte, el estatus positivo de una locura
como objeto médico supone también una serie de gestos
prácticos de alienación en las formas de la objetividad. La
conciencia de locura, en consecuencia, va a separarse en un
principio progresivamente de la conciencia de sinrazón (ya “es
la prim era vez desde el Gran Encierro que el loco vuelve a ser
un personaje social”, II, p. 10: el sobrino de Rameau ilustra
este renacimiento del insensato como tipo).
A fines de siglo xvm se producen unas epidemias cuyo
origen se atribuye a la “fiebre de las cárceles” (capítulo “La
grande peur”). La síntesis entre mundo médico y mundo de
sinrazón se efectúa aquí bajo el signo de los fantasm as del
miedo (se llama al médico no para brindar atención a los
internados sino para salvaguardar la salud de los demás, II,
pp. 26-27). No se produce en oportunidad de un progreso o un
descubrimiento conceptuales, sino de la reactivación de una
estructura im aginaria ancestral (la más antigua obsesión de
un contagio indefinido). Ese fenómeno hace resurgir paisajes
imaginarios de sinrazón que se creían olvidados, enterrados:
figuras prohibidas, aterrorizadoras, esta vez ya no de un
mundo al borde de su abismo y su destrucción, como en el
Renacimiento, sino de un deseo propiamente humano cuyas
potencias de delirio despliega un Sade. Los fantasm as gene­
rados por el terror reactivan entonces una conciencia imagi­
naria de sinrazón y le dan el rostro cada vez más indiferencia-
do del desenfreno furioso de los sentidos. Paralelamente se
desarrolla un temor específico a la locura (se habla de una
multiplicación de las “enfermedades de los nervios”), temati-
zada esta vez como producto de una civilización perfecciona­
da, efecto de un medio externo demasiado mediatizado; nega-
tividades, todas, en las que el hombre perdería su verdad
inmediata. El terror difuso, imaginario, a una sinrazón que
recupera un prestigio inmemorial se opone por lo tanto a los
temores específicos a una locura ajustada a la historia, en el
marco de una crítica de la alienación técnica. Dentro de los
correccionales, esa separación de las dos conciencias21 se
concretará en el nivel de las categorías policiales del encierro:
al rótulo global de “libertinaje” para calificar a los hombres de
sinrazón se oponen clasificaciones matizadas (furioso, imbé­
cil, insensato, alienado)22 que diferencian a los alienados
según el grado de peligrosidad de su conducta y de sentido de
sus discursos: “Los principales organizadores —vida y muerte,
sentido y sinsentido—reaparecen con suficiente constancia
para que esas categorías se m antengan más o menos a lo largo
de todo el sigloxvin” (II, p. 82). ¿Pero cuál es el sentido de esta
nueva atención? Más el de una puesta a distancia temerosa
que el de una solicitud inquieta. La crítica política de la
internación que circula en el siglo xvm destaca en su unidad
al personaje del loco (capítulo “Le nouveau partage”). De todos
modos, nadie se indigna (como lo harían los virtuosos médicos
21 Foucault retoma aquí la distinción fascinación/percepción (de la que
vimos que coincide con el paso de una sinrazón renacentista a una sinrazón
clásica). En tanto que la sinrazón “se convierte cada vez más en un simple
poder de fascinación”, “la locura, al contrario, se consolida como objeto de
percepción” (II, p. 76).
22 Ese trabajo de clasificación de las formas de locura, nacido de la
experiencia práctica de una locura encerrada, se efectúa siempre paralela­
mente a los esfuerzos teóricos de los naturalistas de la locura como especie,
de modo que los conceptos de la “psiquiatría clásica” no serán, en el fondo,
más que inestables compromisos entre esos dos caudales de experiencia (II,
pp. 84-85).
filántropos del siglo xix) de ver mezclados a locos inocentes con
criminales perversos. El verdadero escándalo es la confusión
de simples libertinos con locos furiosos. Lo que aísla la locura
en el marco de una crítica de la institución no es un hum anis­
mo atento, sino una repugnancia escandalizada. No es el
encierro (justificado) de los locos lo que hace criticable esta
práctica, sino el de la gente razonable: “Por un círculo paradó­
jico, la locura aparece finalmente como la única razón de una
internación cuya profunda sinrazón simboliza” (II, p. 96).
Cabe recordar, por fin, que el encierro encontraba su
justificación primordial en la puesta en práctica de un proyec­
to social de reducción de la miseria (que conjugaba asistencia
y represión). Ahora bien, cada vez resulta más manifiesto (en
oportunidad de las grandes crisis económicas que sacuden el
siglo xvm) que la desocupación ya no puede denunciarse con
tanta ligereza como la consecuencia lógica de una vida ociosa,
y que la pobreza bien puede ser un fermento de riqueza, con
tal de que se explote “al aire libre”: masa errante de mano de
obra expuesta a las fluctuaciones del mercado (II, pp. 105-
111). El menesteroso, a quien el siglo clásico proscribía, se ve
reintegrado a la comunidad económica como fuente potencial
de riquezas. Queda el pobre enfermo. Sólo él debe beneficiarse
con una asistencia cuyas formas tendrán que fijarse mediante
medidas más privadas (en las que influirán las relaciones de
vecindad y los movimientos afectivos espontáneos y puntua­
les) que públicas. Reorganización de un espacio social en lo
sucesivo fragmentado: Foucault opone a un espacio social
“homogéneo, en que cada miseria se dirige a cada hombre” (en
el que se sitúa el pobre hasta fines de la edad clásica), otro
“fragmentado de acuerdo con una especie de economía de la
devoción” (II, p. 118). Antaño se acogía a todo el pueblo de la
miseria, viniera de donde viniese. Ahora recibirá asistencia
según sea sano o enfermo, según las relaciones de vecindad,
según las disposiciones del rico. Con ello se derrum ban por sí
solas las virtudes correctivas del encierro: el pobre sano
arrastrará su m iseria en el mercado de trabajo, y el pobre
enfermo buscará el alma caritativa, los buenos cuidados de
una familia. En oportunidad de esa masiva separación se
levanta una figura inquietante: el loco, inepto para el trabajo,
pero con el que no se puede, sin embargo, correr el riesgo de
dejarlo al aire libre. La percepción diferenciada del loco
(individualidad concreta, desembarazada de viejas complici­
dades: pobres y libertinos) parece un hecho adquirido. De
todos modos, no se manifiesta gobernada por una atención
médica nutrida de humanismo, sino por la ruina de estructu­
ras adyacentes (distinción de una conciencia de locura y una
conciencia de sinrazón; nueva puesta en circulación del mun­
do de la miseria) y, tras los muros, la división indignada entre
los locos furiosos y los libertinos críticos. Una vez liberada
(delimitación negativa) de las ricas confusiones a través de las
cuales la había aprehendido la edad clásica, la locura puede
constituir por fin el objeto de una definición positiva. Como se
recordará, la época clásica, en la urgencia de una división,
había recurrido a cuatro estructuras de limitación de la locura
(la división dialéctica, el rito de exclusión, la distancia de
reconocimiento, la analítica médica). Lo característico de la
experiencia moderna de la locura será ajustar esos modos
diversificados de encuentro a las meras formas de la concien­
cia analítica. Dicha experiencia entrañará entonces un doble
aspecto: reinterpretación de las estructuras heredadas de la
experiencia clásica, constitución de un nuevo espacio concep­
tual, aun cuando las lecciones clásicas sigan informándola
claramente (“El clasicismo conformaba una experiencia mo­
ral de la sinrazón que, en el fondo, sirve de suelo para nuestro
conocimiento ‘científico’ de la enfermedad m ental”, I, p. 170).
Al postular el límite como exclusión, la experiencia clásica
había instaurado el hospital general. Con la puesta en entre­
dicho de la función social a la que presuntam ente respondía en
su origen el encierro (resolver el problema de la población
ociosa encerrándola: aberración para una lógica liberal; cons­
tituir prisiones del orden moral: escándalo para una sensibi­
lidad crítica), se asiste a la ruina de la institución. Los
problemas de la cobertura pública del loco lo situarán en la
encrucijada de dos conjuntos: como el pobre enfermo, reclama
una asistencia pública; como el criminal, exige estructuras
que protejan a la sociedad de su contacto directo (capítulo “Du
bon usage de la liberté”). Por eso se m antendrá el encierro,
pero atribuyéndole esta vez valor médico. La síntesis histórica
de un lugar de exclusión y un espacio de cuidados, debida al
cruce del loco, el criminal y el pobre enfermo, funda histórica­
mente la posibilidad del asilo psiquiátrico. Muy pronto, esta
síntesis se hará olvidar en su carácter artificial para reapare­
cer como naturaleza: se dirá que se encierra para curar. La
internación, que era fundamento, se convierte en consecuen­
cia de una naturaleza de la locura, espacio médico de revela­
ción de sus verdades positivas. Foucault denuncia también
aquí (y ya en Enfermedad mental y personalidad) la mitología
de una conciencia científica que toma como evidencia natural
el punto de aniquilación de unos gestos históricos. Así, la
locura, primitivamente alienada, se autodesigna como aliena­
ción psicológica primordial, cuya importancia se aprecia al
someterla a un espacio cerrado de conformidad con su natu­
raleza supuesta: “Lo que era reforma social de la internación
se convierte en fidelidad a las verdades profundas de la locura;
y la m anera en que se aliena al loco se hace olvidar para
reaparecer como naturaleza de la alienación. La internación
se está ajustando a las formas a las que da origen” (II, p. 152).
Así como antes se encerraba al loco para alienarlo, ahora se
dirá que se lo encierra porque está alienado. El develamiento
de gestos históricos en el fundamento de conceptualizaciones
abstractas, la idea de que el “mito” se arraiga en el ocultamien-
to concertado de un origen histórico (sobre el cual se prefiere
echar un velo púdico para mejor asegurar la eternidad de su
objeto), ya están sin duda de acuerdo con una inspiración
nietzscheana. Y, como para Nietzsche, la mistificación se
establece bajo el signo de una contradicción enmascarada. Se
presenta como técnica de desalienación (el asilo como espacio
de tratam iento, de cura, retorno a una verdad perdida, a una
naturaleza olvidada) un artificio positivo alienante.
En el marco de esta reinterpretación de las estructuras
clásicas del encierro se transform a la aprehensión del loco. En
el siglo clásico, éste era filosóficamente percibido como dife­
rencia, m ientras que la medicina intentaba proyectar sobre
una superficie racional las formas del error. En ambos casos,
se trataba de colmar de indicios positivos la distancia negativa
ahondada entre razón y locura. Pero este doble abordaje se
efectuaba paralelamente a las prácticas de exclusión de una
locura confundida con otros peligros sociales. La medicaliza-
ción del espacio de segregación perm itirá interpretarla como
enfermedad mental y tratarla como objeto. La aprehensión
del loco ya no supondrá ninguna negatividad como fundamen­
to que se disocia en gestos negativos por un lado (encerrar) y
proceso de reconocimiento por el otro (expresar lo positivo de
lo negativo). Postular al loco como enfermo m ental significa
alienarlo de inmediato en las formas de una objetividad
constituida. Ya no hay juego alguno entre su posición objetiva
y su alienación concreta en un lugar en que las formas de su
verdad se despliegan presuntam ente sin trabas. Puesto que
objetivar al loco ya es dominarlo.
La objetivación alienante volverá a encontrarse como rela­
ción concreta del médico con el enfermo (capítulo “Naissance
de Tasile”). Esta vez, y con apoyo en los textos de Tuke y Pinel,
toda la tesis de Foucault consiste en m ostrar de qué manera
la partición clásica razón/sinrazón se m antiene en su
estructura, ya no construida como distancia social entre una
sociedad y sus franjas, sino como distancia del loco con
respecto a sí mismo: interiorización de la división. Es posible
describir como una vasta culpabilización la empresa de los
primeros asilos. Es preciso que entre el loco y él mismo se
ahonde una distancia para que se produzca en él la toma de
conciencia dolorosa de su estado de loco, sentido como falta,
anomalía monstruosa. A partir de allí, en un proceso de
objetivación incesante y controlado, se lo inducirá a conside­
rarse en ese estado como distinto de lo que se querría que
fuese, distinto de lo que debería ser (de lo que es normalmen­
te). Su deseo tendrá que ser coincidir con ese tipo normal que
se tiene la precaución de representarle como su verdad. Hay
interiorización, en el sentido de que la alienación ya no
consiste en expulsar al loco a unos márgenes delimitados
desde afuera como las zonas de la ajenidad prohibida, la falta,
el mal, la animalidad, sino, a la vez que se conserva el marco
institucional de una alienación m aterial (encierro en un
espacio protegido), en duplicar interiorm ente esa enajenación
reconstruyéndola como distancia del loco con respecto a sí
mismo. Atender a un loco es hacer que, por medio de una serie
de operaciones concertadas, sienta su propia locura como falta
que es preciso reparar. Deberá aprender a vivirla en la culpa.
Curarse es para él term inar por aceptar en la angustia, y por
un perpetuo control de sí mismo, esa identidad que otro (el
médico) le m uestra como suya. Sin olvidar el total desprecio,
el tratam iento infamante, las atroces coacciones físicas de que
el loco era víctima, el encierro clásico lo suponía al menos
sujeto de sí mismo y de su verdad (verdad contradictoria, dado
que era verdad del error). Era libre (y hasta demasiado libre)
de ser loco. Los primeros asilos ponen en vigor una serie de
operaciones concretas por medio de las cuales se intenta
alienarlo en un tipo ideal (las reglas de una Naturaleza en la
que se inscriben los principios de la religión para Tuke, el
modelo social reconocido por la sociedad burguesa para Pinel).
Lo cual se denomina, en estilo positivista, “desalienar”.
Foucault examina de esta m anera las terapias activas del
“tratam iento moral”:
• el miedo (amenazar con castigos cualquier manifestación
exterior de demencia, a fin de que la angustia obligue al loco
a un control permanente de sí mismo);
• la vigilancia (rodear al loco de m iradas inquisitivas que
puedan sorprender la más mínima manifestación de irregu­
laridad, para responder a ella mediante las reacciones
apropiadas a cada oportunidad, y sobretodo para que el loco
termine por interiorizar esa Vigilancia, por constituirla
como mirada de sí mismo sobre sí mismo, m irada que deberá
medir en él la distancia que lo separa de la norma ideal que
se le propone como verdad y curación);
• la humillación (humillar en el loco su locura, para que la
sienta por fin como escándalo vergonzoso y pueda desear
volverse ajeno a sí mismo y unirse al mundo de la gente
normal que está condenado a compartir únicamente en la
angustia de escapar de sí mismo juntándose, en el trabajo
perpetuo de la culpa sobre sí);
• el juicio (hacer nacer en la interioridad del loco y mediante
procesos perpetuos el remordimiento por su diferencia, a
fin de que haga sobre sí mismo un esfuerzo para “ser como
los otros”).
Otras tantas técnicas finas, sutiles, “psicológicas”, que ya
no se presentan como esas coacciones ciegas que se imponían
al loco desde el exterior, sino como ejercicios de persuasión en
las que la alienación toca sobre todo la relación de la concien­
cia con ella. La gran figura emergente de esta reestructura­
ción será la del médico,23 que concentra todos los poderes
alienantes de la moral, la sociedad y la ciencia positiva.

A r q u e o l o g ía d e la p s ic o l o g ía

En las últim as páginas de su tesis, Foucault comprueba que,


a fin de cuentas, ha escrito “la historia de io que hizo posible
la aparición misma de una psicología” (II, p. 290). La experien­
cia clásica de la locura, tal como él la había descripto, encerra­
ba al loco en una percepción esencialmente ambigua (capítulo
“Le cercle anthropologique”). El sujeto se volvía loco por un
acto de autoconstitución que comprometía una voluntad libre
23 En torno de esta figura del médico jefe se ordenarán los primeros
seminarios de 1973-1974 en el Collége de France sobre “el poder psiquiátrico”.
(por eso se podía confundirlo tras los muros del encierro con
los disolutos y los criminales): “Existía la latitud, el espacio de
juego que permitía al sujeto hablar por sí mismo el lenguaje
de su propia locura y constituirse como loco” (II, p. 264). Es
locura el acto que lo hace renunciar a la verdad y encadenarse
a las lógicas delirantes del error (“a continuación, [la locura]
ya no es más que mecanismo del cuerpo, encadenamiento de
los fantasmas, necesidades del delirio”, II, p. 266). Las verda­
des hum anas que algún día puedan enunciarse sobre la locura
siempre tropezarán con este acto postulado de libertad origina­
ria, por el cual un sujeto loco se constituye como tal y elige
desconsideradamente el error: “Esa libertad que, en el momento
muy originario, muy oscuro, muy difícilmente determinable del
apartamiento y la partición, lo hizo renunciar a la verdad,
impide que sea alguna vez prisionero desa verdad” (II, p. 269).
La libertad clásica del loco representa el momento en que
se anudan su acceso a su verdad discursiva, en la medida en
que no participa en ella (mecanismos del delirio develados por
un saber médico) y su renunciamiento activo a la verdad. Por
lo tanto, la experiencia clásica de la locura es ética de cabo a
rabo: en ella, el hombre no encuentra el rostro de su verdad,
se juega más bien la relación de una voluntad libre con ésta.
La experiencia moderna, al contrario, ser &antropológica', en
el sentido de que será prueba déla verdad positiva del hombre
(y no de su posibilidad o no de tener acceso a la verdad). Esta
transformación se efectúa por la reducción de esa libertad del
loco desde la cual escapaba a todo lo que en referencia a
determinismos orgánicos podía enunciarse sobre él. Sin em­
bargo, no es negada inmediatamente: se la objetiva. Se libera
al loco de las prisiones del orden moral, pero el espacio
rigurosamente cerrado en que jugará su libertad reconquista­
da será investido por una armazón de conceptos. Ya no se lo
instituye como prisionero del error, pero se lo encierra en un
determinismo natural. Ya no se supone en él esa elección
oscura y remota del mal, pero se constata la presencia objetiva
de su culpa, que se vuelve visible a través de sus patologías.
El sujeto clásico se constituye libremente como loco desde la
pérdida de la verdad. El sujeto moderno tiene acceso a su
verdad de loco en la pérdida de su libertad. En efecto, lo que
enuncian en lo sucesivo las figuras de la locura son verdades
hum anas. La locura que en el Renacimiento anunciaba el
delirio del m u ndo y en la edad clásica el error y el no ser, desde
el siglo xix enuncia lo que el hombre es en verdad, en su
verdad: “La locura habla ahora en un lenguaje antropológico
y apunta a la vez, y en un equívoco del que, para el mundo
moderno, provienen sus poderes de inquietud, a la verdad del
hombre y la pérdida de esta verdad y, por consiguiente, la
verdad de esta verdad” (II, p. 270). En su fondo, esta estructura
dialéctica designa la experiencia moderna de la locura (según
Foucault, encuentra su expresión poética en la literatura ro­
mántica, cf. II,pp. 270-274). Pero hay que reiterar que la verdad
que se descubre en su contrario es verdad antropológica. La
psicología que constituye al hombre como objeto positivo (no
como sujeto de verdad sino como el sujeto sobre el cual se
enuncia una verdad objetiva) encuentra su condición de posibi­
lidad en esa nueva relación con la locura. La psicología pretende
enunciar una verdad positiva, objetiva, necesaria, natural sobre
el hombre. Y el loco es precisamente aquél en quien una verdad
hum ana se objetiva, se determina, se naturaliza.
Foucault se apoya en el ejemplo de tres patologías mentales
destacadas del siglo xix: la parálisis general (etiología sifilíti­
ca: la verdad de la falta sexual se denuncia en ella en una
gramática natural), la locura moral (la verdad de la locura no
se revela en un delirio de la razón, sino que se confunde con
una objetivación, un pasaje al acto) y la monomanía (el interés
médico legal de la monomanía homicida radicaba en la supo­
sición de un determinismo). En la locura se objetiva una
verdad antropológica. No se trata únicamente de decir que a
partir del siglo xix el loco adoptó un rostro humano, sino que
el hombre fija una relación con su verdad científica a partir
del loco. Y encuentra el primer acceso a su ser verdadero desde
una experiencia de locura como objetivación espontánea de
un enunciado antropológico. Una verdad del hombre nunca se
reconocerá sino bajo el signo de la alienación: “No hay verdad
para la psicología que no sea al mismo tiempo alienación para
el hombre” (II, p. 153), “la alienación se depositará como una
verdad secreta en el corazón de todo conocimiento objetivo del
hombre” (II, p. 189). Pero no sólo encontramos aquí la mera
provocación consistente en presentar la ciencia psiquiátrica
como proceso de alienación o garantía teórica del gran sistema
occidental de represión de los locos. Esta tesis ya constituía lo
esencial de Enfermedad mental y personalidad. Aquí, en
cambio, la alienación ya no remite al espesor de las determ i­
naciones sociales. En la Historia de la locura... designa la
figura vacía del hombre, la experiencia desnuda de su pérdi­
da, de su desaparición, de su definitivo exilio. La alienación
del hombre constituye para su conocimiento algo así como un
trascendental: “El hombre tiene acceso a sí mismo como ser
verdadero; pero este ser verdadero sólo le es dado en la forma
de la alienación” (II, p. 284). La locura es aquello desde lo cual
nos enfrentamos directamente a unas “naturalezas”. La dis­
tancia exigida por la objetividad científica del psicólogo es la
misma que separa al hombre de sí mismo en la locura o, mejor:
la distancia que hace al hombre otro en la locura sirve de
obertura a la enunciación de verdades positivas antropológi­
cas. La locura no es el objeto privilegiado, sino lo trascenden­
tal de cualquier psicología posible.
Extraña verdad de los psicólogos descubierta por Foucault
y que se revela desde esa experiencia de locura en que todas
las verdades se pierden. Se dirá atinadam ente que la psicolo­
gía del siglo xix parecía muy poco preocupada por la estructu­
ración ambigua de sus enunciados positivos: es que redistri­
buía la contradicción en otras tantas oposiciones teóricas.
Todos los conflictos de la psicología naciente, todas las bata­
llas de escuelas, todas las antinomias conceptuales, son algo
así como la prórroga positiva, la proyección en un espacio
conceptual neutro, de una postura trascendental contradicto­
ria .24 No se trata, sin embargo, de denunciar las ciencias
humanas como ilusorias o engañosas, sino de captar simple­
mente una configuración. El hombre no se descubre como
objetividad natural, haz de mecanismos positivos, inocencia
de los determinismos, más que a través de y desde los actos
monstruosos, irrazonados y vergonzosos de la locura. Lo que
so denuncia directamente aquí no es la positividad de la
psicología, sino el olvido arrogante de la experiencia histórica
contra cuyo fondo el proyecto antropológico pudo tener senti­
do. Pero las psicologías aún deben ignorar durante mucho
tiempo sus condiciones de emergencia. En ellas encontrarían
la impugnación radical de su pretensión de neutralidad, de
objetividad serena, porque adosan sus positividades al vacío
de los furores del insensato. En definitiva, esta nueva puesta
c perspectiva de las ciencias psicológicas da m uestras de una
11

violencia más grande que las antiguas críticas existenciales o


mnrxistas. Estas últim as denunciaban la falta de fundam en­
to de las positividades psicológicas y procuraban arraigarlas
en un un plenitudes que las habrían precedido (la experiencia
M IOh I iiiiiu h lo jo s (le lo s p r i m e r o s a n á l i s i s e n q u e la s c o n tr a d ic c io n e s d e la
linic-oloRÍa s e c o m p r e n d ía n d e i n m e d i a t o c o m o c o n tr a d ic c io n e s d e la p r a x i s
hum ana.
pura de una existencia originariamente tram ada sobre sí
misma, o el espesor macizo de las actividades sociales). Los
contenidos positivos se denunciaban como reductores, vale
decir, negativos, en nombre de una experiencia plena de la
existencia y la historia. Pero Foucault ya no denuncia los
empirismos psicológicos. Diremos, más bien, que los impug­
na: la luz en la que el hombre se da a pensar en su verdad es
la luz negra de su propia demencia. Volveremos a encontrar
la misma retórica en las páginas de conclusión de El naci­
miento de la clínica,25esta vez en referencia a la medicina. Si
se acepta considerar la anatomía patológica como el acta de
nacimiento de la medicina moderna, corresponde exam inar­
la para comprender cómo un discurso verdadero se injertó
por prim era vez en un individuo (en la perspectiva que
sostiene que la medicina clínica constituiría de inmediato
una ciencia del individuo). Foucault sitúa entonces la impor­
tancia de Bichat en su exhortación a abrir los cadáveres para
encontrar en ellos, trazado en la alteración de los tejidos, el
camino de la verdad: “El cadáver pasa a ser el momento más
claro en las figuras de la verdad” (II, p. 178), “el cadáver
abierto y exteriorizado es la verdad interior de la enferme­
dad” (II, p. 195). Lo que establece su rigidez es el frío rigor de
las leyes que gobernaban la vida (“desde la altura de la
m uerte pueden verse y analizarse las dependencias orgáni­
cas y las secuencias patológicas”, II, p. 203) en una descom­
posición analítica perfecta, como si la putrefacción efectuara
el análisis espontáneo de los elementos de verdad:
La muerte es la gran analista, que muestra las conexiones
desplegándolas y hace brillar las maravillas de la génesis en
el rigor de la descomposición: y hay que dejar que la palabra
descomposición tropiece en la pesadez de su sentido. El
Análisis, filosofía de los elementos y de sus leyes, encuentra
en la muerte lo que había buscado en vano en la matemática,
en la química, en el lenguaje mismo, un insuperable modelo,
y prescripto por la naturaleza. (II, p. 205.)
El hombre vivo sólo se abre a su verdad positiva desde la
experiencia de la muerte: “[Se trata de una] experiencia en la
cual la m uerte era la única posibilidad de dar a la vida una
25 M. Foucault, Naissance de la clinique, op. cit. [Trad. castellana: El
nacimiento de la clínica, México, Siglo XXI, 1966. Las páginas de las citas
correponden a esta edición.]
verdad positiva. [...] Con Bichat, el conocimiento de la vida
encuentra su origen en la destrucción de la vida y en su
extremo opuesto; la enfermedad y la vida dicen su verdad en
la m uerte” (p. 207). Más que una inversión de la vida en la
muerte, del día en la noche (“La noche viviente se disipa con
la claridad de la m uerte”, p. 209),26 la anatomía patológica
indica la m anera en que, por prim era vez, se anudó el lazo del
hombre y su verdad: reunidos bajo la luz esencial de la
m uerte (“La vieja ley aristotélica, que prohibía el discurso
científico sobre el individuo, se revocó cuando, en el lenguaje,
la m uerte encontró el lugar de su concepto”, p. 242). De la
misma manera que la distancia de la alienación que hacía al
hombre loco ajeno a sí mismo y a su verdad era a la vez la de
la objetividad científica por fin permitida, aquí la m uerte se
convierte en apertura por la que se comunican finalmente el
individuo y su verdad. Foucault delimita el parentesco de las
figuras:
El hombre occidental no pudo constituirse a sus propios ojos
como objeto de ciencia, no se dejó tomar en el interior de su
lenguaje y no se dio en él más que en la apertura de su propia
supresión: de la experiencia de la Sinrazón nacieron todas las
psicologías y la posibilidad misma de la psicología; de la
integración de la muerte en el pensamiento médico nació una
medicina que se presenta como ciencia del individuo, (p. 276.)

La m á q u in a a s il a r
En septiembre de 1973, en el Collége de France, Foucault
retoma el examen del dossier de la locura.27 Los años previos
26 El juego de oposiciones mediante el cual Foucault caracteriza la
anatomía de Bichat en El nacimiento de la clínica reproduce el de la
introducción a Binswanger, en referencia a la expresión lírica: “La expresión
lírica [...] sólo es posible en esta alternancia de luz y oscuridad [...] en esas
pulsaciones del día y la noche” (“Introduction”, op. cit., pp. 96-97). Reaparece
lo que Foucault había determinado como una de las tres dimensiones
originarias de la existencia, para caracterizar la experiencia antropológica
del siglo XIX gracias a la cual el hombre se abre a la luz de su verdad a partir
de su noche: “Esta experiencia médica está por eso mismo emparentada con
una experiencia lírica que buscó su lenguaje desde Holderlin hasta Rilke”
(Naissance de la clinique, op. cit., p. 200).
27 Los cursos de Foucault en el Collége de France están en proceso de
publicación en la colección “Hautes Études” de Gallimard-Seuil (en 1997
(desde 1970) habían estado consagrados a los mecanismos de
la pena en la Antigüedad griega (estudio del paso de una
justicia arcaica basada en una prueba de fuerzas a una jus­
ticia clásica que exigía testigos oculares) y en la edad clásica
(genealogía del principio penitenciario a lo largo de los siglos
x v ii y xvm). El curso del ciclo lectivo 1972-1973 (“La société
punitive”) anuncia sobre todo la aparición de Vigilar y casti­
gar al introducir los conceptos, escrupulosamente delinea­
dos, de “delincuencia”, “ilegalismo” y principalmente “po­
der”. No obstante, en la primavera de 1973, la institución
“prisión”, como tecnología punitiva específica (distinguida
del encierro clásico) e históricamente datada (siglo xix),
todavía está esencialmente determ inada por una referencia
lejana a la clausura monástica, un recurso abstracto al
esquema capitalista dominante. Esos elementos teóricos de
explicación se presentan aún como “no integrados”. Todavía
faltan dos conceptos decisivos, que sólo un reexamen de la
locura, el asilo y las pericias psiquiátricas (cursos de 1973 a
1975) hará surgir en su nueva pertinencia: los de disciplina
y norma. Recién entonces encontrará Foucault un punto de
concentración teórica para sus estudios sobre lo penitencia­
rio, que le perm itirá cerrar su obra sobre la prisión. No
obstante, durante esos dos años aborda otros aspectos (estu­
dios sobre las mujeres histéricas, los monstruos criminales,
los niños perversos). Éstos informarán los títulos de los
volúmenes de una historia de la sexualidad occidental mo­
derna que Foucault promete en 1976 pero nunca escribirá.
En el dorso de las prim eras ediciones, encontramos el si­
guiente plan como continuación de La voluntad de saber: 2,
La Chair et le corps [“La carne y el cuerpo”]; 3, La Croisade
des enfants [“La Cruzada de los niños”]; 4, La Femme, la mere
et l’h ystérique [“La mujer, la madre y la histérica”]; 5, Les
Pervers [“Los perversos”]; 6, Populations et races [“Poblacio­
nes y razas”]. Los dos años de seminarios sobre “el poder
psi quiátri co” y “los anorm ales” ti en en por lo tanto un a impor-
tancia doble e inversamente simétrica: en ellos se introduce
una conceptualización del poder disciplinario que estructura
positivamente Vigilar y castigar como el primer tomo de la
apareció un primer volumen, "II faut défendre la société”) [en 1999 apareció
otro: Les Anormaux; traducciones castellanas: Los anormales, Buenos
Aires. FCE, 2000; "Hay que defender la sociedad", Buenos Aires, FCE, de
próxima aparición (N. del T.).]
Historia de la sexualidad; por otra parte, se elaboran en ellos
unos contenidos históricos que nunca hallarán una inscrip­
ción definitiva en la obra escrita de Foucault. Proyecto muy
pronto abortado en el tedio de esos libros de sombra. Con el
transcurso de los seminarios públicos, sin embargo, el análi­
sis de la locura se ve desbordado por el proyecto más amplio
de una genealogía del anormal.
Foucault retoma el estudio del archivo psiquiátrico en el
punto en que lo había abandonado en su Historia de la
locura...: el Tratado médico filosófico de la alienación mental
de Pinel. Casi podríamos creer que se repite.28 Puesto que
una vez más se arranca a la figura del gran médico de asilo
su m áscara de humanismo benévolo, de solicitud preocupa­
da, para denunciar en el gesto que pretende curar una
operación de poder. No obstante, se introducen nuevas grillas
de lectura que desplazan el conjunto de los análisis: el juego
dialéctico de la alienación que guía el encuentro viciado del
loco y su curador es sustituido, en el estudio de las escenas
terapéuticas (el tratam iento moral de Pinel en Leuret), por el
orden disciplinario de una m áquina asilar (como condición de
una buena relación, con el objeto en el caso del médico, y
consigo mismo en el del enfermo). En efecto, durante el otoño
de 1973 cobra cuerpo el médico de asilo. Foucault describe un
espacio asilar trenzado en todos los sentidos por el cuerpo
superpoderoso del médico jefe, relevado a su vez por los
vigilantes y los servidores (presencia en red). Presencia
envolvente de ese cuerpo sabio que inviste todo el espacio y
se sutiliza en una gigantesca m irada de inquisición absoluta
(todo le será informado). En tanto que la Historia de la
locura..., en una abstracción dramática, no rescataba de
Pinel y Tuke más que la interiorización de la gran división
clásica mediante unas terapias humillantes, aquí Foucault
se m uestra atento a los dispositivos concretos, a los efectos
arquitectónicos del panóptico asilar. Señala en el funciona­
miento del asilo la puesta en ejecución de un poder discipli­
28 No obstante, para indicar la distancia con respecto a sí mismo,
Foucault, al terminar el curso inaugural de 1973, expone una crítica franca
de Historia de la locura...: en su opinión, esta primera historia no va más allá
de un análisis de las representaciones (en el momento en que habría que
estudiar un dispositivo de poder) y se apoya en nociones gastadas (la
violencia -como si frente a ella pudiera existir un poder puro que no fuera
físico- y la institución, que nunca es previa sino que supone una táctica
general de poder).
nario que conquista una nueva supremacía sobre el antiguo
poder de soberanía.29 Foucault ya no busca, como lo hacía en
la Historia de la locura..., una experiencia fundamental
como elemento de sistematización de los gestos y los discur­
sos, sino una táctica general de poder como foco de producción
de saberes y prácticas. El asilo psiquiátrico del siglo xix se
presenta como campo de fuerzas, en el que se trata de
dominar al loco: “Espacio cerrado por un enfrentamiento,
lugar de una justa, campo institucional en el que lo que está
en juego son una victoria y un sometimiento” (Résumé de
cours, París, Julliard, 1989, p. 58). En su opinión, la locura ya
no es pensada, como en el siglo clásico, como vértigo del error,
sino como insurrección de fuerzas. Con ello, curarse no es ya
restablecer un pacto con el orden verdadero de las cosas, sino
someterse a la voluntad dominadora del alienista. El acto
terapéutico se piensa como una batalla (“proceso, por ende,
de oposición, lucha y dominación”, p. 57). En la organización
del asilo no hay nada que haga pensar en los modelos
hospitalarios en que la observación, el diagnóstico y la inter­
vención médica se ajustan a una verdad de la enfermedad en
la mostración organizada de su espectáculo. En el caso de la
locura, no se trata de visibilidad desplegada de la especie
mórbida, sino de luchas y resistencias: el loco contra el
médico. El saber psiquiátrico se ilustra entonces en el relato
de escenas de enfrentam iento en las que se enum eran las
estrategias y artim añas que deben llevar a la victoria del
médico, vale decir, a la curación del loco. Pero ya no volverán
a encontrarse los procedimientos de la edad clásica mediante
los cuales se intentaba anular el error supuesto de la locura
objetivándola (por ejemplo cuando, para hacer que se desva­
neciera, se trataba de realizar un delirio de persecución
representándolo en un teatro ante el perseguido). El núcleo
duro de la locura no es ya la ilusión del delirio, sino una
voluntad malvada: “La locura se percibe menos en relación
con el error que en relación con la conducta regular y norm al”
(p. 56).

29 La escena de terapia activa del rey Jorge ni, a la que hace referencia
Pinel (capítulo 7 de la sección v del Tratado), simbolizaría ese pasaje
(caducidad del viejo poder de soberanía marcada por la impotencia del rey
loco decrépito, azorado y desnudo; emergencia de la disciplina en los gestos
autoritarios de los dos pajes vigilantes, anónimos y mudos).
DELIRIO DEL INSENSATO
O ESCRITURA LITERARIA:
UN LENGUAJE SIN ORIGEN

En el fondo, Foucault sigue fascinado por lo que él mismo


designa (¿inventa?) como la experiencia clásica: en ella, la
locura se comprende como delirio. Objetivado por la cien­
cia psiquiátrica m oderna, éste es el uso mórbido de la
facultad de hablar o la m era superficie de expresión de
disfuncionam ientos cerebrales. Pero para Foucault, el de­
lirio, en vez de ser una simple desviación, rem onta el curso
del lenguaje h asta indicar la posibilidad esencial de éste:
allí donde se anuda a sí mismo, aun antes de som eterse a
las funciones de expresión. O más bien esto: tanto el delirio
del insensato como la escritura literaria exhiben el lengua­
je en la raíz de su posibilidad, la evidencia neutra y
enloquecedora de que en el principio del lenguaje no hay
otra cosa que el lenguaje mismo. Por eso los textos de
Foucault dedicados a la literatura, sin ser textos sobre la
locura, exploran una posibilidad de hablar que sirve de
apertura sim ultáneam ente al delirio del loco y a la escritu­
ra literaria. Por eso, adem ás, Foucault parece valerse
siem pre de un doble lenguaje, por el que rechaza violenta­
m ente la propia idea de una identificación y al mismo
tiempo m ultiplica los ecos entre literatu ra y locura. En
efecto, cuando la psicopatología declara la locura de N er­
val o de Roussel, construye la identidad del escritor y el
insensato desde el tem a de un sujeto mórbido. Pero para
Foucault, es una “experiencia radical del lenguaje” (R ay-
mond Roussel, p. 204) la que hace sim ultáneam ente posi­
bles delirio y escritura. Cuando define la experiencia lite­
raria de Roussel, Blanchot, Bataille, Klossowski o A rtaud,
explora la dim ensión en que, a su juicio, el delirio de los
locos cobra tam bién su volumen.
Tomemos la construcción de los primerísimos textos de Rous­
sel: 2 la prim era frase del relato se repite exactamente (con la
única diferencia de una letra) al final: “Las cartas [lettres] del
blanco sobre las bandas del viejo saqueador \pillard]” (evoca­
ción de una correspondencia exótica) y “las letras [lettres] del
blanco sobre las bandas del viejo billar [billard]”(manchas de
tiza). Cada palabra se toma en un sentido distinto. Esta
diferencia de sentido lastim a la identidad formal de ambas
frases: para un solo elemento, tenemos, más que un homóni­
mo, la misma palabra afectada por una minúscula desviación
morfológica (“pillard”, “billard”): estigma, herida, desgarrón.
La ficción cobra su volumen en el vacío que separa a las
palabras de sí mismas, cuando se las toma en un segundo
sentido: “La experiencia de Roussel se sitúa en lo que podría­
mos llam ar ‘espacio tropológlco’ del vocabulario” (p. 25). Bajo
la identidad formal de las palabras se libera un espacio,
recorrido por el torbellino de las cosas en gravitación vaga. Es
como si las cosas a decir se sostuvieran únicamente atrapadas
en unos pliegues verbosos, visto que la misma frase repetida
no sólo revela una significación irreductible a la primera, sino
que conduce de una cosa descripta en su simplicidad al
enunciado complicado de su reproducción,3como si el lengua-
j e nos exiliara cada vez más en los duplicados. En esta primera
palabra de Roussel se esboza ya una ontología fantástica (“Me
pregunto si no se podría hacer o al menos bosquejar una
1No hay duda de que Raymond Roussel (1872-1923) sigue siendo uno de
los escritores franceses más enigmáticos. Nacido en una familia de mucha
fortuna, agotó su vida en la literatura, componiendo obras de intrigas
fastidiosas o de una inquietante limpidez. Fue hallado sin vida (probable­
mente suicidado) en el cuarto de un hotel de Palermo. Sólo los surrealistas
lo exaltarán y defenderán sus obras, abucheadas en el teatro. En un texto
postumo (cuya publicación había previsto para después de su muerte),
titulado Comment j'ai écrit certains de mes livres, Roussel revela los secretos
de elaboración de sus libros, los procedimientos que gobernaron la escritura
de esas obras inclasificables: descripciones desmesuradas de viñetas o
etiquetas, evocaciones de máquinas fabulosas a partir de juegos de palabras,
etcétera.
2Tres cuentos (“Nanon”, “Une page du folklore bretón” y “Chiquenaude”),
examinados por Foucault en el segundo capítulo de su Raymond Roussel.
3Foucault subraya que en los cuentos, a menudo, en tanto que la primera
frase se muestra en la simplicidad de su enunciación, “la antífrasis, por su
parte, sólo dice lo que tiene que decir a través de todo un ritual” (p. 33).
ontología de la literatura a partir de esos fenómenos de
autorrepresentación del lenguaje”, Dits et Ecrits, op. cit., 1. , 1

p. 253). Tras los pequeños cuentos cíclicos, hay que compren­


der lo que introducen las grandes obras en prosa (Impresiones
de Africa y Locus Solus). En relación con estos grandes
relatos, Foucault señala intensas complicacioñes en los proce­
dimientos de escritura.4 Roussel sigue sin duda estructuran­
do la narración con la ayuda de frases idénticas cuyo sentido
invierte, pero las proposiciones matrices ya no aparecen en la
versión final del texto. La prim era aporta únicamente un hilo
temático (el saqueador determ inará el ambiente aventurero
y épico del relato), y la segunda revela por metonimia unas
palabras que se someterán al procedimiento (el billar remite
por metonimia al taco de billar que dará la cola del manto del
rey Talou o a la tiza que sirve para m arcar los puntos y está
rodeada en su base por una cinta de cola, que dará el castigo
de la privación de salida, etcétera). *Y pronto Roussel toma al
azar palabras familiarmente acopladas (el duelo [duel] y el
abrazo [accolade] que marca su fin, la ballena que nada
alrededor de su islote, etcétera) cuyo sentido se trastoca
poéticamente (el dual [duel] de la gramática, la llave [accola­
de] del impresor, etcétera). Entre esas dos significaciones
recién surgidas deberá tenderse una nueva capa de necesidad
narrativa. En Roussel, lo que se escribe siempre encuentra su
recurso en otras palabras. Las cosas dichas surgen del pliegue
mismo del lenguaje. El murmullo indefinido de las palabras,
agazapado en el fondo de la lengua, sustituye los pensamien­
tos puros y silenciosos de los clásicos.5Lo que se deja leer, sin
Para entender las relaciones entre las palabras aludidas, hay que
aclarar que el taco de billar es queue, que también significa cola (en dos
sentidos: fila y faldón), mientras que colle es tanto cola, pegamento, como el
castigo escolar consistente en impedir la salida del alumno del estableci­
miento. (N. del T.)
4 “No obstante, me parece que el que habla ya no es el mismo lenguaje y
que las Impresiones... nacieron en un nuevo continente verbal” (Raymond
Roussel, p. 42).
5 Según Merleau-Ponty, para los clásicos “la expresión expresa porque
retrotrae todas nuestras experiencias al sistema de correspondencias inicia­
les entre tal o cual signo y tal o cual significación del que tomamos posesión
al aprender la lengua, y que es, por su parte, absolutamente claro, dado que
ningún pensamiento se arrastra en las palabras, ninguna palabra en el puro
pensamiento de algo” (La Prose du monde, París, Gallimard, col. “Tel”, p. 10)
[traducción castellana: La prosa del mundo, Madrid, Taurus]. La concepción
clásica nos devuelve al silencio del pensamiento, del que el lenguaje no es
transparencia, en la profundidad turbia del lenguaje son
siempre palabras (de otras palabras), que ya no tienen que
erigirse en los claros espejos de un Verbo ya puro sino
que remiten indefinidamente a sí mismas, desde un desfase
imperceptible que oscurece irremisiblemente el efecto de
espejo. Opacidad extrema del lenguaje tan claro, tan infantil
de Roussel.
Foucault entiende como literatura este uso de un lenguaje
que ya no se ajusta al arrebato de una trascendencia, sino que
lo obliga a doblarse sobre sí mismo, a repetirse, a coincidir, a
reiterarse por un juego siempre reactivado de confusiones
ordenadas. Lenguaje cuya tarea no es ya la restitución de una
experiencia o una verdad primeras, y que agota su ser en la
repetición de lo ya dicho,6en vez de abrevar en una presencia
muda en las cosas develadas en su primitivo esplendor.
Foucault lo denomina murmullo: “murmullo que se retoma y
se refiere y se redobla sin fin” (Dits et Ecrits, op. cit., t. i, p.
252).7 Por su estructura, la experiencia del lenguaje en la
prueba de la escritura será lo contrario de la supuesta por el
ejercicio del comentario. Lo que el herm eneuta astuto quiere
alcanzar indefinidamente (lo que siempre traiciona en el
momento de transmitirlo, lo que recupera en el momento de
perderlo), más allá de los albures de la expresión escrita, es la

más que la recuperación ajustada: “El torrente de palabras viene en auxilio


de ese silencio y da un equivalente tan justo de él, tan capaz de devolver al
escritor mismo a su pensamiento cuando lo haya olvidado, que hay que creer
que éste ya estaba dicho en el reverso del mundo” (ibid., p. 11).
6 Foucault no podía omitir entonces la referencia al Bouvardy Pécuchet
de Flaubert: “Copiar [...] es ser el pliegue del discurso sobre sí mismo, es ser
la existencia invisible que transforma la palabra pasajera en el infinito del
rumor”. La biblioteca designa entonces para él ese “espacio del lenguaje”
(Dits et Ecrits, op. cit., t.i, p. 260) que hace que cada obra literaria pertenezca
“al murmullo indefinido de lo escrito” (ibid., p. 299).
7 Finalmente, Foucault retomará en 1970 este tema del “murmullo”, en
relación con Brisset y sus etimologías delirantes: “Había el indefinido
murmullo de todo lo que se decía. Mucho antes de la lengua, se hablaba” (Dits
et Écrits, op. cit., t. II, p. 17). Pero lo que descubre entonces detrás de las
frases, las palabras, las sílabas, no son otras palabras plegadas, sino
vociferaciones y gritos: “Las viejas escenas inmemoriales del deseo, de la
guerra, del salvajismo, [...] los gestos, los asaltos, las violencias, de los que
constituyen algo así como el blasón ahora silencioso” {ibid., p. 21). Se ha
pasado del volumen de la biblioteca, lleno de dobles y espejos, al sombrío
teatro del poder.
dura necesidad del sentido; más acá de las palabras gastadas
para nuestros ojos cansados, el vivificante empuje del sentido;
detrás de las contingencias de la expresión, la presencia en sí
del origen. El dispositivo del comentario implica necesidad,
vida, origen de una significación inicial y pura, siempre
presente, nunca dada. Roussel pone de inmediato en práctica
un nuevo procedimiento. Para escribir una historia, se trata
ahora de disolver una frase en unidades elementales. Por
ejemplo,^'’a i du bon tabac dans ma tabatiére” [“tengo un buen
tabaco en mi tabaquera”] se descompone en: jade [jade], tube
[tubo], onde [onda], aubade [alborada], en [en], mat [mate],
etcétera. Este procedimiento se revela afín al anterior: los
relatos de Roussel siguen sostenidos por palabras de ocasión,
pronto sometidas a la necesidad de un relato llano. El ejercicio
del comentario procede a la inversa: el texto inmediato es el
disfraz siempre un poco aleatorio de una necesidad que hay
que restituir en su pureza. En la exegesis, la búsqueda de
sentidos primeros, de intenciones significantes originarias, es
siempre rastreo de lo que presidía, antes de que nos pusiéra­
mos a hablar, nuestros futuros balbuceos. El comentario
avanza, escrupuloso, en la dirección de ese preverbal origina­
rio (lo que la crítica literaria designará: el pensamiento del
autor, lo no dicho del texto, su inconsciente erótico o social, la
experiencia primera, las estructuras, etcétera). Operación
que Roussel hace imposible: la única reserva con la que se
autoriza su escritura, su único “pre-texto”, es el lenguaje
mismo, en su forma anodina y banal: palabras contra las
cuales se tropieza por casualidad. Sus prosas se apoyan en el
“h ay ’ del lenguaje en su dispersión, ya no en un Verbo que
hace volver a su seno el sentido unificado. Al principio del
sentido reina el azar. La necesidad lo es únicamente de
escritura. La posibilidad del lenguaje no es siquiera la expre­
sividad inventiva que Merleau-Ponty llegaba a invocar en sus
páginas más bellas, sino las palabras, unas palabras de todos
los días que no dejan entrever nada más acá de su dispersión
primigenia. Cuando La Bruyére exclamaba: “Todo está dicho,
y llegamos demasiado tarde desde que hace más de siete mil
años hay hombres, y piensan”, indicaba con despecho la
persistencia indefinida de un sentido definitivo que se m ante­
nía a través de los estilos y los géneros. Tal vez no había nada
nuevo bajo el sol del sentido, pero éste seguía siendo el alba
obligada de todo lenguaje posible. Los pálidos relatos de
Roussel, y ese estilo llano, como ausente de sí mismo, son
quizás aún más angustiantes que ese pesimismo clásico. Nada
precede aquí al sol del lenguaje y todos los nuevos relatos son
viejas esquirlas de palabras recogidas con las que fue realmente
menester apechugarla: “una experiencia radical del lenguaje
que anuncia que éste nunca es contemporáneo de su sol de
origen” (Dits et Écrits, op. cit., 1. , p. 204).8 En el origen no hay
1

nada más que el lenguaje mismo y ya, desde siempre, en


migajas. La fenomenología había podido atribuirse durante un
momento la misión de anudar el lenguaje a la pureza de las cosas
todavía no dichas. Como se recuerda, misión paradójica e
infinita consistente, según la fórmula de Husserl tantas veces
repetida por Merleau-Ponty, en llevar la experiencia muda a “la
expresión pura de su propio sentido”. Se pudo imaginar el
momento en que las cosas mudas se levantarían para declinar
su nombre en atención al fenomenólogo alerta. El tema acucian­
te del origen apuntaba con claridad a ese “conacimiento”, en lo
profundo de los tiempos, del lenguaje y las cosas, el momento en
que uno y otras intercambiaban la reciprocidad de su identidad.
El lenguaje supone entonces el momento originario en que las
cosas se ajustan a la justicia de sus designaciones. Foucault
denunciaba en Roussel, y más en general en la literatura
contemporánea, la subversión concreta de ese sueño. Cosa que
se describió trivialmente como la explotación del metalenguaje,
la autorreferencialidad puesta al desnudo del lenguaje literario.
Foucault quería ver en ella una experiencia de escritura que
consagraba el fracaso de los fenomenólogos:
Nunca es posible un primer enunciado absolutamente mati­
nal de los rostros y las líneas, como tampoco esa aparición
primitiva de las cosas que la literatura se atribuyó a veces la
tarea de acoger, en nombre o bajo el signo de una fenomenolo­
gía descaminada. El lenguaje de la ficción se inserta en un
lenguaje ya dicho, en un murmullo que jamás tuvo inicio.
Nada se dijo en la aurora, (p. 281.)
Sin embargo, ese lenguaje, que se precede infinitamente a
sí mismo, se desdobla y se repite de una m anera específica. El
comentario se apoya en el tem a de que el texto es por sí mismo
letra muerta. Y corresponderá a aquél volver a dar vida a los
escritos siempre un poco polvorientos, despertar en ellos la
vida intacta del sentido. Roussel, al contrario, se dedica a
arrancar jirones a la tram a viviente del uso y sólo los repite
8 Todas las citas que siguen corresponden a ese tomo.
luego de haberlos destruido decididamente (explosión de las
frases, alteraciones semánticas extremas, etcétera). En la
más llana, la más meticulosa de las prosas, Roussel anonada
el movimiento vivo y cotidiano de las palabras para extraer de
ellas (a partir de esa misma aniquilación, y no desde una
imaginación fantasista o una potencia inventiva) las ficciones
inéditas. La literatura es asesinato de la literatura, agota­
miento de lo ya dicho. El comentario, al contrario, siempre
designaba con claridad una Palabra Viva que se repetía hasta
la extenuación: fuente aún de palabras por decir.
Cuando una obra se propone la consumación del lenguaje,
comienza algo como la literatura.9 De allí la importancia
histórica de Sade, que no es el escritor que ajusta por primera
vez el lenguaje alas figuras transgresoras del sexoy la violencia,
sino quien, en esos textos demostrativos que escanden las
puestas en escena de la crueldad y el deseo, remeda e invierte
los discursos de Rousseau y todos los teóricos del siglo de las
Luces. Todo lo que se dijo sobre el hombre, la N aturaleza y
Dios debe quedar aniquilado en ellos: “En ese discurso secun­
dario se consuma, y de otro modo, ya no todo lenguaje venide­
ro, sino todo lenguaje efectivamente pronunciado” (p. 256).
Desafío esencial vuelto aún hacia el porvenir: Juliette, Justi-
ne, Los cien días, hacen imposibles, en virtud de ese “Discurso
único que quizás nadie pueda entender”, futuras disertacio­
nes antropológicas, y ya monótonas, acerca de la naturaleza
del hombre y su deseo. La puesta en acción de una escritura
ajustada a la irrisión destructiva de otros lenguajes hace de
Sade el auténtico iniciador de la literatura. Esta se opone así
a lo que Foucault denomina Retórica: el momento en que
hacer obra es repetir con palabras pobremente hum anas (que
lo enm ascaran y lo revelan a la vez) el esplendor de un Verbo
primero. Toda una escritura se agotaba en ella para restituir
la sombra de un Pensamiento que fuera pura repetición de la
Palabra primera: “De un modo aún más arcaico, antes de
la gran mutación que fue contemporánea de Sade, la literatu­
ra se reflejaba y se criticaba a sí misma con la modalidad de
la Retórica; es que se apoyaba a la distancia en una Palabra,
retirada pero aprem iante (Verdad y Ley), que tenía que
*

9 En una conferencia inédita de 1964 (‘"Langage et littérature”, Facultésl


universitaires de Saint-Louis á Bruxelles [Lenguajey literatura, Barcelona,!
Paidós, 1996]), Foucault da como ejemplo de este intento de reabsorción total
el Libro de Mallarmé, que debía simultáneamente repetir y hacer imposibles
todos los otros.
restituir mediante figuras” (p. 279). La Retórica nos introdu­
cía en una idea del escrito como figura que develaba y
enmascaraba: dialéctica del signo y el sentido, marca de “todo
el alejandrinismo de nuestra cultura” (p. 331). Desde Sade,
Mallarmé y Roussel, la literatura no repite un Inefable vir­
gen, sino un ya dicho gastado desde siempre. En el dispositivo
retórico, lo que podía decirse alguna vez encontraba siempre
su fuente en lo inédito originario (en el sentido de lo que jam ás
podrá decirse exhaustivamente). En el caso de Roussel, lo
inédito (esas máquinas fabulosas, esas historias increíbles) ya
no es más que un efecto distante de palabras banales, gasta­
das, meticulosamente desestructuradas. Antaño, la escritura
era heroica: contra la muerte y el olvido, prometía la inmor­
talidad de las glorias literarias: “Ese espacio vecino de la
m uerte pero levantado contra ella, donde el relato encuentra
su lugar natural” (p. 251). La literatura ya no hallaría hoy en
la muerte un tope externo sino algo así como un elemento y un
medio: ya no se trata de escribir para restituir la frescura
natal de las cosas y del sentido primordial, sino de sacudir el
aparato del lenguaje y signar así “el retroceso absoluto del
origen, el borramiento esencial de la m añana en que las cosas
están ahí, en que el lenguaje nombra los primeros animales
[...] el vacío visible del origen” (p. 284). En ese recorte indefi­
nido del lenguaje, ya no actúa más como en Merleau-Ponty la
vida secreta del sentido en el movimiento de su institución,
sino su extenuación, su interminable agonía.

L a l u z d e la s pa la b r a s
Tenemos los libros de Roussel (La Vue,Le Concert, La Source)
que no fueron escritos según el “procedimiento”. ¿Se escribie­
ron entonces de acuerdo con otros procedimientos no revela­
dos en la obra postuma? Foucault no lo cree. Bien podría
pensarse, sin embargo, que esas obras no son ajenas s l L o c u s
Solus oImpresiones de Africa, aunque sólo sea por el efecto de
simetría que las opone sistemáticamente: por un lado, unas
prosas descriptivas sobre las que se nos dice que se apoyan en
procedimientos poéticos; por el otro, largos poemas en verso
que exhiben muy prosaicas descripciones. Diferencia pura­
mente formal, no obstante. Habría que comprender, sobre
todo, de qué manera esas poesías revelan una relación deter­
minada del ver y el hablar que dibuja secretamente la “geo­
m etría fundamental del Procedimiento” (Raymond Roussel,
p. 126). Esos largos poemas son “espectáculos” (p. 133), des­
cripciones desmesuradamente cuidadosas, fantásticamente
minuciosas. Su organización, empero, los hace imposibles
para la mirada. La visibilidad ya no se concreta en ellos como
encuentro feliz de las cosas y la mirada. Lo que Roussel
describe es la pesadilla del dogmatismo objetivo denunciado
por Merleau-Ponty en su Fenomenología de la percepción:
cosas que se dan masivamente a la m irada de un sujeto
receptor impersonal, una visibilidad absoluta como simple
efecto del Ser, sin profundidad ni perspectivas generadas por
la presencia de un cuerpo viviente. En La Vue, las descripcio­
nes meticulosas de Roussel nos ofrecen una “visibilidad sin
lagunas”, pero que “no se ofrece a nadie”, “un universo
sin perspectiva” en el que las cosas se entregan con “una
esencial ausencia de medida”. Se establece una relación entre
luz y lenguaje que ya no está regida por la exigencia de una
m irada de carne:
Visibilidad fuera de la mirada. Y si se tiene acceso a ella a
través de una lente o una viñeta, no es para señalar la
presencia de un instrumento entre el ojo y lo que ve ni para
insistir en la irrealidad del espectáculo sino, gracias a un
efecto retrógrado, para poner la mirada entre paréntesis y en
otra escala. En virtud de ese desfase, el ojo no se sitúa en el
mismo espacio que las cosas que ve; no puede dictarles su
punto de vista, ni sus hábitos, ni sus límites, (p. 136.)
Una escritura rigurosamente descriptiva se descubre aje­
na a todos los cánones de una conciencia percipiente.
Existía una composición clásica de la luz y el lenguaje: éste
deja ver con claridad, pero suponiendo siempre un antes del
lenguaje. Momento mítico en el que las cosas, sumergidas en
una luz gris, esperan, para levantarse, su nombre, que las
ilum inará de uno a otro lado y las hará transparentes. Pero
ese nombre, a su vez, sólo debe su virtud de iluminación a una
concesión más antigua: el Verbo luz de la tradición joánica o
la experiencia de los sensualistas. Aquí y allá, la configuración
es la misma: las palabras y las cosas separadas, y entre ellas
ese movimiento ambiguo de iluminación. Se permiten mu­
chos juegos, pero el lenguaje nunca debe su capacidad de dejar
ver sino a una luz que lo precede. “Pero yo [Foucault] procuro
saber si no hay [en Roussel], sólidamente enterrada, una
experiencia en la que Sol y Lenguaje...” (p. 200). Roussel
desplaza los regímenes de luz, la división aceptada de la
sombra y el resplandor. Las descripciones de La Vue, La
Source y Le Concert se vuelven atípicas en su banalidad
espléndida. Es que en ellas ¡a luz se ajusta exactamente a las
palabras. No hay ningún juego de imprecisión, de vaguedad,
de sombra de lejanía que nos haga sentir el laborioso esfuerzo
de una articulación de las frases con un espectáculo dado con
antelación: “Ser visto nunca es un efecto de la mirada: es una
propiedad de la naturaleza cuya afirmación no conoce límites”
{p. 139). El efecto de banalidad es inmenso: ninguna emoción
de descubrimientollega nunca a realzar la presentación de las
cosas, que se entregan sin que verdaderam ente se las encuen­
tre. Un dispositivo simple produce el tedio desmesurado de
esos poemas: ninguna luz precede al lenguaje de las cosas.
Éstas se dicen y se llevan a la luz con un solo movimiento.
Deletrean exactamente su visibilidad. Roussel no intenta
imprimir a una discursividad lineal la organización compleja
de lo sensible. El movimiento es el de un inventario o un
catálogo. Lo visible se ofrece exactamente palabra por pala­
bra. Tomemos la descripción de un conductor de ómnibus: “Es
fuerte y musculoso; su sombrero, de forma alta, / Está sólida­
mente hecho, es grande, excesivo, enorme; / Su librea tiene
mucha tela y longitud; [...] El cochero es un tipo gordo, calmo
y bonachón; / Su figura plácida, inofensiva y abundante, / Le
da un aspecto extraño de pepona” {Le Concert). Toda la
riqueza de lo sensible se nos entrega a granel, por unidades
discretas entregadas en pequeños paquetes de palabras en
que nada sobresale: sensible ajustado a los contornos exactos
de los adjetivos. El tacto de la librea, su longitud mensurable,
la corpulencia del cochero, su figura, todo se nos da sin
jerarquía ni restricción algunas. Todo lo sensible se desgrana
en el gota a gota de las palabras que caen. Y aun lo invisible:
“Siempre cuenta la verdad sin disfraces; / Su franqueza io
hace al mismo tiempo crédulo; / Si se le dijera: ‘Es de noche’
cuando el reloj de péndulo / Marca las doce en punto de la
mañana, contestaría: ‘¡De veras!’/ Porque jam ás puede supo­
ner que se le m iente,/ Que se disimulan los pensamientos o se
lo engaña; / Nunca quiso creer que en ciertos casos / Se
corrompe a la gente por una suma de dinero”.
La psicología del cochero -ilustrada mediante una escena
ficticia en que se incorporan algunas voces im aginarias-, sus
actitudes existenciales -acopladas a años de experiencia-,
todo se nos da con la gordura de su figura y el largo de su librea.
Sin transición ni pasaje marcados. Prolijidad indefinida de
ese visible “insólito y hablador” (p. 145) que va mucho más allá
de los límites en que una conciencia podría ofrecerse como
espectáculo. Puesto que aquí no se intenta la expresión verbal
de un espectáculo mudo. El lenguaje prosigue un inventario
y tej e con el mismo hilo las regiones de lo visible, lo imaginario,
el tiempo pasado, las profundidades interiores. Todo está
presente en la superficie, en la luz gris de una discursividad
monótona. Es que nada precede al lenguaje: ningún contacto
iluminador con las cosas, ningún Verbo alumbrador y prime­
ro. El lenguaje es su propia luz. Más aún: la visibilidad de las
cosas se ofrece en la estela de su enunciación como el efecto,
la huella de aquél. No hay nada oculto ni mudo. El lenguaje
(pese a que toda una literatura encontraba en ello su justifi­
cación más decisiva) ya no tiene que acercarse a lo invisible o
lo indecible. Únicamente devanar su tram a cansada: “Es el
procedimiento auroral, en el estado ingenuo y salvaje; el
procedimiento sin procedimiento, tan resplandeciente que es
invisible” (p. 149). El secreto del lenguaje de Roussel reside en
esa escritura que produce a partir de sí sus condiciones de
visibilidad y no recibe su luz de ninguna otra parte, “lo que
hace que el lenguaje téngala misma cuna que aquello de lo que
habla” (p. 147). Secreto de un discurso “en que la tram a de lo
verbal ya está cruzada con la cadena de lo visible” (p. 148).
Pero en los poemas descriptivos ese “Visible Hablante” no
está, como en los relatos en prosa, fijado por un procedimiento
que postule en una exterioridad relativa las palabras y las
visibilidades (puesto que, según el procedimiento de aquellos
relatos, a partir de las palabras se extraen visibilidades). Está
dado por sí mismo, secreto tan notorio que se torna oscuro:
“Debe su absoluta transparencia a ese no develamiento que lo
deja desde el comienzo en la sombra” (p. 132). De tal modo,
para Foucault, los poemas coinciden con Impresiones de
África y Locus Solus: sin duda, todas las máquinas y los giros
prodigiosos se apoyaban, en el detalle de su composición,
sobre frases dislocadas, parejas de palabras sometidas a
alteraciones semánticas extremas. Máquinas “fabricadas a
partir del lenguaje” (p. 85), ofrecen de sí mismas una super­
ficie total de visibilidad. Se las describe, pero sólo deben lo que
tienen para m ostrar a la repetición de palabras antiguas.
Roussel lograba hacer surgir escenas con la repetición, el
desdoblamiento, la fractura de las palabras: lo que creíamos
ver como nunca visto era en realidad lo ya dicho.
Con su Raymond Roussel, Foucault pretendía claramente
invertir el meollo problemático de la empresa fenomenológi-
ca: esa experiencia postulada, originaria, en que lo visible
animado de un sentido mudo espera su sublimación por el
logos. El núcleo sombrío del origen actúa en la fenomenología
como elemento de transparencia desde el cual las palabras y
las cosas pueden iluminarse con luces recíprocas. Pero el
lenguaje de Roussel se da como un lenguaje sin origen, que
sólo dej a ver por el juego de sus pliegues: “lengu aj e desdoblado
en cuyo interior se aloja una escena visible producida por la
mera atracción de esta distancia” {RaymondRoussel, p. 155).
Foucault lo ilustra con la imagen del “sol encerrado” (p. 206).
Lenguaje cuyo secreto es no dejar ver otra cosa que sí mismo:
“Es él, con el espacio que dibuja, lo que constituye el lugar de
las formas” (p. 203).

E l s u je to fra g m e n ta d o
Escribir para reencontrarse, reconquistar por fin una identi­
dad exiliada, era quizás la tarea, desde San Agustín hasta
Proust, de los grandes relatos autobiográficos. La experiencia
contemporánea de la escritura debería situarse, antes bien,
por el lado del “qué importa quién habla, alguien ha dicho ‘qué
importa quién habla’” de Beckett. No obstante, en los Diálo­
gos de Rousseau, ¿la escritura autobiográfica no pone ya en
acción la fragmentación del yo, su disociación desdichada,
maquinada? En su prefacio a ese texto, Foucault da otra
lección.10
En las Confesiones, una subjetividad excepcional, única,
lamenta, al mismo tiempo que la despliega, la serie de impre­
siones falsas que dio de sí misma a los otros. A la sazón, no se
busca: sólo se ha perdido para los demás. Y pide a éstos que
aparezcan en la unidad de un yo originariamente bueno, pese
al equívoco de sus figuras sensibles: “En ese sentido, el
lenguaje de las Confesiones encuentra su morada filosófica
[...] en la dimensión del original, es decir, en la hipótesis que
funda lo que aparece en el ser de la naturaleza” (p. 176). Los
Diálogos no van a revelar abruptam ente la experiencia de un
sujeto fracturado. En ellos, el dispositivo de las Confesiones
10 M. Foucault, “Introduction” (1962), en Dits et Écrits, op. cit., t. i,
pp. 172-188. Todas las citas que siguen corresponden a ese volumen.
está simplemente invertido, pero no soslayado. Hay sin duda
un francés anónimo que evoca a un Jean-Jacques criminal
ante un Rousseau honrado que defiende a un virtuoso Jean-
Jacques. Pero el movimiento délos Diálogos se esfuerza hasta
el agotamiento por hacer posible, mediante el juego de los
equívocos, la plenitud, virtualm ente instalada en los intersti­
cios de los malentendidos, de un “Jean-Jacques Rousseau”
íntegro. Lo que antaño se situaba en el más acá de una
escritura (la de las Confesiones) que exigía sublimarse en la
lectura en voz alta, en lo sucesivo encuentra refugio en un más
allá vagamente esbozado por la retranscripción de palabras
vivas: “El vértice del triángulo, el momento en que Rousseau,
tras haberse unido a Jean-Jacques, sea reconocido en lo que
es por el francés, y en que el autor de los verdaderos libros
haya disipado al falso autor de los crímenes, no podrá alcan­
zarse sino en un más allá, cuando, apaciguados los odios por
la muerte, el tiempo pueda retom ar su curso original” (p. 178).
En consecuencia, por la escritura se juega una vez más para
el sujeto la experiencia de su fundación, simplemente despla­
zada en el tiempo. La experiencia moderna ya no se encontra­
rá en esa síntesis prometida de la escritura y el sujeto.
De todos modos, no llegaremos al extremo de decir que sólo
una automistificación secular pudo hacer creer al autor que
era sujeto de su obra. Queremos únicamente señalar ciertas
rupturas. En la escritura se produce una nueva experiencia
en la que se hunde el sujeto que la ocasiona: el borramiento en
Mallarmé, el arrancamiento para Bataille, el vacío de Blan-
chot, el desgarramiento en Artaud, el desdoblamiento en la
obra de Klossowski, el sacrificio de Roussel. Esa escritura en
la que uno aprendía a saberse autor, en la que una bella
interioridad se desplegaba a lo largo de una discursividad
iluminadora (es cierto, siempre un poco traicionera, pero el
sujeto se expresaba en ella), hace que pronto se levántenlas
figuras del desasimiento. Mallarmé, sin duda uno de los
primeros, confesaba que la escritura, al mismo tiempo que da
una despedida definitiva a las cosas dichas, i rovoca el borra-
miento de quien las enuncia. Más adelante vendrán esos
relatos insoportables de Bataille en que la dislocación extre­
ma de la escritura compromete a su autor. No se trata de que
aquélla sea la expresión más exacta de un éxtasis donde él
tiembla, sino que ese lenguaje es precisamente el que arruina
y dispersa. Lo que hace improbable el lenguaje no es
una experiencia íntima; lo que sucede, en cambio, es que una
experiencia de escritura pronuncia la imposibilidad del suje­
to, lo hace callar: “El lenguaje de Bataille [...] se hunde sin
cesar en el corazón de su propio espacio, poniendo al desnudo,
en la inercia del éxtasis, al sujeto insistente y visible que
intentó sostenerlo a pulso y se siente como rechazado por él”
(p. 240). La experiencia de escritura condena a su autor a la
violencia de una “fractura” perpetuam ente prorrogada: “La
obra de Bataille la m uestra [...] en un perpetuo pasaje a
niveles diferentes de habla, por un desenganche sistemático
con respecto al yo [je] que acaba de tomar la palabra e
instalarse en ella” (p. 243).
Blanchot, por su parte, comprueba que la afirmación del
lenguaje, “en su ser en bruto, pura exterioridad desplegada”
(p. 519), se m uestra incompatible con el recogimiento de un yo
[/e]: “El ser del lenguaje sólo aparece por sí mifemo en la
desaparición del sujeto” (p. 521). El verdadero “sujeto” del
lenguaje, más que la antigua mónada, es “una apertura
absoluta por la cual el lenguaje puede expandirse al infinito”
(p. 519). Para Artaud, esta vez, la escritura, siempre minada
por la embriaguez de restaurar las energías del grito y la
violencia de los cuerpos, se convierte para el sujeto en “perse­
cución y desgarramiento” (p. 522). Más espiritual, Klossow-
ski, en la indecisión del “Operador absoluto”, obtiene con los
juegos del simulacro (para sus personajes, existir es sim ular­
se y sim ular a los otros) relatos en los que ya no se sabe
exactamente quién habla, en los que, antes bien, lo que habla
no son, “sin duda, ni los unos ni los otros, sino en verdad la
superposición de voces que se ‘soplan’ unas a otras” (p. 337).
Comedia de m áscaras en que el yo [je] conoce su multiplica­
ción. La obra parece inclusive capaz de exigir de su autor una
derrota concreta, última. Cuando Roussel aplicaba meticulo­
sam ente sus procedimientos de escritura para dar a luz
enigmáticos prodigios, lo hacía animado por la idea de que
después de su muerte (pronto, y lo antes posible) aparecería
un texto postumo (Comment j ’a i écrit certciins de mes livres)
con una profundidad suficiente para que sus m aquinarias
opacas, sus enigmáticas construcciones, se ilum inaran co­
mo transparentes realizaciones verbales (RaymondRoussel,
pp. 76-77 y 85-86). Cada frase de Roussel, en el momento
mismo en que se escribe, hace un signo ávido a la publicación
iluminadora y postuma: “Una pieza esencial para el mecanis­
mo general del procedimiento, el peso que fatalmente pone en
movimiento las agujas y las ruedas: la m uerte de Roussel. Y
en todas esas figuras que cantan la indefinida repetición, el
gesto único y definitivo de Palermo está inscripto como un
futuro ya presente” (p. 76). Acaso nos encontremos aquí lo más
lejos posible de la experiencia de Rousseau. En efecto, en el
mundo saturado de odios y envidias en que proliferan las
incomprensiones (silencio estupefacto ante la lectura de las
Confesiones) y las acusaciones aberrantes (multiplicación de
las máscaras que los Diálogos intentan desanudar), para
Rousseau la única salida posible es su propia muerte, único
operador de purificación. Sólo más allá de la muerte física, que
borra las pasiones, se compondrá naturalm ente la figura de
un Jean-Jacques Rousseau sincero y bueno, tal como se
presenta, muy real y siempre vivo, a través de su obra. La
m uerte de Roussel (que implica la publicación del texto
postumo) asegura por su lado la única consumación de la obra
(en la comprobación magníficamente estéril de que en esos
relatos fantásticos se trataba de su escritura), y ese pobre
enfermito (sobre el que no hay que decir, ante todo, que murió
por su obra, que se sacrificó a ella, sino más bien que la obra
se construía alrededor de esa m uerte como un capítulo)
ocupará su lugar en los anexos del libro postumo en la forma
tan poco gloriosa del informe médico de Janet. Eco irrisorio de
las antiguas Confesiones.

La d is t a n c ia
Paul Ricceur11 definió de m anera perdurable y con justeza lo
que podía comprometer la construcción de los grandes relatos
clásicos: nuestra experiencia temporal, vuelta a desplegar en
una estructura narrativa, recibe a causa de ella un sentido
propiamente humano. Situada entre la praxis de una acción
cotidiana que se deja pensar como relato y las posibilidades de
acción abiertas ante el lector atento, la gran intriga ficcional
desharía las aporías del tiempo.
El relato quizás se consagre a desplegar el tiempo, pero
según la figura que ya esbozaba la gran narración homérica:
repetición del origen (retorno de Ulises a la tierra natal luego
del más largo exilio para el modelo épico; pero diremos
además: estructura cíclica de los pequeños cuentos populares,

11 P. Ricceur, Temps et récit, París, Seuil, 1983 [traducción castellana:


Tiempo y narración, Madrid, Cristiandad, 1987].
cumplimiento de una promesa inicial en el estilo profético,
relatos de búsqueda sólo satisfecha al final...). Y si en la
Fenomenología del espíritu Hegel produce la aventura de una
conciencia que se revela a sí misma en la totalidad discursiva
de sus determinaciones, lo hace al recuperar ese viejo princi­
pio que sostiene que hay certeza de haber alcanzado el final
cuando el origen se repite. Corresponde a Proust consumar
ese modelo al term inar la exposición paciente de las existen­
cias extraviadas con la revelación de la posibilidad de escribir­
las: “Proust llevaba su relato hasta el momento en que, con la
liberación del tiempo recobrado, se daba inicio a lo que
perm itía contarlo” (p. 265).
Así, pues, la escritura del gran relato ficcional se vivió
durante mucho tiempo como experiencia de la apertura desde
la cual el origen pronto lograría repetirse. La intriga extraía
su motor más poderoso, y el relato sus grandes poderes
míticos, de la curva del retorno. Sin embargo, no se trata de
simples temas, procedimientos hábiles o estructuras narrati­
vas formales. En la figura del retorno, la pertenencia de la
narración al tiempo se anudaba en e! corazón mismo del acto
de escribir:
Durante siglos, el escribir se ajustó al tiempo [...] el rigor del
tiempo no se ejercía en la escritura por el sesgo de lo que ésta
escribía, sino en su espesor mismo. [...] Orientada o no hacia
el pasado, sometida al orden de las cronologías o aplicada a
deshacerlo, la escritura estaba atrapada en una curva funda­
mental que era la del retorno homérico, pero también la del
cumplimiento de las profecías judías. Alejandría, que es nues­
tro lugar de nacimiento, había preseripto ese círculo a todo el
lenguaje occidental: escribir era volver, (p. 407.)
Desde Blanchot, Laporte y Beckett, se impone una litera­
tura para desatar ese lazo. El lenguaje parece entonces “tejido
de espacio”, “condenado al espacio” (p. 411). Ese lenguaje sin
origen12 ya no tiene que restituir el objeto tal como éste se
12 Se nos opondrán, a no dudar, el texto sobre Blanchot (p. 539) o el
dedicado a Sollers (ibid.), en el que Foucault habla del “puro origen”; empero,
en Id que se refiere al primero, lo hace a ñn de atribuira la ficción la ausenc ia
de origen como origen y. en el caso de Sollers, para identificar el origen en
el acto mismo de escribir. Lo cierto es, desde luego, que Foucault no deja de
refutar en todos los casos la idea de origen como anterioridad absoluta que
constituiría para el lenguaje algo así como un fundamento, un principio de
cierre, de consumación, o una reserva de sentido.
88
daría en una experiencia primordial, ya no se arraiga en la
unicidad de un núcleo de subjetividad, ya no se consagra, en
fin, a recobrar el tiempo. Un lenguaje semejante se desplegará
en la exterioridad pura. Cada palabra, lejos de constituir un
paso más hacia una reconquista total (del objeto, del sujeto o
del tiempo), se afirma en su dispersión: “Jam ás se habla en el
origen, sino en la lejanía” (p. 283). Escribir una palabra, luego
otra y otra más, pero sin que nunca se dibuje la curva
redentora del retorno o la dulce promesa de una reconciliación
(todo lo que permite, en definitiva, callarse con el más perfecto
silencio: el de la asunción del lenguaje). Escribir una palabra
y luego otra, cada una de ellas tendida, dada en una exterio­
ridad pura que amenaza (como esos objetos que Winnie
dispone frente a sí en Oh! Les beaux jours: un heteróclito sin
remedio). En Blanchot encontraríamos con facilidad el movi­
miento de una escritura que, lejos del reflujo hacia la interio­
ridad de un Verbo, se extiende como una herida incurable (¿el
exilio absoluto no es el que se experimenta en la inexistencia
de toda tierra natal?): “apertura absoluta por la que el lengua­
je puede expandirse al infinito” (p. 519). Un lenguaje sin
origen transm ite sin moderación lo que Foucault denomina
una distancia: “La sencilla experiencia consistente en to­
m ar una pluma y escribir pone de relieve [...] una distancia
que no pertenece ni al mundo, ni al inconsciente, ni a la
mirada, ni a la interioridad” (p. 275). Es el elemento, la
dimensión propia del lenguaje, irreductible a las constitucio­
nes subjetivas. Es la profundidad virtual, infinitam ente su­
perficial, del “espejo”: como dos espejos enfrentados, el len­
guaje sitúa cada cosa a distancia indefinida de sí misma. No
es que escribir un objeto, describirlo, evocarlo, sea nombrarlo
en esa distancia que lo pone lejos de nosotros, sino que la
escritura, antes bien, lo separa irreductiblemente de sí mis­
mo, le impone ser un “simulacro”: para una cosa, recuerda
Foucault, simularse es afirm arse sin origen, en la exteriori­
dad absoluta de su aparición, en la llegada de la cosade a dos,
separada ya desde siempre de sí misma. Es indudable que
Klossowski extrajo de esta estructura sus más bellos acordes:
“Trata su propio lenguaje como un simulacro. La vocación
suspendida es un comentario simulado de un relato que en sí
mismo es un simulacro, porque no existe o, mejor, se encuen­
tra íntegram ente en ese comentario que se hace de él” (p. 336).
Así, pues, todos estos tem as bordados y vueltos a bordar
incansablemente (el afuera, la exterioridad, la distancia, la
lejanía, la dispersión, la expansión, la exposición, el doble, el
espejo, el simulacro, etcétera) dibujan los contornos de una
misma experiencia: lenguaje que se vive en la ausencia de
origen, se despliega en el afuera monótono (“ese exterior en
cuyo interior el lenguaje no cesa de hablar”, p. 284) y tram a
con ello su decisivo parentesco con el espacio. Lo que Foucault,
por fin, llama una “ficción”: “Todo lenguaje que habla de esta
distancia avanzando en ella es un espacio de ficción” (p. 284).

La a u s e n c ia de obra

Foucault pretende postular al principio de la escritura litera­


ria la experiencia de una “ausencia de obra”: experiencia del
lenguaje que hace imposible la obra en el momento mismo en
que ésta se escribe. Por esa experiencia, la obra está indefec­
tible ligada tanto a su ausencia y su ruptura como a su
realización. Lo que se dice en el corazón de la obra es su propia
imposibilidad.
Hólderlin: ¿de dónde proviene su nueva palabra, si no de
ese desvío de los dioses que hace imposible el canto mortal en
nuestros tiempos?
Más que en nuestra afectividad por el miedo a la nada, la
muerte de Dios resonó profundamente en nuestro lenguaje,
por el silencio que situó en su principio y que ninguna obra, a
menos que sea puro parloteo, puede encubrir. El lenguaje
asumió entonces una estatura soberana; surge como si viniera
de otra parte, de donde nadie habla; pero sólo es obra si, al
remontar su propio discurso, habla en la dirección de esa
ausencia. [...] En este acontecimiento, Hólderlin ocupa un
lugar único y ejemplar: anudó e hizo manifiesto el lazo entre
la obra y la ausencia de obra, entre el desvío de los dioses y la
perdición del lenguaje, (p. 201.)
Bataille: la experiencia de la “transgresión” (pp. 236-238)
será para la obra ese movimiento doble de cumplimiento/
anonadamiento, transgresión de su imposibilidad cuando se
enuncia, de su posibilidad cuando, al enunciarse, vuelve a
hundirse. Laporte: la escritura de la espera más pura (la que
se espera a sí misma) conduce a “una ausencia de obra sin
concesiones, pero tan pura, tan transparente, tan libre de
cualquier obstáculoy de la grisura de palabras que desdibujen
su irradiación, que es esa ausencia misma: un vacío sin bruma
en el que centellea como la obra prometida” (p. 265). Podría­
mos citar además a Artaud (para su revista, Riviére no acepta
sus poemas, pero se apresura a publicar sus cartas, en las que
aquél explica por qué le cuesta tanto escribir) y a quien fue sin
duda el iniciador del tema, Blanchot, que hace coincidir la
apertura de una obra y su silencio: “El lenguaj e se devela como
transparencia recíproca del origen y la m uerte” (p. 539).
Resulta que esta “ausencia de obra”, al estructurar la expe­
riencia de escritura que afecta una parte decisiva de nuestra
literatura, define al mismo tiempo la locura.
La experiencia occidental de la locura sólo fue tardíam ente
la de una enfermedad. En el período clásico, es inseparable
de las vastas medidas que en nuestras sociedades reglamen­
tan la circulación de los discursos:
[La locura] está incluida en el universo de las prohibiciones de
lenguaje; la internación clásica involucra, junto con la locura,
el libertinaje de pensamiento y palabra, la obstinación en la
impiedad o la heterodoxia, la blasfemia, la brujería, la alqui­
mia -en síntesis, todo lo que caracteriza el mundo hablado y
prohibido de la sinrazón—; la locura es el lenguaje excluido [...].
La reforma de Pinel es mucho más una consumación visible
que una modificación de esta represión de la locura como
palabra prohibida (p. 417).
Una vez entronizada la locura como enfermedad mental y
verificadas las lesiones cerebrales de los paralíticos, los alie­
nistas se desinteresarían de la palabra de los locos en benefi­
cio de su cerebro. Ante nuestros ojos, con los adelantos
tecnológicos de la farmacología médica (y el fin de los grandes
ritos que presidían la denuncia social de la demencia), se
deshace la relación del hombre occidental con la locura como
lenguaje. Relación compleja, dialéctica: el loco debía sus
poderes míticos al hecho de que en sus incoherencias verbales
nos presentaba la verdad negativa, pero por eso mismo reve­
lada, de nuestro lenguaje de razón. Bajo el control técnico
médico, la enfermedad m ental alcanza, sin ambigüedad dia­
léctica, las figuras positivas y m udas del saber.
Sin Freud, esta experiencia clásica de una locura reapre-
hendida como lenguaje habría podido desaparecer. Por otra
parte, la pertinencia extrema del psicoanálisis se sitúa allí: en
el hecho de preservar, proteger la experiencia clásica. Al
mismo tiempo, Freud la “desfasa”. El delirio del loco desgrana
palabras “que enuncian en su enunciado la lengua en que lo
enuncian”. Lo que se dice en el delirio de un loco es un paquete
de significaciones ing’i ditas y, simultáneamente, ti código
imprevisible en que se presentan. Para Foucault, Freud no fue
ese lector atento a descubrir, en el marco de una antropología
tem prana, la insistencia monótona de un significado sexual
detrás de las manifestaciones patológicas, sino el primero en
colocar la experiencia de la locura bajo el signo de lenguajes
que se autocodifican, y ya no de las palabras prohibidas. El
loco no es siquiera quien pronuncia palabras vacías de sentido
o formuladas contra el sentido común (experiencia clásica de
la locura). Su lenguaje se remonta hacia el vacío del sentido.
En el delirio encontramos sentido, y en abundancia, pero no
un sentido preciso. La proliferación verbal remite a la vez a la
apertura incontrolada expedita, de producción de sentido, y
a ese vacío (pero que ^uí se adelanta por sí mismo) siempre
dispuesto para su venida: “La locura apareció [...] como una
prodigiosa reserva de sentido” (p. 418). En este aspecto, la
locura es ausencia de obra: al develar la posibilidad vacía y
neutralizada del sentido. Pero también la literatura reivindi­
ca hoy la experiencia de un lenguaje que sólo se hace descifra­
ble por su propio movimiento y transgrede todos los códigos
instituidos de la lengua: “La literatura (y esto desde Mallar-
mé, sin duda), a su vez, se está convirtiendo poco a poco en un
lenguaje cuya palabra enuncia, al mismo tiempo que lo que
dice y en el mismo movimiento, la lengua que la hace descifra­
ble como palabra”. De resultas, quedan trastocados el estatus
y la función misma de la crítica literaria: ya no es lícito
comprenderla como mediación privilegiada entre la creación
de la obra y el momento de su consumo (el crítico haría leer,
comprender, explicaría por qué algo tiene que gustar, etcéte­
ra). Más bien, aquélla da nuevo impulso al movimiento vacío
de la posibilidad de escribir, movimiento crítico “por el cual la
palabra se retrotrae a su lengua y se establece en la palabra”
(p. 419). Cuando el crítico literario reactiva indefinidamente
el movimiento de la escritura y el psicoanalista exige a los
pacientes que logren interpretar sus interpretaciones, uno y
otro esbozan un mismo movimiento de huida vertiginosa del
sentido sin esperanza de cumplimiento final: no es que la
posibilidad del sentido esté vacía, sino que es precisamente
ese vacío. Tomemos a Foucault cuando describe la experiencia
analítica del delirio alienado reaprehendido como el vacío “en
que no se propone sino la posibilidad todavía incumplida
de que tal sentido se aloje en él, o tal otro, e incluso un tercero”
(p. 579). Y ahora, lo que dice del escritor Roussel: “Cada
palabra está ala vez animada y arruinada, colmada y vaciada
por la posibilidad de que haya una segunda, ésta o aquélla, o
ni una ni la otra sino una tercera, o nada” (Raymond Roussel,
p. 20).
No hay que decir que la literatura denuncia el lenguaje
como vacío de sentido: ella se despliega en el espacio del vacío
que permite al lenguaje crear sentido. Al colocarse en ese
hueco, la literatura moderna lo descubre ajeno a la antigua
plenitud del Verbo. La reserva indefinida del sentido es el
juego que permite hablar. Allí donde Roussel intentó mante­
nerse, y con angustia, hasta el fin. Triste destino de los
escritores modernos, obligados a fundar su palabra en el vacío
diacrítico de los lingüistas, sustituto de la Palabra divina:
Se trata de la carencia de las palabras que son menos nume­
rosas que las cosas que designan, y deben a esta economía el
hecho de querer decir algo. Si el lenguaje fuera tan rico como
el ser, sería el doble inútil y mudo de las cosas; no existiría. [...]
Roussel experimentó hasta la angustia, hasta la obsesión, si
se quiere, esta laguna iluminadora [...] lo que falta no es el
“sentido” sino los signos, que, no obstante, sólo significan por
esa falta (pp. 207-209).
Merleau-Ponty ya situaba las posibilidades de expresión
literaria en ese vacío que separa los signos.13Pero lo pensaba
como la vida misma del sentido y no como el riesgo de su total
agotamiento.
Esta estructura de un lenguaje que se asfixia con sus
pliegues, que transm ite sólo a partir de sí sus condiciones de
visibilidad, aspirado por su propia posibilidad, inspirado en su
imposibilidad, condenado a una exterioridad que dispersa al
sujeto, esa estructura de un lenguaje que desmigaja el tiempo
a lo largo de una distancia que vacía las cosas, se reencuentra
en el delirio del loco. Lo cual no quiere decir que los escritores
sean locos o los locos escritores, sino que la escritura literaria
habla el mismo lenguaje que la locura (no un lenguaje reser­
vado sino el lenguaje del lenguaje).
13 “En lo que concierne al lenguaje, si la relación lateral del signo con el
signo es lo que hace que cada uno de ellos sea significante, el sentido sólo
aparece, por ende, en la intersección y, por decirlo así, en el intervalo de las
palabras” (“Le langage indirect et les voix du silence”, en Signes, París,
Gallimard, 1960, p. 53).
Para Foucault, locura y literatura no son equivalentes en la
horizontalidad de una ecuación lúgubre (que soporte los
movimientos tiránicos de englobamiento por las psicopatolo-
gías autoritarias o las estéticas facilistas). Locura y literatura
se ajustan verticalmente a la experiencia soberana de un
lenguaje sin origen.
LOCURA Y FINITUD:
LAS LECCIONES DEL PSICOANÁLISIS

La d is p o s ic ió n
a n t r o p o l ó g ic a
de los saberes

Las palabras y las cosas* parece desplegar un espacio teórico


sumam ente indiferente a las grandes estructuras narrativas
de Historia de la locura...Ya no se trata aquí de divisiones o
exclusión, ni de los grandes gestos de segregación de la
demencia. El reino liso de los saberes, estructurados por la
sistem aticidad de una episteme, nos invita al contrario a las
grandes ceremonias de las identidades. Ya no es cuestión de
reaprehender lo que el pensamiento excluye a priori para
poder sostenerse, sino lo que impone como orden primordial
a una diversidad de objetos. Una época (el Renacimiento, la
edad clásica, la modernidad) comprenderá la circulación de
las riquezas, la constitución de las lenguas, la estructura de
lo viviente, a través de grillas profundamente uniformes. En
su prefacio, Foucault no vacila en oponer las dos empresas:
La historia de la locura será la historia de lo Otro: de lo que para
una cultura es a la vez interior y ajeno y por lo tanto hay que
excluir (para conjurar su peligro interior), pero encerrándolo
(para reducir su alteridad); la historia del orden de las cosáis
sería la historia de lo Mismo: de lo que a la vez se distingue y se
emparienta con una cultura y por lo tanto hay que discernir
mediante marcas y recoger en identidades (p. 9.)
En ese nivel, sin duda muy general, los dos libros se oponen
sin remedio, con una oposición tan radical, por otra parte, que
uno empieza a sospechar (la retórica misma del prefacio lo
incita a ello) que no son sino las dos caras de una misma
moneda. Ese juego de espejos entre la nueva búsqueda de
* Traducción castellana: Las palabras y las cosas, México, Siglo XXI,
1968. Las páginas de las citas corresponden a esta edición.
identidades regulares (el orden inmóvil de las palabras y las
cosas) y la búsqueda más antigua de los rechazos masivos y
repetidos de lo Otro debía imponer, a no dudar, que el tem a
de la locura llevara en Las palabras y las cosas una vida
subterránea decisiva. Un ejemplo: Foucault mide el hiato que
separa el orden de las cosas en el Renacim iento del vigente
en la edad clásica con la vara de Don Quijote. Pero esa
relación se intensifica sobre todo en las últim as páginas de
la obra: en ellas vemos a lo Otro de la locura representar
exactam ente las coordenadas de un pensam iento moderno
de lo Mismo, como si, de otra m anera y mucho mejor que las
lecciones de los saberes constituidos, las de la locura (espejo
turbio) devolvieran de inm ediato al pensam iento los rasgos
reflejados de su rostro. El “círculo antropológico” que da su
título al últim o capítulo de H istoria de la locura..., por otra
parte, encuentra un eco preciso en lo queLas palabras y las
cosas describe como disposición antropológica de los sa­
beres.
P ara Foucault, esa disposición designa globalmente un
espacio de deslizam iento indefinido de lo empírico hacia lo
trascendental. La antropología es justam ente “el modo de
pensam iento en que los lím ites de derecho del conocimien­
to (y por consiguiente de todo saber empírico) son al mismo
tiempo las formas concretas de la existencia, tal como se
dan, precisam ente, en ese mismo saber empírico” (p. 243).
La configuración antropológica se alim enta en principio de
las ciencias de la vida, de las riquezas y de las lenguas (se
analiza al hombre como el ser que vive, trabaja y habla).
Las ciencias biológicas, económicas y lingüísticas conste­
lan por diversos conductos la figura del hombre finito: “La
finitud del hombre se anuncia -y de una m anera im perio­
sa - en la positividad del saber; se sabe que el hom bre es
finito del mismo modo que se conoce la anatom ía del
cerebro, el mecanismo de los costos de producción o el
sistem a de la conjugación europea” (p. 305). Las positivi­
dades plenas de los saberes denuncian como su resultado
la finitud negativa del hombre. Pero en seguida se dirá que
la positividad m ism a de los conocimientos que se tienen de
él sólo es posible a p artir de una finitud constituyente. Es
que una positividad (como contenido lim itado de un cono­
cimiento empírico) no se deja pensar sino desde una expe­
riencia finita: “E sta [la finitud] no es la esencia más
purificada de la positividad, sino aquello a p artir de lo cual
es posible que aparezca esta últim a”. Ese pasaje de lo
lim itado como positividad constituida a la lim itación como
fundam ento constituyente debe comprenderse, sin em bar­
go, en el sentido de una repetición (p. 306): la positividad
se repite en lo fundam ental, en vez de encontrar en ello
una condición últim a de posibilidad. H asta Kant, según
Foucault, el pensam iento sólo era finito contra un fondo de
infinito. La revolución antropológica consistiría en que la
experiencia de la finitud se produjera como repetición de lo
“Mismo” (siempre se tra ta de finitud), aquí como positivi­
dad empírica y allá como estructura fundam ental. Figura
de una repetición de las finitudes, en que los reduccionis-
mos positivistas y las pretensiones fenomenológicas se
hacen eco de una m anera rigurosa: “N uestra cultura fran­
queó el um bral a p artir del cual reconocemos nuestra
m odernidad el día en que la finitud se pensó en una
referencia interm inable a sí misma [...]. La cultura moder­
na puede pensar al hombre porque piensa lo finito a partir
de él mismo” (p. 309). El pliegue de lo finito define para
Foucault el volumen en que se despliega todo pensam iento
moderno (y rem ite exhaustivam ente a lo que él llam a aquí
“el hom bre”). No obstante, m ientras las filosofías m oder­
nas intentan m antenerse lo más cerca posible de esa
finitud, y reaprehenderla desde unas experiencias vividas,
de inm ediato purificadas y desplazadas hacia constitucio­
nes trascendentales (pronto rectificadas por la convocato­
ria de nuevas experiencias, estéticas, éticas, etcétera), las
ciencias hum anas, por su lado, inmovilizan esas oscilacio­
nes al considerar la finitud hum ana como la m era compli­
cación de funcionam ientos objetivos (leyes puras de la
economía para la sociología, mecanismos de lo viviente
para la psicología, reglas fonéticas de la evolución de las
lenguas para el análisis de los mitos y las literaturas). La
estructuración de las filosofías de lo Mismo envuelve al
mismo tiempo todo nuestro pensam iento moderno de la
locura. Tomemos el destino antropológico de la filosofía:
“En este espacio angosto e inm enso abierto por la repeti­
ción de lo positivo en lo fundam ental [...] va a desplegarse
toda esta analítica de la finitud, tan ligada al destino del
pensam iento m oderno” (p. 307). Cada figura de la repeti­
ción antropológica designará una dimensión de reconoci­
m iento de los vértigos de la locura circunscriptos por el
saber antropológico.
La d e s ig n a c ió n
de un m odo de ser m o d ern o de la locura

La prim era repetición de lo Mismo se mantiene lo más cerca


posible de sus condiciones de nacimiento (el momento kantia­
no) para establecer su destino de confusión. Lo Mismo se
repite como condición y condicionado del conocimiento. Pues­
to que si sólo el hombre conoce (y ya no el discurso, como en la
edad clásica), “se tom ará en él conocimiento de lo que hace
posible todo conocimiento” (p. 310). Se puede buscar (Comte)
\m a“naturaleza del conocimiento humano” (p. 310, establecer
como condiciones trascendentales unos determinismos fisio­
lógicos veríficables) o bien (Marx) una “historia del conoci­
miento humano” (que exige transformaciones sociales para
alcanzar un conocimiento justo). Una últim a vía de análisis
(la fenomenología) intenta por fin deslastrar a naturaleza e
historia de su dimensión empírica y aborda la vivencia como
“estrato específico pero ambiguo” en que los contenidos de
conocimiento aún corresponderían, de m anera ingenua y
originaria, a sus formas. El análisis de la vivencia no deja
entonces de invocar una y otra vez experiencias para atribuir­
les el interm inable proceso de lo trascendental, extrayendo de
un inacabamiento constitutivo el motor de su insistencia
especulativa.
Esa delgada red tram adaentre lo empírico y lo trascenden­
tal replantea con nuevos esfuerzos la cuestión del ser del
sujeto pensante. Para la edad clásica, el ser y el pensamiento
se comunicaban directamente en la transparencia de la repre­
sentación: al plantearse, ésta imponía el ser del representado
y el de su posición de verdad; juego sutil de indefinidas
remisiones. A partir del momento en que el hombre desdobla­
do, recuerda Foucault, sustituye el reino liso y absoluto de la
representación (cuando el pensamiento busca sus condiciones
de posibilidad en un contenido empírico), el intersticio abierto
por la repetición enturbia las relaciones del ser y el pensa­
miento. El destino de este último ya no es descubrirse como
sustancia lógica universal, sino interrogar unas positividades
mudas en las cuales le es preciso reconocerse: “[El cogito
moderno] no reduce todo el ser de las cosas al pensamiento sin
ram ificarel ser del pensamiento hasta en la nervadura inerte
de lo que no piensa” (p. 315). El pensamiento claro sólo avanza
sostenido por un impensado al que, a su vez, intenta ilum inar
débilmente. Cada figura de lo impensado (lo inconsciente, lo
en sí, lo no explicitado) designa menos lo que en el hombre es
objetivo cuando uno rechaza los prestigios del pensamiento
reflexivo (“recompensa ofrecida a un saber positivo del hom­
bre”, p. 317) que un acompañamiento inevitable. Lo im pensa­
do no designa una dimensión hum ana hasta ahora ignorada
y en la que se tram aría su verdad definitiva, sino el doble del
hombre moderno atrapado en los pliegues del saber.
Repetición reversible de lo empírico en lo trascendental,
del pensamiento en un impensado. Repetición, por último, del
origen remoto en su retorno prometido. En efecto, el hombre
está en principio “separado de su origen”. Las dimensiones
que lo hacen ser (su vida de carne, su trabajo, su lenguaje)
tienen una historicidad propia que desborda la aparición del
individuo: su origen se hunde en la noche de los tiempos. En
ese tiempo remoto, impersonal, encuentran sus condiciones
primordiales, la fuente de su positividad histórica. Si en ese
sentido el hombre es en verdad un “ser sin origen” (p. 322),
también es el hombre de lo “originario” (pp. 322-323), com­
prendido esta vez como la articulación inm ediata de una
temporalidad siempre nueva con las arrugas de las cosas (una
vida de determinismos fijados en la noche de los tiempos,
mecanismos de intercambio ancestrales, un lenguaje más
antiguo que él). El hombre sólo funda su temporalidad
al articular su vacío de origen con la vejez de las cosas. Pero
esta articulación siempre renaciente (lo originario) es al
mismo tiempo una “apertura” donde se precipitará una tem ­
poralidad por fin fundada de las cosas (la positividad muda y
opaca de éstas sólo alcanza su transparencia de verdad desde
el tiempo vacío de la conciencia humana). Pero en ese vacío
ahondado por una conciencia (exiliada del origen oculto de las
cosas) se deja entrever sim ultáneam ente la posibilidad de que
el hombre recupere su origen: éste podría reactualizarse, si es
cierto que el milagro del pensamiento es poder proponerse en
la inminencia de un advenimiento cercano lo que lo sostiene
desde la noche de los tiempos.
Al asignarse la tarea de restituir el dominio de lo originario,
el pensamiento moderno descubre en él, de inmediato, el
alejamiento del origen; y se propone paradójicamente avanzar
en la dirección en que ese alejamiento se cumple y no deja de
profundizarse; trata de hacer que aparezca del otro lado de la
experiencia, como lo que lo sostiene por su misma retirada,
como lo más cercano a su posibilidad más visible, como lo que
es inminente en él (p. 324.).
Una condición de conocimiento en el corazón de lo condicio­
nado, un impensado como nervadura del pensamiento, un
origen como inminencia indefinida: estas tres dimensiones de
la analítica de la finitud definen el espacio en que se despliega
el pensamiento moderno. En él se repite incansablemente lo
finito en su finitud, en los tres planos del conocimiento en su
relación con el objeto, del pensamiento en su vinculación con
lo que no es él y del tiempo en su lazo con lo que lo sostiene. La
locura extrae de allí los vectores de su identidad moderna, a
través de las especulaciones metapsicológicas del psicoanáli­
sis. En efecto, lo que Freud inventa como conceptos claves de
lo inconsciente son sucesivamente la Muerte como reserva
indefinida de explicaciones, el Deseo como grano último de
nuestros pensamientos y el Lenguaje-Ley en cuanto estructura
de m anera originaria nuestras identidades (p. 363). Estas tres
categorías prorrogan de inmediato las tres formas de finitud:
la Muerte es el trascendental que se reconoce al punto a través
de los empirismos clínicamente identificables (compulsión a
la repetición, agresividad); el Deseo designa claramente el
impensado al que todo pensamiento querría llegar para com­
prenderse, sostenido en su movimiento por la prohibición de
unirse a él (ambigüedades estructurantes de la resistencia y
la transferencia); el Lenguaje-Ley, por último, es el comienzo
absoluto que habría que recuperar como un imposible destino
de la cura (“aquello en lo cual toda significación asume un
origen más lejano que sí misma, pero también aquello cuyo
retorno se promete en el acto mismo del análisis”, p. 364). En
el punto en que la Muerte rige toda conducta, en que el Deseo
gobierna con exclusividad y el Lenguaje suspende toda deci­
sión, se produce para nuestro pensamiento el advenimiento
de la locura: “En esta figura [...] nuestra conciencia ya no
encuentra, como en el siglo xvi, la huella de otro mundo; ya
no constata el extravío de la razón descarriada; ve surgir lo
que nos es peligrosamente m á s cercano, y es como si, de
improviso, se perfilara en relieve el hueco mismo de nuestra
existencia” (p. 364). Foucsult retoma aquí de m anera vaga las
lecciones de Historia d * la locura... (la locura como mensaje
cosmológico, como oin razón y como verdad invertida del
hombre), aunque con una modificación decisiva. Esta vez, la
obra de Fre ud n o se comprenderá ya como la recuperación fiel,
más allá de las psicologías modernas, déla experiencia clásica
(la locuta aprehendida en el plano del delirio), sino como
ri gurosamente inscripta en las posibilidades del pensamiento
moderno. En efecto, resulta que la metapsicología freudiana,
en el momento en que fija su mitología científica (la pulsión
de m uerte, la libido, la retórica de lo inconsciente), descri­
be -como lo hemos m ostrado- “las formas mismas de la
finitud” (p. 364). En ese sentido, se mantiene sin duda más
próxima a las filosofías de lo Mismo (de Heidegger a Merleau-
Ponty) que a las ciencias humanas, que no quieren abordar la
finitud hum ana sino como punto de aniquilación de funciona­
mientos (biológicos, económicos, lingüísticos) curvados por el
existir humano.
Para Foucault, las ciencias hum anas derivan en efecto de
una estructuración moderna de los saberes en tres planos (las
ciencias matemáticas y físicas, las ciencias de la vida, del
lenguaje y de la economía, los pensamientos de la finitud) que,
por su yuxtaposición, generan algo así como un “volumen” (un
“triedro epistemológico”, p. 337). El vacío ahondado en el
centro de la figura acoge las positividades de las ciencias
hum anas. Una vez más, volvemos a encontrar aquí la afirma­
ción de una incapacidad de esas positividades para establecer
su fundamento desde el mero movimiento de su enunciación.
Pero para Foucault, lo que las impugna ya no es aquí, como a
principios de la década del sesenta, una experiencia negativa
(la locura, la muerte, la escritura), sino un hueco (dibujado por
las aristas positivas de un sistema de los saberes) en el que
están, por decirlo así, indefinidamente suspendidas. El hom­
bre positivo constituye claramente, sin embargo, un plano
sólido para ciencias como la biología, la economía y la filología,
pero en la medida en que éstas, precisamente, no tienen por
objeto al hombre en su modo de ser, sino unos “funcionamien­
tos” indiferentes a su humanidad, inmediatam ente objetiva-
bles (pp. 342-343). Para Foucault, las ciencias del hombre (lo
que hace de la psicología otra cosa que una sección de la biolo­
gía, de la sociología otra cosa que una sección de la economía,
del análisis de los mitos otra cosa que una sección de la
filología) no estudian funcionamientos en y por sí mismos,
sino la “negatividad” introducida en ellos: aquello por lo cual
estos funcionamientos (las leyes vitales, las del intercambio,
los determinismos lingüísticos) dejan de valer inmediatamen­
te como mecanismos positivos y necesarios. De todos modos,
esta negatividad no debe interpretarse como el indicio de una
trascendencia irreductible (la que haría que el hombre esca­
para para siempre a las necesidades positivas a las que se
pretende reducirlo). Traduce únicamente la posición específi­
ca de las ciencias hum anas en el campo de los saberes. Lo que
las ciencias de la vida, del lenguaje y de las riquezas determi­
nan como sector de una objetividad natural, las ciencias
hum anas lo retoman para vaciarlo, ahuecarlo, en la medida
en que vuelven a llevarlo subrepticiam ente hacia esa analí­
tica de la finitud en que no se tra ta de límites. Toda su
em presa se sitúa para Foucault en el espacio de esa “duplica­
ción” (p. 344). El hombre de las ciencias hum anas se da en el
espacio abierto por la repetición de una objetividad (esquemas
neuromotores, sistemas de intercambios, leyes de desliza­
miento semántico), en tanto ésta es asum ida por un ser finito
y ya no existe más como determinismo natural. Esta negati-
vidad, sin embargo, queda enmascarada por el nuevo desplie­
gue anacrónico de la “representación” como superficie de
verdad. Las ciencias hum anas analizan en efecto los mecanis­
mos positivos de la economía, la lingüística y la biología en
cuanto se reciben en una “representación” humana: “Las
ciencias hum anas ocupan por lo tanto la distancia que separa
(no sin unirlas) la biología, la economía, la filología, de lo que
les da posibilidad en el ser mismo del hombre [...] y admiten
como cosas los mecanismos y funcionamientos que aíslan y los
interrogan no en lo que son, sino en lo que dejan de ser cuando
se abre el espacio de la representación” (p. 343). El estudio de
esta “representación” proporciona a las ciencias del hombre
un plano de objetividad que permite acallar lo que una
consideración justa de la finitud introduce como limitación y
negatividad. Lo cual no significa para Foucault que las cien­
cias hum anas prorroguen el dogma de la conciencia. La
representación que abordan (por ejemplo, la “representación
colectiva” en el caso de la sociología naciente) no designa el
objeto de una conciencia clara. Para ellas, la representación
significa antes bien el plano de proyección de mecanismos
(estudiados en sí mismos por la biología, la economía, la
filología) sobre las formas de la finitud hum ana (analizadas
por sí mismas por las filosofías de lo Mismo). Para Foucault,
no obstante, la forma de la representación (como nudo de una
cosa con su verdad) data de la episteme clásica. Las ciencias
hum anas efectúan, por tanto, la torsión de conceptos tomados
de las ciencias objetivas (biología, economía, filología) sobre
unas figuras de finitud desplegadas por unas filosofías de lo
fundamental, en el elemento de una forma de verdad que,
notoriamente fuera de lugar, ya no tiene vigencia.
Por su lado, el psicoanálisis, al contrario, interroga directa-
mente lo “inconsciente” más que unas representaciones. En
su caso, no se trata de develar en el orden de una progresión
del saber unas representaciones implícitas, sino de cuestionar
frontalmente un nivel de realidad “que está ahí y que se
sustrae, que existe con la solidez muda de una cosa, de un
texto cerrado sobre sí mismo o de un blanco en un texto visible”
(p. 363). La realidad hum ana, tal como se m uestra en la
lección de Freud, no se deja desplegar en el orden de una
representación: “A diferencia de las ciencias hum anas, que a
la vez que desandan camino hacia lo inconsciente siguen
manteniéndose en el espacio de lo representable, el psicoaná­
lisis avanza para pasar por encima de la representación y
desbordarla por el lado de la finitud” (p. 363). Como hemos
visto, el psicoanálisis efectúa ese desborde por medio de la
elaboración de mitologías conceptuales (pulsión de muerte,
libido, retórica de lo inconsciente) que hacen un signo a las
estructuras fundamentales de las filosofías de lo Mismo.
Mientras que las ciencias del hombre ahogan la finitud en el
elemento de una representación objetiva, el psicoanálisis,
como las fenomenologías, la afrontan directamente. Hacen
una estricta prueba de ella: prueba del pensamiento (que se
anuda y se desanuda en lo inconcluso de una búsqueda: la
fenomenología nunca term inará de exhibir nuevos contenidos
de experiencia para rectificar unas formas trascendentales
siempre provisoriamente develadas); prueba de un encuentro
singular para el psicoanálisis, que descubre en la psicosis “su
más invencible tormento” (p. 364). Es que la “iluminación
cruel” de la esquizofrenia expone en un desastre íntimo las
formas de la finitud que el acto analítico debería dejar surgir
con mucha lentitud. No obstante, en contra de las meditacio­
nes pacientes de lo fundamental, en oposición a las ciencias
hum anas, el psicoanálisis se relaciona “con lo que hace posible
todo saber en general” (la finitud antropológica) a través de
una práctica “en la que se compromete no sólo el conocimiento
del hombre, sino el hombre mismo: el hombre con esa Muerte
que está en acción en su sufrimiento, ese Deseo que perdió su
objeto y ese lenguaje por el cual y a través del cual se articula
silenciosamente su Ley”.
En ese gran libro abstracto en el que, después de todo, se
trató en esencia de las estructuras remotas de los saberes, y
tan poco de las existencias concretas, se levanta la figura del
loco. Figura, aclara Foucault, “empírica y sin embargo ajena
a (y en) todo lo que podemos experimentar”. Su estatus hace
vacilar un poco el positivismo dichoso de Las palabras y las
cosas. Puesto que es como si lo que no era más que un corte
vertical en el espesor abstracto del archivo (episteme) cobrara
cuerpo y se realizara súbitam ente en la “existencia a la vez
real e imposible” del loco (“la finitud, a partir de la cual somos
y pensamos y sabemos, está repentinam ente ante nosotros”).
El loco es entonces algo así como la encarnación concreta del
punto ciego de nuestros saberes establecidos.
CONCLUSIÓN

En todas sus páginas sobre la locura, las que nos llevan desde
la “Introducción” de 1954 a los brillantes atajos de Las pala­
bras y las cosas (1966), Foucault no dejó de entablar un debate
sordo con la fenomenología, la de las donaciones subjetivas de
sentido. Para superar el marxismo o la psiquiatría clásica
(que entienden la locura como enfermedad: esencia médica
positiva o patología social objetiva), Foucault estaba obligado
a señalar la enfermedad mental como constitución histórica
de sentido sacada de la locura. De tal modo, en su Historia de
la locura... describió “conciencias” de locura y estructuró sus
épocas como otras tantas “experiencias” globales que dispo­
nen de los sentidos de ésta. En Las palabras y las cosas, una
vez más, relaciona los sentidos de una locura moderna des­
cripta por el psicoanálisis con las intuiciones de los pensa­
mientos de la finitud constituyente.
Y sin embargo, en el mismo momento no deja de denunciar
toda fenomenología de la locura, riéndose y burlándose de
ella. Si la locura equivale a una pérdida completa de la
estructura subjetiva, al hundimiento definitivo del sentido,
¿quién podría enseñarla en términos de estructuras intencio­
nales? Es como si Foucault tom ara los conceptos de la fenome­
nología cuando se trata de pensar la locura como objeto (y se
perm itiera comprender las donaciones de sentido como otras
tantas estructuras de protección, como si con ello se tratase
menos de reaprehender un objeto, de circunscribirlo, que de
precaverse bien de él) y la desautorizara siempre en nombre
del sujeto problemático de la locura. Extraño uso de la
fenomenología, de la que sólo retiene el momento objetivo.
Al mismo tiempo, Foucault necesitaba articular claramen­
te, en nuevos términos, lo que quería encontrar a la vez en la
locura y la escritura: experiencias sin sujeto, y le era preciso
enunciar con igual claridad lo que recibía de Nietzsche: el
tem a de una dispersión de los sentidos, sin otro foco de unidad
admisible que la precariedad histórica.
ÍNDICE

A d v e r t e n c ia .................................................................................................................. 7

E l f u n d a m e n t o so c ia l e x is t e n c ia l
DE LAS ENFERMEDADES MENTALES .... ............................. ......... 9
La recusación de una metapatología u n ita ria .......................9
Las formas de la enfermedad m ental.................................. 12
Las condiciones materiales de la enfermedad m ental.... 17
Historicidad del hombre verdadero......................................21
U n a f ic c ió n h is t ó r ic a
DE LAS ÉPOCAS DE LOCURA ........................................................... 27
El prefacio de 1961................................................................... 27
La experiencia de la locura,
desde fines de la Edad Media hasta el siglo xvi.......... 38
La experiencia clásica............................................................. 44
Nacimiento de la experiencia moderna
de la locura........................................................................... 58
Arqueología de la psicología..................................................64
La máquina a sila r.................................................................... 69
D e l ir io d e l in s e n s a t o o e s c r it u r a l it e r a r ia :
u n l e n g u a je s in o r ig e n ....................................................................................7 3
El procedimiento de Roussel.................................................. 74
La luz de las p alab ras............................................................. 80
El sujeto fragm entado.............................................................84
La distancia................................................................................87
La ausencia de o b ra .................................................................90
L o c u r a y f in it u d :
LAS LECCIONES DEL PSICOANÁLISIS............................................... 95
La disposición antropológica de los saberes.........................95
La designación de un modo de ser moderno
de la locura............................................................................. 98
C o n c l u s ió n ................................................................................ 105

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