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CAPÍTULO I

El derecho natural y su enfoque histórico

El ataque al derecho natural en el nombre de la historia


adopta, en la mayoría de los casos, la siguiente forma: el de­
recho natural pretende ser un derecho perceptible por la ra­
zón humana y universalmente reconocido. Sin embargo, la
historia (incluyendo la antropología) nos enseña que no
existe derecho tal; en lugar de la supuesta uniformidad, en­
contramos una variedad indefinida de nociones del dere­
cho o la justicia. En otras palabras, el derecho natural no
puede existir si no hay ningún principio de justicia inmuta­
ble, pero la historia nos enseña que todo principio de justi­
cia es mutable. No es posible entender el sentido del ataque
al derecho natural en el nombre de la historia sin reparar
antes en la absoluta irrelevancia de dicho argumento. En
primer lugar, «el consentimiento de toda la humanidad»
no es de ningún modo una condición necesaria de la exis­
tencia del derecho natural. Algunos de los maestros de
derecho natural más reputados han sostenido que, preci­
samente si el derecho natural se considera racional, su
descubrimiento presupone cultivar la razón, por lo que no
podrá ser umversalmente conocido: no se debe siquiera es­
perar conocimiento alguno del derecho natural entre los
salvajes.1 En otros términos, por el hecho de probar que no

i . Véase Platón, República, 4 5 6 b iz -c z , 4 5x37-8 y 4 5 z c 6 -d i; Laches,


i8 4 d i- i8 5 a 3 ; Hobbes, De cive, n , 1 ; Locke, Two Treatises o f Civil Govern­
ment, vol. 11, sec. iz , junto con An Essay on the Human Understanding, vol. 1,
cap. n i. Compárese con Rousseau, Discurso sobre el origen de la desigualdad,
Prefacio; Montesquieu, Espíritu de las leyes, 1, i-x ; también Marsilio, Defen­
sor pacis II, x ii , 8.
42, Capítulo i

existe principio de justicia que no haya sido negado en al­


gún lugar o momento determinado, no se demuestra, sin
embargo, que la negativa en cuestión fuera justificada o ra­
zonable. Además, de siempre es sabido que dependiendo
de la época o del país existen distintas nociones de justicia
predominantes. Resulta, pues, absurdo afirmar que el des­
cubrimiento de un caudal aún mayor de tales nociones por
parte de los estudiosos actuales ha afectado de alguna ma­
nera al problema fundamental. Por encima de todo, el co­
nocimiento de la amplia variedad de nociones de extensión
indefinida sobre el bien y el mal dista tanto de ser incompa­
tible con la idea del derecho natural que constituye la con­
dición esencial para la necesidad de dicha idea: el reconoci­
miento de la variedad de nociones del bien es el incentivo
para la búsqueda del derecho natural. Si el rechazo del de­
recho natural en el nombre de la historia ha de cobrar signi­
ficado alguno, éste no debe basarse en hechos históricos,
sino en una crítica filosófica de la posibilidad, o de la acce­
sibilidad, del derecho natural, una crítica relacionada de
algún modo con la «historia».
La conclusión de la variedad de nociones del bien ante
la inexistencia del derecho natural es tan antigua como la
propia filosofía política. Ésta parece sostener en primer tér­
mino que la variedad de nociones del bien pone de mani­
fiesto la inexistencia del derecho natural o el carácter con­
vencional de todo derecho.2 Denominaremos esta línea de
pensamiento «convencionalismo». A fin de aclarar el signi­
ficado del rechazo actual del derecho natural en el nombre
de la historia, debemos comprender primero la diferencia
existente entre el convencionalismo, por un lado, y ei «sen­
tido histórico» o la «conciencia histórica», por otro, carac­
terística del pensamiento de los siglos x ix y x x .3

z. Aristóteles, Ética a Nicómano, 113 4 0 2 4 -2 7 .


3. El positivismo legal de los siglos x ix y x x no puede identificarse simple-
El derecho natural y su enfoque histórico 43

El convencionalismo daba por sentado que la distinción


entre naturaleza y convención es la principal de todas las
distinciones, lo que implicaba que la naturaleza reviste una
dignidad incomparablemente más elevada que la conven­
ción o el consenso de la sociedad, o que la naturaleza es la
norma. La tesis según la cual el bien y la justicia son con­
vencionales daba a entender que el bien y la justicia no se
basan en la naturaleza, sino que en el fondo se oponen a
ella, y hunden sus raíces en decisiones arbitrarias, explíci­
tas o implícitas, de las comunidades, que no cuentan con
más fundamento que una especie de acuerdo, un acuerdo
que puede llevar a la paz pero no a.la verdad..Por otro lado,
los partidarios de la visión histórica actual tildan de mítica
la premisa según la cual la naturaleza es la norma; recha­
zan la premisa según la cual la naturaleza reviste una digni­
dad más elevada que cualquier obra del hombre. Por el
contrario, conciben al hombre y sus obras, incluyendo sus
distintas nociones de justicia, tan igualmente naturales
como cualquier otra cosa real, o bien defienden un dualis­
mo básico entre el reino de la naturaleza y el reino de la li­
bertad o la historia. En este último caso presuponen que el
mundo del hombre, de la creatividad humana, se sitúa muy
por encima de la naturaleza. Así pues, no consideran las
nociones del bien y el mal como conceptos esencialmente

mente con el convencionalismo o con el historicismo. Parece, sin embargo,


que su fuerza deriva en el fondo de la premisa historicista de aceptación gene­
ralizada (véase en concreto Karl Bergbohm, Jurisprudenz und Rechtsphilo-
sophie, i, Leipzig, 1892., pp. 409 ss.). El severo argumento de Bergbohm en
contra de la posibilidad del derecho natural (a diferencia del argumento que
se limita a mostrar las desastrosas consecuencias del derecho natural para el
orden legal positivo) se basa en la «innegable verdad de que no existe nada
eterno y absoluto salvo aquel a quien el hombre no puede comprender, sino
sólo intuir con espíritu de fe» (p. 4 16 n.), es decir; suponiendo que «los valo­
res en función de los cuales emitimos un juicio crítico sobre el derecho positi­
vo, histórico... no son sino la progenie de su época y se definen siempre como
históricos y relativos» (p. 450 n.).
44 Capítulo i

arbitrarios. En consecuencia, tratan de descubrir sus cau­


sas, de hacer inteligible su variedad y orden de sucesión; al
relacionarlos con actos de libertad, ponen énfasis en la di­
ferencia fundamental entre libertad y arbitrariedad.
¿Qué significado cobra la diferencia entre la visión an­
tigua y la actual? El convencionalismo representa una for­
ma concreta de filosofía clásica. Evidentemente existen
profundas diferencias entre el convencionalismo y la posi­
ción adoptada, por ejemplo, por Platón. Sin embargo, los
adversarios clásicos coinciden en el punto de mayor im­
portancia: ambos admiten que la distinción entre natura­
leza y convención es fundamental, puesto que dicha dis­
tinción está implícita en la idea de filosofía. Filosofar
significa ascender de la caverna a la luz del sol, esto es, a la
verdad. La caverna es el mundo de las opiniones en oposi­
ción al del conocimiento. Las opiniones son en esencia va­
riables. Los hombres no pueden vivir, es decir, no pueden
convivir, si las opiniones no cuentan con la base estable
del consenso social. Pasan a ser entonces opiniones auto­
ritarias, es decir, dogmas públicos o Weltanscbauung.
Filosofar significa, por tanto, ascender del dogma público
al conocimiento esencialmente privado. El dogma públi­
co es en principio un intento inadecuado de responder a la
cuestión de la verdad absoluta o del orden eterno.4 Cual­
quier visión inadecuada del orden eterno es, desde el pun­
to de vista del orden eterno, accidental o arbitraria; debe
su validez no a su verdad intrínseca sino a la convención o
al consenso social. La premisa fundamental del conven­
cionalismo no es, pues, otra que la idea de la filosofía
como medio de comprender lo eterno, una idea que recha­
zan precisamente los adversarios modernos del derecho
natural. A su modo de ver, todo pensamiento humano es
histórico e incapaz, por tanto, de comprender lo eterno.

4. Platón, M inos, 3 14 b 10 - 3 15 b 2.
El derecho natural y su enfoque histórico 45

Mientras que para los clásicos filosofar significa abando­


nar la caverna, para nuestros contemporáneos toda forma
de filosofía pertenece en esencia a un «mundo histórico»,
«cultura», «civilización» o Weltanschauung, es decir, a lo
que Platón llamó en su día la caverna- Denominaremos
esta visión «historicismo».
Anteriormente hemos señalado que el rechazo actual
del derecho natural en el nombre de la historia se basa, no
en hechos históricos, sino en una crítica filosófica de la
posibilidad o la accesibilidad del derecho natural. Ahora
observamos que la crítica filosófica en cuestión no supone
una crítica del derecho natural en particular o de los prin­
cipios morales en general, sino que se trata en realidad de
una crítica del pensamiento humano como tal. No obs­
tante, la crítica del derecho natural desempeñó un papel
crucial en la formación del historicismo.
El historicismo surgió en el siglo x ix bajo la protección
de la creencia según la cual es posible llegar al conoci­
miento, o al menos a la intuición, de lo eterno. Sin embar­
go, dicha doctrina fue minando poco a poco la creencia
que había abrigado en sus orígenes. De repente, irrumpió
en nuestras vidas en su forma consolidada. El génesis del
historicismo se entiende de modo inadecuado. En el esta­
do actual de nuestro conocimiento es difícil determinar en
qué punto del desarrollo contemporáneo se produjo la
ruptura definitiva con el enfoque «no histórico» que pre­
valeció en toda comente filosófica anterior. En pos de una
orientación sumaria resulta conveniente tomar como pun­
to de partida el momento en el que el movimiento antes
subterráneo emergió a la superficie y comenzó a dominar
las ciencias sociales a plena luz del día. Ese momento mar­
có la aparición de la escuela histórica.
Los pensamientos que guiaron a la escuela histórica
distaban mucho de tener un carácter puramente teórico.
La escuela histórica surgió en reacción a la Revolución
46 Capítulo i

francesa y a las doctrinas del derecho natural que habían


impulsado tal cataclismo. Con su oposición a la violenta
ruptura con el pasado, la escuela histórica hacía hincapié
en lo acertado y necesario de conservar y continuar con el
orden tradicional, lo que podría haberse hecho sin re­
currir a una crítica del derecho natural como tal. A decir
verdad, el derecho natural premoderno no sancionaba
el peligroso llamamiento del orden establecido, o de la
realidad del momento, al orden racional o natural. Con
todo, los fundadores de la escuela histórica parecían ha­
berse percatado de alguna manera de que la aceptación de
unos principios universales o abstractos, cualesquiera que
éstos sean, produce necesariamente un efecto revolucio­
nario, inquietante y perturbador por lo que al pensamien­
to se refiere, y que dicho efecto es completamente inde­
pendiente de que los principios en cuestión sancionen, en
términos generales, una línea de acción conservadora o
revolucionaria. Esto es así porque el reconocimiento de
los principios universales obliga al hombre a juzgar el or­
den establecido, o la realidad del momento, a la luz del
orden racional o natural; y la realidad del momento es
más verosímil que no cumplir la norma universal e inalte­
rable.5 El reconocimiento de los principios universales
tiende, pues, a impedir que los hombres se idenfiquen al
cien por cien con el orden social que el destino les depa­
ra, o que lo acepten. Tiende a alinearlos de su lugar en la
tierra, a hacerlos extraños, incluso en la propia tierra.
Al negar la trascendencia, cuando n.o la existencia, de
las normas universales, los eminentes conservadores que
fundaron la escuela histórica no hacían sino continuar e
incluso agudizar el esfuerzo revolucionario de sus contrin­

5. « ... [les] imperfections [des États], s’ils en ont, comme la seuie diversité,
qui est entre eux suffit pour assurer que plusieurs en ont...» (Descartes, Dis­
curso del método, Parte 11).
El derecho natural y su enfoque histórico 47

cantes. Dicho esfuerzo se inspiraba en una noción determi­


nada de lo natural y se dirigía tanto contra lo antinatural o
convencional como contra lo supranatural o espiritual. El
individuo humano debía ser liberado o liberarse a sí mis­
mo de modo que pudiera perseguir no sólo su felicidad
sino su propia versión de la felicidad. Esto significaba, no
obstante, el establecimiento de un fin uniforme y universal
para todos los hombres: el derecho natural de cada indivi­
duo era un derecho que pertenecía por igual a todo hom­
bre como tal. Sin embargo, la uniformidad se consideraba
antinatural y, por tanto, injusta. Resultaba a todas luces
imposible individualizar los derechos en plena concordan­
cia con la diversidad natural de los individuos. La única
clase de derechos que no resultaban incompatibles con la
vida social ni uniformes eran los «históricos»: los derechos
de los ingleses, por ejemplo, en contraposición a los dere­
chos del hombre. La variedad local y temporal parecía
proporcionar un terreno firme y seguro a mitad de camino
entre el individualismo social y la universalidad antinatu­
ral. La escuela histórica no descubrió la variedad local y
temporal de nociones de justicia: no es preciso descubrir lo
obvio. A lo sumo se puede decir que descubrió el valor, el
encanto, la esencia de lo local y lo temporal o que descu­
brió la superioridad de lo local y lo temporal frente a lo
universal. Sería más prudente decir que, radicalizando la
tendencia de pensadores como Rousseau, la escuela histó­
rica sostenía que lo local y lo temporal tenían un valor más
elevado que lo universal. En consecuencia, lo que se consiL
deraba universal se presentaba al fin y al cabo como derh.
vado de algo limitado local y temporalmente, como lo lo­
cal y lo temporal in statu evanescendi. La doctrina estoica
sobre el derecho natural, por ejemplo, bien podía aparecer
como un mero reflejo de un estado temporal concreto de
una sociedad local determinada, en su caso, de la disolu­
ción de la polis griega.
48 Capítulo i

El esfuerzo de los revolucionistas se dirigió contra toda


espiritualidad o trascendencia.6 La trascendencia no es un
privilegio de la religión revelada. En el significado original
de la filosofía política adquiría gran revelancia al darse a
entender como la búsqueda del orden natural o del mejor
orden político. El mejor régimen, tal y como Platón y
Aristóteles lo veían, es - y pretende ser- en gran parte dis­
tinto de la realidad del momento o va más allá de cual­
quier orden real. Esta visión de la trascendendia del mejor
orden político sufrió una profunda modificación por el
modo en el que se entendía el «progreso» en el siglo x v i i i ,
si bien aún se mantuvo dentro de esa noción propia de
aquel siglo. Por otra parte, los teóricos de la Revolución
francesa no podrían haber condenado todos o casi todos
los órdenes sociales que habían existido a lo largo de la
historia. Al negar la trascendencia -cuando no la existen­
cia- de las normas universales, la escuela histórica destru­
yó la única base sólida de todo esfuerzo por trascender la
realidad. El historicismo puede describirse, por tanto,
como una forma mucho más extrema de terrenidad mo­
derna de lo que había sido el radicalismo francés del siglo
x v i i i . De hecho, obraba como si pretendiera que los
hombres se familiarizasen completamente con «este mun­
do». Habida cuenta de que los principios universales
hacen cuando menos de la mayoría de los hombres seres
potencialmente sin hogar, desestimaba los principios
universales en favor de los principios históricos. A su jui­
cio, mediante la comprensión de su pasado, su legado y su

6. En cuanto a la tensión existente entre el interés por la historia de la especie


humana y el interés por la vida más allá de la muerte, véase la proposición 9
de Kant, «Idea for a Universal History with Cosmopolitan Intent» (The Pbi-
losophy o fK an t, ed. C. J. Friedrich, Modern Library, p. 130). Véase también
la tesis de Herder, de influencia consabida en el pensamiento histórico del si­
glo x ix , con «los cinco actos están en esta vida» (véase M . Mendelssohn, Ge-
sammelte Schriften, Jubiláums-Ausgabe, III, I, pp. x x x -x x x u ) .
El derecho natural y su enfoque histórico 49

situación histórica, los hombres podrían alcanzar princi­


pios que serían tan objetivos como pretendían ser aque­
llos que había defendido la anterior filosofía política
prehistoricista, con la diferencia de que no serían abstrac­
tos ni universales, ni por tanto perjudiciales para las ac­
ciones sensatas o para una vida verdaderamente humana,
sino concretos o particulares, principios que se adaptarían
a una época o nación determinada, principios relaciona­
dos con una época o nación determinada.
En su intento por descubrir valores que, además de ob­
jetivos, estuvieran relacionados con una situación históri­
ca en particular, la escuela histórica asignó a los estudios
históricos una importancia mucho mayor de la que nunca
antes habían tenido. Sin embargo, su noción de lo que se
podía esperar de dichos estudios no era el resultado de los
estudios históricos en sí sino de los supuestos procedentes
directa o indirectamente de la doctrina del derecho natu­
ral del siglo x v i i i . La escuela histórica presuponía la exis­
tencia de mentalidades populares, es decir, daba por sen­
tado que las naciones o los grupos étnicos son unidades
naturales, o presuponía la existencia de leyes generales de
la evolución histórica, o bien combinaba ambos supues­
tos. No tardó en hacerse patente que existía un conflicto
entre los supuestos que habían dado un impulso decisivo
a los estudios históricos y los resultados, así como las ne­
cesidades, de una auténtica comprensión histórica. En el
momento en el que se abandonaron tales postulados, la
etapa inicial del historicismo llegó a su fin.
El historicismo pasó entonces a entenderse como una
forma concreta de positivismo, esto es, de la escuela que
sostenía que la teología y la metafísica habían sido su­
plantadas definitivamente por la ciencia positiva o que
identificaba el conocimiento auténtico de la realidad con
el conocimiento- que proporcionaban las ciencias empí­
ricas. El positivismo propiamente dicho había definido
50 Capítulo i

«empírico» en los términos de los procedimientos de las


ciencias naturales. No obstante, existía un contraste in­
dudable entre el modo en que el positivismo propiamen­
te dicho trataba los temas históricos y el modo en que
los trataban los historiadores guiados realmente por los
procedimientos empíricos. Era precisamente en los intere­
ses del conocimiento empírico donde se hacía preciso in­
sistir en que los métodos de la ciencia natural no se consi­
deraran aptos para los estudios históricos. Además, lo que
la sociología y la psicología «científica» tuvieran que de­
cir sobre el hombre demostraba ser trivial y pobre en com­
paración con lo que podía aprenderse de los grandes his­
toriadores. Dicho razonamiento llevó a pensar que la
historia proporcionaba el único conocimiento empírico
-y por tanto el único con fundamento- de la verdadera
esencia del hombre, del hombre como tal: de su grandeza
y su miseria. Dado que todo fin humano parte del hom­
bre y regresa a él, el estudio empírico de la humanidad
podía verse justificado al otorgarse una dignidad más ele­
vada que cualquier otro estudio de la realidad. La histo­
ria, desvinculada ésta de todo postulado equívoco o meta-
físico, se convirtió en la autoridad suprema.
No obstante, la historia demostró su absoluta incapaci­
dad para mantener la promesa que había sostenido la es­
cuela histórica. La escuela histórica había logrado des­
acreditar los principios universales o abstractos, con la
defensa de los estudios históricos como medio revelador
de valores particulares o concretos, pero, aun así, el histo­
riador imparcial hubo de confesar su falta de aptitud para
inferir norma alguna de la historia: ya no quedaban nor­
mas objetivas. La escuela histórica había ocultado el he­
cho de que los valores particulares o históricos podrían
cobrar autoridad únicamente en caso de que un principio
universal impusiera la obligación al individuo de aceptar
o de plegarse a los valores sugeridos por la tradición o la
El derecho natural y su enfoque histórico 51

situación que le hubiera moldeado. Sin embargo, ningún


principio universal sancionaría nunca la aceptación de
todo valor histórico o de toda causa victoriosa: someterse
a la tradición o apuntarse a «la ola del futuro» no es en
absoluto mejor - a decir verdad, nunca lo es- que quemar
lo que uno ha venerado u oponerse al «curso de la histo­
ria». En consecuencia, todo valor sugerido por la historia
como tal demostró ser en esencia ambiguo y, por tanto,
indigno de ser considerado como valor propiamente di­
cho. Para el historiador imparcial, «el proceso histórico»
se revelaba como una red sin sentido tejida por lo que los
hombres hacían, producían y pensaban -tan sólo por
pura casualidad-, una historia contada por un idiota. Los
valores históricos, valores provocados por este proceso
sin sentido, no podían reclamar por más tiempo su santifi­
cación por parte de los poderes sagrados tras ese proceso.
Los únicos valores que no sucumbieron fueron los que po­
seían un carácter puramente subjetivo, valores que no
contaban con más apoyo que el libre albedrío del indivi­
duo. Ningún criterio objetivo daría pie en lo sucesivo a la
distinción entre buenas y malas elecciones. El historicismo
culminó en el nihilismo. El intento por hacer que los hom­
bres se familiarizasen completamente con este mundo fi­
nalizó en el desamparo absoluto del ser humano.
La idea de que «el proceso histórico» es una red sin
sentido o de que no existe tal cosa como el «proceso his­
tórico» no es nueva. Se trataba básicamente de la visión
clásica, la cual, a pesar de granjearse una oposición consi­
derable por parte de distintos sectores, conservaba aún su
fuerza en el siglo x v i i i . La consecuencia nihilista del his­
toricismo pudo haber desembocado en un regreso a la an­
tigua visión prehistoricista. Pero el rotundo fracaso de la
pretensión práctica del historicismo, según la cual se po­
día reconducir la vida con una orientación mucho mejor
y más firme que la que en el pasado había ofrecido el pen­
52 Capítulo i

samiento prehistoricista, no destruyó el prestigio de la su­


puesta revelación teórica debida al historicismo. El am­
biente creado por el historicismo y por su fracaso en la
práctica fue interpretado como la experiencia inaudita de
la situación reai del hombre como tal, una situación que
en el pasado el propio hombre se había ocultado a sí mis­
mo con su creencia en principios universales e inmuta­
bles. En contraposición a la visión anterior, los historicis-
tas seguían atribuyendo una importancia crucial a la
visión del hombre derivada de los estudios históricos, que
como tales se ocupan particular y primordialmente no de
lo permanente ni lo universal sino de lo variable y lo úni­
co. La historia como tal parece presentarnos el patético
espectáculo de una vergonzosa variedad de pensamientos
y creencias y, ante todo, la extinción de todo pensamiento
o creencia defendido alguna vez por los hombres. Parece
mostrar que todo pensamiento humano es dependiente de
contextos históricos únicos que son precedidos por con­
textos más o menos diferentes y que se distinguen de sus
antecedentes de un modo básicamente imprevisible. Los
cimientos del pensamiento humano reposan sobre una
base de experiencias y decisiones imprevisibles. Habida
cuenta de que todo pensamiento humano responde a una
situación histórica determinada, todo pensamiento hu­
mano está abocado a perecer con la situación a la que
responde y a ser suplantado por pensamientos nuevos e
imprevisibles.
La argumentación historicista se jacta hoy de contar
con un amplio apoyo de los hechos históricos, o incluso
de expresar un hecho evidente. No obstante, de ser este
hecho tan evidente, cuesta entender como pudo haber es­
capado a la atención de los pensadores más destacados
del pasado. En cuanto a los hechos históricos, resulta a to­
das luces insuficiente para sostener la argumentación his-
toricista. La historia nos enseña que una visión determi­
El derecho natural y su enfoque histórico 53

nada se abandona en favor de otra visión por parte de to­


dos los hombres, o de todos los hombres competentes, o
quizá sólo por parte de los hombres más relevantes; no
nos enseña a discernir si se trata de un cambio razonable o
si la visión rechazada merecía serlo. Sólo un análisis im­
parcial de la visión en cuestión -un análisis que no quede
deslumbrado por la victoria o paralizado por la derrota
de los partidarios de la visión analizada- podría enseñar­
nos algo relativo al valor de dicha visión y, por tanto, rela­
tivo al significado del cambio histórico. Si la doctrina his-
toricista pretende tener cierta solidez, no debe basarse en
la historia sino en la filosofía, en un análisis filosófico que
demuestre que todo pensamiento humano depende, en de­
finitiva, de un sino oscuro y veleidoso y no de principios
manifiestos que resulten accesibles para el hombre como
tal. El estrato primordial del análisis filosófico se basa en
una «crítica de la razón» que supuestamente demuestre la
imposibilidad de la metafísica teórica y de la ética filosófi­
ca o del derecho natural. Una vez que pueda darse por
sentado que todas las visiones metafísicas y éticas son en
rigor insostenibles, es decir, insostenibles en cuanto a su
pretensión de definirse como verdaderas sin más, su des­
tino histórico no será sino el merecido. Resulta pues ad­
misible, aunque no demasiado importante, proceder a re­
lacionar el predominio, en distintos momentos de la
historia, de distintas visiones éticas o metafísicas con las
épocas en las que se mantuvieron vigentes, lo que sigue sin
alterar, no obstante, la autoridad de las ciencias positivas.
El segundo estrato del análisis filosófico que subyace bajo
el historicismo es la prueba de que las ciencias positivas
sirven de base a los fundamentos metafísicos.
Tomada por sí sola, esta crítica filosófica del pensa­
miento científico y filosófico -una continuación de los es­
fuerzos de Hume y Kant- desembocaría en el escepticis­
mo. Pero el escepticismo y el historicismo son dos cosas
54 Capítulo i

completamente diferentes. El escepticismo se considera en


principio contemporáneo al pensamiento humano, mien­
tras que el historicismo se considera perteneciente a una
situación histórica determinada. Para los escépticos, toda
afirmación es incierta y, por tanto, arbitraria en esencia;
para los historicistas, en cambio, las afirmaciones que im­
peran en distintas épocas y en distintas civilizaciones dis­
tan mucho de ser arbitrarias. El historicismo deriva de
una tradición no escéptica, aquella tradición moderna que
trató de definir los límites del conocimiento humano y
que, por ello, admitió que el conocimiento auténtico es
posible, dentro de ciertos límites. A diferencia de todo es­
cepticismo, el historicismo se basa, aunque sólo sea en
parte, en una crítica del pensamiento humano que preten­
de articular lo que se conoce como «la experiencia de la
historia».
Ningún hombre competente de nuestra época conside­
raría verdadera sin más la doctrina completa de un pensa­
dor del pasado, cualquiera que éste fuese. La experiencia
ha demostrado en todos los casos que el impulsor de la
doctrina daba por sentado cosas que no debería haber
dado o que desconocía ciertos hechos o posibilidades que
fueron descubiertas en una época posterior. Hasta ahora
no ha existido pensamiento alguno que no haya necesita­
do someterse a revisiones radicales o que no haya resul­
tado incompleto o limitado en aspectos cruciales. Ade­
más, si consideramos el pasado, observamos en principio
que todo progreso del pensamiento en una dirección se
producía a costa de un retroceso del pensamiento en otro
aspecto: cuando una limitación determinada se superaba
gracias a un avance del pensamiento, ciertas consideracio­
nes importantes en el pasado sucumbían al olvido como
consecuencia de dicho avance. Así pues, lo que se produ­
cía generalmente no era un avance, sino un mero cambio
de una clase de limitación a otra. Observamos, en definiti­
El derecho natural y su enfoque histórico 55

va, que las limitaciones más relevantes del pensamiento


pasado eran de tal índole que los pensadores de la época
no tenían posibilidad alguna de superarlas; sin mencionar
otras consideraciones, todo esfuerzo de pensamiento diri­
gido a superar ciertas limitaciones conduce a su vez a la
ceguera en otros aspectos. Resulta lógico suponer que lo
que ha ocurrido siempre hasta ahora sucederá una y otra
vez en el futuro. El pensamiento humano se encuentra li­
mitado en sí de tal forma que sus limitaciones varían de
una situación histórica a otra y que no hay esfuerzo hu­
mano que consiga superar la limitación propia del pensa­
miento de una época determinada. Siempre se han dado, y
siempre se darán, cambios de perspectiva sorprendentes
y completamente inesperados que logran modificar de
forma radical el significado de todo conocimiento adqui­
rido en el pasado. Ningún punto de vista del todo, y en
concreto de la vida humana en su totalidad, puede atri­
buirse el título de definitivo o de valor universal. Toda
doctrina, aunque parezca definitiva, se verá suplantada
tarde o temprano por otra doctrina. No existe razón algu­
na para dudar de que los pensadores del pasado se plante­
aban reflexiones que son y seguirán siendo completamen­
te inaccesibles para nosotros, por mucho interés que
pongamos en el estudio de sus obras, puesto que nuestras
limitaciones nos impiden siquiera suponer la posibilidad
de las reflexiones en cuestión. Dado que las limitaciones
del pensamiento humano son en esencia insondables, no
tiene sentido alguno concebirlas en términos de condicio­
nes sociales y económicas, entre otras, es decir, en térmi­
nos de fenómenos conocibles o analizables: las limitacio­
nes del pensamiento humano las depara el destino.
El argumento historicista tiene cierta credibilidad que
puede explicarse fácilmente por la preponderancia del
dogmatismo en el pasado. No podemos olvidar la protes­
ta de Voltaire: «Nous avons des bacheliers qui savent tout
Capítulo i

ce que ces grands hommes ignoraient».7 Aparte de esto,


muchos pensadores de primer orden han pronunciado
doctrinas globales que a su juicio resultaban definitivas en
todos los aspectos de importancia capital, doctrinas que
siempre han demostrado la necesidad de someterse a una
revisión radical. Debemos, pues, acoger el historicismo
como un aliado en nuestra lucha contra el dogmatismo.
No obstante, el dogmatismo - o la tendencia a «identificar
el fin de nuestro razonamiento con el punto donde el can­
sancio nos hace desistir de seguir pensando»-8 es tan pro­
pio del hombre que difícilmente quedará reducido a un
dominio del pasado. Nos vemos obligados a sospechar
que el historicismo es la apariencia que le gusta adoptar al
dogmatismo en nuestra época. Nos parece que lo que se
conoce como la «experiencia de la historia» es una pano­
rámica a vista de pájaro de la historia del pensamiento,
puesto que dicha historia se veía bajo la influencia con­
junta de la creencia en el progreso necesario (o en la impo­
sibilidad de regresar al pensamiento del pasado) y de la
creencia en el valor supremo de la diversidad y la unicidad
(o de un mismo derecho en todas las épocas y civilizacio­
nes). Si bien el historicismo radical no parece precisar ya
de dichas creencias, nunca ha llegado a plantearse si la
«experiencia» a la que se refiere no es resultado de tales
creencias cuestionables.
Cuando se habla de la «experiencia» de la historia,
se supone que dicha «experiencia» es una percepción de
conjunto que surge del pensamiento histórico pero que no
puede reducirse a éste, puesto que el pensamiento históri­
co resulta siempre sumamente fragmentario y con fre­
cuencia muy incierto, mientras que la supuesta experien­
cia es, al parecer, global y cierta. Con todo, difícilmente

7. «Ame», Dictionnaire philosophique, ed. J. Benda, 1, p. 19.


8. Véase ia carta de Lessing a Mendelssohn del 9 de enero de 1 7 7 1 .
El derecho natural y su enfoque histórico 57

puede dudarse que la supuesta experiencia se base en defi­


nitiva en una serie de observaciones históricas. La cues­
tión, por tanto, reside en dilucidar si dichas observaciones
autorizan a uno a afirmar que la adquisición de nuevas
percepciones relevantes conduce forzosamente al olvido
de las anteriores y que los pensadores del pasado no po­
dían tener en cuenta de ninguna manera posibilidades
fundamentales que llegarían a convertirse en el centro de
atención en épocas posteriores. Resulta a todas luces falso
decir, por ejemplo, que Aristóteles no se podría haber
imaginado la injusticia de la esclavitud, puesto que sí lo
hizo. Sin embargo, es posible afirmar que no se podría ha­
ber imaginado un estado mundial. La razón para ello es
que el estado mundial presupone un desarrollo tecnológi­
co que Aristóteles nunca podría haber concebido. Dicho
desarrollo tecnológico requeriría a su vez que la ciencia se
considerara fundamentalmente como una actividad al ser­
vicio de la «conquista de la naturaleza» y que la tecnolo­
gía se emancipara de toda clase de supervisión moral o
política. Aristóteles no podía concebir un estado mundial
porque tenía la certeza absoluta de que la ciencia es esen­
cialmente teórica y la liberación de la tecnología del con­
trol moral y político generaría consecuencias desastrosas:
la fusión de la ciencia y las artes con el progreso ilimitado
e incontrolado de la tecnología ha hecho de la tiranía uni­
versal y perpetua una grave amenaza. Sólo un hombre im­
prudente osaría decir que la visión de Aristóteles -esto es,
sus respuestas a las preguntas de si la ciencia es o no esen­
cialmente teórica o de si el progreso tecnológico necesita o
no un estricto control moral o político - se ha visto refuta­
da. Pero se piense lo que se piense acerca de sus respues­
tas, lo cierto es que las cuestiones fundamentales a las que
responde son idénticas a las cuestiones fundamentales
que suscitan de inmediato nuestro interés hoy en día. Al
darnos cuenta de ello, comprendemos al mismo tiempo
58 Capítulo i

que la época en la que las cuestiones fundamentales de


Aristóteles se tachaban de obsoletas acusaba una falta total
de claridad acerca de cuáles eran los temas fundamentales.
Lejos de legitimizar la inferencia historicista, la historia
parece más bien demostrar que todo pensamiento huma­
no, y por descontado todo pensamiento filosófico, se inte­
resa por los mismos temas o problemas fundamentales, y
que por tanto existe un marco inmutable que persiste en
todos los cambios del conocimiento humano tanto sobre
los hechos como sobre los principios. Dicha inferencia es
obviamente compatible con el hecho de que la claridad
con relación a estos problemas, la aproximación a los
mismos y las soluciones sugeridas al respecto varían más
o menos dependiendo del pensador o de la época. Si los
problemas fundamentales persisten en todo cambio histó­
rico, el pensamiento humano es capaz de superar su limi­
tación histórica o de traspasar las fronteras de lo históri­
co. Este sería el caso incluso si fuera verdad que todos los
intentos por solucionar estos problemas están llamados al
fracaso debido a la «historicidad» de «todo» pensamiento
humano.
Dejar las cosas así equivaldría a reconocer la imposibi­
lidad del derecho natural. No puede existir el derecho na­
tural si todo lo que el hombre pudiera saber sobre el bien
fuera el problema del bien, o si la cuestión de los princi­
pios de justicia admitiera una variedad de respuestas que
se excluyen mutuamente, de las cuales ninguna podría de­
mostrar ser superior a las demás. No puede existir el dere­
cho natural si el pensamiento humano, a pesar de su esta­
do esencialmente incompleto, no es capaz de resolver el
problema de los principios de justicia de un modo auténti­
co y, por tanto, universal. Dicho en términos más genera­
les, no puede existir el derecho natural si el pensamiento
humano no es capaz de adquirir un conocimiento auténti­
co y umversalmente válido y definitivo dentro de un ám­
El derecho natural y su enfoque histórico 59

bito limitado o un conocimiento auténtico acerca de unos


temas determinados. El historicismo no puede negar esta
posibilidad, pues su propia pretensión implica la acepta­
ción de la misma. Al afirmar que todo pensamiento hu­
mano, o al menos todo pensamiento humano relevante, es
histórico, el historicismo admite que el pensamiento hu­
mano es capaz de adquirir una percepción de mayor im­
portancia que sea umversalmente válida y que no se verá
afectada por ninguna sorpresa futura. La tesis historicista
no es una argumentación aislada, pues resulta inseparable
de la visión de la estructura esencial de la vida humana.
Esta visión tiene el mismo carácter o la misma pretensión
transhistórica que cualquier doctrina sobre el derecho na­
tural.
La tesis histórica se ve expuesta entonces a una dificul­
tad patente que no puede resolverse sino sólo evadirse u
ocultarse por medio de consideraciones de carácter más
sutil. El historicismo afirma que toda creencia o pensa­
miento humano es histórico, y por ello está merecidamen­
te llamado a perecer. Sin embargo, el historicismo en sí es
un pensamiento humano, por lo tanto, sólo puede poseer
una vigencia temporal, o dicho en otros términos, no pue­
de considerarse verdadero sin más. Sostener la tesis histo­
ricista significa ponerla en duda y, por tanto, superarla.
A decir verdad, el historicismo se atribuye el logro de haber
sacado a la luz una verdad que ha resultado ser duradera,
una verdad válida para toda línea de pensamiento, para
todas las épocas: por mucho que haya cambiado y cambie
el pensamiento, nunca dejará de ser histórico. Por lo que
se refiere a la visión decisiva sobre el carácter esencial del
pensamiento humano y, con ello, sobre el carácter esencial
o la limitación de la humanidad, la historia ha llegado a su
fin. El historicista no se perturba ante la posibilidad de
que el historicismo se vea sustituido en un momento dado
por la negativa del historicismo. Tiene la certeza de que
6o Capítulo i

tal cambio significaría una recaída del pensamiento hu­


mano en su engaño más convincente. El historicismo se
alimenta del hecho de caer en la incongruencia de eximir­
se de su propio veredicto sobre todo pensamiento huma­
no. La tesis historicista se contradice a sí misma o resulta
absurda. No podemos ver el carácter histórico de «todo»
pensamiento -es decir, de todo pensamiento con la salve­
dad de la visión historicista y sus implicaciones- sin tras­
cender de la historia, sin traspasar las fronteras de lo his­
tórico.
Si identificamos todo pensamiento que sea radicalmente
histórico con una «visión global del mundo» o con una
parte de dicha visión, diremos entonces que el historicismo
no es en sí una visión global del mundo sino un análisis de
todas las visiones globales del mundo, una explicación del
carácter esencial de todas esas visiones. El pensamiento
que reconoce la relatividad de todas las visiones globales
posee un carácter distinto al pensamiento que se encuentra
dominado por una visión global, o que la ha adoptado. El
primero se define como absoluto y neutral, el último como
relativo y sometido. El primero constituye una visión teó­
rica que traspasa los límites de la Historia, el último es el re­
sultado de una designio fatídico.
El historicista radical se niega a admitir el carácter
transhistórico de la tesis historicista, al tiempo que reco­
noce lo absurdo del historicismo incondicional en su cali­
dad de tesis teórica. Rechaza, por tanto, la posibilidad de
un análisis teórico u objetivo -que como tal sería transhis­
tórico- sobre las diversas visiones globales o los distintos
«mundos históricos» o «culturas». Dicho rechazo tuvo su
origen de modo decisivo en el ataque de Nietzsche hacia el
historicismo decimonónico, que se definía como una vi­
sión teórica. De acuerdo con Nietzsche, el análisis teórico
de la vida humana que advierte la relatividad de todas las
visiones globales y, en consecuencia, las desestima haría
El derecho natural y su enfoque histórico 61

de la vida humana algo imposible, puesto que destruiría la


atmósfera protectora que posibita el desarrollo de la vida,
la cultura o la actividad por sí sola. Además, dado que el
análisis teórico se basa en un terreno externo a la vida,
nunca será capaz de entenderla. El análisis teórico de la
vida es evasivo y funesto para con el compromiso, cuando
la vida significa precisamente compromiso. Para evitar el
peligro de la vida, Nietzsche podía elegir entre dos opcio­
nes: insistir en el carácter estrictamente esotérico del aná­
lisis teórico de la vida -es decir, recuperar la noción plató­
nica del engaño noble- o bien negar la posibilidad de la
teoría propiamente dicha y, por tanto, concebir el pensa­
miento como algo supeditado o dependiente de la vida o
el destino. Si no el propio Nietzsche, sus discípulos acaba­
ron decantándose por la segunda alternativa.9
La tesis del historicismo radical puede formularse de la
siguiente manera. Todo entendimiento o conocimiento,
aunque limitado y «científico», presupone un marco de
referencia, esto es, un horizonte, una visión global dentro
de la cual se produzca el entendimiento y el conocimiento.
Únicamente una visión global permite desarrollar la capa­
cidad de observación, de orientación. La visión global del
todo no puede ser validada por la razón, pues constituye
la base de todo razonamiento. Así pues, existe una varie­
dad de visiones globales, tan legítimas unas como las
otras, entre las cuales debemos decantarnos por una sin
valernos de la razón. Es absolutamente necesario elegir
una de ellas; no se contempla la neutralidad o la suspen­

dí. Para entender esta opción, debe tenerse en cuenta su relación con la afini­
dad de Nietzsche con «Calicles», por un lado, y su preferencia por la «vida
trágica» a la vida teórica, por otro (véase Platón, Gorgias, 4 8 id , 502b ss., y
Las leyes, 65802.-5; compárese con Nietzsche, Vom Nutzen und Nachteil der
Historie für das Leben, Insel-Bücherei, p. 73). Este pasaje revela con claridad
la significación del hecho de que Nietzsche adoptara lo que se podía conside­
rar la premisa fundamental de la escuela histórica.
6z Capítulo i

sión de juicio. Nuestra elección no cuenta con más apoyo


que ella misma, ni con el respaldo de ninguna certeza teó­
rica u objetiva; tan sólo nuestra propia elección la separa
de la nada, la ausencia total de significado. En rigor, no
podemos elegir entre distintas visiones. El destino nos im­
pone una sola visión global: el horizonte en el cual se des­
arrolla todo entendimiento y orientación viene marcado
por el destino del individuo o de su sociedad. Todo pensa­
miento humano depende del destino, de algo que el pen­
samiento no puede dominar y a cuyas obras no puede an­
ticiparse. Con todo, el apoyo del horizonte que marca el
destino representa, en definitiva, la elección del individuo,
habida cuenta de que éste debe acabar aceptando dicho
destino. Somos libres en el sentido de que tenemos liber­
tad para elegir entre sufrir la visión del mundo y los valo­
res que nos vienen impuestos por designio del destino o
bien entregarnos a una seguridad ilusoria o caer en la de­
sesperación.
El historicista radical sostiene, por tanto, que un pen­
samiento comprometido o «histórico» en sí sólo se revela
a otro pensamiento comprometido o «histórico» en sí y,
ante todo, que el verdadero significado de la «historici­
dad» de todo pensamiento genuino sólo se revela al pen­
samiento comprometido o «histórico» en sí. La tesis his­
toricista expresa una experiencia fundamental que, por su
naturaleza, es incapaz de expresarse de manera apropiada
en el nivel del pensamiento no comprometido o imparcial.
Es posible que los hechos que prueban dicha experiencia
no parezcan demasiado claros, pero no pueden ser des­
truidos arguyendo las inevitables dificultades que por
lógica sufren todas las expresiones de tales experiencias.
Con una visión de su experiencia fundamental, el histori­
cista radical niega que el carácter definitivo y, en este sen­
tido, transhistórico de la tesis historicista suscite dudas
sobre el contenido de dicha tesis. La percepción definitiva
El derecho natural y su enfoque histórico 63

e irrevocable del carácter histórico de todo pensamiento


trascendería de la historia sólo en caso de que dicha per­
cepción fuera accesible para el hombre como tal y, por
tanto, en principio, en cualquier época. Sin embargo, si
responde a una situación histórica determinada no tras­
ciende de la historia, y así sucede en este caso: la situación
no es meramente la condición de la percepción historicista
sino su origen.10
Toda doctrina sobre el derecho natural sostiene que los
fundamentos de la justicia son, en principio, accesibles
para el hombre como tal. Se supone, por tanto, que una
verdad de importancia capital puede ser, en principio, ac­
cesible para el hombre como tal. Al negar dicho postula­
do, el historicismo radical afirma que la percepción básica
de la limitación esencial de todo pensamiento humano no
es accesible para el hombre como tal, o bien que no es el
resultado del progreso o de la labor del pensamiento hu­
mano, sino un don imprevisible del insondable destino. Al
destino se debe que la dependencia esencial del destino
por parte del pensamiento se descubra hoy y no en tiem­
pos pasados. El historicismo coincide en este sentido con
cualquier otra línea de pensamiento, pues también depen­
de del destino; sin embargo, se distingue en que, gracias al
destino, ha puesto de manifiesto la dependencia del desti­
no por parte del pensamiento. Ignoramos por completo
las sorpresas que nos deparará el destino en las generacio­
nes venideras; tal vez nos oculte de nuevo lo que nos reve­
ló en su día, si bien esto no debilitará la verdad de dicha
revelación. No es preciso traspasar los límites de la histo­
ria para percatarse del carácter histórico de todo pensa­
miento: existe un momento privilegiado, un momento ab­

10 . La diferencia entre «condición» y «origen» corresponde a la distinción


que Aristóteles establece en el primer volumen de Metafísica entre la «histo­
ria» de la filosofía y la historia historicista.
64 Capítulo i

soluto en- el proceso histórico, un momento en el que el ca­


rácter esencial de todo pensamiento adquiere transparen­
cia. Al eximirse de su propio veredicto, el historicismo se
presenta como un mero reflejo del carácter de la realidad
histórica o como una constatación de los hechos; el carác­
ter contradictorio de la tesis historicista no debería atri­
buirse al historicismo, sino a la realidad.
La asunción de un momento absoluto en la historia
resulta esencial para el historicismo. Con ello, dicha
comente sigue subrepticiamente el precedente establecido
por Hegel en términos clásicos. En su doctrina Hegel pos­
tula que toda filosofía es la expresión conceptual del espí­
ritu de su época, si bien defiende la verdad absoluta de su
propio sistema filosófico atribuyendo un carácter absolu­
to a su época; Hegel daba por sentado que su época repre­
sentaba el fin de la historia y, por tanto, el momento abso­
luto. El historicismo niega explícitamente que el fin de la
historia haya llegado, si bien implícitamente afirma lo
contrario: ningún cambio de orientación futuro podrá po­
ner en duda de forma legítima la visión crucial de la inelu­
dible dependencia del destino por parte del pensamiento
y, con ello, del carácter esencial de la vida humana; desde
un punto de vista concluyente, ha llegado el final de la his­
toria -esto es, de la historia del pensamiento. No obstan­
te, uno no puede limitarse a dar por sentado que vive o
piensa en el momento absoluto, sino que debe mostrar la
manera en la que el momento absoluto puede reconocerse
como tal. Según Hegel, el momento absoluto es aquel en
el que la filosofía, o la búsqueda del conocimiento, se
transforma en conocimiento, es decir, el momento en el
que se resuelven por completo los enigmas fundamenta­
les. El historicismo, sin embargo, se defiende o se rebate
con la negación de la posibilidad de la metafísica teórica
y de la ética filosófica o el derecho natural, con la nega­
ción de la solubilidad de los enigmas fundamentales. Se­
El derecho natural y su enfoque histórico 65

gún el historicismo, por tanto, el momento absoluto debe


ser aquel en el que el carácter insoluble de los enigmas
fundamentales se hace totalmente patente o en el que se
desvela el engaño fundamental de la mente humana.
Sin embargo, es posible que ante el descubrimiento del
carácter insoluble de los enigmas fundamentales, la com­
prensión de dichos enigmas se siguiera viendo como el ob­
jetivo de la filosofía, en cuyo caso uno se limitaría a reem­
plazar una filosofía no historicista y dogmática por una
filosofía no historicista y escéptica. El historicismo va más
allá del escepticismo, pues presupone que la filosofía, en
el sentido original y más amplio del término, es decir, el
intento de sustituir opiniones sobre el todo por medio del
conocimiento del todo, no sólo es incapaz de lograr su ob­
jetivo sino que resulta absurda, ya que la propia idea de fi­
losofía está basada en premisas dogmáticas, esto es, arbi­
trarias, o, dicho de un modo más explícito, en premisas
que sólo son «históricas y relativas». Por tanto, si la filo­
sofía, o el intento de sustituir opiniones por medio del co­
nocimiento, se basa en meras opiniones, la filosofía es ab­
surda.
A continuación, se exponen los intentos más destacados
de determinar el carácter dogmático y, por tanto, arbi­
trario o históricamente relativo de la filosofía propiamente
dicha. La filosofía, o el intento de sustituir opiniones so­
bre el todo por medio del conocimiento del todo, presu­
pone que el todo es conocible, esto es, inteligible. Dicho
supuesto tiene como consecuencia la identificación del
todo en sí con el todo en la medida en que es inteligible o
en la medida en que puede convertirse en objeto, es decir,
la identificación del «ser» con lo «inteligible» o con un
«objeto». Dicho supuesto lleva a la indiferencia dogmáti­
ca por todo lo que no puede convertirse en objeto, a saber,
en un objeto para el sujeto racional, o la indiferencia dog­
mática por todo lo que no puede llegar a dominar el suje-
66 Capítulo i

to. Por otra parte, decir que el todo es conocible o inteligi­


ble equivale a afirmar que el todo posee una estructura
permanente o que el todo como tal es inmutable o se man­
tiene siempre igual. En tal caso, es posible en principio
predecir cómo será el todo en cualquier época futura: el
futuro del todo puede anticiparse por medio del pensa­
miento. El supuesto mencionado parece hundir sus raíces
en la identificación dogmática de «ser» en su sentido más
elevado con «ser siempre», o en el hecho de que la filoso­
fía entiende «ser» de tal modo que en su sentido más ele­
vado significa «ser siempre». Se dice que el carácter dog­
mático de la premisa básica de la filosofía viene revelado
por el descubrimiento de la historia o de la «historicidad»
de la vida humana. El significado de dicho descubrimien­
to puede expresarse en tesis como las siguientes: lo que se
conoce como el todo, en realidad, nunca deja de estar in­
completo y, por tanto, no constituye exactamente un
todo; el todo cambia en esencia de tal manera que no se
puede predecir su futuro; el todo tal y como es en sí escapa
siempre a nuestra comprensión, es decir, no es inteligible; el
pensamiento humano depende básicamente de algo a lo que
no es posible anticiparse, algo que nunca se convertirá en un
objeto ni podrá ser dominado por ningún sujeto; «ser» en
su sentido más elevado no significa -o , de cualquier modo,
no significa necesariamente- «ser siempre».
Ni siquiera podemos tratar de discutir dichas tesis.
Nuestro deber se reduce a dejarlas con la siguiente obser­
vación. El historicismo radical nos obliga a percatarnos
del hecho de que la propia idea del derecho natural presu­
pone la posibilidad de la filosofía en el sentido original y
más amplio de la palabra. Nos obliga al mismo tiempo a
percatarnos de la necesidad de una reconsideración im­
parcial de las premisas más elementales cuya vigencia pre­
supone la filosofía. La cuestión de la vigencia de dichas
premisas no puede resolverse con sólo adoptar o aferrarse
El derecho natural y su enfoque histórico 67

a una tradición más o menos persistente de la filosofía,


pues se sirven de la esencia de las tradiciones para cubrir u
ocultar sus humildes cimientos erigiendo impresionantes
edificios sobre ellas. Debemos abstenernos de decir o
hacer nada que pudiera dar pie a creer que la reconside­
ración imparcial de las premisas más elementales de la
filosofía no es más que un mero asunto histórico o acadé­
mico. No obstante, hasta llevar a cabo dicha reconsidera­
ción, el tema del derecho natural no puede sino conside­
rarse una cuestión abierta.
Pues no podemos suponer que sea el historicismo el que
haya acabado por solucionar este tema. La «experiencia
de la historia» y la experiencia menos ambigua de la com­
plejidad de las cuestiones humanas pueden difuminar,
pero no borrar por completo la prueba de esas sencillas
experiencias relativas al bien y al mal que residen en el
fondo de la argumentación filosófica y que demuestran la
existencia de un derecho natural. Él historicismo hace
caso omiso de dichas experiencias o bien las tergiversa.
Por otra parte, el intento más concienzudo de determinar
el historicismo culminó en la afirmación de que en caso de
no existir seres humanos, podría haber entia, pero no
esse, es decir, que puede haber entia sin que haya esse..
Existe una relación evidente entre esta afirmación y el re­
chazo de la visión según la cual «ser» en su sentido más
elevado significa «ser siempre». Además, siempre ha exis­
tido un contraste patente entre la manera en que el histori­
cismo entiende el pensamiento del pasado y la compren­
sión auténtica del pensamiento del pasado; la innegable
posibilidad de la objetividad histórica se ve negada explí­
cita o implícitamente por el historicismo en todas sus for­
mas. Ante todo, en la transición del historicismo inicial
(teórico) al radical («existencialista»), la «experiencia de
la historia» nunca se sometió a un análisis crítico. Se daba
por sentado que se trata de una experiencia auténtica y no
68 Capítulo i

de una interpretación cuestionable de la experiencia. No


se planteaba el problema de si lo que se experimenta real­
mente no permite una interpretación completamente dis­
tinta y posiblemente más adecuada. En concreto, la «ex­
periencia de la historia» no pone en tela de juicio la visión
según la cual los problemas fundamentales -com o, por
ejemplo, el problema de la justicia- persisten o conservan
su identidad en toda transformación histórica, por muy
confusos que puedan parecer por culpa de la negación
temporal de su relevancia o por muy variables y provisio­
nales que sean las posibles soluciones humanas a dichos
problemas. Al entender estos problemas como tales, la
mente humana se libera de sus limitaciones históricas. No
se necesita nada más para legitimar la filosofía en su senti­
do original o socrático: la filosofía es el conocimiento que
se desconoce, es decir, el conocimiento de lo que no se co­
noce, o la conciencia de los problemas fundamentales y,
con ello, de las alternativas fundamentales relativas a su
solución que son coetáneas del pensamiento humano^
Si la existencia e incluso la posibilidad del derecho na­
tural debe considerarse una cuestión abierta mientras no
se resuelva el problema entre el historicismo y la filosofía
no historicista, nuestra necesidad más urgente debe cen­
trarse en entender dicho problema, lo que no se puede
conseguir si el problema se contempla de la forma en que
se presenta desde el punto de vista del historicismo. Debe­
mos contemplarlo asimismo con el enfoque que nos plan­
tea la filosofía no historicista, lo que significa, para todo
fin práctico, que el problema del historicismo debe consi­
derarse en un principio desde el punto de vista de la filoso­
fía clásica, que representa el pensamiento no historicista
en su estado puro. Así pues, nuestra necesidad más urgen­
te sólo podría verse satisfecha por medio de estudios his­
tóricos que nos permitieran entender la filosofía clásica
tal y como se entiende a sí misma, y no de la forma en que
El derecho natural y su enfoque histórico 69

la presenta el historicismo. Necesitamos, en primer lugar,


una comprensión no historicista de la filosofía no histori-
cista, aunque no menos urgente es llegar a una compren­
sión no historicista del historicismo, esto es, una com­
prensión de la génesis del historicismo que no dé por
sentado la lógica del historicismo.
El historicismo supone que el nuevo enfoque del hom­
bre moderno hacia la historia implicaría la adivinación y
con el tiempo el descubrimiento de una dimensión de la
realidad que había escapado al pensamiento clásico, a sa­
ber, de la dimensión histórica. El sostenimiento de este su­
puesto conduciría a la larga al historicismo radical. Pero
si el historicismo no puede darse por sentado, inevitable­
mente se plantea la duda de si lo que se reconocía en el si­
glo x ix como un descubrimiento no sería, de hecho, una
invención, es decir, una interpretación arbitraria de los fe­
nómenos de los que siempre se había tenido conocimiento
y que se habían interpretado de un modo mucho más
apropiado antes de la aparición de la «conciencia históri­
ca» que después de ella. Hemos de plantear pues la cues­
tión de si lo que se conoce como el «descubrimiento» de la
historia es o no en realidad una solución artificial y provi­
sional a un problema que podría surgir sólo en caso de
darse premisas sumamente cuestionables.
De acuerdo con mi parecer, sugiero este modo de enfo­
car la cuestión. La «historia» ha sido a lo largo de los
años una historia principalmente política. Al hilo de este
razonamiento, se puede afirmar que lo que se .conoce
como el «descubrimiento» de la historia es la obra no de
la filosofía en general, sino de la filosofía política. De he­
cho, fue un conflicto propio de la filosofía política del si­
glo x v i i i lo que provocó la aparición de la escuela histó­
rica. La filosofía política del siglo x v i i i era una doctrina
del derecho natural que consistía en una interpretación
particular del mismo que se calificó como la interpreta­
70 Capítulo i

ción específicamente moderna. El historicismo es el resul­


tado final de la crisis del derecho natural moderno. La
crisis del derecho natural moderno o de la filosofía políti­
ca moderna podría desencadenar una crisis de la filosofía
como tal sólo porque en los últimos siglos la filosofía
como tal se ha politizado por completo. En sus orígenes,
la filosofía representaba la búsqueda humanizada del or­
den eterno, y por ello se convirtió en una fuente pura de
inspiración y aspiración humanas. Desde el siglo x v n , la
filosofía pasó a utilizarse como arma y, por tanto, como
instrumento. Un intelectual se atrevió a denunciar la trai­
ción de los intelectuales señalando la politización de la fi­
losofía como la raíz de nuestros problemas; sin embargo,
cometió el error fatal de pasar por alto la diferencia esen­
cial entre los intelectuales y los filósofos y, con ello, no lo­
gró sino ser víctima una vez más del engaño que denun­
ciaba. Pues la politización de la filosofía consiste
precisamente en esto, en que la diferencia entre intelec­
tuales y filósofos -una diferencia conocida en el pasado
como la diferencia entre caballeros e intelectuales, por un
lado, y la diferencia entre sofistas o retóricos y filósofos,
por otro- se hizo cada vez más difusa hasta que acabó
por desaparecer.

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