El retorno a sí mismo se comprende comúnmente como una tarea de dominio de sí y de
transparencia a sí, haciendo posible una aprehensión objetiva del mundo. Desde esta perspectiva, la oposición entre la interioridad y la exterioridad resulta superada porque la interioridad, bajo la forma del yo trascendental, se comprende como el lugar de un poder sobre el mundo: es dicha oposición la que constituye este mundo y hace así de toda cosa del mundo un lugar donde ella se encuentra, finalmente, a sí misma. Una concepción tal de la interioridad propia del idealismo acaba por quitar del mundo todo carácter de alteridad, ya que la cosa queda reducida al estado de un objeto construido por la conciencia. Comprendiendo así la interioridad, como pura inmanencia, como una esfera cerrada sobre si misma, en la que la exterioridad no es más que una forma de interioridad, somos conducidos necesariamente a hacer del sujeto que contempla el mundo un puro espectador desinteresado de ese mundo que le descubre su poder de constitución, y que puede así considerarse como un ente, de cierta manera, propietario de la verdad que le permite ver. Un espectador trascendental como este, que se contempla contemplando lo que él mismo construye, ciertamente recibe datos sensibles, pero no es tocado por nada, pues nada lo puede sacar del refugio de su trascendencia con respecto a todo vivo. Él no recibe nada de fuera, y todo o que él es, proviene de lo que él se da al conocerse a sí mismo. En otras palabras, el no se recibe de aquello que le adviene, y en consecuencia, jamás se da hasta el punto de poner en peligro la pura coincidencia consigo mismo que lo define. Procediendo así por pura identidad, un sujeto tal no puede devenir otro, no puede comprobar su propia alteridad. Entonces, tal interioridad cerrada, en la que la alteridad de las cosas, de los otros hombres y, hasta de sí mismo se encuentran reducidas, es una enfermedad de sí que Kierkegaard nombra demoniaca. Contra dicha concepción de interioridad, Kierkegaard va a mostrar que nuestra relación con la verdad es totalmente distinta: la verdad no es lo que yo produzco, ni aquello de lo que seré el propietario o el portador, sino que es, ante todo, lo que me toca, lo que me ilumina, donde encuentro el camino, la vía para devenir sí mismo. Tomando así una significación existencial, y ya no simplemente proposicional como la verdad de un juicio, la verdad no podrá ser comprendida ya como relativa a la interioridad humana, más bien poseerá un carácter esencial de alteridad para el cual el yo trascendental será destituido de su omnipotencia, para devenir más humildemente el “testigo de la verdad” que él tiene que ser. No podemos minimizar la profundidad del giro efectuado por Kierkegaard al sustituir al yo que se vuelve a sí mismo en el mundo del testimonio, que acoge -recibe- una verdad que no es él. No podemos comprender lo que significa ser testigo de la verdad sin caer en cuenta que la existencia es una prueba -demostración- de la alteridad que, de algún modo, siempre ha estado ausente desde que hacemos del mundo la única alteridad. Así, al privilegiar el estudio del fenómeno religioso, Kierkegaard nos muestra cuál es esta verdad que nos da el poder de hablar en primera persona en -dentro de- el testimonio. Oponiendo el testigo al yo, Kierkegaard va a mostrar que el individuo sólo puede acceder a su verdad, a la singularidad absoluta de su vocación, a partir de la prueba -demostración- de su no-verdad y de su incapacidad -impotencia-. Al mismo tiempo, muestra indirectamente la imposibilidad de explicar por qué el testimonio no es la simple transmisión de un conocimiento, sin que esta idea del testimonio se afiance dentro de una comprensión del sentido original de la verdad.