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Especial Bicentenario
Las transformaciones de la ciudad suelen darse en una temporalidad larga, casi siempre
desplazada de los hechos políticos: por eso la historia urbana tiende a ser reacia a las grandes
fechas. Hay, sin embargo, dos buenas razones para pensar a Buenos Aires en relación con el
Bicentenario. La primera es que el 25 de mayo de 1810 fue una fecha porteña y, especialmente,
que por entonces tomó forma un imaginario duradero de la ciudad, ya insinuado en el clima de
epopeya ante las invasiones inglesas: la idea de que la ciudad tenía asignado un "destino rector"
en la región y le aguardaba un futuro de grandeza. La segunda razón tiene que ver con la propia
lógica urbana de las celebraciones, ya que los aniversarios tienen la capacidad de condensar
problemáticas de larga duración y darles forma en obras y monumentos que operan, a su vez,
sobre la definición futura de la ciudad.
Así como la Buenos Aires de 1810 legó un programa ideológico, la de 1910, para demostrar que lo
había cumplido, puso en escena el dispositivo político-urbano más ambicioso que se haya
desplegado en esta ciudad. Y por eso también, es tan inútil como inevitable trazar comparaciones
desde el mirador de un Bicentenario que no ha convocado a la imaginación urbana. Inútil, porque
el conglomerado regional de trece millones de personas al que hoy llamamos Buenos Aires no
tiene nada que ver con la metrópoli de poco más de un millón que celebró 1910 ni, menos que
menos, con la capital provinciana de alrededor de cuarenta mil habitantes que en un rincón alejado
del mundo colonial inició sin saberlo un proceso revolucionario; inevitable, porque al mismo tiempo
el sentido de aquellas fechas no puede dejar de irradiar sobre la Buenos Aires actual -y por eso
los aniversarios suponen balances y "juicios del siglo".
1910 se pensó como una puesta a prueba de la ciudad: la certidumbre de que la valoración del
siglo de vida independiente recaía sobre Buenos Aires produjo una espiral de propuestas urbanas
y de reflexiones que dialogaron críticamente entre sí, abriendo una de las estaciones más ricas de
la cultura urbana local. Aunque no fue tanto el siglo lo que se ponderaba, sino la treintena
cumplida por el programa modernizador del Ochenta, que había marcado un año cero para la
ciudad-capital. La federalización de Buenos Aires fue tanto una de las piezas maestras del nuevo
ciclo nacional como la razón del extraordinario desarrollo urbano: la afluencia de recursos como
resultado de una triple concentración, de la población, de los negocios, del poder. Eso explica la
magnificencia de una celebración que quiso ver en la Capital la vidriera de la Nación: planes
urbanos, reformas efectivas de la ciudad, exposiciones internacionales, monumentos alegóricos.
Además, recién hacia 1910 parecía materializarse la ciudad del Ochenta, tomando forma eso que
se ha dado en llamar la "ciudad burguesa", pero que con la misma justicia podría llamarse la
"ciudad estatal", ya que su carácter específico surge de la combinación de una serie pública y otra
privada de edificios monumentales y ámbitos urbanos que encuentran sus centros neurálgicos
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respectivos en Plaza Congreso y Plaza San Martín, desde donde se iniciaba el despliegue de la
ciudad aristocrática hacia el norte.
Un balance urbano del Centenario muestra que la celebración consagró simbólicamente ese eje
norte de desarrollo diferencial de la ciudad: todas las disposiciones festivas fueron alineadas entre
la Plaza San Martín y Palermo, con distintos efectos en la renovación del área -un ejemplo
elocuente es el de Palermo Chico, que se levantó sobre el trazado de la Exposición Industrial del
Centenario como primer barrio recortado de la trama homogénea, materializando en el plano la
distinción social a la que aspiraban sus moradores. Pero lo más llamativo de 1910, visto a la
distancia de un siglo, no es tanto aquel esplendor de capital de un imperio inexistente (como
alguna vez se la llamó), sino una serie de procesos urbanos más estructurales que estaban
activados en el curso de la primera expansión metropolitana.
Mencionemos dos de sus agentes protagónicos: una tradición de reformismo público, que veía la
acción estatal como compensación frente a las inequidades del mercado urbano -de allí la larga
serie de intervenciones reparadoras en el sur (parques, infraestructuras, viviendas) y la existencia
de un plano público para todo el territorio mayormente vacío de la Capital, que prometía un marco
equitativo para su expansión futura-, y un dinamismo social que en las tres primeras décadas del
siglo resignificó esa voluntad pública logrando que los nuevos barrios populares que surgían (esa
primera periferia que se formaba entre Palermo y Patricios) no se convirtieran en mero depósito de
los sectores populares, sino en un territorio de experimentación urbana, política y cultural, dotando
a la expansión de una triple tensión: hacia afuera en el territorio, hacia adentro en la sociedad y
hacia adelante en el tiempo. Así se produjo tal inversión de las jerarquías urbanas y sociales que,
entre 1910 y 1930, el margen se volvió centro, hasta tal punto que los dos productos emblemáticos
de la ciudad, el tango y el fútbol, nacieron de la vitalidad de esos barrios populares, e incluso la
vanguardia más elitista (verbigracia Borges) buscó en ellos la arcilla con que moldear la paradójica
identidad de una Buenos Aires que se reinventaba cada día. La expansión popular reestructuró el
sentido global de la ciudad, impidiendo la constitución de fronteras internas, y produjo, en las
condiciones más arduas -crecimiento explosivo de una población que llegó a tener más del 50% de
extranjeros-, una integración metropolitana que ya nunca se volvió a repetir.
En efecto, la segunda expansión -de la década del treinta a la del setenta- ya no funcionó como
territorio de experimentación, sino apenas de reproducción de condiciones sociourbanas cada vez
más desfavorables, erigiendo una frontera más que jurisdiccional entre la ciudad-capital y el Gran
Buenos Aires; la extensión radial de algunas redes de infraestructura y transporte, y la
preservación de la atracción del centro como vértice de la pirámide urbana, replicado en escala en
los centros suburbanos, mantuvieron, de todos modos, la ficción modernista de un continuo
metropolitano. Pero si a partir de la década de 1970 la tensión expansiva ya estaba exhausta, las
transformaciones de las dos últimas décadas han hecho estallar en mil pedazos cualquier ficción
cohesiva. Y la figura del estallido no es mala para dar cuenta de esta nueva ciudad archipiélago
que multiplica las fronteras y las fracturas, de modo que el contraste entre el barrio cerrado y la
villa miseria establece apenas los extremos más escandalosos de un funcionamiento sociourbano
que se desagrega en diferentes velocidades, conformando una multiplicidad de circuitos que se
intersectan de modos diversos, pero ya no permiten imaginar un continuo ciudadano.
Tal el escenario metropolitano en este 25 de mayo. Pero quisiera subrayar una constante, que si
no ilustra sobre la ausencia de iniciativas urbanas para el Bicentenario, al menos sí sobre la falta
de balances: aquella intensidad del debate público sobre la ciudad, que en las primeras décadas
del siglo XX canalizó la fuerza integradora de la expansión haciendo que las figuraciones urbanas
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