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En este modo de actuación administrativa el principio de legalidad tiene que ser observado con especial
rigurosidad.
Por eso, las potestades administrativas al servicio de la actividad de policía no sólo deben contar con una
estricta habilitación legal, sino que han de ser precisos, predeterminando las medidas limitativas. Además,
En la Ley Orgánica 5/2015, de 30 de marzo, de Protección de la Seguridad Ciudadana, que regula las
actuaciones para el mantenimiento y restablecimiento de la seguridad ciudadana partiendo de la premisa
de que tales actuaciones o intervenciones se justifican «por la existencia de una amenaza concreta o de
un comportamiento objetivamente peligroso que, razonablemente, sea susceptible de provocar un
perjuicio real para la seguridad ciudadana y, en concreto, atentar contra los derechos y libertades
individuales y colectivos o alterar el normal funcionamiento de las instituciones públicas» (artículo 4.3), se
concentran un amplio elenco de potestades generales de policía de seguridad (artículos 14 a 22): así, la
de dictar órdenes y prohibiciones y disponer lasactuaciones policiales estrictamente necesarias, mediante
resolución motivada (artículo 14); la deentrada y registro en domicilio en los casos permitidos por la CE y
en los términos que fijen las leyes, estableciendo al respecto que «será causa legítima suficiente para la
entrada en domicilio la necesidad de evitar daños inminentes y graves a las personas y a las cosas, en
supuestos de catástrofe, calamidad, ruina inminente u otros semejantes de extrema y urgente necesidad»
(supuestos éstos en los que, a la vista de lo dispuesto en el artículo 15.4, no será preciso contar con
previa autorización judicial, sin perjuicio de que, tras la entrada, las fuerzas y cuerpos de
seguridad «remitirán sin dilación el acta o atestado que instruyan a la autoridad judicial
competente»), y puntualizando, asimismo, que para la entrada en edificios ocupados por organismos
oficiales o entidades públicas, no será preciso el consentimiento de la autoridad o funcionario que los
tuviere a su cargo (artículo 15); la de identificar a personas, en cumplimiento de las funciones de
indagación y prevención delictiva, así como para la sanción de infracciones penales y administrativas,
cuando concurran los supuestos que prevé el artículo 16.1 (existan indicios de que han podido participar
en la comisión de una infracción o cuando se considere razonablemente necesario que acrediten su
identidad para prevenir la comisión de un delito), lo que, por otra parte, puede determinar, cuando sea
necesario, el traslado de la persona a las dependencias policiales para proceder a su efectiva práctica,
expidiéndole a su salida un volante acreditativo del tiempo de permanencia en las mismas, la causa y la
identidad de los agentes actuantes (artículo 16) (se trata, en todo caso, de una «retención» para la
identificación que, según establece el artículo 19.1, no está sujeta a las mismas formalidades que la
detención); la de restringir el tránsito y establecer controles en la vías públicas para la prevención de
delitos de especial gravedad o generadores de especial alarma social y el descubrimiento y detención de
quienes hubieran participado en su comisión (artículo 17), pudiendo incluso adoptar, como medidas de
seguridad extraordinarias, el cierre o desalojo de locales o establecimiento, la prohibición del paso, la
evacuación de inmuebles, etc. (artículo 21); para proceder a comprobaciones y registros en lugares
públicos que sean necesarios para impedir que se porten o utilicen ilegalmente armas, explosivos, u otros
instrumentos que generen un riesgo potencial grave para las personas o puedan alterar la seguridad
ciudadana, pudiendo los agentes proceder a la ocupación temporal de los mismos (artículo 18); la de
practicar registros corporales externos y superficial de las personas, observándose, además de los
principios generales ya señalados, el de «injerencia mínima» y realizándose del modo que cause menor
perjuicio a la intimidad y dignidad de la persona afectada (artículo 20); y, asimismo, la de poder utilizar
cámaras de videovigilancia fijas o móviles legalmente autorizadas (artículo 22). También establece, en fin,
una serie de reglas relativas a las medidas necesarias que podrán adoptarse para la protección de
reuniones y manifestaciones y el impedimiento de que se perturbe con ocasión de las mismas la
seguridad ciudadana (artículo 23).
2. Actividad de fomento
El fomento administrativo recurre a medidas no imperativas o coactivas, buscando a través del
incentivo y las ventajas que se ofrecen a los particulares (fundamentalmente de carácter
económico, aunque no sólo) el que éstos voluntariamente ajusten o adecuen su actividad a los
fines y objetivos que fija la Administración. En la formulación doctrinal que mayor éxito ha tenido
entre nosotros, la actividad de fomento administrativo se ha definido como la acción de la
Administración encaminada a proteger o promover aquellas actividades, establecimientos o
riquezas debidos a los particulares y que satisfacen necesidades públicas o que se estiman de
utilidad general, sin usar de la coacción ni crear servicios públicos. Y esta caracterización, a pesar
de las deficiencias que arrastra, fue asumida por la jurisprudencia, al afirmar hace ya cuarenta
años (STS de 27 de mayo de 1977), que el fomento administrativo «es una de las actividades de la
Administración con tipicidad muy definida [...] mediante la cual la misma extiende sus objetivos,
poniendo en práctica técnicas encaminadas a que éstos se cumplan, sin necesidad de asumir
directamente la gestión de los medios dirigidos a alcanzarlos, ni por tanto el montaje de servicios
públicos; actividad en la que el dirigismo y el intervencionismo quedan sustituidos por otras
medidas tendentes a que sean los propios administrados los que libremente colaboren en el
cumplimiento de fines considerados convenientes y deseables, mediante orientaciones y
persuasiones».
Ahora bien, esta noción de fomento responde a una concepción en parte ya superada. La llamada
acción administrativa de fomento encontró con el Despotismo Ilustrado un cierto desarrollo que,
posteriormente, a lo largo del siglo XIX daría lugar al fenómeno de la llamada «legislación de
fomento». En el fomento se concentró el grueso de la acción de una Administración
tendencialmente no interventora, que sólo a través del incentivo debía propiciar el
encauzamiento de la actividad de los particulares hacia fines que, a la vez, redundaran en el bien
de la colectividad. Sin embargo, esta concepción sólo muy parcialmente sirve en la actualidad
para dar cabal idea de un fenómeno mucho más amplio y complejo, en el que, entre otras
consecuencias, ni siquiera siempre las señaladas notas de voluntariedad y carácter graciable
concurren. El cambio experimentado en las funciones del Estado moderno, puesto de manifiesto
en el pleno reconocimiento constitucional del Estado Social frente al Estado Liberal decimonónico,
así como la sanción al máximo nivel legislativo de un amplio catálogo de derechos y libertades
cuyo pleno desarrollo y efectividad pasan a depender de manera directa de la acción estatal, son,
entre otros, hechos decisivos que han transformado profundamente esa caracterización primaria
del fomento administrativo.
Si fijamos ahora la atención en el carácter discrecional o no del otorgamiento de tales ventajas o
beneficios y, consecuentemente, en las posibilidades de desplegar un control judicial de las
decisiones administrativas más o menos intenso, las diferencias son notables (baste decir que si,
por ejemplo, la concesión de títulos nobiliarios o el otorgamiento de condecoraciones civiles es
discrecional, normalmente no cabe afirmar lo mismo del otorgamiento de ayudas económicas al
estudio o, incluso, del otorgamiento de incentivos económicos, una vez han sido establecidos).
Desde la perspectiva del principio de legalidad, tampoco parece que éste despliegue idéntica
operatividad según se trate de unos u otros supuestos. Mientras que, por ejemplo, en el caso de las
exenciones fiscales estatales, el artículo 133.3 CE establece expresamente que «todo beneficio
fiscal que afecte a los tributos del Estado deberá establecerse en virtud de ley», en el caso de las
subvenciones la cuestión resulta más discutible, como lo prueba la propia jurisprudencia
constitucional (STC 20/1985, de 14 de febrero).
Igualmente resulta desigual el derecho a seguir en el disfrute de las ayudas. Si la tradicional «libre
revocabilidad» de los actos de otorgamiento de subvenciones (como técnica más característica del
fomento) debe rechazarse en términos categóricos (ya desde la STS de 5 de julio de 1984), cuando
se trata de beneficios tributarios otorgados con fines extrafiscales de fomento o incentivo, la
jurisprudencia constitucional (entre otras, STC 51/1983, de 14 de junio) ha negado que el
otorgamiento de una exención constituya un efectivo derecho subjetivo, ya que la exención no
pasa de ser un elemento de la relación jurídico-obligacional que se integra en las normas
delimitadoras del presupuesto de hecho del impuesto, razón por la cual difícilmente puede
hablarse de un supuesto derecho a la exención o bonificación que forme parte del patrimonio del
contribuyente cuando resulta que tal derecho no existe.
Ante estas evidencias no han dejado de formularse construcciones distintas. Entre otras, se ha
mantenido la conveniencia de sustituir la categoría de actividad de fomento por la de acción o
actividad dispensadora de ayudas y recompensas, dando una definición que supone una manera
distinta, aunque quizá más apropiada, de describir la tradicional noción de fomento. A este
respecto, el término dispensación hace referencia al modo de la acción, al tipo objetivo de
actuación, que habrá de consistir en un dar, conceder, otorgar o distribuir, si bien esa
dispensación debe ser objeto de una mayor concreción o especificación, por cuanto también en la
actividad administrativa prestacional de servicio público hay dispensación. De ahí que el
contenido objetivo de la actuación administrativa se caracterice finalmente por tratarse de la
dispensación de ayudas y recompensas, queriéndose con ello significar que lo que se da o se
dispensa en concepto de ayuda o de recompensa no se otorga para ser simplemente consumido o
usado, ya que con ese uso o consumo se satisface en sí misma una determinada necesidad de otro,
sino que se concede en atención a otra actividad o conducta que con la ayuda va a poderse llevar a
cabo de mejor forma o que con la recompensa se verá honrada y gratificada.
En todo caso, más allá de la delimitación de esta singular manifestación del actuar de las
Administraciones Públicas, lo que ahora interesa retener es que estamos en presencia de unas
técnicas que suponen un beneficio para los particulares destinatarios de la acción administrativa,
si bien acompañado del establecimiento de cargas y obligaciones para los mismos y sin las cuales
ese beneficio no se justificaría. Esas técnicas operan, por tanto, como medios de intervención
administrativa, presentando especial importancia las que, conllevando un efectivo beneficio
económico, actúan de manera especial en el ámbito de las actividades económicas.
Justamente desde la perspectiva que se acaba de resaltar, la de facilitar la intervención pública
mediante el otorgamiento de ayudas y beneficios en las actividades económicas, el Derecho de la
Unión Europea ha adoptado un criterio general que condiciona la actividad que al respecto
pueden adoptar los Estados miembros, ya que declara incompatibles con el mercado único las
ayudas (llamadas ayudas de Estado) a no ser que concurran determinados supuestos previstos por
el TFUE y siempre que, además, medie la autorización de las mismas por parte de los órganos
comunitarios. Dice así el artículo 107.1 TFUE: «Salvo que el presente Tratado disponga otra cosa,
serán incompatibles con el mercado común, en la medida en que afecten a los intercambios
comerciales entre Estados miembros, las ayudas otorgadas por los Estados o mediante fondos
estatales, bajo cualquier forma, que falseen o amenacen falsear la competencia, favoreciendo a
determinadas empresas o producciones». Esta posición contraria a las ayudas de Estado se
concreta en una regulación que obliga a los Estados a informar a la Comisión Europea de todos los
proyectos de ayudas que reúnan determinadas características, los cuales sólo podrán ser
autorizados cuando concurran determinadas circunstancias, tal como, de manera
complementaria, se expone más adelante. Y ello mismo ha llevado a que el artículo 11 de la Ley
15/2007, de 3 de julio, de Defensa de la Competencia, haya dispuesto, asimismo, que la actual
Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia «de oficio o a instancia de las
Administraciones Públicas, podrá analizar los criterios de concesión de las ayudas públicas en
relación con sus posibles efectos sobre el mantenimiento de la competencia efectiva en los
mercados: a) con el fin de emitir informes con respecto a los regímenes de ayudas y las ayudas
individuales, y b) dirigir a las Administraciones Públicas propuestas conducentes al
mantenimiento de la competencia».
Debe añadirse que, con arreglo a esta caracterización, el servicio público termina identificándose
con los servicios esenciales que mediante ley pueden quedar reservados al sector público (artículo
128.2 CE). Y es que esa reserva legal también determina la quiebra de la libre iniciativa económica
privada en el desarrollo de las correspondientes actividades serviciales, al presuponer, siempre y
en todo caso, la monopolización de iure de la actividad en que consiste el servicio. O dicho en otros
términos, la reserva o publicatio supone un límite a la libertad de empresa que reconoce el
artículo 38 CE, dado que el desarrollo de las actividades propias de los servicios reservados queda
fuera del ámbito de disponibilidad de la iniciativa privada. De este modo, siendo el indicado el
efecto o consecuencia fundamental vinculada a la calificación de servicio público en sentido
estricto (o, si se quiere, en su acepción subjetiva y no meramente objetiva), ningún inconveniente
hay en identificar los servicios públicos con los servicios esenciales que la ley reserva al sector
reservado será servicio público, pero no todo servicio público será servicio reservado, y ello
porque, desde esta posición, en el servicio público se engloban actividades prestacionales de
interés general o servicios esenciales que no implican necesariamente la gestión pública, ni sobre
todo la publicatio . Quiere decirse, pues, tal como señalábamos al principio, que la noción de
servicio público admite un doble significado. Servicio público como servicio público subjetivo,
vinculado a la titularidad pública de la actividad y eliminación de la libertad de empresa, pero
también como servicio público objetivo, compartido o concurrente, relativo a aquellas actividades
en las que su declaración como tal no conlleva el monopolio de la titularidad de la actividad en
favor de la Administración, aunque la declaración suponga que la actividad deba estar en todo
momento garantizada por el Estado. Supuestos en los que, como es notorio, se subsumen, entre
otros, los también llamados servicios no económicos o sociales (educación, sanidad, acción social,
etc.). De este modo, el problema de garantizar a todos la satisfacción regular y continua y con un
nivel de calidad determinado de ciertas necesidades que se consideran imprescindibles para la
vida admite diversas respuestas, desde la publicatio y el monopolio de iure e, incluso, la gestión
pública, hasta otras técnicas menos agresivas pero no menos eficaces, como la reglamentación de
las actividades, los servicios públicos impropios, virtuales, etc. Por consiguiente, desde estas
premisas, resulta lógica la afirmación de que «el servicio público ha sido y es una técnica más, que
pretende dar respuesta a una idea política que también denominamos, por cierto, con esa misma
expresión» (T. R. FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ).
Fijados en los términos señalados la relación existente entre servicio público y servicio reservado
al sector público, ha de tenerse en cuenta que la eliminación de la reserva de los servicios da lugar
a un nuevo modelo presidido por la libertad de empresa (es decir, por la libertad de entrada
–previa, en su caso, la correspondiente autorización administrativa–, de permanencia y de salida
en el sector) y, por tanto, por un régimen de competencia abierta. Sin embargo, obsérvese que las
características objetivas de tales servicios permanecen, por lo que cabe mantener que no dejan de
ser servicios públicos en sentido objetivo, o mejor, a fin de evitar equívocos, servicios esenciales
(incluso, en expresión más generalizada en la actualidad, dimanante del Derecho de la Unión
Europea, servicios de interés económico general). Unos servicios que el poder público debe
garantizar, si bien lo sea a través de otras fórmulas, prescindiendo ya del monopolio público para
dar entrada a la libertad de empresa. Se trata de una premisa fundamental aceptada desde los
propios planteamientos liberalizadores que han conducido a la reconfiguración de los
tradicionales servicios públicos en sentido estricto.
La Comisión Europea ha señalado que si los poderes públicos consideran que ciertos servicios son
de interés general y las fuerzas del mercado no pueden prestarlos satisfactoriamente, aquellos
pueden establecer en forma de obligaciones de servicio de interés general varias prestaciones de
servicios concretas con objeto de satisfacer esas necesidades. Y en este mismo sentido, el Tratado
de Ámsterdam de 1997 previó [artículo 7.D), actual artículo 14 TFUE] que en consideración al
lugar que los servicios de interés económico general ocupan entre los valores comunes de la
Unión y el papel que cumplen en la promoción de la cohesión social y territorial, la Comunidad y
los Estados miembros, con arreglo a sus competencias respectivas y en el ámbito de la aplicación
del presente Tratado, velarán por que dichos servicios actúen con arreglo a principios y
condiciones que les permitan hacer efectivo su cometido. Por consiguiente, esta atención a los
servicios de interés económico general, que se ha reflejado, asimismo, en la Carta de los Derechos
Fundamentales de la Unión Europea de 12 de diciembre de 2007 (artículo 36), permite reconocer
el indudable componente social de los objetivos comunitarios, de manera que, si bien la
eliminación de la reserva o monopolio de iure sitúa a los servicios en la órbita de la libertad de
empresa, no por ello necesariamente dejan de ser servicios públicos o, si se quiere, servicios
esenciales o servicios de interés económico general. Unos servicios que necesariamente imponen
ciertas modulaciones. Tanto es así que, aun cuando las empresas encargadas de la gestión de los
mismos están en principio sometidas a las normas sobre libre competencia, esa sujeción puede
ceder si su aplicación impide, de hecho o de derecho, el cumplimiento de la misión específica que
a esas empresas –públicas o privadas– les haya sido encomendada (artículo 106 TFUE).
A partir de aquí, la cuestión fundamental pasa por la recomposición del estatuto jurídico de los
servicios que dejan de estar publificados, pero que, por sus propia características, se califican
como servicios de interés económico general. Una recomposición que debe conciliar la libertad de
empresa y la libre competencia con aquellas restricciones que para la garantía de las prestaciones
de los servicios sean necesarias. Dado que la reserva no es más que una de las posibles formas
para tratar de hacer efectivas las prestaciones, el problema estriba en la conformación técnicojurídica
de esas otras formas de organización y articulación de las actividades. Y de ahí la
aparición de nuevos conceptos como el servicio universal o las obligaciones de servicio público,
que se proyectan en unas actividades que, aun entregadas a la iniciativa privada, deben seguir
garantizando unas prestaciones mínimas a todos los ciudadanos bajo los tradicionales criterios
característicos de las actividades declaradas como servicio público.
En resumen, en el ámbito del servicio público se han producido notables cambios en las dos
últimas décadas. Pero, en realidad, los cambios afectan sobre todo a las formas de intervención
para asegurar los intereses generales. Bien puede afirmarse que la característica del proceso es la
de la subsistencia de fines y la transformación de las formas de actuación. Por eso mismo, si es
incuestionable que el servicio público –identificado en sentido subjetivo– se mueve en franca
retirada, no es menos cierto que el servicio público objetivo se mantiene y permanece, dadas las
características de las prestaciones serviciales. Y es que, a pesar de la nueva denominación de
servicios de interés económico general, lo verdaderamente relevante es que las actividades
reguladas en los sectores liberalizados aún se rigen mayoritariamente por los aspectos objetivos, o
claves sustantivas, del servicio público.
LA ACTIVIDAD REGULATORIA
Con el tiempo, las Administraciones Públicas han asumido y desarrollado otras funciones y
actividades que no se pueden reconducir fácilmente a los tres tipos de policía, fomento y servicio
público. Baste decir que cuando las Administraciones comenzaron a actuar como unos
empresarios más, asumiendo la titularidad de empresas industriales (fundamentalmente, a partir
de la segunda mitad del siglo pasado), la referida clasificación debió ser ampliada, para dar
entrada a lo que se denominó la actividad o gestión industrial. O cuando han comenzado a
intervenir como árbitros en los conflictos y disputas entre particulares, se ha dado entrada a un
nuevo tipo o modalidad de acción, la llamada acción o actividad arbitral.
En las dos últimas décadas, los profundos cambios registrados como consecuencia de los procesos
liberalizadores y privatizadores de la economía y de los grandes servicios públicos, así como la
reconfiguración de las funciones que las Administraciones Públicas están llamadas a cumplir,
fruto de un entendimiento distinto de la posición del Estado respecto de la sociedad, han
propiciado, en efecto, la aparición de otros modos o formas de actuar que no siempre son
susceptibles de identificación con alguno de esos tipos o categorías ideales de actuación. De este
modo, las tradicionales categorizaciones se han puesto en cuestión, dando entrada a otras, como
es el caso de la ahora llamada «actuación o actividad regulatoria» de la Administración, y,
asimismo, la “actividad administrativa de garantía”. Se ha dicho, a este respecto, que «el Estado
regulador y garante es la mejor expresión del nuevo orden de relaciones entre el Estado y la
sociedad», de manera que «las potestades de conformación de las actividades privadas y públicas
que se reservan a la Administración, deben resistematizarse alrededor de la idea de regulación»
(S. MUÑOZ MACHADO). Un concepto éste («regulación») que no se debe identificar sin más con la mera
producción de normas, sino que va más allá, al englobar el conjunto de acciones de seguimiento
de las actividades privadas.
Sin embargo, la propia descripción de los contenidos de esa acción regulatoria y de los poderes de
que se sirve, suscita cuando menos dudas de que la misma invalide por completo la utilidad de las
anteriores clasificaciones. La acción o actividad regulatoria viene a comprender, se dice, la
definición de los servicios que se retienen en mano pública, ya sean gestionados directa o
indirectamente (en este caso, a través de empresas privadas), pero también la de los servicios de
interés económico general, pues, aunque situados ya en la órbita de la titularidad privada, tales
servicios se encuentran sujetos a una fuerte regulación pública, a fin de asegurar y garantizar
servicios eficientes y de calidad a los ciudadanos; asimismo, engloba la delimitación y limitación
de los derechos de los ciudadanos y empresas; la imposición de deberes y obligaciones; la
preservación de la igualdad de trato y condiciones de competencia; la vigilancia y control sobre
las actuaciones social o económicamente relevantes que desarrollan los establecimientos
privados; la resolución de conflictos interparticulares respecto de sus derechos; o, en fin, la
determinación de las propias fronteras donde la acción de regulación termina y comienza la
recuperación plena por las Administraciones Públicas de la responsabilidad de administrar bienes
públicos o la asunción de la titularidad y gestión de servicios.
Esta misma descripción de los contenidos básicos de la actividad regulatoria pone de manifiesto,
pues, que buena parte de la nueva «actividad regulatoria» aún se puede reconducir con algún
provecho (más sistemático y descriptivo que dogmático o conceptual) a las más específicas
categorías de las clasificaciones tradicionales. Ninguna duda cabe de que es necesario introducir
en las mismas algunas modulaciones o matices complementarios que traen causa, ciertamente, de
los progresivos cambios que se están registrando en el papel y función que cumple desarrollar al
poder público (de prestador de servicios a regulador y garante de que, quienes deben ahora
prestarlos, las empresas privadas, lo hagan de manera efectiva, en términos de calidad y
seguridad y asegurando las condiciones de igualdad de acceso y disfrute de los mismos; también,
de regulador directo a regulador indirecto, asumiendo las autorregulaciones generadas en
sectores de gran complejidad técnica o en relación con actividades en las que están en juego
derechos fundamentales, cuando no, simplemente, no interfiriendo en esas autorregulaciones que
voluntariamente se observan por los agentes privados; o, asimismo, de fiscalizador preventivo de
determinadas actividades a supervisor y vigilante de las mismas; etc.).
Con todo, aún siendo indudables esos cambios cualitativos, seguramente resulte excesivo afirmar que
alrededor de la idea de regulación pueden reordenarse sistemáticamente todas las instituciones que
explican las relaciones entre la Administración y los ciudadanos, sean económicas o sociales y con
independencia de las formas que revistan (en suma, como se ha dicho,
«explicar el Derecho Administrativo entero»).__
LECCION 2
La CE se refiere expresamente a este poder excepcional. El artículo 33, tras reconocer el derecho
de propiedad privada como un derecho fundamental, añade en su apartado 3 lo siguiente: «Nadie
puede ser privado de sus bienes y derechos sino por causa justificada de utilidad pública o interés
social, mediante la correspondiente indemnización y de conformidad con lo dispuesto por las
leyes». Queda de este modo implícitamente reconocida la potestad expropiatoria al establecerse
las garantías de que ninguna persona podrá verse privada de su propiedad si no media una causa
de utilidad pública que justifique la expropiación, si no percibe una indemnización por la pérdida
del bien o derecho y si esa privación no se produce siguiendo un determinado procedimiento.
Complementariamente, debe tenerse en cuenta que no son susceptibles de ser expropiados los
bienes de dominio público o demaniales (es decir los bienes de las Administraciones Públicas que
se destinan al uso general o a los servicios públicos), aun cuando, en ocasiones, puede ser una
alternativa proceder a la mutación del destino del bien (mutación demanial), de acuerdo con lo
dispuesto en el artículo 71 LPAP.
La privación expropiatoria puede tener distinto alcance y, por tanto, adoptar distintas formas. No
otra cosa resulta del artículo 1 LEF, cuando afirma que en la expropiación «se entenderá
comprendida cualquier forma de privación», enumerando seguidamente algunas de esas formas
(«ya implique venta, permuta, arrendamiento, ocupación temporal o mera cesación de su
ejercicio»). Que la referida enumeración no constituye un numerus clausus es advertido
expresamente por el artículo 1 REF, al afirmar que tal enumeración tiene «carácter enunciativo y
no excluye la posibilidad de otros distintos». Por consiguiente, son posibles expropiaciones que
adopten otras formas, como por ejemplo, la imposición de una servidumbre. Todo dependerá del
alcance mismo de la privación del bien o derecho patrimonial, de manera que, en unos casos, la
privación alcanzará a la propiedad (lo que equívocamente se refiere como venta o permuta),
mientras que en otros podrá quedar ceñida a alguna de las facultades jurídicas (de uso y disfrute,
o de disposición) propias y características del derecho (de ahí que la expropiación se materialice
como arrendamiento, como ocupación temporal, también como una servidumbre, etc.).
Ahora bien, la expresión legal de que la expropiación puede adoptar la forma de venta o permuta,
no debe inducir a equívoco. La expropiación es el resultado de un acto administrativo unilateral e
imperativo, fruto del ejercicio de la correspondiente potestad, razón por la cual nada tiene que ver
con la compraventa entre particulares. El uso de estas expresiones (venta, permuta) es, en gran
medida, un residuo de épocas pasadas, en las que, desde la perspectiva civilista, la expropiación se
llegaría a concebir como una venta obligatoria (de enajenación forzosa habla el artículo 1456 del
Código civil, como ya hemos dicho). Sin embargo, la equiparación es impropia. La expropiación de
la propiedad comporta una adquisición originaria que extingue todas las cargas existentes sobre
el inmueble (hipotecas, usufructos, arrendamientos, etc.), si bien su plena efectividad, así como la
propia inscripción del bien expropiado en el Registro de la Propiedad, queden condicionadas a
que se materialice la ocupación y el pago. Sólo cuando se paga y se ocupa el bien es cuando se
considera que se ha producido la transferencia de dominio y puede realizarse la inscripción a
favor del beneficiario.
Por otra parte, el arrendamiento forzoso de inmuebles fue práctica habitual en el ámbito del
Derecho agrario, al preverse como sanción a los propietarios que no utilizasen o diesen a sus
fincas el destino adecuado a la función social que deberían cumplir. Pero en la actualidad carece
de aplicación.
III. SUJETOS DE LA EXPROPIACIÓN
1. La Administración expropiante
Expropiante es el «titular de la potestad expropiatoria» y los artículos 2 LEF y 3.2 REF precisan
quiénes son los titulares de dicha potestad: «La expropiación forzosa sólo, podrá ser acordada por
el Estado, la Provincia y el Municipio». Ahora bien, también las Administraciones autonómicas
tienen atribuida esta potestad, tal como prevén los Estatutos de las Comunidades Autónomas (por
ejemplo, artículo 36 del Estatuto de Autonomía de la Comunidad de Madrid, que establece que «en
el ejercicio de sus competencias ejecutivas, la Comunidad de Madrid gozará de las potestades y
privilegios propios de la Administración del Estado, entre las que se comprenden; [...] la potestad
de expropiación, incluida la declaración de urgente ocupación de los bienes afectados, así como el
ejercicio de las restantes competencias de la legislación expropiatoria atribuida a la
Administración del Estado, cuando se trate de competencias de la Comunidad de Madrid»).
Asimismo, dentro de las Entidades locales, además de la provincia, el municipio y la isla, pueden
tenerla atribuida otras entidades [concretamente, las entidades supramunicipales, como las
comarcas o las áreas metropolitanas, y también las mancomunidades: artículo 4.1.d), 2 y 3 LBRL].
En consecuencia, todas las Administraciones territoriales pueden hacer uso de la potestad
expropiatoria para el cumplimiento de los fines que entran en el círculo de sus respectivas
competencias (por eso, no pueden, por ejemplo, decretar expropiaciones fuera de sus ámbitos
territoriales, ya que el territorio delimita el ámbito físico dentro del cual ejercitan sus
competencias), mientras que, aun cuando no ha dejado de ser objeto de debate, con carácter
general se viene rechazando que los organismos públicos (entes instrumentales de las
Administraciones territoriales) puedan disponer de tal potestad, sin perjuicio de su participación
en el procedimiento expropiatorio en condición de beneficiarios de la expropiación.
Los órganos de la AGE que tradicionalmente tuvieron atribuida la competencia para la
tramitación y resolución de los expedientes expropiatorios fueron los Gobernadores civiles
(artículo 3.3 REF). Tras la supresión de dichos órganos, la competencia se atribuyó, como regla
general, a los Delegados del Gobierno y Subdelegados provinciales del Gobierno (disposición
adicional 4ª LOFAGE de 1997) y así lo establece ahora el artículo 73.2 LRJSP, si bien, cuando se
trate de expropiaciones destinadas a la realización de obras públicas (que en la práctica suelen ser
las más habituales), la competencia queda atribuida a los Ingenieros-Jefes de los servicios
respectivos (artículo 98 LEF). Y los recursos administrativos contra los acuerdos de expropiación
que adopten los referidos órganos, serán resueltos por el Ministro competente por razón de la
materia.
2. El beneficiario de la expropiación
Beneficiario de la expropiación es la persona pública o privada a quien irán destinados los bienes
o derechos objeto de la misma. Normalmente, beneficiario de la expropiación lo será la
Administración expropiante, aunque no necesariamente, ya que también puede serlo una persona
privada (por ejemplo, cuando se expropia una finca rústica no utilizada por su propietario para
entregarla a una cooperativa agrícola con el fin de que la explote; o cuando, como medida de
fomento o incentivo para que los particulares ajusten sus actividades a determinadas condiciones
y objetivos, se les reconoce el beneficio de la expropiación forzosa de los bienes necesarios para su
efectivo cumplimiento). De ahí que el artículo 3.1 REF establezca que se entiende por beneficiario:
«El sujeto que representa el interés público o social para cuya realización está autorizado a instar
de la Administración expropiante el ejercicio de la potestad expropiatoria, y que adquiere el bien
o derecho expropiado».
Los apartados 2 y 3 del artículo 2 LEF precisan que cuando se expropie por causa de utilidad
pública, además de la propia Administración expropiante, podrán ser beneficiarios «las entidades
y concesionarios a los que se reconozca legalmente esta condición», mientras que si la
expropiación lo es por causa de interés social, beneficiario podrá serlo «aparte de las indicadas,
cualquier persona natural o jurídica en la que concurran los requisitos señalados por la Ley
especial necesaria a estos efectos». Cuando se produzca el desdoblamiento, no coincidiendo
expropiante y beneficiario, éste tendrá una amplia participación a lo largo de todo el
procedimiento de expropiación, pudiendo o, incluso, debiendo (artículos 4 y 5 REF) solicitar al
expropiante la iniciación del expediente en su favor.
El artículo 5.2 REF enumera como facultades y obligaciones del beneficiario las siguientes:
impulsar el procedimiento, formular la relación de bienes y personas a expropiar, tratar de llegar
a un acuerdo sobre el precio del bien expropiado con el expropiado y, en caso de no alcanzarse,
presentar la hoja de aprecio para su evaluación por el Jurado Provincial, y, desde luego, pagar o
consignar la cantidad fijada como justiprecio y las indemnizaciones que procedan, así como
responder de las obligaciones derivadas del ejercicio del derecho de reversión.
* Bibliografía: D. UTRILLA FERNÁNDEZ-BERMEJO, Expropiación forzosa y beneficiario privado. Una
reconstrucción sistemática , Marcial Pons, Madrid, 2015.
3. El expropiado
Ostenta la condición de expropiado el propietario o titular de derechos reales e intereses económicos
directos sobre la cosa expropiable, así como el titular del derecho objeto de la expropiación (artículo
3.1 REF). Esta condición otorga a su titular el derecho a participar como interesado directo en el
procedimiento y a percibir la correspondiente indemnización. Comprende, desde luego, tanto a las
personas privadas como a las públicas, en éste caso en lo que respecta a sus bienes patrimoniales.
Mayores dudas se suscitan acerca de si los bienes que pertenecen a Estados extranjeros pueden ser
objeto de expropiación. En concreto, partiendo de un concepto amplio de inmunidad diplomática, se
ha dicho que no se podrían expropiar los bienes pertenecientes a las residencias de delegaciones
diplomáticas o consulares, aunque tampoco se ha dejado de observar que esta tesis no es aceptable
en la medida en que la inmunidad abarca a los funcionarios y no a los edificios u otros objetos. En
cualquier caso, se trata de una cuestión más teórica que práctica, por cuanto normalmente, si hay
necesidad de disponer de dichos bienes, se suele llegar a un acuerdo entre Estados. Y, por otra parte,
expresamente se refiere el artículo 16 LEF a la expropiación de bienes de la Iglesia, remitiendo, a tal
efecto, a lo que dispongan los correspondientes Acuerdos con la Santa Sede (en la actualidad,
Acuerdos de 3 de enero de 1979) y en todo lo demás a lo preceptuado en la propia LEF, siendo uno de
los aspectos más destacables el que la puesta en marcha del expediente expropiatorio requerirá de la
previa audiencia de la autoridad eclesiástica y, en caso de afectar a bienes destinados al culto,
previamente deberán ser privados de su carácter sagrado (desacralización o descalificación canónica
de los bienes).
Cualesquiera personas que ostenten la titularidad de algún derecho afectado por el expediente
expropiatorio han de ser citados expresamente al mismo (artículo 4.2 LEF), sin perjuicio de que
deban serlo también cualesquiera «personas que sean titulares de derechos o intereses legítimos y
directos cuya identificación resulte del expediente y que pueden resultar afectados por la
resolución que se dicte», de acuerdo con lo dispuesto, con carácter general, por el artículo 8 LPAC.
Ahora bien, la participación en el procedimiento o expediente expropiatorio variará según cuál
sea su condición respecto de los bienes, derechos e intereses patrimoniales afectados. Por ello,
deben distinguirse los siguientes supuestos:
A. Propietarios o titulares del derecho
Las actuaciones del expediente expropiatorio se entenderán, en primer lugar, con el propietario
de la cosa o titular del derecho objeto de la expropiación (artículo 3 LEF). A tal efecto, como señala
el artículo 3.2 LEF, se considerará propietario o titular a quien con este carácter conste en
registros públicos que produzcan una presunción de titularidad que sólo pueda ser destruida
judicialmente, o, en su defecto, a quien aparezca con tal carácter en registros fiscales o, en fin, a
quien lo sea pública o notoriamente. Y son registros públicos el Registro de la Propiedad y el
Registro Mercantil, pero también otros registros como el de la Propiedad Intelectual y el de la
Propiedad Industrial, e, incluso, otros más especiales, como el Registro Minero.
La inscripción en el Registro de la Propiedad crea una presunción de titularidad en favor del
sujeto inscrito, de manera que, para que los bienes expropiados se puedan inscribir en el mismo,
será necesario que el expediente se sustancie con quien figure como dueño en dicho Registro
(artículo 32.2 LH).
B. Arrendatarios de inmuebles rústicos y urbanos
Los arrendatarios de bienes inmuebles rústicos y urbanos, así como los aparceros (dada su
asimilación a los arrendatarios de fincas rústicas), tienen derecho a una indemnización
independiente de la del propietario, razón por la cual se dispone que «se iniciará para cada uno de
los arrendatarios el respectivo expediente incidental para fijar la indemnización que pueda
corresponderle» (artículo 4.1 LEF).
C. Titulares de derechos reales y de intereses económicos directos
Los titulares de derechos reales (caso, por ejemplo, de que la finca objeto de expropiación esté
gravada con un usufructo o una servidumbre), así como los titulares de intereses económicos
directos sobre la cosa (incluido el precarista), también tienen derecho a participar como
interesados en el procedimiento expropiatorio. La razón es clara. El artículo 8 LEF (y artículos 8 y
9 REF) dispone que «la cosa expropiada se adquirirá libre de cargas» (con lo que, lógicamente, se
facilita a la Administración expropiante el cumplimiento de la finalidad que justifica la
expropiación), sin perjuicio de que se pueda conservar algún derecho real si es compatible con el
nuevo destino que haya de darse al bien y existe acuerdo entre el expropiante y el titular del
derecho. Por consiguiente, cuando existan varias titularidades (usufructos, servidumbres, etc.)
sobre el objeto expropiado, como regla general todas ellas se extinguirán, debiéndose «remplazar»
por una indemnización, o, como dice el artículo 8.1 REF, convirtiéndose «por ministerio de la Ley,
en derechos sobre el justo precio». Y esto mismo explica que el Código civil prevea la imputación
del justiprecio pagado por la expropiación al pago del usufructo (artículo 519), del censo (artículos
1627 y 1631), o de la hipoteca (artículo 1877 y artículos 109 y 110 LH).
Ahora bien, a diferencia de los arrendatarios, estos titulares secundarios deberán hacer valer sus
derechos sobre el justo precio minorando la indemnización que corresponda al propietario, sin
intervención de la Administración expropiante (artículo 6.2 REF). Por ello, en caso de desacuerdo,
la Administración consignará el importe total de la indemnización en la Caja General de
Depósitos, quedando remitida la decisión final sobre el reparto al correspondiente proceso civil
entre los interesados.
4. Otros interesados
También podrá participar en el procedimiento expropiatorio el Ministerio Fiscal, dadas las
funciones que le corresponden de promover la justicia en defensa de la legalidad, de los derechos
de los ciudadanos y del interés público (artículo 124 CE). Ahora bien, esta participación sólo se
producirá cuando, a tenor de lo dispuesto en el artículo 5 LEF, concurra alguno de los siguientes
supuestos: cuando no comparecieren en el procedimiento los propietarios o titulares conocidos,
una vez efectuada la publicación a que se refiere el artículo 18 LEF; cuando los mismos estuvieren
incapacitados y no tuvieran tutor o persona que les represente; y, cuando la propiedad fuera
litigiosa, es decir, cuando varios interesados discutiesen sobre a quién de ellos pertenece la
titularidad del bien expropiado (aunque, en realidad, el Ministerio fiscal sólo debe intervenir si no
comparece alguno de los interesados que participan en el litigio).
Asimismo, la participación se extiende a quienes presenten títulos contradictorios sobre el objeto
que se trata de expropiar. Sin perjuicio de que, como acabamos de decir, en tal caso está prevista
la intervención del Ministerio Fiscal, el derecho a participar en el procedimiento expropiatorio de
quienes ostenten títulos contradictorios lo es con el único fin de poder presentar alegaciones para
discutir la necesidad o no de la expropiación del bien y el precio que se ha de pagar como
indemnización expropiatoria. Quiere decirse, pues, que en el procedimiento expropiatorio no se
entrará a conocer de la cuestión puramente civil de quién es efectivamente el propietario o titular
del bien o derecho, ya que dilucidar tal cuestión corresponde a la jurisdicción civil. Y de ahí, como
ya hemos dicho, que, en tales casos, la indemnización que haya de pagar la Administración quede
consignada en la Caja General de Depósitos, hasta que se determine a quién corresponde la
titularidad.
Cabe, en fin, que en el procedimiento participen los administradores de los bienes objeto de
expropiación cuando los mismos se encuentren pendientes de resolución judicial o cuando no
puedan ser enajenados sin autorización judicial y el juez haya designado un administrador
encargado de su gestión. En tales casos, el precio indemnizatorio se depositará a disposición de la
autoridad judicial, a fin de que le dé el destino que proceda.
Por último, dado que, según establece el artículo 7 LEF, «las transmisiones de dominio o de
cualesquiera otros derechos o intereses no impedirán la continuación de los expedientes de
expropiación forzosa», en el procedimiento se subrogará el nuevo titular en las obligaciones y
derechos (aunque para que así suceda será preciso que se ponga en conocimiento de la
Administración el hecho de la transmisión y el nombre y domicilio del nuevo titular).
IV. LA CAUSA EXPROPIANDI
Nos consta ya que la llamada causa expropiandi es una de las garantías fundamentales de la
expropiación. En la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 quedó
afirmado que sólo podría expropiarse «cuando la necesidad pública legalmente comprobada, lo
exija claramente». E, igualmente, el artículo 172 de la Constitución de 1812 dispuso que la
expropiación sólo sería posible «para objeto de conocida utilidad común», reiterándose dicha
exigencia, en los mismos o parecidos términos, en todas las normas constitucionales siguientes,
incluido el Código Civil, que expresamente se refiere a la «justificada utilidad pública» de toda
expropiación (artículo 349).
La necesidad de que concurra una causa específica que justifique la privación de un bien o
derecho patrimonial reside en el hecho de que la expropiación no es ni puede ser nunca un fin en
sí mismo, sino un medio o instrumento puesto al servicio de la Administración para el
cumplimiento de los fines públicos que le competen. De este modo, toda expropiación se ha de
fundamentar en una causa, sin la cual no se legitimará que los particulares puedan verse privados
de sus bienes y derechos. Y esta causa expropiandi se concreta en la actualidad en la utilidad
pública o interés social del fin al que queda afectado el objeto expropiado (artículos 33.3 CE y 1.1 y
9 LEF). El fin al que se destina el bien expropiado (en concreto, el destino que al mismo se dará) es
el presupuesto básico sin el cual no puede haber expropiación (o si así se quiere decir, sin el cual
la privación será ilegítima).
Utilidad pública o interés social son conceptos jurídicos indeterminados que, sin embargo, no dan
cobijo a cualquier decisión acerca del fin y destino del bien o derecho expropiado. A pesar del
amplio margen que permiten, tales conceptos también comportan límites infranqueables que no
podrán sobrepasarse sin incurrir en infracción de ley o, incluso, de la propia Constitución. Por
tanto, los jueces y tribunales contencioso-administrativos pueden y deben fiscalizar la adecuación
a Derecho del fundamento mismo de la expropiación, haciendo uso de las técnicas ya analizadas
en el capítulo V del tomo I de esta misma obra. Puede recordarse, a este respecto, que hace ya más
de cuatro décadas el Consejo de Estado francés dio decidida entrada al principio de
proporcionalidad como medio de controlar, a la luz de las circunstancias concretas de cada caso,
la procedencia de la declaración de utilidad pública determinante de la expropiación de un
concreto bien. En el arrêt Ville Nouvelle Est , de 28 de mayo de 1971, declaró que «una operación
no puede ser legalmente declarada de utilidad pública más que si los atentados a la propiedad
privada, el coste financiero y eventualmente los inconvenientes de orden social que comporta no
son excesivos con relación al interés que presenta». Poco más tarde, en el arrêt Sociéte civile
Sainte-Marie de l’Assomption , de 20 de octubre de 1972, se completó el test a observar,
generalizándose a partir de entonces la regla llamada del balance costes-beneficios. El
razonamiento para apreciar la legalidad de la declaración de utilidad pública de acuerdo con la
referida regla se desarrolla, en lo sustancial, de la siguiente forma: en primer lugar, se ha de dar
respuesta a si la expropiación proyectada está, de forma concreta, justificada por un interés
público (por ejemplo, si la expropiación proyectada para la construcción de una escuela
suplementaria o para la ampliación de una dependencia municipal está justificada por el aumento
de niños o por el aumento de los servicios municipales); si la respuesta es afirmativa, habrá que
preguntarse si la expropiación es necesaria, lo que obliga a precisar si la Administración
expropiante dispone de un terreno que haga innecesaria la expropiación, ya que ese terreno
permitiría realizar la operación en condiciones equivalentes; por último, siendo la respuesta
negativa, faltará por apreciar si la expropiación va a entrañar inconvenientes excesivos respecto
de la utilidad que presenta (en definitiva, habrá que valorar si la expropiación proyectada resulta
demasiado costosa tanto desde el punto de vista del coste financiero como del coste social: por
ejemplo, caso del trazado de una carretera que, obligando a expropiar, afecta a un hospital dada
su proximidad, o a un bien ambiental, o a la tranquilidad de una población, existiendo
alternativas a ese trazado sin obligar a expropiaciones mucho más costosas), porque, en el
supuesto de que así fuere, no procederá la declaración de utilidad pública expropiatoria.
La cuestión del control de la declaración de utilidad pública o de interés social, como vamos a ver
seguidamente, guarda directa relación con la forma y medio que debe observarse para adoptarla.
Con carácter general, esta declaración de utilidad pública o interés social, tanto de bienes
inmuebles como de bienes muebles, debe realizarla la ley («deberá hacerse mediante Ley
aprobada en Cortes», puntualiza el artículo 11 LEF para los bienes inmuebles, y «habrá de ser
declarada expresa y singularmente mediante ley en cada caso» dice el artículo 12 LEF, para los
bienes muebles). Con ello parece quererse reforzar la garantía expropiatoria, pero obsérvese que,
justamente por mediar una ley, las posibilidades de someter a control la declaración de utilidad
pública o interés social quedan ampliamente restringidas. Frente a la ley las personas privadas no
están legitimadas para interponer recurso de inconstitucionalidad (ni tampoco pueden demandar
amparo ante el TC), quedando con ello cerrada la posibilidad de que el expropiado pueda
oponerse a la misma. De manera que éste sólo podrá aspirar a que, con ocasión de la impugnación
del acto de declaración de necesidad de ocupación, dentro ya del procedimiento expropiatorio, el
juez o tribunal que conozca del mismo tenga fundadas dudas acerca de la constitucionalidad
misma de la declaración legal que fundamenta la expropiación y acceda a plantear la
correspondiente cuestión de inconstitucionalidad. Como se ve, lo que aparentemente es una
garantía, restringe las posibilidades reales de que los expropiados puedan someter a control la
causa que da sustento a la expropiación.
En todo caso, más allá de su relevancia teórica, la trascendencia práctica del problema en el caso
concreto de las declaraciones de utilidad pública e interés social de las expropiaciones es mucho
menor de lo que aparenta. Por de pronto, la exigencia de que la declaración se haga en virtud de
ley es, en realidad, una regla que sólo en muy contadas ocasiones se ha de observar. Tanto que, a
la vista de las formas alternativas de declaración que la propia LEF establece, bien puede
afirmarse que es una excepción y en forma alguna regla general.
En efecto, en la expropiación de bienes inmuebles, el primer párrafo del artículo 10 LEF dispone
que la utilidad pública «se entiende implícita en todos los planes de obras y servicios del Estado,
Provincia y Municipio» (también hay que añadir, como ya hemos precisado antes, a las
Comunidades Autónomas), de manera que aprobado el plan de obras de acuerdo con las normas
que los disciplinen [por orden ministerial en el caso de un plan o proyecto del Estado: artículo
11.2.a) REF] no será precisa la intervención de la ley. Pero es que, además, tampoco lo será cuando
medie una ley que genéricamente haya declarado de utilidad pública la realización de
determinadas categorías o clases de obras, servicios, concesiones, por cuanto, a partir de esa
declaración legal, cuando sea necesario expropiar un bien inmueble concreto para realizar el fin
bastará con el acuerdo en forma de Real Decreto del Consejo de Ministros o, incluso, del Ministro
competente por razón de la materia (hay que añadir, del Consejo de Gobierno de las Comunidades
Autónomas o del Consejero competente) [artículos 10, segundo inciso, LEF y 11.2.b) REF]. Por
último, aún se prevé un tercer supuesto que evita la necesidad de la concreta declaración de
utilidad pública por ley: a tenor de lo dispuesto en el apartado c) del párrafo 2º del artículo 11 REF,
tampoco será necesaria la promulgación de una ley formal cuando en las disposiciones especiales
que regulen las expropiaciones a las que se refieren los artículos 85 a 97 LEF, se establezca otra
forma distinta para la declaración de utilidad pública.
Algo parecido a lo que se acaba de señalar sucede con los bienes muebles. El mismo artículo 12
LEF, que establece la necesidad de ley, de inmediato matiza que, cuando una ley declare
genéricamente la utilidad pública de expropiar una determinada categoría de bienes, bastará que
tal declaración se haga en cada caso concreto por Decreto del Consejo de Ministros (o del Consejo
de Gobierno autonómico).
De este modo, en todos estos casos (que en la práctica son la mayoría), queda abierta la posibilidad
de que el expropiado pueda impugnar la declaración de utilidad pública o interés social, al
contenerse la misma en una norma reglamentaria o en un acto susceptible de control por los
jueces y tribunales contencioso-administrativos.
V. EL PROCEDIMIENTO EXPROPIATORIO
1. Significado y funcionalidad
Toda expropiación debe materializarse a través de un procedimiento. El procedimiento
expropiatorio aparece como una garantía fundamental frente a la privación del bien o derecho.
Tanto es así que frente a ésta, de no haberse observado el procedimiento previsto, el titular del
bien puede reaccionar con inmediatez ante el juez civil demandando que se le reintegre en su
posesión amenazada o perdida. Sin procedimiento, o sin sujeción y observancia de los trámites
esenciales del procedimiento, la expropiación deviene en usurpación ilegítima del bien. De ahí
que el artículo 125 LEF establezca que «siempre que sin haberse cumplido los requisitos
sustanciales de declaración de utilidad pública o interés social, necesidad de ocupación y previo
pago o depósito, según proceda, en los términos establecidos en esta Ley, la Administración
ocupare o intentase ocupar la cosa objeto de la expropiación, el interesado podrá utilizar, además
de los demás medios legales procedentes, los interdictos de retener y recobrar para que los jueces
le amparen y, en su caso, le reintegren en su posesión amenaza o perdida».
Por tanto, la falta de procedimiento o el incumplimiento de sus trámites esenciales determinan
que la acción de la Administración ni siquiera se pueda beneficiar de la presunción de validez de
la que, con carácter general, gozan sus actos. Sencillamente, equivale a una actuación de hecho, al
margen por completo del Derecho, lo que explica que queden abiertas las puertas a la
intervención del juez civil.
La LEF regula el procedimiento expropiatorio y sus fases y trámites esenciales, sin perjuicio de
que, para determinados tipos específicos de expropiaciones, el procedimiento quede modulado
con mayor o menor intensidad. Por ello, junto al procedimiento ordinario (o general), se
configuran otros procedimientos especiales, incluido el llamado procedimiento de urgencia.
2. El procedimiento ordinario
El procedimiento expropiatorio se desarrolla en tres fases fundamentales. En la primera, llamada
fase de declaración de necesidad de ocupación, el procedimiento tiene por objetivo concretar los
bienes objeto de expropiación. La segunda fase está dirigida a fijar la indemnización
expropiatoria o justiprecio. En la tercera, se ha de proceder al pago que posibilitará la ocupación
del bien expropiado.
A. La declaración de necesidad de ocupación
La declaración de utilidad pública o interés social es el presupuesto legitimador de la
expropiación. Pero esa declaración no concreta por sí misma los bienes que han de ser
expropiados. Esa concreción es, justamente, la primera función que cumple el procedimiento
expropiatorio. Una función que se lleva a cabo a través de los siguientes trámites (artículos 15 a 23
LEF).
El beneficiario de la expropiación (que lo será la Administración expropiante o, en su caso, el
particular beneficiario) ha de relacionar, de manera concreta e individualizada, los bienes que se
consideren de necesaria expropiación. Esos bienes han de ser los «estrictamente indispensables
para el fin de la expropiación», si bien queda abierta la posibilidad de que puedan incluirse
también otros para previsibles ampliaciones de la obra o finalidad de que se trate (artículos 15 y
17 LEF). Fijada la relación de bienes, se abrirá el trámite de información pública durante quince
días (artículo 18 LEF), que, una vez anunciado, permite a cualquier persona aportar por escrito los
datos oportunos para rectificar posibles errores y, asimismo, para oponerse, por razones de fondo
o de forma, a la necesidad de ocupación (artículo 19 LEF). Finalizado el trámite de información
pública y a la vista de las alegaciones formuladas, el órgano administrativo que tramita el
procedimiento resolverá adoptando el llamado acuerdo de necesidad de ocupación, en el que se
detallarán los bienes y derechos afectados y sus titulares (artículo 20 LEF). Y el acuerdo habrá de
ser publicado y, además, notificado individualmente a los interesados en el procedimiento
expropiatorio en la parte que les afecte (artículo 21 LEF).
La declaración de necesidad de ocupación permite que cualquier persona pueda alegar sobre la
pertinencia de la ocupación de los bienes atendiendo al fin que con la expropiación se persigue. Y,
en particular, que los interesados (titulares de bienes y derechos afectados) pueden cuestionar,
incluso, la misma utilidad pública o interés social que sirve de fundamento a la concreta
ocupación acordada. A este respecto, tanto unos como otros pueden impugnar o recurrir el
acuerdo de necesidad de ocupación en vía administrativa (mediante recurso de alzada o de
reposición, según el órgano que lo haya dictado) e, incluso, ante la jurisdicción contenciosoadministrativa,
ya que, a pesar del tenor literal del artículo 23 LEF («contra la resolución del
recurso [administrativo] no cabrá reclamar en la vía contencioso-administrativa»), ha quedado
definitivamente establecido por la jurisprudencia que esa prohibición no es conciliable con el
derecho a la tutela judicial efectiva (artículo 24.1 CE) y el control jurisdiccional pleno de los actos
de la Administración (artículo 106.1 CE), por lo que debe considerarse derogado directamente por
la Constitución.
El justiprecio puede quedar fijado por mutuo acuerdo entre el expropiante y el expropiado. Se
trata de la forma preferente que establece la LEF, aunque no sea frecuente en la práctica. Su
artículo 24 prevé que la Administración expropiante y el expropiado puedan convenir la
transmisión de los bienes sujetos a expropiación por mutuo acuerdo (también denominado
«adquisición amistosa»), en cuyo caso se dará por concluido el expediente expropiatorio. Y el
artículo 25 regula los trámites a seguir conducentes al mismo, que necesitará, en todo caso, de la
correspondiente resolución del órgano competente en el procedimiento expropiatorio. En
concreto, el plazo para alcanzar un acuerdo sobre el justiprecio es de quince días, transcurrido el
cual sin alcanzarlo se iniciará sin más demora el trámite de fijación del mismo, No obstante, la
iniciación de la pieza separada de fijación del justiprecio no impide que pueda llegarse a un
acuerdo amigable antes de que se decida sobre el mismo por el Jurado Provincial de Expropiación.
Para la fijación del justiprecio se deben observar una serie de trámites que comienzan con la
apertura para cada expropiado de una llamada pieza separada, sin perjuicio de las reglas de los
artículos 26 y 27 LEF (en concreto, la pieza será única cuando el objeto de la expropiación
pertenezca en comunidad a varias personas o cuando varios bienes constituyan una unidad
económica). Abierta la pieza separada, la Administración requerirá al expropiado para que en el
plazo de veinte días presente la «hoja de aprecio», que no es otra cosa que la estimación motivada
y, en su caso, apoyada en informes periciales, del valor del objeto que se expropia, pudiendo
aducir, al respecto, cuantas alegaciones estime pertinentes (artículo 29.1 LEF). Y la Administración
habrá de aceptar o rechazar dicha valoración en igual plazo de veinte días. Si la acepta quedará
definitivamente fijada la indemnización. En caso contrario, procederá a formular su propia hoja
de aprecio, que notificará al expropiado para que, en el plazo de diez días, manifieste si la acepta o
la rechaza. De rechazarse, el asunto pasa al Jurado Provincial de Expropiación, el cual procederá a
fijar el justiprecio mediante decisión ejecutoria, si bien deberá hacerlo dentro de los límites
establecidos en las respectivas hojas de aprecio que, por lo demás, vinculan a quienes las han
formulado.
La LEF fija unas cuantas reglas para la valoración del bien o derecho, comenzando por la que
exige que la valoración del bien o derecho quede referida al momento de inicio del expediente de
justiprecio (o pieza separada) y sin que en la misma puedan tenerse en cuenta las plusvalías que
sean consecuencia directa del proyecto de obra que motiva la expropiación (artículo 36.1 LEF).
Tampoco se tendrán en cuenta las mejoras realizadas en el bien en un momento posterior al de la
iniciación de la pieza separada, salvo que se demuestre que tales mejoras eran indispensables
para la conservación de los bienes y no se hayan realizado de mala fe, en cuyo caso serán
indemnizables (artículo 36.2 LEF).
A partir de estas premisas, dado que el justiprecio debe ser integral (cubriendo la totalidad de
daños y perjuicios patrimoniales) y ajustado al valor real que tenga el bien o derecho (o valor de
sustitución), la LEF fija algunos criterios para la determinación de ese valor. Se establece así que
deberá estarse a los valores fiscales de los bienes, aunque no sólo, ya que esas valoraciones
fiscales habrán de ponderarse con los valores de mercado (para lo cual, por ejemplo, se puede
tener en cuenta el valor en venta de bienes inmuebles similares) o, incluso, con otros valores. Por
tanto, los criterios de tasación que para los diferentes tipos de bienes y derechos fijan los artículos
38 y siguientes LEF (para solares, artículo 38; para las participaciones en el capital de empresas
mercantiles, artículo 40; para concesiones administrativas, artículo 41; etc.) no impiden la
aplicación complementaria de otros criterios. El artículo 43 LEF lo advierte expresamente: «Si la
evaluación practicada por las normas que en aquellos artículos se fijan no resultase, a su juicio,
conforme con el valor real de los bienes y derechos objeto de la expropiación, por ser éste
superior o inferior a aquélla», tanto el expropiado como la Administración podrán dar entrada a
otros criterios complementarios de tasación. E, igualmente, podrá hacerlo el correspondiente
Jurado Provincial de Expropiación «cuando considere que el precio obtenido con sujeción a las
reglas de los anteriores resulte notoriamente inferior o superior al valor real de los bienes,
haciendo uso de los criterios estimativos que juzgue más adecuados». En definitiva, se reconoce
un amplio margen para dar aplicación a criterios de valoración complementarios de los
expresamente previstos, a fin de corregir en lo necesario los resultados alcanzados cuando se
constate que no reflejan el valor real o, si se quiere así decir, el valor de sustitución del bien
expropiado, si bien, el apartado 2 del mismo artículo 43, tras su modificación por la disposición
adicional 5ª del TRLSRH (aprobado por Real Decreto Legislativo 7/2015, de 30 de octubre), ha
establecido que dicho régimen estimativo «no será en ningún caso de aplicación a las
expropiaciones de bienes inmuebles, para la fijación de cuyo justiprecio se estará exclusivamente
al sistema de valoración previsto en la ley que regule la valoración del suelo» y, además, «solo será
de aplicación a las expropiaciones de bienes muebles cuando éstos no tengan criterio particular
de valoración señalado por leyes especiales».
Al justiprecio resultante se le añadirá el llamado premio de afección, consistente en incrementarlo
en un 5 por ciento, tratando con ello de compensar el quebranto moral se presupone que conlleva
la expropiación del bien o derecho (artículo 47 LEF).
C. Pago y ocupación
Concluida la pieza separada de fijación del justiprecio, el pago de la indemnización debe
realizarse en el plazo máximo de seis meses (artículo 48.1 LEF). Si el expropiado rehúsa recibir la
cuantía correspondiente, o si existe litigio entre los interesados y la Administración, ésta
procederá a consignar el justiprecio en la Caja General de Depósitos a disposición de la autoridad
o Tribunal competente (artículo 50.1 LEF). Y, en todo caso, aunque exista litigio, el expropiado
tiene derecho a que se le entregue la indemnización hasta el límite en que exista conformidad con
la Administración, quedando subordinada dicha entrega provisional al resultado final del litigio
(artículo 50.2 LEF).
El pago o la consignación permiten la ocupación del bien o el ejercicio del derecho expropiado.
Con la ocupación se transmite el dominio del bien o la titularidad del derecho y su formalización
en el acta de ocupación es título bastante para proceder a la inscripción en el Registro de la
Propiedad y en cualesquiera otros Registros públicos.
A lo dicho debe añadirse que, aun cuando beneficiario de la expropiación no lo sea la Administración
expropiante, ésta también deberá suscribir (junto al beneficiario y al expropiado) las actas de pago y
ocupación que se presenten en el Registro para la inscripción del bien expropiado. La resolución de
la Dirección General de los Registros y del Notariado, de 8 de octubre de 2012 (publicada en el BOE de
2 de noviembre) lo ha aclarado en estos términos: «De conformidad con lo dispuesto en el artículo 2
de la Ley de Expropiación, la expropiación forzosa sólo podrá ser acordada por el Estado, la
Provincia y el Municipio. En su virtud —aunque puedan beneficiarse de la expropiación, por causa
de utilidad pública, las entidades y concesionarios a los que se reconozca legalmente esta condición
—, las actas de pago y de ocupación que deben ser presentadas en el Registro para la inscripción de
un bien expropiado deben de estar suscritas por el representante legal del organismo expropiante,
ello sin perjuicio de la persona expropiada y de la entidad beneficiaria, debidamente representada».
D. La demora en hacer efectiva la indemnización y la técnica de la retasación
Para el caso, nada infrecuente, de que se produzcan retrasos tanto en la fijación del justiprecio
como en el pago del mismo, la LEF prevé las siguientes consecuencias: si se produce un retraso
indebido en la fijación del justiprecio (seis meses), la Administración deberá abonar al expropiado
el interés legal del justiprecio por el periodo que transcurra entre el momento en que debió
quedar fijado y el momento en que efectivamente lo haya sido (artículo 56 LEF); y si el retraso lo
es en el pago del justiprecio (también seis meses), la consecuencia es idéntica a la de demora en la
fijación del justiprecio (artículo 57 LEF).
El dies a quo (inicio del cómputo del plazo de seis meses) es la fecha de iniciación del expediente
expropiatorio (que, a su vez, comienza en el momento en que adquiere firmeza el acuerdo de
necesidad de ocupación), y el dies a quem el de la fecha en la que el Jurado Provincial de
Expropiación fija definitivamente el justiprecio (por tanto, entre el acuerdo de necesidad de
ocupación, una vez firme, y el acuerdo del Jurado fijando el justiprecio, no deben transcurrir más
de seis meses si se quiere evitar el interés de demora sobre la cuantía fijada como justiprecio).
Pero cuando la demora lo es en el pago, el plazo de seis meses se cuenta desde el momento en que
queda fijado el justiprecio (bien por mutuo acuerdo o por decisión ejecutoria del Jurado).
Ahora bien, si se producen retrasos más amplios, los intereses demora no bastan para mantener el
principio de indemnidad del expropiado. De ahí que el artículo 58 LEF, tras la modificación
efectuada por la disposición final 2ª.3 de la Ley 17/2012, de 27 de diciembre, prevea que cuando
hayan transcurrido cuatro años sin haberse procedido al pago o a su consignación, se procederá a
una nueva evaluación de los bienes o derechos. Es lo que se denomina retasación, cuya finalidad
es evitar la desvalorización de la indemnización establecida, aunque importa destacar que no se
trata de una mera actualización del justiprecio, sino de la fijación de uno nuevo. Por lo demás,
dado que la jurisprudencia considera que hacer efectiva la retasación es una facultad que
corresponde ejercer al expropiado (por ejemplo, STS de 4 de julio de 2012), el mismo artículo 58,
párrafo 2º, ha establecido que una vez efectuado el pago o realizada la consignación, aunque
haya transcurrido el plazo de cuatro años, no procederá el derecho a la retasación , con lo que
queda definitivamente aclarado que el mero transcurso del plazo no impone la retasación, siendo
preciso que ésta se inste, pues, de no hacerse así, el pago o consignación, aunque sea
extemporáneo, elimina el derecho a la misma.
3. El procedimiento de urgencia
El procedimiento ordinario queda ampliamente modulado en algunas de sus reglas
fundamentales cuando la Administración procede a declarar urgente la expropiación.
Expropiación urgente, o, mejor, ocupación urgente de los bienes o derechos objeto de
expropiación que puede declararse con independencia de cuáles sean esos bienes o derechos y
cualquiera que sea la causa expropiandi destino que se dará a los mismos. Aunque su origen se
encuentra en la Ley de 7 de octubre de 1939, como consecuencia de la necesidad de reconstruir el
país, tras la guerra civil de 1936-1939, en 1954, cuando se aprobó la LEF, a pesar de que ya habían
pasado las necesidades urgentes de intervención estatal que motivaron su creación, se decidió
mantener este procedimiento de urgencia y así figura en el artículo 52 de la referida Ley.
El artículo 52 LEF caracteriza a la urgencia como un supuesto excepcional que, además, debe ser
declarada por acuerdo del Consejo de Ministros (también, por el Consejo de Gobierno de la
correspondiente Comunidad Autónoma, en el ámbito de sus competencias). Sin embargo, de
inmediato ha de advertirse que esa excepcionalidad no es tal en la práctica expropiatoria, dada la
frecuencia con la que se apela a la misma sin que, por lo demás, los tribunales contenciosoadministrativos
hayan logrado corregirla. Además, no pocas leyes sectoriales han dado entrada a
declaraciones genéricas de urgencia para determinados tipos de obras (por ejemplo, así lo hizo el
artículo 27.4 de la Ley 32/2003, de 3 de noviembre, General de Telecomunicaciones, y lo reitera el
artículo 29.4 de la vigente Ley 9/2014, de 4 de mayo, en relación con la expropiación de bienes
necesarios para instalar redes públicas de telecomunicaciones cuyos titulares asumen
obligaciones de servicio público). Tanto es así que, en realidad, el procedimiento de urgencia se ha
convertido, en gran medida, en el verdadero procedimiento ordinario, cambiando radicalmente
las reglas y trámites a observar.
En el procedimiento de urgencia se prescinde del trámite de declaración de necesidad de
ocupación de los bienes, ya que el mismo se considera cumplido con la aprobación del proyecto y
replanteo de las obras que motivan la expropiación, así como con los reformados posteriores que
puedan adoptarse, lo que, por tanto, da derecho a la ocupación inmediata.
La notificación para proceder al levantamiento del acta previa de ocupación debe realizarse a los
interesados con una antelación mínima de ocho días y, personados el día y hora anunciados en la
finca de que se trate el representante de la Administración y los propietarios y demás interesados
(todos ellos acompañados, en su caso, de peritos y un notario), se procede a la levantar el acta,
haciendo constar en la misma todas las manifestaciones y datos aportados por las partes que ayuden
a determinar los derechos afectados, sus titulares, el valor de los mismos y los perjuicios derivados
de la urgente e inmediata ocupación.
Además, la ocupación no viene precedida del pago del justiprecio expropiatorio. Más aún, ni tan
siquiera se procede a la fijación del justiprecio, que queda diferida a un momento ulterior. De
manera que para materializar la ocupación, a la Administración le basta con proceder al depósito
del valor estimatorio y provisional que ella misma fija en las hojas de depósito previo a la
ocupación y a abonar o consignar la indemnización (también provisional) por los perjuicios
derivados de la inmediata ocupación. En consecuencia, se produce una profunda alteración del
iter procedimental ordinario, pues, las fases de fijación del justiprecio y pago del mismo quedan
pospuestas a la ocupación. Es ésta la que precede al pago y no al revés, lo que, de todas formas,
obliga a que, una vez fijado el justiprecio, se proceda a la indemnización por demora (artículo 56
LEF), considerando como fecha inicial del cómputo del plazo el día siguiente al de la ocupación.
Por último, aunque el artículo 56.2 REF establece que el acuerdo por el que se declara urgente la
ocupación de los bienes no es susceptible de recurso alguno, la jurisprudencia ha concluido que
esa exclusión no es conciliable con el derecho fundamental que garantiza el artículo 24.1 CE
(derecho a la tutela judicial efectiva) y que, por tanto, el acuerdo del Consejo de Ministros
declarando la urgencia es impugnable (entre otras, SSTS de 25 de octubre de 1982, 6 de junio de
1984, 30 de septiembre de 1992, 19 de septiembre de 1994, etc.).
4. Los procedimientos especiales
Junto al procedimiento ordinario, con las modulaciones que en el mismo introduce la declaración
de expropiación urgente, la LEF prevé algunos procedimientos especiales, tanto por razón de las
características de los bienes y objeto de la expropiación como por los sujetos intervinientes o por
la propia extensión material de la operación expropiatoria. Más aún. También la legislación
sectorial ha ido incorporando nuevos procedimientos (en el sector ferroviario, en el de la energía
eléctrica e hidrocarburos, en materia de telecomunicaciones, en materia de montes, etc.), sin
olvidar las particularidades derivadas de las expropiaciones urbanísticas como uno de los medios
de ejecución de los planes urbanísticos, o como instrumento para la ejecución de los sistemas
generales, o, en fin, como medio al servicio de incrementar los patrimonios públicos del suelo.
La LEF prevé, asimismo, procedimientos especiales para la expropiación de zonas o grupos de
bienes (artículos 59 ss.), por incumplimiento de la función social de la propiedad (artículos 71 ss.),
por razón del valor artístico, histórico y arqueológico de los bienes (artículos 76 ss.), por razón de
urbanismo (artículo 85, aunque se trata de una mera remisión a lo que se disponga en la
legislación urbanística y en la de régimen local), por razón de que la expropiación dé lugar al
traslado de poblaciones (artículos 86 ss.) y por causa de colonización o de obras públicas (artículos
97 y 98).
VI. EL DERECHO DE REVERSIÓN
La expropiación sólo se legitima por razón del destino que ha de darse a los bienes o derechos
objeto de la privación (como ya sabemos, un fin de utilidad pública o interés social). A partir de
este presupuesto, fácilmente se comprende que, frustrado ese destino y desaparecida, por tanto, la
causa expropiandi, el acto expropiatorio devenga inválido e ineficaz. Esta desaparición
sobrevenida de la causa expropiandi explica y justifica que se reconozca al expropiado el llamado
derecho de reversión de los bienes o derechos expropiados. Se trata, por tanto, de una garantía
más de los expropiados, cuya efectividad queda circunscrita a que concurra alguna de las
circunstancias que establece el artículo 54 LEF. En concreto:
- a que no se ejecute la obra o no se establezca el servicio que motivó la expropiación;
- a que, realizada la obra o establecido el servicio, quede parte sobrante de los bienes
expropiados; y
- a que desaparezca, formalmente o de hecho, la afectación o vinculación de los bienes o
derechos a la obra o servicio que legitimaron la expropiación.
Los señalados supuestos determinantes del surgimiento del derecho de reversión quedaron
corregidos en su alcance tras la redacción dada al artículo 54 LEF por la Ley 38/1999, de 5 de
noviembre, de Ordenación de la Edificación. Y es que, tal como dispone ahora el apartado 2 de
dicho artículo, no habrá derecho de reversión cuando se de alguna de las dos circunstancias
siguientes.
- En primer lugar, cuando simultáneamente a la desafectación del bien al fin que justificó la
expropiación se acuerde una nueva afectación del bien a otro fin de utilidad pública o interés
social, sin perjuicio de que el expropiado o sus causahabientes pueden formular alegaciones
frente a la nueva afectación si estiman que no media causa de utilidad pública, y, asimismo,
solicitar la actualización del justiprecio si no se hubiera llegado a ejecutar la inicial obra o
establecido el servicio correspondiente.
Resulta razonable, en efecto, que manteniéndose la causa de utilidad pública (aunque sea
distinta a la inicial), no surja el derecho de reversión. Otra cosa es que deba actualizarse el
justiprecio, aunque esa actualización se traducirá en el pago del premio de afección resultante
del nuevo justiprecio, de acuerdo con el valor actual del bien. Téngase en cuenta que el
ejercicio del derecho de reversión obliga al beneficiario al pago del justiprecio y que la «nueva
expropiación» (en realidad, la nueva afectación) llevaría a que la Administración expropiante
abonase ese justiprecio más el premio de afección. Es claro, por tanto, que el resultado de la
actualización indemnizatoria no puede ser otro que el pago, en su caso, del premio de
afección determinado con arreglo al valor del bien en el momento mismo en que se produce
el cambio de afectación.
- En segundo lugar, cuando la afectación al fin que justificó la expropiación se prolongue
durante diez años desde la terminación de obra o el establecimiento del servicio.
Mayor relevancia, por la innovación que supone, presenta este segundo supuesto. La
vinculación o mantenimiento del destino del bien durante los diez años siguientes a la
conclusión de la obra o establecimiento del servicio, viene a romper definitivamente el
vínculo originario del bien expropiado con la causa concreta que permitió la privación del
bien. La innovación reside, por tanto, en que con anterioridad a la reforma del artículo 54
LEF, no había plazo alguno que condicionase el ejercicio del derecho de reversión (lo cual, de
todas formas, no dejaba de ser excesivo). En todo caso, el aspecto más discutible es el relativo
al concreto plazo de diez años, pues, con razón, se ha estimado mayoritariamente que debería
haberse establecido otro más amplio (por ejemplo, el mismo plazo previsto para la
prescripción, es decir, treinta años).
En las expropiaciones urbanísticas, el artículo 47 del TRLSRH de 2015 aún ha restringido más el
derecho de reversión cuando se trata de alteraciones de los usos que hubieran motivado la
expropiación del suelo como consecuencia de modificaciones o revisiones de los planes
urbanísticos.
El derecho de reversión habrá de ejercitarse por el expropiado o sus causahabientes en el plazo de
tres meses a contar desde la fecha en que la Administración haya notificado la causa que da lugar
a su surgimiento (desafectación del bien, no ejecución de la obra, etc.). Ahora bien, para el caso de
que no se produzca dicha notificación, el artículo 54.3, párrafo 2º, LEF establece que,
transcurridos determinados plazos de tiempo según los diversos supuestos que pueden
plantearse, el derecho también será susceptible de ser ejercitado. Así sucederá cuando se hubiera
producido un exceso de expropiación o la desafectación del bien o derecho expropiados y no
hubieran transcurrido veinte años desde su toma de posesión; o cuando hubieran transcurrido
cinco años desde la toma de posesión sin iniciarse la ejecución de la obra o la implantación del
servicio; o, en fin, cuando la ejecución de la obra o las actuaciones para el establecimiento del
servicio estuvieran suspendidas más de dos años por causas imputables a la Administración o al
beneficiario de la expropiación, sin que se produjera por parte de éstos ningún acto expreso para
su reanudación.
Para la toma de posesión del bien revertido, es preciso que el reversionista proceda previamente
al pago o consignación de la indemnización.
Lección 3
El capítulo III del título preliminar de la LRJSP, bajo la rúbrica «Principios de la potestad
sancionadora», establece los principios a los que debe ajustarse el ejercicio de la potestad
(artículos 25 a 31). Pero esa regulación material o sustantiva, a diferencia de la unidad que
mantenía la LRJPAC de 1992, no está acompañada de la relativa al procedimiento que deberá
observarse en el ejercicio de dicha potestad. Como ya hemos advertido al estudiar el
procedimiento administrativo (en el capítulo VI del tomo I de esta obra), las reglas del
procedimiento sancionador se contienen en la LPAC, desperdigadas a todo lo largo de la
regulación del procedimiento administrativo común, como meras especialidades en determinados
extremos.
Por otra parte, la Ley 57/2003, de 16 de diciembre, ha añadido un nuevo Título XI a la LBRL de
1985, sobre tipificación de infracciones y sanciones por las Entidades locales.
II. PRINCIPIOS ORDENADORES DE LA POTESTAD SANCIONADORA
Hasta la aprobación de la LRJPAC en 1992, la ordenación general de la potestad sancionadora de la
Administración aparecía desperdigada a lo largo de una amplía y casuística normativa sectorial, lo
que motivó que jurisprudencia y doctrina, prácticamente al unísono, reclamasen con insistencia la
elaboración y aprobación de una Ley general reguladora del ejercicio de dicha potestad. En todo
caso, la realidad es que tras la aprobación del texto constitucional de 1978 y la interpretación que
de su artículo 25.1 realizó inmediatamente el TC, formando así un importante cuerpo doctrinal,
quedó en parte paliada la necesidad de una ley general que viniera a sancionar el conjunto de
principios a los que debería ajustarse ese ejercicio. Buena prueba de lo que se afirma es que el
Título IX de la LRJPAC no hizo otra cosa que positivizar esa jurisprudencia constitucional,
convirtiendo, incluso, en no pocos extremos, sus propias palabras en preceptos legales. De esta
forma, la trascendencia de la regulación establecida no pasó de ser relativa, al no haber tomado
en consideración la oportunidad de sancionar otras posibles reglas y principios complementarios,
en unos términos más concretos y detallados.
Por lo que se refiere a esa ordenación sustantiva, todos los principios que sancionan los artículos
25 a 31 LRJSP traen causa, en efecto, del artículo 25.1 CE y de la interpretación que del mismo ha
realizado la jurisprudencia constitucional. El referido precepto configura como derecho
fundamental el derecho a la legalidad frente al ejercicio del ius puniendi del Estado, comprensivo,
por tanto, de las sanciones penales y también de las sanciones administrativas. Ello explica que
tanto unas como otras deban adecuarse a unos principios comunes, si bien, a partir de los mismos,
el Derecho penal y el Derecho administrativo sancionador presentan diferencias importantes,
tanto desde el punto de vista de la configuración de los ilícitos, como desde la perspectiva de las
garantías en la imposición de las sanciones, que en el caso de las administrativas alcanzan menor
intensidad.
1. Principio de legalidad: tipicidad y reserva de ley
Establece el artículo 25.1 y 2 LRJSP que la potestad sancionadora de las Administraciones Públicas
se ejercerá cuando haya sido expresamente reconocida por una norma con rango de ley y que ese
ejercicio corresponderá a los órganos administrativos que la tengan expresamente atribuida por
disposición de rango legal o reglamentario. Queda así reiterado el principio de legalidad de las
infracciones y de las sanciones que proclama el artículo 25.1 CE («nadie puede ser condenado o
sancionado por acciones u omisiones que en el momento de producirse no constituyan delito, falta
o infracción administrativa, según la legislación vigente en aquel momento») y que, desde la
perspectiva de los ciudadanos, se configura como un verdadero derecho subjetivo consistente en
no sufrir sanciones sino en los casos legalmente previstos y en virtud de decisión de la autoridad
que legalmente pueda imponerlas.
Este principio de legalidad conlleva una doble garantía, material y formal, que se concreta,
respectivamente, en los principios de tipicidad o de predeterminación normativa de las conductas
ilícitas y de las sanciones correspondientes, y en el de reserva de ley.
A. Principio de tipicidad de las conductas ilícitas y de las sanciones y prohibición de la
analogía in peius
El principio de legalidad en materia sancionadora impone una garantía material concretada en la
exigencia de que las conductas ilícitas y las sanciones han de estar predeterminadas, con la mayor
precisión posible, en virtud de la correspondiente norma (lex certa). Es el llamado principio de
tipicidad de las infracciones, que obliga a concretar todos los elementos definidores de la conducta
infractora (definición del tipo) y las causas de exclusión de la responsabilidad, así como las
sanciones que se corresponden con las infracciones. Como ha precisado la jurisprudencia
constitucional, la norma punitiva o sancionadora aplicable ha de permitir predecir con suficiente
grado de certeza las conductas que constituyen infracción y el tipo y grado de sanción del que
puede hacerse merecedor quien la cometa (entre otras, SSTC 34/1996, de 11 de marzo, 42/1987, de
7 de abril, 100/2003, de 2 de junio, 229/2007, de 5 de noviembre, 181/2008, de 22 de diciembre, etc.).
El artículo 27 LRJSP lo recuerda claramente: de una parte, en su apartado 1, afirma, en lo que
ahora interesa, que «sólo constituyen infracciones administrativas las vulneraciones del
ordenamiento jurídico previstas como tales por una Ley»; de otra, en el apartado 2, añade que
«únicamente por la comisión de infracciones administrativas podrán imponerse sanciones que, en
todo caso, estarán delimitadas por la Ley».
Cuestión distinta es que la ley pueda siempre y en todo caso garantizar por completo esa precisión
y certeza. El uso de conceptos abiertos, que conllevan cierta indeterminación y permiten mayor o
menor grado de concreción caso por caso, resulta inevitable en muchas ocasiones. De ahí que la
misma exigencia de lex certa se traduzca en realidad en una predeterminación normativa del tipo
infractor que razonablemente permita, como ha señalado la jurisprudencia constitucional, «su
concreción en virtud de criterios lógicos, técnicos o de experiencia» (por ejemplo, SSTC 149/1991,
de 4 de julio o 27/1994, de 27 de enero). Todo ello lleva, además, a que las normas reglamentarias
de desarrollo de la ley tengan un cierto campo de actuación. Lo admite claramente el apartado 3
del mismo artículo 27 LRJSP, al establecer que dichas normas o disposiciones «podrán introducir
especificaciones o graduaciones al cuadro de las infracciones o sanciones establecidas legalmente
que, sin constituir nuevas infracciones o sanciones, ni alterar la naturaleza o límites de las que la
ley contempla, contribuyan a la más correcta identificación de las conductas o a la más precisa
determinación de las sanciones correspondientes».
La reserva de ley no impide , por otra parte, que la ley pueda tipificar como infracción el
incumplimiento de lo dispuesto en normas de rango reglamentario (SSTC 283/2006, de 9 de
octubre o 181/2008, de 22 de diciembre, entre otras). En estos casos, se suele decir que estamos
ante una ley sancionadora «en blanco», pues el supuesto de hecho o parte del mismo se encuentra
previsto en otra norma de rango reglamentario. Estas remisiones vienen admitiéndose siempre
que se sujeten a los requisitos siguientes: el reenvío o remisión ha de ser expreso, ha de estar
justificado en razón del bien jurídico protegido por la norma, y la ley, además de la sanción, ha de
contener el núcleo esencial de la prohibición (en este sentido, por ejemplo, SSTC 127/1990, de 5 de
julio y 93/1992, de 11 de junio).
Asimismo, la jurisprudencia constitucional y la del TS han extraído del principio de tipicidad (y,
complementariamente, del principio de seguridad) la fundamental consecuencia de que la
tipificación de infracciones y sanciones debe ser objeto de una interpretación restrictiva,
excluyendo cualesquiera interpretaciones extensivas o analógicas. Y el legislador, en el artículo
27.4 LRJSP, no hace otra cosa, una vez más, que reiterar esa exigencia constitucional: «Las normas
delimitadoras de infracciones y sanciones no serán susceptibles de aplicación analógica»
La analogía, en efecto, que lleva a la aplicación de la solución prevista por una norma para un
supuesto a otro distinto no regulado por ella (aunque sólo sea posible cuando medie «identidad de
razón»), queda prohibida en materia sancionadora. Ahora bien, debe precisarse (lo que no se hace
en el citado artículo 27.4) que la prohibición alcanza en realidad a la analogía que resulte
perjudicial (in peius). Por el contrario, resulta admisible cuando resulte favorable al infractor
B. Principio de reserva de ley
Junto a la garantía material concretada en las consecuencias dimanantes del principio de
tipicidad, el principio de legalidad impone otra garantía de carácter formal que se concreta en el
rango legal de las normas tipificadoras de las conductas infractoras y las sanciones
correspondientes. Una reserva de ley que alcanza también a la calificación de las infracciones por
su gravedad (SSTC 186/2006, de 19 de junio, y 252/2006, de 25 de julio), así como a la
determinación de los sujetos responsables (STS de 26 de enero de 1998) y a las causas de extinción
de la responsabilidad.
La jurisprudencia constitucional ha centrado la atención en dos cuestiones básicas, aunque sólo
una de ellas ha tenido expreso reflejo, primero en las previsiones de la LRJPAC de 1992, y ahora,
en términos reiterativos, en la nueva LRJSP. Comenzando por ésta, ha de tenerse en cuenta que el
alcance y operatividad de la garantía formal resultante del artículo 25.1 CE no es el mismo en el
ámbito de las sanciones administrativas que en el de las penales (marcándose así una de las
diferencias entre el Derecho Penal y el Derecho Administrativo Sancionador). Por relación a las
sanciones administrativas no sólo no se exige la intervención de la ley orgánica (necesaria, sin
embargo, en el caso de los delitos y penas), sino que la ley puede hacer remisiones al reglamento
siempre que en ella queden suficientemente determinados los elementos esenciales de la conducta
antijurídica y la naturaleza y límites de las sanciones a imponer (entre otras, SSTC 83/1984, de 24
de julio, 42/1987, de 7 de abril, 26/2005, de 14 de febrero, 162/2008, de 15 de diciembre).
La Administración, para cumplir los fines de interés público que tiene encomendados, con cierta frecuencia necesita
disponer de bienes y derechos de titularidad privada. Ante tal necesidad, los contratos pueden permitir adquirir
dichos bienes para destinarlos al fin que justifica su adquisición. Pero este modo de adquirir bienes no siempre será
posible, aunque condicionara el desarrollo de la acción administrativa, además de dificultarla y encarecerla.
Se atribuye a la Administración el poder expropiatorio, éste poder está contemplado en la CE en el art 33, donde se
reconoce el derecho de propiedad privada como derecho fundamental y se añade que: «Nadie puede ser privado de
sus bienes y derechos sino por causa justificada de utilidad pública o interés social, mediante la correspondiente
indemnización y de conformidad con lo dispuesto por las
leyes» (apartado 3). Se reconoce así la potestad expropiatoria al establecerse las garantías de que ninguna persona
podrá verse privada de su propiedad si no media una causa de utilidad pública que justifique la expropiación, si no
percibe una indemnización por la pérdida del bien o derecho y si esa privación no se produce siguiendo un
determinado procedimiento.
La expropiación forzosa se define en la legislación vigente (art 1 de la Ley de Expropiación forzosa de 16 de diciembre
de 1954) como «cualquier forma de privación singular de la propiedad privada o de derechos e intereses
patrimoniales legítimos».
Existe dificultad para saber cuándo se produce ya privación de bienes y derechos calificable como expropiatoria, ya
que el legislador impone limitaciones o deberes patrimoniales al fijar el contenido del derecho de propiedad, Esas
limitaciones no dan derecho a indemnización, ya que es una privación patrimonial de carácter singular.
El concepto de expropiación no se puede desvincular de las garantías fundamentales que deben observarse en el
ejercicio de la correspondiente potestad, ya que esas garantías cuentan con contenido y alcance. La Constitución
sanciona que solo se puede expropiar bajo determinadas condiciones y con procedimiento determinado. Sólo se
puede expropiar si concurre una necesidad publica superior al mero interés individual que legitime el sacrificio del
derecho individual. Pero de acuerdo con el art 33.3 CE solo se puede expropiar mediante la correspondiente
indemnización. La expropiación debe realizarse de conformidad con lo dispuesto en las leyes, asique no será legitima
en el caso de que no se realice conforme a las leyes.
La expropiación tuvo como objeto principal los bienes inmuebles, vinculado directamente a la construcción de obras
públicas. Se explica en el art 1456 como expropiación con venta forzosa, al disponer que la enajenación forzosa por
causas de utilidad pública se regirá por lo que dispongan las leyes especiales.
En 1954, con la LEF se extendía el objeto expropiado a cualesquiera de derechos o intereses patrimoniales legítimos.
La expropiación forzosa ha evolucionado hasta alcanzar a la propiedad privada de bienes y otros derechos e intereses
de carácter patrimonial. No son susceptibles de ser expropiados los bienes de dominio público o demenciales.
La privación expropiatoria puede tener distinto alcance y distintas formas, así se explica en el art 1 de LEF, donde se
enumera distintas formas como: permuta, venta, arrendamiento… esta enumeración no constituye un numerus
clausus, ya que se afirma que la enumeración tiene carácter enunciativo y no excluye la posibilidad de otros distintos.
De acuerdo con el artículo 2 REF, las expropiaciones de facultades parciales del dominio o de
derechos o intereses legítimos patrimoniales se regirán, en cuanto a la extensión, procedimiento y,
en su caso, normas de valoración, por las disposiciones especiales que las regulen, y en lo relativo
a las garantías jurisdiccionales, intervención del Jurado de expropiación, responsabilidad por
demora y reversión, por la LEF y su Reglamento.
III. Sujetos de la expropiación.
1. La Administración expropiante
Expropiante es el «titular de la potestad expropiatoria» y los artículos 2 LEF y 3.2 REF precisan
quiénes son los titulares de dicha potestad: «La expropiación forzosa sólo, podrá ser acordada por
el Estado, la Provincia y el Municipio”. Las Administraciones autonómicas tienen atribuida esta potestad, tal como
prevén los Estatutos de las Comunidades Autónomas también las Entidades locales, además de la provincia, el
municipio y la isla, pueden tenerla atribuida otras entidades [concretamente, las entidades supramunicipales, como
las comarcas o las áreas metropolitanas, y también las mancomunidades.
En consecuencia, todas las Administraciones territoriales pueden hacer uso de la potestad expropiatoria para el
cumplimiento de los fines que entran en el círculo de sus respectivas competencias.
Los órganos de la AGE que tradicionalmente tuvieron atribuida la competencia para la tramitación y resolución de los
expedientes expropiatorios fueron los Gobernadores civiles. Tras la supresión de dichos órganos, la competencia se
atribuyó, como regla general, a los delegados del Gobierno y subdelegados provinciales del Gobierno (así lo establece
ahora el artículo 73.2 LRJSP). Los recursos administrativos contra los acuerdos de expropiación que adopten los
referidos órganos, serán resueltos por el ministro competente por razón de la
materia.
2. El beneficiario de la expropiación.
Beneficiario de la expropiación es la persona pública o privada a quien irán destinados los bienes o derechos objeto
de la misma. Normalmente, beneficiario de la expropiación lo será la Administración expropiante, aunque no
necesariamente, ya que también puede serlo una persona privada.
El artículo 3.1 REF establezca que se entiende por beneficiario: «El sujeto que representa el interés público o social
para cuya realización está autorizado a instar de la Administración expropiante el ejercicio de la potestad
expropiatoria, y que adquiere el bien o derecho expropiado». Los apartados 2 y 3 del mismo expone que cuando sea
por causa de una utilidad pública, podrán ser beneficiarios las entidades y concesionarios a los que se reconozca
legalmente esta condición; mientras que, si la causa es por interés social, el beneficiario podrá serlo cualquier
persona natural o jurídica en la que concurran los requisitos señalados por la Ley especial necesaria a estos efectos.
El art 5.2 REF enumera las facultades y obligaciones del beneficiario: impulsar el procedimiento, formular la relación
de bienes y personas a expropiar, tratar de llegar a un acuerdo sobre el precio del bien expropiado con el expropiado
y, en caso de no alcanzarse, presentar la hoja de aprecio para su evaluación por el Jurado Provincial, y, desde luego,
pagar o consignar la cantidad fijada como justiprecio y las indemnizaciones que procedan, así como responder de las
obligaciones derivadas del ejercicio del derecho de reversión.
3. El expropiado
Cualesquiera personas que ostenten la titularidad de algún derecho afectado por el expediente expropiatorio han de
ser citados expresamente al mismo (artículo 4.2 LEF), sin perjuicio de que deban serlo también cualesquiera
«personas que sean titulares de derechos o intereses legítimos y
directos.
Ahora bien, la participación en el procedimiento o expediente expropiatorio variará según cuál sea su condición
respecto de los bienes, derechos e intereses patrimoniales afectados. Por ello, deben distinguirse los siguientes
supuestos:
Propietarios o titulares de derecho: se considerará propietario o titular a quien con este carácter conste en
registros públicos que produzcan una presunción de titularidad que sólo pueda ser destruida judicialmente, o,
en su defecto, a quien aparezca con tal carácter en registros fiscales o, en fin, a quien lo sea pública o
notoriamente. Y son registros públicos el Registro de la Propiedad y el Registro Mercantil, pero también otros
registros como el de la Propiedad Intelectual y el de la Propiedad Industrial, e, incluso, otros más especiales,
como el Registro Minero.
La inscripción en el Registro de la Propiedad crea una presunción de titularidad en favor del sujeto inscrito
Arrendatarios de inmuebles rústicos y urbanos: Los arrendatarios de bienes inmuebles rústicos y urbanos, así
como los aparceros tienen derecho a una indemnización independiente de la del propietario, razón por la cual
se dispone que «se iniciará para cada uno de los arrendatarios el respectivo expediente incidental para fijar la
indemnización que pueda corresponderle» (artículo 4.1 LEF).
Titulares de derechos reales y de intereses económicos directos: Los titulares de derechos reales, así como los
titulares de intereses económicos directos sobre la cosa también tienen derecho a participar como interesados
en el procedimiento expropiatorio.
El artículo 8 LEF (y artículos 8 y 9 REF) dispone que «la cosa expropiada se adquirirá libre de cargas» sin perjuicio
de que se pueda conservar algún derecho real si es compatible con el nuevo destino que haya de darse al bien y
existe acuerdo entre el expropiante y el titular del derecho. Por consiguiente, cuando existan varias titularidades
sobre el objeto expropiado, como regla general todas ellas se extinguirán, debiéndose «remplazar» por una
indemnización, o, como dice el artículo 8.1 REF, convirtiéndose «por ministerio de la Ley, en derechos sobre el
justo precio»
4. Otros interesados.
El Ministerio Fiscal también puede intervenir en esta actividad, aunque dicha participación solo se producirá
cuando, de acuerdo con el art 5 LEF, concurran una serie de supuestos: cuando no comparecieren en el
procedimiento los propietarios o titulares conocidos, una vez efectuada la publicación a que se refiere el artículo
18 LEF; cuando los mismos estuvieren incapacitados y no tuvieran tutor o persona que les represente; y, cuando
la propiedad fuera litigiosa, es decir, cuando varios interesados discutiesen sobre a quién de ellos pertenece la
titularidad del bien expropiado.
Según establece el artículo 7 LEF, «las transmisiones de dominio o de cualesquiera otros derechos o intereses no
impedirán la continuación de los expedientes de expropiación forzosa», en el procedimiento se subrogará el
nuevo titular en las obligaciones y derechos.
Es una de las garantías fundamentales de la expropiación. En la Declaración de los Derechos del Hombre y del
Ciudadano de 1789 quedó afirmado que sólo podría expropiarse «cuando la necesidad pública legalmente
comprobada, lo exija claramente». E, igualmente, el artículo 172 de la Constitución de 1812 dispuso que la
expropiación sólo sería posible «para objeto de conocida utilidad común», reiterándose dicha exigencia, en los
mismos o parecidos términos, en todas las normas constitucionales siguientes, incluido el Código Civil, que
expresamente se refiere a la «justificada utilidad pública» de toda expropiación.
La necesidad de que concurra una causa específica que justifique la privación de un bien o derecho patrimonial
reside en el hecho de que la expropiación no es ni puede ser nunca un fin en sí mismo, sino un medio o instrumento
puesto al servicio de la Administración para el cumplimiento de los fines públicos que le competen. De este modo,
toda expropiación se ha de fundamentar en una causa, sin la cual no se legitimará que los particulares puedan verse
privados de sus bienes y derechos. Y esta causa expropiandi se concreta en la actualidad en la utilidad pública o
interés social del fin al que queda afectado el objeto expropiado.
El uso de la palabra utilidad pública o interés social son conceptos jurídicamente indeterminados que, permiten un
amplio margen, aunque también tienen unos límites, como son la adecuación a la ley y la Constitución.
En el arrêt Ville Nouvelle Est, declaró que «una operación no puede ser legalmente declarada de utilidad pública más
que si los atentados a la propiedad privada, el coste financiero y eventualmente los inconvenientes de orden social
que comporta no son excesivos con relación al interés que presenta».
Más tarde, en el arrêt Sociéte civile Sainte-Marie de l’Assomption, decía que se generalizaba la regla del balance
costes-beneficios. La regla consistía en: en primer lugar, se ha de dar respuesta a si la expropiación proyectada está,
de forma concreta, justificada por un interés público; si la respuesta es afirmativa, habrá que preguntarse si la
expropiación es necesaria, lo que obliga a precisar si la Administración expropiante dispone de un terreno que haga
innecesaria la expropiación, ya que ese terreno permitiría realizar la operación en condiciones equivalentes; por
último, siendo la respuesta
negativa, faltará por apreciar si la expropiación va a entrañar inconvenientes excesivos respecto
de la utilidad que presenta.
V. PROCEDIMIENTO EXPROPIATORIO
1. Significado y funcionalidad
Todo procedimiento debe materializarse a través de un procedimient. El procedim. expropiatorio aparece como
garantía fundamental frente a la privación del bien o derecho. Frente a esta, el titular del bien puede reaccionar con
inmediatez ante el juez civil demandado que se le reintegre en su posesión amenazada o perdida. Art. 125 LEF.
La LEF regula el procedimiento expropiatorio y sus fases y trámites esenciales. Por ejemplo, junto al procedimiento
ordinario, se configuran otros procedimientos especiales, incluido el procedimiento de urgencia.
2. El procedimiento ordinario
Se desarrolla en tres fases, la primera fase de declaración de necesidad de ocupación, concreta los bienes objeto de
expropiación. La segunda esta dirigida a fijar la indemnización expropiatoria y la tercera se ha proceder al pago que
posibilitará la ocupación del bien expropiado.
La declaración de utilidad pública o interés social es el presupuesto legitimador de la expropiación. Una función que
se lleva a cabo a través de los siguientes trámites:
El beneficiario de la expropiación ha de relacionar los bienes que se consideren de necesaria expropiación. Fijada la
relación de bienes se abrirá un trámite de información pública durante 15 días.
Finalizado el trámite de información pública y a la vista de las alegaciones formuladas, el órgano administrativo que
tramita el procedimiento resolverá adoptando el llamado acuerdo de necesidad de ocupación. Y el acuerdo habrá de
ser publicado y notificado individualmente a los interesados
La declaración de necesidad de ocupación permite que cualquier persona pueda alegar sobre la pertinanencia de la
ocupación de los bienes atendiendo al fin que con la expropiación persigue.
Estará precedida del pago de la indemnización, el art 125 configura a este previo pago o depósito de la indemnización
como una garantía esencial del expropiado.
No será precisa la previa indemnización en los siguientes casos: cuando se trate de requisitos por necesidad
derivadas de acontecimientos catastróficos, cuando se trate de ocupaciones temporales y sobre todo, cuando se
trata de expropiaciones urgentes, en las que la ocupación se produce mediante un simple depósito calculando con
arreglo a lo dispuesto en el art. 52.4 LEF y posponiéndose la fijación del justiprecio y pago a un momento posterior.
El justiprecio puede quedar fijado por mutuo acuerdo. Art 24 prevé que la Admnistración expropiante y el
expropiado pueden convenir la trasmisión de los bienes sujetos a expropiación de mutuo acuerdo, en cuyo caso se
dará por concluido el expediente expropiatorio. Y el art 25 regula los trámites correspondientes al mismo, de la
correspondiente resolución del órgano competente en el procedimiento expropiatorio. En concreto, el plazo para
alcanzar el acuerdo por el justiprecio es de 15 días, trascurrido el cual sin alcanzarlo se inciciará sin más demora el
trámite de fijación del mismo.
Para la fijación del justiprecio se deben observar una serie de trámites que comienzan con la apertura para cada
expropiado de una llamada pieza separada. Abierta la pieza separada, la Administración requerirá al expropiado para
que en el plazo de 20 dias presente la "hoja de aprecio", que es la estimación motivada del valor del objeto que se
expropia, pudiendo aducir cuantas alegaciones estime pertinentes. Y la Administración habrá de aceptar o rechazar
dicha valoración. Si la aceptara quedará fijada la indemnización. Sino, procederá a formular su propia hoja de aprecio,
para que en un plazo de 10 dias diga si la acepta o la rechaza. De rechazarse, el asunto pasa al Jurado Provincial de
Expropiación, el cual procederá a fijar el justiprecio mediante decisión ejecutoria.
La LEF fija unas cuantas reglas para la valoración del bien o derecho, comenzando por la que exige que la valoración
del bien quede referida al momento de inicio del expediente de justiprecio y sin que en la misma puedan tenerse en
cuenta las plusvalías que sean consecuencia directa del proyecto de obra que motiva la expropiación. Tampoco se
tendrán en cuenta las mejoras realizadas en el bien en un momento posterior al de la iniciación de la pieza seoarada.
A partir de esas premisas, dado que el justiprecio debe ser integral y ajustado al valor real que tenga el bien o
derecho, la LEF fija algunos criterios para la determinación de ese valor, arts 38 y ss LEF
C. PAGO Y OCUPACIÓN
Concluida la fijación del justiprecio, el pago de la indemnización debe realizarse en el plazo máximo de 6 meses. El
expropiado tiene derecho a que se le entregue la indemnización hasta el límite en que exista conformidad con la
Administración, quedando subordinada dicha entrega provisional al resultado final del litigio.
El pago o la consignación permiten la ocupación del bien o del ejercicio del derecho expropiado.
Para el caso, de que se produzcan retrasos, si se producen retrasos indebidos en la fijación del justiprecio, la
Administración deberá abonar al expropiado el interés legal del justiprecio por el periodo que trascuarra entre el
momeno en que debió quedar fijado y el momento en que efectiamente lo haya sido; y si el retraso lo es en el pago
del justiprecio, la consecuencia es idéntica a la demora en la fijación del justiprecio.
El dies et quo es la fecha de iniciación del expediente expropiatorio y el dies a quem el de la fecha en la que el Jurado
Provincial de Expropiación fija definitivamente el justiprecio.
Ahora bien, si se producen retrasos más amplios, los intereses demora no bastan para mantener el principio de
indemnidad del expropiado. El art. 58 LEF, prevea que cuando hayan transcurrido 4 años sin haberse procedido al
pago a su consignación, se procederña a una nueva evaluación de los bienes o derechos. Es lo que se denomina
como retrasación cuya finalidad es evitar la desvalorización de la indemnización establecida.
3. El procedimiento de urgencia
Este procedimiento se da cuando la Administración procede a declarar urgente la expropiación, este procedimiento
figara en el art. 52 LEF.
Este artículo carazcteriza a la urgencia como supuesto excepcional que además debe ser declarado por el acuerdo del
Consejo de Ministros. Tanto es así, que este procedimiento se ha convertido, en gran medida, en el verdadero
procedimiento ordinario, cambiando radicalmente las reglas y trámites a observar.
Se prescinde del trámite de declaración de necesidad de ocupación de los bienes, ya que el mismo se considera
cumplido con la aprobación del proyecto y replanteo de las obras que motivan la expropiación, lo que da derecho a la
ocupación inmediata.
Además, la ocupación no viene precedida por el pago del justiprecio expropiatorio. De manera que para materializar
la expropiación, a la Administración le basta con proceder al depósito del valor estimatorio y provisional que ella
misma fija en las hojas de depósito previo a la ocupación y a abortar o consignar la indemnización por los prejuicios
derivados de la inmediata ocupación. En consecuencia, se produce una profunda alteración del iter procedimiento
ordinario, pues, las fases de fijación del justiprecio y el pago de este quedan propuestas a la ocupación.
Aunque el art 56.2 REF establece que el acuerdo por el que se declara urgente la ocupación de los bienes no es
susceptible de recurso alguno, la jurisprudencia ha concluido que esa exclusión no es conciliable con el derecho
fundamental que garantiza el art. 24.1 CE y que el acuerdo del Consejo de Ministros declarando la urgencia es
impugnable.
La LEF prevé algunos procedimientos especiales, tanto por razón de las caraterísticas de los bienes y objeto de la
expropiación como los sujetos intervinientes o por la propia extensión material de la operación expropiatoria.
La LEF también prevé procedimientos especiales para la expropiación de zonas o grupos de bienes, por
incumplimiento de la función social de la propiedad, por razón del valor artístico, histórico y arqueológico de los
bienes, por razón de urbanismo, por razón de que la expropiación dé lugar al traslado de poblaciones y por causa de
colonización o de obras públicas.
La expropiación solo se legitima por razón del destino que se ha de darse a los bienes o derechos objeto de privación.
A partir de esto se comprende que, frustrado ese destino y desaparecida, la causa expropiendi, el acto expropiatorio
devenga inválido e ineficaz. Esta desaparición sobrevenida de la causa expropiandi explica y justifica que se
reconozca al expropiado el llamado derecho de reversión de los bienes o derechos expropiados. Se trata de una
garantía cuya efectividad queda circunscrita a que se concurra alguna de las circunstancias que establece el art. 54
LEF:
• a que, realizada la obra o estableciado el servicio, quede parte sobrante de los bienes expropiados
• a que desaparezca, formalmente o de hecho, la afectación o vinculación de los bienes o derechos a la obra
o servicio que legitimaron la expropiación.
Los señalados supuestos determinantes del surgimiento del dercho de reversión quedaron corregidos tras la
redacción dada al art. 54 LEF por la Ley 38/1999, de 5 de noviembre, de Ordenación de la Edificación. Y como dispone
dicho artículo en su apartado dos, no habrá derecho de reversión cuando se de alguna de las dos circunstancias
siguientes:
I. Cuando simultáneamente a la desafectación del bien al fin que justificó la expropiación se acuerde una
nueva afectación del bien a otro fin de utlidad pública o interés social, asimismo, solicitar la actualización del
justiprecio si no se hubiera llegado a ejecutar la inicial obra o establecido el servicio correspondiente.
II. Cuando la afectación al fin que justificó la expropiación se prologue durante diez años desde la terminación
de obra o el establecimiento del servicio.
El derecho de reversión habrá de ejercitarse por el expropiado o sus causahabientes en el plazo de 3 meses a contar
desde la fecha en que la Administración haya notificado la causa que da lugar a su surgimiento.
La Administración expropiante en cuya titularidad se halle el bien o derecho en el momento en que se solicite la
reversión, o, a la que se encuentre vinculado el beneficiario de la expropiación, deberá resolver sobre la procedencia
de la solicitud, debiéndose tener en cuenta que la devolución o restitución del bien exige, la restitución de la
indemnización expropiatoria percibida, para lo cual, esa indemnización deberá ser actualizada conforme a la
evolución del índice de precios al consumo en el perido comprendido entre la fecha de la iniciación del expediente
de justiprecio y la del ejercicio del derecho de reversión.
Para la toma de posesión del bien revertido, es preciso que el reversionista proceda previamente al pago o
consignación de la indemnización.
Tema 5: SANCIONES ADMINISTRATIVAS
I. La potestad sancionadora de la Administración.
Las administraciones Publicas disponen de potestad sancionadora, eso quiere decir que pueden imponer sanciones
a particulares por la realización de infracciones tipificadas en las leyes y en las normas reglamentarias.
La existencia de esta potestad, permite el ejercicio del ius puniendi del estado al margen del poder judicial, y a su
vez que se pueda revisar a posteriori la sanción administrativa sancionadora. Por ello, se dota al aparato represivo
de mayor eficacia en relación con ilícitos de menor gravedad. El poder sancionador está al servicio de garantizar la
eficacia de las normas que prohíben o imponen conductas que han de materializase de manera instantánea y
respecto de los cuales los demás medios de tutela no siempre resultan efectivos. La amenaza de una inmediata y
efectiva imposición de una sanción puede servir para evitar la comisión de acciones infractoras.
La coexistencia de dos sistemas punitivos como son el administrativo sancionador y el penal es problemático, ya
que una misma conducta se puede tipificar como delito o falta o como infracción administrativa. No hay que olvidar
que en el sistema penal es el poder judicial el que castiga y en el administrativo lo hace el poder ejecutivo.
En el capítulo III del título preliminar del LRJSP, bajo la rúbrica <<Principios de la potestad sancionadora>>,
establece principios a los que debe ajustarse el ejercicio de la potestad. Las reglas del procedimiento sancionador se
contienen en la LPAC, desperdigadas a lo largo de la regulación del procedimiento administrativo común
Establece el art 25.1 y 2 LRJSP que la potestad sancionadora de las Administraciones Publicas se ejercerá cuando
haya sido reconocido por una norma con rango de ley y el ejercicio corresponderá a los órganos que tengan
competencia para ello. El art 25.1 CE dice que: ͞nadie puede ser condenado o sancionado por acciones u omisiones
que en el momento de producirse no constituyan delito, falta o infracción administrativa, según la legislación
vigente en aquel momento͟.
Este principio de legalidad conlleva una doble garantía, material y formal, que se concreta en los principios de
tipicidad o predeterminación normativa de las conductas ilícitas y de las sanciones correspondientes, y en el de
reserva de ley.
A) Principio de tipicidad de las conductas ilícitas y de las sanciones y prohibición de la analogía in peius
El principio de legalidad en materia sancionadora impone una garantía material concretada en la exigencia de las
conductas ilícitas y las sancionadoras que han de estar predeterminadas, con la mayor precisión posible.
Es el llamado principio de tipicidad de las infracciones, que obliga a concretar todos los elementos definidores de la
conducta infractora y las causas de exclusión de la responsabilidad.
Como bien dice el art 27 de la LRJSP, en sus dos apartados: <<solo constituyen infracciones administrativas las
vulneraciones del ordenamiento jurídico previstas por una ley o que, por la comisión de infracciones
administrativas, podrán imponerse sanciones delimitadas por la ley.
El uso de conceptos abiertos, produce cierta indeterminación, por ello se elige la lex carta, para que exista y se
pueda garantizar precisión y certeza.
La reserva de ley no impide que la ley pueda tipificar como infracción el incumplimiento de los dispuesto en normas
de rango reglamentario. Se habla de una ley sancionadora <<en blanco>> cuando el supuesto de hecho se
encuentra en otra norma de rango reglamentario. La remisión tiene que sujetarse a estos requisitos: el reenvío o
remisión ha de ser expreso, ha de estar justificado en razón del bien jurídico protegido por la norma, y la ley, ha de
contener el núcleo esencial de la prohibición.
El principio de legalidad impone otra garantía de carácter formal que se concreta de en el rango legal de las normas
tipificadoras de las conductas infractoras y las sanciones correspondientes. Una reserva de ley que alcanza también
la calificación de las infracciones por su gravedad, así como a la determinación de los sujetos y a las causas de
extinción de la responsabilidad.
- En primer lugar, a las previsiones de la LRJPAC de 1992, ahora la LRJSP. Hay que tener en cuenta el alcance y
operatividad de la garantía formal del art 25.1 CE, respecto al ámbito de las sanciones administrativas que no es el
mismo que el de las penales.
En las sanciones administrativas se exige la intervención de una ley orgánica y que la ley pueda hacer remisiones al
reglamento siempre que queden determinados los elementos esenciales de la conducta antijuridica y la naturaleza
y límites de las sanciones a imponer.
-En segundo lugar, en relación con la garantía formal, respecto a la incidencia de la reserva de ley en la normativa
sancionadora preconstitucional. La jurisprudencia considera que, dado que la reserva de ley no incide en
disposiciones o actos promulgados, las normas preconstitucionales no han quedado derogadas por no contar con el
rango necesario.
La CE impone la derogación de esas normas en cuanto a los efectos deslegalizadores. La reserva de ley no ha
derogado el sistema normativo preconstitucional que no se adecue a la misma, aunque no es menos cierto que lo
ha congelado, sin que en el mismos puedan introducirse modificaciones que no estén amparadas por una norma
con rango de ley.
La reserva de ley se flexibiliza cuando se proyecta al ámbito sancionador municipal. Las entidades locales también
disponen de potestad sancionadora, y que, a pesar de carecer de potestad legislativa, puede prever infracciones y
clases de sanciones.
La ley no puede agotar la regulación de las infracciones y sanciones de que se trate, pero debe fijar los criterios
mínimos de antiijuriidad conforme a los cuales cada Ayuntamiento puede establecer las ordenanzas municipales.
En los artículos 139 a 141 LBRL, que estaban bajo la rúbrica <<Tipificación de las infracciones y sanciones por las
entidades locales en determinadas materias>>, contenido en el titulo XI, dice que:
Para la adecuada ordenación de las relaciones de convivencia de interés local y del uso de sus servicios,
equipamientos, infraestructuras, instalaciones y espacios públicos, los entes locales podrán, en defecto de
normativa sectorial específica, establecer los tipos de las infracciones e imponer sanciones por el incumplimiento de
deberes, prohibiciones o limitaciones contenidos en las correspondientes ordenanzas, de acuerdo con los criterios
establecidos en los artículos siguientes.
1. Las infracciones a las ordenanzas locales a que se refiere el artículo anterior se clasificarán en muy graves, graves
y leves.
a) Una perturbación relevante de la convivencia que afecte de manera grave, inmediata y directa a la tranquilidad o
al ejercicio de derechos legítimos de otras personas, al normal desarrollo de actividades de toda clase conformes
con la normativa aplicable o a la salubridad u ornato públicos, siempre que se trate de conductas no subsumibles en
los tipos previstos en el capítulo IV de la Ley 1/1992, de 21 de febrero, de Protección de la Seguridad Ciudadana.
b) El impedimento del uso de un servicio público por otra u otras personas con derecho a su utilización.
e) El impedimento del uso de un espacio público por otra u otras personas con derecho a su utilización.
f) Los actos de deterioro grave y relevante de espacios públicos o de cualquiera de sus instalaciones y elementos,
sean muebles o inmuebles, no derivados de alteraciones de la seguridad ciudadana.
2. Las demás infracciones se clasificarán en graves y leves, de acuerdo con los siguientes criterios:
c) La intensidad de la perturbación ocasionada en el uso de un servicio o de un espacio público por parte de las
personas con derecho a utilizarlos.
Salvo previsión legal distinta, las multas por infracción de Ordenanzas locales deberán respetar las siguientes
cuantías:
-Principio de culpabilidad
La Administración solo puede sancionar a los responsables de la infracción administrativa, lo que se vincula al
principio de culpabilidad. Principio de culpabilidad que supone la imputación y el dolo o culpa en la acción o
conducta sancionable.
El art 28 LRJSP establece que: << Sólo podrán ser sancionadas por hechos constitutivos de infracción administrativa
las personas físicas y jurídicas, así como, cuando una Ley les reconozca capacidad de obrar, los grupos de afectados,
las uniones y entidades sin personalidad jurídica y los patrimonios independientes o autónomos, que resulten
responsables de los mismos a título de dolo o culpa.>>
Esto quiere decir que la sanción solo debe castigar al infractor, sin posibilidad de trasladar la responsabilidad a una
persona ajena.
Además, junto a la imputación, la exigencia de dolo o culpa excluye la sanción por el resultado. La exclusión de toda
adjetivación de las acciones u omisiones constitutivas de infracción tributaria no puede llevar a la errónea
conclusión de que se haya suprimido en la configuración del ilícito tributario el elemento subjetivo de la
culpabilidad para sustituirlo por un sistema de responsabilidad objetiva o sin culpa.
La responsabilidad será solidaria cuando la infracción se refiera al cumplimiento de una obligación establecida por
una norma con rango de ley que corresponda a varias personas, y cuando sea una sanción pecuniaria, ésta se
individualizará en función el grado de participación de cada responsable.
La Administración debe notificar de donde se colegie dicha culpabilidad, dicha culpabilidad ha de estar demostrada
como la conducta que se sanciona.
Por último, la responsabilidad deriva de la comisión de una infracción que es compatible con la exigencia al infractor
de la reposición de la situación alterada a su estado originario
La regla de irretroactividad no es sino una consecuencia añadida del principio de tipicidad. Según el artículo LRJSP,
<< serán de aplicación las disposiciones sancionadoras vigentes en el momento de producirse los hechos que
constituyan infracciones administrativas. La vigencia en el tiempo de las normas sancionadoras está regida por el
principio de irretroactividad (arts. 9.3 y 25.1 CE). La ley no puede incorporar normas sancionadoras desfavorables
con carácter retroactivo, ni puede aplicarse con tal alcance.
El artículo 26.2 LRJSP ha establecido que «las disposiciones sancionadoras producirán efecto retroactivo en cuanto
favorezcan al presunto infractor o al infractor, tanto en lo referido a la tipificación de la infracción como a la sanción
y a sus plazos de prescripción, incluso respecto de las sanciones pendientes de cumplimiento al entrar en vigor la
nueva disposición».
Bajo la rúbrica <<concurrencia de sanciones>>, el art 31 LEJSP dispone que no podrán sancionarse los hechos que lo
hayan sido penal o administrativamente, en los casos en que se aprecie identidad del sujeto, hecho y
fundamento>>. Este principio prohíbe las doce sanciones por un mismo hecho infractor, que encuentra
fundamento, en el principio de legalidad consagrado en el art 25.1 CE.
Tiene una garantía material que determina una garantía formal o de carácter procesal, de forma que el mismo
hecho ni puede ser sancionado dos veces, uno en el penal y otro en el administrativo. Se da prioridad al proceso
penal, de manera que, si se produce la condena penal, no se puede dar la sanción administrativa; pero en caso de
absolución del penal, si se puede sancionar con el administrativo.
Cuando exista una concurrencia entre normas sancionadoras se aplicará la sanción más grave (está prohibida la
doble sanción). En caso de que la sanción haya sido impuesta por un órgano de la UE, el órgano competente puede
graduarla en caso de que deba imponer.
-Principio de proporcionalidad
Dicho principio se encuentra plasmado en la configuración del régimen sancionador y, sobre todo, en el ejercicio de
la misma.
Es el art 29.3 LRJSP quien establece la determinación del régimen sancionador, como imposición de sanciones
<<deberá observar la debida idoneidad y necesidad de la sanción a imponer y su adecuación a la gravedad del
hecho constitutivo de la infracción.>>. La
proporcionalidad exige, pues, una correspondencia o adecuación entre la infracción cometida y la sanción
correspondiente, lo que alcanza, aunque con desigual intensidad, al establecimiento de la norma sancionadora y a
su aplicación.
Como límite a la tipificación de infracciones y sanciones por el legislador, la proporcionalidad no
puede tener sino una operatividad limitada, para casos manifiestos de desproporción entre el fin perseguido con la
tipificación de la infracción y la sanción prevista.
Esa proporcionalidad a la que debe ajustarse el legislador no deja de reflejarse en la previsión del artículo 29.2
LRJSP, según la cual «el establecimiento de sanciones pecuniarias deberá prever que la comisión de infracciones
tipificadas no resulte más beneficiosa para el infractor que el cumplimiento de las normas infringidas». Y es que la
verdadera eficacia de la proporcionalidad se proyecta en la aplicación de las normas sancionadoras, una vez que
éstas, con cierta frecuencia, dejan importantes márgenes en orden a determinar las concretas sanciones a imponer.
Es el artículo 29.3 LRJSP añada una serie de criterios que deberán observarse en la graduación de la sanción
aplicable: en concreto, esa graduación deberá tener en cuenta el grado de culpabilidad o la existencia de
intencionalidad, la continuidad o persistencia en la conducta infractora, la naturaleza de los perjuicios causados, y la
reincidencia, por la comisión en el término de un año de más de una infracción de la misma naturaleza, cuando así
haya sido declarado por resolución firme en vía administrativa.
-Principio de prescripción
El artículo 30 LRJSP incorpora un régimen general de prescripción de las infracciones y sanciones administrativas. Se
ha puesto así fin a una amplia controversia resultante del hecho de que con frecuencia las normas sancionadoras
guardan silencio sobre el régimen de prescripción. De este modo, a salvo de lo que puedan disponer las leyes para
cada tipo de infracción y sanción, el apartado 1 de dicho artículo 30 establece que las infracciones muy graves
prescriben a los tres años, las graves a los dos años y las leves a los seis meses, siendo el diez a quo para el cómputo
del plazo el día en que la infracción se hubiera cometido y, en el caso de infracciones continuas o permanentes, el
día en que finalizó la conducta infractora y por ultimo las faltas leves prescriben al año, comenzado a contarse el
plazo de prescripción desde el día siguiente a aquel que sea ejecutable.
El artículo 30.2, párrafo 2º, LRJSP, el plazo de prescripción de la infracción se interrumpe con la puesta en
conocimiento del interesado de la iniciación del procedimiento sancionador, pero el plazo se reanudará si el
procedimiento está paralizado durante más de un mes por causa no imputable al presunto responsable. Por su
parte, el plazo de prescripción de la sanción se interrumpe desde el momento en que se pone en conocimiento del
interesado la iniciación del procedimiento de ejecución, volviendo a transcurrir el plazo si dicho procedimiento está
paralizado durante más de un mes por causa no imputable al infractor
El TC en una stc reconoció la distinción entre sanciones de protección de orden general y sanciones de
autoprotección, afirmando que las primeras <<son próximas a las punitivas y reclamadoras, en línea de principio, de
garantías que teniendo su inicial campo de aplicación en el punitivo o penal son extensibles al campo sancionador
administrativo en la medida que la afinidad material lo exija>>.
La misma sentencia constitucional afirmaría que resultará ser un exceso tratar de trasladar a las sanciones de
autoprotección «el conjunto de principios que es obligado observar en el caso de aquellas que, por su afinidad con
las punitivas, son otras las reglas a las que se sujetan». En consecuencia, es claro que las limitaciones de la potestad
sancionadora (reserva de ley y tipicidad) no se proyectan en su integridad y con el mismo alcance a las sanciones de
autoprotección y, en especial, a las sanciones disciplinarias.
La posición del legislador ante esta cuestión ha sido, en todo caso, desigual. Mientras que el artículo 127.3 LRJPAC
de 1992, dispuso que «las disposiciones de este Título no son de aplicación al ejercicio por las Administraciones
Pública de su potestad disciplinaria respecto del personal a su servicio y de quienes estén vinculados a ellas por una
relación contractual», la nueva LRJSP ha rectificado esa exclusión, ya que su artículo 25.3 establece que «las
disposiciones de este capítulo serán extensivas al ejercicio por las Administraciones Pública de su potestad
disciplinaria respecto del personal a su servicio, cualquiera que sea la naturaleza jurídica de la relación de empleo».
No obstante, la rectificación ha sido parcial, pues el apartado 4 del mismo artículo 25 mantiene que dichas
disposiciones «no serán de aplicación al ejercicio por las Administraciones Públicas de la potestad sancionadora
respecto de quienes estén vinculados a ellas por relaciones reguladas por la legislación de contratos del sector
público o por la legislación patrimonial de las Administraciones Públicas».
La infracción administrativa consiste en la contravención culpable de los dispuesto por una norma a la cual se
vincula la imposición una sanción. La jurisprudencia viene caracterizando a la infracción administrativa como una
acción típica, antijuridica y culpable.
El comportamiento antijurídico es el comportamiento contrario al ordenamiento jurídico (sea por acción u omisión),
mientras que la culpabilidad nos sitúa ante la irreprochabilidad o imputabilidad de ese comportamiento o conducta
a su autor. La antijuridicidad, como acción contraría a Derecho, presupone también la puesta en peligro o la lesión
del bien jurídico que se reconoce o protege como tal y que lleva a la tipificación del comportamiento sancionable.
La realización de los elementos específicos caracterizadores del tipo de infracción permite calificar la conducta
como antijurídica siempre que no concurra alguna causa de justificación en cuyo caso la acción deja de ser
antijurídica o, si se quiere, disconforme a Derecho. A la antijuridicidad debe sumarse la culpabilidad como
equivalente a imputación del hecho antijurídico al sujeto responsable de la misma. La acción debe ser posible
imputarla al sujeto que la realiza, lo que no es el caso de los menores de cierta edad, o de quienes sufren
determinados trastornos o incurren en error de prohibición o se encuentran en estado de necesidad.
A la infracción se vincula una sanción, que no es otra cosa que un acto administrativo de carácter punitivo, según el
TC la sanción es <<una decisión administrativa con finalidad represiva, limitativa de derechos y basada en una
previa valoración negativa de una conducta>>. No siempre son sanciones en stricto sensu aquellos actos restrictivos
de derechos individuales que responden y se justifican en otras finalidades no punitivas.
Ello no quiere decir, de todas formas, que esos otros actos restrictivos no puedan acompañar a la imposición de
sanciones por la comisión de las correspondientes infracciones. El artículo 28.2 LRJSP lo admite expresamente: «Las
responsabilidades administrativas que se deriven de la comisión de una infracción serán compatibles con la
exigencia al infractor de la reposición de la situación alterada por el mismo a su estado originario, así como con la
indemnización por los daños y perjuicios causados, que será determinada y exigida por el órgano al que
corresponda el ejercicio de la potestad sancionadora»
. Y añade el mismo precepto: «De no satisfacerse la indemnización en el plazo que al efecto se determine en función
de su cuantía, se procederá en la forma prevista en el artículo 101 de la Ley de Procedimiento Administrativo
Común de las Administraciones Públicas»
Las sanciones administrativas, de acuerdo con lo dispuesto por el artículo 25.2 CE, no pueden
implicar, de forma directa o indirecta, la privación de libertad, siendo su principal tipo la multa o sanción
económica. La cuantía de las multas también ha de estar predeterminada por la ley, si
bien no suele ser infrecuente que esa cuantía se mueva dentro de unos topes máximos y mínimos, lo que, por
tanto, permite a la Administración modular el alcance de la sanción en función de las circunstancias del caso.
Al igual que toda resolución administrativa, los actos sancionadores de la Administración Publica deben ser
adoptados siguiendo un procedimiento. Un procedimiento al servicio de que la Administración competente pueda
probar la concurrencia de los presupuestos necesarios para imponer la correspondiente sanción y para que el
presunto responsable pueda defenderse de la acusación.
A diferencia de la LRJPAC de 1992, que en el mismo Título IX, tras los principios de la potestad
sancionadora a los que acabamos de referirnos, sancionaba un conjunto de principios
ordenadores del procedimiento sancionador (artículos 134 a 138) y lo configuraba como un
procedimiento especial con la nueva LRJSP no aparecen ya formalmente enunciados aquellos principios. Y, a la vez,
el procedimiento sancionador ha dejado de configurarse como un procedimiento especial. La consecuencia de todo
esto, más que cualquier otra, es de orden meramente formal y sistemático, pues esos principios y las inevitables
especialidades del procedimiento sancionador no han desaparecido, sino que ahora se encuentran desperdigados a
todo lo largo de la regulación de las distintas fases y trámites del procedimiento administrativo común.
La regulación del procedimiento sancionador queda presidida por una premisa. El procedimiento sancionador debe
permitir superar la presunción de inocencia, ésta también rige en el ámbito del Derecho Administrativo
sancionador, razón por la cual, la operación conducente a probar que la inocencia no asiste a quien se imputa la
comisión de la infracción administrativa debe llevarse a cabo con plena garantía de los derechos de defensa del
afectado.
El presunto responsable tiene derecho a conocer los hechos que se le imputan, las infracciones que tales hechos
pueden constituir y las sanciones que conllevan, así como la identidad del instructor, de la autoridad competente
para sancionar y la norma que le atribuya la competencia. También tiene derecho a formular alegaciones y utilizar
los medios de defensa que resulten pertinentes, considerándose como tales las pruebas educadas para la
determinación de los hechos y las posibles responsabilidades.
La resolución sancionadora definitiva habrá de ser motivada y resolverá todas las cuestiones
planteadas en el expediente, no podrá aceptar hechos distintos de los determinados en el curso del procedimiento
y será ejecutiva cuando no quepa contra ella ningún recurso ordinario en vía
administrativa todo ello sin perjuicio de que, cuando sea ejecutiva, pueda suspenderse cautelarmente si el
interesado-sancionado manifiesta a la Administración su intención de interponer recurso contencioso-
administrativo
Respecto a la iniciación del procedimiento, solo cabe la iniciación de oficio, aunque podrá serlo por propia iniciativa
del órgano competente o como consecuencia de orden superior, de otros órganos o de denuncia. Dicha iniciación
puede estar precedida, de la realización de actuaciones previas, como determina el articulo 55.2 LPAC, «se
orientarán a determinar, con la mayor precisión posible, los hechos susceptibles de motivar la incoación del
procedimiento, la identificación de la persona o personas que pudieran resultar responsables y las circunstancias
relevantes que concurran en unos y otros».
Lo más relevante de la instrucción es, el de audiencia al interesado antes de redactar la propuesta de resolución,
dándosele un plazo de 15 días para formular alegaciones y presentar documentos y justificaciones pertinentes.
Durante la instrucción, puede acordarse de oficio un periodo de prueba de un plazo no superior a 30 días ni inferior
a 10 días, que ha de formular el instructor. No obstante, establece el artículo 89.1 LPAC que el propio órgano
instructor puede resolver la finalización del procedimiento, con archivo de las actuaciones, sin necesidad de
formular propuesta de resolución, cuando la instrucción haya puesto de manifiesto que concurre alguna de las
siguientes circunstancias: la inexistencia de los hechos que pudieran constituir la infracción; cuando los hechos no
resulten acreditados; cuando los hechos probados no constituyan, de modo manifiesto, infracción manifiesta;
cuando no exista o no se haya podido identificar a la persona o personas responsables o bien aparezcan exentos de
responsabilidad: y cuando se concluya, en cualquier momento, que la infracción ha prescrito.
Hay que tener en cuenta otra cosa, el procedimiento sancionador puede terminar de manera más expeditiva
cuando, iniciado el procedimiento, el infractor reconozca su responsabilidad. Ese reconocimiento supondrá que,
cuando la sanción que proceda tenga únicamente carácter pecuniario, el pago voluntario por el responsable en
cualquier momento anterior a la resolución implicará sin más la terminación del procedimiento, a salvo, no
obstante, de lo relativo, si hubiere lugar a ello, de la reposición de la situación alterada o la determinación de la
indemnización por los daños y perjuicios causados por la comisión de la infracción.
V. Extinción de la responsabilidad
La LRJSP regula la prescripción como causa de extinción de la responsabilidad (artículo 30). Pero nada más se dice
sobre otras posibles causas de extinción, como el pago o cumplimiento, la muerte de la persona física o la
condonación. El cumplimiento voluntario por el sujeto responsable o, en su caso, la ejecución forzosa de la sanción
por parte de la Administración, extingue, lógicamente, la responsabilidad. Pero también se extinguirá en caso de
muerte de la persona física sancionada (no así necesariamente en los casos de disolución de la persona jurídica). Y,
asimismo, cuando medie condonación o se proceda a la conmutación de la sanción por otra correspondiente a
infracción de menor gravedad, ya lo sea por razones de equidad o por la concurrencia de un interés general en el
caso concreto.
1
Al igual que los privados, los entes públicos son titulares de un conjunto de bienes y derechos (bienes públicos) que
integran su respectivo patrimonio, se trata de un patrimonio en el que no se incluyen los derechos y obligaciones de
contenido económico.
Los bienes que forman el patrimonio de las Administraciones Públicas se pueden clasificar en dos grandes categorías
por razón de su destino y afectación a unos u otros fines de interés público. Se trata de los bienes de dominio público
o demaniales y de los bienes de dominio privado o patrimoniales, esta bipartición se justifica en el régimen específico
al que quedan sujetos unos y otros.
o EL DOMINIO PÚBLICO
- Concepto
El artículo 132 CE no dice qué debe entenderse por dominio público, sino que lo hace indirectamente al establecer
los principios que habrán de inspirar su régimen jurídico y al declarar la condición demanial de determinados bienes.
Aunque no deja de ser una cuestión discutida en la doctrina, puede decirse que la noción de dominio público se
asienta en la titularidad pública del bien, y sobre todo, en la afectación o destino del mismo a un fin público, que es lo
que verdaderamente la caracteriza. Así pues, la Titularidad pública y la afectación son los dos elementos que
determinan la pertenencia de un bien al dominio público y su sujeción a un régimen jurídico singular o especial.
En lo relativo afectación/destino de los bienes, por ser de uso o servicio público, quedan excluidos del tráfico jurídico
privado, calificándose de “res extra commercium͟.
Mientras que el primer elemento (la titularidad) es común tanto a los bienes demaniales/públicos como a los bienes
patrimoniales/dominio privado, la afectación marca la diferencia entre unos y otros, ya que el cese de afectación
pública determina la transformación de la cualidad jurídica del bien, que deja de ser demanial para pasar a ser un
bien patrimonial (manteniéndose, por tanto, la titularidad).
Los bienes demaniales tal como dispone el artículo 132.1 CE, están presididos por los principios de inalienabilidad,
imprescriptibilidad e inembargabilidad.
1. La primera es que la afectación marca una diferencia fundamental entre demanialización y reserva de
recursos al sector público, posibilitada por el artículo 128.2 CE. La STC 227/1988, ha puntualizado que no son
conceptos jurídicos equivalentes, pues cabe la reserva de recurso al sector público sin la incorporación al
demanio y, viceversa, la demanialización del bien sin que el uso del mismo quede reservado a su titular.
2. La segunda es que la titularidad de los bienes demaniales no siempre recae en el Estado. Aunque el artículo
132.2 CE sólo se refiere a los bienes de dominio público cuya titularidad la ostenta el Estado, ello no
determina que todo bien que se integre en el demanio deba considerarse de titularidad estatal pues junto
al dominio público estatal, son admisibles el dominio público de las Comunidades Autónomas y también de
2
las Entidades locales territoriales, adscrito a sus respectivas titularidades, lo que, como ha señalado la
misma STC 227/1988, de 29 de noviembre, se concretará atendiendo «al significado y alcance de la
institución del dominio público» y de «los preceptos constitucionales relativos a la distribución de
competencias entre el Estado y las Comunidades Autónomas que guardan directa relación con el régimen
de la titularidad de los bienes».
Las Administraciones Públicas territoriales y los entes institucionales u organismos públicos, son titulares de bienes de
dominio público, siempre que los mismos, de acuerdo con la ley, queden afectados o destinados a un uso o un
servicio público, pero algunos de esos bienes atendiendo a sus características naturales, quedan integrados en el
dominio público del Estado y, por tanto, son de titularidad estatal.
El artículo 132.2 CE lo dispone claramente que «Son bienes de dominio público estatal los que determine la ley y, en
todo caso, la zona marítimo-terrestre, las playas, el mar territorial y los recursos naturales de la zona económica y la
plataforma continental».
Queda establecida, de este modo, una reserva de ley estatal para determinar los bienes que han de formar parte del
dominio público adscrito a la titularidad del Estado, lo que no es impedimento para que la CE no haya incorporado
directamente algunos bienes en atención a sus características naturales.
Se trata de bienes que presentar determinadas e idénticas características naturales que resultan idóneas para
quedar afectados al uso público.
Corresponde también al legislador definir los conceptos que utiliza el artículo 132.2 CE y por tanto, establecer
los criterios definitorios que considere más adecuados para determinar qué bienes forman parte de cada uno de
ellos. Una determinación que puede llevar a considerar como partes integrantes del demanio a determinados
supuestos que, hasta ese momento, no formaban parte del mismo, sin que por ello quede comprometida la
constitucionalidad de la medida.
La habilitación constitucional para que el legislador estatal incorpore al dominio público estatal otros géneros de
bienes singularizados por sus características naturales homogéneas, ha suscitado, el problema del margen de
disponibilidad para adoptar la correspondiente decisión y, por consiguiente, para referir esa calificación a
cualesquiera bienes.
Por otra parte, aunque por las propias características o cualidades del bien nada pueda objetarse a su posible
demanialización en virtud de ley, ésta, en todo caso, debe contar con una justificación objetiva, directamente
vinculada a las finalidades de la institución demanial, adoptándose, además, en términos de proporcionalidad.
Así lo ha señalado la STC 149/1991, de 4 de julio (f.j. 2): «Es evidente que de los principios y derechos que la
Constitución consagra cabe deducir sin esfuerzo que se trata de una facultad limitada, que no puede ser utilizada
para situar fuera del comercio cualquier bien o género de bienes, si no es para servir de este modo a finalidades
lícitas que no podrían ser atendidas eficazmente con otras medidas».
Son bienes de dominio público los que, «siendo de titularidad pública, se encuentren afectados al uso general o
al servicio público». Los bienes directamente mencionados por el artículo 132 CE y los que, en virtud de ley,
tengan expresamente atribuidos el carácter de demaniales, son, bienes afectados a un uso público o general o a
un servicio público, sus propias características naturales presuponen y predeterminan ese destino o afectación.
Nada impide que otros bienes también puedan ser afectados al uso público o servicio público, pasando así a
integrarse en la categoría de los bienes de dominio público.
El deslinde entre los bienes de dominio público y los bienes patrimoniales termina descansando en el criterio de
la afectación, pues, tal como establece el artículo 65 LPAP. Por el contrario, la desafectación, o desvinculación
del bien a un uso general o a un servicio público, producirá que el bien se reintegre en la categoría de los bienes
patrimoniales (artículo 69.1 LPAP).
Mientras que los anteriores tipos o categorías de bienes de dominio público (Los bienes establecidos por la CE y
por la ley) presuponen su uso general dadas sus características naturales, los demás bienes integrantes del
dominio público sólo lo son en la medida en que se produzca y se mantenga su afectación singular al uso o al
servicio público. Se marca así una cierta diferencia entre unos y otros bienes, por cuanto, si bien todos ellos
están vinculados al uso general o al servicio público, la causa o razón determinante de esa vinculación (y de su
contrario, la desafectación) parte de presupuestos distintos.
Los bienes de dominio público pasan a la condición de res extra commercium por su afectación a un uso público o a
un servicio público.
La propia Constitución enuncia los principios fundamentales de los bienes demaniales, estos son los principios de
inalienabilidad, imprescriptibilidad e inembargabilidad, resulta inconciliable con las reglas de la inalienabilidad y de la
imprescriptibilidad del dominio público es el reconocimiento de derechos privativos a perpetuidad.
͞La inalienabilidad͟ (a la que también se refiere el artículo 30.1 LPAP) no es una condición intrínseca de los bienes
demaniales, sino que es consecuencia de su afectación. De ahí que no sean susceptibles de venta, por cuanto media
una prohibición legal que viene a proteger no al bien en sí mismo considerado, sino a su afectación al uso general o
servicio público, lo que explica que una vez desafectado la enajenación sea posible.
͞La imprescriptibilidad͟ excluye que por el transcurso del tiempo puedan producirse usurpaciones de parcelas del
dominio público, este principio tiene por objeto la defensa del dominio público, siempre que los bienes demaniales
sigan afectados a un uso o servicio público. Se ha planteado, no obstante, la cuestión de si la posesión continuada por
un particular puede producir la desafectación y posterior usucapión del bien. Una tesis, aceptada en líneas generales
por la doctrina, que históricamente ha justificado la privatización de parcelas concretas del dominio público y que
ahora, a la vista del referido límite constitucional, parece haber llevado a la LPAP a descartar cualquier desafectación
que no sea expresa y adoptada a través del correspondiente procedimiento.
Los principios referidos se reiteran en el artículo 6.a) LPAP, pero, además, en las letras siguientes del mismo artículo
se añaden otros que también habrán de presidir la gestión y administración de los bienes y derechos de dominio
público.
1. El principio de adecuación y suficiencia de los bienes para servir al uso general o al servicio público al que
estén destinados
2. El principio de aplicación efectiva al uso general o al servicio público, sin más excepciones que las derivadas
de razones de interés público debidamente justificadas.
LA AFECTACIÓN
El bien de titularidad pública que no perteneciendo a ninguna de las categorías de bienes a los que se refiere el
artículo 132 CE o a los que se refieran las leyes estatales, cuando quede afectado o vinculado a un uso general o a un
servicio público, se integrará en el dominio público (artículo 65 LPAP). Esa afectación puede adoptar diversas formas:
Cuando así lo disponga una ley, que puede ser estatal o autonómica, ya que, en este caso, no se trata de
integrar toda una categoría de bienes de las mismas características naturales en el demanio público, sino de
afectar concretos y singulares bienes al uso general o al servicio público.
Cuando así se disponga en virtud de acto expreso dictado por el órgano competente. Se trata de la llamada
afectación expresa, a la que se refiere el artículo 66.1 LPAP que puntualiza que el acto de afectación «indicará el
bien o derecho a que se refiera, el fin al que se destina, la circunstancia de quedar aquél integrado en el dominio
público y el órgano al que corresponda el ejercicio de las competencias demaniales, incluidas las relativas a su
administración, defensa y conservación».
3. Afectación implícita
Tiene lugar como consecuencia de la adopción de un acto administrativo formal que, aun no teniendo por
finalidad directa e inmediata declarar la afectación del bien, presupone su destino a un uso general o a un
servicio público concreto. Tal es el caso de la aprobación definitiva de los planes de ordenación urbanística
cuando de ellos se deduzca el destino de bienes públicos a alguno de los supuestos de su demanialidad (zonas
ve des, vías pú li as et …). Ta ié es el aso de las ad uisi io es de ie es po exp opia ió fo zosa
4. Afectación presunta
Aquí no hace falta que media acto administrativo alguno, esta afección se produce en dos casos:
1. Por la adscripción de bienes patrimoniales por más de 25 años a un uso o servicio público.
5
Cuando una entidad local adquiere por usucapión el dominio de una cosa destinada a un uso o servicio
público.
MUTACIONES DEMANIALES
Los bienes de dominio público pueden cambiar de afectación y ese cambio del concreto destino o fin al que se
encuentran vinculados se conoce con el término mutación demanial. Dado que la afectación permanece, pues lo
único que cambia es el concreto uso general o servicio público al que se vincula el bien, es lógico que éste siga
integrado en el dominio público (artículo 71.1 LPAP).
También la mutación demanial debe ser expresa, con la excepción del supuesto en que el cambio no afecte al fin
o destino del bien, sino al sujeto al que estuviese afectado o adscrito como consecuencia de una
reestructuración orgánica y siempre que la disposición que imponga la restructuración no establezca otra cosa,
ya que, en tal caso, el artículo 71.3 LPAP dispone que se entenderá que el bien continúa vinculado al fin y
función, quedando afectado al órgano u organismo al que se hayan atribuido las respectivas competencias.
Distinto es el supuesto en el que el bien demanial de la AGE o de sus organismos públicos queda afectado a otra
Administración Pública, para destinarlo a un determinado uso o servicio público de la competencia de ésta. Esta
mutación, tal como establece el artículo 71.4 LPAP, no altera la condición del bien, ni la titularidad del mismo,
pero sí supone un cambio en la concreta afectación, por lo que la particularidad reside en que simultáneamente
se produce un cambio de adscripción del bien. De ahí que el mismo artículo remita la concreción de los términos
y condiciones en que podrán llevarse a cabo tales mutaciones al correspondiente desarrollo reglamentario, lo
que se ha hecho efectivo en los artículos 73 a 77 del Reglamento General de la LPAP, aprobado por Real Decreto
1373/2009, de 28 de agosto.
La mutación por imposición de afectaciones secundaria, lo que la LPAP denomina afectaciones concurrentes.
Según el artículo 67.1 LPAP, «los bienes y derechos del Patrimonio del Estado podrán ser objeto de afectación a
más de un uso o servicio de la Administración General del Estado o de sus organismos públicos, siempre que los
diversos fines concurrentes sean compatibles entre sí».
DESAFECTACIÓN
La desafectación consiste en la desvinculación del bien al uso general o al servicio público, lo que determina la
pérdida de su condición demanial para pasar a la de bien patrimonial (artículo 69.1 LPAP). Se trata, por tanto, de
una operación contraria a la afectación, y a diferencia de esta última que puede adoptar diferentes formas, el
artículo 69.2 LPAP establece, como regla general que, salvo los supuestos previstos por la propia Ley, la
desafectación deberá realizarse siempre de forma expresa y, por tanto, siguiendo un procedimiento formal
similar al previsto para la afectación expresa. La finalidad de la ley es dificultar la transformación de los bienes
demaniales en bienes patrimoniales para mantener un régimen de protección más intenso, lo que guarda
relación con el principio de imprescriptibilidad de tales bienes. Tanto es así que, incluso, se ha previsto la
necesidad de un acuerdo expreso de desafectación para aquellos casos en los que el bien pierde sus
características naturales, determinantes de su condición demanial ex lege .
El artículo 18 de la Ley 22/1988, de 28 de julio, de Costas, obliga a que la desafectación sea expresa y siempre
referida a los terrenos que, por cualquier causa, hubieran perdido sus características naturales de playa,
acantilado o zona marítimo-terrestre.
la demanialización conllevará una expropiación ope legis que habrá de ser objeto de la correspondiente
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El legislador ha arbitrado diversas soluciones a fin de eludir, evitar las consecuencias indemnizatorias que se tendrían
que reconocer. Son soluciones que se han considerado jurídicamente posibles, quedando confirmada su
constitucionalidad. La STC 227/1988, de 29 de noviembre, consideró que la demanialización del conjunto de las
aguas continentales que vino a establecer la Ley de Aguas de 1985 no tenía carácter expropiatorio, dado que las
disposiciones transitorias segunda y tercera de dicha Ley permitían mantener, aunque con algunos condicionantes, la
titularidad de los derechos adquiridos. Y, en relación con los enclaves de titularidad privada en la zona marítimo-
terrestre, la STC 149/1991, de 4 de julio, concluyó que podía considerarse justa indemnización el derecho que la Ley
de Costas reconoce a los propietarios de los mismos para seguir con su ocupación y aprovechamiento durante
sesenta años sin pago de canon alguno, todo ello sin perjuicio de que los afectados por la expropiación puedan
impugnar ante la jurisdicción competente el acto administrativo de conversión de su título dominical en título
concesional para deducir ante ella las pretensiones que estimen pertinentes frente al mismo. Una precisión que,
como se ha destacado en la doctrina, resulta capital, pues viene a admitir la posibilidad de que los titulares de los
viejos derechos dominicales extinguidos puedan postular una indemnización complementaria justificada en
circunstancias específicas, distintas de las abstractas contempladas en el juicio de constitucionalidad, aunque
tampoco han faltado juicios más severos, al considerar que no es jurídicamente correcta la equiparación de ambas
fórmulas institucionales –propiedad y aprovechamiento–, pues no es lo mismo ser propietario de un bien a
perpetuidad que titular de un derecho temporal a su aprovechamiento.
UTILIZACIÓN Y APROVECHAMIENTO
El uso común general es el que corresponde por igual a todos los ciudadanos, de manera que el uso por
unos no impide el de los demás interesados (artículo 85.1 LPAP). El uso común del demanio es la
manifestación más simple y natural de utilización de estos bienes por los ciudadanos, debido a la
naturaleza. Ese uso no debe impedir o perturbar el de los demás, salvo de manera transitoria (principio de
compatibilidad). Además, debe respetarse la preferencia del usuario primero o anterior (principio de
prioridad temporal). Y el uso no debe causar daños en el bien (principio de indemnidad). En todo caso, el uso
común puede realizarse libremente, no se necesita título administrativo alguno previo (autorización o
concesión) que lo habilite (artículo 86.1 LPAP).
El uso común especial surge cuando concurren circunstancias tales como la peligrosidad o intensidad del
mismo. Un uso de mayor intensidad puede afectar al bien demanial negativamente, restringiéndolo o
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menoscabándolo, por el uso común especial o requiere de una previa autorización o licencia administrativa
que, con frecuencia, conlleva el pago de un canon o tasa (artículo 86.2 LPAP).
b. Uso privativo
El uso privativo se opone al común, por cuanto determina la ocupación de una porción de dominio público,
de modo que se limita o excluye la utilización del mismo por otros interesados (artículo 85.3 LPAP).
En la medida en que el uso privativo excluye cualesquiera otros usos de las mismas características e,
incluso, puede excluir el uso común, el derecho al uso privativo de bienes de dominio público se configura
como un derecho real administrativo, que, como tal, y de acuerdo con la regulación aplicable a cada caso,
resulta transmisible, gravable y susceptible de ser registrado. Este derecho real nace del otorgamiento del
correspondiente título administrativo, que normalmente es una concesión (la concesión demanial), pero
que, en determinados casos, puede ser una autorización administrativa. En concreto, cuando la ocupación
se efectúe únicamente con instalaciones desmontables o bienes muebles bastará con una autorización,
mientras que la ocupación con obras o instalaciones fijas necesita de una concesión, que también será
necesaria cuando la duración del aprovechamiento o uso exceda de cuatro años (artículo 86.2 y 3 LPAP).
La LPAP no hace la calificación entre uso normal y anormal pero sí lo hace el artículo 75.3 y 4 RBEL,
disponiendo que el “uso normal “es el que resulta conforme con el destino principal al que se encuentra
afectado el bien, mientras que el ͞uso anormal͟ es el que no resulta conforme con dicho destino. El artículo
78.1.a) RBEL sujeta a concesión administrativa los usos anormales del dominio público, si bien parece claro
que sólo procederá esa habilitación cuando el uso anormal no sea incompatible con el destino principal del
bien.
Las autorizaciones y concesiones demaniales están reguladas en los artículos 91 al 103 LPAP
͞Las autorizaciones͟ se otorgan directamente a los solicitantes, salvo que exista alguna limitación, en cuyo caso
se realizará el otorgamiento en régimen de concurrencia (artículo 92.1 LPAP), mientras que “las concesiones͟ se
otorgan, como regla general, en régimen de concurrencia competitiva, a no ser que el solicitante sea otra
Administración Pública, una entidad sin ánimo de lucro o una confesión religiosa (artículo 93.1 LPAP).
“Las autorizaciones͟ son transmisibles, siempre que para su otorgamiento no se hayan tenido en cuenta
circunstancias personales, y ͞las concesiones͟ también lo son, pero la transmisión requiere la previa
conformidad de la Administración que las hubiere otorgado (artículo 98.1 LPAP).
La duración de las autorizaciones deberá ser determinada y no podrá exceder de cuatro años, incluidas las
prórrogas, mientras que, como regla general, las concesiones no podrán exceder de setenta y cinco años (artículo
93.3 LPAP).
Debe añadirse que ͞las autorizaciones͟ pueden ser revocadas en cualquier momento por razones de interés
público y sin generar derecho a indemnización cuando resulten incompatibles con las condiciones generales
aprobadas con posterioridad, produzcan daños en el dominio público, impidan su utilización para actividades de
mayor interés público o menoscaben el uso general (artículo 92.4 LPAP), mientras que ͞las concesiones͟ pueden
ser dejadas sin efecto mediante el rescate, lo que obliga a indemnizar al concesionario.
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Por último, ͞las autorizaciones͟ y ͞concesiones͟ demaniales se extinguen por las causas del artículo 100 LPAP:
I. Por muerte o incapacidad sobrevenida del titular o extinción de la personalidad si aquél fuera una
persona jurídica
II. Falta de autorización previa de la Administración en caso de que se transmitiese la concesión
III. Caducidad por vencimiento del plazo
IV. Rescate de la concesión o revocación de la autorización
V. Mutuo acuerdo
VI. falta de pago del canon
VII. incumplimiento grave de las obligaciones asumidas por el titular
VIII. desaparición del bien o agotamiento del aprovechamiento
IX. desafectación del bien; o, en fin, cualquier otra causa prevista en las condiciones con arreglo a las
cuales se hubieren otorgado.
El uso que la Administración realiza con el fin de prestar el servicio al que queda afectado el bien, se regirá por
las normas propias del servicio. En todo caso, esa utilización no excluye el uso eventual por los usuarios del
servicio y por terceros en interés propio, lo que así sucederá, desde luego, cuando la afectación del bien sea el
soporte de prestaciones a favor del personal destinado en edificios públicos y del público visitante.
Las Administraciones Públicas pueden reservarse el uso exclusivo de determinados bienes de dominio público
de su titularidad destinados al uso común general. Establece el artículo 104.1 LPAP, para los bienes de
titularidad de la AGE, que la reserva del bien lo será «para la realización de fines de su competencia, cuando
existan razones de utilidad pública o interés general que lo justifique», añadiendo seguidamente que la duración
de la reserva se limitará al tiempo necesario para el cumplimiento de esos fines y que la misma habrá de
acordarse por el Consejo de Ministros, publicándose en el BOE e inscribiéndose en el Registro de la Propiedad
(artículo 104.2 y 3 LPAP).
La principal cuestión que estas reservas plantean surge cuando las mismas inciden sobre usos privativos
preexistentes, amparados en la correspondiente concesión administrativa, ya que, en la medida en que resulten
incompatibles con la reserva, necesariamente habrá que proceder a su expropiación (no se olvide que la
concesión reconoce un derecho real administrativo). A ello alude el artículo 104.4, cuando precisa que «la
reserva prevalecerá frente a cualesquiera otros posibles usos de los bienes y llevará implícita la declaración de
utilidad pública y la necesidad de ocupación, a efectos expropiatorios, de los derechos preexistentes que
resulten incompatibles con ella».
A excepción de las reglas de la inalienabilidad e imprescriptibilidad de los bienes de dominio público, que no alcanzan
a los bienes patrimoniales, y de la regla de la inembargabilidad, a la que sólo matizadamente pueden acogerse, la
protección de la titularidad y posesión pública de los bienes demaniales responde a las mismas técnicas previstas
para la protección de los patrimoniales. En algunos aspectos existen algunas especificidades, pero las técnicas son las
mismas: el inventario de los bienes, la catalogación y el registro, la facultad de investigación, el deslinde, el reintegro
posesorio y el desahucio administrativo, además de las potestades propias de la policía demanial, incluida la
sancionadora.
TEMA 7
o EL PATRIMONIO PRIVADO DE LAS ADMINISTRACIONES PÚBLICAS
Los bienes y derechos patrimoniales se definen de manera negativa o residual: siguiendo el mismo criterio que el
artículo 340 del Código civil, el artículo 7.1 LPAP declara que «son bienes y derechos de dominio privado o
patrimoniales los que, siendo de titularidad de las Administraciones Públicas, no tengan el carácter de demaniales».
El artículo 7.2 LPAP enumera (meramente ejemplificativa) una serie de bienes patrimoniales. A esa enumeración
pueden añadirse, tal como puntualiza el artículo 16 LPAP, todos los bienes y derechos adquiridos por las
Administraciones por cualquiera de los procedimientos establecidos en los artículos 17 (inmuebles vacantes), 18
(bienes depositados en entidades de crédito y que se presumen abandonados), 20 y 21 (bienes recibidos por
herencia, legado o donación), 22 y 23 (bienes adquiridos por prescripción u ocupación) y 25 y 26 (bienes adquiridos
en virtud de adjudicaciones realizadas en procedimientos de ejecución judiciales o administrativos).
A) LA ADQUISICIÓN
La adquisición ex lege de los inmuebles se produce sin necesidad de acto o declaración judicial alguna, pero para
la incorporación efectiva al patrimonio de la Administración, será preciso que así se declare mediante resolución
administrativa y que se proceda a su inclusión en el Inventario General de Bienes y Derechos del Estado y a su
inscripción en el Registro de la Propiedad [artículos 17.2 y 47.d) LPAP]. La Administración puede tomar posesión
de tales bienes sin necesidad de declaración judicial previa salvo que esos bienes estén poseídos por una
persona a título de dueño, en cuyo caso deberán iniciarse las acciones jurisdiccionales civiles (17.4 LPAP).
Lo mismo sucede por relación a los saldos y depósitos abandonados. El artículo 18.1 LPAP dispone que
corresponden o quedan atribuidos a la AGE los valores, dinero y demás bienes muebles depositados en la Caja
General de Depósitos y en entidades de crédito e instituciones similares, respecto de los cuales no se haya
practicado gestión alguna por los interesados que implique el ejercicio de su derecho de propiedad en el plazo
de veinte años.
Las Administraciones Públicas también pueden adquirir bienes mediante negocios jurídicos o actos realizados a
título oneroso. Otra cosa sucede cuando media una expropiación forzosa, aquí el bien expropiado adquirirá
automática y directamente la condición de demanial dada la causa de utilidad pública que la legitima (artículo
24 LPAP), asimismo sucede cuando se adquieren mediante contrato o mediante adjudicación en procedimientos
administrativos de apremio y procedimientos judiciales de ejecución (artículos 25 y 26 LPAP).
c. Adquisición a título gratuito. Las adquisiciones a título gratuito pueden proceder de herencia, legado o donación.
Esta forma de adquisición se rige por las normas del Código civil y la LPAP añade una serie de reglas
complementarias (artículo 21).
Aunque no se mencione en la LPAP, también es adquisición a título gratuito la que se produce ͞en virtud de
comiso͟ que consiste en la apropiación coactiva y sin contraprestación alguna de objetos de tráfico ilícito o que
poseen peligro para la salud o la seguridad de las personas.
No obstante, la transmisión de la propiedad a la Administración sólo se produce en los comisos acordados por
las autoridades administrativas, por cuanto los acordados por órganos jurisdiccionales penales dan lugar a la
enajenación de la cosa, destinando su importe a cubrir las responsabilidades civiles del penado.
d. Adquisición mediante usucapión y ocupación. Las Administraciones Públicas pueden adquirir bienes mediante
͞prescripción adquisitiv͟a o ͞usucapión͟, y, mediante ͞ocupación͟ cuando se trate de bienes muebles siempre
según las reglas del Código civil o las previstas, en su caso, en leyes especiales (artículos 22 y 23 LPAP).
B) UTILIZACIÓN
Las reglas que establece la LPAP para regular el uso y explotación de los bienes patrimoniales guardan notables
diferencias respecto de las previstas para los bienes de carácter demanial.
Sin perjuicio de que la propia Administración titular de los bienes patrimoniales puede hacer uso de los mismos sin
que por ello adquieran la condición de demaniales (por ejemplo, cuando decide su explotación empresarial directa),
lo normal es que sean terceros quienes los utilicen, si bien previo abono del correspondiente precio.
El régimen jurídico al que queda sujeto el aprovechamiento por particulares se resume de la siguiente manera: la
competencia para adoptar la decisión de explotar rentablemente estos bienes corresponde, en la AGE, al Ministerio
de Hacienda y Administraciones Públicas, o a la Dirección General del Patrimonio del Estado cuando el período de
utilización no exceda de un año; la explotación podrá formalizarse mediante cualquier tipo de contrato de naturaleza
privada, no pudiendo exceder su duración de veinte años; y la adjudicación del contrato habrá de realizarse por
concurso, salvo que causas excepcionales habiliten para la adjudicación directa (artículos 105 a 107 LPAP).
C) ENAJENACIÓN.
La LPAP presta considerable atención a la enajenación, tratando de asegurar que comporte el mayor beneficio
posible para el Tesoro Público y que, a la vez, exista igualdad de trato para todos los interesados en adquirir el bien.
Se admite que las operaciones de enajenación puedan ser realizadas mediante cualquier tipo de negocio jurídico
traslativo de carácter oneroso, ya sea típico o atípico. No obstante, deben tenerse en cuenta las siguientes reglas,
según se trate de la enajenación de bienes inmuebles o de bienes muebles.
a. Enajenación de inmuebles
El procedimiento para llevar a cabo la enajenación se inicia mediante convocatoria que habrá de publicarse en el
BOE, en el Boletín oficial de la Provincia o en el tablón de anuncios del Ayuntamiento donde radique el bien.
Acto seguido se dictará la resolución procedente, salvo que la enajenación en las condiciones publicadas sea
contraria al interés público o sobrevengan intereses públicos para los que resulte necesario el bien.
La competencia corresponde al titular del Departamento ministerial o al Presidente o Director del Organismo
Público que los tuviese afectados o adscritos o los hubiera venido utilizando (artículo 142.1 LPAP). La forma de
enajenación será normalmente mediante subasta, que se regirá por las mismas reglas que la subasta de bienes
inmuebles.
Se regulan en los artículos 145 a 151 LPAP y pueden suponer tanto el traspaso de la propiedad, como la mera
cesión de uso (artículo 145.3).
Si la cesión tiene por objeto la transmisión de la propiedad, sólo podrán ser cesionarias las Comunidades
Autónomas, las Entidades locales o las fundaciones, mientras que si con la cesión se transmite únicamente el
mero derecho de uso, también podrán serlo las asociaciones declaradas de utilidad pública, los Estados
extranjeros y las organizaciones internacionales (145.1 y 2).
La cesión sólo procede para la realización de fines de utilidad pública o interés social y los bienes deberán
destinarse a los fines que la justifican, en la forma y con las condiciones establecidas en el correspondiente
acuerdo.
La LPAP atribuye la competencia para acordarla al Ministro de Hacienda y Administraciones Públicas y, cuando
se efectúe a favor de fundaciones públicas o asociaciones de utilidad pública, al Consejo de Ministros.
A diferencia de los bienes demaniales, la remisión a la ley que realiza el artículo 132.1 CE en orden a la regulación de
la administración, defensa y conservación de los bienes que constituyen el patrimonio del Estado, es una remisión
incondicionada. Quiere decirse que la CE no fija ningún principio, ni criterio, con arreglo a los cuales deba
establecerse ese régimen jurídico. De manera que es la LPAP la que ha establecido una regulación completa del
régimen de protección y defensa de los bienes patrimoniales de titularidad de las diversas Administraciones Públicas,
si bien, dado el reparto de competencias en la materia, su disposición final 2a ha precisado que dicha regulación no
alcanza en su integridad a los bienes de las Administraciones autonómicas.
En todo caso, conviene tener presente que se ha ido equiparando de manera progresiva el régimen de ambas
categorías de bienes (demaniales y patrimoniales), lo que se refleja claramente en la regulación adoptada por la
LPAP, que ha fijado un conjunto de normas comunes para todos los bienes públicos. No resulta infundado, de todas
formas, que así sea. En última instancia, es evidente la intercomunicación entre una y otra categoría, ya que no debe
olvidarse que el bien patrimonial afectado a un uso general o a un servicio público adquiere la condición de demanial,
y que, a la inversa, esa condición se pierde cuando se haga efectiva la correspondiente desafectación. Por eso, las
diferencias en el régimen de protección entre unos y otros se resumen en el carácter inalienable e imprescriptible de
los bienes de dominio público (del que no gozan los patrimoniales) y, sólo en parte, en el carácter inembargable, ya
que algunos bienes patrimoniales también se benefician de dicho privilegio. De ahí que debamos comenzar por
aclarar el alcance de la inembargabilidad de los bienes patrimoniales, porque, más allá de las señaladas diferencias,
en todo lo demás, el régimen de protección y defensa es común (sin perjuicio, de todas formas, de las regulaciones o
reglas específicas para los diversos tipos de bienes demaniales, las cuales son de aplicación preferente).
El privilegio de inembargabilidad lo ostentan los bienes de dominio público y a los bienes patrimoniales,
este privilegio se ha extendido a toda la hacienda pública.
La STC 166/1998 de 15 de julio y posteriores vinieron a estimar que la inembargabilidad solo resulta
admisible en determinados supuesto y no con carácter general. Dado que el artículo 132 CE no extiende el
privilegio de la inembargabilidad a los bienes patrimoniales, aunque tampoco lo prohíbe, la referida
sentencia constitucional ha rechazado que tales bienes no sean susceptibles de embargo, a no ser que «se
encuentren materialmente afectados a un servicio público o a una función pública»
La doctrina constitucional ha llevado a que tanto en la LGP como en la LPAP se haya corregido o matizado el
alcance de la inembargabilidad, por cuanto queda circunscrita a «los bienes y derechos patrimoniales
cuando se encuentren materialmente afectados a un servicio público o a una función pública (artículo 30.3
LPAP). Y respecto del cumplimiento de las resoluciones judiciales que determinen obligaciones a cargo de la
Administración General del Estado o sus organismos, se añade que dicho cumplimiento «se efectuará de
conformidad con lo dispuesto en los artículos 44 de la Ley General Presupuestaria, texto refundido
aprobado por Real Decreto Legislativo 1091/1988, de 23 de septiembre [ya derogada por la LGP de 2003], y
106 de la Ley 29/1998, de 13 de julio, Reguladora de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa».
C) La inmatriculación registral. Las Administraciones Públicas deben inscribir en el Registro de la Propiedad los
bienes y derechos de su titularidad, tanto los demaniales como los patrimoniales, que sean susceptibles de
inscribirse.
La inscripción de los bienes públicos en el Registro de la Propiedad supone dotar a los mismos de la
importante protección jurídica que la institución registral presta a todos los bienes inmobiliarios de
titularidad privada. Sin embargo, la legislación hipotecaria, hasta fechas recientes, excluyó de la inscripción
registral a los bienes de dominio público.
Con la redacción dada al artículo 5 del Reglamento Hipotecario por el Real Decreto 1867/1998, de 4 de
septiembre, la situación ha cambiado, y bienes inmuebles de dominio público también pueden ser objeto
de inscripción, conforme a su legislación especial. Y, además, el artículo 4 precisa que serán inscribibles los
bienes inmuebles y los derechos reales sobre los mismos, sin distinción de la persona física o jurídica a la que
pertenezcan (por tanto, también los de las Administraciones públicas).
Así pues, la inscripción registral también ha quedado abierta a los bienes demaniales pero para los que sean
susceptibles de inscripción
Los artículos 36 a 38 LPAP, 46 a 53 del Reglamento de la Ley contienen la inscripción y regulación registral de
los bienes públicos.
D) La potestad de deslinde
Conforme al artículo 384 Código civil, ͞todo propietario dispone de la facultad de deslindar o fijar los límites
físicos de los inmuebles de su propiedad͟, en caso de que los propietarios privados colindantes manifiesten
su discrepancia, el deslinde solo podrá hacerse efectivo en virtud de un juicio declarativo. Sin embargo, la
situación cambia cuando el propietario que deslinda es la Administración, por cuanto ésta goza de la
potestad de autotutela, así, puede llevar a efecto el deslinde de sus bienes inmuebles (tanto de dominio
público como patrimoniales) frente a los de terceros, siempre que los límites entre ellos sean imprecisos o
existan indicios de usurpación.
Por tanto, la Administración puede por sí misma, de forma unilateral y sin intervención judicial declarar los
límites físicos de los inmuebles de su titularidad. De ahí que una vez que decide iniciar el procedimiento de
deslinde y mientras dure su tramitación, que no podrá ejercerse acción alguna ante el orden jurisdiccional
civil en solicitud de que se practique el deslinde. Tampoco puede el propietario usar contra la
Administración los interdictos, es decir, las acciones para la tutela sumaria de la posesión, previstas ahora
en el artículo 250.4 LECiv, lo que supone que la Administración puede despojar de la posesión al propietario
privado de forma inmediata.
Solo podrá acudir ante la jurisdicción contencioso-administrativa para impugnar las infracciones en las que,
se haya podido incurrir en la tramitación del procedimiento.
Para los bienes patrimoniales de la AGE, el artículo 52 LPAP establece un procedimiento cuyas
características más destacadas son las siguientes:
- El procedimiento se inicia de oficio por iniciativa de la propia Administración o a petición de los colindantes;
el acuerdo de iniciación se inscribe en el Registro de la Propiedad por medio de nota al margen y se publica
en el BOE y en el tablón de edictos del Ayuntamiento sin perjuicio de poder utilizar otros medios de
difusión y de notificar personalmente a los titulares de las fincas colindantes.
- En lo que se refiere a las actuaciones materiales de deslinde, el principal acto es el denominado apeo, en
el que, constituidos los representantes de la Administración y de los particulares en las fincas a deslindar, se
fijan sobre el terreno los mojones que marcan los linderos, procediéndose a levantar acta en la que los
particulares pueden formular las alegaciones que tengan por conveniente.
- Tras el apeo, se dicta resolución definitiva por la Administración (necesariamente en el plazo máximo de 18
meses, por cuanto transcurrido ese plazo el procedimiento incurre en caducidad), la cual se notificará a los
afectados, dándosele la misma publicidad que al acto de incoación.
Los artículos 56 a 68 RBEL regulan el procedimiento de deslinde para los bienes de titularidad de las
Entidades locales
El estatuto de la Administración reconoce el poder de recuperar y mantener por sí misma la posesión de los
bienes, sin necesidad del auxilio del juez civil. A diferencia de los particulares, que sólo pueden recuperar la
posesión de los bienes que legítimamente poseen mediando la intervención del juez, la Administración, tal
como dispone el artículo 55.1 LPAP, puede recuperar por sí misma la posesión indebidamente perdida
sobre los bienes y derechos de su patrimonio. Es el llamado ͞interdictum proprium͟, que puede ejercitarse
tanto respecto de los bienes demaniales como de los patrimoniales, con la única diferencia de que, si se
trata de bienes demaniales, la potestad de recuperación podrá ejercitarse en cualquier tiempo mientras que
si se trata de bienes patrimoniales, se requiere que la notificación de iniciación del procedimiento para
recuperar la posesión se haga antes de que haya transcurrido el plazo de un año contado desde el día
siguiente a aquél en que comenzó la usurpación. Sólo en el supuesto de que el plazo haya transcurrido (lo
que, por tanto, únicamente puede suceder con los bienes patrimoniales), la recuperación necesitará de la
intervención de la jurisdicción civil.
El ejercicio del interdictum proprium, de acuerdo con lo dispuesto en el artículo 56 LPAP, debe ajustarse a
las siguientes reglas: debe darse audiencia previa al interesado; una vez comprobado el hecho de la
usurpación posesoria y la fecha en que ésta se inició, se requerirá al ocupante para que cese en su
actuación, señalándose un plazo no superior a ocho días para ello; si no se produce el desalojo, la
Administración podrá proceder al mismo por cualquiera de los procedimientos de ejecución forzosa de los
actos administrativos, incluida la imposición de multas coercitivas y la compulsión sobre las personas, con
auxilio de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad.
La recuperación posesoria de los bienes demaniales cuando decaigan o desaparezcan las condiciones o las
circunstancias que legitimaban su ocupación por terceros, se denomina desahucio administrativo (artículo
58 LPAP). El procedimiento para el ejercicio de esta potestad es el mismo que el de la recuperación
posesoria pero es necesaria previamente la declaración de extinción o caducidad del título que otorgaba el
derecho de uso de los bienes demaniales y, en su caso, la fijación de la indemnización procedente (artículo
50 LPAP).
F) Imposición de servidumbres sobre los predios colindantes. La imposición de servidumbres sobre los predios
colindantes queda referida a determinados bienes de dominio público, tal como se prevé en las
regulaciones específicas de los mismos. A través de estas servidumbres legales se establecen perímetros de
protección que impiden que en los predios colindantes se realicen actividades que puedan perjudicar o
desnaturalizar al bien demanial.
El artículo 132.1 CE también hace referencia a los bienes comunales (pastos, montes forestales) remitiendo a la Ley la
regulación de su régimen jurídico el cual ha de inspirarse en los principios de inalienabilidad, imprescriptibilidad e
inembargabilidad.
Según la jurisprudencia constitucional, los bienes comunales presentan una ͞naturaleza jurídica peculiar͟. Los
artículos 343 y 344 del Código civil no aluden para nada a los bienes comunales, razón por la cual se consideró
inicialmente que deberían merecer la calificación de bienes patrimoniales, la jurisprudencia mantuvo que se trataba
de bienes no susceptibles de tráfico jurídico lo que determinó que las normas de régimen local los considerasen
bienes de dominio público.
El artículo 2.3 RBEL declara que «tienen la consideración de comunales aquellos bienes que siendo de dominio público,
su aprovechamiento corresponde al común de los vecinos», lo que, en coherencia con esa condición demanial, ha
llevado a que en el apartado 4 del mismo artículo 2 quede atribuida la titularidad de los mismos a los Municipios y a
las Entidades locales, y el artículo 5 RBEL, reitera que son inalienables, inembargables e imprescriptibles, añadiendo
que no están sujetos a tributo alguno.
El aprovechamiento corresponde como ya hemos dicho a los vecinos con arreglo a la costumbre del lugar o, en su
caso, a las correspondientes ordenanzas locales, atribuyéndose a la entidad titular la administración y conservación
de los bienes y la garantía de su integridad.
Los usos son colectivos, aunque excepcionalmente pueden ser también usos o aprovechamientos por lotes. En este
supuesto, de acuerdo con lo dispuesto en el artículo 75.3 TRLRL, los lotes se podrán subastar, fijando como criterio
de adjudicación preferente el que, en caso de igualdad, se adjudicarán a los postores que sean vecinos.
Y cuando la explotación del bien comunal se realice mediante concesiones periódicas de suertes o cortas de madera
(cuando se trate de aprovechamientos forestales), se podrá exigir a los vecinos determinadas condiciones de
vinculación y arraigo o de permanencia en el Municipio o Entidad local y esas condiciones deberán ser fijadas en
Ordenanzas especiales, aprobadas por la Comunidad Autónoma y previo dictamen del Consejo de Estado o del
correspondiente Consejo consultivo.
o EL PATRIMONIO NACIONAL
El artículo 132.2 CE establece que la ley regula el Patrimonio Nacional. Esta nueva categoría de bienes, se refieren al
conjunto de bienes que históricamente formaron el Patrimonio Real o Patrimonio de la Corona y que, desde la Ley de
7 de marzo de 1940, se denomina Patrimonio Nacional.
Se aprobó la Ley 23/1982, de 16 de junio, que regula el Patrimonio Nacional, a la que se ha sumado la Ley 44/1995,
de 27 de diciembre, cuyo objetivo es dar una especial protección medioambiental para los bienes que destacan por
su valor para el medio ambiente (caso, por ejemplo, del monte de El Pardo, y de los bosques de Riofrío y de La
Herrería).
El Patrimonio Nacional está integrado por un conjunto de bienes muebles e inmuebles cuya titularidad la posee el
Estado y que están afectados al uso y servicio del Rey y de los miembros de la Real Familia para el ejercicio de la alta
representación que les corresponde, además, se admite, una afectación concurrente para fines culturales y
científicos. Y todo ello sin perjuicio de que puede disponerse que los bienes susceptibles de aprovechamiento
rentable sean objeto de explotación, mediante convenios o contratos con empresas particulares.
El artículo 4 de la Ley de 1982 enumera dichos bienes y queda abierta la posibilidad de que se puedan incorporar
nuevos bienes por afectación, decidida por el Gobierno a propuesta del Consejo de la Administración del Patrimonio
Nacional, como por donaciones hechas al Estado a través del Rey.
Cabe también la desafectación de los bienes del Patrimonio, aunque no puede alcanzar a bienes muebles o
inmuebles de valor histórico- artístico. Además, se integran en el Patrimonio Nacional los derechos y cargas sobre las
Fundaciones y Reales Patronatos enumerados por la propia Ley y cuyo protectorado corresponde al Rey.
La regulación legal declara la inalienabilidad, imprescriptibilidad e inembargabilidad de los bienes, los cuales gozan del
mismo régimen de exenciones tributarias que los bienes de dominio público, y establece que serán inscritos en el
Registro de la Propiedad como de titularidad estatal.
El Ministerio de Hacienda podrá ejercer las prerrogativas de recuperación, investigación y deslinde que corresponden
al Estado respecto de los bienes de dominio público.
La gestión y administración de los bienes y derechos del Patrimonio Nacional quedan atribuidas a un Consejo de
Administración, que se configura como una entidad de Derecho Público que, con personalidad jurídica y capacidad de
obrar, depende orgánicamente de la Presidencia del Gobierno.
TEMA 8
I. REQUISITOS COSNTITUTIVOS DE RESPONSABILIDAD
1. Caracterización general
De acuerdo con el artículo 106.2 CE y el artículo 32 LRJSP, las Administraciones Públicas responden
patrimonialmente de todo daño que los particulares -sin perjuicio de lo que, a propósito del término
«particulares», más adelante se precisará- sufran en cualquiera de sus bienes y derechos, siempre que:
- no exista el deber jurídico de soportarlo (daño antijurídico o lesión);
- se trate de un daño efectivo, individualizado y evaluable económicamente;
- sea imputable al funcionamiento normal o anormal de los servicios públicos, pudiendo proceder tanto
de un hecho como de un acto administrativo o de una omisión y sin necesidad de que concurra culpa o
negligencia en su producción, con la única excepción de los daños producidos por fuerza mayor y de los
daños imprevisibles o inevitables según el estado de los conocimientos de la ciencia o de la técnica en el
momento de producirse; y
- medie una relación de causalidad entre el hecho o el acto u omisión y el daño producido.
Así pues, la responsabilidad patrimonial queda referida a toda la actividad administrativa, sea de carácter
jurídico o puramente fáctico, incluyendo también la omisión o inactividad. Se trata, además, de una
responsabilidad directa, aunque derive de la acción dañosa de sus autoridades y funcionarios, sin perjuicio
de la posibilidad de ejercitar contra ellos la acción de regreso cuando hubieran incurrido en dolo, culpa o
negligencia grave. Y es, en fin, una responsabilidad que ha dado en calificarse como objetiva, por cuanto
prescinde de la idea de culpa, bastando con demostrar la existencia de una lesión -o daño antijurídicoimputable
causalmente a la Administración por el funcionamiento de sus servicios, autoridades y
empleados.
Esta responsabilidad aspira, por otra parte, a garantizar la reparación integral de la lesión. Principio de
total indemnidad que debe procurar la reparación plena y completa del daño sufrido, de modo que quede
restaurada la integridad del patrimonio del perjudicado, restituyéndolo en su pleno valor anterior al suceso
dañoso.
Estamos, por tanto, ante un sistema de responsabilidad que, al menos en su diseño legal, presenta gran
extensión y amplitud. Salvo que concurra alguna de las causas de exoneración legalmente previstas -fuerza
mayor, daño que el particular tenga el deber jurídico de soportar de acuerdo con la ley y daño imprevisible
o inevitable según el estado de los conocimientos de la ciencia o de la técnica existentes en el momento en
que se produce (artículos 32.1 y 34.1 LRJSP)-, la Administración ha de responder por cualesquiera daños que
su actuación pueda causar, procediendo a indemnizar a la persona que los sufra. Amplitud y carácter
abierto del sistema -se habla también de ambigüedad o indeterminación- verdaderamente notable, por
cuanto sanciona la responsabilidad directa de la Administración desvinculándola del criterio de la culpa
como único y exclusivo título de imputación.
Hechas estas precisiones iniciales, veamos seguidamente, con algún mayor detenimiento, los diversos
requisitos que han de concurrir para que surja la responsabilidad patrimonial de la Administración.
En lo que atañe al desarrollo del procedimiento, la tramitación del mismo incluye la práctica de pruebas, de
acuerdo con las reglas de los artículos 77 y 78 LPAC, así como el trámite de audiencia al interesado y el
informe preceptivo del servicio a cuyo funcionamiento se impute el daño y, cuando las indemnizaciones
sean de cuantía igual o superior a 50.000 euros o a la que se establezca en la correspondiente legislación
autonómica, y en los casos en que así lo disponga la Ley Orgánica 3/1980, de 22 de abril, del Consejo de
Estado, también será preceptivo el dictamen de éste o, en su caso, del órgano consultivo de la
correspondiente Comunidad Autónoma (artículo 81.2, párrafo 1º, LPAC), el cual se deberá emitir en el plazo
de dos meses. Además, el órgano instructor del procedimiento debe formular y remitir al órgano
competente para decidir una propuesta de resolución que, en su caso, podrá consistir en la terminación
convencional del procedimiento, en cuyo caso, si se estimase procedente, se someterá al interesado para su
formalización (artículos 81.2, párrafo 2º, y 91.1 LPAC). De ser rechazada la propuesta de terminación
convencional, el órgano competente resolverá pronunciándose sobre la existencia o no de la relación de
causalidad y, en su caso, sobre la valoración del daño causado y la cuantía y el modo de la indemnización
(artículo 91.2 LPAC).
El procedimiento se resolverá por el Consejo de Ministros -si una ley así lo dispusiera- o por el Ministro
respectivo -lo que es regla general-, por los órganos correspondientes de las Comunidades Autónomas y de
las Entidades que integran la Administración local, o, en su caso -cuando sus normas de creación así lo
determinen- por los órganos que corresponda de las Entidades de Derecho Público que hayan ocasionado el
daño.
La resolución expresa agota la vía administrativa y será recurrible ante la jurisdicción contenciosoadministrativa.
Aunque si no hubiera resolución expresa y notificación de la misma en el plazo de seis
meses desde que se iniciara el procedimiento, se podrá entender desestimada la solicitud de indemnización,
quedando expedita la vía del recurso contencioso-administrativo (artículo 91.3 LPAC).
Este procedimiento de reclamación es igualmente aplicable a los casos en los que las Administraciones
Públicas actúen en relaciones de Derecho privado (artículo 35 LRJSP), ya que, sin perjuicio de algunas
excepciones -así sucede con la responsabilidad civil subsidiaria del Código Penal en relación con los delitos
cometidos por autoridades y funcionarios, o cuando se trata de la responsabilidad por daños causados por
menores bajo la guarda o tutela legal de la Administración, de acuerdo con lo dispuesto por el artículo 61.3
de la Ley Orgánica 5/2000, de 12 de enero, reguladora de la responsabilidad de los menores, o, incluso,
cuando se demanda únicamente a la compañía de seguros de la Administración-, se ha unificado
definitivamente el régimen procesal aplicable, eliminando la tradicional dualidad jurisdiccional y
atribuyendo en exclusiva a la jurisdicción contencioso-administrativa el conocimiento de las pretensiones
indemnizatorias.
3. La acción de regreso de la Administración frente a las autoridades y personal a su servicio
Dado que la responsabilidad patrimonial de la Administración alcanza a todos los daños causados por el
funcionamiento de los servicios públicos, incluidos los imputables a la acción u omisión de las autoridades y
personal a su servicio -siempre, claro es, que guarden relación con el ejercicio de sus funciones-, el artículo
36.4 LRJSP dispone que, una vez que la Administración haya indemnizado directamente al lesionado,
«exigirá de oficio en vía administrativa de sus autoridades y demás personal a su servicio la
responsabilidad en que hubieren incurrido por dolo, culpa o negligencia grave, previa la instrucción del
correspondiente procedimiento». De este modo, es la Administración quien responde ante la víctima de
manera directa y exclusiva, al haber quedado eliminada (lo que se hizo ya efectivo tras la reforma de la
LRJPAC de 1999), la tradicional posibilidad de que el lesionado pudiera optar por dirigir la correspondiente
acción civil de responsabilidad contra la autoridad o funcionario causante del daño. Pero, dejando ahora al
margen el supuesto de la responsabilidad civil vinculada a la responsabilidad penal por la comisión de
delitos dolosos y culposos -al que de inmediato nos referiremos-, esta responsabilidad patrimonial de la
Administración directa y exclusiva no excluye que, si los daños son imputables a la acción u omisión dolosa
o culposa de las personas a su servicio, sean éstos quienes, a su vez, deban responder ante la propia
Administración.
Conviene destacar, a este respecto, que, de acuerdo con ya citado artículo 36.2 LRJSP, el ejercicio de la
llamada acción de regreso es obligatorio -la Administración «exigirá de oficio», dice su tenor literal-, aunque
el párrafo 2º del mismo artículo de inmediato añade que «para la exigencia de dicha responsabilidad y, en
su caso, para su cuantificación, se ponderarán, entre otros, los siguientes criterios: el resultado dañoso
producido, la existencia o no de intencionalidad, la responsabilidad profesional del personal al servicio de
las Administraciones Públicas y su relación con la producción del resultado dañoso». En consecuencia, el
efectivo ejercicio de la acción de regreso termina dependiendo de cómo se interpreten y apliquen los
referidos criterios de ponderación, pues, de seguirse un criterio muy estricto, a pesar de ser obligatorio, ese
ejercicio no pasará de ser excepcional. Y la realidad es que no otra cosa viene sucediendo, como bien lo
prueba el hecho de que las Administraciones Públicas apenas hacen uso de dicha acción.
También procederá exigir responsabilidad a las mismas autoridades y demás personal por los daños y
perjuicios que por dolo, culpa o negligencia graves causen en los bienes y derechos de las Administraciones
Públicas (artículo 36.3 LRJSP). Y tanto en éste supuesto, como en el anterior, el procedimiento que habrá de
instruirse se sustanciará conforme a lo dispuesto en la LPAC y se iniciará por acuerdo del órgano
competente, que se notificará al interesado y contará, al menos, de los siguientes trámites: alegaciones
durante un plazo de quince días; práctica de las pruebas admitidas y cualesquiera otra que el órgano
competente estime oportunas durante un plazo de quince días; audiencia durante un plazo de diez días;
formulación de la propuesta de resolución en un plazo de cinco días a contar desde la finalización del
trámite de audiencia; y resolución por el órgano competente en el plazo de cinco días (artículo 36.4 LRJSP).
La resolución pondrá fin a la vía administrativa (artículo 36.5 LRJSP) y, en su caso, si se estima que procede,
se pasará el «tanto de culpa a los Tribunales competentes», es decir, a los tribunales del orden penal
(artículo 36.3 LRJSP).
Conviene tener en cuenta, por último, la relación existente entre la declaración de responsabilidad
patrimonial y el ejercicio de la acción de regreso posterior. Una cuestión que ha quedado precisada
adecuadamente en la STC 15/2016, de 1 de febrero. Aunque la sentencia toma en consideración la
preexistente regulación de la LRJPAC de 1992, su doctrina también es referible a la nueva regulación, por
cuanto la misma ningún cambio ha introducido. Dice así el Tribunal Constitucional: «La regulación de la
acción de responsabilidad contra la Administración diseñada por el legislador, en definitiva, implica que el
derecho o interés legítimo afectado es el de la persona perjudicada que ejercita la acción para ver reparado
el daño objetivo sufrido, siendo la Administración la que actuará en calidad de demandada, sin juzgarse
una responsabilidad añadida, distinta y de carácter subjetivo del personal al servicio de la Administración
pública que haya intervenido por acción u omisión en la situación controvertida», si bien «el régimen
jurídico de la responsabilidad en esta tipología de casos prevé, como cláusula de cierre, que la
Administración pueda repercutir sobre el empleado público subjetivamente responsable la cantidad
abonada por el funcionamiento de sus servicios públicos, mediante el ejercicio de la acción de regreso
prevista en el art. 145 LRJPAC [ actual artículo 36 LRJSP ]. Una acción de ejercicio obligatorio por la
Administración cuando se aprecie la concurrencia de un doble presupuesto: que la acción u omisión del
empleado público concernido se haya realizado con dolo, culpa o negligencia graves y, en segundo lugar,
que la Administración haya procedido al abono de la indemnización por el daño objetivo causado en razón
de ella (acordada bien en una resolución administrativa no impugnada, bien en una sentencia judicial
firme)». Por tanto, «de los arts. 139 y 145 LRJPAPC se sigue, a modo de síntesis, la consideración de dos
momentos y la configuración jurídica de dos acciones diferentes, con objetos distintos, aunque secuenciales
y encadenadas: la reclamación del perjudicado, primero (garantizando que, de apreciarse un nexo causal
entre perjuicio y funcionamiento del servicio público, pueda ser reparado de forma íntegra e inmediata por
el daño objetivo que se le haya ocasionado) y la eventual acción de regreso contra el empleado público,
después, si se dan los presupuestos establecidos en la norma (responsabilidad subjetiva por dolo, culpa o
negligencia graves, de haberse reparado económicamente el daño objetivo derivado del funcionamiento de
los servicios públicos)». La consecuencia de todo esto es que «el tenor literal de los preceptos de la Ley de
régimen jurídico de las Administraciones públicas y del procedimiento administrativo común concernidos
acredita inequívocamente que no es condición de la segunda acción, o de regreso, que la acción u omisión
dañosa, el dolo, culpa o negligencia graves, potencialmente imputables a un concreto empleado público,
fueran objeto de enjuiciamiento, ni de declaración probatoria como causante del perjuicio, en el primer
proceso de responsabilidad objetiva de la Administración. En lo referido a ese proceso antecedente
únicamente se dispone, y es cuestión bien distinta sin sombra de incertidumbre, que los particulares
afectados hayan demandado a la Administración "las indemnizaciones por los daños y perjuicios causados
por las autoridades y personal a su servicio"» (art. 145.1 LRJPAC) [actual artículo 36.1 LRJSP]; esto es, por el
daño objetivo, con el resultado de una reparación económica reconocida». O en otros términos: «Los
razonamientos que pueda contener la fundamentación jurídica de la Sentencia del primer proceso
(responsabilidad objetiva de la Administración) o las afirmaciones de la resultancia fáctica derivadas de la
prueba practicada que puedan referirse a la responsabilidad subjetiva de autoridades o personal de la
Administración, si se hubiera llegado a formular o desplegar con ocasión del examen el daño objetivo
aducido, no podrán acarrear en ninguna circunstancia, en tanto que no constituyen el objeto del proceso de
responsabilidad objetiva, un efecto positivo de cosa juzgada material en los procedimientos ulteriores que
enjuicien la responsabilidad subjetiva de los empleados públicos. O por expresar la idea en palabras de
nuestra jurisprudencia: no se produce un efecto de predeterminación o vinculación conforme al cual el Juez
posterior haya de partir necesariamente de la previa declaración judicial firme, cuando tenga que decidir
sobre una pretensión de la que sea elemento prejudicial lo ya juzgado por aquélla, ni tampoco, por igual
razón, el juzgador quedará sujeto a los hechos que hubieran sido declarados probados a la hora de abordar,
en el proceso sucesivo, la imputación subjetiva del daño». Y aún se añade: «Ciertamente, no hay
determinación clara en la regulación legal en cuanto al cauce a través de cual apreciar la posible
concurrencia del dolo, culpa o negligencia graves de autoridades y personal de la Administración. Ante tal
silencio, no cabe descartar que la Administración pudiera querer sostener su existencia en lo que pudo
razonarse o probarse en el proceso de responsabilidad objetiva. Pero incluso si fuera de ese modo,
convirtiendo aquellas declaraciones en el soporte aducido para dinamizar el procedimiento del art. 145
LRJPAC, tal circunstancia no permitiría soslayar que el primer proceso no sustanció responsabilidad
subjetiva alguna que opere con el efecto positivo de la cosa juzgada material. Prueba de ello es el propio
procedimiento [...] en desarrollo del art. 145.2 LRJPAC [actual artículo 36.2 LRJSP]; trámite y garantías que
carecerían de sentido si existiera predeterminación fáctica o vinculación jurídica, desde un prisma de
imputación subjetiva, a lo declarado, en su caso, por la Sentencia que juzgo la responsabilidad objetiva de la
Administración». Todo lo cual lleva a concluir, en relación con la demanda de amparo planteada, que «de
acuerdo con esa conclusión, no causaron indefensión las resoluciones impugnadas que apreciaron la falta
de legitimación del demandante de amparo para ser parte en el proceso de responsabilidad objetiva de la
Administración por ausencia de interés legítimo, toda vez que la declaración de responsabilidad de la
Administración no comporta, automáticamente, beneficio o perjuicio alguno en su esfera jurídica. Será en
un momento posterior, en el del ejercicio de la acción de regreso (iniciada en este caso según consta en la
documentación aportada en la demanda de amparo) o en el de la eventual incoación de un expediente
sancionador, donde el demandante podrá formular alegaciones, proponer y practicar la prueba admitida y,
en su caso, recurrir en la vía jurisdiccional contencioso-administrativa la resolución definitiva y firme que
se dicte, manteniéndose así indemnes sus posibilidades de defensa».
El art. 121 CE dispone: ͞Los daños causados por error judicial, así como los que sean consecuencia del
funcionamiento anormal de la Administración de Justicia, darán derecho a una indemnización a cargo del Estado,
conforme a la Ley.͟
Hasta la aprobación de la Constitución de 1978, el único supuesto de responsabilidad directa del Estado en el ámbito
de la actividad jurisdiccional era el previsto en el art. 960.2 de la LECr. Hubo que esperar a la Constitución de 1978, y
en su desarrollo a la LOPJ de 1985, para que quedaran ampliados los supuestos de responsabilidad patrimonial
directa del Estado. La LRJSP se limita a remitir lo dispuesto en la LOPE (art. 32.7).
De acuerdo con lo establecido por el art. 292 LOPJ, en desarrollo del art. 121 CE, el error judicial, como presupuesto
de la responsabilidad patrimonial del Estado, queda referido al producido con ocasión de actuaciones judiciales
formalizadas en el proceso mediante sentencias y autos. El error debe ser declarado específicamente en sentencia
recaída en juicio de revisión o, en sentencia dictada por la correspondiente Sala del TS o por la Sala que configura el
art. 61 LOPJ. La mera revocación o anulación de una resolución no presupone ni genera por sí sola responsabilidad
patrimonial del Estado (art. 293.1 LOPJ).
El concepto de error judicial se concibe en términos sumamente restrictivos. El error judicial queda exclusivamente
ceñido a una ͞equivocación especialmente acentuada͟. El error judicial no se puede identificar con el acierto de la
decisión a la que se le imputa el yerro, sino más bien con ͞el mantenimiento de la resolución judicial dentro de los
límites de la lógica y de la razonabilidad en la apreciación de los hechos y en la interpretación del Derecho͟. La STS de
10 de abril de 2006 resume los requisitos.
Para que el error judicial pueda dar lugar a una indemnización es preciso que medie una equivocación manifiesta que
haya provocado conclusiones fáticas o jurídicas ͞ilógicas, irracionales, insensatas o absurdas͟, que rompan la armonía
del orden jurídico. Que parece que ͞más que un error se exige un horror judicial͟. No toda equivocación es calificable
como error judicial a los efectos indemnizatorios por responsabilidad.
Aun cuando no toda la inexactitud o equivocación del juzgador tenga relevancia constitucional, bastará con constatar
que el error es evidente o notorio, que constituye la ratio decidendi de la resolución y que el mismo es sólo atribuible
al órgano que lo cometió para que en tal caso se estime vulnerado el derecho a la tutela judicial efectiva. El contraste
de la interpretación del alcance del error judicial, según se trate del derecho a la tutela judicial o de la
responsabilidad patrimonial por daños, resulta manifiesto y un tanto injustificado.
Una vez haya sido declarado el error, la pretensión indemnizatoria debe formularse ante el Ministerio de Justicia,
tramitándose la misma con arreglo a las normas reguladoras del procedimiento de responsabilidad patrimonial de las
Administraciones Públicas (art. 2939.2 LOPJ)
Para hacer efectiva la responsabilidad del Estado por error judicial será necesario que quien lo haya sufrido obtenga
del correspondiente órgano jurisdiccional la acción de responsabilidad. Y la resolución administrativa sobre la
petición puede dar lugar, de ser estimatoria, a un nuevo proceso judicial ante la jurisdicción contencioso-
administrativa.
El artículo 121 CE prevé la responsabilidad patrimonial del Estado por el ͞funcionamiento anormal͟ de la
Administración de Justicia. Se marca así una diferencia destacada con el artículo 106.2 CE
La exclusión del funcionamiento anormal como título de imputación encuentra fácil explicación si se observa que los
daños son consustanciales a la propia Administración de Justicia. Aunque funcione correcta y adecuadamente, su
actuación siempre conlleva ciertos perjuicios y daños para los particulares que con ella tienen que relacionarse.
Sólo cuando existan daños derivados de un defectuoso funcionamiento de la Administración de Justicia surgirá la
responsabilidad patrimonial del Estado. Los daños que se produzcan por dolo o culpa grave de los jueces y
magistrados son constitutivos de un funcionamiento anormal del que debe responder directamente el Estado, pero
también lo son los que deriven de un irregular funcionamiento objetivo, para lo cual habrá que atender a los
estándares de actuación y rendimiento normalmente exigibles en cada momento y circunstancia histórica.
El artículo 292 LOPJ prevé este supuesto de responsabilidad patrimonial por funcionamiento anormal sin
particularidad alguna. Lo que sucede es que para poder instar la acción de responsabilidad no será precisa
declaración judicial alguna previa que declare la existencia del título de imputación, de manera que el perjudicado
podrá dirigir directamente la correspondiente petición al Ministerio de Justicia, sin perjuicio de que contra la
resolución que éste dicte cabrá recurso contencioso-administrativo.
El supuesto típico lo constituyen las llamadas dilaciones indebidas en la tramitación y resolución de los procesos
judiciales. El retraso excesivo en la dispensa de justicia, más allá del estándar medio que marca la normalidad
incuestionablemente puede dar lugar a una indemnización a cargo del Estado por funcionamiento anormal, siempre
que de ello se deriven daños efectivos y evaluables para quien lo sufre.
Dado que frente a las dilaciones indebidas quien las sufre cuenta con la protección de los propios órganos
jurisdiccionales y, en última instancia, con la del TC a través del recurso de amparo, cuando se declare la vulneración
del derecho fundamental, tal declaración puede facilitar la posterior declaración de responsabilidad patrimonial del
Estado por funcionamiento anormal.
c. Prisión preventiva.
También puede determinar la responsabilidad patrimonial del Estado. Se configura como un supuesto específico de
responsabilidad basada en el sacrificio especial que recae en la persona que, tras pasar un periodo de prisión
preventiva, finalmente queda absuelta del delito que se le imputaba. Artículo 294 LOPJ: ͞1. Tendrán derecho a
indemnización quienes, después de haber sufrido prisión preventiva, sean absueltos por inexistencia del hecho
imputado o por esta misma causa haya sido dictado auto de sobreseimiento libre, siempre que se le hayan irrogado
perjuicios. 2. La cuantía de la indemnización se fijará en función del tiempo de privación de libertad y de las
consecuencias personales y familiares que se hayan producido. 3. La petición indemnizatoria se tramitará de acuerdo
con lo establecido en el apartado 2 del artículo anterior”. Aun cuando la prisión preventiva se haya acordado
conforme a Derecho el hecho de que el imputado resulte finalmente absuelto se considera causa suficiente para que
deba ser compensado mediante la correspondiente indemnización.
El artículo 294.1 LOPJ circunscribe esta responsabilidad objetiva a que la absolución o el sobreseimiento libre lo sea
por razón de la ͞inexistencia del hecho imputado͟, con lo que cualquier otra causa absolutoria no puede fundar la
acción indemnizatoria.
Conviene dar cuenta del giro jurisprudencial que se ha producido en la interpretación del referido artículo 294.1 LOPJ
y de las causas que lo han motivado. Durante algún tiempo estuvo asentada una doctrina de la Sala Tercera del TS
que vino a equiparar los supuestos de absolución por inexistencia del hecho delictivo los supuestos de absolución por
inexistencia del hecho delictivo a los de absolución por no participación del inculpado en el mismo. Esta equiparación
no dejaba de tener lógica, y desde la consideración del principio de igualdad, afirmó que nada cabía objetar a que
tuvieran idéntico tratamiento. Sin embargo, la equiparación no se extendió a aquellos otros supuestos en los que la
absolución se debiera a falta de pruebas válidas sobre la participación en el delito, y ha sido justamente esa exclusión
la que ha terminado por provocar que el TS haya abandonado dicha interpretación del artículo 294.1 LOPJ.
El cambio jurisprudencial se ha debido a la necesidad de no seguir corriendo riesgos de que pueda considerarse
vulnerando el derecho a la presunción de inocencia.
El Derecho de la UE establece un régimen de responsabilidad extracontractual. El artículo 340 TFUE dice ͞En materia
de responsabilidad extracontractual, la Unión deberá reparar los daños causados por sus instituciones o sus agentes
en el ejercicio de sus funciones, de conformidad con los principios generales comunes a los Derechos de los Estados
miembros.” Y el artículo 268 TFUE prevé un recurso directo que las personas físicas y jurídicas, así como los Estados
miembros, podrán utilizar para la reclamación de la responsabilidad ante el TJUE, fijando un plazo de prescripción de
cinco años el art. 46 del Estatuto del Tribunal, aprobado por Protocolo de 26 de febrero de 2001.
Esta responsabilidad se hace efectiva con independencia del órgano del Estado a cuya acción u omisión sea
imputable el incumplimiento, por lo que alcanza también a los órganos judiciales y al propio legislador.
La jurisprudencia del TJUE exige tres requisitos para que concurra la responsabilidad de los Estados por
incumplimiento del Derecho de la UE: que la norma jurídica violada tenga por objeto conferir derechos a los
particulares; que la violación esté suficiente caracterizada; y que exista una relación de causalidad directa entre el
incumplimiento de la obligación que incumbe al Estado y el daño sufrido por quienes hayan sido lesionados. La
jurisprudencia comunitaria ha señalado que, para apreciar la existencia de una infracción habrá que atender a las
diversas circunstancias concurrentes para ponderarlas de manera conjunta. Se deberá valorar el grado de claridad y
precisión de la norma vulnerada, pero también el carácter intencional de la infracción y el carácter excusable o
inexcusable del erro de Derecho. No basta con que concurra alguna de esas circunstancias, ya que lo que se tiene que
poner de manifiesto es la gravedad de la infracción y el carácter injustificado o irrazonable de la decisión. No habrá
responsabilidad cuando el pretendido incumplimiento sea dudoso o simplemente posible en atención a una
interpretación subjetiva de la norma o de la jurisprudencia comunitaria. Ni tampoco habrá por el hecho de que el
órgano jurisdiccional nacional no haya planteado la cuestión prejudicial de interpretación en un supuesto dudoso.
El cauce para exigir la responsabilidad por incumplimiento judicial del ordenamiento judicial del ordenamiento de la
UE será el de la responsabilidad por error judicial.
a. La gestación jurisprudencial de la responsabilidad patrimonial del Estado por causa de las leyes.
La responsabilidad patrimonial del Estado-Legislador ha concitado gran interés y un vivo debate jurídico. La causa de
que se reconozca esta responsabilidad estriba en la doctrina de la Sal Tercera del Tribunal Supremo. Una doctrina
que se ha apoyado en otro precepto constitucional más genérico para afirmar que la responsabilidad alcanza
también al Estado-Legislador. A partir del principio de la responsabilidad de los poderes públicos al que se refiere el
artículo 9.3 CE, la Sala Tercera del TS ha proclamado que el texto constitucional impone al Estado la obligación de
reparar los daños antijurídicos que tengan su origen en la actividad de los poderes públicos.
Esta doctrina comenzó a esbozarse a raíz de la anticipación de edad de jubilación de los funcionarios a los 65 años
que acordó la Ley 30/11984, de 2 de agosto, lo que dio lugar a varias sentencias del TC que no dejaron de apuntar la
posibilidad de que esa reducción del tiempo en el servicio activo pudiera ser objeto de alguna compensación
económica por los perjuicios que pudiera conllevar. Y aunque las ulteriores reclamaciones indemnizatorias ante el TS
no prosperaron fueron el anuncio de que la cuestión de la responsabilidad patrimonial del Estado por causa de las
leyes tenía recorrido y no podía darse por descartada.
Por otra parte, apelando a los principios de buena fe y confianza legítima, consideraron que merecían una
indemnización compensatoria los perjuicios causados por la eliminación de la exención arancelaria de cupos de pesca
que hubo que adoptar como consecuencia del ingreso de España en la Comunidad Económica Europea. Una toma de
posición que al mantenerse que no cabía descartar la existencia de responsabilidad aun tratándose de actos
legislativos.
b. Significado y alcance del artículo 139.3 de la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del
Procedimiento Administrativo Común de 1992 y del artículo 32.3 de la nueva Ley de Régimen Jurídico del
Sector Público de 2015.
La reforma en 1999 de la LRJPAC de 1992 dio entrada a un supuesto específico de responsabilidad patrimonial de las
Administraciones Públicas por la aplicación de determinados actos legislativos. Artículo 139.3 LRJPAC: ͞Las
Administraciones Públicas indemnizarán a los particulares por la aplicación de actos legislativos de naturaleza no
expropiatoria de derechos y que éstos no tengan el deber jurídico de soportar, cuando así se establezca en los
propios actos legislativos y en los términos que especifiquen dichos actos͟.
El precepto nada decía sobre los actos legislativos de naturaleza expropiatoria, si no se tiene el deber jurídico de
soportar el acto legislativo expropiatorio, éste necesariamente incurrirá en inconstitucionalidad y, por tanto, en
nulidad, por desconocer las garantías del artículo 33.3 CE.
En forma alguna podía decirse que hubiera quedado sancionada la responsabilidad patrimonial del Estado-Legislador,
ni menos aún, que esa regulación viniera a coincidir con la doctrina jurisprudencial. Sin embargo, el TS mantuvo lo
contrario. A pensar de afirmar que ͞salvo en los supuestos de leyes de naturaleza expropiatoria en los demás habrá
que estar a lo que establezcan las propias leyes͟. Tal afirmación quedó rectificada cuando simultáneamente sostuvo
que, aun cuando la ley nada haya previsto, siempre cabe la responsabilidad, y ello porque existe un ͞núcleo
indisponible͟ para el legislador pues ͞no hay en nuestro sistema constitucional ámbitos exentos de responsabilidad͟,
de manera que ͞el Estado está obligado a reparar los daños antijurídicos que tengan su origen en la actividad de los
poderes públicos, sin excepción alguna͟, lo que significa que, aunque el legislador goza de ͞un importante margen de
maniobra͟, pudiendo configurar los mecanismos de garantía, no por ello puede crear ͞espacios inmunes fundados en
la ausencia de regulación͟. Quedó descartado que el referido artículo 139.3 LRJPAC impidiera el reconocimiento del
derecho a la indemnización de daños y perjuicios.
El artículo 32.3 de la nueva LRJSP de 2015 ha introducido un cambio importante, reitera en su párrafo primero el
tenor literal del art. 139.3 de la LRJPAC de 1992 y añade un párrafo segundo: ͞La responsabilidad del Estado
legislador podrá surgir también en los siguientes supuestos, siempre que concurran los requisitos previstos en los
apartados anteriores: a) Cuando los daños deriven de la aplicación de una norma con rango de ley declarada
inconstitucional, siempre que concurran los requisitos del apartado 4. B) Cuando los daños deriven de la aplicación
de una norma contraria al Derecho de la UE, de acuerdo con lo dispuesto en el apartado 5͟.
El derecho resarcitorio siempre podrá reconocerse, con independencia de que la ley sea o no inconstitucional o
anticomunitaria, porque sólo cuando efectivamente lo sea podrá surgir la responsabilidad patrimonial y con ello el
derecho indemnizatorio.
Por otra parte, los requisitos que se establecen para que sea posible el reconocimiento de la responsabilidad en los
dos supuestos de leyes inconstitucionales y leyes contrarias al Derecho de la UE a los que la misma queda ceñida,
introducen restricciones importantes por la relación a las que ha venido exigiendo la misma jurisprudencia.
Cuando se sufre un perjuicio patrimonial por la aplicación de una ley que posteriormente es declarada
inconstitucional, la víctima debe ser indemnizada y ello aunque no haya impugnado el acto de aplicación o aun
habiéndolo impugnado, el recurso hubiera sido desestimado y confirmada su legalidad en virtud de sentencia. Y
frente a esta regla, sólo cabe una excepción: cuando exista una declaración expresa del TC acerca del alcance de la
declaración de inconstitucionalidad que pronuncia, la viabilidad de la acción de responsabilidad patrimonial del
Estado-Legislador deberá atenderse a la misma.
STS de 13 de junio: ͞La ley declarada inconstitucional encierra en sí misma, como consecuencia más fuerte de la CE,
el mantenimiento de la obligación de reparar los daños y perjuicios concretos y singulares que su aplicación pueda
haber originado, el cual no podía ser establecido a priori en su texto͟ y añadió que el hecho de que los actos de
liquidación no hubieran sido recurridos por quien reclamaba la correspondiente indemnización, no puede ser óbice a
la viabilidad de la declaración de responsabilidad del Estado, pues nada obliga a que se recurra un acto adecuado a la
ley alegando que ésta es inconstitucional, máxime cuando no está al alcance de los particulares poder recurrir frente
a la ley.
La posterior sentencia de 15 de junio de 2000 negó que el artículo 40.1 LOTC impidiera el reconocimiento de la
responsabilidad en supuestos tales.
La responsabilidad por causa de leyes inconstitucionales se ha reiterado también en esta ocasión en relación con una
norma tributaria que fue declarada inconstitucional.
En la medida que el presupuesto de la responsabilidad no puede ser otro que la ilicitud del daño, lo lógico es pensar
que la ley incurrirá en un vicio de inconstitucionalidad y que, por tanto, para corregir la situación, bastará con la
correspondiente declaración de inconstitucionalidad y correlativa anulación de sus consecuencias y efectos.
Ha llevado a la Sala Tercera del TS a mantener que el Estado debe responder patrimonialmente por unos daños y
perjuicios que, de no haber mediado dicha ley, nunca se habrían producido. En la mayoría de los casos que han
concluido con la condena del Estado, con dicha condena se le ha obligado a reintegrar lo que había percibido al
amparo de una ley tributaria, o similar, declarada inconstitucional.
Esta doctrina jurisprudencial no resulta fácilmente conciliable con lo dispuesto en los artículos 161.1 a) CE y 40.1
LOTC. El TS ha salido al paso afirmando que la declaración de responsabilidad para nada afecta a la cosa juzgada y
que una cosa es la acción de responsabilidad como consecuencia de los daños derivados de la ley inconstitucional y
otra la de los efectos de las declaraciones de inconstitucionalidad. La indemnización por responsabilidad opera como
un equivalente al hecho de que tales actos queden anulados y dejados sin efecto, al que no resulta necesariamente
de la declaración de inconstitucionalidad, al no conllevar la eliminación jurídica de los efectos de los actos que hayan
alcanzado firmeza.
Puede plantearse la duda de si los requisitos legales previstos suponen o no una carga desproporcionada para la
viabilidad de la acción de responsabilidad, es preciso que el acto en aplicación de la ley que posteriormente se
declara inconstitucional no haya ganado firmeza, es decir, que haya sido impugnado aunque sin éxito, y que, además,
y sobre todo, en el recurso jurisdiccional contra el mismo expresamente se haya invocado la inconstitucionalidad de
la norma.
El plazo de un año para formular la reclamación se contará a partir de la publicación de la sentencia del TC en el BOE.
De acuerdo con el art. 34.1 párrafo segundo LRJSP, sólo serán indemnizables los daños producidos en el plazo de los
cinco anteriores a la fecha de la publicación de la sentencia que declare la inconstitucionalidad, salvo que la sentencia
disponga otra cosa. Se ha incorporado así un plazo añadido de prescripción, referido ahora al derecho.
La responsabilidad patrimonial del Estado por causa de las leyes también puede surgir cuando se trate de leyes
comunitarias al Derecho de la UE, y así se reconoce expresamente por la letra b) del art. 32.3 LRJSP.
Los Estados están obligados a reparar los daños causados a los particulares por las violaciones del Derecho de la UE
con anterioridad a la aprobación de la LRJSP, la Sala Tercera del TS no ha dudado en declarar que el incumplimiento o
la violación imputable a la ley nacional puede generar la responsabilidad patrimonial del Estado por los daños
resultantes de dicho incumplimiento. La STS de 10 de febrero de 1997 declaró que, en caso de incumplimiento, surge
la responsabilidad y la reparación a cargo del Estado, a fin de garantizar la plena eficacia de la norma comunitaria. La
STS de 25 de enero de 2013 recuerda que ͞el reconocimiento del principio de responsabilidad patrimonial del Estado
constituye una cláusula de cierre del sistema que regula las relaciones entre el Derecho Comunitario y los
ordenamientos nacionales para garantizar la plena eficacia del ordenamiento comunitario y la tutela judicial efectiva
de los particulares a ver reparados los perjuicios que les causa la infracción o incumplimiento del Derecho
Comunitario por parte de las autoridades nacionales͟.
El Derecho de la UE reconoce un derecho a la indemnización cuando se cumplen tres requisitos: que la norma
jurídica violada tenga por objeto conferir derechos a los particulares, que la violación esté suficientemente
caracterizada, y que exista una relación de causalidad directa entre la infracción de la obligación que incumbe al
Estado y el daño sufrido por las víctimas.
Especial importancia presenta el requisito relativo a que se trate de una violación suficientemente caracterizada, hay
que atender al criterio de la ͞inobservancia manifiesta y grave por parte de un Estado miembro de los límites
impuestos a su facultad de apreciación͟. Cuando se constate la existencia de una violación manifiestamente
caracterizada del Derecho de la UE que conlleve un daño patrimonial, resultará indiferente el poder público nacional
al que la misma sea imputable. Es el Estado el que debe responder.
Se marcaba una diferencia sustancial en el hecho de que el acto hubiera o no alcanzado firmeza, ya en el caso de las
leyes anticomunitarias se negaba la repartición patrimonial cuando hubiera ganado firmeza, a diferencia de las leyes
inconstitucionales. Para la viabilidad de la responsabilidad patrimonial por daños derivados de leyes anticomunitarias
se exigía el agotamiento previo de todas las vías de recurso internas dirigidas a impugnar la validez de los actos
administrativos lesivos dictados en aplicación de las mismas.
La STJUE de 26 de enero de 2010 declaró que el desigual tratamiento dado a supuestos plenamente equiparables
suponía sujetar la responsabilidad patrimonial del Estado por infracción del Derecho de la UE a unos requisitos más
rigurosos, lo que determinaba su incompatibilidad con los principios de equivalencia y efectividad y la necesidad, por
tanto, de que la desigualdad quedase eliminada.
Requisitos para la viabilidad de la acción de responsabilidad: que se haya dictado sentencia firme desestimatoria de
un recurso contra la actuación administrativa que ocasionó el daño, siempre que se hubiera alegado la infracción del
Derecho de la UE posteriormente declarada; que la norma comunitaria tenga por objeto conferir derechos a los
particulares; que el incumplimiento esté suficientemente caracterizado; y, que exista relación de causalidad entre el
incumplimiento de la obligación impuesta a la Administración responsable por el Derecho de la UE y el daño sufrido
por los particulares. La firmeza del acto determinará la inviabilidad de la acción.
Desde la consideración de los principios de equivalencia y efectividad, que, con arreglo a la jurisprudencia
comunitaria obligan a dar el mismo tratamiento que a los requisitos en orden procedimental o formal exigibles a los
recursos, surge el problema de si habrá que estar estrictamente a ese requisito, o si será posible aplicar el que viene
observándose para la responsabilidad por inconstitucionalidad de la ley, que no exige semejante cualificación,
bastando la pura inconstitucionalidad, incluso la inconstitucionalidad meramente ͞formal͟.
La respuesta más adecuada sería que debería aplicarse el mismo criterio material o sustantivo a las leyes
anticomunitarias, y ello no tanto porque lo impongan necesariamente los principios de equivalencia y efectividad,
sino porque la responsabilidad que reclama el Derecho de la UE constituye un mínimo común denominador para
todos los Estados miembros. La realidad es que este problema último ha encontrado por ahora la respuesta negativa
del TS.
La responsabilidad patrimonial del Estado por leyes inconstitucionales sólo puede excluirse en aquellos supuestos en
que existan especiales razones que permitan considerar que la infracción de la Constitución fue excusable, es decir,
que a diferencia de lo que ocurre con la violación del derecho de la UE, la gravedad de la infracción de la CE solo
excepcionalmente es relevante a efectos indemnizatorios. La declaración de inconstitucionalidad de una ley implica
su invalidación con efectos ex tunc, sin otro límite que la fuerza de cosa juzgada, tal como establece el art. 40 LOTC.
La sentencia del TJUE que estima un recurso por incumplimiento tiene un carácter meramente declarativo; se limita a
constatar que el Estado miembro ha infringido el derecho de la UE.
El plazo de un año para formular la reclamación se contará a partir de la publicación de la correspondiente sentencia
en el Diario Oficial de la UE que declare el carácter de norma contraria al mismo y de acuerdo con el art. 34.1, párrafo
2º, solo serán indemnizables los daños producidos en el plazo de los cinco años anteriores a la fecha de la publicación
de la sentencia que así lo declare, salvo que disponga otra cosa. Se ha incorporado de este modo un plazo añadido de
prescripción, referido ahora al derecho.
La Sala Tercera del TS ha admitido que la ley constitucional puede producir daños que también habrán de ser
reparados mediante indemnización. Se trata de un nuevo supuesto de responsabilidad del Estado, mucho más
problemático aún.
La misma Sala Tercera del TS ha reconocido en algunos casos la responsabilidad por los daños ligados a actos de
disposición que los particulares no habrían realizado de no haber confiado en el legislador, tal como sucede cuando
se realizan determinados gastos e inversiones en la confianza de que el régimen legal vigente en atención al cual se
llevan a cabo no será modificado.
Tampoco han dejado de formularse críticas a ese entendimiento de la confianza legítima como fundamento de la
responsabilidad del Estado Legislador por causa de leyes constitucionales, argumentando que ninguna confianza en
la estabilidad de una determinada ventaja personal que unos ciudadanos puedan tener respecto de una regulación
legal dada puede condicionar la ͞libertad de configuración͟ de todo el sistema legal que el poder legislativo tiene
atribuida. El único límite en el orden patrimonial es el resultante de lo dispuesto por el art. 33 CE.
El reconocimiento del derecho a una indemnización se ha condicionado a que el propio legislador no disponga lo
contrario excluyéndola expresamente. Más allá de supuestos verdaderamente excepcionales, en la mayoría de los
casos y, por tanto, como posición general, el TS suele negar que a la ley constitucional pueda vincularse el
surgimiento de un derecho al resarcimiento por daños.
La intervención del legislador, con la nueva regulación del art. 32.3 LRJSP parece haber descartado que pueda
reconocerse la responsabilidad por los daños derivados de una ley constitucional, a no ser que la misma prevea la
correspondiente indemnización. Puede afirmarse que, dejando al margen las leyes expropiatorias constitucionales,
sujetas al régimen del art. 33.3 CE, el daño que inflige una ley constitucional es un daño que se tiene la obligación de
soportar.
El art. 9 de la Ley 13/2009, de 3 de noviembre, de reforma de la legislación procesal para la implantación de la nueva
oficina judicial, incorporó un novedoso apartado 5 al art. 139LRJPAC: ͞El Consejo de Ministros fijará el importe de las
indemnizaciones que proceda abonar cuando el TC haya declarado, a instancia de parte interesada, la existencia de
un funcionamiento anormal en la tramitación de los recursos de amparo o de las cuestiones de inconstitucionalidad͟.
El inciso final del mismo artículo: ͞el procedimiento para fijar el importe de las indemnizaciones se tramitará por el
Ministerio de Justicia, con audiencia del Consejo de Estado͟. Esta regulación ha sido reiterada por el art. 32.8 de la
LRJSP.
La sentencia del Pleno de la Sala Tercera de 26 de noviembre de 2009 declaró al Estado responsable por los daños
derivados del funcionamiento anormal del TC, finalmente no accedió a la pretensión indemnizatoria al estimar que
no se había materializado un daño efectivo ni tampoco había existido relación de causalidad.
La declaración de responsabilidad se sustentó en que el ͞del art. 9.3 CE deriva una garantía para el particular de ser
resarcido por toda lesión que le haya causado una actuación del TC que pueda considerarse irregular incluye el
supuesto con toda evidencia dentro del concepto más amplio del funcionamiento anormal del TC͟.
La garantía que el principio de responsabilidad de los poderes públicos representa permite al legislador un cierto
margen en el momento de su concreción la ausencia regulación legal no puede significar un espacio inmune frente a
las reclamaciones de los que hayan sufrido un daño, cuando los tribunales pueden detectar que la acción ejercitada
se enmarca en el núcleo indisponible que resulta del art. 9.3 CE, en el cual se incluyen sin duda alguna, los daños
causados por un funcionamiento de los poderes públicos ajeno a lo que se debe considerarse un comportamiento
regular.
La regulación legal es sumamente escueta, se limita a afirmar que corresponde al propio Tribunal la declaración de la
existencia del funcionamiento anormal se da entrada al Consejo de Ministros para que, tras la tramitación del
expediente indemnizatorio con intervención del Ministro de Justicia y audiencia del Consejo de Estado, proceda a
fijar el importe de la indemnización correspondiente. Surgen así algunos interrogantes:
En primer lugar, al ceñirse el título de imputación al funcionamiento anormal en la actividad jurisdiccional, bien
pudiera dudarse de si la responsabilidad patrimonial alcanza a los daños derivados de la actividad no jurisdiccional. La
respuesta parece que debe ser afirmativa.
En segundo lugar, nada se establece acerca de cómo se debe sustanciar la reclamación ante el TC y si su decisión será
revisable, ya que se limita a decir que el Consejo de Ministros fijará el importe de la indemnización. El propio TC ha
precisado que su propia declaración acerca de la existencia o no un funcionamiento anormal será una ͞auténtica
resolución jurisdiccional͟ y que esa resolución no es susceptible de ser enjuiciada por ningún otro órgano
jurisdiccional del Estado, de acuerdo con lo dispuesto en el art. 4.2 LOTC.
Y, en tercer lugar, el Estado ha de responder patrimonialmente por los daños que puedan derivarse del
funcionamiento anormal del TC en el ejercicio de su actividad jurisdiccional.
La extensión de la responsabilidad patrimonial del Estado también alcanza a otros órganos constitucionales, como el
Tribunal de Cuentas o el Defensor del Pueblo.
TEMA 10
1. LA PLANTA JURISDICCIONAL
Con la LJCA de 1956, la estructura o planta de la jurisdicción contencioso-administrativa quedó
ceñida a las Salas de lo contencioso-administrativo de las Audiencias Territoriales y a las Salas 3ª,
4ª y 5ª del Tribunal Supremo. Esa estructura se mantuvo hasta que en 1977 se dictó un Real
Decreto-ley por el que creó la Audiencia Nacional y en su seno la Sala de lo contenciosoadministrativo.
Posteriormente, la LOPJ introdujo importantes modificaciones, al establecer los
Tribunales Superiores de Justicia con una o dos Salas de lo contencioso-administrativo -según los
casos- en sustitución de las Audiencias Territoriales, y dar entrada a la gran novedad de los
Juzgados provinciales de lo contencioso-administrativo. Y, asimismo, redujo las tres Salas del
Tribunal Supremo a una única Sala, la Sala Tercera. Pero la inmediata puesta en práctica de la
nueva planta por la Ley complementaria de Demarcación y Planta Judicial de 28 de diciembre de
1988, no alcanzó a los Juzgados. Estos finalmente se implantaron con la aprobación de la LJCA de
1998, habiéndose modificado en parte la competencia que la LOPJ de 1985 inicialmente les había
atribuido. Y, además, la LJCA ha creado los Juzgados centrales de lo contencioso-administrativo.
Así pues, en la actualidad, tal como dispone el artículo 6 LJCA, el orden jurisdiccional se halla
integrado por los siguientes órganos: Juzgados provinciales; Juzgados centrales; Salas de lo
Contencioso-Administrativo de los Tribunales Superiores de Justicia; Sala de lo Contencioso-
Administrativo de la Audiencia Nacional; y Sala Tercera, de lo Contencioso-Administrativo, del
Tribunal Supremo.
2. LA DISTRIBUCIÓN DE COMPETENCIAS ENTRE LOS ÓRGANOS JURISDICCIONALES
A. Criterios generales para la distribución de las competencias y prohibición de que la
declaración de incompetencia pueda adoptarse en sentencia
El criterio que con carácter general sigue la LJCA para asignar las correspondientes competencias
a los diversos órganos de la jurisdicción contencioso-administrativa, es el tradicional criterio que
vincula la competencia del órgano jurisdiccional a la del órgano administrativo del que emana el
acto o disposición objeto del recurso. De este modo, y sin perjuicio de las numerosas excepciones
que generan un casuismo tan complejo como injustificado, los actos y reglamentos de las
Administraciones locales y autonómicas quedan residenciados ante los Juzgados provinciales y las
Salas de lo Contencioso-Administrativo de los Tribunales Superiores de Justicia, mientras que de
los actos y reglamentos de la Administración estatal conocen mayoritariamente los Juzgados
centrales y la Sala de la Audiencia Nacional, y, en menor medida, la Sala 3ª del Tribunal Supremo.
Ha de tenerse en cuenta que las dificultades que como consecuencia de ese excesivo casuismo
surgen a la hora de determinar el órgano competente para conocer del recurso, quedan
compensadas en gran medida por la obligación de que en las resoluciones administrativas y
también judiciales se indiquen los recursos procedentes. E igualmente quedan amortiguadas por
la escasa trascendencia que, siempre que se observen esas indicaciones, tiene para el recurrente el
desacierto o error en dicha determinación. Recuérdese, a este respecto, que el artículo 40.2 LPAC
establece la siguiente regla: «Toda notificación [de las resoluciones y actos administrativos]
deberá contener [...] la expresión de los recursos que procedan, en su caso, en vía administrativa y
judicial, el órgano ante el que hubieran de presentarse y plazo para interponerlos, sin perjuicio de
que los interesados puedan ejercitar, en su caso, cualquier otro que estimen procedente».
Asimismo, el artículo 248.4 LOPJ dispone que «al notificarse la resolución [judicial] a las partes se
indicará si la misma es o no firme y, en su caso, los recursos que procedan, órgano ante el que
deben interponerse y plazo para ello». Pero es que, además, el artículo 7.3 LJCA añade que «la
declaración de incompetencia adoptará la forma de auto y deberá efectuarse antes de la sentencia,
remitiéndose las actuaciones al órgano de la Jurisdicción que se estime competente para que ante
él siga el curso del proceso».
Esta prohibición de que la declaración de incompetencia pueda adoptarse en sentencia, ha llevado
a que, de acuerdo con la jurisprudencia constitucional, en el artículo 69 de la misma Ley, al fijar
las causas de inadmisibilidad que serán declaradas por sentencia, no figure ya la de que «se
hubiere interpuesto [el recurso] ante un Tribunal que carezca de [...] competencia para ello, por
corresponder el asunto [...] a otro órgano de la Jurisdicción Contencioso-Administrativo». Así lo
disponía, sin embargo, el artículo 82.a) LJCA de 1956, si bien la jurisprudencia constitucional
consideró derogada dicha previsión por el artículo 24.1 CE (SSTC 22/1985, de 15 de febrero,
39/1985, de 11 de marzo, 109/1985, de 8 de octubre, 55/1986, de 9 de mayo, 78/1991, de 15 de abril,
90/1991, de 25 de abril, etc.). Baste recordar que en la inicial STC 22/1985, de 15 de febrero, f.j. 6º,
ya se afirmó lo siguiente:«Reduciéndonos al ámbito del recurso contencioso-administrativo, objeto
aquí de nuestras consideraciones, esa libre facultad de declarar en la Sentencia la inadmisión del
recurso por incompetencia del órgano, no es compatible con el derecho a un acceso sin obstáculos
innecesarios a la tutela judicial efectiva. El Abogado del Estado sostiene que la eliminación de esa
norma constituiría un premio a la negligencia y contumacia de los administrados, de donde
parece seguirse que la misma tendría en cierto modo una finalidad sancionadora. No requiere un
examen muy detenido tal argumento para desecharlo, pues ni las sanciones encubiertas (con las
que se impide, además, el ejercicio de un derecho fundamental) tiene cabida en un Estado de
derecho ni cabe presumir que quien incurre en un error procesal obra así por negligencia o
contumacia. Normalmente quien acude al recurso contencioso-administrativo intenta eliminar
con la mayor rapidez posible del mundo del derecho un acto del poder que considera antijurídico.
Si yerra al dirigirse al órgano competente, su error alargará inevitablemente el tiempo necesario
para que el Juez restaure el orden jurídico que él estima violentado y, en consecuencia, si fue
negligente o contumaz, lo fue contra su interés.No existiendo, pues, finalidad que justifique el
obstáculo que la aplicación del art. 82.a) de la LJCA crea, dicho precepto ha de considerarse lesivo
para el derecho de la tutela judicial efectiva y, en consecuencia, vulneradora de tal derecho
laSentencia que hace uso de la facultad que ese precepto otorga».
Por consiguiente, puede afirmarse que las consecuencias anudadas al error o equivocación en la
determinación del órgano jurisdiccional competente para conocer del recurso apenas tienen otra
trascendencia que la de dilatar la tramitación del proceso, ya que, como regla, ese error o
equivocación no puede conllevar la pérdida del recurso sin obtener un pronunciamiento sobre el
fondo. No obstante, esa reorientación del recurso hacia el órgano jurisdiccional que ostenta la
competencia, tal como prevé el artículo 7.3 LJCA, exige que no medie un comportamiento no
diligente o irregular del recurrente, considerándose como tal el que, sin justificación ni razón
alguna, haya desconocido la propia instrucción sobre recursos realizada por la Administración.
B. Asignación de competencias en primera o única instancia. Esquema del reparto de las
competencias en función de la Administración y órgano de los que proceda la disposición o
actuación recurrida
De acuerdo con lo que resulta de lo dispuesto en los artículos 8 a 12 LJCA, la determinación de los
asuntos de los que los distintos órganos jurisdiccionales conocerán en primera o única instancia se
realiza mediante la combinación de todo tipo de criterios (reglas generales, excepciones y
excepciones de las excepciones), lo que da lugar a un sistema sumamente casuístico y complejo.
Aunque la LJCA se refiere a los asuntos de los que conocerán los diversos órganos jurisdiccionales,
el elemento determinante sigue siendo el órgano del que emana el acto o disposición que se
recurre. Por eso mismo, el criterio con que a continuación se expone ese reparto de competencias
toma en consideración a la Administración autora del acto o norma reglamentaria objeto del
recurso, remitiendo en cada caso al órgano jurisdiccional competente para conocer en primera o
única instancia. De este modo, se puede afirmar:
- que los Juzgados provinciales de lo contencioso-administrativo son los competentes para
conocer del grueso de las actuaciones de las Entidades locales;
- que las Salas de los Tribunales Superiores de Justicia conocen básicamente de las
actuaciones que proceden de las Administraciones autonómicas y de los recursos de
apelación;
- que los Juzgados centrales de lo contencioso-administrativo y la Sala correspondiente de la
Audiencia Nacional, conocen de las actuaciones realizadas por la AGE; y
- que a la Sala Tercera del TS queda atribuido el conocimiento de los actos del Consejo de
Ministros y de los órganos constitucionales, así como el de los recursos de casación.
C. Otras reglas de atribución de competencias
La LJCA establece, asimismo, otras reglas complementarias para la asignación de las competencias
en función de la materia (del concreto acto o actuación de que se trate) y advierte al respecto que,
salvo disposición en contrario, la atribución de competencia por razón de la materia prevalece
sobre la efectuada por razón del órgano administrativo autor del acto [artículo 13.c) LJCA].
En concreto, la competencia en materia de autorizaciones y ratificaciones judiciales (entrada en
domicilios y demás edificios o lugares cuyo acceso requiera consentimiento del titular para la
ejecución forzosa de actos administrativos, o en relación con determinadas medidas de las
autoridades sanitarias, etc.) queda atribuida a los Juzgados provinciales y centrales (artículo 91.2
LOPJ, tras la modificación de la Ley Orgánica 6/1998, de 13 de julio, y artículos 8.6 y 9.2 LJCA). Los
actos de prohibición o de propuesta de modificación de reuniones previstas en la Ley Orgánica
reguladora del Derecho de Reunión [artículo 10.1.h) LJCA], así como los convenios
interadministrativos cuyas competencias se ejerzan en el ámbito territorial de la correspondiente
Comunidad Autónoma [artículo 10.1.g) LJCA], quedan atribuidos al conocimiento de las Salas de
los TSJ. Y a la Sala de la AN los demás convenios [artículo 11.1.c) LJCA].
Por otra parte, el órgano que conozca de un asunto es el competente para resolver todas las
cuestiones incidentales aunque no pertenezcan a su competencia genérica (artículo 7.1 LJCA),
salvo las cuestiones de carácter constitucional y penal o lo dispuesto en Tratados internacionales,
o salvo que estén asignadas expresamente a otro órgano. Y la competencia para hacer ejecutar las
sentencias y demás resoluciones judiciales corresponde al órgano que haya conocido del asunto
en primera o única instancia (artículos 7.1 y 103.1 LJCA).
D. Distribución de competencias para conocer de recursos contra autos y sentencias
La asignación de competencias para conocer de los recursos contra los autos y sentencias dictados
en primera instancia, es la siguiente:
Las Salas de los TSJ conocerán:
- De los recursos de apelación contra sentencias y autos de los Juzgados provinciales y de los
correspondientes recursos de queja (art. 10.2 LJCA).
- De los recursos de revisión contra sentencias firmes de los Juzgados provinciales (art. 10.3
LJCA).
- Del recurso de casación por infracción de normas emanadas de la Comunidad Autónoma
(art. 10.5 y 6 LJCA, reajustado al nuevo artículo 86.3, párrafo 2º).
- De los recursos de casación en interés de la ley previsto en el artículo 101 LJCA (art. 10.6
LJCA).
- De las cuestiones de competencia entre los Juzgados provinciales con sede en la
correspondiente Comunidad Autónoma (art. 10.4 LJCA).
La Sala de la AN conocerá:
- De los recursos de apelación contra sentencias y autos de los Juzgados centrales y de los
correspondientes recursos de queja (art. 11.2 LJCA).
- De los recursos de revisión contra sentencias firmes de los Juzgados centrales (art. 11.3
LJCA).
- De las cuestiones de competencia entre los Juzgados centrales (art. 10.4 LJCA).
La Sala Tercera del TS conocerá:
- Del recurso de casación [art. 12.2.a)].
- De los recursos de casación y revisión contra resoluciones dictadas por el Tribunal de
Cuentas con arreglo a lo establecido en su Ley de Funcionamiento [art. 12.2.b) LJCA].
- De los recursos de revisión contra sentencias firmes de las Salas de los TSJ, de la AN y del TS,
salvo lo dispuesto en el art. 61.1.1º de la LOPJ [arts. 12.2.c) y 102 LJCA].
3. REGLAS RELATIVAS A LA COMPETENCIA TERRITORIAL Y A LA DISTRIBUCIÓN DE ASUNTOS
A. Reglas sobre la competencia territorial
Conviene recordar que, a diferencia del proceso civil, en el que se admiten los llamados «fueros
convencionales», de manera que los litigantes pueden encomendar el conocimiento de su pleito a
cualquier órgano de la jurisdicción competente por razón de la materia, en el proceso
contenciosoadministrativo
rige el fuero legal, es decir, el previsto o admitido por la norma. Por ello, tal como
dispone el artículo 7.2 LJCA, la competencia de los Juzgados y Tribunales no será «prorrogable».
Es obvio, por otra parte, que las reglas de competencia territorial (que vienen a suplir las
insuficiencias de las reglas de competencia objetiva en algunos casos) sólo afectan a los Juzgados
provinciales y a los Tribunales Superiores de Justicia; no a los órganos cuya jurisdicción se
extiende a todo el Estado.
El fuero general es el de la sede del órgano que hubiere dictado la disposición o acto originario
impugnado (artículo 14.1, regla primera, LJCA), mientras que el fuero especial es de carácter
electivo por el demandante, que puede elegir entre la sede del órgano o el de su domicilio,
rigiendo en materia de personal, propiedades especiales, sanciones y responsabilidad patrimonial
(artículo 14.1, regla segunda, LJCA).
Por lo demás, el fuero de carácter único o exclusivo queda referido a intervenciones
administrativas sobre la propiedad privada (urbanismo y expropiaciones), siendo el del lugar
donde se ubique el inmueble afectado (artículo 14.1, regla tercera, LJCA), y el fuero especialísimo,
para cuando el acto impugnado afecte a una pluralidad de destinatarios, pasa a ser el de la sede
del órgano que hubiera dictado el acto impugnado (art. 14.2 LJCA).