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LECCION 1

I. CARACTERIZACIÓN JURÍDICA DE LAS DIVERSAS MANIFESTACIONES DE LA ACTUACIÓN


ADMINISTRATIVA: LA TRADICIONAL DISTINCIÓN ENTRE POLICÍA, FOMENTO Y SERVICIO
PÚBLICO
Formas de la actuación administrativa las siguientes categorías: policía, fomento y servicio público. Esa
trilogía no agota todas las formas posibles de la acción administrativa, se han ido añadiendo otros
conceptos como: actividad industrial o empresarial, actividad planificadora, actividad arbitral, etc.
Suele distinguirse también entre:
- actividad administrativa de limitación, de policía. Procedimientos ablatorios (que conllevan una
privación y sacrificio de derechos e intereses individuales por razones de interés general),
distinguiendo entre los que afectan a derechos personales (órdenes y autorizaciones), los que
inciden en derechos reales (expropiaciones y figuras asimiladas) y los que crean obligaciones
(prestaciones personales y patrimoniales).

- actividad administrativa de prestación, de servicio público.


las categorías de policía, fomento y servicio público permiten una aproximación, a lo que la Administración
hace y a cómo lo hace
La potestad inspectora, la potestad sancionadora o, incluso, la potestad autorizatoria, son propias y
características de la acción de policía. La potestad subvencional, se presenta como prototípica del
fomento. O, la potestad concesional aparece directamente vinculadas al servicio público .
Ahora bien, una misma potestad administrativa es susceptible de encuadramiento en varias de esas
categorías, por ejemplo, de la potestad expropiatoria, que siendo, desde luego, una potestad
ablatoria y limitativa del derecho de propiedad, se ejercita instrumentalmente con muy diversos fines,
incluso, con fines de fomento de actividades estrictamente privadas.
Además, en la puesta en práctica y desarrollo de una misma acción pueden confluir diversas potestades a
esto es lo que llamamos el llamado principio de intercambialidad de las técnicas administrativas, esas
formas y técnicas cuando actúan simultáneamente, dan lugar a nuevos regímenes singularizados, que no
son ya susceptibles de ser identificadas en su integridad con las categorías o tipos primarios de
actuación.
El fenómeno trae causa de una realidad económica y social cada vez más compleja, que demandan la adopción de
nuevos tipos de actuación para prevenir y gestionar.
1. Actividad de policía(actividad de limitación)
Engloba aquellas actuaciones administrativas que implican limitaciones o restricciones de derechos de los
particulares, poniéndose en juego potestades imperativas y coactivas que obligan a observar
determinadas conductas. La Administración, impone deberes, ordena determinadas conductas, vigila que
se observen y, reacciona frente a los incumplimientos.
Todas estas acciones pueden reconducirse a esa idea de la policía administrativa o actividad de
limitación.
La actividad de policía queda vinculada al mantenimiento y preservación del orden público. El orden
público se refiere a las condiciones externas mínimas e imprescindibles para la convivencia colectiva y,
para que las personas puedan desarrollar su personalidad en condiciones de seguridad, salubridad y
tranquilidad públicas. La CE da entrada a los conceptos de orden público sinónimos de «seguridad
ciudadana» (artículo 104.1) y de «seguridad pública» (artículo 149.1.29ª), entendiéndolo para la
protección de personas y bienes y al mantenimiento de la tranquilidad ciudadana.
Protección que incluye actuaciones de distinta naturaleza y ocupan un lugar destacado las intervenciones
de la policía de seguridad que, como una función propia de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad, se
encuentran reguladas en la Ley Orgánica 4/2015, de 30 de marzo, de Protección de la Seguridad
Ciudadana.
La seguridad ciudadana es necesario para la vida en sociedad, no sólo la Administración asume el deber
de mantenerlo y preservarlo, sino que sobre todas las personas pesa el deber general de no perturbarlo o
no ponerlo en peligro. Así en ocasiones excepcionales, las leyes exigen de los particulares su
colaboración sin perjuicio de que los daños que como consecuencia de ello sufran deban ser
indemnizados.

Artículo 7. 2 de la referida Ley Orgánica 4/2015, de 30 de marzo, de Protección de la Seguridad


Ciudadana, al disponer que «las autoridades+ y órganos competentes y los miembros de las Fuerzas y
Cuerpos de Seguridad podrán recabar de los particulares su ayuda y colaboración en la medida necesaria
para el cumplimiento de los fines previstos en esta Ley, especialmente en los casos de grave calamidad
pública o catástrofe extraordinaria, siempre que ello no implique riesgo personal para los mismos”, y
añadir seguidamente que «quienes sufran daños o perjuicios por estas causas serán indemnizados de
acuerdo con las leyes»

En este modo de actuación administrativa el principio de legalidad tiene que ser observado con especial
rigurosidad.
Por eso, las potestades administrativas al servicio de la actividad de policía no sólo deben contar con una
estricta habilitación legal, sino que han de ser precisos, predeterminando las medidas limitativas. Además,

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la Administración debe prestar atención al principio de proporcionalidad. Que habrá que tenerlo en cuenta
cuando se venga a imponer una restricción o limitación en el ámbito de la libertad.
El favor libertatis exige, que la Administración opte por imponer, entre las medidas la menos perjudicial.
El actuar de la Administración se traduce y materializa:
- en la adopción de medidas denominadas órdenes e intimaciones
- en el establecimiento de controles preventivos.
- en el desarrollo de funciones de vigilancia, para verificar que los deberes y prohibiciones se
observan, dotando a la Administración de poderes de inspección y control.
- ante las transgresiones, se despliegan poderes tendentes a restablecer la legalidad y a evitar la
lesión del interés público, como los medios de ejecución forzosa y la coacción directa, sin
perjuicio de las sanciones que por sí misma puede imponer.

Las técnicas más características de la actividad de limitación:


- órdenes.  imponen el deber de realizar una conducta o la prohibición de realizarla, las
emanaciones de órdenes requieren, una habilitación legal expresa, salvo que concurran,
circunstancias de grave peligro para la seguridad, la salud o la tranquilidad pública, en las que
puede prescindirse del procedimiento. Las ordenes pudiéndose distinguir entre:
a) las de carácter preventivo finalidad prevenir cómo se debe actuar (sin incumplimiento
ni peligro concreto),
b) las de carácter represivo.  dan respuesta a las transgresiones de los deberes (el
incumplimiento de un deber dando lugar a otro con el fin de restablecer la legalidad y
evitar o reparar las lesiones derivadas del mismo).
- las intimaciones  guarda proximidad con la orden represiva en cuanto a finalidad (el cese del
incumplimiento del deber), pero, no pasa de ser una advertencia del deber que se está
incumpliendo a fin de que se ponga término, sin necesidad de que la Administración proceda
contra el infractor. Las intimaciones se justifican sin más en las funciones de vigilancia del orden
público que las leyes atribuyen a la Administración.

En la Ley Orgánica 5/2015, de 30 de marzo, de Protección de la Seguridad Ciudadana, que regula las
actuaciones para el mantenimiento y restablecimiento de la seguridad ciudadana partiendo de la premisa
de que tales actuaciones o intervenciones se justifican «por la existencia de una amenaza concreta o de
un comportamiento objetivamente peligroso que, razonablemente, sea susceptible de provocar un
perjuicio real para la seguridad ciudadana y, en concreto, atentar contra los derechos y libertades
individuales y colectivos o alterar el normal funcionamiento de las instituciones públicas» (artículo 4.3), se
concentran un amplio elenco de potestades generales de policía de seguridad (artículos 14 a 22): así, la
de dictar órdenes y prohibiciones y disponer lasactuaciones policiales estrictamente necesarias, mediante
resolución motivada (artículo 14); la deentrada y registro en domicilio en los casos permitidos por la CE y
en los términos que fijen las leyes, estableciendo al respecto que «será causa legítima suficiente para la
entrada en domicilio la necesidad de evitar daños inminentes y graves a las personas y a las cosas, en
supuestos de catástrofe, calamidad, ruina inminente u otros semejantes de extrema y urgente necesidad»
(supuestos éstos en los que, a la vista de lo dispuesto en el artículo 15.4, no será preciso contar con
previa autorización judicial, sin perjuicio de que, tras la entrada, las fuerzas y cuerpos de
seguridad «remitirán sin dilación el acta o atestado que instruyan a la autoridad judicial
competente»), y puntualizando, asimismo, que para la entrada en edificios ocupados por organismos
oficiales o entidades públicas, no será preciso el consentimiento de la autoridad o funcionario que los
tuviere a su cargo (artículo 15); la de identificar a personas, en cumplimiento de las funciones de
indagación y prevención delictiva, así como para la sanción de infracciones penales y administrativas,
cuando concurran los supuestos que prevé el artículo 16.1 (existan indicios de que han podido participar
en la comisión de una infracción o cuando se considere razonablemente necesario que acrediten su
identidad para prevenir la comisión de un delito), lo que, por otra parte, puede determinar, cuando sea
necesario, el traslado de la persona a las dependencias policiales para proceder a su efectiva práctica,
expidiéndole a su salida un volante acreditativo del tiempo de permanencia en las mismas, la causa y la
identidad de los agentes actuantes (artículo 16) (se trata, en todo caso, de una «retención» para la
identificación que, según establece el artículo 19.1, no está sujeta a las mismas formalidades que la
detención); la de restringir el tránsito y establecer controles en la vías públicas para la prevención de
delitos de especial gravedad o generadores de especial alarma social y el descubrimiento y detención de
quienes hubieran participado en su comisión (artículo 17), pudiendo incluso adoptar, como medidas de
seguridad extraordinarias, el cierre o desalojo de locales o establecimiento, la prohibición del paso, la
evacuación de inmuebles, etc. (artículo 21); para proceder a comprobaciones y registros en lugares
públicos que sean necesarios para impedir que se porten o utilicen ilegalmente armas, explosivos, u otros
instrumentos que generen un riesgo potencial grave para las personas o puedan alterar la seguridad
ciudadana, pudiendo los agentes proceder a la ocupación temporal de los mismos (artículo 18); la de
practicar registros corporales externos y superficial de las personas, observándose, además de los
principios generales ya señalados, el de «injerencia mínima» y realizándose del modo que cause menor
perjuicio a la intimidad y dignidad de la persona afectada (artículo 20); y, asimismo, la de poder utilizar
cámaras de videovigilancia fijas o móviles legalmente autorizadas (artículo 22). También establece, en fin,
una serie de reglas relativas a las medidas necesarias que podrán adoptarse para la protección de
reuniones y manifestaciones y el impedimiento de que se perturbe con ocasión de las mismas la
seguridad ciudadana (artículo 23).

Y junto a las potestades generales, también se concreta el contenido y condiciones de ejercicio de


las potestades especiales de policía administrativa de seguridad, lo que determina que los
particulares que ejerzan actividades relevantes para la seguridad ciudadana (las de hospedaje,
transporte de personas, prestación en establecimientos abiertos al público de servicios telefónicos
o telemáticos, comercio o reparación de objetos usados, compraventa de joyas y metales, etc.)
queden sujetos a las obligaciones de registro documental e información que establezcan las
disposiciones aplicables (artículo 25); que determinados establecimientos e instalaciones
industriales, comerciales y de servicios, tengan que adoptar las medidas de seguridad dispuestas a
fin de prevenir la comisión de delitos o infracciones administrativas, o cuando generen riesgos
directos para terceros (artículo 26); o que los edificios e instalaciones en los que se celebren
espectáculos y actividades recreativas cumplan las normas de seguridad, pudiendo las
autoridades adoptar las medidas necesarias para preservar su pacífico desarrollo, incluida la
suspensión de los mismos (artículo 27); y las medidas de control administrativo sobre armas,
explosivos, cartuchería y artículos pirotécnicos (artículos 28 y 29).

También la autorización administrativa (denominada en ocasiones licencia, permiso, etc.) es una


técnica característica de la actividad de limitación. Con carácter general, la autorización opera
como un mecanismo que trata de asegurar que la actividad que los particulares pretenden
desarrollar se lleve a cabo con sujeción a los requisitos y exigencias establecidos por la ley. En
realidad, cumple una función de control preventivo, ya que se presupone el derecho de los
particulares a realizar esas actividades en tanto cumplan con los condicionantes que, por razón de
la protección de otros bienes y valores, la ley haya previsto. De este modo, mediante la
autorización administrativa se verifica que se reúnen los requisitos necesarios, lo que no es óbice,
claro es, para que la Administración también deba controlar que, efectivamente, a lo largo de la
actividad se siguen observando y cumpliendo. Justamente, en esta segunda fase, entra en juego
otra técnica típica y característica de la actividad administrativa de policía o limitación, cual es la
inspección administrativa.

2. Actividad de fomento
El fomento administrativo recurre a medidas no imperativas o coactivas, buscando a través del
incentivo y las ventajas que se ofrecen a los particulares (fundamentalmente de carácter
económico, aunque no sólo) el que éstos voluntariamente ajusten o adecuen su actividad a los
fines y objetivos que fija la Administración. En la formulación doctrinal que mayor éxito ha tenido
entre nosotros, la actividad de fomento administrativo se ha definido como la acción de la
Administración encaminada a proteger o promover aquellas actividades, establecimientos o
riquezas debidos a los particulares y que satisfacen necesidades públicas o que se estiman de
utilidad general, sin usar de la coacción ni crear servicios públicos. Y esta caracterización, a pesar
de las deficiencias que arrastra, fue asumida por la jurisprudencia, al afirmar hace ya cuarenta
años (STS de 27 de mayo de 1977), que el fomento administrativo «es una de las actividades de la
Administración con tipicidad muy definida [...] mediante la cual la misma extiende sus objetivos,
poniendo en práctica técnicas encaminadas a que éstos se cumplan, sin necesidad de asumir
directamente la gestión de los medios dirigidos a alcanzarlos, ni por tanto el montaje de servicios
públicos; actividad en la que el dirigismo y el intervencionismo quedan sustituidos por otras
medidas tendentes a que sean los propios administrados los que libremente colaboren en el
cumplimiento de fines considerados convenientes y deseables, mediante orientaciones y
persuasiones».

Ahora bien, esta noción de fomento responde a una concepción en parte ya superada. La llamada
acción administrativa de fomento encontró con el Despotismo Ilustrado un cierto desarrollo que,
posteriormente, a lo largo del siglo XIX daría lugar al fenómeno de la llamada «legislación de
fomento». En el fomento se concentró el grueso de la acción de una Administración
tendencialmente no interventora, que sólo a través del incentivo debía propiciar el
encauzamiento de la actividad de los particulares hacia fines que, a la vez, redundaran en el bien
de la colectividad. Sin embargo, esta concepción sólo muy parcialmente sirve en la actualidad
para dar cabal idea de un fenómeno mucho más amplio y complejo, en el que, entre otras
consecuencias, ni siquiera siempre las señaladas notas de voluntariedad y carácter graciable
concurren. El cambio experimentado en las funciones del Estado moderno, puesto de manifiesto
en el pleno reconocimiento constitucional del Estado Social frente al Estado Liberal decimonónico,
así como la sanción al máximo nivel legislativo de un amplio catálogo de derechos y libertades
cuyo pleno desarrollo y efectividad pasan a depender de manera directa de la acción estatal, son,
entre otros, hechos decisivos que han transformado profundamente esa caracterización primaria
del fomento administrativo.
Si fijamos ahora la atención en el carácter discrecional o no del otorgamiento de tales ventajas o
beneficios y, consecuentemente, en las posibilidades de desplegar un control judicial de las
decisiones administrativas más o menos intenso, las diferencias son notables (baste decir que si,
por ejemplo, la concesión de títulos nobiliarios o el otorgamiento de condecoraciones civiles es
discrecional, normalmente no cabe afirmar lo mismo del otorgamiento de ayudas económicas al
estudio o, incluso, del otorgamiento de incentivos económicos, una vez han sido establecidos).
Desde la perspectiva del principio de legalidad, tampoco parece que éste despliegue idéntica
operatividad según se trate de unos u otros supuestos. Mientras que, por ejemplo, en el caso de las
exenciones fiscales estatales, el artículo 133.3 CE establece expresamente que «todo beneficio
fiscal que afecte a los tributos del Estado deberá establecerse en virtud de ley», en el caso de las
subvenciones la cuestión resulta más discutible, como lo prueba la propia jurisprudencia
constitucional (STC 20/1985, de 14 de febrero).

Igualmente resulta desigual el derecho a seguir en el disfrute de las ayudas. Si la tradicional «libre
revocabilidad» de los actos de otorgamiento de subvenciones (como técnica más característica del
fomento) debe rechazarse en términos categóricos (ya desde la STS de 5 de julio de 1984), cuando
se trata de beneficios tributarios otorgados con fines extrafiscales de fomento o incentivo, la
jurisprudencia constitucional (entre otras, STC 51/1983, de 14 de junio) ha negado que el
otorgamiento de una exención constituya un efectivo derecho subjetivo, ya que la exención no
pasa de ser un elemento de la relación jurídico-obligacional que se integra en las normas
delimitadoras del presupuesto de hecho del impuesto, razón por la cual difícilmente puede
hablarse de un supuesto derecho a la exención o bonificación que forme parte del patrimonio del
contribuyente cuando resulta que tal derecho no existe.

Ante estas evidencias no han dejado de formularse construcciones distintas. Entre otras, se ha
mantenido la conveniencia de sustituir la categoría de actividad de fomento por la de acción o
actividad dispensadora de ayudas y recompensas, dando una definición que supone una manera
distinta, aunque quizá más apropiada, de describir la tradicional noción de fomento. A este
respecto, el término dispensación hace referencia al modo de la acción, al tipo objetivo de
actuación, que habrá de consistir en un dar, conceder, otorgar o distribuir, si bien esa
dispensación debe ser objeto de una mayor concreción o especificación, por cuanto también en la
actividad administrativa prestacional de servicio público hay dispensación. De ahí que el
contenido objetivo de la actuación administrativa se caracterice finalmente por tratarse de la
dispensación de ayudas y recompensas, queriéndose con ello significar que lo que se da o se
dispensa en concepto de ayuda o de recompensa no se otorga para ser simplemente consumido o
usado, ya que con ese uso o consumo se satisface en sí misma una determinada necesidad de otro,
sino que se concede en atención a otra actividad o conducta que con la ayuda va a poderse llevar a
cabo de mejor forma o que con la recompensa se verá honrada y gratificada.
En todo caso, más allá de la delimitación de esta singular manifestación del actuar de las
Administraciones Públicas, lo que ahora interesa retener es que estamos en presencia de unas
técnicas que suponen un beneficio para los particulares destinatarios de la acción administrativa,
si bien acompañado del establecimiento de cargas y obligaciones para los mismos y sin las cuales
ese beneficio no se justificaría. Esas técnicas operan, por tanto, como medios de intervención
administrativa, presentando especial importancia las que, conllevando un efectivo beneficio
económico, actúan de manera especial en el ámbito de las actividades económicas.
Justamente desde la perspectiva que se acaba de resaltar, la de facilitar la intervención pública
mediante el otorgamiento de ayudas y beneficios en las actividades económicas, el Derecho de la
Unión Europea ha adoptado un criterio general que condiciona la actividad que al respecto
pueden adoptar los Estados miembros, ya que declara incompatibles con el mercado único las
ayudas (llamadas ayudas de Estado) a no ser que concurran determinados supuestos previstos por
el TFUE y siempre que, además, medie la autorización de las mismas por parte de los órganos
comunitarios. Dice así el artículo 107.1 TFUE: «Salvo que el presente Tratado disponga otra cosa,
serán incompatibles con el mercado común, en la medida en que afecten a los intercambios
comerciales entre Estados miembros, las ayudas otorgadas por los Estados o mediante fondos
estatales, bajo cualquier forma, que falseen o amenacen falsear la competencia, favoreciendo a
determinadas empresas o producciones». Esta posición contraria a las ayudas de Estado se
concreta en una regulación que obliga a los Estados a informar a la Comisión Europea de todos los
proyectos de ayudas que reúnan determinadas características, los cuales sólo podrán ser
autorizados cuando concurran determinadas circunstancias, tal como, de manera
complementaria, se expone más adelante. Y ello mismo ha llevado a que el artículo 11 de la Ley
15/2007, de 3 de julio, de Defensa de la Competencia, haya dispuesto, asimismo, que la actual
Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia «de oficio o a instancia de las
Administraciones Públicas, podrá analizar los criterios de concesión de las ayudas públicas en
relación con sus posibles efectos sobre el mantenimiento de la competencia efectiva en los
mercados: a) con el fin de emitir informes con respecto a los regímenes de ayudas y las ayudas
individuales, y b) dirigir a las Administraciones Públicas propuestas conducentes al
mantenimiento de la competencia».

3. Actividad de servicio público


La actividad administrativa de servicio público queda referida, en un sentido amplio, a las
prestaciones que las Administraciones Públicas organizan y ofrecen a los particulares, sea
directamente (por medio de la propia organización administrativa) o indirectamente (utilizando
para ello la colaboración de personas privadas que gestionan las correspondientes prestaciones).
Sin embargo, esta noción amplia de servicio público (prácticamente equivalente a actividad
prestacional), que en muchos aspectos viene a solaparse sin más con la actividad que desarrollan
las Administraciones Públicas (de ahí que, extremando la cuestión, en la originaria doctrina
francesa del servicio público, a finales del siglo XIX, se llegara a concebir al Derecho
Administrativo como el Derecho de los servicios públicos), no excluye otra noción de servicio
público más estricta, referida ahora a aquellas actividades serviciales que se sujetan a un régimen
de monopolio en cuanto a su titularidad, lo que supone que las mismas queden al margen de la
libre iniciativa privada aun cuando su ejecución (o gestión) pueda llevarse a cabo por empresas
privadas. Y, justamente es esta significación la que ahora nos interesa, dada la específica
problemática jurídica que suscita.
Para acotar el alcance de la calificación de servicio público no basta con fijar la atención en el
contenido de las prestaciones serviciales (por lo demás, contingentes y variables a lo largo del
tiempo), sino que es preciso atender también a la dimensión o perspectiva formal de que la
actividad queda reservada a la Administración, la cual asume el deber y la responsabilidad de
garantizar su prestación regular y continua. Un acto de reserva que suele ser denominado
publicatio , aunque ello no suponga necesariamente que la actividad prestacional tenga que
prestarla directamente la Administración titular del servicio, por sí y con sus propios medios. En
este sentido, aun siendo cierto que la idea de servicio público no constituye una noción unívoca y
sí un concepto muy debatido por la doctrina jurídica, sujeto a distintas elaboraciones y utilizado
en diversos momentos históricos con muy distintas también finalidades, la realidad es que la
reconducción de determinados sectores de las actividades socioeconómicas a la órbita del poder
público se ha instrumentalizado sistemáticamente a través de la técnica del servicio público. El
servicio público, en efecto, ha quedado referido mayoritariamente (al menos en la doctrina
española) al conjunto de actividades prestacionales asumidas o reservadas al Estado con el fin de
satisfacer necesidades colectivas de interés general, siendo, por tanto, nota distintiva la publicatio ,
es decir, la titularidad pública de la actividad en cuestión y la subsiguiente quiebra de la libertad
de empresa. Una publicatio que, en ocasiones, se acompaña de la gestión directa por la propia
Administración (produciéndose así el monopolio de gestión), mientras que en otras se acude a la
gestión privada (a través de las distintas formas de gestión indirecta de los servicios y, en especial,
mediante la técnica concesional).
El servicio público, caracterizado de esta manera, presenta perfiles claramente definidos. Las
actividades de servicio público propiamente dichas, en términos jurídicos estrictos, se
caracterizan por un régimen jurídico singular: por la titularidad pública sobre la actividad, con la
consiguiente exclusión del derecho fundamental a la libertad de empresa o libre iniciativa
económica privada, y, por tanto, por la necesidad de contar con una concesión administrativa
temporal para que esa iniciativa privada pueda actuar en el correspondiente sector económico.
También, por conllevar derechos de exclusiva en la prestación del servicio, así como por la
obligación de suministrar las prestaciones con regularidad y continuidad, por la fijación
administrativa de los precios o tarifas que, en su caso, deban abonar los usuarios del servicio, y,
en general, por una regulación total de la actividad.

Debe añadirse que, con arreglo a esta caracterización, el servicio público termina identificándose
con los servicios esenciales que mediante ley pueden quedar reservados al sector público (artículo
128.2 CE). Y es que esa reserva legal también determina la quiebra de la libre iniciativa económica
privada en el desarrollo de las correspondientes actividades serviciales, al presuponer, siempre y
en todo caso, la monopolización de iure de la actividad en que consiste el servicio. O dicho en otros
términos, la reserva o publicatio supone un límite a la libertad de empresa que reconoce el
artículo 38 CE, dado que el desarrollo de las actividades propias de los servicios reservados queda
fuera del ámbito de disponibilidad de la iniciativa privada. De este modo, siendo el indicado el
efecto o consecuencia fundamental vinculada a la calificación de servicio público en sentido
estricto (o, si se quiere, en su acepción subjetiva y no meramente objetiva), ningún inconveniente
hay en identificar los servicios públicos con los servicios esenciales que la ley reserva al sector

reservado será servicio público, pero no todo servicio público será servicio reservado, y ello
porque, desde esta posición, en el servicio público se engloban actividades prestacionales de
interés general o servicios esenciales que no implican necesariamente la gestión pública, ni sobre
todo la publicatio . Quiere decirse, pues, tal como señalábamos al principio, que la noción de
servicio público admite un doble significado. Servicio público como servicio público subjetivo,
vinculado a la titularidad pública de la actividad y eliminación de la libertad de empresa, pero
también como servicio público objetivo, compartido o concurrente, relativo a aquellas actividades
en las que su declaración como tal no conlleva el monopolio de la titularidad de la actividad en
favor de la Administración, aunque la declaración suponga que la actividad deba estar en todo
momento garantizada por el Estado. Supuestos en los que, como es notorio, se subsumen, entre
otros, los también llamados servicios no económicos o sociales (educación, sanidad, acción social,
etc.). De este modo, el problema de garantizar a todos la satisfacción regular y continua y con un
nivel de calidad determinado de ciertas necesidades que se consideran imprescindibles para la
vida admite diversas respuestas, desde la publicatio y el monopolio de iure e, incluso, la gestión
pública, hasta otras técnicas menos agresivas pero no menos eficaces, como la reglamentación de
las actividades, los servicios públicos impropios, virtuales, etc. Por consiguiente, desde estas
premisas, resulta lógica la afirmación de que «el servicio público ha sido y es una técnica más, que
pretende dar respuesta a una idea política que también denominamos, por cierto, con esa misma
expresión» (T. R. FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ).

Fijados en los términos señalados la relación existente entre servicio público y servicio reservado
al sector público, ha de tenerse en cuenta que la eliminación de la reserva de los servicios da lugar
a un nuevo modelo presidido por la libertad de empresa (es decir, por la libertad de entrada
–previa, en su caso, la correspondiente autorización administrativa–, de permanencia y de salida
en el sector) y, por tanto, por un régimen de competencia abierta. Sin embargo, obsérvese que las
características objetivas de tales servicios permanecen, por lo que cabe mantener que no dejan de
ser servicios públicos en sentido objetivo, o mejor, a fin de evitar equívocos, servicios esenciales
(incluso, en expresión más generalizada en la actualidad, dimanante del Derecho de la Unión
Europea, servicios de interés económico general). Unos servicios que el poder público debe
garantizar, si bien lo sea a través de otras fórmulas, prescindiendo ya del monopolio público para
dar entrada a la libertad de empresa. Se trata de una premisa fundamental aceptada desde los
propios planteamientos liberalizadores que han conducido a la reconfiguración de los
tradicionales servicios públicos en sentido estricto.

La Comisión Europea ha señalado que si los poderes públicos consideran que ciertos servicios son
de interés general y las fuerzas del mercado no pueden prestarlos satisfactoriamente, aquellos
pueden establecer en forma de obligaciones de servicio de interés general varias prestaciones de
servicios concretas con objeto de satisfacer esas necesidades. Y en este mismo sentido, el Tratado
de Ámsterdam de 1997 previó [artículo 7.D), actual artículo 14 TFUE] que en consideración al
lugar que los servicios de interés económico general ocupan entre los valores comunes de la
Unión y el papel que cumplen en la promoción de la cohesión social y territorial, la Comunidad y
los Estados miembros, con arreglo a sus competencias respectivas y en el ámbito de la aplicación
del presente Tratado, velarán por que dichos servicios actúen con arreglo a principios y
condiciones que les permitan hacer efectivo su cometido. Por consiguiente, esta atención a los
servicios de interés económico general, que se ha reflejado, asimismo, en la Carta de los Derechos
Fundamentales de la Unión Europea de 12 de diciembre de 2007 (artículo 36), permite reconocer
el indudable componente social de los objetivos comunitarios, de manera que, si bien la
eliminación de la reserva o monopolio de iure sitúa a los servicios en la órbita de la libertad de
empresa, no por ello necesariamente dejan de ser servicios públicos o, si se quiere, servicios
esenciales o servicios de interés económico general. Unos servicios que necesariamente imponen
ciertas modulaciones. Tanto es así que, aun cuando las empresas encargadas de la gestión de los
mismos están en principio sometidas a las normas sobre libre competencia, esa sujeción puede
ceder si su aplicación impide, de hecho o de derecho, el cumplimiento de la misión específica que
a esas empresas –públicas o privadas– les haya sido encomendada (artículo 106 TFUE).

En definitiva, no se ha dejado de reconocer el carácter instrumental de la libre competencia y la


relatividad de su exigencia plena cuando se trata de servicios de interés económico general cuya
adecuada prestación es responsabilidad de los propios Estados. Y es que la garantía de las
prestaciones que, dada su importancia, deben ser satisfechas a todos los usuarios con carácter
universal, promoviendo la cohesión social, puede obligar a constreñir el principio de libre
competencia y las libertades económicas comunitarias. En determinadas circunstancias,
especialmente cuando las fuerzas del mercado no bastan por sí solas para prestar los servicios de
forma satisfactoria, las autoridades públicas pueden imponer a determinados operadores de
servicios unas obligaciones de interés general, concediéndoles, en caso necesario, derechos
especiales o exclusivos y/o estableciendo un específico mecanismo de financiación para la
prestación de los servicios en cuestión.
Dado que en los servicios que dejan de ser públicos en sentido estricto se han de seguir
garantizando los clásicos principios de continuidad, regularidad, igualdad de acceso a las
prestaciones, universalidad de las mismas, adecuación al progreso técnico, etc., es claro que la
libertad de empresa no puede operar en los mismos términos que en las demás actividades
económicas, soportando, por tanto, límites de mayor intensidad. Tanto es así que la propia razón
de ser de la categoría de servicios de interés económico general y de su particular estatuto jurídico
estriba en que, justamente porque el mercado no es seguro que pueda facilitar que las
correspondientes prestaciones se produzcan en esos términos de garantía, es por lo que las reglas
de la competencia han de sufrir o soportar determinadas excepciones. De ahí la trascendencia de
la calificación, ya que la misma significa que en dichos servicios se pueden admitir excepciones a
las reglas del mercado. En otro caso, si el mercado por sí mismo, con arreglo a los criterios de la
competencia, pudiera garantizar que las prestaciones características de tales servicios se
produjeran en los referidos términos, desde la perspectiva de la competencia la propia categoría
perdería especificidad —incluso sentido— por relación a los demás servicios no esenciales.

En consecuencia, un servicio se califica de interés económico general no sólo porque las


prestaciones se consideran básicas y vitales para los ciudadanos y debe garantizarse que se hagan
efectivas en términos de generalidad, regularidad, continuidad, etc. (servicio público en sentido
objetivo), sino porque, para lograrlo, se considera necesario introducir restricciones a las reglas de
la competencia. Quiere decirse, en suma, que en la caracterización jurídica de tales servicios
parece ineludible incorporar su parcial, al menos, excepción a las reglas de la competencia.

A partir de aquí, la cuestión fundamental pasa por la recomposición del estatuto jurídico de los
servicios que dejan de estar publificados, pero que, por sus propia características, se califican
como servicios de interés económico general. Una recomposición que debe conciliar la libertad de
empresa y la libre competencia con aquellas restricciones que para la garantía de las prestaciones
de los servicios sean necesarias. Dado que la reserva no es más que una de las posibles formas
para tratar de hacer efectivas las prestaciones, el problema estriba en la conformación técnicojurídica
de esas otras formas de organización y articulación de las actividades. Y de ahí la
aparición de nuevos conceptos como el servicio universal o las obligaciones de servicio público,
que se proyectan en unas actividades que, aun entregadas a la iniciativa privada, deben seguir
garantizando unas prestaciones mínimas a todos los ciudadanos bajo los tradicionales criterios
característicos de las actividades declaradas como servicio público.

En resumen, en el ámbito del servicio público se han producido notables cambios en las dos
últimas décadas. Pero, en realidad, los cambios afectan sobre todo a las formas de intervención
para asegurar los intereses generales. Bien puede afirmarse que la característica del proceso es la
de la subsistencia de fines y la transformación de las formas de actuación. Por eso mismo, si es
incuestionable que el servicio público –identificado en sentido subjetivo– se mueve en franca
retirada, no es menos cierto que el servicio público objetivo se mantiene y permanece, dadas las
características de las prestaciones serviciales. Y es que, a pesar de la nueva denominación de
servicios de interés económico general, lo verdaderamente relevante es que las actividades
reguladas en los sectores liberalizados aún se rigen mayoritariamente por los aspectos objetivos, o
claves sustantivas, del servicio público.

LA ACTIVIDAD REGULATORIA
Con el tiempo, las Administraciones Públicas han asumido y desarrollado otras funciones y
actividades que no se pueden reconducir fácilmente a los tres tipos de policía, fomento y servicio
público. Baste decir que cuando las Administraciones comenzaron a actuar como unos
empresarios más, asumiendo la titularidad de empresas industriales (fundamentalmente, a partir
de la segunda mitad del siglo pasado), la referida clasificación debió ser ampliada, para dar
entrada a lo que se denominó la actividad o gestión industrial. O cuando han comenzado a
intervenir como árbitros en los conflictos y disputas entre particulares, se ha dado entrada a un
nuevo tipo o modalidad de acción, la llamada acción o actividad arbitral.

En las dos últimas décadas, los profundos cambios registrados como consecuencia de los procesos
liberalizadores y privatizadores de la economía y de los grandes servicios públicos, así como la
reconfiguración de las funciones que las Administraciones Públicas están llamadas a cumplir,
fruto de un entendimiento distinto de la posición del Estado respecto de la sociedad, han
propiciado, en efecto, la aparición de otros modos o formas de actuar que no siempre son
susceptibles de identificación con alguno de esos tipos o categorías ideales de actuación. De este
modo, las tradicionales categorizaciones se han puesto en cuestión, dando entrada a otras, como
es el caso de la ahora llamada «actuación o actividad regulatoria» de la Administración, y,
asimismo, la “actividad administrativa de garantía”. Se ha dicho, a este respecto, que «el Estado
regulador y garante es la mejor expresión del nuevo orden de relaciones entre el Estado y la
sociedad», de manera que «las potestades de conformación de las actividades privadas y públicas
que se reservan a la Administración, deben resistematizarse alrededor de la idea de regulación»
(S. MUÑOZ MACHADO). Un concepto éste («regulación») que no se debe identificar sin más con la mera
producción de normas, sino que va más allá, al englobar el conjunto de acciones de seguimiento
de las actividades privadas.

Sin embargo, la propia descripción de los contenidos de esa acción regulatoria y de los poderes de
que se sirve, suscita cuando menos dudas de que la misma invalide por completo la utilidad de las
anteriores clasificaciones. La acción o actividad regulatoria viene a comprender, se dice, la
definición de los servicios que se retienen en mano pública, ya sean gestionados directa o
indirectamente (en este caso, a través de empresas privadas), pero también la de los servicios de
interés económico general, pues, aunque situados ya en la órbita de la titularidad privada, tales
servicios se encuentran sujetos a una fuerte regulación pública, a fin de asegurar y garantizar
servicios eficientes y de calidad a los ciudadanos; asimismo, engloba la delimitación y limitación
de los derechos de los ciudadanos y empresas; la imposición de deberes y obligaciones; la
preservación de la igualdad de trato y condiciones de competencia; la vigilancia y control sobre
las actuaciones social o económicamente relevantes que desarrollan los establecimientos
privados; la resolución de conflictos interparticulares respecto de sus derechos; o, en fin, la
determinación de las propias fronteras donde la acción de regulación termina y comienza la
recuperación plena por las Administraciones Públicas de la responsabilidad de administrar bienes
públicos o la asunción de la titularidad y gestión de servicios.

Esta misma descripción de los contenidos básicos de la actividad regulatoria pone de manifiesto,
pues, que buena parte de la nueva «actividad regulatoria» aún se puede reconducir con algún
provecho (más sistemático y descriptivo que dogmático o conceptual) a las más específicas
categorías de las clasificaciones tradicionales. Ninguna duda cabe de que es necesario introducir
en las mismas algunas modulaciones o matices complementarios que traen causa, ciertamente, de
los progresivos cambios que se están registrando en el papel y función que cumple desarrollar al
poder público (de prestador de servicios a regulador y garante de que, quienes deben ahora
prestarlos, las empresas privadas, lo hagan de manera efectiva, en términos de calidad y
seguridad y asegurando las condiciones de igualdad de acceso y disfrute de los mismos; también,
de regulador directo a regulador indirecto, asumiendo las autorregulaciones generadas en
sectores de gran complejidad técnica o en relación con actividades en las que están en juego
derechos fundamentales, cuando no, simplemente, no interfiriendo en esas autorregulaciones que
voluntariamente se observan por los agentes privados; o, asimismo, de fiscalizador preventivo de
determinadas actividades a supervisor y vigilante de las mismas; etc.).

Con todo, aún siendo indudables esos cambios cualitativos, seguramente resulte excesivo afirmar que
alrededor de la idea de regulación pueden reordenarse sistemáticamente todas las instituciones que
explican las relaciones entre la Administración y los ciudadanos, sean económicas o sociales y con
independencia de las formas que revistan (en suma, como se ha dicho,
«explicar el Derecho Administrativo entero»).__
LECCION 2

I. CONCEPTO DE EXPROPIACIÓN FORZOSA


La Administración, para cumplir los fines de interés público que tiene encomendados, con cierta
frecuencia necesita disponer de bienes y derechos de titularidad privada. Ante tal necesidad
puede celebrar, como acabamos de ver, contratos que le permitan adquirirlos para destinarlos al
fin que justifica su adquisición. Sin embargo, fácilmente se comprende que ese modo de
adquisición no siempre será posible (bastará, por ejemplo, que los particulares no estén
dispuestos a desprenderse de sus bienes). Pero, sobre todo, condicionará decisivamente el
desarrollo de la acción administrativa, al dificultarla e, incluso, encarecerla (piénsese en la
construcción de una carretera, para lo que se necesita disponer de terrenos de numerosos
propietarios privados). Ante semejantes condicionamientos, que con facilidad pueden hacer
imposible el cumplimiento de los fines de interés público, el ordenamiento jurídico depara una
solución contundente. Sencillamente, atribuye a la Administración un formidable poder, la
potestad expropiatoria. Un poder que, bajo determinadas condiciones, le va a permitir vencer
cualquier resistencia de aquéllos a retener los bienes y los derechos de los que sean titulares, a fin
de poder disponer de los mismos y con ello poder destinarlos a un fin público.

La CE se refiere expresamente a este poder excepcional. El artículo 33, tras reconocer el derecho
de propiedad privada como un derecho fundamental, añade en su apartado 3 lo siguiente: «Nadie
puede ser privado de sus bienes y derechos sino por causa justificada de utilidad pública o interés
social, mediante la correspondiente indemnización y de conformidad con lo dispuesto por las
leyes». Queda de este modo implícitamente reconocida la potestad expropiatoria al establecerse
las garantías de que ninguna persona podrá verse privada de su propiedad si no media una causa
de utilidad pública que justifique la expropiación, si no percibe una indemnización por la pérdida
del bien o derecho y si esa privación no se produce siguiendo un determinado procedimiento.

Unas garantías que alcanzan a cualesquiera titulares de bienes y derechos en España,


independientemente de cuál sea su nacionalidad, tal como resulta inequívocamente del término
«nadie» utilizado por el precepto constitucional.

La expropiación forzosa se define en la legislación vigente (artículo 1 de la Ley Expropiación


Forzosa de 16 de diciembre de 1954, en adelante LEF) como «cualquier forma de privación
singular de la propiedad privada o de derechos e intereses patrimoniales legítimos». No obstante,
de inmediato hay que advertir que no siempre resulta sencillo determinar cuándo se produce una
verdadera «privación» de bienes y derechos calificable como expropiatoria. Y ello porque, con
frecuencia, el legislador impone limitaciones o deberes patrimoniales al fijar el contenido mismo
del derecho de propiedad, de acuerdo con el criterio constitucional de la función social que ha de
cumplir (artículo 33.2 CE). Unas limitaciones que, a diferencia de la expropiación, no dan derecho
a indemnización, razón por la cual ha de tenerse en cuenta que, cuando hablamos de
expropiación, nos estamos refiriendo a una privación patrimonial de carácter singular (por
afectar a un sujeto o grupo de sujetos determinados) que incide en el contenido mismo de la
propiedad previamente delimitado por la ley, en cada caso según la naturaleza del bien de que se
trate.
El concepto mismo de expropiación no se puede desvincular de las garantías fundamentales que
deben observarse en el ejercicio de la correspondiente potestad, ya que esas garantías dan cuenta
de su contenido y alcance. La Constitución, como hemos anticipado, sanciona que sólo se puede
expropiar bajo determinadas condiciones y observando un concreto procedimiento. De este modo,
para que un bien o derecho se pueda expropiar, siempre es preciso que medie una concreta y
específica causa que el artículo 33.3 CE (y también el artículo 1 LEF) denomina «causa de utilidad
pública o interés social». Quiere decirse, pues, que la quiebra de la propiedad sólo se puede
admitir si concurre una necesidad pública superior al mero interés individual (normalmente, la
realización de una obra o una infraestructura pública, aunque no sólo, tal como veremos más
adelante) que legitime el sacrificio del derecho individual. Pero, además, también de acuerdo con
el artículo 33.3 CE, sólo se puede expropiar «mediante la correspondiente indemnización». Se trata
ahora de una garantía esencial desde el punto de vista constitucional, que marca la distinción
entre expropiación y confiscación. Y es que aquélla, no mediando indemnización, devendrá en
confiscación, que como tal se encuentra constitucionalmente prohibida (aunque la prohibición
aparezca referida en el artículo 31.1 CE). Por último, la expropiación ha de hacerse efectiva «de
conformidad con lo dispuesto en las leyes», lo que significa que la expropiación no será legítima si
no se observa el procedimiento predeterminado por la ley. Un procedimiento que sirve de
garantía a la defensa de los derechos del expropiado, en los términos que también más adelante se
expondrán.
II. OBJETO Y ALCANCE DE LA EXPROPIACIÓN
Históricamente, la expropiación tuvo como objeto principal y casi único la propiedad de bienes
inmuebles. Expropiación de bienes inmuebles que, además, se vinculó directamente a la
construcción de obras públicas. Se explica así que el artículo 1456 del Código civil identifique
expropiación con venta forzosa, al disponer que «la enajenación forzosa por causa de utilidad
pública se regirá por lo que dispongan las leyes especiales». Sin embargo, las profundas
transformaciones económicas y sociales experimentadas a finales del siglo XIX y comienzos del
XX, determinarían una ampliación del objeto expropiatorio. Una ampliación que vendría a
materializar finalmente la LEF de 1954, al extender el objeto expropiatorio a cualesquiera
«derechos o intereses patrimoniales legítimos» (obsérvese, asimismo, que el artículo 33.3 CE
también se refiere a la privación de «bienes y derechos»). Es claro, pues, que el campo de
aplicación de la expropiación forzosa ha evolucionado hasta alcanzar no sólo a la propiedad
privada de bienes inmuebles, sino también a otros derechos e intereses de carácter patrimonial.

Complementariamente, debe tenerse en cuenta que no son susceptibles de ser expropiados los
bienes de dominio público o demaniales (es decir los bienes de las Administraciones Públicas que
se destinan al uso general o a los servicios públicos), aun cuando, en ocasiones, puede ser una
alternativa proceder a la mutación del destino del bien (mutación demanial), de acuerdo con lo
dispuesto en el artículo 71 LPAP.

La privación expropiatoria puede tener distinto alcance y, por tanto, adoptar distintas formas. No
otra cosa resulta del artículo 1 LEF, cuando afirma que en la expropiación «se entenderá
comprendida cualquier forma de privación», enumerando seguidamente algunas de esas formas
(«ya implique venta, permuta, arrendamiento, ocupación temporal o mera cesación de su
ejercicio»). Que la referida enumeración no constituye un numerus clausus es advertido
expresamente por el artículo 1 REF, al afirmar que tal enumeración tiene «carácter enunciativo y
no excluye la posibilidad de otros distintos». Por consiguiente, son posibles expropiaciones que
adopten otras formas, como por ejemplo, la imposición de una servidumbre. Todo dependerá del
alcance mismo de la privación del bien o derecho patrimonial, de manera que, en unos casos, la
privación alcanzará a la propiedad (lo que equívocamente se refiere como venta o permuta),
mientras que en otros podrá quedar ceñida a alguna de las facultades jurídicas (de uso y disfrute,
o de disposición) propias y características del derecho (de ahí que la expropiación se materialice
como arrendamiento, como ocupación temporal, también como una servidumbre, etc.).

Ahora bien, la expresión legal de que la expropiación puede adoptar la forma de venta o permuta,
no debe inducir a equívoco. La expropiación es el resultado de un acto administrativo unilateral e
imperativo, fruto del ejercicio de la correspondiente potestad, razón por la cual nada tiene que ver
con la compraventa entre particulares. El uso de estas expresiones (venta, permuta) es, en gran
medida, un residuo de épocas pasadas, en las que, desde la perspectiva civilista, la expropiación se
llegaría a concebir como una venta obligatoria (de enajenación forzosa habla el artículo 1456 del
Código civil, como ya hemos dicho). Sin embargo, la equiparación es impropia. La expropiación de
la propiedad comporta una adquisición originaria que extingue todas las cargas existentes sobre
el inmueble (hipotecas, usufructos, arrendamientos, etc.), si bien su plena efectividad, así como la
propia inscripción del bien expropiado en el Registro de la Propiedad, queden condicionadas a
que se materialice la ocupación y el pago. Sólo cuando se paga y se ocupa el bien es cuando se
considera que se ha producido la transferencia de dominio y puede realizarse la inscripción a
favor del beneficiario.

Por otra parte, el arrendamiento forzoso de inmuebles fue práctica habitual en el ámbito del
Derecho agrario, al preverse como sanción a los propietarios que no utilizasen o diesen a sus
fincas el destino adecuado a la función social que deberían cumplir. Pero en la actualidad carece
de aplicación.
III. SUJETOS DE LA EXPROPIACIÓN
1. La Administración expropiante
Expropiante es el «titular de la potestad expropiatoria» y los artículos 2 LEF y 3.2 REF precisan
quiénes son los titulares de dicha potestad: «La expropiación forzosa sólo, podrá ser acordada por
el Estado, la Provincia y el Municipio». Ahora bien, también las Administraciones autonómicas
tienen atribuida esta potestad, tal como prevén los Estatutos de las Comunidades Autónomas (por
ejemplo, artículo 36 del Estatuto de Autonomía de la Comunidad de Madrid, que establece que «en
el ejercicio de sus competencias ejecutivas, la Comunidad de Madrid gozará de las potestades y
privilegios propios de la Administración del Estado, entre las que se comprenden; [...] la potestad
de expropiación, incluida la declaración de urgente ocupación de los bienes afectados, así como el
ejercicio de las restantes competencias de la legislación expropiatoria atribuida a la
Administración del Estado, cuando se trate de competencias de la Comunidad de Madrid»).
Asimismo, dentro de las Entidades locales, además de la provincia, el municipio y la isla, pueden
tenerla atribuida otras entidades [concretamente, las entidades supramunicipales, como las
comarcas o las áreas metropolitanas, y también las mancomunidades: artículo 4.1.d), 2 y 3 LBRL].
En consecuencia, todas las Administraciones territoriales pueden hacer uso de la potestad
expropiatoria para el cumplimiento de los fines que entran en el círculo de sus respectivas
competencias (por eso, no pueden, por ejemplo, decretar expropiaciones fuera de sus ámbitos
territoriales, ya que el territorio delimita el ámbito físico dentro del cual ejercitan sus
competencias), mientras que, aun cuando no ha dejado de ser objeto de debate, con carácter
general se viene rechazando que los organismos públicos (entes instrumentales de las
Administraciones territoriales) puedan disponer de tal potestad, sin perjuicio de su participación
en el procedimiento expropiatorio en condición de beneficiarios de la expropiación.
Los órganos de la AGE que tradicionalmente tuvieron atribuida la competencia para la
tramitación y resolución de los expedientes expropiatorios fueron los Gobernadores civiles
(artículo 3.3 REF). Tras la supresión de dichos órganos, la competencia se atribuyó, como regla
general, a los Delegados del Gobierno y Subdelegados provinciales del Gobierno (disposición
adicional 4ª LOFAGE de 1997) y así lo establece ahora el artículo 73.2 LRJSP, si bien, cuando se
trate de expropiaciones destinadas a la realización de obras públicas (que en la práctica suelen ser
las más habituales), la competencia queda atribuida a los Ingenieros-Jefes de los servicios
respectivos (artículo 98 LEF). Y los recursos administrativos contra los acuerdos de expropiación
que adopten los referidos órganos, serán resueltos por el Ministro competente por razón de la
materia.
2. El beneficiario de la expropiación
Beneficiario de la expropiación es la persona pública o privada a quien irán destinados los bienes
o derechos objeto de la misma. Normalmente, beneficiario de la expropiación lo será la
Administración expropiante, aunque no necesariamente, ya que también puede serlo una persona
privada (por ejemplo, cuando se expropia una finca rústica no utilizada por su propietario para
entregarla a una cooperativa agrícola con el fin de que la explote; o cuando, como medida de
fomento o incentivo para que los particulares ajusten sus actividades a determinadas condiciones
y objetivos, se les reconoce el beneficio de la expropiación forzosa de los bienes necesarios para su
efectivo cumplimiento). De ahí que el artículo 3.1 REF establezca que se entiende por beneficiario:
«El sujeto que representa el interés público o social para cuya realización está autorizado a instar
de la Administración expropiante el ejercicio de la potestad expropiatoria, y que adquiere el bien
o derecho expropiado».
Los apartados 2 y 3 del artículo 2 LEF precisan que cuando se expropie por causa de utilidad
pública, además de la propia Administración expropiante, podrán ser beneficiarios «las entidades
y concesionarios a los que se reconozca legalmente esta condición», mientras que si la
expropiación lo es por causa de interés social, beneficiario podrá serlo «aparte de las indicadas,
cualquier persona natural o jurídica en la que concurran los requisitos señalados por la Ley
especial necesaria a estos efectos». Cuando se produzca el desdoblamiento, no coincidiendo
expropiante y beneficiario, éste tendrá una amplia participación a lo largo de todo el
procedimiento de expropiación, pudiendo o, incluso, debiendo (artículos 4 y 5 REF) solicitar al
expropiante la iniciación del expediente en su favor.
El artículo 5.2 REF enumera como facultades y obligaciones del beneficiario las siguientes:
impulsar el procedimiento, formular la relación de bienes y personas a expropiar, tratar de llegar
a un acuerdo sobre el precio del bien expropiado con el expropiado y, en caso de no alcanzarse,
presentar la hoja de aprecio para su evaluación por el Jurado Provincial, y, desde luego, pagar o
consignar la cantidad fijada como justiprecio y las indemnizaciones que procedan, así como
responder de las obligaciones derivadas del ejercicio del derecho de reversión.
* Bibliografía: D. UTRILLA FERNÁNDEZ-BERMEJO, Expropiación forzosa y beneficiario privado. Una
reconstrucción sistemática , Marcial Pons, Madrid, 2015.
3. El expropiado
Ostenta la condición de expropiado el propietario o titular de derechos reales e intereses económicos
directos sobre la cosa expropiable, así como el titular del derecho objeto de la expropiación (artículo
3.1 REF). Esta condición otorga a su titular el derecho a participar como interesado directo en el
procedimiento y a percibir la correspondiente indemnización. Comprende, desde luego, tanto a las
personas privadas como a las públicas, en éste caso en lo que respecta a sus bienes patrimoniales.
Mayores dudas se suscitan acerca de si los bienes que pertenecen a Estados extranjeros pueden ser
objeto de expropiación. En concreto, partiendo de un concepto amplio de inmunidad diplomática, se
ha dicho que no se podrían expropiar los bienes pertenecientes a las residencias de delegaciones
diplomáticas o consulares, aunque tampoco se ha dejado de observar que esta tesis no es aceptable
en la medida en que la inmunidad abarca a los funcionarios y no a los edificios u otros objetos. En
cualquier caso, se trata de una cuestión más teórica que práctica, por cuanto normalmente, si hay
necesidad de disponer de dichos bienes, se suele llegar a un acuerdo entre Estados. Y, por otra parte,
expresamente se refiere el artículo 16 LEF a la expropiación de bienes de la Iglesia, remitiendo, a tal
efecto, a lo que dispongan los correspondientes Acuerdos con la Santa Sede (en la actualidad,
Acuerdos de 3 de enero de 1979) y en todo lo demás a lo preceptuado en la propia LEF, siendo uno de
los aspectos más destacables el que la puesta en marcha del expediente expropiatorio requerirá de la
previa audiencia de la autoridad eclesiástica y, en caso de afectar a bienes destinados al culto,
previamente deberán ser privados de su carácter sagrado (desacralización o descalificación canónica
de los bienes).
Cualesquiera personas que ostenten la titularidad de algún derecho afectado por el expediente
expropiatorio han de ser citados expresamente al mismo (artículo 4.2 LEF), sin perjuicio de que
deban serlo también cualesquiera «personas que sean titulares de derechos o intereses legítimos y
directos cuya identificación resulte del expediente y que pueden resultar afectados por la
resolución que se dicte», de acuerdo con lo dispuesto, con carácter general, por el artículo 8 LPAC.
Ahora bien, la participación en el procedimiento o expediente expropiatorio variará según cuál
sea su condición respecto de los bienes, derechos e intereses patrimoniales afectados. Por ello,
deben distinguirse los siguientes supuestos:
A. Propietarios o titulares del derecho
Las actuaciones del expediente expropiatorio se entenderán, en primer lugar, con el propietario
de la cosa o titular del derecho objeto de la expropiación (artículo 3 LEF). A tal efecto, como señala
el artículo 3.2 LEF, se considerará propietario o titular a quien con este carácter conste en
registros públicos que produzcan una presunción de titularidad que sólo pueda ser destruida
judicialmente, o, en su defecto, a quien aparezca con tal carácter en registros fiscales o, en fin, a
quien lo sea pública o notoriamente. Y son registros públicos el Registro de la Propiedad y el
Registro Mercantil, pero también otros registros como el de la Propiedad Intelectual y el de la
Propiedad Industrial, e, incluso, otros más especiales, como el Registro Minero.
La inscripción en el Registro de la Propiedad crea una presunción de titularidad en favor del
sujeto inscrito, de manera que, para que los bienes expropiados se puedan inscribir en el mismo,
será necesario que el expediente se sustancie con quien figure como dueño en dicho Registro
(artículo 32.2 LH).
B. Arrendatarios de inmuebles rústicos y urbanos
Los arrendatarios de bienes inmuebles rústicos y urbanos, así como los aparceros (dada su
asimilación a los arrendatarios de fincas rústicas), tienen derecho a una indemnización
independiente de la del propietario, razón por la cual se dispone que «se iniciará para cada uno de
los arrendatarios el respectivo expediente incidental para fijar la indemnización que pueda
corresponderle» (artículo 4.1 LEF).
C. Titulares de derechos reales y de intereses económicos directos
Los titulares de derechos reales (caso, por ejemplo, de que la finca objeto de expropiación esté
gravada con un usufructo o una servidumbre), así como los titulares de intereses económicos
directos sobre la cosa (incluido el precarista), también tienen derecho a participar como
interesados en el procedimiento expropiatorio. La razón es clara. El artículo 8 LEF (y artículos 8 y
9 REF) dispone que «la cosa expropiada se adquirirá libre de cargas» (con lo que, lógicamente, se
facilita a la Administración expropiante el cumplimiento de la finalidad que justifica la
expropiación), sin perjuicio de que se pueda conservar algún derecho real si es compatible con el
nuevo destino que haya de darse al bien y existe acuerdo entre el expropiante y el titular del
derecho. Por consiguiente, cuando existan varias titularidades (usufructos, servidumbres, etc.)
sobre el objeto expropiado, como regla general todas ellas se extinguirán, debiéndose «remplazar»
por una indemnización, o, como dice el artículo 8.1 REF, convirtiéndose «por ministerio de la Ley,
en derechos sobre el justo precio». Y esto mismo explica que el Código civil prevea la imputación
del justiprecio pagado por la expropiación al pago del usufructo (artículo 519), del censo (artículos
1627 y 1631), o de la hipoteca (artículo 1877 y artículos 109 y 110 LH).
Ahora bien, a diferencia de los arrendatarios, estos titulares secundarios deberán hacer valer sus
derechos sobre el justo precio minorando la indemnización que corresponda al propietario, sin
intervención de la Administración expropiante (artículo 6.2 REF). Por ello, en caso de desacuerdo,
la Administración consignará el importe total de la indemnización en la Caja General de
Depósitos, quedando remitida la decisión final sobre el reparto al correspondiente proceso civil
entre los interesados.
4. Otros interesados
También podrá participar en el procedimiento expropiatorio el Ministerio Fiscal, dadas las
funciones que le corresponden de promover la justicia en defensa de la legalidad, de los derechos
de los ciudadanos y del interés público (artículo 124 CE). Ahora bien, esta participación sólo se
producirá cuando, a tenor de lo dispuesto en el artículo 5 LEF, concurra alguno de los siguientes
supuestos: cuando no comparecieren en el procedimiento los propietarios o titulares conocidos,
una vez efectuada la publicación a que se refiere el artículo 18 LEF; cuando los mismos estuvieren
incapacitados y no tuvieran tutor o persona que les represente; y, cuando la propiedad fuera
litigiosa, es decir, cuando varios interesados discutiesen sobre a quién de ellos pertenece la
titularidad del bien expropiado (aunque, en realidad, el Ministerio fiscal sólo debe intervenir si no
comparece alguno de los interesados que participan en el litigio).
Asimismo, la participación se extiende a quienes presenten títulos contradictorios sobre el objeto
que se trata de expropiar. Sin perjuicio de que, como acabamos de decir, en tal caso está prevista
la intervención del Ministerio Fiscal, el derecho a participar en el procedimiento expropiatorio de
quienes ostenten títulos contradictorios lo es con el único fin de poder presentar alegaciones para
discutir la necesidad o no de la expropiación del bien y el precio que se ha de pagar como
indemnización expropiatoria. Quiere decirse, pues, que en el procedimiento expropiatorio no se
entrará a conocer de la cuestión puramente civil de quién es efectivamente el propietario o titular
del bien o derecho, ya que dilucidar tal cuestión corresponde a la jurisdicción civil. Y de ahí, como
ya hemos dicho, que, en tales casos, la indemnización que haya de pagar la Administración quede
consignada en la Caja General de Depósitos, hasta que se determine a quién corresponde la
titularidad.
Cabe, en fin, que en el procedimiento participen los administradores de los bienes objeto de
expropiación cuando los mismos se encuentren pendientes de resolución judicial o cuando no
puedan ser enajenados sin autorización judicial y el juez haya designado un administrador
encargado de su gestión. En tales casos, el precio indemnizatorio se depositará a disposición de la
autoridad judicial, a fin de que le dé el destino que proceda.
Por último, dado que, según establece el artículo 7 LEF, «las transmisiones de dominio o de
cualesquiera otros derechos o intereses no impedirán la continuación de los expedientes de
expropiación forzosa», en el procedimiento se subrogará el nuevo titular en las obligaciones y
derechos (aunque para que así suceda será preciso que se ponga en conocimiento de la
Administración el hecho de la transmisión y el nombre y domicilio del nuevo titular).
IV. LA CAUSA EXPROPIANDI
Nos consta ya que la llamada causa expropiandi es una de las garantías fundamentales de la
expropiación. En la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 quedó
afirmado que sólo podría expropiarse «cuando la necesidad pública legalmente comprobada, lo
exija claramente». E, igualmente, el artículo 172 de la Constitución de 1812 dispuso que la
expropiación sólo sería posible «para objeto de conocida utilidad común», reiterándose dicha
exigencia, en los mismos o parecidos términos, en todas las normas constitucionales siguientes,
incluido el Código Civil, que expresamente se refiere a la «justificada utilidad pública» de toda
expropiación (artículo 349).
La necesidad de que concurra una causa específica que justifique la privación de un bien o
derecho patrimonial reside en el hecho de que la expropiación no es ni puede ser nunca un fin en
sí mismo, sino un medio o instrumento puesto al servicio de la Administración para el
cumplimiento de los fines públicos que le competen. De este modo, toda expropiación se ha de
fundamentar en una causa, sin la cual no se legitimará que los particulares puedan verse privados
de sus bienes y derechos. Y esta causa expropiandi se concreta en la actualidad en la utilidad
pública o interés social del fin al que queda afectado el objeto expropiado (artículos 33.3 CE y 1.1 y
9 LEF). El fin al que se destina el bien expropiado (en concreto, el destino que al mismo se dará) es
el presupuesto básico sin el cual no puede haber expropiación (o si así se quiere decir, sin el cual
la privación será ilegítima).

Utilidad pública o interés social son conceptos jurídicos indeterminados que, sin embargo, no dan
cobijo a cualquier decisión acerca del fin y destino del bien o derecho expropiado. A pesar del
amplio margen que permiten, tales conceptos también comportan límites infranqueables que no
podrán sobrepasarse sin incurrir en infracción de ley o, incluso, de la propia Constitución. Por
tanto, los jueces y tribunales contencioso-administrativos pueden y deben fiscalizar la adecuación
a Derecho del fundamento mismo de la expropiación, haciendo uso de las técnicas ya analizadas
en el capítulo V del tomo I de esta misma obra. Puede recordarse, a este respecto, que hace ya más
de cuatro décadas el Consejo de Estado francés dio decidida entrada al principio de
proporcionalidad como medio de controlar, a la luz de las circunstancias concretas de cada caso,
la procedencia de la declaración de utilidad pública determinante de la expropiación de un
concreto bien. En el arrêt Ville Nouvelle Est , de 28 de mayo de 1971, declaró que «una operación
no puede ser legalmente declarada de utilidad pública más que si los atentados a la propiedad
privada, el coste financiero y eventualmente los inconvenientes de orden social que comporta no
son excesivos con relación al interés que presenta». Poco más tarde, en el arrêt Sociéte civile
Sainte-Marie de l’Assomption , de 20 de octubre de 1972, se completó el test a observar,
generalizándose a partir de entonces la regla llamada del balance costes-beneficios. El
razonamiento para apreciar la legalidad de la declaración de utilidad pública de acuerdo con la
referida regla se desarrolla, en lo sustancial, de la siguiente forma: en primer lugar, se ha de dar
respuesta a si la expropiación proyectada está, de forma concreta, justificada por un interés
público (por ejemplo, si la expropiación proyectada para la construcción de una escuela
suplementaria o para la ampliación de una dependencia municipal está justificada por el aumento
de niños o por el aumento de los servicios municipales); si la respuesta es afirmativa, habrá que
preguntarse si la expropiación es necesaria, lo que obliga a precisar si la Administración
expropiante dispone de un terreno que haga innecesaria la expropiación, ya que ese terreno
permitiría realizar la operación en condiciones equivalentes; por último, siendo la respuesta
negativa, faltará por apreciar si la expropiación va a entrañar inconvenientes excesivos respecto
de la utilidad que presenta (en definitiva, habrá que valorar si la expropiación proyectada resulta
demasiado costosa tanto desde el punto de vista del coste financiero como del coste social: por
ejemplo, caso del trazado de una carretera que, obligando a expropiar, afecta a un hospital dada
su proximidad, o a un bien ambiental, o a la tranquilidad de una población, existiendo
alternativas a ese trazado sin obligar a expropiaciones mucho más costosas), porque, en el
supuesto de que así fuere, no procederá la declaración de utilidad pública expropiatoria.

La cuestión del control de la declaración de utilidad pública o de interés social, como vamos a ver
seguidamente, guarda directa relación con la forma y medio que debe observarse para adoptarla.
Con carácter general, esta declaración de utilidad pública o interés social, tanto de bienes
inmuebles como de bienes muebles, debe realizarla la ley («deberá hacerse mediante Ley
aprobada en Cortes», puntualiza el artículo 11 LEF para los bienes inmuebles, y «habrá de ser
declarada expresa y singularmente mediante ley en cada caso» dice el artículo 12 LEF, para los
bienes muebles). Con ello parece quererse reforzar la garantía expropiatoria, pero obsérvese que,
justamente por mediar una ley, las posibilidades de someter a control la declaración de utilidad
pública o interés social quedan ampliamente restringidas. Frente a la ley las personas privadas no
están legitimadas para interponer recurso de inconstitucionalidad (ni tampoco pueden demandar
amparo ante el TC), quedando con ello cerrada la posibilidad de que el expropiado pueda
oponerse a la misma. De manera que éste sólo podrá aspirar a que, con ocasión de la impugnación
del acto de declaración de necesidad de ocupación, dentro ya del procedimiento expropiatorio, el
juez o tribunal que conozca del mismo tenga fundadas dudas acerca de la constitucionalidad
misma de la declaración legal que fundamenta la expropiación y acceda a plantear la
correspondiente cuestión de inconstitucionalidad. Como se ve, lo que aparentemente es una
garantía, restringe las posibilidades reales de que los expropiados puedan someter a control la
causa que da sustento a la expropiación.

En todo caso, más allá de su relevancia teórica, la trascendencia práctica del problema en el caso
concreto de las declaraciones de utilidad pública e interés social de las expropiaciones es mucho
menor de lo que aparenta. Por de pronto, la exigencia de que la declaración se haga en virtud de
ley es, en realidad, una regla que sólo en muy contadas ocasiones se ha de observar. Tanto que, a
la vista de las formas alternativas de declaración que la propia LEF establece, bien puede
afirmarse que es una excepción y en forma alguna regla general.
En efecto, en la expropiación de bienes inmuebles, el primer párrafo del artículo 10 LEF dispone
que la utilidad pública «se entiende implícita en todos los planes de obras y servicios del Estado,
Provincia y Municipio» (también hay que añadir, como ya hemos precisado antes, a las
Comunidades Autónomas), de manera que aprobado el plan de obras de acuerdo con las normas
que los disciplinen [por orden ministerial en el caso de un plan o proyecto del Estado: artículo
11.2.a) REF] no será precisa la intervención de la ley. Pero es que, además, tampoco lo será cuando
medie una ley que genéricamente haya declarado de utilidad pública la realización de
determinadas categorías o clases de obras, servicios, concesiones, por cuanto, a partir de esa
declaración legal, cuando sea necesario expropiar un bien inmueble concreto para realizar el fin
bastará con el acuerdo en forma de Real Decreto del Consejo de Ministros o, incluso, del Ministro
competente por razón de la materia (hay que añadir, del Consejo de Gobierno de las Comunidades
Autónomas o del Consejero competente) [artículos 10, segundo inciso, LEF y 11.2.b) REF]. Por
último, aún se prevé un tercer supuesto que evita la necesidad de la concreta declaración de
utilidad pública por ley: a tenor de lo dispuesto en el apartado c) del párrafo 2º del artículo 11 REF,
tampoco será necesaria la promulgación de una ley formal cuando en las disposiciones especiales
que regulen las expropiaciones a las que se refieren los artículos 85 a 97 LEF, se establezca otra
forma distinta para la declaración de utilidad pública.
Algo parecido a lo que se acaba de señalar sucede con los bienes muebles. El mismo artículo 12
LEF, que establece la necesidad de ley, de inmediato matiza que, cuando una ley declare
genéricamente la utilidad pública de expropiar una determinada categoría de bienes, bastará que
tal declaración se haga en cada caso concreto por Decreto del Consejo de Ministros (o del Consejo
de Gobierno autonómico).
De este modo, en todos estos casos (que en la práctica son la mayoría), queda abierta la posibilidad
de que el expropiado pueda impugnar la declaración de utilidad pública o interés social, al
contenerse la misma en una norma reglamentaria o en un acto susceptible de control por los
jueces y tribunales contencioso-administrativos.
V. EL PROCEDIMIENTO EXPROPIATORIO
1. Significado y funcionalidad
Toda expropiación debe materializarse a través de un procedimiento. El procedimiento
expropiatorio aparece como una garantía fundamental frente a la privación del bien o derecho.
Tanto es así que frente a ésta, de no haberse observado el procedimiento previsto, el titular del
bien puede reaccionar con inmediatez ante el juez civil demandando que se le reintegre en su
posesión amenazada o perdida. Sin procedimiento, o sin sujeción y observancia de los trámites
esenciales del procedimiento, la expropiación deviene en usurpación ilegítima del bien. De ahí
que el artículo 125 LEF establezca que «siempre que sin haberse cumplido los requisitos
sustanciales de declaración de utilidad pública o interés social, necesidad de ocupación y previo
pago o depósito, según proceda, en los términos establecidos en esta Ley, la Administración
ocupare o intentase ocupar la cosa objeto de la expropiación, el interesado podrá utilizar, además
de los demás medios legales procedentes, los interdictos de retener y recobrar para que los jueces
le amparen y, en su caso, le reintegren en su posesión amenaza o perdida».
Por tanto, la falta de procedimiento o el incumplimiento de sus trámites esenciales determinan
que la acción de la Administración ni siquiera se pueda beneficiar de la presunción de validez de
la que, con carácter general, gozan sus actos. Sencillamente, equivale a una actuación de hecho, al
margen por completo del Derecho, lo que explica que queden abiertas las puertas a la
intervención del juez civil.
La LEF regula el procedimiento expropiatorio y sus fases y trámites esenciales, sin perjuicio de
que, para determinados tipos específicos de expropiaciones, el procedimiento quede modulado
con mayor o menor intensidad. Por ello, junto al procedimiento ordinario (o general), se
configuran otros procedimientos especiales, incluido el llamado procedimiento de urgencia.
2. El procedimiento ordinario
El procedimiento expropiatorio se desarrolla en tres fases fundamentales. En la primera, llamada
fase de declaración de necesidad de ocupación, el procedimiento tiene por objetivo concretar los
bienes objeto de expropiación. La segunda fase está dirigida a fijar la indemnización
expropiatoria o justiprecio. En la tercera, se ha de proceder al pago que posibilitará la ocupación
del bien expropiado.
A. La declaración de necesidad de ocupación
La declaración de utilidad pública o interés social es el presupuesto legitimador de la
expropiación. Pero esa declaración no concreta por sí misma los bienes que han de ser
expropiados. Esa concreción es, justamente, la primera función que cumple el procedimiento
expropiatorio. Una función que se lleva a cabo a través de los siguientes trámites (artículos 15 a 23
LEF).
El beneficiario de la expropiación (que lo será la Administración expropiante o, en su caso, el
particular beneficiario) ha de relacionar, de manera concreta e individualizada, los bienes que se
consideren de necesaria expropiación. Esos bienes han de ser los «estrictamente indispensables
para el fin de la expropiación», si bien queda abierta la posibilidad de que puedan incluirse
también otros para previsibles ampliaciones de la obra o finalidad de que se trate (artículos 15 y
17 LEF). Fijada la relación de bienes, se abrirá el trámite de información pública durante quince
días (artículo 18 LEF), que, una vez anunciado, permite a cualquier persona aportar por escrito los
datos oportunos para rectificar posibles errores y, asimismo, para oponerse, por razones de fondo
o de forma, a la necesidad de ocupación (artículo 19 LEF). Finalizado el trámite de información
pública y a la vista de las alegaciones formuladas, el órgano administrativo que tramita el
procedimiento resolverá adoptando el llamado acuerdo de necesidad de ocupación, en el que se
detallarán los bienes y derechos afectados y sus titulares (artículo 20 LEF). Y el acuerdo habrá de
ser publicado y, además, notificado individualmente a los interesados en el procedimiento
expropiatorio en la parte que les afecte (artículo 21 LEF).
La declaración de necesidad de ocupación permite que cualquier persona pueda alegar sobre la
pertinencia de la ocupación de los bienes atendiendo al fin que con la expropiación se persigue. Y,
en particular, que los interesados (titulares de bienes y derechos afectados) pueden cuestionar,
incluso, la misma utilidad pública o interés social que sirve de fundamento a la concreta
ocupación acordada. A este respecto, tanto unos como otros pueden impugnar o recurrir el
acuerdo de necesidad de ocupación en vía administrativa (mediante recurso de alzada o de
reposición, según el órgano que lo haya dictado) e, incluso, ante la jurisdicción contenciosoadministrativa,
ya que, a pesar del tenor literal del artículo 23 LEF («contra la resolución del
recurso [administrativo] no cabrá reclamar en la vía contencioso-administrativa»), ha quedado
definitivamente establecido por la jurisprudencia que esa prohibición no es conciliable con el
derecho a la tutela judicial efectiva (artículo 24.1 CE) y el control jurisdiccional pleno de los actos
de la Administración (artículo 106.1 CE), por lo que debe considerarse derogado directamente por
la Constitución.

B. La determinación del justiprecio


Con carácter general, la LEF sanciona la regla de que la expropiación (por tanto, la ocupación y, en
su caso, la transferencia de la titularidad del bien) estará precedida del pago de la indemnización.
Esta regla del previo pago ya se incorporó al Código Civil, al disponer su artículo 349 que «nadie
podrá ser privado de su propiedad sino [...] previa siempre la correspondiente indemnización». Y
el artículo 125 LEF configura a este previo pago o depósito de la indemnización como una garantía
esencial del expropiado, de tal manera que ante la ocupación sin previo pago podrá demandar,
incluso, la tutela del juez civil para que le mantenga en la posesión del bien.
Aunque en la práctica esta regla es más formal o aparente que real y efectiva, dada la normalidad
de las expropiaciones urgentes a las que más adelante nos referiremos, lo cierto es que el artículo
33.3 CE no impone el previo pago, al utilizar la expresión «mediante la correspondiente
expropiación». Además, la propia LEF establece que no será precisa la previa indemnización en
los casos siguientes: cuando se trate de requisas por necesidad derivadas de acontecimientos
catastróficos o situaciones excepcionales de orden público (artículo 120) o por razones de orden
militar (artículo 101); cuando se trate de ocupaciones temporales, que permiten la utilización de
terrenos para estudios previos, recogida de datos, replanteo de obras, depósitos de material, etc.,
de manera transitoria y con carácter auxiliar de la operación expropiatoria principal, en las
cuales la indemnización se paga al término de la ocupación, entre otras razones porque sólo al
final de la ocupación puede determinarse con exactitud la cuantía indemnizatoria procedente, en
función de los perjuicios ocasionados (artículo 108); y, sobre todo, cuando se trata de
expropiaciones urgentes, en las que la ocupación se produce mediando un simple depósito
calculado con arreglo a lo dispuesto en el artículo 52.4 LEF y posponiéndose la fijación del
justiprecio y pago a un momento posterior.

El justiprecio puede quedar fijado por mutuo acuerdo entre el expropiante y el expropiado. Se
trata de la forma preferente que establece la LEF, aunque no sea frecuente en la práctica. Su
artículo 24 prevé que la Administración expropiante y el expropiado puedan convenir la
transmisión de los bienes sujetos a expropiación por mutuo acuerdo (también denominado
«adquisición amistosa»), en cuyo caso se dará por concluido el expediente expropiatorio. Y el
artículo 25 regula los trámites a seguir conducentes al mismo, que necesitará, en todo caso, de la
correspondiente resolución del órgano competente en el procedimiento expropiatorio. En
concreto, el plazo para alcanzar un acuerdo sobre el justiprecio es de quince días, transcurrido el
cual sin alcanzarlo se iniciará sin más demora el trámite de fijación del mismo, No obstante, la
iniciación de la pieza separada de fijación del justiprecio no impide que pueda llegarse a un
acuerdo amigable antes de que se decida sobre el mismo por el Jurado Provincial de Expropiación.

Para la fijación del justiprecio se deben observar una serie de trámites que comienzan con la
apertura para cada expropiado de una llamada pieza separada, sin perjuicio de las reglas de los
artículos 26 y 27 LEF (en concreto, la pieza será única cuando el objeto de la expropiación
pertenezca en comunidad a varias personas o cuando varios bienes constituyan una unidad
económica). Abierta la pieza separada, la Administración requerirá al expropiado para que en el
plazo de veinte días presente la «hoja de aprecio», que no es otra cosa que la estimación motivada
y, en su caso, apoyada en informes periciales, del valor del objeto que se expropia, pudiendo
aducir, al respecto, cuantas alegaciones estime pertinentes (artículo 29.1 LEF). Y la Administración
habrá de aceptar o rechazar dicha valoración en igual plazo de veinte días. Si la acepta quedará
definitivamente fijada la indemnización. En caso contrario, procederá a formular su propia hoja
de aprecio, que notificará al expropiado para que, en el plazo de diez días, manifieste si la acepta o
la rechaza. De rechazarse, el asunto pasa al Jurado Provincial de Expropiación, el cual procederá a
fijar el justiprecio mediante decisión ejecutoria, si bien deberá hacerlo dentro de los límites
establecidos en las respectivas hojas de aprecio que, por lo demás, vinculan a quienes las han
formulado.

La LEF fija unas cuantas reglas para la valoración del bien o derecho, comenzando por la que
exige que la valoración del bien o derecho quede referida al momento de inicio del expediente de
justiprecio (o pieza separada) y sin que en la misma puedan tenerse en cuenta las plusvalías que
sean consecuencia directa del proyecto de obra que motiva la expropiación (artículo 36.1 LEF).
Tampoco se tendrán en cuenta las mejoras realizadas en el bien en un momento posterior al de la
iniciación de la pieza separada, salvo que se demuestre que tales mejoras eran indispensables
para la conservación de los bienes y no se hayan realizado de mala fe, en cuyo caso serán
indemnizables (artículo 36.2 LEF).
A partir de estas premisas, dado que el justiprecio debe ser integral (cubriendo la totalidad de
daños y perjuicios patrimoniales) y ajustado al valor real que tenga el bien o derecho (o valor de
sustitución), la LEF fija algunos criterios para la determinación de ese valor. Se establece así que
deberá estarse a los valores fiscales de los bienes, aunque no sólo, ya que esas valoraciones
fiscales habrán de ponderarse con los valores de mercado (para lo cual, por ejemplo, se puede
tener en cuenta el valor en venta de bienes inmuebles similares) o, incluso, con otros valores. Por
tanto, los criterios de tasación que para los diferentes tipos de bienes y derechos fijan los artículos
38 y siguientes LEF (para solares, artículo 38; para las participaciones en el capital de empresas
mercantiles, artículo 40; para concesiones administrativas, artículo 41; etc.) no impiden la
aplicación complementaria de otros criterios. El artículo 43 LEF lo advierte expresamente: «Si la
evaluación practicada por las normas que en aquellos artículos se fijan no resultase, a su juicio,
conforme con el valor real de los bienes y derechos objeto de la expropiación, por ser éste
superior o inferior a aquélla», tanto el expropiado como la Administración podrán dar entrada a
otros criterios complementarios de tasación. E, igualmente, podrá hacerlo el correspondiente
Jurado Provincial de Expropiación «cuando considere que el precio obtenido con sujeción a las
reglas de los anteriores resulte notoriamente inferior o superior al valor real de los bienes,
haciendo uso de los criterios estimativos que juzgue más adecuados». En definitiva, se reconoce
un amplio margen para dar aplicación a criterios de valoración complementarios de los
expresamente previstos, a fin de corregir en lo necesario los resultados alcanzados cuando se
constate que no reflejan el valor real o, si se quiere así decir, el valor de sustitución del bien
expropiado, si bien, el apartado 2 del mismo artículo 43, tras su modificación por la disposición
adicional 5ª del TRLSRH (aprobado por Real Decreto Legislativo 7/2015, de 30 de octubre), ha
establecido que dicho régimen estimativo «no será en ningún caso de aplicación a las
expropiaciones de bienes inmuebles, para la fijación de cuyo justiprecio se estará exclusivamente
al sistema de valoración previsto en la ley que regule la valoración del suelo» y, además, «solo será
de aplicación a las expropiaciones de bienes muebles cuando éstos no tengan criterio particular
de valoración señalado por leyes especiales».
Al justiprecio resultante se le añadirá el llamado premio de afección, consistente en incrementarlo
en un 5 por ciento, tratando con ello de compensar el quebranto moral se presupone que conlleva
la expropiación del bien o derecho (artículo 47 LEF).
C. Pago y ocupación
Concluida la pieza separada de fijación del justiprecio, el pago de la indemnización debe
realizarse en el plazo máximo de seis meses (artículo 48.1 LEF). Si el expropiado rehúsa recibir la
cuantía correspondiente, o si existe litigio entre los interesados y la Administración, ésta
procederá a consignar el justiprecio en la Caja General de Depósitos a disposición de la autoridad
o Tribunal competente (artículo 50.1 LEF). Y, en todo caso, aunque exista litigio, el expropiado
tiene derecho a que se le entregue la indemnización hasta el límite en que exista conformidad con
la Administración, quedando subordinada dicha entrega provisional al resultado final del litigio
(artículo 50.2 LEF).
El pago o la consignación permiten la ocupación del bien o el ejercicio del derecho expropiado.
Con la ocupación se transmite el dominio del bien o la titularidad del derecho y su formalización
en el acta de ocupación es título bastante para proceder a la inscripción en el Registro de la
Propiedad y en cualesquiera otros Registros públicos.
A lo dicho debe añadirse que, aun cuando beneficiario de la expropiación no lo sea la Administración
expropiante, ésta también deberá suscribir (junto al beneficiario y al expropiado) las actas de pago y
ocupación que se presenten en el Registro para la inscripción del bien expropiado. La resolución de
la Dirección General de los Registros y del Notariado, de 8 de octubre de 2012 (publicada en el BOE de
2 de noviembre) lo ha aclarado en estos términos: «De conformidad con lo dispuesto en el artículo 2
de la Ley de Expropiación, la expropiación forzosa sólo podrá ser acordada por el Estado, la
Provincia y el Municipio. En su virtud —aunque puedan beneficiarse de la expropiación, por causa
de utilidad pública, las entidades y concesionarios a los que se reconozca legalmente esta condición
—, las actas de pago y de ocupación que deben ser presentadas en el Registro para la inscripción de
un bien expropiado deben de estar suscritas por el representante legal del organismo expropiante,
ello sin perjuicio de la persona expropiada y de la entidad beneficiaria, debidamente representada».
D. La demora en hacer efectiva la indemnización y la técnica de la retasación
Para el caso, nada infrecuente, de que se produzcan retrasos tanto en la fijación del justiprecio
como en el pago del mismo, la LEF prevé las siguientes consecuencias: si se produce un retraso
indebido en la fijación del justiprecio (seis meses), la Administración deberá abonar al expropiado
el interés legal del justiprecio por el periodo que transcurra entre el momento en que debió
quedar fijado y el momento en que efectivamente lo haya sido (artículo 56 LEF); y si el retraso lo
es en el pago del justiprecio (también seis meses), la consecuencia es idéntica a la de demora en la
fijación del justiprecio (artículo 57 LEF).
El dies a quo (inicio del cómputo del plazo de seis meses) es la fecha de iniciación del expediente
expropiatorio (que, a su vez, comienza en el momento en que adquiere firmeza el acuerdo de
necesidad de ocupación), y el dies a quem el de la fecha en la que el Jurado Provincial de
Expropiación fija definitivamente el justiprecio (por tanto, entre el acuerdo de necesidad de
ocupación, una vez firme, y el acuerdo del Jurado fijando el justiprecio, no deben transcurrir más
de seis meses si se quiere evitar el interés de demora sobre la cuantía fijada como justiprecio).
Pero cuando la demora lo es en el pago, el plazo de seis meses se cuenta desde el momento en que
queda fijado el justiprecio (bien por mutuo acuerdo o por decisión ejecutoria del Jurado).
Ahora bien, si se producen retrasos más amplios, los intereses demora no bastan para mantener el
principio de indemnidad del expropiado. De ahí que el artículo 58 LEF, tras la modificación
efectuada por la disposición final 2ª.3 de la Ley 17/2012, de 27 de diciembre, prevea que cuando
hayan transcurrido cuatro años sin haberse procedido al pago o a su consignación, se procederá a
una nueva evaluación de los bienes o derechos. Es lo que se denomina retasación, cuya finalidad
es evitar la desvalorización de la indemnización establecida, aunque importa destacar que no se
trata de una mera actualización del justiprecio, sino de la fijación de uno nuevo. Por lo demás,
dado que la jurisprudencia considera que hacer efectiva la retasación es una facultad que
corresponde ejercer al expropiado (por ejemplo, STS de 4 de julio de 2012), el mismo artículo 58,
párrafo 2º, ha establecido que una vez efectuado el pago o realizada la consignación, aunque
haya transcurrido el plazo de cuatro años, no procederá el derecho a la retasación , con lo que
queda definitivamente aclarado que el mero transcurso del plazo no impone la retasación, siendo
preciso que ésta se inste, pues, de no hacerse así, el pago o consignación, aunque sea
extemporáneo, elimina el derecho a la misma.
3. El procedimiento de urgencia
El procedimiento ordinario queda ampliamente modulado en algunas de sus reglas
fundamentales cuando la Administración procede a declarar urgente la expropiación.
Expropiación urgente, o, mejor, ocupación urgente de los bienes o derechos objeto de
expropiación que puede declararse con independencia de cuáles sean esos bienes o derechos y
cualquiera que sea la causa expropiandi destino que se dará a los mismos. Aunque su origen se
encuentra en la Ley de 7 de octubre de 1939, como consecuencia de la necesidad de reconstruir el
país, tras la guerra civil de 1936-1939, en 1954, cuando se aprobó la LEF, a pesar de que ya habían
pasado las necesidades urgentes de intervención estatal que motivaron su creación, se decidió
mantener este procedimiento de urgencia y así figura en el artículo 52 de la referida Ley.
El artículo 52 LEF caracteriza a la urgencia como un supuesto excepcional que, además, debe ser
declarada por acuerdo del Consejo de Ministros (también, por el Consejo de Gobierno de la
correspondiente Comunidad Autónoma, en el ámbito de sus competencias). Sin embargo, de
inmediato ha de advertirse que esa excepcionalidad no es tal en la práctica expropiatoria, dada la
frecuencia con la que se apela a la misma sin que, por lo demás, los tribunales contenciosoadministrativos
hayan logrado corregirla. Además, no pocas leyes sectoriales han dado entrada a
declaraciones genéricas de urgencia para determinados tipos de obras (por ejemplo, así lo hizo el
artículo 27.4 de la Ley 32/2003, de 3 de noviembre, General de Telecomunicaciones, y lo reitera el
artículo 29.4 de la vigente Ley 9/2014, de 4 de mayo, en relación con la expropiación de bienes
necesarios para instalar redes públicas de telecomunicaciones cuyos titulares asumen
obligaciones de servicio público). Tanto es así que, en realidad, el procedimiento de urgencia se ha
convertido, en gran medida, en el verdadero procedimiento ordinario, cambiando radicalmente
las reglas y trámites a observar.
En el procedimiento de urgencia se prescinde del trámite de declaración de necesidad de
ocupación de los bienes, ya que el mismo se considera cumplido con la aprobación del proyecto y
replanteo de las obras que motivan la expropiación, así como con los reformados posteriores que
puedan adoptarse, lo que, por tanto, da derecho a la ocupación inmediata.
La notificación para proceder al levantamiento del acta previa de ocupación debe realizarse a los
interesados con una antelación mínima de ocho días y, personados el día y hora anunciados en la
finca de que se trate el representante de la Administración y los propietarios y demás interesados
(todos ellos acompañados, en su caso, de peritos y un notario), se procede a la levantar el acta,
haciendo constar en la misma todas las manifestaciones y datos aportados por las partes que ayuden
a determinar los derechos afectados, sus titulares, el valor de los mismos y los perjuicios derivados
de la urgente e inmediata ocupación.
Además, la ocupación no viene precedida del pago del justiprecio expropiatorio. Más aún, ni tan
siquiera se procede a la fijación del justiprecio, que queda diferida a un momento ulterior. De
manera que para materializar la ocupación, a la Administración le basta con proceder al depósito
del valor estimatorio y provisional que ella misma fija en las hojas de depósito previo a la
ocupación y a abonar o consignar la indemnización (también provisional) por los perjuicios
derivados de la inmediata ocupación. En consecuencia, se produce una profunda alteración del
iter procedimental ordinario, pues, las fases de fijación del justiprecio y pago del mismo quedan
pospuestas a la ocupación. Es ésta la que precede al pago y no al revés, lo que, de todas formas,
obliga a que, una vez fijado el justiprecio, se proceda a la indemnización por demora (artículo 56
LEF), considerando como fecha inicial del cómputo del plazo el día siguiente al de la ocupación.
Por último, aunque el artículo 56.2 REF establece que el acuerdo por el que se declara urgente la
ocupación de los bienes no es susceptible de recurso alguno, la jurisprudencia ha concluido que
esa exclusión no es conciliable con el derecho fundamental que garantiza el artículo 24.1 CE
(derecho a la tutela judicial efectiva) y que, por tanto, el acuerdo del Consejo de Ministros
declarando la urgencia es impugnable (entre otras, SSTS de 25 de octubre de 1982, 6 de junio de
1984, 30 de septiembre de 1992, 19 de septiembre de 1994, etc.).
4. Los procedimientos especiales
Junto al procedimiento ordinario, con las modulaciones que en el mismo introduce la declaración
de expropiación urgente, la LEF prevé algunos procedimientos especiales, tanto por razón de las
características de los bienes y objeto de la expropiación como por los sujetos intervinientes o por
la propia extensión material de la operación expropiatoria. Más aún. También la legislación
sectorial ha ido incorporando nuevos procedimientos (en el sector ferroviario, en el de la energía
eléctrica e hidrocarburos, en materia de telecomunicaciones, en materia de montes, etc.), sin
olvidar las particularidades derivadas de las expropiaciones urbanísticas como uno de los medios
de ejecución de los planes urbanísticos, o como instrumento para la ejecución de los sistemas
generales, o, en fin, como medio al servicio de incrementar los patrimonios públicos del suelo.
La LEF prevé, asimismo, procedimientos especiales para la expropiación de zonas o grupos de
bienes (artículos 59 ss.), por incumplimiento de la función social de la propiedad (artículos 71 ss.),
por razón del valor artístico, histórico y arqueológico de los bienes (artículos 76 ss.), por razón de
urbanismo (artículo 85, aunque se trata de una mera remisión a lo que se disponga en la
legislación urbanística y en la de régimen local), por razón de que la expropiación dé lugar al
traslado de poblaciones (artículos 86 ss.) y por causa de colonización o de obras públicas (artículos
97 y 98).
VI. EL DERECHO DE REVERSIÓN
La expropiación sólo se legitima por razón del destino que ha de darse a los bienes o derechos
objeto de la privación (como ya sabemos, un fin de utilidad pública o interés social). A partir de
este presupuesto, fácilmente se comprende que, frustrado ese destino y desaparecida, por tanto, la
causa expropiandi, el acto expropiatorio devenga inválido e ineficaz. Esta desaparición
sobrevenida de la causa expropiandi explica y justifica que se reconozca al expropiado el llamado
derecho de reversión de los bienes o derechos expropiados. Se trata, por tanto, de una garantía
más de los expropiados, cuya efectividad queda circunscrita a que concurra alguna de las
circunstancias que establece el artículo 54 LEF. En concreto:
- a que no se ejecute la obra o no se establezca el servicio que motivó la expropiación;
- a que, realizada la obra o establecido el servicio, quede parte sobrante de los bienes
expropiados; y
- a que desaparezca, formalmente o de hecho, la afectación o vinculación de los bienes o
derechos a la obra o servicio que legitimaron la expropiación.

Los señalados supuestos determinantes del surgimiento del derecho de reversión quedaron
corregidos en su alcance tras la redacción dada al artículo 54 LEF por la Ley 38/1999, de 5 de
noviembre, de Ordenación de la Edificación. Y es que, tal como dispone ahora el apartado 2 de
dicho artículo, no habrá derecho de reversión cuando se de alguna de las dos circunstancias
siguientes.
- En primer lugar, cuando simultáneamente a la desafectación del bien al fin que justificó la
expropiación se acuerde una nueva afectación del bien a otro fin de utilidad pública o interés
social, sin perjuicio de que el expropiado o sus causahabientes pueden formular alegaciones
frente a la nueva afectación si estiman que no media causa de utilidad pública, y, asimismo,
solicitar la actualización del justiprecio si no se hubiera llegado a ejecutar la inicial obra o
establecido el servicio correspondiente.
Resulta razonable, en efecto, que manteniéndose la causa de utilidad pública (aunque sea
distinta a la inicial), no surja el derecho de reversión. Otra cosa es que deba actualizarse el
justiprecio, aunque esa actualización se traducirá en el pago del premio de afección resultante
del nuevo justiprecio, de acuerdo con el valor actual del bien. Téngase en cuenta que el
ejercicio del derecho de reversión obliga al beneficiario al pago del justiprecio y que la «nueva
expropiación» (en realidad, la nueva afectación) llevaría a que la Administración expropiante
abonase ese justiprecio más el premio de afección. Es claro, por tanto, que el resultado de la
actualización indemnizatoria no puede ser otro que el pago, en su caso, del premio de
afección determinado con arreglo al valor del bien en el momento mismo en que se produce
el cambio de afectación.
- En segundo lugar, cuando la afectación al fin que justificó la expropiación se prolongue
durante diez años desde la terminación de obra o el establecimiento del servicio.
Mayor relevancia, por la innovación que supone, presenta este segundo supuesto. La
vinculación o mantenimiento del destino del bien durante los diez años siguientes a la
conclusión de la obra o establecimiento del servicio, viene a romper definitivamente el
vínculo originario del bien expropiado con la causa concreta que permitió la privación del
bien. La innovación reside, por tanto, en que con anterioridad a la reforma del artículo 54
LEF, no había plazo alguno que condicionase el ejercicio del derecho de reversión (lo cual, de
todas formas, no dejaba de ser excesivo). En todo caso, el aspecto más discutible es el relativo
al concreto plazo de diez años, pues, con razón, se ha estimado mayoritariamente que debería
haberse establecido otro más amplio (por ejemplo, el mismo plazo previsto para la
prescripción, es decir, treinta años).
En las expropiaciones urbanísticas, el artículo 47 del TRLSRH de 2015 aún ha restringido más el
derecho de reversión cuando se trata de alteraciones de los usos que hubieran motivado la
expropiación del suelo como consecuencia de modificaciones o revisiones de los planes
urbanísticos.
El derecho de reversión habrá de ejercitarse por el expropiado o sus causahabientes en el plazo de
tres meses a contar desde la fecha en que la Administración haya notificado la causa que da lugar
a su surgimiento (desafectación del bien, no ejecución de la obra, etc.). Ahora bien, para el caso de
que no se produzca dicha notificación, el artículo 54.3, párrafo 2º, LEF establece que,
transcurridos determinados plazos de tiempo según los diversos supuestos que pueden
plantearse, el derecho también será susceptible de ser ejercitado. Así sucederá cuando se hubiera
producido un exceso de expropiación o la desafectación del bien o derecho expropiados y no
hubieran transcurrido veinte años desde su toma de posesión; o cuando hubieran transcurrido
cinco años desde la toma de posesión sin iniciarse la ejecución de la obra o la implantación del
servicio; o, en fin, cuando la ejecución de la obra o las actuaciones para el establecimiento del
servicio estuvieran suspendidas más de dos años por causas imputables a la Administración o al
beneficiario de la expropiación, sin que se produjera por parte de éstos ningún acto expreso para
su reanudación.

La Administración expropiante en cuya titularidad se halle el bien o derecho en el momento en


que se solicite la reversión, o, en su caso, a la que se encuentre vinculado el beneficiario de la
expropiación, deberá resolver sobre la procedencia de la solicitud, debiéndose tener en cuenta
que la devolución o restitución del bien exige, a su vez, «la restitución de la indemnización
expropiatoria percibida», para lo cual, de acuerdo con el artículo 55 LEF, esa indemnización
deberá ser actualizada conforme a la evolución del índice de precios al consumo en el período
comprendido entre la fecha de la iniciación del expediente de justiprecio y la del ejercicio del
derecho de reversión. La referida es la regla a observar. Sin embargo, como quiera que el bien o
derecho ha podido experimentar cambios en su calificación jurídica que condicionen su valor, o
ha podido incorporar mejoras aprovechables (aunque también ha podido quedar menoscabado su
valor), en tales casos se procederá a una nueva valoración de acuerdo con los criterios adecuados
para la fijación del justiprecio expropiatorio.

Para la toma de posesión del bien revertido, es preciso que el reversionista proceda previamente
al pago o consignación de la indemnización.
Lección 3

I. LA POTESTAD SANCIONADORA DE LAS ADMINISTRACIONES PÚBLICAS Y EL MARCO


NORMATIVO AL QUE DEBE AJUSTARSE SU EJERCICIO
Las Administraciones Públicas disponen de potestad sancionadora, lo que significa que pueden
imponer por sí mismas sanciones a los particulares por la comisión de las infracciones tipificadas
por las leyes y, en su caso, de manera complementaria, por las normas reglamentarias.
La existencia de una potestad administrativa que permite el ejercicio del ius puniendi del Estado al
margen del poder judicial, sin perjuicio de que éste pueda revisar a posteriori la correspondiente
decisión administrativa sancionadora, confirma una vez más la peculiaridad del Derecho
Administrativo. Esta atribución de poder sancionador a la Administración se ha justificado por la
STC 77/1983, de 3 de octubre, f.j. 2, en la conveniencia de dotar de una mayor eficacia al aparato
represivo en relación con ilícitos de menor gravedad (aunque la realidad es que en determinadas
ocasiones las sanciones administrativas son más graves que algunas sanciones penales, sin
perjuicio de que, en la actualidad, se marca la diferencia sustancial de que ninguna sanción
administrativa puede ser privativa de libertad: artículo 29 LRJSP). Téngase en cuenta que este
poder administrativo sancionador está al servicio de garantizar la eficacia de las normas que
prohíben o imponen conductas que han de materializarse de manera instantánea y respecto de las
cuales los demás medios de tutela no siempre resultan efectivos. Sencillamente, la amenaza de
una inmediata y efectiva imposición de la correspondiente sanción puede servir para evitar la
comisión de acciones infractoras de la legalidad.
No obstante, la coexistencia de dos sistemas punitivos (el penal y el administrativo sancionador)
no deja de ser problemática. La tipificación de una misma conducta como delito o falta, o como
infracción administrativa (para lo cual el legislador dispone de un amplísimo margen de decisión),
no es cuestión menor, dadas las diferentes garantías materiales y formales que, a pesar de la
tendencia a proyectarlas por igual a unas y otras sanciones, se siguen manteniendo. No se olvide
que en el sistema penal castiga el poder judicial, mientras que en el administrativo lo hace el
poder ejecutivo, y que, por tanto, también el procedimiento difiere (proceso judicial, en un caso,
procedimiento administrativo, en otro). Se trata de una cuestión clásica que se resiste a encontrar
una respuesta segura, lo que explica que la doctrina siga prestándole atención, tratando de fijar
criterios que puedan acotar ese amplio margen de decisión del legislador a la hora de optar entre

El capítulo III del título preliminar de la LRJSP, bajo la rúbrica «Principios de la potestad
sancionadora», establece los principios a los que debe ajustarse el ejercicio de la potestad
(artículos 25 a 31). Pero esa regulación material o sustantiva, a diferencia de la unidad que
mantenía la LRJPAC de 1992, no está acompañada de la relativa al procedimiento que deberá
observarse en el ejercicio de dicha potestad. Como ya hemos advertido al estudiar el
procedimiento administrativo (en el capítulo VI del tomo I de esta obra), las reglas del
procedimiento sancionador se contienen en la LPAC, desperdigadas a todo lo largo de la
regulación del procedimiento administrativo común, como meras especialidades en determinados
extremos.
Por otra parte, la Ley 57/2003, de 16 de diciembre, ha añadido un nuevo Título XI a la LBRL de
1985, sobre tipificación de infracciones y sanciones por las Entidades locales.
II. PRINCIPIOS ORDENADORES DE LA POTESTAD SANCIONADORA
Hasta la aprobación de la LRJPAC en 1992, la ordenación general de la potestad sancionadora de la
Administración aparecía desperdigada a lo largo de una amplía y casuística normativa sectorial, lo
que motivó que jurisprudencia y doctrina, prácticamente al unísono, reclamasen con insistencia la
elaboración y aprobación de una Ley general reguladora del ejercicio de dicha potestad. En todo
caso, la realidad es que tras la aprobación del texto constitucional de 1978 y la interpretación que
de su artículo 25.1 realizó inmediatamente el TC, formando así un importante cuerpo doctrinal,
quedó en parte paliada la necesidad de una ley general que viniera a sancionar el conjunto de
principios a los que debería ajustarse ese ejercicio. Buena prueba de lo que se afirma es que el
Título IX de la LRJPAC no hizo otra cosa que positivizar esa jurisprudencia constitucional,
convirtiendo, incluso, en no pocos extremos, sus propias palabras en preceptos legales. De esta
forma, la trascendencia de la regulación establecida no pasó de ser relativa, al no haber tomado
en consideración la oportunidad de sancionar otras posibles reglas y principios complementarios,
en unos términos más concretos y detallados.
Por lo que se refiere a esa ordenación sustantiva, todos los principios que sancionan los artículos
25 a 31 LRJSP traen causa, en efecto, del artículo 25.1 CE y de la interpretación que del mismo ha
realizado la jurisprudencia constitucional. El referido precepto configura como derecho
fundamental el derecho a la legalidad frente al ejercicio del ius puniendi del Estado, comprensivo,
por tanto, de las sanciones penales y también de las sanciones administrativas. Ello explica que
tanto unas como otras deban adecuarse a unos principios comunes, si bien, a partir de los mismos,
el Derecho penal y el Derecho administrativo sancionador presentan diferencias importantes,
tanto desde el punto de vista de la configuración de los ilícitos, como desde la perspectiva de las
garantías en la imposición de las sanciones, que en el caso de las administrativas alcanzan menor
intensidad.
1. Principio de legalidad: tipicidad y reserva de ley
Establece el artículo 25.1 y 2 LRJSP que la potestad sancionadora de las Administraciones Públicas
se ejercerá cuando haya sido expresamente reconocida por una norma con rango de ley y que ese
ejercicio corresponderá a los órganos administrativos que la tengan expresamente atribuida por
disposición de rango legal o reglamentario. Queda así reiterado el principio de legalidad de las
infracciones y de las sanciones que proclama el artículo 25.1 CE («nadie puede ser condenado o
sancionado por acciones u omisiones que en el momento de producirse no constituyan delito, falta
o infracción administrativa, según la legislación vigente en aquel momento») y que, desde la
perspectiva de los ciudadanos, se configura como un verdadero derecho subjetivo consistente en
no sufrir sanciones sino en los casos legalmente previstos y en virtud de decisión de la autoridad
que legalmente pueda imponerlas.
Este principio de legalidad conlleva una doble garantía, material y formal, que se concreta,
respectivamente, en los principios de tipicidad o de predeterminación normativa de las conductas
ilícitas y de las sanciones correspondientes, y en el de reserva de ley.
A. Principio de tipicidad de las conductas ilícitas y de las sanciones y prohibición de la
analogía in peius
El principio de legalidad en materia sancionadora impone una garantía material concretada en la
exigencia de que las conductas ilícitas y las sanciones han de estar predeterminadas, con la mayor
precisión posible, en virtud de la correspondiente norma (lex certa). Es el llamado principio de
tipicidad de las infracciones, que obliga a concretar todos los elementos definidores de la conducta
infractora (definición del tipo) y las causas de exclusión de la responsabilidad, así como las
sanciones que se corresponden con las infracciones. Como ha precisado la jurisprudencia
constitucional, la norma punitiva o sancionadora aplicable ha de permitir predecir con suficiente
grado de certeza las conductas que constituyen infracción y el tipo y grado de sanción del que
puede hacerse merecedor quien la cometa (entre otras, SSTC 34/1996, de 11 de marzo, 42/1987, de
7 de abril, 100/2003, de 2 de junio, 229/2007, de 5 de noviembre, 181/2008, de 22 de diciembre, etc.).
El artículo 27 LRJSP lo recuerda claramente: de una parte, en su apartado 1, afirma, en lo que
ahora interesa, que «sólo constituyen infracciones administrativas las vulneraciones del
ordenamiento jurídico previstas como tales por una Ley»; de otra, en el apartado 2, añade que
«únicamente por la comisión de infracciones administrativas podrán imponerse sanciones que, en
todo caso, estarán delimitadas por la Ley».
Cuestión distinta es que la ley pueda siempre y en todo caso garantizar por completo esa precisión
y certeza. El uso de conceptos abiertos, que conllevan cierta indeterminación y permiten mayor o
menor grado de concreción caso por caso, resulta inevitable en muchas ocasiones. De ahí que la
misma exigencia de lex certa se traduzca en realidad en una predeterminación normativa del tipo
infractor que razonablemente permita, como ha señalado la jurisprudencia constitucional, «su
concreción en virtud de criterios lógicos, técnicos o de experiencia» (por ejemplo, SSTC 149/1991,
de 4 de julio o 27/1994, de 27 de enero). Todo ello lleva, además, a que las normas reglamentarias
de desarrollo de la ley tengan un cierto campo de actuación. Lo admite claramente el apartado 3
del mismo artículo 27 LRJSP, al establecer que dichas normas o disposiciones «podrán introducir
especificaciones o graduaciones al cuadro de las infracciones o sanciones establecidas legalmente
que, sin constituir nuevas infracciones o sanciones, ni alterar la naturaleza o límites de las que la
ley contempla, contribuyan a la más correcta identificación de las conductas o a la más precisa
determinación de las sanciones correspondientes».
La reserva de ley no impide , por otra parte, que la ley pueda tipificar como infracción el
incumplimiento de lo dispuesto en normas de rango reglamentario (SSTC 283/2006, de 9 de
octubre o 181/2008, de 22 de diciembre, entre otras). En estos casos, se suele decir que estamos
ante una ley sancionadora «en blanco», pues el supuesto de hecho o parte del mismo se encuentra
previsto en otra norma de rango reglamentario. Estas remisiones vienen admitiéndose siempre
que se sujeten a los requisitos siguientes: el reenvío o remisión ha de ser expreso, ha de estar
justificado en razón del bien jurídico protegido por la norma, y la ley, además de la sanción, ha de
contener el núcleo esencial de la prohibición (en este sentido, por ejemplo, SSTC 127/1990, de 5 de
julio y 93/1992, de 11 de junio).
Asimismo, la jurisprudencia constitucional y la del TS han extraído del principio de tipicidad (y,
complementariamente, del principio de seguridad) la fundamental consecuencia de que la
tipificación de infracciones y sanciones debe ser objeto de una interpretación restrictiva,
excluyendo cualesquiera interpretaciones extensivas o analógicas. Y el legislador, en el artículo
27.4 LRJSP, no hace otra cosa, una vez más, que reiterar esa exigencia constitucional: «Las normas
delimitadoras de infracciones y sanciones no serán susceptibles de aplicación analógica»
La analogía, en efecto, que lleva a la aplicación de la solución prevista por una norma para un
supuesto a otro distinto no regulado por ella (aunque sólo sea posible cuando medie «identidad de
razón»), queda prohibida en materia sancionadora. Ahora bien, debe precisarse (lo que no se hace
en el citado artículo 27.4) que la prohibición alcanza en realidad a la analogía que resulte
perjudicial (in peius). Por el contrario, resulta admisible cuando resulte favorable al infractor
B. Principio de reserva de ley
Junto a la garantía material concretada en las consecuencias dimanantes del principio de
tipicidad, el principio de legalidad impone otra garantía de carácter formal que se concreta en el
rango legal de las normas tipificadoras de las conductas infractoras y las sanciones
correspondientes. Una reserva de ley que alcanza también a la calificación de las infracciones por
su gravedad (SSTC 186/2006, de 19 de junio, y 252/2006, de 25 de julio), así como a la
determinación de los sujetos responsables (STS de 26 de enero de 1998) y a las causas de extinción
de la responsabilidad.
La jurisprudencia constitucional ha centrado la atención en dos cuestiones básicas, aunque sólo
una de ellas ha tenido expreso reflejo, primero en las previsiones de la LRJPAC de 1992, y ahora,
en términos reiterativos, en la nueva LRJSP. Comenzando por ésta, ha de tenerse en cuenta que el
alcance y operatividad de la garantía formal resultante del artículo 25.1 CE no es el mismo en el
ámbito de las sanciones administrativas que en el de las penales (marcándose así una de las
diferencias entre el Derecho Penal y el Derecho Administrativo Sancionador). Por relación a las
sanciones administrativas no sólo no se exige la intervención de la ley orgánica (necesaria, sin
embargo, en el caso de los delitos y penas), sino que la ley puede hacer remisiones al reglamento
siempre que en ella queden suficientemente determinados los elementos esenciales de la conducta
antijurídica y la naturaleza y límites de las sanciones a imponer (entre otras, SSTC 83/1984, de 24
de julio, 42/1987, de 7 de abril, 26/2005, de 14 de febrero, 162/2008, de 15 de diciembre).

De este modo, aunque el artículo 25.1 CE imponga la necesidad de cobertura de la potestad


sancionadora de la Administración por una norma con rango de ley (lo que, recuérdese, reitera el
artículo 27.1 LRJSP), ello no excluye la posibilidad de que la ley pueda contener remisiones a
normas reglamentarias, siempre que con esas remisiones no se posibiliten regulaciones
independientes. Por tanto, la reserva de ley no sólo proscribe la regulación reglamentaria de
infracciones y sanciones carente de toda base legal, sino también la mera habilitación carente de
todo contenido material.
La doctrina que se acaba de referir fue trasladada en bloque a la LRJPAC de 1992 y ahora a la
LRJSP. Tras sancionar la reserva de ley en los términos que ya hemos visto, en el artículo 27.3 de
ésta última se puntualiza que «las disposiciones reglamentarias de desarrollo podrán introducir
especificaciones o graduaciones al cuadro de las infracciones o sanciones establecidas legalmente
que, sin constituir nuevas infracciones o sanciones, ni alterar la naturaleza o límites de las que la
Ley contempla, contribuyan a la más correcta identificación de las conductas o a la más precisa
determinación de las sanciones correspondientes».
La otra cuestión que en relación con la garantía formal ha abordado la jurisprudencia y que, sin
embargo, no ha tenido reflejo legal, queda referida a la incidencia de la reserva de ley en la
normativa sancionadora preconstitucional. Cuestión ésta reiteradamente planteada ante el TC y
que presenta cierta relevancia por los problemas que ha suscitado. En síntesis, la jurisprudencia
constitucional ha considerado, con carácter general, que, dado que la reserva de ley no incide en
disposiciones o actos nacidos al mundo del Derecho con anterioridad al momento en el que la CE
fue promulgada, las normas preconstitucionales no han quedado derogadas por no contar con el
rango necesario. Ahora bien, descartada la derogación, la CE impone la derogación de esas
normas en cuanto a los efectos deslegalizadores que de las mismas puedan seguir dimanando, o,
dicho en los términos de la STC 42/1987, de 7 de abril, «no es lícito, a partir de la Constitución,
tipificar nuevas infracciones ni introducir sanciones o alterar el cuadro de las existentes por una
norma reglamentaria cuyo contenido no esté suficientemente predeterminado o delimitado por
otra de rango legal».
En definitiva, la reserva de ley no ha derogado el sistema normativo preconstitucional que no se
adecue a la misma, aunque no es menos cierto que lo ha congelado, sin que en el mismo puedan
introducirse modificaciones que no estén amparadas por una norma con rango de ley. Y por ello
mismo, las sanciones impuestas tras la CE en aplicación de normas preconstitucionales han sido y
son inobjetables desde la perspectiva constitucional de la reserva de ley. Además, como reiteraría
la STC 117/1992, de 16 de septiembre, f.j. 3, «si este Tribunal admitiera que la irretroactividad de la
reserva de ley del artículo 25.1 CE sólo se da si el hecho acaecido es anterior a su entrada en vigor,
dicha irretroactividad carecería en el fondo de significado, ya que las resoluciones sancionadoras
en aplicación de las correspondientes normas reglamentarias anteriores a la Constitución —salvo
casos rarísimos— habrían alcanzado ya firmeza y la regla de la irretroactividad no añadiría nada
nuevo».
Debe señalarse, por último, que la reserva de ley necesariamente se flexibiliza cuando se proyecta
al ámbito sancionador municipal. Las Entidades locales también disponen de potestad
sancionadora e, incluso, a pesar de carecer de potestad legislativa, se admite que pueden prever
infracciones y sanciones en el círculo de sus competencias. Resulta necesario, pues, que medie una
ley que de cobertura a las ordenanzas municipales para que éstas puedan establecer tipos de
infracciones y clases de sanciones. La ley, ciertamente, no puede agotar la regulación de las
infracciones y sanciones de que se trate (en tal caso, es obvio, no dejaría margen alguno de
actuación a la ordenanza municipal), pero sí debe, al menos, como ha venido advirtiendo la
jurisprudencia constitucional, «fijar los criterios mínimos de antijuridicidad conforme a los cuales
cada Ayuntamiento puede establecer los tipos de infracciones y las clases de sanciones que
pueden establecer las ordenanzas municipales» (por ejemplo, SSTC 132/2001, de 8 de junio, y
6/2004, de 16 de enero). De este modo, siguiendo esa jurisprudencia, la Ley 57/2003, de 16 de
diciembre, añadió un inciso final al artículo 127 LRJPAC de 1992, en virtud del cual, la potestad
sancionadora se ejercerá por las Entidades locales «de conformidad con lo dispuesto en el título XI
de la Ley 7/1985, de 2 de abril, Reguladora de las Bases del Régimen Local», y lo mismo reitera
ahora el inciso final del artículo 27.1 LRJSP.
Se explica así que, de acuerdo con los artículos 139 a 141 LBRL, que componen el referido título XI,
bajo la rúbrica «Tipificación de las infracciones y sanciones por las Entidades locales en
determinadas materias», haya quedado reconocido que «para la adecuada ordenación de las
relaciones de convivencia de interés local y del uso de sus servicios, equipamientos,
infraestructuras, instalaciones y espacios públicos, los entes locales podrán, en defecto de
normativa sectorial específica, establecer los tipos de las infracciones e imponer sanciones por el
incumplimiento de deberes, prohibiciones o limitaciones contenidos en las correspondientes
ordenanzas, de acuerdo con los criterios establecidos en los artículos siguientes» (artículo 139). Y,
a este respecto, el artículo 140 procede a establecer una clasificación de las infracciones a las que
deberán atenerse las ordenanzas, diferenciando entre las muy graves, las graves y leves y
estableciendo los criterios y supuestos que caracterizan a unas y otras (por lo demás, dando
entrada necesariamente a conceptos abiertos: «perturbación grave de la convivencia que afecte de
manera grave, inmediata y directa a la tranquilidad o al ejercicio de los derechos»; «grave y
relevante obstrucción al normal funcionamiento de un servicio público»; «deterioro grave y
relevante de un espacio público»; etc.). También, en función del tipo de infracción, el artículo 141
fija los límites de las sanciones económicas que podrán fijarse (salvo previsión legal distinta, para
las infracciones muy graves hasta 3.000 euros; para las infracciones graves, hasta 1.500 euros, y
para las infracciones leves, hasta 750 euros).
2. Principio de culpabilidad
La Administración sólo puede sancionar a los responsables de la infracción administrativa, lo que
se vincula al principio de culpabilidad. Principio de culpabilidad que supone la imputación y el
dolo o culpa en la acción o conducta sancionable.
El artículo 28.1 LRJSP establece que «sólo podrán ser sancionadas por hechos constitutivos de
infracción administrativa las personas físicas y jurídicas, así como, cuando una Ley les reconozca
capacidad de obrar, los grupos de afectados, las uniones y entidades sin personalidad jurídica y
los patrimonios independientes o autónomos, que resulten responsables de los mismos a título de
dolo o culpa». Quiere decirse que la sanción solo debe castigar al infractor, sin posibilidad alguna
de trasladar la responsabilidad a una persona distinta ajena, aunque ello no impide que sujetos
distintos al autor material de la infracción se puedan también considerar autores de la misma por
no haberla evitado pudiendo y debiendo hacerlo. Además, la Ley admite, con carácter general, la
responsabilidad de las personas jurídicas, superando así el viejo principio universitas delinquere
non potest.
Junto a la imputación, la exigencia de dolo o culpa excluye la sanción por el resultado (STC
76/1990, de 26 de abril). También la jurisprudencia ha insistido en que la culpabilidad es exigencia
inexcusable en nuestro sistema. Baste recordar, por ejemplo, como al analizar la
constitucionalidad de la reforma en 1985 de la Ley General Tributaria de 1963, que al definir las
infracciones tributarias suprimió la mención de que las acciones y omisiones debían ser
«voluntarias» (con lo que parecía sugerirse que en materia de infracciones tributarias se adoptaba
un sistema de responsabilidad objetiva), la STC 76/1990, de 26 de abril, rechazó abiertamente que
ello pudiera entenderse de esa forma. La exclusión de toda adjetivación de las acciones u
omisiones constitutivas de infracción tributaria «no puede llevar –dice la sentencia– a la errónea
conclusión de que se haya suprimido en la configuración del ilícito tributario el elemento
subjetivo de la culpabilidad para sustituirlo por un sistema de responsabilidad objetiva o sin
culpa». De manera que «en la medida en que la sanción de las infracciones tributarias es una de
las manifestaciones del ius puniendi del Estado, tal resultado sería inadmisible en nuestro
ordenamiento», por lo que la sentencia interpretó que «el precepto está dando por supuesta la
exigencia de culpabilidad en los grados de dolo o culpa o negligencia grave y [...] que más allá de la
simple negligencia, los hechos no pueden ser sancionados». Y la jurisprudencia del TS también ha
insistido en que no cabe una responsabilidad objetiva en el Derecho Administrativo Sancionador
(STS de 18 de septiembre de 2008, rec. cas. unificación doctrina 317/2004), o lo que es lo mismo, no
resulta admisible la responsabilidad sin la concurrencia de dolo ni culpa.
La responsabilidad será solidaria cuando la infracción se refiera al cumplimiento de una
obligación establecida por una norma con rango de ley que corresponda a varias personas
conjuntamente, si bien, cuando la sanción sea pecuniaria y ello sea posible, la misma se
individualizará en función del grado de participación de cada responsable (artículo 28.3 LRJSP). Y
el apartado 4 del mismo artículo 28 aún añade que las leyes podrán tipificar como infracción «el
incumplimiento de la obligación de prevenir la comisión de infracciones administrativas por
quienes se hallen sujetos a una relación de dependencia o vinculación». E, incluso, que las mismas
leyes «podrán prever los supuestos en que determinadas personas responderán del pago de las
sanciones pecuniarias impuestas a quienes de ellas dependan o estén vinculadas».
En todo caso, la Administración debe motivar específicamente de dónde se colegie la existencia de
culpabilidad, sin que pueda invertir la carga de la prueba (es decir, sin que el interesado tenga que
probar la falta de culpabilidad). Como suele afirmar la jurisprudencia, la culpabilidad ha de estar
tan demostrada como la conducta que se sanciona y esa prueba ha de extenderse no sólo a los
hechos determinantes de la responsabilidad, sino también, en su caso, a los que cualifiquen o
agraven la infracción (entre otras, por ejemplo, STS de 17 de septiembre de 2012, re. cas. 6497/10).
Por último, la responsabilidad derivada de la comisión de una infracción es compatible con la
exigencia al infractor de la reposición de la situación alterada a su estado originario (artículo 28.2
LRJSP); una regla que también la jurisprudencia ha integrado en su doctrina desde hace tiempo
(entre otras, SSTS de 4 de julio de 2006, rec. 10037/2003, y de 23 de febrero de 2011, rec. 562/2008).
3. Principios de irretroactividad in peius y de retroactividad in bonus
La regla de la irretroactividad no es sino una consecuencia añadida del principio de tipicidad.
Según el artículo 26.1 LRJSP, «serán de aplicación las disposiciones sancionadoras vigentes en el
momento de producirse los hechos que constituyan infracción administrativa». Por tanto, la
vigencia en el tiempo de las normas sancionadoras está presidida por el principio de
irretroactividad, tal como resulta directamente de los artículos 9.3 y 25.1 CE. La ley no puede
incorporar normas sancionadoras desfavorables con carácter retroactivo, ni tampoco pueden
aplicarse con tal alcance. En última instancia, con esa exigencia de irretroactividad se garantiza la
seguridad jurídica (STC 38/1997, de 27 de febrero), ya que viene a evitarse que las personas
puedan ser sorprendidas por normas que castigan ex novo un comportamiento previo a las
mismas.
Ahora bien, de inmediato hay que añadir que quedan a salvo de la irretroactividad las normas
favorables al infractor. En estos casos, la regla es la contraria. Aunque la retroactividad in bonus
(en lo que favorece al infractor) no se deduce a sensu contrario de la irretroactividad in peius (en
lo que no favorece) y carece, además, de fundamento constitucional (al menos por lo que se
refiere al artículo 25.1 CE, lo que ha llevado al TC a negar la viabilidad del recurso de amparo
constitucional cuando se alega el derecho a la aplicación retroactiva de la disposición
sancionadora favorable: por ejemplo, SSTC 99/2000, de 10 de abril, y 86/2006, de 27 de marzo), lo
cierto es que el artículo 26.2 LRJSP ha establecido que «las disposiciones sancionadoras
producirán efecto retroactivo en cuanto favorezcan al presunto infractor o al infractor, tanto en lo
referido a la tipificación de la infracción como a la sanción y a sus plazos de prescripción, incluso
respecto de las sanciones pendientes de cumplimiento al entrar en vigor la nueva disposición». La
retroactividad, en consecuencia, no encuentra otro límite que el derivado del hecho de que la
sanción haya sido plenamente ejecutada o cumplida a la entrada en vigor de la nueva disposición
(lo que, como ya nos consta, es distinto a que se trate sin más de una sanción firme). El legislador
ha dado de este modo un amplio alcance a la retroactividad in bonus, en la misma dirección que el
artículo 2.2 del Código Penal (que dispone la retroactividad de las normas penales favorables
«aunque al entrar en vigor hubiera recaído sentencia firme y el sujeto estuviese cumpliendo
condena») y de acuerdo, asimismo, con la posición de la jurisprudencia (entre otras SSTS de 25 de
febrero de 2009, rec. 232/2006, y de 4 de marzo de 2009, rec. 3943/2006).
4. Principio non bis in idem
Bajo la rúbrica «concurrencia de sanciones», el artículo 31 LRJSP dispone que «no podrán
sancionarse los hechos que lo hayan sido penal o administrativamente, en los casos en que se
aprecie identidad del sujeto, hecho y fundamento». Queda positivizado, por tanto, el principio non
bis in idem, es decir, el principio que prohíbe la doble sanción por un mismo hecho infractor, que
encuentra fundamento, una vez más, en el principio de legalidad que consagra el artículo 25.1 CE.
.
La garantía material que conlleva este principio (exclusión de la doble sanción) determina
también una garantía formal o de carácter procesal, de manera que el mismo hecho no puede ser
objeto simultáneamente de dos procedimientos distintos sancionadores, uno penal y otro
administrativo. A partir de aquí, la prioridad se da al proceso penal (en este sentido, STC 1/2003,
de 16 de enero), de manera que si se produce la condena penal no podrá haber sanción
administrativa, aunque, en otro caso, seguido el proceso penal con absolución cabe la incoación
del procedimiento sancionador, si bien los hechos probados en vía penal vincularán a la
Administración (no otra cosa resulta de lo dispuesto en el artículo 77.4 LPAC). Además, cuando la
concurrencia se produce entre normas sancionadoras administrativas, la regla es que se aplique
la sanción más grave, una vez que también queda prohibida la doble sanción (aunque, obsérvese
bien, siempre que se aprecie identidad de sujeto, hecho y fundamento). Y, para el supuesto
específico de que se trate de una sanción impuesta por un órgano de la Unión Europea por los
mismos hechos, el apartado 2 del artículo 31 LRJSP ha previsto que, aun cuando no concurra la
identidad de sujeto y fundamento, el órgano competente para resolver deberá tener en cuenta
dicha sanción a «efectos de graduar la que, en su caso, deba imponer, pudiendo minorarla, sin
perjuicio de declarar la comisión de la infracción».
5. Principio de proporcionalidad
El principio de proporcionalidad, como principio general del Derecho, encuentra una concreta
plasmación en la configuración del régimen sancionador y, sobre todo, en el ejercicio de la misma.
El artículo 29.3 LRJSP establece que tanto en la determinación del régimen sancionador, como en
la imposición de sanciones, «se deberá observar la debida idoneidad y necesidad de la sanción a
imponer y su adecuación a la gravedad del hecho constitutivo de la infracción». La
proporcionalidad exige, pues, una correspondencia o adecuación entre la infracción cometida y la
sanción correspondiente, lo que alcanza, aunque con desigual intensidad, al establecimiento de la
norma sancionadora y a su aplicación.
Como límite a la tipificación de infracciones y sanciones por el legislador, la proporcionalidad no
puede tener sino una operatividad limitada, para casos manifiestos de desproporción entre el fin
perseguido con la tipificación de la infracción y la sanción prevista. La jurisprudencia
constitucional lo ha advertido en diversas ocasiones (entre otras, SSTC 55/1996, de 28 de marzo y
161/1997, de 2 de octubre), aunque, en todo caso, esa proporcionalidad a la que debe ajustarse el
legislador no deja de reflejarse en la previsión del artículo 29.2 LRJSP, según la cual «el
establecimiento de sanciones pecuniarias deberá prever que la comisión de infracciones
tipificadas no resulte más beneficioso para el infractor que el cumplimiento de las normas
infringidas». Y es que la verdadera eficacia de la proporcionalidad se proyecta en la aplicación de
las normas sancionadoras, una vez que éstas, con cierta frecuencia, dejan importantes márgenes
en orden a determinar las concretas sanciones a imponer. Ello explica que el artículo 29.3 LRJSP
añada una serie de criterios que deberán observarse en la graduación de la sanción aplicable: en
concreto, esa graduación deberá tener en cuenta el grado de culpabilidad o la existencia de
intencionalidad, la continuidad o persistencia en la conducta infractora, la naturaleza de los
perjuicios causados, y la reincidencia, por la comisión en el término de un año de más de una
infracción de la misma naturaleza, cuando así haya sido declarado por resolución firme en vía
administrativa.
La misma proporcionalidad lleva al establecimiento de estas otras dos reglas: la debida
adecuación entre la sanción y la gravedad del hecho constitutivo de la infracción y las
circunstancias concurrentes, permite al órgano competente para resolver que pueda imponer la
sanción en el grado inferior (artículo 29.4 LRJSP); y cuando de la comisión de una infracción
deriva necesariamente la comisión de otra u otras, la sanción que se ha de imponer únicamente
será la correspondiente a la infracción más grave (artículo 29.5 LRJSP).
6. Principio de prescripción
El artículo 30 LRJSP incorpora un régimen general de prescripción de las infracciones y sanciones
administrativas. Se ha puesto así fin a una amplia controversia resultante del hecho de que con
frecuencia las normas sancionadoras guardan silencio sobre el régimen de prescripción. De este
modo, a salvo de lo que puedan disponer las leyes para cada tipo de infracción y sanción, el
apartado 1 de dicho artículo 30 establece que las infracciones muy graves prescriben a los tres
años, las graves a los dos años y las leves a los seis meses, siendo el dies a quo para el cómputo del
plazo el día en que la infracción se hubiera cometido y, en el caso de infracciones continuas o
permanentes, el día en que finalizó la conducta infractora (artículo 30.2). Y en cuanto a las
sanciones, la prescripción se produce en los mismos plazos previstos para las infracciones, a
excepción de las sanciones impuestas por faltas leves, que prescriben al año (artículo 30.1),
comenzado a contarse el plazo de prescripción desde el día siguiente a aquel en que sea ejecutable
la resolución por la que se impone la sanción o desde que haya transcurrido el plazo para
recurrirla (en suma, desde que se haya producido la firmeza del acto sancionador) (artículo 30.2,
párrafo 2º).
El transcurso de los plazos de prescripción previstos determina la extinción de la responsabilidad
sancionadora (es decir, la prescripción de la infracción), de manera que la Administración no
podrá perseguir y castigar al infractor; y, asimismo, impide la ejecución de la sanción impuesta
(prescripción de la sanción). Dada su trascendencia, fácilmente se comprende la importancia
práctica de precisar el cómputo de los plazos y cuando éstos quedan interrumpidos, evitando así
la prescripción. De acuerdo con el artículo 30.2, párrafo 2º, LRJSP, el plazo de prescripción de la
infracción se interrumpe con la puesta en conocimiento del interesado de la iniciación del
procedimiento sancionador, pero el plazo se reanudará si el procedimiento está paralizado
durante más de un mes por causa no imputable al presunto responsable. Por su parte, el plazo de
prescripción de la sanción se interrumpe desde el momento en que se pone en conocimiento del
interesado la iniciación del procedimiento de ejecución, volviendo a transcurrir el plazo si dicho
procedimiento está paralizado durante más de un mes por causa no imputable al infractor
(artículo 30.3, párrafo 2º). Y, además, en el caso de desestimación presunta del recurso de alzada
contra la resolución por la que se impone la sanción, el plazo de prescripción de la sanción
comenzará a contarse desde el día siguiente a aquel en que finalice el plazo legalmente previsto
para la resolución de dicho recurso (artículo 30.3, párrafo 3º)
Por otra parte, la prescripción en la esfera punitiva se concibe legalmente como una institución de
naturaleza sustantiva o material, siguiendo así la doctrina jurisprudencial (entre otras, STC
63/2005, de 14 de marzo, y SSTS de 20 de febrero de 2007, rec. 6422/2001, y de 4 de marzo de 2010,
rec. 2421/2005), lo que se refleja en el artículo 26.2 LPAC, al disponer que las disposiciones
sancionadoras producirán efecto retroactivo en cuanto favorezcan al presunto infractor o al
infractor, no sólo por relación a la tipificación de la infracción y la sanción, sino también respecto
de los plazos de prescripción.
7. La modulación del principio de legalidad en el caso de las «sanciones de autoprotección»
Los límites generales a la potestad sancionadora de las Administraciones Públicas que, con base
en el artículo 25.1 CE y en la jurisprudencia constitucional, ha trazado el legislador, quedan
modulados cuando se proyectan a las sanciones que han dado en llamarse «sanciones de
autoprotección».
Conviene recordar sobre este particular que la STC 66/1984, de 6 de junio, reconoció y asumió la
tradicional distinción entre sanciones de protección del orden general y sanciones de
autoprotección, afirmando que las primeras «son próximas a las punitivas y reclamadoras, en
línea de principio, de garantías que teniendo su inicial campo de aplicación en el punitivo o penal
son extensibles al campo sancionador administrativo en la medida que la afinidad material lo
exija», mientras que las segundas se denominan de autoprotección por constituir manifestación
de la autotutela reduplicativa o de segundo grado y por perseguir la protección del «buen orden
administrativo» y no el orden social general (y, por eso mismo, sanciones de autoprotección son
las disciplinarias en sentido amplio, proyectándose aquí toda la cuestión, ya clásica, de las
relaciones especiales de sujeción). Y, ante esta diferencia entre unas y otras sanciones, la misma
sentencia constitucional afirmaría que resultará ser un exceso tratar de trasladar a las sanciones
de autoprotección «el conjunto de principios que es obligado observar en el caso de aquellas que,
por su afinidad con las punitivas, son otras las reglas a las que se sujetan». En consecuencia, es
claro que las limitaciones de la potestad sancionadora (reserva de ley y tipicidad) no se proyectan
en su integridad y con el mismo alcance a las sanciones de autoprotección y, en especial, a las
sanciones disciplinarias.
La posición del legislador ante esta cuestión ha sido, en todo caso, desigual. Mientras que el
artículo 127.3 LRJPAC de 1992, dispuso que «las disposiciones de este Título no son de aplicación al
ejercicio por las Administraciones Pública de su potestad disciplinaria respecto del personal a su
servicio y de quienes estén vinculados a ellas por una relación contractual», la nueva LRJSP ha
rectificado esa exclusión, ya que su artículo 25.3 establece que «las disposiciones de este capitulo
serán extensivas al ejercicio por las Administraciones Pública de su potestad disciplinaria respecto
del personal a su servicio, cualquiera que sea la naturaleza jurídica de la relación de empleo». No
obstante, la rectificación ha sido parcial, pues el apartado 4 del mismo artículo 25 mantiene que
dichas disposiciones «no serán de aplicación al ejercicio por las Administraciones Públicas de la
potestad sancionadora respecto de quienes estén vinculados a ellas por relaciones reguladas por
la legislación de contratos del sector público o por la legislación patrimonial de las
Administraciones Públicas».
III. INFRACCIONES Y CLASES DE SANCIONES ADMINISTRATIVAS
La infracción administrativa consiste, sencillamente, en la contravención culpable de lo dispuesto
por una norma a la cual se vincula la imposición de una sanción. La jurisprudencia viene
caracterizando a la infracción administrativa como una acción típica, antijurídica y culpable. A la
tipicidad ya nos hemos referido, por lo que conviene ahora centrar la atención en la
antijuridicidad y en la culpabilidad, que, por lo demás, son las categorías básicas para delimitar el
concepto mismo de infracción.
El comportamiento antijurídico es el comportamiento contrario al ordenamiento jurídico (sea por
acción u omisión), mientras que la culpabilidad nos sitúa ante la reprochabilidad o imputabilidad
de ese comportamiento o conducta a su autor. La antijuridicidad, como acción contraría a
Derecho, presupone también la puesta en peligro o la lesión del bien jurídico que se reconoce o
protege como tal y que lleva a la tipificación del comportamiento sancionable. La realización de
los elementos específicos caracterizadores del tipo de infracción permite calificar la conducta
como antijurídica siempre que no concurra alguna causa de justificación (cumplimiento de un
deber, estado de necesidad, legítima defensa, etc.), en cuyo caso la acción deja de ser antijurídica
o, si se quiere, disconforme a Derecho. A la antijuridicidad debe sumarse la culpabilidad como
equivalente a imputación del hecho antijurídico al sujeto responsable de la misma. La acción debe
ser posible imputarla al sujeto que la realiza, lo que no es el caso de los menores de cierta edad, o
de quienes sufren determinados trastornos o incurren en error de prohibición o se encuentran en
estado de necesidad.
Caracterizadas del modo indicado, aún debe señalarse que las infracciones administrativas
quedan cualificadas por su gravedad. De ahí la tradicional clasificación de las infracciones en muy
graves, graves y leves, lo que determina, a su vez, que la trascendencia o importancia de las
sanciones correspondientes varíe y que varíe también el plazo de prescripción.
A la infracción se vincula una sanción, que no es otra cosa que un acto administrativo de carácter
punitivo. Como ha dicho el TC (por ejemplo, STC 132/2001, de 8 de junio), la sanción es «una
decisión administrativa con finalidad represiva, limitativa de derechos y basada en una previa
valoración negativa de una conducta». Por eso mismo (aunque en ocasiones pueden surgir dudas
en orden a su exacta calificación), no son sanciones stricto sensu aquellos actos restrictivos de
derechos individuales que responden y se justifican en otras finalidades no punitivas (caso, por
ejemplo, de actos que tienden a restablecer la legalidad, o a resarcir los daños derivados de la
comisión de una infracción, o a hacer efectiva la ejecución de los actos administrativos, como es el
caso de las multas coercitivas, o a lograr la devolución de lo indebidamente percibido, como
sucede con el acto por el que se ordena el reintegro de una subvención cuando el beneficiario
incumple las obligaciones que justifican su otorgamiento, etc.). Ello no quiere decir, de todas
formas, que esos otros actos restrictivos no puedan acompañar a la imposición de sanciones por la
comisión de las correspondientes infracciones. El artículo 28.2 LRJSP lo admite expresamente:
«Las responsabilidades administrativas que se deriven de la comisión de una infracción serán
compatibles con la exigencia al infractor de la reposición de la situación alterada por el mismo a
su estado originario, así como con la indemnización por los daños y perjuicios causados, que será
determinada y exigida por el órgano al que corresponda el ejercicio de la potestad sancionadora».
Y añade el mismo precepto: «De no satisfacerse la indemnización en el plazo que al efecto se
determine en función de su cuantía, se procederá en la forma prevista en el artículo 101 de la Ley
de Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas» (es decir, al apremio
sobre el patrimonio).
Las sanciones administrativas, de acuerdo con lo dispuesto por el artículo 25.2 CE, no pueden
implicar, de forma directa o indirecta, la privación de libertad, siendo su principal tipo la multa o
sanción económica. La cuantía de las multas también ha de estar predeterminada por la ley, si
bien no suele ser infrecuente que esa cuantía se mueva dentro de unos topes máximos y mínimos,
lo que, por tanto, permite a la Administración modular el alcance de la sanción en función de las
circunstancias del caso. En otras ocasiones, la cuantía es variable, en función de un determinado
valor que se utiliza como referencia y al que se aplica el porcentaje previsto por la ley (por
ejemplo, el 150 por ciento del valor del daño ambiental producido como consecuencia de la
infracción). Incluso, a los efectos de determinar la cuantía de la multa, y en atención a los
principios de igualdad y proporcionalidad, cabe la posibilidad de atender a las circunstancias
económicas del infractor, adoptando el sistema de días-multa previsto en el ámbito penal.
Junto a las multas, también se prevén otros tipos o clases de sanciones (inhabilitaciones
personales para acceder a determinados beneficios, para poder contratar con la Administración,
cierres o clausuras de las instalaciones o establecimientos, decomisos, que privan del bien
utilizado para cometer la infracción o de lo obtenido con su comisión, etc.). Son las leyes
reguladoras de las infracciones y sanciones las que, en cada caso, concretarán las clases de
sanciones que puedan imponerse.
IV. EL PROCEDIMIENTO SANCIONADOR
Al igual que toda resolución administrativa, los actos sancionadores de la Administración Pública
deben ser adoptados siguiendo un procedimiento. Un procedimiento al servicio de que la
Administración competente pueda probar la concurrencia de los presupuestos necesarios
(comisión de la infracción) para imponer la correspondiente sanción y para que el presunto
responsable pueda defenderse de la acusación.
1. Principios informadores del procedimiento sancionador
A diferencia de la LRJPAC de 1992, que en el mismo Título IX, tras los principios de la potestad
sancionadora a los que acabamos de referirnos, sancionaba un conjunto de principios
ordenadores del procedimiento sancionador (artículos 134 a 138) y lo configuraba como un
procedimiento especial (sin perjuicio de que la regulación completa y articulada del mismo
quedara establecida por el Real Decreto 1398/1993, de 4 de agosto, y sin que, por lo demás, dicho
procedimiento impidiera la aplicación de aquellos otros procedimientos específicos que pudieran
establecerse), con la nueva LRJSP no aparecen ya formalmente enunciados aquellos principios. Y,
a la vez, el procedimiento sancionador ha dejado de configurarse como un procedimiento
especial. La consecuencia de todo esto, más que cualquier otra, es de orden meramente formal y
sistemático, pues esos principios y las inevitables especialidades del procedimiento sancionador
(antes procedimiento especial) no han desaparecido, sino que ahora se encuentran desperdigados
a todo lo largo de la regulación de las distintas fases y trámites del procedimiento administrativo
común.
La regulación del procedimiento sancionador queda presidida por una premisa clara. El
procedimiento sancionador debe permitir superar la presunción de inocencia, ya que, como
hemos visto, ésta también rige en el ámbito del Derecho Administrativo sancionador, razón por la
cual, la operación conducente a probar que la inocencia no asiste a quien se imputa la comisión de
la infracción administrativa debe llevarse a cabo con plena garantía de los derechos de defensa
del afectado.
A partir de este presupuesto, fácilmente se comprende que el ejercicio de la potestad sancionadora
requerirá siempre y en todo caso la observancia del procedimiento legalmente establecido y que,
por tanto, en ningún caso podrá imponerse una sanción sin que se haya tramitado el oportuno
procedimiento, tal como, por lo demás, establece el artículo 63.2 LPAC. Todo esto obliga a que el
procedimiento sancionador se ajuste, al menos, a las reglas que pasamos a exponer (unas reglas
que, en algunos casos, la jurisprudencia constitucional ha explicitado al interpretar los artículos
24.2 y 25.1 CE).
Asimismo, el presunto responsable tiene derecho a conocer los hechos que se le imputan, las
infracciones que tales hechos pueden constituir y las sanciones que conllevan, así como la
identidad del instructor, de la autoridad competente para sancionar y la norma que le atribuya la
competencia (artículo 64.2 LPAC). También ostenta el derecho a formular alegaciones y a utilizar
los medios de defensa que resulten pertinentes (artículos 76 y 77 LPAC), considerándose como
tales las pruebas que resulten adecuadas para la determinación de los hechos y las posibles
responsabilidades, por lo que sólo se podrán rechazar, mediante resolución motivada, aquellas
que sean manifiestamente improcedentes o innecesarias (artículo 77.3 LPAC). En todo caso, los
procedimientos deberán ajustarse a los hechos declarados probados por resoluciones judiciales
penales firmes (artículo 77.4 LPAC) y los documentos formalizados por los funcionarios a los que
se reconozca la condición de autoridad y en los que, observándose los requisitos legales
correspondientes, se recojan los hechos constatados por ellos, harán prueba salvo que se acredite
lo contrario (artículo 77.5 LPAC).
La resolución sancionadora definitiva habrá de ser motivada y resolverá todas las cuestiones
planteadas en el expediente, no podrá aceptar hechos distintos de los determinados en el curso del
procedimiento y será ejecutiva cuando no quepa contra ella ningún recurso ordinario en vía
administrativa (artículo 90.3 LPAC) (lo que supone una importante modulación de la regla, ya
conocida, de la ejecutividad inmediata de toda resolución administrativa), todo ello sin perjuicio
de que, cuando sea ejecutiva, pueda suspenderse cautelarmente si el interesado-sancionado
manifiesta a la Administración su intención de interponer recurso contencioso-administrativo
(artículo 90.3, párrafo 2º, LPAC).
2. El procedimiento administrativo común sancionador: especialidades en las distintas fases y
trámites
De acuerdo con los principios que se acaban de referir y teniendo en cuenta que el procedimiento
sancionador ha dejado de ser un procedimiento especial para articularse sin más con arreglo al
procedimiento administrativo común, si bien con algunas especialidades, bastará ahora con dar
cuenta de esas especialidades, remitiendo a lo ya expuesto en el capítulo VI del tomo I de esta obra
acerca de dicho procedimiento común.
Por lo que respecta a la iniciación del procedimiento, naturalmente sólo cabe la iniciación de
oficio, aunque, como sucede con cualesquiera otros procedimientos, podrá serlo por propia
iniciativa del órgano competente o como consecuencia de orden superior, de la petición de otros
órganos o de denuncia (artículo 63 LPAC). La iniciación puede estar precedida, no obstante, de la
realización de actuaciones previas que, en el caso de los procedimientos sancionadores, tal como
puntualiza el artículo 55.2 LPAC, «se orientarán a determinar, con la mayor precisión posible, los
hechos susceptibles de motivar la incoación del procedimiento, la identificación de la persona o
personas que pudieran resultar responsables y las circunstancias relevantes que concurran en
unos y otros». Estas actuaciones previas (que ya fueron previstas por el artículo 12 del Reglamento
del Procedimiento Sancionador de 1993), no dejan de ser problemáticas, pues puede hacerse uso
de las mismas con la finalidad fraudulenta de prolongar ex ante el plazo de resolución máxima del
procedimiento iniciado de oficio y amenazado de caducidad. Además, tales actuaciones previas
consisten en la realización de todo tipo de actividades de instrucción, incluidas las probatorias, las
cuales se llevan a cabo sin la debida participación de los interesados, lo cual resulta muy
cuestionable máxime cuando se trata del procedimiento sancionador, en el que la determinación
de los hechos (que es el objeto principal del procedimiento, junto a la autoría y la responsabilidad)
no puede ser realizada fuera del procedimiento, con carácter anticipado y sin participación del
presunto culpable. Algo que, sin embargo, se viene a habilitar con dichas actuaciones previas.
El trámite más relevante de la instrucción es, desde luego, el de audiencia al interesado antes de
redactar la propuesta de resolución, dándosele un plazo de quince días para formular alegaciones
y presentar los documentos y justificaciones que estime pertinentes (artículo 82 LPAC). Además,
durante la instrucción podrá acordarse, de oficio o a instancia de parte, la apertura de un período
de prueba por un plazo no superior a treinta días ni inferior a diez (artículos 77 y 78 LPAC). Y el
trámite final de la instrucción es la «propuesta de resolución», que ha de formular el instructor
motivadamente y debe ser notificada a los interesados, fijándose en la misma los hechos que se
consideran probados y su exacta calificación jurídica, determinándose la infracción, la persona o
personas responsables y la sanción que se propone, así como la valoración de las pruebas
practicadas (artículo 88.7, párrafo 2º, y 89 LPAC). No obstante, establece el artículo 89.1 LPAC que
el propio órgano instructor puede resolver la finalización del procedimiento, con archivo de las
actuaciones, sin necesidad de formular propuesta de resolución, cuando la instrucción haya
puesto de manifiesto que concurre alguna de las siguientes circunstancias: la inexistencia de los
hechos que pudieran constituir la infracción; cuando los hechos no resulten acreditados; cuando
los hechos probados no constituyan, de modo manifiesto, infracción manifiesta; cuando no exista
o no se haya podido identificar a la persona o personas responsables o bien aparezcan exentos de
responsabilidad: y cuando se concluya, en cualquier momento, que la infracción ha prescrito.
Finalmente, en la resolución sancionadora no se podrán aceptar hechos distintos de los
determinados en el curso de procedimiento, con independencia de su diferente valoración
jurídica. Pero si el órgano competente para adoptar dicha resolución considera que la infracción o
sanción revisten mayor gravedad que la determinada en la propuesta de resolución, el artículo
90.2 LPAC, de acuerdo con la jurisprudencia, establece que se deberá notificar al inculpado para
que aporte nuevas alegaciones en el plazo de quince días.
Además, la resolución sólo será ejecutiva cuando contra la misma no quepa ningún recurso
ordinario en vía administrativa, pudiéndose adoptar en la misma, no obstante, las medidas o
disposiciones cautelares precisas para garantizar su eficacia en tanto no sea ejecutiva (artículo
90.3, párrafo 1º, LPAC). Y cuando sea ejecutiva se podrá suspender cautelarmente si el interesado
manifiesta a la Administración su intención de recurrir ante la jurisdicción contenciosoadministrativa,
cesando dicha suspensión cuando haya transcurrido el plazo legalmente previsto
sin que efectivamente se haya interpuesto el recurso contencioso-administrativo, y, en el caso de
que lo haya interpuesto, cuando no se haya solicitado en el escrito de interposición del recurso la
suspensión cautelar o, habiéndola solicitado, el órgano judicial se pronuncie sobre la misma,
estando a partir de ese momento a lo que éste haya decidido (artículo 90.3, párrafo 2ª, LPAC). Una
regulación ésta que se ajusta a la jurisprudencia constitucional (por ejemplo, SSTC 66/1984, de 6 de
junio y 78/1996, de 20 de mayo) y de la Sala Tercera del TS (por todas, STS de 2 de diciembre de
2011, rec. cas. 508/2010).
Una última cuestión debe ser tenida en cuenta. El procedimiento sancionador puede terminar de
manera más expeditiva cuando, iniciado el procedimiento, el infractor reconozca su
responsabilidad. Ese reconocimiento supondrá que, cuando la sanción que proceda tenga
únicamente carácter pecuniario, el pago voluntario por el responsable en cualquier momento
anterior a la resolución implicará sin más la terminación del procedimiento, a salvo, no obstante,
de lo relativo, si hubiere lugar a ello, de la reposición de la situación alterada o la determinación
de la indemnización por los daños y perjuicios causados por la comisión de la infracción (artículo
85.2 LPAC), pues, tal como establece el artículo 28.2 LRJSP, la responsabilidad que se derive de la
comisión de una infracción será compatible con la exigencia al infractor de la reposición de la
situación alterada por el mismo a su estado originario, así como la indemnización de daños y
perjuicios, que será determinada y exigida por el órgano a que corresponda el ejercicio de la
potestad sancionadora, para lo cual se articulará el correspondiente procedimiento
complementario que será susceptible de terminación convencional (artículo 90.4 LPAC). Y el
mismo reconocimiento supondrá, asimismo, que al importe de la sanción de carácter pecuniario
se le aplique la reducción de, al menos, el 20 por ciento (un porcentaje que podrá ser
incrementado reglamentariamente), si bien la efectividad de esa reducción quedará condicionada
al desistimiento o renuncia de cualquier acción o recurso en vía administrativa contra la sanción
(artículo 85.3 LPAC).
V. EXTINCIÓN DE LA RESPONSABILIDAD
Hemos visto que la LRJSP regula la prescripción como causa de extinción de la responsabilidad
(artículo 30). Pero nada más se dice sobre otras posibles causas de extinción, como el pago o
cumplimiento, la muerte de la persona física o la condonación.
El cumplimiento voluntario por el sujeto responsable o, en su caso, la ejecución forzosa de la
sanción por parte de la Administración, extingue, lógicamente, la responsabilidad. Pero también
se extinguirá en caso de muerte de la persona física sancionada (no así necesariamente en los
casos de disolución de la persona jurídica). Y, asimismo, cuando medie condonación o se proceda
a la conmutación de la sanción por otra correspondiente a infracción de menor gravedad, ya lo
sea por razones de equidad o por la concurrencia de un interés general en el caso concreto
Tema 4: Expropiación forzosa

I. Concepto de expropiación forzosa

La Administración, para cumplir los fines de interés público que tiene encomendados, con cierta frecuencia necesita
disponer de bienes y derechos de titularidad privada. Ante tal necesidad, los contratos pueden permitir adquirir
dichos bienes para destinarlos al fin que justifica su adquisición. Pero este modo de adquirir bienes no siempre será
posible, aunque condicionara el desarrollo de la acción administrativa, además de dificultarla y encarecerla.

Se atribuye a la Administración el poder expropiatorio, éste poder está contemplado en la CE en el art 33, donde se
reconoce el derecho de propiedad privada como derecho fundamental y se añade que: «Nadie puede ser privado de
sus bienes y derechos sino por causa justificada de utilidad pública o interés social, mediante la correspondiente
indemnización y de conformidad con lo dispuesto por las
leyes» (apartado 3). Se reconoce así la potestad expropiatoria al establecerse las garantías de que ninguna persona
podrá verse privada de su propiedad si no media una causa de utilidad pública que justifique la expropiación, si no
percibe una indemnización por la pérdida del bien o derecho y si esa privación no se produce siguiendo un
determinado procedimiento.

La expropiación forzosa se define en la legislación vigente (art 1 de la Ley de Expropiación forzosa de 16 de diciembre
de 1954) como «cualquier forma de privación singular de la propiedad privada o de derechos e intereses
patrimoniales legítimos».

Existe dificultad para saber cuándo se produce ya privación de bienes y derechos calificable como expropiatoria, ya
que el legislador impone limitaciones o deberes patrimoniales al fijar el contenido del derecho de propiedad, Esas
limitaciones no dan derecho a indemnización, ya que es una privación patrimonial de carácter singular.

El concepto de expropiación no se puede desvincular de las garantías fundamentales que deben observarse en el
ejercicio de la correspondiente potestad, ya que esas garantías cuentan con contenido y alcance. La Constitución
sanciona que solo se puede expropiar bajo determinadas condiciones y con procedimiento determinado. Sólo se
puede expropiar si concurre una necesidad publica superior al mero interés individual que legitime el sacrificio del
derecho individual. Pero de acuerdo con el art 33.3 CE solo se puede expropiar mediante la correspondiente
indemnización. La expropiación debe realizarse de conformidad con lo dispuesto en las leyes, asique no será legitima
en el caso de que no se realice conforme a las leyes.

II. Objeto y alcance de la expropiación

La expropiación tuvo como objeto principal los bienes inmuebles, vinculado directamente a la construcción de obras
públicas. Se explica en el art 1456 como expropiación con venta forzosa, al disponer que la enajenación forzosa por
causas de utilidad pública se regirá por lo que dispongan las leyes especiales.

En 1954, con la LEF se extendía el objeto expropiado a cualesquiera de derechos o intereses patrimoniales legítimos.
La expropiación forzosa ha evolucionado hasta alcanzar a la propiedad privada de bienes y otros derechos e intereses
de carácter patrimonial. No son susceptibles de ser expropiados los bienes de dominio público o demenciales.

La privación expropiatoria puede tener distinto alcance y distintas formas, así se explica en el art 1 de LEF, donde se
enumera distintas formas como: permuta, venta, arrendamiento… esta enumeración no constituye un numerus
clausus, ya que se afirma que la enumeración tiene carácter enunciativo y no excluye la posibilidad de otros distintos.

Aunque no se enumera en el artículo 1 LEF, no deja de tener importancia la privación


singular consistente en la imposición de servidumbres administrativas sobre inmuebles, No obstante, hay que
advertir que no siempre estas servidumbres son consideradas como privaciones
singulares susceptibles de ser indemnizadas, al ser consideradas como meras limitaciones o
deberes legales del contenido del derecho de propiedad por razón de la función social que han de
cumplir. No deja de ser problemático, de todas formas, el deslinde de cuándo la servidumbre
constituye una privación expropiatoria y, por tanto, indemnizable, y cuándo es una mera
limitación no indemnizable.

De acuerdo con el artículo 2 REF, las expropiaciones de facultades parciales del dominio o de
derechos o intereses legítimos patrimoniales se regirán, en cuanto a la extensión, procedimiento y,
en su caso, normas de valoración, por las disposiciones especiales que las regulen, y en lo relativo
a las garantías jurisdiccionales, intervención del Jurado de expropiación, responsabilidad por
demora y reversión, por la LEF y su Reglamento.
III. Sujetos de la expropiación.

1. La Administración expropiante

Expropiante es el «titular de la potestad expropiatoria» y los artículos 2 LEF y 3.2 REF precisan
quiénes son los titulares de dicha potestad: «La expropiación forzosa sólo, podrá ser acordada por
el Estado, la Provincia y el Municipio”. Las Administraciones autonómicas tienen atribuida esta potestad, tal como
prevén los Estatutos de las Comunidades Autónomas también las Entidades locales, además de la provincia, el
municipio y la isla, pueden tenerla atribuida otras entidades [concretamente, las entidades supramunicipales, como
las comarcas o las áreas metropolitanas, y también las mancomunidades.

En consecuencia, todas las Administraciones territoriales pueden hacer uso de la potestad expropiatoria para el
cumplimiento de los fines que entran en el círculo de sus respectivas competencias.

Los órganos de la AGE que tradicionalmente tuvieron atribuida la competencia para la tramitación y resolución de los
expedientes expropiatorios fueron los Gobernadores civiles. Tras la supresión de dichos órganos, la competencia se
atribuyó, como regla general, a los delegados del Gobierno y subdelegados provinciales del Gobierno (así lo establece
ahora el artículo 73.2 LRJSP). Los recursos administrativos contra los acuerdos de expropiación que adopten los
referidos órganos, serán resueltos por el ministro competente por razón de la
materia.

2. El beneficiario de la expropiación.

Beneficiario de la expropiación es la persona pública o privada a quien irán destinados los bienes o derechos objeto
de la misma. Normalmente, beneficiario de la expropiación lo será la Administración expropiante, aunque no
necesariamente, ya que también puede serlo una persona privada.

El artículo 3.1 REF establezca que se entiende por beneficiario: «El sujeto que representa el interés público o social
para cuya realización está autorizado a instar de la Administración expropiante el ejercicio de la potestad
expropiatoria, y que adquiere el bien o derecho expropiado». Los apartados 2 y 3 del mismo expone que cuando sea
por causa de una utilidad pública, podrán ser beneficiarios las entidades y concesionarios a los que se reconozca
legalmente esta condición; mientras que, si la causa es por interés social, el beneficiario podrá serlo cualquier
persona natural o jurídica en la que concurran los requisitos señalados por la Ley especial necesaria a estos efectos.

El art 5.2 REF enumera las facultades y obligaciones del beneficiario: impulsar el procedimiento, formular la relación
de bienes y personas a expropiar, tratar de llegar a un acuerdo sobre el precio del bien expropiado con el expropiado
y, en caso de no alcanzarse, presentar la hoja de aprecio para su evaluación por el Jurado Provincial, y, desde luego,
pagar o consignar la cantidad fijada como justiprecio y las indemnizaciones que procedan, así como responder de las
obligaciones derivadas del ejercicio del derecho de reversión.

3. El expropiado

Cualesquiera personas que ostenten la titularidad de algún derecho afectado por el expediente expropiatorio han de
ser citados expresamente al mismo (artículo 4.2 LEF), sin perjuicio de que deban serlo también cualesquiera
«personas que sean titulares de derechos o intereses legítimos y
directos.
Ahora bien, la participación en el procedimiento o expediente expropiatorio variará según cuál sea su condición
respecto de los bienes, derechos e intereses patrimoniales afectados. Por ello, deben distinguirse los siguientes
supuestos:

 Propietarios o titulares de derecho: se considerará propietario o titular a quien con este carácter conste en
registros públicos que produzcan una presunción de titularidad que sólo pueda ser destruida judicialmente, o,
en su defecto, a quien aparezca con tal carácter en registros fiscales o, en fin, a quien lo sea pública o
notoriamente. Y son registros públicos el Registro de la Propiedad y el Registro Mercantil, pero también otros
registros como el de la Propiedad Intelectual y el de la Propiedad Industrial, e, incluso, otros más especiales,
como el Registro Minero.

La inscripción en el Registro de la Propiedad crea una presunción de titularidad en favor del sujeto inscrito
 Arrendatarios de inmuebles rústicos y urbanos: Los arrendatarios de bienes inmuebles rústicos y urbanos, así
como los aparceros tienen derecho a una indemnización independiente de la del propietario, razón por la cual
se dispone que «se iniciará para cada uno de los arrendatarios el respectivo expediente incidental para fijar la
indemnización que pueda corresponderle» (artículo 4.1 LEF).

 Titulares de derechos reales y de intereses económicos directos: Los titulares de derechos reales, así como los
titulares de intereses económicos directos sobre la cosa también tienen derecho a participar como interesados
en el procedimiento expropiatorio.

El artículo 8 LEF (y artículos 8 y 9 REF) dispone que «la cosa expropiada se adquirirá libre de cargas» sin perjuicio
de que se pueda conservar algún derecho real si es compatible con el nuevo destino que haya de darse al bien y
existe acuerdo entre el expropiante y el titular del derecho. Por consiguiente, cuando existan varias titularidades
sobre el objeto expropiado, como regla general todas ellas se extinguirán, debiéndose «remplazar» por una
indemnización, o, como dice el artículo 8.1 REF, convirtiéndose «por ministerio de la Ley, en derechos sobre el
justo precio»

4. Otros interesados.

El Ministerio Fiscal también puede intervenir en esta actividad, aunque dicha participación solo se producirá
cuando, de acuerdo con el art 5 LEF, concurran una serie de supuestos: cuando no comparecieren en el
procedimiento los propietarios o titulares conocidos, una vez efectuada la publicación a que se refiere el artículo
18 LEF; cuando los mismos estuvieren incapacitados y no tuvieran tutor o persona que les represente; y, cuando
la propiedad fuera litigiosa, es decir, cuando varios interesados discutiesen sobre a quién de ellos pertenece la
titularidad del bien expropiado.

La participación se extiende a quienes presenten títulos contradictorios sobre el objeto


que se trata de expropiar, el MF tiene derecho a participar en el procedimiento expropiatorio de quienes
ostentes títulos contradictorios con el fin de poder presentar alegaciones para discutir la necesidad o no de la
expropiación del bien y el precio que se ha de pagar como indemnización expropiatoria.

En el procedimiento expropiatorio no se entrará a conocer de la cuestión puramente civil de quién es


efectivamente el propietario o titular del bien o derecho, ya que dilucidar tal cuestión corresponde a la
jurisdicción civil, en todo caso, la indemnización que haya de pagar se queda consignada en la Caja General de
Depósitos.

Según establece el artículo 7 LEF, «las transmisiones de dominio o de cualesquiera otros derechos o intereses no
impedirán la continuación de los expedientes de expropiación forzosa», en el procedimiento se subrogará el
nuevo titular en las obligaciones y derechos.

IV. La causa expropiandi

Es una de las garantías fundamentales de la expropiación. En la Declaración de los Derechos del Hombre y del
Ciudadano de 1789 quedó afirmado que sólo podría expropiarse «cuando la necesidad pública legalmente
comprobada, lo exija claramente». E, igualmente, el artículo 172 de la Constitución de 1812 dispuso que la
expropiación sólo sería posible «para objeto de conocida utilidad común», reiterándose dicha exigencia, en los
mismos o parecidos términos, en todas las normas constitucionales siguientes, incluido el Código Civil, que
expresamente se refiere a la «justificada utilidad pública» de toda expropiación.

La necesidad de que concurra una causa específica que justifique la privación de un bien o derecho patrimonial
reside en el hecho de que la expropiación no es ni puede ser nunca un fin en sí mismo, sino un medio o instrumento
puesto al servicio de la Administración para el cumplimiento de los fines públicos que le competen. De este modo,
toda expropiación se ha de fundamentar en una causa, sin la cual no se legitimará que los particulares puedan verse
privados de sus bienes y derechos. Y esta causa expropiandi se concreta en la actualidad en la utilidad pública o
interés social del fin al que queda afectado el objeto expropiado.

El uso de la palabra utilidad pública o interés social son conceptos jurídicamente indeterminados que, permiten un
amplio margen, aunque también tienen unos límites, como son la adecuación a la ley y la Constitución.
En el arrêt Ville Nouvelle Est, declaró que «una operación no puede ser legalmente declarada de utilidad pública más
que si los atentados a la propiedad privada, el coste financiero y eventualmente los inconvenientes de orden social
que comporta no son excesivos con relación al interés que presenta».

Más tarde, en el arrêt Sociéte civile Sainte-Marie de l’Assomption, decía que se generalizaba la regla del balance
costes-beneficios. La regla consistía en: en primer lugar, se ha de dar respuesta a si la expropiación proyectada está,
de forma concreta, justificada por un interés público; si la respuesta es afirmativa, habrá que preguntarse si la
expropiación es necesaria, lo que obliga a precisar si la Administración expropiante dispone de un terreno que haga
innecesaria la expropiación, ya que ese terreno permitiría realizar la operación en condiciones equivalentes; por
último, siendo la respuesta
negativa, faltará por apreciar si la expropiación va a entrañar inconvenientes excesivos respecto
de la utilidad que presenta.

La expropiación de bienes inmuebles, el primer párrafo del artículo 10 LEF dispone


que la utilidad pública «se entiende implícita en todos los planes de obras y servicios del Estado,
Provincia y Municipio», de manera que aprobado el plan de obras de acuerdo con las normas
que los disciplinen [por orden ministerial en el caso de un plan o proyecto del Estado: artículo
11.2.a) REF] no será precisa la intervención de la ley. Pero es que, además, tampoco lo será cuando
medie una ley que genéricamente haya declarado de utilidad pública la realización de
determinadas categorías o clases de obras, servicios, concesiones, por cuanto, a partir de esa
declaración legal, cuando sea necesario expropiar un bien inmueble concreto para realizar el fin
bastará con el acuerdo en forma de Real Decreto del Consejo de Ministros o, incluso, del ministro
competente por razón de la materia.

V. PROCEDIMIENTO EXPROPIATORIO

1. Significado y funcionalidad

Todo procedimiento debe materializarse a través de un procedimient. El procedim. expropiatorio aparece como
garantía fundamental frente a la privación del bien o derecho. Frente a esta, el titular del bien puede reaccionar con
inmediatez ante el juez civil demandado que se le reintegre en su posesión amenazada o perdida. Art. 125 LEF.

La falta de procedimiento o el incumplimiento de sus trámites esenciales determinan que la acción de la


Administración ni siquera se pueda beneficiar de la presunción de validez de la que gozan sus actos. Sencillamente,
equivale a una actuación de hecho, al margen por completo del derecho.

La LEF regula el procedimiento expropiatorio y sus fases y trámites esenciales. Por ejemplo, junto al procedimiento
ordinario, se configuran otros procedimientos especiales, incluido el procedimiento de urgencia.

2. El procedimiento ordinario

Se desarrolla en tres fases, la primera fase de declaración de necesidad de ocupación, concreta los bienes objeto de
expropiación. La segunda esta dirigida a fijar la indemnización expropiatoria y la tercera se ha proceder al pago que
posibilitará la ocupación del bien expropiado.

A. LA DECLARACIÓN DE NECESIDAD DE OCUPACIÓN

La declaración de utilidad pública o interés social es el presupuesto legitimador de la expropiación. Una función que
se lleva a cabo a través de los siguientes trámites:

El beneficiario de la expropiación ha de relacionar los bienes que se consideren de necesaria expropiación. Fijada la
relación de bienes se abrirá un trámite de información pública durante 15 días.

Finalizado el trámite de información pública y a la vista de las alegaciones formuladas, el órgano administrativo que
tramita el procedimiento resolverá adoptando el llamado acuerdo de necesidad de ocupación. Y el acuerdo habrá de
ser publicado y notificado individualmente a los interesados
La declaración de necesidad de ocupación permite que cualquier persona pueda alegar sobre la pertinanencia de la
ocupación de los bienes atendiendo al fin que con la expropiación persigue.

B. LA DETERMINACIÓN DEL JUSTIPRECIO

Estará precedida del pago de la indemnización, el art 125 configura a este previo pago o depósito de la indemnización
como una garantía esencial del expropiado.

No será precisa la previa indemnización en los siguientes casos: cuando se trate de requisitos por necesidad
derivadas de acontecimientos catastróficos, cuando se trate de ocupaciones temporales y sobre todo, cuando se
trata de expropiaciones urgentes, en las que la ocupación se produce mediante un simple depósito calculando con
arreglo a lo dispuesto en el art. 52.4 LEF y posponiéndose la fijación del justiprecio y pago a un momento posterior.

El justiprecio puede quedar fijado por mutuo acuerdo. Art 24 prevé que la Admnistración expropiante y el
expropiado pueden convenir la trasmisión de los bienes sujetos a expropiación de mutuo acuerdo, en cuyo caso se
dará por concluido el expediente expropiatorio. Y el art 25 regula los trámites correspondientes al mismo, de la
correspondiente resolución del órgano competente en el procedimiento expropiatorio. En concreto, el plazo para
alcanzar el acuerdo por el justiprecio es de 15 días, trascurrido el cual sin alcanzarlo se inciciará sin más demora el
trámite de fijación del mismo.

Para la fijación del justiprecio se deben observar una serie de trámites que comienzan con la apertura para cada
expropiado de una llamada pieza separada. Abierta la pieza separada, la Administración requerirá al expropiado para
que en el plazo de 20 dias presente la "hoja de aprecio", que es la estimación motivada del valor del objeto que se
expropia, pudiendo aducir cuantas alegaciones estime pertinentes. Y la Administración habrá de aceptar o rechazar
dicha valoración. Si la aceptara quedará fijada la indemnización. Sino, procederá a formular su propia hoja de aprecio,
para que en un plazo de 10 dias diga si la acepta o la rechaza. De rechazarse, el asunto pasa al Jurado Provincial de
Expropiación, el cual procederá a fijar el justiprecio mediante decisión ejecutoria.

La LEF fija unas cuantas reglas para la valoración del bien o derecho, comenzando por la que exige que la valoración
del bien quede referida al momento de inicio del expediente de justiprecio y sin que en la misma puedan tenerse en
cuenta las plusvalías que sean consecuencia directa del proyecto de obra que motiva la expropiación. Tampoco se
tendrán en cuenta las mejoras realizadas en el bien en un momento posterior al de la iniciación de la pieza seoarada.

A partir de esas premisas, dado que el justiprecio debe ser integral y ajustado al valor real que tenga el bien o
derecho, la LEF fija algunos criterios para la determinación de ese valor, arts 38 y ss LEF

Al justiprecio resultante se le añadirá el llamado premio de afección, consistente en incrementarlo en un 5 por


ciento, tratando con ello de compensar el quebranto moral se presupone que conlleva la expropiación del bien o
derecho.

C. PAGO Y OCUPACIÓN

Concluida la fijación del justiprecio, el pago de la indemnización debe realizarse en el plazo máximo de 6 meses. El
expropiado tiene derecho a que se le entregue la indemnización hasta el límite en que exista conformidad con la
Administración, quedando subordinada dicha entrega provisional al resultado final del litigio.
El pago o la consignación permiten la ocupación del bien o del ejercicio del derecho expropiado.

D. LA DEMORA DE HACER EFECTIVA LA INDEMNIZACIÓN Y LA TÉCNICA DE RETRASACIÓN

Para el caso, de que se produzcan retrasos, si se producen retrasos indebidos en la fijación del justiprecio, la
Administración deberá abonar al expropiado el interés legal del justiprecio por el periodo que trascuarra entre el
momeno en que debió quedar fijado y el momento en que efectiamente lo haya sido; y si el retraso lo es en el pago
del justiprecio, la consecuencia es idéntica a la demora en la fijación del justiprecio.

El dies et quo es la fecha de iniciación del expediente expropiatorio y el dies a quem el de la fecha en la que el Jurado
Provincial de Expropiación fija definitivamente el justiprecio.

Ahora bien, si se producen retrasos más amplios, los intereses demora no bastan para mantener el principio de
indemnidad del expropiado. El art. 58 LEF, prevea que cuando hayan transcurrido 4 años sin haberse procedido al
pago a su consignación, se procederña a una nueva evaluación de los bienes o derechos. Es lo que se denomina
como retrasación cuya finalidad es evitar la desvalorización de la indemnización establecida.

3. El procedimiento de urgencia

Este procedimiento se da cuando la Administración procede a declarar urgente la expropiación, este procedimiento
figara en el art. 52 LEF.

Este artículo carazcteriza a la urgencia como supuesto excepcional que además debe ser declarado por el acuerdo del
Consejo de Ministros. Tanto es así, que este procedimiento se ha convertido, en gran medida, en el verdadero
procedimiento ordinario, cambiando radicalmente las reglas y trámites a observar.

Se prescinde del trámite de declaración de necesidad de ocupación de los bienes, ya que el mismo se considera
cumplido con la aprobación del proyecto y replanteo de las obras que motivan la expropiación, lo que da derecho a la
ocupación inmediata.

Además, la ocupación no viene precedida por el pago del justiprecio expropiatorio. De manera que para materializar
la expropiación, a la Administración le basta con proceder al depósito del valor estimatorio y provisional que ella
misma fija en las hojas de depósito previo a la ocupación y a abortar o consignar la indemnización por los prejuicios
derivados de la inmediata ocupación. En consecuencia, se produce una profunda alteración del iter procedimiento
ordinario, pues, las fases de fijación del justiprecio y el pago de este quedan propuestas a la ocupación.

Aunque el art 56.2 REF establece que el acuerdo por el que se declara urgente la ocupación de los bienes no es
susceptible de recurso alguno, la jurisprudencia ha concluido que esa exclusión no es conciliable con el derecho
fundamental que garantiza el art. 24.1 CE y que el acuerdo del Consejo de Ministros declarando la urgencia es
impugnable.

4. Los procedimientos especiales

La LEF prevé algunos procedimientos especiales, tanto por razón de las caraterísticas de los bienes y objeto de la
expropiación como los sujetos intervinientes o por la propia extensión material de la operación expropiatoria.

La LEF también prevé procedimientos especiales para la expropiación de zonas o grupos de bienes, por
incumplimiento de la función social de la propiedad, por razón del valor artístico, histórico y arqueológico de los
bienes, por razón de urbanismo, por razón de que la expropiación dé lugar al traslado de poblaciones y por causa de
colonización o de obras públicas.

VI. EL DERECHO DE REVERSIÓN

La expropiación solo se legitima por razón del destino que se ha de darse a los bienes o derechos objeto de privación.
A partir de esto se comprende que, frustrado ese destino y desaparecida, la causa expropiendi, el acto expropiatorio
devenga inválido e ineficaz. Esta desaparición sobrevenida de la causa expropiandi explica y justifica que se
reconozca al expropiado el llamado derecho de reversión de los bienes o derechos expropiados. Se trata de una
garantía cuya efectividad queda circunscrita a que se concurra alguna de las circunstancias que establece el art. 54
LEF:

• a que no se establezca el servicio que motivó la expropiación

• a que, realizada la obra o estableciado el servicio, quede parte sobrante de los bienes expropiados
• a que desaparezca, formalmente o de hecho, la afectación o vinculación de los bienes o derechos a la obra
o servicio que legitimaron la expropiación.

Los señalados supuestos determinantes del surgimiento del dercho de reversión quedaron corregidos tras la
redacción dada al art. 54 LEF por la Ley 38/1999, de 5 de noviembre, de Ordenación de la Edificación. Y como dispone
dicho artículo en su apartado dos, no habrá derecho de reversión cuando se de alguna de las dos circunstancias
siguientes:

I. Cuando simultáneamente a la desafectación del bien al fin que justificó la expropiación se acuerde una
nueva afectación del bien a otro fin de utlidad pública o interés social, asimismo, solicitar la actualización del
justiprecio si no se hubiera llegado a ejecutar la inicial obra o establecido el servicio correspondiente.

II. Cuando la afectación al fin que justificó la expropiación se prologue durante diez años desde la terminación
de obra o el establecimiento del servicio.

El derecho de reversión habrá de ejercitarse por el expropiado o sus causahabientes en el plazo de 3 meses a contar
desde la fecha en que la Administración haya notificado la causa que da lugar a su surgimiento.

La Administración expropiante en cuya titularidad se halle el bien o derecho en el momento en que se solicite la
reversión, o, a la que se encuentre vinculado el beneficiario de la expropiación, deberá resolver sobre la procedencia
de la solicitud, debiéndose tener en cuenta que la devolución o restitución del bien exige, la restitución de la
indemnización expropiatoria percibida, para lo cual, esa indemnización deberá ser actualizada conforme a la
evolución del índice de precios al consumo en el perido comprendido entre la fecha de la iniciación del expediente
de justiprecio y la del ejercicio del derecho de reversión.

Para la toma de posesión del bien revertido, es preciso que el reversionista proceda previamente al pago o
consignación de la indemnización.
Tema 5: SANCIONES ADMINISTRATIVAS
I. La potestad sancionadora de la Administración.

Las administraciones Publicas disponen de potestad sancionadora, eso quiere decir que pueden imponer sanciones
a particulares por la realización de infracciones tipificadas en las leyes y en las normas reglamentarias.

La existencia de esta potestad, permite el ejercicio del ius puniendi del estado al margen del poder judicial, y a su
vez que se pueda revisar a posteriori la sanción administrativa sancionadora. Por ello, se dota al aparato represivo
de mayor eficacia en relación con ilícitos de menor gravedad. El poder sancionador está al servicio de garantizar la
eficacia de las normas que prohíben o imponen conductas que han de materializase de manera instantánea y
respecto de los cuales los demás medios de tutela no siempre resultan efectivos. La amenaza de una inmediata y
efectiva imposición de una sanción puede servir para evitar la comisión de acciones infractoras.

La coexistencia de dos sistemas punitivos como son el administrativo sancionador y el penal es problemático, ya
que una misma conducta se puede tipificar como delito o falta o como infracción administrativa. No hay que olvidar
que en el sistema penal es el poder judicial el que castiga y en el administrativo lo hace el poder ejecutivo.

En el capítulo III del título preliminar del LRJSP, bajo la rúbrica <<Principios de la potestad sancionadora>>,
establece principios a los que debe ajustarse el ejercicio de la potestad. Las reglas del procedimiento sancionador se
contienen en la LPAC, desperdigadas a lo largo de la regulación del procedimiento administrativo común

II. Principios ordenadores de la potestad sancionadora.

Hasta la aprobación de la LRJPAC en 1992, la ordenación general de la potestad sancionadora de la Administración


aparecía desperdigada por una amplia normativa sectorial, por ello la jurisprudencia y la doctrina reclamaron la
elaboración de dicha ley.

-Principio de legalidad: tipicidad y reserva de ley

Establece el art 25.1 y 2 LRJSP que la potestad sancionadora de las Administraciones Publicas se ejercerá cuando
haya sido reconocido por una norma con rango de ley y el ejercicio corresponderá a los órganos que tengan
competencia para ello. El art 25.1 CE dice que: ͞nadie puede ser condenado o sancionado por acciones u omisiones
que en el momento de producirse no constituyan delito, falta o infracción administrativa, según la legislación
vigente en aquel momento͟.

Este principio de legalidad conlleva una doble garantía, material y formal, que se concreta en los principios de
tipicidad o predeterminación normativa de las conductas ilícitas y de las sanciones correspondientes, y en el de
reserva de ley.

A) Principio de tipicidad de las conductas ilícitas y de las sanciones y prohibición de la analogía in peius

El principio de legalidad en materia sancionadora impone una garantía material concretada en la exigencia de las
conductas ilícitas y las sancionadoras que han de estar predeterminadas, con la mayor precisión posible.

Es el llamado principio de tipicidad de las infracciones, que obliga a concretar todos los elementos definidores de la
conducta infractora y las causas de exclusión de la responsabilidad.

Como bien dice el art 27 de la LRJSP, en sus dos apartados: <<solo constituyen infracciones administrativas las
vulneraciones del ordenamiento jurídico previstas por una ley o que, por la comisión de infracciones
administrativas, podrán imponerse sanciones delimitadas por la ley.

El uso de conceptos abiertos, produce cierta indeterminación, por ello se elige la lex carta, para que exista y se
pueda garantizar precisión y certeza.

La reserva de ley no impide que la ley pueda tipificar como infracción el incumplimiento de los dispuesto en normas
de rango reglamentario. Se habla de una ley sancionadora <<en blanco>> cuando el supuesto de hecho se
encuentra en otra norma de rango reglamentario. La remisión tiene que sujetarse a estos requisitos: el reenvío o
remisión ha de ser expreso, ha de estar justificado en razón del bien jurídico protegido por la norma, y la ley, ha de
contener el núcleo esencial de la prohibición.

La jurisprudencia constitucional y el TS han extraído el principio de tipicidad la consecuencia de que la tipificación


de infracciones y sanciones debe ser objeto de una interpretación restrictiva.
B) Principio de reserva de ley

El principio de legalidad impone otra garantía de carácter formal que se concreta de en el rango legal de las normas
tipificadoras de las conductas infractoras y las sanciones correspondientes. Una reserva de ley que alcanza también
la calificación de las infracciones por su gravedad, así como a la determinación de los sujetos y a las causas de
extinción de la responsabilidad.

La jurisprudencia constitucional se ha centrado en dos cuestiones básicas:

- En primer lugar, a las previsiones de la LRJPAC de 1992, ahora la LRJSP. Hay que tener en cuenta el alcance y
operatividad de la garantía formal del art 25.1 CE, respecto al ámbito de las sanciones administrativas que no es el
mismo que el de las penales.

En las sanciones administrativas se exige la intervención de una ley orgánica y que la ley pueda hacer remisiones al
reglamento siempre que queden determinados los elementos esenciales de la conducta antijuridica y la naturaleza
y límites de las sanciones a imponer.

Aunque el artículo 25.1 CE imponga la necesidad de cobertura de la potestad


sancionadora de la Administración por una norma con rango de ley (lo que, recuérdese, reitera el artículo 27.1
LRJSP), ello no excluye la posibilidad de que la ley pueda contener remisiones a
normas reglamentarias, siempre que con esas remisiones no se posibiliten regulaciones
independientes.

-En segundo lugar, en relación con la garantía formal, respecto a la incidencia de la reserva de ley en la normativa
sancionadora preconstitucional. La jurisprudencia considera que, dado que la reserva de ley no incide en
disposiciones o actos promulgados, las normas preconstitucionales no han quedado derogadas por no contar con el
rango necesario.

La CE impone la derogación de esas normas en cuanto a los efectos deslegalizadores. La reserva de ley no ha
derogado el sistema normativo preconstitucional que no se adecue a la misma, aunque no es menos cierto que lo
ha congelado, sin que en el mismos puedan introducirse modificaciones que no estén amparadas por una norma
con rango de ley.

La reserva de ley se flexibiliza cuando se proyecta al ámbito sancionador municipal. Las entidades locales también
disponen de potestad sancionadora, y que, a pesar de carecer de potestad legislativa, puede prever infracciones y
clases de sanciones.

La ley no puede agotar la regulación de las infracciones y sanciones de que se trate, pero debe fijar los criterios
mínimos de antiijuriidad conforme a los cuales cada Ayuntamiento puede establecer las ordenanzas municipales.

En los artículos 139 a 141 LBRL, que estaban bajo la rúbrica <<Tipificación de las infracciones y sanciones por las
entidades locales en determinadas materias>>, contenido en el titulo XI, dice que:

Artículo 139 Tipificación de infracciones y sanciones en determinadas materias

Para la adecuada ordenación de las relaciones de convivencia de interés local y del uso de sus servicios,
equipamientos, infraestructuras, instalaciones y espacios públicos, los entes locales podrán, en defecto de
normativa sectorial específica, establecer los tipos de las infracciones e imponer sanciones por el incumplimiento de
deberes, prohibiciones o limitaciones contenidos en las correspondientes ordenanzas, de acuerdo con los criterios
establecidos en los artículos siguientes.

Artículo 140 Clasificación de las infracciones

1. Las infracciones a las ordenanzas locales a que se refiere el artículo anterior se clasificarán en muy graves, graves
y leves.

Serán muy graves las infracciones que supongan:

a) Una perturbación relevante de la convivencia que afecte de manera grave, inmediata y directa a la tranquilidad o
al ejercicio de derechos legítimos de otras personas, al normal desarrollo de actividades de toda clase conformes
con la normativa aplicable o a la salubridad u ornato públicos, siempre que se trate de conductas no subsumibles en
los tipos previstos en el capítulo IV de la Ley 1/1992, de 21 de febrero, de Protección de la Seguridad Ciudadana.
b) El impedimento del uso de un servicio público por otra u otras personas con derecho a su utilización.

c) El impedimento o la grave y relevante obstrucción al normal funcionamiento de un servicio público.

d) Los actos de deterioro grave y relevante de equipamientos, infraestructuras, instalaciones o elementos de un


servicio público.

e) El impedimento del uso de un espacio público por otra u otras personas con derecho a su utilización.

f) Los actos de deterioro grave y relevante de espacios públicos o de cualquiera de sus instalaciones y elementos,
sean muebles o inmuebles, no derivados de alteraciones de la seguridad ciudadana.
2. Las demás infracciones se clasificarán en graves y leves, de acuerdo con los siguientes criterios:

a) La intensidad de la perturbación ocasionada en la tranquilidad o en el pacífico ejercicio de los derechos de otras


personas o actividades.

b) La intensidad de la perturbación causada a la salubridad u ornato públicos.

c) La intensidad de la perturbación ocasionada en el uso de un servicio o de un espacio público por parte de las
personas con derecho a utilizarlos.

d) La intensidad de la perturbación ocasionada en el normal funcionamiento de un servicio público.

e) La intensidad de los daños ocasionados a los equipamientos, infraestructuras, instalaciones o elementos de un


servicio o de un espacio público.

Artículo 141 Límites de las sanciones económicas

Salvo previsión legal distinta, las multas por infracción de Ordenanzas locales deberán respetar las siguientes
cuantías:

Infracciones muy graves: hasta 3.000 euros.

Infracciones graves: hasta 1.500 euros.

Infracciones leves: hasta 750 euros

-Principio de culpabilidad

La Administración solo puede sancionar a los responsables de la infracción administrativa, lo que se vincula al
principio de culpabilidad. Principio de culpabilidad que supone la imputación y el dolo o culpa en la acción o
conducta sancionable.

El art 28 LRJSP establece que: << Sólo podrán ser sancionadas por hechos constitutivos de infracción administrativa
las personas físicas y jurídicas, así como, cuando una Ley les reconozca capacidad de obrar, los grupos de afectados,
las uniones y entidades sin personalidad jurídica y los patrimonios independientes o autónomos, que resulten
responsables de los mismos a título de dolo o culpa.>>

Esto quiere decir que la sanción solo debe castigar al infractor, sin posibilidad de trasladar la responsabilidad a una
persona ajena.

Además, junto a la imputación, la exigencia de dolo o culpa excluye la sanción por el resultado. La exclusión de toda
adjetivación de las acciones u omisiones constitutivas de infracción tributaria no puede llevar a la errónea
conclusión de que se haya suprimido en la configuración del ilícito tributario el elemento subjetivo de la
culpabilidad para sustituirlo por un sistema de responsabilidad objetiva o sin culpa.
La responsabilidad será solidaria cuando la infracción se refiera al cumplimiento de una obligación establecida por
una norma con rango de ley que corresponda a varias personas, y cuando sea una sanción pecuniaria, ésta se
individualizará en función el grado de participación de cada responsable.

La Administración debe notificar de donde se colegie dicha culpabilidad, dicha culpabilidad ha de estar demostrada
como la conducta que se sanciona.

Por último, la responsabilidad deriva de la comisión de una infracción que es compatible con la exigencia al infractor
de la reposición de la situación alterada a su estado originario

-Principios de irretroactividad in peius y de retroactividad in bonus

La regla de irretroactividad no es sino una consecuencia añadida del principio de tipicidad. Según el artículo LRJSP,
<< serán de aplicación las disposiciones sancionadoras vigentes en el momento de producirse los hechos que
constituyan infracciones administrativas. La vigencia en el tiempo de las normas sancionadoras está regida por el
principio de irretroactividad (arts. 9.3 y 25.1 CE). La ley no puede incorporar normas sancionadoras desfavorables
con carácter retroactivo, ni puede aplicarse con tal alcance.

Hay que añadir que quedan a salvo de la irretroactividad las normas


favorables al infractor. En estos casos, la regla es la contraria. Aunque la retroactividad in bonus (en lo que favorece
al infractor) no se deduce a sensu contrario de la irretroactividad in peius (en lo que no favorece) y carece, además,
de fundamento constitucional (al menos por lo que se refiere al artículo 25.1 CE, lo que ha llevado al TC a negar la
viabilidad del recurso de amparo constitucional cuando se alega el derecho a la aplicación retroactiva de la
disposición
sancionadora favorable.

El artículo 26.2 LRJSP ha establecido que «las disposiciones sancionadoras producirán efecto retroactivo en cuanto
favorezcan al presunto infractor o al infractor, tanto en lo referido a la tipificación de la infracción como a la sanción
y a sus plazos de prescripción, incluso respecto de las sanciones pendientes de cumplimiento al entrar en vigor la
nueva disposición».

-Principio non bis in ídem

Bajo la rúbrica <<concurrencia de sanciones>>, el art 31 LEJSP dispone que no podrán sancionarse los hechos que lo
hayan sido penal o administrativamente, en los casos en que se aprecie identidad del sujeto, hecho y
fundamento>>. Este principio prohíbe las doce sanciones por un mismo hecho infractor, que encuentra
fundamento, en el principio de legalidad consagrado en el art 25.1 CE.

Tiene una garantía material que determina una garantía formal o de carácter procesal, de forma que el mismo
hecho ni puede ser sancionado dos veces, uno en el penal y otro en el administrativo. Se da prioridad al proceso
penal, de manera que, si se produce la condena penal, no se puede dar la sanción administrativa; pero en caso de
absolución del penal, si se puede sancionar con el administrativo.

Cuando exista una concurrencia entre normas sancionadoras se aplicará la sanción más grave (está prohibida la
doble sanción). En caso de que la sanción haya sido impuesta por un órgano de la UE, el órgano competente puede
graduarla en caso de que deba imponer.

-Principio de proporcionalidad

Dicho principio se encuentra plasmado en la configuración del régimen sancionador y, sobre todo, en el ejercicio de
la misma.

Es el art 29.3 LRJSP quien establece la determinación del régimen sancionador, como imposición de sanciones
<<deberá observar la debida idoneidad y necesidad de la sanción a imponer y su adecuación a la gravedad del
hecho constitutivo de la infracción.>>. La
proporcionalidad exige, pues, una correspondencia o adecuación entre la infracción cometida y la sanción
correspondiente, lo que alcanza, aunque con desigual intensidad, al establecimiento de la norma sancionadora y a
su aplicación.
Como límite a la tipificación de infracciones y sanciones por el legislador, la proporcionalidad no
puede tener sino una operatividad limitada, para casos manifiestos de desproporción entre el fin perseguido con la
tipificación de la infracción y la sanción prevista.

Esa proporcionalidad a la que debe ajustarse el legislador no deja de reflejarse en la previsión del artículo 29.2
LRJSP, según la cual «el establecimiento de sanciones pecuniarias deberá prever que la comisión de infracciones
tipificadas no resulte más beneficiosa para el infractor que el cumplimiento de las normas infringidas». Y es que la
verdadera eficacia de la proporcionalidad se proyecta en la aplicación de las normas sancionadoras, una vez que
éstas, con cierta frecuencia, dejan importantes márgenes en orden a determinar las concretas sanciones a imponer.

Es el artículo 29.3 LRJSP añada una serie de criterios que deberán observarse en la graduación de la sanción
aplicable: en concreto, esa graduación deberá tener en cuenta el grado de culpabilidad o la existencia de
intencionalidad, la continuidad o persistencia en la conducta infractora, la naturaleza de los perjuicios causados, y la
reincidencia, por la comisión en el término de un año de más de una infracción de la misma naturaleza, cuando así
haya sido declarado por resolución firme en vía administrativa.

-Principio de prescripción

El artículo 30 LRJSP incorpora un régimen general de prescripción de las infracciones y sanciones administrativas. Se
ha puesto así fin a una amplia controversia resultante del hecho de que con frecuencia las normas sancionadoras
guardan silencio sobre el régimen de prescripción. De este modo, a salvo de lo que puedan disponer las leyes para
cada tipo de infracción y sanción, el apartado 1 de dicho artículo 30 establece que las infracciones muy graves
prescriben a los tres años, las graves a los dos años y las leves a los seis meses, siendo el diez a quo para el cómputo
del plazo el día en que la infracción se hubiera cometido y, en el caso de infracciones continuas o permanentes, el
día en que finalizó la conducta infractora y por ultimo las faltas leves prescriben al año, comenzado a contarse el
plazo de prescripción desde el día siguiente a aquel que sea ejecutable.

El transcurso de los plazos de prescripción previstos determina la extinción de la responsabilidad


sancionadora, de manera que la Administración no puede perseguir y castigar al infractor.

El artículo 30.2, párrafo 2º, LRJSP, el plazo de prescripción de la infracción se interrumpe con la puesta en
conocimiento del interesado de la iniciación del procedimiento sancionador, pero el plazo se reanudará si el
procedimiento está paralizado durante más de un mes por causa no imputable al presunto responsable. Por su
parte, el plazo de prescripción de la sanción se interrumpe desde el momento en que se pone en conocimiento del
interesado la iniciación del procedimiento de ejecución, volviendo a transcurrir el plazo si dicho procedimiento está
paralizado durante más de un mes por causa no imputable al infractor

-Modulación del principio de legalidad en el caso de las sanciones de autoprotección.

Tiene como base el art 25.1 CE y la jurisprudencia constitucional.

El TC en una stc reconoció la distinción entre sanciones de protección de orden general y sanciones de
autoprotección, afirmando que las primeras <<son próximas a las punitivas y reclamadoras, en línea de principio, de
garantías que teniendo su inicial campo de aplicación en el punitivo o penal son extensibles al campo sancionador
administrativo en la medida que la afinidad material lo exija>>.

La segunda se denomina de autoprotección por constituir manifestación de la autotutela reduplicativa o de


segundo grado y por perseguir la protección del buen orden administrativo y no el orden social general.

La misma sentencia constitucional afirmaría que resultará ser un exceso tratar de trasladar a las sanciones de
autoprotección «el conjunto de principios que es obligado observar en el caso de aquellas que, por su afinidad con
las punitivas, son otras las reglas a las que se sujetan». En consecuencia, es claro que las limitaciones de la potestad
sancionadora (reserva de ley y tipicidad) no se proyectan en su integridad y con el mismo alcance a las sanciones de
autoprotección y, en especial, a las sanciones disciplinarias.

La posición del legislador ante esta cuestión ha sido, en todo caso, desigual. Mientras que el artículo 127.3 LRJPAC
de 1992, dispuso que «las disposiciones de este Título no son de aplicación al ejercicio por las Administraciones
Pública de su potestad disciplinaria respecto del personal a su servicio y de quienes estén vinculados a ellas por una
relación contractual», la nueva LRJSP ha rectificado esa exclusión, ya que su artículo 25.3 establece que «las
disposiciones de este capítulo serán extensivas al ejercicio por las Administraciones Pública de su potestad
disciplinaria respecto del personal a su servicio, cualquiera que sea la naturaleza jurídica de la relación de empleo».
No obstante, la rectificación ha sido parcial, pues el apartado 4 del mismo artículo 25 mantiene que dichas
disposiciones «no serán de aplicación al ejercicio por las Administraciones Públicas de la potestad sancionadora
respecto de quienes estén vinculados a ellas por relaciones reguladas por la legislación de contratos del sector
público o por la legislación patrimonial de las Administraciones Públicas».

III. Infracciones y clases de sanciones administrativas

La infracción administrativa consiste en la contravención culpable de los dispuesto por una norma a la cual se
vincula la imposición una sanción. La jurisprudencia viene caracterizando a la infracción administrativa como una
acción típica, antijuridica y culpable.

El comportamiento antijurídico es el comportamiento contrario al ordenamiento jurídico (sea por acción u omisión),
mientras que la culpabilidad nos sitúa ante la irreprochabilidad o imputabilidad de ese comportamiento o conducta
a su autor. La antijuridicidad, como acción contraría a Derecho, presupone también la puesta en peligro o la lesión
del bien jurídico que se reconoce o protege como tal y que lleva a la tipificación del comportamiento sancionable.
La realización de los elementos específicos caracterizadores del tipo de infracción permite calificar la conducta
como antijurídica siempre que no concurra alguna causa de justificación en cuyo caso la acción deja de ser
antijurídica o, si se quiere, disconforme a Derecho. A la antijuridicidad debe sumarse la culpabilidad como
equivalente a imputación del hecho antijurídico al sujeto responsable de la misma. La acción debe ser posible
imputarla al sujeto que la realiza, lo que no es el caso de los menores de cierta edad, o de quienes sufren
determinados trastornos o incurren en error de prohibición o se encuentran en estado de necesidad.

A la infracción se vincula una sanción, que no es otra cosa que un acto administrativo de carácter punitivo, según el
TC la sanción es <<una decisión administrativa con finalidad represiva, limitativa de derechos y basada en una
previa valoración negativa de una conducta>>. No siempre son sanciones en stricto sensu aquellos actos restrictivos
de derechos individuales que responden y se justifican en otras finalidades no punitivas.

Ello no quiere decir, de todas formas, que esos otros actos restrictivos no puedan acompañar a la imposición de
sanciones por la comisión de las correspondientes infracciones. El artículo 28.2 LRJSP lo admite expresamente: «Las
responsabilidades administrativas que se deriven de la comisión de una infracción serán compatibles con la
exigencia al infractor de la reposición de la situación alterada por el mismo a su estado originario, así como con la
indemnización por los daños y perjuicios causados, que será determinada y exigida por el órgano al que
corresponda el ejercicio de la potestad sancionadora»

. Y añade el mismo precepto: «De no satisfacerse la indemnización en el plazo que al efecto se determine en función
de su cuantía, se procederá en la forma prevista en el artículo 101 de la Ley de Procedimiento Administrativo
Común de las Administraciones Públicas»

Las sanciones administrativas, de acuerdo con lo dispuesto por el artículo 25.2 CE, no pueden
implicar, de forma directa o indirecta, la privación de libertad, siendo su principal tipo la multa o sanción
económica. La cuantía de las multas también ha de estar predeterminada por la ley, si
bien no suele ser infrecuente que esa cuantía se mueva dentro de unos topes máximos y mínimos, lo que, por
tanto, permite a la Administración modular el alcance de la sanción en función de las circunstancias del caso.

IV. El procedimiento sancionador

Al igual que toda resolución administrativa, los actos sancionadores de la Administración Publica deben ser
adoptados siguiendo un procedimiento. Un procedimiento al servicio de que la Administración competente pueda
probar la concurrencia de los presupuestos necesarios para imponer la correspondiente sanción y para que el
presunto responsable pueda defenderse de la acusación.

1. Principios informadores del procedimiento sancionador

A diferencia de la LRJPAC de 1992, que en el mismo Título IX, tras los principios de la potestad
sancionadora a los que acabamos de referirnos, sancionaba un conjunto de principios
ordenadores del procedimiento sancionador (artículos 134 a 138) y lo configuraba como un
procedimiento especial con la nueva LRJSP no aparecen ya formalmente enunciados aquellos principios. Y, a la vez,
el procedimiento sancionador ha dejado de configurarse como un procedimiento especial. La consecuencia de todo
esto, más que cualquier otra, es de orden meramente formal y sistemático, pues esos principios y las inevitables
especialidades del procedimiento sancionador no han desaparecido, sino que ahora se encuentran desperdigados a
todo lo largo de la regulación de las distintas fases y trámites del procedimiento administrativo común.

La regulación del procedimiento sancionador queda presidida por una premisa. El procedimiento sancionador debe
permitir superar la presunción de inocencia, ésta también rige en el ámbito del Derecho Administrativo
sancionador, razón por la cual, la operación conducente a probar que la inocencia no asiste a quien se imputa la
comisión de la infracción administrativa debe llevarse a cabo con plena garantía de los derechos de defensa del
afectado.

El presunto responsable tiene derecho a conocer los hechos que se le imputan, las infracciones que tales hechos
pueden constituir y las sanciones que conllevan, así como la identidad del instructor, de la autoridad competente
para sancionar y la norma que le atribuya la competencia. También tiene derecho a formular alegaciones y utilizar
los medios de defensa que resulten pertinentes, considerándose como tales las pruebas educadas para la
determinación de los hechos y las posibles responsabilidades.

La resolución sancionadora definitiva habrá de ser motivada y resolverá todas las cuestiones
planteadas en el expediente, no podrá aceptar hechos distintos de los determinados en el curso del procedimiento
y será ejecutiva cuando no quepa contra ella ningún recurso ordinario en vía
administrativa todo ello sin perjuicio de que, cuando sea ejecutiva, pueda suspenderse cautelarmente si el
interesado-sancionado manifiesta a la Administración su intención de interponer recurso contencioso-
administrativo

2. El procedimiento administrativo común sancionador: especialidades en las distintas fases y trámites.

Respecto a la iniciación del procedimiento, solo cabe la iniciación de oficio, aunque podrá serlo por propia iniciativa
del órgano competente o como consecuencia de orden superior, de otros órganos o de denuncia. Dicha iniciación
puede estar precedida, de la realización de actuaciones previas, como determina el articulo 55.2 LPAC, «se
orientarán a determinar, con la mayor precisión posible, los hechos susceptibles de motivar la incoación del
procedimiento, la identificación de la persona o personas que pudieran resultar responsables y las circunstancias
relevantes que concurran en unos y otros».

Lo más relevante de la instrucción es, el de audiencia al interesado antes de redactar la propuesta de resolución,
dándosele un plazo de 15 días para formular alegaciones y presentar documentos y justificaciones pertinentes.

Durante la instrucción, puede acordarse de oficio un periodo de prueba de un plazo no superior a 30 días ni inferior
a 10 días, que ha de formular el instructor. No obstante, establece el artículo 89.1 LPAC que el propio órgano
instructor puede resolver la finalización del procedimiento, con archivo de las actuaciones, sin necesidad de
formular propuesta de resolución, cuando la instrucción haya puesto de manifiesto que concurre alguna de las
siguientes circunstancias: la inexistencia de los hechos que pudieran constituir la infracción; cuando los hechos no
resulten acreditados; cuando los hechos probados no constituyan, de modo manifiesto, infracción manifiesta;
cuando no exista o no se haya podido identificar a la persona o personas responsables o bien aparezcan exentos de
responsabilidad: y cuando se concluya, en cualquier momento, que la infracción ha prescrito.

Finalmente, en la resolución sancionadora no se podrán aceptar hechos distintos de los


determinados en el curso de procedimiento, con independencia de su diferente valoración
jurídica. Pero si el órgano competente para adoptar dicha resolución considera que la infracción o sanción revisten
mayor gravedad que la determinada en la propuesta de resolución, el artículo
90.2 LPAC, de acuerdo con la jurisprudencia, establece que se deberá notificar al inculpado para
que aporte nuevas alegaciones en el plazo de quince días.

Hay que tener en cuenta otra cosa, el procedimiento sancionador puede terminar de manera más expeditiva
cuando, iniciado el procedimiento, el infractor reconozca su responsabilidad. Ese reconocimiento supondrá que,
cuando la sanción que proceda tenga únicamente carácter pecuniario, el pago voluntario por el responsable en
cualquier momento anterior a la resolución implicará sin más la terminación del procedimiento, a salvo, no
obstante, de lo relativo, si hubiere lugar a ello, de la reposición de la situación alterada o la determinación de la
indemnización por los daños y perjuicios causados por la comisión de la infracción.

V. Extinción de la responsabilidad

La LRJSP regula la prescripción como causa de extinción de la responsabilidad (artículo 30). Pero nada más se dice
sobre otras posibles causas de extinción, como el pago o cumplimiento, la muerte de la persona física o la
condonación. El cumplimiento voluntario por el sujeto responsable o, en su caso, la ejecución forzosa de la sanción
por parte de la Administración, extingue, lógicamente, la responsabilidad. Pero también se extinguirá en caso de
muerte de la persona física sancionada (no así necesariamente en los casos de disolución de la persona jurídica). Y,
asimismo, cuando medie condonación o se proceda a la conmutación de la sanción por otra correspondiente a
infracción de menor gravedad, ya lo sea por razones de equidad o por la concurrencia de un interés general en el
caso concreto.
1

TEMA 6 LOS BIENES DE TITULARIDAD PÚBLICA.


o LOS BIENES PÚBLICOS EN LA CONSTITUCIÓN

Al igual que los privados, los entes públicos son titulares de un conjunto de bienes y derechos (bienes públicos) que
integran su respectivo patrimonio, se trata de un patrimonio en el que no se incluyen los derechos y obligaciones de
contenido económico.

Los bienes que forman el patrimonio de las Administraciones Públicas se pueden clasificar en dos grandes categorías
por razón de su destino y afectación a unos u otros fines de interés público. Se trata de los bienes de dominio público
o demaniales y de los bienes de dominio privado o patrimoniales, esta bipartición se justifica en el régimen específico
al que quedan sujetos unos y otros.

Junto a ellos deben tenerse en cuenta otras dos clases de bienes:

1. Los bienes comunales


2. Los bienes constitutivos del Patrimonio Nacional, a los que expresamente se refiere el artículo 132 CE

o EL DOMINIO PÚBLICO

- Concepto

El artículo 132 CE no dice qué debe entenderse por dominio público, sino que lo hace indirectamente al establecer
los principios que habrán de inspirar su régimen jurídico y al declarar la condición demanial de determinados bienes.

Aunque no deja de ser una cuestión discutida en la doctrina, puede decirse que la noción de dominio público se
asienta en la titularidad pública del bien, y sobre todo, en la afectación o destino del mismo a un fin público, que es lo
que verdaderamente la caracteriza. Así pues, la Titularidad pública y la afectación son los dos elementos que
determinan la pertenencia de un bien al dominio público y su sujeción a un régimen jurídico singular o especial.

En lo relativo afectación/destino de los bienes, por ser de uso o servicio público, quedan excluidos del tráfico jurídico
privado, calificándose de “res extra commercium͟.

Mientras que el primer elemento (la titularidad) es común tanto a los bienes demaniales/públicos como a los bienes
patrimoniales/dominio privado, la afectación marca la diferencia entre unos y otros, ya que el cese de afectación
pública determina la transformación de la cualidad jurídica del bien, que deja de ser demanial para pasar a ser un
bien patrimonial (manteniéndose, por tanto, la titularidad).

Los bienes demaniales tal como dispone el artículo 132.1 CE, están presididos por los principios de inalienabilidad,
imprescriptibilidad e inembargabilidad.

Para perfilar mejor el concepto, conviene realizar dos precisiones finales:

1. La primera es que la afectación marca una diferencia fundamental entre demanialización y reserva de
recursos al sector público, posibilitada por el artículo 128.2 CE. La STC 227/1988, ha puntualizado que no son
conceptos jurídicos equivalentes, pues cabe la reserva de recurso al sector público sin la incorporación al
demanio y, viceversa, la demanialización del bien sin que el uso del mismo quede reservado a su titular.

2. La segunda es que la titularidad de los bienes demaniales no siempre recae en el Estado. Aunque el artículo
132.2 CE sólo se refiere a los bienes de dominio público cuya titularidad la ostenta el Estado, ello no
determina que todo bien que se integre en el demanio deba considerarse de titularidad estatal pues junto
al dominio público estatal, son admisibles el dominio público de las Comunidades Autónomas y también de
2

las Entidades locales territoriales, adscrito a sus respectivas titularidades, lo que, como ha señalado la
misma STC 227/1988, de 29 de noviembre, se concretará atendiendo «al significado y alcance de la
institución del dominio público» y de «los preceptos constitucionales relativos a la distribución de
competencias entre el Estado y las Comunidades Autónomas que guardan directa relación con el régimen
de la titularidad de los bienes».

o BIENES INTEGRANTES DEL DOMINIO PÚBLICO

Las Administraciones Públicas territoriales y los entes institucionales u organismos públicos, son titulares de bienes de
dominio público, siempre que los mismos, de acuerdo con la ley, queden afectados o destinados a un uso o un
servicio público, pero algunos de esos bienes atendiendo a sus características naturales, quedan integrados en el
dominio público del Estado y, por tanto, son de titularidad estatal.

El artículo 132.2 CE lo dispone claramente que «Son bienes de dominio público estatal los que determine la ley y, en
todo caso, la zona marítimo-terrestre, las playas, el mar territorial y los recursos naturales de la zona económica y la
plataforma continental».

Queda establecida, de este modo, una reserva de ley estatal para determinar los bienes que han de formar parte del
dominio público adscrito a la titularidad del Estado, lo que no es impedimento para que la CE no haya incorporado
directamente algunos bienes en atención a sus características naturales.

A) TIPOS DE BIENES DE DOMINIO PÚBLICO ESTATAL DETERMINADOS DIRECTAMENTE POR LA CE.

Se trata de bienes que presentar determinadas e idénticas características naturales que resultan idóneas para
quedar afectados al uso público.

Corresponde también al legislador definir los conceptos que utiliza el artículo 132.2 CE y por tanto, establecer
los criterios definitorios que considere más adecuados para determinar qué bienes forman parte de cada uno de
ellos. Una determinación que puede llevar a considerar como partes integrantes del demanio a determinados
supuestos que, hasta ese momento, no formaban parte del mismo, sin que por ello quede comprometida la
constitucionalidad de la medida.

B) TIPOS DE BIENES DE DOMINIO PÚBLICO DETERMINADOR POR LA LEY.

La habilitación constitucional para que el legislador estatal incorpore al dominio público estatal otros géneros de
bienes singularizados por sus características naturales homogéneas, ha suscitado, el problema del margen de
disponibilidad para adoptar la correspondiente decisión y, por consiguiente, para referir esa calificación a
cualesquiera bienes.

Por otra parte, aunque por las propias características o cualidades del bien nada pueda objetarse a su posible
demanialización en virtud de ley, ésta, en todo caso, debe contar con una justificación objetiva, directamente
vinculada a las finalidades de la institución demanial, adoptándose, además, en términos de proporcionalidad.
Así lo ha señalado la STC 149/1991, de 4 de julio (f.j. 2): «Es evidente que de los principios y derechos que la
Constitución consagra cabe deducir sin esfuerzo que se trata de una facultad limitada, que no puede ser utilizada
para situar fuera del comercio cualquier bien o género de bienes, si no es para servir de este modo a finalidades
lícitas que no podrían ser atendidas eficazmente con otras medidas».

C) BIENES DE DOMINIO PÚBLICO POR SU AFECTACIÓNA UN USU GENERAL O A UN SERVICIO PÚBLICO


3

Son bienes de dominio público los que, «siendo de titularidad pública, se encuentren afectados al uso general o
al servicio público». Los bienes directamente mencionados por el artículo 132 CE y los que, en virtud de ley,
tengan expresamente atribuidos el carácter de demaniales, son, bienes afectados a un uso público o general o a
un servicio público, sus propias características naturales presuponen y predeterminan ese destino o afectación.

Nada impide que otros bienes también puedan ser afectados al uso público o servicio público, pasando así a
integrarse en la categoría de los bienes de dominio público.

El deslinde entre los bienes de dominio público y los bienes patrimoniales termina descansando en el criterio de
la afectación, pues, tal como establece el artículo 65 LPAP. Por el contrario, la desafectación, o desvinculación
del bien a un uso general o a un servicio público, producirá que el bien se reintegre en la categoría de los bienes
patrimoniales (artículo 69.1 LPAP).

Mientras que los anteriores tipos o categorías de bienes de dominio público (Los bienes establecidos por la CE y
por la ley) presuponen su uso general dadas sus características naturales, los demás bienes integrantes del
dominio público sólo lo son en la medida en que se produzca y se mantenga su afectación singular al uso o al
servicio público. Se marca así una cierta diferencia entre unos y otros bienes, por cuanto, si bien todos ellos
están vinculados al uso general o al servicio público, la causa o razón determinante de esa vinculación (y de su
contrario, la desafectación) parte de presupuestos distintos.

o RÉGIMEN JURÍDICO DE LOS BIENES DEMANIALES: AFECTACIÓN, MUTACIONES DEMANIALES,


DESAFECTACIÓN, UTILIZACIÓN Y APROVECHAMIENTO.

Los bienes de dominio público pasan a la condición de res extra commercium por su afectación a un uso público o a
un servicio público.

La propia Constitución enuncia los principios fundamentales de los bienes demaniales, estos son los principios de
inalienabilidad, imprescriptibilidad e inembargabilidad, resulta inconciliable con las reglas de la inalienabilidad y de la
imprescriptibilidad del dominio público es el reconocimiento de derechos privativos a perpetuidad.

͞La inalienabilidad͟ (a la que también se refiere el artículo 30.1 LPAP) no es una condición intrínseca de los bienes
demaniales, sino que es consecuencia de su afectación. De ahí que no sean susceptibles de venta, por cuanto media
una prohibición legal que viene a proteger no al bien en sí mismo considerado, sino a su afectación al uso general o
servicio público, lo que explica que una vez desafectado la enajenación sea posible.

͞La imprescriptibilidad͟ excluye que por el transcurso del tiempo puedan producirse usurpaciones de parcelas del
dominio público, este principio tiene por objeto la defensa del dominio público, siempre que los bienes demaniales
sigan afectados a un uso o servicio público. Se ha planteado, no obstante, la cuestión de si la posesión continuada por
un particular puede producir la desafectación y posterior usucapión del bien. Una tesis, aceptada en líneas generales
por la doctrina, que históricamente ha justificado la privatización de parcelas concretas del dominio público y que
ahora, a la vista del referido límite constitucional, parece haber llevado a la LPAP a descartar cualquier desafectación
que no sea expresa y adoptada a través del correspondiente procedimiento.

͞La inembargabilidad͟ es también consecuencia de la inalienabilidad de los bienes demaniales.

Los principios referidos se reiteran en el artículo 6.a) LPAP, pero, además, en las letras siguientes del mismo artículo
se añaden otros que también habrán de presidir la gestión y administración de los bienes y derechos de dominio
público.

Esos principios son los siguientes:


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1. El principio de adecuación y suficiencia de los bienes para servir al uso general o al servicio público al que
estén destinados

2. El principio de aplicación efectiva al uso general o al servicio público, sin más excepciones que las derivadas
de razones de interés público debidamente justificadas.

3. El principio de ejercicio diligente de las prerrogativas otorgadas a la Administración para garantizar su


conservación e integridad

4. El principio de identificación y control de los bienes a través de inventarios o registros adecuados


5. El principio de cooperación y colaboración entre las Administraciones Públicas en el ejercicio de sus
competencias sobre el dominio público.

 LA AFECTACIÓN

A) La adquisición de la condición demanial: la afectación y sus formas.

El bien de titularidad pública que no perteneciendo a ninguna de las categorías de bienes a los que se refiere el
artículo 132 CE o a los que se refieran las leyes estatales, cuando quede afectado o vinculado a un uso general o a un
servicio público, se integrará en el dominio público (artículo 65 LPAP). Esa afectación puede adoptar diversas formas:

1. Afectación por ley

Cuando así lo disponga una ley, que puede ser estatal o autonómica, ya que, en este caso, no se trata de
integrar toda una categoría de bienes de las mismas características naturales en el demanio público, sino de
afectar concretos y singulares bienes al uso general o al servicio público.

2. Afectación por acto administrativo expreso

Cuando así se disponga en virtud de acto expreso dictado por el órgano competente. Se trata de la llamada
afectación expresa, a la que se refiere el artículo 66.1 LPAP que puntualiza que el acto de afectación «indicará el
bien o derecho a que se refiera, el fin al que se destina, la circunstancia de quedar aquél integrado en el dominio
público y el órgano al que corresponda el ejercicio de las competencias demaniales, incluidas las relativas a su
administración, defensa y conservación».

3. Afectación implícita

Tiene lugar como consecuencia de la adopción de un acto administrativo formal que, aun no teniendo por
finalidad directa e inmediata declarar la afectación del bien, presupone su destino a un uso general o a un
servicio público concreto. Tal es el caso de la aprobación definitiva de los planes de ordenación urbanística
cuando de ellos se deduzca el destino de bienes públicos a alguno de los supuestos de su demanialidad (zonas
ve des, vías pú li as et …). Ta ié es el aso de las ad uisi io es de ie es po exp opia ió fo zosa

4. Afectación presunta

Aquí no hace falta que media acto administrativo alguno, esta afección se produce en dos casos:

1. Por la adscripción de bienes patrimoniales por más de 25 años a un uso o servicio público.
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Cuando una entidad local adquiere por usucapión el dominio de una cosa destinada a un uso o servicio
público.

 MUTACIONES DEMANIALES

Los bienes de dominio público pueden cambiar de afectación y ese cambio del concreto destino o fin al que se
encuentran vinculados se conoce con el término mutación demanial. Dado que la afectación permanece, pues lo
único que cambia es el concreto uso general o servicio público al que se vincula el bien, es lógico que éste siga
integrado en el dominio público (artículo 71.1 LPAP).

También la mutación demanial debe ser expresa, con la excepción del supuesto en que el cambio no afecte al fin
o destino del bien, sino al sujeto al que estuviese afectado o adscrito como consecuencia de una
reestructuración orgánica y siempre que la disposición que imponga la restructuración no establezca otra cosa,
ya que, en tal caso, el artículo 71.3 LPAP dispone que se entenderá que el bien continúa vinculado al fin y
función, quedando afectado al órgano u organismo al que se hayan atribuido las respectivas competencias.

Distinto es el supuesto en el que el bien demanial de la AGE o de sus organismos públicos queda afectado a otra
Administración Pública, para destinarlo a un determinado uso o servicio público de la competencia de ésta. Esta
mutación, tal como establece el artículo 71.4 LPAP, no altera la condición del bien, ni la titularidad del mismo,
pero sí supone un cambio en la concreta afectación, por lo que la particularidad reside en que simultáneamente
se produce un cambio de adscripción del bien. De ahí que el mismo artículo remita la concreción de los términos
y condiciones en que podrán llevarse a cabo tales mutaciones al correspondiente desarrollo reglamentario, lo
que se ha hecho efectivo en los artículos 73 a 77 del Reglamento General de la LPAP, aprobado por Real Decreto
1373/2009, de 28 de agosto.

La mutación por imposición de afectaciones secundaria, lo que la LPAP denomina afectaciones concurrentes.
Según el artículo 67.1 LPAP, «los bienes y derechos del Patrimonio del Estado podrán ser objeto de afectación a
más de un uso o servicio de la Administración General del Estado o de sus organismos públicos, siempre que los
diversos fines concurrentes sean compatibles entre sí».

 DESAFECTACIÓN

La desafectación consiste en la desvinculación del bien al uso general o al servicio público, lo que determina la
pérdida de su condición demanial para pasar a la de bien patrimonial (artículo 69.1 LPAP). Se trata, por tanto, de
una operación contraria a la afectación, y a diferencia de esta última que puede adoptar diferentes formas, el
artículo 69.2 LPAP establece, como regla general que, salvo los supuestos previstos por la propia Ley, la
desafectación deberá realizarse siempre de forma expresa y, por tanto, siguiendo un procedimiento formal
similar al previsto para la afectación expresa. La finalidad de la ley es dificultar la transformación de los bienes
demaniales en bienes patrimoniales para mantener un régimen de protección más intenso, lo que guarda
relación con el principio de imprescriptibilidad de tales bienes. Tanto es así que, incluso, se ha previsto la
necesidad de un acuerdo expreso de desafectación para aquellos casos en los que el bien pierde sus
características naturales, determinantes de su condición demanial ex lege .

El artículo 18 de la Ley 22/1988, de 28 de julio, de Costas, obliga a que la desafectación sea expresa y siempre
referida a los terrenos que, por cualquier causa, hubieran perdido sus características naturales de playa,
acantilado o zona marítimo-terrestre.

CONSECUENCIAS Y EFECTOS JURÍDICOS DE LA DEMANIALIZACIÓN. LA CUESTION DE LA EXPROPIACIÓN DE DERECHO


PRIVADOS PREXISTENTES.

la demanialización conllevará una expropiación ope legis que habrá de ser objeto de la correspondiente
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indemnización. La jurisprudencia constitucional lo ha admitido con claridad, al reconocer que la garantía


expropiatoria del artículo 33 CE alcanza tanto a las medidas ablatorias del derecho de propiedad en sentido estricto,
como a la privación de los bienes y derechos individuales, es decir, de cualquier derecho subjetivo e incluso interés
legítimo de contenido patrimonial, entre los que se incluyen, sin duda, los derechos de aprovechamiento privativo o
especial de bienes de dominio público. Estas medidas legales, aunque implican una reforma restrictiva de aquellos
derechos individuales o la limitación de algunas de sus facultades, no están prohibidas por la Constitución ni dan
lugar por sí solas a una compensación indemnizatoria; siguiendo la misma pauta, la jurisprudencia ha puntualizado
que sustraer del comercio privado los terrenos que forman parte de la ribera del mar no es una regulación del
derecho de propiedad y, en consecuencia, no puede decirse que las normas que disponen tal sustracción restrinjan o
limiten más allá de lo necesario, ese derecho, aunque tampoco deja de reconocer que la eliminación de los derechos
de propiedad privada existentes sobre terrenos que la Constitución incorporó al demanio pueda ser considerada
como privación de tales de bienes y haya de dar lugar, por consiguiente, a una indemnización, pues ésta es cuestión
que atañe al respeto de la garantía expropiatoria que la propia Constitución reconoce.

El legislador ha arbitrado diversas soluciones a fin de eludir, evitar las consecuencias indemnizatorias que se tendrían
que reconocer. Son soluciones que se han considerado jurídicamente posibles, quedando confirmada su
constitucionalidad. La STC 227/1988, de 29 de noviembre, consideró que la demanialización del conjunto de las
aguas continentales que vino a establecer la Ley de Aguas de 1985 no tenía carácter expropiatorio, dado que las
disposiciones transitorias segunda y tercera de dicha Ley permitían mantener, aunque con algunos condicionantes, la
titularidad de los derechos adquiridos. Y, en relación con los enclaves de titularidad privada en la zona marítimo-
terrestre, la STC 149/1991, de 4 de julio, concluyó que podía considerarse justa indemnización el derecho que la Ley
de Costas reconoce a los propietarios de los mismos para seguir con su ocupación y aprovechamiento durante
sesenta años sin pago de canon alguno, todo ello sin perjuicio de que los afectados por la expropiación puedan
impugnar ante la jurisdicción competente el acto administrativo de conversión de su título dominical en título
concesional para deducir ante ella las pretensiones que estimen pertinentes frente al mismo. Una precisión que,
como se ha destacado en la doctrina, resulta capital, pues viene a admitir la posibilidad de que los titulares de los
viejos derechos dominicales extinguidos puedan postular una indemnización complementaria justificada en
circunstancias específicas, distintas de las abstractas contempladas en el juicio de constitucionalidad, aunque
tampoco han faltado juicios más severos, al considerar que no es jurídicamente correcta la equiparación de ambas
fórmulas institucionales –propiedad y aprovechamiento–, pues no es lo mismo ser propietario de un bien a
perpetuidad que titular de un derecho temporal a su aprovechamiento.

 UTILIZACIÓN Y APROVECHAMIENTO

A) Clases de usos de los bienes destinados al uso general

Las modalidades de uso del dominio público se califican en:

a. Uso común: general y especial

El uso común general es el que corresponde por igual a todos los ciudadanos, de manera que el uso por
unos no impide el de los demás interesados (artículo 85.1 LPAP). El uso común del demanio es la
manifestación más simple y natural de utilización de estos bienes por los ciudadanos, debido a la
naturaleza. Ese uso no debe impedir o perturbar el de los demás, salvo de manera transitoria (principio de
compatibilidad). Además, debe respetarse la preferencia del usuario primero o anterior (principio de
prioridad temporal). Y el uso no debe causar daños en el bien (principio de indemnidad). En todo caso, el uso
común puede realizarse libremente, no se necesita título administrativo alguno previo (autorización o
concesión) que lo habilite (artículo 86.1 LPAP).

El uso común especial surge cuando concurren circunstancias tales como la peligrosidad o intensidad del
mismo. Un uso de mayor intensidad puede afectar al bien demanial negativamente, restringiéndolo o
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menoscabándolo, por el uso común especial o requiere de una previa autorización o licencia administrativa
que, con frecuencia, conlleva el pago de un canon o tasa (artículo 86.2 LPAP).

b. Uso privativo

El uso privativo se opone al común, por cuanto determina la ocupación de una porción de dominio público,
de modo que se limita o excluye la utilización del mismo por otros interesados (artículo 85.3 LPAP).

En la medida en que el uso privativo excluye cualesquiera otros usos de las mismas características e,
incluso, puede excluir el uso común, el derecho al uso privativo de bienes de dominio público se configura
como un derecho real administrativo, que, como tal, y de acuerdo con la regulación aplicable a cada caso,
resulta transmisible, gravable y susceptible de ser registrado. Este derecho real nace del otorgamiento del
correspondiente título administrativo, que normalmente es una concesión (la concesión demanial), pero
que, en determinados casos, puede ser una autorización administrativa. En concreto, cuando la ocupación
se efectúe únicamente con instalaciones desmontables o bienes muebles bastará con una autorización,
mientras que la ocupación con obras o instalaciones fijas necesita de una concesión, que también será
necesaria cuando la duración del aprovechamiento o uso exceda de cuatro años (artículo 86.2 y 3 LPAP).

c. Uso normal y uso anormal

La LPAP no hace la calificación entre uso normal y anormal pero sí lo hace el artículo 75.3 y 4 RBEL,
disponiendo que el “uso normal “es el que resulta conforme con el destino principal al que se encuentra
afectado el bien, mientras que el ͞uso anormal͟ es el que no resulta conforme con dicho destino. El artículo
78.1.a) RBEL sujeta a concesión administrativa los usos anormales del dominio público, si bien parece claro
que sólo procederá esa habilitación cuando el uso anormal no sea incompatible con el destino principal del
bien.

B) Títulos habilitantes de los usos: autorizaciones y concesiones

Las autorizaciones y concesiones demaniales están reguladas en los artículos 91 al 103 LPAP

͞Las autorizaciones͟ se otorgan directamente a los solicitantes, salvo que exista alguna limitación, en cuyo caso
se realizará el otorgamiento en régimen de concurrencia (artículo 92.1 LPAP), mientras que “las concesiones͟ se
otorgan, como regla general, en régimen de concurrencia competitiva, a no ser que el solicitante sea otra
Administración Pública, una entidad sin ánimo de lucro o una confesión religiosa (artículo 93.1 LPAP).

“Las autorizaciones͟ son transmisibles, siempre que para su otorgamiento no se hayan tenido en cuenta
circunstancias personales, y ͞las concesiones͟ también lo son, pero la transmisión requiere la previa
conformidad de la Administración que las hubiere otorgado (artículo 98.1 LPAP).

La duración de las autorizaciones deberá ser determinada y no podrá exceder de cuatro años, incluidas las
prórrogas, mientras que, como regla general, las concesiones no podrán exceder de setenta y cinco años (artículo
93.3 LPAP).

Debe añadirse que ͞las autorizaciones͟ pueden ser revocadas en cualquier momento por razones de interés
público y sin generar derecho a indemnización cuando resulten incompatibles con las condiciones generales
aprobadas con posterioridad, produzcan daños en el dominio público, impidan su utilización para actividades de
mayor interés público o menoscaben el uso general (artículo 92.4 LPAP), mientras que ͞las concesiones͟ pueden
ser dejadas sin efecto mediante el rescate, lo que obliga a indemnizar al concesionario.
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Tanto el otorgamiento de autorizaciones como de concesiones puede encontrarse sujeto a contraprestación, lo


que resulta habitual (artículos 92.5 y 93.4 LPAP).

Por último, ͞las autorizaciones͟ y ͞concesiones͟ demaniales se extinguen por las causas del artículo 100 LPAP:

I. Por muerte o incapacidad sobrevenida del titular o extinción de la personalidad si aquél fuera una
persona jurídica
II. Falta de autorización previa de la Administración en caso de que se transmitiese la concesión
III. Caducidad por vencimiento del plazo
IV. Rescate de la concesión o revocación de la autorización
V. Mutuo acuerdo
VI. falta de pago del canon
VII. incumplimiento grave de las obligaciones asumidas por el titular
VIII. desaparición del bien o agotamiento del aprovechamiento
IX. desafectación del bien; o, en fin, cualquier otra causa prevista en las condiciones con arreglo a las
cuales se hubieren otorgado.

C) La utilización directa por la Administración de bienes afectos a un servicio público.

El uso que la Administración realiza con el fin de prestar el servicio al que queda afectado el bien, se regirá por
las normas propias del servicio. En todo caso, esa utilización no excluye el uso eventual por los usuarios del
servicio y por terceros en interés propio, lo que así sucederá, desde luego, cuando la afectación del bien sea el
soporte de prestaciones a favor del personal destinado en edificios públicos y del público visitante.

D) La utilización exclusiva por la Administración de determinados bienes: las reservas demaniales

Las Administraciones Públicas pueden reservarse el uso exclusivo de determinados bienes de dominio público
de su titularidad destinados al uso común general. Establece el artículo 104.1 LPAP, para los bienes de
titularidad de la AGE, que la reserva del bien lo será «para la realización de fines de su competencia, cuando
existan razones de utilidad pública o interés general que lo justifique», añadiendo seguidamente que la duración
de la reserva se limitará al tiempo necesario para el cumplimiento de esos fines y que la misma habrá de
acordarse por el Consejo de Ministros, publicándose en el BOE e inscribiéndose en el Registro de la Propiedad
(artículo 104.2 y 3 LPAP).

La principal cuestión que estas reservas plantean surge cuando las mismas inciden sobre usos privativos
preexistentes, amparados en la correspondiente concesión administrativa, ya que, en la medida en que resulten
incompatibles con la reserva, necesariamente habrá que proceder a su expropiación (no se olvide que la
concesión reconoce un derecho real administrativo). A ello alude el artículo 104.4, cuando precisa que «la
reserva prevalecerá frente a cualesquiera otros posibles usos de los bienes y llevará implícita la declaración de
utilidad pública y la necesidad de ocupación, a efectos expropiatorios, de los derechos preexistentes que
resulten incompatibles con ella».

o MEDIOS DE PROTECCIÓN Y DEFENSA

A excepción de las reglas de la inalienabilidad e imprescriptibilidad de los bienes de dominio público, que no alcanzan
a los bienes patrimoniales, y de la regla de la inembargabilidad, a la que sólo matizadamente pueden acogerse, la
protección de la titularidad y posesión pública de los bienes demaniales responde a las mismas técnicas previstas
para la protección de los patrimoniales. En algunos aspectos existen algunas especificidades, pero las técnicas son las
mismas: el inventario de los bienes, la catalogación y el registro, la facultad de investigación, el deslinde, el reintegro
posesorio y el desahucio administrativo, además de las potestades propias de la policía demanial, incluida la
sancionadora.
TEMA 7
o EL PATRIMONIO PRIVADO DE LAS ADMINISTRACIONES PÚBLICAS

Los bienes y derechos patrimoniales se definen de manera negativa o residual: siguiendo el mismo criterio que el
artículo 340 del Código civil, el artículo 7.1 LPAP declara que «son bienes y derechos de dominio privado o
patrimoniales los que, siendo de titularidad de las Administraciones Públicas, no tengan el carácter de demaniales».

El artículo 7.2 LPAP enumera (meramente ejemplificativa) una serie de bienes patrimoniales. A esa enumeración
pueden añadirse, tal como puntualiza el artículo 16 LPAP, todos los bienes y derechos adquiridos por las
Administraciones por cualquiera de los procedimientos establecidos en los artículos 17 (inmuebles vacantes), 18
(bienes depositados en entidades de crédito y que se presumen abandonados), 20 y 21 (bienes recibidos por
herencia, legado o donación), 22 y 23 (bienes adquiridos por prescripción u ocupación) y 25 y 26 (bienes adquiridos
en virtud de adjudicaciones realizadas en procedimientos de ejecución judiciales o administrativos).

o RÉGIMEN JURÍDICO DE LOS BIENES PATRIMONIALES:ADQUISICIÓN, UTILIZACIÓN, ENAJENACIÓN.

A) LA ADQUISICIÓN

a. Adquisición por atribución directa de la ley


La forma más característica de adquisición por atribución directa de la ley es la de los inmuebles carentes de
titular dominical (inmuebles sin dueño), ya que, de acuerdo con el artículo 17.1 LPAP, la propiedad de los
mismos queda atribuida a la AGE.

La adquisición ex lege de los inmuebles se produce sin necesidad de acto o declaración judicial alguna, pero para
la incorporación efectiva al patrimonio de la Administración, será preciso que así se declare mediante resolución
administrativa y que se proceda a su inclusión en el Inventario General de Bienes y Derechos del Estado y a su
inscripción en el Registro de la Propiedad [artículos 17.2 y 47.d) LPAP]. La Administración puede tomar posesión
de tales bienes sin necesidad de declaración judicial previa salvo que esos bienes estén poseídos por una
persona a título de dueño, en cuyo caso deberán iniciarse las acciones jurisdiccionales civiles (17.4 LPAP).

Lo mismo sucede por relación a los saldos y depósitos abandonados. El artículo 18.1 LPAP dispone que
corresponden o quedan atribuidos a la AGE los valores, dinero y demás bienes muebles depositados en la Caja
General de Depósitos y en entidades de crédito e instituciones similares, respecto de los cuales no se haya
practicado gestión alguna por los interesados que implique el ejercicio de su derecho de propiedad en el plazo
de veinte años.

b. Adquisición a título oneroso

Las Administraciones Públicas también pueden adquirir bienes mediante negocios jurídicos o actos realizados a
título oneroso. Otra cosa sucede cuando media una expropiación forzosa, aquí el bien expropiado adquirirá
automática y directamente la condición de demanial dada la causa de utilidad pública que la legitima (artículo
24 LPAP), asimismo sucede cuando se adquieren mediante contrato o mediante adjudicación en procedimientos
administrativos de apremio y procedimientos judiciales de ejecución (artículos 25 y 26 LPAP).

c. Adquisición a título gratuito. Las adquisiciones a título gratuito pueden proceder de herencia, legado o donación.
Esta forma de adquisición se rige por las normas del Código civil y la LPAP añade una serie de reglas
complementarias (artículo 21).

Aunque no se mencione en la LPAP, también es adquisición a título gratuito la que se produce ͞en virtud de
comiso͟ que consiste en la apropiación coactiva y sin contraprestación alguna de objetos de tráfico ilícito o que
poseen peligro para la salud o la seguridad de las personas.

No obstante, la transmisión de la propiedad a la Administración sólo se produce en los comisos acordados por
las autoridades administrativas, por cuanto los acordados por órganos jurisdiccionales penales dan lugar a la
enajenación de la cosa, destinando su importe a cubrir las responsabilidades civiles del penado.

d. Adquisición mediante usucapión y ocupación. Las Administraciones Públicas pueden adquirir bienes mediante
͞prescripción adquisitiv͟a o ͞usucapión͟, y, mediante ͞ocupación͟ cuando se trate de bienes muebles siempre
según las reglas del Código civil o las previstas, en su caso, en leyes especiales (artículos 22 y 23 LPAP).
B) UTILIZACIÓN

Las reglas que establece la LPAP para regular el uso y explotación de los bienes patrimoniales guardan notables
diferencias respecto de las previstas para los bienes de carácter demanial.

Sin perjuicio de que la propia Administración titular de los bienes patrimoniales puede hacer uso de los mismos sin
que por ello adquieran la condición de demaniales (por ejemplo, cuando decide su explotación empresarial directa),
lo normal es que sean terceros quienes los utilicen, si bien previo abono del correspondiente precio.

El régimen jurídico al que queda sujeto el aprovechamiento por particulares se resume de la siguiente manera: la
competencia para adoptar la decisión de explotar rentablemente estos bienes corresponde, en la AGE, al Ministerio
de Hacienda y Administraciones Públicas, o a la Dirección General del Patrimonio del Estado cuando el período de
utilización no exceda de un año; la explotación podrá formalizarse mediante cualquier tipo de contrato de naturaleza
privada, no pudiendo exceder su duración de veinte años; y la adjudicación del contrato habrá de realizarse por
concurso, salvo que causas excepcionales habiliten para la adjudicación directa (artículos 105 a 107 LPAP).

C) ENAJENACIÓN.

La LPAP presta considerable atención a la enajenación, tratando de asegurar que comporte el mayor beneficio
posible para el Tesoro Público y que, a la vez, exista igualdad de trato para todos los interesados en adquirir el bien.
Se admite que las operaciones de enajenación puedan ser realizadas mediante cualquier tipo de negocio jurídico
traslativo de carácter oneroso, ya sea típico o atípico. No obstante, deben tenerse en cuenta las siguientes reglas,
según se trate de la enajenación de bienes inmuebles o de bienes muebles.

a. Enajenación de inmuebles

La competencia para acordar la enajenación corresponde al Ministro de Hacienda y Administraciones Públicas, a


iniciativa de la Dirección General del Patrimonio del Estado, o a los Presidentes o Directores de los Organismos
Públicos. El sistema de enajenación será generalmente el concurso (artículo 137.2 LPAP), que se resolverá de
acuerdo con el criterio de valoración de ofertas que establezca el pliego. Junto al concurso, cabe también la
subasta y la adjudicación directa.

El procedimiento para llevar a cabo la enajenación se inicia mediante convocatoria que habrá de publicarse en el
BOE, en el Boletín oficial de la Provincia o en el tablón de anuncios del Ayuntamiento donde radique el bien.
Acto seguido se dictará la resolución procedente, salvo que la enajenación en las condiciones publicadas sea
contraria al interés público o sobrevengan intereses públicos para los que resulte necesario el bien.

b. Enajenación de bienes muebles

La competencia corresponde al titular del Departamento ministerial o al Presidente o Director del Organismo
Público que los tuviese afectados o adscritos o los hubiera venido utilizando (artículo 142.1 LPAP). La forma de
enajenación será normalmente mediante subasta, que se regirá por las mismas reglas que la subasta de bienes
inmuebles.

c. Las cesiones gratuitas

Se regulan en los artículos 145 a 151 LPAP y pueden suponer tanto el traspaso de la propiedad, como la mera
cesión de uso (artículo 145.3).

Si la cesión tiene por objeto la transmisión de la propiedad, sólo podrán ser cesionarias las Comunidades
Autónomas, las Entidades locales o las fundaciones, mientras que si con la cesión se transmite únicamente el
mero derecho de uso, también podrán serlo las asociaciones declaradas de utilidad pública, los Estados
extranjeros y las organizaciones internacionales (145.1 y 2).

La cesión sólo procede para la realización de fines de utilidad pública o interés social y los bienes deberán
destinarse a los fines que la justifican, en la forma y con las condiciones establecidas en el correspondiente
acuerdo.

La LPAP atribuye la competencia para acordarla al Ministro de Hacienda y Administraciones Públicas y, cuando
se efectúe a favor de fundaciones públicas o asociaciones de utilidad pública, al Consejo de Ministros.

o MEDIOS DE PROTECCIÓN Y DEFENSA DE LOS BIENES PATRIMONIALES.

A diferencia de los bienes demaniales, la remisión a la ley que realiza el artículo 132.1 CE en orden a la regulación de
la administración, defensa y conservación de los bienes que constituyen el patrimonio del Estado, es una remisión
incondicionada. Quiere decirse que la CE no fija ningún principio, ni criterio, con arreglo a los cuales deba
establecerse ese régimen jurídico. De manera que es la LPAP la que ha establecido una regulación completa del
régimen de protección y defensa de los bienes patrimoniales de titularidad de las diversas Administraciones Públicas,
si bien, dado el reparto de competencias en la materia, su disposición final 2a ha precisado que dicha regulación no
alcanza en su integridad a los bienes de las Administraciones autonómicas.

En todo caso, conviene tener presente que se ha ido equiparando de manera progresiva el régimen de ambas
categorías de bienes (demaniales y patrimoniales), lo que se refleja claramente en la regulación adoptada por la
LPAP, que ha fijado un conjunto de normas comunes para todos los bienes públicos. No resulta infundado, de todas
formas, que así sea. En última instancia, es evidente la intercomunicación entre una y otra categoría, ya que no debe
olvidarse que el bien patrimonial afectado a un uso general o a un servicio público adquiere la condición de demanial,
y que, a la inversa, esa condición se pierde cuando se haga efectiva la correspondiente desafectación. Por eso, las
diferencias en el régimen de protección entre unos y otros se resumen en el carácter inalienable e imprescriptible de
los bienes de dominio público (del que no gozan los patrimoniales) y, sólo en parte, en el carácter inembargable, ya
que algunos bienes patrimoniales también se benefician de dicho privilegio. De ahí que debamos comenzar por
aclarar el alcance de la inembargabilidad de los bienes patrimoniales, porque, más allá de las señaladas diferencias,
en todo lo demás, el régimen de protección y defensa es común (sin perjuicio, de todas formas, de las regulaciones o
reglas específicas para los diversos tipos de bienes demaniales, las cuales son de aplicación preferente).

A) La regla de inembargabilidad de los bienes patrimoniales o privilegium fisci

El privilegio de inembargabilidad lo ostentan los bienes de dominio público y a los bienes patrimoniales,
este privilegio se ha extendido a toda la hacienda pública.

La STC 166/1998 de 15 de julio y posteriores vinieron a estimar que la inembargabilidad solo resulta
admisible en determinados supuesto y no con carácter general. Dado que el artículo 132 CE no extiende el
privilegio de la inembargabilidad a los bienes patrimoniales, aunque tampoco lo prohíbe, la referida
sentencia constitucional ha rechazado que tales bienes no sean susceptibles de embargo, a no ser que «se
encuentren materialmente afectados a un servicio público o a una función pública»

La doctrina constitucional ha llevado a que tanto en la LGP como en la LPAP se haya corregido o matizado el
alcance de la inembargabilidad, por cuanto queda circunscrita a «los bienes y derechos patrimoniales
cuando se encuentren materialmente afectados a un servicio público o a una función pública (artículo 30.3
LPAP). Y respecto del cumplimiento de las resoluciones judiciales que determinen obligaciones a cargo de la
Administración General del Estado o sus organismos, se añade que dicho cumplimiento «se efectuará de
conformidad con lo dispuesto en los artículos 44 de la Ley General Presupuestaria, texto refundido
aprobado por Real Decreto Legislativo 1091/1988, de 23 de septiembre [ya derogada por la LGP de 2003], y
106 de la Ley 29/1998, de 13 de julio, Reguladora de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa».

B) El inventario de bienes y derechos


El artículo 32.1 LPAP obliga a que las Administraciones Públicas dispongan de un inventario, en el que se
han de incluir todos los bienes y derechos que integren su patrimonio, haciendo constar en el mismo, con
el suficiente detalle, las menciones necesarias para su identificación y las que resulten precisas para reflejar
su situación jurídica y el destino o uso a que están siendo dedicados. Inventariar los bienes no siempre se
ha exigido con carácter general.

En el caso de los bienes de titularidad de la AGE, se ha constituido el Inventario General de Bienes y


Derechos del Estado, al que se refiere el artículo 32.2 LPAP. También las Comunidades Autónomas deben
disponer de sus respectivos inventarios de bienes y derechos, e, igualmente, las Entidades locales, de
acuerdo con lo dispuesto en los artículos 18 a 36 RBEL.

C) La inmatriculación registral. Las Administraciones Públicas deben inscribir en el Registro de la Propiedad los
bienes y derechos de su titularidad, tanto los demaniales como los patrimoniales, que sean susceptibles de
inscribirse.

La inscripción de los bienes públicos en el Registro de la Propiedad supone dotar a los mismos de la
importante protección jurídica que la institución registral presta a todos los bienes inmobiliarios de
titularidad privada. Sin embargo, la legislación hipotecaria, hasta fechas recientes, excluyó de la inscripción
registral a los bienes de dominio público.

Con la redacción dada al artículo 5 del Reglamento Hipotecario por el Real Decreto 1867/1998, de 4 de
septiembre, la situación ha cambiado, y bienes inmuebles de dominio público también pueden ser objeto
de inscripción, conforme a su legislación especial. Y, además, el artículo 4 precisa que serán inscribibles los
bienes inmuebles y los derechos reales sobre los mismos, sin distinción de la persona física o jurídica a la que
pertenezcan (por tanto, también los de las Administraciones públicas).

Así pues, la inscripción registral también ha quedado abierta a los bienes demaniales pero para los que sean
susceptibles de inscripción

Los artículos 36 a 38 LPAP, 46 a 53 del Reglamento de la Ley contienen la inscripción y regulación registral de
los bienes públicos.

D) La potestad de deslinde

Conforme al artículo 384 Código civil, ͞todo propietario dispone de la facultad de deslindar o fijar los límites
físicos de los inmuebles de su propiedad͟, en caso de que los propietarios privados colindantes manifiesten
su discrepancia, el deslinde solo podrá hacerse efectivo en virtud de un juicio declarativo. Sin embargo, la
situación cambia cuando el propietario que deslinda es la Administración, por cuanto ésta goza de la
potestad de autotutela, así, puede llevar a efecto el deslinde de sus bienes inmuebles (tanto de dominio
público como patrimoniales) frente a los de terceros, siempre que los límites entre ellos sean imprecisos o
existan indicios de usurpación.

Por tanto, la Administración puede por sí misma, de forma unilateral y sin intervención judicial declarar los
límites físicos de los inmuebles de su titularidad. De ahí que una vez que decide iniciar el procedimiento de
deslinde y mientras dure su tramitación, que no podrá ejercerse acción alguna ante el orden jurisdiccional
civil en solicitud de que se practique el deslinde. Tampoco puede el propietario usar contra la
Administración los interdictos, es decir, las acciones para la tutela sumaria de la posesión, previstas ahora
en el artículo 250.4 LECiv, lo que supone que la Administración puede despojar de la posesión al propietario
privado de forma inmediata.

Solo podrá acudir ante la jurisdicción contencioso-administrativa para impugnar las infracciones en las que,
se haya podido incurrir en la tramitación del procedimiento.

Para los bienes patrimoniales de la AGE, el artículo 52 LPAP establece un procedimiento cuyas
características más destacadas son las siguientes:

- El procedimiento se inicia de oficio por iniciativa de la propia Administración o a petición de los colindantes;
el acuerdo de iniciación se inscribe en el Registro de la Propiedad por medio de nota al margen y se publica
en el BOE y en el tablón de edictos del Ayuntamiento sin perjuicio de poder utilizar otros medios de
difusión y de notificar personalmente a los titulares de las fincas colindantes.

- En lo que se refiere a las actuaciones materiales de deslinde, el principal acto es el denominado apeo, en
el que, constituidos los representantes de la Administración y de los particulares en las fincas a deslindar, se
fijan sobre el terreno los mojones que marcan los linderos, procediéndose a levantar acta en la que los
particulares pueden formular las alegaciones que tengan por conveniente.

- Tras el apeo, se dicta resolución definitiva por la Administración (necesariamente en el plazo máximo de 18
meses, por cuanto transcurrido ese plazo el procedimiento incurre en caducidad), la cual se notificará a los
afectados, dándosele la misma publicidad que al acto de incoación.

- Cuando la resolución adquiera firmeza administrativa, se procederá al amojonamiento, consistente en la


colocación física de los mojones o marcas que señalan los límites de las propiedades, y a la inscripción del
deslinde en el Registro de la Propiedad.

Los artículos 56 a 68 RBEL regulan el procedimiento de deslinde para los bienes de titularidad de las
Entidades locales

E) Las potestades de recuperación posesoria y desahucio

El estatuto de la Administración reconoce el poder de recuperar y mantener por sí misma la posesión de los
bienes, sin necesidad del auxilio del juez civil. A diferencia de los particulares, que sólo pueden recuperar la
posesión de los bienes que legítimamente poseen mediando la intervención del juez, la Administración, tal
como dispone el artículo 55.1 LPAP, puede recuperar por sí misma la posesión indebidamente perdida
sobre los bienes y derechos de su patrimonio. Es el llamado ͞interdictum proprium͟, que puede ejercitarse
tanto respecto de los bienes demaniales como de los patrimoniales, con la única diferencia de que, si se
trata de bienes demaniales, la potestad de recuperación podrá ejercitarse en cualquier tiempo mientras que
si se trata de bienes patrimoniales, se requiere que la notificación de iniciación del procedimiento para
recuperar la posesión se haga antes de que haya transcurrido el plazo de un año contado desde el día
siguiente a aquél en que comenzó la usurpación. Sólo en el supuesto de que el plazo haya transcurrido (lo
que, por tanto, únicamente puede suceder con los bienes patrimoniales), la recuperación necesitará de la
intervención de la jurisdicción civil.

El ejercicio del interdictum proprium, de acuerdo con lo dispuesto en el artículo 56 LPAP, debe ajustarse a
las siguientes reglas: debe darse audiencia previa al interesado; una vez comprobado el hecho de la
usurpación posesoria y la fecha en que ésta se inició, se requerirá al ocupante para que cese en su
actuación, señalándose un plazo no superior a ocho días para ello; si no se produce el desalojo, la
Administración podrá proceder al mismo por cualquiera de los procedimientos de ejecución forzosa de los
actos administrativos, incluida la imposición de multas coercitivas y la compulsión sobre las personas, con
auxilio de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad.

La recuperación posesoria de los bienes demaniales cuando decaigan o desaparezcan las condiciones o las
circunstancias que legitimaban su ocupación por terceros, se denomina desahucio administrativo (artículo
58 LPAP). El procedimiento para el ejercicio de esta potestad es el mismo que el de la recuperación
posesoria pero es necesaria previamente la declaración de extinción o caducidad del título que otorgaba el
derecho de uso de los bienes demaniales y, en su caso, la fijación de la indemnización procedente (artículo
50 LPAP).

F) Imposición de servidumbres sobre los predios colindantes. La imposición de servidumbres sobre los predios
colindantes queda referida a determinados bienes de dominio público, tal como se prevé en las
regulaciones específicas de los mismos. A través de estas servidumbres legales se establecen perímetros de
protección que impiden que en los predios colindantes se realicen actividades que puedan perjudicar o
desnaturalizar al bien demanial.

o LOS BIENES COMUNALES: TITULARIDAD Y RÉGIMEN JURÍDICO

El artículo 132.1 CE también hace referencia a los bienes comunales (pastos, montes forestales) remitiendo a la Ley la
regulación de su régimen jurídico el cual ha de inspirarse en los principios de inalienabilidad, imprescriptibilidad e
inembargabilidad.

Según la jurisprudencia constitucional, los bienes comunales presentan una ͞naturaleza jurídica peculiar͟. Los
artículos 343 y 344 del Código civil no aluden para nada a los bienes comunales, razón por la cual se consideró
inicialmente que deberían merecer la calificación de bienes patrimoniales, la jurisprudencia mantuvo que se trataba
de bienes no susceptibles de tráfico jurídico lo que determinó que las normas de régimen local los considerasen
bienes de dominio público.

El artículo 2.3 RBEL declara que «tienen la consideración de comunales aquellos bienes que siendo de dominio público,
su aprovechamiento corresponde al común de los vecinos», lo que, en coherencia con esa condición demanial, ha
llevado a que en el apartado 4 del mismo artículo 2 quede atribuida la titularidad de los mismos a los Municipios y a
las Entidades locales, y el artículo 5 RBEL, reitera que son inalienables, inembargables e imprescriptibles, añadiendo
que no están sujetos a tributo alguno.

El aprovechamiento corresponde como ya hemos dicho a los vecinos con arreglo a la costumbre del lugar o, en su
caso, a las correspondientes ordenanzas locales, atribuyéndose a la entidad titular la administración y conservación
de los bienes y la garantía de su integridad.

Los usos son colectivos, aunque excepcionalmente pueden ser también usos o aprovechamientos por lotes. En este
supuesto, de acuerdo con lo dispuesto en el artículo 75.3 TRLRL, los lotes se podrán subastar, fijando como criterio
de adjudicación preferente el que, en caso de igualdad, se adjudicarán a los postores que sean vecinos.
Y cuando la explotación del bien comunal se realice mediante concesiones periódicas de suertes o cortas de madera
(cuando se trate de aprovechamientos forestales), se podrá exigir a los vecinos determinadas condiciones de
vinculación y arraigo o de permanencia en el Municipio o Entidad local y esas condiciones deberán ser fijadas en
Ordenanzas especiales, aprobadas por la Comunidad Autónoma y previo dictamen del Consejo de Estado o del
correspondiente Consejo consultivo.

o EL PATRIMONIO NACIONAL

El artículo 132.2 CE establece que la ley regula el Patrimonio Nacional. Esta nueva categoría de bienes, se refieren al
conjunto de bienes que históricamente formaron el Patrimonio Real o Patrimonio de la Corona y que, desde la Ley de
7 de marzo de 1940, se denomina Patrimonio Nacional.

Se aprobó la Ley 23/1982, de 16 de junio, que regula el Patrimonio Nacional, a la que se ha sumado la Ley 44/1995,
de 27 de diciembre, cuyo objetivo es dar una especial protección medioambiental para los bienes que destacan por
su valor para el medio ambiente (caso, por ejemplo, del monte de El Pardo, y de los bosques de Riofrío y de La
Herrería).

El Patrimonio Nacional está integrado por un conjunto de bienes muebles e inmuebles cuya titularidad la posee el
Estado y que están afectados al uso y servicio del Rey y de los miembros de la Real Familia para el ejercicio de la alta
representación que les corresponde, además, se admite, una afectación concurrente para fines culturales y
científicos. Y todo ello sin perjuicio de que puede disponerse que los bienes susceptibles de aprovechamiento
rentable sean objeto de explotación, mediante convenios o contratos con empresas particulares.

El artículo 4 de la Ley de 1982 enumera dichos bienes y queda abierta la posibilidad de que se puedan incorporar
nuevos bienes por afectación, decidida por el Gobierno a propuesta del Consejo de la Administración del Patrimonio
Nacional, como por donaciones hechas al Estado a través del Rey.

Cabe también la desafectación de los bienes del Patrimonio, aunque no puede alcanzar a bienes muebles o
inmuebles de valor histórico- artístico. Además, se integran en el Patrimonio Nacional los derechos y cargas sobre las
Fundaciones y Reales Patronatos enumerados por la propia Ley y cuyo protectorado corresponde al Rey.

La regulación legal declara la inalienabilidad, imprescriptibilidad e inembargabilidad de los bienes, los cuales gozan del
mismo régimen de exenciones tributarias que los bienes de dominio público, y establece que serán inscritos en el
Registro de la Propiedad como de titularidad estatal.

El Ministerio de Hacienda podrá ejercer las prerrogativas de recuperación, investigación y deslinde que corresponden
al Estado respecto de los bienes de dominio público.

La gestión y administración de los bienes y derechos del Patrimonio Nacional quedan atribuidas a un Consejo de
Administración, que se configura como una entidad de Derecho Público que, con personalidad jurídica y capacidad de
obrar, depende orgánicamente de la Presidencia del Gobierno.
TEMA 8
I. REQUISITOS COSNTITUTIVOS DE RESPONSABILIDAD
1. Caracterización general
De acuerdo con el artículo 106.2 CE y el artículo 32 LRJSP, las Administraciones Públicas responden
patrimonialmente de todo daño que los particulares -sin perjuicio de lo que, a propósito del término
«particulares», más adelante se precisará- sufran en cualquiera de sus bienes y derechos, siempre que:
- no exista el deber jurídico de soportarlo (daño antijurídico o lesión);
- se trate de un daño efectivo, individualizado y evaluable económicamente;
- sea imputable al funcionamiento normal o anormal de los servicios públicos, pudiendo proceder tanto
de un hecho como de un acto administrativo o de una omisión y sin necesidad de que concurra culpa o
negligencia en su producción, con la única excepción de los daños producidos por fuerza mayor y de los
daños imprevisibles o inevitables según el estado de los conocimientos de la ciencia o de la técnica en el
momento de producirse; y
- medie una relación de causalidad entre el hecho o el acto u omisión y el daño producido.
Así pues, la responsabilidad patrimonial queda referida a toda la actividad administrativa, sea de carácter
jurídico o puramente fáctico, incluyendo también la omisión o inactividad. Se trata, además, de una
responsabilidad directa, aunque derive de la acción dañosa de sus autoridades y funcionarios, sin perjuicio
de la posibilidad de ejercitar contra ellos la acción de regreso cuando hubieran incurrido en dolo, culpa o
negligencia grave. Y es, en fin, una responsabilidad que ha dado en calificarse como objetiva, por cuanto
prescinde de la idea de culpa, bastando con demostrar la existencia de una lesión -o daño antijurídicoimputable
causalmente a la Administración por el funcionamiento de sus servicios, autoridades y
empleados.
Esta responsabilidad aspira, por otra parte, a garantizar la reparación integral de la lesión. Principio de
total indemnidad que debe procurar la reparación plena y completa del daño sufrido, de modo que quede
restaurada la integridad del patrimonio del perjudicado, restituyéndolo en su pleno valor anterior al suceso
dañoso.
Estamos, por tanto, ante un sistema de responsabilidad que, al menos en su diseño legal, presenta gran
extensión y amplitud. Salvo que concurra alguna de las causas de exoneración legalmente previstas -fuerza
mayor, daño que el particular tenga el deber jurídico de soportar de acuerdo con la ley y daño imprevisible
o inevitable según el estado de los conocimientos de la ciencia o de la técnica existentes en el momento en
que se produce (artículos 32.1 y 34.1 LRJSP)-, la Administración ha de responder por cualesquiera daños que
su actuación pueda causar, procediendo a indemnizar a la persona que los sufra. Amplitud y carácter
abierto del sistema -se habla también de ambigüedad o indeterminación- verdaderamente notable, por
cuanto sanciona la responsabilidad directa de la Administración desvinculándola del criterio de la culpa
como único y exclusivo título de imputación.
Hechas estas precisiones iniciales, veamos seguidamente, con algún mayor detenimiento, los diversos
requisitos que han de concurrir para que surja la responsabilidad patrimonial de la Administración.

II. INDEMNIZACION Y EL PROCEDIMIENTO DE RECLAMACION

1. La indemnización: reparación integral del daño y criterios de valoración


La responsabilidad de la Administración genera la obligación de proceder a una reparación integral del
daño ocasionado, debiéndose pagar un valor de reposición o sustitución. La determinación de la extensión y
alcance de la reparación se fija por los tribunales en función de los elementos probatorios aportados, si bien
es evidente que hay daños de muy difícil valoración -piénsese en los daños no patrimoniales y morales-, lo
que necesariamente conduce a la adopción de criterios convencionales dada la amplia casuística que se
plantea.
Como ya hemos anticipado, la indemnización cubre tanto el daño emergente como el lucro cesante, si bien
en relación con éste existe una especial dificultad de prueba que hace que los tribunales procedan
normalmente a una ponderación alzada que suele calificarse de «ponderada» o «prudencial». Hasta la
LRJPAC de 1992 no existía en nuestro ordenamiento precepto alguno que regulara los criterios a manejar en
el cálculo de la indemnización, salvo el artículo 134.3 REF, que remitía para la valoración, en lo posible, a los
criterios de valoración expropiatorios utilizados por la LEF. El artículo 141.2 de la referida LRJPAC de 1992
estableció que «la indemnización se calculará con arreglo a los criterios de valoración establecidos en la
legislación de expropiación forzosa, legislación fiscal y demás normas aplicables, ponderándose, en su caso,
de acuerdo con las valoraciones predominantes en el mercado» y lo mismo reitera ahora el artículo 34.2
LRJSP, añadiendo, no obstante, que «en los casos de muerte o lesiones corporales se podrá tomar como
referencia la valoración incluida en los baremos de la normativa vigente en materia de Seguros obligatorios
y de la Seguridad Social».
Entre esos baremos orientativos -de viajeros, de minusvalías o discapacidades, para la fijación del grado de
dependencia, etc.-, no estará de más recordar el contenido básico del baremo de tráfico, que incorpora las
siguientes tablas indemnizatorias: tabla I, por muerte, incluyendo los daños morales, aunque en este caso se
da entrada a la consideración de un cierto perjuicio patrimonial, pues el daño moral se evalúa de forma
diversa según las edades de los perjudicados/beneficiarios o de los fallecidos; tabla II, que, como factores de
corrección, tiene en cuenta el daño patrimonial, referido a los ingresos del fallecido y, en su caso, a las
posibles discapacidades del perjudicado/beneficiario y la edad de los familiares supervivientes; tabla III, por
lesiones permanentes o secuelas, que incluye también los daños morales, lo que exige la intervención de un
perito para su determinación y puntuación de acuerdo con una horquilla de puntos que fija el baremo;
tabla IV, también como factores de corrección, que contempla los daños económicos y morales agravados en
función de las circunstancias y vinculados a las lesiones permanentes, como, por ejemplo, si la lesión
incapacitante para la actividad habitual es permanente parcial, o es total, o se trata de una lesión
permanente absoluta que impide cualquier actividad, o de una gran invalidez, etc.; y tabla V, por lesiones
temporales, incluidos los daños morales, en función de los días de baja y su carácter -según sean
hospitalarios, impeditivos o no impeditivos- y teniendo en cuenta también los perjuicios económicos en
consideración a los ingresos previos de la victima.
La indemnización es en dinero y, normalmente, consiste en una cantidad fija, pero el artículo 34.4 LRJSP
admite que se pueda «sustituir por una compensación en especie o ser abonada mediante pagos periódicos,
cuando resulte más adecuado para lograr la reparación debida y convenga al interés público, siempre que
exista acuerdo con el interesado».
Por último, para paliar las consecuencias económicas desfavorables derivadas del desfase temporal entre la
fecha de la lesión y la de la sentencia condenatoria, la solución consiste en la actualización de la cantidad
indemnizatoria, y, asimismo, también se prevé la condena al pago de intereses sobre la misma para el
supuesto de que el pago se demore. En este sentido, de acuerdo con las exigencias del principio de la
restitutio in integrum o reparación integral del daño, tal como suele recordar la jurisprudencia (por
ejemplo, STS de 17 de septiembre de 2010, rec. 373/2006, con cita de otras), el artículo 34.3 de la misma
LRJSP dispone lo siguiente: «La cuantía de la indemnización se calculará con referencia al día en que la
lesión efectivamente se produjo, sin perjuicio de su actualización a la fecha en que se ponga fin al
procedimiento de responsabilidad con arreglo al Índice de Garantía de la Competitividad, fijado por el
Instituto Nacional de Estadística, y de los intereses que procedan por demora en el pago de la
indemnización fijada, los cuales se exigirán con arreglo a lo establecido en la Ley 47/2003, de 26 de
noviembre, General Presupuestaria, o, en su caso, a las normas presupuestarias de las Comunidades
Autónomas».
Por lo que se refiere a los intereses por demora en el pago de la indemnización fijada, la remisión a la Ley
General Presupuestaria -en concreto, a lo dispuesto en los artículos 17 y 24- supone que si la Hacienda no
paga dentro de los tres meses siguientes al día de la notificación de la resolución judicial o del
reconocimiento de la obligación, habrá de abonarse el interés legal previsto en la ley o leyes de
presupuestos de los ejercicios a considerar, pero ello sólo desde que el acreedor, una vez transcurrido dicho
plazo, reclame por escrito el cumplimiento de la obligación. Es preciso, por tanto, que el interesado intime a
la Administración, poniendo de manifiesto el vencimiento del plazo de los tres meses. Sin embargo, este
régimen debe considerarse desplazado por el establecido en el artículo 106, apartados 2 y 3, LJCA cuando la
indemnización haya quedado fijada por sentencia firme. Así lo viene manteniendo la jurisprudencia (por
todas, STS de 20 de noviembre de 2013, rec. 267/2011), lo que supone que, sin necesidad ya de interpelación
ninguna, se cuantificarán los intereses aplicando a la cantidad indemnizatoria el interés legal del dinero y
los mismos se devengarán por el periodo entre la fecha de notificación de la sentencia y el momento en el
que el pago se haga efectivo, sin perjuicio de que, si transcurren tres meses desde la firmeza de la sentencia
sin que se haya procedido a su ejecución, en el correspondiente incidente el órgano jurisdiccional pueda
incrementar en dos puntos el interés legal a devengar.
2. El procedimiento: la acción de responsabilidad y la unidad de fuero
La LPAC prevé un único procedimiento para instar el reconocimiento de la responsabilidad patrimonial de
la Administración, independientemente de que la misma derive de un hecho o de un acto administrativo.
Ese procedimiento, además, es el procedimiento administrativo común que se regula en los artículos 54 y
siguientes de la referida Ley, aunque incorporando determinadas especialidades. Como ya anticipamos en
la sección primera del capítulo VI del tomo I de esta obra, al estudiar el procedimiento administrativo
común, la nueva LPAC ha adoptado la discutible decisión de eliminar el procedimiento específico (o
especial) para la tramitación de las reclamaciones que estableció la LRJPAC de 1992 y, en su desarrollo, el
Real Decreto 429/1993, de 26 de marzo, respondiendo así -según se afirma expresamente en su preámbulo-
«a uno de los objetivos que persigue esta Ley, la simplificación de los procedimientos administrativos y su
integración como especialidades en el procedimiento administrativo común, contribuyendo así a aumentar
la seguridad jurídica». Sin embargo, la realidad es que la simplificación y seguridad pretendidas se han
traducido, sencillamente, en que lo que era una regulación unitaria e integral ha pasado a quedar
diseminada a todo lo largo de la Ley, fruto del inexplicable despiece o desintegración al que se ha procedido,
sin que, por otra parte, se registren cambios sustantivos o materiales significativos en la regulación del
procedimiento.
Por lo demás, conviene ya indicar que el procedimiento para ejercitar la acción de responsabilidad o para
fijarla de oficio, podrá adoptar, como procedimiento administrativo común que es, una tramitación
simplificada, en los términos que prevé el artículo 96.4 LPAC. Esa tramitación simplificada, al igual que se
previera en la anterior regulación, procederá, en concreto, si, una vez iniciado el procedimiento común, «el
órgano competente para su tramitación considera inequívoca la relación de causalidad entre el
funcionamiento del servicio público y la lesión, así como la valoración del daño y el cálculo de la cuantía de
la indemnización», en cuyo caso «podrá acordar de oficio la suspensión del procedimiento general y la
iniciación de un procedimiento simplificado». Este procedimiento simplificado, como ya hemos visto al
estudiar el procedimiento en el capítulo VI del tomo I, deberá ser resuelto en el plazo de treinta días a
contar desde el siguiente al que se notifique al interesado el acuerdo, bastando con observar los trámites
que establece el mismo artículo 96, en su apartado 6, LRPAC.
Como cualquier otro procedimiento administrativo común, el dirigido a dilucidar la responsabilidad
patrimonial de la Administración puede iniciarse de oficio o por reclamación de los interesados, aunque la
iniciación sólo será posible cuando no haya prescrito el derecho a la reclamación (artículos 65.1 y 67.1
LPAC). Un derecho que, según establece el mismo artículo 67.1 LPAC, y dejando ahora al margen otros
supuestos, «prescribirá al año de producido el hecho o el acto que motive la indemnización o se manifieste
el hecho lesivo», tal como veremos más adelante.
Por lo que respecta a la iniciación de oficio, el acuerdo de iniciación ha de notificarse al particular
presuntamente lesionado (interesado), al cual se le concederá un plazo de diez días para que aporte cuantas
alegaciones, documentos o información estime convenientes a su derecho y proponga cuantas pruebas sean
pertinentes para el reconocimiento del mismo, teniendo en cuenta, de todas formas, que, aun cuando no se
persone en el plazo establecido, el procedimiento iniciado se instruirá y, por tanto, continuará la
tramitación del mismo (artículo 65.2 LPAC).
La iniciación a solicitud del interesado (quien presuntamente haya sufrido la lesión) requiere la
observancia de los requisitos generales de toda solicitud que enumera el artículo 66 LPAC, pero, además, en
dicha solicitud «se deberán especificar las lesiones producidas, la presunta relación de causalidad entre
éstas y el funcionamiento del servicio, la evaluación económica de la responsabilidad patrimonial, si fuera
posible, y el momento en que la lesión efectivamente se produjo, e irá acompañada de cuantas alegaciones,
documentos e informaciones se estimen oportunos y de la proposición de prueba, concretando los medios
de que pretenda valerse el reclamante».
La reclamación debe formularse en el plazo máximo de un año, pues, tal como ya hemos dicho, la acción
prescribirá al año de haberse producido el hecho o el acto que motive la indemnización o de manifestarse
su efecto lesivo. No obstante, ese plazo queda alterado en los dos supuestos siguientes: cuando se trate de
daños personales de carácter físico o psíquico, ya que el plazo de prescripción comienza a computarse
desde la curación o determinación del alcance de las secuelas (artículo 67.1 in fine LPAC); y en los casos en
que proceda reconocer derecho a la indemnización por anulación en vía administrativa o contenciosoadministrativa
de un acto o disposición de carácter general, el plazo comenzará a partir de la notificación
de la resolución administrativa o de la sentencia firme (artículo 67.1, párrafo 2º, LPAC).

En lo que atañe al desarrollo del procedimiento, la tramitación del mismo incluye la práctica de pruebas, de
acuerdo con las reglas de los artículos 77 y 78 LPAC, así como el trámite de audiencia al interesado y el
informe preceptivo del servicio a cuyo funcionamiento se impute el daño y, cuando las indemnizaciones
sean de cuantía igual o superior a 50.000 euros o a la que se establezca en la correspondiente legislación
autonómica, y en los casos en que así lo disponga la Ley Orgánica 3/1980, de 22 de abril, del Consejo de
Estado, también será preceptivo el dictamen de éste o, en su caso, del órgano consultivo de la
correspondiente Comunidad Autónoma (artículo 81.2, párrafo 1º, LPAC), el cual se deberá emitir en el plazo
de dos meses. Además, el órgano instructor del procedimiento debe formular y remitir al órgano
competente para decidir una propuesta de resolución que, en su caso, podrá consistir en la terminación
convencional del procedimiento, en cuyo caso, si se estimase procedente, se someterá al interesado para su
formalización (artículos 81.2, párrafo 2º, y 91.1 LPAC). De ser rechazada la propuesta de terminación
convencional, el órgano competente resolverá pronunciándose sobre la existencia o no de la relación de
causalidad y, en su caso, sobre la valoración del daño causado y la cuantía y el modo de la indemnización
(artículo 91.2 LPAC).
El procedimiento se resolverá por el Consejo de Ministros -si una ley así lo dispusiera- o por el Ministro
respectivo -lo que es regla general-, por los órganos correspondientes de las Comunidades Autónomas y de
las Entidades que integran la Administración local, o, en su caso -cuando sus normas de creación así lo
determinen- por los órganos que corresponda de las Entidades de Derecho Público que hayan ocasionado el
daño.
La resolución expresa agota la vía administrativa y será recurrible ante la jurisdicción contenciosoadministrativa.
Aunque si no hubiera resolución expresa y notificación de la misma en el plazo de seis
meses desde que se iniciara el procedimiento, se podrá entender desestimada la solicitud de indemnización,
quedando expedita la vía del recurso contencioso-administrativo (artículo 91.3 LPAC).
Este procedimiento de reclamación es igualmente aplicable a los casos en los que las Administraciones
Públicas actúen en relaciones de Derecho privado (artículo 35 LRJSP), ya que, sin perjuicio de algunas
excepciones -así sucede con la responsabilidad civil subsidiaria del Código Penal en relación con los delitos
cometidos por autoridades y funcionarios, o cuando se trata de la responsabilidad por daños causados por
menores bajo la guarda o tutela legal de la Administración, de acuerdo con lo dispuesto por el artículo 61.3
de la Ley Orgánica 5/2000, de 12 de enero, reguladora de la responsabilidad de los menores, o, incluso,
cuando se demanda únicamente a la compañía de seguros de la Administración-, se ha unificado
definitivamente el régimen procesal aplicable, eliminando la tradicional dualidad jurisdiccional y
atribuyendo en exclusiva a la jurisdicción contencioso-administrativa el conocimiento de las pretensiones
indemnizatorias.
3. La acción de regreso de la Administración frente a las autoridades y personal a su servicio
Dado que la responsabilidad patrimonial de la Administración alcanza a todos los daños causados por el
funcionamiento de los servicios públicos, incluidos los imputables a la acción u omisión de las autoridades y
personal a su servicio -siempre, claro es, que guarden relación con el ejercicio de sus funciones-, el artículo
36.4 LRJSP dispone que, una vez que la Administración haya indemnizado directamente al lesionado,
«exigirá de oficio en vía administrativa de sus autoridades y demás personal a su servicio la
responsabilidad en que hubieren incurrido por dolo, culpa o negligencia grave, previa la instrucción del
correspondiente procedimiento». De este modo, es la Administración quien responde ante la víctima de
manera directa y exclusiva, al haber quedado eliminada (lo que se hizo ya efectivo tras la reforma de la
LRJPAC de 1999), la tradicional posibilidad de que el lesionado pudiera optar por dirigir la correspondiente
acción civil de responsabilidad contra la autoridad o funcionario causante del daño. Pero, dejando ahora al
margen el supuesto de la responsabilidad civil vinculada a la responsabilidad penal por la comisión de
delitos dolosos y culposos -al que de inmediato nos referiremos-, esta responsabilidad patrimonial de la
Administración directa y exclusiva no excluye que, si los daños son imputables a la acción u omisión dolosa
o culposa de las personas a su servicio, sean éstos quienes, a su vez, deban responder ante la propia
Administración.
Conviene destacar, a este respecto, que, de acuerdo con ya citado artículo 36.2 LRJSP, el ejercicio de la
llamada acción de regreso es obligatorio -la Administración «exigirá de oficio», dice su tenor literal-, aunque
el párrafo 2º del mismo artículo de inmediato añade que «para la exigencia de dicha responsabilidad y, en
su caso, para su cuantificación, se ponderarán, entre otros, los siguientes criterios: el resultado dañoso
producido, la existencia o no de intencionalidad, la responsabilidad profesional del personal al servicio de
las Administraciones Públicas y su relación con la producción del resultado dañoso». En consecuencia, el
efectivo ejercicio de la acción de regreso termina dependiendo de cómo se interpreten y apliquen los
referidos criterios de ponderación, pues, de seguirse un criterio muy estricto, a pesar de ser obligatorio, ese
ejercicio no pasará de ser excepcional. Y la realidad es que no otra cosa viene sucediendo, como bien lo
prueba el hecho de que las Administraciones Públicas apenas hacen uso de dicha acción.
También procederá exigir responsabilidad a las mismas autoridades y demás personal por los daños y
perjuicios que por dolo, culpa o negligencia graves causen en los bienes y derechos de las Administraciones
Públicas (artículo 36.3 LRJSP). Y tanto en éste supuesto, como en el anterior, el procedimiento que habrá de
instruirse se sustanciará conforme a lo dispuesto en la LPAC y se iniciará por acuerdo del órgano
competente, que se notificará al interesado y contará, al menos, de los siguientes trámites: alegaciones
durante un plazo de quince días; práctica de las pruebas admitidas y cualesquiera otra que el órgano
competente estime oportunas durante un plazo de quince días; audiencia durante un plazo de diez días;
formulación de la propuesta de resolución en un plazo de cinco días a contar desde la finalización del
trámite de audiencia; y resolución por el órgano competente en el plazo de cinco días (artículo 36.4 LRJSP).
La resolución pondrá fin a la vía administrativa (artículo 36.5 LRJSP) y, en su caso, si se estima que procede,
se pasará el «tanto de culpa a los Tribunales competentes», es decir, a los tribunales del orden penal
(artículo 36.3 LRJSP).
Conviene tener en cuenta, por último, la relación existente entre la declaración de responsabilidad
patrimonial y el ejercicio de la acción de regreso posterior. Una cuestión que ha quedado precisada
adecuadamente en la STC 15/2016, de 1 de febrero. Aunque la sentencia toma en consideración la
preexistente regulación de la LRJPAC de 1992, su doctrina también es referible a la nueva regulación, por
cuanto la misma ningún cambio ha introducido. Dice así el Tribunal Constitucional: «La regulación de la
acción de responsabilidad contra la Administración diseñada por el legislador, en definitiva, implica que el
derecho o interés legítimo afectado es el de la persona perjudicada que ejercita la acción para ver reparado
el daño objetivo sufrido, siendo la Administración la que actuará en calidad de demandada, sin juzgarse
una responsabilidad añadida, distinta y de carácter subjetivo del personal al servicio de la Administración
pública que haya intervenido por acción u omisión en la situación controvertida», si bien «el régimen
jurídico de la responsabilidad en esta tipología de casos prevé, como cláusula de cierre, que la
Administración pueda repercutir sobre el empleado público subjetivamente responsable la cantidad
abonada por el funcionamiento de sus servicios públicos, mediante el ejercicio de la acción de regreso
prevista en el art. 145 LRJPAC [ actual artículo 36 LRJSP ]. Una acción de ejercicio obligatorio por la
Administración cuando se aprecie la concurrencia de un doble presupuesto: que la acción u omisión del
empleado público concernido se haya realizado con dolo, culpa o negligencia graves y, en segundo lugar,
que la Administración haya procedido al abono de la indemnización por el daño objetivo causado en razón
de ella (acordada bien en una resolución administrativa no impugnada, bien en una sentencia judicial
firme)». Por tanto, «de los arts. 139 y 145 LRJPAPC se sigue, a modo de síntesis, la consideración de dos
momentos y la configuración jurídica de dos acciones diferentes, con objetos distintos, aunque secuenciales
y encadenadas: la reclamación del perjudicado, primero (garantizando que, de apreciarse un nexo causal
entre perjuicio y funcionamiento del servicio público, pueda ser reparado de forma íntegra e inmediata por
el daño objetivo que se le haya ocasionado) y la eventual acción de regreso contra el empleado público,
después, si se dan los presupuestos establecidos en la norma (responsabilidad subjetiva por dolo, culpa o
negligencia graves, de haberse reparado económicamente el daño objetivo derivado del funcionamiento de
los servicios públicos)». La consecuencia de todo esto es que «el tenor literal de los preceptos de la Ley de
régimen jurídico de las Administraciones públicas y del procedimiento administrativo común concernidos
acredita inequívocamente que no es condición de la segunda acción, o de regreso, que la acción u omisión
dañosa, el dolo, culpa o negligencia graves, potencialmente imputables a un concreto empleado público,
fueran objeto de enjuiciamiento, ni de declaración probatoria como causante del perjuicio, en el primer
proceso de responsabilidad objetiva de la Administración. En lo referido a ese proceso antecedente
únicamente se dispone, y es cuestión bien distinta sin sombra de incertidumbre, que los particulares
afectados hayan demandado a la Administración "las indemnizaciones por los daños y perjuicios causados
por las autoridades y personal a su servicio"» (art. 145.1 LRJPAC) [actual artículo 36.1 LRJSP]; esto es, por el
daño objetivo, con el resultado de una reparación económica reconocida». O en otros términos: «Los
razonamientos que pueda contener la fundamentación jurídica de la Sentencia del primer proceso
(responsabilidad objetiva de la Administración) o las afirmaciones de la resultancia fáctica derivadas de la
prueba practicada que puedan referirse a la responsabilidad subjetiva de autoridades o personal de la
Administración, si se hubiera llegado a formular o desplegar con ocasión del examen el daño objetivo
aducido, no podrán acarrear en ninguna circunstancia, en tanto que no constituyen el objeto del proceso de
responsabilidad objetiva, un efecto positivo de cosa juzgada material en los procedimientos ulteriores que
enjuicien la responsabilidad subjetiva de los empleados públicos. O por expresar la idea en palabras de
nuestra jurisprudencia: no se produce un efecto de predeterminación o vinculación conforme al cual el Juez
posterior haya de partir necesariamente de la previa declaración judicial firme, cuando tenga que decidir
sobre una pretensión de la que sea elemento prejudicial lo ya juzgado por aquélla, ni tampoco, por igual
razón, el juzgador quedará sujeto a los hechos que hubieran sido declarados probados a la hora de abordar,
en el proceso sucesivo, la imputación subjetiva del daño». Y aún se añade: «Ciertamente, no hay
determinación clara en la regulación legal en cuanto al cauce a través de cual apreciar la posible
concurrencia del dolo, culpa o negligencia graves de autoridades y personal de la Administración. Ante tal
silencio, no cabe descartar que la Administración pudiera querer sostener su existencia en lo que pudo
razonarse o probarse en el proceso de responsabilidad objetiva. Pero incluso si fuera de ese modo,
convirtiendo aquellas declaraciones en el soporte aducido para dinamizar el procedimiento del art. 145
LRJPAC, tal circunstancia no permitiría soslayar que el primer proceso no sustanció responsabilidad
subjetiva alguna que opere con el efecto positivo de la cosa juzgada material. Prueba de ello es el propio
procedimiento [...] en desarrollo del art. 145.2 LRJPAC [actual artículo 36.2 LRJSP]; trámite y garantías que
carecerían de sentido si existiera predeterminación fáctica o vinculación jurídica, desde un prisma de
imputación subjetiva, a lo declarado, en su caso, por la Sentencia que juzgo la responsabilidad objetiva de la
Administración». Todo lo cual lleva a concluir, en relación con la demanda de amparo planteada, que «de
acuerdo con esa conclusión, no causaron indefensión las resoluciones impugnadas que apreciaron la falta
de legitimación del demandante de amparo para ser parte en el proceso de responsabilidad objetiva de la
Administración por ausencia de interés legítimo, toda vez que la declaración de responsabilidad de la
Administración no comporta, automáticamente, beneficio o perjuicio alguno en su esfera jurídica. Será en
un momento posterior, en el del ejercicio de la acción de regreso (iniciada en este caso según consta en la
documentación aportada en la demanda de amparo) o en el de la eventual incoación de un expediente
sancionador, donde el demandante podrá formular alegaciones, proponer y practicar la prueba admitida y,
en su caso, recurrir en la vía jurisdiccional contencioso-administrativa la resolución definitiva y firme que
se dicte, manteniéndose así indemnes sus posibilidades de defensa».

1. Responsabilidad subsidiaria de la Administración en los delitos dolosos y culposos de autoridades y


funcionarios
Sin perjuicio de la acción de responsabilidad directa contra la Administración, el artículo 121 del Código
Penal de 1995 -al que, por lo demás, remite el artículo 37.1 LRJSP- dispone que, si en el proceso penal se
exigiese la responsabilidad civil de la autoridad, agentes y contratados, o funcionarios públicos, por razón
del delito cometido, la pretensión deberá dirigirse simultáneamente contra la Administración o ente público
presuntamente responsable civil subsidiario. Se trata, pues, de una responsabilidad civil subsidiaria de la
Administración, que, en el supuesto de exigirse, parece quedar vinculada expresamente a la comisión de
delitos dolosos o culposos y no a la de faltas.
En consecuencia, obsérvese que con esta interpretación jurisprudencial se favorece una ampliación del
ámbito de intervención de la jurisdicción penal. De manera que, aun cuando la cuestión no tenga mayor
trascendencia para la persona que sufre el daño -dado que siempre puede acudir a la vía de la
responsabilidad patrimonial de la Administración al no quedar obligada a exigir la responsabilidad civil en
el proceso penal (artículo 37.2 LRJSP)-, esa ampliación no deja de ser disfuncional, al dificultar la plena
consolidación del principio de unidad de fuero para todos los asuntos en los que esté en juego la
responsabilidad patrimonial de la Administración. O dicho en otros términos, aumenta el riesgo,
lógicamente, de que, por razón de la intervención de uno u otro orden jurisdiccional, se puedan producir
indeseables divergencias en el entendimiento y aplicación de los criterios mismos que han de regir dicha
responsabilidad.
2. Responsabilidad derivada de actuaciones policiales
Como regla general, si la policía ocasiona algún daño resarcible lo será porque su funcionamiento no ha
sido normal o, lo que es lo mismo, porque no ha observado los estándares normativos a los que debe ajustar
su actuación, tal como se concretan en el artículo 5 de la Ley Orgánica 2/1986, de 13 de marzo, de Fuerzas y
Cuerpos de Seguridad. La jurisprudencia pone de manifiesto, en efecto, que la apreciación de que ha
existido un funcionamiento anormal de las fuerzas de seguridad suele vincularse a comportamientos que
infringen los principios básicos contenidos en el citado artículo, lo que no quiere decir, de todas formas,
que, en algunas ocasiones, aunque lo sea de manera excepcional, también del funcionamiento normal
puedan dimanar daños que, por ser antijurídicos, deban ser igualmente indemnizados.
Ante la muy diversa casuística que se plantea -daños derivados como consecuencia de detenciones, sean
suicidios o lesiones, o de actuaciones policiales en reuniones y manifestaciones, también del uso de armas,
tanto en acto de servicio como fuera de él, de entradas y registros domiciliarios, de la emisión de
determinados informes y documentos policiales, etc.-, el criterio fundamental que suele seguirse para
dilucidar la existencia o no de responsabilidad es el de la proporcionalidad. Y es que la falta de
proporcionalidad en la acción o respuesta policial constituye un funcionamiento anormal del servicio capaz
de enervar las consecuencias anudadas a la interrupción o interferencia del nexo causal debida a la
conducta antijurídica de la víctima. La conducta policial desproporcionada es, por definición, constitutiva
de un funcionamiento anormal.
El funcionamiento anormal también puede producirse como consecuencia de omisiones policiales. Entre
otras, la STS de 28 de octubre de 1986 resulta bien ilustrativa de lo que se dice, pues la responsabilidad que
declaró trajo causa del hecho de que la policía no actuó para evitar una contramanifestación, sabiendo que
podía producirse y podía provocar daños. Y seguramente uno de los casos más importante de
responsabilidad de la Administración debida a una omisión policial haya sido el que dio lugar a la Sentencia
de 31 de enero de 1996, en el asunto Hipercor, como consecuencia del atentado terrorista contra un
establecimiento comercial en Barcelona, en julio de 1987. El daño, obviamente, lo produjeron los terroristas,
pero la sentencia estimó la existencia de relación de causalidad entre la no adopción por la policía de ciertas
medidas -la falta de evacuación del edificio y de intervención del servicio de desactivación de explosivos- y
los daños producidos, por lo cual condenó a la Administración a abonar al recurrente una indemnización
compatible con el resarcimiento por daños a víctimas de bandas armadas y elementos terroristas.
Como ya hemos dicho, tampoco cabe descartar que del funcionamiento normal se deriven daños
individualizados que, al exceder de las cargas generales que deben ser soportadas por los ciudadanos,
puedan llegar a merecer la calificación de antijurídicos, surgiendo así en quien los sufre un efectivo derecho
a su resarcimiento.
3. Responsabilidad en el ámbito sanitario público
El régimen de responsabilidad patrimonial de la Administración encuentra, asimismo, un destacado campo
de aplicación en el ámbito sanitario. Los principales criterios que la jurisprudencia viene manteniendo en
relación con los supuestos indemnizatorios por responsabilidad en los servicios públicos de salud, teniendo
en cuenta que los daños producidos son normalmente daños personales o corporales -es decir, daños a la
integridad física e, incluso, a la propia vida- y que las acciones concretas que pueden producir el daño
generador de la obligación de indemnizar son muy variadas -lesiones derivadas de una intervención
quirúrgica, de la ingestión de medicamentos contraindicados, el agravamiento y muerte del paciente como
consecuencia de un acto médico, lesiones ocasionadas a un interno en un establecimiento psiquiátrico por
el personal enfermero al tratar de reducirle, etc.-, se pueden resumir de la siguiente forma, sin perjuicio de
otras precisiones que se contienen en el epígrafe siguiente.
En primer lugar, no se exige la concurrencia de actuación negligente de los médicos o del personal que han
prestado atención al paciente, viniéndose con ello a separar la responsabilidad patrimonial de la
Administración sanitaria de la responsabilidad civil o penal de los profesionales al servicio de la Sanidad
pública.
En segundo lugar, como ya hemos visto, queda excluida la antijuridicidad del daño -y, por tanto, el deber de
indemnizar- cuando el mismo sea imposible de prever o de evitar según el estado de conocimiento de la
ciencia en el momento en que se produce (artículo 34.1 LRJSP), aunque conviene tener presente que no cabe
confundir el «estado de conocimiento o de la técnica» con el «estado de la legislación», lo que significa que
la responsabilidad de la Administración no puede quedar excluida por el hecho de que determinada
práctica médica no sea legalmente exigible. En definitiva, lo que importa es que pueda probarse que, dado
el estado de conocimiento o de la técnica, el resultado lesivo era imposible de prever o de ser evitado.
Y, en tercer lugar, los problemas más difíciles se plantean en torno a los requisitos de imputación a la
Administración y de relación de causalidad entre la actividad y el resultado de la misma, pudiéndose
apreciar en la jurisprudencia una tendencia a flexibilizar el requisito de la causalidad, como bien lo prueba
la doctrina, antes recordada, de la «pérdida de oportunidad». Sobre este particular, se suele afirmar que el
nexo causal no debe ser exigido con total plenitud, de manera que, aun cuando no pueda acreditarse que las
deficiencias en el funcionamiento del hospital o centro de salud públicos sean la causa única del daño,
habrá responsabilidad patrimonial de la Administración si se constata que esas deficiencias en el
funcionamiento del servicio son «de por sí aptas para la producción del resultado lesivo cuya reparación se
pretende». Y, asimismo, la concurrencia de causas en la producción del daño determinará que a la
Administración se le impute exclusivamente una parte del resultado dañoso.
Tema 9
1. RESPONSABILIDAD DEL PODER JUDICIAL

El art. 121 CE dispone: ͞Los daños causados por error judicial, así como los que sean consecuencia del
funcionamiento anormal de la Administración de Justicia, darán derecho a una indemnización a cargo del Estado,
conforme a la Ley.͟

El ejercicio de la acción indemnizatoria en el ámbito de la Administración de Justicia se reconduce a dos supuestos:


error judicial y funcionamiento anormal de la Administración de Justicia. El legislador ha previsto otro título específico
de imputación, la prisión preventiva, quedando así precisados los tres supuestos básicos en los que se manifiesta la
responsabilidad patrimonial del Estado-Juez. Un cuarto supuesto es el de la responsabilidad por incumplimiento del
Derecho de la UE.

Hasta la aprobación de la Constitución de 1978, el único supuesto de responsabilidad directa del Estado en el ámbito
de la actividad jurisdiccional era el previsto en el art. 960.2 de la LECr. Hubo que esperar a la Constitución de 1978, y
en su desarrollo a la LOPJ de 1985, para que quedaran ampliados los supuestos de responsabilidad patrimonial
directa del Estado. La LRJSP se limita a remitir lo dispuesto en la LOPE (art. 32.7).

a. El error judicial. Requisitos y procedimiento.

De acuerdo con lo establecido por el art. 292 LOPJ, en desarrollo del art. 121 CE, el error judicial, como presupuesto
de la responsabilidad patrimonial del Estado, queda referido al producido con ocasión de actuaciones judiciales
formalizadas en el proceso mediante sentencias y autos. El error debe ser declarado específicamente en sentencia
recaída en juicio de revisión o, en sentencia dictada por la correspondiente Sala del TS o por la Sala que configura el
art. 61 LOPJ. La mera revocación o anulación de una resolución no presupone ni genera por sí sola responsabilidad
patrimonial del Estado (art. 293.1 LOPJ).

El concepto de error judicial se concibe en términos sumamente restrictivos. El error judicial queda exclusivamente
ceñido a una ͞equivocación especialmente acentuada͟. El error judicial no se puede identificar con el acierto de la
decisión a la que se le imputa el yerro, sino más bien con ͞el mantenimiento de la resolución judicial dentro de los
límites de la lógica y de la razonabilidad en la apreciación de los hechos y en la interpretación del Derecho͟. La STS de
10 de abril de 2006 resume los requisitos.

Para que el error judicial pueda dar lugar a una indemnización es preciso que medie una equivocación manifiesta que
haya provocado conclusiones fáticas o jurídicas ͞ilógicas, irracionales, insensatas o absurdas͟, que rompan la armonía
del orden jurídico. Que parece que ͞más que un error se exige un horror judicial͟. No toda equivocación es calificable
como error judicial a los efectos indemnizatorios por responsabilidad.

Aun cuando no toda la inexactitud o equivocación del juzgador tenga relevancia constitucional, bastará con constatar
que el error es evidente o notorio, que constituye la ratio decidendi de la resolución y que el mismo es sólo atribuible
al órgano que lo cometió para que en tal caso se estime vulnerado el derecho a la tutela judicial efectiva. El contraste
de la interpretación del alcance del error judicial, según se trate del derecho a la tutela judicial o de la
responsabilidad patrimonial por daños, resulta manifiesto y un tanto injustificado.

Una vez haya sido declarado el error, la pretensión indemnizatoria debe formularse ante el Ministerio de Justicia,
tramitándose la misma con arreglo a las normas reguladoras del procedimiento de responsabilidad patrimonial de las
Administraciones Públicas (art. 2939.2 LOPJ)

Para hacer efectiva la responsabilidad del Estado por error judicial será necesario que quien lo haya sufrido obtenga
del correspondiente órgano jurisdiccional la acción de responsabilidad. Y la resolución administrativa sobre la
petición puede dar lugar, de ser estimatoria, a un nuevo proceso judicial ante la jurisdicción contencioso-
administrativa.

b. Funcionamiento anormal de la Administración de Justicia. En especial, las dilaciones indebidas.

El artículo 121 CE prevé la responsabilidad patrimonial del Estado por el ͞funcionamiento anormal͟ de la
Administración de Justicia. Se marca así una diferencia destacada con el artículo 106.2 CE

La exclusión del funcionamiento anormal como título de imputación encuentra fácil explicación si se observa que los
daños son consustanciales a la propia Administración de Justicia. Aunque funcione correcta y adecuadamente, su
actuación siempre conlleva ciertos perjuicios y daños para los particulares que con ella tienen que relacionarse.

Sólo cuando existan daños derivados de un defectuoso funcionamiento de la Administración de Justicia surgirá la
responsabilidad patrimonial del Estado. Los daños que se produzcan por dolo o culpa grave de los jueces y
magistrados son constitutivos de un funcionamiento anormal del que debe responder directamente el Estado, pero
también lo son los que deriven de un irregular funcionamiento objetivo, para lo cual habrá que atender a los
estándares de actuación y rendimiento normalmente exigibles en cada momento y circunstancia histórica.

El artículo 292 LOPJ prevé este supuesto de responsabilidad patrimonial por funcionamiento anormal sin
particularidad alguna. Lo que sucede es que para poder instar la acción de responsabilidad no será precisa
declaración judicial alguna previa que declare la existencia del título de imputación, de manera que el perjudicado
podrá dirigir directamente la correspondiente petición al Ministerio de Justicia, sin perjuicio de que contra la
resolución que éste dicte cabrá recurso contencioso-administrativo.

El supuesto típico lo constituyen las llamadas dilaciones indebidas en la tramitación y resolución de los procesos
judiciales. El retraso excesivo en la dispensa de justicia, más allá del estándar medio que marca la normalidad
incuestionablemente puede dar lugar a una indemnización a cargo del Estado por funcionamiento anormal, siempre
que de ello se deriven daños efectivos y evaluables para quien lo sufre.

Dado que frente a las dilaciones indebidas quien las sufre cuenta con la protección de los propios órganos
jurisdiccionales y, en última instancia, con la del TC a través del recurso de amparo, cuando se declare la vulneración
del derecho fundamental, tal declaración puede facilitar la posterior declaración de responsabilidad patrimonial del
Estado por funcionamiento anormal.

c. Prisión preventiva.

También puede determinar la responsabilidad patrimonial del Estado. Se configura como un supuesto específico de
responsabilidad basada en el sacrificio especial que recae en la persona que, tras pasar un periodo de prisión
preventiva, finalmente queda absuelta del delito que se le imputaba. Artículo 294 LOPJ: ͞1. Tendrán derecho a
indemnización quienes, después de haber sufrido prisión preventiva, sean absueltos por inexistencia del hecho
imputado o por esta misma causa haya sido dictado auto de sobreseimiento libre, siempre que se le hayan irrogado
perjuicios. 2. La cuantía de la indemnización se fijará en función del tiempo de privación de libertad y de las
consecuencias personales y familiares que se hayan producido. 3. La petición indemnizatoria se tramitará de acuerdo
con lo establecido en el apartado 2 del artículo anterior”. Aun cuando la prisión preventiva se haya acordado
conforme a Derecho el hecho de que el imputado resulte finalmente absuelto se considera causa suficiente para que
deba ser compensado mediante la correspondiente indemnización.

El artículo 294.1 LOPJ circunscribe esta responsabilidad objetiva a que la absolución o el sobreseimiento libre lo sea
por razón de la ͞inexistencia del hecho imputado͟, con lo que cualquier otra causa absolutoria no puede fundar la
acción indemnizatoria.

Conviene dar cuenta del giro jurisprudencial que se ha producido en la interpretación del referido artículo 294.1 LOPJ
y de las causas que lo han motivado. Durante algún tiempo estuvo asentada una doctrina de la Sala Tercera del TS
que vino a equiparar los supuestos de absolución por inexistencia del hecho delictivo los supuestos de absolución por
inexistencia del hecho delictivo a los de absolución por no participación del inculpado en el mismo. Esta equiparación
no dejaba de tener lógica, y desde la consideración del principio de igualdad, afirmó que nada cabía objetar a que
tuvieran idéntico tratamiento. Sin embargo, la equiparación no se extendió a aquellos otros supuestos en los que la
absolución se debiera a falta de pruebas válidas sobre la participación en el delito, y ha sido justamente esa exclusión
la que ha terminado por provocar que el TS haya abandonado dicha interpretación del artículo 294.1 LOPJ.

El cambio jurisprudencial se ha debido a la necesidad de no seguir corriendo riesgos de que pueda considerarse
vulnerando el derecho a la presunción de inocencia.

d. Incumplimiento del Derecho de la Unión Europea.

El Derecho de la UE establece un régimen de responsabilidad extracontractual. El artículo 340 TFUE dice ͞En materia
de responsabilidad extracontractual, la Unión deberá reparar los daños causados por sus instituciones o sus agentes
en el ejercicio de sus funciones, de conformidad con los principios generales comunes a los Derechos de los Estados
miembros.” Y el artículo 268 TFUE prevé un recurso directo que las personas físicas y jurídicas, así como los Estados
miembros, podrán utilizar para la reclamación de la responsabilidad ante el TJUE, fijando un plazo de prescripción de
cinco años el art. 46 del Estatuto del Tribunal, aprobado por Protocolo de 26 de febrero de 2001.

Este régimen de responsabilidad patrimonial se refiere a la Administración y cualesquiera otras instituciones y


poderes la Unión Europea. Teniendo en cuenta que la ejecución de gran parte del Derecho de la UE queda atribuida a
los propios Estados miembros, cuando éstos incurran en infracción o vulneración del mismo y de ello deriven daños
para los particulares, los Estados también deberán responder y compensarles patrimonialmente por los daños
producidos.

Esta responsabilidad se hace efectiva con independencia del órgano del Estado a cuya acción u omisión sea
imputable el incumplimiento, por lo que alcanza también a los órganos judiciales y al propio legislador.
La jurisprudencia del TJUE exige tres requisitos para que concurra la responsabilidad de los Estados por
incumplimiento del Derecho de la UE: que la norma jurídica violada tenga por objeto conferir derechos a los
particulares; que la violación esté suficiente caracterizada; y que exista una relación de causalidad directa entre el
incumplimiento de la obligación que incumbe al Estado y el daño sufrido por quienes hayan sido lesionados. La
jurisprudencia comunitaria ha señalado que, para apreciar la existencia de una infracción habrá que atender a las
diversas circunstancias concurrentes para ponderarlas de manera conjunta. Se deberá valorar el grado de claridad y
precisión de la norma vulnerada, pero también el carácter intencional de la infracción y el carácter excusable o
inexcusable del erro de Derecho. No basta con que concurra alguna de esas circunstancias, ya que lo que se tiene que
poner de manifiesto es la gravedad de la infracción y el carácter injustificado o irrazonable de la decisión. No habrá
responsabilidad cuando el pretendido incumplimiento sea dudoso o simplemente posible en atención a una
interpretación subjetiva de la norma o de la jurisprudencia comunitaria. Ni tampoco habrá por el hecho de que el
órgano jurisdiccional nacional no haya planteado la cuestión prejudicial de interpretación en un supuesto dudoso.

El cauce para exigir la responsabilidad por incumplimiento judicial del ordenamiento judicial del ordenamiento de la
UE será el de la responsabilidad por error judicial.

2. RESPONSABILIDAD DEL PODER EJECUTIVO

a. La gestación jurisprudencial de la responsabilidad patrimonial del Estado por causa de las leyes.

La responsabilidad patrimonial del Estado-Legislador ha concitado gran interés y un vivo debate jurídico. La causa de
que se reconozca esta responsabilidad estriba en la doctrina de la Sal Tercera del Tribunal Supremo. Una doctrina
que se ha apoyado en otro precepto constitucional más genérico para afirmar que la responsabilidad alcanza
también al Estado-Legislador. A partir del principio de la responsabilidad de los poderes públicos al que se refiere el
artículo 9.3 CE, la Sala Tercera del TS ha proclamado que el texto constitucional impone al Estado la obligación de
reparar los daños antijurídicos que tengan su origen en la actividad de los poderes públicos.

Esta doctrina comenzó a esbozarse a raíz de la anticipación de edad de jubilación de los funcionarios a los 65 años
que acordó la Ley 30/11984, de 2 de agosto, lo que dio lugar a varias sentencias del TC que no dejaron de apuntar la
posibilidad de que esa reducción del tiempo en el servicio activo pudiera ser objeto de alguna compensación
económica por los perjuicios que pudiera conllevar. Y aunque las ulteriores reclamaciones indemnizatorias ante el TS
no prosperaron fueron el anuncio de que la cuestión de la responsabilidad patrimonial del Estado por causa de las
leyes tenía recorrido y no podía darse por descartada.

Por otra parte, apelando a los principios de buena fe y confianza legítima, consideraron que merecían una
indemnización compensatoria los perjuicios causados por la eliminación de la exención arancelaria de cupos de pesca
que hubo que adoptar como consecuencia del ingreso de España en la Comunidad Económica Europea. Una toma de
posición que al mantenerse que no cabía descartar la existencia de responsabilidad aun tratándose de actos
legislativos.

La misma jurisprudencia ha detectado diversos supuestos de responsabilidad, referidos tanto a leyes


inconstitucionales como a leyes anticomunitarias, e, incluso, a leyes constitucionales. Ante la inicial ausencia de una
regulación legal del procedimiento a seguir para hacer efectiva la reclamación, ella misma fijó el cauce a seguir.

b. Significado y alcance del artículo 139.3 de la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del
Procedimiento Administrativo Común de 1992 y del artículo 32.3 de la nueva Ley de Régimen Jurídico del
Sector Público de 2015.

La reforma en 1999 de la LRJPAC de 1992 dio entrada a un supuesto específico de responsabilidad patrimonial de las
Administraciones Públicas por la aplicación de determinados actos legislativos. Artículo 139.3 LRJPAC: ͞Las
Administraciones Públicas indemnizarán a los particulares por la aplicación de actos legislativos de naturaleza no
expropiatoria de derechos y que éstos no tengan el deber jurídico de soportar, cuando así se establezca en los
propios actos legislativos y en los términos que especifiquen dichos actos͟.

El precepto nada decía sobre los actos legislativos de naturaleza expropiatoria, si no se tiene el deber jurídico de
soportar el acto legislativo expropiatorio, éste necesariamente incurrirá en inconstitucionalidad y, por tanto, en
nulidad, por desconocer las garantías del artículo 33.3 CE.

En forma alguna podía decirse que hubiera quedado sancionada la responsabilidad patrimonial del Estado-Legislador,
ni menos aún, que esa regulación viniera a coincidir con la doctrina jurisprudencial. Sin embargo, el TS mantuvo lo
contrario. A pensar de afirmar que ͞salvo en los supuestos de leyes de naturaleza expropiatoria en los demás habrá
que estar a lo que establezcan las propias leyes͟. Tal afirmación quedó rectificada cuando simultáneamente sostuvo
que, aun cuando la ley nada haya previsto, siempre cabe la responsabilidad, y ello porque existe un ͞núcleo
indisponible͟ para el legislador pues ͞no hay en nuestro sistema constitucional ámbitos exentos de responsabilidad͟,
de manera que ͞el Estado está obligado a reparar los daños antijurídicos que tengan su origen en la actividad de los
poderes públicos, sin excepción alguna͟, lo que significa que, aunque el legislador goza de ͞un importante margen de
maniobra͟, pudiendo configurar los mecanismos de garantía, no por ello puede crear ͞espacios inmunes fundados en
la ausencia de regulación͟. Quedó descartado que el referido artículo 139.3 LRJPAC impidiera el reconocimiento del
derecho a la indemnización de daños y perjuicios.

El artículo 32.3 de la nueva LRJSP de 2015 ha introducido un cambio importante, reitera en su párrafo primero el
tenor literal del art. 139.3 de la LRJPAC de 1992 y añade un párrafo segundo: ͞La responsabilidad del Estado
legislador podrá surgir también en los siguientes supuestos, siempre que concurran los requisitos previstos en los
apartados anteriores: a) Cuando los daños deriven de la aplicación de una norma con rango de ley declarada
inconstitucional, siempre que concurran los requisitos del apartado 4. B) Cuando los daños deriven de la aplicación
de una norma contraria al Derecho de la UE, de acuerdo con lo dispuesto en el apartado 5͟.

El derecho resarcitorio siempre podrá reconocerse, con independencia de que la ley sea o no inconstitucional o
anticomunitaria, porque sólo cuando efectivamente lo sea podrá surgir la responsabilidad patrimonial y con ello el
derecho indemnizatorio.

Por otra parte, los requisitos que se establecen para que sea posible el reconocimiento de la responsabilidad en los
dos supuestos de leyes inconstitucionales y leyes contrarias al Derecho de la UE a los que la misma queda ceñida,
introducen restricciones importantes por la relación a las que ha venido exigiendo la misma jurisprudencia.

c. Responsabilidad por leyes inconstitucionales.

Cuando se sufre un perjuicio patrimonial por la aplicación de una ley que posteriormente es declarada
inconstitucional, la víctima debe ser indemnizada y ello aunque no haya impugnado el acto de aplicación o aun
habiéndolo impugnado, el recurso hubiera sido desestimado y confirmada su legalidad en virtud de sentencia. Y
frente a esta regla, sólo cabe una excepción: cuando exista una declaración expresa del TC acerca del alcance de la
declaración de inconstitucionalidad que pronuncia, la viabilidad de la acción de responsabilidad patrimonial del
Estado-Legislador deberá atenderse a la misma.

STS de 13 de junio: ͞La ley declarada inconstitucional encierra en sí misma, como consecuencia más fuerte de la CE,
el mantenimiento de la obligación de reparar los daños y perjuicios concretos y singulares que su aplicación pueda
haber originado, el cual no podía ser establecido a priori en su texto͟ y añadió que el hecho de que los actos de
liquidación no hubieran sido recurridos por quien reclamaba la correspondiente indemnización, no puede ser óbice a
la viabilidad de la declaración de responsabilidad del Estado, pues nada obliga a que se recurra un acto adecuado a la
ley alegando que ésta es inconstitucional, máxime cuando no está al alcance de los particulares poder recurrir frente
a la ley.

La posterior sentencia de 15 de junio de 2000 negó que el artículo 40.1 LOTC impidiera el reconocimiento de la
responsabilidad en supuestos tales.

La responsabilidad por causa de leyes inconstitucionales se ha reiterado también en esta ocasión en relación con una
norma tributaria que fue declarada inconstitucional.

En la medida que el presupuesto de la responsabilidad no puede ser otro que la ilicitud del daño, lo lógico es pensar
que la ley incurrirá en un vicio de inconstitucionalidad y que, por tanto, para corregir la situación, bastará con la
correspondiente declaración de inconstitucionalidad y correlativa anulación de sus consecuencias y efectos.

Ha llevado a la Sala Tercera del TS a mantener que el Estado debe responder patrimonialmente por unos daños y
perjuicios que, de no haber mediado dicha ley, nunca se habrían producido. En la mayoría de los casos que han
concluido con la condena del Estado, con dicha condena se le ha obligado a reintegrar lo que había percibido al
amparo de una ley tributaria, o similar, declarada inconstitucional.

Esta doctrina jurisprudencial no resulta fácilmente conciliable con lo dispuesto en los artículos 161.1 a) CE y 40.1
LOTC. El TS ha salido al paso afirmando que la declaración de responsabilidad para nada afecta a la cosa juzgada y
que una cosa es la acción de responsabilidad como consecuencia de los daños derivados de la ley inconstitucional y
otra la de los efectos de las declaraciones de inconstitucionalidad. La indemnización por responsabilidad opera como
un equivalente al hecho de que tales actos queden anulados y dejados sin efecto, al que no resulta necesariamente
de la declaración de inconstitucionalidad, al no conllevar la eliminación jurídica de los efectos de los actos que hayan
alcanzado firmeza.

Puede plantearse la duda de si los requisitos legales previstos suponen o no una carga desproporcionada para la
viabilidad de la acción de responsabilidad, es preciso que el acto en aplicación de la ley que posteriormente se
declara inconstitucional no haya ganado firmeza, es decir, que haya sido impugnado aunque sin éxito, y que, además,
y sobre todo, en el recurso jurisdiccional contra el mismo expresamente se haya invocado la inconstitucionalidad de
la norma.

El plazo de un año para formular la reclamación se contará a partir de la publicación de la sentencia del TC en el BOE.
De acuerdo con el art. 34.1 párrafo segundo LRJSP, sólo serán indemnizables los daños producidos en el plazo de los
cinco anteriores a la fecha de la publicación de la sentencia que declare la inconstitucionalidad, salvo que la sentencia
disponga otra cosa. Se ha incorporado así un plazo añadido de prescripción, referido ahora al derecho.

d. Responsabilidad por leyes anticomunitarias.

La responsabilidad patrimonial del Estado por causa de las leyes también puede surgir cuando se trate de leyes
comunitarias al Derecho de la UE, y así se reconoce expresamente por la letra b) del art. 32.3 LRJSP.

Los Estados están obligados a reparar los daños causados a los particulares por las violaciones del Derecho de la UE
con anterioridad a la aprobación de la LRJSP, la Sala Tercera del TS no ha dudado en declarar que el incumplimiento o
la violación imputable a la ley nacional puede generar la responsabilidad patrimonial del Estado por los daños
resultantes de dicho incumplimiento. La STS de 10 de febrero de 1997 declaró que, en caso de incumplimiento, surge
la responsabilidad y la reparación a cargo del Estado, a fin de garantizar la plena eficacia de la norma comunitaria. La
STS de 25 de enero de 2013 recuerda que ͞el reconocimiento del principio de responsabilidad patrimonial del Estado
constituye una cláusula de cierre del sistema que regula las relaciones entre el Derecho Comunitario y los
ordenamientos nacionales para garantizar la plena eficacia del ordenamiento comunitario y la tutela judicial efectiva
de los particulares a ver reparados los perjuicios que les causa la infracción o incumplimiento del Derecho
Comunitario por parte de las autoridades nacionales͟.

El Derecho de la UE reconoce un derecho a la indemnización cuando se cumplen tres requisitos: que la norma
jurídica violada tenga por objeto conferir derechos a los particulares, que la violación esté suficientemente
caracterizada, y que exista una relación de causalidad directa entre la infracción de la obligación que incumbe al
Estado y el daño sufrido por las víctimas.

Especial importancia presenta el requisito relativo a que se trate de una violación suficientemente caracterizada, hay
que atender al criterio de la ͞inobservancia manifiesta y grave por parte de un Estado miembro de los límites
impuestos a su facultad de apreciación͟. Cuando se constate la existencia de una violación manifiestamente
caracterizada del Derecho de la UE que conlleve un daño patrimonial, resultará indiferente el poder público nacional
al que la misma sea imputable. Es el Estado el que debe responder.

Se marcaba una diferencia sustancial en el hecho de que el acto hubiera o no alcanzado firmeza, ya en el caso de las
leyes anticomunitarias se negaba la repartición patrimonial cuando hubiera ganado firmeza, a diferencia de las leyes
inconstitucionales. Para la viabilidad de la responsabilidad patrimonial por daños derivados de leyes anticomunitarias
se exigía el agotamiento previo de todas las vías de recurso internas dirigidas a impugnar la validez de los actos
administrativos lesivos dictados en aplicación de las mismas.

La STJUE de 26 de enero de 2010 declaró que el desigual tratamiento dado a supuestos plenamente equiparables
suponía sujetar la responsabilidad patrimonial del Estado por infracción del Derecho de la UE a unos requisitos más
rigurosos, lo que determinaba su incompatibilidad con los principios de equivalencia y efectividad y la necesidad, por
tanto, de que la desigualdad quedase eliminada.

Requisitos para la viabilidad de la acción de responsabilidad: que se haya dictado sentencia firme desestimatoria de
un recurso contra la actuación administrativa que ocasionó el daño, siempre que se hubiera alegado la infracción del
Derecho de la UE posteriormente declarada; que la norma comunitaria tenga por objeto conferir derechos a los
particulares; que el incumplimiento esté suficientemente caracterizado; y, que exista relación de causalidad entre el
incumplimiento de la obligación impuesta a la Administración responsable por el Derecho de la UE y el daño sufrido
por los particulares. La firmeza del acto determinará la inviabilidad de la acción.

Desde la consideración de los principios de equivalencia y efectividad, que, con arreglo a la jurisprudencia
comunitaria obligan a dar el mismo tratamiento que a los requisitos en orden procedimental o formal exigibles a los
recursos, surge el problema de si habrá que estar estrictamente a ese requisito, o si será posible aplicar el que viene
observándose para la responsabilidad por inconstitucionalidad de la ley, que no exige semejante cualificación,
bastando la pura inconstitucionalidad, incluso la inconstitucionalidad meramente ͞formal͟.

La respuesta más adecuada sería que debería aplicarse el mismo criterio material o sustantivo a las leyes
anticomunitarias, y ello no tanto porque lo impongan necesariamente los principios de equivalencia y efectividad,
sino porque la responsabilidad que reclama el Derecho de la UE constituye un mínimo común denominador para
todos los Estados miembros. La realidad es que este problema último ha encontrado por ahora la respuesta negativa
del TS.

La responsabilidad patrimonial del Estado por leyes inconstitucionales sólo puede excluirse en aquellos supuestos en
que existan especiales razones que permitan considerar que la infracción de la Constitución fue excusable, es decir,
que a diferencia de lo que ocurre con la violación del derecho de la UE, la gravedad de la infracción de la CE solo
excepcionalmente es relevante a efectos indemnizatorios. La declaración de inconstitucionalidad de una ley implica
su invalidación con efectos ex tunc, sin otro límite que la fuerza de cosa juzgada, tal como establece el art. 40 LOTC.
La sentencia del TJUE que estima un recurso por incumplimiento tiene un carácter meramente declarativo; se limita a
constatar que el Estado miembro ha infringido el derecho de la UE.

El plazo de un año para formular la reclamación se contará a partir de la publicación de la correspondiente sentencia
en el Diario Oficial de la UE que declare el carácter de norma contraria al mismo y de acuerdo con el art. 34.1, párrafo
2º, solo serán indemnizables los daños producidos en el plazo de los cinco años anteriores a la fecha de la publicación
de la sentencia que así lo declare, salvo que disponga otra cosa. Se ha incorporado de este modo un plazo añadido de
prescripción, referido ahora al derecho.

e. Responsabilidad por leyes constitucionales

La Sala Tercera del TS ha admitido que la ley constitucional puede producir daños que también habrán de ser
reparados mediante indemnización. Se trata de un nuevo supuesto de responsabilidad del Estado, mucho más
problemático aún.

La jurisprudencia constitucional ha descartado la responsabilidad por causa de leyes conformes a la Constitución, no


por ello ha dejado de advertir que, en algunas ocasiones, los perjuicios derivados de determinados cambios
legislativos quizá debieran merecer alguna reparación.

La misma Sala Tercera del TS ha reconocido en algunos casos la responsabilidad por los daños ligados a actos de
disposición que los particulares no habrían realizado de no haber confiado en el legislador, tal como sucede cuando
se realizan determinados gastos e inversiones en la confianza de que el régimen legal vigente en atención al cual se
llevan a cabo no será modificado.

Tampoco han dejado de formularse críticas a ese entendimiento de la confianza legítima como fundamento de la
responsabilidad del Estado Legislador por causa de leyes constitucionales, argumentando que ninguna confianza en
la estabilidad de una determinada ventaja personal que unos ciudadanos puedan tener respecto de una regulación
legal dada puede condicionar la ͞libertad de configuración͟ de todo el sistema legal que el poder legislativo tiene
atribuida. El único límite en el orden patrimonial es el resultante de lo dispuesto por el art. 33 CE.

El reconocimiento del derecho a una indemnización se ha condicionado a que el propio legislador no disponga lo
contrario excluyéndola expresamente. Más allá de supuestos verdaderamente excepcionales, en la mayoría de los
casos y, por tanto, como posición general, el TS suele negar que a la ley constitucional pueda vincularse el
surgimiento de un derecho al resarcimiento por daños.

La intervención del legislador, con la nueva regulación del art. 32.3 LRJSP parece haber descartado que pueda
reconocerse la responsabilidad por los daños derivados de una ley constitucional, a no ser que la misma prevea la
correspondiente indemnización. Puede afirmarse que, dejando al margen las leyes expropiatorias constitucionales,
sujetas al régimen del art. 33.3 CE, el daño que inflige una ley constitucional es un daño que se tiene la obligación de
soportar.

Si la quiebra de la confianza legítima y de la seguridad jurídica, no determina la inconstitucionalidad de la ley, el daño


que ésta pueda producir se tendrá el deber jurídico de soportar y, por tanto, no puede generar responsabilidad
patrimonial alguna del Estado, sencillamente porque el presupuesto legal para reconocer la existencia de una lesión
indemnizable.

3. RESPONSABILIDAD DEL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL

El art. 9 de la Ley 13/2009, de 3 de noviembre, de reforma de la legislación procesal para la implantación de la nueva
oficina judicial, incorporó un novedoso apartado 5 al art. 139LRJPAC: ͞El Consejo de Ministros fijará el importe de las
indemnizaciones que proceda abonar cuando el TC haya declarado, a instancia de parte interesada, la existencia de
un funcionamiento anormal en la tramitación de los recursos de amparo o de las cuestiones de inconstitucionalidad͟.
El inciso final del mismo artículo: ͞el procedimiento para fijar el importe de las indemnizaciones se tramitará por el
Ministerio de Justicia, con audiencia del Consejo de Estado͟. Esta regulación ha sido reiterada por el art. 32.8 de la
LRJSP.

La sentencia del Pleno de la Sala Tercera de 26 de noviembre de 2009 declaró al Estado responsable por los daños
derivados del funcionamiento anormal del TC, finalmente no accedió a la pretensión indemnizatoria al estimar que
no se había materializado un daño efectivo ni tampoco había existido relación de causalidad.

La declaración de responsabilidad se sustentó en que el ͞del art. 9.3 CE deriva una garantía para el particular de ser
resarcido por toda lesión que le haya causado una actuación del TC que pueda considerarse irregular incluye el
supuesto con toda evidencia dentro del concepto más amplio del funcionamiento anormal del TC͟.

La garantía que el principio de responsabilidad de los poderes públicos representa permite al legislador un cierto
margen en el momento de su concreción la ausencia regulación legal no puede significar un espacio inmune frente a
las reclamaciones de los que hayan sufrido un daño, cuando los tribunales pueden detectar que la acción ejercitada
se enmarca en el núcleo indisponible que resulta del art. 9.3 CE, en el cual se incluyen sin duda alguna, los daños
causados por un funcionamiento de los poderes públicos ajeno a lo que se debe considerarse un comportamiento
regular.

La regulación legal es sumamente escueta, se limita a afirmar que corresponde al propio Tribunal la declaración de la
existencia del funcionamiento anormal se da entrada al Consejo de Ministros para que, tras la tramitación del
expediente indemnizatorio con intervención del Ministro de Justicia y audiencia del Consejo de Estado, proceda a
fijar el importe de la indemnización correspondiente. Surgen así algunos interrogantes:

En primer lugar, al ceñirse el título de imputación al funcionamiento anormal en la actividad jurisdiccional, bien
pudiera dudarse de si la responsabilidad patrimonial alcanza a los daños derivados de la actividad no jurisdiccional. La
respuesta parece que debe ser afirmativa.

En segundo lugar, nada se establece acerca de cómo se debe sustanciar la reclamación ante el TC y si su decisión será
revisable, ya que se limita a decir que el Consejo de Ministros fijará el importe de la indemnización. El propio TC ha
precisado que su propia declaración acerca de la existencia o no un funcionamiento anormal será una ͞auténtica
resolución jurisdiccional͟ y que esa resolución no es susceptible de ser enjuiciada por ningún otro órgano
jurisdiccional del Estado, de acuerdo con lo dispuesto en el art. 4.2 LOTC.

Y, en tercer lugar, el Estado ha de responder patrimonialmente por los daños que puedan derivarse del
funcionamiento anormal del TC en el ejercicio de su actividad jurisdiccional.

La extensión de la responsabilidad patrimonial del Estado también alcanza a otros órganos constitucionales, como el
Tribunal de Cuentas o el Defensor del Pueblo.
TEMA 10

I. ORIGEN, EVOLUCION Y CONFIGURACION ACTUAL.

La historia de la jurisdicción contencioso-administrativa es, en parte importante, la historia


misma del Derecho Administrativo. Su evolución ha estado presidida hasta el presente por el
problema central del control judicial de la actuación de la Administración Pública. Fácilmente se
comprende, pues, que el proceso de conformación de la jurisdicción encargada de ese control
haya resultado decisivo para la configuración del Derecho Administrativo, razón por la cual,
aunque lo sea a grandes rasgos, conviene comenzar por dar cuenta de las principales claves de ese
proceso histórico.
El punto de partida debe situarse en la heterodoxa asimilación del principio de separación de
poderes por el constitucionalismo europeo que surgió de la Revolución francesa. El principio de
separación de poderes, característico de la realidad política inglesa del siglo XVIII, en la
reinterpretación que del mismo hiciera Montesquieu y, sobre todo, en su concreción
revolucionaria, sufrió una importante modulación. Y es que, en la medida en que se impuso el
entendimiento de que los órganos del poder judicial no debían interferir la actividad del poder
ejecutivo, identificado con la Administración, el control jurídico de ésta no podía sino descansar
en órganos específicamente constituidos en su propio seno.
Se explica así que, prendida la idea de que juzgar a la Administración no deja de ser una cierta
manera de administrar, ese enjuiciamiento sólo a la propia Administración debía corresponder.
Un enjuiciamiento, además, que quedaría ceñido a la actividad administrativa llamada de gestión,
quedando excluida la actividad administrativa de imperio o mando y también la discrecional (de
ahí, por lo demás, la clásica distinción entre asuntos gubernativos y asuntos contenciosos,
determinante de que las actuaciones de la Administración fueran o no susceptibles de tan singular
fiscalización).
En nuestro país, como ha sido precisado por la doctrina que más atención ha dispensado a esta
cuestión, la Constitución de 1812 sancionó un sistema de separación de poderes (ejecutivo-judicial)
de corte judicialista, basado en la independencia absoluta del poder judicial y en su monopolio
estricto de la función jurisdiccional. No obstante, esa formulación, según la cual la Administración
carecía de potestades jurisdiccionales y, por tanto, su actividad quedaba sujeta al control de los
tribunales ordinarios de justicia, no llegó a prosperar. El principio judicialista no tuvo ocasión de
consolidarse y cedió en beneficio de la Administración, que fue arrancando progresivamente
inmunidades jurisdiccionales y privilegios frente al estamento judicial y, correlativamente,
asumió competencias consideradas típicamente jurisdiccionales. Y para ello, la antes referida
distinción jurídico-dogmática entre asuntos gubernativos y asuntos contenciosos también resultó
decisiva, al servir de base para delimitar, respectivamente, el ámbito competencial de los poderes
judicial y administrativo.
Rechazada la fórmula judicialista, la necesidad de someter a la Administración a algún tipo de
control dio paso a que en 1845, tomando como referencia el modelo francés, se aprobasen las
leyes de 2 de abril y 6 de septiembre, las cuales procedieron a estructurar la planta de la llamada
jurisdicción contencioso-administrativa. Una jurisdicción formada por unos Consejos Provinciales
y por el Consejo Real, que conocería, en segunda instancia, de la apelación y nulidad de los fallos
de los Consejos Provinciales. Por tanto, una jurisdicción impropia, lo que bien se refleja en el
hecho de que se calificara como una «jurisdicción retenida» por la propia Administración (baste
recordar que los Consejos Provinciales quedaron constituidos por el Jefe Político —más tarde
Gobernador Civil, jefe de la Administración estatal periférica, a nivel de provincia— y entre tres y
cinco vocales, debiendo ser dos, al menos, letrados).
Ahora bien, la realidad es que, a pesar de ese restablecimiento, no tardó en ponerse de manifiesto
la necesidad de reconfigurar la jurisdicción contencioso-administrativa, que había surgido más
como un mecanismo de autocontrol que como una verdadera jurisdicción. Es así como la Ley de
13 de septiembre de 1888 dio paso a un sistema mixto entre el modelo de jurisdicción retenida y
uno nuevo de jurisdicción delegada, tal como en la propia Exposición de Motivos del Real Decreto
de 22 de junio de 1894 se advirtió expresamente: «La Ley de 13 de septiembre de 1888 fue el
resultado de una transacción y avenencia entre los defensores de la jurisdicción retenida y los de
la delegada».
La principal característica del nuevo sistema se puede resumir, por tanto, en el intento de
armonizar parte de las características de la jurisdicción retenida con las propias de una
jurisdicción delegada, o, si se quiere, de conciliar un sistema administrativo de control con un
verdadero sistema de control jurisdiccional. Y ello se concretó, ante todo, en la composición dada a
los órganos que en adelante conocerían de los asuntos contencioso-administrativos. El proceso
contencioso-administrativo tendría por objeto, ciertamente, la actividad administrativa, pero al
mismo tiempo sería un medio de administración de justicia y esta función no podía concebirse ya
sin la intervención de jueces. De ahí que los órganos contencioso-administrativos pasarán a estar
constituidos por representantes de la Administración (residuo de la vieja jurisdicción retenida),
pero también por representantes de la magistratura, del poder judicial. Unos órganos a los que se
atribuirá la competencia para fallar por delegación de la Administración y que, en parte, por su
especialización e independencia, se asemejarán a una verdadera jurisdicción. Esos órganos, según
la Ley de 1888, serían el Consejo de Estado, constituido en Sala de Justicia, como órgano central, y
los Tribunales Provinciales de lo Contencioso-Administrativo, compuestos por magistrados y
funcionarios.
Además, con el nuevo sistema se generalizó de manera absoluta el esquema revisor de la
jurisdicción contencioso-administrativa (ceñido al enjuiciamiento de un acto administrativo
previo) y se sustituyó el sistema de lista de asuntos de los que conocía por el de cláusula general,
de manera que todo acto de la Administración que reuniese determinadas características y
requisitos sería recurrible ante la misma (esos requisitos eran que el acto hubiera causado estado
–es decir, agotado o puesto fin a la vía administrativa–, que hubiera sido dictado en uso de una
facultad reglada y que lesionase derechos subjetivos individuales de carácter administrativo). La
Ley de 1888 supuso, pues, el inicio de una nueva etapa, al armonizar criterios hasta entonces
antagónicos de los dos sistemas de jurisdicción retenida y jurisdicción delegada (en suma, de los
defensores del sistema administrativo y de los del sistema judicialista).
La Ley de 1888 se reformó por la Ley de 22 de junio de 1894 y posteriormente sufrió una
importante transformación orgánica en virtud de la Ley de 5 de abril de 1904, cuyo artículo
adicional primero dispuso que «la jurisdicción contencioso-administrativa se ejercerá por una
Sala que se creará en el Tribunal Supremo y que se llamará de lo Contencioso Administrativo»,
añadiendo que «de esta Sala formarán parte necesariamente tres Magistrados, procedentes de la
carrera administrativa en el grado de jefe superior de Administración». Fue así como se privó al
Consejo de Estado de su competencia contencioso-administrativa y se traspasó la misma al
Tribunal Supremo, organizando a tal efecto una Sala especial. Se ha considerado, por ello, que la
judicialización de los órganos de lo contencioso-administrativo se alcanzó con la Ley de 1904,
aunque lo cierto es que algunos de los magistrados no dejaron de ser elegidos entre funcionarios
(unos funcionarios que, al ser designados magistrados, perdían su condición funcionarial y
adquirían el estatuto judicial pleno).
Este sistema armónico, con la importante modificación que se acaba de reseñar, se mantuvo hasta
la Ley de 27 de diciembre de 1956, si bien, para el ámbito local, el Estatuto Municipal de Calvo
Sotelo de 8 de marzo de 1924 introdujo una importante modificación. Concretamente, se reguló el
recurso contra los actos de las Entidades locales, modificando con diversas innovaciones el
sistema general. Entre esas innovaciones destaca la previsión de una acción popular y la
introducción de la distinción entre el recurso de plena jurisdicción y el recurso de anulación, un
verdadero anticipo de lo que más tarde vendría a incorporar al régimen general la Ley de la
Jurisdicción Contencioso-Administrativo de 1956.
Tras la guerra civil (1936-1939) se abrió un período de excepción hasta 1944. Una ley de 27 de
agosto de 1938 suspendió la jurisdicción contencioso-administrativa en lo referente a los actos de
la Administración del Estado, pero la ley de 18 de marzo de 1944 decretó el restablecimiento de la
Ley de 1888, aunque con restricciones, ya que se aumentó el número de materias exentas de
control (en especial, todo el contencioso en materia de personal fue excluido por razones políticas,
arbitrándose al efecto un recurso de agravios a decidir por el Consejo de Ministros con audiencia
preceptiva del Consejo de Estado, volviéndose así, en parte, al sistema de jurisdicción retenida). Y
en 1952 se dictó un texto refundido de la ley de la jurisdicción contencioso-administrativa, cuya
elaboración misma puso de manifiesto la necesidad de proceder a una reforma en profundidad.
Es así como salió adelante la Ley de la Jurisdicción Contencioso Administrativa de 27 de diciembre
de 1956, que rigió durante todo el franquismo con algunas modificaciones (Ley de 17 de marzo de
1973 y Decreto-ley 4 de enero de 1977), e incluso, durante bastantes años tras la Constitución de
1978, aunque con importantes reajustes resultantes de la doctrina del Tribunal Constitucional.
La LJCA de 1956 constituye un hito importante en el proceso de evolución hacia la plena
normalización de la jurisdicción contencioso-administrativa. Con su aprobación se consumó el
proceso de judicialización de dicha jurisdicción, expandiéndose el control jurisdiccional frente a
los asuntos hasta entonces inmunes, de manera destacada los actos discrecionales. Si se
contextualiza en el momento mismo en que fue aprobada, la Ley de 1956 ha marcado, en efecto,
un hito decisivo en el avance del control jurisdiccional de la Administración. Aunque con
deficiencias y limitaciones (algunas favorecidas por la propia jurisprudencia, al menos durante los
primeros años de su vigencia), la referida Ley supuso un cambio de primer orden. Gracias a la
misma se consolidó un control judicial plenario de la actividad administrativa en su conjunto,
suprimiéndose la nota de excepcionalidad que dicho control había tenido hasta entonces, y se
logró que la jurisdicción contencioso-administrativa quedase sustancialmente equiparada a las
demás jurisdicciones (civil, penal) en cuanto el desarrollo de su función.
Los rasgos más característicos de la Ley Jurisdiccional de 1956 pueden resumirse de la siguiente
manera:
- Procedió a la especialización de los órganos de la jurisdicción contencioso-administrativa. La
propia exposición de motivos puso especial énfasis en esta cuestión: «La jurisdicción
contencioso-administrativa no debe entenderse ni desarrollarse como si estuviera instituida
para establecer, sí, garantías de los derechos e intereses de los administrados, pero con menos
grado de intensidad que cuando los derechos e intereses individuales son de naturaleza
distinta y están bajo la tutela de otras jurisdicciones. Si la jurisdicción contenciosoadministrativa
tiene razón de ser lo es precisamente en cuanto, por su organización, sus
decisiones ofrecen unas probabilidades de acierto, de ser eficaz garantía de las situaciones
jurídicas, de encauzar la Justicia, superiores a las que ofrecerían si las mismas cuestiones se
sometieran a otra jurisdicción». De este modo, al servicio de este propósito central, la Ley
procedió a la judicialización y a la especialización.
- La Ley puede calificarse como judicialista (lo proclama expresamente la misma exposición
de motivos), al apartarse del sistema armónico de 1888 y, dando un paso adelante en la línea
iniciada por la Ley Maura de 1904, sitúa el control en el TS y en las Audiencias Territoriales,
en manos, pues, a todos los niveles, de auténticos jueces. Además, el proceso contenciosoadministrativo
se configuró como «propiamente una primera instancia jurisdiccional», como
«un auténtico juicio o proceso entre partes», seguido ante una jurisdicción que «no es más que
una especie de la genérica función jurisdiccional» y cuya naturaleza «no difiere
esencialmente de los demás procesos de conocimiento» (de la exposición de motivos de la
LJCA). De ahí que los poderes del juez llamado a decidir ese proceso fueran poderes plenos y
no limitados en el desarrollo del mismo y en su resolución.
- La judicialización se hizo compatible, no obstante, con la especialización que reclama las
peculiaridades mismas del Derecho Administrativo.
- Junto a la judicialización, la Ley incorporó el principio de plenitud de la garantía
jurisdiccional a través de la cláusula general de su artículo 1 («la Jurisdicción contenciosoadministrativa
conocerá de las pretensiones que se deduzcan en relación con los actos de la
Administración Pública sujetos al Derecho administrativo y con las disposiciones de categoría
inferior a la Ley»), sin perjuicio de que la eficacia de esta cláusula general quedara limitada al
darse entrada a la teoría de los actos políticos [según el artículo 2.b), «no corresponderán a la
Jurisdicción contencioso-administrativa: las cuestiones que se susciten en relación con los
actos políticos del Gobierno, como son los que afecten a la defensa del territorio nacional,
relaciones internacionales, seguridad interior del Estado y mando y organización militar, sin
perjuicio de las indemnizaciones que fueren procedentes, cuya determinación sí corresponde
a la Jurisdicción contencioso-administrativa»] y establecerse en el artículo 40) una amplia
serie de supuestos respecto de los que no se admitiría recurso contencioso-administrativo [el
referido artículo 40 dispuso que «no se admitirá contencioso-administrativo respecto de: a)
Los actos que sean reproducción de otros anteriores que sean definitivos y firmes y los
confirmatorios de acuerdos consentidos por no haber sido recurridos en tiempo y forma. b)
Los actos dictados en ejercicio de la función de policía sobre la prensa, radio, cinematografía y
teatro. c) Las Órdenes ministeriales que se refieran a ascensos y recompensas de Jefes,
Oficiales y Suboficiales de los Ejércitos de Tierra, Mar y Aire, por merecimientos contraídos en
campaña y hechos de armas. d) Las resoluciones dictadas como consecuencia de expedientes
gubernativos, seguidos a Oficiales, Suboficiales y clases de Tropa o Marinería con arreglo al
artículo 1011 y siguientes del Código de Justicia Militar; las demás resoluciones que tengan
origen en otros procedimientos establecidos por el mismo Código, y las que se refieran a
postergaciones impuestas reglamentariamente. e) Las resoluciones que pongan término a la
vía gubernativa como previa a la judicial. f) Los actos que se dicten en virtud de una Ley que
expresamente les excluya de la vía contencioso-administrativa». Algunos de esos supuestos
fueron más tarde derogados, como, por ejemplo, los relativos a los actos dictados en el
ejercicio de la función de policía sobre la prensa, radio, cinematografía y teatro, en virtud de
la Ley 14/1966, de 18 de marzo, de Prensa e Imprenta, y por Ley 46/1967, de 22 de julio,
respecto de los relativos a la cinematografía y el teatro, aunque, tras la CE, fue la
jurisprudencia constitucional la que determinó la vigencia o, por el contrario, la derogación
por inconstitucionalidad sobrevenida de los restantes: así, la STC 126/1984, de 26 de
diciembre, declaró que la causa de inadmisión relativa a los actos que sean reproducción de
otros anteriores que sean definitivos y firmes y los confirmatorios de acuerdos consentidos
por no haber sido recurridos en tiempo y forma, no podía considerarse derogada por la
Constitución, al no ser inconciliable con el artículo 24 de la misma, y de ahí que la vigente
LJCA de 1998 la haya mantenido; sin embargo, el ATC 60/1980, de 22 de octubre, declaró
derogado el apartado que dejaba fuera del control de la legalidad determinados actos de la
Administración militar, por considerarlo contrario a los artículos 24.1 y 106.1 CE; y la STC
39/1983, de 16 de mayo, también declaró derogado el apartado f)].
- Asimismo, mantuvo el carácter revisor de la jurisdicción contencioso-administrativa y, por
tanto, la configuración del contencioso-administrativo como un proceso al acto
administrativo, con la obligatoriedad de interponer previo recurso administrativo. Todo ello
supuso que la jurisprudencia estimase que no era posible la reconvención, que el fallo había
de limitarse a la declaración de nulidad de lo actuado cuando se apreciase la existencia de
vicios de procedimiento, que no procedía conocer del fondo del asunto en aquellos casos en
los que la resolución impugnada se limitase a declarar inadmisible el recurso administrativo
previo, que eran inadmisibles los recursos en los que se planteasen cuestiones nuevas no
propuestas previamente ante la Administración por el recurrente, o, en fin, que no procedía
corregir y determinar concretamente las sanciones excesivas y, por tanto, contrarias a
Derecho, o sustituir, de cualquier otro modo, los criterios del órgano administrativo autor del
acto recurrido. Y aunque con el tiempo se fueron matizando o corrigiendo algunas de esas
consecuencias, incluso en la actualidad, tras la LJCA de 1998, el viejo dogma del carácter
revisor sigue pesando como una losa.
- Por otra parte, no corrigió en su plenitud el sistema de ejecución de sentencias, al
mantenerse la competencia de la Administración para proceder a la misma (artículo 103
LJCA), teniéndose que esperar a la Constitución de 1978 para que, de acuerdo con lo dispuesto
en los artículos 117.3 y 24.1, se iniciase una rectificación que ha desembocado en el nuevo
sistema de ejecución dispuesto por la LJCA de 1998.
- Aún cabe añadir, en fin, que el mantenimiento del carácter impugnatorio del proceso, como
consecuencia de la exigencia de acto previo, determinó que la justicia contenciosoadministrativa
siguiese operando ex post (como en general sigue sucediendo en la actualidad),
lo que conlleva algunas limitaciones. Y, por otra parte, el mantenimiento, como regla general,
de la eficacia del acto impugnado, con una regulación y, sobre todo, aplicación muy restrictiva
de la técnica de la suspensión, también supuso una limitación apreciable a la eficacia plena
del control jurisdiccional.
Buena prueba del positivo juicio que merece la LJCA de 1956 es que la aprobación de la
Constitución de 1978 no supuso grandes cambios. Determinó, ciertamente, que algunas de sus
previsiones, como ya hemos indicado, quedaran derogadas por inconstitucionalidad sobrevenida,
dada su incompatibilidad con los artículos 24.1, 106 y 117, entre otros, del texto constitucional,
pero no la inhabilitó por completo. Tanto es así que mantuvo su vigencia hasta la nueva LJCA de
1998.
Finalmente, transcurridos veinte años desde la aprobación del texto constitucional, en 1998 quedó
aprobada la vigente LJCA, a cuyo análisis se dedican las páginas siguientes.

II. EXTENSION Y LIMITES

La jurisdicción contencioso-administrativa, de acuerdo con las exigencias constitucionales


resultantes de lo dispuesto en los artículos 24.1 y 106.1 CE, conoce de todas aquellas cuestiones que
resultan de las previsiones contenidas en los artículos 1, 2 y 4 LJCA. Esos asuntos o cuestiones son
los siguientes:
- Cualesquiera pretensiones relativas a las actuaciones de las Administraciones Públicas
sujetas al Derecho Administrativo (artículo 1.1 LJCA).
El artículo 1.2 LJCA precisa qué se entiende por Administraciones Públicas, procediendo a
enumerar como tales a la AGE, las Administraciones de las Comunidades Autónomas, las
Entidades que integran la Administración local y las Entidades de derecho público que sean
dependientes o estén vinculadas al Estado, las Comunidades Autónomas o las Entidades
locales.
Además, aunque de manera innecesaria y un tanto equívoca, la disposición adicional
primera.1 LJCA, añade que también merecen esa consideración de Administración Pública
«las Diputaciones Forales y la Administración Institucional de ellas dependientes» de la
Comunidad Autónoma del País Vasco.
- Disposiciones generales de rango inferior a la ley (normas reglamentarias), así como de los
decretos legislativos, siempre que se extralimiten respecto de los límites fijados por la ley
delegante (artículo 1.1 LJCA).
- Determinados actos de otros poderes públicos distintos de las Administraciones Públicas
[actos y disposiciones en materia de personal, administración y gestión patrimonial
adoptados por los órganos constitucionales y estatutarios referidos en el artículo 1.3.a) y b)
LJCA].
Se trata de los actos y disposiciones en las referidas materias del Congreso de los Diputados,
del Senado, del Tribunal Constitucional, del Tribunal de Cuentas y del Defensor del Pueblo, así
como de las Asambleas Legislativas de las Comunidades Autónomas y de las instituciones
análogas al Tribunal de Cuentas y al Defensor del Pueblo. También es el caso de los actos y
disposiciones del CGPJ y de la actividad administrativa de los órganos de gobierno de los
Juzgados y Tribunales, en los términos previstos en la LOPJ.
Debe añadirse que la disposición adicional 1ª.1 LJCA, reconoce implícitamente la misma
condición a los órganos competentes de las Juntas Generales de los Territorios del País Vasco,
por cuanto dispone la inclusión en este mismo supuesto de «los actos y disposiciones en
materia de personal y gestión patrimonial sujetos al derecho público» que adopten dichos
órganos.
- Actos de la Administración electoral, en los términos previstos en la LOREG de 1985 [artículo
1.3.c) LJCA].
- Actos del Gobierno o de los Consejos de Gobierno de las Comunidades Autónomas,
cualquiera que sea la naturaleza de dichos actos.
Es clara la alusión a los tradicionales actos políticos, los cuales, sin embargo, dejan de estar
excluidos de la jurisdicción contencioso-administrativa en lo que afecten a los derechos
fundamentales y, asimismo, en relación con sus elementos reglados y la determinación de las
indemnizaciones que, como consecuencia de los mismos, sean procedentes [artículo 2.a)
LJCA].
- Contratos administrativos y actos de preparación y adjudicación de los demás contratos
sujetos a la legislación de contratos de las Administraciones Públicas [artículo 2.b) LJCA].
- Actos administrativos y disposiciones de las Corporaciones de Derecho Público (Colegios
Profesionales, Cámaras Oficiales, pero sólo cuando ejerciten funciones públicas) [artículo 2.c)
LJCA].
- Actos administrativos de control o fiscalización dictados por la Administración concedente
respecto de los adoptados por los concesionarios de servicios públicos que impliquen el
ejercicio de potestades administrativas. Asimismo, los demás actos de los concesionarios
cuando la correspondiente norma sectorial prevea su fiscalización por la jurisdicción
contencioso-administrativa [artículo 2.d) LJCA].
- Todos los supuestos de responsabilidad patrimonial de las Administraciones Públicas,
cualquiera que sea la naturaleza de la actividad o el tipo de relación de que derive, y ello aun
cuando en la producción del daño concurra la acción de un tercero o, asimismo, aun cuando
cuenten con un seguro de responsabilidad [artículo 2.e) LJCA].
- Restantes materias que le atribuya expresamente una ley [artículo 2.f) LJCA].
- Cuestiones incidentales y prejudiciales, con excepción de las de orden penal y constitucional
y lo dispuesto en Tratados internacionales [artículo 4.1 LJCA].
La jurisdicción contencioso-administrativa puede conocer de asuntos o cuestiones
incidentales o prejudiciales ajenas a su competencia, siempre que las mismas condicionen
directamente el contenido de la decisión sobre el asunto sometido a su enjuiciamiento y no
sean cuestiones de orden penal, constitucional, o previstas en tratados internacionales (es el
caso, por ejemplo, de la determinación de la titularidad de un finca objeto de la expropiación
que se impugna, o la determinación del alcance de un convenio colectivo del personal al
servicio de la Administración con ocasión de la impugnación de un decreto por el que se
regula la comisión técnica encargada de la elaboración de un catálogo de puestos de trabajo,
etc.). Se trata de una regla que, para todos los órdenes jurisdiccionales, establece el artículo
10.1 LOPJ en estos términos: «A los solos efectos prejudiciales, cada orden jurisdiccional podrá
conocer de asuntos que no le estén atribuidos privativamente», si bien ese conocimiento no
puede alcanzar a las cuestiones penales, en cuyo caso, tal como añade el apartado 2º del
mismo artículo 10, se producirá “la suspensión del procedimiento mientras aquélla [es decir,
la cuestión prejudicial penal, «de la que no pueda prescindirse para la debida decisión o que
condiciones directamente el contenido de ésta] no sea resuelta por los órganos penales a
quienes corresponda, salvo las excepciones que la Ley establezca». Y a las cuestiones
prejudiciales penales, la LJCA añade, asimismo, las de orden constitucional y las que guarden
relación con lo dispuesto en Tratados internacionales. En todo caso, debe tenerse en cuenta
que, tal como precisa el artículo 4.2 LJCA, lo decidido sobre tales cuestiones no producirá
efectos fuera del proceso contencioso-administrativo y, por tanto, no vinculará al orden
jurisdiccional correspondiente (civil o laboral).
El carácter taxativo de las cuestiones incidentales y prejudiciales que escapan de la
competencia de la jurisdicción contencioso-administrativa y que determinan, por tanto, la
suspensión del procedimiento contencioso-administrativo hasta que las mismas sean
resueltas, descarta la aplicación supletoria de la LEC a los efectos de admitir en el proceso
contencioso-administrativo una «prejudicialidad contencioso-administrativa», en términos
similares a la «prejudicialidad civil en el proceso civil» que regula el artículo 43 de la referida
LEC. Debe señalarse, a este respecto, que la singularidad de esa «prejudicialidad civil en el
proceso civil» es la de excepcionar la regla general de que las cuestiones prejudiciales civiles
han de ser resueltas por los propios tribunales civiles sin tener, por tanto, que suspender el
proceso, si bien, para que la suspensión sea posible, quedando el órgano jurisdiccional
competente a la espera de lo que sobre la cuestión incidental decida otro órgano del mismo
orden jurisdiccional, es preciso, de acuerdo con lo dispuesto por el citado artículo 43 LEC, la
concurrencia de las siguientes circunstancias: que se encuentre pendiente un proceso que
tenga por objeto principal lo que en el otro se plantea como cuestión prejudicial; que no sea
posible la acumulación de procesos porque no se dé alguno de sus requisitos; que sea
solicitado por ambas partes o una de ellas y se oiga a la parte contraria; y que la decisión
sobre la petición de suspensión se adopte en forma de auto, frente al que cabrá recurso de
reposición si la deniega y recurso de apelación si la acuerda.
Esta novedad, sin embargo, no parece que pueda, ni deba, proyectarse al proceso
contenciosoadministrativo,
al amparo sin más de la disposición final primera de la LJCA (que establece
que «en lo no previsto por esta Ley, regirá como supletoria la de Enjuiciamiento Civil»). Y es
que el mero hecho de que exista una ausencia de regulación, no permite dar entrada, de
manera mecánica y automática, por vía de supletoriedad, a todo lo que la LEC haya regulado.
- — Por último, los órganos de la jurisdicción contencioso-administrativa también tienen
atribuidas otras competencias de carácter no revisor: entre otras, otorgar las autorizaciones
judiciales de entrada en domicilios y restantes lugares cuyo acceso requiera el consentimiento
de su titular, siempre que ello proceda para la ejecución forzosa de actos de la Administración
pública (artículo 8.2 y 6 LJCA). Se trata de supuestos en los que, en atención a determinados
derechos fundamentales, queda excepcionado el privilegio o prerrogativa administrativa de
la autotutela ejecutiva (tal como se expone básicamente en el capítulo V del tomo I de esta
misma obra). Así, además del supuesto señalado, corresponde también a los juzgados de lo
contencioso-administrativo otorgar las autorizaciones o ratificaciones de las medidas que las
autoridades sanitarias consideren urgentes y necesarias para la salud pública o impliquen
privación o restricción de la libertad o de otro derecho fundamental, y, asimismo, las
autorizaciones para la entrada e inspección de domicilios, locales, terrenos y medios de
transporte que haya sido acordada por la Comisión Nacional de los Mercados y la
Competencia, cuando, requiriendo dicho acceso e inspección el consentimiento de su titular,
éste se oponga a ello o exista riesgo de tal oposición (artículo 8.6 LJCA). Y a los juzgados
centrales de lo contencioso-administrativo se les atribuye la competencia para otorgar la
autorización a la que se refiere el artículo 8.2 de la Ley 34/2002, de 11 de julio, de Servicios de
la Sociedad de la Información y de Comercio Electrónico, así como la autorización para la
ejecución de los actos adoptados por la Sección Segunda de la Comisión de Propiedad
Intelectual, relativos a la interrupción de la prestación de servicios de la sociedad de la
información y a la retirada de contenidos que vulneren la propiedad intelectual, todo ello en
aplicación de la referida Ley 34/2002 (artículo 9.2 LJCA).
La STC 139/2004, de 13 de septiembre, explica la funcionalidad y alcance de la autorización
judicial de entrada en el domicilio cuando la misma es precisa para la ejecución de los actos
administrativos: Dice así: «En relación con los actos de la Administración cuya ejecución
precisa de la entrada en un domicilio, que es el supuesto que ahora interesa, este Tribunal, ha
señalado que al Juez que otorga la autorización de entrada no le corresponde enjuiciar la
legalidad del acto administrativo que pretende ejecutarse. Conviene advertir que esta
doctrina, aunque se ha establecido en relación con el Juez de Instrucción, que era quien antes
de la reforma efectuada por la Ley 29/1998, de 13 de julio, Reguladora de la Jurisdicción
Contencioso-administrativa, otorgaba este tipo de autorizaciones, resulta igualmente aplicable
a los Jueces de lo Contencioso-administrativo, que son los ahora competentes para emitir
aquéllas en los casos en los que ello sea necesario para la ejecución de los actos de la
Administración Pública (art. 8.5 LJCA ), pues, en este concreto procedimiento, las atribuciones
de estos Jueces se limitan únicamente a garantizar que las entradas domiciliarias se efectúen
tras realizar una ponderación previa de los derechos e intereses en conflicto». Y añade:
«Como ha señalado este Tribunal (SSTC 160/1991, de 18 de julio f.j. 8; 136/2000, de 29 de mayo,
f.j. 3), en estos supuestos la intervención judicial no tiene como finalidad reparar una
supuesta lesión de un derecho o interés legítimo, como ocurre en otros, sino que constituye
una garantía y, como tal, está destinada a prevenir la vulneración de derecho. De ahí que,
para que pueda cumplir esta finalidad preventiva que le corresponde, sea preciso que la
resolución judicial que autorice la entrada en el domicilio se encuentre debidamente
motivada, pues sólo de este modo es posible comprobar, por una parte, si el órgano judicial ha
llevado a cabo una adecuada ponderación de los derechos o intereses en conflicto y, por otra,
que, en su caso, autoriza la entrada del modo menos restrictivo posible del derecho a la
inviolabilidad del domicilio». En consecuencia, el otorgamiento de esta clase de
autorizaciones no puede efectuarse sin llevar a cabo ningún tipo de control, pues si así se
hiciera no cumplirían la función de garantizar el derecho a la inviolabilidad del domicilio que
constitucionalmente les corresponde. Y por esta razón es preciso que el Juez compruebe, por
una parte, que el interesado es el titular del domicilio en el que se autoriza la entrada, que el
acto cuya ejecución se pretende tiene una apariencia de legalidad, que la entrada en el
domicilio es necesaria para aquélla y que, en su caso, la misma se lleve a cabo de tal modo
que no se produzcan más limitaciones al derecho que consagra el art. 18.2 CE que las
estrictamente necesarias para la ejecución del acto (entre otras, SSTC 76/1992, de 14 de mayo,
f.j. 3.a); 50/1995, de 23 de febrero, f.j. 5; 171/1997 de 14 de octubre, f.j. 3; 69/1999, de 26 de abril,
f.j. 3, 171/1999, de 27 de septiembre, f.j. 5, 136/2000 de 29 de mayo, f.j. 4, 169/2001, de 16 de
julio, f.j. 9, 239/2006, de 17 de julio, f.j. 6). O dicho en otros términos, tal como ha vuelto a
recordar más recientemente la STC 188/2013, de 4 de noviembre, la autorización judicial de
entrada en domicilio debe respetar en todo caso el principio de proporcionalidad, de manera
que debe comprobarse si «en la resolución judicial de autorización aparecen los elementos
necesarios para entender que se ha realizado la ponderación de la proporcionalidad de la
medida».
A su vez, de acuerdo con lo dispuesto en el artículo 3 de la misma LJCA, quedan excluidos del
conocimiento de la jurisdicción contencioso-administrativa los siguientes asuntos:
- Las cuestiones atribuidas a las órdenes civil, penal y social.
- El recurso contencioso-disciplinario militar.
- Los conflictos de jurisdicción entre los juzgados y tribunales y las Administraciones Públicas
y los conflictos de atribuciones entre órganos de una misma Administración.
- Los recursos directos e indirectos contra las normas forales fiscales de las Juntas Generales
de los Territorios Históricos de Álava, Guipúzcoa y Vizcaya, ya que la competencia para
conocer de las mismas ha quedado atribuida al Tribunal Constitucional en virtud de lo
dispuesto en la disposición adicional 5ª LOTC.
La determinación de si la jurisdicción es competente para conocer de los asuntos que se planteen,
corresponde a los propios órganos jurisdiccionales, los cuales, según precisa el artículo 5 LJCA,
apreciarán de oficio la falta de jurisdicción y resolverán sobre la misma, previa audiencia de las
partes y del Ministerio Fiscal. La declaración de falta de jurisdicción debe ser motivada y deberá
indicarse al demandante el concreto orden jurisdiccional que se estima competente.

III. ORGANOS: COMPOSICION Y COMPETENCIAS

1. LA PLANTA JURISDICCIONAL
Con la LJCA de 1956, la estructura o planta de la jurisdicción contencioso-administrativa quedó
ceñida a las Salas de lo contencioso-administrativo de las Audiencias Territoriales y a las Salas 3ª,
4ª y 5ª del Tribunal Supremo. Esa estructura se mantuvo hasta que en 1977 se dictó un Real
Decreto-ley por el que creó la Audiencia Nacional y en su seno la Sala de lo contenciosoadministrativo.
Posteriormente, la LOPJ introdujo importantes modificaciones, al establecer los
Tribunales Superiores de Justicia con una o dos Salas de lo contencioso-administrativo -según los
casos- en sustitución de las Audiencias Territoriales, y dar entrada a la gran novedad de los
Juzgados provinciales de lo contencioso-administrativo. Y, asimismo, redujo las tres Salas del
Tribunal Supremo a una única Sala, la Sala Tercera. Pero la inmediata puesta en práctica de la
nueva planta por la Ley complementaria de Demarcación y Planta Judicial de 28 de diciembre de
1988, no alcanzó a los Juzgados. Estos finalmente se implantaron con la aprobación de la LJCA de
1998, habiéndose modificado en parte la competencia que la LOPJ de 1985 inicialmente les había
atribuido. Y, además, la LJCA ha creado los Juzgados centrales de lo contencioso-administrativo.
Así pues, en la actualidad, tal como dispone el artículo 6 LJCA, el orden jurisdiccional se halla
integrado por los siguientes órganos: Juzgados provinciales; Juzgados centrales; Salas de lo
Contencioso-Administrativo de los Tribunales Superiores de Justicia; Sala de lo Contencioso-
Administrativo de la Audiencia Nacional; y Sala Tercera, de lo Contencioso-Administrativo, del
Tribunal Supremo.
2. LA DISTRIBUCIÓN DE COMPETENCIAS ENTRE LOS ÓRGANOS JURISDICCIONALES
A. Criterios generales para la distribución de las competencias y prohibición de que la
declaración de incompetencia pueda adoptarse en sentencia
El criterio que con carácter general sigue la LJCA para asignar las correspondientes competencias
a los diversos órganos de la jurisdicción contencioso-administrativa, es el tradicional criterio que
vincula la competencia del órgano jurisdiccional a la del órgano administrativo del que emana el
acto o disposición objeto del recurso. De este modo, y sin perjuicio de las numerosas excepciones
que generan un casuismo tan complejo como injustificado, los actos y reglamentos de las
Administraciones locales y autonómicas quedan residenciados ante los Juzgados provinciales y las
Salas de lo Contencioso-Administrativo de los Tribunales Superiores de Justicia, mientras que de
los actos y reglamentos de la Administración estatal conocen mayoritariamente los Juzgados
centrales y la Sala de la Audiencia Nacional, y, en menor medida, la Sala 3ª del Tribunal Supremo.
Ha de tenerse en cuenta que las dificultades que como consecuencia de ese excesivo casuismo
surgen a la hora de determinar el órgano competente para conocer del recurso, quedan
compensadas en gran medida por la obligación de que en las resoluciones administrativas y
también judiciales se indiquen los recursos procedentes. E igualmente quedan amortiguadas por
la escasa trascendencia que, siempre que se observen esas indicaciones, tiene para el recurrente el
desacierto o error en dicha determinación. Recuérdese, a este respecto, que el artículo 40.2 LPAC
establece la siguiente regla: «Toda notificación [de las resoluciones y actos administrativos]
deberá contener [...] la expresión de los recursos que procedan, en su caso, en vía administrativa y
judicial, el órgano ante el que hubieran de presentarse y plazo para interponerlos, sin perjuicio de
que los interesados puedan ejercitar, en su caso, cualquier otro que estimen procedente».
Asimismo, el artículo 248.4 LOPJ dispone que «al notificarse la resolución [judicial] a las partes se
indicará si la misma es o no firme y, en su caso, los recursos que procedan, órgano ante el que
deben interponerse y plazo para ello». Pero es que, además, el artículo 7.3 LJCA añade que «la
declaración de incompetencia adoptará la forma de auto y deberá efectuarse antes de la sentencia,
remitiéndose las actuaciones al órgano de la Jurisdicción que se estime competente para que ante
él siga el curso del proceso».
Esta prohibición de que la declaración de incompetencia pueda adoptarse en sentencia, ha llevado
a que, de acuerdo con la jurisprudencia constitucional, en el artículo 69 de la misma Ley, al fijar
las causas de inadmisibilidad que serán declaradas por sentencia, no figure ya la de que «se
hubiere interpuesto [el recurso] ante un Tribunal que carezca de [...] competencia para ello, por
corresponder el asunto [...] a otro órgano de la Jurisdicción Contencioso-Administrativo». Así lo
disponía, sin embargo, el artículo 82.a) LJCA de 1956, si bien la jurisprudencia constitucional
consideró derogada dicha previsión por el artículo 24.1 CE (SSTC 22/1985, de 15 de febrero,
39/1985, de 11 de marzo, 109/1985, de 8 de octubre, 55/1986, de 9 de mayo, 78/1991, de 15 de abril,
90/1991, de 25 de abril, etc.). Baste recordar que en la inicial STC 22/1985, de 15 de febrero, f.j. 6º,
ya se afirmó lo siguiente:«Reduciéndonos al ámbito del recurso contencioso-administrativo, objeto
aquí de nuestras consideraciones, esa libre facultad de declarar en la Sentencia la inadmisión del
recurso por incompetencia del órgano, no es compatible con el derecho a un acceso sin obstáculos
innecesarios a la tutela judicial efectiva. El Abogado del Estado sostiene que la eliminación de esa
norma constituiría un premio a la negligencia y contumacia de los administrados, de donde
parece seguirse que la misma tendría en cierto modo una finalidad sancionadora. No requiere un
examen muy detenido tal argumento para desecharlo, pues ni las sanciones encubiertas (con las
que se impide, además, el ejercicio de un derecho fundamental) tiene cabida en un Estado de
derecho ni cabe presumir que quien incurre en un error procesal obra así por negligencia o
contumacia. Normalmente quien acude al recurso contencioso-administrativo intenta eliminar
con la mayor rapidez posible del mundo del derecho un acto del poder que considera antijurídico.
Si yerra al dirigirse al órgano competente, su error alargará inevitablemente el tiempo necesario
para que el Juez restaure el orden jurídico que él estima violentado y, en consecuencia, si fue
negligente o contumaz, lo fue contra su interés.No existiendo, pues, finalidad que justifique el
obstáculo que la aplicación del art. 82.a) de la LJCA crea, dicho precepto ha de considerarse lesivo
para el derecho de la tutela judicial efectiva y, en consecuencia, vulneradora de tal derecho
laSentencia que hace uso de la facultad que ese precepto otorga».
Por consiguiente, puede afirmarse que las consecuencias anudadas al error o equivocación en la
determinación del órgano jurisdiccional competente para conocer del recurso apenas tienen otra
trascendencia que la de dilatar la tramitación del proceso, ya que, como regla, ese error o
equivocación no puede conllevar la pérdida del recurso sin obtener un pronunciamiento sobre el
fondo. No obstante, esa reorientación del recurso hacia el órgano jurisdiccional que ostenta la
competencia, tal como prevé el artículo 7.3 LJCA, exige que no medie un comportamiento no
diligente o irregular del recurrente, considerándose como tal el que, sin justificación ni razón
alguna, haya desconocido la propia instrucción sobre recursos realizada por la Administración.
B. Asignación de competencias en primera o única instancia. Esquema del reparto de las
competencias en función de la Administración y órgano de los que proceda la disposición o
actuación recurrida
De acuerdo con lo que resulta de lo dispuesto en los artículos 8 a 12 LJCA, la determinación de los
asuntos de los que los distintos órganos jurisdiccionales conocerán en primera o única instancia se
realiza mediante la combinación de todo tipo de criterios (reglas generales, excepciones y
excepciones de las excepciones), lo que da lugar a un sistema sumamente casuístico y complejo.
Aunque la LJCA se refiere a los asuntos de los que conocerán los diversos órganos jurisdiccionales,
el elemento determinante sigue siendo el órgano del que emana el acto o disposición que se
recurre. Por eso mismo, el criterio con que a continuación se expone ese reparto de competencias
toma en consideración a la Administración autora del acto o norma reglamentaria objeto del
recurso, remitiendo en cada caso al órgano jurisdiccional competente para conocer en primera o
única instancia. De este modo, se puede afirmar:
- que los Juzgados provinciales de lo contencioso-administrativo son los competentes para
conocer del grueso de las actuaciones de las Entidades locales;
- que las Salas de los Tribunales Superiores de Justicia conocen básicamente de las
actuaciones que proceden de las Administraciones autonómicas y de los recursos de
apelación;
- que los Juzgados centrales de lo contencioso-administrativo y la Sala correspondiente de la
Audiencia Nacional, conocen de las actuaciones realizadas por la AGE; y
- que a la Sala Tercera del TS queda atribuido el conocimiento de los actos del Consejo de
Ministros y de los órganos constitucionales, así como el de los recursos de casación.
C. Otras reglas de atribución de competencias
La LJCA establece, asimismo, otras reglas complementarias para la asignación de las competencias
en función de la materia (del concreto acto o actuación de que se trate) y advierte al respecto que,
salvo disposición en contrario, la atribución de competencia por razón de la materia prevalece
sobre la efectuada por razón del órgano administrativo autor del acto [artículo 13.c) LJCA].
En concreto, la competencia en materia de autorizaciones y ratificaciones judiciales (entrada en
domicilios y demás edificios o lugares cuyo acceso requiera consentimiento del titular para la
ejecución forzosa de actos administrativos, o en relación con determinadas medidas de las
autoridades sanitarias, etc.) queda atribuida a los Juzgados provinciales y centrales (artículo 91.2
LOPJ, tras la modificación de la Ley Orgánica 6/1998, de 13 de julio, y artículos 8.6 y 9.2 LJCA). Los
actos de prohibición o de propuesta de modificación de reuniones previstas en la Ley Orgánica
reguladora del Derecho de Reunión [artículo 10.1.h) LJCA], así como los convenios
interadministrativos cuyas competencias se ejerzan en el ámbito territorial de la correspondiente
Comunidad Autónoma [artículo 10.1.g) LJCA], quedan atribuidos al conocimiento de las Salas de
los TSJ. Y a la Sala de la AN los demás convenios [artículo 11.1.c) LJCA].
Por otra parte, el órgano que conozca de un asunto es el competente para resolver todas las
cuestiones incidentales aunque no pertenezcan a su competencia genérica (artículo 7.1 LJCA),
salvo las cuestiones de carácter constitucional y penal o lo dispuesto en Tratados internacionales,
o salvo que estén asignadas expresamente a otro órgano. Y la competencia para hacer ejecutar las
sentencias y demás resoluciones judiciales corresponde al órgano que haya conocido del asunto
en primera o única instancia (artículos 7.1 y 103.1 LJCA).
D. Distribución de competencias para conocer de recursos contra autos y sentencias
La asignación de competencias para conocer de los recursos contra los autos y sentencias dictados
en primera instancia, es la siguiente:
Las Salas de los TSJ conocerán:
- De los recursos de apelación contra sentencias y autos de los Juzgados provinciales y de los
correspondientes recursos de queja (art. 10.2 LJCA).
- De los recursos de revisión contra sentencias firmes de los Juzgados provinciales (art. 10.3
LJCA).
- Del recurso de casación por infracción de normas emanadas de la Comunidad Autónoma
(art. 10.5 y 6 LJCA, reajustado al nuevo artículo 86.3, párrafo 2º).
- De los recursos de casación en interés de la ley previsto en el artículo 101 LJCA (art. 10.6
LJCA).
- De las cuestiones de competencia entre los Juzgados provinciales con sede en la
correspondiente Comunidad Autónoma (art. 10.4 LJCA).
La Sala de la AN conocerá:
- De los recursos de apelación contra sentencias y autos de los Juzgados centrales y de los
correspondientes recursos de queja (art. 11.2 LJCA).
- De los recursos de revisión contra sentencias firmes de los Juzgados centrales (art. 11.3
LJCA).
- De las cuestiones de competencia entre los Juzgados centrales (art. 10.4 LJCA).
La Sala Tercera del TS conocerá:
- Del recurso de casación [art. 12.2.a)].
- De los recursos de casación y revisión contra resoluciones dictadas por el Tribunal de
Cuentas con arreglo a lo establecido en su Ley de Funcionamiento [art. 12.2.b) LJCA].
- De los recursos de revisión contra sentencias firmes de las Salas de los TSJ, de la AN y del TS,
salvo lo dispuesto en el art. 61.1.1º de la LOPJ [arts. 12.2.c) y 102 LJCA].
3. REGLAS RELATIVAS A LA COMPETENCIA TERRITORIAL Y A LA DISTRIBUCIÓN DE ASUNTOS
A. Reglas sobre la competencia territorial
Conviene recordar que, a diferencia del proceso civil, en el que se admiten los llamados «fueros
convencionales», de manera que los litigantes pueden encomendar el conocimiento de su pleito a
cualquier órgano de la jurisdicción competente por razón de la materia, en el proceso
contenciosoadministrativo
rige el fuero legal, es decir, el previsto o admitido por la norma. Por ello, tal como
dispone el artículo 7.2 LJCA, la competencia de los Juzgados y Tribunales no será «prorrogable».
Es obvio, por otra parte, que las reglas de competencia territorial (que vienen a suplir las
insuficiencias de las reglas de competencia objetiva en algunos casos) sólo afectan a los Juzgados
provinciales y a los Tribunales Superiores de Justicia; no a los órganos cuya jurisdicción se
extiende a todo el Estado.
El fuero general es el de la sede del órgano que hubiere dictado la disposición o acto originario
impugnado (artículo 14.1, regla primera, LJCA), mientras que el fuero especial es de carácter
electivo por el demandante, que puede elegir entre la sede del órgano o el de su domicilio,
rigiendo en materia de personal, propiedades especiales, sanciones y responsabilidad patrimonial
(artículo 14.1, regla segunda, LJCA).
Por lo demás, el fuero de carácter único o exclusivo queda referido a intervenciones
administrativas sobre la propiedad privada (urbanismo y expropiaciones), siendo el del lugar
donde se ubique el inmueble afectado (artículo 14.1, regla tercera, LJCA), y el fuero especialísimo,
para cuando el acto impugnado afecte a una pluralidad de destinatarios, pasa a ser el de la sede
del órgano que hubiera dictado el acto impugnado (art. 14.2 LJCA).

B. Reglas sobre la distribución de asuntos


De acuerdo con el artículo 17 LJCA, la distribución de los asuntos entre las Salas de un mismo TSJ o
entre las Secciones de una misma Sala, se acordará por la Sala de Gobierno del respectivo TSJ, que
también procederá a la distribución entre los diversos Juzgados de una misma población. Nada se
prevé respecto de los Juzgados centrales, pero lógicamente será la Sala de la AN la que asuma tal
función. Y en cuanto al reparto de asuntos entre las Secciones de la Sala 3ª del TS, corresponde a la
Sala de Gobierno del TS la distribución y la fijación del turno de reparto de ponencias (artículo
152.1 LOPJ).
TEMA 11
I. LAS PARTES, EN ESPECIAL LA LEGITIMACION

El proceso contencioso-administrativo, como todo proceso jurisdiccional -dejando al margen, claro


es, las particularidades del proceso penal- se traba entre una parte demandante y una parte
demandada, pudiendo ser varias las personas que simultáneamente ostenten una y otra condición
procesal. Y para poder iniciar el proceso es preciso que quien lo pretenda ostente capacidad
procesal y, además, legitimación. Además, se exige la postulación procesal.
1. CAPACIDAD PROCESAL
Los artículos 7.3 LOPJ y 6 LEC enumeran con carácter general quiénes tienen capacidad para
emprender un proceso (desde luego, las personas físicas y jurídicas, aunque no sólo). Además, el
artículo 18 LJCA añade que también la tienen los menores de edad para la defensa de sus derechos
e intereses legítimos cuya actuación les esté permitida por el ordenamiento, sin necesidad de
asistencia de la persona que ejerza la patria potestad, tutela o curatela, y los grupos de afectados,
las uniones sin personalidad o los patrimonios independientes o autónomos que sean aptos para
ser titulares de derechos y obligaciones, si bien siempre que así lo declare expresamente la ley.
2. LEGITIMACIÓN ACTIVA Y PASIVA
No basta, sin embargo, con tener capacidad procesal. Para la viabilidad del proceso es preciso que
las partes ostenten legitimación, que no es sino la aptitud para poder recurrir o demandar
(legitimación activa) y para poder ser demandado (legitimación pasiva). Por tanto, sin legitimación
activa no se puede acceder a la jurisdicción en demanda de tutela y defensa de los derechos e
intereses legítimos, por lo que resulta fundamental el alcance que se dé a la exigencia de este
requisito.
Aunque con anterioridad a la aprobación de la vigente LJCA y de acuerdo con la doctrina del TC en
interpretación del derecho fundamental a la tutela judicial efectiva que consagra el artículo 24.1
CE, ya se corrigió de hecho la restricción que imponía la anterior LJCA de 1956, que vinculaba la
legitimación activa a la existencia de un interés directo en el recurrente, el artículo 19.1 LJCA
reconoce ahora legitimación a las personas físicas o jurídicas que ostenten un «derecho o interés
legítimo». Basta con acreditar ese interés legítimo (concepto menos estricto que el de «interés
directo») para la viabilidad del recurso, considerándose como tal el interés de carácter personal
no sólo en la defensa o reconocimiento de un efectivo derecho subjetivo, sino en la obtención de
cualquier beneficio (directo o indirecto) que pueda resultar de la estimación de la pretensión
deducida. Por tanto, la situación de interés legítimo resulta identificable con cualquier ventaja o
utilidad jurídica derivada de la reparación pretendida.
Más allá de la exclusión del mero «interés por la legalidad», que no legitima, y siempre que se
trate de un interés actual y efectivo, no futuro o meramente hipotético, el interés legítimo da
cobertura con gran amplitud a todas aquellas situaciones en la que el recurrente pueda obtener
algún beneficio, incluida la cesación o disminución de un perjuicio. En todo caso, poco más se
puede precisar en abstracto, de manera que los órganos jurisdiccionales gozan de un amplio
margen de apreciación para determinar la existencia o no de legitimación, si bien esa apreciación
debe estar presidida por el principio pro actione a fin de favorecer el acceso a la jurisdicción, todo
ello de acuerdo con el artículo 24.1 CE.
Además, se reconoce legitimación a las entidades representativas (corporaciones, asociaciones,
sindicatos, etc.) que resulten afectadas o estén legalmente habilitadas para la defensa de derechos
e intereses legítimos colectivos [artículo 19.1.b) LJCA], si bien no basta para reconocerles
legitimación con constatar que estatutariamente o por atribución legal asumen la defensa de un
interés colectivo, sino que es preciso que la actuación administrativa que impugnen lesione
efectivamente dicho interés (por cuanto, en otro caso, bien pudiera transformarse el interés
legitimador en un mero «interés por la legalidad»).
Igualmente están legitimadas las Administraciones Públicas en los conflictos interadministrativos
[artículo 19.1.c), d), e) y g) LJCA] y en los procesos de lesividad (artículo 19.2 LJCA) (es decir, en
aquellos que tienen por objeto un acto de la propia Administración que lo impugna, previa su
declaración de lesividad), y, asimismo, el Ministerio Fiscal en los procesos que determine la ley
[artículo 19.1.f)] (aunque en puridad de términos no es una de las partes del proceso, sino que
actúa en el mismo en defensa de la legalidad).
El mismo artículo 19 reconoce genéricamente legitimación a cualquier ciudadano (si bien
únicamente en los supuestos en los que la ley, de manera expresa, haya previsto una acción
popular, como sucede en materia urbanística, y en algunas otras, para la defensa del patrimonio
histórico, o las costas, o los parques nacionales) y a los vecinos en nombre e interés de las
Entidades locales (artículo 19.3) (se trata de la llamada acción vecinal para la defensa de los bienes
y derechos de tales Entidades cuando éstas no ejercitaren las correspondientes acciones, tal como
precisa el artículo 68.2 LBRL).
A los referidos supuestos, previstos inicialmente por la LJCA, se han sumado otros tres más.
En primer lugar, la disposición adicional 6ª de la Ley Orgánica 3/2007, de 22 de marzo, para la
igualdad efectiva de mujeres y hombres, ha incorporado una nueva letra i) al artículo 19, en
virtud de la cual, frente a la actuación administrativa que atente al principio de igualdad de sexos,
se reconoce legitimación a los afectados y, con su autorización, a los sindicatos y asociaciones
constituidas para la defensa de la igualdad de trato entre mujeres y hombres a los que
pertenezcan. Además, cuando la actuación afecte a una pluralidad de personas indeterminada o
de difícil determinación, también están legitimados los propios organismos de las
Administraciones Públicas que tengan atribuida la competencia específica de promocionar y
vigilar acerca de la igualdad de sexos (e, incluso, según parece razonable, otros organismos, como,
por ejemplo, determinados Colegios Profesionales), los sindicatos más representativos (por tanto,
los definidos en el artículo 6.2 de la Ley Orgánica de Libertad Sindical) y las asociaciones de
ámbito estatal cuyo fin primordial sea la igualdad entre mujeres y hombres; y, en fin, aún se prevé
una legitimación más que, en realidad, lo es en atención al tipo de discriminación, ya que queda
circunscrita a la persona acosada en los supuestos de acoso sexual y por razón de sexo.
El segundo supuesto se refiere a la legitimación en asuntos en materia de contratación pública que
previamente hayan sido objeto del recurso especial que corresponde decidir al Tribunal
Administrativo de Recursos Contractuales y órganos autonómicos asimilados, todo ello de acuerdo
con lo dispuesto por la Ley 34/2010, de 5 de agosto (que ha añadido un nuevo apartado 4 al
artículo 19 LJCA), y en la actualidad en el TRLCSP, tal como ya hemos visto. La singularidad de esta
legitimación es que se extiende, además de a los particulares interesados y recurrentes en vía
administrativa, a las Administraciones Públicas, sin necesidad de que éstas (que impugnarán, en
su caso, un acto administrativo) tengan que proceder a la previa declaración de lesividad que, con
carácter general, exigen los artículos 103 LRJPAC y 43 LJCA).
Y el tercero se ha previsto por la disposición final 5ª de la Ley Orgánica 3/2013, de 20 de junio, de
protección de la salud del deportista y lucha contra el dopaje en la actividad deportiva, que ha
introducido un apartado 5 al mismo artículo 19, en virtud del cual tendrán legitimación para
recurrir ante el orden jurisdiccional contencioso-administrativo las resoluciones del Tribunal
Administrativo del Deporte que se dicten en asuntos de disciplina deportiva en materia de dopaje,
todas las personas a que alude el artículo 40.4 de la referida Ley orgánica (es decir, las personas
físicas o jurídicas afectadas por la resolución y, en todo caso, el deportista o sujeto afectado por la
resolución, la eventual parte contraria en la resolución o los perjudicados por la decisión, la
Federación deportiva internacional correspondiente, el organismo antidopaje del país de
residencia del sujeto afectado, la Agencia Española de Protección de la salud en el deporte, y la
Agencia mundial antidopaje o el Comité paralímpico internacional, cuando la resolución afecte a
los Juegos olímpicos o juegos paralímpicos).
Por el contrario, no están legitimados para interponer recurso contencioso-administrativo los
órganos, ni los miembros de los órganos colegiados, de la Administración Pública autora del acto o
actuación impugnable, a no ser que una ley lo autorice expresamente [artículo 20.a) LJCA], lo que
resulta plenamente coherente con la naturaleza y configuración jurídica de los órganos de la
Administración-persona jurídica. Por similares razones, aunque no idénticas, ya que ahora media
la personalidad diferenciada, tampoco lo están las Entidades de Derecho público dependientes o
vinculadas a la Administración cuyo acto o actuación se trata de impugnar, a no ser, puntualiza
con cierta ambigüedad el artículo 20.c) LJCA, que dichas Entidades estén dotadas de un específico
estatuto de autonomía. Ni lo están, en fin, los particulares cuando obren por delegación o como
meros agentes o mandatarios de la Administración [artículo 20.b) LJCA].
La capacidad para ser parte demandada en los procesos contencioso-administrativos (legitimación
pasiva) la ostentan, claro es, las Administraciones Públicas de las que procedan los actos o
actuaciones objeto de impugnación. Pero también se atribuye esa legitimación pasiva a todas
aquellas personas a cuyo favor deriven derechos o intereses legítimos del mismo acto o actuación,
considerándoseles parte demandada en caso de que comparezcan en el proceso en el que hayan
sido emplazadas a fin de oponerse a la pretensión anulatoria y en defensa, por tanto, del
mantenimiento del acto o actuación cuestionado (artículos 48 y 49 LJCA). El artículo 21 LJCA
reconoce legitimación pasiva, asimismo, a las empresas aseguradoras de las Administraciones,
que serán parte codemandada junto con la Administración demandada a la que aseguren
(fenómeno cada vez más frecuente a los efectos de la responsabilidad patrimonial en la que
pueden incurrir).
3. REPRESENTACIÓN Y DEFENSA
La postulación procesal significa que las actuaciones ante los órganos jurisdiccionales se han de
realizar a través de representantes profesionales (procuradores y abogados) (artículo 23.1 y 2
LJCA).
La representación y defensa de las Administraciones Públicas y de los órganos constitucionales se
rige por la LOPJ (artículo 551) y por la Ley 52/1977, de 27 de noviembre, de Asistencia Jurídica al
Estado e Instituciones Públicas, así como, en el caso de las Administraciones autonómicas, por las
normas que, en el marco de sus competencias, hayan dictado las Comunidades Autónomas
(artículo 24 LJCA). Con carácter general, la representación y defensa del Estado y de sus
organismos autónomos, así como la representación y defensa de los órganos constitucionales
cuyas normas internas no estabvlezcan un régimen especial propio, corresponderá a los Abogados
del Estado, integrados en el Servicio Jurídico del Estado. Sin embargo, específicamente se prevé
que la representación y defensa de las Cortes Generales, del Congreso de los Diputados, del
Senado, de la Junta Electoral Central y de los órganos e instituciones vinculadas o dependientes de
aquéllas corresponderá a los Letrados de las Cortes Generales intergados en las secretarías
generales respectivas. Y la representación y defensa de las Comunidades Autónomas y las de los
Entes locales corresponderán a los letrados que sirvan en los servicios jurídicos de dichas
Administraciones públicas, salvo que designen abogado colegiado que les represente y defienda.
No obstante, los Abogados del Estado también podrán representarlas y defenderlas en los
términos contenidos en la Ley 52/1997, de 27 de noviembre, de Asistencia Jurídica al Estado e Instituciones Públicas
y su normativa de desarrollo.

II. OBJETO DEL RECURSO


El recurso contencioso-administrativo es el cauce procesal para plantear ante los órganos
jurisdiccionales las correspondientes pretensiones en relación con las actuaciones de las
Administraciones Públicas sujetas al Derecho Administrativo y las disposiciones reglamentarias
(incluidos los decretos legislativos cuando excedan de los límites de la delegación) (artículo 1.1
LJCA). Dejando ahora de lado a éstas últimas, en realidad bajo la expresión «actuaciones» se
engloban los actos administrativos (expresos y presuntos), los supuestos de inactividad
administrativa y la llamada vía de hecho (artículos 25 a 30 LJCA, referidos precisamente a la
«actividad administrativa impugnable»).
1. ACTOS ADMINISTRATIVOS EXPRESOS Y PRESUNTOS
Normalmente, el objeto del recurso contencioso-administrativo son actos administrativos
expresos y definitivos, que hayan puesto fin a la vía administrativa, así como los supuestos de
silencio positivo y negativo (habitualmente denominados actos presuntos, aunque quizá la
calificación de presunto deba en adelante ceñirse al silencio positivo) (artículo 25.1 LJCA).
A. La impugnabilidad de los actos de trámite
No obstante, también los actos administrativos de trámite son susceptibles de recurso cuando
vengan a decidir directa o indirectamente el fondo del asunto, determinen la imposibilidad de
continuar el procedimiento, o produzcan indefensión o un perjuicio irreparable a derechos o
intereses legítimos (artículo 25.1 LJCA).
B. La excepción de acto confirmatorio
En cuanto al recurso contencioso-administrativo en los supuestos de nulidad de pleno derecho del
acto, a lo largo de la tramitación parlamentaria de la LJCA se previó que no cabría oponer la
excepción de acto confirmatorio del artículo 28 (es decir, que aun cuando se hubiese desestimado
por acto administrativo una petición de declaración de nulidad y no se hubiesen interpuesto los
recursos admisibles, siempre podría formularse una nueva petición en vía administrativa y frente
a la denegación interponer recurso contencioso-administrativo). Sin embargo, esa salvedad fue
eliminada por el Senado, lo que no es óbice para que pueda mantenerse que dicha eliminación no
significa una corrección de la doctrina jurisprudencial que ha sancionado el criterio de que,
respecto de los actos nulos, en ningún caso juega la excepción de acto confirmatorio.
2. REGLAMENTOS (RECURSO DIRECTO Y RECURSO INDIRECTO): REMISIÓN
Al estudiar el control jurisdiccional de los reglamentos, ya nos hemos referido con cierto detalle a
las dos vías de recurso contencioso-administrativo (directo e indirecto) que pueden utilizarse para
la impugnación de las disposiciones generales, así como a la cuestión de ilegalidad. Por tanto,
baste ahora con remitir a lo expuesto en el capítulo IV de esta misma obra.
3. INACTIVIDAD ADMINISTRATIVA
También la inactividad de la Administración puede ser objeto de recurso. Se trata de una novedad
de la vigente LJCA, que ha venido a posibilitar la impugnación de supuestos que, en otro caso,
difícilmente podrían serlo, al no ser sin más equiparables a los llamados actos presuntos
(resultado del silencio administrativo negativo, que es, asimismo, una manifestación más de la
inactividad de la Administración: falta o ausencia de resolución en plazo acerca de la previa
solicitud formulada). El artículo 29 LJCA regula los dos supuestos siguientes de inactividad.
A. Inactividad prestacional: requisitos
Dispone el artículo 29.1 LJCA que si la Administración está obligada a realizar una prestación
concreta a favor de una o varias personas determinadas y esa prestación no precisa de un acto de
aplicación (ya que la misma resulta de un acto, un contrato o un convenio), quienes tengan
derecho a ella pueden reclamar su cumplimiento y si transcurren tres meses desde la fecha de la
reclamación sin que se haga efectivo, o sin llegar a un acuerdo con la Administración, podrán
deducir el correspondiente recurso.
Ha de tenerse en cuenta que, si nos atenemos a lo declarado en la exposición de motivos de la
LJCA, el recurso contra la inactividad de la Administración no permite a los órganos judiciales
«sustituir a la Administración en aspectos de su actividad no prefigurados por el derecho, incluida
la discrecionalidad en el "cuando" de una decisión o de una actuación material, ni les faculta para
traducir en mandatos precisos las genéricas e indeterminadas habilitaciones u obligaciones
legales de creación de servicios o realización de actividades, pues en tal caso estarían invadiendo
las funciones propias de aquélla».
Ahora bien, de acuerdo con el entendimiento mismo del alcance del control de la discrecionalidad
administrativa (recuérdese lo expuesto en el capítulo V del tomo I de esta misma obra), parece que
debe mantenerse que si la Administración está legalmente obligada a actuar, el órgano
jurisdiccional que conozca del contencioso-administrativo contra la inactividad, si bien no podrá
determinar, en principio, el contenido específico último de la actividad que deba realizarse, sí
podrá condenar a la Administración para que inicie cuantas actuaciones formales y materiales
sean «adecuadas y precisas» para poner fin a la inactividad, siempre en función de las
circunstancias del caso. De manera que el problema estará en determinar, caso por caso, el «nivel
mínimo» que deben tener las actuaciones administrativas para considerar que no se ha incurrido
en inactividad. Y de ahí que sea el principio de «actuación suficiente» el criterio determinante
para valorar cuando existe o no inactividad, sin excluir de manera anticipada o apriorística
ningún supuesto. Una «actuación suficiente», por tanto, que diferirá en su alcance según la clase
de actividad o el título jurídico de la actividad de que se trate, pues, como es obvio, no es
equiparable la inactividad respecto de las obligaciones de la Administración derivadas de un acto
previo o de un contrato, que la inactividad en el ejercicio de las potestades administrativas,
porque en este caso el margen reconocido a la actuación administrativa será normalmente mayor,
dada de diversidad de medidas susceptibles de adopción; pero también una actuación -y es lo que
ahora importa destacar- que en ningún caso se puede dejar de exigir de manera anticipada, por
razón de la naturaleza misma de la potestad que debe ser ejercitada. El ajustado entendimiento
del control judicial de la discrecionalidad administrativa no permite mantener una conclusión
distinta.
B. Inejecución de actos firmes: requisitos
Asimismo, de acuerdo con el artículo 29.2 LJCA, la inactividad de la Administración consistente en
la no ejecución de sus actos firmes permite que los afectados puedan solicitar esa ejecución, de
manera que si no se procede a la misma en el plazo de un mes también quedara expedita la vía
del recurso contencioso-administrativo, que, por lo demás, se tramitará con arreglo al
procedimiento abreviado.
4. VÍA DE HECHO
Configurado históricamente el proceso contencioso-administrativo como un proceso al acto (de
ahí el carácter revisor de la jurisdicción, que, con todas las modulaciones que se quiera, sigue en
pie), fácilmente se comprende que el sometimiento a control jurisdiccional de las meras
actuaciones materiales de las Administraciones Públicas que puedan incurrir en lo que se
denomina «vía de hecho» (actuaciones, por tanto, al margen de toda competencia o de la
observancia del procedimiento legalmente debido, o, si se quiere, actuaciones que carecen de toda
cobertura jurídica) se haya enfrentado a notables dificultades. Cuando la vía de hecho incide en
derechos patrimoniales, la solución ha pasado por la intervención de los jueces de lo civil, que
conocerán de las acciones posesorias (artículo 250 Ley de Enjuiciamiento Civil) que el afectado
puede plantear (caso, por ejemplo, del supuesto previsto en el artículo 125 LEF, como ya hemos
visto). Pero, con carácter general, la intervención de la jurisdicción contencioso-administrativa
para remediar la situación creada por la actuación material administrativa incursa en vía de
hecho, sólo sería posible forzando previamente el dictado de un acto administrativo frente al que
poder recurrir.
Esta situación ha quedado remediada con la LJCA 1998, que ha ampliado el objeto del recurso
contencioso-administrativo al extenderlo también a los supuestos referidos. Así, el artículo 30
establece que «en caso de vía de hecho, el interesado podrá formular requerimiento a la
Administración actuante, intimando su cesación», a lo que añade que «si dicha intimación no
hubiere sido formulada o no fuere atendida dentro de los diez días siguientes a la presentación del
requerimiento, podrá deducir directamente recurso contencioso-administrativo». Así pues, de esta
configuración resulta que el requerimiento previo ante la Administración es puramente
potestativo, ya que también cabe acudir directamente al contencioso-administrativo. Y, además, el
requerimiento no está al servicio de «generar» un acto administrativo (expreso o presunto)
impugnable en vía judicial, sino que su finalidad es sencillamente la de posibilitar que la situación
se corrija sin necesidad de acudir a la intervención judicial (de ahí que no sea preciso formularlo,
quedando en el ámbito de disponibilidad del interesado hacer uso del mismo o no).
Con todo, debe tenerse en cuenta que este avance de la vigente LJCA queda en parte empañado
por los plazos de interposición tan breves que se han previsto (veinte días desde la iniciación de la
actuación constitutiva de vía de hecho si no ha habido requerimiento intimando la cesación de la
misma, y de diez días desde que finaliza el plazo de que dispone la Administración para atender el
requerimiento cuando éste se haya formulado (artículo 46, apartado, 3 LJCA). Y es que una cosa es
que, dada la urgencia de la situación, el afectado por la vía de hecho razonablemente acudirá lo
antes posible ante la jurisdicción, y otra es que necesariamente tenga que hacerlo para evitar la
preclusión de la acción.
5. PRETENSIONES Y CUANTÍA DEL RECURSO
El recurso contencioso-administrativo contra las actuaciones de las Administraciones Públicas en
sus diversas manifestaciones se concreta en el ejercicio de diferentes pretensiones. A las
pretensiones de las partes se refieren los artículos 31 a 33 LJCA, estableciendo las siguientes reglas.
Frente a los actos administrativos (expresos y presuntos) y las disposiciones susceptibles de
impugnación, el recurrente (o demandante) podrá pretender la declaración de su disconformidad
a Derecho y, en su caso, su anulación (artículo 31.1), así como el reconocimiento de una situación
jurídica individualizada y la adopción de las medidas adecuadas para el pleno restablecimiento de
la misma, incluida la indemnización de daños y perjuicios si fuera procedente (artículo 31.2). La
pretensión anulatoria guarda estricta coherencia con esa concepción inicial del proceso
contencioso-administrativo como un proceso al acto de la Administración, y es lógico que su
disconformidad a Derecho desemboque en su anulación. Pero no siempre basta con la anulación
del acto o disposición. De ahí que la pretensión anulatoria no agote el objeto y contenido del
recurso, de manera que la misma puede venir acompañada de la pretensión de que se reconozca y
declare el derecho negado por el acto (o en la formulación legal más amplia, se reconozca «una
situación jurídica individualizada»), o que se adopten las medidas precisas para restablecer la
situación o estatus ilegalmente alterado por el acto o la disposición, lo que dará lugar a una
pretensión indemnizatoria por los daños que de esa alteración se hayan podido producir. Estamos,
en definitiva, ante un conjunto de pretensiones que guardan estrecha relación, si bien la
pretensión anulatoria resulta necesaria en todo caso, al ser presupuesto de las demás.
Cuando el recurso tiene por objeto la inactividad de la Administración o actuaciones materiales de
la misma constitutivas de vía de hecho, las pretensiones no pueden ser exactamente las mismas. El
artículo 32 LJCA se refiere a esta cuestión, precisando que, en el primer supuesto (inactividad), el
demandante podrá pretender la condena de la Administración al cumplimiento de sus
obligaciones en los concretos términos en que estén establecidas, mientras que en el segundo (vía
de hecho), podrá pretender que, además de declararse contraria a Derecho, el órgano
jurisdiccional ordene el cese de la misma, adoptando las medidas necesarias que conduzcan al
pleno restablecimiento de la situación jurídica alterada por la ilegítima actuación material en que
haya incurrido la Administración.
Las pretensiones que pueden deducirse quedan presididas por el llamado principio dispositivo, de
manera que es el recurrente quien las fija, sin que el órgano jurisdiccional pueda adoptar un
pronunciamiento que no guarde estricta correspondencia con las que se hubieran formulado y
con los motivos en que se sustenten. Es ahora el principio de congruencia lo que explica este límite
o limitación, que obliga a un pronunciamiento sobre las pretensiones deducidas expresamente e
impide, a la vez, entrar a conocer de cualesquiera otras posibles que no hayan sido planteadas
(artículo 33 LJCA). Por tanto, el juez o tribunal deben juzgar exclusivamente dentro del límite de
las pretensiones formuladas y sólo a ellas deberán referir su decisión o sentencia, de manera que,
justamente por relación al contenido de las pretensiones (y, asimismo, de los motivos que
fundamenten el recurso y la oposición al mismo) puede producirse el vicio de incongruencia
procesal (incongruencia por omisión de pronunciamiento e incongruencia por exceso o extra
petitum ) que puede llegar a ser constitutivo de una vulneración del derecho fundamental a la
tutela judicial efectiva que reconoce el artículo 24.1 CE.
Por otra parte, las pretensiones deben formularse, tal como prescribe el artículo 56.1 LJCA, de
manera conjunta en los escritos de demanda y de contestación, sin perjuicio de que
excepcionalmente puedan deducirse en otros escritos o trámites, como sucede con la pretensión
de inadmisión del recurso (que puede formularse en el escrito de alegaciones previas previsto en
el artículo 58 LJCA), o con la pretensión de que la sentencia se pronuncie sobre la existencia y
cuantía de daños y perjuicios (que puede hacerse en el escrito de conclusiones, tal como prevé el
artículo 65.3 LJCA).
Prescindiendo de algunas otras cuestiones menores, dada la finalidad de esta exposición, debe
tenerse en cuenta que todo recurso tiene una cuantía que será fijada una vez formulados los
escritos de demanda y contestación. Esa cuantía no es sino la evaluación económica de las
pretensiones deducidas y sirve para determinar si la sentencia que se dicte será o no susceptible
de ser recurrida (en apelación o en casación) y, asimismo, para fijar el valor de las costas
procesales. Los artículos 40 a 42 LJCA se refieren a esta cuestión, estableciendo la forma y manera
en que se procederá a la determinación de la cuantía, para lo cual se observarán las reglas de la
legislación procesal civil con una serie de especialidades (artículo 42). Puede suceder, no obstante,
que las pretensiones no sean susceptibles de evaluación económica, en cuyo caso el recurso se
reputará de cuantía indeterminada. Una cuantía indeterminada que alcanza también a los
supuestos que expresamente refiere el artículo 42.2 (por ejemplo, la impugnación directa de una
disposición general) y que conlleva la consecuencia de que, por razón de la cuantía, no existirá ya
limitación para que la correspondiente sentencia pueda ser recurrida.
6. ACUMULACIÓN
Acabamos de ver que frente a la disposición, acto, inactividad o vía de hecho objeto de
impugnación, el recurrente puede formular todas y cada una de las pretensiones que señalan los
artículos 31 y 32 LJCA, y es de todo punto lógico que esas pretensiones se formulen de manera
simultánea y conjunta en la correspondiente demanda. Tales pretensiones, referidas a un mismo
acto, disposición o actuación, quedarán acumuladas en el mismo proceso, tal como señala un
tanto superfluamente el artículo 34.1 LJCA, si bien no es menos cierto que dichas pretensiones no
pueden ser incompatibles lógicamente entre sí (a no ser, claro es, que se formulen de manera
alternativa o con carácter subsidiario unas respecto de otras).
Por otra parte, al igual que frente a un acto, disposición o actuación de la Administración pueden
acumularse diversas pretensiones, también en un único proceso puede acumularse la
impugnación de una pluralidad de actos, disposiciones o actuaciones, si bien ello sólo será posible,
tal como precisa el artículo 34.2 LJCA, cuando unos sean reproducción, confirmación o ejecución
de otros, o cuando exista entre ellos cualquier otra conexión directa (por ejemplo, existirá
conexión directa entre el precepto de una disposición y la resolución administrativa que lo aplica,
recurriéndose uno y otra, o cuando se recurre simultáneamente la denegación de una licencia de
edificación y la subsiguiente orden de demolición de lo construido). En otro caso, de estimarse que
no son acumulables, el artículo 35.2 LJCA dispone que el Secretario judicial dará cuenta de la
incompatibilidad al juez o tribunal, quienes, en su caso, ordenarán a la parte que interponga por
separado los correspondientes recursos en el plazo de treinta días, teniéndose por caducados los
mismos de no darse cumplimiento a lo ordenado.
La denegación de la acumulación puede vulnerar el derecho a la tutela judicial efectiva que
garantiza el artículo 24.1 CE si la misma no está suficientemente motivada. Baste remitir, a este
respecto, a lo declarado en la STC 8/2014, de 27 de enero, que, tras recordar que «el Tribunal
Constitucional no es una jurisdicción fiscalizadora de la aplicación de la legalidad ordinaria
contencioso-administrativa, ni de sus presupuestos de admisión (STC 3/2011, de 14 de febrero, f.j.
5), pero el canon constitucional de la "motivación suficiente" no se ve satisfecho mediante la
simple exposición de una conclusión, fáctica o jurídica, sino que requiere un razonamiento o
inferencia: en aquel caso ( factum ) la plasmación de una valoración probatoria, y en éste ( ius ), la
presentación de las correspondientes premisas jurídicas ( ratio decidendi ), presupuestos de la
conclusión decisoria ( decisum )», y añadir que «estos postulados son, como se ha dicho
anteriormente, aplicables a las decisiones sobre acumulación de acciones, ya que su apreciación o
denegación no puede quedar dispensada de unos presupuestos lógico-jurídicos», concluye que la
resolución judicial que rechazó tramitar de manera acumulada los recursos contenciosoadministrativos
interpuestos de forma conjunta por más de quince mil afectados frente a la
desestimación de la acción de responsabilidad patrimonial de la Administración planteada por
razón del cierre aéreo civil español durante unos días (con motivo de una huelga de
controladores), no es una resolución razonada, ni acorde con los fines que persigue el artículo 34
LJCA. Y ello porque los dos motivos aducidos por la resolución judicial cuestionada (que «no se
solicita idéntica cantidad de indemnización para todos y cada uno de los recurrentes» y que
«tampoco se especifica ni acredita si la situación de todos ellos es la misma») no son suficientes
para dar cumplimiento a la obligación de motivación, pues «no podía descartarse sin una mayor
explicitación de las correspondientes premisas jurídicas ( ratio decidendi ) esa vinculación entre
las pretensiones, vistas la semejanza y homogeneidad en los elementos que las perfilan, en
función de sus lazos objetivos y causales, por más que no hubiera identidad absoluta en el petitum
a tenor de los distintos perjuicios causados a cada reclamante», de manera que «a falta de todo
ello, o de una argumentación ad casum sobre la incompatibilidad de las acciones por razones
procesales o materiales —que tampoco razona el Juzgado Central ni por motivos de competencia
de distintos órganos judiciales, ni por su inconexidad, ni en atención a una falta de homogeneidad
procedimental o por quedar encauzadas ex lege en juicios de distinta naturaleza o que
obligatoriamente debieran ventilarse y decidirse por separado—, su pronunciamiento resulta
insuficientemente motivado» (f.j. 4).
Debe añadirse que la acumulación en un solo proceso de varios recursos o impugnaciones
también se puede producir de manera sobrevenida, a lo largo de la tramitación del proceso inicial.
El supuesto se contempla en el artículo 36.1 y se refiere en estos términos: Si antes de la sentencia
se dictare o se tuviere conocimiento de la existencia de algún acto, disposición o actuación que
guarde con el que sea objeto del recurso en tramitación la relación prevista en el artículo 34, el
demandante podrá solicitar, dentro del plazo que señala el artículo 46, la ampliación del recurso a
aquel acto administrativo, disposición o actuación . La diferencia de este supuesto con el anterior
es, por tanto, puramente temporal, dependiendo del momento mismo en el que la acumulación se
insta y, en su caso, se acuerda (bien en el momento mismo de iniciarse el proceso o en un
momento posterior, una vez ya en tramitación).
La petición de acumulación de manera sobrevenida producirá la suspensión del curso del
procedimiento hasta que el órgano jurisdiccional, tras el trámite de alegaciones de las partes en el
plazo común de cinco días, resuelva sobre la misma. Y de accederse a la acumulación, dicha
suspensión se mantendrá hasta que la tramitación de la ampliación del objeto del recurso alcance
el mismo estado que tuviere el procedimiento inicial (artículo 36.2 y 3 LJCA).
El artículo 36.4 LJCA, como un supuesto específico de acumulación que determina la ampliación
del objeto del recurso inicial, regula la ampliación a actos expresos posteriores a la impugnación
de actos presuntos. Se trata, no obstante, de una regulación innecesaria, que nada nuevo añade a
la regla general del apartado 1 del mismo artículo 36, y que, en todo caso, no precisa lo que la
jurisprudencia ha tenido que precisar: que la ampliación del recurso no es necesaria cuando,
interpuesto recurso en caso de silencio, la posterior resolución expresa en nada modifica o altera
el contenido del silencio. Por todas, la STS 24 de julio de 2014 (rec. cas. 2316/2013), con apoyo en
otras anteriores como la STS de 16 de febrero de 2009, reitera que, conforme a lo dispuesto en el
artículo 36 de la LJCA, la opción de ampliar un recurso inicialmente interpuesto contra una
resolución presunta parte del presupuesto de que la resolución expresa posterior modifique o
altere el contenido desestimatorio del silencio, siendo superflua, por tanto, la ampliación cuando
la resolución expresa es igualmente desestimatoria, limitándose, en consecuencia, a dar una
motivación al contenido implícito desestimatorio de la voluntad administrativa.
Es igualmente posible, por último, la acumulación de distintos procesos, siempre que los mismos
se refieran a actos, disposiciones o actuaciones en los que concurran algunas de las circunstancias
señaladas en el artículo 34 LJCA (es decir, cuando se trate de los mismos actos o disposiciones, o
cuando unos sean reproducción, confirmación o ejecución de otros o exista entre ellos cualquier
otra conexión directa). Sucede, no obstante, que la regulación de este tipo de acumulación, que
presenta especificidades notables por relación a los supuestos ya vistos, resulta insuficiente. Los
artículos 37 a 39 LJCA dejan muchos aspectos sin resolver, lo que obliga a estar, por vía de
supletoriedad, a la regulación mucho más detallada y completa de esta cuestión en la LEC
(artículos 74 a 98).
La finalidad de la acumulación de procesos, naturalmente, es la de evitar el riesgo de sentencias
contradictorias. Como dice el artículo 76.1.2º LEC, procederá la acumulación cuando entre los
objetos de los procesos «exista tal conexión que, de seguirse por separado, pudieran dictarse
sentencias con pronunciamientos o fundamentos contradictorios, incompatibles o mutuamente
excluyentes». Y, por esta razón, el artículo 37.1 LJCA dispone que «interpuestos varios recursos
contencioso-administrativos con ocasión de actos, disposiciones o actuaciones en los que concurra
alguna de las circunstancias señaladas en el artículo 34, el órgano jurisdiccional podrá en
cualquier momento procesal, previa audiencia de las partes por plazo común de cinco días,
acordar la acumulación de oficio o a instancia de alguna de ellas».
Poco más dice la LJCA acerca de la tramitación y resolución del procedimiento conducente a la
acumulación de procesos, que, por lo demás, pueden estar tramitándose ante el mismo juzgado o
tribunal o ante órganos jurisdiccionales distintos. El artículo 38 LJCA se limita a establecer que si
la Administración tuviere conocimiento de la existencia de otros recursos susceptibles de
acumulación, lo comunicará al Tribunal con ocasión de remitirle el expediente administrativo, y,
asimismo, impone esa obligación al secretario judicial respecto de los recursos o procesos que se
estén tramitando en la oficina judicial. Y el artículo 39 añade que contra las resoluciones sobre
acumulación «sólo se dará recurso de súplica». Habrá que estar, por tanto, para cubrir todas las
insuficiencias (por ejemplo, en que proceso habrá de producirse la acumulación, tramitación del
procedimiento de acumulación según los procesos se estén sustanciando ante el mismo órgano
jurisdiccional o ante distintos órganos jurisdiccionales, etc.).
Aún queda por añadir que, como alternativa a la acumulación de procesos, cuando, a pesar de ser
posible, la misma no se hubiera hecho efectiva y siempre que se trate de una pluralidad de
recursos o procesos con idéntico objeto pendientes ante el mismo Juez o Tribunal, la LJCA prevé lo
que se ha dado en denominar el «proceso-testigo», consistente en lo esencial en que el órgano
jurisdiccional «deberá tramitar uno o varios con carácter preferente previa audiencia de las
partes por plazo común de cinco días, suspendiendo el curso de los demás hasta que se dicte
sentencia en los primeros» (artículo 37.2). De este modo, y en conexión ahora con el mecanismo de
la extensión subjetiva de los efectos de las sentencias (previsto en los artículos 110 y ss. LJCA, tal
como más adelante veremos), dictada la sentencia se llevará testimonio de la misma a los recursos
(procesos) suspendidos y se notificará a los recurrentes afectados, a fin de que en el plazo de cinco
días puedan interesar la extensión de sus efectos (en los términos que establece el artículo 111
LJCA), o, en otro caso, insten la continuación del procedimiento o, por el contrario, desistan del
recurso (artículo 37.3 LJCA).
III. EL PROCESO
A) INTERPOSICION
La regla general es que el proceso se inicia mediante el escrito de interposición del recurso, pero
es posible también la iniciación mediante el escrito de demanda (artículo 45.1 LJCA). En este caso,
la iniciación mediante demanda queda referida al proceso de lesividad (artículo 45.4 LJCA) y al
proceso abreviado (artículo 78 LJCA), aunque también podrán iniciarse mediante demanda los
procesos que tengan por objeto una pretensión contra una disposición general, acto, inactividad o
vía de hecho en que no existan terceros interesados (artículo 45.5 LJCA).
Asimismo, el proceso no se inicia mediante escrito de interposición, sino a través de una auténtica
demanda, en los casos de suspensión de acuerdos en vía administrativa (artículo 127 LJCA) y en
materia electoral (proclamación de candidaturas y candidatos y proclamación de electos)
(artículos 49 y 112 LOREG de 1985, modificada por Ley Orgánica 8/1991, de 13 de marzo, del
Régimen Electoral General).
B) TRAMITACION
Cuando exista una pluralidad de recursos con idéntico objeto ante el mismo órgano jurisdiccional
(lo que se ha dado en denominar «recursos masa»), el artículo 37.2 de la LJCA posibilita la
tramitación preferente de uno o varios de esos recursos y la suspensión de la tramitación de los
restantes, todo ello a fin de que se dicte una sentencia (sentencia «piloto») que facilite la rápida
resolución de todos esos otros recursos. Para ello, la sentencia «piloto» será notificada a las partes
afectadas por la suspensión de sus recursos, los cuales pueden optar por solicitar la extensión de
los efectos de la sentencia en los términos del artículo 111 de la LJCA, también por la continuidad
del procedimiento, o, en fin, por el desistimiento.
No obstante, la efectividad de este procedimiento tendente a agilizar la resolución de recursos
idénticos, básicamente mediante el expediente de extender los efectos de la sentencia «piloto» a
los demás recursos, queda en cierto modo limitada como consecuencia de que el artículo 111 exige
que, para que puedan extenderse esos efectos, se trate de una sentencia firme. De este modo, en
tanto la sentencia no alcance firmeza, el procedimiento previsto no podrá dar los resultados
esperados, lo cual es debido al hecho de haberse sometido a idénticos requisitos de fondo tanto el
supuesto de la tramitación simplificada de asuntos en serie (artículo 111 LJCA), como el de la
extensión de los efectos de la sentencia a terceros que no han litigado (artículo 110 LJCA), a pesar
de ser, obviamente, supuestos distintos que, por ello mismo, deberían haber sido objeto de un
tratamiento diferenciado.
El proceso concluye normalmente por sentencia dictada en el plazo de 10 días desde la conclusión
de la vista (artículo 78.20 LJCA), rigiendo los requisitos generales de la sentencia previstos en los
artículos 70 y ss. LJCA.
Ahora bien, es posible también la terminación anormal, de acuerdo con lo dispuesto para los
modos de terminación previstos en los artículos 74 y ss. LJCA
C) MEDIDAS CAUTELARES
Al igual que en otros procesos, en el contencioso-administrativo también es preciso asegurar el
objeto litigioso y la efectividad de la sentencia. Se trata de una exigencia que en el contenciosoadministrativo
se torna aún más necesaria, dado que el mismo tiene por objeto actuaciones de
unas Administraciones Públicas que aparecen investidas de poderes exorbitantes y, entre ellos, de
las potestades de autotutela declarativa y ejecutiva. Resulta capital, pues, máxime dada la normal
duración de los procesos contencioso-administrativos, que los jueces y tribunales puedan disponer
la adopción de medidas que, de manera provisional o cautelar, garanticen la finalidad del proceso
y aseguren la efectividad de la intervención judicial, impidiendo, en consecuencia, la consumación
de los hechos que motivan la demanda de tutela. Tanto es así que se ha llegado a decir, aunque
quizá con algo de exceso, que en la justicia cautelar se cifra la plenitud de la justicia
administrativa y que de ella misma depende que la justicia se pueda salvar de la profunda crisis
en la que se encuentra inmersa.
La justicia cautelar y las medidas que la hacen posible no puede desvincularse del contenido
mismo del derecho a la tutela judicial efectiva que proclama el artículo 24.1 CE. La jurisprudencia
constitucional lo ha advertido reiteradamente, llegando a declarar inconstitucional, por ejemplo,
la norma que prohibía a Jueces y Tribunales suspender la ejecución de determinadas decisiones
administrativas (caso del artículo 6.2 de la Ley 34/1979, de 16 de noviembre, de Fincas
Manifiestamente Mejorables, que impedía la suspensión de la declaración de finca
manifiestamente mejorable), pues, como se dijera en la STC 238/1992, de 17 de diciembre, el
referido derecho fundamental no podría considerarse como tal sin la existencia de medidas
cautelares. Y es que, según esa misma jurisprudencia, el derecho a la tutela judicial efectiva «se
satisface, pues, facilitando que la ejecutividad [del acto administrativo] pueda ser sometida a la
decisión de un Tribunal y que éste, con la información y contradicción que resulte menester,
resuelva sobre la suspensión» (STC 78/1996, de 20 de mayo, con cita de otras muchas más).
La regulación de las medidas cautelares en el proceso contencioso-administrativo se contiene en
los artículos 129 a 136 LJCA y, en líneas generales, refleja un avance sustancial por relación a las
regulaciones anteriores.
1. CLASES O TIPOS DE MEDIDAS
La LJCA no procede a una enumeración de las medidas cautelares que pueden adoptarse, dejando
así abierta la cuestión a la decisión del órgano jurisdiccional que, en función de cada supuesto,
podrá adoptar la que estime más pertinente o adecuada para asegurar la efectividad de la
sentencia que ha de dictar. No otra cosa se desprende del artículo 129.1 LJCA, que permite a los
interesados solicitar «en cualquier estado del proceso la adopción de cuantas medidas aseguren la
efectividad de la sentencia». Mientras que con arreglo a la LJCA de 1956, la única medida cautelar
que se preveía era la de la suspensión de la ejecución del acto, con la vigente LJCA se pueden
adoptar otras más, aunque las mismas no se especifiquen, en sintonía, por lo demás, con el propio
planteamiento de la LEC, en cuyo artículo 727.11ª admite la adopción de las que «se estimen
necesarias para asegurar la efectividad de la tutela judicial que pudiera otorgarse en la sentencia
estimatoria que recayere en el juicio».
A pesar de posibilitarse la adopción de cualesquiera medidas (por eso se habla también de
«medidas cautelares innominadas»), la consistente en la suspensión de la eficacia del acto o
disposición impugnados sigue presentando especial relevancia. La singularidad del objeto del
proceso contencioso-administrativo, en el que el acto administrativo presidido por la nota de la
ejecutividad sigue siendo el supuesto principal, explica que la suspensión de esa ejecutividad sea
la medida cautelar más frecuente y destacada.
A partir de aquí, la posibilidad de adoptar otras medidas cautelares no responde sino al hecho de
dar cobertura a aquellos supuestos más excepcionales en los que la suspensión, imponiendo una
obligación de no hacer o impidiendo la materialización de lo decidido por la Administración,
resulta insuficiente para garantizar los derechos e intereses del recurrente (medidas cautelares
positivas que imponen el otorgamiento de lo denegado).
Por otra parte, la adopción de una medida cautelar puede conllevar la contrapartida de que el
beneficiario de la misma deba cumplir determinadas exigencias y, en especial, la de prestar
caución o garantía suficiente para responder de los perjuicios de cualquier naturaleza que de
aquélla pudieran derivarse (artículo 133.1 LJCA). Una caución o garantía que podrá constituirse en
cualesquiera de las formas admitidas en Derecho y cuya efectiva constitución condicionará que la
medida cautelar adoptada sea llevada a efecto (artículo 133.2 LJCA).
2. PROCEDIMIENTO
Las medidas cautelares que los órganos jurisdiccionales pueden adoptar a fin de asegurar la
efectividad de la sentencia que hayan de dictar, se adoptarán siempre a instancia de parte. Como
ya hemos dicho, los interesados podrán solicitarla «en cualquier estado del proceso» (artículo
129.1 LJCA), con la excepción, no obstante, de las impugnaciones de disposiciones generales, en las
que la petición de suspensión de la vigencia de los preceptos impugnados deberá efectuarse en el
escrito de interposición del recurso o en el escrito de demanda (artículo 129.2 LJCA).
El incidente cautelar se sustanciará en pieza separada, dando audiencia a la parte contraria por
un plazo que no puede exceder de diez días, y se resolverá mediante auto. En el mismo se
acordará la medida o medidas a que hubiere lugar y se comunicará al órgano administrativo
correspondiente para que proceda a su inmediato cumplimiento. Si la medida consistiere en la
suspensión de la vigencia de una disposición, o si alcanzase a un acto administrativo que afecte a
una pluralidad indeterminada de personas, la misma habrá de ser publicada en el
correspondiente diario oficial (artículos 131 y 134 LJCA).
Por lo que se refiere a su duración, la medida cautelar adoptada se mantendrá hasta que el
procedimiento en que se hubiere acordado finalice por cualquier de las causas previstas en la
LJCA (artículo 132), si bien también podrá revocarse o modificarse en cualquier momento.
3. CRITERIOS A OBSERVAR PARA LA ADOPCIÓN DE LAS MEDIDAS
El criterio tradicional, directamente relacionado con la medida cautelar por antonomasia (la
suspensión de la ejecutividad del acto), ha sido el de los perjuicios de difícil o imposible
reparación (cuando de la ejecución del acto impugnado pudieran derivarse esos perjuicios). Un
criterio que sigue vigente, a pesar de que la LJCA ha incorporado otra formulación, consistente
ahora en que para la adopción de cualquier medida cautelar ha de valorarse si la ejecución del
acto o la aplicación de la disposición «pudieran hacer perder su finalidad legítima al recurso»
(artículo 130.1 LJCA). Y es que el periculum in mora (es decir, el riesgo de que el tiempo que hay
que esperar hasta que se dicte sentencia pueda privar de eficacia al fallo de la misma), no es sino
equivalente a ese tradicional criterio del perjuicio irreparable.
Más allá del juicio crítico que ello pueda merecer, la realidad es que no otro es el entendimiento
que la jurisprudencia mantiene acerca del significado y alcance del criterio de que la ejecución
«pudiera hacer perder su finalidad legítima al recurso». Entre otras, baste citar, como ejemplo, las
SSTS de 29 de abril de 2009 (rec. cas. 2832/2007) y de 14 de abril de 2011 (rec. cas. 3967/2010), en
las que se afirma que «el interesado en obtener la suspensión tiene la carga de probar
adecuadamente qué daños y perjuicios de reparación imposible o difícil concurren en el caso para
acordar la suspensión sin que suficiente su mera invocación genérica», a lo que añaden que «no
todo perjuicio económico derivado de la posibilidad de dejar sin efecto la ejecución del acto lleva
consigo la necesidad de adoptar la medida cautelar por cuanto deben ponderarse los perjuicios
que, desde el punto de vista de la eficacia administrativa, ocasionaría la dilación en llevar a efecto
los acuerdos adoptados».
Ahora bien, dado que la medida cautelar también podrá denegarse «cuando de ésta pudiera
seguirse perturbación grave de los intereses generales o de tercero que el Juez o Tribunal
ponderará en forma circunstanciada» (artículo 130.2 LJCA), bien puede concluirse que todo queda
remitido a un amplio margen de apreciación por parte del órgano jurisdiccional, que ante cada
caso concreto deberá proceder a una ponderación de los intereses enfrentados (el del recurrente y
el interés general). En no pocos supuestos, esa ponderación puede traducirse, como fórmula
equilibrada, en que la adopción de la medida cautelar venga acompañada de la correlativa
garantía o caución impuesta al beneficiario de la misma.
En lo señalado se resumen los criterios que establece la LJCA sobre la adopción de medidas
cautelares. No obstante, es preciso tener en cuenta que, dados los márgenes de decisión que se
reconocen a los órganos jurisdiccionales, la jurisprudencia ha establecido que la medida cautelar
también puede basarse en un juicio preliminar favorable acerca de la entidad de los motivos en
los que se funda la impugnación. Es lo que se denomina «apariencia de buen derecho» (fumus boni
iuris).
La jurisprudencia comunitaria (desde la STCE de 19 de junio de 1990, as. Factortame ), así como la
doctrina (sobre todo, E. GARCÍA DE ENTERRÍA), han estimulado que el TS haya terminado por acoger
este criterio en algunas ocasiones [de manera destacada a partir del ATS de 20 de diciembre de
1990 (ponente: F. González Navarro)], aunque lo haya sido de manera moderada. No cabe olvidar
la asentada regla de que, para la resolución del incidente de medidas cautelares, el órgano
jurisdiccional no puede adentrarse en el enjuiciamiento de la cuestión de fondo, por lo que se
corre el riesgo cierto de que la decisión basada en el fumus responda a meras impresiones o
intuiciones subjetivas iniciales del juzgador, sin que las mismas tengan mayor justificación. Los
riesgos que conlleva la aplicación de este criterio explica, en fin, la necesidad de proceder a un uso
comedido del mismo, ceñido a casos en los que la ilegalidad del acto impugnado sea palmaria,
ostensible, apreciable a primera vista, o cuando el acto haya sido dictado en aplicación de normas
declaradas nulas por sentencia firme, o, en fin, cuando el supuesto sea idéntico a otro u otros que
ya hubieran sido anulados judicialmente.
4. MEDIDAS CAUTELARES EN CIRCUNSTANCIAS DE ESPECIAL URGENCIA
Las llamadas «provisionalísimas» (para algunos también «cautelarísimas») no son sino las mismas
medidas cautelares adoptadas por el órgano jurisdiccional inaudita parte, es decir, sin dar
audiencia previa a la parte contraria, y ello por concurrir circunstancias de especial urgencia
(artículo 135.1 LJCA). Aunque el auto que las acuerde no será recurrible, el mismo artículo 135.1
LJCA dispone que en el mismo se convocará a las partes a una comparecencia sobre el
levantamiento, mantenimiento o modificación de la medida adoptada, que habrá de celebrarse
dentro de los tres días siguientes. Tras la misma, se dictará un nuevo auto que decidirá sobre tales
extremos, el cual será recurrible conforme a las reglas generales.
En todo caso, si el juez o tribunal no apreciase la existencia de circunstancias de especial urgencia,
ordenarán la tramitación del incidente cautelar conforme al procedimiento normal u ordinario al
que se refiere el artículo 131 LJCA.
5. MEDIDAS CAUTELARES EN CASOS DE INACTIVIDAD ADMINISTRATIVA Y VÍA DE HECHO
Cuando el recurso contencioso-administrativo tenga por objeto la inactividad de la Administración
o la vía de hecho en la que haya podido incurrir, el criterio legal se inclina a favor de que la
medida cautelar sea otorgada. Por tanto, sólo como excepción cabrá la denegación.
Concretamente, cuando el órgano jurisdiccional «aprecie con evidencia» que no concurren las
circunstancias determinantes de la inactividad o la vía de hecho, o cuando la medida a adoptar
pudiera ocasionar una perturbación grave de los intereses generales o de tercero (artículo 136.1
LJCA).
Esta posición favorable al otorgamiento de la medida cautelar se justifica por la singularidad
misma que en tales casos presenta el objeto del recurso contencioso-administrativo. Una
singularidad que también es determinante de que puedan solicitarse antes de la interposición del
recurso y de que, por lo tanto, puedan llegarse a adoptarse inaudita parte («medidas
provisionalísimas»), de acuerdo con las que las reglas ya conocidas. No obstante, cuando así
suceda, el recurrente deberá pedir la ratificación de las mismas al interponer el recurso, y lo
deberá hacer inexcusablemente en el plazo de diez días a contar desde que le haya sido notificado
el auto que las hubiese acordado. En otro caso, las medidas quedarán automáticamente
canceladas y, además, el solicitante deberá indemnizar de los daños y perjuicios que las mismas
hubieran podido ocasionar (artículo 136.2 LJCA).
D) TERMINACION
La terminación del proceso se produce normalmente con la sentencia (o, en su caso, mediante
auto, cuando se declare la inadmisión del recurso: entre otros, artículos 45.3 y 59.4, LJCA), aunque,
como veremos, también se han previsto otros modos de terminación. La regulación del contenido
y efectos de la sentencia se contiene en los artículos 67 y siguientes LJCA.
A. Contenido
La sentencia pone fin al proceso resolviendo con arreglo a Derecho sobre las pretensiones
deducidas por las partes. En la misma se exponen los hechos probados y se aportan las razones
jurídicas o fundamentos jurídicos que conducen al fallo o decisión propiamente dicha. El fallo de
la sentencia, según establece el artículo 68 LJCA, podrá declarar la inadmisibilidad del recurso y,
de no concurrir causa de inadmisión en los términos que seguidamente veremos, procederá a
estimar o a desestimar el recurso. Además se pronunciará sobre la imposición de costas.
Ya hemos visto que el artículo 51 LJCA regula el llamado incidente de admisión, que normalmente
ha de evitar que, concurriendo causa de inadmisión, el proceso continúe hasta su finalización
mediante sentencia. Sin embargo, ello no siempre evita que la apreciación de la existencia de
alguna causa de inadmisión se produzca con posterioridad, en el momento mismo de dictar
sentencia y, por tanto, una vez conclusas las actuaciones. De ahí que el artículo 69 LJCA establezca
la posibilidad de que la sentencia declare la inadmisibilidad del recurso, si bien ciñe esa
posibilidad a la concurrencia de las siguientes causas de inadmisión: que el Juzgado o Tribunal
carezca de jurisdicción; que se hubiera interpuesto por persona incapaz, no debidamente
representada o no legitimada; que tuviere por objeto disposiciones, actos o actuaciones no
susceptibles de impugnación; que recayera sobre cosa juzgada o existiera litispendencia; o que el
recurso se hubiera interpuesto fuera de plazo.
Si no concurre ninguna de las causas de inadmisión señaladas, la sentencia desestimará el recurso
cuando el órgano jurisdiccional estime que la disposición, acto o actuación impugnados se ajustan
a Derecho, mientras que si, por el contrario, considera que incurren en cualquier infracción del
ordenamiento jurídico, procederá a su estimación (artículo 70 LJCA).
La estimación del recurso puede tener distinto alcance (artículo 71.1 LJCA). En concreto, la
sentencia anulará total o parcialmente la disposición o acto recurrido, pero, además, reconocerá la
situación jurídica individualizada (el derecho del recurrente) si así se hubiera pretendido,
adoptando las medidas necesarias para el pleno restablecimiento de la situación. También, en los
casos de pretensiones de resarcimiento de daños y perjuicios, se determinará la cuantía de la
indemnización si hubiere en los autos elementos suficientes para hacerlo, limitándose a
establecer, en caso contrario, las bases para la determinación ulterior de dicha cuantía en período
de ejecución de sentencia.
Debe advertirse, en fin, que el artículo 71.2 LJCA, respecto de la sentencia estimatoria de un
recurso contra reglamento, prohíbe (a diferencia de lo que dispusiera la LJCA de 1956 en relación
con las ordenanzas fiscales) que los órganos jurisdiccionales puedan determinar la forma en que
han de quedar redactados los preceptos de la disposición general en sustitución de los que hayan
sido anulados. Y, además, el mismo artículo añade que, cuando se anule el acto impugnado, los
órganos jurisdiccionales tampoco podrán determinar su posible contenido discrecional.
B. Eficacia
Toda sentencia desestimatoria produce efectos únicamente entre las partes (artículo 72.1 LJCA), no
para terceros que no fueron parte en el proceso, a los que por lo general no afecta la cosa juzgada.
Del mismo modo, según el artículo 72.3, primera parte, LJCA, la estimación de pretensiones de
reconocimiento o restablecimiento de una situación jurídica individualizada sólo producirá
efectos entre las partes.
Ahora bien, partiendo de estas reglas generales, el artículo 72.3 LJCA, admite expresamente la
eficacia ultra partes de la sentencia en determinados supuestos. Con ello se ha dado plena
cobertura a una doctrina jurisprudencial que, con no pocas dificultades, mediante una
interpretación extensiva del artículo 86.2 de la LJCA de 1956, buscó ampliar la eficacia subjetiva de
las sentencias anulatorias. Se trata, por tanto, de una excepción que queda condicionada, no
obstante, a que se trate de materia tributaria, de personal al servicio de la Administración Pública
y de unidad de mercado (artículo 110.1 LJCA, tras la modificación de la disposición final 1ª.2 de la
Ley 20/2013, de 9 de diciembre, de Garantía de la Unidad de mercado, que ha añadido
precisamente dicha materia), y siempre que concurran las siguientes circunstancias: que los
interesados se encuentren en idéntica situación jurídica que los favorecidos por el fallo; que el
juez o tribunal sentenciador sea también competente, por razón del territorio, para conocer de las
pretensiones de reconocimiento de dicha situación individualizada; y que los interesados soliciten
la extensión de los efectos de la sentencia en el plazo de un año desde la última notificación de
ésta a quienes fueron parte en el proceso (téngase en cuenta que si se hubiere interpuesto recurso
en interés de la Ley o de revisión, ese plazo se contará desde la última notificación de la resolución
que ponga fin a tales recursos, teniendo en cuenta que la interposición de los mismos suspende la
decisión del incidente). Y también se admite la extensión de la eficacia cuando se trate de una
sentencia dictada en lo que, como ya dijimos con anterioridad, se ha dado en denominar procesotestigo ,
por cuanto la misma podrá alcanzar a los recursos cuya tramitación, de acuerdo con lo
dispuesto en el artículo 37.2 LJCA, hubiera quedado suspendida (artículo 111 LJCA).
Por otra parte, el mismo artículo 72, en su apartado 2, añade que «la anulación de una disposición
o acto producirá efectos para todas personas afectadas» y añade que «las sentencias firmes que
anulen una disposición general tendrán efectos generales desde el día en que sea publicado su
fallo y preceptos anulados en el mismo periódico oficial en que lo hubiera sido la disposición
anulada».
C. Costas procesales
La sentencia dictada en primera o única instancia impondrá las costas procesales (es decir, los
gastos inherentes al proceso, comprensivos de las tasas que se tengan de abonar y los costes de la
asistencia letrada y representación procesal, peritajes, etc.) a la parte cuyas pretensiones sean
totalmente rechazadas, salvo que el órgano jurisdiccional aprecie y razone debidamente que «el
caso presentaba serias dudas de hecho o derecho» (artículo 139.1 LJCA).

De este modo, y en lo más destacado por lo que respecta al proceso contencioso-administrativo, se


ha añadido al artículo 4 de la referida Ley 10/2012, de 20 de noviembre, dentro de las exenciones
objetivas de la tasa prevista en su párrafo 1º, «la interposición de demanda y la presentación de
ulteriores recursos cuando se trate de los procedimientos especialmente establecidos para la
protección de los derechos fundamentales y libertades públicas, así como contra la actuación de la
Administración electoral», y, asimismo, de acuerdo con la redacción dada al apartado 2º, desde el
punto de vista subjetivo, pasan a quedar exentas de la tasa «las personas físicas».
Tras la reforma del artículo 139 LJCA por la Ley 37/2011, de 10 de octubre, se ha optado, pues, por
dar entrada al criterio objetivo de imposición de las costas al vencido en el proceso, lo que sólo
puede quebrar cuando el juez o tribunal considere que el asunto era «dudoso». Queda corregido,
por tanto, el tradicional criterio de la imposición de las costas a la parte «que sostuviere su acción
o interpusiere los recursos con mala fe o temeridad»; un criterio que, como regla, se ha traducido
en la no imposición o condena en costas (desde luego, verdaderamente insólito ha sido la condena
de la Administración).
Además de la excepción señalada, el mismo artículo 139.1, párrafo 2º, LJCA, dispone que no
procederá la imposición de costas cuando la sentencia estime o desestime parcialmente las
pretensiones, de manera que, en tal caso, cada parte abonará los gastos causados a su instancia y
los comunes por mitad (aunque de nuevo aparece una excepción, ya que esos gastos comunes
podrán imponerse a la parte que se estime ha sostenido su acción o interpuesto el recurso con
mala fe o temeridad).
El criterio objetivo del vencimiento es, por otra parte, el que se ha de observar en las demás
instancias o grados, a no ser que el juzgador «aprecie la concurrencia de circunstancias que
justifiquen su no imposición», lo cual tendrá que justificarse de manera razonada (artículo 139.2
LJCA). No obstante, cuando se trate del recurso de casación, como regla general, se dispone que
cada parte abone las causadas a su instancia y las comunes por mitad, sin perjuicio de que puedan
imponerse a una sola de ellas cuando la sentencia aprecie, y lo motive, que ha actuado con mala
fe, pudiéndose limitar a una parte de ellas o hasta una cifra máxima (artículo 139.3, tras la nueva
redacción dada por la Ley Orgánica 7/2015, de 21 de julio, en vigor desde el 22 de julio de 2016). Y
queda excluida la imposición de costas al Ministerio Fiscal en los supuestos en que éste sea parte
del proceso.
2. OTROS MODOS DE TERMINACIÓN DEL PROCESO
El proceso puede finalizar sin sentencia. Esos otros modos de terminación son el desistimiento
(artículo 74 LJCA), el allanamiento (artículo 75 LJCA), el reconocimiento en vía administrativa
(extraprocesal, por tanto) de las pretensiones del demandante (artículo 76 LJCA; en este caso, las
partes han de ser oídas y el Tribunal ha de comprobar que el reconocimiento no infringe el
ordenamiento jurídico) y la transacción o acuerdo entre las partes que ponga fin a la controversia
IV. RECURSOS CONTRA SENTENCIAS PROVIDENCIAS Y AUTOS
1. PUNTUALIZACIÓN PREVIA
Con carácter previo al examen de los distintos tipos de recursos que prevé la LJCA contra
providencias, autos y sentencias, conviene advertir que, como regla general, es una garantía del
derecho a la tutela judicial efectiva (artículo 24.1 LJCA) que las resoluciones judiciales dictadas en
primera instancia puedan ser revisadas por un órgano judicial distinto al que las haya adoptado.
Se trata de una garantía procesal firmemente asentada que, sin embargo, admite cierta
flexibilización y, por tanto, algunas excepciones. Sólo en el proceso penal se considera que, frente
a la condena, la doble instancia y, por tanto, la revisión de la misma, es una exigencia inexcusable.
Pero en los demás procesos, incluido el contencioso-administrativo, el legislador dispone de un
amplio margen para establecer el sistema de recursos, pudiéndolo diseñar en términos más
amplios o más restrictivos sin que por ello quede afectado el referido derecho fundamental.
La vigente LJCA prevé que determinadas sentencias puedan ser dictadas «en única instancia»,
cerrando con ello el paso a que lo decidido por el juzgador pueda ser objeto de un nuevo
pronunciamiento judicial. Y cuando admite esa posibilidad, los recursos previstos difieren en su
naturaleza y funcionalidad, por cuanto, según los casos, permiten en muy distinto grado y alcance
la intervención fiscalizadora de los órganos jurisdiccionales superiores que vayan a conocer de los
mismos. Por eso, tales recursos se pueden agrupar en dos grandes categorías, distinguiendo entre
recursos ordinarios (de apelación, queja y súplica) y recursos extraordinarios (de casación y de
revisión), en función de los requisitos exigidos para poder plantearlos y, sobre todo, de los motivos
en que habrán de fundarse.
2. RECURSOS CONTRA PROVIDENCIAS Y AUTOS
Las providencias (actos y decisiones relativos a la ordenación material del proceso) y los autos
(que resuelven recursos contra providencias y deciden, asimismo, sobre una serie de cuestiones
incidentales y otros supuestos análogos previstos por las leyes procesales), son resoluciones
judiciales susceptibles de ser impugnadas a través de diversos recursos (recursos de súplica o
reposición, queja, apelación y casación).
El recurso de súplica (artículo 79 LJCA) (que, no obstante, de acuerdo con la disposición adicional
6ª LJCA debe denominarse recurso de reposición, tratándose, de todas formas, de un mismo
recurso que ha venido recibiendo una u otra denominación en función de que tenga que conocer
del mismo un Juzgado o un Tribunal) se interpone y resuelve por el mismo órgano que haya
dictado la resolución recurrida y sólo resulta viable en aquellos casos en los que no proceda
ninguno de los otros recursos, configurándose, pues, como un recurso de carácter residual,
debiéndose tener en cuenta, además, que queda excluido cuando se pretendiere frente a autos que
resuelvan recursos de aclaración, de inadmisión del recurso de casación y los resolutorios, a su
vez, de recursos de súplica. Por el contrario, será preciso interponerlo para poder preparar el
recurso de casación contra los autos a los que se refiere el artículo 87.3 LJCA (los que declaren la
inadmisión del recurso contencioso-administrativo, los que pongan término a la pieza separada de
suspensión, etc.). Este recurso se debe interponer en el plazo de cinco días y no tiene efecto
devolutivo, por lo que será resuelto por el mismo órgano que hubiere dictado la resolución
impugnada.
Aunque se sustanciará conforme a lo establecido en la LEC, dado que nada establece al respecto la
LJCA, el recurso de queja procede contra los actos de inadmisión de recursos de apelación o de
casación (artículos 85.2 y 90.2 LJCA, respectivamente). Es un recurso devolutivo (por tanto,
conocerá del mismo y lo resolverá el órgano jurisdiccional superior) y podrá hacerse uso del
mismo en el plazo de cinco días desde la notificación de la resolución.
El recurso de apelación también tiene efecto devolutivo y sólo cabe frente a los autos de los
Juzgados provinciales y centrales en los supuestos que enumera el artículo 80.1 LJCA (autos que
pongan término a la pieza separada de suspensión, que hayan recaído en ejecución de sentencia,
etc.). Conocerá del mismo, respectivamente, la Sala del TSJ o de la AN y se tramitará de acuerdo
con las reglas previstas para el recurso de apelación contra sentencias (artículo 80 LJCA).
En cuanto al recurso de casación, igualmente de carácter devolutivo, del mismo conocerá la Sala
Tercera del TS y el procedimiento a seguir será el previsto para el recurso de casación frente a
sentencias. Como ya hemos dicho, para la viabilidad de este recurso será preciso que previamente
se haya interpuesto recurso de súplica y sólo podrá hacerse uso del mismo contra los autos de los
TSJ y AN dictados en procedimientos de los que conozcan en única instancia y que se refieran a los
supuestos previstos en el artículo 87.1 y 2 LJCA (autos que declaren la inadmisión del recurso
contencioso-administrativo, pongan término a la pieza separada de suspensión, hayan recaído en
ejecución de sentencia y contradigan los términos del fallo, etc.).
3. RECURSOS CONTRA SENTENCIAS
A. Recurso de apelación
Como regla general, las sentencias dictadas en primera instancia pueden ser recurridas en
apelación, lo que permite al órgano que conozca del recurso (la Sala del correspondiente TSJ o de
la AN) revisar los hechos y los fundamentos jurídicos o de derecho en los que se haya basado la
sentencia de instancia. El recurso puede ser interpuesto tanto por el demandante como por el
demandado, en función de que sus respectivas pretensiones hayan sido estimadas o desestimadas
por la sentencia apelada, adoptando en esta segunda instancia la posición de apelante. Y la
interposición lo será «en ambos efectos», lo que significa que conlleva no sólo el efecto devolutivo
(el recurso es resuelto por el órgano jurisdiccional superior), sino también el efecto suspensivo,
dado que, en principio, suspende la ejecución de la sentencia, sin perjuicio de las medidas
cautelares que puedan adoptarse para asegurar, en su caso, su futura ejecución (artículo 83 LJCA)
o, incluso, de que pueda acordarse su ejecución provisional de acuerdo con los criterios previstos
en el artículo 84 LJCA.
El recurso de apelación puede interponerse frente a cualesquiera sentencias de los Juzgados
provinciales y centrales de lo contencioso-administrativo, con la excepción, no obstante, de las
sentencias cuya cuantía no exceda de treinta mil euros (a no ser que la sentencia haya declarado
la inadmisión del recurso, se haya dictado en el procedimiento especial para la protección de los
derechos fundamentales de la persona, haya resuelto un litigio entre Administraciones Públicas o
haya resuelto una impugnación indirecta contra disposiciones generales, en cuyo caso sí cabrá el
recurso) y de las sentencias recaídas en asuntos relativos a materia electoral (artículo 81 LJCA).
El recurso se ha de interponer en el plazo de quince días desde la notificación de la sentencia y lo
ha de ser ante el Juzgado que la hubiere dictado, el cual lo elevará a la correspondiente Sala del
TSJ o de la AN. Tras la admisión a trámite por el propio Juzgado (recuérdese que, frente al auto de
inadmisión, el apelante podrá interponer recurso de queja), se dará traslado del recurso a la parte
apelada para que en otros quince días formule oposición al mismo. Tras ello y, en su caso,
practicadas las pruebas que se hayan propuesto y admitido (téngase en cuenta que sólo podrán
serlo cuando en la instancia se hubieran denegado o indebidamente practicado por causa no
imputable al recurrente), así como el trámite de conclusiones si hubiere lugar al mismo, la Sala
dictará sentencia resolviendo sobre todas las cuestiones de forma y de fondo o sustantivas
planteadas, confirmando o revocando, total o parcialmente, la sentencia recurrida.
B. Recurso de casación
El recurso de casación se configura como un recurso extraordinario (o especial, según otras
opiniones) cuya finalidad básica es mantener la unidad de doctrina en la aplicación de la ley,
dejando sin efecto aquellas sentencias que se desvían o apartan de la misma. A diferencia del
recurso de apelación, que permite revisar por completo los hechos y fundamentos determinantes
de la sentencia recurrida por razón de cualquier motivo, la finalidad perseguida con el recurso de
casación hace que éste no pueda plantearse sino por tasados y estrictos motivos que tienen que
ver precisamente con esa finalidad de garantizar la unidad de doctrina. Por eso, en el recurso de
casación no se admite la revisión de los hechos fijados en la instancia, ya que se centra
exclusivamente en cuestiones relativas a la interpretación y aplicación que de la ley haya
realizado la sentencia (en suma, en cuestiones de derecho). De ahí que la casación no constituya
propiamente una nueva instancia.
Entre otras muchas más, la STS de 17 de marzo de 2011 (rec. cas. 4891/2008) sintetiza la naturaleza
del recurso de casación en los términos siguientes: «La casación es un remedio extraordinario a
través del cual se acude al Tribunal Supremo con la finalidad de que, con ocasión de determinadas
resoluciones (relacionadas en los artículos 86 y 87 de la LJCA), revise la aplicación que se ha hecho
en la instancia de las leyes sustantivas y procesales. Es extraordinario porque opera únicamente
en virtud de los motivos establecidos expresamente por el legislador, reducidos a comprobar si se
ha "proveído" equivocadamente (error in iudicando ) o se "ha procedido" de forma indebida (error
in procedendo ). La naturaleza de la casación como recurso tasado limita los poderes de este
Tribunal y también la actividad de los recurrentes. No es, pues, una nueva instancia jurisdiccional;
no nos traslada el conocimiento plenario del proceso de instancia, sino únicamente un análisis
limitado a verificar los motivos enumerados en el artículo 88, apartado 1, de la LJCA. Por
consiguiente, el recurso de casación no constituye una segunda edición del proceso, siendo su
objeto mucho más preciso pues trata de realizar un examen crítico de la resolución que se
combate, estudiando si se han infringido por la Sala sentenciadora las normas o la jurisprudencia
aplicables para la resolución de la controversia, comprobando que no se ha excedido del ámbito
de su jurisdicción, ejercida conforme a sus competencias a través del procedimiento establecido y
controlando, para en su caso repararla, toda posible quiebra de las formas esenciales del juicio
por haberse vulnerado las normas reguladoras de la sentencia o las que rigen los actos o las
garantías procesales, siempre que en este último caso se haya producido indefensión». Y la STS del
Pleno de 2 de febrero de 2015 (rec. 2062/2013), justifica de esta forma esta naturaleza
extraordinaria o especial del recurso: «No pertenece a nuestra tradición histórica ni constituye
exigencia constitucional alguna que la función nomofiláctica de la casación se proyecte sobre
cualesquiera sentencias ni sobre cualesquiera cuestiones y materias, como dice textualmente el
apartado XIV, párrafo quinto, de la Exposición de Motivos de la Ley de Enjuiciamiento Civil 1/2000,
de 7 de enero, y sin olvidar que, según una consolidada doctrina del TC ( SSTC 71/2002 y 252/2004),
"mientras que el derecho a una respuesta judicial sobre las pretensiones esgrimidas goza de
naturaleza constitucional, en tanto que deriva directamente del art. 24.1 CE, el derecho a la
revisión de una determinada respuesta judicial tiene carácter legal. El sistema de recursos, en
efecto, se incorpora a la tutela judicial en la configuración que le otorga cada una de las leyes
reguladoras de los diversos órdenes jurisdiccionales, sin que, como hemos precisado en el
fundamento jurídico 5 de la STC 37/1995, ni siquiera exista un derecho constitucional a disponer
de tales medios de impugnación, siendo imaginable, posible y real la eventualidad de que no
existan salvo en lo penal (SSTC 140/1985, 37/1988 y 106/1988). En fin, no puede encontrarse en la
Constitución ninguna norma o principio que imponga la necesidad de una doble instancia o de
unos determinados recursos, siendo posible en abstracto su inexistencia o condicionar su
admisibilidad al cumplimiento de ciertos requisitos. El establecimiento y regulación, en esta
materia, pertenece al ámbito de libertad del legislador (STC 3/1983) (STC 37/1995, f.j. 5)"».
Con arreglo a la regulación inicial de la casación contencioso-administrativa (artículos 86 a 101
LJCA, tras la reforma de 1992), se establecieron tres tipos o modalidades de casación: la
denominada normal u ordinaria, la casación para la unificación de doctrina y la casación en
interés de ley, variando en cada caso los requisitos y motivos que condicionan su viabilidad
procesal. Sin embargo, esta regulación ha quedado derogada el 22 de julio de 2016, ya que en esa
fecha ha entrado en vigor la regulación que de la casación contencioso-administrativa ha
establecido la disposición final 1ª de la Ley 7/2015, de 21 de julio, por la que se modifica la LOPJ. Y
es que esa disposición final 1ª ha dado nueva redacción a los artículos 86 a 93 y suprimido los
artículos 94 y 95 LJCA, relativos al escrito de oposición al recurso de casación y al contenido de la
sentencia que resuelva el recurso, y 96 a 101 de la misma Ley, con lo que han quedado eliminados
los recursos de casación para la unificación de doctrina y de casación en interés de la ley.
Seguidamente se expone la nueva regulación de la casación, sin perjuicio de que al hilo de la
misma, y para su mejor comprensión, se hagan las oportunas referencias a la normativa
derogada.
V. PROCEDIMEINTOS ESPECIALES
Además de los procedimientos ordinario y abreviado, la LJCA regula tres procedimientos
especiales. Se trata de la llamada cuestión de ilegalidad (artículos 123 126), del procedimiento para
la protección de los derechos fundamentales de la persona (artículos 114 a 122) y del
procedimiento para la protección de los derechos fundamentales de la persona (artículos 114 a
122).
En el Título V LJCA se regula el procedimiento para la protección de los derechos fundamentales
de la persona (artículos 114 a 122). La regulación de este procedimiento pone de manifiesto que se
mantiene inalterada su estructura básica, tal como fuera prevista por la Ley 62/1978, de 26 de
diciembre, limitándose a introducir algunos cambios de no excesiva relevancia.
El objeto del procedimiento lo constituyen los actos y disposiciones impugnables en vía
contencioso-administrativa y también la inactividad y vía de hecho de las Administraciones
Públicas, siempre que a los mismos se impute la vulneración de alguno de los derechos
fundamentales protegibles por el recurso de amparo constitucional. Y se pueden hacer valer las
pretensiones a que se refieren los artículos 31 y 32 LJCA en tanto tengan por finalidad el
restablecimiento de los derechos o libertades reconocidos en los artículos 14 a 29 y 30.2 CE [que
son, como hemos dicho los protegidos por el amparo constitucional (artículos 53.2 CE y 41 LOTC)].
El plazo de interposición del recurso (artículo 115.1 LJCA) es de diez días (a contar desde el día
siguiente a su publicación o notificación) cuando se dirige contra disposiciones y actos expresos; si
se trata de actos presuntos, también serán diez días, desde el siguiente al del transcurso del plazo
fijado para la resolución (modificación ésta importante, ya que el anterior plazo que establecía el
artículo. 8.1 de la Ley 62/1978 se fijaba en veinte días desde que se hubiere formulado la solicitud);
en caso de inactividad, diez días, a contar desde el transcurso de veinte días desde la reclamación;
cuando se trata de vía de hecho, dependerá de que se haya formulado o no requerimiento: si se
formula requerimiento, el plazo es de diez días desde el siguiente al requerimiento de cese (pero
obsérvese que, tal como se fija el dies a quo, no hay plazo para que la Administración pueda
atender el requerimiento, ya que al día siguiente de haberlo formulado se abre el plazo para
interponer el recurso contencioso-administrativo); y si no se formula requerimiento, el plazo será
de veinte días desde que se haya iniciado la vía de hecho (no está claro, sin embargo, que,
transcurridos esos veinte días sin interponer el recurso, pueda formularse el requerimiento con la
correspondiente apertura, en su caso, del plazo de diez días para interponerlo); y, en caso de que
se haya interpuesto recurso administrativo potestativo, el plazo se fija en diez días, a partir del
vigésimo desde que se hubiera interpuesto (téngase en cuenta que, al igual que el artículo 7.1 de la
Ley 62/1978, que expresamente disponía que no era necesario el recurso de reposición, ni la
utilización de cualquier otro recurso administrativo, la no obligatoriedad de agotar la vía
administrativa interponiendo recurso administrativo previo se reconoce claramente en el artículo
115.1 LJCA, al disponer que el plazo de diez días se computará a partir del vigésimo día desde que
«se hubiera interpuesto potestativamente un recurso administrativo»).
Por lo demás, la regla general es que, a diferencia del procedimiento ordinario, el mes de agosto
no es inhábil y, por tanto, el plazo de interposición no se suspende (artículo 128.2 LJCA).
La legitimación se ajusta a las reglas generales del artículo 19 LJCA, sin cambio alguno.
Al igual que en el procedimiento ordinario se prevé un trámite previo de admisión del recurso
(artículo 117 LJCA) que permite anticipar un juicio sobre el fondo del asunto planteado sin
necesidad de observar toda la tramitación del procedimiento conducente a una sentencia
desestimatoria. Lo que se persigue, por tanto, es que el órgano jurisdiccional que aprecia que no
está en juego ningún derecho fundamental de los protegibles por este cauce especial de defensa,
pueda declarar a limine improcedente el recurso por falta de adecuación del procedimiento
seguido. Nada se dice, sin embargo, acerca de si el auto de inadmisión es susceptible o no de
recurso, por lo que, de acuerdo con el artículo 114.1, deberá estarse a las reglas generales de los
artículos 79, 80 y 87 LJCA.
De acuerdo con la jurisprudencia relativa a los requisitos formales que han de ser cumplidos para
poder utilizarse el procedimiento especial para la protección jurisdiccional de los derechos
fundamentales de la persona, y a los poderes de que dispone el correspondiente órgano
jurisdiccional para decidir si la elección de tal procedimiento especial se ha realizado o no de
manera correcta, en aras de evitar ab initio una indebida o fraudulenta utilización de dicho
instrumento procesal, debe tenerse en cuenta que en el escrito de interposición del recurso
contencioso- administrativo, y a los efectos de una primera constatación de la viabilidad del cauce
procesal especial utilizado, se han de definir los elementos que permitan comprobar que la
pretensión procesal es ejercitada en relación a actos que se considera infringen el derecho
fundamental cuya tutela se postula a través del proceso. Y esa exigencia formal habrá de
considerarse cumplida cuando la fundamentación de la pretensión incluya estos elementos: la
indicación del derecho fundamental (de uno o varios) cuya tutela se reclama; la identificación del
acto que se considere causante de la infracción de aquel derecho; y, aunque sea mínimamente,
una exposición de las razones y circunstancias por las que se entiende que el concreto acto que se
impugna tiene virtualidad para lesionar de manera directa uno o varios derechos fundamentales.
No obstante, el examen que a estos efectos ha de realizar el tribunal habrá de limitarse a constatar
si la fundamentación de la pretensión incluye esos elementos, pero no deberá prejuzgar en cuanto
al fondo de lo planteado su certeza ni su corrección jurídica (STC 31/1984, de 7 de marzo, y entre
otras más, SSTS de 6 de junio de 2003, re. cas.8163/1999, y de 23 de julio de 2014, rec. cas.
3398/2013).
Contra las sentencias de los Juzgados procederá siempre la apelación en un solo efecto [artículos
121.3 y 81.2.b) LJCA], rectificándose así la regla general del doble efecto prevista en el artículo 83.1
LJCA; y el recurso de casación no se encuentra limitado por razón de la cuantía [artículo 86.2.b)
LJCA].
Dentro de este procedimiento especial se prevé un procedimiento específico para el caso de
prohibición o de propuesta de modificación de reuniones previstas en la Ley Orgánica reguladora
del Derecho de Reunión que no sean aceptadas por los promotores. El artículo 122 LJCA mantiene
en lo sustancial la especialidad del procedimiento a seguir que ya previera el artículo 7.6 de la Ley
62/1978. Únicamente se precisa ahora que el recurso se interpondrá dentro de las cuarenta y ocho
horas siguientes a la notificación de la prohibición o modificación (artículo 122.1) y se reduce de
cinco a cuatro días el plazo improrrogable para que el Tribunal convoque a las partes (Ministerio
Fiscal, representante de la Administración y recurrentes) a fin de que, contradictoriamente,
puedan formular las alegaciones pertinentes (artículo 122.2). De manera que se mantiene la regla
de la irrecurribilidad de la sentencia, aunque se puntualiza que la decisión que el Tribunal adopte
«únicamente podrá mantener o revocar la prohibición o las modificaciones propuestas» (artículo
122.3).

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