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Miguel García-Baró ■.
EDITORIAL
SINTESIS
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En ella encontrará el catálogo completo y comentado
© EDITORIAL SÍNTESIS, S. A.
Vallehermoso, 34 - 28015 Madrid
Teléf.: 91 593 20 98
http://www.sintesis.com
......................
Prólogo a la edición española...............................■ 7
1Abrégé de psychanalyse, trad. A, Berman, París, PUF, 1975, p. 22; GW, XVII,
p. 81. Para los textos de Freud, damos las referencias por una traducción france
sa fácilmente accesible, así como por la edición de obras completas, Gcsammelte
Wcrke, Londres, Imago Publishing Co., Ltd. I, designada por la sigla GW, segui
da del número de tomo y de la página. [N. de los I : existe traducción al castella
no, Freud, Compendio del psicoanálisis, en Obras Completas, vol. III, Madrid,
Biblioteca Nueva, 1973, p. 3388. A la hora de citar a Freud en castellano, ofre
cemos la versión de la edición de Obras completas de la editorial Biblioteca Nue
va bajo la abreviatura de O. C., seguida del número de tomo y página.]
2 Sobre este asunto, cf. injra, cap. IX.
vemos surgir y desarrollarse una temática nueva concerniente a la
corporalidad, el instinto, la sexualidad, el amor, la vergüenza, la
crueldad e incluso los problemas particulares, y, por tanto, decisi
vos, que se plantean, o más bien se ventilan, en este nivel - lo s
“dramas”, habría dicho Politzer--, como, por ejemplo, la elección
mutua de los amantes.
Pero la afirmación según la cual lo totalmente otro que ia repre
sentación, y que jamás se muestra en ella, es lo único que deíine,
el ser verdadero únicamente sólo escapa a la especulación para
advenir a la posición efectiva de aquello que .Schopenhauer deno
mina Voluntad si lo totalmente otro que 1a representación se reve
la en sí mismo en su reino propio. Sin ello, el ser irrepresentable
no es más que el noúmeno kantiano, justamente una entidad espe
culativa que el idealismo alemán se esforzará por reabsorber en el
pensamiento, es decir, otra vez en la representación, dejándolo así
escapar de nuevo. Sólo una fenomenología verdaderamente radi
cal, susceptible de captar la esencia de la vida como la del apare
cer original, es capaz, al separar esta vida de los fantasmas y los
mitos de un tras-mundo, de retenerla allí donde ella es: en noso
tros, como aquello mismo que somos.
Schopenhauer no tiene los medios filosóficos para construir
esta fenomenología radical. El establece, de un modo verdadera
mente genial, que lo otro que la representación jamás puede ser
apercibido en ella; designa una corporeidad primitiva como el lugar
de su cumplimiento y, al mismo tiempo, como aquello que nos
identifica con él. Por otra parte, sin embargo, la teoría kantiana del
sentido interno que reduce este último, es decir, la subjetividad
absoluta, al ek-stasis del tiempo y, así, a una representación, le impi
de dar una significación fenomenológica a la inmanencia que, en
resumidas cuentas, define la Voluntad. Esta última se encuentra
uncida de nuevo bajo el yugo del pensamiento occidental y sumi
sa a su destino, pro-ducirse en la luz del ek-stasis temporal o zozo
brar en la noche: o representación o inconsciente. La vida se pier
de en el momento mismo en que se nombra, y Freud ya habita ahí
por completo.
Por el contrario, con Nietzsche fulgura por un instante el bri
llante pensamiento que restituye la vida al aparecer en calidad de
su esencia propia. Con la condición de un progreso decisivo: que
el aparecer sea por fin reconocido en la dimensión no extática de
su inicial y eterno llegar a sí - e l Eterno Retomo de lo M ism o-, la
vida. Sin negar nada del esplendor del mundo y de la apariencia
extática celebrada en Apolo, sino porque, al contrario, el F enó
meno se apercibe sobre el Fondo de su posibilidad comenzante,
sobre el “velo”, dice Nietzsche, de la Noche original que lo engen
dra -D ion iso s-, éste, el Ser mismo, es por fin considerado com o
lo que es, no un inconsciente que no es completamente nada, sino
al contrario: su propio pathos, la eterna e irremisible experiencia
que hace de sí eri el juego sin fm de su sufrimiento y su gozo.
Sobre el fondo de esta fenomenología radical se dibuja una
ontología que descubre la afectividad como la revelación del Ser
en sí mismo, como la materia de la que está hecho, como su sus
tancia y su carne. A su vez, esta ontología permite descifrar esas
figuras deslumbrantes de la vida que son los fuertes, los nobles,
los animales: todos aquellos que han confiado su destino al decir
de un sufrir primitivo. Asimismo, hace inteligible el desplazamiento
esencial --entrevisto por Schopenhauer, pero no llevado por él a la
claridad del concepto- en virtud del cual todas las facultades repre
sentativas -la vista, la memoria, el pensamiento- hallan en lo suce
sivo su principio en un poder que ya no es el de la conciencia inten
cional: en la vida.
Tras esto, es posible una lectura filosófica de Freud. Lo que
reclama el psicoanálisis* tanto en sus análisis esenciales como en
su terapia, ¿no es, previa y constantemente, esta subordinación del
pensamiento representativo -percepciones, imágenes, recuerdos,
producciones oníricas y simbólicas, estéticas y religiosas, e tc .- y
de todo lo que se muestra en él a un poder de otro orden?, ¿no es,
constantemente, el rechazo, al menos implícito, de una metafísi
ca de la representación? Esta instancia subyacente, operante y repri
mida, ¿no es la vida y, lo que es más, la vida en su esencia feno
menológica propia, el afecto consustancial a esta fenomenicidad
y que no se podría separar de ella, que nunca es inconsciente? De
suerte que, como se establecerá sin ironía, situado en el corazón
del inconsciente, el afecto lo determina como fenomenológico en
su esencia y fondo.
¿Basta entonces, para desembarazarse de esta reducción para
dójica del inconsciente al lugar de emergencia de la fenomenici
dad, con observar que, incluso si su destino determina siempre el
de la representación, el afecto no constituye por ello la ultimidad
naturante del sistema, no siendo en ningún caso en el freudismo
más que el representante psíquico de la pulsión? Y dado que ésta
a su vez sólo representa en el psiquismo los determinantes ener
géticos cuya teoría había fijado el Proyecto3 de 1895, ¿no nos encon
tramos inevitablemente reconducidos a estos últimos, a procesos
naturales? Poco importa que en este retorno inconfesado de una
metafísica de la representación surjan inextricables dificultades,
que la Psique cuya especificidad se había pretendido defender se
descubra no siendo más que un equivalente, el sucedáneo de una
esencia biológica, incluso psico-química: el esquema explicativo
3 [N. de los T.: Freud, S., Proyecto de una psicología para neurólogos, O. C., I, pp.
209 - 276 .]
científico ha reconquistado sus derechos, desahuciando una vez
más a la fenomenología. La vida que vivimos no es más que un
efecto de lo que ignoramos. Con el conocimiento, con la ciencia,
nos liberamos progresivamente de esta ilusión que somos: ¡Eter
no pensamiento de Occidente!
i Pero cómo se asemeja a la vida el tras-mundo ubicado' tras ella
para dar cuenta de la misma! ¡Cómo no ver que toma prestado de
ella todas sus característicasI La “excitación” investida en el doble
sistema neuronal del Proyecto no es sino el nombre de la afección,
es decir, de la fenomenicidad; la excitación “exógena” es la afección
transcendental -del “tejido vivo”- por el mundo; la excitación “endó
gena” -y, por tanto, su auto-excitación- es 1a auto-afección que
constituye la esencia original de 1a subjetividad absoluta en calidad
de la Vida. Devuelta al fondo somático de la pulsión, la afectividad
sólo se refiere a sí misma, se explica por sí. Del mismo modo se verá
que si el principio de inercia se transforma invenciblemente en el
de constancia, si el sistema no puede deshacerse totalmente de sus
cantidades de energía, ello se debe a que, com o-auto-afección y
auto-impresión, y no siendo otra cosa que aquello que de este modo
no cesa de auto-impresionarse a sí misma, la vida ¡rio puede, preci
samente, desembarazarse de sí.
De ahí que el esquema entrópico ceda finalmente ante la incan
sable venida a sí de la vida. La descarga de los afectos, al igual que
la invencible presión de la libido inempleada, no designan otra cosa
que la subjetividad de la vida en el momento en que llega al colmo
la experiencia que hace de sí, hasta hacerse insoportable. Y la angus
tia, de la que Freud ha dado descripciones admirables -la moneda
corriente de todos los afectos--, no es a su vez sino la angustia de
la vida por no poder escapar de sí. Ai fin y al cabo, tanto en sus
construcciones transcendentes como en sus mejores textos fenó
meno! ógi eos, el freudismo cela consigo en él la mayor carencia de
nuestra época, y aquí reside sin duda, a pesar de sus incertidum-
bres teóricas, sus contradicciones, e incluso sus absurdos, la razón
de su extraño éxito.
El psicoanálisis no pertenece por tanto al corpus de ciencias
humanas al que hoy día se le incorpora y del que aquí será diso
ciado cuidadosamente: es más bien su antítesis. Cuando la obje
tividad no cesa de extender su reino de muerte sobre un universo
devastado, cuando la vida no tiene otro refugio que el inconsciente
freudiano y, bajo cada uno de los atributos pseudo-cíentíficos de
los que se reviste este último, obra y se esconde una determina
ción viva de la vida, es preciso decir: el psicoanálisis es el alma de
un mundo sin alma, el espíritu de un mundo sin espíritu.
Pero la vida sólo soporta m omentáneamente la máscara que
menos le conviene; ninguna situación le repugna más a su esen
cia que la de un tras-mundo. De ahí que no acepte por m ucho
tiempo el hecho de tener su ley fuera de sí, ella que es su propia
ley y que la sufre constantemente como aquello mismo que es, el
pathos del Ser y su sufrimiento la vida™. Por esta razón, pronto
le llegará el tiempo de quitarse esa máscara y, tal vez, puede que
dicho tiempo haya llegado ya.
Al fin y a la postre, lo que importa precisar es qué clase de his
toria se nana aquí, pues a menudo se presenta el freudismo como
una historia empírica del individuo en la que lo que le pasa y le
pasará resulta con creces de aquello que le ha acontecido, de su
infancia, de la relación con su Padre, con su Madre, del trauma de
su nacimiento, etc. Lo que convierte en ingenua a toda explica
ción de este género (como a tantas otras de la historia en general)
es que dicha explicación no hace sino retrotraer al pasado un pro
blema que se encuentra aquí intacto y en el que no se ha avanza-
do ni un solo paso. “Explicar” el amor de un adulto por el que
tenía hacia su madre supone explicar el amor por el amor. El Padre
no hace inteligible la idea de Dios sino a aquel que no ha com
prendido que en estas dos figuras se representa una misma estruc
tura ontológica, precisamente, la esencia de la vida en la medida
en que no cesa de experimentarse a sí misma y, así, de hacer la
experiencia de sí misma como aquello cuyo fundamento no es
nunca ella misma. La situación de desamparo del nacimiento sólo
da cuenta de la angustia en un ser originalmente constituido en sí
mismo como afectivo y susceptible de ser determinado afectiva
mente.
Con la misma ingenuidad, la genealogía del psicoanálisis que
aquí se va a exponer podría ser considerada como una suerte de
historia de las doctrinas o de las diversas concepciones filosóficas
o científicas que lo han precedido, y de las que sería una especie
de resultado previsible. Ciertamente, cuando Freud llega a París
en todos los manuales de filosofía de la época asoma una psicolo
gía de lo inconsciente, presentada principalmente como la condi
ción ineludible del fenómeno central de la memoria. El concepto
de inconsciente, que será conjuntamente el de Bergson y el de
Freud, ha sido enseñado en las escuelas antes de que ellos fijen su
genial descubrimiento en sus libros. Pero cuando se hayan pues
to en evidencia estas sutiles secuencias ideológicas con la satis
facción legítima que confiere la erudición, apenas se habrá avan
zado. No se habrá comprendido todavía la razón de la afirmación
crucial de un inconsciente que constituye el ser más íntimo y pro
fundo del hombre -d e un inconsciente psíquico-. El hecho de
que esta afirmación haya sido establecida por los contem porá
neos de Descartes como una objeción inevitable a la definición
eidética de la Psique como fenomenicidad pura, por Leibniz, Scho
penhauer, Hartmann, Bergson o Freud, o en el manual de filoso
fía de Rabier, ello no atañe sino a la historia; haz de cuestiones que
se le pueden plantear, y a las que por ello es capaz de responder,
en calidad de “historia de las ideas”.
Por otro lado, desde el simple punto de vista de la historia, la
form ulación-repetida en circunstancias diferentes- del in con s
ciente psíquico hubiera debido dar que pensar. Dar que pensar
que no podía tratarse en este caso, pensándolo bien, de un des
cubrimiento ocasional o de una invención puntual. Si la designa
ción del inconsciente se refiere a io más profundo de nosotros y,
así, al ser mismo, ¿no es éste, más bien, quien la produce y no cesa
de producirla? ¿Acaso no es la vida misma en su invencible retira
da del mundo, en la medida en que se oculta a la. fenomenicidad
del éxtasis en eí que se mueve todo pensamiento,-la que lo extra
vía hasta el punto de hacerle declarar que todo lo que no se mues
tra a él, o que no es susceptible de hacerlo, todo lo que no viene
nunca a nosotros en la ob-stancia de un ob-jeto o.de un “en fren
te”, no es más que Inconsciente --lo privado en sí del poder de la
manifestación-? ■' ■ ' -
Genealogía no es, en verdad, arqueología. Los. desvíos históri
cos por mor de los cuales el inconsciente ha venido’a nuestro mun
do, y viene cada día, no pueden ser objeto de una simple consta
tación, como tampoco de una descripción, la de las estructuras
epistémicas o la de los horizontes ideológicos que dirigen el pen
samiento moderno: dichos desvíos proceden con carácter de ulti-
midad de la voluntad de la vida de morar en sí. Es la vida la que
deja campo libre al aparecer del mundo, mientras lo funda secre
tamente; es ella, por tanto, la que propone al pensamiento -q u e
no puede en ningún momento aprehenderla en la vista de su v er-
como lo inconsciente. La construcción fantástica de éste, según la
imaginería científica de una época, 1895, por ejemplo, los desa
rrollos transcendentes, los razonamientos especulativos, los enca
jes de hipótesis al infinito, los personajes más o menos pintores
cos que engendran, sus juegos a veces burlescos: nada de todo
esto es tan absurdo como parece. La mitología freudiana tiene la
seriedad de todas las mitologías, puesto que todas ellas se elevan
a partir de este mismo Fondo esencial y secreto que somos, que
es la vida. Esta es la razón por la que se cree en ella sin demasia
do trabajo, por la que se la reconoce con tanta facilidad.
Pero, puesto que -m ás que en otros, en todo caso, de una for
ma más deliberada- el pensamiento freudiano ha puesto en tela
de juicio los derechos de la objetividad, y dado que en él las cate
gorías científicas prorrumpen bajo el peso de determ inaciones
fenomenológicas originales, puede decirse de él que a su vez cons
tituye una suerte de ontología: en la medida en que, lejos de ser
el mero resultado del trabajo del análisis, su discurso sobre el
inconsciente depende en realidad de las estructuras fundamen
tales del ser y las expone a su manera. De ahí que este discurso
no solo repita, sin saberlo, el de la filosofía clásica (el inconsciente
de la conciencia pura, de la “conciencia transcendental”, la con-
\eisiLii de esta filosofía de la conciencia en una filosofía de la natu
raleza, etc.), reproduciendo de este modo las grandes carencias
del pensamiento occidental; va más lejos, hasta lo impensado de
este pensamiento, hasta ese lugar en el que prorrumpe a través
nuestro, en lo invisible de nuestra noche, la incansable e inven-
tibíe venida a sí de la vida.
L.a vida misma, sin embargo, permanece indiferente ante estos
dichos pensamientos a propósito de la vida, aunque todos ellos
procedan de ella. Por el contrario, reducir el ser al pensamiento
que pueda tenerse de él, incluso a ese pensamiento más esencial que
se une a él en su co-pertenencia y conveniencia original, es puro
idealismo. Comprender el psicoanálisis en su procedencia histó
rica a partir del ser no supone en modo alguno incluirlo en este
último como uno de sus momentos, como una de sus “figuras” o
de sus “épocas”. Si nuestra relación primitiva con el ser no es un
ek-stasis - y esto es al fin y al cabo lo que quiere decir el psicoaná
lisis-, si ésta no reside en el pensam iento ni en sus diferentes
modos, entonces no puede confiarse por completo a este último
-cu ya erranza, por otra parte, importa m enos-, y el destino del
individuo no es del todo el del mundo. Ya sea pura y simplemen
te negada, como sucede en la ciencia contemporánea, que pre
tende contener todo en su mirada objetivista, ya se intente, por el
contrario, formar un concepto adecuado de ella en esta fenome
nología radical cuya edificación se persigue aquí, o ya se deje su
representación al folclore de las mitologías, no por ello la vida pro
sigue en menor medida su obra en nosotros, no cesando de dár
senos a nosotros mismos en el pathos de su sufrir y de su embria
guez: ella es la esencia eternamente viva de la vida.
Videre videor
Lo que confiere al proyecto cartesiano su carácter fascinante y hace
que conserve todavía en la actualidad su misterio y atractivo es que
se confunde con el proyecto mismo de la filosofía. Una filosofía radi
cal y primera es la búsqueda del Comienzo. Semejante búsqueda no
consiste en la de un método que nos permita llegar hasta él. Por el
contrario, ningún método sería posible si no dispusiese de un pun
to de partida seguro, si no encontrase su emplazamiento inicial en
el Comienzo mismo. La intuición crucial del cartesianismo consis
tió precisamente en afirmar la pertenencia de su marcha a lo que se
adelanta en primerísimo lugar, haciéndola de este modo posible al
mismo tiempo que toda cosa. Se piensa que el comienzo adviene
como lo “nuevo”. En calidad de forma nueva de pensamiento, el
cartesianismo marca así el comienzo de la filosofía moderna. Pero el
comienzo de la filosofía moderna supone muchos acontecimientos
previos; no es el comienzo. El comienzo de la filosofía cartesiana
misma -entendámonos, el orden según el cual despliega sus razo
nes y la primera de ellas en particular-- supone también cosas pre
vias a él; no es el comienzo. El Comienzo no es lo nuevo, antes bien,
es lo Antiguo, lo más antiguo. El proyecto cartesiano se dirige cons
cientemente hacia ello a fin de apoyarse en ello y poder comenzar.
Por eso, aun cuando Schelling denuncia la pretensión de Descartes
de rechazar de un plumazo la aportación de una tradición que nin
gún hombre podría reconstruir en su infinita nqueza por sí solo, por
muy fiel al texto que sea su reproche - “me veré obligado”, afirma
Descartes, “a escribir aquí como si se tratara de una materia que
jam ás nadie antes que yo hubiese tocado”1- , no puede ocultar a
nuestros ojos la intención cartesiana de retomar al momento más
inicial del Comienzo, por el que éste comienza, y comienza sin cesar.
¿Qué es lo que comienza en un sentido radical? Ciertamente
el ser, si es verdad que nada sería si el ser no hubiese desplegado
desde ahora y siempre su esencia propia a fin de reunir en él, en
su esencia así previamente desplegada, todo lo que es. Más preci
samente, ¿en qué reside la inicialidad de este comienzo radical?
¿Qué es lo que está ya ahí antes de toda cosa cuando ésta apare
ce sino el aparecer mismo en cuanto tal? El aparecer, sólo él, cons
tituye la inicialidad del comienzo, pero no en la medida en que da
forma al aparecer de la cosa y su venida comenzante al ser: seme
jan te comienzo no es todavía más que el comienzo del ente. El
1 Les passion de la m e, F. A,, III, p. 951; AT, XI, p. 328. Nuestras referencias
remiten a la edición de CEuvres philosophiques, de Ferdinand Alquié, París, Gamier,
designadas como F. A., seguida dei núm ero de tomo y de la página, y a la edición
de CEuvres de Descartes, de Adam y Tannery, París, Léopold Cerf., designadas como
A. T, seguida del número de como y de la página. Sobre el reproche de Schelling,
cf. Les ages du monde, trad. W jankéíevuch, París, Aubiei; 1949, p. 97. [N. de los X:
existe traducción al castellano, Descartes, R., Las pasiones del alm a (trad. de j. A.
Martínez y P Andrade), Tecnos, Madrid, 1997, p. 55.]
aparecer es inicial en el sentido más original, en la medida en que
aparece en primer lugar él mismo y en sí mismo. Sólo en este caso
et aparecer es idéntico al ser y lo funda, en la medida en que se
ilumina y enciende, y esta estela luminosa, com o iluminación no
de otra cosa sino de sí misma, como aparecer del aparecer, expul
sa la nada y ocupa su lugar. El ser es la efectividad fenom'enológi-
ca del aparecer en su capacidad de constituir por sí mismo una
apariencia, esta pura apariencia como tal que es el ser. Ella es el
comienzo., no el primer día, sino lo absolutamente primero.
Descartes denomina al aparecer como tai, en su lenguaje, “pen
samiento”, Precisamente en el momento en que Descartes fue capaz
de considerar el pensamiento en sí mismo, es decir, el aparecer por
sí mismo, cuando rechaza todas las cosas para nóretener más que
el hecho de su apariencia -d e forma más precisa: cuando rechaza
las cosas y su apariencia, con la que ellas siempre, más o menos,
se mezclan y confunden en la conciencia ordinaria; para no consi
derar ya más que esta apariencia pura, abstracción hecha de todo
lo que aparece en ella-, sólo entonces creyó, en efecto, poder encon
trar lo que buscaba, el comienzo radical, el ser: yo pienso, yo soy,
Cinco acotaciones nos permitirán ir más lejos en esta difícil repe
tición del cogito. La primera es que éste, en todo caso, escapa a 1a
objeción dirigida contra él por parte de Heidegger.en Sein und Zeit2,
a saber, que el comienzo cartesiano no es radical, puesto que supo
ne algo previo a él, una pre-comprensión ontológica al menos implí
cita, pues si, sumido en la confusión, yo no sé qué es el ser, ¿cómo
podría decir en algún caso que “yo soy”? Pero Descartes no dice “yo
soy", dice “luego yo soy”. Lejos de surgir sin supuesto alguno, su
afirmación resulta de la elaboración sistemática del prius indispen
sable, sólo a partir del cual es posible la proposición del ser. Este prius
no es otra cosa que el aparecer, aquello que Descartes denomina “pen
samiento”. La determinación de este prius es el contenido mismo
del cogito. “Nosotros somos en razón sólo de que pensamos”3.
Un tema constante de las Meditaciones, así como de las Respues
tas, a las Objeciones inconsistentes que se le plantearon, es la posi
ción del sum como resultado de la del “yo pienso”. Por una parte,
el aparecer abre el campo en el que llega a la revelación de sí, de tal
modo que este campo está constituido por él y por su revelación.
Por otra, el ser no es otra cosa que lo que fulgura como la efectivi
dad fenomenológica de dicho campo. “Luego”, en “yo pienso lue
4 Réponses c¡ux Cincjuiemes Objections, FA, II, p. 792; AT, Vil. p. 352. {N. de los
T: existe traducción al castellano, Descartes, R., Meditaciones metafísicas con obje
ciones y respuestas (trad. de Y Peña), Alfaguara, Madrid, 1977, p. 280, traducción
parcialmente modificada por nosotros.]
ideas de anima!, planta, piedra y todos los universales: com o si, a
fin de conocer que soy una cosa pensante, tuviera que conocer los
animales y las plantas, pues debo conocer lo que es, en general,
una cosa”5. Al referirse de entrada la idea de la cosa a la cosa que
piensa y al pretender fundarla exclusivamente sobre ésta, Descar
tes no sólo descarta de forma explícita toda interpretación del ser
a partir del ente y como ser del ente: hace dar sus primeros pasos
a una disciplina completamente nueva y que apenas se desarro
llará tras él, y a la que en lo sucesivo daremos el-título de fenom e
nología m aterial En ella ya no se considera por sí mismo el hecho
de aparecer en su diferencia radical con respecto a lo que aparece,
sino que explícita y exclusivamente se toma en consideración su
contenido como contenido ontológico y fenomenológico puro.
Esto es lo que inicialm ente significa la idea de res cogitans, por
cuanto es una cosa cuya esencia consiste por entero en pensar, es
decir, cuya sustancialidad y materialidad son la.sustancialidad y
materialidad de la fenomenicidad pura como tal,.y nada más.
Nada nos importa que tras este reconocimiento del Comienzo
en su inicialídad se produzca en Descartes una caída fatal, que el
pensamiento no sea ya más que el atributo principal de una sus
tancia allende el pensamiento, que el concepto adecuado de sus
tancia se reserve para Dios mientras que el pensamiento no es ya
más que una sustancia creada, con el mismo título que el cuerpo
y así, yuxtapuesto a él en el interior de un edificio constituido con
la ayuda de construcciones transcendentes cuya no mención aquí
se sobrentiende, como de hecho tampoco nos importa la cuestión
de saber si esta desviación de las significaciones fenomenológicas
originales pertenece al pensamiento propio de Descartes o es la hue
lla de su recubrimiento por parte de concepciones teológicas y esco
lásticas de las que, no obstante, habíase propuesto separarse6. Con
tentémonos con observar que toda escisión introducida en el seno
de nuestro ser, entre su mostrarse y lo que en él se hurta por prin
cipio a la fenomenicidad, no sólo vendría, en el momento en que,
con el orto de la filosofía moderna y por vez primera, la psique se
define eidéticamente, a zaherirla con una tara indeleble, sino que
supondría en primer término la ruina de toda esta problemática.
Pues sí el despliegue de la esencia del ser en un reino efectivo ya
no se confunde con la fulguración del aparecer ni con la materia
3 FA, II, p. 805; AT, VII, p. 362. [N. de los T: Meditaciones metafísicas con obje
ciones y respuestas, op. cit., p. 287,]
6 Sobre la persistencia en el cartesianismo de elem entos tomados en prés
tamo de la tradición y, especialmente, de la escolástica, véanse los trabajos de
sus principales com entaristas, Etienne Gilson, Jean Laporte, Henri Gouhier,
Marcial Gueroult, Ferdinand Alquié, así com o los deJean-Luc Marión (Sur l ’on-
tologie grise de Descartes , París, Vrin, 1975; Sur la théologie blanche de D escartes ,
París, PUF, 1981).
fenomenológica pura de esta fulguración, ¿cómo producir todavía
el cogito y, a partir del aparecer que se aparece en mí, formular, sin
embargo, la proposición del ser en el sum? ¿Qué sería, en fin, este
ser heterogéneo al aparecer, definido por esta heterogeneidad, sino
algo parejo a todo lo que de este modo se encuentra en sí separa
do de la fenomenicidad - e l ente-? De nuevo, ei ser va a recibir su
medida de lo que es: un animal, una planta, una idea, un dios.
No obstante, el cartesianismo del comienzo se agota en la ins
titución de una diferencia esencial entre lo que cumple la obra del
aparecer y lo que, por el contrario, se muestra incapaz de ello.
Semejante diferencia es la que se establece entre el alma y el cuer
po: el alma toma su esencia del aparecer y lo designa en propio,
mientras que, por el contrario, pertenece al cuerpo, y ello por prin
cipio, el hecho de estar desprovisto del poder de la manifestación.
El “alma”, en calidad de efectuación y efectividad fenomenológi
ca del aparecer original, no tiene nada que ver con lo que en la
actualidad denominamos “pensamiento”, es decir, con el hecho
de. pensar que, concebir que, imaginar que, juzgar que, conside
rar que; esta alma, que no es el meinen de la filosofía moderna, es
lo que Descartes opone brutalmente al ente. De este modo se escla
rece a su vez la polémica contra Bourdin, “pues, al suprimir la ver
dadera y muy inteligible diferencia que hay entre las cosas corpó
reas e incorpóreas, a saber, que las últimas piensan y las primeras
no, y sustituyéndola por otra diferencia, que nunca puede tener
el carácter de diferencia esencial, a saber, que las últimas conside
ran que piensan y las primeras no, estorba por completo el que se
pueda entender la distinción real que media entre alma y cueipo”7.
No es, por tanto, la duda lo que en el cogito conduce al sum. La
duda es un “considerar que”, un m án en . Dudo que haya algo que
sea cierto. La certeza que le sigue y en la que se transforma no tie
ne tampoco nada que ver con el sum, es también un “considerar
que”, “un pensar que”. “Pienso que ciertamente soy puesto que
para que pueda pensar es preciso que sea”, etc. Lo que conduce
al sum, el prius cartesiano sobre el ser, es el aparecer que reina tan
to en la duda como en el yo me paseo, por cuanto este último es
una determinación del alma.
Dado que el pensamiento designa inicialmente en Descartes
este aparecer bajo su forma original, la diferencia entre el alma
(idéntica al pensamiento) y el cuerpo (por principio, ajeno a ella)
es una diferencia óntico-ontológica. Todas las determinaciones cor
porales, por ejemplo, la vista, son ciegas porque el cuerpo expre
sa para Descartes el elemento heterogéneo a la manifestación. “Es
el alma la que ve y no el o jo ”8. De ahí que los anímales, aunque
tengan ojos, no vean, y ello no sólo atañe a los topos. El m eca
nismo cartesiano no significa en principio cierta concepción de la
vida biológica -varios textos conciben el cuerpo humano al modo
de Goidstein, como una unidad orgánica9- : lo que formula radi
calmente es la heterogeneidad irreducible del ente con respecto a
la verdad del ser. La reducción fenomenológica producida por el
cogito Lleva a cabo esta diferenciación, la separación entre el apa
recer del aparecer y lo que aparece en él en calidad, de esto o aque
llo, y que ya no es el aparecer del aparecer mismo. Es la tachadu
ra de lo que aparece, “el cuerpo”, en favor del aparecer, “el alma”,
tachadura que, por otro lado, no significa la simple suspensión de
su sentido de ser, sino el precipitado en la nada. Y precisamente
porque el aparecer define al ser, su puesta al desnudo en la reduc
ción del cogito es una con la posición del sum.
Nuestra última acotación atañe a la aplicación de las categorías
metafísicas de esencia y existencia al comienzo cartesiano, y ello a
fin de esclarecerlo. Semejante uso es ciertamente impropio si se
admite que la dicotomía esencia/existencia procede de la simple
presuposición de 1a facticidad del ente a partir del cual se plantea
entonces la cuestión de saber lo que él es, la cuestión de la esencia
que, como modalidad de ser de lo ente [Seiendheit], vela, no obstan
te, la del ser. A la objeción según la cual sabría “directamente que
yo soy pero no qué es lo que soy”, Descartes ha respondido de for
ma abrupta que “lo uno no puede demostrarse sin lo otro”10. La
no disociación de la esencia y de la existencia en el seno del comien
zo es una con él: cuando el aparecer prodiga su esencia en un rei
no original, la existencia, en sentido original y ontológico, el ser,
está ahí para nosotros. La cuestión de la esencia del aparecer nos
conduce, no obstante, al corazón del cartesianismo.
El cogito encuentra su formulación más última en la proposición
videre videor: me parece que veo. Recordemos brevemente el con
texto en el que se inscribe esta aserción decisiva. Ya se trate de la
Meditación segunda o de los Principios (1, 9), Descartes acaba de prac
ticar la epojé radical; en su lenguaje, ha dudado de todo: de esta
s Dioptríque, Discours VI, FA, 1, p. 710; AT, VI, p. 141. [N. de los T.: exisce
traducción al castellano, Descartes, R., Discurso dd método, Díóptrica, Meteoros y
Geometría (trad. de G. Quintas), Alfaguara, Madrid, 1986, p. 105.)
9 Les passiorts de Vame, FA, III, p. 976; AT, XI, p. 351: “Es uno, y de alguna
manera indivisible, en razón de la disposición de sus órganos, los cuales se rela
cionan de tal m odo el uno con el otro que, cuando se suprim e alguno de ellos,
todo el cuerpo se toma defectuoso”. [N. de los I : Las pasiones del alma, op. cit., pp.
101-102.]
10 Réponses aux Cinquiémes Objections, FA, II, p. 801; AT, VI, p. 359. [N. de los
T.: Meditaciones metafísicas con objeciones y respuestas, op. cit,, p. 285. Traducción
ostensiblemente modificada por nosotros.]
fien*a en la que planta sus pies y camina, de su cuarto y de todo
lo que ve, en fin, del mundo entero, el Cual, tal vez, no sea más
que ilusión y sueño. No obstante, ve todo ello, incluso si estas apa
riencias son falsas y está dormido. Pero la epojé atañe a Descartes
mismo en la medida en que pertenece a ese mundo, en calidad de
hombre, atañe a su cuerpo, a sus piernas y a sus ojos: nada de todo
ello existe. ¿Qué significa entonces ver, oír, tener calor, para un ser
que no tiene ojos, ni cuerpo, y que, quizá, tampoco exista? 'Ai cer-
te videre videor, audire, c a i e s c e r e ‘Al menos me parece ver, oír, sen
tir calor”11. Lo que permanece al término de esta epojé, ¿no es pues
esta visión, la pura visión considerada en sí misma, abstracción
hecha de toda relación con unos presuntos ojos, un supuesto cuer
po o un pretendido mundo? Pero si la pura visión subsiste como
tal en calidad de “fenómeno”, ¿no subsiste también lo visto en ella,
bajo este título, en calidad de simple fenómeno: estos árboles con
sus formas coloreadas o, al menos, estas apariencias de formas y
de colores, estos hombres con sus sombreros o, al menos, estas
apariencias de manchas y ropas? ¿No dejan de aparecer, estas apa
riencias, tal como aparecen? Así consideradas, ¿no permanecen
con la investidura de datos indubitables?
A esta cuestión, de consecuencias graves, el cartesianismo del
comienzo ha respondido de forma negativa. Estas formas no son
tal como yo creo verlas, puesto que yo creo ver formas reales mien
tras que puede que pertenezcan al universo onírico donde nada
es real. Seamos más precisos: una visión que no es la de los ojos es
capaz de ver algo totalmente otro que supuestas formas y colores:
ve que dos más tres son cinco, que en un triángulo la suma de los
ángulos equivale a la de dos rectos, etc. Ahora bien, Descartes
supone, y en consecuencia lo afirma, que todo ello puede ser fal
so. Pero si tales contenidos, claramente apercibidos, son, no obs
tante, falsos, ello se debe, no puede sino deberse, a que la visión
misma es falaz; se debe a que la mirada es en sí misma de tal natu
raleza que lo que ve no es tal como lo ve, e incluso, no es en abso
luto; se debe propiamente a que ve de forma defectuosa y en cier
to modo no ve, creyendo ver algo cuando no hay nada, creyendo
no ver nada cuando tal vez todo está ahí.
El bien conocido camino de la epojé cartesiana se hunde baj'o
nuestros pasos y todo se oculta. Lo que esta epojé produjo, lo que
propiamente se cumplió en ella por vez primera, es, y así lo afir
mamos, la clara diferencia entre lo que aparece y el aparecer como
tal, de tal modo que, poniendo entre paréntesis de forma provi
soria al primero, libera al segundo y lo propone com o el funda
mentó. Ahora bien, es este fundamento el que ahora vacila, es el
aparecer mismo y como tal lo que se pone en tela de juicio, en la
medida en que este aparecer es un ver y por cuanto así lo designa
el texto cartesiano. El ver es recusado porque lo que es visto no es
precisamente tal como lo vemos, porque la apariencia, de la que
al menos se cree -considerada en calidad de simple apariencia--
que es tal como aparece, no es tai, y, quizás, no.lo sea en absolu
to. La duda., como es sabido, no alcanza todas sus dimensiones
hasta que, en calidad de duda metafísica e hiperbólica, cumple la
subversión de las verdades eternas. Pero semejante subversión de
las esencias sólo es posible si previamente pone en cuestión otra
cosa, a saber, el medio de visibilidad en el que' son visibles tales
contenidos esenciales. Tras la epojé, el medio de visibilidad y el ver
en él fundado pierden su poder de evidencia y verdad, su poder
de manifestación.
¿Qué es ver? Al cegar la reducción el paso ál ojo hum ano, y
reconocido éste como incapaz de cumplir la visión, recupera ésta
su naturaleza, el puro acto de ver, el cual presupone un horizonte
de visibilidad, una luz transcendental que Descartes denomina
“luz natural”. Las cosas, y especialmente las esencias matemáti
cas, se pueden ver porque están bañadas en esa luz y son ilumi
nadas por ella. Ver consiste en mirar hacia y alcanzar lo que se tie
ne ante la mirada, de tal modo que sólo debido a 1a ob-jetualización
de lo que de este modo es arrojado y puesto delante, resulta esto
último, a una e idénticamente, visto y mirado. Sin embargo, antes
que la de la cosa o ía de la esencia, la ob-jetualización de lo que es
visto, en calidad de puesto y situado ante, es, en primer lugar, la
del ser-puesto-ante como tal, la del horizonte puro; es la apertura
de lo abierto como diferencia ontológica sobre ia que se funda toda
presencia óntica. El ek-stasis es 1a condición de posibilidad del vide-
re y de todo ver en general. Sin embargo, la reducción deja brus
camente de lado este ek-stasis original, ¿Qué resta entonces? ¿Qué
puede pretender tener todavía entre manos?
At certe videre videor - al menos me parece que veo--. Descartes
sostiene que esta visión, por muy falaz que sea, por lo menos exis
te. Pero, ¿qué es existir? Según la presuposición del cartesianismo
del comienzo, existir quiere decir aparecer, manifestarse. Videor no
designa otra cosa. Videor designa la apariencia primitiva, la capa
cidad original de aparecer y de darse, en virtud de la cual la visión
se manifiesta y se nos da originalmente, con independencia de la
credibilidad y la veracidad que conviene otorgarle en calidad de
visión, con independencia de lo que ve o cree ver y de su ver mis
mo. Desde este momento se nos plantea, ineludible, ineluctable,
la cuestión crucial que lleva consigo el cartesianismo y tal vez toda
filosofía posible, en la medida en que es capaz de arrojar luz sobre
sí misma: la apariencia que reina en el videor y lo posibilita como
aparecer original, y como el aparecer a sí en virtud del cual el vide
re se aparece en primera instancia a sí mismo y se nos da en vir
tud del cual me parece que veo-, esta apariencia original, ¿es idén
tica a aquélla en la que el ver alcanza su objeto y se constituye
propiamente como un ver? ¿Es reclucible la esencia original de la
revelación al ek-stasis de la diferencia ontológica?
De ningún modo. En primer lugar, ¿qué significaría la dupli
cación del videre en el videre videor si se tratase meramente de una
simple duplicación, si la esencia mentada hace poco en el videre y
la presentida ahora en el videor fuesen la misma? ¿En qué medida
el redoblamiento de esta misma esencia sería capaz de conferirle
aquello de lo que desde el principio ha carecido, a saber, la posi
bilidad de constituir el comienzo, la posibilidad de auto-fundarse
en la certeza de sí de su auto-revelación? Pues no se puede olvi
dar la significación radical de la crítica que ha dirigido Descartes,
Si el ver ha sido desacreditado en su pretensión de establecer fir
memente lo que ve, aunque fuese clara y distintamente; si, por
ende, lo ha sido en sí mismo, dado que su visión puede ser falaz;
si no es un principio de legitimación, ¿cómo confiar entonces a
este ver y a su capacidad propia la tarea de auto-legitimarse? El ver
se produce en el ek-stasis como una captación no sólo dudosa y
confusa, sino fundamentalmente errónea (si tal es la voluntad del
Maligno). Pero si la apariencia que capta de nuevo este mismo ver
y la da en primer lugar a sí mismo antes de que se dé su objeto al
verlo; si esta apariencia primitiva, decimos, es el ver mismo, en tai
caso, lejos de poder eludir su confusión e incertidumbre, las redo
bla. En otros términos, el principio que ha sido destruido por la
epojé no puede ya salvarse a sí mismo: no teniendo ninguna vali
dez para fundar cosa alguna, no podría cumplir la obra previa de
la auto-fundación. Así, la apariencia primitiva que atraviesa el vide
re y hace de él un “fenómeno absoluto” es y debe ser estructural
mente heterogénea a la apariencia que es el ver mismo en el ek-
stasis. Éste, dado que Descartes acaba precisamente de recusar su
visibilidad en calidad de dudosa, no es y ya no puede ser un fun
damento suficiente para la fenomenicidad pura y la verdad que le
pertenecen por principio.
De igual modo, cuando Descartes declara que “al menos me
parece que yo veo”, no quiere decir “pienso que yo veo”, como
si videre fuese el cogiíaíum del que videor sería el cogito. No obs
tante, tal debiera ser el sentido de la proposición si videor fuese
homogéneo a videre, si la apariencia que lo habita fuese reduci-
ble al ek-stasis del videre. En el ek-stasis de un segundo ver en cali
dad de “ver q u e ...” se nos entregaría el ser del primero a título
de correlato intencional y como lo que es visto. Semejante inter
pretación no sólo acarrea, como acaba de establecerse, la ruina
definitiva del cogito, al sustituir la certeza primitiva del “pensa
m iento” por la incertidum bre del ver; a ella se opone la crítica
general de la reflexión ensayada por Descartes, reflexión que, lejos
de poder fundar la “certeza” del pensamiento, debe, por el co n
trario, apoyarse en éste y lo presupone. Como justam ente seña
la Ferdinand Alquié, “Descartes no quiere decir que tiene certe
za no de ver, sino de pensar que ve; lo que afirma no es la
conciencia refleja del ver sino ia impresión inmediata de ver1'12,
lo que, en electo, demuestran las palabras ulteriores del texto;
“Me parece que veo., que oigo, que siento calor; y eso es propia
mente lo que en mí se llama sentir, y así precisamente conside
rado, no es otra cosa que pensar”1-3.
Por tanto, Descartes descifra en el sentir 1a .esencia original
del aparecer expresado en el videor e interpretado como el u lti
mo fundam ento. En calidad de sentir, el pensam iento se va a
desplegar invenciblem ente con el fulgor de una manifestación
que se exhibe a sí misma en lo que es, y en la cual la epojé reco
noce el comienzo radical que buscaba. D escartes no ha cesado
de afirmar que sentim os nuestro pensam iento,, sentim os que
vemos, que oímos, que nos acaloramos. Es este sentir prim iti
vo, en la medida en que es lo que es, esta apariencia pura idén
tica a sí misma y al ser, lo que define precisamente a éste. Sien
to que pienso, luego soy, Ver es pensar ver - “cuando veo o pienso
que veo (no hago distinción entre ambas cosas). . . 14”- , pero pen
sar ver es sentir que se ve. Videor, en videre videor, designa este
sentir inmanente al ver y que hace de él un ver efectivo, un ver
que se siente ver. El texto de los Principios (I, 9) no es m enos
explícito: sustituyendo en la epojé la marcha llevada a cabo con
los pies y el ver llevado a cabo con los ojos por el videor original
del sentir que hace que el ver sea un sentir que se ve y la mar
cha un sentir que se marcha, Descartes declara categóricam en
te: “Pero sí, por el contrario, solamente me refiero a la acción de
mi pensam iento, o bien de la sensación, es decir, al conocim ien
to que hay en mí, en virtud del cual m e parece que veo o cam ino,
esta misma conclusión es tan absolutamente verdadera que no
puedo dudar de ella, puesto que se refiere al alma, y sólo ella
posee la facultad de sentir o de pensar, cualquiera que sea ¡a fo r
m a ”15. Del mismo m odo, la carta a Plempius del 3 de octubre
de 1 6 3 7 opone la visión de los animales, la cual sólo expresa la
impresión sobre la retina de imágenes que determinan los movi-
18 Réponses aux Cinquiémes Objections, FA, II, p. 803; AT, Vil, p. 360. {N. de
los T: Meditaciones metafísicas con objeciones y respuestas, op. cit., p. 286.]
19 Raisons qui prouvent Vacistence de Dieti. , FA, II, p. 586; AT IX, p. 124. [N.
de los Z: Meditaciones metafísicas con objeciones y respuestas, op. cit., p. 129.]
20 Principes, I, 9; FA, 111, p. 95; AT IX, II, p. 28. [N. de los T: Los principios de
la filosofía, op. cit., p. 26.]
21 Réponses aiix Sixiémes Objections, FA, II, p. 861; AT, VII, p. 422. [N. de los
I: Meditaciones metafísicas con objeciones y respuestas, op. cit., p. 323.]
ra que se exprese, los textos fundamentales hacen referencia a esta
interioridad radical, y apenas pensable, cada vez que se trata de des
velar en su posibilidad última la esencia del aparecer como aparecer
a sí, esencia captada en el cogito como “pensamiento” y, de forma
todavía más última, como “conciencia”.
La tercera tesis de Descartes que impide la reducción del videor
al videre sostiene que el aparecer en su revelación original a sí mis
mo ignora el ek-stasis, Semejante tesis resulta de la refutación explí
cita, llevada a cabo en las Quintas respuestas, del extraordinario tex
to en el que Gassendi, elevándose por una vez por encima de su
sensualismo y de una definición empirista del conocimiento, aper
cibe de golpe la esencia de éste, a saber, la estructura transcenden
tal del sentir como condición de todo sentido particular, así como
de todo pensamiento, especialmente como condición del ver sen
sible. Pues este último sólo es posible si se abre un espacio primiti
vo entre él mismo y lo que es visto; en la exterioridad de este espa
cio y por ella, por cuanto es puesto por ella ante el ver, lo que es
visto adviene a su condición: el ser-visto, el ser-conocido, de tal
modo que la visión misma, el conocimiento, no son otra cosa que
la apertura de la distancia en cuyo interior conocen, ven; no son otra
cosa que ek-stasis. Si se considera entonces una "facultad”, y por tai
hay que entender un poder de conocimiento de cualquier tipo - y
el ver sensible es uno de ellos-, esta “facultad no existe fuera de sí
misma..,, ni puede formar la noción de sí misma”, es decir, ni ver
se ni conocerse. He aquí “por qué y cómo puede suceder que el ojo
no se vea a sí mismo, ni el entendimiento se conciba a sí mismo”.
Verse, conocerse, implica para Gassendi una suerte de afección por
sí, un aparecerse a sí mismo, una auto-manifestación que, sin embar
go, según él, sólo es posible bajo la forma del ver y conforme a las
condiciones que le son propias, a saber, en la luz de la exterioridad
y por ella, en el ek-stasis. “¿Y por qué creéis que el ojo, no viéndose
en principio a sí mismo, puede verse a sí mismo, sin embargo, en
un espejo? Sin duda, porque entre el ojo y el espejo hay un espa
cio. . Pero aquello que es válido para el ojo vale también para el
espíritu, el cual no es otra cosa que el conjunto de presuposiciones
ontológicas radicales formuladas aquí por Gassendi: “Dadme un
espejo sobre el que actuéis de esa manera y ... podréis veros y cono
ceros a vos mismo; no, ciertamente, con un conocimiento directo,
pero sí, al menos, con uno reflejo. De otro modo, no veo cómo
podéis tener idea o noción alguna de vos mismo”22.
De ahí que, siempre según Gassendi, no tengamos ideas inna
ta sino sólo adventicias y recibidas de fuera: porque la exteriori-
dad constituye el medio de toda recepción, de toda experiencia
posible. Ahora bien, Descartes rechaza brutalmente esos supues
tos, supuestos que, de hecho, dominan la historia del pensamiento
occidental: “Probáis eso con el ejem plo... del ojo que no puede
verse si no es en un espejo. A lo cual es fácil responder que no es
el ojo quien se ve a sí mismo ni al espejo, sino que es el espíritu
eí único que conoce el espejo, el ojo y a sí mism o”23. No es, por
tanto, el ver extendido en su estructura extática - e l ojo y su espe
jo..lo que constituye la efectividad primera de la fenomenicidad
y su surgimiento, Bien al contrario, el ver sólo puede ver lo que es
visto si primeramente es posible como ver, es decir, apercibido en
sí mismo, de tal modo que esta apercepción interna del ek-stasis
lo precede y no es constituida por él. Ella es el original aparecer a
sí del aparecer, eí Uno de la Diferencia, la interioridad radical de
la exterioridad radical, el conocim iento interior que precede al
adquirido, el videor del videre, el que conocí 1 jju ;1 espejo y a sí
mismo, y que Descartes llama espíritu. ,
De este modo ha respondido a la objeci i ( Hobbes: “Muy
cierto es que el conocimiento de la proposición yo soy depende
del de yo pienso, según nos ha enseñado muy bien. Pero, ¿de dón
de nos viene el conocimiento de la proposición yo pienso?”24. De
este modo, el proyecto de la Meditación segunda torna forma brus
camente ante nosotros cuando la cuestión precisa que formula
recibe su elaboración adecuada, pues no se trata en ella ni del
alma ni del cuerpo, sino, más bien, del “conocimiento del alma”
y del “conocimiento del cuerpo”. En el proceso de la reducción
que aísla el elemento puro de la manifestación -aquello que Des
cartes denomina el “pensam iento”- , el cuerpo tachado por esta
reducción no es otro que eí ente. Y ésta es la razón por la que se
le negaban todas las determinaciones ontológicas y que, como
tales, parecía que no podían pertenecer más que el alma, por ejem
plo, la pesantez, en la medida en que implica querer y propósi
to25. Por el contrario, mediante el “conocim iento del cu erp o ”
somos reconducidos a la dimensión ontoiógica del aparecer, que
23. Réponscs aax Cinquiémes Objections, FA, II, p. 810; AT, VII, p. 367. [N, de
ios I : Meditaciones metafísicas con objeciones y respuestas, op. cit., p. 290.1
24 Troisiémes Objections, FA, II, p. 602; AX VII, pp. 173-174. [N. de los T: Medi
taciones metafísicas con objeciones y respuestas, op. cit., p. 141, traducción parcial
mente modificada por nosotros.]
25 “Yo pensaba que el peso llevaba a los cuerpos hacia el centro de la tierra,
como si encerrara en sí algún conocimiento de tal centro, pues ello no puede ocu
rrir sin conocimiento, y donde hay éste, hay espíritu” (Réponscs aax Sixiémes Objec-
tions, FA, II, p. 886; AX VII, p. 442). Aquí todavía se apercibe que el “mecanis
m o’’ cartesiano significa prim itivam ente el pensam iento del ente en su
heterogeneidad radical a la obra del aparecer. [N. de los T: Meditaciones metafísicas
con objeciones y respuestas, op. cit., p. 337.1
no es otra que este “conocimiento”. Más aún, “conocimiento del
cuerpo” no designa en primer lugar para Descartes el conocimiento
de algo que sería el cuerpo; mienta un modo de conocimiento en
sí mismo, un modo del aparecer y su estructura propia. Lo mis
mo sucede con el “conocimiento del alma”. ¿Qué significa enton
ces la disociación establecida por Descartes sobre el plano onto
lógico entre dos modos puros del aparecer? Más fundamentalmente
todavía, ¿qué quiere decir la afirmación del primado de uno de
esos modos sobre el otro, primado tan esencial que la Meditación
segunda se consagra exclusivamente a su reconocimiento y legiti
mación?
El “conocimiento del cuerpo” es el ver mismo como tal. Ya sea
el de los ojos o lo que resta de él después de la reducción -u n a
visión sensible-, ya sea tocamiento o imaginación o inspección del
espíritu, en todo caso, semejante ver, sea cual fuere, presupone,
en calidad de visión de lo que ye, en calidad de ek-stasis de lo que
encuentra arrojado ante sí, el aparecer a sí de esta misma visión,
la auto-revelación de su ek-stasis, sin embargo diferente a éste y
como su condición previa. Sólo así “el conocimiento que tenemos
de nuestro pensamiento precede al que tenemos de nuestro cuer
p o ”26, pues si fuese idéntico en calidad de conocim iento, en la
esencia de su aparecer, ¿cómo podría ser su presupuesto?
La afirmación de la heterogeneidad ontológica estructura] entre
el “conocimiento del alma” y el “conocimiento del cuerpo”, la de
la anterioridad del primero sobre el segundo, no puede, sin embar
go, permanecer como una simple aserción, ni tampoco como el
objeto de una demostración o de una implicación, como si se dije
se, por ejemplo, que el conocimiento del cuerpo sólo es posible
por principio si hay un conocimiento primitivo e inmediato de este
conocimiento mismo en cuanto tal, y que este conocimiento inme
diato y previo es precisamente el “conocimiento del alma”. El car
tesianismo es una fenomenología y el principio no podría esta
blecerse por una razón de principio. Sin embargo, como vemos,
se debe tratar de una fenomenología material, una fenomenolo
gía que no se ocupa de contenidos de conciencia, de “fenóm e
nos”, y que se pregunta sobre todo cuáles son susceptibles de pre
sentarse en virtud del modo privilegiado en que nos están dados,
con un grado de validez ejemplar y, en última instancia, indubita
ble. De lo que se trata exclusivamente es de ese modo de dona
ción mismo. Pero ese modo puro no sólo debe ser descrito en su
estructura; ésta no sería suficiente para establecer su especificidad,
especificidad que sólo puede ser reconocida si se toma en consi
deración, y se lleva a la apariencia, la fenomenicidad pura en que
consiste semejante modo de donación. A decir verdad, es la feno
menicidad pura como tal la que se lleva a sí misma a la apariencia
conforme a su poder propio. La fenomenología material no tiene
otro designio sino leer en esta fenomenicidad cumplida la estruc
tura de su cumplimiento, estructura que se agota en la materiali
dad de esta fenomenicidad efectiva y concreta. Estructura no sig
nifica aquí ninguna otra cosa. Estructura quiere decir el cóm o del
modo según el cual se fenomeniza la fenomenicidad en calidad de
cómo idéntico a su efectuación.
Por tanto, la cuestión radica aquí en saber si el proyecto carte
siano ha podido proseguirse hasta ese punto extremo en que la feno
menología se convierte bruscamente en material. Lá oposición estruc-
tural entre el videre y el videor, entre el ver y el sentirse a sí mismo
que le es inmanente y lo da originariamente a sí mismo, sólo está
filosóficamente fundada si, como oposición de dos modos primiti
vos según los cuales se fenomeniza la íenomemcidád, atañe a la efec
tividad fenomenológica de ésta: el aparecer en la' materialidad de su
aparecer puro que difiere en cada caso. Más aun, si dicho proyecto
no sólo intenta instituir una diferencia radical entre dos modos de
donación conforme a los cuales nos puede estar dado o nos llega
todo lo que se nos da, sino que también pretende establecer entre
ellos una jerarquía tal que aquello que sólo nos está dado por uno
de ellos, y ello en calidad de su contenido puro y ontológico, lo
está de tal modo que escapa a toda duda; si, por tanto, sólo este
modo de revelación lo es de forma absoluta, en ese caso lo que debe
mostrarse es cómo, en efecto, en semejante surgimiento primitivo
de la fenomenicidad, todo lo que se fenomeniza en él y le pertene
ce se muestra en él tal como es, en su realidad. En el otro modo,
por el contrario, aunque se trate igualmente de un modo de la feno
menicidad pura y de su cumplimiento, no se produce nada de esto:
el ver sobre el que se intenta basar desde Grecia, e incluso en la
actualidad, todo conocimiento posible se encuentra, no obstante,
afectado de nulidad en su pretensión de fundar semejante conoci
miento, Y ello, sin duda, de forma no provisoria, si semejante impo
tencia es inherente a la fenomenicidad misma de ese poder, pues lo
que es visto es siempre ajeno a la realidad del ver mismo, ajeno así
a su propia realidad: es visto y manifiesto en su exterioridad para
consigo mismo; su visión no es otra que esa exterioridad, la cual no
puede, por esta razón, hallar su ser más que en su inmanencia res
pecto a sí, como interioridad radical de la exterioridad y com o el
videor que habita el ver y lo hace posible.
Pero esta interioridad ya no puede mantenerse en la proble
mática en calidad de simple concepto o de estructura, com o la
anti-esencia formal del ek-stasis. El concepto de interioridad sólo
puede recibir una legitimación última precisamente en el seno de
una fenomenología material, lo que significa que semejante legiti
mación se refiere inevitablemente a una aparición efectiva, de for
ma más precisa, a la sustancialidad y materialidad fenomenológi
ca pura de esa aparición. Sólo fundándose en ésta se da y fulgura
ella misma, y según la forma en que lo hace; sólo reconociendo
algo así como una omni-exhibición de sí misma en el modo de su
presentación efectiva y en la materialidad fenomenológica pura de
dicha presentación, se puede afirmar que semejante manifestación
es absoluta e indubitable y escapa a toda reducción. ¿Designó Des
cartes alguna vez, una sola, la sustancia fenomenológica de la apa
rición como auto-testim oniándose a sí misma, como auto-pre
sentándose a sí misma en sí misma tai com o es, com o el
fundamento y la esencia de toda verdad absoluta y, por con si
guiente, como el fundamento de su doctrina? ¿Nunca la opuso
explícitamente al otro modo de manifestación, el del videre, en cali
dad de incapaz de encerrar en sí, en el cristal de su fenomenicidad
pura, las condiciones que acaban de ser enumeradas?
Las Pasiones deí alm a dan respuesta a esta última pregunta. El
artículo 26, que desarrolla una problemática precien tilica confor
me a la tesis general del tratado, a saber, la acción del cueipo sobre
el alma por la mediación de nervios o espíritus animales, y que, por
ende, se encuentra en las antípodas de la reducción, retoma brus
camente a ésta. Se evoca de nuevo el sueño y la vigilia como esta
dos cuya disociación no es posible. Por ejemplo, aquello que el dur
miente, o el que está en vela, piensa ver o sentir en su cuerpo está
afectado de nulidad; el sentir y el ver resultan de nuevo recusados
en su pretensión de alcanzar la verdad, arrojados fuera de su esfe
ra, mientras que el sentirse a sí mismo, la afectividad original y todas
sus modalidades quedan marcadas dé pronto por el sello del abso
luto. Ellas se revelan en la sustancialidad de su fenomenicidad pura,
en su afectividad y por ella, como son en sí mismas, y ninguna ilu
sión tiene poder alguno sobre ellas. “Así, a menudo, cuando dor
mimos, e incluso a veces estando despiertos, imaginamos tan fuer
temente ciertas cosas que creemos verlas ante nosotros, o sentirlas
en el cuerpo, aunque de ninguna manera estén en él; pero, aun
que estemos dormidos o soñemos, no podríamos sentimos tristes,
o conmovidos por ninguna otra pasión, si no fuera muy cierto que
el alma tiene en sí esa pasión.” De este modo la oposición crucial,
en lo que respecta a la cuestión de la verdad, entre el videor y el vide
re, se repite -e n una fenomenología material- sobrede terminada y
fundada por el contenido fenomenológico de los modos funda
mentales del aparecer, por la sustantitividad de la fenomenicidad
pura que en cada caso circunscriben, proponiéndose desde enton
ces ante Descartes como la oposición entre la pasión y la percep
ción: “Uno puede engañarse respecto de las percepciones referidas
a los objetos que existen fuera de nosotros, o bien las que se refie
ren a algunas partes de nuestro cuerpo; pero... no puede engañarse
de la misma manera en lo tocante a las pasiones, pues le son tan
cercanas e íntimas a nuestra alma que es imposible que las sienta
sin que sean verdaderamente tal como las siente”27.
La determinación íenomenológica de la interioridad corno afec
tividad, ¿compete al eidos? ¿Es coextensiva al aparecer original con
siderado en su inmediatez si las pasiones del alma, en el sentido
específico que Descartes da a este concepto, designan sólo ciertos
modos del pensamiento? ¿Pero cómo se circunscriben éstos, cuál
es el principio de esta limitación que hace que, en la dimensión ori
ginal de la experiencia denominada “alma”, sólo ciertas modalida
des de dicha experiencia merezcan strícto sensu ser,designadas como
“pasiones”?, en la medida en que, como sabemos, están determi
nadas por el cuerpo. La “pasión”, según Descartes -la alegría, la
tristeza-, desarrolla su ser en una esfera de inmanencia radical; igno
ra el ver, no lleva consigo ver alguno y no ve nada, se propone como
una pura interioridad. Pero la afectividad que afecta su sentirse a sí
misma no es la esencia de éste ni su posibilidad;, depende de una
cosa totalmente otra, de la acción del cuerpo sobre esta subjetivi
dad inmanente y de su determinación extrínseca por parte de aquél.
Ahora bien, en el cartesianismo del comienzo, en el cartesianismo
de la reducción, el “cuerpo” no existe. La “explicación” de la afec
tividad del alma por la acción sobre ella del cuerpo no sólo es absur
da: no ha sido ni puede ser expuesta aquí. ¿O más bien la reduc
ción sería provisional? Pero, qué significa dicha reducción sino la
lectura en la subjetividad de lo que ella es: la fulguración del pri
mer aparecer en su contenido fenomenológrco propio, el cual es
por siempre lo que es en su cumplimiento incansable, y no para
ser modificado después por una decisión arbitraria del filósofo. La
afectividad del pensamiento, dado que está sola en el mundo, sólo
puede explicarse a partir de sí y de su esencia propia; más aún, debe
ser comprendida como esta esencia y como su posibilidad más ínti
ma, como la auto-afección en la que el pensamiento se revela inme
diatamente a sí mismo y se siente a sí mismo en sí mismo tal como
es. Ella es el sentir original, el sentirse del sentir, el videor en el que
el videre se experimenta a sí mismo y logra de este modo la efecti
vidad de su realidad a título de experiencia de la visión.
En calidad de posibilidad última del pensamiento, la afectivi
dad reina sobre todos sus modos y los determina secretamente.
¿No vemos extenderse extrañamente, en Descartes mismo, ese rei
no de la pasión? Aun cuando, tomadas en sentido restringido, las
pasiones sólo sean las percepciones referidas al alma misma (ale
27 FA, 111, p. 973; AT XI, p. 349. [N. de los I : Las pasiones del alm a, op. cit.,
pp. 94-95, traducción parcialmente modificada por nosotros.]
gría, tristeza), no obstante, resulta que “todas nuestras percepcio
nes, tanto las que se refieren a los objetos que existen fuera de noso
tros corno las que se refieren a las diversas afecciones de nuestro
cuerpo, [son] verdaderamente pasiones”28. Lo son, según Descar
tes, no sólo en razón de su afectividad intrínseca, sino por cuanto
encuentran su causa en el “cuerpo” -causa conocida en el caso de
las percepciones que se refieren a los objetos o a nuestro propio
cuerpo, causa desconocida para nosotros (pero que precisamente
el Tratado de las pasiones se propone hacérnosla conocer) en el caso
de las pasiones que se “refieren al alma”- . Pero ya habíamos mos
trado que la afectividad inmanente al pensamiento como su inma
nencia respecto a sí mismo, como su contenido fe no meno lógico
primero e irrecusable, no tiene nada que ver con su supuesta cau
sación por parte de un cuerpo abatido por el golpe de la reducción, es
decir, no comprendido en el campo definido por la fenom enicidad efecti
va de ese contenido puro. Por otra parte, lejos de poder fundar la afec
tividad de esta subjetividad original, al contrario, toda explicación
por el cuerpo o por cualquier otra causa la presupone como aque
llo mismo que se trata de explicar: dado que éstos se mueven fue
ra de la reducción y en su olvido, sólo la afectividad en su desplie
gue fenomenológico previo puede responder a este tipo de cuestión
y saber lo que el cartesianismo en general, y Las pasiones del alm a
en particular, quieren poner en movimiento en lo sucesivo.
Descartes se ve forzado a reconocer, sin duda involuntaria pero
invenciblemente, que la pasión en sí en su efectividad fenomeno
lógica, es decir, en su afectividad, no depende del cuerpo. El ar
tículo 19 toma en consideración las percepciones causadas no ya
por el cuerpo -co m o es el caso de nuestras pasiones en general-,
sino “las que tienen por causa el alma”: éstas son “las percepcio
nes de nuestras voliciones”, las cuales todavía se denominan “accio
n es”, “porque experimentamos que provienen directamente de
nuestra alma y parecen depender tan sólo de ella”29. Pero resulta
que estas voliciones, que precisamente sólo son para nosotros en
calidad de “percepciones”, es decir, en calidad de “pensamientos”,
que emanan de nuestra alma y no tienen ya nada que ver con el
cuerpo, lejos sin embargo de descartar a su respecto el concepto
de pasión, por el contrario, lo implican y son subsumidas bajo él.
Es lo que sucede cuando lo que se trata de considerar ya no son
las voliciones en calidad de modalidades específicas del pensa
miento, sino la apercepción original que las da a sí mismas inme
diatamente: “Pues es cierto que no podríamos querer nada que no
28 Les passioíg de l’ám e, FA, III, p. 972; AT, XI, p. 347. [N. de los I : Las pasio
nes del alm a, op. cit., p. 94.1
percibiéramos por el mismo medio que la queremos; y aunque res
pecto de nuestra alma sea una acción querer alguna cosa, puede
decirse que también es en ella una pasión percibir que quiere”30. De
este modo, más fuerte que el prejuicio cartesiano que se va a esfor
zar en desvalorizarla al excluirla como tal de la esencia pura del pen
samiento, la afectividad, por el contrario, se propone, como cons
titutiva de esta esencia; ella es aquí, bajo el nombre de “pasión”, la
aperceptio primordial, la pasividad infranqueable del aparecer res
pecto a sí mismo, su auto-afección inmanente que hace de éi lo
que es, el original aparecerse a sí del aparecer, el "pensamiento”,
La continuación del texto es más que extraña, traduce, de
hecho, el retroceso de Descartes ante su descubrimiento esencial:
“Sin embargo, debido a que esta percepción y esta voluntad no
son en efecto más que una misma cosa, la denominación se lleva
a cabo siempre en función de aquello que es lo más noble, de tal
modo que no se la denominará pasión, sino sólo a cció n ”. Sin
embargo, "percepción5 y “voluntad” no son en modo alguno “una
misma cosa”. Voluntad designa una modalidad del pensamiento
en la que éste se experimenta como la fuente de.su actividad; en
este sentido, como causa de sí, es una “acción”; La voluntad, ia
“acción”, se opone de este modo a todas las otras modalidades de
su vida en las que, por el contrario, el alma experimenta que “no
es ella la que las hace tal como son, y que siempre las recibe de
las cosas representadas por ellas”: éstas son precisamente nuestras
“pasiones”. Percepción designa una cosa totalmente otra, a saber,
la apercepción inmanente original en virtud de la cual cada moda
lidad del alma, sea cual sea, resulta ser una modalidad de ésta. Per
cepción designa la esencia universal del pensamiento como con
sistente en esta apercepción y haciéndola posible. Ahora bien, el
artículo 19 denomina en general a esta apercepción como “pasión”.
El concepto general de “pasión” domina la oposición entre “accio
nes” y “pasiones”, y funda tanto las unas como las otras. Cierta
mente, también se puede decir, com o hace Descartes, que per
cepción y voluntad “no son, en efecto, más que una misma cosa”,
por cuanto que semejante percepción ignora el ek-stasis y por cuan
to en ella, como apercepción inmanente consistente en el sentir
se a sí misma y el sufrirse a sí misma de la pasión original, la volun
tad, como toda otra modalidad del pensamiento, permanece una
consigo así como con el poder que la da a sí misma en la inm e
diatez de su afectividad.
La disociación fenomenológica estructural entre el videor y el
videre es el prius teórico indispensable del debate clásico concer
niente a lo que, en la filosofía de Descartes, conviene entender por
pensamiento. Como es sabido, en la Meditación segunda se encuen
tran dos definiciones del concepto de pensamiento, la una por la
esencia y la otra por la enumeración de los modos: I. “Así, pues,
hablando con precisión, no soy más que una cosa que piensa, es
decir, un espíritu, un entendimiento o una razón, términos cuyo
significado me era antes desconocido”31. II. “¿Qué soy entonces?
Una cosa que piensa. Y ¿qué es una cosa que piensa? Es una cosa
que duda, que entiende, que afirma, que niega, que quiere, que no
quiere, que imagina también, y que siente”32. La primera defini
ción debería bastar, hasta el punto de hacer superfiua la segunda.
En lo que atañe a nuestro ser más esencial, Descartes rechaza tan
to las concepciones tradicionales como el saber antropológico inge
nuo, concepciones y saber marcados por su carácter acumulativo,
por su confusión y por la no elaboración de su problemática. Por
tanto, Descartes apunta de entrada a la constitución de una eidéti-
ca que se atenga a una esencia fenomenológica y lo que es más, a
la esencia de la fenomenicidad misma. Esta se define como rnens,
animus, íntellectus y ratio. ¿Pero qué quieren decir estos términos?
Desde la Regula 1 se los encuentra asociados con otros equiva
lentes (intcllectus, baña mens, naturale ratíonis lumen, humana Sapíen-
tía, universalis Sapientia, scientia) y, en el caso de la Regula II, vin
culados a la cognitio certa et evidens; su contenido es claro: mientan
la evidencia o, más bien, su condición, la luz natural, es decir, trans
cendental -la humana Sapientia está inmediatamente dada como
universalis Sapientia- . Esta luz es transcendental en calidad de fun
damento de todo conocimiento posible, de toda ciencia, de su evi
dencia y certeza; constituye idénticamente, en la efectividad de su
fenomenicidad propia, la esencia de la ratio y la del Íntellectus. El
contexto de la Meditación Segunda confirma esta interpretación. La
elucidación del concepto de espíritu -m en s- hace que aparezca
como el poder fundamental de nuestro conocimiento, siendo este
poder bien un Íntellectus, una inspectio del espíritu -abstracción
hecha de todo aporte específico del sentido o de la im aginación-
o también una ratio, si por ello se entiende la capacidad del espí
ritu de apercibir como ideas puras las ideas que están en él, ya se
trate de la idea de extensión o de la de sustancia pensante, es decir,
de la idea adecuada de hombre.
31 FA, II, p. 419; AT, XI, p. 21; *[.. Jsum igiíur praecise tantum res cogitans, id
est mens, sive animus, sive Íntellectus, sive ratio, voces mihi prius significationis ignotae ’
(FA, II, pp. 184-185; AT, VII, p. 27.) |N. de íos I: Meditaciones metafísicas con obje
ciones y respuestas, op. cit., pp. 25-26.]
32 FA, II, pp. 420-421; AT, IX, p. 22; 'Sed quid igitursum? Res cogitans, quid
est hoc? nempe áubitans, intelligens, ajfirmans, negans, volens, nolens, imaginans quo-
que et senüens' (FA, II, pp. 185-186; AT, VII, p. 28). [N. de ¡os T: Meditaciones meta
físicas con objeciones y respuestas, op. cit., p. 26. j
Pero tales consideraciones sólo corresponden al fin de la Medi
tación o a las Regulae: La Meditación Primera y el comienzo de la
Segunda -to d o el proceso fenomenológico de elucidación que
conduce a la posición del sum en el cogito-- ignora la definición
de la mens como intellectus, o mejor, la rechaza profundamente.
Semejante proceso; es preciso recordarlo, es el de la duda, duda
que anula el conjun to de saberes antropológicos o científicos
porque hace vacilar su fundamento común, a saber, esa luz trans
cendental, esta Sapientia universalis a propósito de la cual la Regu
la I dice que “permanece siempre una y la misma, aunque apli
cada a diferentes o b jeto s, y no recibiendo de ellos mayor
diferenciación que la que recibe la luz del sol de la variedad de
las cosas que ilum ina”33. Por tanto, lo que cae 'bajo el golpe de
la reducción y resulta tachado por ella es este horizonte on toló
gico reconocido en su heterogeneidad e irredu oibilidad al ente,
al mismo tiempo que como la condición de su conocim iento: la
posibilidad última de entender, comprender y apercibir co n te
nidos ideales. Mientras que la duda natural se apoyaba en razo
nes, la duda metafísica barre el conjunto de éstas y a su vez, hace
vacilar la ralio. Si el pensamiento debe constituiré! fundamento
estable y absoluto que busca el cartesianismo del comienzo, su
definición como ‘animus, intellectus sive ratio’ es decididamente
imposible.
Además, semejante definición es secretamente tributaria de una
problemática diferente a la del cogito, problemática que reaparece al
final de la Meditación Segunda. Descartes no examina aquí la mens
en sí misma, en lo inmediato de su aparecer, sino como la condi
ción del conocimiento del cuerpo o, más bien, como su esencia:
“No conocemos los cuerpos sino por la facultad del entendimien
to (a solo intellectu) que está en nosotros”34. Lo que a lo largo de
todo el análisis del pedazo de cera o de los hombres que pasean por
la calle con sus sombreros se circunscribe, caracteriza y elucida es
precisamente el “conocimiento del cuerpo” por cuanto encuentra
su fundamento en el ek-stasis del ver y en calidad de ver puro - “ins
pección del espíritu”- ; se trata precisamente de la esencia del vide
re: semejante análisis, como sabemos, no es precisamente el del
cuerpo, el de un cuerpo cualquiera, el de la extensión, sino, más
bien, el del conocimiento del cuerpo, es decir, precisamente el del
entendimiento. Pero este “conocimiento del cuerpo”, que, por otra
33 FA, I, p. 78; AT, X, p. 360. [N. de los T: existe traducción al castellano, Des
cartes, R., Regías para la dirección d d espíritu (trad. de j. M. Navarro Cordón), Alian
za Editorial, Madrid, 1989, pp. 62-63.]
34 FA, II, p. 429; AT, IX, p. 26. [N. de los I : Meditaciones metafísicas con obje
ciones y respuestas , op. cit., p. 30. Traducción parcialmente modificada por noso
tros.]
parte, es problemático en sí mismo y que no puede como tai cons
tituir el comienzo, remite necesaria e incansablemente35 ai “cono
cimiento del alma”, cuya esencia más originaria ha sido exhibida
en el cogito. No sólo las tesis más fundamentales de Descartes ates
tiguan que la m m s cartesiana no es reducible al intueri del intdlec-
tus y de la rafe?, sino que también lo hace el siguiente texto: “No
me cabe duda de que el espíritu [rnens], tan pronto como es ínfun-
dido en el cuerpo de un niño, comienza a pensar, y desde ese mis-
mo momento sabe que piensa”36. A.menos que supongamos que
el ser más esencial del hombre consiste en la actividad matemáti
ca y que, desde el vientre de su madre, se ocupa en preparar su
entrada a la escuela Politécnica, es preciso reconocer que el pensa
miento aquí en cuestión no es un entendimiento estricto sensu, sino
la revelación bajo su forma más original, la muda inmanencia de su
primer ser cabe sí en la afectividad del puro sentirse a sí mismo.
Por tanto, si la primera definición del pensamiento por su pre
tendida esencia -d e hecho, la del “conocimiento del cuerpo”- resul
ta inadecuada para el comienzo y no lo puede producir en ella, vol
vámonos hacia la segunda. A pesar de su carácter enumerativo, si
el hecho de tener en cuenta la pluralidad de las modalidades fun
damentales del pensamiento nos obliga a concebir su unidad posi
ble, la cual reside en su esencia común, idéntica a la del pensa
miento, ¿acaso no nos brinda esta segunda definición un acceso
más seguro a la esencia? El problema de la posible atribución de
estos diversos modos a una misma esencia del pensamiento, ¿pue
de acaso tener solución si esta esencia es la del entendimiento?
En concreto, la cuestión se formula como sigue: ¿son las expe
riencias vividas del sentir, y especialmente de la imaginación, homo
géneas a la intuición intelectual de naturalezas simples y pueden
reducirse a ésta? En verdad, resulta posible encontrar una solución
a esta primera dificultad en la propia obra de Descartes: ¿acaso no
basta con suponer, en efecto, que las facultades no intelectuales
del pensamiento, a saber, el sentido y la imaginación, no son moda
lidades propias de este pensamiento puro, sino que sólo intervie
nen en él accidentalmente como resultado precisamente de este
accidente: la determinación del pensam iento por el cuerpo en
w Lettrc á Gibieuf del 19 de enero de 1642; FA, II, p. 909; AT, III, p. 479.
tesianismo, la paradoja según la cual la voluntad infinita no es más
que el simple modo de una;esencia finita. Pero esta paradoja sólo
es insuperable y efectiva si es captada en su significación radical, es
decir, fenomenológica. De modo similar, la finitud del entendimiento
no es ni una afirmación doctrinal ni un simple concepto; se refiere
al aparecer mismo y lo designa en propio, puesto que este aparecer
se identifica, no obstante, con eí entendimiento y reside en él. Lo
finito es el ver transcendental mismo, más bien, su íudamento, el
horizonte de visibilidad abierto por el ek-stasis y a ia luz del cual avan
za la mirada del ver, este espacio puro de la fenomenicidad extática.
Iodo eí método de Descartes, en la medida en que consiste en el
llevar a cabo del intueri y se confía a él y a su luz, a la luz de la Sapim-
tia y de la scientia imiversalis, de la hona mens, del intellectus, a la luz
natural de la razón, no es otra cosa que la descripción de las condi
ciones a las que se hurta y de los avatares en los que se pierde el
susodicho entendimiento, por cuanto su mirada se mueve en el inte
rior de un horizonte esencialmente finito. La finitud de ese horizonte
constriñe la intuición --el ver, el intueri- a no percibir más que una
cosa a la vez, de tal modo que la concentración sobre esa cosa de la:
luz en la que ella se da entonces con la evidencia y claridad de un .
conocimiento verdadero supone el ensombrecimiento de todo lo
que no es ella. Queda manifiesto en ese caso que semejante ver, pese
a su agudeza e intensidad o a causa de ellas, es de forma idéntica, y
todavía más, un no ver, de tal modo que todo lo que no es visto en
él se propone en lo sucesivo al conocimiento como el objeto de una
búsqueda indefinida. El método cartesiano se esfuerza subrepticia
mente en exorcizar esta fmitud principial de la manifestación extá
tica cuando intenta extender poco a poco el reino de esa luz; cuan
do pasa de una intuición a otra y todavía a otra; cuando afirma que
este pasaje, lejos de introducir una discontinuidad en el proceso de
conocimiento, es él mismo una intuición; cuando finalmente reco
mienda, en presencia de una cadena de intuiciones, recorrerlas tan
frecuente y rápidamente que el espíritu se desliza de una a otra, y al
fin y a la postre no parecen sino una, y la deducción se reduce a
intuición.
En vano: todos estos expedientes, lejos de superarla, remiten
a una situación fenomenológica irreducible y se alimentan secre
tamente de ella: la situación en virtud de la cual cada nuevo con
tenido de experiencia sólo se ofrece a la luz del ver si el que lo pre
cede lleva a cabo el sacrificio de su propia presencia. Y por una
cadena de razones que tendrían lugar a una en el espíritu, por un
solo problema cuyos datos se quisiese conservar en la memoria,
todo el resto de lo que es bascularía en la noche. Semejante situa
ción, en realidad la estructura fenomenológica de la fenomenici
dad de la que el ver se alimenta, determina el contenido mismo
de lo que ve, incluso cuando ese contenido parece descubrirse a
sí tal como es en sí mismo. Pues la simple naturaleza no es tal sino
en la medida en que se presenta como el correlato de una intui
ción: la unidad de ésta circunscribe y define su simplicidad. Pode
mos reconocer que semejante simplicidad encuentra su principio
en el modo de donación de la esencia y no en su contenido intrín
seco en el hecho de que, lejos de proponerse como un objeto cerra
do y limitado a sí mismo, la naturaleza simple cartesiana es de una
riqueza infinita: una relación que remite a otras relaciones, una
esencia que lleva consigo multitud de implicaciones, de virtuali
dades, de potencialidades que deberán ser actualizadas, es decir,
intuidas a su vez en un proceso de elucidación íe'nomenológica
sin fin. En calidad de portadora de im plicaciones, la naturaleza
simple nunca es tan clara y distinta como para no-.verse envuelta
por una franja de sombra constituida por el horizonte de sus poten
cialidades; Descartes se ha visto forzado a escribir en la Regula XII
que “no concebimos distintamente lo septenario,; a no ser que en
él incluyamos, por alguna razón confusa, lo temario y lo cuater
nario41”. Pero el juego indefinido de estas remisiones e im plica
ciones, el sempiterno rebasamiento del dato claró hacia un hori
zonte de potencialidades oscuras, no depende de ese dato ni de
lo que es en sí mismo -e n sí mismo no comporta potencialidad
representativa alguna-, sino precisamente de su modo de dona
ción. Por tanto, no es la esencia, no es el ente, lo finito: lo es el
lugar en el que aparece. La ñnitud es una estructura ontológica de
la fenomenicidad que encuentra su esencia en el ek-stasis, y dado
que el ver del entendimiento se produce en el medio abierto por
él, dicho entendimiento es también a su vez esencialmente finito.
Pero de lo que se trata es de la volición y de su posible inhe
rencia al pensamiento definido como entendimiento. ¿Cómo, enton
ces, esa voluntad en sí infinita es capaz de revelarse en su infinitud
si su revelación se confiere a un poder esencialmente finito, ñnitud
que atañe a la fenomenicidad misma que él promueve y en la que
consiste, y la designa como un lugar finito, de tal modo que todo
lo que aparece en ese lugar, no exhibiendo nunca más que un aspec
to parcial y limitado de su ser, lo desborda más bien por todos lados
y se hurta al mismo? Si, no obstante, la voluntad rehúsa descubrir
su ser bajo la forma de un aspecto ofrecido al ver -así como tam
poco en una serie indefinida de aspectos-; si no hay algo así como
caras externas de su ser cuya recolección y suma permitiese captar
su esencia, ello se debe a que sólo es posible e infinita como poder,
poder que nunca se capta bajo aspecto alguno ni en una imago, en
el “fuera de sí” de una exterioridad cualquiera, sino que se experi
41 FA; I, p, 14-7; AT, X, p. 421. [N. de los T: Reglas para la dirección del espíritu,
op. cit., p. 127. Traducción parcialmente modificada por nosotros.]
menta sólo en sí mismo interiormente, y no liega a sí y a su propio
poder, para apoderarse de él y desplegarlo, más que por esta expe
riencia muda de sí y en su pasión. Ahora bien, como ya hemos vis
to, Descartes caracterizaba expresamente la aperceptio original como
pasión, aperceptio en la que la voluntad se vive inmediatamente a
sí misma en calidad de volente, en calidad de directamente prove
niente del alma y dependiendo sólo de ella. La exclusión aquí explí
cita del cuerpo descarta esta vez toda posibilidad de explicar por
medio de él la afectividad de esta aperceptio primordial -co m o se
pretendía hacer en el caso de la imaginación y el sentido--.
Aparece entonces a plena luz la naturaleza de esta pasión que
permite a 1.a voluntad revelarse en sí misma, de un solo golpe y tal
como es, en la infinitud de su poder, la naturaleza del pensamiento
en su esencia más original, no ya el videre del entendimiento en la
finitud de su ek-stasis, sino la primera apariencia del videor, el pri
mer aparecer tal como se parece a sí mismo en la auto-afección de
su inmanencia radical. Deviene entonces significativa la oposición
crucial entre el videor y el videre y la descomposición del pensa
miento según sus dos modos fundamentales de fenomenicidad.
El sentido, la imaginación, la voluntad, no pueden precisamente
pertenecer al ver del entendimiento, corno tampoco, por otra par
te, el sentimiento, que sólo se sustrae a la enumeración porque
constituye la unidad inapercibida. La aperceptio original, de forma
coextensiva y cointensiva a su ser, funda la inherencia de todos
esos modos a una misma esencia; la aperceptio original, esa “suer
te de intelección” que todos ellos portan consigo como aquello
que los revela originalmente a sí mismos tal como son, en la tota
lidad de su ser, y que también lleva consigo el entendimiento, por
cuanto el videre sólo es posible en sí mismo como videre videor.
Esto es lo que debiera dar que pensar: que la regresión hacia
el primer aparecer y hacia el comienzo se Heve a cabo en el cogito
no a partir de un modo específico del pensamiento, del entendi
miento, sino por la exclusión de éste, por el acto oscuro y la pasión
infinita de una voluntad ciega que rechaza de un plumazo todo lo
inteligible. Dar que pensar que el pensamiento más inicial, entre
visto por Descartes en el orto de la cultura moderna, no tenía pre
cisamente nada que ver con aquel que iba a guiar esta cultura, al
bies de teorías del conocimiento y de la ciencia, hacia un mundo
como el nuestro; sino más bien que este pensamiento inaugural,
en su retirada del mundo e irreductibilidad al ver, en la subjetivi
dad radical de su inmediatez cabe sí, merecía otro nom bre, un
nombre que por otra parte Descartes le da, el de alma o, si se pre
fiere, el de vida. Pero el mismo cartesianismo no ha sabido man
tenerse sobre esta estrecha cresta de significaciones originales, de
manera que, para comprender este mundo de nuestro tiempo, con
viene más bien preguntarse por su declive.
Capítulo 2
1 FA, II, p. 432; AT, IX, p. 28, cursiva nuestra. [N. de los T.: Meditaciones m eta
físicas con objeáonesy respuestas, op. cit., p. 32.]
3 FA, II, p. 436; AT, IX, p. 30. [N. de. los I : Meditaciones metafísicas con objeciones
y respuestas, op. cit., p. 34. Traducción parcialmente modificada por nosotros.]
sido temadzado en el saber científico de la filosofía! el aparecer no
deja por ello de ser el fundamento de sem ejante saber. En resu
midas cuentas, cogito quiere decir aquí dos cosas: en primer lugar,
una cierta intuición; en segundo lugar, su condición, Pero el apa
recer, en el momento en que es pensado como la condición del
saber científico y, a decir verdad, de todo saber posible, como la
condición de la intuición y de la evidencia, ya no es otra cosa que
la luz del ek-stasis en la que el ver se efectúa, el ver de la intuición,
de la evidencia, de todo conocimiento posible en general. En la
determinación circular en que el aparecer aparece como la condi
ción de esa intuición privilegiada que es el cogito, y el cogito como
la tematización de su propia condición, en que el ver constituye
alternativamente la forma y el contenido de sem ejante con oci
miento, no aparece otra cosa que ese ver mismo y su propia con
dición, la luz del aparecer en la que se oculta su inmediatez esen-
cial, la esencia de la vida: en el comienzo de la filosofía, dado que
es un modo de saber, el comienzo se ha perdido.
Pero, como la inmediatez del aparecer es también la del saber y
su presupuesto último, no se deja olvidar tan fácilmente. Dos notas
caracterizan de este modo al cartesianismo: en la medida en que
cumple el desplazamiento temático del cogito al cogitatum y que la
inmanencia original del primero queda abolida en el ek-stasis del
segundo, se produce un deslizamiento que se apodera de todos los
conceptos de la fenomenología cartesiana. Cada uno de ellos pier
de su significación primera, la referida al videor, en beneficio de una
significación propiamente cognittva a la que la objetivación de la
objetividad proporciona a la vez su prius y su contenido. Contem
poránea, no obstante, de esta deriva de todos los conceptos funda
mentales de la fenomenicidad, se mantiene la inmediatez original,
como su fundamento inapercibido y siempre presente, y a ella remi
te, en sus apreciaciones más fulgurantes, el texto cartesiano. Se cons
tituye de este modo una anfibología que, al afectar a cada uno de
los términos clave del discurso cartesiano -pensamiento, idea, aper
cepción, percepción, luz natural, evidencia, claridad, distinción, con
fusión, oscuridad-, hace de este texto algo propiamente ilegible, a
menos que la disociación radical entre el videor, el videre y su con
tenido fenomenológico puro permanezca presente al espíritu, pro
porcionando a la problemática sus puntos de referencia ineludibles.
La definición cartesiana del pensamiento mienta, como se ha
mostrado, la inmediatez -co m o bastaría para recordarlo la desig
nación de las sensaciones, los sentimientos, las pasiones bajo el
nombre de “pensamientos”6--. En su acepción original, la idea car-
tesiana tiene el mismo sentido y, so pena de un contrasentido irre
versible, conviene entenderla como fundamentalmente diferente
de todo aquello que acostumbramos a denominar idea, a saber,
una representación, la representación de un árbol, de un triángu
lo, de Dios. La idea cartesiana excluye de sí la representación, el
ver, el intuen, y ello de manera radical; ella es todo salvo una idea
del entendimiento, todo salvo el aspecto de lo que se nos- descu
bre en la luz del ek-stasis, todo salvo lo inteligible. “La idea o el
sentimiento del dolor'5, afirman los Principios (1, 46). .Descartes, en
un texto decisivo, afirma esta singularidad absoluta de la idea en
calidad de idéntica a la inmediatez del pensamiento y, finalmente,
a su afectividad, en calidad de idea del espíritu, afirma su diferen
ciación como tal de todas las demás ideas -d e las ideas de las cosas
(sensibles o inteligibles)-: “Pues, en primer lugar, ya no dudé de
poseer una clara idea de mi propio espíritu, cuyo conocim iento
tenía sin duda, pues me estaba tan presentey tan unido a mí. Tam
poco puse en duda que dicha idea fuera enteramente distinta de todas
las demás cosas”7. ' :■
Tan esencial es la singularidad de la idea bajo su forma original
que, al menos en dos ocasiones, Descartes se ha preocupado en
darle una definición técnica: “Con la palabra idea entiendo aque
lla forma de todos nuestros pensamientos, por cuya percepción inme
diata tenemos consciencia de ellos”8. Puede apreciarse el sentido en
el que la idea designa la revelación inmediata del pensamiento a sí
mismo en el hecho de que ella devuelve cada pensamiento a sí mis
mo, lo abre y lo desvela a sí mismo, siendo de este modo su auto-
revelación, la revelación del pensamiento mismo y no de otra cosa,
de una alteridad, de una objetividad cualquiera. Sólo la idea, toma
da en esta significación absolutamente original, puede permitirnos
entender lo que es su “realidad formar’, no precisamente algo for
mal, la simple forma de un contenido situado fuera de ella, sino,
en ausencia de toda exterioridad, aquello que es uno con ese con
tenido; no obstante, com o contenido radicalmente inmanente,
idéntico a ese pensamiento. De ahí que los ejemplos considerados
por Descartes para circunscribir la idea en calidad de esencia ori
ginal del pensamiento se limiten a las modalidades inmanentes de
éste: pues el pensamiento 110 revela en sí otra cosa que él mismo
(“llamo idea a todo lo que el espíritu concibe de un modo inm e
diato; de suerte que, cuando deseo o temo, como a la vez conci
bo que deseo y temo, cuento dichos querer y temor en el núme
7 Réponses aux Sixicmes Objections, FA, II, p. 886; AT, VII, p. 443; cursiva
nuestra. [N. de los T: Meditaciones metafísicas con objeciones)' respuestas, op. cit.,
p. 338.]
8 Képonses aux Secondes Objections, FA, II, p, 586; A I VII, p. 160. [N. de los I :
Meditaciones metafísicas con objeciones y respuestas, op. cit., p. 129.3
ro de las ideas”9). A decir verdad, todas las modalidades inm a
nentes del pensamiento -la s sensaciones, “ei cosquilleo” y “el
dolor”, los “sentimientos”- deben ser consideradas “como ideas
que solamente estaban en nuestra alma”10.
A su vez, aquello que con carácter de ukimidad es la realidad
formal de la idea esclarece su carácter “innato”. El carácter innato
de la idea no significa simplemente que ésta se encuentra en noso
tros antes de toda experiencia y con independencia de ella; lo que
se mienta es la naturaleza de la idea misma, su naturaleza como
definida por una fenomenicidad que excluye el ek-stasis. El carác
ter innato de la idea designa la afectividad, como aquello que cons
tituye la dimensión original del aparecer en su inmediatez, de tal
modo que todo lo que aparece no lo hace sino en esta forma de
afectividad y por ella, de tal modo que no es nunca el ente lo afec
tivo en sí mismo y que la inserción en él de un carácter afectivo es
un sin-sentido. Como mucho, podrá revestir semejante carácter
en su aparecer y sólo en él, en la realidad formal de su idea. Des
cartes llevó a cabo esta demostración, al menos, a propósito de la
experiencia sensible, al mostrar cómo la idea de las sensaciones,
es decir, su naturaleza afectiva, es una idea innata que depende.de
la esencia de su fenomenicidad, y de ningún modo del ente que
supuestamente produce aquellas sensaciones. Hablando de ellas,
de la idea de dolor, de color, de sonido, la carta a Mersenne del 22
de julio de 1641 declara: “Pues los órganos de los sentidos no nos
brindan nada semejante a la idea que se revela en nosotros si lle
ga el caso, de tal modo que esta idea ha debido estar en nosotros
con anterioridad”11.
Sin embargo, Descartes entiende de igual modo por idea su
realidad objetiva, es decir, su contenido representativo. En verdad,
no todas las ideas tienen semejante contenido representativo y,
según el concepto original de idea, no lo tienen, como puede ver
se en las “ideas” de sensación, voluntad, pasión, etc. El hecho de
que esos pensamientos existen como tales desprovistos de todo
contenido representativo y con independencia de él, indepen
dientemente del ver y de su ek-stasis, muestra que la dimensión
original de la fenomenicidad no está constituida ni por la repre
sentación ni por su ek-sfasis: en la medida en que el cartesianismo
ha hecho este descubrimiento esencial puede proponerse como
una filosofía de la subjetividad radical y de la vida. Sin embargo,
ciertos pensamientos presentan un contenido representativo y,
9 Reponses qux Troisiémes Objections, FA, II, pp. 6 1 1 -6 1 2 ; AT, VII, p. 181. [N.
de los I : Meditaciones metafísicas con objeáonesy respuestas, op. cit., p. 147.]
10 Principes, I, 6 7 ; FA, III, p. 1 3 6 : AT, IX, II, p. 56. [N. de ¡os T : Los pnneipios
de ¡a filosofía, op. d i., p. 6 3.]
11 FA, II, p. 3 5 2 ; AT, III, p. 4 1 8 .
curiosamente, Descartes va a reservar para ellos el nombre de idea:
“De entre mis pensamientos, unos son como imágenes de cosas,
y a éstos solos conviene con propiedad el nombre de idea”12. Aho
ra bien, es de destacar que la representación fundada en el ek-sCa
sis y, por consiguiente, este último, no aparezcan como la nota
característica de ciertas ideas más que para, de inmediato, encon
trarse desvalorizados. Se trata de la afirmación decisiva, y tan mal
comprendida por la posteridad filosófica, según la cual el co n te
nido representativo de la idea, a saber, su realidad objetiva, no se
identifica nunca con la realidad y no podría darla nunca en sí mis
ma sino sólo en imagen: “Las ideas son en mí corno cuadros o
imágenes”13 -d e tal modo que esta laguna ontoiógica e insupera
ble del ser visto depende de su ser visto como tal, cíe la represen
tación y del efe-síasis-. El “progreso”, realizado en primer lugar por
Kant, que consiste en identificar las condiciones de 1a representa
ción del objeto con las condiciones mismas del objeto, y seguido
por Husserl con la afirmación de que el ser alcanzado por ia mira
da intencional es el ser en sí mismo y tal. como es, tal progreso es
quizá ilusorio por cuanto que el estar dado en la representación.,
es decir, en su propia exterioridad con relación a sí, no puede ya
precisamente constituir el ser tal como es en sí mismo, es decir,
en su realidad.
En todo caso, para Descartes, el ver -incluso cuando está fun
dado en la inmediatez de su videor como un ver a pesar de todo
cierto y seguro-, permanece afectado por esa impotencia ontoló-
gica en virtud de la cual no alcanza más que el doble, precisamente,
la imagen del ser y no éste: “Por imperfecto que sea el modo de
ser según el cual una cosa está objetivamente o por representación
en el entendimiento, mediante su idea”14. Por ejemplo, la idea del
sol, no es el sol real “como es en el cielo”; ella sólo lo da “objeti
vamente”, tal como es “en el entendimiento”, de tal modo que esa
donación no es ja de la realidad, sino su doble irreal, una simple
copia. Descartes, siempre según el uso escolástico, designa a la
realidad del sol en sí como su realidad objetiva. A la realidad obje
tiva se oculta por principio la realidad formal, a saber, la realidad
a secas. La representación constituye y define la dimensión ontoiógica
de la irrealidad. La tesis tan extraña, y tan a menudo impugnada,
según la cual en ese cartesianismo del cogito el hombre quedaría
encerrado en sus representaciones y por siempre sin contacto algu
12 Troisiéme Meditation , FA, II, p. 4 3 3 ; AT, IX, p. 2 9. [N. de los T.: Meditaciones
metafísicas con objeciones y respuestas, op. d i,, p. 3 3 .]
13 FA, II, p. 4 4 0 ; AT, IX, p. 3 3 . [N. de los I ; Meditaciones metafísicas con obje
ciones y respuestas, op. cit., p. 3 7 .]
14 Ibíd. [N. de los I : Meditaciones metafísicas con objeciones y respuestas, op. cit.,
p. 36.]
no con las cosas, desvela poco a poco una significación sin lími
tes. Ésta es doble: reactualiza en primer lugar la diferencia óntico-
ontológica al afirmar la incapacidad del ente para cumplir por sí
mismo la obra de la revelación, su necesidad de someterse a ésta
como a un poder ajeno. El ente no se da más que en su represen
tación como el objeto de la objetivación, y queda reabsorbido en
él, en el objeto. Aquello que él es en sí mismo, fuera de este espa
cio de luz construido para él por la representación, siempre se nos
escapa, y sólo la verdad divina nos podrá asegurar que es en sí mis
mo -e n su realidad formal- como es “objetivamente en el enten
dimiento”, es decir, como se nos descubre en su representación,
en calidad de objeto.
Pero según Descartes, la realidad formal no es sólo ni en pri
mera instancia la de la cosa cuya realidad objetiva está en el enten
dimiento como su idea; es, como se ha visto,.la realidad formal de
esta idea misma, la realidad material del pensamiento. Que la rea
lidad no sea la realidad objetiva de la idea; que no pueda propo
nerse en la objetivación del ek-stasis; que éste abre el medio de la
irrealidad mientras que lo que se le oculta de este modo es preci
samente la realidad, la realidad formal y sustancial del pensamiento,
el aparecer en la inmediatez de su auto-aparecer: ésta es precisa
mente la definición o la condición de la vida; más allá de equivo
caciones ulteriores, más allá de su propio declive, el cartesianismo
del comienzo tiene en mente esta vida. Se comprende una vez más
por qué la veracidad divina intervendrá en realidad dos veces eni
el cartesianismo constituido: una primera vez, para garantizarla
vista de lo que es visto; una segunda, para legitimar la creencia de
que lo que es visto se corresponde realmente, en el orden de las
realidades creadas por Dios, con la realidad formal de una cosa en
sí. De manera similar, el concepto de finitud en su acepción onto-
lógica pura se desdobla al no designar ya meramente la finitud de
origen del ek-stasis, sino, más radicalmente, la irrealidad de prin
cipio tanto de lo Dimensional extático como de todo aquello que
se fenomeniza en él.
Por irreal y, al mismo tiempo, por finita que sea la realidad obje
tiva de la idea, no obstante, constituye el tema de la Meáitúüón ter-:
cera: las modalidades de la representación van a guiar en ío suce
sivo la reflexión, y también a definir su teleología. La idea se
convierte en un título para una metafísica del conocimiento, Pero
con la idea considerada en su realidad objetiva, la fenomenicidad
del ver se instala, al mismo tiempo, en el centro de la problemáti
ca y pretende valer como el medio, si no de toda revelación posi
ble, al menos como el único en el que conocimiento y ciencia
podrán progresar, descubriendo en él sus “objetos” y, por consi
guiente, su propia condición de posibilidad. El cogito mismo, des
de el momento en que su idea es considerada en su realidad obje
tiva como una proposición de la ciencia y el conocimiento, de la
filosofía, como su comienzo, no designa otra cosa, como es bien
sabido, que una naturaleza simple -la del pensamiento-- por cuan
to implica en ella otra -la de la existencia-, y esta implicación vie
ne a constituir también una naturaleza simple. ¿No debe ser pen
sada, sin embargo, semejante proposición? La realidad objetiva de
la idea del cogito, ¿no presupone como condición su realidad for
mal? Pero, ¿qué es ésta, sino la luz en la que el ver es posible y, con
él, lo que él ve, en la que están inmersos el “pensamiento”, la “exis
tencia”, “el nexo que los une!í? Una vez que es comprendida a par
tir de su realidad objetiva, se pierde la realidad formal de la idea
confundida con una condición de la objetividad.
Se produce entonces una deriva de los conceptos fundamen
tales de ia fenomenicidad que los entrega a la anfibología, cuando
no a la ocultación definitiva del sentido primordial. Éste, en lo que
atañe a la realidad formal de la idea, se refería de manera exclusi
va a su inmediatez, al hecho de que ella se revela en sí misma como
modo inmanente del pensamiento, exactamente igual que un dolor
o una volición, abstracción hecha, por consiguiente,'de toda rea
lidad objetiva, abstracción hecha del ver y de aquello que ve. Pero
como esta realidad formal es de igual modo la condición del vej
en su propia inmediatez, lo es también del ver del ek-stasis y de
todo lo que ve, por consiguiente, de toda realidad objetiva. La refe
rencia de la realidad objetiva a su realidad fomial en calidad de rea
lidad de la inmediatez constituida y definida por ella se borra en
favor de una sola referencia a la forma del ver; la realidad formal
de la idea, “la forma de la percepción”, como también dice Des
cartes, tiende a no designar más que esta forma del ver y este ver
mismo - y la anfibología cede su lugar a la ocultación-.
En ésta se anuda el destino del pensamiento occidental y, en
primer lugar, el del cartesianismo. En sus Terceras ob jeáon esy res
puestas se ve abocado a repetir la definición esencial de la realidad
formal de la idea: “Con la palabra idea, entiendo todo lo que es
forma de alguna percepción, pues, ¿quién concibe algo sin perci
birlo y, por tanto, sin tener esa forma o idea de la intelección...? ”.
Pero el contexto de la discusión corre el riesgo de extraviarnos.
Habiendo afirmado que Dios “es una sustancia infinitamente inte
ligente”, Descartes debe responder a Hobbes cuando “pregunta
con qué idea entiende el señor Descartes la intelección de Dios”15.
Descartes apela a la estructura original de la idea, a la auto-re vela
ción constitutiva de su realidad formal. No obstante, la idea en
cuestión es la de la intelección, la del poder de “concebir algo”, la
del intueri y su correlato, y puede fácilmente imaginarse que el fun
damento ultimo aquí invocado por Descartes es aquél de la inte
lección en su especificidad, por cuanto que el tema de la proble
mática está constituido por la realidad objetiva de la idea de Dios,
realidad que se trata de exhibir según el conjunto de sus compo
nentes, ellos mismos objetivos.
Pero toda problemática, a decir verdad toda ciencia y la filoso
fía misma, obedecen a una temática similar: mienta objetivamen
te una realidad y toma con ligereza las condiciones de su conoci
m iento por las de la realidad. En lo que atañe al com ienzo,
sem ejante confusión no es otra que ia del videre con el videor, y
supone la resorción del segundo en eí primero. Desde ese momen
to, en el discurso filosófico y en primer lugar, en el discurso car
tesiano, los conceptos de la fenomenicidad flotan en una indeter
minación fenomenológica total, el aparecer deviene de nuevo un
concepto formal y las metáforas que lo designan no tienen ya en
cuenta la especificidad irreductible de su efectuación fenomeno
lógica concreta. O mejor, dado que el concepto de aparecer no
puede permanecer como meramente formal, el ver del ek-stasis,
operativo en el conocimiento, proporciona su contenido.
Los § 29 a 66 de Los principios de ¡afilosofía ofrecen un ejem
plo sorprendente de este deslizamiento continuo de los concep
tos de la fenomenicidad desde su significación inmanente a su sig
nificación extática. Desde el primer momento, el ek-stasis preside
la determinación del aparecer y de su esencia. Dios, no ya como
realidad objetiva de una idea, sino, más bien, como su condición,
como condición transcendental de la verdad, como idéntico, por
ende, al aparecer y a su fundamento, como “verísimo”, es “la fuen
te de toda luz” (§ 29). Se aprecia que esta luz es la del ek-stasis en
el hecho de que es precisamente la del conocimiento; en el hecho
de que aquello que esclarece reviste la forma del objeto; en que
sus modos de esclarecimiento, en la medida en que esta luz se
concentra en el susodicho objeto y se atiene formalmente a él en
su ver, son los de la claridad y la distinción, de tal modo, además,
que lo visto y apercibido de tal suerte resulta por ello mismo “ver
dadero”, es decir, manifiesto en esa luz y por ella, “Se sigue de ello
que h facultad de conocer que Dios nos ha dado, a la que denomi
namos luz natural, no alcanza jam ás algún objeto que no sea ver
dadero, en tanto que se apercibe de él, es decir, en tanto que lo
conoce clara y distintamente" (§ 30).
Por el contrario, cuando se toman en consideración (en los §
39 y 41) los modos inmanentes del pensamiento, las “ideas” que
no tienen realidad objetiva -la sensación, el sentimiento, la volun
tad, la libertad-, la problemática se encuentra en presencia de las
únicas modalidades del aparecer que escapan a la reducción al mis
mo tiempo que al ek-stasis: ni en éste ni en su luz pueden mos
trarse y cumplir frente a ellas la obra de la revelación; la interiori
dad designa su esencia; por una necesidad más fuerte que la anfi
bología, el vocabulario mismo remite a ella: “La libertad de nues
tra voluntad se conoce sin prueba; basta la experiencia que de ella
tenem os... apercibíamos en nosotros una libertad tan grande como
para impedimos creer., ( § 39). “Estaríamos equivocados si pusié
ramos en duda aquello de lo que n.os apercibimos interiormente
y de lo que sabemos por nuestra experiencia” (§ 41).
Ahora bien, para circunscribir esta fenomenicidad original que
excluye el ek-stasis y más fuerte que la reducción, Descartes va a
emplear las palabras del ek-stasis, subsumienclo bajo una termi
nología monótona dos órdenes irreductibles. No sólo el término
apercepción significa a la vez la vista del “objeto” a la “luz natu
ral” y, de manera anfibológica, por consiguiente, íá auto-afección
interna de las modalidades inmanentes del pensamiento, su reali
dad material en sí ajena a toda realidad objetiva. La'obra cumpli
da de la revelación que reviste esos modos fundamentales dife
rentes es designada en los dos casos bajo-los mismos conceptos
de “claridad” y “distinción”. Claridad y distinción, no se refieren
por tanto sólo al ver ni a su concentración sobre un objeto privi
legiado de la luz de la que dispone; ellos pretenden definir de igual
modo la revelación inmanente irreducible a esa luz.
“Por ejemplo, mientras que alguien siente un dolor agudo, el
conocimiento que del mismo posee es claro para este sujeto” (§
4 6 ). Y de ahí que, en la medida en que se atiene a esta exp e
riencia pura del dolor, a su “idea” o a su “sentim iento”, y no la
mezcla con el ju icio falso mediante el cual ese sentim iento de
dolor es referido habitualm ente a la parte herida del cuerpo e
insertado en ella, se puede decir todavía que “sólo percibe cla
ramente la sensación o el pensam iento que p o see” (§ 4 6 ). De
suerte que “también podemos tener un conocimiento claro y dis
tinto tanto de las sensaciones com o de las afecciones y de los
a p e tito s...” (§ 66).
Sin embargo, en su significación original, conform e al § 4 5 ,
que mienta su definición rigurosa al mismo tiempo que su dife
renciación recíproca, claridad y distinción son dos modos de cono
cimiento; no sólo presuponen el ver y su ek-stasis, sino que cuali
fican las modalidades según las cuales se cumple -s u atención- y,
correlativamente, las modalidades bajo las cuales se les propone
en cada caso su objeto. Se trata de un texto famoso: “El con oci
miento. .. no sólo debe ser claro, sino que también debe ser dis
tinto. Entiendo que es claro aquel conocimiento que es presente
y manifiesto a un espíritu atento, tal y como decimos que vemos
claramente los objetos cuando, estando ante nosotros, actúan con
bastante fuerza y nuestros ojos están dispuestos a mirarlos. Es dis
tinto aquel conocimiento que es en modo tal separado y distinto
de todos los otros que sólo comprende en sí lo que manifiesta
mente aparece a quien lo considera como es preciso”.
¿Cómo entonces la claridad, como modalidad de la luz, podría
ser capaz de nombrar lo que ignora en sí toda luz, la afección sin
ek-stasis en la que se produce la vida? No puede tal cosa; y resti
tuido en su integralidad, el texto anteriormente citado del § 46
que habla del conocimiento claro que se tiene del dolor, con tal
de que se separe de él el juicio que lo inserta en el cuerpo, reza
como sigue: “sólo percibe claramente la sensación o el pensamiento
confuso que pose”16. Tener un conocimiento claro de una realidad
confusa: he ahí una posibilidad que todo el mundo comprende,
a condición, no obstante, de no comprender la proposición de
Descartes. Pues Descartes no quiere decir que se puede ver clara
mente que una cierta realidad es confusa en el sentido de que las
relaciones potencialmente implicadas en ella no están todavía cla
ramente apercibidas en sí mismas -co m o , por ejemplo, cuando
veo que el número siete encierra de forma confusa los números
tres y cuatro-. Claridad y confusión no mientan aquí dos cosas
diferentes --un conocimiento (claro) y su contenido (confu so)-,
sino una sola y misma cosa y más aún, una sola y misma propie
dad de esta cosa única: claridad designa el aparecer del sentimiento;
confusión, oscuridad, su especificidad fenomenológica y la mate
ria de su fenomenicidad como constituida por la afectividad. La
claridad del sentimiento, del pensamiento en general considerado
en su realidad material -claridad idéntica a su confusión-, no tie
ne, por tanto, nada que ver con la claridad del conocimiento y de
la evidencia, con la claridad de la realidad objetiva de la idea, cla
ridad, esta vez, opuesta a su confusión, pero vinculada a ella según
una ley esencial.
La elucidación radical de los conceptos fundamentales de la
fenomenicidad implicados y confundidos por el cartesianismo se
propone como sigue:
1,° Claridad, en calidad de idéntica a la confusión y a la oscu
ridad, indica la inmediatez del aparecer, una sola esencia: clara en
la medida en que ella cumple la obra de la fenomenicidad, oscu
ra por cuanto la materia fenomenológica de este cumplimiento es
la afectividad. A la claridad y a la oscuridad como idénticas en su
esencia pertenece el no poder tomarse la una en la otra, siendo
idénticamente siempre lo Mismo, a saber, la dimensión original de
su fenomenicidad en la que la vida se experimenta en lo invisible,
de tal modo que nada de lo que crece en ella se va nunca fuera de
ella, de igual modo que nada de lo que permanece fuera de ella
adviene tampoco a ella -d e tal modo que lo que está vivo lo está
para siem pre-,
2.° Claridad, en calidad de opuesta a la confusión y a la oscu
ridad, es la del ek-stasis e indica una sola esencia: clara en la medi
da en que ella abre el lugar en el que se concentra la luz, oscura
por cuanto ese lugar de luz se rodea de sombra, a saber, del hori
zonte no tematizable de toda exposición extática. Claro u oscuro
es el ente por cuanto adviene a la condición de objeto, de tai modo
que nunca reviste esos caracteres en sí mismo, sino sólo en. su ex
posición y por ella. Así, claridad y confusión son cietermin.acion.es
fenomenológicas puras consustanciales a la fenomenicidad del ek-
stasis y queridas por él. Tales determinaciones (opuestas) no van
nunca la una sin la otra, pero pasan de la una a la. otra por cuan
to el ente pasa en ellas. De este modo se construye la ley de la feno
menicidad del mundo, como mundo puro, el hecho de que toda
determinación óntica sólo adviene a la presencia en-la claridad por
cuanto otra le cede el lugar y, de este modo, cada úna de ellas reco
rre la serie continua de los grados que van de la claridad a la con
fusión y la oscuridad; dado que la posibilidad de recorrer esta serie
es una posibilidad pura prescrita por la esencia, toda determina
ción clara se puede tomar en una determinación confusa u oscu
ra, y viceversa.
Punto límite de la fenomenicidad del mundo y de su modo
declinante, la oscuridad que pertenece al ek-stasis como su hori
zonte, y donde zozobra el ente tan pronto como abandona el lugar
de su presencia, no tiene nada que ver con la oscuridad intrínse
ca de aquello que ignora el ek-stasis. Y, mientras que la primera se
toma fácilmente en su contraria, en la claridad de la evidencia -ta l
es precisamente la teleología del método cartesiano así com o de
toda ciencia y saber en general-, la segunda, la oscuridad del sen
timiento y de la vida, rechaza por principio semejante posibilidad.
Ahora que el videre establece en el pensamiento su primado
sobre el videor y echa en el olvido a éste -a decir verdad es en cali
dad de olvidadizo de su inmediatez (que nunca está ante su mira
da, que nuca es vista), como se despliega necesariamente-, ahora
que el concepto de conciencia que va a conducir la filosofía occi
dental viene a significar de manera exclusiva el ver y sus determi
naciones específicas, el inconsciente se define en tal caso a partir
de ellos com o el modo límite de la fenomenicidad del m undo,
modo en el que acaba por perderse todo lo que ha sido conscien
te, pero en el que las partes de ese todo, una tras otra, pueden
resurgir. La conciencia reducida al ver tiende inevitablemente a
esta toma de conciencia, a ella misma, quedando establecida la
teleología del saber y de la ciencia. Pero la vida, en su eterna reti
rada y en su venida interior a sí misma, prosigue incansablemen
te. Ella es lo Oscuro, designada también como lo Inconsciente en
la anfibología, de tal modo que, por una parte, lo que ahora está
en cuestión no podría ponerse en calidad de obstante y, por otra,
toda toma de conciencia es aquí puro sin-sentido.
Pero eso no es todo. Al definir nuestro ser más esencial por el
aparecer y el “alma” como “pensamiento”, el cartesianismo había
planteado múltiples problemas. Pues si la materia de la psique es
la fenomenicidad, si según la declaración categórica de las Prime
ras respuestas: “nada puede haber en mi que no conozca de algún
modo” -nihil in mecujus nullo modo sim conscius e.sse. p o s . ¿dón
de pueden tener lugar las ideas innatas que constituyen a una la
naturaleza de mí espíritu así como las múltiples potencialidades
que lo definen? Cuanto más radicalmente se opera la determina
ción eidética del alma como conciencia, más mordaz surge su des
mentido, la afirmación según la cual, por el contrario, sólo una
parte de nuestro ser y, naturalmente, la más superficial, se ofrece
a la luz. No obstante, la totalidad de nuestras ideas, y no sólo nues
tras ideas “innatas”, se hurtan a la presencia consciente. ¿Y qué
decir de su temporalidad? ¿En qué se convierten los recuerdos en
los que ya no pensamos? Se trata de la cuestión clásica que Freud
invoca en su justificación del concepto de inconsciente: “Podemos adu
cir, en apoyo de la existencia de un estado psíquico inconsciente,
el hecho de que la conciencia sólo integra en un momento dado
un limitado contenido, de manera que la mayor parte de aquello
que denominamos conocimiento consciente tiene que hallarse de
todos modos durante largos periodos de tiempo en estado de laten-
cia; esto es, en un estado de inconsciencia psíquica. La negación
de lo inconsciente resulta incomprensible en cuanto volvemos la
vista a todos nuestros recuerdos latentes"18.
Si de lo que se trata es de la finitud del lugar de la luz, en vir
tud de la cual sólo una parte del ente, “un limitado contenido”,
se ofrece a la conciencia, mientras que la mayor parte del ser sus
ceptible de ser consciente, “la mayor parte de aquello que deno
minamos conocim iento con scien te”, permanece en estado de
“latencia”, conciencia designa la fenomenicidad del ek-s£asis y la
determinación del ver en él como un ver cuya actualización en el
modo de la claridad implica la oscuridad de su horizonte. Lo que
está aquí enjuego es la realidad objetiva de la idea y su condición
transcendental. Pero si el alma, si la psique, en la medida en que
es algo diferente de la forma vacía del ver, designa su realidad mate
rial, la realidad de la vida en la inmanencia radical de su auto-afec
17 FA, II, p. 526; AT, VII, p. 107. (N. de los I : Meditaciones metafísicas con obje
ciones y respuestas, op t di., p. 91.]
18 Mtíapsyc/iologie, trad. j. Laplanche y j. B. Pontalis, col!. “Idées”, NRF. p.
67; GW, X, pp. 265-266. [N. de los T.: Freud, S., “justificación del concepto de
inconsciente”, en Lo inconsciente, O. C., T. 11, p. 2062.]
ción en la que no hay ni ob-jetualización ni ob-jeto, ni finitud ni
horizonte, ni conocimiento ni conocido, entonces, semejante pro
blem ática, sostenida por Freud en calidad de justificación del
inconsciente, no le atañe. En el momento en que pretende m en
tar la vida --es decir, precisamente el alma, la psique-, la filosofía
del inconsciente resulta un sin-sentido: el in-consciente es aque
llo que todavía no ha penetrado en la luz del ek-stasis, aquello que.
es susceptible de hacerlo y, más tarde, retirarse de ella: todas las
determinaciones históricas a las que la vida se sustrae por princi
pio. No existe una oposición irreducible entre la conciencia y el
inconsciente, sino entre ambos y la vida.
Descartes había ironizado además acerca de la pretensión de
reducir la fenomenicidad específica del alma (consustancial a su
esencia y que la define) a la de los contenidos actualmente perci
bidos, yuxtapuestos a una en la luz del ek-stasis. A Revius, que
objetaba que los niños en el seno materno no tenían la noción
actual ele Dios, le replica: “Ignoro que estas ideas seán actuales o
especies distintas de la misma capacidad de pensar”19.. Lo que está
en cuestión no es el hecho de que la conciencia no pueda darse a
la vez en la claridad de la evidencia más que un solo contenido
representativo, mientras el resto permanece como virtual, sino la
dimensión de la fenomenicidad en la que semejante situación se
produce necesariamente. Por el contrario, la posibilidad para el
alma de tener en sí en su aparecer propio la totalidad de su ser
supone que, dejando a un lado su realidad objetiva, en la que las
ideas sólo pueden exponerse una tras otra, se llega a la considera
ción del poder que las produce a todas por igual. “Cuando digo
[...], que una idea ha nacido con nosotros, o que está impresa
naturalmente en nuestras mentes, no quiero decir que esté siem
pre presente a nuestro pensamiento: si así tuviera que ser, no habría
ninguna de ese género. Sólo quiero decir que en nosotros mismos
reside la facultad de producirla”20.
Ahora bien, el desplazamiento de la realidad objetiva de la idea
al poder que la produce sólo elimina la finitud que prescribe a los
contenidos representativos su actualización sucesiva si, de forma
idéntica y en primer lugar, supone el desplazamiento desde su rea
lidad objetiva a su realidad formal. El poder de producir las ideas
está, él tam bién, presente por entero a sí mismo porque, en la
inmanencia radical de su auto-afección, el alma está por entero
presente a sí misma. En consecuencia, cuando ya no pensamos en
19 Notae in programma, FA, 111, p. 817; AT VIH, Ií, p. 366. [N. de los X; exis
te traducción ai castellano, Descartes, R., Observaciones sobre el programa de Revius
(trad. de G. Quintas), Aguilar, Buenos Aires, 1980, p. 48.]
20 Réponses aux Traisiémes Objections , FA, II, p. 622; AT, VII, p. 189. ]¡\r. de los
I : Meditaciones metafísicas con objeáonesy respuestas, op. át., p. 153.]
ellas, las ideas, o los recuerdos, no residen en el receptáculo del
inconsciente groseramente imaginado por Freud, Bergson y tan
tos otros; no tienen otra existencia que una existencia potencial,
a saber, su capacidad de ser producidas por un poder de produ
cirlas; su estatuto fenomenológico es el de ese poder, la invisible
inmanencia a sí donde se forma, crece y adviene originalmente a
sí todo poder, toda fuerza y la superabundante potencia de la vida.
Las determinaciones tomadas en préstamo de la escolástica y
con ayuda de las cuales Descartes trata de pensar la esencia del
alma o, si se prefiere, el ser de las cosas, sólo dejan de ser confu
sas una vez rehechas por las estructuras fundamentales de la feno
menicidad reconocidas en el cogito. Actualidad, virtualidad, poten
cia, facultad, tienen siempre dos sentidos, y la filosofía comienza
con su disociación. Las determinaciones de la fenomenicidad extá
tica entran enjuego si una representación virtual, o potencial devie
ne actual, si “se actualiza”: un contenido intuitivo entra en su luz,
permanece él mismo ante la mirada, constituye su tema. Por el
contrario, si se separa del centro de la claridad, ganando las fran
jas marginales de la conciencia, si franquea por fin el horizonte ele
toda presencia obs-tante, ha devenido de nuevo virtual. Virtuali
dad, potencialidad, designan entonces ese fabuloso lugar inven
tado por las mitologías del inconsciente para guardar aquello que
permanecía ex-puesto en el espacio abierto por el ek-stasis, su man
tenimiento y consistencia -para guardarlos en él una vez que aquél
ya no se encuentra allí, con las características que le pertenecían
en propio cuando se encontraba allí-. Como si este tipo de pre
sencia, de mantenimiento, de consistencia, consistente en lo ob~
jetualización de la ob-jetualizado, en la ex-posición de lo ex-pues
to, pudiese, en efecto, mantenerse y dürar independientemente
de éstas últimas. Lo ex-puesto y lo yuxta-puesto, lo extático hori
zontal, define la ley general del ser, y ello en ausencia de éxtasis y
de horizonte, en ausencia en todo caso de lo que se encuentra pro
ducido por ellos, a saber, la luz de 1a fenomenicidad, la concien
cia. Consciente e inconsciente son lo Mismo, lo ex-puesto y lo yux
tapuesto, con la pequeña salvedad de que, según el segundo, lo
ex-puesto y lo yuxta-puesto están privados de la luz que pertene
ce a toda ex-posición como tal. Actualidad, potencialidad (o vir
tualidad) son también lo Mismo, tienen la misma estructura, acom
pañada de conciencia en el primer caso, privada de ella en el
segundo, como si la conciencia fuese indiferente a 1a estructura
que la constituye.
La vida no se actualiza nunca, no entra nunca en el lugar fini
to de la luz; se mantiene por entero fuera de él, en la inmediatez
de su omniprEsencia a sí misma. Actualidad, virtualidad, poten
cialidad, en lo que a la vida atañe, tienen otro sentido: actualidad
designa la auto-afección en la que la potencialidad es efectiva, la
realidad de la posibilidad consustancial a todo poder e idéntica a
su esencia. Actual no es, por ende, sólo lo que adviene un instan
te a la condición de obs-tante, sino, más esencialmente, aquello
que no entra nunca en esa condición, aquello que persiste y perma
nece en sí mismo en su inquebrantable apego a sí; el incansable
cumplimiento de la vida. Dependiendo de si se mienta el ek-stasís
de su ver o la apariencia en la que este ver permanece eternamen
te en sí, no podremos preguntar al alma las mismas’cuestiones. Si
se trata de la intuición del cogito y de su evidencia., así como de
todo aquello que se encuentra de este modo expuesto’ en un ver,
es lícito preguntarse: “Eso es cierto, pero ¿cuánto tiempo?”21, Si,
por el contrario, ya no se trata de la ciencia ni de su saber, si el cogi
to ya no se comprende como una intuición, como la primera de
todas, sino como aquello que excluye de sí de forma insuperable
toda posibilidad de intuición y de evidencia, como la esencia sin
rostro de la vida, en ese caso, de aquello que es considerado, de
este modo, según la realidad material de su propio pensamiento,
hay que decir: “Del que tiene noticia en su interior mediante una
experiencia continuada e. infalible”22. :
De la anfibología de los conceptos fundamentaies.de la feno
menicidad implicados por el cogito cartesiano dan testimonio sus
sucesores inmediatos. Leibniz probará inmediatamente que la vida
no se resuelve en la claridad del saber, que hay en ella algo así como
una dimensión nocturna irreducible a esa luz que las Regulae habí
an circunscrito como la condición de la ciencia y, más profunda
mente, como constitutiva del ser del hombre y de su relación con
el mundo. Sin embargo, no creyó deber escrutar en sí misma esta
esencia, la más antigua del ser y de la vida, sino que, mantenien
do su mirada fija sobre el ser en el mundo, lo imagina privado de
su condición más interna, no cumpliendo, sin embargo, su obra
en el desenvolvimiento y mantenimiento del mundo. En lugar de
decir: hay una aperceptio sin perceptio, declara, por el contrario: hay
una pareptio sin aperceptio; “Nunca estamos sin percepciones, pero
es necesario que estemos a menudo sin apercepciones, a saber,
cuando no hay percepciones que sean captables”23. Al mismo tiem
po que una definición totalmente errónea de la vida y, precisa
mente, como su origen, había nacido el concepto que más tarde
se convertiría en el concepto operativo del psicoanálisis.
11 Scconde Méditation, FA, II, p. 418; AT, IX, p. 21. [N. de ios T: Meditaciones
metafísicas con objeciones y respuestas, op. cit., p. 25.]
22 Réponses aux Sixiémes Objections, FA, II, p. 867; AT, VII, p. 427. [N. de los
T: Meditaciones metafísicas con objeciones y respuestas, op. cit., p. 327,]
23 Leibniz, Nouveaux E s s c jis s u r Ventendement humain, libro II, cap. XIX, Paris,
Flammarion, p. 118. [N. délos I : existe traducción al castellano, Leibniz, G. W ,
Nuevos ensayos sobre el entendimiento humano (trad. d e j. Echeverría), Editora Nacio
nal, Madrid, 1983, p. 188.]
Con la presuposición'"dé una perceptio sin aperceptio y la afir
mación de que semejante perceptio es de carácter inconsciente,
Leibniz avanza la tesis más filosófica y la más anti-filosófica de toda
la historia del pensamiento occidental, aquella que a su vez iba a
gravar su destino de la forma más pesada. Que toda perceptio sin
aperceptio sea inconsciente quiere decir: ninguna percepción es
posible ni subsiste por sí misma, ningún ver reducido a sí mismo
puede ver cosa alguna, a menos que se revele previamente a sí mis
mo en calidad de ver, y ello en la aperceptio y por ella. No obstan
te, Leibniz sólo presiente que no hay pensamiento posible sin una
realidad formal de ese pensamiento, sin esta aperceptio original,
para engañarse sobre la naturaleza de ésta, al reducirla propiamente
a la de la perceptio misma, de tal modo que la intuición decisiva de
la inmediatez del aparecer, entrevista por un instante en el carte
sianismo, se pierde enseguida.
¿Puede siquiera hablarse de una reducción de la aperceptio a
la perceptio? A decir verdad, Leibniz no con o ce más que per
cepciones, entre las cuales distingue dos clases, las que son aper- '
cibidas o “notables" - e l “dolor”, por ejemplo, es una “percep-,
ción notable”- y las que no lo son, las percepciones oscuras o
inconscientes. ¿Por qué no lo son? Porque son demasiado dimi
nutas o demasiado numerosas, “demasiado diminutas para ser
apercibidas”24. Demasiado diminutas por ser demasiado nume
rosas, apretándose para ocupar el espacio cerrado de luz que
porta consigo toda perceptio. La finitud del efc-síasis, que exclu
ye de sí todo o casi todo lo ente, hace posible a la vez que sean
demasiado numerosas y diminutas. ¿Por qué ahora se aprieta
todo lo ente en la claridad del ser? Porque a la concepción feno
menológica de la percepción se añade en Leibniz otra, de tipo
psico-físico, precientífica, según la cual el alma, dado que está
siempre y por completo unida a su cuerpo -n o existe límite algu
no a esta unión25- , y por él a otros cuerpos que com ponen el
universo, no cesa de ser afectada por ellos (incluido el propio
cuerpo), provocando en ella una multitud de im presiones, de
sensaciones, que percibe sin poderlas apercibir. Dos con cep
ciones de la afección -la una, groseramente realista, que ignora
que afectar quiere decir darse a sentir, aparecer, óntica por tan
to, situada fuera de la reducción y que presupone por el con
trario la unión, que habla de la “acción”, de la “im presión” de
•un cuerpo sobre otro o sobre el alma, y que identifica la afec
ción con esta “acción”, con esta “impresión” cuyo doble senti
do se le escapa; la otra, ontológica, y que reposa sobre la fini-
tud del v e r - se superponen para producir, fruto de su co n fu
sión, la teoría leibniziana de las percepciones insensibles, oscu
ras o inconscientes: dado que las “impresiones” del alma “expre
san” las del cuerpo -constituyendo su contenido infinitamente
rico e indefinidam ente renovado--, el alma no puede por esta
razón abarcar todo por completo en su vista finita, de tal modo
que no presta atención más que a ciertas de entre ellas, m ien
tras que las otras son com o los objetos que nos rodean duran
te nuestros sueños; “Pues siempre hay objetos que llaman la
atención de nuestra vista o de nuestro oído, y por tanto, tam
bién afectan a nuestra alma, sin que nos demos cuenta, porque
nuestra atención está absorta en otros objetos”26.';’
Resulta evidente, entonces, la deriva del concepto crucial de
aperceptio, El problema de la inmanencia a sí deí pensamiento en
la apariencia del videor es lo que realmente se plantea cuando
Filaleto se pregunta: “No-me resulta fácil concebir que algo pue
da pensar y no sienta lo que piensa”,'y Teófilo le responde: “Éste
■es, sin eluda, el meollo del asunto”. Leibniz establece la posibi
lidad, la necesidad más bien, de un pensamiento sin aperceptio,
no ya por un análisis de ésta y de su estructura propia, sino, por
el contrario, por su puesta entre paréntesis y su reemplazo por
la finitud del ver. Dado que apercibir quiere decir ver, el co n te
nido mantenido en el horizonte finito del ek-stasis lo desborda
por todos lados y se pierde en la noche. He aquí, por ende, por
qué el pensamiento puede pensar y no sentir que piensa, por
que “pensamos simultáneamente en cantidad de cosas, pero sólo
tenemos en mente los pensamientos más llamativos: y no podría
ser de otra manera”27. Ser “sin apercepciones” quiere decir ser
sin “percepciones captables”28. La reducción de la aperceptio a
la perceptio, incluso más, a la percepción distinta, deviene feha
ciente cuando apercibir significa reflexionar sobre; este es el argu
mento último de Teófilo: si es preciso rechazar la afirmación cen
tral del cartesianismo según la cual “en el alma no existe nada
que no sea apercibido por ella”, es porque “no es posible que
constantem ente reflexionemos de manera expresa sobre todos
nuestros pensamientos; de lo contrario, el espíritu haría reflexión
sobre cada reflexión hasta el infinito sin poder pasar nunca a un
pensamiento nuevo. Por ejemplo, al apercibir un determinado sen
timiento presente, debería pensar siempre que pienso en él, y, asi
mismo, pensar que estoy pensando en él, y así hasta el infinito.
Pero es pues necesario que deje de reflexionar sobre todas estas
reflexiones y, por tanto, que exista algún pensamiento que ocu
29 Ibíd., libro II, cap. I, p, 77, cursiva nuestra. [N. de los T: ibíd., pp. 126-127,
traducción parcialmente modificada por nosotros.]
Que el alma sea “oscura”, según las afirmaciones reiteradas de
Malebranche, significa esencialmente y en primer lugar que no es
iluminada por la luz del ek-stasis, y ello porque no porta este ek-
stasis en sí misma y no está constituida por él. El alma en calidad
de “oscura” se hurta por principio a la fenomenicidad del mundo.
Dado que el alma no es nada, la expulsión fuera de sí de la exte
rioridad transcendental no la repele a la nada de lo no-fenomeni-
cidad, mas deja aparecer; por el contrario, la efectividad del primer
aparecer en su materialidad fenomenológica, y lo designa en su.
interioridad radical como afectividad. Cuando todas las cosas que
son en el mundo, los cuerpos con sus propiedades, son con oci
dos por sus ideas, “no sucede lo mismo con el alma, no la cono
cemos por su id ea..,, no la conocem os más que por la concien
cia”30. Y esta conciencia que excluye el videre, idéntica a la apariencia
original del videor, es un “sentimiento interior” por mor del cual
sentimos lo que nos pasa de tal modo que nada pasa en nosotros
sin que lo sintamos y lo experimentemos por semejante sentimiento
constitutivo de la esencia del alma y de tocias sus .modificaciones
-a saber, “de todas las cosas que no puedan estar en el alma sin
que las aperciba por el sentimiento interior que ella tiene de sí mis
ma”31. De este modo, la aperceptio cartesiana recibe, en la medida
en que encuentra su estructura en la interioridad y su sustanciali-
dacl fenomenológica en la afectividad, una determinación ontoló-
gica radical
Desgraciadamente, el mismo Malebranche no supo mantener
se sobre esta cumbre de los comienzos absolutos. La radicalidad
misma de la intuición que tuvo de la inmanencia del alma y de la
exclusión fuera de sí de la transcendencia de la representación le
condujo a la afirmación paradójica según la cual todas las deter
minaciones que revisten esta forma de la representación deben ser
como tales a su vez excluidas de esta esfera de inmanencia, no
pudiéndole pertenecer: “Las ideas que nos representan algo fuera
de nosotros no son modificaciones de nuestra alma”32. Se le esca
pa aquí a Malebranche la última intuición del cogito, a saber, que
es justamente en la inmanencia que junta y esencializa la aparien
cia original, donde el ver se aparece a sí mismo y es de este modo
posible en calidad de ver efectivo, es decir, com o un ver que se
siente ver. Por el contrario, al negar la inherencia de las represen
taciones al alma, su realidad formal en beneficio de su mera reali
dad objetiva, ai no apercibir ya que la interioridad respecto a sí
mismo del desarrollo del ek-stasis es su condición insuperable,
3 IbícL, pp. 123, 124. (N. de los I : ibíd., pp. 127, 128.]
6 Seconde Méditation, FA, II, p. 421; AT, IX, p. 22, traducido por nosotros. El
ta to latino reza como sigue: ‘Nam quod ego sirn qui dubitem, qui intelligam, qui velim
tam manifestum est, uí m/iü occurmt per quod evidentius explicetur', FA, II, p. 186;
AT, Vil, p. 29. [N. de los 1: Meditaciones metafísicas con objeciones y respuestas, op.
di., p. 21.)
mencionar la evacuación del “sujeto” de la problemática por par
te de los pseudo-pensamientos agrupados bajo el título de “estruc-
turalismo”. Y, como veremos más adelante, Kant mismo, enfren
tado a esta problem ática y no pudiendo eludirla, resulta
completamente incapaz de asignar fundamento alguno a esta sim
ple proposición: “yo soy”.
Lo que resulta interesante del comentario heideggeriano del
cogito en Nietzsche II es que aborda frontalmente la cuestión y. pese
a la apariencia, no bajo un plano óntico, como la cuestión del
“hombre”, sino en cuanto vinculada, por el contrario,.a la esencia
pura de la fenomenicidad. Cuando trata de establecer ésta en su
ser en propio, es decir, de reconocerla en su poder de exhibición
y según Descartes, de legitimación, en suma, cuando trata de fun
dar el cogito, reducido ciertamente a un yo me represento, y cuan
do el “poner ante” debe pues aparecer como un “poner con toda
seguridad”, el ego aporta la respuesta a la pregunta que entonces
se plantea: “¿qué es lo que tiene que ponerse en seguro?”, propo
niéndose de este modo no ya como simplemente unido a la repre
sentación, sino como constituyendo su posibilidad intrínseca y
aquello que la convierte en cierta y segura. “'Iodo ego'cogito es cogi
to me cogitare; todo yo ‘represento algo’ al mismo tiempo ‘m e’
representa, a mí, el que representa (delante de mí, en mi repre
sentar). Con una expresión que es fácilmente mal interpretable,
todo representar humano es un representar-‘se’”7.
No se trata, a buen seguro, de afirmar que en toda representa
ción el yo [moí] se pro-pone como su correlato, de tal modo que,
al representarme, por ejemplo, la catedral de Friburgo, debiera por
añadidura representarme a mí mismo al mismo tiempo que ella,
al lado de ella, como ob-jeto, al menos de una manera vaga y mar
ginal, El yo que se re-presenta se pro-yecta ante sí y se implica en
su propia representación de una manera mucho más esencial y,
precisamente, por una necesidad esencial: por cuanto en su pro
pia representación todo representado posible resulta ser repre
sentado al yo que se representa, ante él, frente a él. Así, el yo está
presupuesto en toda representación, no a posterioñ como el o b
jeto que descubre, sino a p ñ oñ como perteneciendo a la consti
tución del campo en el interior del cual se llevará a cabo este des
cubrimiento, y ello en la medida que semejante campo se construye
como lanzado por él, ante él, frente a él -p o r cuanto esta re tro-
referencia al yo es, por ende, idéntica a la estructura de ese cam
po y a su apertura-.
Como confunde el yo con el hombre, Heidegger puede en ese
caso escribir: “Puesto que en todo representar es al hombre re-pre
sentante a quien se remite lo re-presentado de ese re-presentar, el
hombre representante se ha copresentado en todo representar, no
con posterioridad, sino de antemano, en la medida en que él, el
re-presentante, lleva en cada caso ante sí a lo re-presentado”. Si,
por tanto, en la estructura de la representación el yo está de este
modo implicado como “el frente al que” de todo representado y
como el término implícito de esta re tro-referencia, de ello se sigue
que toda conciencia de objeto en calidad de conciencia de un re
presentado es idénticamente y en primer lugar conciencia de sí,
de este sí ob-jetualizado en el horizonte de ia representación y
como su fundamento. En efecto, el Sí es en propio sub-yacente a
ésta, extendiéndose bajo eíla como aquello a partir de lo cual ella
se alza y a lo que, arrojada trente a él, ella retorna, “Para el repre
sentar así caracterizado”, escribe Heidegger, “el Sí mismo del hom
bre es esencialmente lo que subyace como fundamento. El 5 í mis
mo es subjectum”8.
De este modo toma forma y se constituye una teoría del ego y
de su ser, una teoría del yo soy, que se hace pasar por una expli
cación de la proposición fundamental de Descartes: ego cogito ergo
sum. Una vez mas, semejante explicación, de acuerdo con la teo
ría de la ipseicíad que comporta, se produce a partir de una pre
suposición decisiva de la que, a decir verdad, no es más que el
desarrollo y, en cierto modo, su simple lectura, la presuposición
según la cual cogito quiere decir yo me represento. No existe, por
tanto, conclusión del cogito al sum, sino más bien el reconocimiento,
en la estructura de la representación, del “yo” que se despliega
necesariamente en ésta y con la que finalmente se identifica. Y ello
se cumple como sigue. Dado que en su representación todo ob
jeto se encuentra ob-jetualizado, o-puesto a quien se lo represen
ta, éste, el representador, está ya ahí en calidad de aquel que ha
dis-puesto frente a sí el objeto y que, por ende, más fundamen
talmente, en esta dis-posición/reníea sí, se ha dis-puesto ya a sí
mismo. “En efecto, en el re-presentar humano de un objeto, por
medio de éste mismo, en cuanto es algo enfrentado y puesto delan
te, está ya re-mitido aquello ‘enfrente’ y ‘delante’ de lo cual está
el objeto, de manera tal que el hombre, en virtud de esta remisión,
puede decirse a sí mismo, en cuanto aquel que re-presenta, ‘yo’.”
De ahí que - s i se deja a un lado al “hom bre”, que no tiene nada
que hacer aquí por no retener más que el “yo” (je ) inmanente a
la representación- se pueda decir que no existe en realidad nin
guna inferencia del cogito al sum, porque el sum del representador,
a saber, su dis~posición frente a sí en su representación, es idénti
co a ésta, y la constituye en propio. Cogito y sum quieren decir la
misma cosa: yo dispongo frente a mí, yo me represento. “El 'yo’
del ‘y ° soy’, específicamente, el representador no es en el repre
sentar y por este acto menos conocido que el objeto representa
do. El yo --en cuanto ‘yo soy el que representa’- está remitido al
re-presentar de manera tan segura que ningún silogismo, por con
cluyente que sea, podrá alcanzar nunca la seguridad de'esta re
misión a sí del que representa”9.
Ahora bien, si se vuelve al texto cartesiano, no se encuentra en
ningún momento en él la menor alusión a una problemática pare
ja a la aquí desarrollada en Nietzsche II y según la', cual la ipseidad
sería tributaria de la estructura de la representación y comprensi
ble a partir de ella. Bien al contrario, la breve, enigmática y fulgu
rante irrupción del ego en la M editación segunda se sitúa en ese
momento último de la reducción en ei que la duda está sola en el
mundo o, más exactamente, en el que ya no hay mundo alguno
ni, por consiguiente, representación alguna. Descartes tiene enton
ces entre manos un elemento puramente inmanerite reducido a sí
mismo, a él solo, a su realidad material, abstracción: hecha de toda
realidad objetiva, y en él precisamente lee la ipseidad del ego. En
él como idéntico a sí, a su esencia, a la esencia'suprema: porque
no hay nada más allá en ío cual se pudiese reconocer de forma más
evidente esta irrupción de la ipseidad, ninguna esencia en cuya
manifestación más original el ego pudiese manifestarse de forma
más original -ta m manijestum est ut nihil occurrat per quod eviden-
tius expücetur-. Pero esa esencia es la de la manifestación. Es menes
ter, pues, reanimar esta doble evidencia, a saber, que la esencia ori
ginaria de la fenomenicidad e x c lu y e le sí la representatividad, y
que es precisamente por la puesta en práctica de esta exclusión
como ella se esencializa en sí misma como un Sí.
Para demostrar la primera, bastará la evocación del texto ante
riormente citado de Las pasiones del alma (I, 2 6 ), que, llevando la
reducción a su cénit, afirma que todo aquello que es representa
do, lejos de ser seguro por ese acto de representación, resulta por
el contrario dudoso e incierto, com o, por ejem plo, todo lo que
creo ver o imaginar en una representación pura reducida a sí mis
ma, es decir, “en sueños”, mientras que “aunque estemos dormi
dos o soñemos, no podríamos sentimos tristes, o conmovidos por
ninguna otra pasión, si no fuera muy cierto que el alma tiene en
sí esa pasión”. Sólo la inmanencia a sí de la determinación afecti
va, de la tristeza, o aquello que Descartes denomina en general la
realidad material de la idea, constituye la sede de la certeza y de la
verdad absolutas, las cuales, en calidad de certeza de sí y de ver
0 Ibíd., pp. 129-130, 139. [N. de los T: ibíd., p. 133, traducción parcialmen
te completada por nosotros.]
dad que remiten a sí, que se auto-legitiman, consisten precisa
mente en ese primer aparecer del aparecer a sí y en sí. Podemos
apreciar que la representación no tiene nada que ver con el surgi
miento original de la representación en el hecho de que la sensa
ción, por ejemplo, el dolor, es por entero lo que es en la inma
nencia de su afectividad, sin ser en primera instancia puesto ante
sí frente a sí: para estar cierto de sí, no necesita esta venida a la ob
stancia, le basta con su sufrir. Si, por tanto, se considera la sensa
ción en sí misma, y es de este modo como Descartes nos invita a
hacerlo, independientemente de su ser-representado en el cuerpo
propio o en el objeto, se comprende que es precisamente en ella
misma, en la auto-afección de su afectividad, como le adviene el
ser. Por el contrario, en la exterioridad de la representación, fuera
de la inmanencia del pensamiento (esta inmanencia a sí del pen
samiento que es propiamente el pensamiento), ‘‘fuera de nuestro
pensamiento no concebimos en forma alguna qué cosa sea este
color, este dolor, etc.”10.
La crítica cartesiana de las cualidades secundarias nos descubre
entonces su significación abisal: llevar a cabo una separación última
entre lo que está muerto y lo que está vivo. Las sensaciones son pro
pias de la vida; crecen allí donde la vida prodiga su ser, allí donde no
hay ni eh-stasis ni mundo, en la interioridad radical de lo que Des
cartes denomina alma. Ciertamente, se concederá a los fenomenó-
logos que existen cualidades transcendentes -e l cielo está azul, el río
es sereno-, y realmente me parece que es en el pie donde radica mi
dolor. Pero la cualidad que se extiende en la cosa -e l color sobre la
superficie coloreada, el dolor en el p ie- no es más que la represen
tación irreal, la ob-jetualización de una impresión real viva, la cual se
auto-afecta y se auto-impresiona en su afectividad y sólo en ella. De
tal modo que allí donde se cumple el sentirse a sí mima que la deter
mina como una pura tonalidad afectiva y una pura impresión, y como
vida, no hay espacio -ya sea el espacio de la cosa o el del cuerpo
orgánico en el que la impresión es ob-jetualizada-. Prueba de ello es
el sueño, donde no hay espacio real alguno y donde, no obstante, al
que sueña le parece que el muro es amarillo. Prueba de ello es la ilu
sión del amputado que no tiene pie y todavía experimenta en él su
dolor: éste no tiene otro ser que su ser impresivo, a saber, su puro
impresionarse a sí mismo. Prueba de ello son, de forma mas radical,
los sentimientos puros como la tristeza y la alegría, los cuales no tie
nen realidad objetiva, sino sólo realidad material: son por completo
partes ingredientes del alma y no pueden, en consecuencia, deber
su ser a una representación que no comportan.
No sólo hay que poner en duda la afirmación de Heidegger
según la cual “el representar (percipere, co-agitare, cogitare, reprae-
sentare in uno) es un rasgo fundamental de todo comportamiento
del hombre, también del no cognoscitivo”11, hay que invertirla.
No sólo los “comportamientos” no cognoscitivos, como los s e n
timientos, las pasiones, la voluntad, son en Descartes totalmente
ajenos al representar, sino que esta heterogeneidad radical consti
tuye en general y define la dimensión original del cogito. Por esta
razón, incluso los comportamientos cognoscitivos'en su calidad
de pertenencientes ai. cogito (la idea en su realidad formal y en cuan
to que modalidad del alma) ignoran el representar.- El paréntesis
heideggeriano unido al representar - percipere, cogitare, r e p re s en
tare in uno- realiza, pues, una amalgama: la perceptío■y la cogitatio
originales no tienen nada que ver con el repraesentáre in uno, com o
se ha podido ver en las definiciones explícitas de la cogitatio por la
inmediatez, en los múltiples usos del concepto de perceptio que se
refieren a esta misma inmanencia -p o r no reteneí. más que dos
ejemplos que ponen fin a toda discusión: “Las [nuestras percep
ciones! que tienen por causa el alma son las percepciones de nues
tras voliciones”12; “pueden definirse en general [las;.pasiones del
alma! como percepciones, sentimientos o emociones que se refie
ren particularmente a ella”13- , y como lo ha mostrado, de forma
más general, toda la problemática del videor.
Pero si no es posible remontarse más allá de esta inmediatez
de principio, en ese caso es a ella a quien le incumbe fundar la
esencia de la ipseidad, la esencia del ego. El hecho de que D es
cartes no se haya preocupado por elucidar de un forma más pro
funda esta ocurrencia última no impide que se haya situado explí
citamente en ella, en la apariencia más primitiva del pensamiento,
aquello que hace de él no sólo pensamiento, ser, “hay”, sino un
yo pienso, un yo soy. Ahora bien, la fenomenización original de la
fenomenicidad se cumple como ipseidad por cuanto el aparecer
se aparece a sí mismo en una auto-afección inmediata y sin dis
tancia, con independencia, por ende, del ek-stasis y de la repre
sentación -d e tal modo que aquello que le afecta y se muestra en
él es él mismo y no cualquier otra cosa, es su propia realidad y no
cualquier cosa irreal, de tal modo que, afectándose a sí mismo y
constituyendo él mismo el contenido de su auto-afección, es como
tal un Sí, el Sí de la ipseidad y de la vida-. Porque el Sí es la iden
tidad de lo afectante y lo afectado, es el ser en el que no hay nada
otro que él mismo, en el que todo lo que es es él mismo, y es él
11 Nietzsche, II, op. di., p. 346. (N. de ios I : Nietzsche II, op. cit., p. 352.]
12 Les passíons de lam e, FA, III, p. 967; AT, XI, p. 343. [N, d e bs I : Las pasio
nes del alm a, p. 86.]
13 FA, III, p. 974; AT XI, p. 349. [N. de los I : Las pasiones del alma, p. 95.]
mismo todo aquello que él es. Semejante ser, Descartes lo deno
mina alma; nosotros lo llamamos vida. Pues la vida es aquello que
se experimenta a sí mismo y todo aquello que ella experimenta;
todo lo que la afecta sólo le afecta bajo esta condición previa: que
ella se afecte a sí misma en sí. Sea lo que sea, todo lo que está vivo
lleva consigo esta esencia de la vida y sólo lo que está vivo puede
ser afectado por algo así como lo otro y el mundo.
Dado que la ipseidad reside en la esencia original del pensa
miento, en el videor que está ahí antes de todo videre y lo hace posi
ble, la pretensión de fundar por el contrario el ego sobre el ver de
la representación constituye un paralogismo, tanto más engaña
dor cuanto que puede prevalerse de una “apariencia”, que debe,
no obstante, ser leída y deconstruida como sigue. Pues es verdad
que todo acto de representar en calidad de representarse, es decir,
un representarse a sí mismo en calidad de acto de ob-jetualizarse y
o-ponerse, implica que el representar (el representador) se pro-yec-
ta en el horizonte de su acto como aquello a lo que, frente a lo que
se opone todo aquello que se íe opone. Pero no es porque lo ob-
jetualizado y lo o-puesto le es representado y se opone a él por lo
que el representar es un Sí; porque es un Sí y porta ya el Sí consi
go es por lo que puede representarse lo que se representa, es por
lo que puede proyectarse allende lo opuesto como aquello a lo que
y frente a lo que lo opuesto es opuesto, es por lo que puede y debe
oponerse en primer lugar a sí mismo y dis-ponerse a sí-mismo fren
te a sí -e s por lo que toda conciencia de ob-jeto es una concien
cia de sí-. El Sí está implicado en la representación como su sub-
jectum sólo porque es presupuesto por ella, y presupuesto corno
aquello que ella no produce, no explica, pero presupuesto preci
samente como lo otro que ella, como el fundamento que ella es
incapaz de fundar.
Es menester, pues, invertir todas las proposiciones en las que
Heidegger pretende vincular el ego a la representación y sacarlo de
ella. A la afirmación según la cual en el ego cogito “el yo’ está com
prendido como el sí mismo hacia el que el re-presen-tar en cuan
to tal se retrotrae por esencia, siendo así lo que es”, se debe res
ponder que es porque el yo está ya comprendido en el ego cogito,
porque está ya esencializado en sí mismo, fuera de la estructura
del representar, por lo que en efecto es "así lo que es”, aquello que
está previamente en posesión de sí como de un Sí mismo para
poder representarse fuere lo que fuere.
Invierte de igual modo el sentido de las cosas el enunciado
según el cual “puesto qu e... al representar le pertenece esencial
mente la referencia al que re-presenta y en dirección a éste se reco
ge toda la representa tividad de lo representado, por ello el que
representa, que al hacerlo puede llamarse yo’, es sujeto en un sen
tido acentuado..., aquel al que, ya en el interior de lo que subya-
ce en la representación, todo remite”14. Porque ei que se repre
senta, a quien el representar se refiere y hacia el que remite todo
representado, sólo puede llamarse “yo” si lo es ya en sí mismo y
txjr sí mismo, sobre la base en él de la esencia propia de la ipsei
dad. De no ser así, el “yo” del yo me represento sería como el árbol
del que se dice que se refleja en el río y que éste le remite su ima
gen. Corno si el hecho, para la imagen, de estar puesta ante el árbol(
ante él, y de remitir a éste, ai árbol, hiciese de este último un eg o,
corno si un pronombre reflexivo bastase para hacer surgir, allí don
de fuese requerida, la ipseidad de este ego.
Pero, se dirá, el árbol no se representa verdaderamente su ima
gen, no se transciende hacia ella. En efecto: no podría hacerlo; el
representar sólo puede poner ante sí aquello que remite de este
modo a su sí, sólo puede proyectarse como el Sí frente al que se
despliega toda representatividad, si primeramente es un Sí: las rela
ciones protentivas y retro-referenciales, lejos de. poder constituir
la esencia de la ipseidad, por el contrario, la presuponen. Y este
presuposición es doble. Significa, por una parte, queda ipseidad
es inmanente a la representación como su condición, por cuanto
no hay representarse más que por ella. Significa en segundo lugar
que, implicada en la representación, la ipseidad no resulta expli
cada ni fundada por ella. No hay un Sí porque haya un “ante sí”
o un “frente a sí”, sino, al contrario: porque hay un Sí y la esencia
de la ipseidad vive en él, cualquier cosa, sea lo que sea, puede
determinarse por referencia a él. Ahora bien, el Sí no existe ni en
el “ante” ni en el “frente a”, lo cuales no son ni siquiera posibles
como tales, por sí mismos. El Sí es un fenómeno de la vida que
surge en la interioridad radical de su auto-afección, al mismo tiem
po que ella, idéntico a ella. Que el “ante” y el “frente a” no exis
ten como tales, por ellos mismos, sino sólo como “ante sí” y “fren
te a sí”, bajo la condición previa de este Sí, quiere decir lo siguiente:
la interioridad es la condición de toda exterioridad, el Sí es la con
dición de la representación.
El paralogismo heídeggeriano se deja reconocer más fácilmen
te desde el momento en que se lo refiere al contexto cartesiano
que pretende esclarecer. Pues es verdad que Descartes ha busca
do un fundamento absolutamente inquebrantable de la verdad,
una seguridad y una certeza últimas, y ha creído encontrarlas en
el ego cogito. Dado que este ego debe servir de soporte a todo el
edificio del conocimiento, importa establecer en primer lugar su
consistencia por cuanto se identifica con el pensamiento. Pero la
cuestión radica precisamente en saber cómo toma cuerpo sem e
14 Nietzsche, op. cit., II, pp. 133, 131. [N. de los T: Nietzsdit: II, op. dt„ pp. 136,
135.]
jante conocimiento, aquello que en el ego cogito hace que se auto-
legitime y se auto-funde él mismo de modo que pueda servir de
fundamento seguro a todo el resto. “La consistencia de mí mismo
en cuanto res cogitans consiste en la segura fijación del represen
tar, en la certeza conforme a la cual el sí mismo es llevado ante sí
mismo”15.
Se avanzan aquí dos tesis cuidadosamente imbricadas la una
en la otra. La primera es la definición del ego en calidad de repre
sentar: “Yo soy en cuanto aquel que representa”. La segunda afir
ma que es precisamente en calidad de re-presentar como el ego
está cierto y seguro de sí, y ello porque se sostiene firmemente a
sí en ese acto por el que se pone ante sí. En la medida en que el
“ego se representa”, “en la segura fijación del representar”, nace
“la certeza conforme a la cual el sí mismo es llevado ante sí mis
m o”. En la estructura cierta de esta posición ante sí de un Sí fir
memente tenido por sí serán desde entonces posibles toda verdad
y toda certeza concernientes a lo que será recogido en semejante
estructura y llevado en ella a la condición de lo ob-jetualizado. Así,
tan pronto como el Sí queda definido como un “re-presentarse”
seguro de sí en cuanto tal, queda asegurado a una todo lo que él
se representa: .. No sólo mi ser está determinado esencialmen
te por este representar, sino que mi representar, en cuanto re-pra-
esentatio determinante, decide sobre la praesentia [Prasenz] de todo
representado, es decir, sobre la presencia ¡Anwesenheit] de lo en él
m entado, es decir sobre el ser de este mismo en cuanto en te”.
Sobre la certeza previa de la posición de sí ante sí reposa, por ende,
la de todo lo que se pone ante el sí mismo y se encuentra de este
modo re-presentado por él, al mismo tiempo que él. “Aquello a lo
que se retrotrae todo como fundamento inquebrantable es la esen
cia plena de la representación misma”16.
Pero en el cartesianismo del comienzo, todo lo que es re-pre-
sentado y no adquiere su validez sino del estar puesto sobre este
sub-jectum de la representación, todo lo que aparece en él, en esta
pro-posición del Sí a sí mismo, es barrido por la reducción, arro
jado fuera del dominio de toda certeza posible y afectado de nuli
dad. Y ello es así porque la apariencia producida en la oposición
a sí como idéntica a esa apariencia no es capaz de asegurarse a sí
misma -porque el ver que se despliega en esa apariencia y recibe
su luz de esa apariencia resulta dudoso-. Lejos de darse en cali
dad de “fundamento inquebrantable”, la “plena esencia de la repre
sentación misma” se desagrega y se parte en pedazos. La radicalí-
dad del esfuerzo cartesiano se calibra por este rechazo de la
24 Nietzsche, op. cit., p. 173; el texto aiemán reza como sigue: \ ..ais das von-
sich-aus-Aujgehen und so wesenhaft sich-in-den-Aufgang-Stdlen , das íns -Offene-sich-
Offenbaren. [N. de los T.: Nietzsche U, op. cit., p. 176.]
claro de esta luz, puede entonces el hombre abrirse a lo aclarado
en ella, a saber, el ente. Por consiguiente, más original que la aper
tura del hombre al ente, y haciendo ésta posible, es su apertura al
ser como tal En esta apertura previa del hombre al ser y a su ver
dad propia, ya no es el ente lo que se cuestiona: el problema que
tiene a la vista semejante pregunta ya no es la metafísica, sino el
pensamiento del ser.
Ni en calidad de ente: es por el pensamiento, precisamente, y
no en calidad de ente, como el hombre se relaciona con el ser. “El
pensar lleva a cabo la relación del ser con ia esencia del hombre ”2:>.
La eliminación del ente de la cuestión del ser se realiza en primer
lugar por esta sustitución del hombre por su esencia. Semejante
sustitución acarrea como consecuencia el rechazo del humanismo
metafísico, a saber, de toda concepción del hombre como ente,
como homo animalis y, en virtud de su diferencia específica con el
animal en general, com o animal racional - y ello en beneficio de
un humanismo que quizá ya no merece tal nombre, donde se alum
bra por fin la verdadera humanitas del hom o humanus-. Humanitas
“extraña”, en que el hombre no es otra cosa que ser, un momen
to del aparecer puro y, en calidad de pensamiento, aquello que
reposa en él y le pertenece en propio. Tal es, en electo, la nueva
situación que se ofrece a la problemática capaz de situarse delibe
radamente más allá de toda metafísica e independientemente de
ella, el tomar en cuenta no ya al hombre o al ente, sino aquello
que funda tanto a uno como a otro y no les debe nada: la pura
relación del pensamiento con el ser, la conexión original que los
une. No nos preguntaremos cómo semejante problemática puede
proponerse como una crítica del cogito de Descartes, el cual no
había hecho otra cosa que poner entre paréntesis tanto al hombre
como al ente, rechazando de forma explícita la delinición del hom
bre como animal racional a fin de promover una esencia absolu
tamente nueva de la humanitas como ciclos del aparecer, como apa
recer puro, en sí mismo y por sí mismo idéntico al ser. La cuestión
es más bien ésta: en esta reducción radical del ser al aparecer que
toma la forma de una conexión esencial entre el pensamiento y el
ser, ¿dónde reside la diferencia última entre las posiciones no meta
físicas de Descartes y Heidegger?
Detrás del “hom bre” de Heidegger no está exactamente el ser,
sino el pensamiento y, de igual modo, una cierta concepción del
ser. En calidad de pensamiento, el hombre -u n hombre transcen
dental que ha dejado atrás toda determinación categorial relativa
al en te- no es más que ek-sistencia. Como tal, como pensamien
25 Lcttre sur 1 'lutmanisme, op. d i., pp. 7 3 -7 4 . [N. de ¡£tf T: Carta sobre ti “huma
nismo", op. d i., p. 2 5 9 .)
to, por ende, se abre al ser, y ello en esa determinación existencial
extática que consiste en arrojarse a la exterioridad y sostenerse en
ella -e n ella, el lugar de todo sostenerse posible, el lugar del ser-.
El ser es lo ahí en calidad del sostenerse ante, ponerse ante y, de
este modo, pro-poner a, ofrecerse a. El pensamiento es lo que se
une a lo que se sostiene ante él y, de este modo, se ofrece a él, lo
atraído a sí. ¿Cómo se une el pensamiento a lo que permanece ante
él? En tanto que ek-sisie en él. ¿Cómo el ser ordena al pensamiento
que se una a él? Permaneciendo ante él, abriéndose a él para que
él se abra al ser. En la apertura del pensamiento ai ser y, conjun
tamente, en la apertura del ser al pensamiento reside el Br-eignís,
ei fenómeno original, el abrazo primero en el que surge la feno
menicidad. La apertura del pensamiento al ser y la apertura del ser
al pensamiento, ¿son idénticas? El ojo por el que el ser me mira y
el ojo por el que miro al ser, ¿son un solo y mismo ojo?
Entre el pensamiento y el ser no existe reciprocidad. Si "el pen
sar lleva a cabo la relación del ser con la esencia del hom bre”, es
decir, consigo mismo, “no hace ni produce ésta relación”26 Si con
forme a su eidos, el pensamiento es la ek-sistencia,. es como tal, en
tanto que se arroja fuera de sí en la verdad del ser, como adviene
al ser, cumpliendo así “la relación ‘extática’ del ser humano con la
verdad del se r.,. Pero dicha relación no es como es basándose en
el fundamento de la ek-sistencia, sino que es la esencia de la ek-
sistencia la que es destinalmente extático-existencial a partir de la
esencia de la verdad del ser”27. Todos ios textos heideggerianos
tras Sdn und Zeit reafirman de forma incansable la inversión en vir
tud de la cual la posibilidad última de la verdad transcendental no
reside en el hombre, es decir, en el pensamiento, sino fuera de él,
en la dimensión previa de la verdad propia del ser, de tal modo
que, como ya lo decía Sdn und Zdt, “el ser es lo transcendente por
antonomasia”28. He aquí por qué “a la hora de definir la hum ani
dad del hombre como ek-sistencia, lo que interesa es que lo esen
cial no sea el hombre, sino el ser como dimensión de lo extático
de la ek-sistencia”29. El ser es lo esencial en cuanto que es él quien
abre esa “dimensión de lo extático de la ek-sistencia” en la que
“hay ser” - ‘es gibt das Sein'~, de tal modo que el ser es quien da
lo que hay, es decir, quien se da él mismo, quien da y otorga su
verdad. He aquí también la razón por la que la ek-sistencia se arro
ja fuera de sí misma en ia verdad del ser; únicamente porque de
forma previa ésta la ha arrojado en ese proyecto en el que deyec-
tada puede entonces dirigirse a él. “Por lo demás, el proyecto es
47 Lettre sur Thiimanismey op. cit., pp. 138, 141. [N. de los T; Carta sobre el
“Humanismo ”, op. cit., pp. 289, 291.)
el Gegenstand y el Gegenüber,entreel “objeto” y lo “enfrente”. “En el
Gegenstand (objeto) el Gcgcn (oí>) se define por el lanzamiento
contra.. que es el acto representativo del sujeto. En el Gegenüber
(en-frente) el Gegen (ob~) se desvela en lo que sobre-viene al hom
bre que percibe, escuchando y mirando, en lo que sorprende al
hombre. En consecuencia, la cosa presente no es lo que un suje
to se arroja a sí mismo como objeto, sino más bien, lo que ad-vie-
ne al hombre que percibe y lo que su mirada y su oído ponen y
exponen como cosa que acl-viene a ellos”'*9. Dado que el hombre
moderno se cree el señor del objeto que él se ob-jetualiza en un
contra que procede de él, su actitud difiere por completo de la
escucha del hombre griego a una presencia que no emana de él
y que como tal supone “la presencia de los dioses”, de tal modo
que para él lo “en-frente” era “lo más inquietante y fascinante: xó
Seivov”.
Más decisiva, no obstante, que la actitud de los griegos o de
los modernos respecto a lo que adviene, es la estructura de esta
venida, la esencia de la verdad del ser. Mientras esta esencia per
manezca pensada con la ayuda de un Gegen que determina fun
damentalmente tanto el Gegen-über como el Gegenstand, la dife
rencia que las separa es segunda, los términos que proceden de
ella llevan consigo lo Mismo. “Lo Mismo”: el claro que se alza en
la apertura abierta por el Gegen, el cual consituye de este modo el
Be-gegnen (el encuentro); y, por provenir de los dioses y no de los
hombres, el “en frente” griego es él también “lo que se extiende
ante nosotros”30.
Reducido al yo me represento, el cogito no sólo se inserta en la
historia de la metafísica occidental; es homogéneo a lo que le pre
cede, a la verdad más originaria de la cp\)diq por cuanto ella tam
bién se encuentra constituida por el Gegen. Prueba de ello es el
hecho extraordinario de que la historia de la metafísica occidental
es la historia del ser mismo. Es el ser mismo, es la verdad misma,
quien se nos destina aquí como qnxnc;, ahí como Í5 éa , y ahí tam
bién como cogito. La identidad de la esencia del aparecer funda la
afinidad secreta que se instaura entre las diversas épocas del ser,
entre el Gegen-über y el Gegenstand. Estas épocas, es verdad, no
son equivalentes. La forma en la que el ser se vela y se desvela en
cada una de ellas les es propia. Sin embargo, este velamiento y des
velamiento, y especialmente la naturaleza de éste último, perte
necen a todas las épocas y las determinan a todas por igual.
Sin embargo, en ios tiempos modernos, aquellos que inaugu
ra el cogito, la obnubilación de la verdad del ser es llevada a su cénit
1 Critique cíe Icrraison puré, trad. Tremesaygues et Pacaud, París, PUF, 1963, p.
53. [N. de los I : existe traducción al castellano, Kant, I., Crítica de la razón pura
(trad. de P Ribas), Alfaguara, Madrid, 1988, p. 65.]
2 Ibíd., p. 137. [N. de los I : ibíd., p. 171.]
mente en la intuición, por oposición a un entendimiento intuiti
vo o divino cuya representación produciría sus objetos. De este
modo, la intuición no resulta emplazada en el corazón de la expe
riencia, sino para que sea inmediatamente reconocida su finitud,
por oposición a un entendimiento verdadero. Pues la finitud de
nuestro entendim iento, que no “sólo puede pensar y que tiene
que buscar la intuición desde los sentidos”3, descansa sobre la ñni-
tud de la intuición misma en calidad de poder fundamental del
conocimiento incapaz de crear sus objetos y constreñido por tan
to a recibirlos.
¿Cómo recibe la intuición sus objetos al menos? Pues la recep
tividad de la intuición, que constituye su finitud, no podría ser
delinida desde el exterior en su referencia antitética al concepto-
límite de un Íníuiíus originarias. Más bien debe ser captada en su
positividad interna, a saber, fenomenológica, si no designa otra
cosa en realidad que la fenomenicidad corno tal, si,ser recibido
para un objeto de la intuición, ser intuido, es mostrarse, es ser un
fenómeno. Ahora bien, para la intuición, esta capacidad de recibir
-e s decir, para el objeto, de mostrarse..consiste en la institución
de una relación en virtud de la cual lo que tiene cure' ser recibido
e intuido se halla colocado precisamente en 1a condición de o b je
to, puesto delante y, de este modo, visto, intuido, conocido. La
declaración liminar de “La Estética Transcendental” afirmaba de
entrada que todo conocim iento, sea como fuere, consiste en ¡a
relación con unos objetos, y la intuición es captada com o la condi
ción de todo conocimiento posible sólo por cuanto se trata de la
realización “inmediata” del mismo.
Una intuición semejante, que pone inmediatamente a distan
cia y, de este modo, se ob-jetualiza aquello que puede entonces
recibir como ob-jeto, es la intuición pura presupuesta por toda
intuición empírica. Pues la intuición de un ente cualquiera no es
posible más que mediante la puesta a distancia previa de éste. No
hay dos tipos de intuición, pura la una, empírica la otra, ontoló-
gica la una, óntica la otra, sino una sola esencia de la intuición, la
cual consiste en dicho distanciamiento original. “Intuiciones puras”
son el espacio y el tiempo. Pero espacio y tiempo no son intuicio
nes sino en cuanto portadoras de la trascendencia original en la
cual se instituye el horizonte extático en cuyo seno todo ente será
acogido y hecho visible en cuanto objeto, o sea, en el enunciado
tautológico: “En cuanto objeto de una experiencia posible”. Espa
cio y tiempo no son, a decir verdad, más que los modos según los
cuales se lleva a cabo dicha transcendencia; y si las intuiciones
externas son, ellas también, intuiciones internas, si el tiempo inclu
ye en él al espacio, es porque ese tiempo que constituye la estaic-
tura delsenddo interno no es otra cosa que la pro~yección del hori
zonte primordial de ob-jetividad que forma la dimensión apriorís-
tica de toda experiencia posible en cuanto experiencia de objeto,
o sea, la esencia de la representatividad.
Pero el pensamiento mismo es representación. Es, más exac
tamente, su unidad, y ello en la misma medida en que descansa
sobre la intuición, en que “la representación que puede darse con
anterioridad a todo pensar recibe el nombre de intuición”4. Aho
ra bien, dada la transcendencia extática que habita las intuiciones
originarias del espacio y del tiempo, las cuales crean el contenido
ontológico puro que reciben, y por la recepción del cual eí ente es
recibido a su vez en calidad de lo ob-jetualizado, por tanto, el ek-
stasis, originalmente creador de la diversidad pura del espacio y del
tiempo, no es posible más que si lleva a cabo la síntesis de esta
diversidad y la mantiene en la unidad de su visión. El pensamiento
es justamente la unidad sintética a ¡morí, de la diversidad de la intui
ción y es exigido por ésta. Pues si no quiere perderse en la dis-per-
sión de tal diversidad y desaparecer en ella, toda intuición presu
pone la acción de este poder de asociación que hace de ella una
intuición, es decir, una conciencia, de tal manera que la unidad
analítica de la conciencia, sin la cual nada sería, descansa sobre la
unidad analítica de la apercepción. Las categorías no son otra cosa
que las diferentes maneras que tiene el pensamiento de llevar a
cabo la síntesis de la diversidad, conduciéndola así constantemente
a su unidad.
La cuestión del primado del pensamiento o de la intuición en
la composición del poder transcendental de la conciencia se mues
tra ilusoria si el primero se une a la segunda para constituir dicho
poder, si la síntesis de la diversidad lo presupone y, a un tiempo,
lo hace posible. ¿O es que una sinopsis pertenecería ya a la intui
ción? O incluso, ¿acaso la síntesis más original no sería la del poder
sobre el que reposa la intuición misma, a saber, el ek-stasis de la
exterioridad en la que se origina toda diversidad? Empero, un ek-
stasis semejante habita el pensamiento mismo. Dicho ek-stasis es
la esencia común tanto del pensamiento como de la intuición,
aquello que funda su unidad. El problema de la unidad del poder
transcendental del conocimiento no es en primer lugar el de la uni
dad de la intuición y el pensamiento, atañe más bien a aquello que
en cada uno de ellos asegura con carácter de ukimidad la unidad
que ponen en juego, o sea, la unidad del ek-stasis como tal. Esta
unidad es, a saber, la coherencia interna del proceso transcendental
de exteriorización de la exterioridad, lo que Kant se afana en reco
nocer y fundar, y ello porque un proceso así constituye a sus ojos
la condición de toda experiencia posible en cuanto relación con
un objeto en general Y de ahí que el kantismo sea una metafísica
de la representatividad, puesto que el ek-stasis es la esencia de ésta,
al hacer posible toda venida al ser en cuanto venida al fenómeno,
bajo la condición de Objeto.
La significación de la crítica kantiana es ambigua. Consiste, por
una parte, en el seno de una visión filosófica todavía sin prece
dentes, en pensar la condición transcendental de toda experien
cia posible, la cual es reconocida como esta esencia de la repre
sen tadvidad. Si, no obstante, semejante condición transcendental
de toda experiencia posible es de manera idéntica la de todo ser
posible para nosotros y, por consiguiente, delimita una ontología,
nos damos cuenta enseguida de que, lejos de ser éste el resulta
do, lo que en verdad sucede es que se auto-destruye. Pensamien
to puro e intuición pura componen ju m os la estructura extática
del ser en cuyo análisis consisten. Ahora bien, esta estructura del
ser no contiene todavía por sí misma ningún ser, esta- condición
de toda existencia no contiene ninguna existencia y no puede pro
ducirla. Hay que demandársela a un elemento radicalmente hete
rogéneo: a ia sensación. De este modo, de entrada, se nos descu
bre el segundo aspecto de la Crítica y, a decir verdad, su intuición
abisal: la esencia que originalmente aporta la existencia, el poder
inaugural del ser, no es el ek-stasis y no reside en él.
Por tanto, es esta segunda significación la que es propia de la
Crítica. Si ésta se esfuerza en sus análisis principales en funda
mentar la coherencia de la representación y, especialmente, la deter
minación interior de la intuición pura por ios conceptos del enten
dimiento, resulta, sin embargo, que tal determinación no es todavía
nada, no siendo determinación de nada, y ello mientras no acoja
en sí a lo completamente otro que ella, a saber, la sensación pre
cisamente, la impresión - Empfindung~ . Pues la crítica del cono
cimiento no consiste sólo en el esclarecimiento de su condición
apriorística de posibilidad en cuanto posibilidad de la representa
tividad y, de este modo, de todo objeto posible; consiste más bien
en la crítica de esta condición transcendental y, así, en la crítica radical
de la representatividad m ism a, y ello en la medida en que ésta se
muestra constantemente incapaz de conducir por sí misma a una
experiencia efectiva, incapaz de exhibir por sí misma una realidad
-e n la medida en que no es más que una forma vacía- . La deter
minación de la representatividad como forma y como forma vacía,
y de la realidad como ajena a ella, tiene lugar de manera conjunta
y antitética en la Crítica de la razón pura, de tal modo que la segun
da, la realidad, queda confiada a la sensación y sólo a ella: “la sen
sación", dice Kant, “es lo que designa una realidad”. Una repre
sentación pura, al contrario, por ejemplo, el espacio - “el espacio
misino no es más que simple representación”--, es incapaz de exhi
bir en sí y por sí una realidad tal, “lo único que puede conside
rarse real en él [en el espacio! es lo que en él es representado...
mediante la percepción”, la cual reposa sobre la sensación y remi
te a ella5. Con carácter general, el segundo postulado del pensa
miento empírico relativo al conocimiento de “la realidad... exige
la percepción (y, consiguientemente, la sensación, de la cual somos
conscientes.. ,”6. De este modo, la sensación juega verdaderamente
el papel de un origen, es el ser mismo, la realidad. La existencia
encuentra en ella su fundamento, la experiencia como experien
cia efectiva y concreta no es posible más que gracias a ella, que es
siempre la experiencia empírica de una existencia ella misma empí
rica.
Nos encontramos pues en el corazón del pensamiento kantia
no y de su aporía. Y dado que el kantismo no es sino la ejemplifi-
cación acabada de una metafísica de la represen tatividad, es ésta
la que resulta realmente cuestionada, y la que va a ofrecemos su
verdad más radical al mismo tiempo que se prepara para ocultar-.-
la para siempre. Que la sensación sea lo otro que la representación-
y que esta última sea por si misma impotente para producirla, quie
re decir lo siguiente: el ser de la sensación, el ser de la impresión
no es justamente la represen tatividad como tal y no puede ser redu
cido a ella. ¿Qué es pues el ser de la impresión en cuanto irreductible
a ¡a representatívidad sino la auto-impresión original en la que toda
impresión se auto-impresiona ella misma y, de este modo, es posible como
lo que es, sino la esencia radicalmente inmanente de la vida en la medi
da que excluye todo ek-stasis?
Sin embargo, Kant no considera la impresión com o lo total
mente otro que el ek-stasis más que para asimilarla inmediatamente
a éste, puesto que la sensación no es sino en cuanto intuida, es decir,
recibida por el sentido interno cuya estructura, idéntica a la del
tiempo, es la estructura del ek-stasis mismo como tal. Con esta
reducción del ser de la impresión a la representatívidad, el ele
mento transcendental inherente a la sensación, a saber, la afecti
vidad en cuanto su condición apriorística de posibilidad, en cuan
to la esencia original de la revelación sin la cual no tendría lugar
nunca ninguna impresión y ninguna sensación, resulta completa
mente silenciado, reemplazado por la representatívidad, por la con
dición transcendental de la experiencia en cuanto experiencia de
los objetos de la experiencia. Dado que semejante condición es
puesta por Kant en calidad de condición de posibilidad de toda
experiencia posible, él no sólo desconoce la posibilidad de la expe-
7 Como lo había percibido Descartes, con una profundidad infinita, cf. supra.,
cap. II, p. 56.
6 Benno Erdmann, Reflexionen Kants zur kritizchen Phílosophie, 11, n.° 413, p.
126. Cf. también la afirmación de la Critique de la raison puré: “No podemos per
cibir el tiempo en sí mismo” (op. cit., p. 178). [N. de ¡os I : Crítica de la razón pura,
op. cit., p. 215.J
cimiento, que, sin embargo, no se realiza más que bajo la condi
ción de la sensación. Aquí se invierte ya ei condicionamiento recí
proco de la intuición pura y la intuición empírica: ésta no sólo
encuentra su condición en aquella, sucede más bien que la intui
ción empírica la hace efectiva y le proporciona secretamente su
fundamento. Sin embargo, esta verdad última de la Crítica, según
la cual todo conocimiento efectivo descansa en último lugar sobre
la sensación y la presupone, queda enmascarada porque ésta no
es tomada en cuenta sino como intuición empírica, de suerte que
todavía aparece corno tributaria de la intuición y, por ende, de la
representación que la funda.
El examen del pensamiento puro, que co-constituye con la
intuición pura el poder transcendental del conocimiento, mues
tra que la sensación pertenece necesariamente a la experiencia efec
tiva y real como el fin en virtud del cual tal poder no constituye
más que un medio. El pensamiento es la unidad a pñoñ de la aper
cepción que ejecuta la síntesis de la diversidad por la acción de
sus categorías. Ahora bien, Kant nos dice lo siguiente: “Es digno
de notarse el hecho de que no podemos entender la posibilidad de
una cosa atendiendo a la mera categoría, sino que debemos dis
poner siempre de una intuición para mostrar en ella ia realidad
objetiva del concepto puro del entendimiento”. Y ello porque “las
categorías no constituyen por sí solas conocimiento alguno, sino
meras form as del pensamiento destinadas a convertir en conoci
mientos las intuiciones dadas”. Que de estas intuiciones dadas
resulten intuiciones empíricas, es ío que se sigue com o conse
cuencia de esta “Observación general sobre el sistema de los prin
cipios” -por ejemplo, a propósito del principio de causalidad, que
nosotros hemos podido probar, dice Kant, “sólo... como princi
pio de la posibilidad de la experiencia, es decir, como principio del
conocimiento de un objeto dado en la intuición empírica, no a par
tir de simples conceptos”9- , y más generalmente, de la tesis esen
cial y continuamente reafirmada según la cual la categoría no tie
ne más que un uso empírico.
Esta prescripción ineludible de la Crítica que nos prohíbe dar
“un paso más allá del mundo de los sentidos”30 se expresa tam
bién en la tesis según la cual todo conocimiento es un conoci
miento sintético. Sintético ya no designa aquí al pensamiento mis
mo en cuanto su esencia se agota en el vínculo de la diversidad,
sino, más bien, el hecho de que, reducido a esta síntesis a pñoñ
de la intuición pura y tomado como tal, no produce conocimien
to alguno sin sensación, dada en calidad de dis-puesta en el ek-sta-
9 Critique de la raison puré, op., cit., pp. 212-213, subrayado por Kant. [N.
de ¡os I : Crítica de ¡a razón pura, op. cit., p. 255]
![) lbíd., pp. 287-288. [N, de los I: ibíd,, p. 368.]
sis del espacio y el tiempo y reunificada en la unidad del pensa
miento, aunque independiente de éste. Una proposición de cono
cimiento es una proposición sintética, a saber, que se asocia a un
sujeto que sin ello permanecería vacío, un predicado que reposa
siempre sobre una intuición empírica y, por tanto, sobre la sensa
ción. Esta es la razón por la que Kant declara que “no es posible
construir una proposición sintética a partir de simples categorías",
que no se ha '‘conseguido jamás demostrar una proposición sin
tética a partir de simples conceptos puros del entendimiento’'’11.
Esta incapacidad dei. concepto para proporcionar por sí m is
mo el contenido de un conocim iento efectivo, para.permitir el
desarrollo de éste y su progresión, jugará en la crítica de los para
logismos de la psicología racional un papel decisivo.' AI consistir
en la repetición tautológica de sí mismo, sin poder probar su corres
pondencia con cosa alguna en el dominio de 1a realidad, el con
cepto no es más que una cuestión cuya respuesta hay que pedír
sela a un elemento de otro orden. "El concepto”, dice Kant, “gira
siempre en tomo a sí mismo y no nos hace progresar en relación
con ninguna cuestión que tienda a un. conocimiento sintético”, y
ello porque, como volveremos a repetir, “para cualquier solución
sintética nos hace falta la intuición”12,
Pero esta indigencia del concepto es todavía mayor, no se limi
ta al hecho de que, reducido a sí mismo, permanece como el redo
blamiento analítico de un principio lógico impotente para devenir
por sí mismo concepto de una realidad, concepto de un objeto. Desig
na con y mayor hondura la imposibilidad principial en que se halla
tai concepto para llevar en primer lugar al conocimiento de sí. Pues
éste último conocimiento no es precisamente tal, no exhibe en sí
ninguna realidad, com o realidad en este caso del concepto m ism o, y
no puede conducir a su captación; no es más que una conciencia
vacía y formal cuyo estatuto queda indeterminado y su afirmación
sin fundamento.
Ahora bien, la indigencia ontológica del concepto, incapaz de
exhibir en sí ninguna realidad, y en primer lugar su propia reali
dad, no le es propia; atañe al poder transcendental del con oci
miento en general y, por consiguiente, a la intuición en sí misma
en calidad de intuición pura. Es la estructura extática como tal, la
esencia de la representatívidad, la que es ajena a la realidad y, en
lugar de llevarla consigo, se encuentra esencialmente privada de
ella. De ahí que esta condición, que se predica de toda experien
cia posible, se vea obligada a buscar fuera de sí aquello que por
principio le falta, aquello en virtud de lo cual deviene intuición,
intuición receptora y como tal finita. La finitud de la intuición no
es un carácter que le sea propio y que estemos obligados a cons
tatar en ella como una propiedad inexplieada y fatal de la condi
ción humana; proviene de una presuposición anterior y, además,
impensada que hiere en el corazón tanto al kantismo como a toda
filosofía de la representación en general, a saber, la reducción de la
esencia de la subjetividad absoluta a la representación. Como la subje
tividad no tiene en sí misma en cuanto tal ninguna realidad, como, al
no experimentarse a sí misma y al no darse misma como lo que es, no
es una vida, no es la Vida, entonces, desprovista así del dem ento onto
lógico de realidad, tiene que buscarlo Juera de sí misma. De tal modo
que el despliegue extático de la exterioridad según las modalida
des fundamentales de la representación, que son la intuición pura
y el concepto, no es, para una subjetividad que no es tal, que no
es el ser, más que la manera de alcanzarlo precisamente fuera de
ella, en su representación y por ella,
Pero la exterioridad tampoco es el ser; lo que exhibe m ien
tras se exhibe a sí misma en el afuera del horizonte fenomeno-
lógico que constituye no es sino el vacío de ese horizonte, no
es todavía nada: según el mismo Kant, el poder transcendental
del conocim iento es incapaz de fundar un conocim iento efecti
vo, es decir, incapaz justam ente de poner una realidad. ¿Qué es
pues la realidad en cuanto no susceptible de ser puesta por ek-
stasis? Ya lo hemos dicho, es la sensación. Pero, como también
acabam os de ver, la sensación no es posible sino porque ella
misma se auto-impresiona sobre el fondo en ella de la esencia
de la subjetividad original en calidad de la vida. Lo que la subje
tividad kantiana busca fu era de sí no es otra cosa que su propia esen
cia, la esencia de la Vida. El ente empírico y contingente al cual,
de acuerdo con las enseñanzas de la Crítica, debe unirse el poder
transcendental del conocim iento, reducido a una forma vacía,
para poder llegar a un conocim iento sintético, oculta en sí el A
priori verdadero. De ahí que este elem ento contingente sea lo
más necesario para una experiencia auténtica, la cual no es en
efecto posible sino com o una modalidad de la vida y que pre
supone a ésta.
Lo que pone de manifiesto la crítica de los paralogismos de
la psicología racional es precisam ente que el ek-s£asis, vaciado
por sí mismo del elemento ontológico de la realidad y constre
ñido a re-encontrarlo fuera de sí, trata ahora de recuperarlo en
calidad de diversidad empírica, por consiguiente, como intuición
empírica. La psicología racional es una ciencia del alma, es decir,
del yo [moí], o mejor, de su esencia, de la esencia de la ipseidad
como esencia original de la subjetividad - la cual ha llegado a ser
en el kantismo la condición transcendental de posibilidad de los
objetos de la experiencia, o sea, el ek-stasis propiam ente-. Pero
Ia psicología racional es una ciencia pura y apriorística que pre
tende alcanzar un conocim iento real del alma - d e la subjetivi
dad, del “pensam iento”- apoyándose en el mero pensamiento,
en la mera subjetividad, haciendo abstracción de todo predica
do empírico que no haría sino atentar contra su pureza. Una cien
cia así, como ciencia apriorística de la subjetividad, fundada úni
camente en la subjetividad, sólo es posible por cuanto su esencia
consiste en la auto-revelación de sí. Por el contrario, cuando ía
subjetividad es reducida a ek-stasis, es decir, cuando la fenome
nicidad es la de la exterioridad, todo conocim iento y toda cien
cia son posibilitados por dicha exterioridad, y muy especialmente
el conocim iento de sí. La crítica kantiana del paralogismo de ia
psicología racional despliega entonces ante nosotros sus pres
cripciones:
La psicología racional es una ciencia pura del alma que se apo
ya sólo en el pensamiento. No obstante, un conocimiento en el
que no interviene predicado empírico alguno no es un con oci
miento sintético. Sólo puede hacer ostentación de predicados trans
cendentales, que son vacíos. Consideremos estos predicados, la
sustancialidad, la simplicidad, la identidad, ia existencia distinta:
son ciertamente predicados del pensamiento. Pero a falta de ser
una subjetividad efectiva, fundada sobre el fenómeno de su pro
pia esencia, el pensamiento kantiano no es más que la unidad pro
blemática y formal de un conocimiento posible (que no alcanza a
ser real más que bajo la condición de la intuición empírica). Los
predicados transcendentales son simplemente los predicados de
esta unidad problemática y formal, su reduplicación y explicita-
ción puramente analítica: problemáticos y posibles como ella, no
constituyen en modo alguno los predicados de un ser real, el del
yo [moi]. Así, la psicología racional no consigue definir un cono
cimiento real del yo [moi] , pues para ello necesitaría de la ayuda
de predicados empíricos fundados sobre una intuición empírica
que trata precisamente de eludir.
Sin embargo, el poder transcendental del conocimiento se mues
tra deficiente no sólo del lado de la intuición, también del con
cepto, y ello porque no dispone de un verdadero concepto del yo
[moi] . Un verdadero concepto, en primer lugar, es algo más que
una categoría, es un concepto de objeto, que determina una intui
ción de la que hipotéticamente carece la psicología racional. Pero
esto no es todo: haría falta, además, que ese concepto de objeto
fuese el concepto del yo [moi]. Por tanto, aunque la condición
transcendental del conocim iento pueda ser asimilada a un con
cepto entendido en sentido amplio, como concepto de un objeto
en general, todavía no es, en manera alguna, un concepto de un
yo [moi], con mayor razón de mi yo Imoi]. La conciencia, dice Kant,
no es “una representación destinada a distinguir un objeto espe
cífico”13, por tanto, no puede permitirme por sí misma discernir
mi ser propio en su especificidad, por cuanto no me proporciona
el concepto particular de ese objeto particular que yo llamo yo
[moi] . Apoyándose sólo en el pensamiento (en la subjetividad), tal
como Kant la entiende, en cuanto condición lógica de la repre
sentación, no tenemos, pues, ni concepto ni intuición de un yo
[moi] ; nos falta la totalidad de las condiciones requeridas por la
ontología kantiana para que se produzca un conocimiento cual
quiera, o sea, un fenómeno electivo.
Sin embargo, el fracaso de ia psicología racional nos coloca ante
la siguiente pregunta: ¿Cómo determinar el ser de nuestro yo Imoi],
cómo conocerlo, si no puede ser a partir del pensamiento puro? Más
aún, ¿de dónde viene a nosotros la idea misma de un yo [moi], es
decir, del ser que somos, si es verdad que ninguno de nosotros se
expresa jamás a propósito de sí mismo de otro modo que diciendo
incansablemente: yo [je], yo Imoi]? La teoría de la experiencia inter
na proporciona la respuesta a esta cuestión. Consiste en la simple
reafirmación de los presupuestos habituales de la ontología kantia
na. La experiencia interna producirá el ser del yo [moi] sometién
dolo a las condiciones de la experiencia en general. Se cumplirá, por
tanto, con la determinación intuitiva de un concepto que desem
bocará en el conocimiento del yo Imoi] empírico. En consecuencia,
para ser, el yo debe ser recibido en primerísímo lugar en la intuición:
por una parte, se suministrará un elemento empírico específico, una
impresión, que intuida en el sentido interno, es decir, en el tiempo
y por él, habrá de ser sometida todavía a la acción de las categorías
que van a asignarle, igual que a cualquier otro dato empírico, un
lugar definido en el sistema global del universo, haciendo así de ella
un “fenómeno” en el sentido de un objeto de conocimiento.
Es precisamente la necesidad de someter esta impresión a las
categorías lo que lleva a Kant a rechazar el idealismo psicológi
co. La categoría o, con mayor propiedad, las categorías de sus
tancia y de causalidad, sólo pueden aplicarse a un objeto per
manente que el sentido interno, al no ser otra cosa que la forma
temporal en la que todo se desliza y en la que nada permanece,
no puede exhibir. La vida interior, es decir, la sucesión subjetiva
de las im presiones en el sentido interno, no puede ser con sti
tuida por la acción organizadora de la categoría; es decir, no pue
de ser pensada ni conocida más que si el sujeto del conocimiento
se apoya en un universo objetivo y en un orden permanente de
los objetos en el espacio.
La consideración de la refutación del idealismo problemático
ofusca grave roen te una intelección verdaderamente filosófica de la
teoría kantiana del yo [m oi]. En lo sucesivo, serán silenciados los
problemas fundamentales que atañen a la interpretación últim a
del ser. El interés se desplaza hacia una cuestión relativamente
secundaria, la de saber si existe una serie subjetiva autónoma y si
la experiencia interna, es decir, el conocim iento empírico del yo
[mol] en el tiempo, es definitivamente solidaria de la determina
ción de un orden objetivo extemo. Con esta cuestión, ciertamen
te, se aparenta preguntar si no existen dos tipos de experiencia., o
bien, si esta dualidad sólo es aparente y, de hecho, no se retrotrae
a la mera experiencia de los fenómenos reales, o sea, objetivamente
determinados por las categorías. No se ve que, aun cuando Kant
hubiera admitido la existencia de una serie subjetiva autónoma,
las modalidades que la componen, al ser recibidas en el sentido
interno cuya forma es el tiempo, es decir, la estructura original del
ek-stasis, permanecen sometidas a ésta y, así, en calidad de repre
sentaciones, tal com o Kant las llama constantem ente. De este
modo, el ser del yo [moi] se halla reducido a las representaciones
y al objeto que el conjunto de estas componen; cuando nada repug
na en verdad más a la esencia de la ipseidad y a sü posibilidad
interna que el ser-representado cómo tal. Se nos descubre aquí la
aporía con la que tropieza toda metafísica de la representatividad
en su tentativa de determinar el ser de un yo [moil, como lo m os
trará una crítica radical de la experiencia interna en Kant.
En el efc-stasis que funda la representación, en este caso el sen
tido interno, tenemos acceso a la exterioridad, la cual se nos mues
tra como tal, como el elemento ontológico de una alteridad pura.
El sentido, según declaración expresa de Kant, designa una afec
ción por parte del ser ajeno, y ello es así en primer lugar para el
sentido interno. Precisamente porque el sentido interno está cons
tituido por el ek-stasis del tiempo, el cual condiciona todo uso de
un sentido natural, puede éste ser un sentido y, sobre la base de
dicho ek-stasis, ponemos en relación con un ser cualquiera com o
ajeno a nosotros. El paralogismo sutilmente intuido en la teoría
kantiana del sentido interno consiste en la propia designación de
este sentido -designación que nada autoriza, por cuanto su esen
cia lo convierte en el sentido de la exterioridad, un sentido exter
no, por tanto, y nada m ás-. Para disociar el sentido externo de lo
que él llama sentido interno, Kant dispone ciertamente de la dife
rencia de las propiedades intuitivas puras, es decir, fenomenoló-
gicas, del espacio y el tiempo. Pero el hecho de que el contenido
intuitivo puro del tiempo difiera del espacio aún no hace de él, en
modo alguno, un contenido interno, como tampoco del sentido
que lo exhibe en un “sentido interno”. Se puede pensar más bien que
la exterioridad del espacio reposa sobre la que despliega el ek-sta
sis del tiempo en el “sentido interno”, de suerte que el espacio
mismo es en el tiempo y, como dirá Heidegger, “en el m undo”.
Con todo,: esta situación oncológica insoslayable resulta enmasca
rada por la presuposición de que el contenido puro pro-dticido en
el ek-stasis del. tiempo en el sentido internó se refiere a un y o [moí]
y le pertenece (presuposición totalmente infundada en Kant y, lo
que es más, absurda si es verdad que la ipseidad está posibilitada
en una afección cuyo contenido, es decir, el afectante, es idéntico en
ella al afectado y, de esta manera, no es nada exterior a él, nada
diferente a él), si el ego es por principio lo n o susceptible de ser
intuido. ¿Corno, por otra parte, llegará el poder que intuye (el poder
transcendental del conocim iento) a la idea de que aquello que
intuye en la exterioridad es un yo ¡moí 1 y, más aún, su propio yo
¡moí}? ¿Cómo podría querer buscarlo en esa exterioridad en la que
todo es exterior? ¿Cóm o haría pues para reconocerlo si no lo pose
yese primero en sí, como ese Sí que lo habita y que él mismo es,
por tanto, con anterioridad al ek-stasis, antes de la intuición e inde- .
pendientemente de e l l a ? . - . r ; .
No obstante, Kant reclama con obstinación la intervención de
una intuición para la determinación del ser del yo [moí]. La teoría '
de la experiencia interna busca esta intuición bajo la forma de la
impresión del sentido “interno’1, mientras que el paralogismo de
la psicología racional consiste en pasarla por alto. Es preciso aho
ra ver con detenimiento el motivo filosófico de esta exigencia de
una intuición en el caso del conocimiento del yo [moi], y por qué
la problemática kantiana ha podido desviarse hasta el punto de ver
en la diversidad intuitiva --privada por principio de aquello que
constituye la ipseidad del S í- , muy al contrario, la condición indis
pensable de la experiencia y de la existencia de éste. Para nosotros,
la razón de ello radica en el reconocimiento tácito de la pasividad
inherente a la esencia de la ipseidad y que la constituye. El pen
samiento es, según Kant, una pura espontaneidad: que dicho pen
samiento no contenga en sí el ser de un yo [moi] depende del hecho
de que éste yo carece del poder de ponerse a sí mismo, de tal mane
ra que, al contrario, su ser tiene que ser recibido, dado en la intui
ción, por consiguiente, en calidad de intuición receptora. A sí-ta l
es la profunda visión de Kant-, el yo [moí] no se produce en cier
to modo a sí mismo, no puede adquirir el concepto que tiene de
sí mismo a priori, sino sólo em píricam ente14. Pero dado que el
autor de la Crítica no conoce otro modo de receptividad que la
intuición, es decir, el ek-stasis, aquello que debe ser recibido se
pro-pone entonces como lo otro en el elemento de la exterioridad
y, así, como aquello que ya no puede ser un yo [moi]; y esto es lo
H De ahí que Kant rechace “aplicar al yo [moi], como ser pensante, el con
cepto de sustancia, es decir, el de un sujeto que subsiste por si mismo" (ibíd., p.293,
cursiva nuestra). [N. de los I : ibíd., p. 370, traducción parcialmente modificada
por nosotros.]
que establecerá ahora un examen crítico de la materia del sentido
interno.
Lo que ahora se trata de recibir, en efecto, y lo que ha de pro
porcionar el ser del yo ¡moi] , ya no es la exterioridad, la cual no es
más que una alteridad. pura y, en todo caso, sólo constituye una
receptividad segunda en relación ai pensamiento (puesto que es
verdaderamente producida por el poder transcendental del con o
cimiento, en este caso por el tiempo, que es una intuición origi
naria, creadora de su contenido propio). La exterioridad, más bien,
es aquí la mediación gracias a la cual debe precisamente ser reci
bido aquello que supuestamente aporta el ser del yo- Imoi], a saber,
la impresión del sentido interno, y ello en la medida en que es
puesto a distancia por obra de esta exterioridad; dicho en lengua
je kantiano: en tanto que intuido en el sentido interno. Pero, ¿aca
so la materia del sentido interno es susceptible de exhibir en ella
al ser de un yo?
Hay que decir en primer lugar que no' nos, está permitido sin
más determinar en qué consiste dicha materia. En'la medida en
que el sentido interno no es otra cosa que la lo una pura de la intui
ción temporal -e l e k - s t a s i s dicho sentido no parece tener ningu
na materia propia. Sólo a condición de designar el modo en virtud
del cual el espíritu aprehende la diversidad de la intuición externa,
puede el sentido interno recibir la significación transcendental que
le asigna el esquematismo, y conforme a la cual un tiempo puro
y por así decir, privado de toda propiedad intuitiva irreducible,
puede plegarse a la acción de la categoría y servirle de mediación.
Ahora bien, como hemos visto, no existé ningún concepto del yo
fmoij que, subsumiendo una diversidad cualquiera, pueda, por
mor de dicha subsundón, constituir la materia específica del obje
to yo [moi]. Al contrario, corresponde a la diversidad de ia intui
ción especificar el objeto del conocimiento. Dado que no existe
un concepto de objeto del yo [moi] independiente de la intuición,
corresponde a ésta la tarea de fundar tal concepto, que sólo llega
rá a serlo verdaderamente si se determina una intuición específica
del mismo. Le toca al sentido interno proporcionar una diversidad
que ya no sea cualquiera.
Y es justam ente de esto de lo que no es capaz: puesto que la
materia del sentido interno, es decir, la impresión recibida en él,
lo es en realidad en la exterioridad original del ek-stasis y por ella,
dicha impresión sólo es algo impresivo, intuitivo, sensible pero
trascendente, comparable en todos sus puntos a las intuiciones
sensibles externas, en las que no está permitido distinguir nada
que las refiera a un yo más bien que a cualquier otro objeto. Este
es el ineluctable destino con que tropieza toda concepción extáti
ca del ser y su pretensión de no reconocería impresión como un fe n ó
meno más que en ¡a intuición: privarse en lo sucesivo, al mismo tiem
po que de la esencia Interior de la impresión como auto-impresión
y como ípseidad, del vínculo original que, sobre el fondo de su
esencia, une esta impresión a un “yo” fmoíj .
Desde la segunda edición de la Crítica, se alumbra algo así como
una tentativa vana e inconsciente de superar esta última dificul
tad, un esfuerzo para fundar la especificidad de lo diverso del sen
tido interno -y ello, precisamente, asociándolo a ese yo [moi} cuyo
conocimiento ha de hacer posible-. Semejante diversidad, en efec
to, deja de ser cualquiera sí encierra en ella ciertas impresiones que
provienen de la determinación de ese sentido, ya no por el objeto
externo, sino por los propios actos del entendimiento que siguen
a su conocimiento y, así, por el Yo [ Je] que les pertenece. Por tan
to, las cosas suceden de este modo: el poder transcendental del
conocimiento opera la síntesis de lo diverso de la intuición exter
na aplicándole sus categorías y construyendo el objeto de la per
cepción; pero, mientras que, vuelto así hacia el objeto exterior, lo
constituye y lo determina, cada acto transcendental de determi
nación afecta interiormente al sentido interno, produciendo un
choque que aparece como el contragolpe de su ejercicio y que no
es otra cosa que la impresión o la sensación del sentido interno.
Ésta ya no es, pues, una sensación cualquiera semejante a las que
el espíritu asocia a las cosas externas. Por cuanto ésta tiene su ori
gen en el yo [moi] que construye el universo, está ligada a él como
aquello que resulta de él y, así, se propone como aquello diverso
y específico del sentido interno cuya especificidad consiste justa
mente en su relación interna con un yo [moil.
Con la sensación específica del sentido interno, Kant dispone
de las dos condiciones que requiere su teoría del conocimiento,
más bien, de la existencia del yo [moil. En primer lugar, el elemento
empírico: la existencia del yo [moil, en efecto, com o en general
toda existencia, supone la sensación. Las representaciones a pño-
ri de suyo no adquieren la existencia más que en la medida en que
pertenecen al sentido interno, en calidad de modificaciones del
espíritu. Kant no confunde, todo lo contrario, el poder transcen
dental del conocimiento y el sentido interno, sino que, en virtud
de esta distinción fundamental, rechaza deliberadamente el senti
miento o la existencia del yo [moi] del lado de este sentido, o, más
bien, los interpreta como una modalidad que le pertenece y que
es la repercusión en él de un acto originario del poder de conocer.
Con otros términos, y creyendo seguir en esto a Descartes, Kant
disocia radicalmente el yo [je] pienso y el yo [Je] soy, el paso del
primero al segundo no es ciertamente un razonamiento, es el acto
en virtud del cual el espíritu se afecta a sí mismo, y ello por cuan
to que, al determinar las afecciones externas, produce al mismo
tiempo en él, en el sentido interno, una impresión que es la hue
lla empírica de este acto puro de determinación. La existencia del
yo [moi], el yo [je] soy, es esa impresión empírica que reduplica
inmediatamente el yo [je] pienso del pensamiento puro. En una
nota famosa de la segunda edición, Kant la llama una “intuición
empírica indeterminada”15. Ahí es preciso entender que todavía
no se ha sometido a la acción de la categoría. “La existencia”, aña
de la nota, “no constituye todavía, en este caso, una categoría”.
De este modo, nos encontramos en presencia de una ilustración
particularmente notable de lo que nosotros hemos reconocido
como un límite infranqueable de la definición extática del ser y la
existencia: 1a necesidad de buscarla fuera de las representaciones
puras del pensamiento y de la intuición, justam ente en la sensa
ción; en suma, la necesidad de poner la existencia independien
temente de la categoría de existencia. Lo que no es trivial, en efec
to, es el hecho de que semejante anomalía advenga a propósito de
la existencia del yo Imoi], Sin embargo, como ya hemos observa
do, en la ontología kantiana - y ello a pesar de sus presupuestos
extático s- la existencia en general se sustrae a las condiciones
generales de la experiencia, es decir, de la existencia.'.;
Que el conocimiento del yo [moi], después de esto., no se cons
tituya y logre más que con la determinación categorial.de la intui
ción empírica primitivamente indeterminada, no cambia nada en.
esta situación inicial y fundamental, al contrario, nos invita mas
bien a volver sobre ella. Pues la impresión del sentido interno fun
da la existencia del yo [moi] que servirá de base ai conocimiento
sólo si, allende la existencia, encierra también en ella un yo, y tal
era la segunda condición requerida por la teoría kantiana de la
experiencia interna. ¿Acaso no se cumple tal condición cuando
la impresión en cuestión expresa la resonancia inmediata (de ahí
que todavía no esté determinada por la categoría) del acto trans
cendental del yo [je] pienso en el sentido interno y, así, la exis
tencia en él de ese “Yo” [je]?
Sin embargo, la impresión sólo puede aportar consigo ese carác
ter de pertenencia a un yo [mol] como proviniendo de él si 1a ipsei
dad de ese yo [moi] ha sido establecida ahí donde ella despliega
originariamente su esencia, por consiguiente, en el seno del poder
transcendental del conocimiento, como el yo del yo pienso -só lo
si la existencia del Yo [Moi] transcendental ha sido previamente
reconocida y fundada-, Pero la crítica del paralogismo de la psi
cología transcendental consiste en repetir que del pensamiento
puro no puede deducirse la existencia de ningún yo [moi], hasta
el punto de que el Yo [je] del yo pienso sólo debe ser sustentado,
según la primera edición, problemáticamente. Así, la crítica kan
tiana pretende a la vez que el yo [moi] del pensamiento puro no
existe en realidad más que bajo la forma de la impresión d el sen
tido interno, la cual, empero, sólo es la existencia de un yo [moi]
por cuanto que supuestamente proviene ele ese yo [moil del pen
samiento puro que no existe, o que sólo existe en esa impresión.
Y eso no es todo: pues no basta con afirmar que la im pre
sión del sentido interno es producida por el sujeto transcen
dental que construye el conocim iento. A falta de perm anecer
como una simple hipótesis especulativa desprovista de interés,
el origen de esta impresión que la determina en su relación con
un yo [moi] debe exhibirse más bien en su efectividad fenome
nológica, exhibición que es la del sujeto transcendental mismo
en tanto que afecta al sentido interno. Semejante afección no es
nada más que la esencia de la subjetividad en la medida en que
se afecta a sí misma y, de este modo, se encuentra constituida
originariamente en sí misma com o auto-afección. Ahora bien,
esta afección no es simplemente fenomenológica: es el naturante
y la efectuación primera de toda fenomenicidad, el auto-apare
cer a sí mismo del aparecer y, así, su posibilidad principia!. Tam
poco está vinculada con un yo que sería externo a ella, cuya hue
lla misteriosa, cuyo reflejo portaría sobre sí, siendo la ipseidad
misma y su génesis interna. En esta auto-afección constitutiva
de la subjetividad hay todavía algo más, a saber, que ella no es
solamente lo que afecta (el yo [moi] transcendental), sino tam
bién lo afectado (el sentido interno), y esto por cuanto que fun
da la posibilidad de ser afectado en general. Y funda esta posi
bilidad porque es prim ero afectada por su propia realidad,
porque, com o auto-afección y com o subjetividad, c o m o auto-
im presión y com o esencia de toda im presión posible, es sus
ceptible de ser impresionada y afectada por cualquier otra cosa
y por el mundo. El sentido interno no recibe impresiones veni
das de otra parte y que existen antes en otra parte, es el lugar
donde se forman y, así, “se dan a é l”, y ello porque, en todo
aquello que lo afecta en el efe-síasis, se ha afectado desde ahora
a sí mismo en la afectividad de su esencia propia. Y por eso es
en verdad un sentido interno.
Pero el sentido interno en Kant es el eh-síast.s del tiempo, en él
lo que afecta y lo afectado son diferentes, externos uno al otro,
separados por la exterioridad como tal, la cual constituye la afec
ción misma, es decir, la fenomenicidad. Las condiciones de la auto-
afección que la definen secretamente no existen en el sentido inter
no tal como Kant lo comprende. Sin duda, podemos decir que ese
sentido produce el contenido de su afección y que, al producirlo,
es él mismo quien se afecta y, con ello, que “se afecta a sí mismo”.
En calidad de eñ-stasis, no obstante, es afectado por la exteriori
dad que produce como contenido puro de su afección, en modo
alguno por su propia realidad en él -q u e es el ser-afectado y su
posibilidad-16. Que ese sea el Mismo, por otra parte, el que afec
ta y el que es afectado, todavía no plantea más que la reduplica
ción tautológica de ese Mismo, no su esencia interna en calidad
de esencia de la ipseidad.
Empero, no podríamos relegar aquí al olvido una condición
decisiva de la existencia del yo [moí] exigida por Kant mismo: lo
que el sentido interno debe recibir para encerrar en él esta exis
tencia, no es justamente una exterioridad vacía, es una sensación.
Pero la condición de receptividad de una im presión, y no de la
exterioridad, ya no es el ek-stasis, es la auto-impresión que consti
tuye idénticamente la esencia de esta impresión y su recepción.
Ahora bien, según la brusca mutación de la problemática criticis-
ta que rompe deliberadamente con los presupuestos de una onto-
19 Ibíd., pp. 135, 284, 321, 322. [N. de los I : ibíd., pp. 170, 333, 361, 362.]
20 “La proposición ‘Yo pienso’, en ia medida en que afirma que existo pen
sando, no es una simple función lógica, sino que determina el sujeto (que enton
ces es, al mismo tiempo, objeto) en su relación con su existencia, y no puede tener
lugar sin el sentido interno, cuya intuición sum inistra siempre el objeto como
mero fenómeno, no como cosa en sí" (op. di., p. 321, 2."' ed.). [N. de los T: ibíd.,
p. 380.]
21 Ibíd., pp. 289, 278-279, 287, 322, 136. [N. délos I : ibíd., pp. 337, 328,
336, 361-362, 170, traducciones parcialmente modificadas por nosotros.]
2~ “No podemos decir que esta representación [yol sea un concepto, sino la
mera conciencia-que acompaña cualquier concepto” (ibíd., p. 281). Y también:
“Ese yo no es ni intuición ni concepto de ningún objeto” (ibíd., p. 308). [N. de
los T: ibíd., pp. 330-331,352.]
23 Ibíd., pp. 321, 284, 284, 286. [N. de los I : ibíd., pp. 361, 367, 367, 368.]
expresamente que el pensamiento no está dado ni al concepto ni
a la intuición. ¿Gomo puede entonces surgir él mismo en el ser?
Cuestión insoslayable si e!. ser del yo pienso es el dei poder que
intuye y que piensa, el del ek-stasis.
Dondequiera que Kant se esfuerza por designar el ser del yo
pienso considerado en sí mismo, la única expresión que utiliza sin
experimentar de inmediato la necesidad de rectificarla y reempla
zarla por otra, es la de representación intelectual. De lo cual con
viene entender primero, negativamente, que en semejante repre
sentación no interviene ya ningún elemento empírico, ninguna
sensación, y tales son electivamente ios presupuestos explícitos de
la Crítica -q u e buscan en la intuición la condición de existencia
del ser- , que están entre paréntesis. Positivamente', “representa
ción intelectual” significa que cuando digo ‘y o p i e n s o e n realidad
me represento que pienso. De entrada, Kant ha sustituido el cogito
por una representación de éste, ha sustituido elm o d o según el
cual se fenomeniza la fenomenicidad en esta dimensión original
de revelación que define el cogito mismo, el alma, el" pensamiento de
D escartes..revelación de. la que Kant no sabe nacía-, por la feno-
menicidad de la representación, la única que él conoce, la cual se
produce en el efc-stasis, en el pensamiento considerado como repre
sentación, y también en la intuición. Con lo que se explica la nota
anodina de la segunda edición de la crítica de los paralogismos y
su brusca transición desde la definición del yo pienso como pro
posición empírica, a la de ese mismo yo pienso como “represen
tación puramente intelectual (rein intellectuel24):
Ambas definiciones, la definición del yo [je], como intuición
empírica (indeterminada), y su definición, como representación
puramente intelectual - y también, en consecuencia, el desliza
miento de la primera a la segunda-, son posibles sobre la base de
la misma estructura extática de la fenomenicidad, sobre su misma
esencia.
La sustitución del cogito por su representación operada por
Kant se muestra en la manera misma en que constantem ente lo
aborda, como una expresión justamente, como el enunciado en el
que el pensamiento se representa a sí mismo -enunciado, expre
sión, que a pesar de todo ha ocupado su lugar, presentándose en
lo sucesivo por aquél-. De este modo, la “manera” que tiene Kant
de “llamar”, “designar”, “expresar”, “representar”, el yo pienso,
camufla y desnaturaliza su verdadero ser, reduciéndolo en cada
caso a ese apelativo, a esa designación, a esa expresión, a “la pro-
6 ibíd., p. 107.
7 Ibíd., p. 116.
cuyo modo de manifestación es el cuerpo, tesis que reclama a su
vez nuestra atención. Anotemos en primer lugar que esta tesis es
explícita: “La cosa en sí, por cuanto se manifiesta al hombre como
su cuerpo propio, es conocida inmediatamente”8. Sin embargo, si
el cuerpo no es más que el aparecer del querer, de acuerdo con la
división del aparecer según los dos modos fundamentales de su:
cumplimiento, ha de avistarse a sí mismo, y este desdoblamiento
del cuerpo es precisamente una de las afirmaciones más origina
les de .Schopenhauer (en el contexto alemán de la época), y ello-
debiclo a la duplicidad de su modo de manifestación: “.. .Ese cues-:
p o ... está dado de dos maneras completamente diferentes: por un
lado, como representación en ei conocimiento fenoménico...; y,
por otro, ai mismo tiempo, como ese principio inmediatamente
conocido por cada uno designado por la palabra voluntad”9. Lo',
importante en este texto, suficientemente importante como para--
que Schopenhauer haya juzgado conveniente escribirlo, en varias ,
ocasiones, no es sólo la repetición pasmosa de la conexión de la
voluntad con un modo de manifestación específico por cuanto
inmediato, lo importante para nosotros es ahora el “al mismo tiern--.
p o ”. Pues para Schopenhauer no hay como dos “realidades” del
cuerpo, dos cuerpos en cierto modo, si no es, en todo caso, en ei
aparecer y por él. Es en ei aparecer, en cuanto no es sólo Voluntad
sino también representación, como el cuerpo uno en sí (mi cuer-,
po) reviste un doble aspecto: uno, aquel que se hace merecedor
de tal nombre, ese lienzo de exterioridad en virtud del cual nues
tro cuerpo es semejante a los otros cuerpos; pero también ese
“segundo lado” que no es tal, que no presenta cara alguna a nin-;
guna mirada, que ya no tiene rostro, que no se da más que en sí;
mismo, ahí donde, al coincidir con la fuerza que me atraviesa, yo-
me hago uno solo con ella.
Es preciso tomar precauciones para no desconocer la intuición;
decisiva que Schopenhauer ha tenido de ese cueipo radicalmente;
inmanente y absoluto, que él llama precisamente, en calidad de
cosa en sí, la Voluntad, mientras que frecuentemente conserva el;
nombre de cuerpo para su aspecto objetivo: “Todo acto real dé:
nuestra Voluntad es al mismo tiempo y con toda seguridad-un-
movimiento de nuestro cuerpo; nosotros no podemos querer real
mente un acto sin constatar inmediatamente que aparece como
movimiento corporal”. La modificación objetiva corporal no podría
ser considerada en modo alguno como producto, como efecto del
acto de querer, y toda problemática de la acción del alma sobre el
cuerpo y de su eventual posibilidad está aquí, implícita pero, defi-
■Altivamente, descartada. Lo que hay que entender es que toda
determinación de la fuerza radicalmente inmanente que constitu
ye nuestro ser propio se nos da también al mismo tiempo que se
cumple, y siendo nosotros interiormente ese cumplimiento, bajo
la apariencia de un desplazamiento objetivo en despacio: “El acto
voluntario y la acción del cuerpo no son dos fenómenos objetivos
diferentes, enlazados por la causalidad... no son más que uno y
el mismo hecho; sin embargo, este hecho se nos da de dos mane
ras diferentes: por una pane, inmediatamente, por otra, com o
representación sensible. La acción del cuerpo no es más que el
acto de la voluntad objetiva, es decir, vista en la representación”10.
Schopenhauer ha tenido cuidado en precisar que el cuerpo pro
pio no se reduce en modo alguno a la mera apariencia que ofrece
en la “intuición representativa”, a lo que la tradición considera, en
resumidas cuentas, como “el cuerpo” en su presunta oposición al
“alma”; que, por el contrario, él encierra en-sí, en su ser real, y a
decir verdad como constitutivo deí mismo, la experiencia inme
diata del querer-vivir con el que se identifica: “Mi cuerpo es el úni
co objeto del que conozco no sólo uno de sus lados, el de la repre
sentación; conozco también el segundo, que es el de la;voluntad”u .
E incluso cuando se trata de comprender en qué difiere la repre
sentación del cuerpo de todas las demás, la respuesta descarta todo
equívoco: “Esta diferencia consiste en que el cuerpo todavía pue
de ser conocido de una manera absolutamente diferente y que se
designa con el término voluntad”12.
Ahora bien, el hecho decisivo que nos va a proporcionar la lla
ve del universo es que el cuerpo propio rio se reduce a la repre
sentación que se tiene de él como de cualquier otro objeto, sino
que “es también voluntad”. El “doble” conocim iento que tene
mos de nuestro cuerpo no constituye, pues, una simple propie
dad propia de ese cuerpo y limitada a él, aunque en cierto senti
do sea así. Pues nosotros sólo experimentamos en el fondo de
nuestro ser el querer-vivir, y nos identificamos con él, en nuestro
cuerpo y por él. Esta situación determina lo que Schopenhauer lla
ma el egoísmo teórico, es decir, la afirmación de que no hay en el
mundo más que una sola voluntad, la mía, por tanto, una sola rea
lidad, mientras que todo el resto se asimila a la apariencia fantas
magórica de la representación, a la condición precaria de todo lo
que para mí no es más que objeto. No obstante, esta afirmación
puramente teórica y, por otra parte, teóricamente irrefutable, cho
ca rápidamente con la analogía que yo descubro entre aquello que
yo experimento en el fondo de mi ser y los movimientos y fuerzas
que recorren la naturaleza: un mismo querer se manifiesta en mí
y en ellos, de igual modo que es ese mismo querer el que se reve
la inm ediatam ente en mí en mi cuerpo inm anente, y el que se
representa en mi cuerpo objetivo. De igual manera que en mí cuer
po es ese mismo querer interiormente vivido lo que se traduce “al
mismo tiem po5’ bajo la apariencia de desplazamientos y movi
mientos en el espacio, de igual manera reconozco actuando, como
principio de todos los movimientos que yo percibo alrededor de
mí en la naturaleza, y no sólo de los míos, no su causa, que no es
nunca más que aparente, ocasional, diría de buen grado Scho
penhauer, sino el mismo poder obstinado que actúa en mí y me
arroja cada día a mis deseos y necesidades.
Mi cuerpo es para mí, en mi conocimiento del mundo, lo que
la estela de Rosette fue para el desciframiento de los jeroglíficos.
Mi cuerpo es una tabla sobre la que están grabados dos textos: el
uno, perfectam ente inteligible y que yo conozco de memoria,
el otro, oscuro, compuesto incluso de caracteres extraños y formas
sorprendentes, y cuyo sentido, sin embargo, me va a aparecer brus
camente. Pues el sentido de estos pies y de estas manos, de estas
uñas y de estos dientes, de esta boca voraz, de este sexo y de este
ojo, es eso que yo se desde siempre, eso que yo soy, es el querer
vivir que brota a través de mí y al que me abandono. Pero como
el primer texto inscrito sobre mi cueipo me permite leer el segun
do, lo que me desvela es el secreto del libro del mundo entero: los
movimientos de estas manos y de estos pies que son los míos, de
estos dedos, de esta mirada, de estas uñas y estos dientes, seme
jantes a los que veo alrededor de mí en los animales, a las con
tracciones y a los desplazamientos de e so s pedúnculos, de esos
tentáculos, de esas antenas, de esas garras, a todas esas bocas y a
todos esos sexos a través de los cuales afluye la misma fuerza obs
tinada, el mismo querer que no cesa de querer aquello que en apa
riencia no obtiene jamás. E incluso en el mundo mineral, la estruc
turación de las cosas, la estratificación de las rocas, de los terrenos,
la imantación de los campos magnéticos, las configuraciones de
los cristales delatan por todas partes dónde se encuentra la mis
ma fuerza de coherencia que procura la cohesión de los grupos
sociales y de las sociedades enteras.
Así, en consecuencia, el velo se levanta de golpe sobre todos
los jeroglíficos del universo: no son más que los fenómenos y las
representaciones diversas de un mismo querer-vivir. Pero éste, la
realidad d e toda c o s a , la cosa en sí, no se revela más que en mí,
en mi cuerpo original cuyo aparecer inmanente es el aparecer inme
diato de ese mismo querer. El problema de Schopenhauer era com
prender cómo el mundo de la representación al que nuestra expe
riencia parece reducirse, puede ser experimentado por nosotros
como no siendo más que un mundo de la apariencia, por qué, con
otras palabras, le buscamos una “significación", es decir, un “paso...
a aquello que puede ser íuera de la representación”13. La respues
ta es que nosotros tenemos un cuerpo, que éste constituye en sí
mismo dicho paso, o sea, ia experiencia inmediata de aquello que
tiene lugar detrás de la apariencia y de lo cual ésta no es precisa
mente más que apariencia, a saber, la voluntad.
Toda la construcción schopenliaueriana descansa obre esta tesis
fundamental de la experiencia coiporal del querer. Pues, dado que
conocernos ele manera cierta lo que es la voluntad..“sabernos y
comprendemos mejor qué es la voluntad que todo aquello que se
querrá”14- , y sabemos precisamente, por vivirlo en nuestro cuer
po, que es un querer sin fin, dado que el mundo entero no es más
que la imagen de esta voluntad hambrienta, una voluntad que,
además, vemos que entra un millón de veces en lucha contra sí
misma y que se devora en un enfrentamiento universal y mons
truoso, entonces, en efecto, se diseña el proyecto de está filosofía,
el proyecto de poner un término a ese querer absurdo y condu
cido, no a su auto-supresión, que todavía sería una manifestación
y una afirmación de sí mismo, como se echa de ver en el'suicidio,
sino a su extinción, a esa única y última solución de que el que
rer no quiera ya, lo que se cumple en esas experiencias salvadoras
que son dadas al hombre: el arte, la moral de 1a piedad y la reli
gión.
Pese a que el conocimiento del mundo, del que a su vez resul
ta la ética, reposa sobre la experiencia interna de la realidad como
experiencia adecuada, es decir, como experiencia de la cosa en sí,
Schopenhauer ha sido incapaz de fundar esa aserción primera y
todo el edificio de su filosofía vacila sobre su base. Por tanto, lo
que está en tela de juicio es el estatuto fenomenológico de la volun
tad, el modo de aparecer de la que recibe su realidad y con el cual,
en último extremo, coincide. Ahora bien, el replanteamiento de
esta cuestión, en e l capítulo XVííí del Suplemento al segundo libro,
marca el hundimiento de la tesis crucial de la identidad entre el
parecer y el querer, y su reabsorción en las concepciones más clá
sicas. Sin embargo, se reafirma de forma categórica en primer lugar
el primado del conocimiento de sí, y ello por mor de la inmedia
tez. “Cada uno se conoce inmediatamente a sí mismo y de todo
lo demás no tiene más que un conocimiento mediato”15. A causa
de esta inmediación, el conocimiento de sí constituye el principio
de comprensión de la naturaleza entera, de suerte que resulta for
mulada la intuición central de toda metafísica esencial, a saber,
que, lejos de poder ser determinado a partir del mundo, es decir,
13 Ibíd., p. 103.
14 Ibíd., p. 116.
13 Ibíd., III, p. 4.
del conjunto del saber científico proyectado sobre él como sobre
un objeto particular sumergido entre todos los demás, el yo [moi]
constituye, por el contrario, no sólo el punto ele partida, sino la
condición de posibilidad de todo el resto, “Partiendo de nosotros
mismos es menester buscar comprender la naturaleza, y no a la
inversa buscar el conocim iento de nosotros mismos en el de la
naturaleza”16. Este conocimiento inmediato de sí es el de la volun
tad, y he ahí por qué “nuestra voluntad nos proporciona la única
ocasión,.. de alcanzar la inteligencia íntima de un proceso que se
nos presenta de una manera objetiva; ella es la que nos propor
ciona algo inmediatamente conocido y que no es, como todo lo
demás, dado únicamente en la representación”. Como la media
ción es la de un aparecer que consiste en la representación y en
su estructura propia, lo pensado en la inmediatez es la radical exclu
sión de ésta, de suerte que la voluntad como cosa en sí debe reve
larse de forma totalmente independiente de la representación, a
partir de sí misma, como constitutiva por sí misma de un modo
original de revelación que la entrega a sí tal c o m o es. “La cosa en
s í... no puede entrar en la conciencia más que de una manera com
pletamente inmediata, a saber, en el sentido de que ella misma
tomará conciencia de sí misma [es selbst sich seinerbewusst wirdj” 17.
Ahora bien, lo que Schopenhauer no puede ni sostener ni
fundar es precisamente esta última presuposición, y las tesis cru
ciales que acabamos de recordar son abandonadas progresiva
mente, Se aprende así que “esta percepción ín tim a... de nues
tra propia voluntad" no puede recubrirse con el “conocimiento
completo y adecuado de la cosa en sí”, y ello porque no es “en
absoluto inm ediato”. ¿Qué significa el no ser en absoluto inme
diato del conocimiento inmediato de la voluntad? Dos cosas dife
rentes a decir verdad, pero igualmente ruinosas: por una parte,
la intervención de una serie de mediaciones metafísicas, de “inter
mediarios” dice Schopenhauer, a saber, el hecho de que la volun
tad se cree un cuerpo y un intelecto, instituyendo así una doble
relación con el mundo exterior y consigo misma, una concien
cia refleja que es la compañera de la del mundo. Deviene aquí
efectivo, aunque sea de manera implícita, un nuevo uso del con
cepto de objetivación en virtud del cual éste, al perder la signi
ficación ontoiógica estricta que lo identifica con el aparecer puro
de la representación, viene a designar un proceso óntico, a saber,
la creación stricto sensu. Pero, sobre todo, por otra parte, y de
manera todavía más enojosa, al encontrar entonces la significa
ción ontoiógica que la asimila a la representación, la mediación
16 Ibíd., p. 8.
17 Ibíd., subrayado por Schopenhauer.
a la cual debe someterse la voluntad en sí es esa representación
misma, y ello porque la representación vuelve a ser como en Kant
el único m odo de m anifestación con cebible. A partir de ese
momento, se ha perdido todo lo que de decisivo ha sido dicho
sobre ía eliminación de la representación y su incapacidad para
exhibir en sí la realidad. De hecho» es en la representación y sólo
por ella que la voluntad puede entrar en la experiencia, y la for
ma de la representabilidad a la que se debe es la de la oposición.,
oposición de un sujeto y un objeto, la cual define de nuevo la
condición de toda experiencia posible y, principalmente, la del
yo [moi], Se instituye una separación radical entre el conocimiento
y lo conocido, entre el conocim iento que no es conocido y lo
conocido desprovisto del poder de conocer; y ésta es la situación
respectiva de 1a representación y de la voluntad: la representa
ción acapara y condensa en ella la esencia del aparecer, mientras
que la voluntad, que en lo sucesivo queda desprovista de ello,
ya no es más que un contenido muerto y en sí mismo ciego.
De este modo, a falta de haber recibido'una elaboración sufi
ciente, la afirmación capital anteriormente citada, según la cual
el concepto de voluntad viene del fondo mismo de la conciencia
inmediata del individuo que se conoce a sí mismo inm ediata
mente, “sin ninguna forma, ni siquiera la del sujeto y el objeto,
teniendo en cuenta que aquí el que conoce y lo conocido coin
ciden”, resulta contradicha y propiamente negada cuando se decla
ra que, al contrario, “este conocim iento de la cosa en sí no es
completamente adecuado”. En primer lugar, está vinculada a la fo r
ma ele la representación, consiste en ser percepción, y com o tal se sub-
dívide en sujeto y objeto. “Pues en la misma conciencia, el yo [moi]
no es absolutamente simple, sino que se compone de una parte
cognoscente, el intelecto, y de una parte conocida, la voluntad:
el primero no es conocido, ésta no conoce. . El reino de la meta
física de la oposición lo arrastra de nuevo: “En el conocim iento
de nuestro ser interno hay también una diferencia entre el ser en
sí del objeto de este conocimiento y la percepción de este ser en
el sujeto que conoce”18. Pero, ¿qué distinción instituir entonces
entre la experiencia interna del querer, en tanto que dicha expe
riencia sigue siendo la aprehensión del querer en calidad de obje
to enigmático por parte de un poder otro que él, y que consiste
en su diferencia con él, y la experiencia del mundo en general, la
experiencia de todas esas fuerzas naturales que se perfilan com o
otras tantas realidades enigmáticas a su vez, iluminadas desde el
exterior por un poder de conocimiento diferente a ellas e incapaz
de penetrar realmente en ellas?
Schopenhauer no ha podido eludir esta cuestión de la diso
ciación entre la experiencia interna y la experiencia externa: mien
tras que ésta está compuesta por los tres constituyentes del pnn-
cipium ináíviduationis -in tu icio n e s del espacio y del tiempo y
causalidad-, la experiencia interna comporta exclusivamente “la
forma del tiempo y la relación de lo que conoce con lo que es cono
cido”. Este tiempo que, igual que en Kant, constituye así la forma
del sentido interno, todavía no difiere en modo alguno del tiem
po kantiano de la representación, sino que, al contrario, se iden
tifica con él, es la estructura más profunda de la representación y
su condición última, la estructura de la oposición, aquélla que se
encuentra en la mera “relación de lo que conoce con lo que es
conocid o”: la oposición entre la experiencia interna y la experiencia
externa y a no es decisiva; lejos de cuestionar la esencia de la representa
dad, se sitúa en el interior de ésta y remite explícitamente a ella. Pode
mos decir entonces qué, “a pesar de todas esas imperfecciones, la
percepción en la cual captamos los impulsos y los actos de nues
tra voluntad propia es, con mucho, más inmediata que cualquier
otra percepción”, que “es el punto en el que la cosa en sí entra
más inmediatamente en el fenómeno, donde se ilumina de más
cerca por el sujeto que co n o ce "19; resta decir entonces que ese
fenómeno, esa luz, ese aparecer, ya no es el del querer mismo, sino
que difiere fundamentalmente de él. Por tanto, no hay otro apa
recer que aquél, el del sujeto en su diferencia con aquello que
conoce, en consecuencia, el de la Diferencia: “Mi intelecto, el úni
co capaz de conocer, es siempre distinto a mí como voluntad”20.
La voluntad está para siempre privada de ese fenómeno, de ese
modo único de fenomenización, ha vuel to a ser la cosa en sí des
conocida e incognoscible. Y por eso si se pregunta acerca de la
voluntad: “Qué es, abstracción hecha de su representación”, es
menester decir que “esta cuestión quedará para siempre sin res
puesta”. Así, Schopenhauer no ha podido cuestionar la esencia de
la representidad más que para zozobrar en una filosofía de la noche.
Lejos de descartarlo, el dilema abrumador del pensamiento occi
dental se replantea con mayor fuerza: o la representación o el
inconsciente.
Con esta incapacidad de reconocer en su especificidad el apare
cer propio del querer, se deshace también toda la filosofía del cuer
po, perdiendo de un golpe la extraordinaria originalidad que poseía
gracias a otro pensador genial, Main de Biran, que la había desarro
llado poco tiempo antes con los medios apropiados. Pues el cuer
po original no es otra cosa que el querer mismo, aunque en su reve
lación inmanente, y es por eso en realidad por lo que puede ser nues
tro cuerpo, a saber, esta fuerza que podernos ejercer porque pode
mos reunimos con ella, y con la que podemos reunimos porque
coincidimos con ella en el seno de un poder dé revelación que no
la pone ante nosotros, fuera de nosotros, como aquello de lo cual
estaríamos para siempre separados. El cuerpo, mi cuerpo, no es posi
ble más que irrepresentado e irrepresentable. Por tanto, si com o
Schopenhauer ha reconocido por un instante, cuerpo y voluntad
son idénticos - “esa identidad del cuerpo y de la voluntad.. ., no
se debe únicamente al hecho de que ambos designan una misma
realidad, una sola y misma fuerza, sino a que la fuerza no es posible
más que como idéntica a sí en el seno de un auto-experimentarse
que es un auto-poseerse, que es el ser uno consigo de esa fuerza
como susceptible de ser aquello que es y de hacer aquello que hace.
La auto-revelación de la voluntad en calidad de auto-experimentar
se en sí misma no sólo revela la voluntad en sí misma y tal como es,
la hace incluso posible como voluntad, como fuerza en calidad de
cuerpo. Cuerpo, fuerza, voluntad son nuestra morada, lo son en el
sentido de que su morar en sí mismos es en cada casó nuestro morar
en nosotros mismos, nuesuo Sí. Mientras moran en sí inismos, moran
en nosotros y nosotros podemos desplegarlos.
Por el contrario, esta condición ontológica de posibilidad de la
voluntad y del cuerpo es destruida desde el momento en que su
modo específico de revelación - e l auto-revelarse, el auto-experi
mentarse, el auto-poseerse, es decir, incluso la esencia de la vida-
resulta silenciado o, mejor, totalmente desconocido, reemplazado
por el de la representación. Ahora, ésa es justam ente la situación
que se produce en Schopenhauer cuando la experiencia interna
de la voluntad no es nada más que su representación temporal. La
esencia, desde entonces desconocida y en sí incognoscible, de la
voluntad queda sustituida por la sucesión de los actos voluntarios
en el tiempo, actos que se me aparecen como otros tantos movi
mientos corporales objetivos. Pero, ¿qué es lo que me permite vol
ver a sentir esos actos como los de la voluntad? ¿Cómo puedo dis
tinguirlos de los simples procesos naturales o de las modificaciones
del sentido interno? Ya no son más que representaciones, y Scho
penhauer había mostrado justam ente que el sentido de las repre
sentaciones no está contenido en ellas y que ellas no pueden ser
vividas como representaciones de la voluntad sino por cuanto ésta
nos es dada en otra parte. Cuando las condiciones de esta expe
riencia original ya no existen, cuando querer y aparecer están diso
ciados, se derrumba la posibilidad de ir tras la apariencia de la
representación para captar aquello de lo que es apariencia.
Esto es lo que acontece: especialmente en el caso de esta repre
sentación particular que denomino mí cuerpo. Tras haber identi
ficado la voluntad y el cuerpo, el § 18 del Libro I tendía a diso
ciarlos, reservando, como hemos visto, el nombre de cuerpo para
la intuición representativa del movimiento corporal, para el cuer
po objetivo. “Si”, decía Schopenhauer, “el cueqio entero no es más
que la voluntad objetivada, es decir; devenida perceptible”22. Pero
el cuerpo objetivo no puede darse como la voluntad objetivada
más que bajo la condición de una experiencia de la voluntad que
la revela previamente en sí misma.
Pues sólo si nosotros sabem os lo que es la voluntad podrá
ese cuerpo aparecérsenos como su objetivación. “La voluntad
es el conocim iento a priori del cuerpo; el cuerpo es el conoci
miento a posteñori de la voluntad”23. A posteriori significa: como
nosotros experim entam os en nosotros la voluntad, y con ella
nuestro cuerpo -a u n q u e en calidad de ese cuerpo inm anente
que so m o s-, entonces podemos saber que ese cuerpo objetivo
no es más que la representación del primero, la representación '
de su fuerza, de su pulsión, de su querer, Pero he ahí que este
conocim iento a priori del ser en sí de la voluntad resulta nega
do, no se manifiesta más que a través de sus formas fenoméni
cas temporales, que son las formas fenoménicas temporales de
nuestro cuerpo representativo y de sus actos. Ese cuerpo repre
sentativo deviene entonces la única manifestación posible de la
voluntad y, en consecuencia, la condición de su conocim iento.
De este modo, el pensamiento de Schopenhauer se encierra en
un círculo: condición a priori del conocimiento del cuerpo repre
sentativo, la voluntad encuentra ahora en éste la condición de
su propio conocim iento. “Al final, el conocim iento que tengo
de mi voluntad, aunque inm ediato, es inseparable del conoci
miento que tengo de mi cuerpo. No conozco mi voluntad en su
totalidad; no la conozco en su unidad, como tampoco la conoz
co perfectamente en su esencia; no se m e aparece más que en sus
actos aislados, por tanto, en el tiempo, que es la fo rm a fen om én ica
tanto de mi cuerpo como de todo objeto: mi cuerpo es también la con
dición del conocimiento de mi voluntad”2'*. La disociación progre
siva entre la voluntad y el cuerpo con su corolario, la reducción,
por consiguiente, del cuerpo inmanente al cuerpo de la repre
sentación, no se dan en Schopenhauer por sim ple azar de la
escritura, sino que son la consecuencia ineluctable y ruinosa de
la disociación previa del querer y el aparecer y, últimamente, del
desconocim iento de la esencia original de éste.
22 Ibíd., p. 104.
23 Ibíd., p. 105.
24 Ibíd., p. 106, cursiva nuestra.
La obnubilación del modo primitivo de revelación de la volun
tad en sí corrompe toda la doctrina. Esta voluntad, cuyo conoci
miento interior tenía que desvelarme el enigma del mundo, ya no
es más que el objeto de un discurso negativo. Su esencia se recons
truye antitéticamente a partir del mundo fenoménico según un
juego de postulados que repiten todas las inceradumbres del kan
tismo. En la medida en que el mundo fenoménico encuentra su
estructura en el principium individuationis, y en que las formas a
pnon de ia sensibilidad promueven por todas partes él reino de la
pluralidad, la voluntad, por cuanto escapa a ese principium, ha de
ser pensada, por ei contrario, como una en sí, com o.una fuerza
universal, el fundamento de la inferencia según la cual todos los
fenómenos, todas la tuerzas de la naturaleza que actúan en los
diversos reinos, mineral, vegetal o animal., no son más. que las mani
festaciones de un mismo querer -según la cual hay identidad entre
la fuerza que yo experimento en mí, es decir, en el;sentido inter
no, y todas las demás fuerzas que desgarran el univeíso-
Mientras que el mundo fenoménico obedece a la ley inflexible
del principio de razón, y que toda cosa aquí abajo tiene un fun
damento, 1a voluntad, por el contrario, carece de fundamento, es
absolutamente libre en este sentido. De tal modo, sin embargo,
que todo lo que procede de esa voluntad que escapa al principio
de razón -nuestros actos, pero en primer lugar nuestro carácter-
procede necesariamente de ella, y ello no sólo a ojos del conoci
miento fenoménico que se encuentra entre paréntesis, sino, sin
duda, en sí, por cuanto esta voluntad irracional se ha determina
do intemporalmente. En resumidas cuentas, en la medida en que
el mundo fenoménico es el del conocimiento y que, más aún, es el
único modo según el cual es posible cualquier conocimiento, enton
ces, la voluntad que escapa a ese mundo se caracteriza por la
Erkenntnislosigkeit, es desconocida, incognoscible e incapaz de
conocer, y su modo de ser es el de la ceguera.
Viíhátlosigkát, Grundlosigkdt, Erkenntnislosigkeit, Zieüosígkdt por
igual -ausencia de fin -, todas las determinaciones negativas cuya
significación teórica consiste en prohibir la aplicación del discurso
del mundo a la voluntad reciben subrepticiamente una significación
positiva sobre la cual va a construirse, de manera totalmente ilegíti
ma, el pesimismo de Schopenhauer. Privada de toda razón, la volun
tad no es más que una fuerza ciega cuyo desencadenamiento llena
el universo y el pueblo de absurdidades. Privada de fin, ya no es más
que un esfuerzo sin fin que recomienza indefinidamente aquello que
ha hecho, como puede verse en las fuerzas naturales, en la pesan
tez, “esfuerzo continuo, unido a la imposibilidad de alcanzar el fin”25;
en la planta que se forma desde el brote primitivo hasta el fruto, que
no es a su vez más que el origen de un nuevo brote; en el acto de
procreación animal, en el que el individuo que lo ha llevado a cabo
se apaga progresivamente mientras otro recomienza el ciclo, etc. En
todas ias manifestaciones de la voluntad el fin es sólo ilusorio, en
realidad punto de partida de un proceso nuevo y ad ínfinitum. Una
en sí misma al fin y ai cabo, y al. no revestir más que la apariencia
de la pluralidad, esta voluntad que recomienza indefinidamente sus
procesos, los cuales se entrecruzan y se chocan por todas partes,
entra, pues, en conflicto consigo misma, llevando hasta el extremo
la absurdidad de este mundo absurdo. Así, las determinaciones
puramente negativas que resultan de la ausencia de todo estatuto
Íenomenológíco otorgado a la voluntad se trocan por las determi
naciones pseudo-positivas que confieren al universo schopenhaue-
riano su imagen específica. De ahí que Schopenhauer anuncie ver
daderamente a Freud al abrir una dimensión cuyo carácter irreducible
a todo conocimiento se ofrece como receptáculo de las construc
ciones quiméricas de la especulación.
La precariedad de estas constmcciones se revela a plena luz a
propósito de una cuestión decisiva que ha proporcionado al sis
tema de Schopenhauer la ocasión para su mayor contradicción, la
de la individualidad. Es un tesis clásica retomada por Kant que
la individualidad de un ser está suficientemente establecida por el
lugar que ocupa en el espacio y en el tiempo, puesto que la pre
sencia de dos realidades en lugares o en momentos diferentes es
suficiente para diferenciarlos. Mantendrá esta visión de las cosas
cuando muestre que sí se emiten dos sonidos exactamente igua
les (por tanto, dos “objetos” idénticos en cuanto a su quididad),
el segundo reproduciendo al primero, la situación respectiva de
esos dos datos inmanentes en el tiempo fenomenológico propor
ciona el principio de su distinción rea!. No hay, pues, necesidad,
como pretendían Descartes y después Leibniz, de recurrir a las ideas,
y la diversidad en el concepto (Verschiedmhdt) ya no es la condi
ción de la diferencia real (Vídheit), al encontrar ésta su condición
suficiente en la intuición. “Pues es por el intermediario del espa
cio y del tiempo como aquello que es uno y semejante en su esen
cia y en su concepto nos aparece como diferente, como una varie
dad, sea en el orden de la coexistencia, sea en el de la sucesión”26.
Espacio y tiempo forman pues el pñncipium individuationis, expre
sión heredada de la escolástica, y como co-definen la estructura
de la representación, ésta constituye en sí el lugar de la diferen
cia de todos los seres y de su multiplicidad. En la medida en que
la esencia nouménica de la voluntad se construye negativamen
36 Ibíd., p. 117.
te a partir de las estructuras y propiedades de la representación,
la voluntad se concibe, según hemos visto, como una esencia úni
ca cuya totalidad de actos voluntarios, como en el caso de las
fuerzas, movimientos y formas que proliferan en la naturaleza, no
son precisamente más que las apariencias vacías y algo así com o
la difracción a través del prisma de la representación. Dado que
ésta opera una dim ensión de irrealidad, la pluralidad e indivi
dualidad que le son inherentes no son en. sí mismas más que una
"apariencia”.
Esta desvaiorización de la individualidad, y, por ende, del indi
viduo, es visible especialmente en su relación con la especie, la
cual es idéntica a la Idea y, como ella, una objetivación inmediata
y una realización verdadera de la voluntad27, una fon na eterna e
intemporal, mientras que los individuos perecederos/que la com
ponen no son más que la refracción ilusoria e indefinidamente
repetida a través del espacio y el tiempo. Con esta valorización de
la especie y esta desvaiorización del individuo, Schopenhauer des
peja incluso la vía de Freud: “La naturaleza sólo' se preocupa de la
especie”28.
En Schopenhauer encontramos ciertas afirmaciones bien dife
rentes, o, para decirlo todo, la afirmación contraria, a saber, que la
individualidad pertenece a la voluntad en sí y ia determina origi
nalmente. Esta conexión original entre la voluntad y la individua
lidad se deja reconocer en primer lugar en el cuerpo, por cuanto no
es otra cosa que la experiencia interior de la voluntad. En efecto, ese
cueipo aparece radicalmente individualizado, hasta el punto de que
sólo llega a ser un individuo en la medida en que el sujeto del cono
cimiento - e n sí mismo pura mirada impersonal e indiferenciada-
se vincula a un cuerpo; por tanto, en su identidad con ese cuerpo
y por él: “El sujeto del conocimiento, por mor de su identidad con
el cuerpo, deviene un individuo”29. Volvamos a leer ese texto esen
cial en el que la voluntad se revela siendo el individuo, no tanto
porque ella se contempla en la apariencia intuitiva de la represen
tación y por efecto de ésta, cuanto justamente porque se le esca
pa: “El concepto de voluntad es el ú n ico ... que no tiene su ori
gen en el fenómeno, en una simple representación intuitiva, sino
que viene del mismo fondo de la conciencia inmediata del indivi
duo”30 - “conciencia inmediata en la que”, añade el texto, “[el indi
viduo! se reconoce a sí mismo inmediatamente en su esencia, sin
ninguna forma, ni siquiera la del sujeto y el objeto”. Por tanto, ya
27 Cf. ibíd., p. 289, en la que la Idea es designada como “una verdadera rea
lización objetiva de la voluntad”.
28 Ibíd., p. 289.
29 Ibíd., p. 104.
30 Ibíd., p. 116.
no es posible afirmar que “es por el intermediario del espacio y el
tiempo corno aquello';que es uno y semejante en su esencia,.. se
nos aparece como diferente, como una variedad”; y la tesis que
funda el principium individuationis en la estructura de la represen
tación entra invenciblemente en conflicto con la que echa las raí
ces de la individualidad en la voluntad misma.
Ahora bien, esta última tesis, lejos de ser accidental, condicio
na apartados enteros del sistema y, especialmente, la concepción
de la aprioridad tanto del carácter como del estilo, tan importan
te en el dominio de la estética (y la estética de Schopenhauer ha
tenido a su vez una influencia enorme sobre las doctrinas estéti
cas de los siglos xix y xx, y sobre el mismo arte). La intemporali
dad de la voluntad, es decir, precisamente su heterogeneidad res
pecto de la estructura temporal de la representación, funda el
carácter inteligible en virtud del cual un individuo actúa siempre
de la misma manera, o sea, en circunstancias semejantes repetirá
los mismos actos a lo largo de toda su historia. La multiplicidad
de éstos, a título de su diseminación a través de la forma tempo-/'
ral de la representación, lejos de poder constituir su individuali
dad, es decir, la expresión por su parte de un mismo carácter, al
contrario, la presupone como una individualidad que pertenece a
ese mismo carácter inteligible y, con ultimidad, a la voluntad, de
la cual ese carácter es también expresión inmediata. De igual modo,
la teoría del estilo, es decir, de la unidad de las manifestaciones y
creaciones de un mismo individuo como unidad que encuentra
su fuente en su cuerpo, remite a la individualidad de ese mismo
cuerpo y, por tanto, a la de la voluntad, es decir, a una individua
lidad que precede al tiempo en lugar de resultar de él.
La contradicción entre las tesis que fundan la individualidad,
la una en la representación y la otra en la voluntad, es tan fuerte
que conduce hasta la reconversión de una en otra, como puede
verse en la teoría del arte. Aquí el principio de individuación ya no
es el conocimiento: elevándose a la contemplación de las Ideas, y
hallando en ella su cumplimiento, se muestra ahora como aque
llo que nos libera de la individualidad, la cual se revela deudora
del cuerpo, y por él de la voluntad. Así es, en efecto, como Scho
penhauer interpreta la experiencia estética y el desinterés que se
le atribuye, en particular por Kant: como el advenimiento de un
sujeto liberado de los deseos y las pasiones del individuo, de la
voluntad pues, y abierto, por el contrario, a la percepción pura de
la cosa tal como es en sí, independientemente de la cadena de cau
sas y razones que no explican su existencia más que a la mirada
ilusoria de la ciencia -independien temen te de su propia situación
respecto a nosütros también, es decir, todavía una vez más, de
nuestras motivaciones y nuestros intereses-. Semejante existencia
en sí de la cosa al descubrírsenos en la expenencia pura de su belle-
za -n o la experiencia de esta flor, sino de la flor en s í - es ia obje
tivación inmediata de la vida, su Idea, indiferente al tiempo, a los
acontecimientos del mundo, así como a nuestros cuidados.
Ahora bien, esta existencia en sí de la cosa como objetivación
inmediata de la vida es en verdad la de la voluntad, pero la de la
voluntad ofrecida a un sujeto impersonal, es decir, a un sujeto que
ya no quiere. Así, el intercambio de papeles, o mejor, de determi
naciones metafísicas entre la representación y la voluntad, se ha
completado: primitivamente inherente a la estructura'de la repre
sentación e idéntica a ella, la individualidad es ahora la de la volun
tad, uno se libera de ella liberándose de dicha voluntad, confián
dose a la luz pura del conocimiento impersonal, cuyos beneficios
Schopenhauer celebra a menudo. Iras haber descrito e l movimiento
de la experiencia estética como aquél en virtud del cual “se vuel
ve toda la potencia de su espíritu hacia la intuición... se sumerge
por en tero... se olvida su individuo, .su volun tad..., n& se subsiste
más que como sujeto puro, como claro espejo del objeto”31, tras
haber subrayado "la supresión de la individualidad en el sujeto
cognoscente”32, Schopenhauer concluye su análisis como sigue:
“Hemos encontrado en la contemplación estética dos elementos
inseparables: el conocim iento del objeto, no considerado com o
cosa particular, sino como idea platónica, es decir, como forma per
manente de toda una especie de cosas; luego, la conciencia, aquél
que conoce, no a título de individuo, sino a título de sujeto cognoscente
puro, exento de voluntad"33.
Atenuaremos un tanto la incoherencia de estas posiciones al
observar la modificación que afecta al concepto schopenhaueria-
no de representación o, más bien, a su verdadero desdoblamien
to en el momento en que se trata precisamente de la experiencia
estética: al “fenómeno” espacio-temporalmente definido se yux
tapone entonces la Idea, una suerte de arquetipo indiferente a los
individuos que son su reproducción monótona. Sin duda alguna,
la idea permanece sometida a “1a form a.,. más general de la repre
sentación”, la cual “consiste en ser un objeto para un sujeto”34,
pero escapa a las “formas secundarias” que constituyen por sí solas
el “principio” de razón, es decir, de forma idéntica el de indivi
duación. “Son las formas secundarias... las que toman de la Idea
la multiplicidad de los individuos”, igual que son ellas las que
hacen del conocimiento del sujeto un conocimiento individual.
La individualidad de los fenómenos y la individualidad del sujeto
que conoce, por tanto, residen exclusivamente en el pñncipium
35 lbíd., p. 180.
!
explícita cuando se trata de fundar la posibilidad de un tiempo
objetivo, es decir, de explicar cómo se puede instituir en la corrien
te universal de los datos fenomenológicos inmanentes un orden
fijo, idéntico y objetivo de esos datos. Fijémonos, por ejemplo, en
la audición de una impresión sonora que dura (ejemplo que faci
lita la reducción, es decir, la puesta entre paréntesis de las apre
hensiones transcendentales): la fase originaria en la que nace esta
impresión se convierte inmediatamente en una fase'"recién pasa
da”, mientras que surge sin. cesar una fase nueva. Ahora bien., mien
tras esta fase, que ha sido la fase originaria, se desliza en el pasa
do y se aleja más y más de nosotros, permanece como “la misma”.,
con el mismo contenido impresivo, con la misma situación tem
poral (precederá siempre a la fase que la sigue, seguirá siempre a
la fase que la precede) y es mentada como tal, como: idéntica a ella
incluso inmediatamente después de hundirse en el pasado. Este
“permanecer idéntico a si misma” de la fase sonora/que constitu
ye su individualidad es ahí el objeto de una mención, es una sig
nificación que enlazamos en nuestra representación, (por más que
se trate de una representación “inm anente” sobre el contenido
sensible, abstracción hecha del objeto transcendente que se supo
ne que figura), mientras que fluye y zozobra en un pasado cada
vez más lejano y, ai límite, en el “inconsciente".
Sin embargo, esta presentación --esta mención- de la fase como
idéntica a sí misma, y, por ende, en su individualidad irreducible,
lejos de poder fundar ésta, al contrario, la presupone. Sólo porque
esta fase es en sí misma idéntica a sí misma, en último caso, por
que en sí es un Sí, es por lo que, deslizándose hacia la retención
y todavía en las manos de ésta, puede ser representada como aque
llo que es, como idéntica a sí misma todo a lo largo de su fluir. Por
tanto, el problema de su individualidad se plantea al nivel de la
impresión originaria, de la Urimpression, y es ahí donde hay que
resolverlo. Ahora bien, la impresión originaria (de ese sonido, por
ejemplo) es “absolutamente no modificada”, lo que justam ente
quiere decir que todavía no ha sufrido la modificación retentiva,
que esa primera dehiscencia ekstática que es el deslizamiento en
el “recien pasado” no le afecta todavía. Como tal, está presente
por entero o, para decirlo mejor, viva. En esta situación originaria
es donde recibe el sello de la individualidad hasta el punto de estar
marcada por ella para siempre, y de llevar esa marca todo a lo lar
go de su ulterior deslizamiento en el pasado,
¿En qué consiste entonces ese sello original de la individuali
dad? No en el contenido de la impresión, sino en el hecho de que
ella es ahora lo experimentado, absolutamente: ella y ninguna otra.
Es el ahora en calidad de fuente y definición de una situación tem
poral absoluta el que individualiza absolutamente la impresión,
mientras que otro ahora, el siguiente, por ejemplo, individualiza
rá otra impresión: “La misma sensación ahora y en otro ahora posee
una diferencia fenomenológica- que corresponde a la situación tem
poral absoluta; es la fuente originaria de la individualidad del ‘éste’,
y por eso de la situación temporal absoluta”. E incluso: “El pun
to sonoro, en su individualidad absoluta, es mantenido en su mate
ria y en su situación temporal, siendo esta última la única que cons
tituye la individualidad”36.
Pero, ¿por qué individualiza el ahora? ¿Por qué ese ahora, com
prendido como una posición temporal pura -abstracción hecha
de su contenido, es decir, del contenido variable de la impresión--
está con todo vinculado a ella? ¿Por qué la demostración de la indi
vidualización por el ahora se hace precisamente a propósito de la
impresión -y, lo que es más, de la impresión originaria- más bien
que a propósito de un bastón, de una ideología o de una ecua
ción? ¿Por qué, incluso, si aquello que individualiza es una posi
ción temporal pura, se invoca preferentemente la forma pura del
ahora antes que la del recién pasado, o incluso del pasado en gene
ral, o del futuro? Porque el ahora no es capaz de proporcionar el
fundamento y la fuente de toda individuación posible más que por
cuanto su esencia es idénticamente la de la ipseidacl, es decir, la
de la vida, a saber, el impresionarse a sí mismo en el que sólo
la impresión es posible como impresión originariamente viva, de
tal manera que en el impresionarse a sí mismo constitutivo de toda
presencia original no se produce ninguna dehiscencia, ni la del
pasado -aunque sea del recién pasado--, ni la del futuro, de tal
manera también que en la inmanencia radical de esta presencia
viva no hay ninguna forma separada de un contenido y opuesta a
él, sino solamente la presencia de ese contenido como su propia
presencia a sí mismo, como su auto-afección.
Resulta significativo, para volver a Schopenhauer, ver que el
doble régimen que se establece respecto al concepto de voluntad
en su relación con la cuestión de su individualidad - o de su no-
individualidad- obedece a las prescripciones que acaban de ser
indicadas. Mientras la voluntad sea considerada como una reali
dad de orden óntico y, finalmente, como un hecho, sin ni siquie
ra preguntársele sobre su posibilidad última en calidad de fuerza,
entonces, en efecto, el pensamiento se deslizará fácilmente de “la”
voluntad a la idea de un principio único y universal de las cosas
cuya pluralidad es puesta en la cuenta de la estructura intuitiva del
espacio y el tiempo, es decir, finalmente, del estallido ekstático,
mientras que la designación exterior de cada uno de los elemen
tos que proceden de esta puesta en el exterior de sí, indefinida
43 Ibíd., p. 18CL
‘H “No hay más que los fenóm enos... de los cuales puede darse una razón:
la voluntad prescinde de ello, así como la idea en que se objetiva de un modo ade
cuado’' (ibíd., p. 168).
la representación total, el conjunto del mundo que percibe”45. “La
voluntad, la voluntad sin inteligencia (en sí ella no es en absoluto
otra cosa), deseo ciego, irresistible... esta voluntad, digo, gracias
al mundo representado que viene a ofrecérsele, y que se desarro
lla para servirla, llega a saber lo que quiere, a saber qué es aquello
que quiere: ese mismo m u n d o :.. ”46 Surge así lo que llegará a ser
la paradoja del pensamiento moderno: cuanto más se someta la
representación a la crítica, y más contestada sea en su pretensión
de igualarse con la realidad y de poder hacerlo, más se definirá
nuestra época contra ella y se comprenderá corno la "era de la sos
pecha”; y más se extenderá el imperio de esta representación, has
ta el punto de incluir todo en ella, más aparecerá como ei princi
pio de todo conocimiento y, por ende, también de toda salvación
posible. Y ello porque, más que nunca, en el mismo momento en
que parece estar puesta en tela de juicio, constituye y sigue cons
tituyendo la única esencia de la manifestación y del ser, Así se pro
duce una sorprendente inversión de los valores, queencuentra su
conclusión en el freudismo: el cuestionamiento de la.representa
ción, que desemboca en el. establecimiento de su reino en exclu
sividad y propiamente a su dictado.
Sin embargo, es este dictado lo que Schopenhauer había roto,
y ello no solamente contestando la capacidad de la representación
para representar la realidad, sino oponiéndole, en lugar de la X de
una entidad misteriosa, eso que él llama la voluntad, es decir, la
fuerza. Y de ahí que El mundo como voluntad y como representación
despeje la vía de un pensamiento completamente nuevo. Ya que,
como hemos mostrado, la oposición a la representación de la fuer
za deja de ser ingenua, y en cierto modo precrítica, desde que se
perfila por detrás de la misma fuerza la cuestión más radical de su
esencia última, es decir, del aparecer que la hace posible en cali
dad de fuerza, aparecer que es justam ente la vida. Es entonces
cuando el pensamiento de la representación, y del ek-stasis que le
sirve de apoyo, tiembla verdaderamente sobre sus cimientos, por
que, con el del aparecer, es el mismo concepto de ser lo que vaci
la. Lo que Schopenhauer prohibe en todo caso, lo que descarta
definitivamente, no sobre el plano de la historia que es, según él,
el de los mismos errores indefinidamente reproducidos, sino con
respecto a las esencias, a las posibilidades y a las imposibilidades
de principio que éstas rigen, es una tentativa insidiosa que tiende
a borrar la irreductibilidad de la fuerza y del campo impensable
que despliega, y ello reduciéndola justamente a la representación,
haciendo d d movimiento de la fuerza el movimiento de la misma repre
sentación.
45 Ibíd., p. 170.
Una tentativa parecida es la de Leibniz, a la que Heidegger pres
ta una atención complaciente. Se trata en principio de denunciar
una vez más el reino de la representidad mostrando cómo deter
mina a su vez la concepción leibniziana de la fuerza. Al mismo
tiempo, sin embargo, y más sutilmente, la originalidad de la fuer
za resulta negada por esta integración explícita y deliberada en la
representación, la cual se inscribe, a pesar de todo, en la historia
del ser, encuentra su origen último en. la {patrie; -d e tal modo, final
mente, que los presupuestos de la verdad griega reman, a pesar de
su alteración y por ella, sobre el conjunto de la “metafísica occi
dental”, reduciendo a ellos, al ek-stasis, toda forma de ser. De entra
da, la concepción leibniziana se sitúa en la prolongación del cogi
to, reducido al yo me represento, y descrita como su avatar. Se trata
de comprender la nueva esencia de la realidad, que reside, como
se ha visto, en la representidad, es decir, en un sub-jectum cuya rea
lidad efectiva consiste en la efectuación del representar por mor
del cual todo ente se mantiene en el ser: “La aclualitas de ese sah~
jectum [el cual es el hombre] tiene su esencia en el actus del cogi
tare (perripere)”47. A partir del momento en que el actus es el del,
percipere, resulta evidente que toda acción es en lo sucesivo redu
cida a la de ia representación. Por cuanto el efectuarse es en reali
dad el del representar, no consiste en un efectuar cualquier cosa
sino un efectuarse a sí mismo, es decir, que “está en sí mismo refe
rido a sí (aufsich zu)'\ y ello porque el representar no sólo es un
representar cualquier cosa, sino, electivamente, aun cuando de for
ma explícita y según hemos explicado ampliamente, un represen
tarse a sí mismo. Se puede escribir entonces: “En cuanto cada vez
trae algo delante de sí, el efectuar lleva a cabo una re-misión [Zu~
stdlung] y re-presenta [vor-stellt] así de cierto modo lo llevado a
efecto. Efectuar es en sí mismo un re-presentar (percipere)”.
Con Leibniz se añaden dos notas a la percepción cartesiana,
que hacen de ella más claramente un efectuarse a sí misma, a saber,
la unificación y la apetición. En tanto, según el decir de Leibniz,
la percepción no es nada más que la expresión de lo múltiple en
lo uno, la mónada que está dotada de percepción y se define por
ella, es en sí misma el unificar original que “unificando desde sí,
se remite lo múltiple, y tiene en este representar remisivo mismo
la esencia de su estar en sí, de su constancia, es decir, de su reali
dad efectiva”48. En la medida en que ese unificar que actúa en ella
constituye la actualitas de la mónada y la determina como un efec
tuarse a sí misma, éste no designa otra cosa que la esencia de la
representación, idéntica como tal a una actio, a esta actio que cons-
17 Heidegger, Nietesdie, op. di., II, p. 349. [N. de los 1: Nietzsche II, op. di., p.
355.]
tituye su actualitas y la determina a una como una realidad efecti
va. A esto se añade el hecho de que el multum que el representar
unificador dispone cabe sí no es un multum cualquiera, sino esen
cialmente limitado, es el mundo, pero representado según el pun
to de vista particular desde el que lo considera cada mónada. Por
que éste no representa ei universo más que a partir de un punto
de vista y en una concentración que corresponde a dicho punto
de vista, cada representar está habitado por una apetición especí
fica que traduce* más allá de su propio mundo, su relación con el
universo. Así es como “en ei representar esencia un progreso que
impulsa m ás allá de él”49, y en virtud de la cual todo representar
es por esencia “transitorio”.
Desde entonces, se crea en el seno de cada representación,
debido a su finitud, es decir, de hecho debido a la finitud del ek-
stasis, un movimiento en virtud del cual se rebasa continuamente
a sí misma, una acción, si se quiere, por mor de la cual cada per
cepción tiende continuamente a cambiarse por otra más vasta y
más comprehensiva, de tal manera que ese movimiento que no
tiene lugar sin prefigurar el rebasamiento intencional de lá con
ciencia husserliana, se presenta como no teniendo fin. De este
modo, el movimiento, la acción -q u e son algo completamente dis
tinto, que toman su posibilidad principia! en un aparecer que igno
ra todo ek-stasis y lo expulsa radicalmente de s í- resultan asimi
lados, al contrario, a un carácter de la representación y explicados
a partir de él. “Esta ‘apetición5”, dice Heidegger, “es el rasgo fun
damental del actuar eficaz en el seno de la representación”. Y, de
hecho, el § 15 de la Monadología declara: “La acción del principio
interno que realiza el cambio o el paso de una percepción a otra
puede llamarse Apetición: es cierto que el apetito no puede alcan
zar siempre y por entero toda la percepción a la que tiende, mas
siempre consigue algo de ella, y alcanza percepciones nuevas”. El
principio interno de la acción no es, pues, más que la acción del princi
pio interno de las representaciones, principio en virtud del cual se
cambian constantemente unas por otras, principio que es el de la
“apetición representante”. De acuerdo con dicho principio, ape
tición y representación (perceptio) no son dos realidades distintas,
ni siquiera dos caracteres indisociables, sino la única esencia de la
realidad en calidad de realidad eficaz que consiste en el efectuar
se a sí mismo del representarse. “Perceptio y appetítus no son dos
determinaciones de la realidad de lo real eficaz que sólo se gene
rarían posteriormente, sino que su unidad esencial constituye la
simplicidad de lo verdaderamente uno y, por tanto, su unidad, y,
por tanto, su entidad {Seiendhdt}". ¿Se dirá acaso que el movi-
mien to así descrito en virtud deí cu al cada representación es un
apetición (Anstrebung), un esfuerzo Hacia una unificación más com
prehensiva de lo múltiple, es justam ente el de la representación,
dado como tal. y que no pretende reducir a él toda especie de movi
miento, toda fuerza posible, aún menos la esencia de ésta? Muy al
contrario, es justamente la esencia de la fuerza en general lo que
Leibnlz entiende circunscribir en el cambio de las representacio
nes. El § 12 de la Monadología afirma: “Y generalmente podemos
decir que la fuerza no es otra cosa que el principio del cam bio”.
Texto que Heidegger comenta en estos términos: “Aquí, ‘cam bio’
no se refiere en general a cualquier devenir otro, sino a la esencia
transitoria de la representación apetente”50
La apetición de la representación, en consecuencia, la esencia
de ésta, no sólo define la esencia de la fuerza, sino que, hacién
dolo, define la esencia de la realidad en general en calidad de rea
lidad eficaz y, como tal, el ser de todo ente posible. “Leíbniz lla
ma al principio del ente eri cuanto tal: vis, ¡afores, la fuerza. La
esencia de la fuerza no se determina por la generalización ulterior
de algo eficiente que ha sido experimentado en alguna parte, sino'
a la inversa: la esencia de la fuerza es la esencia originaria de la enti
dad del ente [Seiendhdt des Seiendenl ”51.
En tanto constituye el ser de todo ser posible, la fuerza desig
na entonces la esencia de la subjetidad devenida desde Descartes
la esencia de la subjetividad, pero esta fuerza que se propone des
de ahora como el fundamento de toda cosa no es nada más, y nada
menos, que el movimiento de la percepción: “Todo subjectum está
determinado en su esse por la vis (perceptio-appetitus)”. Eí hecho
de que la fuerza, lejos de abrir una dimensión nueva del ser, se
reduzca, en calidad de “apetición”, a la esencia de la representa
ción y a su movimiento inofensivo, con no menos claridad, se dice
así: “Con la universalidad de la esencia de orden representativo de
la realidad se ha revelado el rasgo fundamental del representar, la
apetición”52. Se calibra mejor entonces la extraordinaria ruptura
que lleva a cabo, en esta historia de la verdad griega, un pensa
miento que ya no busca el fundamento de la realidad en la repre
sentación, no más que en su último soporte ek-stático, sino en su
rechazo. Sin embargo, al descartar, tanto como le ha sido posible,
la representación, al abrir la vía de una filosofía de la vida, Scho
penhauer levanta inevitablemente múltiples problemas, esencia
les y nuevos, que han de ser objeto ahora de una elucidación más
radical.
7 lbíd., p. 385.
8 Ibíd., p. 380.
9 Ibíd., p. 397.
10 Ibíd., pp. 418, 419, cursiva nuestra.
Ia vida, de romper su sujeción alcuerpo; pero el cuerpo, la vida,
no es más queda representación de la voluntad, su cumplimiento
fenoménico. No querer ya la vida, para la voluntad, significa, pues,
en realidad, no quererse ya a sí misma, no querer ya. Se ve así, tras
haberse dicho que “la voluntad entonces se desliga de la vida”,
que semejante desligamiento presupone el de la voluntad con res
pecto a sí misma, su auto-negación. El texto añade: “La voluntad
se repliega: ya no afirma su esencia, representada en el espejo de
los fenómenos, la niega”. En el mismo pasaje, el “horror” ante la
vida y sus placeres deviene en el asceta honor ante la misma volun
tad: “Esta voluntad ha caído en el horror después de que se ha
conocido a sí misma”. El análisis de la castidad muestra claramente
que la supresión de las necesidades corporales no es más que la
auto-supresión de la voluntad y su simple consecuencia: “la cas
tidad señala... que la voluntad se suprime a sí misma, al mismo:
tiempo que la vida de ese cuerpo que es.su manifestación”11.- .
Aquí se nos descubre el carácter puramente aparente, el carác
ter ilusorio de la oposición entre la vida y la voluntad, si es ver
dad que toda acción sobre la vida es idénticamente una acción-
sobre la voluntad. La oposición entre la vida y la voluntad es el
conocimiento; su apariencia, es la apariencia del conocimiento,
su ilusión. ¿Se reconocerá entonces en esa apariencia despro
vista de todo poder, el poder liberarnos de la vida y de la volun
tad misma, es decir, de la esencia del fundamento de todo poder
posible? La filosofía de Schopenhauer se encuentra con la para
doja que, de una manera o de otra, perseguirá a todos los pen
samientos a cuyo nacimiento ha dado pie: separar radicalmen
te vida y representación, como la realidad y la irrealidad, y
demandar, empero, a la segunda que actúe sobre la primera, e
incluso que la transforme de la base a la cima. En efecto, uno
de los temas y de las mayores aportaciones del Mundo como volun
tad ha sido afirmar el primado de la vida y la determinación por
ella de toda forma de conocimiento, de suerte que el intelecto
no puede ser nunca más que su “criado”, una instancia encar
gada de justificar sus empresas, pero no de inventarlas. La crí
tica de la ética- en la medida en que la ética mora fuera de la
vida y es la encargada de asignarle desde el exterior las normas
y las órdenes- se presenta como una consecuencia entre tantas
otras de esta crítica del saber: “una ética que pretendiese mode
lar y corregir la voluntad es imposible. Las doctrinas, en efecto,
sólo actúan sobre el conocimiento, pero éste no determina nun
ca a la misma voluntad"12.
%
Estas dificultades conducen a una elucidación radical de la rela
ción entre la voluntad y la vida. Semejante elucidación ha de tomar
Como hilo conductor aquello que constituye, más allá de todas las
contradicciones, la intuición decisiva de la doctrina, a saber, la opo
sición en la represen labilidad entre aquello que debe ser pensado
corno la realidad y la esencia de toda cosa, así corno la inteligen
cia interior de esa realidad a partir de dicha oposición. Aquéllo que
despliega su esencia independientemente de la representación, es
decir, de lo Dimensional extático que le aporta su luz, permanece
en sí, en su inmanencia radical. Lo que permanece en sí es- la Vida.
La piedra no pennanece en sí, no más que cualquier ente, no más
que el ser de ese ente, es decir, su modo de ser pensado a partir
de él como su condición a priori de posibilidad. La cohdición a
priori de posibilidad del ente es su capacidad de ser representado,
la cual remite a la exteriorización del ek-stasis y, finalmente, a 3.a
eclosión original de la <j}í>cn<; de la que procede. Pensado por sí
mismo, el ser no puede ser más que como la vida. No esda volun
tad lo que mienta en primer lugar Schopenhauer, sino aquello que
escapa a toda representación y que, en su heterogeneidad respec
to de ella, constituye precisamente el ser, el movimiento,da vida,
Hemos mostrado por qué lo que escapa a toda representidad
es ahora pensado com o voluntad, por qué se deja captar como
querer-vivir, como hambre y como necesidad: Schopenhauer, inca
paz de asignar un estatuto fenomenológico riguroso a aquello que
él comprende como esencia de la realidad, incapa2 de pensar la
esencia más inicial del aparecer como antecedente de la represen-
tidad, se encuentra al mismo tiempo ante el concepto bastardo
que es el centro de su filosofía, el de una realidad sin realidad, una
vida que no se experimenta a sí misma, que no es la vida, sino el
querer-vivir, la necesidad inextinguible de una revelación que él ya
no constituye en sí mismo y por sí mismo y que demanda enton
ces al “mundo”13.
Por tanto, el elemento central del descubrim iento schopen-
haueriano no es la voluntad, sino su condición, una condición que
no se desprende de ella, sino que la hace posible. Esta condición,
a saber, la esencia de la vida, es la inmanencia. Es la inmanencia
de la voluntad la que la determina enteramente, la que determina
justamente su oposición irreducible a la represen tidad. Es la inma
nencia de la voluntad la que hace de ella la realidad -e n tanto no
decae al rango de un querer-vivir que busca su realidad en el mun
do de la irrealidad-, y que, al mismo tiempo, lo descalifica. Pero
17 Ibíd., I, p. 341.
18 ibíd., 111, p. 23.
19 lbíd., p. 170.
20 Ibíd., p. 27.
21 lbíd., pp. 170-171, 170.
La acción es una pro-ducción. Pro-ducir la copa de plata de la que
nos habla Aristóteles, por ejemplo, es una respuesta a lo que la
copa es ahí ante nosotros, pronta á se r ofrecida en sacrificio. Pro
ducir quiere decir entrar en la presencia, conducir algo hacia su
aparecer, dejar que se avance en la venida. Para poder entender lo
que en su esencia es la pro-ducción, Heidegger cita el B anquete,
donde Platón dice: “Toda acción de ocasionar aquello que, desde
lo no presente, pasa y avanza a presencia es Ji0ÍT]0"ig, producir, tra-
er-ahí-de-lante”22. Por tanto, producir significa permitir pasar de
lo no-presente a la presencia. Pero la presencia es la del ek-stasis,
razón por la que, por otra parte, se lleva a cabo como un paso a
partir de su contrario, de ío no-presen te. El texto de De la esencia
deí fundamento dice con precisión: “Pro-ducir delante de sí el mun
do”23. La acción, a fin de cuentas, es la acción de la cpí)Gic; mis
ma, es la eclosión.
Semejantes presupuestos, en su radicalidad, no sólo dominan
el modo de pensar griego o heideggeriano. La metafísica de la repre
sentación es el avalar de este pensamiento. La concepción extática
de la acción llega a ser en el mundo moderno su explicitación a par
tir de la representidad. Actuar no es solamente poner fines, dis
poner medios, es decir, en cada caso representarse, lanzar ante sí,
establecer a partir de sí y referir a sí aquello que debe ser hecho; es,
en lo que atañe al hacer mismo y a aquello que debe ser hecho, rea
lizarlo, conducirlo a la existencia, o sea, precisamente al estado de
lo ob-jetualizado. La acción, no sólo en sus pormenores, sino en sí
misma, es una ob-jetivadón, digamos, incluso, el proceso de una
representación. Sólo porque el ser de la acción ha sido previamen
te reducido al de la representación, recíprocamente, la representa
ción, por ejemplo, el “yo me represento” del cogito, puede ser com
prendido como una acción; o el movimiento de la representación
leibniziana, como el de una acción real y como la esencia de ésta,
como la esencia de la fuerza.
Como la voluntad es una acción sin representación, Schopen
hauer opera una inversión radical de los presupuestos que forman
el fondo mudo de todo idealismo. En efecto, es tan radical esta
inversión, tan difícil de abordar por el pensamiento que, para lle
varla a cabo, el autor del Mundo lo ha hecho en dos veces. En un
primer momento, la acción sin representación no puede ser más
27 Ibíd., p. 324.
28 Ibíd.. 111, p, 44.
29 Ibíd., p. 384.
30 Ibíd., 1, p. 284.
a esta revelación, es al fin posible escapar a ese juego del dolor, son
las modalidades afectivas la que todavía: constituyen ahí la forma
concreta de esta liberación: “... alegría y paz celestial", “calma pro
funda”, “serenidad íntima”31. De suerte que entre la desgracia del
hombre entregado al deseo y la salvación del asceta y del santo
que han cumplido en ellos la auto-negación del querer-vivir, no
hay más que el espacio entre una tonalidad afectiva y otra, una
suerte de dialéctica de la misma vida afectiva. “Entonces... en lugar
del pasaje eterno del deseo al temor, de la alegría al dolor, en lugar
de la esperanza nunca saciada, nunca apagada, que transforma la
vida del hombre, tanto como la voluntad la anima, en un verda
dero sueño, nos damos cuenta de esta paz más preciosa que todos
los bienes de la razón, este océano de quietud, este reposo pro
fundo del alma, esta serenidad inquebrantable.. ,”32.
La metafísica de Schopenhauer es una metafísica de la volun
tad, pero ésta no es a menudo más que un título para designar la
misma afectividad, como puede verse en multitud de pasajes, por
ejemplo: “Son en efecto impulsos y modificaciones de la voluntad
no sólo la volición y la resolución en un sentido estrecho..., sino
también toda aspiración, todo deseo, toda repulsión, toda espe
ranza, todo temor, todo amor, todo odio, en suma, todo aquello
que constituye inmediatamente la felicidad o el sufrimiento, el pla
cer o el dolor”33. E incluso: “Todo lo que es cosa de la voluntad,
en el sentido más amplio de la palabra, tal como el deseo, la pasión,
la alegría, el dolor, la bondad, la maldad, igual que los alemanes
llaman G cm ü th,.. a todo lo que se atribuye al corazón.. .”34.
Ahora bien, la afectividad no es en la vida un carácter empíri
co que uno se limitaría a constatar, todavía menos una determi
nación sintética, extraña a su ser y que le advendría del exterior:
“el sufrimiento no se infiltra en nosotros desde fuera, somos por
tadores de la inagotable fuente de la que brota"35. Toma forma aquí
una intentio filosófica enteramente nueva, la de arrancar la exis
tencia afectiva al domino de la facticidad al que tradicionalmente
se halla entregada, instituir, al contrario, una eidética de la afecti
vidad, haciendo posible un discurso apriorístico sobre ésta. Se tra
ta, más aún, de conferir a esta esencia hasta entonces desaperci
bida un estatuto completamente excepcional, haciendo de ella no
un fragmento del universo de las leyes puras, sino la esencia del
absoluto, la esencia de la vida. Parece que haya que oír como algo
propiamente inaudito, hasta entonces en todo caso, las palabras
31 lbíd., p. 408.
32 lbíd., p. 430. -
33 Ibíd., líí, p. 14,
34 Ibíd., p. 50.
33 Ibíd., I, p. 332.
con las que Schopenhauer circunscribe su proyecto de “descubrir
mediante razones. . . a priori las raíces profundas por mor de las
cuales el dolor depende de la esencia misma de la vida”35. De este
modo, el dolor no sería lo que desde siempre es, un accidente des
graciado, una particularidad natural o la fatalidad de un destino
incomprensible, sino la estructura apriorística de todo lo que es,
su posibilidad más interna y, como dirá Nietzsche, precisamente
en la estela de Schopenhauer; la Madre del. Ser:
Sin embargo, estamos en condiciones de comprender por qué
el proyecto de Schopenhauer no será capaz de llegar a una reali
zación adecuada, por qué, muy al contrario, las cuestiones funda
mentales que tematiza por vez primera lo serán de tal modo que
no conducirán a la elucidación de un campo nuevo e inmenso,
sino más bien a un impasse. Ello se debe principalmente a que la
esencia a partir de la cual la afectividad ha de ser objeto de una
aprehensión eidética no es verdaderamente la de la vida, aunque
su auto-afección original sea idéntica a la misma afectividad, sino
aquello que nosotros hemos llamado su concepto óñtico, a saber,
la captación reductora de la vida como querer-vivir, como volun
tad y como deseo. Así pues, la afectividad ya no es.Comprendida
en sí misma, es decir, en la esencia ontoiógica de la vida, sino a
partir de un realidad otra que ella, una realidad que ya no es una
esencia ni su propia esencia, sino un hecho, el hecho de la nece
sidad, el hecho de que, según Schopenhauer, la vida se presenta
como un apetito nunca saciado, como una pasión sometida al pro
ceso de su reiteración indefinida. Una explicación reemplaza al
análisis esencial, al análisis de la esencia del absoluto.
¿Cómo se “explica” la afectividad a partir de la vida entendida
como necesidad? De la manera más simple, pues toda explicación
natural, y especialmente científica, toda teoría a la que le falta el
problema de la posibilidad príncipíal, tiene para sí la claridad que
dispensa con toda seguridad la no-apercepción de los fundamen
tos esenciales. La necesidad da voluntad, el deseo), sí alcanza su
meta, provoca placer, bienestar, dicha - e s una necesidad satisfe
ch a-, Si no la alcanza, suscita, por el contrario, dolor, sufrimien
to, malestar, insatisfacción bajo todas sus formas, Schopenhauer
lo repite a porfía: “Sea ella [la voluntacll detenida por cualquier
obstáculo que se dirija contra ella y contra su meta momentánea,
y tenemos el sufrimiento. Si alcanza su meta, tenemos la satisfac
ción, el bienestar, la dicha”37.
Con esta definición de la afectividad como efecto de la necesi
dad se cumple, en primer lugar, su determinación a partir de un
36 Ibíd., p. 338.
37 Ibíd., p. 323.
principio extraño, de tal modo que de ahora en adelante las leyes
de la vida afectiva, sus propiedades, su devenir ya no son en rea
lidad los suyos, leyes y propiedades explicables por ella, son las
leyes de otra cosa; el historial de ia afectividad ya no se funda sobre
su propia esencia y como su desarrollo interior, es el historial del
deseo, encontrando su razón en este último, en lo que Schopen
hauer llama la voluntad, Hay pues algo previo a la afectividad, algo
que la precede, que la rige, de lo que ella no es más que la conse
cuencia, De. ahí que la pretensión de Schopenhauer de propor
cionar una teoría apriorística de la afectividad se revele ilusoria, la
afectividad no es justamente el a priori, es un a postenori, el a pos-
terioñ de la voluntad.
Por ejemplo, Schopenhauer reconoce, o mejor, encuentra dos
modalidades de la vida afectiva, la satisfacción y la insatisfacción.
Estas modalidades no las describe tal como son en sí mismas y por
sí mismas. Las explica justamente en función de aquello que advie
ne a la voluntad según alcance su meta o no. Es la naturaleza de
la voluntad la que da cuenta del hecho de que existe en el mun
do algo como la satisfacción y la insatisfacción, como esas tonali
dades afectivas que son el placer y el sufrimiento, el bienestar y la
desgracia. Y ello porque la voluntad es esencialmente deseo, nece
sidad y carencia de aquello que no tiene, de suerte que, si lo obtie
ne, está “satisfecha”, “insatisfecha” en el caso contrario. Sólo si un
ser está constituido en su ser como carencia de ser, si una realidad
está constituida en su realidad como carencia de realidad, satis
facción e insatisfacción, alegría y pena pueden advenirle y ser expe
rimentadas por él, y la afectividad, en general, es posible. Esto es
lo que Schopenhauer llama ofrecer una teoría a priori de la afecti
vidad: hacer aparecer en la voluntad su condición principia! de
posibilidad, el fundamento sin el cual no sería.
Pero la voluntad en calidad de querer-vivir no sólo hace posi
ble la afectividad y su dicotomía, la distribución de las tonalida
des fundamentales entre la satisfacción y la insatisfacción, entre lo
agradable y lo desagradable, sino que determina incluso su situa
ción respectiva, el hecho precisamente de que no hay ninguna
igualdad, ninguna equivalencia ontológica entre estas tonalidades,
las unas reputadas positivas, teniendo de algún modo el derecho
de ser y de realizar su ser, las otras “negativas”. Pues como la volun
tad es infinita, deseo sin fin, siempre recomenzada, está claro que
“ninguna satisfacción es duradera”38: tan pronto como la satisfac
ción adviene, la voluntad cree encontrar su meta; el movimiento
que la lanza eternamente hacia delante se repite o, más bien, con
tinúa, y la insatisfacción con él.
Pero hay más: la satisfacción no sólo es precaria - e l orden del
mundo regido por la causalidad es ajeno a nuestros deseos- y pro
visional; no tiene ningún contenido efectivo específico, ninguna
“positividad” justamente, al no ser nada más que una suspensión
momentánea del dolor. El tema del carácter puramente negativo
de toda forma en apariencia dichosa de la vida es un leit-motiv en
Schopenhauer, y el fundamento de su pesimismo. “La satisfac
ción.. . no e s ... en su esencia nada más que negativa; en ella no
hay nada positivo. No hay satisfacción que de ella m ism a. ,. venga a
nosotros... La satisfacción, el contentamiento, no podrían ser más
que una liberación de un dolor, de una necesidad”39. ■
Ahora bien, lo que es m enester pensar hasta ei final es esta
situación respectiva de las tonalidades fundamentales de la dico
tomía, el hecho de que la satisfacción sea siempre segunda en rela
ción a una insatisfacción primitiva. Pues en la extraña dialéctica
que aquí se esboza, la insatisfacción interviene de: algúft modo dos
veces. Por un lado, se sitúa en el mismo plano que ja satisfacción
y, como ella, resulta de la presuposición de la necesidad en la medi
da en que la insatisfacción se produce si la necesidad yerra en su.
meta, mientras que la necesidad queda cumplida en el caso de la
satisfacción. Por otro lado, sin embargo, y de manera mucho más
esencial, la insatisfacción se precede en cierto modo a sí misma,
al no ser solamente lo que adviene a posteriori del deseo que no
encuentra su “objeto”, sino aquello que le pertenece por princi
pio, desde el punto de partida, por cuanto ello es el deseo. Aquí,
la afectividad no se propone como el efecto de la voluntad y de su
juego, sino que la cualifica originalmente y es inherente a ella. La
voluntad ya no es la condición a priori de la afectividad, como de
aquello que procede de ella según los avatares de la historia en ella
-la voluntad-. Más aún, la afectividad se da ahora como una deter
minación a pñ oñ de la misma voluntad, por cuanto la voluntad es
deseo y necesidad, y no hay ni deseo ni necesidad que no sea en
lo sucesivo determinado afectivamente, que no sea en lo sucesivo
una modalidad de la afectividad y lo que la presupone.
La ilusión de la tesis -p o r otra parte tradicional y retomada por
Schopenhauer de esta tradición- que hace depender la afectivi
dad de un conatus previo, de un deseo cualquiera de ser y del esfuer
zo hacia él, ha de ser finalmente reconocida. Esta ilusión reviste
su formulación más ingenua en la afirmación de que las tonalida
des agradables resultan justam ente de un deseo satisfecho, y el
desagrado, al contrario, bajo todas sus formas, de un deseo que
no lo es. En la “satisfacción” de un deseo, como en su “insatis
53 Ibíd., p. 408.
56 Ibíd., p. 227.
57 Ibíd., p. 207.
58 Ibíd., p. 429.
trasfondo de los esfuerzos de Nietzsche. Satisfacción e insatisfac
ción son, de este modo, deudoras del querer. Cuanto más fuerte
es éste, más profundas la satisfacción y la insatisfacción que lo
acompañan59. Pero, en realidad, como ese querer es infinito, insa
tisfacción y sufrimiento no tienen fin. Como término provisional
del querer, la satisfacción, a su vez, sólo es provisional también.
O, m is bien, al. mirarlo más de cerca, ésta es imposible, y aquí es
donde la determinación de la afectividad por un principio ajeno
deja aparecer su absurdidad. La satisfacción, en efecto, presupo
ne el deseo. Sin embargo, ella es también su supresión, es, pues,
la supresión de la presuposición, la supresión de su propia con
dición. Veamos el texto en el que Schopenhauer formula esta serie
de absurdos: “No hay satisfacción que por sí m ism a... venga a
nosotros: hace falta que sea la satisfacción de un deseo.' El deseo,
en efecto, la privación es la condición preliminar de todo goce.
Ahora bien, con la satisfacción cesa el deseo y, por consiguiente,
el goce también. Por tanto, la satisfacción, el contentamiento, no
podrían ser más que una liberación con respecto a un dólor, a una
necesidad”60.
El sofisma de este razonamiento que vuelve a aparecer en Freud,
influenciado por la concepción no menos absurda de la entropía,
se sitúa en la premisa. En efecto, es evidente que, dado que la afec
tividad está injertada en el querer y descansa en él, dado que la
satisfacción es la satisfacción de un deseo y sólo es posible como
tal, como la supresión de ese deseo, ella sólo es posible como su
propia supresión, desaparece en el momento en el que debería
producirse. En consecuencia, hay que entregarse a esta evidencia:
lejos de que pueda explicarse por el deseo, toda satisfacción devie
ne imposible por él. Schopenhauer expresa esta imposibilidad de
principio de la satisfacción diciendo, como hemos visto, que ésta
no es “nada más que algo negativo”, y lo que hay que entender en
esta extraña presuposición está en la conclusión: “Por tanto, la
satisfacción, el contentamiento, no podrían ser más que una libe
ración respecto a un dolor, a una necesidad”61. Pero la liberación
de un dolor, en el sentido de su interrupción pura y simple, en el
sentido de su supresión, en el sentido de que la muerte es la libe
ración de la vida, no es nada en absoluto. Un estado afectivo nega
tivo, stricto sensu, es un círculo cuadrado. No basta sólo con decir
con Hartmann que también hay placeres positivos62, hay que decir
70 Ibíd., p. 403.
7' Ibíd., pp. 349, 350.
72 Ibíd., pp. 346, 351.
“Este orden de la voluntad que busca objetivarse en la especie no se pre
senta a la conciencia del hombre apasionado más que bajo la máscara de un goce
anticipado de esa felicidad infinita, que el cree deber encontrar en su unión con
la mujer amada” (ibíd., p. 365).
Y, mira por dónde, cómo “al no buscar su interés, sino el de un ter
cero todavía por nacer”, el am ores ciego7'*; cómo, explicada por la
voluntad, la afectividad en general es una ilusión, y su poder de
revelación se encuentra de esta suerte, no alterado ni desconocido,
sino propiamente negado e invertido.
¿En qué consiste el poder de revelación de la afectividad cuan
do se hace objeto de semejante inversión? En modo alguno en sí
misma, en su afectividad (y, así, no es la afectividad ni su poder
de revelación los que en realidad están cuestionados en esta dis
cusión, como en toda la filosofía clásica en general: no son aper
cibidos ni uno ni otro), sino en una mención de la conciencia, en
una representación: “Iodo amor tiene por fundamento un instin
to que tiende únicamente al niño que se va a procrear”. Esta inten
ción, la intención que se dice real de todo amor, es la de la espe
cie. A ella se opone la intención del individuo, en la que éste cree
perseguir su goce personal. Es semejante intención 1a ilusoria,
semejante representación la que es falsa. “A qu í... la verdad ha
tomado la forma de una ilusión para actuar sobre la voluntad.”75; . .
La verdad: que la sexualidad tiene por objeto la perpetuación y la '
excelencia de la especie. La ilusión: que tiene por objeto el goce '
del individuo. La inteipretación-explicación de la afectividad a par
tir de la voluntad significa y presupone el desconocimiento com
pleto del poder propio de revelación de la afectividad en cuanto
tal, su reducción al poder de revelación de la voluntad, o mejor
-a l ser la voluntad ciega-, de la representación que está vinculada
a ella en la conciencia individual. Solamente al precio de esta reduc
ción -de su confusión con la representación- puede la afectividad
ser declarada ilusoria. Pues no hay ilusión posible del sentimien
to mismo, el cual es siempre lo que es por principio, por cuanto
su ser reside en su fenomenicidad misma, idéntica a su afectivi
dad.
Se descubre aquí ante nosotros esta nueva consecuencia: el
desconocimiento del poder específico de revelación de la afectivi
dad, en calidad de poder original y absoluto, acarrea el cuestiona-
miento de la realidad misma del sentimiento, el cual ya no es un
absoluto, el término inquebrantable sobre el que vienen a rom
perse todas las interpretaciones y todas las significaciones que se
le pretende asociar, sino un ser incierto, indeterminado, cuyo lugar
no es asignable -del que ya ni siquiera se sabe de quién es senti
miento- En efecto, como la afectividad ya no reposa sobre sí mis
ma y ya no determina, en ese reposo en sí y por sí, el lugar y la
esencia de una subjetividad absoluta, sino que, al contrario, se
76 Ibíd., p. 362.
77 Ibíd., p. 351.
78 lbíd., I, p. 415. Este sufrimiento aún no cumple su obra salvadora en sí
mismo y por sí mismo, sino por mor de su referencia a la voluntad, por cuanto,
al contrariar a ésta y al resultar de su contrariedad, termina por minarla de algún
modo y la conduce a la auto-renuncia.
miento que se adquiere de su propia naturaleza en sí, es decir, con
siderada como voluntad. Supone la visión clara de esa verdad, a
saber, que no se ha dejado de ser esam isma voluntad”79. De igual
modo, la vergüenza es una vergüenza ante el acto reproductivo
-cuya “paráfrasis” es la vida hum ana-, ante ei cuerpo en calidad
de objetivación y morada del querer, es decir, incluso, ante la volun
tad; se reduce así a un conocimiento, el del “enigma del mundo”:
“la vergüenza.,. provocada por el acto reproductivo se extiende
incluso a las partes que sirven para llevarlo a c a b o ... prueba de
que no sólo las acciones, sino ya el mismo cuerpo del hombre,
pueden ser mirados como la forma fenoménica, como la objetiva
ción y la obra de la voluntad”80. La tristeza, para tomar un último
ejemplo, “procede de la conciencia desinteresada de la vanidad de
todos los bienes, y de la nada de todos los dolores”81.
Ahora bien, vinculada al conocim iento y más o menos con
fundida con él, la afectividad resulta deudora del prinápium indi
viduationis, que constituye para este conocim iento una línea de
separación decisiva. Pues hay, al fin y a la postre, dos clases
de conocimiento en el schopenhauerismo, la que sucumbe a este
principio y la que escapa a él. Ahora bien,, esta línea de demar
cación de los conocimientos es idénticamente la de todos nues
tros sentimientos, que se reparten de este modo entre los que
están engañados por la ilusión de la individualidad, y los que la
superan, aunque de tal manera que los que son engañados lo
son sobre el fondo en ellos de la representación y la ilusión que
les es propia, igual que aquellos que la superan no es sino por la
acción en ellos de una mirada susceptible de atravesar el prínci-
pium individuationis. Al primer género pertenece, por ejemplo la
crueldad, pues al demandar a la vista del sufrimiento del otro
una atenuación del suyo, o incluso su placer, el cruel cree que
su sentimiento difiere del de su víctima, hasta el punto de encon
trarse con él en una relación antitética. Mientras que, procediendo
de una esencia única y producidos por ella, todos los sentimientos
son idénticos al fin y al cabo, su distribución es entre individuos
aparentemente diferentes, y, por consiguiente, su diferencia no
es más que ilusión.
Schopenhauer ha vertido en términos sorprendentes la teoría
de esta ilusión. Aquel que tiene sobre los ojos el velo de Maya “no
ve la esencia de las cosas, que es una; ve sus apariencias, las ve dis
tintas, divididas, innombrables... Toma la alegría por una realidad,
y el dolor por otra; ve en aquel hombre un verdugo y un asesino, y
en aquel otro un paciente y una víctima; ubica el crimen aquí y el
79 Ibíd., p. 310.
sufrimiento en otra p a rte... ”82. De este modo se cumple, en el
seno mismo de esta concepción grandiosa, la falsificación de la
teoría de la afectividad por el principio de individuación, es decir,
por su reducción al conocimiento. Precisamente porque la feno
menicidad específica de la afectividad, como consistente en esa
misma afectividad, es desconocida o, más bien, explícitam ente
negada, la realidad de las tonalidades lo es también, la alegría ya
no es definida por sí misma, ya no es la alegría83, ya no es una rea
lidad. No es diferente del dolor, el. cual tampoco es dolor, no es
una realidad, una realidad otra que la alegría>y el verdugo no es
disociable de su víctima. Esta inversión del orden de cosas, que
Nietzsche restablecerá con una violencia extrema - “los fuertes”,
“los débiles”- , la hace patente de igual modo la teoría de las tona
lidades pertenecientes al segundo género de conocimiento. Aquí
todavía es precisamente el conocimiento, “la visión de las Ideas”,
la cual “atraviesa de parte a parte el principio de individuación”84,
la que detenta el poder de revelación atribuido a la dulzura, a la
caridad, a la santidad, al misticismo, y constituye finalmente toda
su realidad.
A falta de haber sido reconocido y circunscrito en su especifi
cidad, el poder de revelación de la afectividad resulta, en definiti
va, ocultado: la afectividad procede de la voluntad, bajo cuyo con
cepto, como se ha visto, es comprendida en la mayor parte de los
casos. También se descubre aquella, como ésta, reducida a la con
dición de lo conocido y ya no del que conoce, siendo entonces
todo poder de revelación, com o en la tradición, explícitamente
referido ai ek-stasis y al modo de conocimiento que toma de éste
su posibilidad. Esto es lo que muestra la teoría de la conciencia,
es decir, la de la manifestación en general: “La conciencia de noso
tros mismos con tiene... un elemento cognoscente y un elemento
conocido... Como elemento conocido en la conciencia de noso
tros mismos encontram os exclusivamente la voluntad. Son, en
efecto, los impulsos y las modificaciones de la volu ntad ... toda
aspiración, todo deseo, toda repulsión, toda esperanza, todo temor,
todo amor, todo odio, en suma, todo lo que inmediatamente cons
tituye la felicidad o el sufrim iento... Ahora bien, en todo conoci
miento, es la parte conocida y no la cognoscente el elemento pri
mero y esen cial... En la conciencia, por tanto, es la voluntad, el
elemento conocido, lo primero y esencial; el sujeto cognoscente
es la parte secundaria, venida por añadidura, es el espejo”85. De
y Par-delá bien et m al, op. á t., p. 207. [N. de los T: Más allá d d bien y del mal,
op. cit., p. 268.]
10 lbíd., p. 71. [N. de los T: ibíd., p. 87.]
dición. Pero ei primitivo venir a sí de la vida que aumenta a partir
de sí misma y se experimenta a sí misma en la embriaguez de este
acrecentamiento es la inmanencia.
Nietzsche ha pensado la inmanencia de la vida de múltiples
maneras, bajo múltiples figuras cuyo poder conviene reconocer.
Sin embargo, la inmanencia es objeto de una afirmación inmedia
ta en ia proposición crucial y reiterada según la cual la vida es olvi
do. Olvidar es no pensar en. Al olvido se le opone el recuerdo, que
consiste, al revés, en pensar en aquello en lo que no se pensaba.
Olvido y recuerdo no se oponen, empero, más que en el pensa
miento, como dos modalidades de éste: una de ellas negativa, que
significa que el pensamiento no se dirige todavía .hacia aquello a
lo que se dirige en el recuerdo correspondiente a este olvido y, por
ende, sustituyéndolo. Pero que la vida sea olvido, Nietzsche lo dice
en otro sentido completamente diferente. Para la vida, olvidar no
es pensar en, no en virtud de una distracción o de cualquier dis
posición ocasional susceptible de ser eliminada,;sino por cuanto
ella no lleva en sí la esencia en la que reside la posibilidad de pen
sar en cualquier cosa en general, por ejemplo, de acordarse de ella.
La vida es olvidadiza por naturaleza en calidad de inmanencia, la
cual expulsa insuperablemente de sí el ek-stasis y, por ello, toda
forma de pensamiento posible. Nietzsche representa la vida en cali
dad de inmanencia en la figura del animal que atraviesa todo su
hacer - y ello con todo derecho, si de lo que se trata es de expre
sar la ausencia de pensam iento, que tradicionalmente define la
humanidad del hombre y lo especifica como animal racional-'. Por
tanto, el animal, por cuanto figura la esencia de la vida y por cuan
to ésta excluye el pensamiento, se encuentra determinado en su
ser por el olvido en virtud de una necesidad eidética. El hombre,
“ese animal olvidadizo por necesidad.. .”u .
Puesto que todo pensar en, que formula el olvido que por prin
cipio le pertenece, se mueve en la inmanencia radical de la vida y
en el rechazo por parte de ésta de la dimensión extática, entonces,
la posibilidad de que semejante olvido se mude en la determina
ción opuesta del recuerdo, posibilidad obvia siempre que el pri
mero sea secretamente homogéneo al segundo -siendo como éste
una modalidad del pensamiento, y su determinación negativa-,
dicha posibilidad ya no existe. Es, pues, mediante una interven
ción exterior, a golpes de bastón, como hay que conferir a esta vida
aquello de lo que en sí misma es incapaz, no precisamente la capa
cidad -q u e no la tiene, ni la tendrá nunca-, sino el hábito de acor
16 Ibíd., pp. 242-243, 241-242. [N. délos T: ibíd., pp. 59, 61.]
17 Ibíd., p. 288. [N. dé los I : ibíd., p. 128.]
de aquello que es “todo", por cuanto, en su reunión en sí mismo,
es todo lo que es y todo aquello que es, y no encierra nada más.
De la no libertad de este ser en sí consigo -n o libertad que cons
tituye el fondo de la crítica nietzscheana del libre arbitrio y de la
libertad en general- resulta el aire mecánico de su acción, su seme
janza con el orden de las cosas, su manera ingenua de ser sí mis
mo, pero también, en la plenitud insuperable de aquello que no
se supera más que a partir de sí mismo y, así, toca todos los pun
tos de su ser y lo ocupa todo, el ser en la perfección de su cum
plimiento, la justicia misma. “El alma aristocrática acepta este hecho
de su egoísmo.., como algo que seguramente está fundado en la
ley original de las cosas: si buscase un nombre para designarlo
diría: es la justicia misma’. .. se mueve entre esos iguales... con
la misma seguridad en el pudor y en el respeto delicado que tiene
en el trato consigo misma, de acuerdo con un innato mecanismo
celeste que todos los astros conocen... todo astro es un egoísta de
ese género”18.
Apoyada sobre sí misma, coincidiendo consigo, agotando su
ser en sí misma, sacando de sí todo lo que es, la fuerza en su des
pliegue no proviene más que de sí misma, se asegura constante
mente a sí misma de aquello que hace en esa efectuación de sí. En
tanto no tiene nada fuera de sí, ignora todo aquello que implica
cualquier transcendencia, el espacio de una diferencia, todo fun
damento en calidad de otro en la alteridad de esta diferencia, toda
razón, toda causa, todo pretexto, toda justificación o legitimación,
todo aquello que la precedería y, procediendo de una considera
ción extrínseca, tomaría su posibilidad del mundo de la represen
tación, del cálculo, de la intención, de la promesa, de la previsión.
Lo diferente a ella, lo cual no existe en ella ni en su acción, no pue
de tampoco tomar posición frente a ella en el elogio o en el repro
che, en el amor o en el odio. Al hablar de los “fuertes”, es decir,
de la fuerza, Nietzsche expresa poéticamente esta condición de su
acción, a saber, no un rasgo psicológico, sino la estructura del ser:
“Llegan igual que el destino, sin motivo, razón, consideración, pre
texto, existen como existe el rayo, demasiado terribles, demasiado
súbitos, demasiado convincentes, demasiado “distintos” para ser
ni siquiera odiados”19.
La fuerza que halla su efectuación en sí, y que la tiene por sí,
es pues al mismo tiempo y por esta razón totalmente inepta para
dar cuenta de sí en la aproximación externa de una representación
de sí, la cual es, por principio, extraña a su ser. Así, la acción no
18 Par-ddá bien e¡ mal, op. di., p, 192. [N. de los T: Más allá del bien y del mal,
op, cit., p. 248j
. es-posible-'más que por cuanto es incomprendida e incomprensi
ble, dado que el acto de comprender se mantiene en el ek-stasis.
En la medida en que la posibilidad de la acción es idénticamente
su incomprensibilidad, su nombre es instinto. Com o en Scho-
penhauer, la paradoja aparente del instinto no expresa otra cosa
que la condición de la vida. De ahí que Nietzsche tome nota, por
ejemplo, “de la incapacidad d e.., [los] aristocráticos atenienses,
los cuales eran hombres de instinto, como todos los aristócratas,
y nunca podían dar suficientemente cuenta de las razones de su,
obrar”. Sócrates se reía y se burlaba de esta incapacidad, hasta que
“encontraba en sí idéntica dificultad e idéntica incapacidad", de
las que no puede escapar salvo con “una especie de auto-engaño”,
declarando que hay que “seguir a los instintos, pero hay que per
suadir a la razón para que acuda luego en su ayuda con buenos
argumentos”20.
No obstante, hacer justicia a la razón, convocar el mundo de
la representación, sus causas y sus leyes, sus proyectos y sus moti
vaciones, equivale justamente a no poder hacer justicia-a la vida,
lanzar más allá de ella un horizonte de comprensión y, así, poner
la fuera de sí, no disponiendo ya de sí y de su ser-sí corno de su
única justificación y de su único sentido posible, al no encontrar
ya en sí el secreto de su ser. Nietzsche ha descrito este suceso con
términos patéticos: “...q u e algo faltaba, que un vacío inmenso
rodeaba al hombre, -éste no sabía justificarse, explicarse, afirmar
se a sí mismo, sufría del problema de su sentido”21. Más allá de
toda cosa, en efecto, el ek-stasis ahonda el espacio de la cuestión
del porqué, pero la vida, que no es portadora de este espacio, igno
ra esta cuestión y tampoco tiene que responder de ella. “El alma
aristocrática, decía Nietzsche, acepta el hecho de su egoísmo sin
ningún signo de interrogación”22. Por tanto, hay que repetir la estruc
tura eidética de la vida, su incoercible coherencia consigo en sí
misma, que excluye todo rebasamiento de sí y toda transcenden
cia, toda posibilidad de irse fuera de sí, delante de sí, al lado de sí,
encima de sí - “todo anhelo, declara Nietzsche, ., .un mundo apar
te, un más allá, algo que está fuera o encim a.. ,”23- , de tal mane
ra que sólo esta exclusión radical de aquello que está fuera y más
allá de ella, y, por ejemplo, del ideal, al devolver la vida a la inma
nencia de su ser-sí, la devuelve también a sí misma, volviéndola a
sumergir en la esencia de la que toma su posibilidad de ser, lo que
20 Par-delá bien ct mal, op. cit., p. 104. [N. de ios T; Más allá del bien y del mal,
op. cit., p. 131.]
21 La généalogie de la morale, op. cit., p. 346. [N. de los I : La genealogía de la
moral, op. cit., p. 204.j
11 Par-delá bien ct m al , op. cit., p. 192, cursiva nuestra. [N. de los T: Más allá
del bien y del mal, op. cit., p. 248.]
Nietzsche llama la realidad. Aquí Nietzsche todavía celebra en tér
minos líricos la condición de la vida hablando del “hombre reden
tor, el hombre del gran amor y del gran desprecio, el espíritu cre
ador, al que su fuerza impulsiva aleja una y otra vez de todo
apartamiento y todo más allá, cuya soledad es malentendida por el
pueblo como si fuera una huida por delante de la realidad: siendo
así que constituye un hundirse, un enterrarse, un profundizar en la
realidad, para extraer alguna vez de ella, cuando retorne a la lu z...
su redención de la maldición que el ideal existente hasta ahora ha
lanzado sobre ella”24.
Hasta qué punto esta estructura de la inmanencia ■■-el no poder
ser fuera de sí de aquello que permanece en sí- constituye ia posi
bilidad más extrema y decisiva, puede verse en el hecho de que su
quiebra es idénticamente la de los fundamentos del ser; todo el
pensamiento de Nietzsche procede de su terror confesado ante
el abismo del nihilismo, así como de su esfuerzo patético por con
jurarlo. Un esfuerzo semejante se expresa en una distinción bien
conocida que atraviesa toda su obra no sin suscitar el disgusto del
lector, la de los fuertes y los débiles, los señores y los esclavos. Con.
vistas a reconocer su sentido, conviene en una primera aproxima
ción, formular a este respecto cuatro preguntas, por otra parte
conectadas, y que apelan a una misma respuesta. En primer lugar:
¿Quiénes son los fuertes, esos seres inevitablemente célebres y adu
lados?, ¿cómo son posibles, es decir, en qué consiste su fuerza? En
segundo lugar: ¿Quiénes son los débiles, esos seres inevitablemente
denigrados y despreciados?, ¿cómo son posibles, es decir, cómo
es posible la debilidad? En tercer lugar y cuarto lugar, si partimos
de la tesis constante de Nietzsche según la cual los débiles tienen
ventaja sobre los fuertes - “hay que defender siempre a los fuertes
contra los débiles ”2:5- , hay que preguntar aún la razón de seme
jante situación, es decir: ¿en qué consiste la fuerza de los débiles
y, correlativamente, la debilidad de los fuertes?
De la fuerza de los fuertes es fácil dar cuenta. Los fuertes son
fuertes porque lo son, puesto que la esencia del ser es la voluntad
de poder, es decir, la fuerza misma. La naturaleza de los fuertes es
tanto más fácil de comprender a partir de la esencia del ser, por
cuanto no son otra cosa, según se ha dejado presentir, que una
proyección de esta esencia, la figura mítica de aquello que final
mente no tiene nada que ver con una categoría de individuos inde
bidamente privilegiados, sino que constituye precisamente esa
estructura interna del ser por cuanto es la vida. La vida es olvida
26 Par-delá bien et m al , op. cit., p. 180. [N. de los T: Más allá del bien y del mal,
op. cit., p. 232.]
27 Como lo muestra la continuación del análisis, que hace de la aristocracia
la fuente de los valores, es decir, el principio de determinación de todo lo que no
es ella, cf. injra , p. 302.
fuerza y todo poder a sí mismos, les da el aumentarse a partir de sí
mismos y, así, sobreabundar.
Lo que plantea un problema, por el contrario, es en qué con
siste la debilidad de los débiles: pues si la voluntad de poder es la
esencia del ser, si todo lo que es no es sino por ese poder que sobre
abunda a partir de sí mismo, entonces, no vemos cómo algo como
la debilidad es todavía posible. Una explicación externa vuelve a
decir: todo es fuerza, ciertamente, pero existen cantidades de esa
fuerza; cuando una de ellas se encuentra en presencia de otra más
grande, entonces, es más débil que ella, la diferencia cuantitativa
de las fuerzas hace surgir su diferencia cualitativa, la debilidad y la
fuerza -la cual no cualifica más que a la más fuerte-. Se expresa
incluso esta diferenciación cualitativa diciendo que la más débil
que sufre la acción de la más fuerte deviene “reactiva”, siendo
determinada en lo sucesivo su acción por esa acción más fuerte
que ella y que no cesa de padecer, mientras que la más fuerte es
la única que permanece realmente, total y propiamente “activa”.:
Ahora bien, suponiendo que la “cantidad” de fuerza no sea ya
una manera de pensar la diferenciación cualitativa de la debilidad.
supuestamente explicada por esta cantidad, pero ya subrepticia
mente incluida en ella, esta determinación extrínseca de la natu
raleza interna de la fuerza está simple y llanamente en las antípo
das de lo que Nietzsche entiende por voluntad de poder -la cual
designa esta naturaleza interna de la fuerza en calidad de fuerza
que sobreabunda de sí misma, y que, como tal, no deja de ser lo que
es-. Al hacer que la aristocracia sea una raza, es decir, una esen
cia, lo que Nietzsche plantea es que hay una esencia de la fuerza
que, en resumidas cuentas, no puede devenir otra cosa, ni siquie
ra su contraria, que los señores no se transforman repentinamen
te en esclavos a la vuelta de la esquina cuando se cruzan con uno
más poderoso que ellos, y que, de este modo, señorío y servi
dumbre, fuerza y debilidad, no se presentan como modalidades
sucesivas y azarosas. Igualmente, la plebe es lo que es: la debili
dad, a su vez, hay que comprenderla a partir de su posibilidad
interna y no a partir de una determinación intrínseca. Ahora bien,
esta posibilidad es justamente la misma que la de la fuerza -n o
hay nada más-, es la esencia de la vida, a saber, la inmanencia. La
fuerza -y por ello no se la considera más ingenuamente en su fac-
ticidad- es la de la inmanencia, es la incuantificable, incoercible e
insuperable fuerza del vínculo que une la vida a sí misma. Nietzs
che no entiende la debilidad como una fuerza menor, sino como
la negación de su esencia y, por cuanto esa esencia es la inma
nencia, como la ruptura de ésta.
Pues eso es lo que significa el nihilismo, el no que se dice a
la vida, no la negación externa de su existencia fáctica, sino la
destrucción de su esencia interior. Sin embargo, esta destruc-
don interna como auto-destrucción -e s la vida, veremos, la que
dice no a la vid a-, esta negación de sí, choca con una imposi
bilidad esencial, precisam ente con la esencia de la vida, puesto
que el vínculo que la une a sí misma es infranqueable y no se
deja romper nunca. La auto-destrucción imposible de la esen
cia interna de la vida, auto-destrucción que, como tal, no ter
mina, es lo que Nietzsche llama la enfermedad de la vida; lo que
hace del hombre -p o r cuanto la inmanencia es la animalidad y
io que se trata ele quebrar- un “animal enfermo”, '"el animal más
duradero y hondamente enferm o". Nietzsche no ha hecho otra
cosa que considerar con ios ojos bien abiertos el insondable mis
terio de esta enfermedad de la vida, esta voluntad de la vida de
atentar contra su propia esencia y, así, auto-destruirse: “¡Oh
demente y triste bestia h om bre!”28.
El fin del § 13 del tratado tercero responde brevemente a la
cuestión --“el h o m b re... es el animal enfermo: ¿de qu é depen
de?”- por la enumeración apresurada de cierto número.cíe “cau
sas” o, más bien, ele m anifestaciones de esa enfermedad de la
vida: el hombre es “el gran experimentador consigo sí.m ism o”,
a saben aquel que habita la mala conciencia, que ha vuelto sus
instintos contra sí mismo, que encuentra placer combatiendo su
naturaleza, modelándose a sí mismo, haciéndose sufrir. Como
tal, es el creador de sí, “el insatisfecho, insaciado”, aquel “que
no encuentra ya reposo alguno ante su propia fuerza acosante”,
el que es capaz de innovar, de desafiar el destino. Cuestión ésta
que no es posible más que gracias al futuro: despiadada espue
la en la carne de todo presente, no deja de desgarrarlo, separan
do así al hombre de sí mismo, lanzándolo más allá de sí, inclu
so haciendo de él el animal más “valiente.. el más expuesto”29.
Pero, sin duda, es también aquel que, cansado de ese deseo que
lo lanza siempre más allá de sí mismo, no puede sino percibir,
en ese diferimiento respecto a sí que le desvela todo su pasado
de lucha, la vanidad del mismo - e l hombre de la saciedad, pues,
el de la fatiga, del hastío de sí, cuyo espejo abrum ador Scho
penhauer no ha dejado de tender a N ietzsche-. Ahora bien, si
se consideran estas cuatro “causas” de la enfermedad de la vida,
se ve que consisten por completo en un ek-stasis, el cual, situa
do en el interior de la relación de la vida consigo misma en cali
dad de mirada sobre sí, hastío de sí, esfuerzo contra sí, impulso
más allá de sí, en calidad de ek-stasis del futuro principalmente,
rompe la inm anencia de esta relación, afectando cada vez a la
vida en su posibilidad misma.
-50 Ibíd., pp, 3] 2, 313-314, 312, cursiva nuestra, [íV. de ¡os T: ibíd., pp. 160,
161, 158.]
sobre la fuerza más grande, es porque es portadora de ella, y lo es
porque es y porque, aunque sea como la más insigne debilidad,
es coherente consigo en el hiperpoder de la vida: ni por un solo
instante, el querer deshacerse de sí de la vida no ha cesado de per
tenecer a ésta ni de ser portador de su esencia.
Eso es lo que Nietzsche afirma en el extraordinario análisis del
sacerdote asceta. Aquí, por primera vez, al lanzar una luz retroac
tiva sobre el conjunto de la obra, debilidad y fuerza ya no están
divididas como dos entidades separadas, referidas a dos individuos
diferentes: el sacerdote asceta detenta en él a una y otra, ofrecién
donos la vista de su conexión interna. El sacerdote asceta es débil,
y ello porque es el hombre de la mala conciencia, es decir, de la
vida vuelta contra sí. Se distingue de los otros débiles en que él es
su enfermero, en que todavía les pertenece porque, para evitar el
contagio de esa terrible enfermedad de la vida, conviene que aque
llos que están en contacto con los enfermos, principalmente sus
cuidadores, estén ellos mismos enfermos. Pero el sacerdote asce
ta es fuerte, aún más fuerte quizá que los más fuertes: “Pero tam
bién tiene que ser fuerte, ser más señor de sí que de los demás, es
decir, mantener intacta su voluntad de poder.. ,”31. Pues su tarea
es aplastante, debe defender el rebaño, a la vez, de los fuertes y de
sí mismo. Contra los fuertes, mediante la invención genial del ideal
ascético que legitima el resentimiento gracias a la inversión de los
valores y, al hacer de las diversas formas de la debilidad el bien, y
de las diversas formas de la fuerza el mal, asegurando, mediante la
puesta en práctica de esos valores invertidos, la empresa y la domi
nación de los débiles sobre los fuertes. Contra el mismo rebaño:
tras haber defendido a los débiles de los fuertes organizando el
resentimiento, hay que impedir que el desencadenamiento de éste
no rompa a su vez el rebaño, y, por ello, hay que canalizar el resen
timiento, guiarlo, apaciguarlo, lo que hace de él el gran mago: él
envenena y calma la herida al mismo tiempo.
Se muestra entonces en él la imbricación de la debilidad y la
fuerza, y cómo convierte la primera en la segunda. En él, por él,
una vida agotada, en los estertores, va a empeñarse en sobrevivir y
salvarse. Pero, ¿qué es lo primero que en la debilidad extrema le da
esa fuerza inaudita para querer continuar viviendo, para no sucum
bir ante los fuertes y, más aún, para sojuzgarlos -q u é instinto de
vivir permanece intacto-? Esto es lo que la lucidísima mirada de
Nietzsche desvela en el fondo del ideal ascético: “El ideal ascético
nace del instinto de protección y de salud de una vida que dege
nera, la cual procura conservarse con todos los medios, y lucha por
conservarse; es indicio de una paralización y extenuación íisiológi-
ca parciales, contra las cuales combaten constantemente, con nuevos
medios e invenciones, los instintos más profundos de ¡a vida, que p er
manecen intactos"32. Desde ese momento, el ideal ascético revela ser
lo contrario de aquello por lo que se lo tomaba al principio: 110 una
vida vuelta contra la vida, contra sí misma, sino el esfuerzo patéti
co de esta vida en la agonía por sobrevivir: “este sacerdote asceta”,
prosigue el texto, “este enemigo aparente de la vida.. forma par
te, precisamente él, de las tres grandes fuerzas conservadoras y afir-
madoras de la vida11. E incluso, “en él y por él, la vida lucha... con
tra la m uerte”. Se dice también qué es esta muerte contra ía que
lucha apasionadamente la vida: no la muerte precisamente, sino la
enfermedad mortal, la enfermedad metafísica de la vida: “La lucha...
del hombre contra la muerte (más exactamente: contra el hastío de
la vida, contra la fatiga, contra el deseo del ‘fin’) ”.' Se comprende
entonces cómo sobreabunda la fuerza más grande en el seno mis
mo de la vida en vías de degeneración para salvarla-: *al venir esta
vida a sí en el liiperpoder de su inmanencia. :
Subsiste una duda: ¿dan cuenta plenamente los análisis pre
cedentes de la posibilidad de la debilidad, de su origen? Pues, ¿poi
qué se vuelve la vida contra sí misma? ¿De dónde le viene ese pro
yecto aberrante de deshacerse de sí? Nietzsche dice: del sufrimiento.
“El rebaño de los mal constituidos... de los que sufren de sí mis
m os”33, Se nos remite a la segunda determinación eidética de la
vida, a lo que constituye en ella su posibilidad más extrema: la
afectividad.
La afectividad llena la totalidad del paisaje níetzscheano, está
por todas partes. Igual que en Schopenhauer, el término voluntad
frecuentemente no es más que una manera de designar el conjunto
de la vida afectiva y sus modalidades, hasta el punto de que ambos
conceptos parecen intercambiables. Por ejemplo, al afirmar la subor
dinación del intelecto a un poder de otro orden que lo determina,
Nietzsche escribe: “Pero eliminar en absoluto la voluntad, dejar en
suspenso la totalidad de los afectos, suponiendo que pudiéramos
hacerlo: ¿cómo?, ¿es que no significaría eso castrar el intelecto?.. .”34.
En efecto, todo parece subordinado a la afectividad, en particular
la nueva manera, propia de Nietzsche, de interpretar la relación
con el mundo, a saber, su evaluación y, por ende, la moral en gene
ral. Más allá del bien y del mal habla del “inmenso reino de delica
dos sentim ientos... de valor”, para declarar, un poco más adelan
te, que “las morales no son más que una semiótica de los afectos”33.
Pero, sobre todo, vamos a verlo, de un cabo a otro de la obra, la
43 Op. cit., pp, 80, 87, 96. [N. de los I : op., cit. pp, 100, 109, 3.20.]
44 Op. cit., p. 13. [N. de ¡os T: op., cit. p. 30:]
4:1 Par-delá bien el mal, op. cit., p. 194. [N. de los T: Más allá del bien y del mal,
op. cit., p. 250.]
46 La généalogie de la morale, op. cit., p. 267. [N. de los T: La genealogía de la
moral, op. cit., p. 95.]
hogar del todo su fuerza; y alcanza su máximum en el sen ti
miento de poder”47.
Por ello mismo, no es el poder lo que provoca el odio, sino sóio
el sentimiento de impotencia, o sea la impotencia misma en la
incondícionalidacl del vínculo consigo de su sufrirse a sí misma,
es decir, de su sufrimiento. Es el carácter intolerable de ese sufri
miento, es decir, precisamente la incondicionaliclad de este vín
culo, lo que suscita el proyecto de romperlo, de escapar a dicho
sufrimiento, el proyecto loco y furj.oso.de la auto-destrucción, que
es justamente el odio, y que el genio de la vida va a temperar ver
tiéndolo hacia fuera, hacia el otro, en el resentimiento. La proble
mática de la debilidad había dejado en suspenso una cuestión, la
de su origen, el origen del querer deshacerse de sí de la vida: que
da respondida aquí. Con la misma claridad con que impotencia y
poder, al no poder desplegarse como tales, se apoyan sobre sí mis
mos, de igual modo, no hacen lo que hacen sino sobre ei fondo
de su afectividad en ellas. La afectividad de las fuerzas nunca tie
ne, pues, el carácter de segunda, no resulta ni de su ejercido ni de.''
su encuentro, de que una fuese afectada por la otra y de tal afec
ción naciese su afectividad. Muy al contrario, sólo lo que se abre
primitivamente en sí mismo como un Sí y, de este modo, se auto-
afecta, es capaz de ser afectado por algo, por cuanto la afección
designa otra cosa que el concepto ingenuo de una causalidad ónti
ca: lejos de ser la simple consecuencia de su afección previa, la
condición de ésta es la afectividad de la fuerza.
El hecho de que la voluntad de poder sea pathos no sólo sig
nifica que aquella tome de éste su ser: en él encuentra también su
poder, La “voluntad” nietzscheana es justamente el ser en calidad
de poder. El poder del ser es el acrecentamiento, en absoluto bajo
la forma de la adjunción a sí de otra cosa, sino como acrecenta
miento a partir de sí. Sucede además que el acrecentamiento del
ser no es posterior a él, no hay en primer lugar un ser que luego
aumentaría. Lo que se nos ha hecho evidente ahora, por tanto, es
cómo la afectividad constituye la voluntad de poder, a saber, el
acrecentamiento del ser a partir de sí que forma su esencia; el ser
aumenta a partir de sí por cuanto se auto-afecta y su auto-afección
es su actividad, el sufrirse a sí-mismo en el que el ser viene a sí y,
así, aumenta a partir de sí. La afectividad no es el poder mismo,
no es la fuerza. Consiste en el hiperpoder situado en todo poder
y en toda fuerza, en virtud del cual todo poder y toda fueiza aumen
tan a partir de sí mismos. La voluntad de poder es pathos porque
el hiperpoder de este acrecentamiento a partir de sí del poder resi
de en su mismo sufrirse.
La nota más reseñable del análisis nietzscheano consiste en no
avistar nunca una esencia abstracta de la afectividad, sino sólo sus
efectuaciones concretas, que se mantienen de entrada en un plano
fenomenológico. Ahora bien, el sufrimiento se propone como la más
constante de sus efectuaciones. Ciertamente, se convierte en el obje
to de una denigración sistemática cada vez que se trata de los débi
les o del cristianismo. Al hacerse insensibles a los postulados terri
bles de éste, los modernos “no sienten ya la horrorosa superlatividad
que había para un gusto antiguo en la paradoja de la fórmula ‘Dios
en la cruz’48. Sin embargo, no es nunca el puro sufrimiento, sino el
odio o la venganza que suscita, e incluso ese sufrimiento tan parti
cular en el que el sufrir engendra el querer deshacerse de sí, el cual
niega de hecho la esencia original del sufrimiento, los'que son con
denados. Por otra parte, se asiste por doquier a una verdadera apo
logía del sufrimiento: “La disciplina del sufrimiento, del gran sufri
miento -¿no sabéis que únicamente esa disciplina es la: que ha creado
hasta ahora todas las elevaciones del hombre?-”49. De ahí que, por
ejemplo, Edipo sea aquel que “al final ejerce a su alrededor, en vir
tud de su enorme sufrimiento, una fuerza mágica y bienhechora, la
cual sigue actuando incluso después de morir”50. Eú:sentido inver
so, son condenados todos aquellos que desprecian el sufrimiento o
que pretenden eliminarlo, aquellos que predican “la felicidad de vivir
para todo el mundo”, la “compasión con todo lo que sufre”, y ello
porque “el sufrimiento mismo es considerado por ellos como algo
que hay que eliminar”51. En consecuencia, condenados una vez más,
y aquí de manera paradójica, tanto el cristianismo como “el movi
miento democrático”, que es su “heredero”: “coinciden todos ellos...
en el odio mortal al sufrimiento en cuanto tal, en la incapacidad casi
femenina para poder presenciarlo..., para poder hacer sufrir”32.
Sin embargo, el sufrimiento no es en primer lugar el objeto de
una evaluación, aun cuando constituye la esencia original de la
que procede toda evaluación, la esencia de la vida, y ello por cuan
to la posibilidad de principio de ésta es el sufrirse a sí mismo. De
ahí que este sufrimiento ocupe lugar en el seno del Uno origina
rio, cuya unidad consigo como unidad efectiva y fenomenológica
encuentra la sustancia de su fenomenicidad en la afectividad de
su sufrimiento. De ahí que el sufrimiento, el gran sufrimiento, es
la única gran causa de los excesos del hombre, porque en él resi
48 Par-delá bien et mal, op. cit., p. 64. [N. de los I : Más allá del bien y del mal,
op. cit., p. 78.]
49 Ibíd., p. 143. EN. de los T: ibíd., p. 183. j
50 La naissance de la tragédie, op. cit., p. 78. [N. de los T; El nacimiento de la tra
gedia, op. cit., p. 89.]
51 Par~delá bien et mal, op. cit., p. 60. [N. de los I : Más allá del bieny del mal,
op. cit., p. 73.]
52 Ibíd., p. 115. ¡N. d élo s T: ibíd. pp. 145-146.]
de la esencia del advenir primitivo a s í mismo en que consiste ei
acrecentamiento como acrecentamiento a partir de sí. De ahí que
“ejerza una acción mágica y bienhechora..
Puesto que la vida viene originalmente a sí en el sufrirse a sí mis
mo del sufrimiento, entonces, en éste también, al experimentarse
a sí mismo y al aumentar a partir de sí, goza de sí, él es el goce.
Goce, alegría, felicidad, embriaguez, "efluvio de un placer origi
nal”33, tal es el segundo de los nombres que Nietzsche da a la vida.
La tragedia, al abrirnos a la vida, se asienta ‘"en medio de ese des
bordamiento de vida, sufrimiento y placer”34. Sufrimiento y alegría
no son dos modalidades de la afectividad, constituyen juntos la úni
ca esencia del ser con la investidura de la vida, en calidad deí expe
rimentarse originalmente a sí mismo en el acrecentamiento a par
tir de sí del goce de sí. Sufrimiento y alegría no son tampoco dos
tonalidades separadas y cada una de ellas autosuficiente de suyo.
Consisten más bien en el eterno pasaje de uno a otro, puesto que
el sufrirse a sí mismo en la efectuación, del sufrimiento es aumen
tarse en cada caso a partir de sí mismo y gozar de sí -puesto que
el goce no tiene otro lugar ni. otra efectividad fenomenológica que el
sufrimiento de ese sufrir-. El ser no es, se hace historial en la efec
tuación de las potencialidades de principio según las cuales se apa
rece el aparecer. Lo que el joven Nietzsche desvela en Dionisos es
esta conexión original entre sufrimiento y alegría como constitu
yendo juntos el historial del ser en calidad de la vida -conexión
captada por primera vez en modo apodíctico por Eessence de ia maní-
festation (§ 7 0 )-, como puede verse en este texto esencial: “La mila
grosa mezcla y duplicidad de afectos de los entusiastas dionisía-
c o s ..., aquel fenóm eno de que los dolores susciten placer, de que el
júbilo arranque al pecho sonidos atormentados’05.
La conexión historial entre sufrimiento y alegría atraviesa toda
la obra de Nietzsche y le sirve de apoyo inapercibido. En este sen
tido radical y riguroso decimos que la filosofía de Nietzsche es una
filosofía de la vida. Desde El nacimiento de la tragedia, el paso del
extremo sufrimiento a 1a extrema alegría que experimenta el espec
tador cuando la visión del héroe agonizante suscita en él, ya aque
lla angustia, ya aquel júbilo, no mienta solamente la irrupción, a
través del hundimiento del mundo fenoménico, de la esencia ori
ginal del ser y de la vida, sino, en primer lugar, el hecho de que
esta esencia está constituida en sí misma por el eterno pasaje del
sufrimiento a la alegría y, en general, la hace posible, principal
mente en el espectador de la tragedia.
56 La généalogie de la morale, op. cit., pp. 262-263, 257. [N. de los T: La gene
alogía de la moral, op. cit., pp. 91, 83.]
57 IbícL, p. 283. [N. de los T: ibíd., p. 118,]
58 Par-delá bien et mal, op. cit., pp. 61, 60. La variante dice: “¡Con lo cual, la
verdad viene a quedar felizmente cabeza abajo!”. [N. de ¡os I : Más allá del bien y
del mal, op. cit., p. 73.]
puede proporcionar a ia moral su genealogía, a menos de remen
earse más: allá de “la historia universal”, a lo que Nietzsche llama
“historia original”, la que se ha producido en tiempos muy anti
guos - “¡cuando en todas partes se consideraba el sufrimiento como
virtud, la crueldad como virtud, el disimulo como virtud, la ven
ganza como virtud.. .”59~, tiempos estos que, sin embargo, no per
tenecen a la historia y no se han cumplido, no siendo el antes de
la genealogía sino, más bien, lo Mismo, respecto a lo cual ésta es la
reedición indefinida de su comienzo. “Midiendo siempre las cosas
con el metro de la prehistoria (prehistoria que, por lo demás, exis
te o puede existir de nuevo en todo tiem po).. . ”60. Ahora bien,
como la de los tiempos antiguos, es decir, como la de aquello que
dura siempre, esta “historia original” no es otra que la historia de
la esencia, el historial del absoluto y el eterno paso en él desde su
sufrimiento hasta su alegría.
Consideremos efectivamente la secuencia decisiva de la gene
alogía. Acaece siempre cuando el deudor no reembolsa al acree
dor, quien tiene derecho entonces a una extraña compensación,,
no ya un equivalente en especie, en metálico, en tierra o bajo la
forma de un bien cualquiera, sino precisamente el derecho de
golpear, maltratar, despreciar, insultar e incluso violar, el dere
cho de hacer sufrir de todas las maneras. De lo que se sigue la
cuestión abisal de la genealogía: “¿En qué medida puede ser el
sufrimiento una compensación de deudas?”. Y la respuesta, no
menos abisal: “En la medida en que hacer sufrir produce bie
nestar en sumo grado, en la medida en que el peijudicado cam
biaba el daño, así como el desplacer que éste le producía, por
un extraordinario contra-goce: el hacer sufrir, -u n a auténtica
fie s ta ...-.” E incluso: “Ver-sufrir produce bienestar; hacer-sufrír,
más bienestar tod avía...”61.
Se dirá que se trata simplemente de venganza. Sin embargo
- y esto es lo que descubre la mirada implacable de N ietzsche-,
la venganza remite al mismo problema: “¿Cómo puede ser una
satisfacción hacer sufrir?”. ¡Se trata de crueldad! Pero la cruel
dad, ella también, no es más que el goce que procede del sufri
miento: “la crueldad era el gran goce de la humanidad antigua...,
era el ingrediente de casi todas sus alegrías”62. Se descubre así el
verdadero sentido de la genealogía: el recurso al pasado mítico
de la humanidad donde el que ha ocasionado un daño debe sufrir
para que su sufrimiento suscite la alegría de aquel a quien ha
!I
1
lesionado y, así, la indemnización sólo plantea com o principio
explicativo la relación deudor-acreedor por cuanto en esa rela
ción se inviste una relación más original, la de las tonalidades
fundamentales de la vida. La genealogía expone la inversión del
sufrimiento en alegría, el historial mismo del ser, aquello que la
hace posible.
Es verdad que en la venganza, en la crueldad, sufrimiento y
alegría ya no van juntos, sino que parecen separados; referidos a
dos sujetos diferentes y situados en ellos, el primero en la per
sona del deudor, la segunda en la del acreedor. Es la visión del
dolor de aquel que ha producido el daño lo que provoca en el
acreedor el placer en el que halla su indemnización. Esta exte
rioridad del placer y del dolor está incluso en el origen del aná
lisis poco convincente mediante el cual Nietzsche trata de pro
porcionar su propia respuesta a la cuestión más angustiosa de
todas, la del sentido del sufrimiento. Ese sentido que reconstruye
artificialmente el sacerdote asceta: “tú sufres porque; has peca
do”63, reside en realidad según Nietzsche en el placer que inde
fectiblem ente despierta todo sufrimiento. Sin embargo, resulta
que el sufrimiento no tiene en sí mismo ese sentido para el que
sufre, sino sólo a los ojos de quienes lo contemplan desde fuera
y se deleitan con ello. De ahí el tema del espectador en Nietzs
che, pues el sufrimiento sólo está justificado porque hay alguien
que lo contempla y goza de él. Y sí no hay nadie, habrá que inven
tarlo. En el mundo antiguo, ios dioses son amigos de las cere
monias crueles, se deleitan con las tribulaciones y la desgracia
de los hombres y, para dar realce al espectáculo, llegan a dotar a
esos actores timbeantes de una voluntad propia, incluso de liber
tad. “Toda la humanidad antigua está llena de delicadas consi
deraciones para con ‘el espectador”’64. Por tanto, lo único que
puede superar el pesimismo y redimir el sufrimiento es el vincu
lo que mantiene con el placer, como vínculo extrínseco sin embar
go. “En estos tiem pos de ahora en que el sufrim iento aparece
siempre el primero en la lista de los argumentos contra la exis
tencia, como el peor signo de interrogación de ésta, es bueno
recordar las épocas en que se juzgaba de manera opuesta, pues
no se podía prescindir de hacer sufrir y se veía en ello un atrac
tivo de prim er rango, un auténtico cebo que seducía a vivir”.
Separado del placer con el que iba de la mano, el sufrimiento ha
llegado a ser un sinsentido, objeto de vergüenza y de disgusto,
sólo porque “la moralización y el reblandecimiento enfermizos”
69 Lct naissance de la tragédie , op. c i t pp. 81, 82. [N. de los T.: El nacimiento de
h tragedia, op. cit., pp. 81, 93,]
,0 Ibíd., p. 53, [N, de los T: ibíd., p, 57.]
n Ibíd., p, 55. [N. délos T: ibíd., p. 59.]
Desde entonces, com o el sufrir ileva a cabo esa aportación,
aportación de sí a sí del gozar, ambos van de consuno y aumentan
al mismo tiempo. Igual que sus términos no son externos el uno
respecto del otro, tampoco es la relación del sufrir y el gozar una
relación paralizada. Al contrario, lo que nos es dado entender es
cómo ésta evoluciona y se desarrolla: pues cuanto m is fuerte es la
experiencia de sí de la vida en la intensificación de su sufrir y, final
mente, en el paroxismo de su sufrimiento, más poderosa y pro
funda es la manera de apoderarse de sí, más intenso su goce. Así,
entre el sufrimiento y la alegría se produce una oscilación tai que
no sólo va sin cesar del sufrimiento a la alegría y se transforma en
ella, sino que, por esa razón, el exceso del uno es la superabun
dancia de la otra. De ahí que cuando una forma de la vida ha enve
jecido y, al abandonar la oscilación, su pathos se inmoviliza en el
enojo de un destino abortado, ha llegado el momento de regresar
a los tiempos antiguos en los que, al decir de Nietzsche, la ven
ganza es virtud, la crueldad es virtud, porque al suscitar el des
pertar de las tonalidades fundamentales, y en la necesidad, de su
desencadenamiento, se trata, en suma, de devolver al absoluto a
su historia propia y al juego de la vida en éí.
Por tanto, la exterioridad de las tonalidades fundamentales,
exterioridad real en Scheler, no es en Nietzsche más que una figu
ra. Esta figura es la crueldad y la venganza en las que caen el sufri
miento y el placer, al parecer, uno fuera del otro -m ientras que si
el gozar reposa sobre el sufrir y tiene en él su lugar, los dos están
tanto en el verdugo como en la víctima--. Y si el sufrimiento del
que inicialmente ha sufrido el daño, el acreedor, puede, gracias a
la visión del sufrimiento que inflige al otro, transfonnarse en el pla
cer que dicha visión procura, es porque en él, precisamente, el
sufrimiento puede transformarse en alegría, porque el pasaje del
sufrimiento a la alegría es posible por principio, como encontran
do dicha posibilidad en el sufrimiento mismo, en el sufrirse a sí
mismo en calidad de esencia del goce de la vida. Alegría y sufri
miento, en consecuencia, no están nunca la una enfrente del otro
como el verdugo delante de su víctima, su relación externa no es
más que la representación de su conexión interna en cada uno de
aquellos que gozan y sufren. Esta representación es la representa
ción del absoluto, ex-pone y dis-yunta los componentes origina
rios del Uno, permite verlos. Entre los horrores de la Grecia anti
gua que tanto fascinaban a Nietzsche, estaba el sacrificio de un
hombre joven cuyos miembros lacerados y sangrantes eran dis
persados de modo que esa sangre fecundase la tierra y le comuni
case la vida. La filosofía de Nietzsche es ese asesinato ritual, la dis
yunción y la pro-yección engrandecida de la subjetividad absoluta
en el cielo del mito.
Capítulo 8
1 Par-ddá bien et m al , op. cit., p. 54. [N. de los X: Más allá del bien y del mal, op.
ri!.,p . 64.]
2 La généalogiede la morale, op. cit., p. 224. (N. de los X: La genealogía de la
moral, op. cit., p. 36.]
3 Ibíd., p. 326. [N. de los I : ibíc!., p. 177.]
1 1bíd., p. 336. [N. délos I: ibíd., pp. 189-190.]
Ahora bien, si se pregunta quiénes son esos hombres sufrien
tes que quieren todo salvo la claridad acerca de sí mismos, salvo
la verdad, que se aterrorizan sobre todo ante la luz de la concien
cia, el texto responde: son precisamente aquellos cine están h a b i
tados por la teleología de la conciencia y que se han empeñado en
conducirla hasta su extremo, Sos sabios. Así es como los busca
dores del conocimiento, esos animales orgullosos y valientes que
han despreciado sus creencias, sus convicciones más ínfimas, su.
fe, para atreverse a afrontar con la mirada toda la verdad, así es
como ellos, ellos también, han sido condenados: nosotros,
los cognoscentes de ahora, ios ateos y andmetafisicos, tomarnos
nuestra llama del fuego que ha encendido una fe'milenaria, esa fe
cristiana, que fue también la fe de Platón, según la cual Dios es la
verdad y la verdad es divina... ”3.
La antinomia que hace de la conciencia y del movimiento hacia
ella su contrario, el principio o el efecto-de la ceguera, llega hasta
su grado de tensión más extremo cuando cruza él lugar en el que
tradicionaimente se vuelve sobre sí. misma para fundarse --la tierra
bienaventurada del conocimiento de sí como certeza de sí-. Resue
na aquí la palabra que, inviniendo el propósito deTerencio, hace
estallar en pedazos ese recogimiento de la verdad en sí misma y el
principio de todo conocimiento cierto: '‘cada uno es para sí mis
mo el más lejano”6.
Con todo, no se puede olvidar que el mismo texto declara,
algunas páginas más adelante, de manera no menos abrupta: “Yo
soy el que soy”7. Entonces, si se considera esta última afirmación,
sobre la que ya hemos tenido que detenemos, se percibe que, en
efecto, no es un elemento marginal o incidental en el desarrollo
de la problemática, sino que, más bien, constituye su principio
último de determinación. Se trataba de comprender la “enferme
dad de la vida”, de saber cómo y por qué puede hacerse que ésta
se vuelva contra sí y aspire al final a destruirse a sí misma. Se mos
traba entonces cómo ese inmenso proceso del resentimiento y la
mala fe que atraviesan el mundo humano y le dan su rostro temi
ble, reposa sobre un fundamento indestructible, sobre el suelo for
mado por el sufrimiento de aquel que ya no puede soportarse a sí
mismo. Si se pone entre paréntesis toda figuración empírica o mun
dana de aquel al que se llama débil, lo que queda es un puro sufri
miento cuya efectividad fenomenológica se agota en su tonalidad
afectiva propia. Surge así la idea de una revelación original consti
5 Le gai savoir, op. cit., p. 228. [N. de los I : La gaya ciencia, op. cit., pp. 256-
257.]
° La généalogie de la m orale, op. cit., p. 215. [N. de los T: La genealogía de la
moral, op. cit., p. 22.]
7 Cf. supra, p. 272.
tuida por la afectividad en cuanto tal e idéntica a sí misma. Aho
ra bien, esta revelación, y sólo ella, es lo único que define el ser a
los ojos de Nietzsche, “yo soy” deviene el grito del sufrimiento o,
más bien, su materialidad misma y su carne.
Si se toma entonces en consideración ese cogito radical de
Nietzsche en el que el ser se encuentra establecido a partir de un
primer aparecer afectivo, y como idéntico a su sustancialidad ferio-
rnenoiógica - a la textura del sufrimiento y el malestar-, se ve cla
ramente cómo no se agota en la simple proposición del ser, sino
en una determinación mucho más esencial que remite el ser a sí
mismo, y lo da a él tal como es. Puesto que, en efecto, la repre
sentación es despachada y el aparecer no es ya el simple parecer
de aquello que es dejado ahí como enigmático y en sí inexplora
do por el destello sobre él de la luz extática -p u esto que lo que
aparece ya no es disociable del aparecer, el cual no se halla más
allá de él en su diferencia respecto a é l-; en consecuencia, pues
to que lo que aparece es ahora el aparecer mismo en la auto-afec
ción original de su afectividad, entonces, en efecto, el ser; o sea,
el aparecer, ya no es ofrecido por él com o aquello que simple y
generalmente es, sino que, puesto en él m ism o y remitido a sí,
abandonado y ligado a sí y, de este modo, experimentándose a sí
mismo y no siendo nada más que esta pura experiencia de sí, él
es lo que es. En el sufrimiento y por él, la proposición del ser ya
no se escribe “yo soy”, sino, como quiere Nietzsche, y de mane
ra decisiva: “Yo soy quien soy”.
Ciertamente, el cogito nietzscheano procede también de una
reducción; consiste en aquello que subsiste al término del estre
mecimiento universal, estremecimiento que, puesto en evidencia
en el análisis hiperbólico de la debilidad, ya no es la duda, sino la
desesperación, o sea, en el mismo seno del sufrimiento y llevado
por él, el proyecto-deseo de éste de escapar de sí, la loca decisión
de la vida de romper el vínculo que la une a sí misma y constitu
ye su esencia. Cuando termina el estremecimiento permanece ju s
tamente el vínculo, más fuerte que el proyecto de romperlo y que
hace de éste la debilidad, el vínculo del ser consigo en calidad del
sufrir que lo lanza en él y que no puede ser abolido: “Yo soy aque
llo que soy”, para siempre y para serlo eternamente de nuevo, en
el eterno retomo de lo mismo, de lo Mismo que soy por cuanto
soy aquello que soy.
La intuición decisiva de Nietzsche, por cuanto siempre com
prende la vida a partir de ella misma como aquello que procede
de sí y se despliega a partir de sí, es que la reducción nietzschea-
na es la enfermedad y la liberación de la vida, aquello que resulta
de ambas o, más bien, que precede a una y otra y las hace posi
bles. Semejante despliegue consiste en y significa aquello que mues
tra la interpretación de la esencia de la vida com o voluntad de
poder: el despliegue no es un proceso óntico, el desencadena
miento de éste, sino que cualifica la estructura original del ser, la
estructura de la subjetividad absoluta en calidad de venida a sí en
el acrecentamiento a partir de sí.
El pensamiento de Nietzsche es un pensamiento de la pleni
tud. La plenitud no es un estado, es el venir a sí de aquello "que
no cesa de venir a sí y, de este modo, que no cesa de ser aquello
que es. El ser nietzscheano, por tanto, sólo es lo que es tautológi
camente en el devenir en calidad de devenir de sí que es el Pre
sente de la vida, o sea, el eterno venir a sí. A la enfermedad --los
“que personalmente no están nunca en el presente5’- Nietzsche
opone la esencia de éste, lo que quiere decir también la vida: '‘Noso
tros. .. queremos llegar a ser lo que somos -~ilos nuevos, los úni
cos, los incomparables, los que se fijan su propia ley, los que se
crean a sí m ism os!- ”8. La religión es el preludio de, y tiene origi
nalmente a la vista, esa plenitud de la vida en la que; la vida se da
a sí misma com o aquello mismo de lo que está plena y supera
bunda: “Es posible que haya sido el medio singular gracias al cual
alguna vez hombres individuales podrán gozar de toda la autosu
ficiencia de un dios y de todo su poder de autorredención”. De
suerte que se puede preguntar cómo “sin esa escuela y antecedente
religioso el hombre habría aprendido a tener hambre y sed de sí
mismo y extraer de sí mismo satisfacción y plenitud”9.
Con esta metafísica de la plenitud, se alza ante nosotros un
nuevo concepto del deseo. Si la vida es la auto-afección y com o
tal, la profusión de sí en sí mismo, ¿cómo es posible todavía algo
como la carencia y la necesidad? “Se tiene la necesidad por causa
de que algo se origine: en realidad, muchas veces es tan sólo efec
to de lo que se ha originado”10. Lo que se ha originado, la vida en
su edificación interior, lo que ella se da a sí, a saber, ella misma, tal
es lo que desea, en calidad de “necesidad de s í”, en calidad de
“hambre y sed de sí m ism o”, en calidad de historial del absoluto,
o sea, la eterna venida a sí de aquello que no deja de venir a sí
como aquello que es. Pura adhesión a sí, el ser no es más que el
deseo de sí; deseo de sí, no es más que pura adhesión a sí. Éste es
el pensamiento que vino a Nietzsche para saludarle el Año Nuevo
en Génova, en enero de 1882: “iA m orfati: que ése sea en adelan
te mi amor! No quiero librar guerra a lo feo; no quiero acusar, no
quiero ni siquiera acusar a los acusadores. ¡Apartar la m irada, que
sea ésta mi única negación! Y, en definitiva, y en grande: ¡quiero
ser, un día, uno que sólo dice sí!”11. El pensamiento del am orfati
8 Le gai savoir, op. d i., p. 214. (N. de los T: La gaya cíenda, op. di., p. 244.]
9 Ibíd., p. 192. (N. de los T: ibíd., p. 220.]
10 Ibíd., p. 161. [N. de ¡os I : ibíd., p. 188.]
u Ibíd., p. 177. [N. de los I : ibíd., p. 203.]
es el del eterno retomo. A “la pregunta ante todas las cosas: ‘¿quie
res esto otra vez y aún infinitas veces?’”, la estructura más interna
de la vida en su auto-afección responde así: “¿Cómo necesitarías
amarte a ti mismo y a la vida, para no desear nada más que ésta
última y eterna confirmación y ratificación?”12.
La plenitud ele la vida, su eterna venida a sí, hace transparen
te su última figura, la nobleza. Que ella sea el deseo y el abrazo
consigo, significa, por negación, el rechazo apasionado de todo
rechazo de sí: “Nobleza: cuyo rasgo distintivo siempre será no
tenerse miedo a sí mismo, no creerse capaz de cometer nada igno
minioso”13. Al contrarío, lo propio de la debilidad, como de todas
las virtudes negativas que engendra, es esa reserva de la vida res
pecto a sí misma y al movimiento constitutivo de su esencia median
te el cual no deja de venir a sí para darse a sí tal como es: “Me nie
go a tender con los ojos abiertos a mi empobrecimiento, no me
gustan las virtudes negativas -virtudes cuya esencia consiste en la
negación y la renunciación de sí m ism o- ”H.
Tal es el verdadero reproche que, con razón o no, se le hace al
cristianismo, el no adherirse a ese proceso de adhesión a sí de la
vida; reproche que enarbola de manera por una vez distendida y
humorística la antítesis de la antigüedad: “[el cristianismol des
truía en cada cual la creencia en sus ‘virtudes’: barría para siem
pre de la faz de la tierra a esos grandes hombres virtuosos de los
cuales la Antigüedad no había carecido - a esos hombres popula
res que, convencidos de su perfección, deambulaban con la dig
nidad de un torero-héroe-”15. Está tan segura de sí la vida en su
incondicional adhesión a sí, que los “predicadores de la moral”,
todos aquellos que se obstinan en que “la vida fuese difícil de
soportar”, mienten: “En realidad, están en extremo seguros de su
vida y enamorados de ella”16. En la misma antigüedad, el estoi
cismo no es más que el desconocimiento mentiroso de esa certi
dumbre original de la vida que precede a toda toma de posición
respecto a ella y la habita secretamente: “¡No estamos tan mal para
que tengamos que estar mal de una manera estoica?”17.
La significación fenomenológica radical de la estructura del ser
en calidad de la vida, a saber, su incondicional venida a sí, en todos
los puntos de su ser, en la certidumbre de sí del acrecentamiento
a partir de sí, nos introduce en el corazón de la problemática nietzs-
cheana de los valores. La cuestión del valor se desdobla inmedia-
31 Le gai savoir, op. cit., p. 44. [N. de ¡os T: La gaya ciencia, op. cit., p. 63.]
32 Par-dclá bien et mal, op. cit., p. 186. [N. de los T: Más allá d d bien y del mal,
op. cit., p. 241.i
33 Le gai savoir, op. cit., p. 205, 204, subrayado por Nietzsche. [N. de los I : La
gaya ciencia, op. cit., p. 234, 233.]
31 Ibíd., p. 203. [N. de los I : ibíd., p. 232.]
35 Ibíd., p. 211. [N. de los I : ibíd,. p. 241.]
de significación para Nietzsche, y que su fracaso, lejos de afectar
a la esencia interna de la vida o del yo [mol] en calidad de yo [mot]
vivo, es tributario precisamente del conocimiento y sólo expresa
su propia impotencia - la nesciencia del conocimiento como tal-,
Sócrates, en suma, pretendía juzgar el saber original de la vida con
la vara del saber segundo del conocimiento. Por ello, ya no com
prendía la perfección de la acción inmediata en ausencia de todo
conocimiento, y ya no veía en esta perfección de la vida más que
el signo de la ignorancia y el absurdo.
“Con estupor advertía que todas aquellas celebridades no tení
an una idea correcta y segura ni siquiera de su profesión, y que la
ejercían únicamente por instinto.. "allí donde el sócratismo diri
ge sus miradas inquisidoras, lo que ve es la falta de inteligencia y
el poder de la ilusión, y de esta falta infiere que lo existente es ínti
mamente absurdo y repudiable”36.
La crítica del conocimiento atañe tanto al conocimiento ordina
rio como a su desarrollo sistemático en la ciencia, e incluso a la con
ciencia en general. La imposibilidad de principio de la-vida para apa
recer en el medio abierto del ek-stasís descalifica todas..y cada una de
las modalidades del conocimiento espontáneo o reflexivo, situándo
lo de entrada fuera de lo que importa e incapacitándolo' para siempre
para encontrarlo. La crítica del conocimiento tiene un a priori. Este a
pñoñ es la esencia de la vida. Sólo aquel que se representa la esencia
de la vida comprende a pñ oñ por qué el conocimiento, y principal
mente la ciencia, carece indefectiblemente de ella: “El problema de
la ciencia”, dice Nietzsche en una frase decisiva, “no puede ser co n o
cido en el terreno de la ciencia”37. Aquel que conoce, mientras vive
con la intención de conocer y se deja guiar por ella, no sabe que no
conoce nada, nada esencial, y nunca lo sabría si lo esencial, si la esen
cia de la vida no le fuese dada en otra parte, a saber, en ella y por ella.
No menos importante, el aforismo 3 4 4 de La gaya ciencia decla
ra: “No cabe duda que el veraz, en ese sentido audaz y último, que
presupone la fe en la ciencia, afirma con eso un mundo diferente
al de la vida... ”38. Nietzsche llama metafísica a lo otro que la vida;
metafísica como consecuencia del conocimiento, la ciencia, la ver
dad como verdad del conocimiento y de la ciencia. Retomando el
aforismo de La gaya ciencia, “sigue siendo una fe metafísica, la fe
sobre la que descansa nuestra fe en la ciencia”; La genealogía de la
moral puede denunciar “la fe en un valor metajísico, en un valor en
sí de la verdad”39, puesto que esta verdad no es la de la vida. Pues
!
de tareas solubles, dentro del cual dice jovialmente a la vida: ‘Te
quiero: eres digna de ser conocida’”43.
Sin embargo, la vida no es susceptible de ser conocida. De ahí
que los doctos “dejan de ser utilizables allí donde comienza la
‘caza mayor7”, aquella cuyo “terreno.-.'; predestinado” es “el alma
hum ana,.. el ámbito de las experiencias humanas int.en.ias alcan
zado en general hasta ahora, las alturas, profundidades y lejanías
de esas experiencias., la historia entera del. alma hasta.este momen
to y sus posibilidades no apuradas aún,KH'. Los juicios tan duros
y extraños que Nietzsche pronuncia respecto a los sabios ~"su
‘impulso científico1 es su aburrimiento''’45, “éstos son, todos ellos,
hombres vencidos y sometidos de nuevo al dominio de la cien
cia ”46, e t c .- se reducen a proposiciones tautológicas':que sólo
expresan una constatación: la de la pura y simple exterioridad de
la vida, tanto en el dominio de la ciencia como en el del conoci
miento en general. Por contraste, aparece como insólita la tarea
del filósofo que '‘se exige a sí mismo dar un juicio, un sí: o un no,
no sobre las ciencias, sino sobre la vida y el valor de la vida”, jui
cio que no es tal y que, al contrario, designa aquello que-por prin
cipio escapa a cualquier teoría: un modo de vida: '‘Siente el peso
y deber de cien tentativas y tentaciones de la vida: se arriesga a sí
mismo constantem ente, juega ei juego m a lo ...”47. El hecho de
que la vida se esencie com o lo otro del conocim iento y de sus
desarrollos, y, en su afectividad original, como el ser más íntimo
del hombre, es aquello cuya imagen arquetípica nos presenta el
mundo mítico de Grecia: “Una naturaleza no trabajada aún por
ningún conocimiento, en la que todavía no han sido forzados los
cerrojos de la cultura -eso es lo que el griego veía en su sátiro...,
era la imagen original del ser humano, la expresión de sus emo
ciones más altas y fuertes-”48.
Sin embargo, ¿es la ciencia, en efecto, es el conocim iento lo
que se halla en tela de juicio en todos esos textos en los que bas
cula el concepto tradicional de la verdad? ¿Acaso no es la misma
vida, más precisamente, sus formas declinantes, en la medida en
que el pensamiento teórico de la humanidad extrae su motivación
última de la debilidad, y en la medida en que se deja determinar
4:í La naissance de ¡a tragédie, op. cit., pp. 120-121. [N. de los I : El nacimiento
ele la tragedia, op. cit., p. 144.)
44 Par-deíá bien et mal, op. cit., p. 63. [N. de ¡os T.: Más allá del bien y del mal,
op. cit., p. 76.]
4Ll Le gai savoir, op. cit., p. 136. \N. de ¡os I : La gaya ciencia, op. cit., p. 159.1
r-6 Par-delá bien et mal, op. cit., p. 120. Más allá del bien y del mal, op. cit., p.
151.1
47 Ibíd., p. 121. [N. de ¡os T: ibíd., p. 153.]
48 La naisscince de la tragédie, op. cit., pp. 70-71. [N. de los T: El nacimiento de
la tragedia, op. cit., p. 80.]
por ella? Pero, ¿qué es la debilidad? No se trata, como se ha dicho
en bastantes ocasiones, de una forma de la vida, una vida deca
dente, según nos hace creer una lectura rápida, sino de la anti
esencia de la vida, de su proyecto en todo caso, el de romper la
inmanencia. Semejante ruptura no es otra que el ek-stasis. Preci
samente cuando el proceso extático del conocimiento se vuelve
hacia la vida como sucede con el imperativo del “conócete a ti mis
mo”, la heterogeneidad ontológica del primero y de la segunda
cobra gran claridad, como ha reconocido Nietzsche al contestar la
existencia de un conocimiento inmediato, y como lo muestra, más
radicalmente todavía, la debilidad misma en calidad del imposible
ek-stasis de la vida, Pero si vida y dehiscencia extática son incom
patibles, ¿cómo pueden cohabitar en el hombre, cómo compren
der su relación?
El genio de Nietzsche consiste en haber percibido de entrada
el problema que Schopenhauer dejó abierto, y en haber aportado
instintivamente una respuesta inaudita, mediante la cual una feno
menología radical reconduce a los últimos fundamentos del ser.
Schopenhauer: “el mundo como voluntad y representación”, o
sea, dos esencias heterogéneas e irreducibles la una a la otra, pues
to que la “voluntad” no es portadora de ninguna representación,
y la representación de ninguna voluntad, es decir, de ningún poder.
En El nacimiento de la tragedia, la voluntad ha devenido Dioniso,
la esencia de la vida, la manera que ésta tiene de auto-impresio
narse a sí misma según el juego eterno de las tonalidades funda
mentales del sufrimiento y la alegría. La representación ha deve
nido Apolo o, más bien, y ésta es la segunda aportación
nietzscheana, sucede que el proyecto de la exterioridad no queda
abandonado en ningún momento a sí mismo y a su autonomía ilu
soria, sino que, por el contrario, es captado en su imbricación esen
cial con la afectividad, o mejor; en su afectividad propia -y ello en
la medida en que el estallido extático que no cesa de hacer venir
un mundo y el medio de toda afección posible, no cesa tampoco,
en el cumplimiento incansable de su transcendencia, de auto-afec-
tarse a sí mismo y, así, de experimentarse como la vida-. Apolo no
es simplemente la representación, no es tampoco, en calidad de
imaginación transcendental, lo que asegura el despliegue de esta
representación y su condición de principio: es la posibilidad más
interna de ese mismo despliegue, o sea, la Imago del mundo per
cibida en su Fondo afectivo. En El nacimiento de la tragedia, la uni
dad de Jos dos principios es más fuerte que su oposición, una
unidad esencial que constituye el resorte del pensamiento de Ntetzs-
che y que hace que Dioniso y Apolo estén vinculados por una afi
nidad secreta, de tal suerte que lejos de combatirse, o bajo ese
combate aparente, ambos van juntos, se prestan asistencia, nacen
y mueren al mismo tiempo. De ahí que cuando el sacrilego Eurí
pides pretendía plegar el mito ai servicio del pensamiento, en lugar
de permitirle decir una vez más el fondo dionisiaco de la vida, él
lo mató, y a la música con él. “Y puesto que tú habías abandona
do a Dioniso”, le dice Nietzsche, “Apolo te abandonó a ti”49. Pero
la relación entre la apariencia y su fondo afectivo es compleja, con
viene revivir su historia en la problemática del joven Nietzsche y
seguirla paso a paso.
En un primer momento - lo cual no mienta aquí ninguna cro
nología, sino un grado en ia serie de implicaciones que ia mirada
del análisis atraviesa sucesivamente-, en un primer momento, com
pletamente determinado aún por las tesis explícitas de Schopen
hauer, la representación es comprendida como aquello que viene
a liberarnos de la voluntad. En efecto, no cabe duda de que la
representación sólo podría liberar de la voluntad si ella misma estu
viese liberada de la voluntad, A la representación, que no tiene
ningún poder, al menos Schopenhauer le confiere ese poder. Como
si el hecho de poner delante de sí vaciase efectivamente el poder
que cumple la posición de aquello de lo que hasta entonces se era
portador, como si la objetivación fu ese una objetivación real, una tras
lación real de aquello que, situado hasta entonces en ¡a interioridad de
la vida, resultase proyectado de veras fu era de ella, en el ajuera de una
exteñoñdad real. Lo cual tiene lugar, según Schopenhauer, al menos
una vez, en el caso del arte. La contemplación estética es la ver
dadera objetivación que, al poner fuera de nosotros ese fondo horri
ble del deseo y el dolor, nos libera propiamente de él. Esta tran-
substanciación real tiene com o efecto segundo y cuasi-mágico la
transformación de lo horrible en lo bello50. Por tanto, Nietzsche
toma de Schopenhauer la respuesta a “la cuestión fundamentar’
que él se plantea entonces y que es la cuestión de “la relación del
griego con el d olor”. Salvo que la representación ha recibido el
nombre de Apolo, es decir, que el mundo en general ha devenido
un mundo estético, aquello cuya apariencia, por sí misma y por
efecto de un poder y una belleza que le son propios, al ser los del
aparecer como tal, nos franquea los terrores de Dioniso: “El mun
do, en cada instante la alcanzada redención de dios, en cuanto es
la visión eternamente cambiante, eternamente nueva del ser más
sufriente, más antitético, más contradictorio, que únicamente en
la apariencia sabe redimirse”51. De este modo, se exhibe la moti
vación última de ese “deseo imaginario por la apariencia” que es
56 La naisaance de ia tragédie, op. dt., pp. 51, 50. [N. de los T: El nacimiento de
la tragedia, op. cit., pp. 53, 52.]
comedia’ de la vida, con su Infierno, desfila ante él, no sólo como
un juego de sombras -p u es también el vive y sufre en esas esce
n a s -”. Pero com o la esencia de la vida es el historial de sus pro
pias tonalidades, y como “proyectar” su sufrimiento “fuera de sí”
para “descargarse” de él equivale sólo a dejarlo, ahí donde está, a
cumplir sobre sí el movimiento interno de su transformación en
alegría, entonces, hay que decir también que el fondo de nuestro
ser “experimenta el sueño en sí con profundo placer y con alegre
necesidad”57, y reconocer que la “visión onírica produce un pla
cer profundo e íntimo”58.
En La genealogía de la moral se hará explícita también la crítica
de la concepción schopenhaueriana, y en primer lugar kantiana,
de la belleza. Lo que se reprocha a Kam es justam ente la confu
sión de “los atributos de lo bello” con los del conocim iento (la
impersonalidad, la universalidad), es decir, la sustitución en la defi
nición de la experiencia estética del punto de vista del creador por
el del espectador. Sin embargo, el “creador” no sólo aparece aquí
de manera evidente y explícita; el creador de la obra, el artista, es
el proceso de producción de la representación en general, el cual
está implicado en todo proceso de creación artística (igual que éste
se halla sin duda ya, virtualmente y por cuanto el mundo como
tal es un fenómeno estético, en todo proceso de representación).
Dado que este proceso de producción es en el fondo afectivo, su
afectividad determina el acto del creador (de ahí que Nietzsche iro
nice sobre la famosa frase de Kant: “Es bello", dice Kant, “lo que
agrada desinteresadamente”), pero también, en la medida en que
él mismo es también representación, el ser del espectador: “iPero
si al menos ese ‘espectador’ les hubiera sido bien conocido a los
filósofos de lo bello! -quiero decir, ¡conocido como un gran hecho
y una gran experiencia personales, como una plenitud de singula
rísimas y poderosas vivencias, apetencias, sorpresas, embriague
ces en el terreno de lo bello!”59.
Descargarse de aquello que la vida tiene de más pesado, para
darse su representación más sosegada en el sueño apolíneo: tal es
lo que en modo alguno abóle, ahora lo sabemos, el fondo afecti
vo de la existencia, sino que, al producir su imagen onírica, sólo
le procura la ocasión de transformarse a sí misma según sus pro
pias leyes, en la actualización de las potencialidades fenomenoló-
gicas que la constituyen. Esta visión profunda de las cosas con
duce a Nietzsche a no sentirse satisfecho con la concepción apolínea
del arte, y ello en la medida en que el sueño, en su afectividad,
60 La naissance de la tragédie , op. di., pp. 152, 151, 154. [N. de loa T: El naci
miento de la tragedia , op. cit., pp. 186, 188.]
61 Ibíd., p. 139. [N. de !os X: ibíd,, p. 170.]
imperativa y reguladora, conoce una sola ley, el individuo, es decir,
el mantenimiento de los límites del individuo, la mesura en sen
tido griego. Apolo, en cuanto divinidad ética, exige mesura de los
suyos y, para poder mantenerla, conocimiento de sí m ism o”62.
El admirable comentario del tercer Acto de Trístán describe de
manera inolvidable la obra salvadora de Apolo a la luz de la cate
goría fundamental de la individualidad. Cuando un hombre haya
“aplicado, como aquí ocurre, el oído al ventrículo cardíaco de la
voluntad universal”, cuando “sienta brotar cómo el furioso deseo
de existir se efunde a partir de aquí, en todas las venas del mun
do, cual una comente estruendosa o cual un delicadísimo arroyo
pulverizado, ¿no quedará destrozado baiscamente? Protegido por
la miserable envoltura de cristal del individuo humano, debería
soportar el percibir el eco de innumerables gritos de placer y dolor
que llegan del “vasto espacio de la noche de los mundos”. El mito
apolíneo nos hace escapar de esta emoción demasiado fuerte, y
que nos rompería, desviando sobre él nuestra atención, de tal modo
que “por muy violentamente que la compasión nos invada” por
sus héroes, “sin embargo, . ..nos salva del sufrimiento original del
mundo”63. Esta desviación es la ilusión gracias a la cual Apolo nos
protege, puesto que encadenados a esos individuos que son los
protagonistas del drama, a la escena en que Tristán yace inmóvil y
moribundo - “el mar está vacío y desierto”- , creemos no ver más
que “una imagen particular del mundo”, en lugar de experimen
tar en nosotros la efusión desbordante de su esencia en el dolor
universal. Y, a propósito de la música que reproduce inmediata
mente ese dolor, la “magia terapéutica” del mito nos hace creer
también que “está destinada a representar un contenido apolíneo”.
Pero, ¿acaso estos famosos análisis --como en Schopenhauer
los del egoísmo, la piedad y la crueldad- no presuponen ya el des
doblamiento secreto del concepto de individualidad? Pues, al fin
y a la postre, el individuo que “nos hace extasiamos”, que “enca
dena nuestro sentim iento de com pasión”, que “calma el senti
miento de belleza, que anhela formas grandes y sublim es”, que
provoca nuestra piedad, el individuo representado en la escena, ¿es el
mismo que aquel que, abrumado por el dolor, quiere descargarse del peso
excesivo que éste carga sobre él? El uno no está delante de nosotros
-an te de él-, mientras que el otro se ahoga por ser él mismo, y por
no poder instituir entre él y su mismidad ese primer diferimiento
gracias al cual sería capaz de escapar de sí y de aquello que su ser
tiene de opresivo. En una proposición que contiene el freudismo
futuro, Nietzsche habla de la “peligrosidad en que la persona indi
vidual vive a causa de sí misma”64. No se trata, pues, de un peli
gro adventicio, ni siquiera de una amenaza vinculada a la propia
historia de esta persona. El peligro es la misma persona, su inte
rioridad, es la estructura de la subjetividad absoluta en la medida
en que está amojada en sí inexorablemente para experimentar aque
llo que experimenta y ser aquello que es. El mayor peligro es la
vida. A este peligro es al que Nietzsche dice sí. Ese es el riesgo más
grande que asume en el am or ja d , al que presta su aquiescencia en
el pensamiento del eterno retorno de lo mismo, que no es otro,
como hemos dejado entender, que la esencia de la vida como su
reiteración indefinida bajo la forma de su incansable venida a sí.
El arte apolíneo trata de hacernos escapar de este peligro. A este
peligro se abandona y se confía el arte dionisiaco. \■
Y nosotros entendemos todavía que, al igual que en Schopen
hauer, en Nietzsche no hay un individuo sino dos: a aquel que
procede de 1a estructura extática de la representación, y encuen
tra en la exterioridad recíproca de cada una de las partes puras del
medio trascendental de la intuición el principio de .su ubicación,
de su diferenciación, de su forma, de su límite y d e su belleza, se
opone con decisión el. que descansa en la esencia dé la vida. Aho
ra bien, el primero -e l individuo apolíneo- encuentra' él mismo su
condición última de posibilidad en el segundo, puesto que no es
más que la imagen de éste, “por así decirlo..., [ese]. . .médium a
través del cual el único sujeto verdaderamente existente festeja su reden
ción en la apariencia”65; por tanto, la imagen de sí que el Indivi
duo Original proyecta fuera de sí en el intento de deshacerse de sí
y de su sufrimiento, de ese Sí original en :que consiste su sufrimiento
en calidad de! sufrirse a sí misma de la vida.
Resulta entonces que hay que tener cuidado de no falsear com
pletamente el concepto nietzscheano de individualidad, al tomar
como guía para su comprensión las descripciones del arte dioni
siaco que mientan la Erlosung, la redención del individuo bajo la
forma de su liberación de las cadenas de la individuación intuiti
va. Ahora bien, semejantes descripciones abundan en El nacimiento
de la tragedia. Cuando el griego apolíneo siente que “su existencia
entera, con toda su belleza y moderación, descansaba sobre un
velado substrato de sufrimiento”66, y que el proyecto del imagi
nario se invierte en la experiencia dionisiaca de la vida y su júbilo
místico, lo dado como esencial en esta experiencia, hasta el pun
to de que parece constituirla, es siempre el estallido deí individuo:
64 Par-delá bien et m al , op. cit., p. 109. [N. de los X: Más allá del bien y cid mal,
op. di., p. 137.j
65 La naissance de la tragédie, op. cit., p. 61, cursiva nuestra. [N. de los I : El
nacimiento de la tragedia, op. cit., p. 66]
66 Ibíd., p. 55. [N. dé los I : ibíd., p. 58.]
“al místico grito jubiloso de Dioniso, queda roto el sortiiegio de la
individuación, y abierto el camino h acia... hacia el núcleo más
íntimo de las cosas”67. Ahí radica para Nietzsche el sentido esoté
rico tanto de la tragedia como de los misterios, el de restaurar, en
la abolición de un mundo de sufrimiento parcelado en individuos,
“la unidad de todo lo existente”68,
Pero tal vez convenga reconocer aquí lo que habíamos des
cubierto en el corazón de la experiencia apolínea. Es Apolo, decía
Nietzsche, el que “nos m u estra... cómo es necesario el mundo
entero del tormento, para que ese mundo empuje aI individuo a
engendrarla visión redentora”69; individuo que, en consecuencia,
no es en primer lugar la forma bella individuada por la repre
sentación, sino lo que la produce y, así, la precede necesaria
mente, como escapando de ella, sin embargo, como “la pasión
originaria del sufrimiento del rnundo” que huye de sí en ia repre
sentación antes de rendirse a sí en Dioniso. Y cuando la expe
riencia dionisiaca se produce, con la puesta entre paréntesis de
la individualidad intuitiva, lo que libera es esa pasión originaría-
del sufrimiento del ser como la propia esencia de la ipseidad. De ahí
“el Dioniso sufriente de los Misterios, aquel dios que experi
menta en sí los sufrimientos de la individuación”. De ahí que
todavía se diga que, en “el afán heroico del individuo por acce
der a lo universal, en el intento de rebasar el sortilegio de la indi
viduación y de querer ser él mismo la esencia única del mundo,
el individuo padece en sí la contradicción original oculta en las
cosas”70 -contradicción que designa, con el lenguaje sc-hopen-
haueriano del texto, el sufrimiento que Nietzsche descubre en
Dioniso como no disociable de la embriaguez de su júbilo, de
tal suerte que ese historial del ser en su sufrir y en su gozar es
idénticamente lo que hace de él un Sí mismo y la esencia de la
vida-.
Para que advenga la Parusía, al fin y a la postre, se descartan las
condiciones de la individualidad empírica, es decir, también la
representación: “el coro ditirámbico es un coro de transformados,
en los que han quedado olvidados del todo su pasado civil, su
posición social: se han convertido en servidores intemporales de
su dios, que viven fuera de todas las esferas sociales", de tal suer
te que “el hacerse pedazos el individuo” sólo puede significar su
unión “con el ser original”71. Pero con el “olvido” que se apodera
del coro ditirámbico, con el más “completo olvido de sí” que carac
78 Le gai sctvmr, op. rií., pp. 213-214; cf. en el mismo texto (p. 132): “Median
te la moral, el individuo es llevado a ser función del rebaño y a atribuirse a sí mis
mo valor sólo en tanto que función”. [N. de los I : La gaya ciencia , op. a t., pp. 243,
155.]
El alma compaciente que quiere socorrer olvida “que existe una
necesidad personal de desgracia, que tu y yo necesitamos de los
terrores, las privaciones, los empobrecimientos, las medias noches,
las aventuras, los riesgos y ios errores tanto como de lo contrario...
[y que] el camino liada el propio cielo pasa siempre por la volup
tuosidad del propio infierno”. En calidad de rechazo del sufri
miento, en calidad de religión de la comodidad”, la compasión
no es nada menos que el rechazo de la ley del ser y de su histo
rial: “IOb, cuán poco sabéis ios cómodos y bonachones de la feli
cidad del hombre! ¡pues la felicidad y la desgracia son hermanas
gemelas que se hacen grandes juntas o, como en vuestro caso, per
manecen pequeñas juntas!”79.
Cuando la individualidad ha sido reconducicla ai;lugar original
en el que reside, en la esencia sufriente de la vida, la relación Dio -
niso-Apolo ya no puede ser pensada a partir del criterio del indi
viduo, el cual no sólo es el individuo apolíneo del pñndpiurn indi-
viduationis y de la belleza plástica, sino el "yo 1 /él'” del mismo
Dioniso y de cada uno de sus sirvientes. En verdad, como se ha
mostrado, la relación Dioniso-Apolo no es más que la'manera que
tiene Nietzsche de interpretar la relación schopenhaueriana entre
la voluntad y la representación, devenida la existente entre la afec
tividad y la representación. Ahora bien, semejante mutación no
sólo es decisiva porque transforma profundamente la concepción
general de la vida, sino porque, y esto es lo que ahora nos ocupa,
hace inteligible lo que en Schopenhauer permanecía como una
aporía, a saber, la posibilidad misma de semejante relación, y que
la crítica de la teoría schopenhaueriana de la represión ha mostra
do imposible por principio mientras la voluntad permanezca incons
ciente. Sin embargo, ¿de dónde procede en Nietzsche la inteligi
bilidad de la im bricación entre la Im ago del mundo y el Fondo
afectivo del mundo, sino de un pensamiento fenomenológico radi
79 Ibíd., pp. 216, 216-217, 217, cursiva nuestra, En cuanto a los com pa
cientes, para responder a la primera parte de la interrogación nietzscheana, que
da claro que es la misma filosofía de! individuo la que los condena. Pues cada uno
desea “apartarse así del propio camino para acudir en ayuda de! prójimo”. Y ello
porque “nuestro ‘propio cam ino’ es algo duro y arduo”, de suerte que “de buen
grado huimos de él y de nuestra más íntima conciencia” (pp. 217-218). Aquí tam
bién, no podemos sino admirar el genio con el que Nietzsche profetiza la venida
de los tiempos que colocan en primer plano el interés político por lo general, lo
colectivo, lo social, lo histórico, lo étnico, en suma, por todo aquello que lanza a!
individuo fuera de él y que, en realidad, supone su desamparo y su vacío interio
res. En el mismo pasaje, Nietzsche ha reconocido también el derecho de una ver
dadera compasión, es decir, del sufrimiento auténtico de un individuo en pre
sencia del sufrimiento auténtico de un individuo, de tal manera que, al abandonarse
uno a otro a su movimiento interno, desembocan en esa “alegría compartida” que
conocerán los “amigos” (p. 218). Y ahí podemos ver, como en otros muchos tex
tos, el incontestable retomo de los valores cristianos. 1N. de I : ibíd., pp. 246,
2 4 7 ,2 4 7 ,2 4 8 .]
cal que capta el poder de producción de la representación, no ya
como un determinante ónrico incapaz de saber lo que hace, sino
como la Archt-Revelación de la ¡mago, que la conoce antes de haber
la desplegado, y ello en la medida en que se conoce a sí misma
como imaginación en el pathos de su sufrimiento y de su alegría?
Con Nietzsche comienza la situación decisiva en que la unión de
dos mundos, el del día y el de la noche, deja de ser un enigma,
porque el primero encuentra su principio en el segundo, y porque
dicho principio ha devenido a su manera un toco de inteligibili
dad, a saber, un na turan te fenomenológíco.
La tragedia describe de forma minuciosa este nacimiento de lo
visible en lo invisible, y su producción por él. Dioniso, como hemos
visto, no aparece nunca él mismo en la escena: “Dioniso, el héroe
genuino del escenario y punto central de la visión, no está verda
deramente presente, sino que sólo es representado como presen
te: es decir, en su origen la tragedia es sólo ‘coro’ y no ‘dram a, y,
añadimos nosotros, no lo estará jamás. El ser original del dios se
confunde con “aquellas fuerzas sólo sentidas, pero no condensa-
das en imagen”, de suerte que la experiencia de estas fuerzas es la
experiencia del dios. Así es cómo la experiencia dionisiaca consis
te primero en el desencadenamiento de las fuerzas, en la ‘‘muche
dumbre entusiasmada de los servidores”, y de sus danzas frenéti
cas. Ahora bien, no es el mero afluir de esas fuerzas, sino justamente
la experiencia de éstas, la embriaguez de su pasión en cada caso,
lo que constituye idénticamente el ser del dios y el de su servidor
“entusiasta”. De ahí que se diga que “en el baile,... la fuerza máxi
ma es sólo potencial, pero se traiciona en la elasticidad y exhube-
rancia del movimiento”80 -puesto que a la puesta en práctica de
estos movimientos y de estas fuerzas se sobreañade en cada caso
el pathos dionisiaco del hiperpoder que, en el acrecentamiento a
partir de sí mismas, los arroja en ellos para que sean lo que son -.
Ahora bien, esta experiencia dionisiaca, comprendida de este modo
como una experiencia, como la fenomenicidad de la fuerza que con
siste en su Stímmung, hace posible y suscita la producción del len
guaje y de la imagen, y los determina por completo. “Con tales esta
dos de ánimo y tales conocimientos la muchedumbre entusiasmada de
los servidores de Dioniso lanza gritos de júbilo: el poder de aque
llos los transforma ante sus propios ojos.” El exceso de la pasión,
su peso demasiado grave (o sea, las figuras de su estructura onto-
lógica en calidad del “sufrirse a sí mismo”, el “soportarse a sí mis
m o”), producen su “objetivación”, la irrealidad de la representación
como pura Imago del mundo y lo que se representa en ella “como
so La ncassana: de la tragédie, op. cit., pp. 76, 77. [N. de los T: El nacimiento de
la tragedia, op. cit., pp. 86, 87, 81, 88.]
genios naturales renovados, como sátiros” - a saber, su propia esen
cia-. Por tanto, es la esencia de la vida la que se representa a sí mis
ma como el individuo portador de dicha esencia y que, al portarla
así en él, es capaz también de percibirla: el entusiasta dioni-
siaco se ve a sí mismo com o sátiro, y como sátiro ve también al
dios”. Él ve a Dioniso como el héroe enmascarado que se adelan
ta y que está verdaderamente ahí en ia escena, no tal como es en sí
mismo, sin embargo, sino como “só lo ... representado corno pre
sente”. De este modo, se cumple el proceso en virtud del cual la
esencia patética de la vida se descarga de sí en la irrealidad de su
representación de sí o, como Nietzsche dice textualmente, “un coro
dionisiaco que una y otra vez se descarga en un mundo apolíneo
de imágenes”, y no cesa tampoco de engendrar “una nueva visión...
como consumación apolínea de su estado”8\
El pensamiento más difícil es el de la fenomenicidad de esta
imagen en la medida en que es producida por la vida y reposa ini
cialmente en su patbos. Al diferir esa imagen de sí y, asi, al pro
ducirla propiamente, la vida cumple el ekstasis cuya luz, por cuan
to la luz de la exterioridad es idéntica a él, es la fenomenicidad
misma de esta Imago y su sustancialidad fenomertológica pura.
Pero como esta ¡mago es pro-ducida y, así, como no reposa nun
ca sobre sí ni sobre su propia fenomenicidad, sino sólo sobre lo
que no cesa de producirla -sobre “el estado dionisiaco” el eleve-
nir-visible del mundo es el devenir-invisible de su anti-esencia, la
cual lo funda y se cerciora de él en todo instante. La luz se vela y
se vela constantemente, en modo alguno como efecto de la fini-
tud del lugar en el que aparece, sino porque su venida a este lugar
es la disimulación del poder que la produce -disimulación que no
es otra que su Archi-Rcve.lación en d Origen, o sea, el mismo Dioniso o
el Pathos de la Vida-,
Esta fenomenicidad precaria de la imagen o el devenir visible
del mundo es “el estado de sueño apolíneo”, cuyo surgimiento ha
descrito Nietzsche con una profundidad y una sutilidad inauditas.
El “estado de sueño” borra todo lo que para nosotros compone el
universo cotidiano, al hacer que se eleve más allá de él, como su
propia condición de visibilidad, el horizonte que lo ilumina y que
lo deja estar ahí para nosotros. Pero ese mundo de la luz no es más
que el sueño de Dioniso, su pro-yecto fuera de sí y, por tanto, ese
horizonte irreal con las criaturas de ese sueño en él, las represen
taciones multiformes de la vida. Entonces, es más intensa la expe
riencia que la vida hace de sí misma en el pathos de su sufrimiento
y de su alegría; más vivas, más luminosas, más inteligibles las imá-
genes en que se proyecta. Toda forma de arte, y el arte dionisiaco
por excelencia, hace evidente esta verdad del mundo, la pro-duc-
ción de la representación por la afectividad y su determinación
radical por parte de ésta: “.. .aquel mundo intermedio del suceso
escénico, y en general del drama, se hacía, justo por esa descarga,
visible y comprensible desde dentro en un grado que en todo otro
arte apolíneo resulta inalcanzable”; “.. ,1a iluminación interna por
la m úsica... del arte apolíneo... ”82.
Ahora bien, por muy vivas que sean las imágenes, por deslum
brante que sea la claridad que las baña, en la medida en que esta
claridad se auto-afecta, la oscuridad de una Noche original se extien
de por ella y habita hasta su destello más intenso. Apolo, que no
es, al fin y a la postre, más que la Imagen de Dioniso, es menos luz
que sombra en la luz y, cuidadosamente disociados por Nietzsche,
los tres componentes del “estado apolíneo del sueño” están ahí
para nosotros: oscuridad intrínseca del ente, reflejo de luz en él y
juego de formas luminosas, oscuridad original de esa luz del mun
do semejante a la de un sueño: “Este es el estado apolíneo del sue
ño, en el cual el mundo del día queda cubierto por un velo, ante
nuestros ojos nace, en un continuo cambio, un mundo nuevo, más
claro, más comprensible, más conmovedor que aquél, y, sin embar
go, más parecido a las s o m b r a s Esta luz oscura de Apolo es ahí lo
que determina el “carácter que aflora a la superficie y que se vuel- '
ve visible del héroe -carácter que no es, en el fondo, otra cosa que
una imagen de luz proyectada sobre una pantalla oscura, es decir,
enteramente apariencia-”83. El aforismo 179 de La gaya ciencia, en
su simplicidad esencial, nos dice cómo la esencia original de la reve
lación que es la afectividad ha abandonado la fenomenicidad del
mundo para dejar de ser en ella lo que no se manifiesta en ella, o sea, su
afectividad: “Los pensamientos son las sombras de nuestros sentimien
tos s ie m p r e más oscuros, más vacíos, más simples que éstos- ”84.
El pensamiento de Nietzsche es un pensamiento solar. Se con
funde fácilmente85 lo que este pensamiento es en cuanto tal cuan-
86 Par-delá bien et m al , op. d i., p. 176, cursiva nuestra. [N. de los T: Más allá
del bien y del mal, op. cit., p. 2 26.j
87 La naissance de la tragédie, op. cit., p. 106. [N. de los T: El nacimiento de la
tragedia, op. cit., pp. 126-127.]
86 Ibíd., p. 27, subrayado por Nietzsche. [N. de los I: ibíd., p. 28.]
calidad que proviene de su trascripción fenomenológica. Por tan
to, no es una instancia óntica, en este caso la voluntad, lo que
manipula desde el exterior, y de manera inteligible además, ei poder
de la representación, sino, que la afectividad, la posibilidad más
interna del ejercicio de ese poder, se exhibe como su condición y
aquello que lo precede necesariamente. En “los procesos “más
simples” de la sensualidad dominan afectos tales como temor, amor,
odio, incluidos los afectos pasivos de la pereza”89. El nuevo con
cepto nietzscheano de la intuición, del pensamiento, de la repre
sentación en general, encuentra su formulación explícita en una
teoría absolutamente original de la visión, que ya no la define tam
poco mediante la exclusión de sus determinantes afectivos, sino
por ellos, de tal suerte que la revelación primera que se da en todo
conocimiento se cumple en un lugar distinto a su luz extática, y
antes que ella, en los sentimientos, que son los verdaderos ojos de
la visión, cuya perfeccióni a saber, cuya efectuación fenomenoló
gica, reside, de este modo, en la misma afectividad.:
Se nos ofrece entonces la intelección de una tesis crucial de
Nietzsche, a saber, la afirmación de que “no hay hechos, nada más
que interpretaciones”90. La interpretación está vinculada en Nietzs-
che a lo que él llama “la perspectiva”, que designa una estructu
ración apriorística de la fenomenicidad en general, y ello por cuan
to “existe únicamente un ver perspectivista, únicamente un ‘conocer’
perspectivista”91. Pero la cuestión radica justamente en compren
der en qué consiste semejante es truc tu ración, cuál es la naturale
za de su apriorismo, es decir, qué fenomenicidad rige. El contra
sentido, difícilmente evitable, está en que la perspectiva es una
metáfora óptica desarrollada complacientemente por el texto nietzs
cheano .. .una creencia superficial y una apariencia visible per
tenecientes a la óptica perspectivista de la vida”92; “pues toda vida
se basa en la apariencia, en el arte, en el engaño, en la óptica, en
la necesidad de lo perspectivístico y en el error”93- , y que, como
tal, remite al parecer a la visión intuitiva y a sus condiciones. Pues
cualquier visión no es nunca más que un “punto de vista” que se
despliega a partir de un “centro”, y que es tributaria de éste en
aquello que ve y el ángulo desde el que lo ve. La finitud del ek-sta-
sis, que habita muy especialmente la intuición espacial y la funda
89 Par-delá bien et m al , op. cü., p. i 05. [N. de los T: Más allá del bieny d d mal,
op. di., p. 132.]
90 La votante de puissance, op. di., li, pp. 239, 1883-1888 (XVI, § 481).
91 La généalogie de la morale, op. rií., p. 309. [N. de ¡os T: La genealogía de la
moral, op. d£., p. 155.]
92 Par-cíela bien et m al , op. di., p. 31. ÍN. de los T: Más allá del bien y del m al,
op. di., p. 34.]
-a u n cuando adopte a cambio sus formulaciones léxicas-, expre
sa la “perspectiva” inherente a todo conocimiento y, finalmente, a
“toda interpretación” en cuanto tal. De suerte que ese carácter
perspectivista del conocimiento y de la representación apunta un
defecto, una finitud precisamente, en un sentido inevitable, pero
que conviene superar progresivamente multiplicando los puntos
de vista, las aproximaciones, las lecturas en un trabajo hermenéu-
tico cuyo desarrollo temporal es el mismo que el del saber, y cuyo
término ideal sería la “objetividad”, cieno tipo de “conocimiento
en sí” dado a un “sujeto puro”, “absoluto”, que escapa finalmen
te a la limitación de sus planteamientos iniciales.
Mientras que para Nietzsche el carácter perspectivista del cono
cim iento no es en modo alguno un rasgo de su fenomenicidad
propia, sino que, por el contrario, designa aquello que se le esca
pa, y ello como su propio fundamento. Por tanto, “perspectiva'”
ya no significa aquí el “punto de vista” como aquéllo a partir de
lo cual se produce el diferimiento de lo que, al diferirse de sí mis
mo, regresa de este modo hacia sí en la circuiaridad pre-dacta cleS
eíí-stosís: el punto, más bien, consiste en el permanecer en sí de
todo ese proceso. Así es cómo la afectividad determina la repre
sentación y puede tenerla sujeta a su “dominio”94, “querer[lal” o
no “qu ererla]”, en calidad del poder que la forma y de su última
condición transcendental de posibilidad. La “interpretación” nietzs-
cheana no indica tampoco el retroceso de una libre consideración
o de una libre valoración, sino, más bien, de aquello que no pue
de ser ello mismo interpretado y que, asi, condiciona radicalmen
te la representación: 11.. .perspectivas e interpretaciones nacidas de los
afectos
Toma entonces forma el sorprendente concepto de una visión,
de un ojo cuya esencia ya no es la luz, y que es precisamente el
concepto de toda visión posible, de todo conocimiento posible.
Un concepto semejante implica el rechazo de la interpretación tra
dicional del conocimiento como conocimiento extático: "Aquí se
nos pide siempre pensar un ojo que de ninguna manera puede ser
pensado, un ojo carente en absoluto de toda orientación, en el
cual debieran estar entorpecidas y ausentes las fuerzas activas e
interpretativas, que son, sin embargo, las que hacen que ver sea
ver-algo, aquí se nos pide siempre, por tanto, un contrasentido y
un no-concepto de ojo. Existe únicamente un ver perspectivista, úni
camente un ‘conocer’ perspectivista; y cuanto mayor sea el número de
afectos a los que permitamos decir su palabra sobre una cosa, cuanto mayor
sea el número de ojos, de ojos distintos que sepamos emplear para ver
una misma cosa, tanto más: completo será nuestro ‘concepto’ de
ella, tanto más completa será nuestra ‘objetividad’”95.
Así pues, la concepción de la representación que impera a tra
vés de la obra de Nietzsche, y que tensa sus aforismos más revo
lucionarios, es la ampliación y la puesta al desnudo de aquella cuyo
genial esbozo había trazado El nacimiento de la tragedia: la deter
minación de la visión por la afectividad como fundamento, simul
táneamente, de su fenomeniridad y de su significación, la cual no
está limitada a lo que, aquí o allí, viene a la condición de objeto,
sino que toma de ¡a generalidad de su fundamento el de su pro
pia generalidad. En cuanto condiciones de toda representación,
las estructuras universales de la afectividad, sus tonalidades sim
ples, subsumen bajo ellas todo lo que es, comunicándole, a una
con su luz, una resonancia infinita. “Dos clases de efectos son,
pues, los que la música dionisiaca suele ejercer sobre la facultad
artística apolínea: la música incita a intuir simbólicamente la uni
versalidad dionisiaca, y la música hace aparecer, además, la ima
gen simbólica en una significativídad suprema”96.
En consecuencia, la superación del schopenhauerianismo de
los primeros escritos en la obra posterior de Nietzsche deja sub
sistir la tesis que había formulado, en el § 52 y en el capítulo XXXÍX
del Suplemento al tercer Libro de) Mundo, la extraordinaria teoría
de la música. La generalidad de ésta depende del hecho de que
reproduce la afectividad, cuyas tonalidades son las matrices del
ser, las leyes de su constitución, de suerte que la infinita diversi
dad de tocio lo que es se reduce, en cuanto a su forma de advenir
y, así, de ser posible, a esas determinaciones afectivas fundamen
tales que son el sufrimiento y la alegría, la tristeza y el dolor; de
suerte que, por ejemplo, la misma música expresa el mismo pat
hos “que la materia... del drama, ya sea Agamenón o Aquiles, ya
sea la discordia de una familia burguesa"97; de suerte que, en últi
mo caso, todo lo que es simplemente representado no lo es, sin
embargo, más que bajo la condición de una afección más original
cuya esencia es la esencia misma de la vida.
Determinado por la afectividad de su representación, todo lo
que es representado lo es, pues, como valor: ésta es la modifica
ción esencial que afecta en Nietzsche al mundo de la representa
ción, puesto que, en realidad, ya no es el de la representación, sino
el de la vida, el mundo de una representación que encuentra en
la vida su principio y su fin. Ya no está puesto ahí delante el sim
ple ente, que no tiene ningún valor, pero que tampoco existe por sí,
sino justamente lo que está ahí por la vida, lo que vale por ella y,
99 Chcmins c¡u¿ ne menent nulle patí, op. cit., Le mot de Nietzsche: “Dieu est rnoit ,
p. 1 8 7 , cursiva nuestra. [N. de ¡os T: “La frase de Nietzsche ‘Dios ha muerto , en
Sendas perdidas, op. cit, p, 2 0 6 .]
hecho más que un modo de la fenomenicidacl extática, un equi
valente, pues, de la idea, del £Í8o<; o de la perceptio. “El valor es
valor en la medida en que vale. Vale, en la medida en que es dis
puesto en calidad de aquello que importa. Así, es dispuesto por
un enfocar y mirar hacia aquello con lo que hay que contar. El pun
to de visión, la perspectiva, el círculo de visión significan aquí vis
ta y ver en el sentido determinado por los griegos, aunque tenien
do en cuenta la transform ación sufrida por la idea desde el
significado de eiSoQ al de perceptio. Ver es ese representar que, des
de Leibniz, es entendido expresamente bajo el rasgo fundamental
de la aspiración (appefirits)”100.
Dejemos de lado las dos primeras proposiciones tautológicas
y vacías: el valor es lo que vale, lo que importa. El sofisma se da
en la tercera con la misma evidencia que en las dos precedentes,
aun cuando afirma algo completamente distinto y lleva a cabo el
salto: el valor está puesto como aquello que vale “por ún enfocar.
A lo que se opone Nietzsche cuando dice que ese valor está pues
to por sí mismo, en la medida en que “los bien-nacidos se expe
rimentan simplemente como los dichosos” y los “buenos” son los
“que se han sentido ellos mismos buenos”101. La esencia del valor
nietzscheano es, pues, la esencia de la vida, en modo alguno la de la
representación, la representación de un valor que no es más que la
representación de ese valor preexistente y presupuesto y al que no
explica en absoluto.
La última frase del texto apunta con el dedo a otro sofisma que
no sólo atañe a la mera lectura de Nietzsche, sino a la interpreta
ción global de la historia de la metafísica occidental, a saber, la
identificación de la representación con un appetítus. Se trata de la
tesis leibniziana ya criticada, al término de la cual, el movimiento,
el appetítus se hallan reducidos al esfuerzo de la representación
hacia su pleno cumplimiento y, por tanto, a la esencia de ésta. Aho
ra bien, resulta que ese appetítus de la representación es pura y
simplemente identificado a su vez por Heidegger con la voluntad
de poder confundida, contra todas las afirmaciones de Nietzsche,
con un movimiento del pensam iento, con la operación de una
intencionalidad consciente. Comentando el aforismo 23 de Más
allá del bien y del mal, donde se propone la edificación de una mor
fología de la voluntad de poder, Heidegger se atreve a escribir: “la
morfología es la ontología del óv, cuya nop<;f}, transformada en
perceptio debido al cambio del £Í8o<;, se manifiesta en el appetítus de
la perceptio com o voluntad de poder”102.
103 Meí^sche, op. cit., H, p. 3 7 6 .[N. de los T: Niefesdie II, op. cit., p. 383.]
104 Ibíd., p. 377 , cursiva nuestra, [N. de los T: ibíd., p. 383 .]
105 Ibíd., pp. 239 , 239 - 240 . [N. délos T: ibíd., p. 241 .]
Ciertamente, gracias a una inversión. Sin embargo, esa inver
sión, enfáticamente descrita como inversión de la razón en la ani
malidad, no es tal, no instaura ninguna esencia nueva del ser, ver
daderamente heterogénea al representar e irreducible a él, como
lo es precisamente la voluntad nieizscheana, sino que se limita a
consideraren ese representar su appetüus, movimiento en virtud del
cual va hacia sí mismo y, así, se quiere él mismo por cuanto se
representa él mismo, em pero, y se pone así ante sí, en y por la
omnf-exhihidón (extática) de sí misino,
De donde resulta que la acción de esta voluntad no difiere fun
damentalmente de una representación o de un pensamiento, no
siendo más que la efectuación de su esencia, en consecuencia, su
auto-cumplimiento como cumplimiento de una representación,
de un pensamiento. Sem ejante concepción intelectualista de la
acción impregna el texto arriba citado sobre la interpretación del
valor como punto de vista: “Es sólo por medio-de este poner repre
sentador cómo el punto necesario para ese enfocar hacia algo y así
guiar la órbita de visión de este ver, se convierte-en punto 'de visión ,
es decir, en aquello que importa a la hora de ver y de 'todo hacer
guiado por la vistanm\ Pues el actuar en su inmanencia''radical --el
instinto schopenhaueriano y nietzscheano- no actúa precisamen
te guiado por una vista que no lleva en sí, de tal suerte que esta
exclusión de cualquier vista, visión o mención, de la estructura
extática de la representación en general -e l no-desdoblamiento de
la fuerza-, es justamente la condición de posibilidad de su ejerci
cio y su esencia misma.
Esta desnaturalización de-la acción d e ia voluntad de poder,
obligada a encontrar su condición en una representación, puede
verse también cuando, al interpretar de manera externa (es decir,
precisamente en la perspectiva de una metafísica de la represen
tación) el hecho de que todo exceso de poder supone la conser
vación del grado de poder ya alcanzado, Heidegger confía esta con
servación a una “producción representante”. “Estas existencias [el
stock de poder ya alcanzado], sin embargo, sólo se convierten en
algo permanente y estable, esto es, en algo que está siempre a dis
posición, cuando se las establece por medio de un poder. Este
poner tiene la naturaleza de un producir que pone algo delante,
que representa”107.
No obstante, lo que se pide a la representación no es sólo la
posesión del grado de poder ya alcanzado, es la toma de posesión
del mismo poder efectuante, su puesta en presencia de sí mismo,
o sea, su unidad consigo: “La unidad esencial de la voluntad de
9 Cf. supra, p. 7 5 .
10 Métapsychologie, op. cit., pp. 176-177, cursiva nuestra; GW, VIH, pp. 431,
431-432. \N. de ¡os X: “Algunas observaciones sobre e! concepto de lo incons
ciente en el psicoanálisis”, en O. C , U, p. 1697.]
Por cantó, la representatividad sirve de punco de partida para la
determinación psicoanalítica de], inconsciente. El material patológi
co a partir del cual se construyen las grandes hipótesis explicativas
de la doctrina -especialmente el inconsciente- sólo es incontestable,
como se ha dicho, por cuanto está dado. Pero el estar-dado de este
dato radica precisamente en su capacidad de ser representado, de
venir a la condición de ob-jeto. Lo que importa en primer lugar no
es su carácter patológico - y ei psicoanálisis, como toda ciencia., está
realmente obligado a salir del dominio específico en el que pretende
encentarse y ser inatacable--, sino su carácter ontológico, es. decir, teño-
menológico. incluso cuando cesa de ser “patológico”, stricto sensu,
puede apreciarse que el susodicho carácter fenomenología) tiene la
nota de la fenomenicidad extática y se agota en ella, que el dato en
cuestión es el dato de la representación. Es conocido el papel deci
sivo que ha desempeñado el sueño en la formación del psicoanálisis.
Ahora bien, lo propio de la vida consciente del soñador radica en el
hecho de perderse en sus productos hasta el punto de; parecer que
no es otra cosa sino el conjunto de los contenidos oníricos y su suce
sión incoherente. La misma situación se encuentra en ia asociación
de ideas. Por todas partes, ei contenido representativo '.está conside
rado por sí mismo, en sí mismo; la realidad objetiva de la idea está
separada de su realidad formal. No sorprende entonces que ese con
tenido, aislado del poder de constitución que le ha dado nacimien
to -presencia desnuda en una objetividad muerta-, aparezca frag
mentario, enigmático, privado de sentido y, finalmente, absurdo. La
idea de un dato consciente por esencia incompleto procede del pri
vilegio conferido por Freud al sueño y a la asociación de ideas en cali
dad de soportes prácticos del trabajo de análisis.
Se nos descubre aquí otra faceta del concepto psicoanalítico de
inconsciente: éste designa no sólo la finitud del ek-stasis, esa zona
de sombra que rodea toda presencia objetal, sino, de forma ya más
esencial, el ek-stasis mismo, el proceso de ob-jetualización consi
derado en sí mismo, independientemente de la objetividad que pro
duce, la pro-ducción en cuanto tal. A la genealogía positiva del psi
coanálisis (Descartes, Schopenhauer, Nietzsche) conviene, pues,
adjuntar su genealogía negativa: la toma en consideración de las
grandes carencias del pensamiento occidental, pensamiento del que
procede directamente el psicoanálisis y que repite sin saberlo. Pues
la última palabra de la filosofía de la conciencia, su límite, su para
doja, el cénit en el que se vuelve contra sí misma y se auto-destru
ye es realmente la inconsciencia de la conciencia pura misma en cuan
to tal, la inconsciencia de la “conciencia transcendental”11. El
16 lbíd ., 1, p. 80.
17 Cf. ibíd,, p. 454 y ss.
58 Frink, M orkd jears and compulsions, Londres, pp, 1 6 6 -1 6 7 .
19 Husserl ha mostrado de forma decisiva que la imaginación es un m odo de
conciencia intuitivo que difiere eidéticamente de la conciencia que habla, la cual
es una conciencia vacía, no intuitiva por principio, cf., Recherches logiques, trad.,
L. Kelkd, R. Scherer, París, PUF, 1961, t. II, 1.a parte, 1, Expression et significa-
tion. [N. de los T: existe traducción al castellano, Husserl, E., Investigaciones lógi
cas (trad. de M. G. Morente y J. Gaos), Alianza Editorial, Madrid, 1982, T. 1, pp.
231-291.]
com o “texto” del análisis, es decir com o su objeto, es tomado
al pie de la letra como una determinación intrínseca de la esen
cia de ese objeto. Resulta ahora posible la contam inación y la
desnaturalización del psicoanálisis por parte de la lingüística y
del conjunto de disciplinas asociadas a ella en la actualidad. Se
va a poder declarar sin que resulte risible que la estructura del
inconsciente es la de un lenguaje. Según Freud mismo, la con
sideración de las palabras acaba muy a menudo por viciar la deli
mitación del fenómeno real y la búsqueda ele su s determinan
tes efectivos.
Por otra parte, ya que la vida imaginaria no contiene todavía
por sí misma significación alguna pareja a la de la palabra -com o
la significación ‘perro’, en calidad de perro m entada,en vacío,
del que no se tiene ni percepción, ni imagen, ni recuerdo, ni
c o n cep to -, ésta, la significación de la palabra, la significación
creada por ese acto específico del pensamiento puro en calidad
de Sinngebung, está, por ende, ausente de lo imaginario com o
tal: de ahí a creerla y a llamarla “inconsciente”, no hay más que
un paso. Esta ilusión se produce constantem ente porque pen
sam os y porque el p ensam iento se pone él m ism o;y, de este
modo, pone sus productos como los criterios según los cuales
mide las otras determ inaciones de la vida. La hipóstasis de las
significaciones puras -sig n ificacion es que pueden acompañar
todo lo que es porque, de hecho, todo lo que es puede ser pen
sado, “todo puede ser d ich o ”- , crea un universo arquetípico
ideal a la luz del cual todas las formaciones concretas de la vida
y esa vida misma aparecen en estado de ¡carencia, privadas de
ese cuerpo de significaciones que precisamente no llevan con
sigo. Este conjunto de significaciones hipostasiadas va a cons
truir el inconsciente. El niño, por ejem plo, forma la imagen de
su madre, cuya presencia es para él en ciertos m om entos una
necesidad irreprimible. No forma, sin embargo, la significación
“necesitar a su m adre” o, tam bién, “tener ganas de acostarse
con ella” y, para hacerlo, “matar a su padre”; ni siquiera sabe, a
decir verdad, qué es su “m adre” en el sentido en el que noso
tros lo entendem os, com o tam poco lo que es su “padre”. Su
inconsciente será, por tanto, “acostarse con su madre y asesi
nar a su padre”.
Ahora bien, esta crítica prindpial del psicoanálisis debe ser
considerada en su alcance más general. Según Freud, el sueño
no es precisam ente más que el prototipo de la representación
-q u e Schopenhauer, com o se recordará, había reducido a un
su eñ o-. Desde ese m omento, la interpretación de los sueños va
a extenderse a todas las formas de la vida representativa, espe
cialmente a todas aquellas que preceden al pensamiento strícto
sensu. Por tanto, no sólo los contenidos oníricos y las fantasías
psico-neuróticas, sino todas las formaciones simbólicas, las pro
d ucciones del arte, los m itos y las creencias religiosas, van a
resultar sometidos a un método que ha sido forjado en el aná
lisis de datos específicos. También por todas partes va a salir a
la luz la misma diferencia entre lo que son en concreto tales for
maciones -“simbólicas, estéticas, religiosas-, entre lo que es la
vida imaginaria en general según su esencia y sus modalidades
propias, y la significación -sem ejan te a las significaciones del
lenguaje..bajo la cual se intenta en cada caso subsurnirlas. Seme
jante diferencia --en la que va a alojarse un inconsciente consti
tuido aquí de significaciones ideales e idéntico en electo a un
lenguaje-, determina el carácter “traído por los pelos” de todas
las “explicaciones freuclianas”, carácter que su autor intenta
vanamente justificar al pretender que, dado que el principio de
la explicación era desconocido para el sujeto, éste no podía, una
vez puesto en su presencia, más que considerarlo con asombro.
De este modo, una de las metas m ás interesantes del psico
análisis se vuelve contra él mismo: se trataba de circunscribir la
inmensa parte de. todo aquello que en la psique procede de su
libre juego, de sus impulsos más profundos, en suma, de reco
nocer el papel decisivo de lo imaginario en la vida. Pero este
papel es finalmente reducido, interpretado y medido por el rase
ro de las significaciones ideales. Y tras las significaciones del
pensamiento se perfilan los objetos del pensamiento, todo aque
llo que será comprendido en el principio de realidad: el análi
sis conducirá de nuevo cada vez a esta realidad según su senti
do objetivo más plano, a la determ inación más terrenal. El
cientificism o de Freud ha recubierto ya la intuición de la vida.
Si la significación ideal mentada en vacío por el pensamiento es
ajena a lo imaginario, ¡cuánto más debe separarse de la vida mis
ma! Pues la vida no tiene sentido, y al no ser portadora de inten
cionalidad alguna, por ejemplo, la de formar una significación,
no puede tampoco ser situada bajo ésta, interrogada o exami
nada a su luz, juzgada o condenada por ella. El niño que am a a
su m adre no cumple el ek-stasis en el que él m ism o pudiera ap are
cerse a sí mismo como am ando a su madre, com o pudiendo, gracias
a la perspectiva de este ek-stasis, tom ar posición fren te a sí y a su
amor, pero prim eram ente apercibirlo y, apercibiéndose de este m odo,
fo rm a r la significación fYo niño am ando mi madre\ Pero el niño no
percibe nada de todo ello, no porque sea un niño, sino porque
es un viviente. El niño en Freud, como el animal en Nietzsche,
no es en realidad más que una figura. Es la vida que, al no ser
portadora de ek-stasis alguno, y al no poder de este modo aper
cibirse a sí misma com o tal, al no poder referirse a sí misma ni
representarse, no puede tampoco significarse ni, por consiguiente,
tener, con respecto a sí, un sentido. Al no tener sentido, la vida
no tiene respuesta a la cuestión del sentido. La vida es pareci
da a una rosa: “La rosa es sin porqué, florece porque florece, no
se preocupa de sí, no desea ser vista”20.
Ahora bien, se dirá: ¿no es el sentido de la vida el movimiento
de esta pura experiencia de sí, esta pura afección (del niño) redu
cida a su afectividad, independientemente de la luz de un mun
do? Pero entonces se alza ante nosotros un concepto totalmente
distinto de “sentido” y, con él, se anuncia la significación original
del concepto de inconsciente.
El sueño tiene un sentido, el lapsus tiene un sentido, los sín
tomas tienen un sentido, el menor de nuestros gestos, el silencio
-■■■“aquellos cuyos labios callan, hablan con los dedos”21- tiene sen
tido; el olvido tiene un sentido, el recuerdo, que oculta otro (el
recuerdo-pan talla) tiene un sentido, todo tiene un sentido, de tal
modo que aquello que conviene entender cada vez por “sentido”
resulta, 110 obstante, extremadamente equívoco. En ja-medida en
que el sentido designa una significación ideal, como-la del len
guaje, corno el sentido de la palabra “perro”, resulta.ser el corre
lato noemático de una intencionalidad significante originalmente
creadora de ese sentido (aunque susceptible, según, una modifi
cación ulterior, de conservarlo a continuación pasivamente como
algo adquirido). ¿En qué consiste aquí el trabajo crítico del análi
sis? ¿Cómo, dado que el sentido inmediatamente mentado se reve
la como falso, sería como tal tachado y reemplazado por otro? Con
trariamente a lo que sucede en la fenomenología husserliana, es
verdad, no es la conciencia que ha formado la significación pri
mera la que se revela capaz de superarla. Sólo la superación del yo
pienso y de su punto de vista propio permite el de la verdad ini
cial, es decir, el de la ilusión. En concreto, es el analista quien con
duce a su paciente a reconocer que los celos de los que hacía gala
hacia su pareja no son en realidad más que un deseo secreto de
serle infiel. Cuando la significación “deseo de ser infiel” sucede a
la significación “celos”, el rechazo de un idealismo de la concien
cia es sólo aparente. Antes bien, su reino se extiende hasta el infi
nito, formando parte el psicoanálisis del cañamazo interno del pen
samiento occidental: lo que pone son significaciones; lo que pone
es precisamente el poder de poner significaciones, una Sinngebung,
una conciencia.
20 En Der Satz vom Gnind, Heidegger, como se sabe, ha propuesto un com en
tario de estos versos de Angelus Silesius (Chentbinischer Wandersmann, 1, n.° 289).
Dado que no toma en consideración el segundo verso, el cual excluye explícita
mente el ekstasis de la obra interior del ser, este comentario no puede, según noso
tros, ex-hibir aquello que en la frase de Angelus Silesius se refiere a la esencia ori
ginal de la vida, en este caso, la rosa.
2! Cinq Psychanalyses, trad. M. Bonaparte, París, PUF, 1954, p. 57; GW; y p.
240. [N. de los T: Anáhsts fragmentario de un caso de histeria, O. C., 1, p. 976.]
Pero cuando Freud declara,: por ejemplo; que el sueño tiene un
sentido, quiere decir algo completamente distinto, quiere decir
que un contenido onírico es producido^ por una tendencia incons
ciente. Pero en el proceso de conjun to de la producción de un con
tenido representativo imaginario por parte de una tendencia incons
ciente no hay ni significación ni conciencia significante, por
consiguiente, ningún sentido en un sentido lingüístico. Repitá
moslo: se afirma de forma puramente metafórica que aquel cuyos
labios callan, habla con los dedos: no “habla” precisamente, si
hablar consiste en formar intencionalmente una significación con
la conciencia interior de hacerlo. La relación entre el estado de agi
tación de aquel cuyas manos tiemblan y ese temblor es de otro
orden; ya no es la relación intencional y vivenciada como tai de
significar algo; es una relación externa -lo s psicólogos dirán de
causalidad- entre dos acontecimientos ciegos, “inconscientes”
como la relación que los une. Semejante relación, por ejemplo, la
que existe entre el humo que flota por encima de la casa y el fue
go que supuestamente lo ha provocado, es un índice, Husserl ha
distinguido de manera admirable la relación por la que un estado
de cosas es indicativo de otro (por el que las palabras, por ejem
plo, indican un estado psíquico supuesto en el locutor), de la cons
titución intencional de una significación lingüística en sentido
estricto por parte de quien habla.
Hablando de los fenómenos psíquicos en general, Freud escri
be: “Queremos también concebirlos como índices [Anzeichen} de
un mecanismo que funciona en nuestra alm a... Intentamos, pues,
formarnos... una concepción en la cual los fenómenos observa
dos pasan a segundo término, ocupando el primero las tendencias
de las que se los supone ser índices"22. Aquí no sólo se pone entre
paréntesis toda significación, sino que se cumple la inversión de
las posiciones clásicas: el fenómeno todavía es, en verdad, un con
tenido representativo, imaginario (sueño, obra de arte, mito) o real
(temblor de manos, síntomas psiconeuróticos en general, etc.),
pero el poder que lo produce y a no es el poder de la representación, ya
no es la conciencia. Por tanto, cuando Freud declara que todo tie
ne un sentido, afirmación a propósito de la cual el error es gene
ralizado, lejos de reducir lo psíquico a algo decible abierto a una
lectura hermenéutica, abre más bien el dominio en el que ya no
hay ni intencionalidad ni sentido. Lo totalmente otro que la repre
sentación debe ahora ser objeto de una elucidación sistemática.
En Algunas observaciones sobre el concepto de lo inconsciente en
el psicoanálisis, de 1 9 1 2 , podemos apreciar la inflexión del con
22 íntroc/ticíion a !d psydianüi!yst\ op. cit., p. 5 5 ; GW, XI, p. 6 2 . [N. ele los I : Lec
ciones introductorias al psicoanálisis, O. C. II, p. 2 1 5 9 , traducción parcialmente modi
ficada por nosotros.]
cepto freudiano del inconsciente hacia el dominio inexplorado,
por invisible, de la vida. La prueba, la “justificación”, del incons
ciente por la latencia de la mayor parte de los contenidos psí
quicos cede casi inmediatamente su lugar a una consideración
bien diferente. Ya no es el resurgimiento de esos contenidos, por
ejemplo, los recuerdos, al cabo de un cierto lapso de tiempo, lo
que hace suponer la hipótesis de un estado de incon scien cia
psíquica correspondiente a ese tiempo de latencia (sin esta hipó
tesis, el pensamiento clásico está obligado, como ya se ha dicho,
a confiar esta propiedad esencial de la psique que es la m em o
ria al organismo), sino que ahora pasa a considerarse .corno argu
mento capital, la eficiencia de esos pensamientos inconscientes duran
te su estado de in con sciencia, por ende, la actividad-én calidad de
actividad inconsciente. De ahí la apelación a los síntom as neuró
ticos, que no tienen ya nada de hipotético, que están por co m
pleto ahí y que son producidos continuam ente por una activi
dad de la que constituyen su manifestación inmediata y, así, su
prueba, aunque esta actividad misma no se. muestré: Toda la vida
m ental de la histérica, que, por ejem plo, vomita porque tiene
m iedo de estar encinta, está “llena de ideas eficien tes, pero
in co n scien tes55. Las “demás formas de neurosis” dan testim o
nio de “este mismo predominio de ideas inconscientes eficien
tes”. La objeción según la cual no se podría comprender la psi
cología normal desde condiciones patológicas se viene abajo si
se anota que las deficiencias funcionales normales, “por ejem
plo los lapsus linguae, los errores de memoria y de lenguaje, el
olvido de nombres, etc., pueden ser referidos sin dificultad a la
actuación de intensas ideas inconscientes, lo mismo que los sín
tomas neuróticos”23.
Además, deficiencias normales y síntomas neuróticos sólo son
aquí reveladores de un fenómeno absolutamente general, a saber,
la determinación de principio de todo lo que viene a la condición
de ser representado por un poder que nunca adviene él mismo a
esa condición y que no podría hacerlo. Freud no sim plem ente
corrige las tesis clásicas según las cuales latencia e inconsciencia,
en calidad de virtuales, serían sinónimas de íneficiencia y debili
dad - “estábamos acostumbrados a pensar que toda idea latente
lo era a consecuencia de su debilidad y se hacía consciente en
cuanto adquiría fuerza”- , sino que, por el contrario, afirma a pro
pósito de su inconsciente que “no designa ya tan sólo ideas laten
tes en general, sino especialmente las que presentan un determi
2i Métapsychologte, op, cit., pp. 179, 180, 182, cursiva nuestra; G \y VIII, pp.
432, 433, 435. [N. de los T: “Algunas observaciones sobre el concepto de lo incons
ciente en el psicoanálisis”, en O. C., II, p. 1698, 1699, traducción parcialmente
modificada por nosotros.]
nado carácter dinámico”. Con el decisivo carácter de un “incons
ciente eficiente”241 se prescribe el diferimiento de la relación deli
berada de la fuerza y el poder bajo todas sus formas fuera del cam
po de la represen tarividad. En consecuencia, no hace falta decir
que una acción efectiva también puede llevarse a cabo en el incons
ciente: sólo como tal, por cuanto el poder que la produce cohe
siona consigo en la inmanencia radical en la que en primer lugar
se apodera de sí, es posible una acción cualquiera en general, por
ejemplo, el movimiento de manos de quien está agitado. La muta
ción del inconsciente freudiano, dejando de designar la negación
formal y vacía de la cualidad “consciente” para hacerse cargo, por
el contrario, del dinamismo de la psique, de la totalidad de los
“procesos” de aquello que se convierte en el “sistema in c”, no
señala hasta ese punto la caída de su concepto ontológico en lo
óntico: tras la aparente facíicidad de éste se oculta el significado
de “inconsciencia” (“pura inconsciencia como tal”), la cual mien
ta la posibilidad misma de la acción, su modo de ser y, finalmen
te, la esencia original del ser en calidad de vida.
En el artículo sobre Lo inconsciente, de 1.915, puede apreciarse
lo difícil que le resulta al pensamiento abrirse una vía fuera del
campo de la represen tatividad y escapar a su poder, puesto que,
apenas ha sido reconocida la pulsión, en calidad de “fragmento
de actividad”, como algo idéntico a las formas originales de la Ener
gía y la Fuerza, como lo totalmente otro que la representación y,
así, como la nota más profunda de la vida y de la psique misma,
su pertenencia a esta última va a suponer, por el contrario, que se
reintegre al campo de la representación para conformarse secreta
mente a su estructura y leyes -com o si, en efecto, la psique se con
fundiese con la representatividad como tal y extrayese de ella su
esencia-. Este giro capital y catastrófico de la problemática freu-
diana se lleva a cabo con la institución de una disociación entre la
pulsión y lo que la representa en la psique, a saber, su represen
tante psíquico. Ahora bien, ese representante [Reprasenfan^] es
comprendido a imagen de la representación, siendo él mismo en
primer lugar una representación. La pulsión, a decir verdad, no
cobra existencia psíquica, no deviene propiamente hablando una
realidad psíquica más que en calidad de representante, por cuan
to reviste ella misma ese modo de ser que presenta algo otro que
ella, por consiguiente, el modo de ser de la representación misma
en cuanto tal.
Los comentadores han señalado esta ambigüedad del concep
to de pulsión al designar, por una parte, lo que está presente en la
34 lbíd., pp. 180, 181, 183; GW VIH, pp. 433, 434, 435. [N. de los T: ibíd.,
O. C., III, pp. 1698, 1699, traducción parcialmente modificada por nosotros.)
psique, a saber, la actividad pura y el principio de toda actividad
(y eso, al fin y al cabo, es lo que significa pulsión en psicoanálisis),
y, por otra, aquello que cumple esta presentación, es decir, ésta en
cuanto tal, en su esencia de representante. Pero existe una razón
que da cuenta de este equívoco, razón que toda problemática radi
cal debe sacar a la luz: la impotencia del pensamiento para captar
en sí mismo actividad, poder y fuerza, y la sustitución de su esen
cia propia, tan pronto corno esta actividad, poder y fuerza deben
ser considerados como psíquicos, por la de la representación. L a
representación recobra, por ende, en ella aquello que inidalmen-
te quedaba fuera de ella. El inconsciente, que significa original
mente lo otro que la representación, lleva ahora consigo a ésta. Ha
nacido el concepto aberrante de '‘representación inconsciente”.
En semejante concepto se unen los dos errores capitales del
freudismo. Por una parte, uno se imagina que hay representacio
nes inconscientes porque existen recuerdos en los que'actualmente
no se piensa, representaciones “latentes” o, también, representa
ciones reprimidas: “Ésta [la representación-inconsciente] perdura
después de la represión en calidad de producto real; en el sistema
m c,,2;>. Como si esas representaciones estuviesen formadas o exis
tiesen a título de contenidos representativos efectivos con inde
pendencia del acto que los forma, de su realidad formal, por ende.
Y como si la estructura del e/?~síasís pudiese ser desplegada sin que,
no obstante, se fenomenizase la fenomenicidad que él constituye
en cuanto tal y por sí mismo.
Por otra parte, dado que la pulsión, que significa en primer
lugar la no-representatividad --“una pulsión no puede devenir nun
ca objeto de conciencia”- , no existe psíquicamente más que por
su representante, el cual es una representación, en tal caso, la no-
representatividad sólo existe bajo la forma de la representatividad.
Aquello que no puede transformarse en consciente, en el sentido
de la representación, se transforma, sin embargo, en ello, ni siquie
ra accidentalmente, sino en sí mismo, en su ser en calidad de ser
psíquico, en la medida que la pulsión no cobra el ser más que en
su representante psíquico y, así, en su representación. La hetero
geneidad irreductible entre lo inconsciente -e n este caso la pul
sió n - y lo consciente, el deslizamiento, empero, del primero en el
segundo por el rodeo del “representante” de la pulsión en calidad
de su ser psíquico, la definición del inconsciente psíquico por la
estructura de la representación que él excluye - “pero la pulsión
tampoco puede hallarse representada en el inconsciente más que
por una representación”- , la posibilidad entonces de devenir cons-
26 Ibíd., p. 82; GW, X, pp. 275-276 [N. de los T: ibíd., O. C., H. p. 2067, tra
ducción parcialmente modificada por nosotros,]
gima concepción química puede proporcionamos una idea de su
naturaleza, Freud añade: “En cambio, es indudable que presentan
amplio contacto con los procesos anímicos conscientes. Cierta ela
boración permite incluso transformarlos en tales procesos o susti
tuirlos por ellos y pueden ser descritos por medio de todas las catego
rías que aplicam os a los actos psíquicos conscientes, tales como
representaciones, tendencias, decisiones, etc. De muchos de estos esta
dos latentes estamos obligados a decir que sólo la ausencia de la
conciencia los distingue de los conscientes.”27.
De este modo, la esencia original de la Psique-se pierde dos
veces: por una parte, en la medida en que es reducida a la reali
dad psíquica y, por otra, en la medida en que reducida a la co n
ciencia representativa -e n tanto, mas precisamente, que la prime
ra reducción sólo es coronada por la segunda, por la reducción de
lo psíquico a lo extático-. Lo extático, en verdad, gobierna todo el
análisis. Pues el extraño puente lanzado por l o - representante”
entre-ios procesos materiales del sistema energética''que representa
y el medio en el que los representa, a saber, la conciencia de la filo
sofía y de la psicología clásicas, se asienta en último lugar sobre la
identidad secreta de los contrarios que une. Y esta identidad se
debe a que el ser de los procesos materiales no es más que el ser repre
sentado como tal es decir; la conciencia misma.
En Freud, 1.a afinidad, o, más bien, la identidad, entre el ser
material y la concien cia entraña múltiples consecu encias. En
primer lugar, el hecho de que el devenir-consciente reciba en
general la significación de una realización. De este modo, la fuer
za, la energía, la actividad (cuya posibilidad interior reside en
esa inmanencia radical cuya figura primitiva era el inconsciente
freudiano) se encuentran definidas, por el contrario, conform e
a la tradición, por un proceso de exteriorización. Ese devenir
consciente (devenir que se expresa en la venida al ser bajo la for
ma del ser-representado) no sólo es el telos que gobierna toda
la doctrina, tanto teórica como práctica, sino que la acción mis
ma se agota en esa venida y coincide con ella. Al proponer su
interpretación general de la morbilidad, las Lecciones introducto
rias al psicoanálisis declaran: “La existencia del síntoma tiene por
condición el que un proceso psíquico no haya podido llegar a su fin
normal, de manera que pudiera hacerse consciente... Contra la pene
tración del proceso psíquico hasta la conciencia ha debido de
elevarse una violenta oposición”. Y más adelante: “El síntom a
28 Op. rit., pp. 275, 278, cursiva nuestra; GW, XI, pp. 303, 307. (N. de los I:
Lecciones introductorias al psicoanálisis, O. C., II, pp. 2305, 2308, traducción par
cialmente modificada por nosotros.]
deseos. La reaparición de la percepción es la realización del
deseo”29. De este modo, el deseo (que no es otra cosa que la nece
sidad que se despierta y se cumple como tal en calidad de movi
miento del cuerpo original, en la esfera, por consiguiente de la
inmanencia de la subjetividad absoluta, y cuyo “cum plim iento”
no es ni puede ser más que el de ese movimiento, el paso él mis
mo inmanente del malestar ai placer) ve modificados de. forma fun
damental su ser y su historia: no ser el ser y la historia de la vida
tales como, experimentándose a sí misma, ella los experimenta,
sino una historia de representaciones, el retorno de un recuerdo,
después el de una percepción, el de todas las percepciones que en
conjunto componen la situación objetiva en la que se supone que
se ha producido la experiencia primitiva de satisfacción. Como si
la satisfacción en sí misma tuviese que ver con una disposición
objetiva cualquiera, con representaciones, con imágenes.
Con este desplazamiento en virtud del cual la pulsión de un
deseo, de una fuerza, un movimiento real, p o r ende, se trans
forma en un movimiento de representaciones, se':reconstruye la
situación histórica ya denunciada en Leibniz y que no repetire
mos aquí en cuanto tal. En Freud, no obstante, se produce una
consecuencia específica derivada de este estado de cosas, a saber,
el hiperdesarrollo de lo imaginario y, con él, de un universo fan
tasmagórico y, al fin y a la postre, alucinatorio. En efecto, a par
tir del m omento en que se considera como una realización del
deseo algo que de ningún modo comporta en sí el momento de
realidad, a saber, una serie de representaciones, esta pseudo-rea-
lización no puede sino producirse sin fin: el deseo ha trocado su
ser por una procesión de símbolos y fijaciones imaginarias cuya
proliferación se ofrece al juego, él mismo interminable, del aná
lisis. Es preciso partir a la búsqueda del yo [moi] en el bosque de
los signos, las alusiones, los disfraces, en un mundo de objetos
en el que jam ás está.
Queda lo esencial del pensamiento de Freud: la representación
no es el único representante de la pulsión, también lo es el afec
to. El psicoanálisis nos va a confiar su secreto en esta cita, por fin,
con el fondo del inconsciente y de la vida. Vacilan entonces sus
supuestos explícitos y, en primer lugar, el primero de todos: el diso
ciar la psique de la fenomenicidad. Pues el afecto no es sólo un
representante de la pulsión que en comparación con la represen
tación disfruta de esa condición de representante como lo hace
ésta: constituye en realidad su fundamento. Todos los grandes aná
lisis de la doctrina -especialm ente los de la represión, el destino
29 La sáence der reves (trad. I. Meyerson), París, PUF, p. 463; GYM IHI, p. 571.
[N. de los I : La interpretación de los sueños, O. C ., I, p. 689.1
de las pulsiones, la histeria, la cura psicoanalítica misma conside
rada en su posibilidad última- establecen ese primado, ciando por
supuesto que sólo importa, precisamente, el destino d e! afecto,
mientras que el de las representaciones le está, de hecho, cons
tantemente subordinado. Ahora bien, el afecto ni es inconsciente ni
puede serlo, de tal modo que tampoco puede devenir tal. Las declara
ciones de Freud son categóricas; “En la propia naturaleza de un
sentimiento está el ser percibido o ser conocido por la concien-
cía”30. Y también; “una representación puede existir aunque no
sea percibida. El sentimiento, por el contrano consiste en la per
cepción misma”31. De este modo, el fon do del inconsciente no es, en
calidad de afecto, inconsciente.
Los dos pasajes anteriormente citados, extraído el uno del artí
culo de 1915, Lo inconsciente, y el otro de la Nota sobre Saussure,
ponen de manifiesto el apuro que para una filosofía del inconscien
te suponen tales afirmaciones, pero las precisiones aportadas por
Freud, lejos de restringir el alcance de la tesis, no hacen más que
subrayarla. Al constatar que en la práctica psicoanalítica se habla de
sentimientos -odio, amor- inconscientes, que incluso se emplea “la
extraña expresión de ‘conciencia inconsciente de la culpa’”, así como
también la “paradójica de ‘angustia inconsciente’”, Freud no ve en
esas expresiones sino la impropiedad del lenguaje. Es la representa
ción a la que el sentimiento está asociado, la que es o puede ser
inconsciente. Separado de ésta, el afecto se vincula a otra represen
tación, que en lo sucesivo es tomada por la conciencia para la mani
festación de ese afecto: es entonces cuando se lo llama inconscien
te, cuando esa denominación sólo conviene a la representación a la
que primitivamente estaba vinculado. Vemos que en este proceso,
el de la represión, el sentimiento no ha cesado de ser “conocido”;
sólo su sentido, en este caso la representación a la que estaba aso
ciado, ha sido “desconocido”. “Puede suceder en primer lugar que
un impulso afectivo o emocional sea percibido pero desconocido:
reprimida su verdadera representación, se ha visto obligado a enla
zarse a otra representación y es considerado entonces por la con
ciencia como una manifestación de esta última representación. Cuan
do reconstituimos el verdadero enlace, calificamos de ‘inconsciente’
el impulso afectivo primitivo, aunque su afecto no fue nunca incons
ciente y sólo su representación sucumbió al proceso represivo”32.
33 Op. cit., pp. 386-387; GW, XI, p. 425. [N. de los I : Op. cit., O. C., II, p.
2378.]
psiconeurosis, especialmente de ía histeria, manifiesta que la angus
tia, lugar de paso y punto de desenlace de todos los afectos, es
también como la moneda de cambio de la vida: “Éste [el estado
afectivo] es siempre sustituido, después de la represión, por angus
tia, cualquiera que sea su cualidad propia. La angustia constituye,
pues, la moneda corriente por la que se cambia o pueden cam
biarse todas las excitaciones afectivas cuando su contenido ha sido
eliminado de la representación y sucumbido a la represión”34. Antes
de elucidar más adelante este fenómeno crucial de la angustia en
su conexión con la histonalidad de la Psique, conviene, no obs
tante, descartar una objeción.
El afecto, en calidad de simple “representante”, a su vez, de la
pulsión, aunque más fundamental que la representación y ajeno
a su luz, ¿no es, como ella, algo secundario, un simple equivalen
te, la trascripción de aquello que, permaneciendo en sí ajeno a
toda forma de representación^ no por ello constituye en menor
medida lo naturante último de toda la realidad psíquica y del afec
to mismo35? No obstante, la pulsión no es a su vez más que un
representante, el de múltiples excitaciones que no cesan de asal
tar la Psique, o más bien, de algunas de ellas36. La intelección del.
pensamiento de Freud supone retornar aquí el famoso esquema
del Proyecto, de 1 8 9 5 , esquema que, por otra parte, nunca fue
abandonado, y que, por el contrario, determina las concepciones
últimas que ahora abordamos, especialmente en Los instintos y sus
destinos y Más allá del principio de placer. En un sentido, semejante
esquema marca el cénit de la alienación del pensamiento de la exis
tencia, puesto que impone la interpretación de la misma a partir
del modelo físico de un sistema energético regido por la ley de
entropía. Sin embargo, puesto que ese modelo que se dice cientí
fico y construido por completo a golpe de hipótesis no es más que
la traducción inconsciente de la vida fenomenológíca absoluta mis
ma en sus estructuras más profundas, lejos en ese caso de deter
minarla, el modelo resulta, por el contrario, su representación obje
tiva, representación cuyos rasgos quedan referidos a ella y
esclarecidos a la luz fulgurante de la vida.
34 Ibíd., pp. 380-381; GW XI, pp. 418-419. [N. de los T: ibíd., O. C., II, p.
2374, traducción radicalmente modificada por nosotros,]
35 Se encuentra aquí de nuevo la situación ampliamente analizada a propósi
to de Schopenhauer y según la cual la afectividad en general no sería más que el
electo de un conatus más primitivo que ella, del que no haría, en sus tonalidades,
sino reflejar sus vicisitudes. Se ha visto por otra parte que Freud había explícita
mente designado sus “pulsiones” como io idéntico a la voluntad schopenhaue-
riana.
36 Cf. Métapsychologie, op. cit., p. 18; GW X, p. 23.4: “Ei concepto de ‘pulsión
se nos muestra como un concepto límite entre lo psíquico y lo somático, como
el representante psíquico de las excitaciones”. ¡N. de los I : cf. Los instintos _y sus
destinos, O. C., II, p. 2041, traducción parcialmente modificada por nosotros.1
El pretendido “sistema nervioso” (o, también, “el organismo”
o “el tejido vivo”37) se encuentra determinado en su ser por la
capacidad de recibir dos tipos de excitaciones: las que provienen
del universo exterior y las que tienen su origen en el organismo
mismo - o sea, el doble sistema <¡>y y del Proyecto-. Pero sem e
jan te capacidad, establecida como la capacidad de las neuronas
de recibir dos tipos de excitaciones, no es más que la inscripción
en el organismo de una doble receptividad ontológica; por una
parte, la receptividad transcendental respecto ai mundo, o sea el
despliegue de éste en el efe-sfasis, y, por otra, la receptividad trans
cendental respecto a sí, la auto-receptividad de la subjetividad
absoluta en calidad de subjetividad viva - la 'excitación’ no es de
este modo otra cosa que la afección, es decir; la manifestación ella mis
m a pura según ¡a duplicidad de los modos fundamentales de su cum
plimiento fenom enológico efectivo. Es por ello, y sólo por ello, por
lo que a la primera le corresponde un “exterior.” y a la segunda
un “interior”38. :
Los rasgos psico-biológicos atribuidos por el Proyecto a los dos
sistemas tp y \j¡r (el texto f'reudiano se desliza de lo físico a lo b io
lógico y de ío biológico a b psíquico, que subrepticiamente con
tiene la forma de todo lo que le precede) no son ellos mismos más
que la traducción groseramente realista en el lenguaje de la “cien
cia” de las estructuras que determinan la posibilidad de la expe
riencia en general. El punto esencial radica aquí en que, al co n
trario de ío que sucede en el caso de la excitación extema, a la que
es posible sustraerse gracias a una reacción motriz apropiada, por
ejemplo, la huida, “la excitación pulsional... procede del interior
del organismo mismo”39, de tal modo que el yo [moi] -d e la pági
na 14 a la 35 el “organismo” se ha convertido en “yo”, el “ser indi
vidual”- “carece de toda defensa contra las excitaciones pulsiona-
les”40. El hecho de que no sea posible zafarse de ellas se debe a
que “la pulsión, en cambio, no actúa nunca com o una fuerza de
impacto momentánea, sino siempre como una fuerza constante"*1.
Manteniendo la constancia de la excitación, es decir, la constancia
de la afección, el hecho de que no sea posible escapar de ella para
huir, de que no sea posible desarrollar un diferimíento, una dife-
37 Métapsychologie, op. cit., pp. 16, .14, 13; G W X , pp. 213, 212, 211. [N. de
los I : Lbíd., O. C .,Il,p p . 2041,2040.]
38 Ibíd., p. 15, GW, X, p. 212. [N. délos T: ibíd., OC., II. pp. 2040-2041, tra
ducción parcial mentó modificada por nosotros.]
39 En calidad de representante, la pulsión se define, precisamente, como úni
co representante de las excitaciones internas. [N. de los T: ibíc!.,' O C , II, p. 2040.1
40 Ibíd., p. 36; GW, X, p. 226. [N. de los I : ibíd., O. C., 11, p. 2048, traduc
ción parcialmente modificada por nosotros.]
41 lbíd., p. 14; GW, X, p. 212. [N. de los T: ibíd., O C , 11, p. 2040, traducción
parcialmente modificada por nosotros.]
renda, o tomar la menor distancia a su respecto, es decir, respec
to a sí mismo, el hecho de que, cogido en sí y prisionero de sí mis
mo, semejante afección como auto-afección no cualifique otra cosa
que la subjetividad absoluta y, así, en calidad de afección inma
nente de sí por sí, la esencia de la ipseidad y, por consiguiente, de
este modo, el yo [moi] (no ya designado desde lo exterior, sino
implicado en su posibilidad más interior e. inalienable), esto es lo
que dice el artículo sobre la represión: “Tratándose de la pulsión,
la fuga resulta ineficaz, pues elyo no puede huir de sí mismo”42.
La pulsión, al fin y a la postre, no designa en Freud un impul
so físico particular, sino el hecho de auto-impresionarse a sí mis
mo sin poder huir de sí jamás y, en la medida en que esta auto-
impresión es efectiva, el peso y la carga de sí mismo. La necesidad
es aquello que se encuentra en esta situación de no poder desem
barazarse de sí ni suprimirse a sí mismo. “A la excitación pulsional
la denominaremos mejor necesidad, y lo que suprime esta necesi
dad es la satisfacción”43. La supresión de la necesidad no es más
que su transformación en otra modalidad afectiva. La problemáti
ca de la pulsión -p o r cuanto el afecto no era más que su repre
sentante- debía referir la afectividad a un sustrato más profundo:
resulta ya manifiesto que la pulsión reconduce a la afectividad,
puesto que, en calidad de auto-impresión, la pulsión encuentra
su esencia en la afectividad misma. Pero volvamos un poco más
atrás.
Según el Proyecto, el modelo que conduce toda la interpreta
ción de la Psique y la determina como “aparato psíquico” es el de
un sistema de neuronas investidas de cantidades de energía pro
venientes de una doble fuente, exógena y endógena, de tal modo,
no obstante, que ese sistema tiende a liberarse de dichas cantida
des para volver al estado C ^ 0: el principio de inercia. Semejan
te tendencia parece realizable en lo que atañe a las excitaciones
exógenas, dado que la energía que éstas suscitan puede ser utili
zada por el organismo en el mismo esfuerzo que lleva a cabo para
huir de ellas. Éste no es el caso de las excitaciones endógenas: no
son puntuales, sino constantes y, sobre todo, no existe la posibili
dad de distanciarse de ellas. Existen, por ende, según la conceptua-
lización del proyecto, cantidades de energía investidas de forma
permanente en el sistema y , un yo [moi] “perpetuamente investi
do”, es decir; que la afección en calidad de auto-afección no cesa jam ás.
En otros términos; el sistema no puede desembarazarse de sus can
tidades de energía porque la vida no puede deshacerse de sí. De
42lbíd., p. 45; G\Y X, p. 248. [N. de los I : La represión , O. C., 11, p. 2053, tra
ducción parcialmente modificada por nosotros.]
^ Ibíd., p. 14; GW; X, p. 212. [N. de los I: ibíd., OC., 11, p. 2040, traducción
parcialmente modificada por nosotros.]
ahí que el principio de inercia se troca en principio de constancia:
porque hay una “energía” inalienable y porque, de este modo, el
“sistema” sólo puede pretender bajar el estiaje de la misma y no
eliminarla totalmente. El paso del principio de inercia al principio
de constancia camufla y expresa en el lenguaje mítico de la cien-
cia (de 1895) la estructura de la subjetividad absoluta: el sistema
\jí es la imagen de la esencia original de la Psique.-
¿Podemos ahora considerar la afectividad como algo secunda
rio en relación con esas cantidades de energía que constituyen o
soportan el ser de la pulsión? O bien, ¿tales cantidades no son a
su vez más que la fulguración de las determinaciones afectivas fun
damentales? Según el explícito esquema explicativo, son las can
tidades de energía y la ley a la que obedecen, a saber, el principio
de constancia, las que determinan esas tonalidades, puesto que el
“sistema nervioso” tiende a “controlarlas excitaciones”, es decir,
a “reducirlas al nivel más bajo posible”44, sintiéndose esta bajada
de tensión como un placer mientras que su aumento o man teni
miento en un nivel elevado provoca displacer. Pero no sabernos
nada de esas cantidades de energía, así com o tampoco de sus
supuestas variaciones, y todavía menos de la regulación en virtud
de la cual, determinan las tonalidades. Partimos siempre de éstas,
en realidad, del placer y del movimiento hacia él, El “principio del
placer”, a saber, la “intención fundamental... inherente al trabajo
de nuestro aparato psíquico”45, pertenece a la fenomenología, su
explicación por el principio de constancia sólo es una hipótesis
añadida. Después, al preguntarse por las “condiciones” de sem e
jante principio, el texto citado declara que “se halla en relación
con la disminución, atenuación o extinción de las magnitudes de
excitación acumuladas en el aparato psíquico”. La Méiapsycholo-
gie no procede de otro modo: “C uando... hallamos que la activi
dad de los aparatos psíqu icos... se encuentra sometida al princi
pio del placer, o sea, que es regulada autom áticam ente por
sensaciones de la serie ‘placer-displacer’, nos resulta ya difícil recha
zar la hipótesis inmediata de que estas sensaciones reproducen la
forma en la que se desarrolla el control de las excitaciones..., sin
embargo, mantendremos el carácter altamente indeterminado de
esta hipótesis46”.
De forma similar, resultará manifiesto que la represión no está
dirigida por una huida ante el crecimiento de la excitación, sino
44 Ibíd., p, 16; GW, X, p. 213. jN. de los I : ibíd., O. C., U, p. 2041, traduc
ción parcialmente modificada por nosotros.]
4Í Introduction á la psychanalyse , op. cit., p. 335; GW, XI, p. 369. [N. de ¡os T:
Lecciones introductorias al psicoanálisis, O. C ., II, p. 2344, traducción parcialmen
te modificada por nosotros.)
46 Op. cit., p. 17; GW, X, p. 214. [N. de los I : Los instintos y sus destinos, O. C .,
II, p. 2041, traducción parcialmente modificada por nosotros.]
por una huida ante el; displacer -y, lo que es más, ante el displa
cer actual, actualmente experimentado-, es decir, que se propone
como un proceso inmanente a la vida fenomenológica e idéntico,
a ella: ‘i a represión no tiene otro motivo ni otro fin que evitar el
displacer”47. La represión plantea un problema teórico difícil por
que, dado que la satisfacción de una pulsión es siempre placen
tera, resulta difícil atisbar por qué razón habría de ser reprimida la
pulsión. No puede ser más que por causa de “cierto proceso por
el cual el placer, producto de la satisfacción, queda transformado
en displacer”48. De este modo, el juego de las cantidades y de sus
variaciones, pretendidamente regido por el principio de constan
cia, se reduce en realidad a una regulación por la serie placer-dis
placer, es decir, a una dialéctica de la afectividad misma, quedan
do por completo reabsorbido en ella.
En el momento en que, como se ha dicho, sentimos en el pla
cer la disminución de la excitación o en el displacer su aumento,
la “excitación” de la que se trata no está más allá del placer, de la
tonalidad afectiva: es una palabra para decir su contenido feno-
menológico -d e ningún modo, la excitación o la cantidad de ener
gía investida en las neuronas y de la que nada sabemos-. Debido
a un grave abuso del lenguaje, la explicación científica queda inte
grada en 1a experiencia y parece, de este modo, demostrada por
ella, como si fuesen realmente las energías neuronales las que se
sienten directa y verdaderamente en el placer o en el displacer.
¿No afirma Freud lo contrario? “En la serie gradual de los sen
timientos de tensión sentimos directamente el aumento y ía dis
minución de las magnitudes de excitación”49. Pero nótese que esta
proposición -e n la que se concentra el equívoco de las problemá
ticas que no han sido capaces de circunscribir el lugar en el que
se mueven y que, al no haber practicado la reducción, confunden
“físico” y “psíquico”, y mezclan de forma inextricable sus propie
dades- interviene precisamente en el momento en el que en 1924,
en El problema económico del masoquismo, Freud abandona brusca
mente su tesis incansablemente repetida desde el Proyecto para
reconocer que el placer puede corresponder a un aumento de la
tensión y el displacer a una disminución: el contenido físico, la
energía neuronal real, aquella que debía disminuir en el placer y
aumentar en el dolor, es puesta entre paréntesis, al mismo tiempo
que todo el sistema edificado hasta entonces. Lo que se toma en
47 Ibíd., p, 56; GW, X, p. 256. [N. de los X: La represión, O. C., II, p. 2057, tra
ducción parcialmente modificada por nosotros.]
48 Ibíd., p. 46; GW, X, p. 248,' (N. de ¡os T.: ibíd., O. C., II, p. 2053.)
49 Le probléme économique du masochisme, en Rev. Fran^aíse de Psychanaly-
se, II, n.° 2, 1928, p. 212; GW, XIII, p. 372. [N. de ¡os I : El problema económi
co de¡ m asoquism o , O. C., III, p. 2753, traducción parcialmente modificada por
nosotros.]
cuenta es sólo una excitación, una tensión fenomenológica, y es a
propósito de esta excitación que Freud constata que está presen
te en el placer, en ese placer que consiste precisamente en esa exci
tación y que coincide con ella -a sí como constata que en el dolor
está presente un sentim iento de hundim iento, en el dolor que
coincide con semejante sentim iento-. Restablecido en su integra-
lídad el texto, afirma lo siguiente: “En la serie gradual de los sen
timientos de tensión sentimos directamente el aumento y la dis
minución de las magnitudes de excitación, y es indudable que
existen tensiones placientes y distensiones displacientes”. Al fin y
al cabo, en el mismo Freud, la fenomenología hace venirse abajo
el esquema especulativo inicial.
La interferencia mutua entre el discurso “científico” y el dis
curso í'enomenológico se expresa en la extraña denominación de
la afectividad bajo el término de cantidad de afecto (Ajfecktbetmg).
La cantidad designa, parece, eso cualitativo puro que es lo afecti
vo como tal sólo porque en realidad mienta más allá'de él el esta
do energético del sistema neuronal, las cantidades; de energía que
están investidas en él, o sea, aquello de lo que se supone que ei
afecto es el representante. Si se deja de lado ese tras-mundo míti
co del Proyecto, la cantidad, transpuesta sobre el plano fenome-
nológico mismo, ¿tiene todavía sentido? Ahora bien, de lo que se
trata entonces no es de no importa qué cantidad, de una cantidad
indiferente, sino de un “demasiado”. En el mom ento en que la
carga energética de las neuronas cede su lugar a la “carga de afec
to”, esta carga es justam ente afectada por ese exceso, es “dem a
siado pesada”; la carga misma resulta eso “demasiado pesado”, es
el afecto mismo en calidad de cargado de sí, soportándose a sí mis
mo y no pudiendo huir de sí -e n calidad de esencia de la vida-.
La “descarga” de las neuronas, es decir, la liquidación de las can
tidades de energía investidas en ellas, no es a su vez sino la tras
posición en el imaginario ideal de la ciencia de esta esencia de la
vida en su pasividad insuperable respecto a sí, y de su movimien
to para intentar huir de aquello que de opresivo hay en su ser. “La
verdadera tarea de la represión”, a saber, “la liquidación de la car
ga de afecto”, los “procesos de descarga”50 que constituyen el des
tino de las pulsiones en calidad de destino de los afectos, no expre
san otra cosa que esa “carga de la existencia” y la huida de ésta
ante ella, es decir, ante ella misma. El concepto freudiano de angus
tia expresa a su vez esta situación.
Existe una lectura superficial del freudismo que debe buena
parte de su éxito al hecho de haberlo reducido a una suerte de his-
50 Métapsychologie, op. cit., p. 84; GW, X, pp. 277-278. [N. de los I : Lo incons
ciente, O. C .y 11. p. 2068, traducción parcialmente modificada por nosotros.]
tona empírica en la que se ilumina el destino del hombre, en este
caso, el destino del adulto a partir del del niño o incluso de! feto.
De acuerdo con esta lectura, la angustia (de forma especial) tien?
su origen en la angustia infantil y, finalmente, en el traumatismo
del nacimiento que ella reproduce y repite indefinidamente. Para
el niño que nace, así como enseguida para el lactante incapaz de
subvenir por sí mismo a sus necesidades, se trata entonces de una
situación de desamparo en la que un brusco aflujo de excitacio
nes no controlables se traduce inmediatamente en esa situación
de desamparo psíquico que es la angustia. Ahora bien, si toma
mos cierta perspectiva en relación con esta angustia infantil que
vuelve en los análisis de Freud como lo hace en la vida, vemos que
no constituye una angustia particular, vinculada a momentos deter
minados de una historia empírica - a la infancia-, sino el modelo
o el prototipo de la angustia verdadera o, mejor, su esencia.
Lo que la caracteriza es que no se trata de una angustia ante
un peligro exterior real, una angustia ante el objeto (RealangsO,
sino ante la pulsión. Ahora bien, la pulsión a su vez, especialmente
la libido, no es, recordémoslo, provocada por ningún excitante
externo; es un excitación endógena, una auto-excitación, o sea, la
vida misma. Esta es la razón por la que la angustia ante la pulsión
no es precisamente una angustia ante ella, porque entonces, como
en el caso del miedo ante una amenaza extraña, sería capaz de apar
tar la vista de la misma, huir de ella.
A buen seguro, la angustia es a menudo descrita por Freud
como una huida ante la libido. Llega más bien a comparar esta
huida con una huida ante el objeto, de tai modo que el yo “se
comporta con respecto a este peligro interior del mismo modo
que si de un peligro exterior se tratase”51 -e n este caso, los meca
nismos de defensa consisten en la formación de síntomas con
tra los cuales la angustia intenta de algún modo trocar su propia
existencia y, así, autodestruirse-. De este modo, la angustia es
en realidad una huida ante sí, de tal suerte que, en esta relación
consigo de la angustia, no existe precisamente un “ante”, sino la
imposibilidad por principio de desplegar “ante” alguno. La hub
da se realiza a partir de la angustia, es la angustia quien la pro
voca, quien quiere huir de sí misma y quien, habitando el ser de
esta huida que ella determina, nunca lo logra. Se trata, de forma
más precisa, del sentimiento de no poder huir de sí de quien se
encuentra constituido esencialmente por sem ejante imposibili
dad. La angustia es el sentimiento del ser en calidad de vida, es
el sentimiento del Sí.
31 Introcluction á la psychanalyse, op. cit., p, 382; GV^ XI. p. 420. |N. de los T:
Lecciones introductorias al psicoanálisis, O. C., II, p. 2375.]
En términos freudianos: la vida es la pulsión, la libido; la angus
tia es el sentimiento de la libido, la experiencia que la libido hace de
sí misma no en calidad de esta libido particular, sino en calidad de
acorralada en sí, en su incapacidad de romper el nexo que la vincu
la consigo m ism a-en la medida en que la experiencia de esta inca
pacidad es fenomenológicamente la angustia, o sea, esa impresión
de estrechez y ahogo cuya ejemplificación empírica es la venida al
mundo del niño--. El hombre no es capaz de sentir angustia porque
haya venido ai mundo en medio de contracciones de dolor y de!
pánico de la asfixia, sino que sólo ha conocido ese pánico y experi
mentado ese dolor porque era capaz de sentir angustia, porque esta
ba originalmente constituido en sí mismo como un viviente y como
un Sí, como así lo declara textualmente Freud; “la angustia, que sig
nifica una huida del yo ante su libido, es, sin embargo, engendrada
por esta ú ltim a... La libido de una persona es algo inherente a la
misma y no puede oponerse a ella como un factor externo’02.
No es la libido, a decir verdad, la que provoca la angustia, sino,
de forma más precisa, la libido inernpleada, Un poco más adelante
del pasaje arriba citado se lee que la angustia neurótica no es un
fenómeno secundario, un caso particular de angustia ante el obje
to: “la observación directa del niño nos muestra algo que, com o
conduciéndose como angustia real, tiene con la angustia neuróti
ca un esencialísimo rasgo com ún: la procedencia de una libido
inernpleada”, “la angustia infantil... se aproxima, por lo contrario,
considerablemente a la angustia neurótica de los adultos. Com o
ésta, debe su origen a la libido inernpleada”, “en éstas [las fobias]
su desarrollo es idéntico al de la angustia infantil. La libido inem-
pleada sufre en ellas una incesante transformación en una aparente
angustia ante el objeto y, de este modo, el más mínimo peligro
exterior queda así capacitado para constituir un sustitutivo de las
exigencias libidinosas”53.
¿Qué es la libido inernpleada? La libido reprimida. Pero la libi
do reprimida rio es por ello puesta entre paréntesis, no cae de
ningún modo fuera de la experiencia: todo lo contrarío; y aquí
la teoría de la represión del afecto que hemos defendido recibe
una confirm ación manifiesta: la libido reprimida es una libido en
la que la experiencia que ella hace de sí es llevada hasta el colmo, has
ta hacerse insoportable, hasta ese grado de sufrimiento de quien,
no pudiendo soportarse a sí mismo, intenta huir de sí y escapar
a sí, de tal modo que la angustia no es otra cosa, en el seno de
este sufrimiento y su acrecentam iento, que el sentim iento que
j~l Ibíd.
33 Ibíd., pp. 384-386; GW, XI, pp. 422, 424, traducción modificada [N. de
los T: ibíd., O. C., II, pp. 2376, 2377, traducción parcialmente modificada por
nosotros. |
ella tiene de no poder huir de sí: “Lo que más facilita el naci
miento de una neurosis es la incapacidad de soportar durante un
periodo de tiempo más o menos largo una considerable repre
sión cíela libido”5*.
¿Qué es una libido “empleada’7, gastada, librada, que se libera
al fin y que se expresa? En la medida en que la libido inempleada,
“acumulada”, es una libido que en resumidas cuentas está ahí, que
se puede sentir en todas las partes de su ser, hasta el punto de no
poder sentirse ni soportarse a sí mismo; en la medida en que, por
consiguiente, sobre la base de esta esencia del sufrirse a sí mismo,
no es otra cosa que la vida, en esta medida el cumplimiento de la
libido, que encuentra su figura en la liquidación de ías energías
investidas en el sistema neuronal y en su tendencia hacia el esta
do C = 0, no es a su vez más que la liquidación de la vida misma.
El freudismo es el último jalón de esta historia que, negando la
definición del hombre por el pensamiento, descubre la vida en lo
más profundo de él. Pero el freudismo no ha tomado en conside
ración la vida sino para liquidarla. La significación de la entropía
en el esquema especulativo inicial del Proyecto emerge ante noso
tros.
En la medida en que la vida - s i se trata por ende de la esencia
de la Psique- es la transcripción, el equivalente, el representante
de un sistema energético tendente a la abolición de las cantidades
que lo constituyen y, así, a su auto-supresión, en ese caso no es
en sí misma más que el movimiento de esta auto-destrucción, el
esfuerzo hacia y la aspiración a su propia muerte. La vida feno
menológica en sus determinaciones más profundas, en sus deter
minaciones afectivas, revela ese movimiento. El placer es ju sta
mente la prueba interior de esa auto-destrucción en su
cumplimiento; su goce es como el consentimiento secreto de la
vida a la muerte, porque la muerte y el movimiento hacia ella son
la propia esencia de la vida: “Todo lo viviente muere por funda
mentos internos, volviendo a lo inorgánico...: la meta de toda vida
es la muerte”55.
Más allá del principio del placer, como se sabe, ha introducido
una nueva pulsión, más profunda que el placer o, al menos, ante
rior a su ejercicio, porque el principio del placer sólo puede ope
rar si la energía libre del organismo ha sido previamente vincula
da por una compulsión de repetición que pretende restablecer “la
inercia de la vida orgánica” y, finalmente, el estado de inorganici-
dad: aquello que subtiende semejante compulsión es la pulsión
54 Ibíd., cursiva nuestra. (N. de los T: ibíd., O. C., II, pp. 2376-2377.]
55 A n d ela du principe tie píaisir, en Esscris de psychanalyse, trad. de S. Jankélé-
vitch, París, “Petite Bibliothéque Payot”, 1971, p. 48; GW, XIII, p. 40. [N. de los
I : Más allá del principio del placer, O. C , III, p. 2526.]
de muerte; En calidad de “tendencia propia de lo orgánico vivo a
la reconstrucción de un estado anterior”56, es decir, a mantenerlo
en un nivel de excitación lo más bajo posible, la pulsión de muer
te, lejos de oponerse al principio del placer o de precederle en la
génesis de la realidad, es idéntica a él. El rodeo por la compulsión
de repetición y la precariedad de medios teóricos empleados para
introducir ia pulsión de muerte serían realmente inútiles si esta
ultima no es más que la reafirmación de ios supuestos que no han
cesado de guiar la doctrina, si, por encima del con.jui.ito de la obra
y poniendo de manifiesto su significación verdadera, Más allá d d
principio d d placer y el Proyecto de una psicología para neurólogos se
dan la mano.
Contra la muerte, y para mantener ai menos provisoriamente la
vida - y ello pese a todo--, hay algo más bien que nada, resta Eros,
cuyos méritos celebra sin solución de continuidad Más allá del prin
cipio del placer: “Eros, que asegura la conservación y da-preservación
de todo lo que está vivo”, “Eros, cuya función consiste:en conservar
y mantener la vida”, “Eros, que intenta aproximar y mantener reuni
das las partes de 1.a sustancia animada”, “Eros, que asegura la cohe
sión de todo lo que vive’0 '1. ¿Cómo Eros mantiene la;vida? Ello sólo
puede ser -si la muerte consiste en la disminución progresiva de las
cantidades de energía investidas, en su liquidación- mediante el
aumento de éstas, mediante ese tipo de inversión por la que el orga
nismo, en lugar de tender hacia lo inorgánico, por una suerte de arcan-
que y revuelta contra su propia ley, se abre por el contrario a la irrup
ción en él de energías nuevas y consiente en su acrecentamiento -d e
tal modo que la vida es este acrecentamiento y ya no la entropía, y
de tal suerte que Eros, en quien se exaltan esas energía vivas, se opo
ne al goce cómplice de la muerte: iEros contra el placer!-.58
56 Ibíd., p. 46; GW, XIII, p. 38. [N. d élo s I : ibíd., O. C , III, p. 2525.]
57 Ibíd., pp. 66¡ 68, 77, 64; GY^XIII, pp. 56, 58, 66, 54. Mismo tema en el
Ahrégéde psychanalyse, op. cit., p. 8; GW, XVII, p. 71: “El primero de dichos ins
tintos básicos [Eros] persigue el fin de establecer y conservar unidades cada vez
mayores, es decir, la unión”. (N. de los T: ibíd., O. C , III, pp. 2534, 253.5, 2539,
2533, traducciones parcialmente modificadas por nosotros; Compendio del psico
análisis, O. C , III, p. 3382.]
38 Sobre esta cuestión cf. E Ricoeur, De l’interpretation. Essai sur Freud, París,
Le Seuil, 1965, pp. 312-315, y, especialmente: “¿Debemos llegar a afirmar que
principio de constancia e instinto de muerte coinciden? Pero entonces la pulsión
de muerte, introducida expresamente para dar cuenta del carácter pulsional de la
compulsión de repetición, no está más allá del principio del placer, sino que en
cierta forma, se identificaría con él". En este extraordinario trabajo, que constitu
ye una de las raras aproximaciones filosóficas al freudismo, E Ricoeur pone e n ju e
go supuestos radicalmente diferentes de los nuestros: el universo simbólico es la
mediación indispensable para un conocimiento de sí que sólo puede ser el fruto
de una hermenéutica. De este modo, quedan salvaguardados los derechos de la
conciencia intencional. El afecto mismo no tiene significación más que en la m edi
da en que se vincula a una representación: ¿no es él mismo un representante de
la pulsión? El concepto de “representante”, del que E Ricoeur ha mostrado su
Para estas contradicciones: enormes, para esta incoherencia
en la que se pierde, en Más allá del principio del placer, toda línea
conceptual (la celebración de Hros, por ejem plo, que se hace
remontar a Platón, está también precedida de la repetición obse
siva del principio entrópico, ele la hipótesis que “deriva un ins
tinto de la necesidad de reconstituir un estado anterior"), Freud no
tiene cura, y ni siquiera las percibe. Fíablando de la “renovación
de la vida” que “sucede por la afluencia de nuevas magnitudes
de excitación”, añade: “Esto es favorable a la hipótesis de que el
proceso ele la vida del individuo conduce, obedeciendo a causas
internas, a la nivelación de las tensiones químicas; esto es, a la
muerte, mientras que la unión con una sustancia animada, indi
vidualmente diferente, eleva dichas tensiones y aporta, por decir
lo así, nuevas diferencias vitales, que tienen luego que ser agota
das viviéndolas”59,
Ahora bien, más allá de esas contradicciones y de sus oscila
ciones60, ¿no es la vida, como su posibilidad última y como su ver
dad, aquello que sostiene y desarrolla su esencia, ella que es lo
menos y lo más, a quien, en el seno de su desamparo, le está dada
hacer con más fuerza la experiencia de su ser, embriagarse y gozar
de sí? El placer de morir es una contradicción en los términos por
que es una forma de la vida y le pertenece. Freud no ha captado
de la vida más que su fondo oscuro, ese lugar de las primeras angus
tias en el que, acorralada contra sí misma, no piensa más que en
huir de sí. Ha seguido el camino de la liquidación de sí hasta el
final, no reconociendo en la vida más que ese rostro atroz de la
pulsión de muerte, presente desde el Proyecto del 9 5 61. No ha vis
to el sentido de esos comienzos difíciles: que el dolor pertenece a
la edificación interior del ser y lo constituye, que este nacimiento es
un nacimiento transcendental -q u e lo insoportable no es disociable
de la embriaguez y conduce a ella-.
Resumamos: el inconsciente no existe - s i se descarta el hecho,
en este caso la ley apriorística de toda fenomenicidad extática, de