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Poesía eres tú

Antonio Cisneros

En la ciudad de Lima los recitales de poesía cuentan, cosa


curiosa, con una vasta y entusiasta clientela. A veces, se da el caso
de varias lecturas simultáneas y en distintos parajes. N o hay pro-
blema. Cada lectura reúne, por lo menos unos ochenta fieles. Y
hasta el poeta más desdichado, si lo hubiere, no baja de sus trein-
ta feligreses.
En las exposiciones de pintura, las galerías suelen convidar
vino chileno y pisco nacional. En los seminarios de ciencias socia-
les entregan, además, certificados. En los recitales, no. Todo es
poesía y, sin embargo, son en general más concurridos. La clave
del asunto está en el debate. Es decir, el público puede estar inte-
resado o no en los poemas. Es lo de menos. En cambio, espera
ansioso el fin de la lectura. Esa suerte de inmolación del triste
bardo, en el altar de las preguntas (y respuestas).
Los fieles de la lira no son, como creen algunos, una masa
informe de espontáneos. N o , señor. Están clasificados por catego-
rías, edades y peso. Por ello, a los poetas que se inician en el arte,
me permito ofrecerles esta guía que, aunque breve, ha de ser de
gran utilidad.
Para empezar, están los interrogadores profesionales. De buena
y mala fe. Los primeros, suelen interesarse por el alma del rapso-
da. Usted, como poeta, qué siente ante el invierno (o la primave-
ra, los niños, el trino del canario). O por el cuerpo. Cuántas veces
hace el amor (como poeta, claro) y qué toma en el desayuno. Los
segundos son, en general, políticos en ciernes o mañosos (que
viene a ser igual). Y luego de una serie de preguntas, cuyo fin es
dejar al poeta como una rata pública, le exigen soluciones inme-
diatas sobre la deuda externa, el fundamentalismo islámico y la
corrupción policial. Y nada de evasiones, por supuesto.
Cuando se trata de poetas femeninas cuyo tema, tan de moda,
es el erotismo sin tapujos, los lobos suelen entonces solicitar deta-

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lies y precisiones carnales. Dudan, incluso, sobre tal o cual posi-
ción del Kamasutra. Y, eventualmente, las esperan acechantes a la
salida del recital.
La mayoría del público, como es previsible, no tiene el menor
interés en las respuestas, pues vienen incluidas en sus propias pre-
guntas. Lo importante es meter la cuchara.
Nunca falta la dama, más o menos jamona, que comienza ape-
lando a la exquisita sensibilidad del poeta. Gracias, señora. Sensi-
bilidad que los hermana para comprender su caso (o el de una
amiga). No sabe, verbigracia, qué le ocurre cuando se sonroja ante
una flor. ¿Será que ella, en el fondo, es también muy sensible? Su
esposo (o el esposo de una amiga) siempre la anima a escribir poe-
mas. Está desconcertada. ¿Será acaso poesía el florilegio que, por
casualidad, aprieta entre sus manos ? Y la melopea, collar de cua-
tro vueltas y plumas de avestruz, arranca inacabable.
A título seguido, viene el iconoclasta profesional. Una mezcla
de bolchevique callejero y pechugón. Menos sensible, tal vez, que
la jamona, pero en definitiva más audaz. Llega siempre a mitad de
lectura, de modo que interrumpe al poeta. Al fin y al cabo, nin-
gún gusano merece su respeto. Cómo es posible que esa lombriz
ocupe el tabladillo que, en rigor, a él le corresponde. Entonces,
síganme los buenos, extrae veloz un cerro de cuartillas, hábilmen-
te ocultas en la bota, y las despliega cual pabellón de guerra. Es el
instante (recomiendo al poeta cachorro) de tomar sus vituallas y
encaminarse, con suma discreción, a la salida. No vayan a acusar-
lo, después, de pretender treparse al carro de la gloria ajena.
Además están los decimistas espontáneos. Que, a su vez, se
dividen en juglares andinos o criollos. Son parientes de la trova
cubana o de Serrat. Inofensivos, es verdad, pero molestos. Hay
que considerar también a los filólogos, cultos y oscuros como
corresponde. A los huelguistas que reparten volantes. A los con-
fianzudos, que llaman al poeta por su apodo y se la pasan cantu-
rreando los poemas durante la lectura. Son absolutamente inso-
portables.
Pero la auténtica flor de un recital es el orate. Y aunque los ya
mencionados algo tienen de locos, de ningún modo se equiparan
a uno verdadero. Los orates son la sal de la tierra. Está demás
decir que no todos tienen una presencia estrepitosa, como esos

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que deambulan por las calles de Lima. Ni todos son furiosos.
Claro que nunca falta un comediante o algún farandulero. Ese es
un accidente de fácil manejo, que termina cuando al señor loco se
le invita a salir de la sala.
A menudo, más bien, los vesánicos amantes de las musas son
seres reposados, que vistos al desgaire no provocan mayor inquie-
tud. Sólo el pobre poeta, teniéndolos al frente, los padece. Los
auténticos locos se sientan en la primera fila, de modo que el resto
de la concurrencia no les ve la cara. Tienen por costumbre clavar
una mirada amenazante en algún punto fijo de la anatomía del
poeta en cuestión. Casi siempre en la oreja izquierda o la nariz, al
tiempo que sonríen sin ton ni son. Algunos otros hacen guiños
intermitentes mientras sacan la lengua como ofidios. Cosas que
bastan y sobran para desmoronarle la lectura al bardo más tem-
plado. Sobre todo, si tomamos en cuenta que el resto del público
permanece ajeno a esta suerte de diálogo siniestro.
He aquí el verdadero reto en el mundo del lirismo. En cual-
quier caso, es útil recordar que un recital sin su demente propio es
pura pacotilla y, con frecuencia, vil pasto del olvido C

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