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PRINCIPIOS GENERALES DEL DERECHO PÚBLICO

Prof. Dr. Eduardo Cordero


Curso de Integración en Derecho Público
PUCV

1. Antecedentes generales

La aceptación y aplicación de los principios generales del derecho constituyen una


manifestación notable del avance que ha experimentado el derecho y la búsqueda de
criterio de justicia material al momento de conocer y resolver determinados materias
que, dada su complejidad, requiere de criterios de solución que van más allá de la
norma positiva. Más aún, como sostiene Alejandro Nieto, gracias a los principios
generales tiene acceso al ordenamiento jurídico al sentimiento de la comunidad social
liberando a aquél, siquiera sea ocasionalmente, del secuestro que padece por parte de
las clases políticas dominantes creadoras de las normas formales.

Sin embargo, y a pesar de la reconocida importancia que tiene estos principios como un
factor que permite abandonar el legalismo extremo, no existe un consenso en la
doctrina sobre su naturaleza y alcance, y menos aún se puede determinar cuáles serían
cada uno de estos. Esta ambigüedad se ve agravada además por el abuso que se ha
hecho de ellos, muchas veces diluyendo el contenido de las normas positivas y
transformando el ordenamiento jurídico en conjunto de principios generales
interrelacionados entre sí, antes que en un conjunto de normas concretas. Esto plantea
una paradoja no menor, pues se considera que el progreso que experimenta nuestro
sistema jurídico viene de la mano del abandono de las garantías de previsibilidad y
certeza la norma positiva a la resolución de los casos a partir de principios cuya
delimitación y alcance no aparece del todo definida. Y esto ha significado que nuestros
tribunales ya no resuelven casos relevantes sobre la base de normas concretas, sino que
recurren cada vez más a los principios generales dada la amplitud y flexibilidad que
entregan al momento de redactar la sentencia.

Ahora bien, en esta oportunidad nos interesa tratar en general el tema de los principios
generales del Derecho público, dando cuenta de su naturaleza, función y contenido,
como un materia que da inicio al análisis integrados de los contenidos del Derecho
público nacional.

2. Concepto y función

Dar un concepto no es una tarea fácil, en la medida que lleva a preguntarse qué son los
principios jurídicos o generales del Derecho, cuestión no del todo pacífica y que ha
atravesado las diversas disciplinas, llegando a la teoría general del Derecho y a la
filosofía, con posiciones que no siempre se pueden conciliar.

Sin embargo, no es posible negar que esta expresión resulta común en el mundo del
Derecho. Ha sido recogida por la doctrina, la jurisprudencia y retomada por el
legislador con inusitada fecundidad. Más aún, el Diccionario de la RAE en su última
edición nos señala que principio de derecho es una “norma no legal supletoria de ella y
constituida por doctrina o aforismos que gozan de general y constante aceptación de
jurisconsultos y tribunales”.

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Siguiendo el propósito de procurar sólo un acercamiento, vamos a señalar que los
principios jurídicos son los fundamentos y pilares que le dan sentido y valor al conjunto de
normas que integran el ordenamiento jurídico, en este caso, a una parte de él: el
ordenamiento jurídico administrativo.

Es muy importante que los principios jurídicos cumplen para los operadores jurídicos
una triple función:
a) Permiten desentrañar el contenido prescriptivo de las normas jurídicas,
estableciendo su sentido y alcance (función interpretativa).
b) Constituyen mecanismos que permiten llenar los vacíos o lagunas legales
(función integradora).
c) Permiten sistematizar el conjunto de normas que integran el ordenamiento
jurídico, dándole un orden determinado que permite su interpretación, el
desarrollo de instituciones, logrando su unidad y coherencia (función dogmática
o científica).

Sobre la base de este concepto instrumenta, nos corresponde determinar cuáles son los
principios cardinales del Derecho público chileno. En esta labor se debe reconocer que
nuestra principal fuente se encuentra en la Constitución y su legislación
complementaria. No obstante, tendremos el cuidado de dar cuenta de aquellos
principios que reconocen una mayor cercanía con el Derecho constitucional (separación
de poderes, supremacía constitucional, subsidiariedad), otros son comunes a todo
ordenamiento jurídico público (reconocimiento y protección de los derechos
fundamentales, servicialidad, legalidad, probidad, transparencia) o adquieren cierta
singularidad en determinadas disciplinas, como el Derecho administrativo (tutela
judicial, responsabilidad).

En nuestro estudios vamos a colocar el acento en los siguientes principios:

1. Supremacía constitucional (art. 6 Const.);


2. Reconocimiento y protección de los derechos fundamentales, como proyección
de la dignidad de persona (art. 1º, 5º inc. 2, 19, 20 y 21 Const.)
3. Principios de legalidad o juridicidad (arts. 6 y 7 Const., 2° LBGAE);
4. Principio de tutela judicial (arts. 19 N° 3 y 76 Const., 10° LBGAE);
5. Principio de garantía patrimonial, que incluye la responsabilidad (art. 6, 7, 19
N° 24, y 38 Const.; art. 4 y 44 LBGAE);
6. Principio de servicialidad (art. 1 inc. 4° Const., 3 LBGAE),
7. Principio de probidad (art. 8 Const., 13 y 52 LBGAE);
8. Principio de transparencia y publicidad (art. 8 Const., 13 LBGAE);
9. Principio de subsidiariedad (art. 1 inc. 3°, 19 N° 21 Const.; 3 inc. 2°, 6 LBGAE).
10. Principio de eficiencia y eficacia (art. 5 LBGAE)
11. Principio de coordinación (art. 5 LBGAE).
12. Principio de jerarquía (art. 7 y 11 LBGAE).
13. Principio de oficialidad (art. 8 LBGAE).

Por su parte, la jurisprudencia y la doctrina han reconocido otros principios que no


tienen reconocimiento expreso en la Constitución, como el principio de confianza
legítima y el principio de proporcionalidad.

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1. Supremacía constitucional.

La Constitución es la norma jurídica, sea escrita o no, de más alto rango en el


ordenamiento jurídico de una sociedad, destinada a regular los aspectos fundamentales
de la vida política.

Esta Carta Fundamental determina la estructura política del Estado, su


funcionamiento, los órganos de poder y sus atribuciones, las relaciones entre los
órganos del Estado, los derechos y garantías de las personas y los cuerpos intermedios
de la sociedad, los sistemas para hacer efectiva la supremacía constitucional y el
procedimiento de reforma parcial o total de la Constitución.

La Supremacía de la Constitución es uno de los principios básicos del


constitucionalismo clásico. En su formulación doctrina la Constitución es la ley
fundamental porque es la base que da validez a todas las demás normas que integran el
ordenamiento jurídico. Esta afirmación aparece resumida con lo dispuesto en el
artículo 6° de la Carta fundamental, que constituye, sin lugar a dudas, la norma rectora
sobre la materia: “Los órganos del Estado deben someter su acción a la Constitución y a las
normas dictadas conforme a ella, y garantizar el orden institucional de la República. Los
preceptos de esta Constitución obligan tanto a los titulares o integrantes de dichos órganos como
a toda persona, institución o grupo”.

Conforme a esta disposición, todo acto emanado de los órganos del Estado (legislativo,
judicial o administrativo) sólo será válido, vinculante y con la capacidad legítima de
imponerse y regular las conductas sociales en la medida que se encuentre de acuerdo
con los preceptos constitucionales (inc. 1° art. 6°). Más aún, los preceptos contenidos
en la Carta fundamental no sólo vinculan al Estado, sus órganos o integrantes de los
mismos, sino que a toda persona o sujeto de derecho sin distinción (inc. 2° art. 6°).

Tradicionalmente se ha distinguido entre una supremacía constitucional formal y material.


En sentido formal se traduce en que las disposiciones contenidas en la Constitución no
se pueden modificar por las leyes ordinarias, sino que por un procedimiento de reforma
más riguroso o agravado. En tal sentido, el artículo 127 inc. 2º de la Constitución
dispone que “el proyecto de reforma necesitará para ser aprobado en cada Cámara el voto
conforme de las tres quintas partes de los diputados y senadores en ejercicio. Si la reforma
recayere sobre los capítulos I, III, VIII, XI, XII o XV, necesitará, en cada Cámara, la
aprobación de las dos terceras partes de los diputados y senadores en ejercicio”. En sentido
material, se sostiene que las leyes ordinarias deben respetar la Constitución su
contenido, en particular sus principios y su espíritu.

En caso que no se respete este principio, deben operar los mecanismos de tutela del
orden constitucional, que en el caso de Chile está entregada al Tribunal Constitucional
a través de los mecanismos de control preventivo y represivo de constitucionalidad
(inaplicabilidad e inconstitucionalidad).

Además, la supremacía constitucional también se expresa en el principio de interpretación


conforme a la Constitución que le debe dar todo operador jurídico. En efecto, la
Constitución garantiza la unidad del ordenamiento jurídico, en la medida que es
fundamento último de validez de todas las normas que lo integran. Sin embargo, la
unidad no sólo se limita al tema de la validez de las normas, sino también a la unidad
que debe darse a las mismas al momento de ser interpretadas. Dicho en otros términos,
debe existir también unidad en el sentido y alcance de las normas.

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2. Reconocimiento y protección de los derechos fundamentales.

Nuestra Constitución reconoce y garantiza un conjunto de derechos a todas las


personas, como manifestación de la dignidad humana (artículo 1º) y límite en el
ejercicio de la soberanía por parte de los poderes públicos (artículo 5º inc. 2º).

Además, estos derechos comprenden no sólo aquellos que garantiza la Carta


fundamental, contenidos en su artículo 19, sino también los tratados internacionales
ratificados por Chile y que se encuentren vigentes.

A su vez, el efecto y alcance que tienen estos derechos se proyectan por lo menos en
tres aspectos:

a) Se reconoce a toda persona como situación jurídica que los protege y ampara no
sólo ante la autoridad pública, sino que frente a los particulares, estableciendo
los mecanismos para tal efecto (acción de protección, acción de amparo,
requerimiento de inaplicabilidad);
b) No sólo se configura como derechos subjetivos, sino también tienen un carácter
normativo que se impone a todo el ordenamiento jurídico y a todo sujeto de
derecho, público o privado, y
c) También establece un criterio de interpretación de las normas
infraconstitucionales.

Tradicionalmente se ha distinguido entre tres generaciones de derechos. Los derechos


de primera generación fueron reconocidos fundamentalmente con la revolución francesa
y la declaración de los derechos del hombre y el ciudadano de 1789. Se trata
esencialmente de la libertad, igualdad civil y la participación en la vida política. Estos
incluyen, entre otras cosas, la libertad de expresión, el derecho a un juicio justo, la
libertad de religión, la propiedad y el sufragio. Estos derechos fueron recogidos por
primera vez en la declaración francesa y en la Constitución de los Estados Unidos,
siendo consagrados vez a nivel global por la Declaración Universal de los Derechos
Humanos de 1948 y dándole lugar en el derecho internacional en los artículos 3 al 21
de la Declaración Universal y en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y
Políticos.

Los derechos de segunda generación están relacionados con la cuestión social y la


demanda de mayor igualdad material o social. Comenzaron a ser reconocidos después
de la Primera Guerra Mundial en la Constitución de Queretaro de 1917 y de Weimar
de 1919. Son fundamentalmente derechos sociales, económicos y culturales y que
aseguran la igualdad de condiciones y de trato. Comprenden, entre otros, el derecho al
trabajo, a la vivienda, la educación y la salud, así como la seguridad social y las
prestaciones por desempleo. Al igual que los derechos de primera generación, también
fueron incluidos en la Declaración Universal de los Derechos Humanos en los artículos
22 al 27 y, además, incorporados en el Pacto Internacional de Derechos Económicos,
Sociales y Culturales.

Por último, los derechos de tercera generación surgen en la doctrina en los años 1980
y se vincula con la solidaridad. Habitualmente se comprenden derechos heterogéneos
como el derecho a la paz, a la calidad de vida o las garantías frente a la manipulación
genética, aunque diferentes juristas asocian estos derechos a otras generaciones. Sin
embargo, el principal ejemplo lo constituye el derecho a vivir en un medio ambiente

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sano.

3. El principio de legalidad o juridicidad

3.1. Significado general

El principio de legalidad constituye uno de los dogmas más tradicionales y arraigados


de los sistemas de signo liberal democrático, habiéndose erigido en la manifestación
primera y esencial del Estado de Derecho. Es también, por ello, una de las ideas en las
que la Constitución insiste reiteradamente: tras advertir que los “órganos del Estado
deben someter su acción a la Constitución y a las normas dictadas conforme a ella” (art. 6º inc.
1º), señala que “los órganos del Estado actúan válidamente previa investidura regular de sus
integrantes, dentro de su competencia y en la forma que prescriba la ley” (art. 7º inc. 1º).

Sin embargo, tras la aparente simplicidad del significado de esta expresión se esconde
un buen número de problemas. En el caso de la Administración, la sujeción a la Ley
puede ofrecer, en efecto, interpretaciones muy diversas: dos han sido, históricamente
las fundamentales. Toda norma jurídica puede condicionar las acciones que realizan los
sujetos de Derecho en dos formas básicas y opuestas:

- en primer lugar, la norma puede erigirse en el fundamento previo y necesario de una


determinada acción, la cual, por lo tanto, sólo podrá realizarse válidamente en la
medida en que la norma habilite al sujeto para ello; en ausencia de dicha habilitación
normativa, pues, la acción debe considerarse como prohibida; esta forma de sujeción,
que suele denominarse como vinculación positiva, se expresa con la máxima latina quae
non sunt permissae, prohibita intelliguntur (lo que no está permitido, se considera
prohibido);

- en segundo lugar, por el contrario, la norma puede constituir un mero límite externo
o frontera a la libre acción del sujeto, el cual podría realizar válidamente cualesquiera
conductas sin necesidad de previa habilitación, con la única condición de que no
contradigan la norma: en este segundo régimen, llamado de vinculación negativa, todo
lo que no está prohibido por la norma se entiende, pues, permitido (permissum videtur in
omne quod non prohibitum; quae non sunt prohibita, permissae intelliguntur).

Una y otra forma de concebir la legalidad han tenido en la historia expresiones


paradigmáticas. La primera encarna en los textos franceses de la primera época
revolucionaria: siendo la ley la única fuente de la voluntad estatal, el monarca y la
Administración se convierten en un "poder ejecutivo"; todas las acciones de la
Administración deben apoyarse y justificarse en una ley previa que le habilite para
realizarlas.

La segunda interpretación es la que se consagra, a comienzos del siglo XIX en los


principados alemanes, cuyos sistemas políticos se inspiran en la doctrina conocida
como del "principio monárquico": según el mismo, la soberanía reside en el monarca,
autoridad dotada de poderes originarios, sólo limitados singularmente por la necesidad
de obtener la conformidad de la correspondiente asamblea estamental para dictar
normas o realizar actos afectantes a la libertad o propiedad de sus súbditos. Siendo esto
así, la actividad del rey y su Administración no tiene por objeto ejecutar la ley, sino
servir al interés general, bien que respetando las leyes, las cuales no son un
presupuesto necesario, sino sólo un límite externo a su actividad (salvo, claro está, en
las materias afectantes a la libertad y propiedad de los súbditos, donde el régimen que

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opera es, por el contrario, el de la vinculación positiva).

Una y otra forma de vinculación a la Ley constituyen modelos predominantemente


teóricos: la doctrina del siglo XX ha propugnado, mayoritariamente, el régimen de
vinculación positiva. Así, por lo demás, lo establece la Constitución al disponer que:
“Ninguna magistratura, ninguna persona ni grupo de personas pueden atribuirse, ni aun a
pretexto de circunstancias extraordinarias, otra autoridad o derechos que los que expresamente
se les hayan conferido en virtud de la Constitución o las leyes.” (artículo 7 inc. 2° Const.).

3.2. El sometimiento pleno a la Ley y al Derecho

La primera concreción del principio de legalidad en el inc. 1º del art. 6º de la


Constitución se manifiesta en lo dispuesto por el art. 2º de la Ley de Bases, el cual
dispone que “los órganos de la Administración del Estado someterán su acción a la
Constitución y a las leyes”. A de partir de la especificación se puede extraer un doble
contenido:

a) En primer lugar, la regla del sometimiento de la acción administrativa a la totalidad


del ordenamiento jurídico. La Administración, pues, debe respetar las leyes emanadas
del Congreso, pero también todas las restantes normas que integran el sistema
normativo: la Constitución (desde luego), las normas del Gobierno con fuerza de ley,
los tratados y convenios internacionales, la costumbre y los principios generales del
Derecho, entre otros; y también, por supuesto, los reglamentos o normas dictados por
la propia Administración. En buenas cuentas, debe someterse al marco de la juridicidad
o lo que Maurice Hauriou denominó el “bloque de la legalidad”.

b) Y en segundo lugar, la plena juridicidad de la acción administrativa. Ello significa


que el Derecho es un parámetro constante de toda la actuación administrativa: nada
puede hacerse en la Administración al margen del Derecho, que ha de constituir un
criterio permanente (aunque, desde luego, no el único) de toda su actividad; toda la
actividad de la Administración debe realizarse teniendo siempre presentes la normas
integrantes del ordenamiento jurídico. No hay en la Administración, pues, espacios
exentos a la acción del Derecho: toda su actividad es siempre susceptible de ser
valorada en base a su respeto de las normas escritas y, donde éstas no existan, de los
principios generales del Derecho.

4. El principio de tutela judicial

La vigencia efectiva del principio de legalidad impone la existencia de un conjunto de


mecanismos de control, a través de los cuales pueda asegurarse eficazmente respecto de
los derechos de las personas y el sometimiento de los órganos públicos al sistema
normativo. En los sistemas jurídicos occidentales, la técnica primordial de garantía ha
estado y está constituida por el control jurisdiccional, esto es, el ejercido por los
órganos integrantes del Poder Judicial.

Nuestro texto constitucional consagra este principio en dos capitales preceptos:

- de una parte, en su vertiente objetiva, el principio se consagra en el art. 76, al


disponer que “la facultad de conocer de las causas civiles y criminales, de resolverlas y de hacer
ejecutar lo juzgado, pertenece exclusivamente a los tribunales establecidos por la ley”;

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- de otra, la vertiente subjetiva de este sometimiento al control judicial viene
establecida en el art. 19 Nº 3, que lo concibe como un derecho fundamental, al disponer
que se asegura a todas las personas: “La igual protección de la ley en el ejercicio de sus
derechos. Toda persona tiene derecho a defensa jurídica en la forma que la ley señale y ninguna
autoridad o individuo podrá impedir, restringir o perturbar la debida intervención del letrado
si hubiere sido requerida”.

En el caso de la Administración, el sometimiento al control de legalidad es, sin


embargo bastante diverso del que tiene lugar sobre las actividades de las personas
privadas: de una parte, en virtud del principio de legalidad, la potestad de fiscalización
que corresponde a los Jueces y Tribunales sobre la acción administrativa es más amplia
e intensa de la que cabe sobre las actividades privadas.

De otra, en cambio, la Administración ostenta frente a los órganos del poder judicial
un amplio abanico de privilegios y excepciones, consecuencia de su condición de poder
público, que los particulares no poseen sino de forma rigurosamente excepcional. Dos
son, pues, las vertientes que ofrece este principio de tutela judicial: de un lado, la
positiva de sumisión al control jurisdiccional (1); de otro, la negativa de los privilegios
y exenciones, configuradores de lo que ha dado en llamarse el régimen de autotutela de
la Administración (2).

4.1. La sumisión al control jurisdiccional de la Administración.

En una primera caracterización, la sumisión de la actividad administrativa al control


jurisdiccional posee un contenido bien simple: cualquier acto o conducta, positivo o
negativo, de la Administración y de sus agentes puede ser sometido al enjuiciamiento
por parte de órganos judiciales, a instancia de cualquier persona o entidad (pública o
privada) a quienes dichos actos o conductas lesionen en sus derechos o intereses.

El desarrollo concreto de la forma, requisitos y procedimientos a los que ha de


sujetarse este control jurisdiccional corresponde a un análisis posterior. En este
momento sólo procede apuntar los caracteres generales del sistema que se desprenden
del texto constitucional, y que son de dos tipos: los que afectan al ámbito objetivo de la
protección, esto es, a la potestad jurisdiccional de control, genéricamente considerada
(a); y los que afectan al ámbito subjetivo, esto es, al haz de derechos y facultades
concretas que corresponden a cada persona y entidad para exigir la tutela
jurisdiccional de sus derechos e intereses (b).

a) El ámbito objetivo: la potestad jurisdiccional de control

En términos genéricos, el contenido de la potestad jurisdiccional de enjuiciamiento de


los actos de la Administración puede resumirse en los siguientes puntos:

- En primer lugar, se trata de una potestad jurisdiccional, esto es, atribuida a los
órganos del Poder Judicial que el Capítulo VI, aunque sin prejuzgar en modo
alguno el tipo de Jueces y Tribunales a los que la ley haya de atribuirla en
concreto: éstos podrán ser los ordinarios, como ocurre actualmente, o bien
Tribunales especializados (contencioso administrativos) en el caso que sean
creados en el futuro.

- En segundo lugar, se trata de una potestad de ejercicio obligatorio para los


Jueces y Tribunales que la ostentan, no de una facultad de actuación puramente

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potestativa, aunque su ejercicio esté condicionado a la previa petición, en el
seno de un proceso, por parte de una persona legitimada (principio de
rogación); planteado el proceso, el control debe ejercerse necesariamente
mediante la emisión de un tallo estimatorio o desestimatorio de las pretensiones
del actor, fallo que el Tribunal no puede dejar de dictar (principio de
inexcusabilidad, art. 76 inc. 2º).

- Y, en tercer lugar, se trata de una potestad de protección total en cuanto a su


ámbito material de ejercicio: se ejerce tanto sobre la "potestad reglamentaria"
como sobre cualquier tipo de "actuación administrativa", y en base a cualquier
parámetro de legalidad. De este precepto fundamental deriva una consecuencia
de extraordinaria importancia, que ha dado en llamarse "cláusula general de
control judicial": esto es, la prohibición taxativa de que una norma (de cualquier
rango que sea, legal o reglamentario) excluya la posibilidad de fiscalización
jurisdiccional de algún tipo de actos o reglamentos emanados de las
Administraciones del Estado.

b) El ámbito subjetivo: el derecho ala tutela jurisdiccional

La segunda vertiente del principio de sumisión al control jurisdiccionales de carácter


subjetivo, al haber sido constitucionalizado por nuestro texto fundamental como uno
de los derechos de la persona regulados en su Capítulo III. Su contenido es el
siguiente:
- En primer lugar, el derecho a la acción o al proceso, consistente en el derecho a
la emisión por el Tribunal de una decisión, ya sea favorable o adversa, sobre el
fondo de las pretensiones del recurrente; en otros términos, el derecho a una
resolución efectiva sobre el caso o conflicto sometido al Tribunal (siempre,
claro está, que las partes observen los requisitos formales establecidos por las
leyes procesales).
- En segundo lugar, el derecho a un proceso igualitario, en el que cabe distinguir
dos vertientes:
1) primera, la prohibición de indefensión de cualquiera de las partes, lo
que tiene lugar tanto cuando las partes son condenadas sin ser oídas
como cuando una de ellas (singularmente la Administración) se
encuentra en una posición de superioridad jurídica injustificada, y
2) segunda, la exigencia de una efectiva contradicción procesal o debate
argumental con plenas posibilidades de defensa entre las partes.

4.2. La posición privilegiada de la Administración

La plena sumisión de la Administración pública al control jurisdiccional está


compensada, en nuestro Derecho, por importantes contrapartidas.

A su condición de poder público se debe el que el ordenamiento le atribuya importantes


potestades coactivas y ordenadoras sobre el conjunto de la sociedad; su integración en
uno de los poderes constitucionales, de otra parte, es causa de la posesión de un
conjunto de privilegios y exenciones frente a los órganos del poder judicial.

El estudio concreto de estos poderes es, propiamente, el objeto de buena parte del
Derecho administrativo. Aquí sólo hemos de referirnos a sus manifestaciones más
generales, de las que cabe destacar dos: enprimer lugar, lo que ha dado en llamarse el
poder de autotutela de la Administración (a); en segundo lugar, las exenciones y

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privilegios de que ésta disfruta en sus relaciones con los órganos del poder judicial (b).

a) El poder de autotutela

Para comprender gráficamente en qué consiste exactamente el poder de autotutela,


nada mejor que comparar la posición de la Administración frente a los Tribunales con
la de los sujetos privados.

Acudiremos para ello a una exposición clásica entre nosotros: "Rige en las sociedades
actuales (históricamente no siempre fue así, como es bien sabido; el Estado actual
marca el término de una evolución) un principio al que puede llamarse de "paz jurídica"
y que de modo muy simple puede esquematizarse como sigue. Cualquier sujeto que
pretenda alterar frente a otro la situación de hecho existente (statuo quo) no puede
hacerlo por propia autoridad; si el otro sujeto no aceptase de grado esa alteración, tiene
la carga de someter su pretensión a un Tribunal, el cual la valorará desde la
perspectiva del Derecho y la declarará conforme o no con éste, dándole en el primer
caso fuerza ejecutoria, esto es, una virtud especial que la hace indiscutible y de
cumplimiento forzoso para la parte obligada. A su vez, si esta resolución ejecutoria no
fuese cumplida de grado, tampoco el sujeto beneficiado con la misma podrá imponerla a
la otra parte por su propia coacción privada, sino que deberá impetrar el respaldo
coactivo mediante una segunda pretensión dirigida al Tribunal, el cual dispondrá la
asistencia de la coacción pública (única legítima) si se acredita que, en efecto, la
resolución que trata de imponerse goza de fuerza ejecutoria. La primera carga de
sometimiento a un Tribunal es la carga de un juicio declarativo; 1a segunda, la de un
juicio ejecutivo" (E. GARCÍA DE ENTERRÍA-T. R. FERNÁNDEZ, Curso de
Derecho Administrativo). Así pues, la tutela de los derechos e intereses de los
particulares bien puede ser calificada de heterotutela, por cuanto ha de llevarse a cabo
normalmente a través de una declaración y ejecución dictadas por un órgano judicial.
Esta regla no es, con todo, absoluta: en determinadas ocasiones, el sistema normativo
autoriza a los sujetos privados a ejercer la autotutela, esto es, a hacerse justicia por sí
mismos. Con todo, se trata de supuestos excepcionales: fuera de ellos, la autotutela
privada es ilícita y puede
constituir incluso.

Comparada con la de los sujetos privados, bien puede decirse que la posición de la
Administración es justamente la opuesta. La Administración no precisa de la
colaboración judicial para hacer declaraciones de derechos que alteren per se las
situaciones jurídicas o estados posesorios (tutela declarativa), ni para ejecutar
coactivamente tales declaraciones (tutela ejecutiva): la autotutela supone que, por regla
general, puede realizar por sí misma uno y otro tipo de actividades. Dos son, pues, las
manifestaciones fundamentales de la autotutela:

- En primer lugar, la autotutela declarativa o decisoria, consistente. como ya se


expresó, en la potestad de la Administración de emitir declaraciones o
decisiones capaces por sí mismas de modificar o extinguir situaciones jurídicas
subjetivas, sin el concurso de los órganos judiciales y con independencia del
consentimiento o colaboración del sujeto destinatario de aquéllas.

- Y, en segundo lugar, la autotutela ejecutiva, consistente en la potestad de la


Administración de llevar a la práctica (ejecutar) sus propias decisiones, llegando
incluso al empleo de la coacción en caso de resistencia de sus destinatarios, e
igualmente sin tener que contar para ello con la intervención de los Tribunales.

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Ambos principios aparecen claramente consagrados en el art. 2º inc. 8º de la Ley
19.880: “Los actos administrativos gozan de una presunción de legalidad, de imperio y
exigibilidad frente a sus destinatarios, desde su entrada en vigencia, autorizando su ejecución
de oficio por la autoridad administrativa”.

b) Los privilegios jurisdiccionales

El poder de autotutela, pese a su extraordinaria energía potencial, no es, empero, el


único de los que las Administraciones públicas disponen en sus relaciones con el poder
judicial (y, mediatamente, con los particulares). Junto a él, nuestro ordenamiento ha ido
acumulando una amplia batería de privilegios de una considerable eficacia y sutileza
tendentes a evitar, en unos casos, las interferencias de los órganos jurisdiccionales en
la actividad administrativa y a dificultar, en otros, las posibilidades de éxito de los
recursos entablados por los particulares. Su examen detallado corresponde a un lugar
posterior, por lo que ahora ha de bastarnos con su mera enumeración.

a) El régimen privilegiado del cual dispone para la ejecución de las sentencias


judiciales condenatorias en contra de la Administración, tal como lo establece el
artículo 752 del CPC, mediante decreto expedido a través del Ministerio de
Justicia, sin que se pueda compeler a la Administración a través de otras
medidas de apremio;
b) Asociado a lo anterior, aparece el privilegio de la inembargabilidad de los
bienes de la Administración del Estado, tanto centralizada (art. 752 CPC), como
descentralizada, como ocurre con los Gobiernos Regionales (Artículo 70 a,
LOCGAR Nº 19.175) y las Municipalidades (artículo 32 LOCM Nº 18.695),
cuyos bienes destinados al funcionamiento de sus servicios y los dineros
depositados a plazo o en cuenta corriente son inembargables.
c) En cuanto al procedimiento, los juicios en donde tenga interés el Fisco se llevan
de acuerdo a un procedimiento especial regulado en los artículos 748 a 752 del
Código de Procedimiento Civil. Sin embargo, se alteran las reglas de
competencia relativa y se establece que sólo son competentes para conocer de
los juicios de hacienda los jueces de letras de comunas asiento de Corte de
Apelaciones, donde también tiene su asiento la respectiva procuraduría fiscal
(artículo 48 COT), sin importar los costos que esto puede significar para el
demandante y aun cuando los hechos que motivan la demanda hubieren
ocurrido fuera de dicho ámbito territorial;
d) Además, toda sentencia definitiva pronunciada en primera instancia en juicios
de hacienda y que no sea objeto del recurso de apelación, se debe elevar en
consulta a la Corte de Apelaciones respectiva, previa notificación de las partes,
siempre que sea desfavorable al interés fiscal (artículo 751 CPC);
e) Por último, también se debe señalar que la Administración ostenta un privilegio
de hecho que es muy relevante en cualquier proceso judicial, pues le
corresponde asumir la calidad de demandada. Bien sabemos que esta constituye
una de las posiciones más cómodas en que se puede encontrar una de las partes,
en la medida que sólo le basta negar los hechos alegados por la actora, sin que
tenga que asumir el onus probandi.

Por más que no quieran cargarse las tintas en la descripción de estos privilegios, habrá
de convenirse en que su eficacia acumulativa puede llegar a ser inmensa, y que puede
llevar a anular de facto la efectividad del control jurisdiccional. Se trata, sin duda, de
una de las facetas más injustificadas e impresentables de nuestro sistema jurídico

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público, que clama por una revisión radical.

5. El principio de garantía patrimonial

En sus términos más simples, garantía patrimonial equivale a derecho de los


particulares a mantener la integridad del valor económico de su patrimonio frente a las
privaciones singulares de que éste pueda ser objeto por parte de los poderes públicos.
Estas privaciones pueden tener lugar por dos vías principales: bien mediante la
expropiación forzosa, esto es, mediante la privación de un bien o derecho decidida de
manera voluntaria y consciente por la Administración, o bien mediante la causación de
un daño o perjuicio de modo incidental, consecuencial o no querido (p. ej., los
producidos por el
atropello de un vehículo oficial).

La Constitución ha incorporado ambas técnicas de garantía a su articulado:

- de una parte, la expropiación, en su art. 19 Nº 24 inc. 4: “Nadie puede, en caso


alguno, ser privado de su propiedad, del bien sobre que recae o de alguno de los
atributos o facultades esenciales del dominio, sino en virtud de ley general o especial que
autorice la expropiación por causa de utilidad pública o de interés nacional, calificada
por el legislador. El expropiado podrá reclamar de la legalidad del acto expropiatorio
ante los tribunales ordinarios y tendrá siempre derecho a indemnización por el daño
patrimonial efectivamente causado, la que se fijará de común acuerdo o en sentencia
dictada conforme a derecho por dichos tribunales”.
- de otra, la responsabilidad patrimonial de los entes públicos, en su art. 38 inc.
2º: “Cualquier persona que sea lesionada en sus derechos por la Administración del
Estado, de sus organismos o de las municipalidades, podrá reclamar ante los tribunales
que determine la ley, sin perjuicio de la responsabilidad que pudiere afectar al
funcionario que hubiere causado el daño”.

Expropiación y responsabilidad son dos institutos capitales del Derecho


administrativo, cuyo estudio en profundidad corresponderá realizar más adelante.
Desde la perspectiva puramente constitucional, que es la única que ahora interesa, cabe
hacer sólo dos precisiones, que afectan, respectivamente, a los ámbitos subjetivo y
objetivo del principio de garantía patrimonial:
1) En cuanto a su ámbito subjetivo, la garantía constitucional del patrimonio
cubre a éste frente a las privaciones de bienes o derechos realizadas por
cualquiera de los poderes públicos, no sólo por las Administraciones. La
expropiación, en primer término, es una potestad ablatoria normalmente
ejercida por la Administración; pero también puede ser ejercitada directamente
por el legislador (expropiaciones legislativas). Y lo mismo puede decirse
respecto de la responsabilidad por daños, los cuales pueden ser causados por la
actividad de cualquiera de los poderes públicos (y no sólo por el legislativo y la
Administración, como ocurre con la expropiación forzosa).
2) Y, en cuanto a su ámbito objetivo, el principio de garantía patrimonial debe ser
matizado en el sentido, en cierto modo evidente, de su eficacia parcial. Dicho
simplemente: no todas las privaciones de bienes, derechos o intereses
engendran una obligación de indemnizar a cargo del Estado (la imposición de
un tributo, p. ej., constituye, objetivamente, un despojo operado sobre el
patrimonio de los sujetos pasivos del mismo que, sin embargo, no es
técnicamente una expropiación ni, por tanto, hace nacer en ellos el derecho a
una compensación de ningún tipo). Tal obligación sólo nace en los supuestos en

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que concurre el requisito de la singularidad o especialidad del daño o despojo:
no son indemnizables las medidas que afectan a la generalidad de los
ciudadanos, ni tampoco las que, aun refiriéndose a colectivos concretos de
personas o entidades, no determinan una ruptura del principio de igualdad ante
las cargas públicas.

6. Principio de servicialidad

La doctrina y la jurisprudencia nacional ha reconocido como uno de los principios


básicos de nuestro sistema el principio de servicialidad del Estado frente a la persona
humana (artículo 1º Const.).

Uno de los principales forjadores de este principio, Eduardo Soto Kloss, sostiene que
“se trata de un “deber jurídico” que la Constitución impone al Estado, en razón de su finalidad
y del carácter accidental e instrumental que posee, concebido éste –además- de un modo
específico, como medio de perfeccionamiento de las personas”1, toda vez que, por una parte, el
actor principal es “la persona humana” y su primacía, por tratarse de un ser substancial
y trascendente, y, por otra, esta presente la idea de autoridad/servicio a la persona,
considerada ésta como una “función”, esto es, una actividad finalizada, en beneficio de
otros.

Ahora bien, la Constitución establece este imperativo de la servicialidad del Estado


como una consecuencia de la primacía de la persona establecida en su artículo 1º, lo que
quiere decir, según Soto Kloss, “es que “está en función de”, que está “para su beneficio”, que
está “subordinado a ella”, que “actúa en razón de ella”, esto es, el Estado es un “medio para la
perfección de la persona”, no para su escarnio, servidumbre, avasallamiento o esclavitud”.2

De acuerdo a lo anterior, el Estado presenta un carácter instrumental, y es un


instrumento “en cuanto medio par alcanzar el bien común de la sociedad política en el orden
temporal, lo que se logra a través de su vinculación al Derecho al configurarse su actividad
como una actividad finalizada; de allí la idea de “función jurídica” y toda la concepción de las
llamadas potestades estatales, como poderes jurídicos finalizados, es decir, poderes/deberes, y en
beneficio de terceros, o sea, en beneficio de los miembros de la sociedad política, de todas las
personas que habitan nuestro país” según refiere el propio Soto Kloss.

Planteado este principio desde la perspectiva de la Administración, Rolando Pantoja


Bauzá sostenía que “al modelarse una Administración de servicio a las personas, la finalidad
ha pasado a prevalecer por sobre la organicidad, el objetivo estatal por sobre las formas y
regímenes jurídicos que se estimaban anejos a ellas, el servicio a la población antes que la
organización, la consideración del usuario antes que la del funcionario”.3

7. Principio de probidad.

En el lenguaje político moderno, la rectitud o corrección en la actuación de los agentes


                                                                                                               
1 Soto Kloss, Eduardo, “La servicialidad del Estado, base esencial de la institucionalidad”, Revista de

Derecho Público, Nos. 57/58, Enero – Diciembre de 1995, XXVI Jornadas de Derecho Público, “La
servicialidad del Estado”, (Tomo I), Publicación del Departamento de Derecho Público, Facultad de
Derecho, Universidad de Chile, pa. 20.
2 Soto Kloss, Eduardo, “Derecho Administrativo, Bases Fundamentales”, Tomo II, El principio de

juridicidad, Santiago, Editorial Juriídica de Chile, 1996, p. 148.


3 Pantoja Bauza, Rolando, “La Organización Administrativa del Estado”, Santiago, Editorial Jurídica de

Chile, 2004, p. 225.

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públicos toma el nombre de ética pública. Esta rama de la ética difiere de la ética
privada en cuanto a su campo de acción: esta última versa sobre nuestro
comportamiento en el campo de las relaciones privadas, mientras que la pública forma
parte del campo de las relaciones políticas. Así, el campo de las relaciones políticas es
preciso distinguir, por una parte, la decencia o rectitud de las actuaciones de quienes
actúan a nombre del Estado (la ética de los funcionarios) y, por otra parte, la decencia
de las decisiones públicas que adoptan dichas autoridades (la ética o rectitud de las
políticas públicas). Actualmente, la incorporación de la variable de ética pública es
imprescindible para lo que contemporáneamente se llama buen gobierno o buena
gobernanza.4

La probidad es, entonces, un principio de ética pública que es propio del buen gobierno
y que obliga a toda aquel que desempeñe una función pública a actuar de modo recto y
a otorgar siempre primacía al interés general por sobre cualquier consideración propia
del interés particular.

El artículo 8º de la Constitución establece imperativamente: “El ejercicio de las funciones


públicas obliga a sus titulares a dar estricto cumplimiento al principio de probidad en todas sus
actuaciones”.

Esta norma fue incorporada tras la reforma constitucional de la Ley Nº 20.050. El


Tribunal Constitucional ha entendido que todas las funciones públicas,
independientemente de que las realice un funcionario público o un particular
encomendado por el Estado para ese propósito, están vinculadas a un cumplimiento
estricto del principio de probidad en todas sus actuaciones.

El sentido de esta norma puede resumirse del siguiente modo:

a) Ella se refiere a todas las funciones públicas, que se han entendido como
funciones del Estado. Lo anterior comprende, desde luego, la función
parlamentaria, la función ejecutiva y la función judicial.
b) La Constitución emplea la expresión “estricto”, es decir, ajustado enteramente;
y no deja espacios francos o libres, pues habla de que en “todas sus actuaciones”
debe regir este principio. Incluso, se establece en la propia norma constitucional
que el conflicto de interés en el ejercicio de la función pública puede justificar
intervenciones sobre el patrimonio de los funcionarios (Tribunal
Constitucional, sentencias roles 1413 y 1941).

La Constitución no define lo que es probidad. El Diccionario de la Real Academia


indica que significa “honradez” (que a su vez significa “rectitud de ánimo, integridad en
el obrar”) y recuerda que se trata de una palabra de origen latino (probitas).

El Tribunal Constitucional se ha resistido a dar una definición distinta de la legal,


quizá en parte porque lo único que hizo la reforma constitucional de 2005 fue elevar a

                                                                                                               
4 Según una descripción de la Comisión de Económica y Social para Asia Pacífico, órgano dependiente

del ECOSOC de Naciones Unidas, el buen gobierno posee ocho características principales: es
participativo, se orienta al consenso, es responsable, transparente, tiene capacidad de respuesta, es
efectivo y eficiente, equitativo, inclusivo y cumple con el Estado de Derecho. Esto asegura que la
corrupción es minimizada, que las voces de las minorías son tomadas en cuenta y que las voces de los
más vulnerables en la sociedad son escuchadas en los procesos de toma de decisiones. Tiene también
capacidad de respuesta para las necesidades presentes y futuras de la sociedad (United Nations,
Economic and Social Commission for Asia and the Pacific, What is Good Governance, 2009).

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rango constitucional y general un precepto que hasta la fecha se encontraba definido en
la legislación administrativa. Por ello el Tribunal Constitucional ha dicho que: “La
probidad está asociada, cada vez que la define el legislador, a la preeminencia del interés
general sobre el particular, al desempeño honesto y leal de la función o cargo y a la observancia
de una conducta intachable (artículo 52, Ley Nº 18.575; artículo 5° A, Ley N° 18.918)”
(sentencia rol 1413).

En relación con la Administración del Estado, la LBGAE dispone en su artículo 3º inc.


2 que “La Administración del Estado deberá observar los principios de responsabilidad,
eficiencia, eficacia, coordinación, impulsión de oficio del procedimiento, impugnabilidad de los
actos administrativos, control, probidad, transparencia y publicidad administrativas y
participación ciudadana en la gestión pública, y garantizará la debida autonomía de los grupos
intermedios de la sociedad para cumplir sus propios fines específicos, respetando el derecho de
las personas para realizar cualquier actividad económica en conformidad con la Constitución
Política y las leyes”.

Más específicamente La LBGAE, en su artículo 52, indica que “las autoridades de la


Administración del Estado, cualquiera que sea la denominación con que las designen la
Constitución y las leyes, y los funcionarios de la Administración Pública, sean de planta o a
contrata, deberán dar estricto cumplimiento al principio de la probidad administrativa”. Esta
misma norma indica que la probidad “consiste en observar una conducta funcionaria intachable
y un desempeño honesto y leal de la función o cargo, con preeminencia del interés general sobre
el particular” (art. 52).

Para el cumplimiento de este principio, se establece mecanismos preventivos (declaración


de patrimonio y declaraciones de intereses de las más altas autoridades) y mecanismos
represivos (responsabilidad administrativa, penal y civil).

8. Principio de transparencia y publicidad.

En las últimas décadas se instaló en el debate público la necesidad de avanzar en la


transparencia de los actos de todos los órganos del Estado, incluyendo incluso las
actuaciones previas y los antecedentes fundantes de ellos. En tal sentido se ha
avanzado en la transparencia activa –es decir, el deber de los órganos del Estado de
publicitar de oficio sus resoluciones y fundamentos- y pasiva, o deber de entregar los
antecedentes requeridos por los ciudadanos.

Tras la probidad y la publicidad se encierran una serie de bienes jurídicos de alcance


individual y colectivo, lo que explica su inclusión en el Capítulo Primero relativo a las
bases de la institucionalidad. En lo individual, la publicidad es presupuesto del ejercicio
de ciertos derechos y, en lo colectivo, permite un real ejercicio democrático, un mayor
control del poder en beneficio del bien común y finalmente, un presupuesto de la
vigencia de la responsabilidad de los gobernantes. Todo lo anterior, en el entendido
que los órganos públicos mantienen cierto nivel de información no a efectos de
resguardar su propio interés sino para el cumplimiento de una función tendiente al
bien común.

En tal sentido, el año 2005 se aprobó una Reforma Constitucional mediante la Ley Nº
20.050, mediante la cual se introduce un nuevo artículo 8º, reconociendo a nivel
constitucional los principios de la probidad y la publicidad: “Son públicos los actos y
resoluciones de los órganos del Estado, así como sus fundamentos y los procedimientos que
utilicen. Sin embargo, sólo una ley de quórum calificado podrá establecer la reserva o secreto de

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aquéllos o de éstos, cuando la publicidad afectare el debido cumplimiento de las funciones de
dichos órganos, los derechos de las personas, la seguridad de la Nación o el interés nacional”.

En el caso de la Administración y en la misma línea, el artículo 13 inciso 2º LBGAE


dispone que: “La función pública se ejercerá con transparencia, de manera que permita y
promueva el conocimiento de los procedimientos, contenidos y fundamentos de las decisiones que
se adopten en ejercicio de ella”.

El 20 de agosto de 2008 se publicó en el Diario Oficial la Ley Nº 20.285 sobre Acceso a


la Información Pública, la cual se aplica a todos los órganos del Estado
(Administración pública, Poder Judicial, Congreso Nacional, Ministerio Público,
Tribunal Constitucional y Tribunal Calificador de Elecciones), incluyendo órganos
autónomos, con la Contraloría General de la República y el Banco Central.

Este cuerpo legal establece una nueva institucionalidad al crear el Consejo para la
Transparencia, a quien corresponde por regla general velar por el cumplimiento del
principio de publicidad y transparencia respecto de los órganos que forman parte de la
Administración del Estado.

A su vez, establece las normas básicas por las cuales se deben regir otros órganos
públicos, como el Poder Judicial y el Congreso Nacional.

El derecho de acceso a la información pública establecido en la Ley 20.285, que hace


posible a la ciudadanía acceder a información generada por órganos del Estado,
constituye un importante avance en el desarrollo de nuestra democracia, pues al
consagrar este nuevo derecho, genera condiciones para el restablecimiento de la
debilitada confianza existente en la población sobre la acción del Estado.

Este derecho, que permite a cualquier persona tener conocimiento de la información


que se encuentra en cualquier entidad estatal, se desarrolla en dos dimensiones:

a) Transparencia activa: El acceso permanente a información a través de los


sitios web de los organismos públicos.

b) Derecho de acceso a la información: El deber que tienen los organismos


públicos de recibir solicitudes de información y entregar ésta, salvo que
exista un motivo de secreto o reserva.

9. El Principio de subsidiariedad

Se ha sostenido que el principio de subsidiariedad constituye un derecho de las


sociedades intermedias a realizar por su esfuerzo e iniciativa (autonomía) la
consecución de sus fines específicos, subordinados al bien común.

Este principio de subsidiariedad tiene una dimensión negativa para el Estado: no debe
intervenir en las actividades de las sociedades intermedias cuando desarrollan su
actividad y fines real y eficazmente dentro del bien común; por su dimensión positiva,
implica una protección de las sociedades o grupos intermedios menores frente a los
mayores, como asimismo un derecho de intervenir del Estado, cuando las sociedades
intermedias no sean capaces de realizar su actividad real o eficazmente o cuando ellas
atenten contra el bien común. En tales casos, el Estado debe suplir su tarea,
removiendo los obstáculos y restableciendo, una vez superados estos últimos, la

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autonomía de las sociedades intermedias afectadas.5

Si bien no hay una norma expresa que la consagra, los autores sostiene que la
subsidiariedad se encuentra establecida en el capítulo I, “Bases de la Institucionalidad”,
concretamente en el inc. 3 del artículo 1° que establece que “El Estado reconoce y ampara
a los grupos intermedios a través de los cuales se organiza y estructura la sociedad y les
garantiza la adecuada autonomía para cumplir sus propios fines específicos”. A lo anterior
también se agrega el principio de primacía de la persona, la sevicialidad del Estado y su
deber de “resguardar la seguridad nacional, dar protección a la población y a la familia,
propender al fortalecimiento de ésta, promover la integración armónica de todos los sectores de
la Nación y asegurar el derecho de las personas a participar con igualdad de oportunidades en
la vida nacional” (inc. 5º artículo 1º), entroncando finalmente con el derecho que se
reconoce a toda persona para desarrollar cualquier actividad económica lícita y el
carácter excepcional de la actividad empresarial del Estado (artículo 19 Nº 21).

Sin embargo, la falta de consagración positiva expresa y el recurso a una interpretación


originalista ha llevado a formular serías críticas a este principio, no sólo respecto de su
vigencia efectiva, sino también por la finalidad destinada a restringir la actividad
empresarial del Estado.6

Estrechamente vinculado a este principio, se debe tener presente la Ley Nº 18.971 que
establece el denominado “amparo económico”, que ha tenido como principal objetivo
controlar la actividad empresarial del Estado ante la ausencia de una habilitación legal
previa mediante ley de quórum calificado.

                                                                                                               
5 Verdugo Marinkovic, Mario, Pfeffer Urquiaga, Emilio y Nogueira Alcalá, Humberto, Derecho

Constitucional, Tomo I, Ed. Jurídica de Chile, Santiago, 1994, pp. 111 y 112.
6 VALLEJO GARRETON, Rodrigo y PARDOW LORENZO, Diego. Derribando mitos sobre el

estado empresario. Rev. chil. Derecho, 2008, vol.35, n.1, pp. 135-156.

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