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El tema de la paciencia

Por su recurrencia misma el tiempo de Adviento es un período


privilegiado para la conderación más profunda del tema de la
paciencia. La paciencia pertenece a la categoría del amor. Mas el
hombre es con mucha frecuencia impaciente, ya que
inconscientemente busca la eficacia; desea palpar resultados
tangibles, y si emprende un proyecta a largo plazo, tiende a hacer un
inventario de las realizaciones parciales. Le gustaría, en el dominio
espiritual y moral, llegar a la cumbre al primer intento y se subleva
contra las necesarias vueltas a empezar. El cristianismo, puesto que
está fundado sobre el amor, invita a reaccionar contra estas
tendencias espontáneas, y es importante reflexionar sobre ellas.

En este sentido, el tema de la paciencia es un buen complemento del


tema de la conversión. Algunos identificarían gustosamenté la Iglesia
de los convertidos con una Iglesia de "puros" que, según ellos, sería
distintamente eficaz que una Iglesia de pecadores. Pero una Iglesia de
estas características sería, de hecho, inoperante, ya que pronto
adquiriría el aspecto de la intolerancia.

La antigua alianza o el tiempo de la paciencia divina

La infidelidad de Israel a sus obligaciones con la alianza provoca la


cólera divina. Los profetas no se han olvidado de leer las señales de
esta cólera en los descalabros que se amontonan sobre el pueblo
elegido. Las mis mas naciones sirven a Yahvé de instrumentos para
llevar a cabo su venganza.

Los profetas, sin embargo, nunca se quedan en la sola lectura de


hechos. La cólera no es la última palabra de la manifestación divina. El
perdón se la lleva consigo siempre. Yahvé es rico en gracia y en
fidelidad y siempre está dispuesto a dejar atrás sus amenazas siempre
que Israel retorne al camino de la conversión. La paciencia divina para
con los pecadores alcanzará incluso a las naciones paganas; como lo
recuerda la historia de Jonás, la misericordia de Yahvé está abierta a
todos los que hacen penitencia.

Pero Israel, en ese momento, no saca todas las consecuencias de esta


revelación de Dios. Incluso el Israel más significativo, el de los pobres,
es impaciente. Sin reparos de ninguna clase, los pobres de la antigua
alianza claman por la venganza divina sobre sus enemigos-¡y Dios
sabe si hay motivos para ello, desde los gentiles hasta sus
conciudadanos mediocres!-y están preocupados de que tarde en
manifestarse.

La paciencia de Jesús, encarnación de la paciencia divina

Jesús inaugura el Reino de los últimos tiempos. Pero, en vez de


aparecer aparatosamente como el juez que establece una línea
divisoria entre los buenos y los malos, se presenta como el pastor
universal. Ha venido, ante todo, para los pecadores, e invita a todos a
reconocerse como tales. A nadie excluye del Reino: todos están
llamados a él, todos pueden entrar. Por su actitud a lo largo de su
vida, Jesús encarna la paciencia divina para con los pecadores. Ningún
pecado aparta al hombre del poder misericordioso dei Padre. La
voluntad divina de perdón es ilimitada.

El secreto de esta paciencia de Jesús es el amor. Jesús ama al Padre


con el mismo amor que es amado, pues es el Hijo. Cuando se vuelve
a los hombres, los ama con el mismo amor que el Padre. Este amor
es, por naturaleza, universal. Veamos ahora por qué el amor
encuentra en la paciencia una de las mejores expresiones de él
mismo.

El amor invita al diálogo, a la reciprocidad perfecta. Para Jesús, amar


a los hombres es invitarlos, con un infinito respeto de lo que son, a dar
una respuesta libre de colaborador. Esta respuesta libre de
colaborador en el amor, puesto que es única e irreducible a cualquiera
otra, exige tiempo; se edifica poco a poco, y el itinerario en que toma
cuerpo constituye una verdadera aventura espiritual donde las
avanzadas limitan con los retrocesos, la entrega de sí con el repliegue
sobre sí. El amor con que Jesús ama a los hombres puede ser
calificado de amor paciente, ya que hay respeto íntegro del otro en su
propia alteridad.

No está todo dicho. Para Jesús, amar a los hombres es amarlos hasta
en su pecado, hasta en su negativa al designio de Dios sobre ellos. Es
el pecado de los hombres lo que conduce a Jesús a la cruz. Pero la
mayor prueba de amor es dar su vida por los que uno ama. El amor
persiste, se hace más profundo, se afirma victorioso incluso donde el
pecado del hombre hiere a Jesús de muerte. En su pasión es, por
tanto, donde se manifiesta plenamente la paciencia de Jesús. En el
momento supremo en que el plan divino parece puesto en tela de
juicio por la actitud de los hombres, el amor se hace totalmente
misericordioso: "Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen."
Jesús ha amado a los hombres hasta el final.

La paciencia de Jesús escandaliza, ya que es testimonio de un amor a


Dios y a los hombres construido en la total renunciación de Sí. Dejarse
atar por el amor que Jesús propone a los hombres, supone que uno
acepta, a su vez, esta exigencia de pobreza radical. Pero el hombre
siente pavor ante este total desprendimiento, pues tiene la impresión
de perderlo todo. Jesús, al mostrarnos con su vida y con su muerte el
misterio de la paciencia divina, nos invita a perderlo todo para ganarlo
todo

La Iglesia y la tolerancia universal del amor

Al ser el Cuerpo de Cristo, la misión de la Iglesia es encarnar entre los


hombres la paciencia de Jesús. Su misión en este mundo no es hacer
el tresillo entre los buenos y los malos, sino poner de manifiesto el
verdadero carácter del amor.

Fundada sobre el amor, la Iglesia invita, en primer lugar, a sus


miembros al respeto absoluto del otro, sea creyente o no creyente. La
Iglesia no ata; engendra en el amor de Cristo verdaderos
colaboradores libres. Todo hombre está llamado por ella a aportar su
piedra irreemplazable para la construcción del Cuerpo de Cristo, para
cooperar de forma original en la realización de la historia de la
salvación. Este respeto total del otro toma visos de paciencia, ya que
necesariamente incluye un elemento que se llama tiempo. Es preciso
mucho tiempo para reconocer al otro tal como es llamado por Dios a
marchar en pos de El; es preciso mucho tiempo para despojarse de sí
y estar en condiciones de aceptar al otro tal cual es. Los hechos lo
demuestran abundantemente: es, por ejemplo, difícil no confundir la
Verdad con la expresión que se da uno a sí mismo de ella. El cristiano
no logra escapar a la tentación de intolerancia.

Por otra parte, y paralelamente a lo que se ha dicho de Jesús, el amor


del que la Iglesia debe dar testimonio la conduce inevitablemente a
conocer las tribulaciones. El hombre aspira a la fraternidad entre sus
semejantes, pero no desea espontáneamente este amor que remonta
los muros de separación, si al aceptar sus lazos, le hace perder toda
seguridad humana, si para vivir con ese amor es preciso poner en
Dios su único punto de apoyo. Por eso la Iglesia, sinceramente, no
puede tener mejor aceptación que la que ha tenido el propio Jesús.
Con mucha frecuencia, el mundo trata de ponerla a su servicio, y
cuando resiste, la persigue. Pero es entonces cuando revela su
verdadero carácter: soportando con paciencia el fracaso aparente,
manifiesta que el amor ha vencido ya, de una vez rara siempre, la
muerte y el pecado.

La misión y la lentitud del Reino


La misión es el lugar más idóneo para aprender la paciencia mediante
el amor. Misionar es, en efecto, desplegar a escala de la humanidad el
misterio de la caridad fraterna. La misión es la obra privilegiada del
amor, y los requisitos de este son los que descubren el verdadero
carácter de la misión. Cuando no actúa bajo el signo del amor, la
misión se degrada automáticamente en propaganda o en tentativas de
anexión.

Ahora bien, la misión es, de hecho y de derecho, una empresa


extraordinariamente densa y larga. La transmisión del misterio de
Cristo de un espacio cultural ya cristianizado a otro espacio cultural
donde el Evangelio aún no ha sido anunciado, pone en juego todas las
dimensiones del encuentro con el otro, y especialmente las
dimensiones colectivas de este encuentro. Poco a poco los misioneros
llegan a participar de verdad en la vida del pueblo que han de
evangelizar, y, poco a poco, también, un pueblo acude al encuentro de
Cristo bajo el impulso del Espíritu. Es todo el ser el que se encuentra
comprometido por ambas partes.

Pero la misión es, además, una obra de paciencia por otra razón más
profunda. Por ser un llamamiento a la comunión universal en el
desprendimiento total de sí, la misión no deja de estar expuesta a la
negativa de los hombres. La paciencia en las tribulaciones, exigida a la
Iglesia entera para que se conforme a la imagen de la Cabeza,
conviene de manera muy especial a los que tienen la misión como
cargo. Jesús vino a realizar el destino de Israel, y fue clavado en la
cruz; lo mismo le ocurre a la Iglesia donde quiera que se presenta
para completar el itinerario espiritual de un pueblo.

La Eucaristía, signo eficaz de la paciencia de Cristo

Nadie puede reconsiderar la paciencia de Cristo si no la recibe como


alimento participando de la Palabra y del Pan. Tal paciencia no es una
virtud moral; es la expresión temporal del amor con el que Jesús ha
amado a los hombres hasta el fin.

Al renovarnos sin cesar interiormente, la participación del Pan nos


introduce en la acción de gracias de Cristo, que se entrega al amor en
el despojo de la cruz; de esta forma nos da la garantía de la victoria
decisiva obtenida sobre la muerte. Pero la escucha de la Palabra no es
menos necesaria, ya que, penetrándonos con su poder, la Palabra nos
modela progresivamente según la imagen de la paciencia de Cristo.

MAERTENS-FRISQUE
Nueva Guía de la Asamblea Cristiana I
Marova. Madrid 1969, pág. 122-126

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