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Filó-
sofo, ensayista. Doctor en Filosofía en la
Universidad de Buenos Aires. Profesor
titular de Filosofía Contemporánea y
Fundamentos dejFilosofía. Investigador
del C O N I G E T (su área de investigación
ISBN 978-987-631-015-4
1. Filosofía. I. Título
CDD 190
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Colección Pensamientos lóenles
Dirigida por: Ariel Pennisi - Adrián Cangi
Diseño de cubierta: Kovalsky
Ilustraciones: Micael Queiroz
Diseño de interiores: Natalia Brega
Corrección: Manuel Camino
Impreso en Argentina
Printed in Argentine
[3]
el magma indiferenciado de voces entremezcladas, haciendo convivir la
fidelidad a las obras que interrogan y el punto de vista que recrea los
vínculos con las fuentes. Tradición en la que el intérprete con criterio y
movimiento afectivo personal inaugura pensamientos anunciadores de
una época aún no avistada en todos sus términos conceptuales. Como
si dijéramos que en ésta conviven el ímpetu expositivo instruido y la
intuitiva y áspera incuria espontánea, la apropiación fundada en citas
de autoridad y el desvío creativo, los modos cultivados en tiempos de
calma y otros imprecisos amasados en tiempos de convulsión, los gestos
serenos de una técnica filosófica y la intuición inaugural encarnada en
la experiencia, la evocación de una ontología definidora de un sentido
y un modo de autogobierno práctico para la vida. Nos interesan los es-
critores a contrapelo que, hablando idiomas singulares y estableciendo
posición crítica, hacen de los problemas que plantean una dramaturgia.
La filosofía es, para nosotros, una posición singular de un singular, y por
lo tanto, requiere ritmos,figurasy estilos también singulares. Filosofía
inseparable de un modo de escritura, de apropiación y de transforma-
ción de una tradición a la que se valora, pero no como última palabra,
ya que nos interesan, en el conjunto, los puntos de inestabilidad que
sirvan de enlace con un futuro distinto. Cuando imaginamos esta co-
lección, un solo acto de conciencia y emoción acompañó el entusiasmo.
Sabíamos que nos dirigíamos a un público amplio. Pero la constatación
abrió la pregunta: quién será el destinatario de una colección popular y
local de filosofía.
Un texto defilosofíavive en nuestra contemporaneidad como una
botella lanzada a las aguas movedizas de un mar indiferente; sin embargo,
esta colección no se reduce, para nosotros, a un conjunto de libros-bo-
tellas ajustados de antemano a un público acotado, en la medida en que
alcance laformade una intervención, de una cierta capacidad para evocar
la palabra de pueblos por venir. Una intervención apela a la reserva vir-
tual frente a la actualidad de un estado de cosas dado porque enfrenta, al
mismo tiempo, al nihilismo según el cual "no hay mucho en que creer"
y a la política revocable que piensa de antemano todo lazo social como
precario. Ante una sociedad como la nuestra, constituida por identidades
efímeras -amenazada por vínculos socialesfragilizados,modelos laborales
deleznables y por una única velocidad de vencimiento de las mercancías-
elegimos imaginar una intervención capaz de hacer de la inestabilidad de
nuestro tiempo una apertura del sentido que resiste abierto y vigilante.
[4]
WITTGENSTEIN
LA FILOSOFÍA COMO ÉTICA
Wittgenstein, 1931 1
[13]
Wittgenstein, tan impropia como debe serlo toda apropiación.
Antes de ello, me gustaría reflexionar sobre otro aspecto de la
cuestión, de matiz autobiográfico, pero que, si no me engaño,
hace al fondo de estas breves observaciones.
En el año 2000, como miembro del panel de presentación de
mi libro Introducciones a la filosofía, Eduardo Rabossi afirmó que
éste exhibía la característica de la guachidad, propiedad que ya
había introducido en Rabossi (1994) y retoma en Rabossi (2008).
Además, caballerosamente, agregó que su propia práctica filosófica
exhibía tal propiedad, por lo que no se excluía de dicha caracteri-
zación. En una palabra y filosóficamente hablando, Rabossi afirmó
en aquella ocasión que él, yo y tantos otros de nosotros éramos
filosóficamente guachos.
En mi respuesta alegué que tal vez fuera cierto, pero que per-
cibía que esa situación estaba cambiando en virtud de que poco a
poco una pauta diferente se iba extendiendo en la práctica filosófica
profesional de nuestro medio, pues cada vez, argumenté entonces,
los jóvenes filósofos de al menos una parte de la comunidad local
se leían y discutían mutuamente.
Estoy plenamente convencido de que Rabossi captó con lucidez
una cuestión crucial en el campo de lo que Guillermo Hurtado
(2007) ha llamado metafilosofía práctica, esto es, según su propia
definición, "...la reflexión filosófica sui géneris sobre las condicio-
nes y los problemas de la práctica concreta de la filosofía en un
lugar y momento dados".2
En su obra postuma, Rabossi (2008) describe sin cortapisas la
práctica filosófica que califica de periférica -la argentina, por caso-
y una de las características de las que se vale para ello es precisa-
mente la de la guachidad. Acuerdo completamente con la referida
descripción y sobre todo con las actitudes grupales que propone
para superar la periferia en su estado actual. Pero en el presente
contexto no estoy interesado en la práctica filosófica periférica en
general, sino, específicamente, en la mencionada condición.
Rabossi nos recuerda que "guacho" significa, en el dialecto del
Río de la Plata, huérfano de padres. La elección de esa voz autóctona
no es menor en mi opinión, aunque Rabossi no saque partido de
2 Verp. 18.
[14]
ello. Pero antes de ver en qué sentido es especialmente pertinente,
resumamos cómo aplica Rabossi esta condición a la caracterización
del filósofo periférico: "La condición de expósito del filósofo peri-
férico tiene la particularidad de que él sabe o puede saber quiénes
si >11 sus progenitores pero los niega por considerarlos indignos de su
reconocimiento. Para él el pasado filosófico propio no existe". "Al
negar ese pasado -continúa Rabossi- borra el marco de referencia al
que pertenece y se priva así de experimentar de una manera efectiva
los problemas que se plantean, propios y extraños" (pp. 103 y ss.).
Si acentúo la guachidad es porque me parece que de todas las
> aracterísticas explicitadas por Rabossi acerca de la práctica filosó-
fica periférica, esta es la principal por ser aquella que hace posible
todas las demás. Así, sostengo que las actitudes recomendadas por
Rabossi para superarla no funcionarán si no superamos antes esta
condición. Espero que a medida que avance mi exposición se evi-
dencien mis razones.
Para abandonar la condición de guachos filosóficos, Rabossi nos
aconseja, entre otras cosas, leer críticamente a nuestros ancestros
i',enéticos, saber de quiénes provenimos y especular acerca de la
htrencia que, a nuestra vez, estamos dejando (p. 106, yo subrayo).
Sobre este consejo hay mucho que decir, como se verá en estas
páginas. Lo reformulo por mi parte como el mandato de que re-
lonozcamos a nuestros padres y aceptemos ser padres de otros, <
es decir, dejar herencia filosófica. Al formularlo Rabossi se ha des-
pedido de nosotros -al menos en cuerpo presente- cumpliendo
IiiMímente él mismo dicho mandato.3
Fiel a la condición de guacho, quise ser discípulo de Wittgens-
icin, no de Rabossi. Le propuse a éste que fuera mi director de
tesis y de investigación sobre la obra de Wittgenstein, sin dejar de
11 msiderar que llegaría a ser, al menos en la periferia, el mejor discí-
pulo del maestro vienés -luego fui por más, "convirtiéndome" en
interlocutor privilegiado, si no del autor al menos de su obra-. No
me corresponde a mí evaluar mi trabajo filosófico en relación con la
[15]
Ii< i i iK ¡a wittgensteniana. En todo caso, renuncié a ser un discípulo
de escuela para conservar su transmisión como herramienta de mi
propio taller. En él se potencia con otras herramientas, que invocan
otros nombres propios, citar los cuales ahora no viene al caso.
Si para bailar el tango se necesitan dos, para celebrar la danza
filosófica se requiere del vínculo apropiado entre maestro y discí-
pulo. Ahora bien, con un muerto no se puede por definición; entre
nosotros parece que tampoco se puede con los potenciales maestros
vivos, en primer lugar, porque el pretendido maestro reniega de esa
condición, manteniéndose él mismo en la condición de discípulo
del muerto, y en segundo lugar, porque esta es también la situación
deseada por el aspirante a discípulo, que se evita la economía real
del vínculo maestro-discípulo.
En un esclarecedor estudio psicoanalítico (2007), el psicoana-
lista argentino Carlos Quiroga ha distinguido entre canibalismo e
incorporación, distinción que nos puede ayudar a comprender lo
que está en juego en el parricidio y el guachismo. Retomando el
estudio freudiano sobre Moisés, afirma:
Freud incluso llega más lejos y conjetura que Moisés habría sido
asesinado por su pueblo, asesinato luego reprimido. De modo parale-
lo, recordemos que en su mito de Tótem y tabú, conjetura que la co-
munidad civilizada la hacen los hijos luego de haber devorado al padre
de la horda. Pero este mítico asesinato de un padre no menos mítico
no es un acto de canibalismo, sino de incorporación simbólica, esto
es, de aceptación de un lugar de excepción, que es el padre en relación
con los hijos, no menos que el extranjero en relación con los propios.
Volviendo ahora a lo que Rabossi llama u¿luachidad", yo diría
que los guachos son aquellos que mientras practican un canibalis-
mo generalizado no incorporan simbólicamente a nadie en lugar
de la excepción, por lo mismo que no se reconocen mutuamen-
te en la deuda común con ese lugar de excepción. Este, el de la
[16]
ilriulu es un elemento fundamental para comprender alguachismo
i tuno un obstáculo para la incorporación parricida, necesaria para
l,i Itmdaáón de comunidad. Como señala Esposito (1998), la co-
m u n i d a d sería, no un todo formado por una propiedad común a
MIS miembros, sino
[17]
Que una comunidad filosófica exista significa que tiene miem-
bros que se reconocen los unos a los otros como filósofos que
pertenecen a esa comunidad, lo que en el sentido pleno es reco-
nocer a algunos maestros de todos y cada uno de los miembros de
la misma. No hay que confundir el reconocimiento de esa maes-
tría con los homenajes -postumos o no postumos-, aunque estos
homenajes ayuden. Lo que ayuda antes que nada es aceptar que
somos lo que somos en virtud de aquello con lo que contamos y
que es preferible hablar nuestra defectuosa, carente, insuficiente
lengua filosófica, lengua de guachos que, sabiéndose tales ya no
se quieren tales, antes que no hablar ninguna pretendiendo que
hablamos aun en latín - o , si al hacer filosofía hablamos el inglés,
no debiéramos tratarlo como a un nuevo latín, sino como a una
lengua más, conveniente sólo por su mayor difusión; si hablamos el
alemán, no presumamos que es la lengua filosófica, como muchos
supuestos maestros vernáculos sostuvieron; en fin, si hablamos el
castellano, hagámoslo sin suponer que por ser la lengua materna es
la auténtica a los fines de hacer una filosofía propia-.
Como dije más arriba, en su momento respondí a la observa-
ción sobre la guachidad hecha por Rabossi, que esa situación esta-
ba cambiando entre nosotros, y creo que más allá de la Argentina.
Este cambio ha comenzado por la decisión de las jóvenes genera-
ciones en empezar a leerse y discutirse, en fin, a reconocerse. Ahora
bien, si eso fue posible es porque inconscientemente el parricidio
estaba y está en curso: estamos incorporando a nuestros padres fi-
losóficos, sin lo cual no superaremos la guachidad. Eso nos llevará
tarde o temprano a aceptar serlo -digo padres, maestros- en refe-
rencia a otros. Para aumentar la intensidad de nuestra comunidad
filosófica, tendremos que asumir el riesgo de pensar con autonomía
creciente, ir más allá de nuestros padres genéticos, según la termi-
nología de Rabossi, pero también más allá de esos padres putativos
sin los cuales no seríamos considerados filósofos profesionales. El
día que el índice de profesionalidad lo den primordialmente nues-
tros padres genéticos, formarán parte en un pie de igualdad de la
serie de los padres de la filosofía, pondremos sus nombres junto a
los nombres de la filosofía. Ese día tendremos una comunidad filo-
sófica que formará parte de pleno derecho de la historia universal
de la filosofía.
[18]
ESCRITURA, OBRA, VIDA
[19]
las familias más ricas de la Viena de los Habsburgo, y que a pesar
de que el apellido Wittgenstein pertenece a una estirpe principesca
de la nobleza austríaca, la ascendencia paterna de Ludwig era en
verdad judía, pues su bisabuelo Moses Meier, que era judío y fuera
administrador de los bienes de la familia Seyn-Wittgenstein, añadió
"Wittgenstein" a su apellido.
La condición judía de su ascendencia, plena por parte de padre
desde el punto de vista del origen, y a medias por parte de madre,
que no era hija de "vientre judío", no dio a Ludwig una identidad
judía, pues su padre se convertirá al protestantismo y él será bauti-
zado, como sus hermanos, en la fe católica, que era la de la madre.
Probablemente la raíz de esta herencia se encuentra en la ruptura
de su abuelo Hermann, quien adoptara el nombre Christian y una
actitud de decidido repudio por su condición judía.
Tampoco la fortuna que comenzara su bisabuelo e incrementa-
ra enormemente Karl, el padre de Ludwig, era herencia de nobles,
sino lo producido por el trabajo y la osadía de un hombre "que se
hizo a sí mismo" y llegó a ser uno de los empresarios más impor-
tantes de la industria mundial del acero en su época.
Pero la cuna de Ludwig no sólo brilla por su riqueza material,
sino también por la espiritual, pues frecuentan la casa paterna gran-
des artistas y personalidades. De hecho, Karl se convertirá en un
mecenas de artistas, como mucho más tarde hará el propio Ludwig.
Su madre, Leopoldine Kalmuz, era una gran violinista. La afición a
la música se destaca particularmente en la familia. El único de sus
hermanos varones que no se suicidó y que además lo sobrevivió,
Paul, fue un famoso pianista para quien después de perder su brazo
derecho en la Primera Guerra Mundial, Ravel compuso su famoso
Concierto para la mano izquierda. De hecho, la casa de los Witt-
genstein era visitada por muchos de los principales compositores
de la época, como Brahms, Mahler, Richard Strauss, Schonberg,
etcétera. Brahms incluso le enseñó a tocar el piano a varios de los
Wittgenstein.
Sin duda, Karl era un hombre y un padre difícil, que al mismo
tiempo que apreciaba los valores de la alta cultura e inducía a su
familia a cultivarlos, transmitía a sus hijos varones el mandato de
seguir sus pasos de industrial. Por lo que sabemos de la biografía
de Ludwig, sus hermanas, especialmente Hermine, la mayor de
[20]
lodos los hijos, habrá sido un contrapeso esencial, aunque también
MI hermana Margarete, amiga de Freud y lectora de autores que
serán una fuente de formación para Ludwig, como Schopenhauer,
kraus y Weininger.
De los ocho vástagos, el menor, Ludwig Josef Johann -tal
su nombre completo-, nacido el 26 de abril de 1889, fue el que
menos talento mostraba para las exigencias culturales de la familia,
pero también el más permeable a las presiones del padre a favor
de una carrera práctica. Dotado desde niño de perseverancia, con-
centración y aplicación, llegó a recibirse de ingeniero, aunque dio
testimonios tempranos de preocupaciones éticas que luego atrave-
sarán su obra filosófica.
Alguna vez escribí que uno llega a la filosofía después de no
haber llegado a otra parte. Este parece ser el caso de nuestro fi-
lósofo: la música se repartió entre sus hermanos y su madre, los
negocios siguieron siendo privilegio del padre, la mundanidad, de
sus hermanas, el agotamiento vital, de sus hermanos suicidas, a él
le quedó inventarse filósofo.
El camino de Wittgenstein hacia la filosofía sigue sendas para-
lelas, que más tarde llegarán a encontrarse para tomar forma en un
primer intento de síntesis en su primer gran obra, el Tractatus logico-
philosophicus (1922), del que nos habremos de ocupar más adelante.
Una de esas sendas es la raíz existencial de sus preocupaciones juve-
niles, trasfondo ético y místico permanente de su trabajo filosófico.
Pero junto a este camino, y sin tocarse por un buen tiempo con él,
fue creciendo en el joven aspirante a ingeniero una fuerte inclinación
por los fundamentos de la ciencia en general y de la matemática en
particular. Mientras daba continuidad a su trabajo de ingeniería ae-
ronáutica en Cambridge, descubre los Principios de la matemática
(1903) de Bertrand Russell y, a su través, los Fundamentos de la
aritmética (1893) de Gottlob Frege. Se tratará de un descubrimien-
to decisivo en su vida: por fin había encontrado una tarea a la altura
de sus posibilidades y necesidades. La decisión final sobrevendría en
el verano de 1911, luego de haber patentado un diseño de motor
a combustión. Ese verano bosquejó por primera vez un plan para
escribir un libro de filosofía.
Visitó a Frege en Jena ese mismo verano. Si bien el encuentro no
resultó alentador para la consecución del libro bosquejado, orientó
[21]
a I Aidwig en sus próximos pasos, pues Frege le aconsejó que fuera
a estudiar con Russell en Cambridge, lo que Ludwig hizo. Fue así
que visitó a Russell en octubre de ese mismo año. Necesitó que
éste le confirmara su aptitud para la filosofía para abandonar de una
buena vez la ingeniería aeronáutica y dedicarse a hacer su obra.
El encuentro entre estos dos grandes maestros de la filosofía fue
extraordinario y sigue siendo un episodio rico en enseñanzas. La
principal de todas ellas nos vuelve a nuestras reflexiones del pre-
facio: para la filosofía se requiere la celebración del vínculo entre
maestro y discípulo. Ambos, Russell a los cuarenta años de edad y
en el momento cumbre de su carrera filosófica, y Wittgenstein, que
entonces contaba con veintidós años y hacía sus primeros pasos en
filosofía, sellaron una amistad filosófica y personal que los modifi-
caría a ambos, al punto que al poco tiempo cada uno era a la vez
maestro y discípulo del otro.
De las frases que escribo, sólo una que otra hará algún progreso;
las otras son como el ruido de las tijeras del peluquero que debe
mantenerlas en movimiento para hacer con ellas un corte en el
momento preciso (anotación de 1948, que iba a formar parte del
prólogo a las Investigaciones filosóficas).
[22]
m m idos, provocan aquí o allí diversos puntos de concentración,
nudos de los que parten nuevas series. En general, en la mayor
l>.ti ic de los escritos de Wittgenstein, el punto de partida es siem-
Itrc una pregunta explícita o implícita, tomada en su formulación
IH unitiva, no elaborada. Luego comienza una serie de transforma-
cuines de la pregunta hasta alcanzar un punto de claridad. Estas
I ransformaciones se desarrollan como un contrapunto entre líneas
divergentes, lo que logra confundir al lector y vuelve difícil identi-
lu ar a simple vista cuándo es Wittgenstein quien habla.
En todos estos desarrollos, se asiste a la invención de condicio-
nes de laboratorio, verdaderos "experimentos mentales" que dan
consistencia al problema en cuestión. Las cuestiones no se mantie-
nen en un espacio ideal ni se despliegan en profundidad, sino que
se extienden y aplanan en la superficie misma del texto.
Desde luego puede reconocerse que "el Tractatus" (T) tiene
una factura diferente, pues aparece, como su nombre lo indica,
como un tratado. Este aspecto está reforzado por la numeración
decimal de las frases que lo componen. Sin embargo, debe tenerse
presente que el conjunto que conforma el libro es un ordenamien-
to realizado a partir de las anotaciones del diario que por aquellos
años llevó Wittgenstein. (Había comenzado a escribir diarios a par-
tir de 1906, pero sólo se conservan a partir de 1914.)
Diarios, cuadernos, papeletas guardadas en una caja, cartas,
notas dictadas a discípulos -y aun al mismo Moore en 1913-, una
conferencia, registro de conversaciones y apuntes tomados por
alumnos en sus clases son los distintos registros de escritura que,
cual el movimiento de las tijeras del peluquero, permitieron a Witt-
genstein dar consistencia a una obra filosófica.
Los albaceas de sus escritos después de su muerte se dedica-
ron a ordenar esos papeles. En su vida, Wittgenstein sólo llegó a
publicar "el Tractatuf\ Dejó listo lo que sería sus Investigaciones
filosóficas (1953) ( I f ) . El resto de la obra nos llega mediada por
los criterios de ordenamiento de sus albaceas. Como observara
José Sazbón: "El triple dispositivo: conversión de lo exhumado en
corpus segmentario, imposición de una ordenación numérica a las
unidades del corpus y desdoblamiento de éstas en alemán original
[123]
e inglés normativo (...) ha regido el destino público del Nachlass
del filósofo".5
[24]
Independientemente de estas analogías que ayudan a revisar la
significación de la obra de Wittgenstein en la historia del pensa-
miento contemporáneo, tendremos oportunidad de mostrar cómo
su legado se abre a nuevos horizontes en los debates actuales sobre
diversos planos, en los que la filosofía, lejos de su muerte repeti-
damente anunciada, cobra nuevo vigor. Así, veremos que el pensa-
miento wittgensteiniano impacta, no sólo en el terreno en el que
lo hizo desde un comienzo, como la filosofía del lenguaje y de la
mente, sino también en las cuestiones de método, en la estética,
en la antropología política y en el diálogo de la filosofía con las
ciencias sociales, por citar sólo algunos de los horizontes en los que
proyecta su influencia.
Por el momento destaquemos cuán lejos está nuestro Wittgens-
tein de aquél al que se lo reduce cuando se lo sindica como maestro
de una escuela de pensamiento en particular, sea como positivista
lógico, referente de la filosofía del lenguaje ordinario o aun como
"sofista antifilósofo", en la lectura de Badiou.
Más allá de la pertinencia o no de esas lecturas, de las que ahora
no es cuestión dar cuenta, ha querido verse en la obra de Witt-
genstein una negación o rechazo de la filosofía. En efecto, si como
tantas veces afirma, la filosofía no es más que problemas filosófi-
cos, y éstos, a su vez, son nudos que un entendimiento sano debe
desatar para acceder a la justa visión de las cosas, parece que nada
positivo subsistiera en la filosofía. Con este nombre sólo encontra-
ríamos obras extraviadas de mentes enfermas, las de los filósofos.
La filosofía importaría así exclusivamente a aquellos sujetos que
curan sus confusiones conceptuales a través del desarrollo de siste-
mas filosóficos.
Si bien esta imagen meramente destructiva y "terapéutica" de
la filosofía se desprende en parte de la obra de Wittgenstein, no al-
canza a capturar un aspecto mucho más importante de su posición.
Aunque su trabajo destructor de mitologías y supersticiones es al-
tamente valioso, debemos destacar un legado positivo de su obra,
esto es, la idea de que la filosofía es una práctica y que el ejercicio
de esta práctica es ilimitado.
Al contrario de sugerir que no se puede seguir haciendo filosofía,
Wittgenstein afirma en reiteradas ocasiones que la tarea de la filosofía
no tiene fin. No tiene fin porque su destino está indisolublemente
[25]
unido al de lenguaje. Es el lenguaje el que nos hace filósofos, y así
como no existe esa unidad y totalidad formal llamada "el Lengua-
je", tampoco existe una disciplina o teoría llamada "la Filosofía".
Sólo hay problemas filosóficos que surgen por el hecho de que hay
lenguaje. La existencia de filosofía es, como la de lenguaje, una con-
tingencia de la que se parte, no un ideal al que es necesario llegar.
En consecuencia, el quehacer del filósofo será la invención de
técnicas para tratar uno por uno los problemas que surgen con el
uso del lenguaje. El método a que dichas técnicas responden es
lo que Wittgenstein llamó "descripción". Describir significa aquí
dejar aparecer el estado de abierto del lenguaje para que toda di-
mensión de profundidad se aplane y haga superficie. Lenguaje sin
todo del lenguaje, mundo sin transmundo metafísico, pensamiento
sin interioridad: he aquí la visión final a la que nos conduce la obra
de Wittgenstein, que, como se dijo, es al mismo tiempo y sobre
todo una trama indisoluble de escritura y vida.
Esta semblanza de la obra de Wittgenstein podría ser confron-
tada con distintas tesis sobre su obra: la primera diría que no hace
plena justicia a la famosa diferencia entre el primer y el último Witt-
genstein; la segunda destacaría que la interpretación bosquejada no
otorga suficiente relieve al componente lógico-analítico de su obra;
finalmente, la tercera sostendría que, más allá de lo apuntado, la
obra de Wittgenstein constituye una negación de la filosofía a favor
del punto de vista religioso.
En cuanto a la primera observación, a lo largo de lo que sigue
tendremos oportunidad de señalar por dónde debe hacerse pasar el
contraste entre ambos períodos de su obra. En cuanto a la segun-
da, si bien creo que en algún sentido Wittgenstein llevó el análisis
filosófico a su más extrema pureza, lo hizo en el marco de una
orientación a la cual su aporte "técnico" se subordina, y que es
básicamente práctica. Por lo demás, aislados de esa orientación,
dichos aportes palidecen frente a muchos otros motivados, exclusi-
vamente, por "las soluciones técnicas" específicas. Wittgenstein no
fue un teórico fuerte en ninguna área, sobre todo porque rechazó
que la filosofía fuera teoría. En consecuencia, su legado no se carac-
teriza por haber aportado doctrinas iluminadoras en ninguna de las
materias que lo obsesionaron: la lógica, la matemática, la semánti-
ca, la filosofía de la mente, la ética, la estética y la religión.
[26]
finalmente, si bien en su obra es reconocible una tensión Ínter-
in > utre la filosofía como práctica crítica y la crítica de la filosofía de
Inspiración religiosa, mi intención es mostrar cómo puede hacerse
|nr\ ilccer la primera interpretación en detrimento de la segunda.
I< ' i .1 prevalencia, según creo, se asocia a la transformación que va
• li I primer al último período de su obra, sin dejar de reconocer
• • iiilinuidades fundamentales que atraviesan dichos cambios.
1 n Investigaciones filosóficas, Wittgenstein afirmó que "el des-
• (linimiento real [en filosofía] es el que me hace capaz de dejar
ili filosofar cuando quiero", lo que ciertamente indica su relación
tortuosa con la filosofía. Cabe reconocer que para él se trataba de
una práctica a través de la cual lograba exorcizar ciertas obsesiones
de las que pretendía liberarse. También es cierto que lo que tenía
en más alta estima era una vida sin filosofía, incluso religiosa. Sin
embargo, estos aspectos de su existencia personal no me parecen
decisivos a la hora de evaluar su pensamiento y definir el sentido de
mi apropiación del mismo.
Si pretendemos ponderar el plano biográfico, junto al interreg-
no de diez años -desde la finalización del Tractatus, a comienzos
de la década del veinte hasta el final de ésta- en el que abandonó o
pretendió dejar la filosofía, debemos resaltar que o no la abandonó
realmente o en todo caso volvió a ella con una intensidad y entrega
musitadas, hasta el final de sus días.
El aspecto más destacable de su manera de filosofar es la auten-
i ¡ciclad y libertad con la que lo hizo. La filosofía no era para él un
oficio, detestaba la burocratización profesoral y los dogmatismos
de escuela. Su única fidelidad era para con lo que en cada momen-
to de su vida consideró filosóficamente correcto. Esta fidelidad lo
llevó a revisiones radicales y continuidades profundas, cuyos efec-
tos de enseñanza dieron lugar a diversas influencias, marcando el
derrotero de la filosofía en el siglo XX, lo que continúa en estos
primeros años del siglo XXI, como espero mostrar hacia el final de
este libro.
[27]
E S E ENIGMA LLAMADO TRACTATUS
[29]
precisar la proposición con número entero inmediatamente anterior;
otras veces, ocurre más bien que construyen una preparación para la
proposición de número entero siguiente.
Más allá de estas cuestiones en las que no podremos entrar
aquí, es importante tener presente, al leer la obra, la arquitectura
conformada por estas proposiciones con número entero. Como se
apreciará, éstas componen una secuencia que va de una afirmación
absolutamente general sobre el mundo a la invocación final del
silencio, pasando por la especificación de la estructura del mundo
(2), el concepto de pensamiento asociado con esa estructura (3),
la identificación del pensamiento con la proposición (4), la tesis
sobre el análisis funcional de verdad aplicado a las proposiciones
(5) y una operación formal para la generación de la totalidad de las
proposiciones significativas (6).
Por otra parte, quien quiera comprender la obra deberá natu-
ralmente detenerse en muchas de las proposiciones intermedias,
sin las cuales el esquema entrevisto por las proposiciones citadas
permanecería enigmático. No podemos pretender aquí dar cuenta
de la complejidad de esta obra, sino sólo dar claves para su lectura,
a fin de presentar sucintamente sus doctrinas más importantes.
Señalemos, en primer lugar, los principales agrupamientos de
proposiciones según la temática de la que tratan. El núcleo meta-
físico se extiende desde la proposición 1 a la proposición 2.063.
Desde la proposición 2.1 hasta la proposición 2.225 se despliega
la conocida teoría figurativa del significado. Con la proposición
3 que, como se recordará, afirma que el pensamiento es la figu-
ra lógica de los estados de cosas, comienza un amplio desarrollo
acerca del análisis lógico de la proposición. En este desarrollo, se
encuentra el complemento lógico-lingüístico del compromiso del
temprano Wittgenstein con la filosofía del atomismo lógico, que
sostuviera juntamente con Bertrand Russell -el aspecto metafísico
ya es presentado en las proposiciones 2.0n—.
A partir de 4.01 la teoría figurativa del significado se aplica a la
proposición. Una mención aparte merece 4.0031 y las proposicio-
nes numeradas 4.111 a 4.115, en las que Wittgenstein caracteriza
la naturaleza de la filosofía en relación con la ciencia natural y con
la psicología. Se destaca en particular la última de las proposiciones
mencionadas, donde afirma que la filosofía significa lo indecible
[30]
presentando con claridad lo decible. (El contraste entre lo decible y
lo indecible, entre lo que se muestra y lo que se afirma, es el eje que
atraviesa toda la obra, y que contribuye en gran medida a dotarla
de su aspecto enigmático.)
La concepción de la proposición elaborada por el Tractatus llega
a su punto de culminación en aquellas observaciones que versan
sobre la proposición elemental. Se las encuentra entre 4.21 y 4.45,
conjunto que incluye una primera presentación de las tablas de ver-
dad que se desarrollarán completamente a partir desde 5.101 hasta
5.135. El método de las tablas de verdad pertenece al cálculo veri-
tativo-fimcional que aplica aquí Wittgenstein -heredado de Frege
y de Russell- en el marco del cual debe comprenderse su teoría de
la tautología y la contradicción, como los dos extremos entre los
cuales se encuentra la proposición con sentido, según las siguientes
combinaciones entre sentido y verdad: sólo las proposiciones que
figuran verdadera o falsamente estados de cosas posibles o exis-
tentes tienen sentido, mientras que ni las tautologías -incondicio-
nalmente verdaderas- ni las contradicciones -incondicionalmente
falsas- pueden tenerlo, pues no establecen figura específica alguna.
Por ello, Wittgenstein considera a ambas carentes de sentido.
De este modo no hay estrictamente hablando verdades nece-
sarias con contenido, pues las figuras verdaderas lo son de hechos
contingentes, las tautologías son siempre verdaderas pero no tie-
nen contenido alguno, más que el despliegue del cálculo lógico.
(Agreguemos que, según Wittgenstein, no hay constantes lógicas,
pues las conectivas proposicionales vienen dadas ya con las propo-
siciones elementales, bases de las operaciones de verdad.)
Luego del desarrollo del cálculo veritativo-funcional, aparecen
muchos temas en el Tractatus, en un orden no siempre sucesivo
sino lleno de marchas y contramarchas, de superposiciones par-
ciales. En medio de todo ello, se destacan algunas tesis por su in-
trínseca problematicidad como la que contiene 5.542 respecto de
las actitudes proposicionales; otras por su peso estratégico en la
primera etapa del pensamiento de Wittgenstein, como las referidas
al solipsismo.
Finalmente, en lo que tal vez constituya el sentido más profun-
do de la obra, encontramos, a partir de la proposición 6.4 hasta el
[31]
final, la dimensión ética del Tractatus, que es proyectada a la esen-
cia de la filosofía como tal.
Si bien el libro puede Iterse en forma continua, desde la primera
hasta la última de sus sentencias, la sensación del lector probable-
mente sea la de resbalar por la superficie de la coraza que estas sen-
tencias conforman. Para romper la coraza, conviene entrar por lo
que, al menos en mi lectura y en la de muchos, es el auténtico co-
mienzo del Tractatus, si se intenta reconstruir el orden de razones
del cual resulta. Tal comienzo se encuentra en la teoría figurativa
y su aplicación a la proposición, no sólo porque a partir de ella se
ordenan más fácilmente otras cuestiones, sino por su papel estra-
tégico en su conexión directa con el objetivo explícito del libro:
trazar los límites del sentido, fijar las condiciones de la expresión
significativa del pensamiento, expulsando de la ciudadela del len-
guaje al sinsentido -al filosófico especialmente-.
Ya tendremos oportunidad de volver sobre esta estrategia. Por
ahora nos limitaremos a exponer las principales tesis contenidas en
los núcleos antes referidos. Comencemos entonces con la teoría
figurativa. Lo que Wittgenstein sostiene es que sólo las proposi-
ciones tienen sentido y que tener sentido es, para una proposición,
figurar, esto es, exhibir un modelo o representación de un estado
de cosas posible.
Para que una figura sea tal, debe establecerse una relación biuní-
voca entre los elementos de la figura y el estado de cosas figurado.
Además, la figura debe relacionar sus elementos entre sí, de una
manera similar al modo en que los elementos del estado de cosas
se relacionan entre sí. A través de estas similitudes -que deben in-
terpretarse como estructurales y sujetas a convención-, la figura
alcanza al estado de cosas en virtud de que posee algo esencial en
común con éste: la forma de figuración y, en última instancia, la
forma lógica.
Esta concepción de la representación es general, pues no se li-
mita al lenguaje. Para ilustrarla, piense el lector en un par de co-
checitos de juguete que se disponen entre sí de la misma forma
en la que un par de coches de verdad, quedaron dispuestos en un
choque ocurrido en alguna calle de la ciudad. Diremos que los
juguetes constituyen una figura o modelo del choque, si y sólo si
un y sólo un cochecito de juguete está por un y sólo un coche en la
[32]
calle, y si la disposición espacial de los juguetes refleja la disposición
espacial de los coches en la calle.
Supóngase ahora que no tenemos cochecitos de juguete, ¿po-
dríamos aun realizar la figura? Claro que sí, por ejemplo dibujando
los autos. Aquí otras convenciones intervienen, pues la represen-
tación es bidimensional en vez de tridimensional. Sin embargo,
una vez establecidas esas convenciones, subsiste algo que ya no es
convencional: la multiplicidad lógica común a la figura, lo figurado
y al pensamiento que proyecta lo uno en lo otro.
Cuando en vez de dibujos tenemos lenguaje verbal, nada cam-
bia en esencia; sólo estamos frente a otros recursos representacio-
nales, pero la función sigue siendo la misma, la de establecer un
sentido a través de lo que el modelo exhibe. Dado el sentido, podrá
compararse el modelo con el hecho efectivamente acaecido, para
determinar así si la figura es verdadera o falsa respecto del hecho
en cuestión.
Más allá del interés que tiene la teoría general, importa sobre
todo ver cómo se aplica al lenguaje. Decíamos que la proposición es
una figura de un estado de cosas posible. El Tractatus establece un
paralelo del lenguaje con el mundo, no sólo con el mundo actual,
sino con lo que podríamos denominar mundos posibles. Lo que
todos los mundos posibles compartirían entre sí, del mismo modo
que lo harían los lenguajes asociados a tales mundos, son los ele-
mentos simples que los constituyen, a saber: los objetos simples y
sus nombres, que se coordinan exclusivamente en la proposición.
Las proposiciones constan de nombres cuyos significados serían
los objetos nombrados por ellos. En última instancia, supone Witt-
genstein en su primera obra, la determinación del sentido exige
que sea al menos posible que haya proposiciones elementales, en
las que sólo aparecen los nombres de los objetos simples, punto de
llegada del afán clarificador del pensamiento, propio de la filosofía
según la concepción tractatiana.
La exigencia de objetos simples, portadores del significado, la
afirmación de que para que haya sentido debe haber un análisis úl-
timo y final de cada proposición y la tesis de que cada proposición
básica o elemental es independiente de todas las demás, son parte
de la versión tractatiana del atomismo lógico. Combinado con la
[33]
teoría figurativa conforman la concepción proposicional del len-
guaje propuesta en el libro.
El planteo de Wittgenstein es radical porque se compromete
con una sistematicidad extrema. Según éste, el todo del lenguaje
resulta de la aplicación repetida de una misma operación -la nega-
ción- a las proposiciones elementales, cuya totalidad ha de supo-
nerse dada.
Recordemos que las proposiciones elementales son figuras que
representan estados de cosas atómicos, esto es, que no contienen
otros estados de cosas como partes -aunque se componen de los
objetos que dan significado a los nombres que conforman la pro-
posición elemental- y que son mutuamente independientes entre
sí -doctrina que cambiará en los años de transición-.
Puesto que se sostiene que sólo hay lenguaje significativo en
sentido estricto cuando las condiciones de la figuración son satis-
fechas, toda proposición que se precie de tal será o elemental o
función de verdad de proposiciones elementales, como afirma (5).
La operación está justamente expresada en (6), punto de llegada de
la perspectiva lógico-lingüística adoptada.
Mucho es lo que parece quedar afuera o, al menos, tener di-
ficultades para entrar. Así, las proposiciones generales, los enun-
ciados de actitudes preposicionales y otras clases de proposiciones
psicológicas, así como también las proposiciones modales, han de
reducirse a la mentada estructura proposicional.
Por otra parte, como ha sido observado más de una vez, la su-
posición de que debe sernos dada la totalidad de las proposiciones
elementales, parece introducir una especie de "axioma de finitud",
algo que la coherencia tractatiana no debiera permitirse.
Respecto de lo que se condena a quedar fuera de la sistemati-
zación, sobresalen los actos de habla en general, el aspecto prag-
mático del lenguaje y el papel del pensamiento efectivo en la vin-
culación del lenguaje con la realidad. A estas exclusiones se suma
la paradójica situación en la que queda la filosofía misma, pues el
propio Tractatus, instrumento de esta sistematización de la lógi-
ca del lenguaje, se autoinculpa de sinsentido filosófico, ya que no
cumple con las condiciones del lenguaje figurativo.
Finalmente, todo el campo práctico, esto es, "la ética, la estética
y la religión", al decir del propio Wittgenstein -podríamos agregar
[34]
por nuestra parte a la política- sólo es reconocido como lo más real
y valioso, por así decir, pero bajo el manto protector de lo inde-
cible, pues así como no habría proposiciones filosóficas legítimas,
tampoco las habría en las materias mencionadas.
Este resultado es consecuencia de una tensión interna de la obra,
que permanecerá sin ser resuelta hasta la nueva etapa del pensa-
miento de Wittgenstein. La tensión a la que me refiero es la que se
crea al mantenerse una perspectiva puramente teorética y abstracta
sobre el lenguaje, pero a los efectos precisamente de disolver y aun
prohibir la teorización filosófica.
La filosofía es reivindicada como una práctica crítica de escla-
recimiento del lenguaje, pero dicha práctica se hace a espaldas del
campo práctico del que debiera dar cuenta. Por ello, encontramos
en el Tractatus la afirmación de que el lenguaje natural está per-
fectamente en orden como está, junto a la exigencia de un análisis
que, de llevarse a cabo -cosa que en las páginas del libro no se rea-
liza- resultaría en proposiciones absolutamente alejadas de las ori-
ginales, de las que sin embargo se pretende que serían equivalentes.
Más allá de esta tensión, se reconoce en el libro un desarrollo
coherente y riguroso, de una perspectiva filosófica que Wittgens-
tein heredó y reelaboró a partir del legado de Frege y de Russell -y
hay que decir que, a menudo fiie más lejos que ambos con extraor-
dinaria consecuencia-.
El Tractatus ha sido una obra muy estudiada y comentada, ya
tempranamente mostró su capacidad de fascinación sobre algunos
de los filósofos más importantes de su tiempo, como Russell y Car-
nap. Este último lo discutió junto a otros miembros del conocido
Círculo de Viena, ante el cual Wittgenstein fue invitado a exponer.6
A partir de entonces y más aún durante la segunda mitad del siglo
XX, numerosos estudiosos le dedicaron buena parte de sus afanes
filosóficos.
Aquí sólo cabe que intentemos transmitir una imagen global de
la obra y, especialmente, verla a la luz de nuestra propia apropia-
[35]
ción del pensamiento de Wittgenstein. De los muchos y excelentes
escritos a que ha dado lugar el estudio del Tractatus, escojo repro-
ducir unos pasajes de uno de ellos, que nos aportan un símil ilumi-
nador, a fin de interpretar la intención estratégica de Wittgenstein
al redactar el Tractatus-.
7 Pears ( 1 9 7 3 ) , p. 68.
[36]
etapas. Primero bajaba hasta el centro significativo de la burbuja
del lenguaje fáctico ordinario, es decir, las proposiciones elemen-
tales. Luego, utilizando una fórmula lógica, regresaba de nuevo al
límite de expansión de la burbuja". (Ibid 79-80)
Ahora bien, y para seguir con el símil un poco más: ¿qué, en el
medio de la burbuja, nos permite saber de ella? De otra manera:
¿cómo podemos saber que hay límites -del lenguaje significativo-
si nunca podremos estar a los dos lados del límite?
El Tractatus afirma que no se puede pensar ilógicamente, que
más allá de la proposición significativa no hay pensamiento. Enton-
ces, o bien las proposiciones del Tractatus mismo -y de toda filo-
sofía que trabaje dentro de la misma orientación- no transgreden
el límite, o bien no constituyen pensamiento. Pero Wittgenstein se
cierra ambos caminos, pues, a su modo, las sentencias del libro son
metafísicas, con lo que se colocan fuera de la burbuja, pero preten-
den ser esclarecedoras de todo lo que ocurre dentro de la burbuja,
¿y cómo podrían serlo si no fueran pensamiento?
Del símil de Pears extraemos su máximo rendimiento si inverti-
mos la posición del sujeto de la enunciación: el filósofo -el sujeto
de enunciación del Tractatus en este caso- no está dentro de la
burbuja sino fuera. No hay una burbuja previa, sino que ésta ha
sido creada por la composición tractatiana, que exilia al decir filo-
sófico de la patria del lenguaje, pretendiendo luego, como en un
juego de espejos, haber construido el límite de dicho lenguaje sin
abandonarlo.
Al no percibir la inversión operada en relación con su enuncia-
ción misma, al Tractatus no le quedaba más que asumir su situa-
ción paradójica, esto es, imposible, lo que en efecto ocurre en la
penúltima sentencia de la obra:
Así, al final del libro estamos fuera, y es desde allí que debiéramos
volvernos al interior del lenguaje para descubrir su lógica interna.
Pero desde la perspectiva del Tractatus, este fuera del lenguaje es
[37]
difícil de representar y, con ello, todo el montaje que gira sobre el eje
dentro/fuera del sentido.
Habrá que esperar al profundo cambio operado por su pensa-
miento a partir de los años treinta, para encontrar una nueva mane-
ra de tramitar filosóficamente la tarea crítica de la filosofía, a la que
Wittgenstein permaneció fiel. En cuanto al Tractatus, cabe decir
que, más allá de su problemática tensión interna, se trata de una
obra que seguirá brillando como un enigma cuyo desciframiento
siempre podrá ser renovado, grávida de un pensamiento que estaba
destinado a impactar en todo el siglo filosófico, más allá incluso de
los límites de escuela que la vieron nacer.
[38]
L A FILOSOFÍA COMO CRÍTICA DEL LENGUAJE
[39]
pues 110 tendrían el sentimiento de que estábamos enseñándoles
filosofía pero sería el único estrictamente correcto. ( T 6 . 5 3 )
[40]
toda expresión significativa, al pensamiento por ella expresado y al
ser o sustancia común a todas esas posibilidades de sentido.
El alfa y el omega de esta construcción es la forma lógica.
¿Cómo es capaz la filosofía de determinar la forma lógica? Remon-
tándose a través del análisis hasta las proposiciones elementales en
las que son dadas al pensamiento todas las combinaciones posi-
bles entre los simples -los nombres y los objetos por los que estos
nombres están-, A su vez, estas combinaciones constituyen las pro-
piedades formales, internas y esenciales que delimitan al mismo
tiempo a todo lenguaje y mundo posibles. Es decir, que haya una
forma lógica común al pensamiento, al lenguaje y al ser es lo que
permite que haya sentido y, por ende, condiciones de verdad. La
lilosofía sólo debe limitarse a describir las condiciones lógicas de la
totalidad de las combinaciones posibles, pero no puede emprender
ninguna construcción o establecer convención alguna que rebase
lo que ya está eternamente inscripto en el orden del ser. El cuadro
general que nos ofrece el Tes, en este sentido, clásico en la historia
de la filosofía desde sus comienzos.
El ámbito de las formas esenciales es el núcleo duro de toda de-
cibilidad y pensabilidad. La filosofía no puede justificar ese orden de
esencias, sino sólo despejar el camino para que se manifieste perspi-
cuamente en el simbolismo. Ese orden es a priori y todo intento de
traducir su contenido a través de proposiciones significativas provoca
el sinsentido filosófico, por esclarecedor que éste pueda resultar. Esto
es así porque los conceptos que intervienen en esos pseudoenuncia-
dos son conceptos formales, los que según la perspectiva adoptada
en el T, no son auténticas funciones proposicionales aplicables a ob-
jetos, sino los rasgos formales que los constituyen.
Estas formas trascendentales no son objetos de un tipo especial
que deban ser conocidos de algún modo especial, sino las condi-
ciones inmanentes al factum de que tenemos lenguaje. El reco-
nocimiento de este factum es lo que Wittgenstein llamó en aquel
entonces "lo místico". Como tal, no puede ser ni explicado ni
fundado, sino sólo esclarecido por la filosofía. Tampoco hay co-
nocimiento científico de lo a priori. El orden a priori no es objeto
de conocimiento de ningún saber posible; su consistencia es la de
un hecho último, inexplicable: el de que haya sentido, que haya
lenguaje.
[41]
Pero el lenguaje debe ser entendido aquí como el medio univer-
sal del pensamiento, no como la manifestación empírica concreta
de lo que los hablantes de las lenguas naturales comparten. La vi-
sión sub specie aeterni en la que se sitúa Wittgenstein en su primera
obra, presupone que el orden del ser posible que se muestra en
el lenguaje del análisis, subyace a toda práctica lingüistica concre-
ta, por la razón trascendental de que no hay pensamiento que no
esté sometido a los designios de la lógica que guía las posibilidades
mismas del análisis y la asunción de que esta lógica del lenguaje y
el pensamiento refleja el orden del mismísimo ser. Así, la lógica lo-
graba levantar por sí misma un muro alrededor de la ciudadela del
sentido, garantizando que permaneciera incólume frente al asedio
insidioso del sinsentido, del filosófico sobre todo.
En el prólogo mismo de la obra, Wittgenstein afirma que el
objetivo del trabajo es trazar el límite entre lo pensable y lo no pen-
sable trazando uno en el lenguaje, entre sentido y sinsentido. Esta'
operación es una astuta y soberbia ficción que permite sostener
la tarea de la filosofía. ¿Pero resulta sostenible en estos términos?
Aunque estéticamente elegante, la disolución final de sí mismo que
opera el libro nos lleva a la incongruencia de asumir que el sin-
sentido filosófico es el camino necesario para trazar el límite del
lenguaje significativo justamente a los fines de expulsar del lenguaje
y el pensamiento al sinsentido, especialmente al filosófico, al que
Wittgenstein se encarga de prohibir expresamente, reconociendo
de esta forma su permanente posibilidad.
El truco del prólogo es bastante obvio: para proponerse tra-
zar los límites de lo pensable, es necesario suponer una distinción
entre lo pensable y lo no pensable. Pero como por definición lo no
pensable debe ser inaccesible al pensamiento, debemos recurrir al
lenguaje y distinguir en su interior entre un lenguaje significativo
y uno no significativo, para después identificar pensamiento y sen-
tido, caracterizar y prohibir el sinsentido y, de esta forma, hacer
imposible lo no pensable.
Si hablo de truco, es porque para hacer concebible este progra-
ma, hay que pasar por alto algunos pases de birlibirloque: en primer
lugar, ¿cómo podemos tener la mínima idea acerca de lo no pensa-
ble para siquiera admitir que existe, o que puede ser reconocido y
[42]
separado de lo pensable? Pero, además, ¿en qué se funda la brecha
abierta entre lenguaje y pensamiento?
Que hay esta brecha es patente, toda vez que se acepta que
el linde en cuestión es realizable en y con el lenguaje, pero no
en y con el pensamiento. En tercer lugar, ¿cómo una vez abierta
puede cerrarse esta brecha? En cuarto lugar, ¿debe concluirse que
el lenguaje sinsentido es equivalente a lo no pensable? Finalmen-
te, y para articular el programa expresado en el prólogo con la
prohibición de decir lo que no se puede decir -lo que supone la
importante distinción de Wittgenstein entre decir y mostrar-, cabe
preguntarse sobre la coherencia de esta distinción y esta prohibi-
ción cuando el sinsentido debe ser lingüísticamente constituido y
articulado, operación sin la cual el muro entre lo pensable y lo no
pensable no pude ser levantado. En pocas palabras, el T entero
puede tomarse como el gran intento de Wittgenstein por construir
el muro del lenguaje. ¿En función de qué necesidad debía levan-
tarse este muro?
Para responder a esta pregunta, debemos volver al contenido
preciso de la caracterización de la filosofía como crítica del lenguaje
en T. En primer lugar, la crítica del lenguaje es necesaria en tanto
análisis lógico, debido a que la lógica de nuestro lenguaje permane-
ce oculta bajo el ropaje de nuestro lenguaje natural. Wittgenstein
adoptaba como básicamente correcta la teoría de las descripciones
de Russell, al menos en su aspecto lógico-semántico -no así en el
epistemológico-. Esta teoría había mostrado cómo la estructura
lógica de una proposición -y por ende del pensamiento y de los
hechos mismos- exigía un análisis. A tal efecto, Russell aplicó al
lenguaje natural el instrumental lógico de Frege, según el cual la
estructura de la proposición se componía de función y argumento.
Recordemos el ejemplo clásico de Russell: "el actual rey de Francia
es calvo", proposición que, una vez analizada, se muestra como
una conjunción de proposiciones que incluye afirmaciones genera-
les, parafraseando la estructura lógica del ejemplo en términos lin-
güísticos: "Hay un actual rey de Francia y sólo uno, y es calvo".8
[43]
En segundo lugar, y más importante para nuestros fines en el
presente ensayo, era de vital importancia para la perspectiva del T
ejercer la crítica del lenguaje filosófico. Esta crítica concluye que no
hay verdades filosóficas, ya que no hay proposiciones filosóficas. Esta
tesis es una consecuencia estricta de un conjunto de doctrinas que
comienza por establecer que sólo las proposiciones tienen sentido,
y los nombres tienen referencia dentro del contexto de la proposi-
ción. Puesto que la condición para ser una proposición es poder ser
verdadera o falsa, que es lo que otorga capacidad de representación
o figuratividad'' al lenguaje, nada que no tenga esta bipolaridad
contará como una proposición, esto es, una figura susceptible de
ser verdadera.
Ahora bien, para tener esta condición, una estructura representa -
cional debe satisfacer el análisis en términos de funciones proposicio-
nales y argumentos que satisfagan dichas funciones. Pero Wittgens-
tein sostuvo que ninguno de los supuestos objetos o hechos sobre
los que versaría la filosofía forman parte de proposiciones como fun-
ciones o argumentos de esta clase. Dicho de otro modo, no habría
hechos lógicos o metafísicos que puedan ser figurados verdadera o
falsamente por supuestas proposiciones filosóficas.
Si repasamos las candidatas a ser proposiciones filosóficas, den-
tro de las más diversas áreas de esta supuesta disciplina, nos en-
contramos, según la perspectiva del T, con pseudoproposiciones.
Así, puesto que expresiones como "x es una cosa" o "x es una
propiedad", no son para Wittgenstein auténticas funciones propo-
sicionales, no pueden dar lugar a proposiciones auténticas cuando
reemplazamos las "x" con el nombre de una cosa o de una propie-
dad, por ejemplo "El Monumento a la Bandera es una cosa" o "la
valentía es una propiedad". En estos ejemplos tenemos sinsentidos
filosóficos a causa de tratar los conceptos formales cosa y propiedad
como si fueran conceptos propios, como lo son los que podemos
aplicarles con sentido a un monumento o a la valentía, en ejemplos
del tipo "homenajear a Belgrano" en el caso del Monumento a la
Bandera argentina o "ser una virtud" en el caso de la valentía, si se
[44]
lo interpreta como una afirmación de hecho acerca de las creencias
de las personas.
Abrir la puerta a este tipo de enunciados, es habilitar la ancha
avenida de la metafísica, pues enseguida sobrevendrán enunciados
como T I . 1: "El mundo es la totalidad de los hechos, no de las
cosas", típicamente metafísico. ¿Y qué decir de otros más para-
digmáticos como "el alma es simple", el famoso dictum fenome-
nológico: "Toda conciencia es conciencia de algo" o incluso una
pregunta como "¿por qué hay más bien algo en lugar de nada?"
Formarían parte de teorías filosóficas si las hubiera, pero Wittgens-
tein viene a negar que las haya. De acuerdo a su concepción -no
sólo en el T- la filosofía es una actividad.
Incluso la ética es informulable desde su punto de vista, pues
como se recordará, en T 6.41 Wittgenstein afirma que ningún
hecho del mundo es en sí mismo valioso, sino que el valor es una
propiedad del mundo o vida tomados como un todo. Desde luego,
algunos juicios de valor pueden tratarse como juicios de hecho,
siempre que se trate de juicios relativos, como cuando se afirma de
alguien que es un buen pianista. Pero cuando se pretende hacer un
juicio de valor irreductible a todo hecho se ha ido más allá de lo
decible con sentido.10
Nos reencontramos ahora con la justificación del pasaje sobre el
método que citábamos más arriba: como la filosofía no trata de he-
chos, y en la perspectiva tractatiana sólo hay verdades de este tipo, en
filosofía debiéramos limitarnos a enunciar todas y sólo esas verdades,
esto es, las de la ciencia natural, lo que no tiene nada de filosófico, y
conformarnos luego con esclarecer por qué las cosas son así, objetivo
que intenta satisfacer Wittgenstein en el T.
Sin embargo, no es esto lo que en rigor hace Wittgenstein en
el T. Según nos lo dice el propio autor en la proposición que sigue
inmediatamente a la referida al método, la famosa 6.54, la obra en-
tera debe verse, paradójicamente, como un conjunto de sinsentidos
filosóficos. La particularidad de estos sinsentidos estaría dada por
el hecho de que quien los comprenda, adquirirá la "justa visión del
mundo", esto es, dicho metafóricamente, la justa visión del funcio-
namiento del lenguaje y el pensamiento, que constituyen el ámbito
[45]
a través del cual se accede a dicho mundo como .1 MI correlato O
trasunto ontológico.
¿Qué es lo que la filosofía así entendida nos enseña? Básica
mente, que ella misma es la perspectiva de los límites del sentido.
Practicar la filosofía se vuelve riesgoso precisamente por ello, por
que nos pone a andar en una cuerda tendida sobre el abismo. Si
bien no es posible evitar el sinsentido, pues decir algo en filosofía es
producirlo, no da lo mismo decirlo de cualquier modo.
Para percibir la diferencia, deben observarse las consecuencias de
la importante distinción entre decir y mostrar establecida por Witt-
genstein en T 4.022: "La proposición muestra su sentido... si es
verdadera, muestra cómo están las cosas. Y dice que las cosas están
así", la que debe ser leída junto a 4.1212: "Lo que se puede mostrar
no puede decirse". En última instancia, lo que se muestra es la forma
lógica, esto es, lo que el lenguaje y el pensamiento deben tener en
común con los hechos para poder representarlos. Cada proposición
significativa afirma o niega un hecho, ejemplificando en el signo
proposicional la forma lógica que hace posible la conexión entre el
lenguaje y la realidad. Cuando la filosofía intenta decir la forma ló-
gica, pierde el límite, pues pretende hacer de las condiciones de lo
decible con significado una especie de ultrahecho perteneciente a un
ultramundo, por así decir. El buen sinsentido, al respetar el límite,
habilita la comprensión de la lógica de nuestro lenguaje, al dejar que
ésta se muestre en lo que se dice.
Este es entonces el sentido último de la crítica del lenguaje en
"el Tractatus'''-. permitirnos comprender, mediante elucidaciones,
la lógica de nuestro lenguaje, no produciendo supuestas propo-
siciones o teorías filosóficas, sino desalentando todo intento de
transgredir el límite trazado entre el sentido y el sinsentido. Claro
que para ello la transgresión que el propio Tractatus comporta es
inevitable. Pero es una transgresión que pretende estar destinada a
desaparecer una vez completada la visión a que da lugar.
2. Años de transición
[47]
por caso, una proposición que atribuya a un objeto cierto tono de
color, se infiere que no le pertenece otro tono diferente que éste.
Este cambio implicó dos cosas: aceptar que la comparación
entre el lenguaje y el mundo, implicada en la teoría figurativa, no
se hacía tomando aisladamente una proposición proyectada sobre
un estado de cosas aislado, sino que lo comparado debía ser un
sistema de proposiciones proyectado sobre un reino de objetos.
La segunda consecuencia es que Wittgenstein ya no podía seguir
manteniendo que toda inferencia se reducía a una tautología, pues
ahora, aceptaba que una inferencia como "un hombre tiene dos
metros de alto, por lo tanto no tiene tres metros de alto", se da
ya al nivel elemental de las proposiciones. Este tipo de inferencias
constituyeron a partir de entonces para Wittgenstein, reglas de sin-
taxis lógica, ciertamente un lugar para la verdad necesaria que ya
no es una mera tautología.12
Por la misma época, Wittgenstein escribió una extensa serie
de anotaciones que conformaron el llamado Gran mecanograma,
texto que se dividía en diecinueve capítulos, y que diera lugar a co-
lecciones que los albaceas de su obra fueron publicando varios años
después de su muerte. Muchas de estas observaciones ya adelantan
lo que marcará la orientación de las Investigaciones. Al respecto,
acordaremos con Anthony Kenny en su siguiente evaluación:
[48]
Debe tenerse presente, por lo demás, que en el texto que escri-
bió como prólogo a las Investigaciones, Wittgenstein remonta el
inicio de éstas al año 1929. Esta superposición parcial entre textos
de diversa época referidos a cuestiones emparentadas, se debe a lo
que ya dijimos en el primer capítulo: la escritura en Wittgenstein
es un continuo del cual se han extraído diferentes libros que, en su
transmisión, terminaron por constituir una obra dentro de la cual,
si bien cabe cierta periodización, hay núcleos constantes, algunos
sobrevivientes de la época del Tractatus.
En mi opinión, la perspectiva de que el lenguaje natural es el
único lenguaje, de su consideración en relación con la vida del ha-
blante y la importancia creciente de la referencia a los procesos de
adquisición del lenguaje como filosóficamente relevantes, son los
principales cambios de estos años de transición.
Ya en su conversación con Schlick del 22 de diciembre de 1929
dice Wittgenstein:
14 Waismann ( 1 9 7 3 ) pp. 4 0 y s.
[49]
la concepción wittgensteniana va afianzándose en dirección del en-
foque del lenguaje como una práctica, propio de su más connotada
obra del último período de su pensamiento. Pero más lo es aún
notar el giro práctico en la concepción del lenguaje que ya se insi-
núa en varios pasajes, como en la sección citada y por ejemplo en
la siguiente:
[50]
portantes de su anterior pensamiento y, sobre todo, cómo comen-
zó a darse lo que llamaremos "giro práctico" de su concepción del
lenguaje. Es en el marco de esta transformación que habrá de con-
trastarse, también, el sentido de su caracterización de la filosofía
como crítica del lenguaje en el Tractatus, según hemos visto, con la
idea de esta crítica tal cual se promueve en las Investigaciones.
[51]
esa condición se ejerce, sea en la trascendentalidad solipsista del To
en la multiplicidad efectiva del lenguaje practicado por los hablan-
tes en el seno de las comunidades a las que pertenecen.
Para esclarecer el sentido de la crítica del lenguaje en If de-
bemos tener presente cómo se transformó su concepción del len-
guaje, o de nuestra relación con el lenguaje. Para ello, es esencial
prestar la debida atención a su uso de la famosa expresión juegos de
lenguaje. Wittgenstein introduce la expresión "juegos de lenguaje"
por primera vez en un texto incluido en Gramática filosófica (Gf),
obra que reúne una gran cantidad de los típicos "paisajes" con
los que pobló cuadernos y cuadernos durante tres décadas. Esa
colección abarca los primeros años de la década del treinta. Indico
estos detalles porque es muy significativo cómo aparecen allí lo que
identificaré como dos contextos muy distintos a cuya clarificación
la noción de juegos de lenguaje se aplica.
La mayor parte de la sección 26, que es a la que me estoy re-.
firiendo, está dedicada al contexto de aprendizaje de un lenguaje
por parte de un niño. A lo largo de la sección hay una oscilación
permanente entre dos énfasis en la comprensión de la naturaleza
de los juegos de lenguaje: uno, en el que se lo concibe como una
práctica que antecede a la formulación de su gramática; otro, que
lo ve como un cálculo en el que se aplica las reglas que lo constitu-
yen. Pero el cierre conclusivo de la sección no deja lugar a dudas de
cuál es el énfasis que predomina ya tan tempranamente en el pen-
samiento wittgensteiniano posterior al T: es el del entendimiento
de los juegos de lenguaje como una práctica a través de la que, por
ejemplo, un niño aprende un lenguaje, sin que el criterio del éxito
de ese aprendizaje sea la identificación y formulación explícita de
las reglas del juego.
En definitiva, en ese fragmento la expresión "juegos de len-
guaje" refiere a dos cosas: a la práctica a través de la cual un niño
aprende un lenguaje y a los términos de comparación que dispo-
nemos para iluminar dicha práctica. Es en este último caso que,
aun con dudas, Wittgenstein habla indistintamente de "juegos de
lenguaje" y de "cálculo", y supone que se trata de la descripción
de un procedimiento reglado; en cambio, el fenómeno mismo es
concebido como un proceso de adquisición del lenguaje por parte
de un niño, como algo que se practica sin reglas explícitas.
[52]
Estos dos énfasis son en verdad dos contextos de naturaleza
muy distinta, que el propio Wittgenstein a veces no distinguió con
claridad en sus obras. Los llamaré contexto ontogenético y contexto
normalizado. A veces una misma descripción de un juego de len-
guaje, tal vez con variaciones de menor o mayor magnitud, puede
funcionar para clarificar ambos contextos. Es el famoso juego con
el que prácticamente comienzan el Cuaderno marrón c I f , el del
albañil y su ayudante.17
En cualquier caso, lo que quiero poner de relieve es que la dis-
tinción no se hace entre juegos de lenguaje, sino entre contextos
de funcionamiento de dichos juegos y de sus descripciones filosófi-
cas correspondientes. El contexto ontogenético es aquel conjunto
indefinido de prácticas a través del cual un no hablante se convierte
en hablante y el contexto normalizado es aquel en el que un ya
hablante ejerce su condición de tal. En la bibliografía especializada
no se ha hecho con claridad sistemática esta distinción, quizá como
dije en parte porque el propio Wittgenstein no lo hizo así en sus
escritos, pero considero de la mayor importancia hacerlo.18
Hablo de contexto ontogenético y no de "contexto de aprendi-
zaje" o "de enseñanza-aprendizaje", en primer lugar, por lo que
Wittgenstein dice en el pasaje de Of citado más arriba. En segundo
lugar, porque como sostiene Cavell, cuando, por ejemplo, preten-
demos enseñarle ostensivamente a un niño el significado de ciertas
palabras, en un primer plano ni le enseñamos un significado ni
le enseñamos algo acerca de la clase de cosa a la que se aplica la
palabra. Más bien, lo introducimos en una práctica con diferentes
[53]
grados de complejidad, práctica que lo van conformando a nuestra
forma de vida.
Pero, básicamente, hablar de ontogénesis pretende señalar que
se trata de un conjunto de procesos que posibilitan que alguien
que aún no domina completamente la técnica del lenguaje la vaya
adquiriendo. Es una instancia ontológica, por así decir, porque allí
el lenguaje otorga una forma de ser a alguien que previamente sólo
contaba con una disposición o capacidad para adquirir alguna,
pero que finalmente adquiere una específica y, al hacerlo, queda
modificado en su condición. En efecto, a partir de dicha conforma-
ción, habrá sido normalizado dentro de una gramática determinada
y actuará dentro de sus límites - incluso cuando los transgreda-.
Llegamos aquí al otro contexto, en el que los ya hablantes,
quienes poseen el dominio del lenguaje, actúan normalmente, esto
es, de acuerdo a las pautas que fija la gramática de cada práctica, de
cada juego de lenguaje. En este contexto, las reglas de los juegos
se explicitan muy a menudo y los jugadores están en una situación
simétrica entre sí, no como en el otro contexto en el que básica-
mente se trata de un niño y un adulto. En la situación simétrica del
juego ya normalizado, cada uno es un potencial corrector de los
demás jugadores y de sí mismo, a la vez que puede ser corregido
por cualquier otro hablante, mientras que en el contexto ontoge-
nético es el adulto quien corrige al niño.
Vemos ahora cómo cambia la perspectiva sobre la distinción
fundamental entre el sentido y el sinsentido. Desde la condición de
hablantes de un lenguaje ya normalizado, la distinción entre senti-
do y sinsentido es una cuestión de reglas gramaticales y entonces,
hasta cierto punto, una cuestión de convenciones. Pero dichas con-
venciones encuentran su límite en las formas de vida dadas en las
prácticas constitutivas de la condición misma de ser seres hablantes
de los juegos de lenguaje correspondientes a esas formas de vida.
Si bien un hablante normalizado puede transgredir y transformar
las reglas, no puede hacerlo en términos absolutos, pues más allá de
cierto umbral debería perder la forma de vida que lo ha constituido
como tal hablante de tal lenguaje, y eso no está en su poder.
Sin lugar a dudas, la principal obra en la que Wittgenstein dio
tratamiento amplio a los juegos de lenguaje es If Conviene prestar
atención a algunos pasajes de esta obra para afianzar lo desarro-
[54]
liado hasta aquí. Comencemos señalando que es en la sección 7
que introduce en esa obra por primera vez la expresión "juegos de
lenguaje", y lo hace precisamente para denominar así a la práctica
por la cual los niños aprenden su lengua materna -ese es todavía el
contexto en la sección nueve-,
Pero desde luego, el contexto ontogenético no es el único en
el que funcionan los juegos de lenguaje según If En efecto, la
sección 23 aplica la expresión "juegos de lenguaje" a la condición
misma de ser un hablante, no sólo al proceso de estar convirtién-
dose en uno. En dicha sección encontramos la que para mí es la
tesis central del nuevo enfoque de Wittgenstein -nuevo, digo, en
relación con el T- y que vale la pena citar: "La expresión "juego de
lenguaje" debe poner de relieve aquí que hablar el lenguaje forma
parte de una actividad o de una forma de vida".
Como hemos dicho, los juegos de lenguaje, esto es, las prácticas
lingüísticas, constituyen al hablante como tal en el contexto onto-
genético y regulan el comportamiento lingüístico de los hablantes
en el contexto normalizado. Es momento de preguntarnos qué
son las formas de vida y qué papel juegan dentro de los contex-
tos propuestos. No es mucho lo que el propio Wittgenstein y la
literatura especializada han esclarecido al respecto, por lo que será
útil presentar una caracterización de los rasgos principales del con-
cepto. En primer lugar, cabe decir que "formas de vida" y "juegos
de lenguaje" se dan siempre conjuntamente, es decir, los juegos
de lenguaje se dan inmersos en formas de vida y la vida -las prácti-
cas- toma forma sólo con los juegos de lenguaje dados. En segundo
lugar, las formas de vida no constituyen ningún contenido específi-
co, más allá de aquellos establecidos y expresados por la gramática
de cada juego y sus consecuencias o aplicaciones. Por esta razón,
una tercera característica es que, en el contexto ontogenético, las
formas de vida son algo que se transmite con el lenguaje, pero que
no puede enseñarse como algo discernible o separable de ese mismo
lenguaje. En el contexto normalizado, la gramática establecida es
la expresión convencional de esas formas de vida dadas juntamente
con el lenguaje.
En cuanto al papel que juegan las formas de vida, podemos decir
que sin ellas no puede establecerse lenguaje alguno. En efecto, su-
pongamos cualquier enseñanza del lenguaje propia del contexto on-
[55]
togenético, un enseñamiento ostensivo por caso. Expresiones como
"esto es x" o "esto se llama x" o "'x' es el nombre de esto" o "'x'
es el nombre de esta clase de cosas" y similares, son todos contextos
que sólo pueden ser comprendidos en su naturaleza y función si se
comprende a la vez en qué consiste la práctica del nombrar, qué es
que algo sea un caso de un tipo o, si se prefiere, qué es decir de algo
que "es lo mismo que" algo más y cosas por el estilo. Y todo esto im-
plica a su vez, en general, comprender -y comprometerse con- qué
es seguir reglas, es decir, en qué consiste que permanezca establecido
obligatoriamente el vínculo constante entre las expresiones lingüísti-
cas y los fenómenos del mundo. Esto no es una característica más de
una forma de vida específica, sino una característica esencial de toda
forma de vida, esto es, del hecho de que la vida tome forma, que es
a la vez, el hecho de que haya lenguaje.
Entonces, un mismo proceso establece la práctica de seguir re-
glas y la capacidad de producir y comprender enunciados metalin-
güísticos como "con 'más' signifiqué la operación de sumar". Pero
este proceso no puede desarrollarse sino a través de casos específi-
cos de referir, significar y aplicar reglas. Es con la adquisición con-
creta de ciertos juegos de lenguaje que se alcanza el núcleo de cual-
quier forma de vida: la capacidad de justificar los usos lingüísticos
como aplicaciones de reglas. Así, devenir un hablante es acceder a
una práctica regular, normalizada, lo que implica reconocer la na-
turaleza normativa de las reglas que fundan dicha práctica. Lo que
no puede ser fundado en un, por así decir, "súper juego" regido
por "súper reglas", es la práctica misma de seguir reglas y justificar
metalingüísticamente las atribuciones de significado que de hecho
hacemos respecto de nosotros mismos y los otros hablantes. En
otras palabras, no puede responderse por qué seguimos las reglas
que seguimos, a lo sumo podemos aspirar a describir cómo es que
llegamos a dichas reglas.
En conclusión, la normatividad del significado es un aspecto de su
normalidad, es decir, sólo hay significado porque hay normalización
y sólo hay normalización porque, al volvernos hablantes de un len-
guaje, quedamos constreñidos a una práctica cuya forma de vida bá-
sica consiste en reconocer y aplicar reglas.
¿Determinan necesariamente estas reglas sus aplicaciones? Esta
pregunta puede ser interpretada como un vínculo interno o uno
[56]
externo entre las reglas y sus aplicaciones. En el primer sentido, una
aplicación de una regla contará como correcta si y sólo si cumple
con el contenido necesario de lo que la regla prescribe. Es decir, si
sumo dos a dos, no puedo sino obtener cuatro. Si no lo obtengo, o
cometí un error o no seguí la regla de la suma sino cualquier otra.
Ahora bien, si se insiste en preguntar de dónde obtiene la regla
su fuerza normativa, la pregunta es externa al vínculo entre norma y
aplicación. Lo que se quiere es fundar la normatividad de la norma
como tal, inquisición que termina en círculo, regresión infinita
o detención arbitraria del camino regresivo. En lugar de aceptar
cualquiera de estas opciones, lo que ha de hacerse es rechazar la
búsqueda de este fundamento ulterior, pues nada si no la forma de
vida misma ha otorgado fuerza normativa a la norma. (Volveremos
sobre esto más adelante.)
[57]
lo concibe como una superficie desenvolviéndose infinitamente. La
profundidad no es ahora más que el horizonte siempre desplazado
de la significación. Esto hace que lo que antes era concebido como
inefable, ahora sea concebido como inagotable.
No podemos sustraernos a que con cada acto de habla se abra
un horizonte de significaciones e interpretaciones potencialmente
infinitas. Pero esto no constituye ningún espacio enrarecido, se lo
piense como interno, mental y privado, o como trascendente y ob-
jetivo. Por el contrario, tal dimensión no preexiste al fenómeno del
lenguaje sino que es generado por él en acto. Y no hay otro modo
de recorrerlo que con más lenguaje.
Esto no hace del lenguaje ninguna prisión insuperable, pues
el lenguaje no es, según esta representación, ninguna totalidad.
Ocurre simplemente que nuestras acciones y nuestra vida están
articuladas según esta estructura significante. Nuestra tarea es la
comprensión de nosotros mismos en esa articulación significante.
Por alguna razón, perfectamente comprensible, la filosofía tradi-
cionalmente ha desesperado de ello, lo que la ha llevado a buscar
algún exilio más allá o más acá de la estructura en cuestión. La
filosofía de Wittgenstein constituye la crítica más formidable a esta
tradición.
Muchos de los temas propios de la filosofía de Wittgenstein,
tal como aparecen en ios años treinta y los cuarenta, pueden verse
como resultado de esta decisión estratégica acerca del lenguaje y de
nuestra relación con el lenguaje. La crítica a la definición ostensiva,
su argumento en contra del lenguaje privado, el análisis del estatus
de las reglas y sus aplicaciones, su convencionalismo matemático,
son diversos resultados de su concepción del lenguaje como una
práctica viviente, iluminable filosóficamente a través de la descrip-
ción de juegos de lenguaje. Lo que esta descripción realiza es la
manifestación del lenguaje como una estructura de una sola cara,
sin revés, ya que si tuviera uno, sería inefable, pues sería no-lengua-
je y por ende, nada que podamos pensar o comprender.
En el T y en muchos textos de los años treinta, también Witt-
genstein buscó una suerte de exilio. Lo encontró en lo místico y
en lo inefable. Concibió entonces su tarea como la construcción de
un muro de lenguaje que protegiera "lo más alto" de la chapucería
de la especulación filosófica. Pero si estoy en lo correcto, la torsión
[58]
topológica de su perspectiva sobre el lenguaje lo liberó de esos
muros, sin por ello hacerlo recaer en palabrería hueca o especula-
ción gratuita. Finalmente, encontró en la filosofía un medio para
perforar esos muros imaginarios, con paciencia.
[59]
PROBLEMAS FILOSÓFICOS
[61]
de una definición de significado, sin admitir el uso alusivo o meta-
fórico que éste había hecho de la palabra "gloria". En este punto el
diálogo discurre en estos términos:
[62]
en nosotros, esa que nos mantiene abiertos a la renovación comuni-
taria de nuestras formas de vida.
En medio de esta escenificación de nuestra relación con el len-
guaje, preguntémonos qué papel le cabe a la filosofía. ¿El filósofo
es Alicia, Humpty Dumpty, ninguno de los dos o algún personaje
más complejo que compone la polaridad misma entre "la inocen-
te" Alicia y "el despótico" Humpty Dumpty?
La moraleja del "diálogo" es clara: hay una norma del significa-
do inmanente al uso del lenguaje, que da estabilidad y normalidad
a éste, pero aun cabe preguntar cuál es la fuente normativa de la
que proviene. ¿Se trata de un fundamento objetivo, independiente
de lo que hagan o puedan hacer los hablantes o, por el contrario,
la potencia normativa se encuentra en éstos? En cualquier caso,
¿cómo impacta sobre la filosofía la cuestión entera?
Parte de la respuesta ya la adelantamos más arriba, la que se
irá completando según avancen nuestras indagaciones. Por el mo-
mento las he planteado para poner en contexto el tema de este
capítulo: el de la naturaleza de los problemas filosóficos. ¿Surgen
estos problemas una vez se ha cruzado el supuesto límite que daría
consistencia al lenguaje? Planteado de otro modo, cuando un filó-
sofo trata un problema filosófico, ¿lo hace de este lado del espejo/
lenguaje o se halla extraviado del otro lado, como parece estarlo
Alicia? ¿Es el problema como tal sólo algo que surge una vez cru-
zado ese umbral?
Sabemos ya que el diagnóstico de Wittgenstein es que el pro-
blema filosófico nace a consecuencia de nuestra incomprensión
del funcionamiento del lenguaje y que un hablante de un lenguaje
cualquiera, por el solo hecho de serlo, está expuesto a esta incom-
prensión. Pero éste es sólo el punto de partida más general. El
enfoque de Wittgenstein es más rico; debemos verlo de cerca, a la
luz de las consideraciones previamente expuestas.
Reproduzcamos nuevamente el texto de Wittgenstein que ofi-
cia de epígrafe de este libro:
Con frecuencia, los filósofos son como niños pequeños que empie-
zan por hacer rayas caprichosas con su lápiz sobre un papel y des-
pués preguntan a los adultos: "¿qué es?". Lo que sucedió fue esto:
el adulto le había dibujado con frecuencia algo al niño y le había
[63]
dicho: "esto es un hombre", "esto es una casa", etc. Y ahora el
niño pinta también rayas y pregunta: "¿qué es esto?".
[64]
Desenmascarada la representación imaginaria del combate, ad-
vertimos que el terreno donde se libra es en el vínculo del hablante
con su condición de tal. Es en el espacio de ese movimiento, en el
que se da la tensión entre el proceso de normalización y la propia
capacidad de creación normativa, donde cabe la filosofía. Por ello
el lenguaje nos hace filósofos, porque radica en él mismo la fuente
y la materia de los problemas filosóficos. ¿Pero qué es un problema
filosófico en la perspectiva de Wittgenstein?
Recordemos su imagen de que el filósofo es como un niño que
juega a ponerle nombre a cosas que no son cosas, pero que él trans-
forma mágicamente en tales. Con esa imagen de fondo leamos el
siguiente pasaje estratégico de las I f :
[65]
bra, emparentados entre sí de muchas maneras diferentes -pero
entre estos tipos de uso no está el de la palabra "esto".
Es bien cierto que frecuentemente, por ejemplo, en la definición
ostensiva, señalamos lo nombrado y a la vez pronunciamos el nom-
bre. Y similarmente pronunciamos, por ejemplo en la definición
ostensiva, la palabra "esto" mientras señalamos una cosa. Y la pala-
bra "esto" y un nombre están también frecuentemente en la misma
posición en el contexto oracional. Pero es característico del nom-
bre justamente el que se explique por medio de la ostensión "esto
es N " (o "esto se llama 'N'"). ¿Pero explicamos también: "Eso se
llama 'esto'" o "esto se llama 'esto'"?
Esto está conectado con la concepción del nombrar como un pro-
ceso oculto, por así decirlo. Nombrar aparece como una extraña
conexión de una palabra con un objeto. Y una tal extraña conexión
tiene realmente lugar cuando el filósofo, para poner de manifiesto
cuál es la relación entre el nombre y lo nombrado, mira fijamente
un objeto ante sí y a la vez repite innumerables veces un nombre
o también la palabra "esto". Pues los problemas filosóficos surgen
cuando el lenguaje hace fiesta. Y ahí podemos figurarnos cierta-
mente que nombrar es algún acto mental notable, casi un bau-
tismo de un objeto. Y podemos también decirle la palabra "esto"
al objeto, dirigirle la palabra -un extraño uso de esta palabra que
probablemente ocurra sólo al filosofar. ( I f , 38)
[67]
a "curarnos" de dichos problemas, disipando la niebla con que la
teoría filosófica enrarece al lenguaje.
La filosofía correcta aparece ahora como una técnica destructi-
va, sin posibilidad de proveer genuinas explicaciones. Se ha querido
ver en esto la negación de la filosofía como tal. Sin embargo, como
se apreciará a medida que avancemos, es precisamente en esta efi-
cacia destructiva donde radica el valor positivo de la filosofía de
Wittgenstein, quien era consciente de ello, como queda expresado
en el siguiente fragmento:
[68]
El filósofo cuyas "enfermedades" Wittgenstein busca curar pre-
tende, cual Humpty Dumpty, decretar normas "de significado" sin
arraigo alguno en una práctica. Debemos aun preguntar: ¿cómo es
esto posible? ¿Qué relación hay entre el hablante supuestamente
incontaminado y este filósofo? Y, sobre todo, ¿quién puede tirar la
primera piedra? ¿Dónde en esta historia, si en algún lado, están la
culpa y la inocencia?
"La filosofía es una lucha contra el embrujo de nuestro enten-
dimiento por medio de nuestro lenguaje", afirma Wittgenstein (If
109), ¿pero de dónde obtiene su poder sobre nosotros sino de
nosotros mismos? En verdad la imagen de un hablante inocente,
a salvo de la corrupción filosófica, es una mitología que el plan-
teo crítico de Wittgenstein no necesita. No se trata de que haya
hablantes a salvo del embrujo referido, sino que cualquiera puede
estar expuesto a éste, y, precisamente por ello, es que le cabe la exi-
gencia de adoptar una actitud vigilante para no sucumbir al vértigo
de la especulación filosófica gratuita, esa que se lleva al lenguaje de
vacaciones.
Ser hablante de un lenguaje es ya estar disponible para los pro-
blemas filosóficos. Estos se alimentan de la misma condición que
permite que haya lenguaje, es decir, la de recibir el lenguaje en el
seno de una comunidad de habla que se sostiene conjuntamente
en la práctica del lenguaje mismo. Dado que no hay fúndamento
alguno en el que enraizar dicha práctica, y que ésta requiere para
su vitalidad que retengamos nuestra capacidad de fijar, inventar o
contradecir normas de significado -y de las otras, claro está-, no
es posible aquí separar el trigo del lenguaje de la cizaña filosófica,
pues arrancar ésta mata al trigo, algo que Wittgenstein no llegó a
ver con entera claridad.
¿Qué distingue entonces la buena de la mala filosofía según la
perspectiva de Wittgenstein? Principalmente esto: la mala filosofía
es la que adopta una actitud ingenua y despreocupada ante el len-
guaje. Al no reconocer en éste una fuerza, salta por sobre él para
arrebatarle por asalto dicha fuerza en favor de su fantasía teori-
zante. Así nacen los sistemas filosóficos, los que desde luego pue-
den ser -y a menudo son- una fuente de fascinación para nuestro
entendimiento.
[69]
La filosofía correcta, en cambio, sabe que su potencia provie-
ne del lenguaje mismo, en tanto práctica inserta en la forma de
vida, a la que no se puede sustraer, sino en todo caso enriquecer
internamente. Su valor radica en ofrecer al hablante una mirada de
conjunto sobre su propio lenguaje, no aportarle supuestas nuevas
verdades. Al hacerlo, "deja todo como está" (If 124), despeja el
terreno para que cada hablante trabaje con el lenguaje.
Es oportuno recordar aquí uno de los más famosos símiles que
usó Wittgenstein para forjar una representación del lenguaje ade-
cuada a esta concepción crítica de la filosofía:
[70]
que es la nuestra. Es lo que de hecho hace Wittgenstein, pues a
partir de cada problema filosófico, o de una variedad de expresio-
nes de éste, construye juegos de lenguaje, imagina situaciones y
describe sus supuestos y consecuencias. Este trabajo es el que nos
permite arribar a la representación perspicua, que presumiblemen-
te no estaba antes del problema filosófico.
El problema filosófico se realiza a través de una confusión acer-
ca de la gramática de nuestro lenguaje. Esta confusión se expre-
sa habitualmente en una pregunta que, a la par que la confusión,
contiene una inteligibilidad, pues suele reunir de un modo origi-
nal aspectos normales de nuestro lenguaje. ¿No es entonces ese
"error gramatical" el que nos da la oportunidad de aumentar nues-
tra comprensión lingüística? En todo caso, el problema filosófico
aporta su especial contribución a la construcción de nuestras he-
rramientas conceptuales. Seguramente hay otros caminos, pero el
filosófico, precisamente en virtud de su creatividad y amplitud, no
sería fácilmente sustituible.
Nos preguntábamos más arriba si el problema filosófico surge
"del otro lado del lenguaje", como Alicia encuentra a Humpty
Dumpty del otro lado del espejo. La comparación contiene una
sugerencia esclarecedora. Atravesar el lenguaje, por así decir, es
una condición para que éste muestre el fondo inescrutable del que
surge.
Desde ese lado se ven las costuras que desde éste se disimu-
lan. Así como Alicia ha de correr el riesgo de su desorientación,
también el hablante debe aceptar el de la filosofía, no reprimir la
indagación, aun al extremo del absurdo. Pero luego ha de volverse
a este lado para reconocer el verdadero rostro de la normalidad por
primera vez, cuando se sabe tanto de su arbitrariedad como de su
fragilidad.
Por último podemos decir que, mientras que el filósofo que se
extravía en sus teorías es como un niño que se pretende adulto, el
filósofo crítico a la Wittgenstein, es más bien un adulto que visita
al niño y reconoce en él su propia fuerza, pero también sus propios
límites, que son los del lenguaje, los de las formas de vida.
[71]
L A MENTE EXTERIOR
[74]
Para Russell, un auténtico nombre no puede en ningún caso
carecer de denotación, constituyéndose ésta en su única signifi-
cación. Para garantizarlo, se requieren pronombres que funcionen
como nombres propios. A su vez, las significaciones o denotados de
estas expresiones tienen que ser forzosamente algo de lo que se
tenga experiencia inmediata, respecto de la cual no quepa error de
juicio alguno.
La consecuencia anómala de este resultado es que las proposi-
ciones obtenidas a través de este análisis, a pesar de no ser tauto-
logías ni verdades necesarias bajo ningún concepto, nunca pueden
ser falsas. Para ellas, tener sentido y ser verdaderas son lo mismo.
En cambio, las proposiciones que no contienen nombres genui-
nos retienen la bipolaridad verdadero-falso, pero al precio de per-
der el vínculo denotativo entre el lenguaje y su referencia. Pagado
este precio, las proposiciones que no contienen nombres genuinos
pueden ser significativas y, como tales, verdaderas o falsas. Así re-
sulta porque su forma lógica contiene afirmaciones existenciales y,
como tales, generales. Por contraste, las proposiciones cuyo sujeto
lógico es un pronombre en función nominativa, no contienen ge-
neralidad, denotr.n lo simple.
Al respecto, la posición de Wittgenstein en el Tractatus no es
del todo clara, pues su compromiso con la teoría russelliana no
llega hasta sus aspectos psicológicos y epistemológicos más con-
trovertibles -incluso sus respectivas concepciones de la denotación
contienen diferencias importantes, pero no nos extenderemos aquí
al respecto-.
En la concepción russelliana, el modelo objeto-designación
puede generalizarse a todo el lenguaje, pues las proposiciones que
contienen generalidad constituyen lo que Russell llamó conoci-
miento por descripción, pero todo el contenido de este conoci-
miento, para ser tal, debe poder remitirse en última instancia a lo
que llamó conocimiento directo, precisamente el que se expresa en
las proposiciones que contienen sólo nombres genuinos.
Ahora bien, es claro que accede al conocimiento directo sólo
aquel que experimenta directamente los estados de cosas por él
descriptos. Pero el lenguaje que expresa esta experiencia y cono-
cimiento directos agota su significado en los denotados así expe-
rimentados. ¿Cómo puede ahora concebirse este lenguaje como
[75]
común a distintos sujetos de distintas experiencias? Que la expe-
riencia no puede ser común se sigue de que si lo fuera, podría ser
objeto de un conocimiento por descripción, o bien permanecer
cierta exclusivamente en el propio caso, pues ¿cómo podría uno
estar cierto de que lo que experimenta el otro es lo mismo que
experimenta uno?.
Los candidatos russellianos para satisfacer las exigencias de su
teoría son sus famosos datos sensoriales -y, a decir verdad, son los
mejores candidatos-, (Wittgenstein nunca se llevó bien con éstos,
pero, a fuerza de no comprometerse con ellos, debió dejar abierta
la caracterización de sus simples.)
Más allá de las diferencia entre ambas concepciones, la de Russell
y la de Wittgenstein, en las If éste las pone en relación directa en
la última frase del fragmento 46, en donde luego de reproducir un
pasaje del Teeteto de Platón referido a "los protoelementos", de los
que se dice que sólo pueden ser nombrados y no descriptos, afirma:
"Estos protoelementos fueron también los 'individuos' de Russell y
mis 'objetos' (Tract. Log. phil'.)".
[76]
origina el núcleo principal de los problemas filosóficos que juzgaba
necesario disolver.
Tal es la importancia que el tema reviste para Wittgenstein, que
las Investigaciones comienzan con una célebre cita de las Confesio-
nes de Agustín a partir del cual de inmediato se presenta la discu-
sión al respecto. (A continuación reproduzco dicho pasaje porque
nos servirá, no sólo para tener más en claro el sentido de las ob-
servaciones de Wittgenstein, sino por su riqueza intrínseca, a la
que esas observaciones no hacen plena justicia, o en todo caso, a
la que reducen a sus aspectos más problemáticos, al menos según
la perspectiva sobre el lenguaje que intenta alcanzar Wittgenstein,
¡¡¡perspectiva que viene ya sugerida por el texto de Agustín!!!).
[77]
el niño aparece como intérprete de un comportamiento verbal y
no verbal de los adultos. De acuerdo con dicha interpretación, la
ostensión de las cosas se lograba a través de la simultaneidad de
ciertos movimientos corporales y la producción de sonidos. Esos
sonidos pasaban a ser signos de las cosas para el niño a partir de su
repetición en un cierto orden oracional. El conjunto de las situa-
ciones habría constituido un adiestramiento que le permitió al niño
expresar sus deseos, como se los permitía a los adultos, que con
esos sonidos daban expresión a los suyos.
En esta descripción del lenguaje encontramos, en primer lugar,
una perspectiva práctica de éste, como nos la brindan las Investiga-
ciones, no una teórica, como era la del Tractatus. En segundo lugar,
la ostensión no aparece como una definición del significado, sino a lo
más como un enseñamiento ostensivo implícito, que supone un or-
denamiento oracional de las palabras. En tercer lugar, hay un énfasis
importante en el modo en que la práctica del lenguaje pertenece al
conjunto de la vida, en su entrelazamiento con el cuerpo en movi-
miento, en su función expresiva y en su uso para fines concretos.
(Entre esos fines no se encontraría, ciertamente, el de dar nombres a
las cosas, sino el de poder tomarlas, tenerlas o rechazarlas.)
Al recorrer las observaciones que componen las Investigaciones,
uno encuentra una imagen del lenguaje muy similar a la de Agus-
tín. Incluso el propio Wittgenstein reconoce en la sección 3 que
esa figura es una representación correcta de un lenguaje primiti-
vo, de un sistema parcial de nuestro lenguaje -incluso la sección 2
propone un juego de lenguaje que cumpliría con la descripción de
Agustín-, Entonces, ¿por qué atribuir al texto de Agustín la idea
de que el significado es el objeto que nombran las palabras y que
el lenguaje es un conjunto de nombres, quedando así reducida su
función a la designación o denotación?
La respuesta la da Wittgenstein mismo en un párrafo de la sec-
ción 32, que reproducimos a continuación:
[78]
Lo que Wittgenstein encuentra en el texto de Agustín, y le re-
sulta una expresión de la mitología que es necesario erradicar, no es
tanto el modelo objeto-designación, sino la imagen del pensamien-
to que es posible colegir.
Ocurre que en su descripción, Agustín no evita que el adulto
hable por el niño y le atribuya a éste lo que son habilidades suyas.
En efecto, ya en la primera línea, se le otorga al niño la capacidad
de identificar nombres entre todos los sonidos que escucha. Por
otra parte, su función de intérprete parece ejercerla desde un len-
guaje que ya posee. Lo que alerta a Wittgenstein es que este len-
guaje pudiera ser tomado como un lenguaje privado, una especie
de mentales al que el lenguaje público de los adultos es traducido.
En verdad, si queremos recuperar la perspectiva del niño en
el proceso de adquisición del lenguaje, debemos hacerlo desde la
perspectiva del adulto, no contrabandearla como si desde el origen
fuera la del niño. Si así lo hacemos, diremos que fue el adulto quien
interpretó los movimientos corporales del niño, imponiéndole un
lenguaje que quedó desde entonces asociado para el niño con sus
actitudes hacia las cosas, la de desearlas, tomarlas o rechazarlas.
Pero Wittgenstein no estaba interesado en desarrollar una teo-
ría del aprendizaje del lenguaje, sino en combatir una concepción
de la mente y del significado con la que la filosofía a menudo queda
comprometida. Su interés en este combate era doble: porque en-
contraba esa imagen del pensamiento y del significado en la raíz
misma de numerosos problemas filosóficos y porque percibía que
tal vez su propio pensamiento filosófico temprano podría haber
estado comprometido en esa concepción.
El problema no radica en el enseñamiento ostensivo, que forma
parte del entrenamiento natural de la adquisición del lenguaje, ni
siquiera de la definición ostensiva, si se la asume como un instru-
mento de apoyo para lograr traducir el léxico de un lenguaje al
léxico de otro lenguaje. La cuestión recién aparece cuando se pre-
tende que la definición ostensiva sea el mecanismo para adquirir un
primer lenguaje.
El famoso argumento de Wittgenstein en contra de la posibi-
lidad de un lenguaje privado debe verse, en mi opinión, como la
crítica de esa posibilidad a través de un caso ejemplar de esa con-
cepción del lenguaje. Su objetivo no es mostrar por sí mismo que
[79]
"el lenguaje de sensaciones" o de otros fenómenos mentales no
puede comprenderse bajo el modelo en cuestión, sino utilizar un
caso paradigmático de cómo debiera entenderse la naturaleza del
lenguaje, si se lo representa a través de la figura de un conjunto de
nombres que poseen una significación independiente y originaria
respecto del lenguaje público.
Wittgenstein presenta así su concepto de un lenguaje privado:
Las palabras de este lenguaje deben referirse a lo que sólo puede ser
conocido por el hablante, a sus sensaciones inmediatas, privadas.
Otro no puede, por tanto, entender ese lenguaje. ( ( f 2 4 3 , al final)
[80]
en la exigencia de normatividad, una regla respecto de la cual quepa
la distinción correcto/incorrecto cuando se la aplica. Ahora debie-
ra concebirse una regla en términos puramente privados, ¿puede
concebirse una regla así? Si lo que oficia de regla es nuevamente
la asociación de un signo arbitrario - o un grito inarticulado- con
una experiencia, el caso se homologa al anterior, por lo que la fun-
damentación buscada no habría procedido, es decir, careceríamos
aún de la fuerza normativa requerida.
Varias secciones antes de considerar el caso específico de la posi-
bilidad de un lenguaje privado, Wittgenstein había concluido que
[81]
Si leemos este texto juntamente con If 201 y 202, obtenemos
un resumen y algo más. En 201 afirma que las reglas por sí solas no
pueden cerrar todos los caminos, son impotentes para establecer el
lenguaje. Lo que se requiere es una práctica, como sostiene 202, y
agrega que lo que aporta la práctica son ejemplos.
Ahora bien, la ejemplificación es un vínculo semántico, pues
consiste en referir a lo ejemplificado. Pero si lo ejemplificado es
una regla, ésta y su ejemplificación se dan juntas; en todo caso, no
es concebible el ejemplo sin la regla. Es por ello que Wittgenstein
debe agregar: "La práctica debe hablar por sí misma". Es una me-
táfora que recuerda la inefabilidad de la forma lógica. En efecto, en
el estilo del Tdiríamos: "Lo que hace regla a una regla, esto es, lo
que le otorga su fuerza normativa, no puede ser dicho, sino que se
muestra en la práctica, en su aplicación o ejemplificación".
Para usar una imagen del propio Wittgenstein, podemos decir
que aquí "tocamos lecho rocoso". Este punto límite está dado
por la imposibilidad de romper la dependencia mutua entre la
regla y la práctica a efectos de establecer la normatividad del sig-
nificado. Es por ello que If202 niega que la regla pueda seguirse
privadamente.
Si se pudiera concebir un lenguaje referido exclusivamente a la
práctica de quien lo habla, esto es, sin ninguna vinculación con nin-
guna fuente independiente, ¿cómo podría alcanzar fuerza normativa
para ese mismo hablante? No bastaría que dicha práctica exhibiera
regularidad -supongamos que siempre que el hablante se encuentre
en cierto estado o perciba cierto fenómeno, pronuncie cierto soni-
do-, pues esta regularidad podría ser meramente accidental o incluso
un caso de una ley natural, pero nunca un vínculo semántico.
A fin de que la referencia o la significación se establezcan para
el hablante, éste debe contar con una fuente independiente que sos-
tenga esa regularidad con carácter obligatorio. Es esta obligación
lo que aporta la regla y, precisamente, es para hacer concebible la
fuerza normativa de la regla que se introduce la dimensión comu-
nitaria. Otro breve texto de Sobre la certeza (Se) lo afirma así: "Para
que un hombre se equivoque, ha de juzgar ya de acuerdo con la
humanidad" (Se 156). De un modo más preciso ya estaba explícito
en If 241:
[82]
"¿Dices, pues, que la concordancia de los hombres decide lo que es
verdadero y lo que es falso?"
-Verdadero y falso es lo que los hombres dicen; y los hombres con-
cuerdan en el lenguaje. Esta no es una concordancia de opiniones,
sino de forma de vida.
[83]
de vida le es transmitida a quien deviene hablante, con la práctica
lingüística efectivamente ejercida por quienes ya están en posesión
del lenguaje; 5) es esencial a la forma de vida instituir la práctica
de seguir reglas; 6) las diversas aplicaciones de las reglas muestran
la gramática que normaliza los intercambios lingüísticos (contexto
normalizado); 7) la fuente de corrección es independiente de cada
hablante porque es la instancia que lo ha constituido como tal;
8) se debe entender por comunidad, no un tribunal con el que el
hablante confronta sus actos de habla en el contexto normalizado,
sino la exigencia o compromiso normativo aceptado o contraído en
el contexto ontogenético: la comunidad no es un sujeto colectivo
al que quepa aplicarle la distinción correcto/incorrecto, no es un
hecho de la práctica ya normalizada, sino una exigencia inscripta
en la forma de vida compartida, que conforma por igual a todos
los hablantes. No hay primero hablantes qua individuos que luego
se encuentran entre sí para interpretarse mutuamente. El individuo
es ya comunitario; la comunidad es aquel plano, el lingüístico, que
hace de un individuo un hablante.
El corolario de toda esta discusión es que el significado no
puede ser constituido a través del pensamiento, si por éste se en-
tiende algo así como la mente interior. Por el contrario, deberemos
llamar "mente" a la capacidad de adquirir y aplicar el lenguaje, que
es público.
La mente no es una sombra que acompaña al lenguaje como a
una exterioridad inerte a la que habría que darle vida; por el con-
trario, es el mito de la interioridad el que nos presenta un lastre que
no realiza trabajo alguno. Es la ilusión de un "espacio" que crece
a la luz de una incomprensión de nuestro vínculo originario con
el lenguaje.
La conclusión a la que nos llevan los planteos de Wittgenstein
que hemos recorrido es que el lenguaje y la mente se dan juntos,
insertos en la práctica lingüística, en el seno de la comunidad de
lenguaje, tan exterior el uno como el otro, tan al aire libre como
la vida misma.
[84]
E L GIRO PRÁCTICO
[85]
Wittgenstein encuentra algo importante en la idea de Russell,
pues acepta que hay en nuestra práctica lingüística un uso semejan-
te de "causa", diferente al conocido sentido humeano que implica
repetición de casos semejantes a partir de los cuales inferimos una
conexión causal nunca percibida -y tampoco fundada en razones-.
Su objeción radica en que "la intuición de la causa" es un rasgo de
nuestro juego de lenguaje, no su fundamento.
Las siguientes anotaciones de Wittgenstein expresan con clari-
dad su pensamiento:
[86]
un lado, y cómo las particularidades de esta conexión se traducen
en el lenguaje como una práctica que implica confianza, reglas y
normalidad, por otro lado.
Comencemos por preguntarnos qué implica para una vida
transformarse en ser hablante. Lo que la ontogénesis del hablante
produce es la separación del ser vivo respecto de esa vida previa a
la adquisición del lenguaje. El viviente es afectado al ser llamado al
lenguaje. Tal afección revoca la condición en la que el viviente vivía
en su ambiente antes de ser un hablante, es decir, antes de efectuar
y estar en condiciones de efectuar su potencia lingüística. Desde
luego, sigue viviendo esa vida que vivía, pero en la cesura o separa-
ción, a partir de la cual ya no es uno con su ambiente.
Vivir la vida en la separación la modifica para siempre. Desde
que es un hablante, el viviente está separado de su vida en la forma
de un comportarse consigo mismo y con el mundo que habita; en
fin, el modo que consiste en poder referirse a sí mismo y al mundo
en el que se encuentra.
Para precisar mejor la modificación que implica el paso del ser
viviente al ser hablante, hagamos foco en la dimensión normativa
de la vida antes y después del proceso ontogenético que concluye
con el acceso al logas. En este terreno los trabajos de Canguilhem
siguen siendo una fuente proteica, para nada agotada por filosofía
de la vida alguna, pero deben ser puestos en relación con los reque-
rimientos de una comprensión conceptual integral del ser biológi-
co y del ser lingüístico.
Lo que aquí sólo puedo adelantar, a modo de hipótesis, es la ne-
cesidad de poner a prueba las rupturas y continuidades establecidas
por Canguilhem entre el ser biológico y el ser social, confrontándo-
las con el lenguaje en su realidad normativa y comunitaria.24 Un hilo
conductor que me parece promisorio para dicha tarea es la siguiente
hipótesis: en el ser biológico, la normatividad que articula lo normal
y lo patológico resulta del vínculo entre individuo y especie, mientras
que, en el ser hablante, dicha normatividad introduce la comunidad
entre el individuo y la especie.25
2 4 Georges Canguilhem ( 1 9 6 6 ) .
25 Para un desarrollo que puede ser aprovechado en esa dirección, véase Paolo
Virno ( 2 0 0 6 ) .
[87]
Ahora bien, la dimensión comunitaria transforma al viviente en
su ser, primeramente al convertirlo en hablante, esto es, en miem-
bro de una comunidad lingüística. A partir de allí, su propia crea-
tividad individual como ser normativo que es, por ser viviente, se
carga tanto de nuevos obstáculos como de nuevas fuerzas, prove-
nientes ambos de la normatividad lingüística comunitaria que actúa
en él y sobre la que él actúa.
A partir de esta instancia de transformación del ser viviente por
el ser lingüístico se instaura una separación entre la vida del vivien-
te y la vida del lenguaje o, para simplificar, entre lenguaje y vida.
Es esta separación que, paradójicamente, a la vez que une, y que
por ello puede ser vista como una cesura o incluso sutura, abre
la potencia de un devenir loco del lenguaje, como se escenifica
en los relatos de Lewis Carroll, y la necesidad y posibilidad de su
normativización.
Recordemos que, como vimos, los juegos de lenguaje, esto
es, las prácticas lingüísticas, constituyen al hablante como tal en
el contexto ontogenético y regulan el comportamiento lingüístico
de los hablantes en el contexto normalizado. Podemos proyectar
ahora este contraste a las discusiones derivadas de la famosa inter-
pretación kripkeana de la filosofía del último Wittgenstein. Como
se recordará, la conclusión a la que arriba Kripke a partir de su
reconstrucción del argumento wittgensteiniano acerca del seguir
una regla, es que no hay nada en que consista significar algo con una
palabra (Kripke, 1982, p. 55); es decir, que no habría nada que
constituya el hecho de que un símbolo cualquiera signifique lo que
supuestamente significa.
Que esto constituye un problema se aprecia al explicitar sus
consecuencias: si no hay hechos de esta clase, no es posible justifi-
car el funcionamiento regular del lenguaje a partir de una instancia
independiente del hecho mismo de que sus usuarios coinciden y acuer-
dan en su comportamiento lingüístico. Pero aceptar esta conclusión
implica aceptar que la normatividad del significado no puede ser jus-
tificada, que cada nueva aplicación de una palabra es un "salto en
el vacío" o, como dijera Wittgenstein, que "sigo la regla a ciegas'"
(If, 219). De acuerdo con esta conclusión, sólo podemos aspirar
a reconocer el significado como una regularidad o normalidad, no
[88]
como el cumplimiento o la satisfacción de condiciones que deter-
minan fundadamente criterios de corrección.
Comencemos por recordar el planteo del problema. Suponga-
mos, nos propone Kripke, que realizo el cómputo "68+57=125".
¿Cómo se justifica? Se dirá: "Porque sumé ambas cifras, precisa-
mente "+" significa más, esto es, suma". Las cuestiones que se
presentan ante esta respuesta -por otra parte, perfectamente natu-
ral-, son las siguientes: ¿qué hecho, si alguno, es que "+" signifique
suma ?, ¿cómo determina este hecho la realización del cómputo del
caso como el cómputo correcto?, ¿cómo sabes que sumaste y no en
cambio turnaste -donde turnar es otra operación que da como re-
sultado lo mismo que sumar para todo cómputo realizado hasta un
tiempo dado pero da resultados distintos para nuevos cómputos-.
Para Kripke, como se sabe, hay un argumento escéptico en If
que nos lleva a concluir:
[89]
mina en la aceptación de que "sigo la regla a ciegas", esto es, sin
justificación.
Vayamos ahora a la evaluación de la llamada "paradoja escép-
tica" que acabamos de presentar sucintamente, utilizando la di-
ferenciación de contextos. Es claro que en el contexto ontogené-
tico no hay posibilidad alguna de que surja la paradoja, porque
el no hablante no tiene medio alguno para reinterpretar la regla
en cuya identificación y aplicación el adulto lo está entrenando.
Por su parte, el adulto no podría realizar tal entrenamiento si no
transmitiera la regla junto con el conjunto de reglas, ejemplos y
enunciados con los que funciona conectivamente. Entonces, el no
hablante sigue la regla ciegamente y el hablante, dentro del contex-
to ontogenético en el que es quien posee la regla y la transmite,
tampoco puede poner en cuestión la regla indicando que no está
justificada. En pocas palabras, el juego de lenguaje de la paradoja
eseéptiea no puede ser originario, sólo se hace posible una vez que el
contexto ontogenético ha cumplido su papel y un nuevo hablante
se ha incorporado al juego de lenguaje normalizado.
Ahora bien, en el contexto normalizado donde todos los que
participan son hablantes en condiciones de igualdad, el juego de la
paradoja eseéptiea es perfectamente posible, precisamente debido
a que hay estos dos contextos, cada uno de los cuales es la condi-
ción de posibilidad del otro, ¿pues cómo accedería el no hablante
al contexto normalizado sin un proceso que lo haya constituido
como tal y cómo se haría esto posible si no hubiera ya hablantes
normalizados?
El juego de la paradoja es claramente una anomalía que es po-
sible producir en medio del funcionamiento del contexto normali-
zado. Esta anomalía es, propongo, un síntoma de que la normati-
vidad del significado está confinada al hecho de que la normalidad
fue establecida a través de un proceso en donde se atribuyó a cierta
regularidad una función normativa. El paso por la normatividad
es una "necesidad de hecho" -como el cogito-: injustificable pero
incontestable.
Sin embargo, si el juego escéptico no puede ser originario, es por-
que el juego de la fundamentación tampoco puede serlo, pues ambos
juegos pertenecen al mismo "espacio lógico", el de la normalidad
establecida. Entonces, podemos aceptar el argumento escéptico
[90]
siempre y cuando tengamos presente que no se aplica al contexto
ontogenético, como también podemos aceptar la viabilidad de al-
gunas teorías del significado que pudieran responder al argumento,
pero también asumiendo que no puede pretenderse que el conte-
nido de estas teorías se identifique con los hechos originarios, pues
en el nivel originario no podemos ir más allá de aquellas prácticas
que han constituido los juegos de lenguaje al constituir a sus ha-
blantes/oyentes/intérpretes, esto es, las prácticas que han empla-
zado las formas de vida en las que participan los miembros de la
comunidad de hablantes.
[91]
potencia. Sobre esta condición filogenética se desenvuelve el pro-
ceso ontogenético a través del cual el niño deviene hablante.
La ontogénesis es aquí la oportunidad para que la potencia ori-
ginaria se actualice, pero es mucho más que ello. Lo peculiar de esta
actualización es que instaura una, por así decir, potencia nueva, una
habilidad que podríamos escribir habla-bilidad. La habla-bilidad
es el resultado de una transferencia de todo el poder del viviente
-que en el caso humano comienza con una lenta y escasa capacidad
de actualización- al poder del hablante: la vida ingresa así en la
forma-de-vida.
En virtud de la habla-bilidad, el viviente queda modificado para
siempre en su condición, que pasa a ser la del ser-en-común de la
forma de vida. Lo que llamamos lenguaje es precisamente la ma-
terialidad concreta de este ser-en-común. Sin embargo, lo mismo
que hace posible el ser-en-común del lenguaje, hace también posi-
ble el no jer-en-común de los hablantes; la facultad de entenderse
es la imposibilidad de garantizar dicho entendimiento en algo esta-
ble y permanente, al abrigo de todo malentendido.
He aquí el sentido más profundo del giro práctico en el lengua-
je y en la filosofía: asumir todas las consecuencias de que el lenguaje
es a la vez potencia e impotencia. Es por el lenguaje que hay co-
munidad humana, pero tal comunidad no está nunca realizada en
acto, sino que es la exigencia normativa del acuerdo en las formas
de vida y "en los juicios":
[92]
profundizó en esta diferencia, pero todo su trabajo filosófico a
partir de los años treinta debe conducirnos a ella. La distancia
que separa ambas concordancias entre sí responde a la duplicidad
del lenguaje antes señalada: la de unir y la de separar a la vez y
por lo mismo.
La cuestión es la siguiente: el lenguaje es un acuerdo en poten-
cia que se realiza una y otra vez con cada actuación, en cada prác-
tica lingüística. Requiere del compromiso del hacer del hablante,
aquel que busque un acuerdo en los juicios, esto es, en los puntos
de apoyo que resulten básicos cada vez, para que haya comunica-
ción o, mejor aún, "comunicalización".
Para entender cabalmente esta diferencia entre el acuerdo en
el lenguaje y el acuerdo en los juicios, pensemos en ciertas psi-
copatologías. En la paranoia, por poner el caso más evidente, en
algún sentido hay lenguaje. Es más, es precisamente por ello que
el delirio se hace posible como estructura. El hablante normal y el
delirante tienen el mismo lenguaje y, sin embargo, no comparten
ningún juicio. La falla en la comunicalización es por tanto insupe-
rable; un abismo separará por siempre a ambos.
(Mas, se dirá, no es legítimo ver el funcionamiento normal del
lenguaje a la luz del caso patológico. Sin embargo, cabe responder
que cualquiera que esté mínimamente atento a los estudios psicoa-
nalíticos sobre la psicopatología verá que una observación de este
tipo estaría fuera de lugar, pues el encierro de la potencia lingüís-
tica en la estructura delirante se produce como un modo posible
de pasaje del viviente al hablante, del que ningún viviente está libre
por constitución biológica, al menos hasta donde sabemos.)
Pero mucho más importante que esto es observar que no es ne-
cesario indagar en el extremo de la psicopatología para apreciar el
sentido de la diferenciación que nos ocupa. En efecto, ¿no es acaso el
malentendido lo que predomina en la "comunicación" entre los ha-
blantes? ¿No es el lenguaje, potencia de lo común, lo que paradójica-
mente separa constantemente a unos y a otros hasta que las palabras
mismas se convierten en armas de destrucción y de muerte?
Es oportuno revisitar ahora la escena entre Alicia y Humpty
Dumpty. Éste pretende tener el poder de hacerle decir al lengua-
je lo que él quiere, que es en verdad un poder para separarse del
lenguaje común, y con ello, el poder de interpelar constantemente
[93]
al interlocutor. Éste -Alicia, para el caso- pone en duda esa posi-
bilidad, como Wittgenstein en este texto: "Haz este experimento:
Di «aquí hace frío» y significa, «aquí hace calor». ¿Lo puedes hacer?
-¿Y qué haces cuando lo haces? ¿Y hay sólo una manera de hacer-
lo?" (7/510)
[94]
práctica lingüística, en tanto "método del significado", se encuentra
amenazada por la misma condición que la posibilita.
Sin embargo, olvidaríamos así que estos extremos muestran
mejor lo que de todos modos es inevitable: entre la potencia y el
acto hay un hiato que, o bien se pretende cubrir con teorías ad
hoc, o bien nos deja frente al hecho duro y definitivo de que ni un
vínculo causal ni una razón trascendente puede reducir el lenguaje
como práctica a un sistema autosustentable.
Dicho de manera más directa, porque hablamos hay lenguaje, y
por eso mismo el lenguaje es ese conjunto abierto e indefinido, de
acciones y reacciones que se conforman a y con la vida misma del
ser-viviente-en-común en el que todo hablante habita, por el solo
hecho de serlo.
[95]
Supon que dijeras: "Una cosa ha de descansar sobre otra -el cojín
en la silla, la silla en la tierra... pero al final algo ha de descansar
sobre sí mismo". Puedes decirlo, pero produce perplejidad porque
no es un enunciado normal. Más bien, se diría "no descansa en
nada"; pero esto da un sentimiento de inseguridad, mientras que
lo otro da un sentimiento de seguridad. "Si la tierra no descansa
sobre nada, tampoco tu casa tiene cimientos". -Este es el origen de
la idea de lo a priori. (CyE, pp. 388 y 389.)
2 9 Ver Santayana ( 1 9 5 2 ) .
[96]
L A FILOSOFÍA COMO ÉTICA
30 Véase Wittgenstein ( 1 9 8 2 ) , especialmente pp. 126, 128, 129, 131, 132, 133,
135, 136, 137, 140. De las anotaciones de 1915 consultar las pp. 89 y 90.
[97]
y la conclusión, ya que contienen la expresión más directa del punto
central del libro.31
31 Janik y Toulmin ( 1 9 8 7 ) , p. 2 4 3 .
[98]
Comencemos nuestra propia tarea de clarificación de este sen-
tido ético, primero en el universo del primer Wittgenstein, para
inquirir luego sobre su evolución posterior. En su importante obra
de (1991), Alberto Coffa señaló que tal vez el efecto más pertur-
bador que el T ejerció sobre los miembros del Círculo de Viena,
en los que tanto influyera, es la adopción, como un principio ac-
tivo de su concepción filosófica, de lo que llama "facticidad del
significado".
El reconocimiento de la facticidad del significado consiste,
según Coffa, en el reconocimiento de que, antes de la especifica-
ción de cualquier lenguaje, ya debemos contar con las condiciones
generales que establecen el límite entre sentido y sinsentido, entre
la significatividad y la no-significatividad. Pero este límite es un
hecho trascendental, que nos da las condiciones inmanentes al fac-
tum de que tenemos lenguaje.
La afirmación de este factum es, como ya observamos en nues-
tro recorrido del sentido de la crítica del lenguaje, lo que Wittgens-
tein llamó en tiempos del Tractatus, lo místico. Veamos ahora el ^ )
rostro ético de esta concepción del significado. Para ello, recorde-
mos el comienzo de aquel libro: "El mundo es la totalidad de los
hechos" y preguntémonos con Wittgenstein: "¿Qué tal si hubiera
algo más allá de los hechos, que nuestras proposiciones no pudieran
expresar? (...) ¿No hay ámbito alguno más allá de los hechosV (Df
27.5.15, p. 90)
Para responder a esta pregunta, no alcanza con la perspectiva
lógica, pues aun sosteniendo que la forma lógica es el fundamento
indecible del lenguaje y del mundo, podría negarse que hubiera
algo más allá de los hechos ultramundanos. Por el contrario, al in-
decible de la lógica, Wittgenstein agrega el indecible ético, lo que
requiere de una decisión sin apoyo en fundamento alguno.
Es importante retener esto: que en ninguna parte de su obra
Wittgenstein intentó explicar o justificar por qué producimos enun-
ciados éticos. En la referida Conferencia, no ofrece una caracteriza-
ción de estos enunciados, pero ante la pregunta de por qué alguien
los produce, la magra respuesta es que uno tiene una tendencia a
producirlos -por lo demás, podría haber quien no la tuviera-.
Un segundo rasgo de la elaboración que Wittgenstein hace
de la ética y de su lenguaje, es que sólo cabe expresarla como
[99]
una experiencia personal. Ahora bien, como dicha experiencia no
puede remitirse a ningún hecho -ya que la ética se ubica para él
más allá de todos los hechos-, ha de interpretarse como una es-
pecie de paradoja: la situación de que una experiencia, que como
toda experiencia debería ser relativa a algún hecho, se presenta
con un valor absoluto -"sobrenatural" dice Wittgenstein-.
El contraste entre valor relativo y absoluto es fundamental para
comprender la perspectiva que aquí se nos ofrece. Lo esencial es
que todo juicio de valor relativo contiene un símil real que, como
tal, podría eliminarse o reducirse a una descripción de hechos que
ya no presente el supuesto juicio de valor. Por el contrario, un
juicio de valor absoluto es aquel que presenta un símil donde no
puede haber ninguno, de modo tal que éste no puede ser elimina-
do o reducido, pues si se lo elimina desaparece el enunciado que
se pretendía hacer -y si se lo reduce, se diluye en hechos que ya no
conservan rastros del valor absoluto implicado-.
Para ilustrar el contraste, Wittgenstein nos propone varios ejem-
plos, por caso éste: "Me maravillo de la existencia de esta casa" -jui-
cio de valor relativo- y "me maravillo de la existencia del mundo"
-juicio de valor absoluto-. El primero puede reducirse a un con-
junto de enunciados de hecho que remitan a algún contexto en el
que no se esperaba encontrar esa casa, encontrarla allí, encontrarla
todavía, que sea como es, etcétera. En cambio, la comparación de
la existencia del mundo con su inexistencia es imposible, por lo que
el símil no era tal. Pero una vez eliminado, los hechos que podría
citarse son hechos cualesquiera, y la maravilla se disipa, o bien nos
remite a nosotros mismos, no al mundo. (Aquí debe entenderse
que tampoco somos remitidos a hechos psicológicos, pues también
pertenecerían al mundo.)
A fin de generalizar la cuestión, Wittgenstein reformula el men-
cionado juicio de valor absoluto en estos términos: "Vivo la exis-
tencia del mundo como un milagro". Acompañemos a nuestro
autor en la siguiente consideración: podríamos ver cualquier hecho
inesperado, para el cual no tengamos explicación alguna, como un
milagro. Sin embargo, aun esta experiencia puede dividirse en re-
lativa o absoluta, pues si mantenemos abierta la expectativa de una
explicación que haga desaparecer su aspecto excepcional y milagro-
so, entonces ya no lo vemos como un milagro.
[100]
Por el contrario, no aceptar ninguna explicación como una que
hiciera desaparecer el rasgo milagroso, es mantener una actitud de
seguir viéndolo como un milagro. Ahora sólo necesitamos pro-
yectar esta actitud frente a cualquier hecho, aun el más trivial, y
obtendremos la actitud en su pureza. Y bien, es a esta actitud a la
que cabe llamar propiamente ética. El modo más general de expre-
sarla es no referirla a ningún hecho en particular, sino al todo de los
hechos que es el mundo.
Puesto que el mundo como totalidad de hechos nos es dado en
el lenguaje, la expresión final del juicio absoluto de valor es "vivo la
existencia del lenguaje como un milagro". Es claro aquí que ningu-
na explicación del lenguaje podría diluir esta vivencia, que, como
dijimos, responde a una actitud. Los enunciados que expresan esta
actitud son, en la perspectiva del Tractatus en la que aún se sitúa la
Conferencia, sinsentido, por lo que Wittgenstein da cuenta de esta
actitud en estos términos:
[101]
largo de toda su obra -en el Tractatus, trazando un límite absoluto
entre lo decible y lo indecible; en las Investigaciones, describiendo
cada juego de lenguaje y vinculándolos entre sí a través de las for-
mas de vida-,
32 Giorgio Agamben ( 2 0 0 6 ) .
[102]
Me permito ahora extender esta caracterización de las conse-
cuencias del llamado mesiánico a la caracterización del modo en
que es afectado el viviente cuando es llamado al lenguaje. Afectado
por el llamado al lenguaje, el viviente sigue viviendo esa vida que
vivía antes, pero en algún sentido lo hace como no viviéndola, al
menos en el sentido previo en que era uno con su ambiente.
Vivir la vida como no viviéndola es, para el hablante, como se-
ñalamos, estar separado de su vida en la forma de comportarse con-
sigo mismo y con el mundo que habita. Esta separación no es sin
embargo aislamiento entre ambas dimensiones. Debe entendérsela
con la lógica del como no: el ser hablante vive como no siendo el ser
viviente que fue y, por ello y a pesar de ello, sigue siendo.
Dada la condición descripta: ¿qué relación guarda esta condi-
ción con el valor? ¿Es una condición necesaria, suficiente - o ambas
cosas- para que haya valor? Esta no es una pregunta sencilla y lle-
varía mucha argumentación concluir algo preciso. Pero no necesi-
tamos hacer eso, sino algo más específico: responder si la condición
viviente-hablante es necesaria o suficiente - o ambas cosas- para
hacer de dicha condición un sujeto/objeto de valoración. En forma
más directa: ¿podría una máquina artificial o un animal valorara?
¿Podría un viviente-hablante no hacerlo? Mi hipótesis es que la nor-
matividad específica del animal lingüístico lleva a éste a adoptar
necesariamente una actitud frente a su condición y, por lo tanto, a
valorarla, aun cuando dicha valoración pudiera no constituirse en
juicio explícito y, más allá de que sea concebible que un artefacto o
un animal sean capaces de valoración, esas valoraciones no proven-
drían de escisión alguna.
Tanto en la máquina como en el animal, tales improbables va-
loraciones constituirían estados positivos, resultantes a su vez de
la aplicación de una norma inmanente a sus respectivas constitu-
ciones. Por el contrario, la separación que constituye al existente
afecta a éste en su condición misma de un modo irreparable.
Una vez que la vida entra en el régimen del valor, admite las
polarizaciones y conflictos propios de los valores. En consecuencia,
la vida podrá adquirir para el existente un signo positivo o un signo
negativo. Y bien, cuando la vida se carga con una valoración positi-
va, estamos frente a lo que llamaré gracia o felicidad, mientras que
una vida desgraciada o infeliz es una vida negativamente valorada.
[103]
Es preciso distinguir aquí entre una noción adecuada y una in-
adecuada de felicidad. Una concepción adecuada de la felicidad
tiene que dar cuenta de la separación constitutiva del viviente-ha-
blante. Esto significa que para éste tener una vida feliz será vivirla
según la condición del como no antes referida. En cambio, cuando
se representa la felicidad como un estado en el que el viviente-ha-
blante conquista una plenitud animal o angélica, sencillamente se
aplica mal el concepto, pues ni los animales ni los ángeles pueden
ser felices, porque "feliz" se predica de aquellos seres que tienen
una vida33 y, por ende, son capaces de valorarla positiva o negativa-
mente, algo que, según nuestra conjetura inicial, está reservado a
los vivientes-hablantes.
Apliquemos ahora este desarrollo a la perspectiva ética del "pri-
mer Wittgenstein". Como se recordará, en Tractatus6.41 Wittgens-
tein afirma que ningún hecho del mundo es en sí mismo valioso,
sino que el valor es una propiedad del mundo o vida tomados como
un todo. La vida feliz consiste en la adecuación de la voluntad con
la vida; la desgraciada con su inadecuación. Esta diferencia se deriva,
según la anotación del 29.7.16 del Diario filosófico (Df), del modo
en que se ejerce esa voluntad o deseo. El modo en que desea quien
vive feliz es el de quien vive en el presente como no viviendo en el
tiempo (ver DF, 8.7.16, donde Wittgenstein afirma: "Solo quien no
vive en el tiempo, haciéndolo en el presente, es feliz").
Ahora bien, ¿qué otro sentido puede darse a este "vivir en el
presente como no viviendo en el tiempo", esto es, como no siendo
el presente viviente que sin embargo es, sino como la afirmación
o aceptación de la vida del viviente-hablante, que Wittgenstein dis-
tingue de la vida fisiológica (DF, 24.7.16), en tanto afectada por
la escisión que la constituye? He ahí la concepción de la vida feliz
33 El contraste se establece aquí entre "ser una vida" y "tener una vida", con el
sentido de señalar que el humano, en tanto animal que habla, es una vida sólo en
el modo de tenerla, que implica su separación con la vida animal que hace uno con
su ambiente. En cambio, del animal no hablante puede decirse que es una vida,
y que ese es su único modo de tenerla, esto es, sin distancia con su condición de
ser uno con el ambiente que habita. Podría también decirse esto: "El animal no
hablante tiene ambiente y es una vida; el animal hablante tiene una vida y no tiene
ambiente, al no ser uno con él". Más adelante, el desarrollo mismo en el cuerpo
del texto aporta más elementos para comprender esta distinción.
[104]
propuesta por Wittgenstein: es la vida que se acepta a sí misma en
su separación, pues sólo una vida así puede ser una voluntad, con-
dición para que haya valoren la vida o mundo.
El panorama que se nos presenta ahora es el siguiente: ser feliz
en el mundo, si se entiende como la aceptación misma de la con-
dición humana en tanto viviente-hablante, no sólo es posible, sino
que constituiría la única manera de asumir dicha condición ade-
cuadamente. Vive una vida feliz quien se instala plenamente en la
separación entre lenguaje y vida, gracias a la cual tiene una vida,
a sabiendas de que por eso mismo no es una vida. Sólo los seres
humanos podemos ser felices en este sentido.
En pocas palabras, cabe afirmar que la felicidad es la norma
misma del animal que habla, por lo que no sólo podríamos, sino
que deberíamos ser felices. De ahí que Wittgenstein escribiera
el mandato: "¡Sé feliz!". Pero el cumplimiento de este deber no
consistiría en ninguna forma específica de vivir la vida, excepto la
de afectarse a sí mismo con la escisión constitutiva de una vida
humana.
A través de dicha afectación, el modo en que ejercemos nuestra
voluntad o nuestro deseo modifica a la vida de cada quien como
una totalidad. Se introduce así en la vida un valor absoluto, que no
sirve a los fines de indicar ningún curso de acción específico, para lo
cual están los valores relativos dentro del mundo, pero que otorga
a la vida como tal la fuente misma de todo impulso en dirección de
cualquier valor o cualquier finalidad.
La vida sumida en los hechos o en el ser es una vida sin valor, pues
para que haya valor han de rebasarse los hechos hacia lo que, por de-
finición, no puede adquirir objetivación alguna -lo que, si existiera,
se impondría con necesidad imperativa al viviente. Por ello, porque
en el mundo no hay necesidad, es que tampoco hay valor-.
La relación establecida entre vida y valor hasta aquí presentada se
adecúa a un principio de inmanencia, que en este contexto significa
que la vida en tanto existencia separada, según el régimen del como
no, absorbe enteramente el valor, impidiendo su alienación como
objeto trascendente, es decir, su transformación en seudo-hecho.
En este sentido, ¿por qué no concebir entonces una vida va-
lorada como una vida transformada por una significación que la
abarca como un todo, independientemente de los hechos que la
[105]
componen, es decir, de cómo efectivamente sea el mundo? Es con
este estatus que ha de concebirse la polaridad feliz-desgraciada
respecto de la vida: no son cualidades de hecho, sino imaginarias,
como las cualidades artísticas, dependientes de significaciones, de
discursos.
El modo en que le es dado al yo ético o de la voluntad acceder
a su mundo o vida como a un todo, nos indica que debemos con-
cluir que solo imaginariamente es posible vivir la vida como un todo.
Lo que nos permite entrever por qué Wittgenstein no realizó una
distinción entre ética y estética, incluso entre ética y religión, por
tratarse, como ya hemos dicho, de una actitud ante la propia vida
vivida.
La construcción de esta totalidad exige la instancia imaginaria
de una mirada contemplativa que sólo se sostiene imaginariamente.
Pero si esta construcción depende de una mirada, que es un objeto
imaginario, ¿no será también ese mundo del cual predico felicidad
o infelicidad también imaginario? Mejor dicho, ¿no es la polaridad
felicidad/infelicidad en cuestión, también ella imaginaria? ¿Y no lo
sería de la misma forma cualquier valor?
Las respuestas no pueden ser sino positivas, pues como hemos
ya indicado, un valor es un seudo hecho, no pertenece a lo que hay,
es más bien una hipóstasis. Su régimen es el de lo imaginario, como
lo son los valores tales como la belleza, el bien, etcétera.
Esta construcción imaginaria de la vida buena es solidaria con
el modo en que Wittgenstein abrazó la facticidad del lenguaje
en el Tractatus. Dado que la expresión de la ética no satisface las
condiciones de sentido fijadas en dicha obra, sólo podía sobre-
venir en el silencio místico. La filosofía se afirma como una ética
aceptando decir el sinsentido, para que el factum del lenguaje en-
cuentre su enunciación. El silencio se hace audible exclusivamen-
te en primera persona del singular, solidariamente a la ecuación
solipsismo=realismo propuesta en las sentencias 5.6 a 5.62 del T.,
que no está demás citar aquí:
[106]
aparentemente, presuponer que excluimos ciertas posibilidades, lo
que no puede ser, pues de lo contrario, la lógica saldría de los lími-
tes del mundo; esto es, siempre que pudiese considerar igualmente
estos límites también desde el otro lado.
Lo que no podemos pensar no podemos pensarlo. Tampoco, pues,
podemos decir lo que no podemos pensar.
5.62 Esta observación da la clave para decidir acerca de la cues-
tión de cuanto haya de verdad en el solipsismo. En realidad lo que
el solipsismo significa es totalmente correcto; sólo que no puede
decirse, sino mostrarse. Que el mundo es mi mundo, se muestra
en que los límites del lenguaje (el lenguaje que yo sólo entiendo)
significa los límites de mi mundo.
34 Para el elemento imaginario irreductible del uso del lenguaje, véase Verstraeten
( 1 9 6 7 ) , en Bilbao y otros (2009).
[107]
en "el último Wittgenstein", según la cual, como dijimos, "no hay
primero hablantes qua individuos que luego se encuentran entre
sí para interpretarse mutuamente, puesto que el individuo es ya
comunitario, dado que la comunidad es aquel plano, el lingüístico,
que hace de un individuo un hablante". También dijimos que en
esa condición comunitaria de la naturaleza y el ejercicio del len-
guaje se ubica un hiato, el "salto en el vacío" o "el seguir la regla a
ciegas" del que nos habla Wittgenstein en la sección 219 de If
Debido a ese hiato -concluimos al interpretar el sentido del
giro práctico de la filosofía de Wittgenstein-, es que lo mismo que
hace posible el íer-en-común del lenguaje, hace también posible el
no .ver-en-común de los hablantes; la facultad de entenderse es la
imposibilidad de garantizar dicho entendimiento en algo estable y
permanente, al abrigo de todo malentendido.
Ahora bien, es en ese hiato que debemos ubicar ethos comu-
nitario, como exigencia y como posibilidad. En virtud entonces
del giro práctico que lleva a un nuevo modo de asumir el lenguaje
como un factum, el "¡sé feliz!" de Wittgenstein alcanza una nueva
dimensión. La exigencia de felicidad ya no se deja comprender en
la perspectiva del solipsismo ético; ahora requiere de una realiza-
ción comunitaria. ¿Pero en qué podría consistir dicha realización?
No se trata de que sea feliz la comunidad, sino de encontrar, en
la vida en común del lenguaje y de las formas de vida, la posibilidad
misma de la vida buena. El primer paso es reconocer que no hay
vida -ni buena ni mala- en el exilio de la vida común -que es la
vida en común-. Es en medio de la vida en común que nos es dado
todo: nuestra soledad tanto como la oportunidad de compartir-
la, la materia misma de nuestras emociones, deseos y elecciones,
como también el orden moral que se edifica sobre ello: lo bueno
y lo malo, lo justo y lo injusto, en fin, el cielo y el infierno de lo
humano.
La filosofía es un atajo desesperado, un consuelo que surge del
rechazo del estado de cosas descripto. Nos promete un refugio
personal en el que podemos fabricarnos un mundo ilusorio del
que seamos los únicos amos, decretando lo que mejor convenga a
nuestros propios requerimientos.
Desde este punto de vista, si bien Wittgenstein había movili-
zado ya en época del Tractatus los recursos suficientes para hacer
[108]
de la filosofía misma una ética, aún estaba comprometido con ese-
atajo prematuro que queda inmejorablemente expresado en el so-
lipsismo lógico y práctico. En cambio, una vez adoptado el punto
de vista del hablante, dichos recursos fructificaron, constituyendo
por fin a la filosofía como ética, incluso como terapia liberadora
para el propio filósofo y para todos los que pudieran hallar en ese
trabajo sobre sí mismo una fuente para su propia ética.
Así, la dimensión personal de la ética persiste, pero ya no en
el silencio místico al que le es inaccesible la palabra, sino por el
contrario, en la palabra misma, aligerada del lastre perturbador con
la que se la carga inevitablemente, por el solo hecho de ser un ha-
blante del lenguaje.
La enfermedad filosófica nos aisla, por lo que la cura filosófica
debe reconciliarnos con lo común. La propia patología de una filo-
sofía lo es también la de una época, de una civilización incluso, ya
que se nutre de un estado de lenguaje, en el que la vida colectiva
refleja su gloria y su miseria. En consecuencia, la verdadera poten-
cia de una filosofía liberadora requiere también una transformación
colectiva:
[109]
HORIZONTES WITTGENSTEINIANOS
Sartre (1960) afirma que una filosofía debe ser al mismo tiempo
"totalización del saber, método, Idea reguladora, arma ofensiva y
comunidad de lenguaje" (p. 17 de la edición en español). Sostuvo
que tantas exigencias convergentes hacen raras, escasas a las épo-
cas de auténtica creación filosófica. Mientras mantiene su vigor,
una filosofía es para Sartre el horizonte cultural insuperable de una
época.
Esta concepción de la filosofía exagera en dos sentidos: pide
demasiado y se lo pide todo a una filosofía. En estos términos, la
polémica se hace inevitable: ¿es posible que una y sólo una filoso-
fía se constituya en el horizonte cultural insuperable de toda una
época? Como digo, hay en este concepto más de una exageración.
Sin embargo, convenientemente corregido puede ser reformulado
así: "Una filosofía está viva mientras integre, estratégicamente, un
horizonte cultural para toda una corriente de pensamiento en una
época dada". En este sentido, argüiré que la filosofía de Ludwig
Wittgenstein está viva.
Para que esa vitalidad se realice, la filosofía en cuestión debe ha-
llarse abierta para sí misma, a través de las diversas apropiaciones a
las que da lugar -y, en este sentido, toda ampliación de sus horizon-
tes requiere una problematización con su propia metafilosofía-.
En ese proceso de apropiación encontramos dos movimientos
superpuestos: 1) nuevas preguntas encuentran respuesta en sus pro-
posiciones, que al responderlas se vuelven otras; 2) aquellas cues-
tiones que aún se agitan en su texto y que quedaron sin respuesta
a la espera de nuevas claves, hallan su concreción en el marco de
nuevos paisajes conceptuales.
Durante el siglo XX, la obra de Wittgenstein impactó en el tra-
bajo que estaban realizando algunos de los principales referentes
[lll]
de la llamada "filosofía analítica". En el primer período de su fi-
losofía, en el positivismo lógico que se desarrollaca en el Círculo de
Viena; en su segundo período, en la filosofía del lenguaje ordinario.
Su discusión de la posibilidad de concebir un lenguaje privado dio
lugar a numerosos debates, hasta inspirar la influyente relectura
que, de las Investigaciones filosóficas, hiciera Saúl Kripke,35 la que a
su vez abrió intensas controversias interpretativas.
Paralelamente, la llamada "filosofía continental" -en contraste
con "los analíticos"- fue interesándose más y más en los aspectos
prácticos de su pensamiento, dando diversas interpretaciones a su
concepción de la ética, la estética y la mística.36
En la actualidad asistimos a nuevas apropiaciones de su pensa-
miento en autores de relevancia en el panorama filosófico conti-
nental, como Giorgio Agamben37 y Paolo Virno,38 e incluso Alain
Badiou le ha dedicado un trabajo crítico.39 *
En la extensa bibliografía que contiene la huella wittgensteniana
en el siglo XX, el lector encontrará un corpus notable para el estu-
dio de los principales contenidos, sea que se los desarrolle con fide-
lidad discipular o a través de la polémica y la crítica. Sin embargo,
es probable que poco de todo ello estimule una reorientación inter-
pretativa. Podemos decir que ya hay un Wittgenstein canónico para
materias como la filosofía del lenguaje y de la mente y, en menor
medida, para las cuestiones estéticas y, en general, prácticas.
Donde, en cambio, cabe hallar las nuevas preguntas en los dos
sentidos aludidos es en aquellas tradiciones de pensamiento con-
temporáneo que, surgidas en tierras muy distantes de las que reci-
bieron la siembra y la cosecha wittgenstenianas, permiten renovar
la recepción de su obra, llevándola precisamente más allá de las
fronteras de escuela.
Así por ejemplo, Wittgenstein, que en sus propios términos no
fue un pensador político, se vuelve significativo para todo lo que
podría reunirse bajo la etiqueta "antropología política", abarcando
[112]
temas como la dimensión comunitaria de la existencia, los confines
de la política o lo impolítico, e incluso mucho de lo que se piensa
aun a partir de la expresión "biopolítica".
Todavía es prematuro intentar una sistematización de este
nuevo panorama sobre su legado filosófico, como también lo sería
pretender una evaluación en términos de corrección, pertinencia o
fertilidad. Sólo podemos ofrecer nuestra propia renovación de las
preguntas y de las interpretaciones como una orientación para el
recorrido de los horizontes wittgensteinianos que avizoramos.
Toda filosofía debe definir tres cuestiones para desarrollarse:
qué identificará como dato, qué estatuto le dará a ese dato y que
tipo de tratamiento le dará. La respuesta de Wittgenstein es clara
y constante respecto de las tres cuestiones: el dato es el lenguaje,
su estatuto es el de una realidad última y su tratamiento es crítico,
porque el lenguaje aparece como recubierto por un imaginario que
él mismo segrega en su funcionamiento, y porque este imaginario
es la fuente de la mala filosofía, que fortalece las posibilidades del
lenguaje de convertirse en una jaula para la vida humana.
En su texto "Filosofía", perteneciente al Gran mecanograma
del que ya hemos hablado, Wittgenstein nos da una clara presenta-
ción de su concepción y su práctica filosóficas en todas las cuestio-
nes mencionadas. A continuación resumiremos en tres tesis básicas
el sentido metafilosófico fundamental de su pensamiento.
[113]
muchos. Puede ser tan difícil no usar una expresión como contener
las lágrimas, o un arrebato de cólera. ( O f p . 171)
El trabajo en filosofía es... el trabajo sobre uno mismo. Sobre
la propia concepción. Sobre cómo ve las cosas uno. (Y lo que se
reclama de ellas). (Ibid, p. 172)
[114]
¿Es la gramática, tal como uso la palabra, sólo la descripción del
manejo efectivo del lenguaje? ¿De modo que sus proposiciones
sólo se podrían entender cabalmente como proposiciones de una
ciencia natural?
Esto podría denominarse la ciencia descriptiva del hablar, en con-
traposición con la de pensar. (O/p. 172)
Los hombres están profundamente incrustados en confusiones filo-
sóficas, esto es: gramaticales. Y liberarlos de ella presupone sacarlos
de la inmensa multitud de conexiones en las que están atrapados.
Por así decirlo, se tiene que reagrupar la totalidad del lenguaje.
(Ibidp. 183)
Hemos de arar la totalidad del lenguaje. (Ibidp. 188)
En nuestro lenguaje está depositada toda una mitología. (Ibid p.
189)
[115]
Estas tres tesis constituyen, en esencia, lo que cabe llamar "me-
tafilosofía wittgensteniana". Sobre la primera de las tesis diré, por
el momento, que la claridad buscada no debe lograrse nunca a
expensas de la complejidad con la que se presentan diversas cues-
tiones filosóficas. (Recordemos que el propio Wittgenstein afirmó
que la disolución de un problema filosófico se parece a deshacer
un nudo e implica movimientos de una complejidad acorde con la
complejidad de estos nudos.)
Lo que me interesa considerar es un problema derivado de la
conjunción de las otras dos tesis. Según la última, no hay en filo-
sofía un auténtico trabajo de interpretación sobre el lenguaje sino,
más bien al contrario, un desmontaje analítico y descriptivo de las
confusiones gramaticales. Sin embargo, puesto que la gramática
del pensamiento de la que aquí se trata e$tá a cargo del filósofo,
quien no puede tomarla de ningún hecho bruto, es inevitable re-
conocer que, a fin de formular dicha gramática, el trabajo filosófico
debe valerse de una interpretación del lenguaje.
Pero una vez que aceptamos que la filosofía, antes de poder
analizar y describir, debe interpretar, el contraste nítido que Witt-
genstein pretendió trazar entre su actividad y la de la gran tradición
filosófica se vuelve borroso. A través de sus juegos de lenguaje,
Wittgenstein, en efecto, pretende establecer una flexibilidad poten-
cialmente infinita de nuevas conexiones gramaticales que tienden
a una representación perspicua del lenguaje, mas no se trata real-
mente de una mera descripción, sino de una interpretación y, como
tal, no se limita a destruir lo que encuentra en los textos filosóficos,
sino a rivalizar con ellos sobre diversas tesis.
Sigue siendo válida la distinción de esta tarea con un trabajo
especulativo. En este sentido, a Wittgenstein no le interesaba usar
especulativamente sus interpretaciones de "la gramática del pensa-
miento". Esta era su decisión estratégica fundamental en el ejer-
cicio de la filosofía, pero insisto, dado que no podría apoyarse en
hechos, requería de una interpretación o reconstrucción del trozo
de lenguaje considerado cada vez, según fuere eWfjroblema filosó-
fico en tratamiento.
Este argumento nos lleva a reformular la tesis última de este
modo:
[116]
3.1 La filosofía, disuelve los quistesgramaticales que brotan de los
textos filosóficos profesionales y de la filosofía silvestre que practica
cualquier hablante, a partir de una interpretación filosófica del sen-
tido de las conexiones gramaticales que conforman dichos quistes.
Pero entonces no podemos seguir a Wittgenstein cuando afirma
que "la filosofía deja todo tal como está", aun cuando, desde luego,
no pretende ni debe pretender modificar directa e inmediatamente
la práctica lingüística común. Sin embargo, en la medida que su
crítica del lenguaje sea eficaz, debe impactar, a través de complejas
mediaciones culturales, en la reforma del estado de cultura en el
que la filosofía está inmersa siempre.
Una consecuencia de esta conclusión es que la crítica debe ex-
tenderse más allá de los problemas filosóficos formulados en el la-
boratorio del filósofo, para habérselas con las formaciones sociales
y culturales efectivamente acaecidas, en especial las filosóficas, si se
quiere.
Al aceptar esta ampliación del alcance del campo abarcado por
la crítica, la filosofía estará en condiciones de aplicarse a gramáticas
de una complejidad creciente y variada. El propio Wittgenstein lo
hace cuando considera al psicoanálisis, la antropología, la estética,
la matemática y la psicología. En todos estos casos, regiones ente-
ras de la cultura se abren al escrutinio del filósofo.
Dado este primer paso, ¿por qué no llevarlo más lejos, hasta las
formaciones sociales con sus estructuras ideológicas justificatorias?
El método seguiría siendo el de la descripción interpretativa de los
lenguajes que expresan esas formaciones, claro está. Pero esta tarea
gramatical podrá apoyarse, a su vez, en los saberes desarrollados
por las llamadas ciencias sociales, que oficiarían de disciplinas auxi-
liares para el trabajo específicamente filosófico.
Ahora bien, la filosofía así practicada será, ella misma, una for-
mación ideológica en la que cabrá identificar el sedimento de diver-
sas capas sociales, políticas y culturales, y, como tal, no estará libre
de generar sus propias mitologías. Lo específico de la filosofía será,
probablemente, el mayor grado de generalidad, libertad y concien-
cia crítica, debido a que no estará restringida, a priori, más que por
los condicionamientos históricos que la sitúan desde su exterior
-en todo caso, debe permanecer dispuesta a confrontar siempre
[117]
consigo misma, para convertir ese exterior en un interior igualmen
te sometido a su escrutinio-,
A la luz de estas reflexiones, cabe sobre la tesis 2, para observar
en qué sentido peculiar es admisible hablar de "confusión", ya que
no hay hechos que conformen ese término paradigmático de com-
paración, el que debe ser construido por la interpretación. Más que
de confusión, sería mejor hablar de limitación o unilateralidad no
enraizada en una forma de vida común.
Esta limitación conforma "la jaula del lenguaje" que nos vuelve
impotentes respecto de nuestra libre capacidad normativa, en los
términos en los que la tratamos en capítulos anteriores. Por ello,
conviene reformular la tesis 2 así:
3.2 El problema filosófico es una captura de nuestra capacidad
normativa en tanto hablantes, arraigada en nuestra práctica lin-
güística común, permeada como está de "teoría filosófica silves-
tre". A partir de esta nueva formulación podemos proponer una
versión complementada de la tesis 1, en estos términos:
3.3 La filosofía es una práctica éticamente orientada a la recupe-
ración de nuestra potencia normativa qua hablantes. Dado que la
normatividad lingüística es comunitaria, la filosofía se constituye
en un instrumento del desarrollo del ethos comunitario, contra el
solipsismo ético inducido por la especulación filosófica acrítica.
[118]
El recorrido continúa hacia nuevos horizontes, a partir de esta
parada en la estación Wittgenstein. Cada quien, como conviene a la
filosofía, determinará su propia estrategia, celebrando el compro-
miso ético que entraña el filosofar. Así podrá trazar el mapa de su
paciente viaje, que al final, como en el texto de Borges,40 mostrará.
el laberinto de su propia cara.
4 0 ( 1 9 6 0 ) , p. 111.
[119]
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ÍNDICE
PENSAMIENTOS LOCALES 3
AGRADECIMIENTOS 9
PREFACIO