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Penas de muerte

Juan Manuel de Prada

Afirmaba Léon Bloy que «la oposición creciente a la pena de muerte es consecuencia natural
del declinar de la fe en la vida eterna». En efecto, en las sociedades que han dejado de creer
en la vida eterna, esta pobre vida mortal se percibe como un bien absoluto que debe
protegerse a toda costa; pues su pérdida equivale a una aniquilación definitiva. En cambio, en
una sociedad religiosa, nuestra existencia terrenal tiene un valor relativo y el derecho a la vida
propia impone unos deberes correlativos cuyo incumplimiento puede acarrear su pérdida. No
olvidemos que, para una sociedad religiosa, el asesino, además de quitar la vida a otra
persona, pone en peligro su salvación eterna, pues le impide ponerse en paz con Dios; es decir,
obstaculiza los efectos benéficos de la redención y quiebra la nueva alianza que Dios selló con
el hombre en la Cruz.

No encontramos en el Nuevo Testamento ninguna condena explícita de la pena capital. Jesús


reprende a quien se toma la justicia por su mano (a Pedro cuando le corta la oreja a Malco en
Getsemaní, a los discípulos que quieren atraer fuego del cielo sobre los samaritanos
inhospitalarios); pero aprueba la pena de muerte para los que maldicen a sus padres (Mt 15, 4
y Mc 7, 10) y ni siquiera discute la autoridad de Poncio Pilatos para condenarlo a muerte. En
los Hechos de los Apóstoles (5,1-11), Pedro dicta sentencia de muerte contra Ananías y su
mujer Safira; y la sentencia la ejecuta Dios mismo. Y, en fin, en la Carta a los Hebreos (10, 28)
se establece que debe morir sin misericordia quien haya profanado la Ley de Moisés. Todos los
Padres y Doctores de la Iglesia se muestran unánimes en aceptar la pena de muerte, con tal de
que al condenado se le permita salvar su alma (pues para esto fue instituida la Iglesia). Santo
Tomás, por ejemplo, considera que la muerte de los malhechores es plenamente lícita cuando
sus acciones constituyan un grave peligro para el bien común. Y sólo exige dos condiciones
para que sea lícita la aplicación de la pena capital: que su motivación no sea el odio o la
venganza; y que sea impuesta por una autoridad legítima.

Son estas condiciones las que tornan «inadmisible», conforme a la doctrina católica, la
aplicación de la pena capital en nuestros días. Ya no existen gobernantes que se sometan a la
ley divina y elaboren sus leyes conforme a ella; por lo tanto, su autoridad no es legítima. La
pena de muerte, que siempre es indeseable, en manos de gobernantes inicuos se torna un
instrumento temible que mañana mismo puede utilizarse, por odio o venganza, para perseguir
y exterminar a los justos. Todas las demás razones contra la pena de muerte son paparruchas
de un sentimentalismo divorciado de la razón, cuando no argumentos en los que subyace la
negación del origen divino del Derecho y de la vida eterna. Escucharlos en ciertos labios
provoca, en verdad, sobrecogimiento.

Chesterton advertía perspicazmente que, a medida que se restringía la pena de muerte, se


favorecía la expansión del antinatalismo. Mientras el culpable que había empleado su
existencia en infligir daño a los demás era perdonado, el inocente que apenas empezaba a
existir era condenado a muerte. Y señalaba que, cuando la pena de muerte nos perturba más
que los crímenes que la justifican, es porque en el fondo ya nos han dejado de perturbar los
crímenes, incluso porque los crímenes han empezado a complacernos. Esta reflexión de
Chesterton explica que haya personas que, a la vez que sacan pecho condenando la pena de
muerte, se encojan ante el crimen legalizado de los inocentes. A esto se llama, en lenguaje
apocalíptico, fornicar con los reyes de la tierra; y es lo que hace una señora de nombre muy
feo.

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