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Afirmaba Léon Bloy que «la oposición creciente a la pena de muerte es consecuencia natural
del declinar de la fe en la vida eterna». En efecto, en las sociedades que han dejado de creer
en la vida eterna, esta pobre vida mortal se percibe como un bien absoluto que debe
protegerse a toda costa; pues su pérdida equivale a una aniquilación definitiva. En cambio, en
una sociedad religiosa, nuestra existencia terrenal tiene un valor relativo y el derecho a la vida
propia impone unos deberes correlativos cuyo incumplimiento puede acarrear su pérdida. No
olvidemos que, para una sociedad religiosa, el asesino, además de quitar la vida a otra
persona, pone en peligro su salvación eterna, pues le impide ponerse en paz con Dios; es decir,
obstaculiza los efectos benéficos de la redención y quiebra la nueva alianza que Dios selló con
el hombre en la Cruz.
Son estas condiciones las que tornan «inadmisible», conforme a la doctrina católica, la
aplicación de la pena capital en nuestros días. Ya no existen gobernantes que se sometan a la
ley divina y elaboren sus leyes conforme a ella; por lo tanto, su autoridad no es legítima. La
pena de muerte, que siempre es indeseable, en manos de gobernantes inicuos se torna un
instrumento temible que mañana mismo puede utilizarse, por odio o venganza, para perseguir
y exterminar a los justos. Todas las demás razones contra la pena de muerte son paparruchas
de un sentimentalismo divorciado de la razón, cuando no argumentos en los que subyace la
negación del origen divino del Derecho y de la vida eterna. Escucharlos en ciertos labios
provoca, en verdad, sobrecogimiento.