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CRISTINA MUGICA RODRIGUEZ

I N T O L E R A N C I A Y EPISTEME DE LA LOCURA QUIJOTESCA

1. El horizonte erasmiano de Cervantes.

La novela construida por Cervantes está estrechamente vinculada


con la conciencia discursiva de la Moria erasmiana . En esta expe­ 1

riencia crítica del yo, locura y razón son relativas. En la medida en


que el hombre está inmerso en este mundo de las apariencias y de las
contradicciones incesantes, su razón consiste en asumir «ese círculo
continuo de la sabiduría y de la razón, en la clara conciencia de su
reciprocidad y de su imposible separación . 2

Reverso complementario de la razón, Moria discurre sobre lo que


de locura hay en la razón y también sobre las razones de la locura.
A partir del destronamiento del saber dogmático y monológico, en el
Elogio se genera una suerte de carnaval. Moria establece matices en
los discursos de la verdad del hombre y señala que es absurdo conside­
rar las cosas de este mundo desde un punto de vista único y absoluto
siendo que el nuestro es justamente el mundo de las apariencias con­
tradictorias. Aporta dos sentidos fundamentales para la comprensión
del mundo: el sentido de la perspectiva y el sentido de la tolerancia.
De este modo la razón matizada por la locura es capaz de mirar las
cosas desde distintos ángulos o de descubrir otras caras de las cosas
en las cosas mismas.
De acuerdo con Vilanova, la locura quijotesca se construye a par-

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Antonio Vilanova establece el vínculo directo entre la Moria erasmiana y el hori­
zonte cervantino:
« A la luz de los ejemplos mencionados hasta ahora, es, pues, evidente que Cervantes
ha utilizado los rasgos más destacados de la locura espiritual que la Moria erasmiana atri­
buye al cristianismo piadoso y devoto, para llevar a cabo la caracterización psicológica
y moral de la figura de don Quijote, a la que ha dado una dimensión humana de la que
carecía la sátira despiadada e hiriente del gran humanista holandés. Es preciso tener en
cuenta, sin embargo, que si bien la intención simbólica del Quijote cervantino tiene sus
raíces originarias en la autonomía típicamente erasmiana entre los intereses exclusiva­
mente materiales del hombre mundano y las preocupaciones puramente espirituales del
hombre cristiano, la genial ambigüedad de la novela de Cervantes va mucho más allá que
el mero enfrentamiento simplista entre el hombre espiritual y el hombre carnal». Antonio
Vilanova, Erasmo y Cervantes. Lumen, Barcelona, 1988, p. 94.
* Michel Foucault, Historia de la locura en la época clásica. FCE, México, 1981, p. 59.

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tir de la proyección del mundo ficticio de las novelas de caballerías
en el mundo real. Se trata de un «engaño a los ojos» provocado por
un error de la mente . Desde esta perspectiva la locura quijotesca
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consiste en la vivencia del mundo como una suerte de linterna mágica


en la que las cosas que se le aparecen son las que se van haciendo
en la representación que tiene lugar detrás de los ojos de la mente.
Se trata de un andar pautado por las necesidades de su transcurso en
tanto que invención de sí. De este modo da cuenta de una experiencia
fundada en certezas subjetivas y también en la posibilidad de que ésta
se asiente en una visión interior descalabrada o descoyuntada del
mundo de todos.
En su descenso a la cueva de Montesinos, don Quijote asiste a una
suerte de representación de sus vivencias imaginarias del mundo . Su 4

locura pone de manifiesto que la vida misma consiste en una lectura


en la que se implica una incesante representación interna; y que es
a partir de la representación que tiene lugar en la mente que participa­
mos en el acontecer del mundo.

2. La intolerancia de la locura quijotesca.

A diferencia de la Moria erasmiana, la locura quijotesca quiere


imponerse. Don Quijote está convencido de la veracidad de sus certe­
zas. Amparado en esta convicción e intolerante con lo que se repre­
senta en el retablo de Maese Pedro el titiritero, acaso porque clara­
mente establece su ser de ficción, destruye la representación.
Siguiendo a Cesáreo Bandera, la incredulidad quijotesca tocante
a la ficción se debe a que don Quijote ha ficcionalizado su realidad" . 1

3
El «engaño de los ojos» se desprende de la doctrina erasmiana de la creencia erró­
nea. Sobre esto véase Vilanova, op. cit., p. 34.
Vilanova vincula el episodio de la cueva de Montesinos con la interpretación era­
smiana del mito de la caverna platónica:
«En rigor, éste es el problema que se plantea en el episodio de la cueva de Montesinos,
claramente inspirado en la interpretación erasmiana del mito de la caverna platónica, que
el gran humanista holandés había utilizado ya previamente en o t r o capítulo de la Moria,
para demostrar que la felicidad humana no reside en las cosas mismas, sino en la opinión
que de ellas nos formamos. Se trata de un tema clave en la concepción del Quijote cervan­
tino que determina la peculiar visión de la realidad en que se basa la locura quijotesca,
y que explica, al propio tiempo, el verdadero sentido que Cervantes quiso atribuir al episo­
dio de la cueva de Montesinos». Vilanova. Ibidem, p. 88.
~ Cesáreo Bandera entiende la locura quijotesca a partir de la noción del «deseo
metafisico» de René Girard. El «deseo metafisico» surge cuando los hombres establecen
lazos intersubjetivos de idolatría renunciando a su deseo en íavor del deseo de algún otro.
Este otro se convierte simultáneamente en mediador y en obstáculo. El « d e s e o metafisico»
implica pues la ficcionalización de la realidad del individuo cuyo deseo mimetiza el de otro.
El deseo quijotesco se establece a partir de una mediación interna con Amadís de Gaula.
Sobre esto véase René Girard, Mentira romántica y verdad novelesca. Editorial Ana
grama, Barcelona, 1985 y Cesáreo Bandera, Mimesis conflictiva. Gredos, Madrid, 1975.

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Desde otra perspectiva, observa Lelia Madrid que don Quijote es inca­
paz de distinguir entre literatura y realidad . Para sustentar su
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invención, don Quijote ha de descreer en lo ficticio. Dicho de otro


modo, es su propia ficción la que lo llama a atentar en contra de ese-
espacio cuya legitimidad sustenta la verosimilitud y, en última instan­
cia, en contra la representación artística misma. Al incidir sobre la
representación acuchillando a los títeres, lo que pretende demostrar
don Quijote es la inexistencia de la representación y la realidad de lo
representado. Aniquiladas las figuras, puede seguir asistiendo a la
historia desde el mundo metafísico de su deseo . 7

Vayamos al episodio. Al preguntarle don Quijote al mono de Maese


Pedro sobre la falsedad o veracidad de sus vivencias en la cueva de
Montesinos, recibe la siguiente respuesta:

— Ei mono dice que parte de las cosas que vuesa merced vio, o pasó, en dicha
cueva son falsas, y parte verisímiles... (I, 26)

De este modo, por boca del mono de Maese Pedro, parecería que la
ficción le negara a don Quijote la legitimidad de sus vivencias.
Posteriormente, ya durante la representación, don Quijote le llama
la atención al muchacho que narra la historia sobre el hecho de que
los moros no usen campanas sino atabales, y un género de dulzainas
que se parecen a las chirimías; observa que el que suenen campanas
en Sansueña resulta disparatado. Maese Pedro interviene entonces
para argumentar que, de ordinario, las comedias se representan con
«mil impropiedades y disparates», sin que por ello dejen de deleitar.
Es en el siguiente episodio, cuando la caballería mora sale de la ciudad
siguiendo a los dos amantes católicos en medio de «trompetas que sue­
nan», «dulzainas que tocan» y «atabales y atambores que retumban»,
que don Quijote, «viendo y oyendo, pues tanta morisma y tanto ruido»,
decide ayudar a los que huyen.
Leído el atentado como respuesta a su conversación con el mono
de Maese Pedro, parecería que don Quijote hubiera preparado el ter­
reno para establecer que lo verosímil es real. Primeramente, se las
arregla para caer en el hechizo de lo verosímil y, posteriormente, lo
lleva hasta sus últimas consecuencias. Otorgarle a lo verosímil el esta­
tuto de realidad implica atentar en contra de la verosimilitud . 8

6
Lelia Madrid, Cervantes y Borges: la inversión de los signos. Editorial Pliegos,
Madrid, pássim.
7
Al ver la figura de Melisendra, dice don Quijote: «... no hay para qué venderme a
mí gato por liebre, presentándome aquí a Melisendra desnarigada, estando la otra, si viene
a manos, ahora holgándose en Francia con su esposo a pierna tendida» (II, 27).
8
« L a locura es la negación del arte, es decir, la discordia, esa discordia que consi­
gue, fuera del arte, exactamente lo mismo que consigue ésta: situar la realidad y la ficción
al mismo nivel. El arte no hace sino afirmar lo que lleva a cabo la discordia, en tanto
que ésta existe y se perpetúa negándolo. La discordia, causa y resultado a la vez de la
locura, niega, por tanto, su propia verdad, se niega a sí m i s m a » . Bandera, Ibid., p. 55.

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3. La episteme de la locura quijotesca.

i. La encrucijada epistémica.

Tal como emerge en la escritura y se singulariza en habla, don Qui­


jote, el personaje, nace en la encrucijada de las epistemes renacenti­ 9

sta y clásica, entre el sistema de signos ternario y el binario. De


acuerdo con la tesis que formula Foucault en Las palabras y las cosas,
la locura quijotesca consiste en un anacronismo epistémico: la lectura
del mundo fundada en la signatura renacentista (sistema de signos ter­
nario) en un mundo que se leía como la representación construida a
partir de signos sustitutivos de las cosas representadas . 10

De acuerdo con la teoría del signo en el Renacimiento, el signo


presentaba una estructura ternaria: lo marcado, lo que marcaba y lo
que permitía ver en aquéllo la marca de esto, la semejanza. Sistema
unitario y triple, el signo marcaba en la medida en que era casi la
misma cosa que lo que designaba. En la episteme renacentista, la simi­
litud es la organizadora de las formas del saber. Es a partir de ésta
que don Quijote lee anacrónicamente el mundo . 11

En este horizonte epistémico es necesario que las similitudes ocul­


tas afloren. Se requiere de una marca visible que manifieste lo invisi­
ble. Esta marca será la signatura. Don Quijote se lanza en busca de
las signaturas que le permitan leer en las cosas y las personas de su
mundo el mundo caballeresco en el que ha afincado su deseo.

11
«Episteme en el sentido que le da Foucault, esto es, el modo de ser que tiene el
'orden' a partir del cual pensamos». I.elia Madrid, Cervantes y Borges: la inversión de los
signos. Editorial Pliegos, Madrid, p. 19, n. 7.
Los signos clásicos surgen a partir del momento en que se conoce la posibilidad
de establecer una relación de sustitución entre dos elementos conocidos. De acuerdo con
lo establecido por la Logique de Port-Royal (1662), el signo encierra dos ideas, una la de
la cosa que representa, la otra, la de la cosa representada y su naturaleza consiste en excitar
la primera por medio de la segunda. Véase Michel Foucault, op. cit, p. 40.
" La similitud renacentista tiene cuatro modalidades:
a. La conveniencia es el encadenamiento de la semejanza y del espacio que avecina lo seme­
jante y asimila lo cercano de modo que el mundo forme cadena consigo mismo.
b. La emulación surge del enfrentamiento de semejanzas y se configura c o m o círculos con­
céntricos reflejados y rivales.
c. La analogía implica, al igual que la emulación, el enfrentamiento de semejanzas a través
del espacio y habla, como la conveniencia de ajustes, de ligas y de junturas.
d. La simpatía (su contraparte, la antipatía) sostienen, mantiene y duplican todo el volu­
men del mundo: todas las vecindades de la conveniencia, todos los ecos de la emulación,
todos les encadenamientos de la analogía. Es este el juego que hace que el mundo per­
manezca idéntico, que las semejanzas sigan asemejándose. La locura quijotesca parli-
cipa de y se inscribe en esta mismidad.
Sobre la episteme renacentista véase el capítulo « L a prosa del mundo» en Foucault, Ibid..
pp. 26-52.

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ii. La aventura del yelmo de Mambrino.

Cervantes construye en el mundo de la representación. Tiene por


tanto conciencia de la mediación del lenguaje respecto de la realidad.
Sabe, al decir de Lelia Madrid, de la elusividad de los objetos y de la
alteridad de los signos.
De acuerdo con Bandera, en el episodio del yelmo de Mambrino
se pone en evidencia el hecho de que don Quijote esté cierto de que,
pese a la labor de los encantadores, detrás de lo percibido haya una
única realidad. Adelante observa el autor que este «saber» es compar­
tido por todos y que es esto lo que suscita la violencia con la que cul­
mina el episodio.
Desde mi punto de vista, este «saber» no pasa a través de todos
por igual. La episteme quijotesca funciona de acuerdo con las signatu­
ras renacentistas en un mundo que se lee como representación. La ana­
logía establecida por don Quijote entre la bacía y el yelmo de Mam­
brino es sobre todo expresión de su deseo. Pero pone asimismo de
manifiesto el fantasma de la signatura, la liga del signo con la cosa.
Y es acaso la conciencia de la pérdida de ese vínculo a partir de la
abstracción del signo de lo designado lo que suscita el primer barbero
la posibilidad de jugar a que las cosas no sean unas sino o t r a s . Si 12

en el Renacimiento la palabra se ligaba necesariamente con la cosa,


el clasicismo pretendía hacer aparecer como necesariamente arbitra­
ria la arbitrariedad del signo mismo. En este episodio, la función de
la locura quijotesca consiste en poner de manifiesto la representación
de la episteme clásica en la que se implica una negación de la escisión
entre las palabras y las cosas.

«... no sólo no es bacía de barbero, pero está tan lejos de serlo c o m o está lejos lo
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blanco de lo negro y la verdad de la mentira...» (I, 45)

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