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Z. ALSZEGHY, S.I.

EL PECADO ORIGINAL EN UNA PERSPECTIVA


PERSONALISTA
La noción de pecado original es una de las cuestiones teológicas que tienen en nuestros
días mayor necesidad de ser repensadas. No existe, de hecho, ninguna interpretación
teológica reconocida por todos como expresión adecuada del dogma. Este artículo
pretende obtener una comprensión más profunda del pecado original, considerando
este dogma en una perspectiva personalista. No pretenden los autores deducir una
doctrina completa del pecado original, partiendo únicamente de las propiedades
particulares de la persona. Se trata de insistir en puntos de vista hasta ahora
generalmente olvidados, para poder llegar, de esta forma, a una explicación más
adecuada de una de las nociones fundamentales de la antropología teológica.

Il peccato originale in prospectiva personalista, Gregorianum, 46 (1965) 705-732

El aspecto "natural" y el aspecto "personal" del pecado original

A primera vista la aplicación de categorías personalistas a la noción del pecado original


no parece indicada. De hecho, una de las tesis de la teología católica sobre el pecado
original es que se trata de un pecado de la naturaleza. Veremos, sin embargo, ahora,
cómo la palabra naturaleza en el lenguaje teológico no excluye siempre una
consideración personalista.

El pecado original es llamado pecado de la naturaleza precisamente para indicar que se


halla presente antecedentemente a cualquier toma de posición del individuo, por el
simple hecho de pertenecer al género humano. Por este motivo la explicació n adecuada
de la noción de pecado original no puede renunciar a categorías ónticas, que hacen
referencia a la constitución psicofísica del hombre.

Con todo, esto no quiere decir que estas categorías basten por sí solas para explicar la
realidad del pecado original. Esto puede ya entreverse por la manera cómo esta verdad
ha sido revelada. Es cierto que, de hecho, toda revelación es una llamada al diálogo;
existe, con todo, una gran diferencia en la forma cómo se nos presenta a nuestro
conocimiento la creación del mundo, por ejemplo, y la forma cómo nos presenta la
Revelación la realidad del pecado original; nunca es afirmado directamente, y por sí
mismo. Los textos del AT que dejan entrever el pecado de la naturaleza son diálogos
con Dios que incitan al hombre a refugiarse en Dios Salvador (Job 14,4; Sal 51,7). Esto
es más visible todavía en el NT; el fin que pretende san Pablo al presentar la entrada
triunfal del pecado en el mundo, que ha constituido injustos a todos los hombres (Rom
5,12-21), es llevar al cristiano a la admiración, a la gratitud, a la esperanza, es decir, a
una determinada forma de diálogo con Dios.

De aquí se deduce que la elaboración teológica sobre esta verdad no puede prescindir en
absoluto del contexto dialogal en que ha sido revelada. Es más; no se trata únicamente
de determinada "forma de pensar" a través de la cual esta noción ha sido manifestada; se
trata de la misma noción. Para que podamos llamar pecado al pecado original, es
menester que tenga al menos cierta analogía con el mal que la Escritura designa con el
nombre de "pecado".
Z. ALSZEGHY, S.I.

La Biblia nos presenta el pecado como una toma de posición, por la cual el hombre
rehúsa aceptar la voluntad de Dios como norma de su obrar, y de esta forma provoca su
propia ruina. He aquí una doble vertiente del pecado: una cierta inmanencia, ya que el
pecado no es exclusivamente exterior al sujeto, y una cierta trascendencia, pues debe
implicar de alguna forma una toma de posición frente a una norma.

La Iglesia ha señalado siempre esta doble característica al decir que el pecado original
no es solamente una muerte espiritual, que queda destruida por una nueva generación
espiritual (D. 1512), sino, además, una enemistad con Dios (D. 1528) que sólo un
verdadero perdón es capaz de borrar (D. 223; 1514).

Inmanencia y trascendencia: he aquí las dos propiedades características de la persona,


que explican el que el pecado sea sólo posible en la persona. El carácter antinómico del
pecado de la naturaleza consiste en que es a la vez un mal óptico, que pesa sobre el
individuo independientemente de su actuación, y a la vez un mal personal, porque no se
puede comprender perfectamente, sin hacer referencia a la libre toma de posición, por la
cual el hombre va construyendo su propia existencia.

El pecado original como una incapacidad dinámica

La antinomia no se soluciona por el solo hecho de recordar que este mal ha caído sobre
la humanidad como consecuencia de un pecado personal. El recurso a la desobediencia
de Adán no basta para distinguir el mal llamado "pecado original" de los otros males,
que son de igual forma consecuencia de aquella desobediencia (la muerte corporal, el
sufrimiento, etc.), pero que no pueden ser llamados "pecado".

San Pablo relaciona la injusticia, en la cual todo hombre es constituido por naturaleza,
no sólo con la libre toma de posición de Adán, sino también con la conducta humana,
que es su fruto inevitable. El cap. 5 de la carta a los Romanos se comprende en plenitud
sólo en el contexto del cap. 7: la miseria, de la cual libera Cristo a los descendientes de
Adán, constituyéndoles justos, es precisamente la servidumbre bajo la ley de la carne, es
decir, la incapacidad de realizar la ley del espíritu, que, por otra parte, aprueba el
hombre en su interior. Es más: en el mismo texto clásico de Rom 5,12-21, san Pablo
considera los pecados personales como una consecuencia y manifestación del pecado
transmitido por Adán a toda la humanidad. Es en el contexto de pecados personales
cuando afirma también el Apóstol que todos hemos sido "por naturaleza hijos de ira"
(Ef 2,3).

Siguiendo esta misma línea, en tiempos posteriores la teología oriental, san Agustín y
los grandes teólogos medievales hasta llegar a Santo Tomás consideran el pecado
original en el contexto de la necesidad de la gracia para vencer el pecado. Esta parece
ser la dirección hacia la que debe tender la teología contemporánea para desentrañar la
esencia del pecado original.

Al concebir el pecado original como la imposibilidad de evitar el pecado, logramos


concordar perfectamente los dos aspectos antinómicos -el natural y el personal- del
pecado original. La imposibilidad de evitar el pecado es una incapacidad de realizar el
desarrollo pleno de la personalidad humana. Ahora bien, tal incapacidad es un desorden
a la vez natural y personal. Es natural porque tanto la perfección que el hombre debe
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conseguir como la impotencia en conseguirla, son independientes de sus opciones y, por


este motivo, el hombre las sufre. Por otra parte, esta incapacidad puede existir
solamente en una persona, único sujeto en el que se puede dar la tensión entre el ser y el
deber ser, ya que está destinado a realizar su pleno desarrollo, comprometiéndose
libremente frente a unas normas y valores y frente a otras personas.

El pecado original resulta, pues, comprensible al ser pensado como incapacidad para
cualquier libre opción, a la que el hombre no puede renunciar sin contradecirse a sí
mismo. Se trata de determinar ahora cómo debe concebirse esta imperfección de la
naturaleza humana. Como es sabido, el Concilio de Trento eliminó de la teología
católica la tendencia que identificaba formalmente el pecado original con la
concupiscencia -este fenómeno complejo que consiste en la incapacidad de absorber en
la vida personal todo el dinamismo de la naturaleza. Es evidente que también en los
bautizados, en los que el bautismo ha borrado ya todo elemento pecaminoso, la
concupiscencia permanece todavía no perfectamente dominada por la libertad (D.
1515). La perspectiva personalista explica con claridad por qué la concupiscencia no
hace al hombre digno de condenación. No se puede demostrar, en efecto, que un espíritu
encarnado deba tener la misma lucidez y la misma capacidad de disponer de sí mismo
que un espíritu puro. La concupiscencia, esta incapacidad para "no desear", no está en
oposición con la estructura constitutiva de la persona humana y, por tanto, no es aquella
incapacidad pecaminosa que andamos buscando.

Este mismo razonamiento lo podríamos aplicar con igual resultado a todas las tentativas
que pretenden identificar el pecado original con la incapacidad de la naturaleza para un
acto psicológico que permanece en el horizonte de la vida individual. La razón es que
no pueden existir exigencias metafísicas ni morales que superen la capacidad de una
determinada naturaleza.

Pero la imposibilidad de encontrar un acto a la vez debido e imposible de realizar,


quizás depende precisamente del hecho de que se considera al sujeto en un aislamiento
que en realidad no se verifica nunca.

La existencia personal se desarrolla no en el aislamiento, sino en el diálogo con otras


personas. Por esto conviene lanzar la hipótesis de que en esta situación dialogal se
encuentra la explicación del paradójico pecado de la naturaleza.

La imposibilidad del "diálogo horizontal"

Un hombre, puesto en un ais lamiento absoluto, estaría destinado a perecer; y si, por un
imprevisto lograse sobrevivir, le sería absolutamente imposible llegar, por el desarrollo
de su propia persona, a una existencia verdaderamente humana. Privado del diálogo con
otras personas e ignorando las exigencias de su propia naturaleza, le sería impensable a
tal hombre la búsqueda de una forma final que diese inteligibilidad a su vida.

Poniendo un paralelo, si un hijo de Adán, sin que Cristo hubiera venido al mundo,
viviera en sociedad con otros hombres, su situación sería semejante a la condición del
"hombre criado entre lobos", antes descrita. Ciertamente el miembro de esta sociedad de
pecadores, conocería otras personas y, por tanto, se conocería a sí mismo como persona.
Pero su ambiente humano quedaría cerrado alrededor de él. La persona se conocería
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desde el comienzo como una fortaleza asediada por sus semejantes, siempre dispuestos
al asalto. La vida personal y el amor a los demás aparecerían como contradictorios.

Excluida la posibilidad de un diálogo, la persona destinada a un pleno desarrollo, estaría


condenada a atrofiarse progresivamente. El hombre, de hecho, no puede encontrar su
forma definitiva si no se abre a los demás comprendiéndoles, ayudándoles, amándoles.
De aquí que seria imposible al "hombre criado entre los pecadores" el pleno desarrollo y
la perfección definitiva de su personalidad.

¿Puede el pecado original reducirse a esta situación en la que se encontrarían todos los
hijos de Adán?

Hemos visto que la persona exige para su pleno desarrollo la superación del egoísmo
por el amor a los demás; una opción de tal importancia, como todo acto debido
verdaderamente a las exigencias de la persona, no supera la capacidad de la naturaleza.
Con todo, como hemos visto, la opción hacia los demás es absolutamente imposible, por
la situación concreta en que el hombre se encuentra, supuesto el ambiente humano en el
que se halla inmerso. De esta manera la condición del hombre no redimido sería un mal
de la naturaleza porque se padece anterio rmente a las opciones libres de la persona; y a
la vez sería un pecado ya que la frustración de la opción altruista implica, de parte del
sujeto, una actitud que contradice las exigencias de su existencia. Por ello no sería
absurdo hablar de un pecado de la naturaleza.

Las dificultades comienzan cuando aplicamos esta hipótesis abstracta a la realidad


concreta del pecado original.

¿Por qué una sociedad hipotética, privada de todo in flujo de Cristo, debe estar
necesariamente inmersa en una guerra de todos contra todos? Además, según esta teoría,
los niños educados en una sociedad de hombres justos no tendrían pecado original, cosa
que no puede admitirse.

Por último, esta hipótesis supondría que un hijo de Adán, sin Cristo, sería pecador
únicamente por el influjo del ambiente egoísta, que le impediría desarrollarse. El
hombre no sería concebido en pecado, sino que se haría pecador por influjo ambiental.
De esta forma el pecado original no se transmitiría por descendencia (D. 1513), sino por
una cadena de "corrupción de menores", jamás interrumpida, no obstante la continua
intervención de la gracia en la historia de la humanidad.

La imposibilidad del "diálogo vertical"

Los inconvenientes antes enumerados son demasiado graves para poder ser aceptados
en una explicación teológica del dogma. Con todo, la hipótesis lanzada nos ha aportado
un elemento muy sugerente aunque incompleto: la situación dialogal del hombre como
única forma de conciliar el aspecto óptico y personal del pecado de la naturaleza.

Ahora bien, si el diálogo (constructivo y truncado) no se refiere al prójimo, no nos


queda sino pensar en el diálogo con Dios, es decir, en el "diálogo vertical".
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Con un hombre se pueden intercambiar varios diálogos más o menos perfectos y


comprometedores. Con Dios hay un solo diálogo posible. La iniciativa parte
necesariamente de Él, que se presenta a cada uno como su Dios y su Señor. Para esta
interpelación sólo existe una respuesta posible, la del Apóstol Tomás: "Señor mío y
Dios mío" (Jn 20,28), que puede ser expresada en diversos grados de profundidad. Pero
cuando alguno no da a Dios la única respuesta posible, con esto mismo "recusa a Aquel
que habla" (Heb 12,25) y se trunca el diálogo.

Por ello, si el pecado original consiste en la imposibilidad de que el hijo de Adán, no


redimido por el segundo Adán, entre en diálogo con Dios, llegamos a la conclusión de
que el pecado original consiste en la imposibilidad, de cada miembro de la humanidad
actual, de orientarse hacia Dios aceptando su palabra como norma absoluta de su, propia
vida.

En esta hipótesis, nuestra explicación del pecado original se podría presentar así. El
hombre, no iluminado por la fe, no llega a reconocer con sus fuerzas naturales que Dios
es un Dios Salvador, fuente de valores para el hombre. Ahora bien, mientras Dios no se
manifiesta como solidario con el hombre, éste es incapaz de comprometerse con una
opción que es fundamental para él. Pero, sin esta opción, es imposible conformarse en
cada opción particular con la voluntad de Dios. De aquí se concluye que, mientras el
hombre rehúsa insertarse en Cristo con una fe viva, está destinado infaliblemente a
multiplicar los pecados graves. Una "forma de vida", tal como la hemos descrito, que
proviene de un pecado de nuestros primeros padres y que nos empuja a nuevos pecados
personales, verifica en sí lo que enseña la Iglesia sobre el pecado original; en particular
explica de forma satisfactoria por qué un hijo de Adán permanece pecador antes de su
encuentro con Cristo.

Esta explicación, con todo, deja todavía algunas lagunas. ¿Cómo se puede explicar que
un hecho externo (la situación del hombre en un mando que sin la fe no revela la
bondad salvífica de Dios) sea capaz de impedir absolutamente aquella opción que es el
fundamento necesario para una existencia verdaderamente humana? La perspectiva
personalista del diálogo en la que el presente ensayo coloca nuestra solución, hace más
fácil la respuesta a esta pregunta.

El diálogo con Dios, exigencia de la persona

La clave de la explicación dialogal del pecado original está en el hecho de que el


diálogo con Dios es necesario para la construcción de la personalidad humana
perfectamente evolucionada. Vamos a explicar algo esta afirmación que resulta ya
evidente para la experiencia religiosa.

Podemos llegar a esta verdad partiendo de las exigencias de la vida individual. La


existencia humana plenamente desarrollada implica una estructuración, es decir, una
reducción de lo múltiple a lo uno. Esta reducción sólo la puede orientar un valor
absoluto, amado sobre todas las cosas, y que, como tal, debe concretarse en una
persona. Ahora bien, esto sólo es posible en Dios. Pero es que, además, el amor
personal significa acoger incondicionalmente la existencia de la persona amada en su
singularidad irrepetible; significa abrirse ante su llamada; en una palabra, diálogo. El
diálogo con el Absoluto personal aparece así como una exigencia de la vida individual.
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Un segundo camino, más conforme con la manera de pensar personalista, parte de la


necesidad de un diálogo para el desarrollo de la persona. Ahora bien, el encuentro
personal con el prójimo no es posible si no se realiza en el horizonte del encuentro con
Dios; tal encuentro sería el clima necesario para que dos espíritus creados puedan estar
presentes el uno al otro. Una persona, ser irrepetiblemente concreto, no podría acoger
plenamente a otro ser semejantemente irrepetible, si no existiera un ser trascendente que
envuelve y penetra a ambos y que es acogido, al menos de forma inconsciente, en cada
encuentro interpersonal.

Estas breves observaciones explican por qué la imposibilidad de hacer una opción
radical por Dios, impide el pleno desarrollo de la persona humana.

El diálogo con Dios, imposible sin la gracia

Antes hemos visto que no se podía probar que fuera imposible, sin un don de Cristo, un
diálogo entre los hombres. La cuestión que nos planteamos ahora es análoga. ¿Es que
acaso no podrá el hombre acoger a Dios como a su Dios, es decir, responder a la
interpelación que le llega a través de las criaturas, entrando en aquel diálogo que es
necesario para el pleno desarrollo de la personalidad humana? Dicho en otras palabras,
¿no será posible, al menos en algunos casos, en circunstancias favorables, prescindir de
la experiencia de una solidaridad con Dios para hacer una opción radical por El,
aceptando al Dios trascendente como Señor de la propia existencia ?

Esta pregunta supone una simplificación, ya que no tiene en cuenta la naturaleza


singular del diálogo. De hecho, aceptar al Absoluto como nuestro Dios no es un acto
simple, sino una toma de posición compleja cuya realización depende de muchos
factores.

Para que un hijo adopte una actitud filial frente a su padre no basta que sepa que tal
persona es su padre; es necesario que de alguna manera capte con inmediatez que éste
es su padre; esta experiencia le constituye hijo ante su padre. Sin la interpelación, que
supone la presencia paterna, tal como queda insinuada, es psicológicamente quimérico
pensar que el hijo tomará una actitud de diálogo filial con su padre, ya que es absurdo
concebir un diálogo sin participación recíproca de los dos interlocutores.

Este ejemplo quizás nos ayude a comprender la naturaleza de nuestra opción radical por
Dios, que difiere por esencia de todos los demás "actos buenos". La opción radical es
concebible únicamente como respuesta a una interpelación en la que el Absoluto se me
revela como mi Dios y mi Señor. Un "Acto Puro" infinitamente distante, que hace el
bien por impulso de su naturaleza perfecta, sin tener en cuenta mi caso" particular, sin
interés alguno por mi conducta, que premiará o castigará únicamente por amor a la
justicia, será Dios y Señor, pero no mío, en el sentido personal de la palabra, porque no
se dirigirá a mí personalmente.

Pues bien, esta llamada con la cual se dirige Dios a su criatura, considerada como este
individuo concreto, no se puede percibir, en el orden actual, sin la gracia.

Al designar a una persona como mi compañero, mi conocido, etc., reconozco ante todo
una cierta comunidad óntica que hace posible, por lo menos, una reciprocidad de la
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conciencia, en algún grado de mutua comprensión. Ahora bien, la idea que nos podemos
formar del Creador a través de sus obras, expresa una cierta semejanza entre el autor del
mundo y sus imágenes creadas, pero, a la vez, expresa una desemejanza todavía más
profunda (cfr. D. 806). La búsqueda de Dios a través de las criaturas se realiza "casi a
tientas" (Act 17,27) y revela únicamente un "Dios desconocido" (ibid. 23). Entre los que
pueden designarse recíprocamente con el adjetivo "mío" existe también una cierta
reciprocidad de funciones. No puedo llamar a una persona "mi colaborador", si mi
prestación no significa nada para él y si yo no puedo contar con su actuación. Cuanto
más personal es la unión, tanto más se pide y se ofrece, no sólo una prestación objetiva,
sino la "asistencia", la presencia activa de la persona a su prójimo. También es necesaria
la gracia para captar esta reciprocidad de funciones entre Dios y la criatura.

El hombre no puede descubrir en el dueño del universo un interés que tiende a su bien
individual. Los bienes, que la criatura recibe constantemente de la "plenitud fontal",
solamente a los ojos iluminados por la fe son capaces de revelarles un Dios que está
solícito por mi bien. Además, el "silencio de Dios" en la hora del sufrimiento es
inexplicable racionalmente y es causa de escándalo para el corazón del hombre. Es
necesario conocer "el misterio de su voluntad, conforme a su beneplácito" (Ef 1,9) que
quiere conducir a todos a la intimidad beatífica con el Padre, a través de la participación
en la Cruz de Cristo, para comprender plenamente "la bondad y el amor hacia los
hombres de Dios nuestro Salvador" (Tit 3,4). Sin la luz de la Revelación, el hombre
permanecerá un "hombre sin Dios" (Ef 2,12), ya que el Absoluto, cuya existencia quizás
conoce, no se le muestra todavía como su Dios.

Al decir, pues, que el mundo en el que el hombre se mueve, marcado por la cruz, no
transmite de forma suficiente la llamada a la opción fundamental, afirmamos solamente
que el hombre caído, con las solas fuerzas de su naturaleza, es incapaz de escuchar en la
voz de las criaturas la invitación divina.

El diálogo con Dios, hecho posible por el Bautismo

Aunque el pecado original coincida con la incapacidad de entrar, por una opción radical,
en diálogo con Dios, nos falta todavía probar que por el Bautismo este diálogo se hace
posible. Será tarea del teólogo poner de relieve en qué sentido los efectos del Bautismo
pueden ser comprendidos como una abertura a este diálogo.

La eficacia del Bautismo en orden al diálogo aparece ya desde el momento en que la


Iglesia relaciona en repetidas ocasiones este sacramento con la vida eterna, tanto en su
catequesis como en la liturgia. Ahora bien, las categorías preferidas por la Revelación
para describir la vida eterna son el banquete, las bodas, es decir, categorías
esencialmente dialogales.

Pero el Bautismo no promete solamente el diálogo escatológico, como un don reservado


al futuro. En el mismo Bautismo el hombre de enemigo se convierte en amigo, de
forastero se hace hijo (D. 1528). Debe haber, pues, en el acontecimiento bautismal un
cambio de tal naturaleza que pueda ser interpretado como el comienzo de aquel diálogo,
que después llegará a su perfección final en la vida eterna.
Z. ALSZEGHY, S.I.

En este sentido el influjo del Bautismo puede ser considerado desde dos puntos de vista.
Por una parte, la iniciación en la doctrina cristiana cambia la imagen que el hombre
tiene de Dios, revelándole la faz de un Dios amable (este punto se debe aplicar
analógicamente a los niños, en cuanto por el Bautismo pasan a formar parte de la Iglesia
que se compromete a darles una formación cristiana); por otra parte, el "nuevo
nacimiento" con la infusión de las virtudes teologales, cambia las fuerzas del hombre,
haciéndole capaz de acoger a este Dios como suyo. Se crea, de esta forma, una situación
dialogal en la cual el llamamiento hecho al hombre y su capacidad de responder están
en proporción de reciprocidad y, por este motivo, la respuesta es realmente posible.

Sólo nos resta hacer una observación. Bien es verdad que el cristiano por el Bautismo
no sólo está en condiciones de dialogar con Dios, sino que además está inclinado a ir
desarrollando progresivamente esta respuesta. Sin embargó, puede darse el caso de que
en el bautizado, llegado al uso de razón, la conciencia de su nueva relación con Dios
esté tan poco desarrollada que quede reducida a una norma negativa, que le haga evitar
únicamente lo que destruye la orientación radical hacia Dios. En tal caso no se realizaría
con toda perfección el diálogo del que estamos hablando; sin embargo, continuaría
siendo verdad que por el Bautismo tal diálogo se hace posible.

Carácter pecaminoso de la incapacidad para el diálogo con Dios

Queda aún un punto por explicar en esta elaboración teológica que estamos exponiendo.
Se trata de ver si se puede encontrar en esta imposibilidad de diálogo un elemento de
"voluntariedad", totalmente necesario para que podamos hablar de un "pecado". Parece,
a primera vista, que no es posible identificar el pecado original con la incapacidad para
el diálogo con Dios, porque esta incapacidad en sí misma no es pecado, y, si suponemos
que lleva consigo una libre toma de posición del individuo, entonces tendríamos
evidentemente un pecado, pero ya no se trataría del pecado original, sino de un pecado
personal.

Fijémonos en una dimensión de este problema que no debe ser pasada por alto: para
comprender el pecado original hace falta considerar el pecado personal de Adán, no sólo
como una causa exterior al estado en el que nacen los hombres hoy, sino también como
un elemento que forma parte de la imagen fenomenológica de este estado y que le da
sentido al explicarnos su malicia.

Dios no llama al diálogo solamente a las personas en particular, en cuanto


individualidades separadas unas de otras; también las llama en cuanto forman una
"personalidad corporativa". Ya antes de la vocación de Abraham, Dios había lanzado
una llamada más universal a toda la humanidad, sellando con ella una alianza (cfr. Gén
1,28-30; 9,9-17). Dios esperó, pues, de la humanidad una respuesta colectiva que no fue
dada. Por ello la Sagrada Escritura describe el "mundo" como una realidad que toma
posición cerrándose a la palabra de Dios y que, por ello, se opone al advenimiento de su
reino. El mundo no reconoció a Jesús, lo odia con odio constante e incluye en este odio
a los seguidores de Jesús. De hecho, prescindiendo de toda opción personal, el hombre
pertenece al mundo hasta que Jesús lo separa de él (cfr. Jn 15,18-19). Por esto todos los
hombres tienen necesidad de un nuevo nacimiento por el Bautismo, sin el cual nadie
puede entrar en el Reino de Dios. No hay alternativa posible entre pertenecer al mundo
y pertenecer al Reino de Dios.
Z. ALSZEGHY, S.I.

La solidaridad de todos los hombres, todavía no regenerados en Cristo, con el mundo


pecador es un dato teológico equivalente a la necesidad universal de la redención y
constituye un desorden ético en cuanto es una participación material en una malicia
formal, por cuyo medio la humanidad no redimida se enfrenta con la voluntad de Dios.

Para esclarecer un poco esta afirmación es necesario distinguir dos aspectos del diálogo
que Dios quiere entablar con la criatura. Dios invita al diálogo a la humanidad como
corporación y también a los individuos en particular. El hecho de que una persona física
sea incapaz de responder a la invitación divina, si no está inserta en Cristo, no supone
ninguna pecaminosidad suya individual, pero su "silencio" inevitable recibe un nuevo
sentido al formar parte del rechazo que la humanidad hace a la invitación divina. De la
misma forma que un silencio resulta más elocuente en un contexto dialogal, así la
incapacidad humana para el diálogo recibe un carácter pecaminoso (no individual, sino
superpersonal), en cuanto que el que es incapaz de responder, lo es por ser solidario con
el mundo. Si la ira de Dios pesa sobre el mundo, también este silencio, en cuanto inserto
en el mundo, es alcanzado por la enemistad divina.

Notemos de paso que nuestra explicación no reduce el pecado original a un "pecado


colectivo". El pecado original existe en cada hombre no justificado, aunque no tenga la
más mínima responsabilidad moral o jurídica en el rechazar a Dios por parte del mundo.
Queremos también precisar que, en nuestra explicación, el hombre se encuentra en
estado de pecado original, en cuanto es solidario con el mundo, prescindiendo del
influjo que este mundo ejerce o podrá ejercer sobre su vida individual.

Para concluir podemos, pues, afirmar que el pecado original, considerado en la


perspectiva personalista, es la incapacidad del individuo para dialogar con Dios,
inserta en el contexto del "mundo" que se cierra a este diálogo. En el momento del
Bautismo el hombre recibe en su corazón el Espíritu del Hijo que clama "Abba, Padre"
(Gál 4,6); su solidaridad con el mundo queda de esta forma rota porque, al insertarse en
Aquel que quita el pecado del mundo, se hace capaz de, pronunciar en Cristo su
"Amén" al Padre.

Tradujo y condensó: LUIS VICTORIM. FLICK


LUCIEN CERFAUX

LA TEOLOGÍA Y LA GRACIA SEGÚN SAN


PABLO
El autor, profundo conocedor de la teología paulina, nos hace penetrar, a través de una
visión sugestiva y rápida, en el conocimiento de la densa trama de las relaciones
existentes entre la gracia, el Dios trinitario y el hombre, en su compleja e integral
realidad. Este artículo, por su gran valor teológico-escriturístico, mereció ser incluido
en las conclusiones del Seminario de Intelectuales católicos franceses que versó sobre
el tema: Humanismo y gracia.

La théologie de la grâce selon saint Paul, La vie spirituelle, 83 (1950) 5-19

La alegría del niño que abre sus ojos maravillados y nuevos a un mundo también nuevo
es el sentimiento esencial del cristiano. En el cristianismo se encuentra, la reserva más
grande de alegría y de entusiasmo para vivir.

Y esto, porque Dios ha reanudado el diálogo con el hombre. El que Dios hable no es
ciertamente una fábula sino una realidad. "En distintas ocasiones y de muchas maneras
habló Dios antiguamente a nuestros padres por los profetas. Ahora, en esta etapa final,
nos ha hablado por el Hijo" (Heb 1,1-2). Se nos ha anunciado el mensaje de Cristo, que
Pablo define como "el Poder de Dios para la salvación de todo el que cree, del judío en
primer lugar y del griego; justicia de Dios que se pone de manifiesto en él en la medida
de la fe" (Rom 1,16-17).

Reino, justicia y palabra de Dios significan la misma intervención eficaz de Dios que
con su presencia desintegra al hombre viejo y hace nacer el hombre nuevo, "renovado
en su espíritu, creado a imagen de Dios: justicia y santidad verdaderas" (Ef 4,24). Esta
vida nueva, hecha de alegría, creación y elevación a un plano en donde Dios nos
comunica, por su Hijo, sus secretos, es lo que llamamos "gracia".

Dinámica de la resurrección

La resurrección del Señor es el manantial de donde fluye esta corriente de vida


sobrenatural en la que nos sumerge la gracia. En la resurrección, Jesucristo "recibió los
poderes de Hijo de Dios, según el Espíritu Santificador" (Rom 1,4).

La resurrección de Cristo señala, pues, el nacimiento de un mundo nuevo. Cristo no


resucitó a título privado, sino como el primero de toda una serie. Con su resurrección se
abre la era de la resurrección general de los muertos. Según el plan manifestado por
Dios, todos los muertos resucitarán atraídos por la misma fuerza de la primera
resurrección. La eficacia de esta fuerza nos abre a la esperanza segura de nuestra
resurrección futura, orientando todo nuestro ser cristiano hacia ella.

Pero esta eficacia, según el desarrollo ulterior de la teología paulina, tiene un sentido
aún más actual. Ya desde ahora, por nuestra pertenencia a Cristo estamos bajo el influjo
del campo magnético de su resurrección. Hemos ya "resucitado" a una vida nueva, a la
vida de Cristo resucitado, presente en nosotros y que ha elevado nuestra vida cotidiana
al plano de los resucitados: "Ya no vivo yo, sino Cristo vive en mí" (Gál 2,20).
LUCIEN CERFAUX

Vida de resucitados, real, pero invisible aún: esta es la gracia en nosotros. Ella ha
transformado nuestro "yo" hasta en su ser más profundo, y todas nuestras actividades
proceden o deberán proceder de este fondo sobrenatural y adaptarse a él
conscientemente: "ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba,
donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba, no a los
de la tierra" (Col 3,1-2).

Dialéctica de muerte-resurrección

Para los católicos, el río de vida nueva nace en la resurrección de Cristo. Para los
protestantes, en la cruz. ¿Es esto indiferente? ¿No impondrá, esta elección, diversas
interpretaciones del cristianismo? La expansión de la alegría y el entusiasmo de la
gracia empieza en la resurrección. Sin embargo, no hay resurrección sin una muerte.
"Cristo fue entregado por nuestros pecados y resucitado para nuestra jus tificación"
(Rom 4,25).

Nuestra vida sobrenatural tiene, pues, dos aspectos: positivamente es vida de Cristo
resucitado, presente en nosotros; negativamente es vida que recibe su eficacia de la
muerte de Cristo y que sólo podrá expansionarse después de una renuncia y una muerte
a la existencia marcada por el pecado y a las disposiciones opuestas a la vida de Dios.

El río de vida nace en la resurrección de Cristo. Pero nuestra vida de gracia comienza
sólo cuando, por el bautismo, somos sumergidos en este río. Entonces recibimos esta
vida de Cristo muerto y resucitado. Tal es la perspectiva sacramental. Nos interesa
ahora volver a nuestro punto de partida: el concepto de palabra de Dios. La gracia, la
elevación a un orden sobrenatural comienza también en el mismo momento en que
escuchamos, en la fe, la palabra y el mensaje de Dios su invitación a reanudar un
diálogo nuevo. La palabra de Dios misma es eficaz para realizar aquella transformación
que necesitamos para estar atentos a está misma Palabra: crea de nue vo a quienes han de
oirle para que puedan escucharle. Es palabra eficaz.

La palabra de Dios comporta además, en sí, algo dramático. Para que su mensaje nos
urja, Dios lo ha querido signo de su voluntad eficaz: una voluntad que nos ha
manifestado como ya decidida, en el compromiso de su amor, a realizar lo que se ha
propuesto. Atrae para ello nuestra mirada sobre su Hijo crucificado, la gran prueba de su
amor y de su voluntad salvífica. Solamente bajo este ángulo, la cruz se antepone a la
resurrección.

El hombre había intentado escribir una historia religiosa suplantando a Dios. Los
griegos piden prestados a la filosofía, a la ciencia, a la retórica los elementos con los
cuales pretenden construir una religión que sea la culminación de la inteligencia
humana. El resultado nos lo apunta San Pablo: "eran hombres sin esperanza". Los judíos
replegados sobre sí mismos y su propia justicia esperaban todavía un Dios venido de las
nubes del Sinaí que les felicitara por su colaboración y su justicia.

Pero Dios no quiere medirse con el hombre. Inventa su paradoja, y lo inesperado se


produce. "Ya que el mundo, con su sabiduría, no ha reconocido a Dios por la sabiduría
de Dios, plugo a Dios salvar a los creyentes por la necedad de la predicación. En
verdad, mientras los judíos piden milagros y los griegos buscan sabiduría, nosotros
LUCIEN CERFAUX

predicamos a un Cristo crucificado, escándalo para los judíos, necedad para los gentiles,
mas poder y sabiduría de Dios para los llamados, sean judíos o griegos; porque lo necio
de Dios es más sabio que los hombres y lo flaco de Dios es más fuerte que los hombres"
(1 Cor 1,21-25).

El hombre, abandonando su aire de superioridad, acepta en su "fe", indisolublemente


unida al sacramento, este mensaje de Dios. A partir de este momento la fuerza de Dios
actúa en él: la vida de Cristo resucitado es su vida.

La gracia es un don

Hemos visto que la gracia es la vida, en nosotros, de Cristo muerto y resucitado. Por
esto también podemos decir que la gracia, como expresa esta misma palabra, es un don
de Dios: don totalmente gratuito. Pablo tuvo que insistir mucho en este aspecto en sus
discusiones con los judíos, que confiaban más en la justicia de sus obras que en la
justificación por la fe (= gracia). Los judíos, apoyándose en su fidelidad a la Ley, creían
haber merecido el título de "justos". El cristiano, en cambio, pide a Dios que le otorgue
su salvación (que puede llamarse

también justicia, si se recoge la antigua fórmula del Antiguo Testamento según la cual
los "jueces" son los "salvadores"). El cristiano será más fiel a Dios que el mismo judío,
pero sin tomar dicha fidelidad en un sentido mercantil. No es cuestión de obras, explica
Pablo; de lo contrario la gracia no sería un regalo, sino un sueldo. La "fe" es contada
como justicia sólo cuando se cree a Aquél que, muerto y resucitado para perdonar el
pecado, actúa en nosotros por la gracia (cfr. Rom 4,3-5). "Abraham creyó a Dios y esto
le fue contado como justicia".

Algunas frases de Pablo que han sido formuladas en un contexto de oposición al sistema
judío de la justificación de las obras han inducido, probablemente, a los Padres de la
Reforma, a reducir la acción de la justicia a una pura imputación jurídica. Ahora bien, si
así fuera, ¿qué vendría a ser este don de Dios que es la misma vida de Cristo que se nos
comunica? ¿Sería digno de Dios, el Creador, no crear el orden de la gracia después que
ha creado el orden natural? San Pablo siempre ha tenido en cuenta la realidad cristiana
de lo sobrenatural. Y para el, como también para los primeros cristianos, la resurrección
de Cristo, con la vida que fluye de ella, es la gran realidad de la salvación cristiana.

Presencia del Espíritu

La gracia, además de ser don del Padre y vida de Cristo, es para nosotros presencia del
Espíritu Santo. A la resurrección sucede la efusión del Espíritu en Pentecostés. Los
dones extraordinarios y los carismas serán la manifestación exterior de esta presencia
interior del Espíritu en los fieles y en la comunidad.

Nosotros, por la presencia de Cristo en nuestro espíritu, hemos sido hechos


"espirituales" en el sentido de que hemos sido unidos al mismo Espíritu Santo del
mismo modo que la resurrección establece el señorío de Cristo según el Espíritu de
santidad: "no vivís según la carne, sino según el espíritu, ya que el Espíritu de Dios
LUCIEN CERFAUX

habita en vosotros" (Rom 8,9). La gracia es, pues, la presencia de este Espíritu de Dios
en el fondo de nuestro "ser cristiano" que nace y se desarrolla.

Perspectiva trinitaria

Siguiendo a san Pablo hemos alcanzado una perspectiva trinitaria. La gracia es el don
del Padre, la vida de Cristo, la santificación del Espíritu Santo. Las tres divinas personas
están presentes y actúan, aunque de diferente manera: El Padre, como padre y creador (1
Cor 12,6); el Hijo, como Señor y Salvador, reinando por su muerte y comunicándonos
su vida; el Espíritu Santo, como santificador presente en el don (1 Cor 12,4).

Por la participación en la filiación personal del Hijo hemos llegado a ser hijos de Dios,
colocados en el mismo plano que Aquél, quien se ha acercado a nosotros en su
humanidad para que vivamos en una comunidad total de existencia y sentimientos. El
Espíritu, principio nuevo en nuestras almas, viene en auxilio de nuestra incapacidad
fundamental (Rom 8,26) y eleva al nivel del Padre las efusiones humanas de nuestro
amor de hijos. Este mismo Espíritu nos revela los bienes de nuestra herencia celestial
como hijos de Dios, coherederos del Hijo; y nos enseña a pedirlos, o mejor, los pide Él
en nosotros y para nosotros, en una oración impregnada de adoración y de amor, para
que seamos consagrados como sacerdotes de Dios en el templo interior de nuestras
almas. "Habéis recibido, no un espíritu de esclavitud, para recaer en el temor, sino un
espíritu de hijos adoptivos, que nos hace gritar: ¡Abba! (Padre). Ese Espíritu y nuestro
espíritu dan un testimonio concorde: somos hijos de Dios; y si somos hijos, también
herederos, herederos de Dios y coherederos con Cristo" (Rom 8,15-17).

Novedad de la vida de gracia

La gracia introduce un cambio radical. El que es de Cristo se ha hecho criatura nueva, y


lo viejo pasó, se ha hecho nuevo" (2 Cor 5,17). Antes de la gracia estábamos en el
pecado y en la muerte espiritual, de la que la muerte corporal es como un símbolo
heredado dé Adán.

Entre los paganos este pecado se concreta en el rechazo del conocimiento del verdadero
Dios, que les entrega al frenesí del error y de la carne, y en la idiolatría, que los
encadena al mundo demoníaco y a los poderes cósmicos, en los que se realiza el
misterio de iniquidad.

Entre los judíos el pecado consiste en no guardar la Ley que han recibido, sujetos a esta
misma ley que los sometía a su vez a los príncipes del mundo, por ser todavía una
fórmula religiosa inferior, fruto de una pedagogía transitoria en la que Dios no se revela
sino a través de sombras.

La muerte de Cristo en la Cruz condena definitivamente el pecado, la muerte, los


poderes malignos y la Ley. Y desde entonces todo aquel que posee la gracia ha vuelto
las espaldas a un pasado imperfecto: la gracia nos ha abierto el mundo espiritual y ha
establecido en el alma la paz.
LUCIEN CERFAUX

Poseemos la paz con Dios por mediación de Nuestro Señor Jesucristo, por el cual hemos
obtenido, con la fe, acceso a esta gracia en que nos encontramos y gloriamos apoyados
en la esperanza de la gloria de los hijos de Dios (cfr Rom 5,2). Y aun las mismas
pruebas adquieren su verdadero sentido y sirven de fundamento a nuestra confianza y
alegría (Rom 5,3). "El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el
Espíritu Santo que se nos ha dado" (Rom 5,5). En nosotros se ha realizado la
reconciliación con Dios y el acercamiento a Él, reintegrados de un modo todavía: más
espléndido a la situación que habíamos perdido. Por esto, ya desde ahora, la paz, la
alegría, la esperanza, el amor y todos los sentimientos del cielo están en nosotros.

El mundo del espíritu posee su propio estilo de santidad, sus costumbres, del mismo
modo que el mundo de la carne posee las suyas. Todo lo que manda la Ley se cumple en
aquél, con la soltura y la libertad que el Espíritu desarrolla en nosotros, y los frutos que
se cosechan -amor, caridad, paz, coraje, servicialidad, dominio de sí (Gál 5,22)- son
muy superiores a los de la misma Ley.

Los resucitados espiritualmente con Cristo formamos en Cristo su reino invisible, la


Iglesia, pueblo inmerso en la misma sociedad humana. Para él, la muerte significa muy
poca cosa, pues morimos en Cristo. Es un dormirse al final del peregrinaje para
despertar en aquel mundo transcendente que está en el cielo pero que ya ha comenzado
sobre la tierra.

Creación primera y creación nueva

Esta concepción que hemos descrito últimamente era la visión de los primeros
cristianos, que. aceptaban con toda naturalidad la hostilidad de la sociedad humana en el
seno de la cual cumplían su viaje terrestre. El hombre moderno, sin embargo, se
inquieta ante estas perspectivas. Acepta vivir del Espíritu, pero teme que el Espíritu le
haga un exilado de este mundo, del cual la primera creación le hizo señor. Y lo teme
especialmente en un momento en el que la humanidad parece poseer un dominio
ilimitado sobre este mundo. San Pablo no ha sentido este temor. ¿Será porque ha
colocado el mundo entre las categorías muertas en la muerte de Cristo? San Pablo jamás
ha condenado la naturaleza. El pecado no es la materia. La "carne" no es la naturaleza.
El dualismo gnóstico está en las antípodas de su pensamiento y del pensamiento de
Cristo.

La segunda creación, la creación espiritual, viene a ser algo absolutamente imprevisto,


fruto de una Palabra no menos inesperada, y de una intervención de Dios totalmente
gratuita. Guarda, sin embargo, cierta "analogía" con la primera: ésta es superada pero no
destruida; conserva cierta consistencia sin dejar de estar abierta a las costumbres del
Espíritu (Rom 7,14.23), y lo mejor de ella soporta a disgusto la decadencia del pecado.
Semejante abertura a lo espiritual ha sido puesta por el mismo Creador; ya que sabía
que una segunda creación seguiría a la primera, y en ésta había querido a aquélla, para
que se realizase la recapitulación de todas las cosas en Cristo (Ef 1,10) : "porque por
medio de El fueron creadas todas las cosas: celestes y terrestres, visibles e invisibles,
Tronos, Dominaciones, Principados, Potestades; todo fue creado por Él y para Él" (Col
1,16).
LUCIEN CERFAUX

El estado de depresión, de desintegración, la situación de pecado, de idolatría no es el


estado primitivo del mundo. Suprimamos el pecado y el mundo volverá en parte a su
estado primitivo. Las maldiciones no están dirigidas contra el mundo, sino contra los
engaños de los que ha sido víctima, o mejor contra quienes los han provocado. El
mundo es un juguete entregado a los hombres: limpio para los puros, manchado para los
impuros. Se convertirá en lo que hagamos de él; y así, aun rehusando ser cómplice, está
dispuesto a cooperar con nosotros (en la esperanza de que lo mantengamos bello) y con
la gracia. "La creación, expectante, está aguardando la plena manifestación de los hijos
de Dios (en la Parusía de Cristo), fue sometida a la frustración, no por su voluntad, sino
por uno que la sometió; pero fue con la esperanza de que la creación misma se vería
liberada de la esclavitud, para entrar en la libertad gloriosa de los hijos de Dios" (Rom
8, 19-21).

La creación aguarda su transformación, signo de su liberación. Pues la corruptibilidad


no es el meollo del ser. Sin embargo, esta transformación está en el futuro, es
escatológica. La resurrección realizada en nosotros por la gracia es parcial y no alcanza
todavía a nuestros cuerpos. Por esto esperamos aún la Parusía de Cristo.

Esta relación paulina entre la naturaleza y la gracia se desarrolla en un triple nivel: 1. El


nivel psicológico-teológico de la experiencia humano-cristiana expresada bajo la luz de
la revelación: el "yo" humano es creado por Dios para el Verbo y orientado hacia Él, en
la posesión de la libertad frente al pecado y en la exención de la muerte. Este "yo",
sometido luego al pecado y a la muerte, es liberado por la gracia, si se deja guiar y
asimilar por ella. Sin embargo, no se trata todavía del "yo" resucitado en su carne y en
este aspecto sigue todavía sujeto a la muerte. 2. El nivel ontológico de esta experiencia
cristiana: La misma naturaleza del hombre, resultado de la creación, y sometida
después bajo el poder del pecado y de la muerte, ha empezado ya a recuperarse con la
gracia, de dicho estado, aunque sin alcanzar la transformación definitiva de su
resurrección. 3. Y en el nivel cósmico es la creación entera la que participa de este
movimiento en que es arrebatada la naturaleza humana. Desde ahora la creación aspira a
compartir, a su manera, la gloria de los hijos de Dios, que se manifestará en la Parusía
de Cristo.

Actitud en relación con el mundo

¿Cuál ha de ser, pues, nuestra actitud frente a este mundo? El mundo, con todos sus
valores, ha compartido nuestra historia trágica: creado, sometido y liberado ya
parcialmente, puede colaborar en nuestra historia nueva. No se trata de abandonarlo
entregándonos a la pereza. San Pablo quiere que trabajemos, y él nos da ejemplo. El
cristiano debe conservar todas sus anteriores relaciones con el mundo y debe
permanecer, según el consejo de Pablo, en aquella situación en que la vocación cristiana
lo ha encontrado (1 Cor 7,17). Hoy este consejo nos pide una adhesión sin reservas a
nuestro estado en el mundo actual: política, negocios, matrimonio... El cristiano
continuará viviendo la vida normal de todos los hombres.

El compromiso seguirá siendo el mismo, pero el comprometido habrá sido


promocionado a una "existencia" superior y se comprometerá en el mundo en un
espíritu como de señorío. "Los que tienen mujer vivan como si no la tuvieran; los que
lloran, como si no llorasen; los que están alegres, como si no lo estuvieran, los que
LUCIEN CERFAUX

compran, como si no poseyeran, los que negocian en el mundo, como si no disfrutaran


de él: porque la representación de este mundo se termina" (1 Cor 7,29-31).

Esto quiere decir que nosotros, dando al mundo su auténtico valor, conservamos el
sentido de nuestra nobleza cristiana. Nuestro compromiso, aun sin ser incondicional -a
causa de nuestra nueva grandeza- no es menos real y amplio que el de los no-cristianos.
Si miramos al mundo desde una perspectiva cristiana, no es que lo despreciemos, sino
que lo apreciamos en su verdadero valor y realidad. Para poder arrastrar al mundo con
nosotros no le permitimos que detenga nuestro impulso de ascensión hacia Dios. Para
ello poseemos la energía nueva proveniente de la "gracia", fuerza de Dios. Y también
poseemos u na sabiduría superior de la cual el mundo se beneficia.

El mundo no es ya un objeto inerte, nos ofrece sus recursos y sus goces para que, en el
uso de nuestra suprema libertad, rechacemos lo que nos degrada y aceptamos lo que nos
ayuda a subir.

El respeto religioso será uno de los aspectos de nuestra actitud hacia el mundo. Pues la
primera creación lleva un reflejo de Dios y sus valores auténticos pueden ser integrados
y armonizados, como quería san Pablo, con las virtudes suscitadas por la gracia (cfr Ef
5,22-23). "La paz de Dios, que sobrepuja todo entendimiento, guarde vuestros
pensamientos en Cristo Jesús. Por lo demás, hermanos, atended a cuanto hay de
verdadero, de honorable, de justo, de puro, de amable, de laudable, de virtuoso, de
digno de alabanza; a esto estad atentos, y practicad lo que habéis aprendido y recibido, y
habéis oído y visto en mi, y el Dios de la paz estará con vosotros" (Flp 4,7-9). El mismo
Pablo supo ser un perfecto "hombre honesto" de su tiempo (cfr. Act 26, 27-29, en donde
demuestra una cortesía del mejor estilo).

La gracia cristiana se adapta naturalmente al hombre de cualquier cultura y le eleva a un


ritmo de vida enteramente superior; y este ritmo se sincroniza con todo aquello que con
dicha cultura pretenda alcanzar.

Tradujo y condensó: ESTEBAN AVELLI


RICARDO FRANCO, S.I.

ESQUEMA ONTOLÓGICO Y CONCEPCIÓN


PERSONALISTA EN LA DOCTRINA DE LA
JUSTIFICACIÓN
En el espíritu ecuménico postconciliar, acaso sea el planteamiento de las diferencias de
interpretación acerca de la doctrina de la Justificación lo que mejor pueda servirnos
para comprender en su justo valor --y en sus posibles limitaciones-- tanto la
perspectiva protestante como la católica. Esto es lo que pretende el autor al abordar en
el presente artículo los comentarios de tres autores protestantes contemporáneos (U.
Kühn, W. Joest y P. Brunner) sobre este problema.

Naturaleza y persona en la Justificación del pecador, Estudios Eclesiásticos, 40 (1965)


61-84.

DOCTRINA DE LA JUSTIFICACIÓN

El esquema de Trento sobre la justificación nos es conocido y familiar: el hombre pasa


por una serie de estadios que se suceden cronológicamente: antes de la vocación divina
a la fe (l); disposición a la justificación bajo el influjo de la gracia primera (2); infusión
de la gracia santificante (3) -supuesta la fe (4 y 5)- en la justificación misma (6); estado
de gracia en el que el hombre progresa hasta el fin de la vida (7); y, finalmente, juicio
final en el que el hombre se presenta con las obras realizadas desde su justificación
hasta la muerte (8).

1. El hombre antes de la primera vocación divina

Se entiende por primera vocación aquella gracia dirigida, positivamente, a que el


pecador (es decir, el hombre no llamado aún al ámbito de justificación) venga a la fe. Lo
único que el Tridentino nos dice de esa situación es que ningún acto del pecador puede
de ninguna manera merecer la primera gracia. Nos habla además de la insuficiencia de
la Ley y de la naturaleza humana en orden a la justificación (D. 797, 793, 811). Pero
Trento se limita a excluir el influjo meritorio de estas obras con respecto a la
Justificación, sin determinar en absoluto su valor moral.

Precisamente de este valor quiere tratar P. Brunner, quien cree poder deducir de la
doctrina de Trento que estas obras son pecado. El núcleo del problema se origina a
partir del canon 7 del Decretum de Justificatione de dicho Concilio: Sea anatema, quien
afirme que todas las obras realizadas antes de la Justificación y por la razón que sea,
verdaderamente son pecado o merecen el odio de Dios (D. 817). En efecto: dicho
canon, antes de llegar a su inserción definitiva, ocupó sucesivamente los lugares 1, 2,
19, 29 y 6 en la serie de cánones del Decreto. Y claro está que según su lugar el sentido
variaba considerablemente, refiriéndose en uno u otro caso a uno y otro estadio de los
enunciados más arriba como momentos interiores de esta historia salutis del individuo,
que es la justificación.

Supuesto, pues, el lugar definitivo del canon, no tiene éste validez -según Brunner- más
que para las obras que siguen inmediatamente a la primera vocación divina y que
RICARDO FRANCO, S.I.

preceden inmediatamente á la justificación. De las obras anteriores a esta primera


vocación, cree Brunner que, conforme al Tridentino, todas ellas -aun las que en sentido
legal son "buenas obras"- son en realidad pecado y merecen la ira de Dios, en cuanto
que la persona que las realiza a los ojos de Dios es, según el mismo Concilio, pecador e
injusto (en cuanto no justificado) y por lo mismo objeto del odio divino. (Este
razonamiento recuerda mucho al de J. Hus, condenado en el Concilio de Constanza). La
doctrina no es admitida por los teólogos católicos y ha sido expresamente condenada
contra Bayo (D. 1025 y 1027), en quien se trata ciertamente no ya de las obras que
disponen inmediatamente a la justificación (supuesta la primera vocación divina) sino
de las obras de los gentiles en general.

Sin embargo, ¿podemos admitir que el hombre pueda estar alguna vez en un estado
neutro con relación a Dios? Por una parte es claro, aun considerada la cuestión desde
una perspectiva meramente metafísica de la naturaleza, que el hombre antes de toda
gracia tiene, por el pecado original, una privación en su ser que ha de manifestarse
necesariamente en su operar. Es claro también que semejante privación ontológica de su
operar no es un pecado en el sentido de una transgresión libre a la ley de Dios, pero
tampoco es un acto que esté ordenado a la vida eterna: y en este sentido podemos decir
que participa necesariamente del desorden óntico al que el hombre está sometido por el
pecado original.

La inicial formulación de Trento acerca del valor de las obras del hombre que está fuera
de la justificación (de tal modo son pecado que merecen el odio de Dios) fue luego
corregida (son verdaderamente pecado o merecen el odio de Dios). En ésta expresión,
el segundo término no aparece ya claramente como una explicación del sentido del
primero. Habría, pues, en las obras del no-justificado un aspecto de naturaleza (según el
cual serían pecado, como no ordenadas a la vida eterna) sin que éste alcanzase, con
todo, la dimensión de lo personal (dichas obras no serían merecedoras del odio de
Dios).

Pero Brunner, y con él los protestantes, dirían que el hombre, antes de la vocación a la
fe es enemigo activo de Dios, y tal enemistad tiene que manifestarse de una manera
positiva -y no meramente como una privación- en todas sus acciones. Este aspecto más
personalista y actualista del pecado en esas obras es más difícilmente conciliable con la
doctrina católica. Parece reducir el pecado original al pecado actual, dejando con ello en
la penumbra precisamente el a priori de estos pecados actuales. La teología
postridentina, sin embargo y a su vez, preocupada por determinar la esencia misma del
pecado original en la privación de la gracia santificante, ha descuidado ciertamente el
aspecto más personalista y actualista del pecado; aspecto que no deja de estar presente,
por ejemplo, en los documentos primeros contra los pelagianos (cfr. D. 130, 182, 190 y
195). Esta consideración actualista debe ser considerada como complemento esencial de
la consideración excesivamente abstracta y naturalista del pecado original.

Notemos, en fin -y llegaremos, así, como de la mano, al segundo estadio del esquema de
la doctrina de la justificación-, que W. Joest no comparte la opinión de Brunner de que
la doctrina de Trento sobre el servo arbitrio antes de la primera gracia coincida
prácticamente con la doctrina protestante, ya que para aquél la libertad postulada por el
Concilio es superior a la libertad civil, mera capacidad de elección en las cosas terrenas,
que admite la teología luterana. Según Joest, no tienen los hombres, antes de la primera
vocación, capacidad para las virtudes sobrenaturales, pero si para actos de moralidad
RICARDO FRANCO, S.I.

natural que son buenos en el juicio de Dios, aunque no califiquen al hombre para recibir
la justicia sobrenatural. Esta libertad es precisamente la que permite al hombre el que,
cuando Dios interviene y pone las condiciones necesarias, pueda responder negativa o
afirmativamente.

2. Vocación de Dios a la fe, y libertad

Entrando, pues, en ese estadio -y dejando las diferencias consignadas en lo anterior-


tanto Brunner como Joest están de acuerdo en admitir que esta libre aceptación de la
gracia, postulada por el Tridentino (D. 797), salva al hombre como persona delante de
Dios. Es precisame nte esto, para Brunner, lo que coloca al Tridentino en la órbita del
pensamiento personalista. Ninguna gracia es irresistible, ni siquiera la del bautismo. No
se puede, por tanto, aplicar sin más la caricatura de lo mágico o de lo físico- hiperfísico a
la doctrina sacramental de Trento. El acto de aceptación de la gracia es personal porque
puede ser rechazado, aunque -por otra parte- sólo es posible dada la gracia preveniente.
Ambos elementos -como líneas de fuerza en tensión y dialéctica de opuestos- son
esenciales y han de ser respetados, según el mismo Brunner, en cualquier doctrina
acerca de la justificación. Lo mismo viene a decir Joest, aunque abordando la cuestión
desde un aspecto más particular -acerca del mérito que esta aceptación libre de la
voluntad personal pueda tener con relación a la obtención de la justificación misma- al
defender, contra algunos intérpretes más radicales, que esta fe (y lo mismo vale de las
obras que preceden a la Justificación) tiene, según Trento, un mérito de congruo,
aunque sin poder por sí misma merecer dicha justificación.

3. La gracia, como sacramento y como palabra

Ordinariamente la justificación, como tal, se verifica por el bautismo. Pero hay casos,
advierte Brunner, en los que aquélla precede a la recepción de éste. Y así, además de la
justificación (es decir, de la gracia) como sacramento, puede darse una justificación por
la palabra del Evangelio: gracia como palabra.

Según esto -en los casos que sucediese- los límites entre disposición a la justificación y
la justificación misma han de ser corregidos de aquella precisión tan definida que
adquieren en el decreto tridentino. Semejante difuminación de límites la desea Brunner
precisamente para acentuar la importancia del momento personal de la fe por la
predicación, frente al opus operatum del bautismo (o de cualquier sacramento). Nos
encontramos, pues, aunque de manera sumamente mitigada, con la oposición entre
palabra como elemento personal y sacramento como momento naturalista.

Más claramente insiste en ello V. Kühn. Reprocha a Trento haber fijado demasiado
rígidamente el inicio de la justificación, por dicho opus operatum (que nada dice de acto
personal), pues a la vez exige la fe, siendo así que ésta no puede ligarse a un momento
puntual, y que -como puente de relación personal- se opone además a lo sacramental
como ontológico y naturalista. En este sentido echa de menos también Brunner la
mención de la fe entre las causas de la justificación, aunque se la relacionase con el
bautismo (Sacramentum Fidei). Hay que decir sencillamente que Trento no quiso
pronunciar la última palabra, en sentido exclusivo, sobre las causas de la justificación en
general. La ausencia de la palabra y de la fe entre ellas indicaría quizá también que
RICARDO FRANCO, S.I.

semejante binomio personalista no se dejaba fácilmente aprisionar en el esquema


tradicional de las cuatro causas (eficiente, final, formal y material).

4. La fe justificante

El núcleo de la justificación (la disposición fundamental para la misma, el lugar mismo


de su realización y, a la vez, su garantía y testimonio, su revelación) es, para católicos y
protestantes, la fe. Pero pueden oponerse dos nociones diversas de fe: la que tiene por
cierto en general lo que Dios dice (fe genérica, histórica o dogmática) y la que confía en
que las promesas de Dios y, concretamente, la promesa del perdón de los pecados, se
realizan de hecho en mí (fe fiducial).

Con razón afirma Joest que la fe que el Tridentino requiere para la justificación no es
meramente la fe dogmática, sino también un principio de fe fiducial. En el cap. 6 del
Decretum, en efecto, no se pide sólo una adhesión intelectual sino también una fiducia,
tanto por lo que respecta al objeto de esta fe (que incluye las promesas de la misma),
como en el sentido de la relación personal qué dicha fe comporta respecto a cada
creyente (D. 798). El aspecto personal de la fe no está, pues, ausente en verdad del
Tridentino, que llega a decir, aunque sólo de paso: la fe, si no alcanza la virtualidad de
la esperanza y de la caridad, no produce una perfecta unión con Cristo ni hace de
nosotros un miembro vivo de su cuerpo (D. 800). Se nos dice aquí claramente -aunque
de modo circunstancial- que la finalidad esencial de la fe es la unión personal con
Cristo.

De hecho; con todo, la historia del protestantismo se caracteriza como decidida


oposición de la fe fiducial a una fe histórica, considerada como exclusiva de los
católicos. El problema cobra mayor importancia a la luz del moderno personalismo,
entendido preferentemente como diálogo. Para éste, la fe histórica se sitúa dentro del
esquema sujeto-objeto, considerando a Dios como un objeto más del conocimiento. La
fe fiducial, en cambio, se sitúa dentro de un esquema relacional Yo-Tú, considerándola
únicamente como respuesta a la personal invitación de Dios que se realiza por la
Palabra.

Tan parcial es la concepción exclusiva de la fe dogmática, como la que comporta una


consideración exclusivamente personal y antidogmática de la fe. El dogma, en efecto, es
-además de palabra dirigida a mí- también una afirmación de ser. Un personalismo
entendido radical y exclusivamente puede llevar, y de hecho lleva, a una concepción
meramente relacional del contenido de la fe; y de aquí a considerar el dogma de un
modo puramente relativo sólo hay un paso. La misma historia de Cristo, a su vez y en
esta misma perspectiva, es sólo ocasión de la que se desprende el acontecimiento
original de la palabra-fe. Y no son propiamente los hechos de la historia de Cristo los
que continúan la cadena de este acontecimiento, sino la predicación continuada del
original suceso palabra-fe que brota de aquéllos.

Sin llegar a este extremo de condicionalismo de la fe fiducial, insisten los autores que
comentamos en la necesidad del aspecto personal de una fe que no se limite a tener por
ciertos los sucesos históricos del pasado o de los contenidos dogmáticos en sí, sino que
se refiera concretamente a mí. No meramente creer que Jesucristo ha muerto por los
pecadores en general, sino creer que esta promesa se me hace a mí en concreto y, por
RICARDO FRANCO, S.I.

tanto, que a mí personalmente se me perdonan los pecados. Y esto, ciertamente, no


tenemos dificultad en admitirlo los católicos, fieles a Trento mismo.

5. La certeza de la fe

La dificultad comienza al preguntarnos sobre el sentido de la certeza que haya de


comportar esta fe personal. Ciertamente hemos de rechazar, con Brunner, al que dijera:
por mi fe de que estoy justificado, se realiza mi justificación. No es mi fe, en verdad, la
que realiza la absolución de los pecados, pero mi fe recibe la absolución y la promesa
del Evangelio. La promesa de Dios y la muerte de Cristo no son una verdad general que
tenga que creer también en general: son una alocución directa a mí, y su verdad no la
puedo yo descubrir más que aceptando esta alocución en su validez para mi. Fe y
promesa son correlativas. Pero es a partir de aquí donde nace la discrepancia
interpretativa. Porque yo no puedo dudar de la validez de la promesa divina con
respecto a mí: pero, ¿no puedo dudar de la sinceridad, de la totalidad de mi aceptación?
¿Hasta qué punto una certeza semejante no puede ser compaginable con una angustia
existencial, ante la inseguridad de que se realice en mí este designio salvador de Dios
que me ha justificado?

Nos encontramos, pues, con una doble manera de considerar la cooperación del hombre
en la salvación. Para los protestantes dicha cooperación no puede considerarse como
algo verdaderamente real, como una condición que limite de alguna manera la acción de
Dios. No tiene, por tanto, sentido para ellos recibir la acción de Dios y dudar al mismo
tiempo de su eficacia. Lo característico de la fe es que no mira al hombre, sino
únicamente a Dios. Para Trento, en cambio, cualquier hombre, al mirarse a sí mismo y
ver su propia debilidad, puede temer por su gracia (D. 802). La certeza de la fe, pues,
no puede subsistir; pero no por falta de eficacia de la gracia, sino por una temible falta
de cooperación del hombre.

Para Joest la actuación del hombre, en la fe, no es un cooperar sino sólo un


concaminar: hasta qué punto, con todo, no implique esto último un mínimo de
cooperación, es un problema que ni en el mismo Joest queda resuelto con claridad.
Según esto, hemos de decir que al menos en este punto la actitud del Tridentino es
también claramente personalista. De ahí que tampoco podamos reducir esta vez la
diferencia católico-protestante meramente al esquema naturalismo-personalismo. Es
decidida voluntad de Trento, inequívocamente, la salvación del hombre como persona
delante de la acción de Dios.

6. La esencia de la justificación

La razón última de esta diferente concepción de la esencia de la justificación estriba a su


vez en una diversa concepción de la esencia misma de la Redención. Para los
protestantes, en efecto, el fundamento a partir del cual se explica que Cristo pueda
redimir al hombre está en su obediencia al Padre hasta la muerte y en su impecancia
personal. Para los católicos, en cambio, está en su misma realidad ontológica, es decir,
en su misma santidad sustancial -efecto de la unción de la divinidad, por la Encarnación
del Verbo-. En este segundo supuesto, los hombres son redimidos por una participación
de este algo entitativo de Cristo, que coincide de alguna manera con la participación -en
RICARDO FRANCO, S.I.

El y por El- de la divinidad misma (con todos los problemas que encierra dicha
participación). En el primer caso no se puede admitir más que una imputación
extrínseca: ¿cómo se podría comunicar de otra manera la propia obediencia de Cristo?
A lo más podríamos hablar de una comunicación de su propia subjetividad, de una
especie de transubjetividad: lo cual exige un exclusivo esquema personalista, en el que
no cabría participación alguna de tipo entitativo. El hombre es redimido, participa en la
Redención de Cristo, no porque reciba en sí una nueva realidad óptica, un nuevo ser -en
el que es elevado a la vida misma de Cristo, que es la vida de Dios-, sino en la medida
en que realice inmediata, continua y actualmente esta relación transubjetiva misma: no
hay, en el hombre, redención de su ser, sino más bien redención de su operar personal.

La diferenc ia es radical. El Tridentino admite también, por supuesto, la obediencia de


Cristo al Padre hasta la muerte como momento esencial de la Redención; pero en el
sentido de que es esa misma obediencia, precisamente, la que nos ha merecido la
participación radical en el mismo ser de Cristo, es decir, en la divinidad: por los méritos
de la pasión de Cristo, la caridad -es decir, el amor y la vida- de Dios se difunde por el
Espíritu Santo en los corazones de quienes son justificados, e inhiere en ellos (D. 800).

En la consideración del Tridentino, la participación en la Redención de Cristo es para el


hombre algo entitativo y propio, una fuerza - una nueva vida- que pasa a ser posesión de
la creatura justificada, transformándola ópticamente: algo real que inhiere (inhaeret,
dice Trento, y el sentido del término ha de ser tomado dinámicamente, como brotando
desde dentro mismo del ser del hombre) en los justos, para establecerlos así en un
estado nuevo y permanente, a partir del bautismo. El hombre puede desentenderse libre
y decididamente de tal estado por este acto supremo que llamamos pecado mortal
personal.

Este estado, con todo, no ha de perder nunca de vista su ineludible relación a Cristo. En
este sentido se puede, e incluso es necesario, recoger lo válido de la concepción
personalista protestante. El encuentro de Dios y del hombre tiene lugar en el diálogo: es
llamada de Dios y respuesta humana. No basta creer una vez y despreocuparse luego del
esfuerzo por revivir una y otra vez este acto personal de fe. Al igual -aunque
analógicamente siempre- que sucede en la relación interpersonal humana (diálogo,
amistad y amor), en la relación con Dios no podemos contentarnos con saber que hemos
llegado a ser amigos, sino que hemos de mantener viva esta relación, en un continuado
renovarla por el encuentro, la confianza y el amor ejercitados actualmente.

Esto, sin embargo, no justifica lo que de exclusivista y extremoso comporta, por su


lado, la exposición personalista de estos puntos. El peligro de establecerse cómoda y
aburguesadamente en la fe, como estado y posesión, no implica como solución única
reducir la fe a una pura actualidad de decisiones personales (en la terminología de
Kierkegaard sería el salto hacia el puro abismo) sin sustrato ni garantía algunos. El
hombre de la fe ha de actuar personalmente, en verdad, esta su fe: ha de hacer brotar a la
superficie de su vida personal y diaria este fondo de su ser nuevo. Pero negar éste para
urgir dicha exigencia, trae consigo una devaluación de la riqueza y fuerza de la
Redención que nos ha ganado Cristo. Y comporta, asimismo, una interpretación muy
diversa del valor de las obras buenas del hombre dentro de la justificación.
RICARDO FRANCO, S.I.

7. Las buenas obras

En la concepción que podríamos llamar naturalista o entitativa de la justificación, la


fuerza (dynamis) que es la gracia se remansa, por' así decirlo, en el hombre justificado
para constituir en él una especie de reserva de fuerza a su disposición (y prescindimos
aquí del problema sobre si se requiere en cada caso, para actuar dicha fuerza en reserva,
una gracia actual además de la habitual). De esta manera se salva, por una parte, la
necesidad de la fuerza divina para la posibilidad de los actos sobrenaturales, y, por otro,
la intervención de la personalidad misma del hombre justificado en las buenas obras.
Entre la corriente que procede de Dios y dé Cristo y el actuar mismo del hombre, se
introduce el mismo yo de éste, en quien la acción divina pasa, como desde una especie
de embalse secundario, a la acción humana.

En cambio, en la concepción exclusivamente personalista, la acción de Cristo es


inmediatamente la acción misma del hombre. La corriente que parte de Aquél pasa
directamente a la obra de éste, sin convertirse nunca en posesión estable suya, de la que
pueda disponer él mismo de algún modo. La justicia del hombre no es, pues, distinta de
la de Cristo. Este es el único sujeto del acontecer de la justificación del hombre, el único
portador y propietario de ella. El hombre deja de ser portador de propia esencia y
cualidades en la medida en que entra en la fuerza de la actuación justificante y
renovante de Dios. No hay, pues, buenas obras que el hombre pueda llamar realmente
suyas y que pueda presentar como tales ante el tribunal de Dios el día del juicio.

8. Justificación, juicio y vida eterna

Lo anterior no es más que el dorso de la concepción protestante acerca de la relación


entre justificación y Vida eterna. Ambas no son sino una misma cosa. El juicio
justificante y salvífico de Dios no es diverso al principio de la justificación y en el juicio
final. De suyo, para los protestantes no es ni siquiera concebible semejante diferencia
entre una y otro. Y si la Iglesia católica puede distinguirlos es sólo, dicen, por una
extrapolación al plano divino del concepto humano de tiempo, que viene a ser un
tiempo de calendario (como lo ha llamado Schott) y que está en oposición al tiempo
histórico-escatológico. Aquél es necesariamente sucesivo (chronos), éste es simultáneo
(Kairós). La eternidad, pues,' está ya presente sin más en la misma justificación, por lo
que la salvación no puede depender de otras condiciones -como podrían ser las buenas
obras (7)-, según lo cual la fe, como cuerpo de esta justificación, lleva en si una certeza
absoluta (5). Ya hemos dicho que todo ello estaba íntimamente relacionado entre sí.

Ya hemos visto también que la razón de la no-certeza de la fe estaba precisamente en la


condición del hombre, como no-confirmado en gracia durante su vida por quedar -aun
justificado- en libertad radical frente a Dios. De ahí la posibilidad de que las buenas
obras sean también suyas, y la necesidad de las mismas para que la justificación sea
ratificada en el Juicio final. Este, pues, no se deriva de extrapolación alguna en el
ámbito divino de la temporalidad sucesiva intramundana, sino de la exigencia de
cooperación del hombre -en la gracia y sólo dentro de ella- a la Redención de Cristo. En
este sentido el juicio justificante pronunciado por Dios sobre el pecador no es definitivo,
no es idéntico al juicio final, sino mera anticipación y promesa de éste. Es ciertamente
un juicio verdadero, que realiza lo que dice y que, por tanto, hace del pecador
ciertamente un hombre justo: pero éste ha de conservar esta justicia germinal de la
RICARDO FRANCO, S.I.

justificación, y ha de desarrollarla -en su libre cooperación- hasta el momento de llegar


a la eternidad, por la muerte.

LAS ESTRUCTURAS MENTALES

Esquema naturalista y personalista

Hemos podido distinguir en todo el análisis anterior una doble tendencia ideológica. Por
una parte, la de lo ontológico: sustanc ia, accidente, naturaleza, etc. De otra, lo personal,
que se realiza en el encuentro de persona a persona y que de ninguna manera es
reducible a las categorías dichas. Así, teníamos de una parte la fe dogmática (sobre
hechos o contenidos objetivos), el sacramento (opus operatum), la gracia santificante
(cualidad infundida en el alma). Y de la otra parte tendríamos la predicación (como
encuentro y llamada personal), la fe fiducial (como respuesta a esta llamada) y el
actualismo de la decisión de la fe en cada momento (frente a la posesión estable de un
don determinado).

El esquema ontológico- naturalista tiende a reducir a la categoría de sustancia aun


aquello que es estrictamente personal: la misma persona es definida como "sustancia
individual de la naturaleza racional" (rationalis naturae individua substantia). Tiende
también a lo objetivo, considerando casi exclusivamente la oposición sujeto-objeto en
vende la de persona a persona. Tiende en fin a la consideración metafísica de los
problemas en oposición a una consideración histórica: busca la esencia, olvidando lo
existencial.

La estructura personalista (más difícil de determinar, pues la persona es indescriptible y


nos faltan categorías adecuadas a ella) puede resumirse en tres rasgos: oposición a lo
objetivo, al mundo de lo cósico (subjetivismo); la persona se realiza sólo en la oposición
de dos personas, más allá de la mera dualidad sujeto-objeto (relacionalidad); la relación
personal no "existe" en una dimensión estática, sino que se realiza en incesante
correspondencia dinámica (actualidad).

Inexactitud de una oposición exclusiva

Se ha visto también, en las páginas precedentes, que sería ingenuo pretender reducir
todas las diferencias católico-protestantes a un dilema entre ambas estructuras mentales.

La intención fundamental del Tridentino, como se ha mostrado y según afirma el mismo


Joest, es la de salvar al hombre como persona ante la acción omnipotente de Dios.
Aunque no impida esto, sin embargo, que la actitud fundamental del Concilio cobre -
sobre todo en la expresión de la doctrina- las determinaciones propias del esquema
naturalista. Pero en este sentido la oposición ya no será tan radical ni insalvable.
Asimismo, por parte protestante, podríamos preguntarnos si en su concepción de la
esencia de la justificación el hombre-persona no queda reducido a la categoría de objeto.
Aunque también aquí la actitud fundamental -y particularmente en la enunciación
teórica de la doctrina- es personalista y se apoya en una fundamental preocupación en
favor de la absoluta indisponibilidad de Dios, absolutamente irreductible a un objeto, a
algo cósico de que disponer a mi antojo.
RICARDO FRANCO, S.I.

Complementación dialéctica de ambos esquemas

Esta preocupación radical del personalismo hay que tenerla presente cuando se trata de
valorar su aportación a la teología. Y de hecho es la corriente personalista la que forma
hoy el clima desde el que se piensa y se habla teológicamente.

La terminología ontológica (y para los mismos protestantes es evidente que llevamos en


la sangre esta manera de pensar) posee conceptos claros, precisos y delimitados, con los
que es factible un edicio teológico algo homogéneo. Pero por su carácter mismo de
precisos, los conceptos peligran perder poco a poco el contenido genuino y vivo que
tenían para quienes los modelaron con trabajo: hay una manejabilidad de conceptos
teológicos que es sospechosa... En este sentido se puede decir que es contribución del
personalismo, en teología, haber hecho lábil una estabilidad de pensamiento, rompiendo
la rigidez de estructuras y sistematizaciones. Ha dado a la investigación teológica y a su
exposición una mayor plasticidad, y a la predicación más vivacidad. Ha relativizado los
límites entre diversas escuelas y ha sabido unificar campos dispersos de teología. Ha
enseñado a comprender más hondamente la historicidad de los fenómenos en el AT, y
en el Nuevo ha vuelto a descubrir el kerygma y sus modos de expresión. Aunque
también es verdad que la interpretación existencial del NT puede llevar a un relativismo
dogmático o a la completa disolución del dogma. El mismo Gloege comprende, no
obstante sentirse obligado al pensamiento personal, qué éste no puede explicar toda la
revelación. En ésta hay una serie de valores ontológicos, que no son puramente
relacionales, ni meramente subjetivos, ni puramente actuales, que no pueden ser
descartados y resultan inexpresables con un esquema exclusivamente personalista.

Históricamente hay que decir que la corriente personalista de tendencia agustiniana no


se ha extinguido nunca en la teología católica. La revolución personalista de la teología
luterana, en cuanto personalismo, no tuvo por qué realizarse fuera de la Iglesia. Si a
partir de entonces dicha corriente ha quedado en la penumbra, se debe en gran parte al
mero carácter de reacción en un sector considerable de la teología postridentina. Es
hora, pues, de volver a estudiar a los teólogos medievales desde este punto de vista: y
no sólo las corrientes más independientes de Santo Tomás, sino a éste mismo.

Quizás comprenderemos unos y otros que tenemos un origen común, y que nuestros
diferenciados esquemas mentales han de lograr -como acaso entonces- una mutua
complementación. Los intentos que han ido multiplicándose en los últimos tiempos nos
dicen ya de su fecundidad.

Condensó: RICARDO FRANCO, S.I.


PIERRE FRANSEN, S.I.

PARA UNA PSICOLOGÍA DE LA GRACIA


Partiendo de una concepción existencial, personalista y dialéctica del hombre, estudia
las posibilidades y los límites de una psicología de la gracia. La utilidad del trabajo es
múltiple ya que, por su carácter práctico, proporciona un enriquecimiento y una
ilustración concreta a las tesis dogmáticas y teológicas formuladas en lenguaje
abstracto. Por otra parte define claramente el papel propio de la psicología en la
teología de la gracia. Pour une psychologie de la gräce divine, Lumen vital, 12 (1957)
209-240

Vivimos en una época apasionada por la totalidad. Por encima de las divisiones
intelectuales y los compartimentos estancos que separan las diferentes ciencias existe un
deseo de captar la realidad viva, cambiante, entera. Este deseo de unidad que nos
envuelve nos puede hacer soñar en el descubrimiento de una ciencia única, con todo lo
que esto supondría de amenaza a la integridad y a las adquisiciones de nuestro esfuerzo
científico. Esto no impide que este sueño encierre y exprese una verdad muy profunda:
la realidad es una, la verdad es una, al igual que el hombre que piensa y siente. Cada
hombre, y la humanidad entera a través de la historia, tiene el deber intelectual, moral y
religioso de elaborar una visión coherente y totalitaria de la realidad.

Esta visión unitaria e integradora no puede ser el objeto de una sola ciencia. Abarca
todo el hombre. Se trata de adoptar una postura existencial y personal capaz de integrar
los diferentes elementos de cada ciencia. Esta posición en último término encierra un
acto de humilde sumisión a la realidad en toda su amplitud y profundidad.

Aunque se piense lo contrario en ciertos ambientes, podemos decir que esta búsqueda
angustiosa de la unidad del saber afecta, ante todo, al creye nte. No al que tiene la fe
como una excusa confortable para no pensar, sino al verdadero creyente que, como
Jacob, lucha con su Dios. Esta es una de las principales razones que nos han impelido a
buscar las implicaciones en el plano humano del misterio divino de la gracia.

En este artículo nos fijamos ante todo en la psicología de la gracia. Y la esbozamos


deliberadamente como una psicología cristiana y creyente. La completamos con una
filosofía profundamente personalista, inspirada en los estudios de Karl Rahner, y con la
antropología dialéctica y mística de Jean Ruusbroec.

En la primera parte exponemos las nociones esenciales sobre la naturaleza del hombre y
su libertad. En la segunda presentamos una descripción teológica del pecado y de la
gracia. Finalmente, en la tercera, estudiamos las posibilidades y los límites de una
psicología de la gracia.

NATURALEZA Y LIBERTAD

Unidad del hombre y primacía del espíritu

El hombre no es un alma perdida, como olvidada, en un cuerpo, ni un espíritu


encarcelado en una materia extraña y hostil a sus más altas aspiraciones. Estos son los
errores gnósticos, platónicos y maniqueos que aún no están totalmente superados. El
PIERRE FRANSEN, S.I.

hombre es intrínsecamente uno: un cuerpo espiritualizado o, más correctamente, una


persona corporal.

Por otra parte el alma no es el cuerpo. Alma y cuerpo son como dos polos de un campo
magnético único cuyas líneas de fuerza se cruzan y entrecruzan continuamente. Es
imposible intentar distinguir entre actos que pertenecen única y exclusivamente al alma
o al cuerpo.

No es que pretendamos presentar cuerpo y alma como dos fuerzas opuestas, pero
prácticamente equivalentes, diferentes pero complementarias. En nuestro punto de vista,
dentro de esta unidad profunda, el espíritu tiene una iniciativa indiscutible. La imagen
de Dios, que por su acto creador nos ha grabado en nuestro ser entero, está más
profundamente impresa en el centro espiritual de nuestro ser, este centro de densidad
personal, donde somos más nosotros mismos. Es a partir de este centro de densidad
existencial desde donde los rasgos de la imagen divina se difunden a través de todos los
niveles de mi existencia, desde los más profundos hasta los más periféricos.

Es en este punto donde una teología de la creación y de la imagen divina y una sana
filosofía personalista deben completar, corregir y matizar lo que hay de imprecisión en
las conclusiones, por otra parte justas, de la psicología.

Una doble libertad

Dios es amor. La imagen de Dios en nosotros será, pues, también amor, fuerza de amor
de Dios, de los demás y de mí mismo en Dios. Esta fuerza fundamental de amor
constituye mi persona. Soy persona porque soy espíritu. Y porque soy espíritu, soy
libertad y amor. La libertad, antes de ser elección y libre arbitrio, es el poder de una
persona de darse a otra.

Hay ciertamente en nosotros una doble libertad. Está la libertad que conocemos por
experiencia, que llamamos corrientemente libre arbitrio. Pero existe también en
nosotros una libertad fundamental de opción existencial y totalizante.

Esta distinc ión es muy importante para comprender el comportamiento humano en


general, y sobre todo para comprender cómo tiene lugar en nosotros la incidencia de la
gracia divina.

Conocemos por experiencia el libre arbitrio, esta libertad ponla cual el hombre puede en
cierto modo ordenar su vida. Es la libertad en el sentido común de la palabra: la
posibilidad de elección. Los niños -y al parecer también los animales- desde muy pronto
la poseen.

Para que sea verdaderamente humana debe estar sostenida y dirigida por algo más
profundo, por una opción fundamental en la que yo me expreso enteramente con todo lo
que yo quiero ser en este mundo y delante de Dios. La variedad de pequeñas elecciones
cotidianas es absurda -casi inhumana- sin una orientación totalizante, profunda, estable
y espontánea de mi vida, de todo mi yo delante de la realidad qué yo acepto o rechazo.
PIERRE FRANSEN, S.I.

Unidad de estas dos formas de libertad

Notemos que estas dos formas de libertad no existen separadamente. La opción


fundamental no es un acto particular más importante que los otros, que se sobreañade o
que precede a las elecciones más especializadas de tales acciones concretas.

Esta opción fundamental, este compromiso existencial y total es imposible en sí mismo,


si no se actualiza al mismo tiempo en una serie de actos particularizados que forman la
trama invisible de nuestras vidas. No es un acto concreto, es una orientación libremente
impuesta a nuestra vida.

Hay, por tanto, una interacción continua entre los actos particulares perceptibles y
conscientes de cada instante y la opción fundamental, obscuramente consciente,
ejercitada y vivida en cada acto particular. La opción esencial es, pues, como el alma de
nuestros actos cotidianos. Sin éstos la opción no existe. Resumiendo: es en, por y a
través de los actos cotidianos cómo se expresa mi opción fundamental, mi libertad
esencial de persona, y de esta manera se forma y determina cada vez más y va
apareciendo ante mis ojos con claridad.

La historia de una vocación nos proporciona una excelente ilustración de esta verdad.
Partimos de una opción fundamental madurada lentamente en la juventud. Esta opción
condiciona todos mis actos concretos que a la vez van desarrollando y madurando mi
opción, hasta llegar al instante en que sentimos la vocación de una manera imperiosa y
determinante.

Además, todas estas observaciones son importantísimas en el campo de la educación. Se


puede formar a los niños y a los jóvenes por medio de una serie de comportamientos y
acciones concretas. Pero mientras no se les ofrezca lo que normalmente se llama un
ideal, una orientación de fondo, la educación permanecerá inacabada, amenazada por el
formalismo y vacía de sentido.

Por otra parte es completamente inútil llenar el corazón y la cabeza de los jóvenes de
magníficas ideas, de nobles y sublimes aspiraciones. Mientras no hayan aprendido a
traducir pacientemente y con perseverancia estas aspiraciones etéreas en actos humildes
de entrega, servicio, trabajo, nuestra educación no les dejará más que un vago, efímero e
incluso peligroso entusiasmo.

Esta verdad contribuye a solucionar numerosos problemas modernos. Así, por ejemplo,
el éxito de un matrimonio no depende tanto de una cierta técnica, exterior y
deshumanizada, de la vida sexual, como de este arte supremo con el que se logra unir en
una sola vida el respeto y amor mutuo con las múltiples y monótonas obligaciones de
una vida compartida.

El secreto de nuestra vida reside en la unión entre la aspiración profunda y las múltiples
ocupaciones. Así está hecho el hombre y sólo puede realizarse como tal si se toma como
es: espíritu y materia, espíritu vivo, actuante en y por el cuerpo, materia con
transparencia de espíritu incluso en los más humildes gestos de nuestra vida.
PIERRE FRANSEN, S.I.

El ejercicio de esta libertad

En lo expuesto hasta ahora para establecer con claridad lo esencial, hemos tenido que
simplificar el problema. El hombre es espíritu y persona en el mundo material y
temporal. Nuestra opción fundamental no puede emerger a la superficie de nuestra
actividad si no es a través de un largo proceso de maduración en el tiempo. Tampoco se
puede encarnar en una serie de actos concretos si no es atravesando una espesa capa de
humanidad, donde el hombre no es el único en cargar con la responsabilidad de su vida.
Analicemos estos dos elementos condicionantes de nuestra opción.

a) La opción fundamental se expresa en el tiempo. La libertad no es algo que se nos da


de golpe. Debemos conquistarla, merecer el ser libres. Todo acto verdaderamente libre,
todo acto bueno, que responda a la verdad de lo que somos y de lo que debemos ser, nos
hace cada vez más libres. Todo acto malo, es decir falso e insincero, degrada libremente
nuestra libertad. En cierto sentido, no somos libres; llegamos a serlo libremente. Aquí
reside nuestra vocación de hombre, que debe cumplirse en la totalidad de cada vida. Ser
persona, ser libre es la tarea de toda una vida. Es una verdadera creación artística:
penosa, ardua, prolongada.

b) Nuestra opción fundamental está psicológicamente condicionada por la influencia de


los demás. Por su cuerpo y por todo su psiquismo, el hombre está religado a los demás,
es un ser queda y recibe. En su juventud apenas hizo más que recibir. Recibe su cuerpo
y a través de él muchas otras cosas que lo determinan profundamente: herencia,
temperamento, carácter.

Para actuar necesita razonar, lo que implica una inteligencia recibida al nacer y formada
en un ambiente familiar, escolar, cultural. Necesita querer, fuerza de carácter,
estabilidad de intenciones, y valor en las dificultades. Todo esto no depende únicamente
de su libertad.

Necesita, además, un clima de optimismo, de confianza, de equilibrio nervioso y


efectivo. Finalmente, incluso la salud del cuerpo influye grandemente en el ejercicio de
la libertad. La libertad total se expresa, pues, a través de una densa red de
determinismos, de influencias extrañas a la propia voluntad.

Conclusión

El hombre ha sido colocado por Dios en una situación llena de determinismos que
superan su iniciativa personal. Estos influjos extraños no le pueden elevar hasta un nivel
de verdadera vida humana si no posee, en lo más profundo de sí mismo, una fuente de
vida divina, una fuerza de acción, un poder creador y fundamental de amor. En la
profundidad de sí mismo, el hombre reposa en las manos de Dios y Dios le sostiene en
la existenc ia. En esta profundidad se encuentra lo que la Sagrada Escritura llama
"corazón" del hombre, el centro de toda su actividad.

Esta "metafísica de profundidad" forma parte de la filosofía cristiana y no debe nada a


la investigación psicoanalítica. Las páginas que siguen sólo quieren expresar en
lenguaje moderno una de las visiones más profundas de la antropología de Jean
Ruusbroec.
PIERRE FRANSEN, S.I.

TEOLOGIA DE LA GRACIA

Alternativa fundamental: pecado o gracia

La situación del hombre desde el comienzo de su existencia se complica por el pecado.


El hombre nace pecador. Y es precisamente en el terreno de la opción fundamental
donde se debe colocar todo el problema del pecado.

La opción se halla ante una alternativa esencial. Es conocida la frase lapidaria de san
Agustín: "Sólo hay en nosotros dos amores posibles. El amor de Dios hasta el olvido de
sí, o bien el amor de sí mismo hasta el olvido y la negación de Dios". En el plano de la
opción fundamental Agustín no podía expresarse de una manera más exacta.. Sólo
existe una alternativa posible: el amor de Dios a través del amor a los demás, o bien el
amor a sí mismo, el replegarse voluntariamente. en sí mismo bajo las formas de la
vanidad, egoísmo, orgullo, o bajo la forma de una atrofia espiritual que hace instalarnos
en el peque ño mundo de nuestra imaginación o del confort burgués. Este amor a sí
mismo es el pecado, el único mal definitivo del hombre.

Conviene insistir aquí que en todo pecado encontraremos siempre un fondo de orgullo o
al menos de egoísmo mezquino. Es evidente que el pecado sexual -por el que algunos
educadores tienen una preocupación obsesiva- es un pecado y un pecado grave, pero es
grave ante todo por una razón espiritual, porque para muchos hombres es la ocasión más
fuerte para encarnar y actualizar su egoísmo más profundo.

Las consecuencias del pecado original

Esta precisión nos permitirá determinar con más exactitud la naturaleza de la malicia
que todos hemos heredado. No vamos a exponer aquí una teología del pecado original.
Creo, con todo, que a menudo se ha exagerado insistiendo en el aspecto sexual de la
concupiscencia, o colocando las consecuencias del pecado original en el desequilibrio
entre las tendencias del alma y del cuerpo. Explicaciones insuficientes.

Hay algo más hondo y esencial que esto. La semilla de iniquidad que infecta nuestra
vida posee, como todo en el hombre, una raíz espiritual. Por el pecado original se
instala en el hombre un profundo individualismo que le hace acaparar todo lo que cae en
sus manos para sus fines mezquinos e inmediatos. Porque mi espíritu está "replegado en
sí", mis instintos sexuales tienen tanta fuerza en mi vida; y también por esta razón las
aspiraciones de mi cuerpo y de mi alma se hallan en un equilibrio inestable.

De aquí que el papel del educador consistirá en crear un clima de entrega, de servicio,
de olvido de sí mismo, es decir, de interés por los demás. Todo lo que arranca al niño y
al hombre de sí mismo, abriéndole a la realidad, a la naturaleza, a los demás, posee una
real significación religiosa. Se debe salvar al hombre, extraerlo dulce y diestramente del
cerco en que lo retienen la dureza y la maldad de los adultos y sus propias tendencias
pecadoras.
PIERRE FRANSEN, S.I.

La gracia es un nuevo amor

La gracia es ante todo amor. También es san Agustín quien ha dado esta afortunada
definición de la gracia: "Porque me habéis amado primero, Señor, me habéis hecho
amable". Y esto en el doble sentido de "digno de amor" y "capaz de amor". En estas
palabras se encuentra resumido todo el misterio de la gracia divina. Tratándose de la
gracia, Dios es quien comienza, Dios quien obra, Dios quien termina. Esta primacía
divina de la gracia a menudo es olvidada por nuestro semipelagianismo occidental.

Se han dado muchas definiciones de la gracia. Pero, ante todo, la gracia es


comunicación de la vida divina. La gracia es, en el fondo, el hecho de la filiación
adoptiva por don divino. Por la gracia yo participo, al modo humano, en la realidad
inmensa que es el Amor del Hijo por su Padre. Por la gracia yo amo al Padre en cierto
modo como Él es amado por su Hijo. Y como esto se realiza por la fuerza del Espíritu,
nuestro amor al Padre también está sostenido por esta fuerza misteriosa, tan dulce en su
divina violencia, que es el Espíritu Santo.

Este amor no encuentra su explicación y fundamento en el amor humano, sino en el


misterio revelado del amor del Hijo para con el Padre. Es sobrenatural, pues nos eleva al
nivel de la vida divina en la intimidad de la Santísima Trinidad. Por otra parte se nos da
como "semilla", como vocación a realizar en el transcurso de nuestra existencia. Sólo en
el cielo aparecerá lo que somos. Este amor es por tanto objeto de nuestra fe.

La gracia como remedio de nuestro egoísmo

Sólo la gracia es capaz de destruir en nosotros el pecado. En el fondo sólo existe la


gracia para librarnos de la obsesión por nuestro yo. Es uno de sus efectos más
profundos, porque la gracia es amor, amor a los demás y, por este sacramento de la
caridad fraterna, amor de Dios. Es la llamada al amor filial, precisamente lo contrario al
pecado. Es cierto que, en nosotros, la lucha con el pecado durará toda nuestra vida. Pero
queda en pie que sólo la gracia podrá romper el círculo mágico, la soledad del pecado.

Nada hay tan límpido como esta visión de nuestra fe. Nacemos pecadores, o más
exactamente en estado de perdición, de alejamiento y de soledad, con un gusto especial
hacia nuestro yo, que es la consecuencia inmediata. Nos afirmamos más como
pecadores cada vez que actualizamos nuestro egoísmo de base. Solamente la gracia de
Cristo puede salvarnos de nosotros mismos y así volvernos a nosotros mismos. La
gracia de Cristo es la que restaura en nosotros la libertad de la que hablábamos en la
primera parte.

La gracia como invitación fundamental a una opción sobrenatural

Es importante ver cómo la vida divina obra en nosotros. Esta alcanza, el corazón de
nuestro ser libre, allí donde nuestra existencia fluye de las manos creadoras de Dios.

El amor divino me alcanza como una llamada de Dios, una exigencia desde arriba, que
va penetrando en mi ser y me invita y me atrae a la aceptación total y amorosa de Dios
en la fe, la esperanza y la caridad. La gracia es una realidad que impregna el centro
PIERRE FRANSEN, S.I.

mismo de mi personalidad y me empuja interiormente a una opción fundamental que en


este caso, por ser divina, será sobrenatural.

La gracia se une a la libertad básica de mi persona para ir metamorfoseando lenta e


interiormente, a través de una larga maduración y crecimiento espiritual, mi
inteligencia, mi voluntad, mi sensibilidad e incluso mi cuerpo. Nuestra dificultad de
abrirnos a la gracia es lo que hace tan poco perceptibles sus efectos en nuestras vidas.
Bastan los santos para testimoniar con sus vidas los triunfos terrestres de la gracia.
Definiendo este proceso, J. Ruusbroec, dice: "Dios obra del interior al exterior. El
hombre, al contrario, obra del exterior (palabras, ejemplos, hábitos ...) hacia el interior".

PSICOLOGIA DE LA GRACIA

¿Imposibilidad de una psicología de la gracia?

A primera vista parece que toda psicología de la gracia es imposible. La gracia es una
participación de la vida divina en nosotros. Y Dios no se deja experimentar. A la opción
fundamental de la gracia la llamábamos sobrenatural por su origen divino y por su
objeto, que es Dios. Estos dos aspectos de nuestro compromiso sobrenatural también
escapan necesariamente a nuestra experiencia psicológica.

Por otra parte, al estudiar el influjo divino en nosotros vemos cómo éste no penetra en
nuestro interior como una fuerza extraña e irresistible que interrumpa el proceso de
nuestra libertad. Nadie como Dios muestra un respeto tan grande por nuestra libertad.
Nuestra libertad no es más que la huella de Su libertad eterna, la imagen en nosotros de
su Amor. Es "desde el interior" como Dios actúa sobre nuestra libertad. Así este influjo
divino nos lleva libremente "del interior hacia el exterior" de nosotros mismos. De esta
manera se adapta perfectamente al desarrollo de nuestra espontaneidad libre.

Todas estas consideraciones teológicas y filosóficas están confirmadas por las


enseñanzas del Concilio de Tiento, después del cual no se puede dudar de que no
podemos tener nunca la certeza absoluta de estar en estado de gracia. Sin negar la
posibilidad de una revelación particular o de deducirlo de ciertas verdades de fe,
fácilmente se descubren los elementos de incertidumbre implicados en estos casos
particulares, basados precisamente en el hecho de que nuestro estado psicológico nunca
nos es plenamente conocido.

Nuestra psicología concreta es ciertamente muy compleja. Todos los que tienen cierta
experie ncia del examen de conciencia saben que en la práctica es muy difícil descubrir,
bajo el camuflaje de las "buenas razones", la "verdadera razón" que nos ha decidido a
obrar. El único motivo, que moral y definitivamente nos compromete, es el de nuestra
opción fundamental. Pero ya hemos visto cómo esta opción, por realizarse en las
profundidades de nuestro ser, no es nunca consciente. Por esto será imposible reconocer
los elementos que se refieren directamente a nuestra opción fundamental sobrenatural.

Según esto, la psicología religiosa conservaría su sentido en el plano puramente


humano, terrestre, en el plano moral de los mandamientos. El misterio de la gracia se
realizaría en otro plano espiritual, divino y sobrenatural, secreto e intangible, abierto a
PIERRE FRANSEN, S.I.

nuestra sola fe. Nosotros deberíamos actuar, en este caso, por una especie de
subconsciente, o de supraconsciente, que ningún análisis psicológico podría descubrir.

Autonomía de las ciencias humanas

No estamos de ningún modo de acuerdo con esta posición, muy extendida durante los
últimos siglos en los tratados de teología sobre la gracia. La experiencia humana y
cristiana parece, sin embargo, darles la razón. La gracia no cambia las leyes físicas,
históricas, sociales, psicológicas y biológicas. El hecho de estar en gracia no influye en
mi ruina si soy imprudente en los negocios, o en mi muerte si sufro un accidente.

El mundo permanece tal como era antes de la venida de Cristo, antes de mi bautismo. Y
tal como está es el resultado de nuestro pecado. Cristo descendió sobre esta tierra, la
nuestra. Entró en este estado de perdición y cargó con todas sus consecuencias, excepto
el pecado. No cambió nuestra tierra, pero le sacó el veneno, la solidaridad en el mal, el
gusto por el pecado. En este mundo de orgullo y desobediencia a Dios, se hizo el Siervo
de Yahvé, el Hijo Obediente. Y nos mereció la gracia de la salvación con Él, por Él y en
Él.

Para nosotros también el mundo permanece inmutable. Pero debemos también, bajo la
acción de Su Espíritu, quitarle la semilla del pecado con nuestra obediencia en la fe y en
la caridad.

Esta doctrina de la Redención es totalmente religiosa por ser plenamente escriturística, y


es, al mismo tiempo, profundamente realista. El cielo no está en la tierra.

Por esto el mundo tiene sus leyes propias. Estas leyes dejan a sus ciencias la autonomía
a que tienen derecho, no absoluta -propia sólo de una ciencia única-, pero sí una
autonomía entera en su terreno. Circunscrita por su objeto y por su método.

Distinción entre el orden psicológico, moral y sobrenatural

Dios es soberanamente independiente en la distribución de sus gracias. Y lo esencial en


toda vida es la obediencia fundamental a Dios, como y con Cristo, es decir, la
aceptación de nuestra vida tal como es concretamente, dolorosamente quizás. Será un
error creer que solamente el hombre normal, equilibrado, psíquicamente sano y, más
aún, que sólo el hombre que acepta las normas de la moral cristiana está abierto a la
gracia. Aunque es cierto que la gracia me moverá a vivir moralmente: "el que me ama
observará mis mandamientos".

Pero todo comportamiento cristiano no es necesariamente movido por la gracia y no es


siempre signo de gracia. Existe la moralidad del fariseo, del hombre de mundo, del
"gentleman", del humanista moderno y ateo. Todo esto nos demuestra con evidencia
que si la gracia exige una vida moral, toda vida moral no es aún gracia. Por esto hemos
insistido tanto en el hecho de que nuestra libertad se ejercita en diferentes planos. La
gracia actúa en las profundidades de nuestra personalidad total y totalizante, mientras
que la moralidad se expresa al nivel de los actos particulares.
PIERRE FRANSEN, S.I.

Podemos ir más lejos. Un hombre puede, aun sufriendo una debilidad mental, un
desequilibrio efectivo, ser llamado a la santidad. La santidad no es otra cosa que la
aceptación total, como y con Cristo, de la situación en la cual la Providencia nos quiere
actualmente.

Con estas palabras se puede escandalizar a ciertos espíritus "geométricos", ordenados,


sesudos, para quienes la vida cristiana se reduce a un cierto conformismo exterior, a una
vida ordenada y sin problemas. Estos espíritus deben, por lo menos, esforzarse en
comprender a sus hermanos que no tienen una vocación tan cómoda.

Por todo esto no debemos confundir un comportamiento normal y equilibrado ni incluso


una conducta moral ejemplar con la verdadera santidad de la gracia. Creemos con
demasiada facilidad que la realidad del pecado y de la gracia aparecen inmediatamente
al nivel de nuestros actos particulares. No siempre se ve el orgullo escondido bajo esta
conducta "irreprochable". Se comprende así que los santos fueran tan severos consigo
mismos y a la vez tan justos.

Es cierto, y lo repetimos otra vez, que la gracia nos da una exigencia de moralidad. No
es inútil insistir en ello. Pues existe hoy día toda una corriente que tiende a hacer olvidar
la importancia primordial de la exigencia de moralidad. No basta estar ordenado
"ontológicamente" sacerdote de Dios, para encontrarse automáticamente elevado a un
estado de santidad institucional, que nos dispense de todo esfuerzo moral y ascético. Y
algunos psicólogos se equivocan creyendo que la predicación sana de grandes verdades
de nuestra fe -pecado, infierno, muerte- engendran normalmente complejos. Ya es hora
de dar a nuestra educación, a la formación de los cristianos, religiosos y sacerdotes una
tonalidad más viril, que nos libere de sentimentalismos religiosos y sobre todo de la
insensata fobia de los complejos, que sin duda es el mayor complejo de nuestra época.

Fundamentos teológicos de una psicología de la gracia

En todas estas primeras consideraciones hemos dejado libremente la palabra a todos


aquellos que por razones teológicas, filosóficas o psicológicas se oponen a la
posibilidad de una psicología de la gracia. Sus razones sirven para demostrar que el
problema no es sencillo y nos libran de toda ingenuidad y entusiasmo intempestivo.
Más aún, nos permiten esbozar algunas distinciones muy importantes en la vida
práctica.

Con todo, nosotros nos inclinamos francamente por la doctrina antigua: de los Santos
Padres, de san Agustín sobre todo, de la preescolástica y de los grandes teólogos del
siglo XIII. Aceptamos sin dudar la tesis llamada tomista, según la cual existe una
psicología de la gracia. Las razones se encuentran en toda nuestra exposición anterior.

Toda filosofía objetiva y conceptual debe partir inevitablemente de la experiencia


concreta del hombre. Esta experiencia no puede librarse de la influencia de esta realidad
primordial: de hecho, Dios llama a todo hombre a una intimidad sobrenatural con la
Santísima Trinidad. Solamente los creyentes poseen de este hecho conciencia clara que
la reciben por la Revelación. Después de la Promesa todo hombre vive bajo la voluntad
concreta y creadora de Dios que nos quiere salvar en Cristo. Esta voluntad divina ha
cambiado radicalmente el fondo mismo de nuestro dinamismo existencial. Karl Rahner
PIERRE FRANSEN, S.I.

ha llamado a esta aspiración de todo hombre hacia el Dios de la Salvación, existencial


sobrenatural, es decir, un "a priori" constitutivo de nuestra existencia histórica concreta.
Una vez aceptada por opción fundamental esta vocación interior de la gracia -que no era
hasta ahora más que una fuerza sorda, tendencia implícita, "gracia ofrecida", como la
llama también Karl Rahner-, se convierte bajo la influencia divina en "gracia existencial
aceptada". Hemos expuesto largamente con anterioridad este estado de gracia bajo la
influencia divina y el consentimiento fundamental de nuestra libertad.

Respuesta a la principal objeción (Racionalista)

En el terreno de los conceptos claros y distintos los suarecianos tienen razón. Nuestro
compromiso vital no puede ser inmediata y completamente puesto en claro. Existen en
el hombre muchas percepciones, conocimientos y certezas que no aparecen a la luz de
nuestra razón más que después de una larga deducción. Pero son tanto más reales cuanto
vividas y practicadas en nuestra actividad existencial.

Existirá siempre un margen entre la captación vital de Dios, como el fin sobrenatural y
total de mi vida, y la conciencia clara que yo poseo de ello. La certeza nocional basta
mientras yo considero el exterior como "cosas" útiles o peligrosas. Pero desde que uno
se eleva al orden personal, desde que el "yo" encuentra al "tú", es necesario trascender
este primer orden de certeza objetiva, para penetrar en el terreno de la fe y del amor, de
la intuición vital, del impulso amoroso hacia la persona amada.

En la gracia es Dios mismo el que viene a mi encuentro, el Yo divino que me dice tú en


el Hijo. El Padre me encuentra en el Hijo encarnado, a través de la Iglesia visible, en
mis hermanos, en los sacramentos.

Por consiguiente, la motivación sobrenatural, "filial" está presente en el desarrollo de


nuestra vida psicológica de cristianos. De una manera oscura a nuestra razón, pero
ejercitada en nuestra vida. Por esto los actos concretos tienen tanta importancia y, según
san Juan, la caridad fraterna es la prueba de nuestro amor a Dios.

Esta motivación reposa en la intimidad de mi corazón y queda muy distante de la


imagen vaporosa, cambiante y siempre engañosa que mi razón, imaginación y
sentimientos se forman de mis actos.

Si todo lo dicho hasta ahora es verdadero, la gracia y la vida de la gracia interesan


enormemente al psicólogo. Debe al menos aceptar como posibilidad real la existencia
de un Dios personal que se interesa por el hombre. Es evidente que la fe y la caridad
agudizarán sensiblemente su sentido espiritual. No se comprende una vida más que
viviéndola uno mismo. Para un materialista ateo esta psicología permanecerá como una
ciencia cerrada.

Una psicología de la gracia

La psicología es, ante todo, una ciencia de observación. Debe observar, constatar,
describir la experiencia individual o colectiva. Aquí se abre para el psicólogo un amplio
campo de estudio.
PIERRE FRANSEN, S.I.

El psicólogo cristiano se sentirá especialmente atraído por ciertas experiencias, en las


que la frescura, la autenticidad y la intensidad interior le llamen la atención. Pensemos
en primer lugar, en el testimonio de los conversos o en la larga historia de los peregrinos
espirituales como Péguy o Simone Weil. Estos hombres no tienen los clisés religiosos,
los reflejos devotos, las "palabras que hace falta decir en tal ocasión", que encubren
muchas veces la sinceridad o el fervor real de muchos cristianos de vieja cepa.

Existen también los momentos de vida religiosa intensa o prolongada, que nos impulsan
a una simplificación de nuestros gestos, actitudes y palabras. Son los momentos de la
prueba dura o de la gran consolación, en la historia de una vocación o en la historia de
un gran amor.

Todas estas ventajas se encuentran en la vida de los grandes místicos. En ellos se


descubre que sólo el acto ciertamente virtuoso es verdaderamente libre, el secreto y el
origen de la verdadera libertad. No existe nada más fascinante que esta infinita
originalidad de los santos, comparada con la monotonía del pecado, el automatismo
mecánico y vacío del mal.

A estos temas centrales podríamos añadir toda una serie de temas conexos que pueden
ser muy útiles. En primer lugar, la expresión religiosa artística. Muchas veces abordan
temas religiosos artistas no creyentes. Y su intuición y expresión superan a veces
incluso las de los santos.

Tenemos también el estudio comparado de las religiones. Se trataría de descubrir en


ellas toda una serie de actitudes fundamentales auténticamente religiosas que bosquejan
ya los gestos del cristiano. Sorprende siempre la diferencia entre los "grandes
conversos" y los que podríamos llamar mezquinos o pobres, que no pueden nunca
desprenderse de cierto complejo de "renegados". Los primeros sufren antes de dar el
paso, pero después encuentran la paz y no se avergüenzan de mostrarse reconocidos a
las enseñanzas de su antigua creencia. Los otros sienten una necesidad de atacar y
mofarse de sus antiguos correligionarios, demostrando con esto que su conversión no
está acabada, que está contagiada por una agresividad que no es religiosa.

Finalmente, no puede ser abandonado el fenómeno religioso colectivo. Existe


naturalmente el folklore y el simbolismo religioso que degenera fácilmente en
supersticiones y prácticas mágicas. Pero es falso creer que el pueblo está
exclusivamente llevado a materializar el sentimiento religioso. Es cierto que el
sentimentalismo es la poesía de la masa, pero ésta es capaz de superarla cuando se le
invita a una participación activa e inteligente.

Psicología y fenomenología

La psicología no debe solamente observar. Debe procurar comprender. Toda ciencia de


observación comprende unificando, descubriendo en la multiplicidad de los fenómenos
su sentido profundo y su estructura idéntica. Aquí precisamente la psicología puede
convertirse en fenomenología. La fenomenología religiosa deberá descubrir la estructura
concreta, existencial y personalista de la experiencia religiosa.
PIERRE FRANSEN, S.I.

Nos encontramos aquí ante un aspecto muy amplio e insuficientemente explorado.


Hemos hablado de la gracia. Indicaremos ahora algunos capítulos para una
fenomenología de la gracia.

La vida de gracia implica un sentimiento de presencia divina. En ella nos encontramos


totalmente absorbidos por un misterio personal invisible. Es una presencia vital y activa
de lo divino. Las cosas visibles la ocultan y la manifiestan a un mismo tiempo. Este
misterio divino está en las cosas y las trasciende, es silencio y me habla a través de este
mundo creado que me separa y une a mi Señor.

Es una presencia de santidad, que me llena de espanto, de respeto inmenso, de un temor


religioso, y al mismo tiempo me siento atraído por ella, seguido por una mirada
amorosa en unión íntima con este misterio que me rodea y caldea... Y analizando los
aspectos subjetivos de esta experiencia percibo un desgarramiento profundo, un
sufrimiento interior, una soledad inexplicable. Me encuentro sólo delante de Dios,
incomprendido de los hombres y también alejado de Dios. Cuanto más me conozco,
más se agranda la distancia entre la santidad divina y mi indignidad. Es la noche de los
místicos, el desgarramiento del alma para todo hombre que debe perderse para
encontrarse encontrando a Dios. Es la angustia del riesgo, del salto al vacío, del dejarlo
todo para encontrarlo todo.

Y sin embargo, este sentimiento está acompañado de una alegría profunda, de una
plenitud inexpresable. En los momentos más difíciles esta paz, esta dulzura íntima no
nos abandona nunca. Es la dulzura que nos acerca también a los demás: no podemos
guardarla celosamente para nosotros solos. Es preciso que nuestros hermanos la
conozcan y la compartan.

Una experiencia de este tipo puede parecer disparatada e incluso llena de


contradicciones. Si hay algo cierto en esta experiencia es su gran fuerza de
interiorización, unificadora y totalizante. Con ella todo adquiere sentido y se hace
posible, pues estamos poseídos por el amor.

Defensa de la higiene y salud espiritual

No hay nada peor en la vida de gracia que la histeria o paranoia bajo apariencia
religiosa. Por otra parte, nada atrae tanto a los espíritus enfermos como los misterios de
nuestra fe. Esta enfermedad oculta, que además es muy contagiosa, es uno de los
grandes inconvenientes para el desarrollo de la vida de gracia. Falsea su maduración y
crea ilusiones y engaños. Una inquietud incesante mueve a estos espíritus a continuas
reformas que, apenas esbozadas, deben ceder paso a otras manifestaciones siempre
sorprendentes.

La vocación del psicólogo cristiano consistir á en educar a sus contemporáneos, en


mostrarles el camino de una verdadera higiene mental e insistir sobre los grandes
peligros de las desviaciones.

Se habla a menudo de humanismo y de humanismo cristiano. Ante este mundo nuevo


que se abre ante nuestros ojos, con sus técnicas, su espíritu totalitario, sus mezclas de
razas y civilizaciones; tenemos necesidad de un humanismo más consciente de sus
PIERRE FRANSEN, S.I.

posibilidades y sus límites. Creemos que el psicólogo cristiano tiene una misión especial
en este mundo: colaborar en la elaboración de un humanismo cristiano más apto por ser
más universal, tanto en profundidad como en extensión. El humanismo no es la gracia.
Pero la Iglesia ha creído siempre que éste era indispensable para el desarrollo normal de
esta vida interior y divina en la ciudad terrestre, bosquejo de la Ciudad Futura.

Tradujo y condensó: IGNACIO M.ª BONMATÍ


PIERRE GRELOT

TEOLOGÍA BÍBLICA DEL PECADO


Théologie biblique du péché, Supplément de la Vie Spirituelle,15 (1962) 203-241.

ANTIGUO TESTAMENTO

En una visión general de conjunto podemos establecer una triple división en el AT: el
periodo antiguo, anterior a los profetas del siglo VIII, establece los fundamentos
doctrinales del pecado y su influencia se prolonga hasta la literatura sacerdotal; el
período profético va desde el siglo viII hasta el v, desarrolla los fundamentos de la
doctrina antigua y engloba conjuntos literarios no proféticos; el judaísmo del post-exilio
que se separa algo de la visión profética. Al agrupar los textos en una visión general de
la historia de Israel, comprendemos mejor la revelación del pecado que se va haciendo
de manera progresiva en la Biblia.

PERÍODO ANTIGUO

Idea del pecado en las religiones del Antiguo Oriente

Al establecer una comparación con las religiones en Oriente, aparecen con más claridad
las características de la noción bíblica del pecado.

En Egipto las protestas de inocencia, conservadas en el Libro de los Muertos, nos dan
una idea bastante completa de su noción del pecado. Cuando el difunto aparece ante el
tribunal de Osiris para presenciar la valoración de su alma, le es necesario pronunciar
una fórmula ritual, que manifieste su inocencia ante los dioses. La lista de los pecados
es muy irregular. Figuran en ella tabús religiosos y preceptos esenciales en la vida de la
sociedad. Los dioses detestan lo que la conciencia humana condena (robo, adulterio,
injusticia), sin embargo el concepto de pecado acentúa más la materialidad de los actos
cometidos que su intención. Las protestas de inocencia parecen estar dotadas de cierta
eficiencia mágica que asegura la pureza interior del muerto y su entrada en el paraíso.
No hay referencia a un verdadero ideal espiritual o a una ley divina revelada.

En la religión mesopotámica este juicio del mas allá no existe. La doctrina del pecado se
ha de buscar en las oraciones penitenciales y de súplica. La prueba de su existencia nos
viene dada por la miseria humana: derrotas, hambre, enfermedades, etc. El suplicante
deduce de estas circunstancias que ha provocado la ira de algún dios, y ahora
experimenta su venganza. Confiesa, pues, su pecado y pide perdón. Cualquier violación
de la voluntad de algún dios, es pecado. Las faltas, así consideradas, no entran en un
orden moral. El hombre, para purificarse, se abandona a unos ritos expiatorios que
aseguran su inocencia. El poder divino irritado se parece muy poco al Dios personal de
la Biblia: los formularios de las oraciones están dirigidos a cualquier dios, conocido o
desconocido, a quien el pecador haya podido desairar. En primer plano está la utilidad
del pecador y su conversión interior no aparece.
PIERRE GRELOT

Noción bíblica del pecado

La Biblia tiene una noción esencialmente religiosa del pecado, cuya gravedad se sitúa
en el orden de la acción. El pecado es un acto, o más hondamente, una actitud del
hombre ante Dios. Para calificar esta actitud del hombre hay que referirse
necesariamente a la voluntad objetiva de Dios, que se manifiesta en su ley. Esta noción
del pecado tiene como fundamento la historia de la Alianza: Dios por su propia
iniciativa entra en relación religiosa con el hombre fijando unas condiciones; el
cumplimiento de su Ley. Al apartarse el hombre de esta Ley, peca. El vocabulario
hebraico que describe el pecado, advierte esta relación personal entre Dios y el hombre.
La raíz awôn señala el extravío del buen camino, que es la ley de Dios. La palabra pésa
indica la infidelidad a Dios. El pecado manifiesta, pues, la conducta del hombre
contraria a los mandatos del Dios de la Alianza. Esta relación pecado- ley se encuentra
no sólo en el campo jurídico, sino que entra en la economía de la salvación del hombre.

Novedad de esta concepción

La novedad radica en la distinción entre materia e intención. Estos son los dos
elementos esenciales de la teología del pecado. La materia no está determinada por los
imperativos de una moral social o de un rito tradicional sino por la ley positiva revelada
al hombre en la Alianza. La Torah, por ejemplo, al asumir lo que llamamos religión y
moral natural, presenta sus preceptos morales y religiosos como revelación de la
autoridad divina.

En segundo lugar se acentúa la intención y responsabilidad del hombre que peca. El


pecado es el drama íntimo y personal del hombre ante Dios. Por eso para borrarlo no
basta, aunque es necesaria, la purificación ritual; se exige la conversión del corazón
David, después de su adulterio, no puede contentarse con un sacrificio expiatorio y ha
de reconocer su culpa: "he pecado contra Yahvé" (2 Sam 12,13)

El drama del pecado en la historia

La conciencia del pecado humano en su gravedad esencial permite al escritor sagrado


presentar el drama del pecado en la historia de una manera original. El pecado no es un
accidente fortuito, sino que nace del corazón malo del hombre: "los deseos del corazón
humano, desde la adolescencia tienden al mal" (Gen 8,21). Concepción realista dé la
naturaleza humana que ve el mal como anclado en la sociedad y en el individuo. Es
cierto que también hay justos, pero estos no se muestran impecables.

El mal en la historia se hace algo más inteligible en función de la responsabilidad


individual -sufrimiento y muerte como castigo- y de la solidaridad humana que
responsabiliza entre sí a los miembros de la comunidad y con las futuras generaciones.
Es una ley de la historia el que el hombre al enfrentarse con Dios decide no sólo su
propio destino sino también, el alguna manera, el de aquellos que de él dependen. Por el
pecado del primer hombre todas las generaciones quedan marcadas por la cólera de
Dios: desde entonces el sufrimiento y la muerte gravitan sobre nosotros.
PIERRE GRELOT

PERÍODO PROFÉTICO

Los profetas anteriores al exilio no aportan una innovación doctrinal esencial, pero su
mensaje señala un desarrollo considerable al subrayar el triunfo escatológico de Dios
sobre el pecado.

Pecado humano frente a la ley y la alianza

Muchos discursos proféticos denuncian los pecados de Israel, pero contrariamente a los
escritos sacerdotales lo hacen sin una referencia explícita a la ley. No es fácil establecer
una jerarquía de valores morales válida para todos los profetas, pero todos acentúan las
exigencias morales y religiosas primordiales tanto de la vida social como en las virtudes
individuales. La conciencia humana parece afinar más en lo que Dios quiere de los
hombres.

Los profetas insisten en la responsabilidad del pecador: anuncian el castigo a los


culpables y la necesidad de la conversión. Conversión moral, puesto que los pecados
son de orden moral, pero más profundamente conversión religiosa, ya que se trata de
verdaderas infidelidades al Dios de la alianza. La comparación con las relaciones padre-
hijo y esposo-esposa destacan la naturaleza profunda y la malicia del pecado (Os 11,1-6;
2; Is 1,2-4; Ez 16).

Misterio del pecado

Los profetas se fijan más en la realidad actual del pecado en la historia, que en su
origen; ven en el pecado la presencia activa del misterio del mal en el corazón humano.
"No hay en la tierra sinceridad, ni amor, ni conocimiento de Dios" (Os 4,1). El pueblo
de la alianza y de la ley se entrega voluntariamente al mal, no escucha la voz de los
profetas. Su endurecimiento es trágico. La doctrina profética llega a una paradoja: la
responsabilidad del pecador y la imposibilidad de que el hombre por sus propias fuerzas
se convierta. El drama del pecador no tiene solución... humana.

Triunfo escatológico de Dios sobre el pecado

La escatología describe la transformación del ser humano por la gracia, es la nueva


alianza entre Dios y el hombre (Os 2,16-22; Jer 31,31-34; Ez 36,25-28). Dios da a los
hombres la justicia, la fidelidad y el amor que les exige (Oseas); inscribe la ley en sus
corazones (Jeremías); envía el espíritu para su cumplimiento (Ezequiel). Así se obtiene
el perdón de los pecados, la conversión del corazón que sólo Dios puede realizar. Este
es el don escatológico de la salvación, que viene en la figura de un salvador, mediador
de esta nueva alianza (ls 42,6-7). El participará de la condición humana, dolor y muerte,
y realizará la purificación del pecado. La teología del pecado y de la salvación son
correlativas.
PIERRE GRELOT

EL JUDAÍSMO DEL POST-EXILIO

La doctrina del pecado en los textos inspirados

Los sabios y salmistas del post-exilio acentúan los aspectos religiosos y morales del
pecado. Su ley está centrada en la fidelidad y el cumplimiento del decálogo. Son
conscientes, sin embargo, del mal interior que afecta al hombre. La corrupción es
universal. El pecado anida en el ser humano. Dos actitudes son necesarias en el ho mbre:
la conversión y la gracia. El salmista implora la purificación interior y el espíritu divino
que vence al mal. En esto sigue las enseñanzas proféticas.

La doctrina del pecado en el judaísmo tardío

Algunos textos del Qumrán manifiestan la dualidad entre la corrupción y la gracia. La


humanidad siente en su interior la lucha de los dos espíritus y la llamada divina a la
conversión. Pero en otros escritos parece que el pertenecer a la secta y la misma
observancia de la ley basten para asegurar la salvación. Los fariseos forzarán esta
actitud hasta el legalismo superficial que define el pecado por su materia, el ritualismo
que perjudica la conversión interior y la excesiva confianza en la fuerza de la voluntad
que justifica al hombre. Estas tentaciones son permanentes en la conciencia humana.

NUEVO TESTAMENTO

El Nuevo Testamento nos revela el pecado humano desde el misterio de la cruz y


resurrección. Examinaremos fundamentalmente los sinópticos, las epístolas de San
Pablo y los escritos juaneos.

El pecado humano en los sinópticos

Jesús esclarece el misterio del pecado cuando habla explícitamente de él, e


implícitamente cuando anuncia la redención. La insistencia de Cristo sobre la ley recae
más en la intencionalidad que en su observancia material (Mt 5,20-48). El mismo
subordina todos los preceptos de la ley al mandamiento del amor que los sintetiza (Mt
22,34-40), y prohíbe apartarse de él para mantener la tradición superficial (Me 7,8-13).
La esencia del pecado, según Cristo, está en la intención y en el corazón del hombre: la
violación de los preceptos está en la voluntad humana. Se peca por deseo y la intención:
"os digo que todo el que mira a una mujer deseándola ya adulteró con ella en su
corazón" (Mt 5,28).

Además del corazón humano, Jesús presenta a Satán como responsable del mal. El
induce al hombre a pecar e impide que la palabra de Dios fructifique (Me 4,15).

Los males que afligen a la humanidad se deben a su presencia. Su acción no suprime la


responsabilidad personal del hombre. El tienta pero el hombre es culpable si le sigue.
Judas escuchó la voz de Satán y traicionó a su Maestro: "desdichado de aquel por quien
el Hijo del hombre será entregado; ¡mejor le fuera a ése no haber nacido!" (Mt 26,24).
PIERRE GRELOT

Aparece el misterio de la libertad humana: el homb re oye la llamada de la gracia y de


Satán, y su destino dependerá de la elección que haga.

El pecado trae consigo consecuencias graves, y Cristo nos pone ante los ojos la
principal: apartarse de Dios. Con el tema del hijo pródigo, nos presenta la ruptura de las
relaciones personales entre Dios y los hombres. El pecado aleja al pecador de la
intimidad y amistad divina. El pecado, aparta a las ovejas de su pastor (Lc 15,4). Esta es
la verdadera gravedad del pecado, el separar al hombre de Dios, ya que fuera de Dios no
hay salvación.

El perdón del pecado

La salvación y el reino de Dios iluminan el concepto del pecado. Cristo llama a los
pecadores a quienes salva y perdona gratuitamente. Se aparta de los que confían en sus
propias obras. El Hijo del hombre ha venido a salvar lo que estaba perdido (Lc 19,10).
La salvación del pecador exige su conversión interior. Las parábolas de la misericordia
que acentúan la iniciativa divina, no olvidan esta conversión interior. El hijo pródigo
pensaba: "me levantaré y diré: padre, he pecado contra el cielo y contra ti" (Lc 15,18-
20). Cristo dice de la pecadora: "le son perdonados sus muchos pecados, porque amó
mucho" (Lc 7,47-48). Con la conversión, la gracia del perdón está asegurada. Sólo la
blasfemia contra el Espíritu es un obstáculo. El que se niega deliberadamente a obedecer
la llamada interior del Espíritu que lleva a Cristo, permanece en el pecado. La idea no es
nueva: el AT nos hablaba del endurecimiento voluntario de los corazones que los fija en
el pecado. Por otro lado se señala que la conversión interior del hombre es gracia de
Dios. El, como pastor, busca sus ovejas y las ama tanto que entrega a su propio Hijo. El
pecado es un mal muy grave, pues el Hijo de Dios, para rescatarnos de él, ha de
sujetarse a lo peor.

El pecado en los escritos de san Pablo

Pablo, judío de nacimiento, tiene conciencia de que no es un pecador procedente de la


gentilidad (Gál 2,15) sino, según la justicia de la ley, irreprensible (Flp 3,6). Dentro de
este marco judío recibe la revelación de que Cristo vino al mundo para salvar a los
pecadores, de los cuales él es el primero (1 Tim 1,15), y que la justificación no viene
por las obras de la ley, sino por la fe en Jesucristo (Gál 2,16). Su doctrina está
relacionada con esta experiencia personal suya.

Los datos de la tradición

La expresión "Cristo murió por nosotros" (1 Cor 15,3; Rom 5,8), que sintetiza los datos
de la tradición primitiva, tiene en Pablo un contenido más jurídico y preciso que en los
demás autores del NT. En Rom 4,15 habla de una transgresión voluntaria a la ley divina
que pone de relieve la responsabilidad personal del pecador. Por esta transgresión desde
Adán reinó la muerte sobre todos e incluso sobre los que no habían pecado (Rom 5, 14).
Por ella vino también Cristo al mundo (Rom 4,25). La ley determina la materia y el
conocimiento del pecado, pero no redime al hombre. Pablo da como una realidad la
universalidad del mal y la necesidad, también universal, de la redención.
PIERRE GRELOT

El drama del pecado en la historia humana

Desde esta visión general examina Pablo el drama del pecado en su perspectiva
histórica, esbozando las etapas del plan. salvífico de Dios desde los orígenes hasta su
realización en Cristo (Rom 5-6).

El pecado se personifica: un poder demoníaco que arrastra al hombre hacia la perdición.


Por Adán el pecado entra en la historia (Rom 5,12) y en la humanidad (5,19). Los
hombres seguirían esclavos del pecado si la gracia de Dios no les redimiera. Dios actúa
en dos tiempos: la ley y Cristo. Por la ley sólo nos viene el conocimiento del pecado
(Gál 3,20) sin dominio sobre él. Dios no se sirve de esta ley más que para "encerrarlo
todo bajo el pecado" (Gál 3,22) y para que aparezca la gratuidad de la elevación en
Cristo.

Por la muerte de Cristo el pecado es vencido (Rom 5,15-21). La gracia justifica a los
hombres no en virtud de sus obras sino por la fe en Cristo. Esta fe obra
sacramentalmente en el bautismo la muerte al pecado y la vida en Dios por Cristo,
(Rom 6,1-11). Es el desenlace del drama provocado por la transgresión original: las
promesas escatológicas de los profetas se han cumplido y podemos reanudar la amistad
e intimidad divinas. En esta visión integra Pablo todos los elementos esenciales de los
autores sagrados anteriores, sólo queda un poco en la penumbra la responsabilidad por
los pecados individuales, pero la recogerá más adelante.

El drama del pecado en la conciencia humana

Pablo no ignora que en cada individuo se renueva el drama cuyo desenlace será la
salvación o la perdición personal. El hombre nace esclavo del pecado (Rom 6, 17-20).
Su libertad no queda suprimida -pues es responsable- pero, herida por el pecado, le
inclina hacia el mal. A esta disposición espontánea de la voluntad humana, san Pablo la
llama carne. Cuando el hombre vive según la carne, las pasiones de los pecados obran
en sus miembros (Rom 7,5-6). La ley no es pecado, pero por ella se conoce el pecado y
éste alcanza la raíz misma de la libertad humana. El hombre es un ser dividido,
empujado hacia direcciones opuestas por la carne y el espíritu: "si, pues, hago lo que no
quiero, reconozco que la Ley es buena. Pero entonces ya no soy yo quien obra esto, sino
el pecado que mora en mí" (Rom 7,16-17). ¿Cómo escapar de este drama interior?

Dios envió a su hijo en carne semejante a la del pecado, y condenó así al pecado en la
carne (Rom 8,3-4). No hay, pues, ya condenación alguna para los que son de Cristo,
porque la ley del espíritu de vida en Cristo nos libró de la ley del pecado y de la muerte
(Rom 8,1-2). El espíritu ha sanado la libertad humana en su misma raíz: le ha dado
poder para cumplir la ley de Dios, obrar el bien y vencer ,el mundo de la carne. En
cualquier momento se nos ofrece a nuestra conciencia una elección: la esclavitud del
pecado de la carne y de la muerte, hacia la cual nos inclina nuestra espontaneidad, o la
auténtica libertad en el servicio de Dios, llevados por la fuerza del Espíritu. De esta
íntima elección depende nuestro destino, según las palabras de San Pablo: "la soldada
del pecado es la muerte; pero el don de Dios es la vida eterna en Nuestro Señor
Jesucristo" (Rom 6,23).
PIERRE GRELOT

Esta visión de la conciencia humana supone en el pecado dos aspectos estrechamente


ligados entre sí: la materia, especificada por los preceptos de la ley divina (desde este
punto de vista las listas de los pecados son parecidas a las del AT) y el consentimiento
dado por la voluntad a las fuerzas interiores del mal, frente al Espíritu.

El pecado en los escritos juaneos

El vocabulario juaneo sobre el pecado es más pobre que en Pablo, pero su teología del
pecado no es menos rica. En las cartas considera el problema del pecado en la vida
cristiana, mientras que su evangelio muestra el drama del pecado anudado en torno a
Cristo.

El problema del pecado en la vida cristiana

En su primera carta, san Juan muestra una teología de la redención idéntica a la de


Pablo: Cristo nos purificó de todo pecado (1 Jn 1,7) siendo él propiciación no sólo por
los nuestros, sino por los de todo el mundo (2,2). Para el cristiano purificado por el
bautismo el problema del pecado adquiere una importancia particular. El sigue también
entre el espíritu de la verdad y el espíritu del error y será de Dios o del mundo, según su
actitud frente a este doble espíritu (4,4-6). Interesa, pues, que el bautizado, nacido de
Dios, no peque (5,18), porque la semilla de Dios depositada en él es incompatible con el
pecado (3,9), y que no ame al mundo, ni lo que hay en él, concupiscencia de la carne, de
los ojos, orgullo de la vida (2,15-17). Esta actitud fundamental debe dominar la vida
cristiana: apartarse del mal (para Pablo, la carne) y adherirse al espíritu de Dios (para
Pablo, docilidad al Espíritu).

Esta actitud cristiana radical, en la práctica, se traduce en obediencia a los preceptos de


Dios. Lo contrario sería mentir (2,4). Es verdad que la Ley se resume en el
mandamiento único del amor (2,7-11), pero el amor y la fe en Cristo -síntesis de toda
ley- implica el cumplimiento de todos los preceptos (5,3). Es necesario adoptar esta
actitud para que el pecado salga definitivamente de nuestra existencia. Todos somos
pecadores, incluso bautizados hemos de confesar nuestra debilidad y nuestro pecado
dentro ya del camino del Espíritu. Así nuestra conversión obrada radicalmente por el
bautismo se actualiza mediante nuestros actos concretos, como la redenció n del pecado,
obtenida por Cristo una vez y para siempre, se actualiza en el marco de la historia
cristiana. Por la fe nuestra vida, ya desde el bautismo, vence al mundo (5,4). Sólo por la
infidelidad al Espíritu viene el pecado irremisible: no se puede ir a la vida si se escoge
voluntariamente permanecer en las tinieblas, cerrándose al amor, a la fe y a la salvación.

La espiritualidad juanea muestra este punto paradójico del hombre: su debilidad y su


responsabilidad, que le pueden llevar a la perdición o a la salvación. Se trata de una
libertad necesitada de una gracia más fuerte que ella, y dotada al mismo tiempo de una
posibilidad de elección frente al doble espíritu. El mismo Dios, en el desarrollo histórico
del ser del hombre, le propondrá una decisión fundamental, de la que dependerá su
destino. Este es el punto difícil de la vida cristiana.
PIERRE GRELOT

El drama del pecado en torno a Cristo

En la vida cristiana, todo gira alrededor de la opción que el hombre toma frente a Dios.
Lo mismo sucede en la historia de Cristo. Los hombres, ante este Cristo, luz y vida del
mundo, se dividen en creyentes o incrédulos. Los primeros son llamados hijos de Dios y
los segundos constituyen " el mundo" por quien Jesús no ruega, "no ruego por el
mundo, sino por los que tú me enviaste" (Jn 17,9). Al ser Cristo luz, vida y salvación de
los hombres, cordero que quita el pecado del mundo, su sola presencia divide el corazón
humano, forzándolo a una elección: con él o contra él, fe o incredulidad. Por esto Cristo,
juzgando, salva al mundo. Este juicio se opera según la decisión libre del hombre: "el
que cree en él no será juzgado; el que no cree, ya está juzgado" (Jn 3,18).

Este es el pecado típico de los judíos incrédulos: rehusar voluntariamente al que podía
salvarles.' El evangelio nos señala la culpabilidad de esta incredulidad: pretender ver sin
la luz de Cristo: "han visto mis obras pero me aborrecieron a mí y a mi Padre" (Ja
15,24). Esta actitud pone de relieve la libertad humana que puede elegir o rechazar a
Cristo, luz en medio de las tinieblas del mundo: "la luz vino, pero los hombres
abrazaron las tinieblas". Esta libre elección es la esencia del pecado. Los sinópticos al
referirse a ella hablan del pecado contra el Espíritu y san Pablo del endurecimiento de
los corazones. Juan presenta este misterio del pecado teniendo ante sus ojos el
testimonio vivo de los judíos que llevan a Cristo a la muerte. Sabe que el drama de la
incredulidad judía se realizará mientras en la historia va anunciándose el evangelio de
Cristo. "En viniendo el Espíritu, éste argüirá al mundo de pecado... porque no creyeron
en mí" (in 16,8-9).

La violación de los preceptos y las transgresiones particulares de la ley, no son


simplemente rasgos de la miseria humana, que Jesús quiso subsanar, como el paralítico
(Jn 5) o el ciego de nacimiento (Jn 9) y la resurrección de Lázaro (Jn 11), sino la
actualización concreta de la libre decisión del hombre frente a Cristo. Esta descubre el
camino secreto que conduce el alma hacia las tinieblas. Es el caso de Judas. Empieza en
la multiplicación de los panes y le siguen los signos claros de murmuración y queja del
Maestro. Cede a la tentación (Jn 13,2) y se esconde en la noche más profunda del
pecado (Jn 13,30). Su contraste es Pedro pecador (Jn 13,36-38) que niega al Maestro: su
afecto, su corazón, no obstante, permanece en Cristo hasta llegar a la sinceridad más
profunda en su conversión, por la que se le confiere el mando de la Iglesia. Vemos la
debilidad humana junto al corazón endurecido, ante Cristo. ¡Qué desenlace tan distinto
para ambas actitudes!

CONCLUSIÓN

A través de los dos Testamentos se han evidenciado las líneas de fuerza que articulan la
teología del pecado. En un plano inmediato, aparece el pecado como correlativo a la ley
de Dios, pero no en un sentido puramente jurídico, sino como expresión de la voluntad
objetiva e inmutable del creador sobre los hombres, les da a conocer su fin y el camino
conducente a él. Hablar así de la ley divina, supone tener presente todo el lenguaje
analógico y simbólico respecto a Dios; analogía y simbolismo que no caen en el mito ni
traicionan la realidad divina, sino que, por el contrario, dejan entreverlo como
perteneciente a otro orden.
PIERRE GRELOT

Decir que esta noción del pecado es un rasgo específico del Antiguo Testamento
abolido ya por el Nuevo y que el régimen de la gracia y del Espíritu Santo substituyen al
de la ley y de la letra, es confundir el sentido de los escritos paulinos y juaneos que
contrastan los dos regímenes (Jn 1,17). En realidad Dios da a conocer su voluntad,
primero por la misma conciencia (Ron, 2,14-15), después por la ley positiva revelada en
el AT y finalmente por los preceptos de Jesús. A través de estas etapas se perfecciona
nuestro conocimiento de la voluntad divina centrada en el máximo mandamiento del
amor. Amor que exige actitudes determinadas, normas fijas de conducta.

Veamos ahora la otra cara del problema del pecado: la deliberada violación de la ley
divina. Aquí entra en escena el misterio del mal, cuyo descubrimiento se ha hecho
progresivamente en el curso de la revelación bíblica. El NT lo ha puesto en una
evidencia total. Este misterio del mal, este peso del pecado, es mayor que el poder del
hombre, sus propias fuerzas no bastan para vencerlo. Es preciso el sacrificio de Cristo.
Es el Espíritu de Dios que le libera del pecado, obrando en él una transformación
interior que le permite llamarle Padre (Rom 8,1417) y le posibilita la observancia de sus
preceptos (Rom 5,5). Esta victoria práctica sobre el pecado supone la decisión humana
pero es un fruto del Espíritu (Gál 5, 22-23).

Visto así, el problema del pecado es esencialmente espiritual: es una opción contra
Dios. Ya desde el AT se va delineando con claridad el drama de la libertad que rechaza
a Dios. Es el caso de Adán y Eva o el endurecimiento de los corazones que hace
fracasar la alianza del Sinal. El pecado, además de debilitar la voluntad, es un peso que
la inclina a decidirse contra Dios, pero la gracia divina viene a contrapesar esta
influencia: "donde abundó el pecado sobreabundó la gracia" (Rom 5,20).

La lucha del hombre contra el pecado se desarrolla en dos planos distintos. En un


primer nivel el hombre se esfuerza en amar a Dios respondiendo a sus fracasos y caldas
con una confesión sincera y un deseo de conversión en continua renovación. En un
segundo nivel se destaca la opción esencial: su adhesión a Cristo y su decisión de fe. Si
por orgullo o desesperación cede a la tentación, comete el pecado de muerte (1 Jn 5,16),
la blasfemia contra el Espíritu Santo que no será perdonada ni en este siglo, ni en el
venidero (Mt 12,31-32). Mientras el hombre vive en este mundo, el pecado y el Espíritu
de Dios se disputan su corazón. En la existencia que Dios le da aquí, el hombre ha de
decidirse, en la penumbra de la fe, antes de la visión cara a cara definitiva donde
encontrará toda su alegría.

Tradujo y condensó: CARLOS BARDÉS


MARC-FRANÇOIS LACAN, O.S.B.

CONVERSIÓN Y GRACIA EN EL ANTIGUO


TESTAMENTO
Conversion et grâce dans l'Ancien Testament, Lumière et Vie, 9 n. 47 (1960) 5-24.

El Antiguo Testamento es el libro de un itinerario espiritual, la historia de una vocación,


el equivalente de un catecumenado. En él son centrales los temas de la marcha y del
camino.

Pero seguir un camino no es solamente andar por él, sino andar por él en la buena
dirección; y aquí aparecen los temas del pecado y de la conversión. El pecador se ha
orientado en la dirección equivocada, por esto marcha en vano: La senda de los
pecadores acaba mal (Sal 1,6). La salvación está condicionada a una vuelta sobre sí
mismo, una conversión, que oriente la marcha del hombre hacia Dios.

El Antiguo Testamento es la historia de la vocación del ho mbre, y al mismo tiempo la


historia de su conversión. Pues, desde el principio, la llamada de Dios choca con la
infidelidad del hombre; desde el principio, el hombre, habiendo dudado de Dios y de su
amor, huye de su presencia en vez de buscarla. Para orientar de nuevo al infiel en la
buena dirección, Dios debe hacerle caer en la cuenta de que ya no está en su sitio,
dirigiéndole esta llamada: ¿Dónde estás? (Gén 3,9). Esta llamada es implícitamente una
invitación a la vuelta, invitación al cambio de actitud interior, invitación a la conversión.

A lo largo de la historia de la salvación, Dios enseña al hombre a convertirse; y gracias


a esta conversión necesaria, y que deberá ser continuamente renovada, el hombre
conseguirá responder a su vocación y a su misión. El AT nos revela cómo se lleva a
término esta educación. Esbozando a grandes rasgos esta divina pedagogía, vamos a
destacar sus principales enseñanzas: la conversión a la que Dios nos invita es una
gracia; debemos recibirla como tal y hacernos testigos de ella.

UNA CONVERSIÓN EJEMPLAR: DAVID

Tomemos como punto de partida la conversión de David narrada en el segundo libro de


Samuel. Se trata de un hombre que se ha mostrado fiel a la misión que Dios le confió, y
que acaba de recibir la promesa del favor divino sobre toda su descendencia (2 Sam 7).

Pero David quebranta la ley divina tomando la mujer de otro y provocando la muerte
del marido de esta mujer. Más aún, para cometer estas faltas abusa del poder que le
confiere su misión real, misión que le imponía el deber de hacer reinar la justicia (2 Sam
11).

La revelación del pecado y el llamamiento a la conversión

Estas faltas han permanecido secretas y no parecen haber turbado la conciencia de


David. Es preciso que la palabra de Dios, por medio del profeta Natán, le haga caer en
la cuenta de que ha pecado (2 Sam 12).
MARC-FRANÇOIS LACAN, O.S.B.

David ha hecho lo que desagrada a Dios, sabiendo por qué tales actos le desagradan. Lo
prueba su reacción ante el apólogo del profeta, por el cual Natán le hace dar un juicio
que define su pecado y al mismo tiempo le condena.

Pero sin la iniciativa divina que denuncia el pecado y anuncia el castigo, David
permanecería en él, porque el pecado ciega al que lo comete, haciendo perder de vista a
Dios.

La confesión del pecado y la humilde confianza de l convertido

A esta iniciativa de Dios, David responde: He pecado contra Yahvé (2 Sam 12,13). Su
respuesta subraya lo que es la esencia del pecado: David ha pecado porque ha obrado
contra Dios. Luego no estaba ya con Él. Al caer en la cuenta de que se había apartado
de Dios, vuelve a Él, gracias a esta confesión-conversión. Y el perdón, inmediatamente
concedido, es el sello divino que garantiza la autenticidad de esta conversión.

Esta conversión tiene otro aspecto. El pecado hace pender el sentido de Dios; el
convertido lo recobra al acoger esta luz divina en la cual conoce al Dios que lo juzga,
pero que también lo llama a la salvación.

La confesión de su falta es también confesión de su Dios, proclamación de la bondad de


este Dios, cuya piedad llama a la conversión y suscita la confianza. Y a su vez la
confianza del convertido es una alabanza de la misericordia que lo ha llamado y lo ha
devuelto al buen camino; la confianza de David prueba hasta qué punto es profundo su
conocimiento de Dios y el grado de perfección de una conversión que ha producido tal
conocimiento y tal confianza.

En efecto, el perdón anunciado por Natán comporta un castigo; el hijo nacida del
pecado morirá. Ante esta sentencia, David no desespera de salvar la vida del niño por
una súplica ardiente unida a una penitencia severa. Y cuando el niño muere cesa en su
penitencia y acepta esta muerte con sumisión perfecta a la voluntad de Dios (2 Sam
12,15-23).

Así, pues, la conversión de David nos da los elementos esenciales de una conversión
auténtica. Es Dios quien toma la iniciativa: la conversión es una gracia. Es una gracia
de luz que revela al pecador su pecado y la bondad de aquel a quien ha ofendido su
pecado. El convertido acoge la gracia confesando humildemente su pecado, abriéndose
con confianza a la bondad que quiere perdonarlo.

LA GRACIA DE LA CONVERSIÓN

Las lecciones que acabamos de extraer del caso típico de David, son inculcadas por
Dios a su pueblo a lo largo de su historia. Los profetas le recuerdan sin cesar la ley de
su Alianza; la conversión es el retorno a esta ley, retorno imposible si Dios no cambia el
corazón del hombre; la gracia de este cambio inaugurará una nueva Alianza, anunciada
por los profetas.
MARC-FRANÇOIS LACAN, O.S.B.

La historia de Israel, iluminada por la predicación profética, dispone al pueblo a recibir


la conversión como una gracia, ya que, por una parte, la inutilidad del llamamiento de
los profetas a la conversión le hace consciente de su pecado y de su impotencia para
salir de él; por otra parte, las promesas proféticas subrayan la fidelidad de Dios, que
convertirá un pequeño resto para cumplir su plan de salvación. El pueblo comprende
que la conversión será el don gratuito del amor de Dios.

La conversión, exigencia de la antigua Alianza

Bien pronto se han desviado del camino que les prescribí (Ex 32,8). Esta queja de Dios
a Moisés define la actitud constante del hombre. Es la de Adán al principio de la historia
humana (Gén 3); es la de Israel al principio de su existencia como pueblo, inaugurada
por la Alianza del Sinal; la adoración del becerro de oro (Ex 32) es una forma más
expresiva de la infidelidad permanente denunciada por Moisés: Habéis sido rebeldes a
Yahvé desde el día en que El empezó a poner en vosotros sus ojos (Dt 9,24).

Pero Dios no se cansa de castigar a su pueblo para atraerlo a sí. En el libro de los Jueces
la historia de Israel se desarrolla repitiendo siempre el mismo ciclo: el pueblo abandona
a Yahvé (Jue 2,12) y Yahvé lo entrega a sus enemigos (Jue 2,14) ; clamaron a Yahvé los
hijos de Israel, y suscitó Yalivé a los hijos de Israel un libertador (Jue 3,9; cf.
3,15;6,7;10,10-16).

En tiempo de los Reyes la historia seguirá el mismo ritmo. Los castigos con que Dios
intenta hacer volver a su pueblo quedan sin efecto. La evocación que hace de ellos el
profeta termina siempre con la amarga constatación: Y no os habéis vuelto a mi, dice
Yahvé (Am 4,6.8.9.10.11).

Volverse a Dios no es acudir a los lugares de culto, como Bétel, Guilgal o Berseba (Am
5,5); es hacer reinar la justicia (Am 5,15). Este es el carácter moral de la conversión
exigida por la Alianza; los ritos son vanos, si las costumbres no cambian.

Y para que se muden las costumbres, el corazón debe cambiar: este pueblo se me acerca
sólo de palabra y me honra sólo con los labios, mientras que su corazón está lejos de
mí (Is 29,13; cf. Me 7,6).

Lo que el Deuteronomio exigía era la circuncisión del corazón, es decir, una fidelidad
total inspirada por un amor a Dios sin limites (Dt 10,12-17). Esto es lo que Jeremías ha
predicado, al proclamar la inutilidad del culto, sin fidelidad a las exigencias morales de
la Ley (Jer 7,8-11. 21-28).

Pero Jeremías no sólo se encuentra ante la infidelidad y la corrupción. Choca además


con el mismo obstáculo que encontrará más tarde Jesús: una concepción equivocada de
la religión que confunde el sentido religioso con la fidelidad a las instituciones.

El profeta debe hacer la crítica de todas estas instituciones para extraer, de la ganga de
tradiciones humanas, las exigencias divinas de la Alianza. Es el único medio de
devolver al pueblo el sentido del pecado y de abrirle a la gracia que es su única
posibilidad de salvación. (Cfr. Jer 7,4.1011.13-14)
MARC-FRANÇOIS LACAN, O.S.B.

Y el exilio pondrá el sello- divino a la palabra del profeta. Así, pues, ¿hay que
desesperar de la conversión de este pueblo siempre infiel a la Alianza?

La conversión, gracia de la nueva Alianza

La conversión es confiar en Yahvé, esperarlo todo de su gracia: Sáname, ¡Oh Yahvé! y


seré sano; sálvame y seré salvo, pues tú eres mi esperanza (Jer 17,14).

La pedagogía divina tiende a inculcar esta actitud al pueblo de la Alianza, para hacer de
él un testigo de su gracia en medio de las naciones. Pero, de hecho, sólo un resto la
adoptará (Is 10,20-22).

La conversión de este resto, a causa del amor eterno de Yahvé a Israel (Jer 31,3; cfr. Os
6,1-2), será fruto del don que Dios les hará: un corazón nuevo, un corazón capaz de
conocerle (Jer 24,6-7). Así, pues, el verdadero resto no son los que han escapado a la
deportación y han permanecido en Jerusalén; son los que han sido preparados á la
conversión por el exilio, aquellos cuyo corazón ha sido cambiado por efecto de un don
gratuito, y cuyo carácter personal empieza a insinuarse.

Por este don se inaugura una nueva Alianza y se constituye un nuevo pueblo. Este
pueblo se sigue llamando "casa de Israel". Pero nada impide a las naciones entrar en
esta casa, pues la única condición para poderlo hacer es el haber recibido de Dios un
corazón nuevo.

Entonces será llamada Jerusalén trono de Yahvé, y en el nombre de Yahvé vendrán a


ella todas las gentes, y desde entonces no volverán ya más a irse tras los malos deseos
de su corazón (Jer 3,17).

Otra voz llama a la conversión, subraya su carácter personal y proclama que es una
gracia. Su nombre es Ezequiel cuando anuncia: Os aspergeré con aguas puras y os
purificaré de todas vuestras impurezas... Os daré un corazón nuevo y pondré en
vosotros un espíritu nuevo; os arrancaré ese corazón de piedra y os daré un corazón de
carne. Pondré dentro de vosotros mi espíritu, y os haré ir por mis mandamientos y
observar mis preceptos y ponerlos por obra... y seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios
(Ez 36,25-28).

Para Ezequiel, la conversión es una gracia, una gracia de resurrección. Para suscitar en
sus oyentes la esperanza que acogerá esta gracia, el profeta les hace asistir a la
dramática visión de los huesos secos, vivificados por el espíritu de Yahvé (Ez 37,1-14).

Finalmente, Isaías explicita la universalidad de esta llamada; a todos se ofrece la gracia


de la conversión (Is 45,22); todos, gracias a un misterioso servidor de Dios (Is 49,5-6),
pueden acceder a la alianza eterna que une a Dios con su pueblo (Is 54,1-3; 55,5-7;
56,3-8). Sin embargo, el particularismo judío tendrá eco hasta la época apostólica (Act
10,45; 11,18). En el libro de Jonás, Dios perdona a Nínive, a pesar de que Jonás, tipo de
Israel, quiere su muerte.
MARC-FRANÇOIS LACAN, O.S.B.

LA CONVERSIÓN, RESPUESTA A LA GRACIA

Dios tiene la iniciativa en la conversión del pecador y esta conversión es imposible sin
la llamada divina que la suscita; pero si esta llamada implica el ofrecimiento de una
gracia de transformación, también es cierto que nos encontramos ante una opción libre y
que la gracia ofrecida debe ser acogida.

Urgencia de la conversión

Las amenazas de los profetas subrayan la urgencia de la conversión. Cuando Dios habla,
hay que apresurarse a responderle, si no, será demasiado tarde:

Vienen dios, dice Yahvé, en que mandaré yo sobre la tierra hambre y sed; no hambre de
pan ni sed de agua, sino de oír la palabra de Yahvé, y errarán de mar a mar y del norte
al oriente en busca de la palabra y no la hallarán (Am 8,11-12).

Para salvar a su pueblo, Yahvé no espera más que su conversión. Pero si esta conversión
se hace esperar, el peligro es grave: ¡Oh si oyérais hoy su voz! "No endurezcáis vuestro
corazón como en Meribá... Donde me tentaron vuestros padres... Cuarenta años anduve
desabrido de aquella generación... Por esto juré en mi ira que izo entrarían en mi
reposa" (Sal 95,7-11).

Los sabios recogen la enseñanza de los profetas sobre la urgencia de la conversión. En


los Proverbios es la misma Sabiduría quien enseña:

Volveos a mis requerimientos. Yo derramaré sobre vosotros mi espíritu y os daré a


saber mis palabras; Pues os he llamado y no habéis escuchado... y no accedisteis a mis
requerimientos. También yo me reiré de vuestra ruina... cuando sobrevenga como
huracán el espanto... Entonces me llamarán y yo no responderé; me buscarán, pero no
me hallarán (Prov 1,23-28).

Oración y testimonio del convertido

Esta conversión tan urgente consiste en abrirse a la gracia que renovará el corazón. El
convertido es el hombre que confiesa humildemente que necesita ser perdonado y que
pide confiado la gracia de su transformación.

El Miserere, salmo típico de la conversión, contiene estos elementos. Ante todo la


confesión: Reconozco mis culpas, y mi pecado está siempre ante mí... He hecho lo malo
a tus ojos (Sal 51,5-6).

Del corazón contrito (Sal 51,19) brota la plegarla confiada a un Dios rico en
misericordia que quiere la salvación del pecador: Apiádate de mí, ¡Oh Dios!, según tus
piedades; según la muchedumbre de tu misericordia, borra mi iniquidad. Lávame más y
más de mi iniquidad y límpiame de mi pecado... Crea en mí, ¡Oh Dios!, un corazón
puro, renueva dentro de mí un espíritu recto. No me arrojes de tu presencia y no quites
de mí tu santo espíritu (Sal 51,3-4.12-13).
MARC-FRANÇOIS LACAN, O.S.B.

El salmista espeta su salvación de la bondad de Dios y su oración confiada es ya un


testimonio de esta bondad que le salva gratuitamente. Pero este testimonio no le basta.
Convertido por tal bondad, no tiene más que un deseo, que los pecadores se conviertan
y que el salvador de todos sea alabado: Yo enseñaré a los malos tus caminos, y los
pecadores se convertirán a ti... Abre tú, Señor, mis labios, y cantará mi boca tus
alabanzas (Sal 51,15.17).

La gracia de la conversión manifiesta su eficacia haciendo del convertido un testigo. Su


testimonio debe ser el de una vida de fidelidad, imitando al que ha dicho: Yo soy Yahvé,
que hago misericordia, derecho y justicia sobre la tierra; pues en esto es en lo que me
complazco, palabra de Yahvé (Jer 9,24).

Para que todos los hombres puedan convertirse en imitadores de Dios, será necesario
que venga el que sellará con su sangre la nueva y eterna Alianza.

Sufrimiento y conversión del justo

En la conversión del pecador, el sufrimiento juega un doble papel. Es un castigo que


despierta la conciencia del pecador; y es una pena impuesta al convertido en reparación
de su ofensa y del escándalo causado (cfr. 2 Sam 12,14).

Este doble papel de castigo y de expiación es aceptado por las liturgias y salmos
penitenciales (Sal 119,67.71).

Pero inversamente; el pueblo de Dios se asombra de su desgracia cuando ésta no le


parece justificada por su infidelidad (Sal 44,10-23). Y el sufrimiento del justo
escandaliza.

Job preguntará al Dios que le hiere a pesar de su fidelidad. La respuesta de Dios será la
pregunta que plantea a Job la creación: "¿Quién es él para dudar del Creador?" (Job 38-
41). Job confiesa que esta pregunta le impone silencio (Job 39,34-35), y se arrepiente de
haber hablado (Job 42,6). Se convierte. No es que confiese haber sido infiel, pero
comprende que su fidelidad no le da el derecho de pedir cuentas a Dios, y que Dios
tiene derecho a que le "sirvan de balde" (Job 1,9).

Aquí está la verdadera justicia, la justicia de la fe. Para que Job alcance esta justicia,
Dios ha permitido que el sufrimiento probara su fe (Job 1,6-11; 2,1-5). Job es el hombre
plenamente convertido, el justo que vive de la fe (cfr. Hab 2,4).

La fuente de esta conversión es la gracia del Señor merecida por los sufrimientos del
Justo (Act 3,14), el cual, según la profecía de Isaías, llevará a término el plan de Dios
(Is 53,10), y justificará la multitud de los pecadores, suprimiendo sus pecados y
soportando su castigo (Is 53,4-6.10-12). Y este Justo será el mismo Señor, el cual
tomará, para salvarnos, la condición de siervo.

Tradujo y extractó: JAVIER COMPTE


P. DE LETTER, S.I.

GRACIA, INCORPORACIÓN, INHABITACIÓN


En la teología contemporánea de la gracia santificante dos temas son particularmente
prominentes: su carácter cristológico y su carácter trinitario. Al intentar coordinar
estas dos realidades surgen problemas de distintos órdenes. El autor esboza una
solución a partir de un estudio de la relación entre nuestra incorporación en Cristo y la
inhabitación de la Trinidad.

Grace, Incorporation, Inhabitation, Theological Studies, 19 (1958) 1-31.

La interdependencia de los caracteres cristológico y trinitario de la gracia implica


problemas de orden especulativo y de orden práctico. Especulativamente uno se
pregunta si la estructura trinitaria de nuestra gracia o bien la relación trinó y una a las
Personas de la Santísima Trinidad, que surge de la gracia, es tan esencial a la gracia de
Cristo como lo es la Encarnación en orden a concebir la economía de la gracia. En el
orden práctico el problema está en la dificultad experimentada por no pocos cristianos,
que se preguntan qué lugar ha de ocupar Cristo y cuál la Trinidad en una vida espiritual
consciente.

NUESTRA RELACIÓN CON LA TRINIDAD QUE INHABITA EN NOSOTROS

Entre los esfuerzos de la teología contemporánea por retornar a las fuentes de la


revelación se encuentra el de proponer un concepto de gracia verdaderamente trinitario,
que explique la estructura de la gracia envolviendo esencialmente relaciones con las tres
divinas Personas, relaciones no sólo de orden intencional (provenientes de nuestros
actos de piedad), sino de orden objetivo, surgiendo de la verdadera esencia de la gracia.
Porque como escribía el P. Prat hace años, "la explicación común que ve en la
inhabitación de las Personas divinas sólo diferentes grados de apropiación, no parece
armonizar suficientemente con el le nguaje de los Padres y de las Escrituras". De ahí que
nosotros afirmáramos en otra ocasión que "debemos admitir relaciones de persona a
Persona que van más allá del nominalismo de una pura apropiación, sin negar la unidad
de la acción divina en la creación natural y sobrenatural".

Nuestro deseo es intentar exponer un concepto trinitario de la gracia que sea correcto, y,
al mismo tiempo, establecer las relaciones propias a las tres divinas Personas. Creemos
que este intento se puede llevar a cabo respetando la doctrina tradicional católica
recordada por Pío XII en Mystici Corporis, cuando nos dice que en nuestra divinización
por la inhabitación divina persiste la absoluta distinción entre Creador y creatura sin ser
disminuida, y que toda divina eficiencia o producción de realidad ad extra es común a
las tres Personas.

Pero antes de exponer nuestra concepción trinitaria de la gracia, es preciso desarrollar


unas ideas acerca de la esencia de lo sobrenatural o de la gracia.

Presupuestos de un concepto trinitario de la gracia

El primer presupuesto, y quizá el más básico, es la idea de una causalidad divina "quasi-
formal" como explanación específica de la esencia de lo sobrenatural. Una teología de
P. DE LETTER, S.I.

la inhabitación, que rechace como inaceptable esta especie de causalidad propia del
orden de la gracia no, puede concebir lógicamente relaciones distintas con las Personas
divinas. La razón es clara: siendo la causalidad eficiente común a las tres Personas, ya
que es única la naturaleza divina, no pueden darse bajo este aspecto relaciones distintas
con cada una de las Personas. Por tanto, si el orden de la gracia sólo se apoya en la
causalidad eficiente, junto con la ejemplar y final que van con ella, la relación trina y
una se excluye a priori. En cambio, si el orden de la gracia consiste esencialmente en
una autocomunicación de Dios a su creatura en el orden de la causalidad formal (aquí la
causalidad formal no es la de una forma -que implicaría potencia- sino la de un acto, y
Acto puro) entonces es concebible una relació n con la Trinidad, distinta de la que nos
une a ella como uno.

Los teólogos que sostienen esta causalidad quasi- formal están de acuerdo en que ésta va
necesariamente acompañada de una causalidad eficiente, la de la producción en la
creatura de una nueva realidad. Esta producción ad extra es, como hemos dicho antes,
común a las tres Personas. Tenemos, pues, aquí una primera razón para afirmar que
nuestra relación con la Trinidad por la gracia debería llamarse trina y una, y no
simplemente triple. Pero es importante notar que esta eficiencia no es la razón ni la
causa de la sobrenaturalidad de la gracia; es decir, que no es del mismo orden que la
eficiencia en el orden de la creación de lo natural. Difiere de ésta en su ir
inseparablemente unida a la autodonación de Dios como Acto de la creatura, de modo
que está subordinada a esta autodonación y es secundaria con respecto a ella. La única
razón de su existencia es que, sin ella, la actuación o quasi- información de la creatura
por el Acto divino no sería real, sino solamente nominal.

Por un lado las fuentes de la revelación y por otro el magisterio ordinario sugieren que
hay una causalidad específicamente propia de lo sobrenatural. La revelación insinúa una
discontinuidad y disparidad entre el orden de la naturaleza y el de la gracia, entre lo
divino y lo humano, de tal modo que viene a ser un abismo, que sólo Dios puede salvar.
Y la doctrina teológica común, al interpretar esta enseñanza, entiende la trascendencia
de la gracia de tal forma que la naturaleza no es en modo alguno un principio de gracia,
aunque admite una especie de continuidad con la gracia, expresada en un natural deseo
de lo sobrenatural, o al menos en su potencia obediencia) para ello.

Dada esta diferencia de órdenes, el orden de la gracia deberá estar ligado a Dios por una
causalidad que no sea la propia del orden de lo creado (por tanto ni eficiente, ni
ejemplar, ni final). Si a esto sumamos que la revelación nos dice que lo esencial en la
economía de la gracia consiste en el darse de Dios a la creatura, parece que la
divinización de la creatura ha de plantearse en el terreno de la causalidad formal. La
diferencia entre esta causalidad formal y la causalidad formal ordinaria está en que el
Acto increado no informa la creatura, sino sólo termina la relación de unión por la que
la creatura está realmente unida a Él. El Acto increado no es, ni puede ser, más que la
quasi-forma de la creatura.

Sin duda, la idea de una causalidad quasi- formal es un concepto nuevo en el sistema
escolástico de las causas. Pero esto no debe extrañarnos. De hecho lo contrario sería
sorprendente, y nos llevaría a pensar que la discontinuidad de los dos órdenes de
realidad, que todos sostienen, es más bien nominal que real. Es más, nos confirmamos
en la necesidad de nuevos conceptos cuando vemos que los teólogos que rechazan la
idea de una causalidad quasiformal, intentan explicar la inhabitación por causalidad
P. DE LETTER, S.I.

eficiente y ejemplar "especiales". Este calificativo de "especial" es precisamente lo que


intenta expresar la causalidad quasi- formal, en el supuesto que "especial" quiera indicar
una diferencia de calidad y no sólo de grado.

Un segundo presupuesto de un concepto trinitario de la gracia, consecuencia del


primero, es el carácter esencialmente relativo de la gracia. La gracia santificante es una
cualidad, perfección, forma, o habitus inherente al alma. Pero no es sólo esto. También
es una perfección creada y accidental que implica una relación trascendental o esencial
con Dios, que habita en nosotros. La gracia santificant e, en cuanto perfecciona el alma y
es un modo, accidental de ser del alma, es por su esencia el fundamento de nuestra
unión con la gracia increada; es decir, con Dios como Don increado del alma, o como
comunicándose o dándose, a la manera de quasi- forma o Acto.

Este carácter de relación de la gracia difiere esencialmente y de modo específico del


carácter relativo de toda realidad creada. Todo ser creado y finito, por su naturaleza,
está en una unión inmediata de dependencia con la causa de su ser, que es Dios. La
inmediatez de la unión de la creatura con el Creador, que se da realmente en su
causalidad eficiente (podemos prescindir ahora de la causalidad ejemplar y de la final)
viene expresada en la realidad de la inmanencia divina en las creaturas. Pero esta
inmediatez no es un don que Dios haga de sí mismo a la creatura. Es sólo la causalidad
de Dios que da la existencia a las creaturas o, por así decirlo, que comunica el ser
creado a las mismas creaturas. Aquí el acto que se une a la potencia de la creatura no es
el Acto increado, sino el "ser" finito y creado que determina a la creatura en su grado
específico de ser. De acuerdo con esto, lo específico de la unión de la gracia no es
meramente su inmediatez, sino el modo en que esta unión termina en Dios como quasi-
forma o Acto de la creatura. Esto es lo que queremos expresar cuando decimos que por
la gracia estamos unidos con Dios como es en sí mismo, y no meramente (como en el
caso de la causalidad ejemplar) como se manifiesta ad extra, y cuya imagen creada,
producida en la creatura, es (en la línea de causalidad formal) el intermediario de la
creatura para con El como causa ejemplar.

Como consecuencia de su carácter relativo, la gracia presenta dos aspectos distintos


aunque inseparables. La gracia es una cualidad que perfecciona y reside en el alma;
como tal es producida por Dios por vía de causalidad eficiente y, por tanto, por Dios
como única causa. Pero además la gracia es el fundamento de una relación con Dios
como quasi- forma del alma, que nos une con la Trinidad que inhabita en nosotros. Este
aspecto unitivo no es del orden de la causalidad eficiente. Unión en cuanto tal significa
sólo una relación, no una perfección que es producida. Unión pide un término que
termine su relación, no una causa que la produzca. En una unión con Dios en si mismo,
o con Dios como quasi- forma, el término de la relación es Dios en sí mismo, que es tres
Personas. Esta relación nos lleva, por tanto, a las divinas Personas como tres distintas.

La consideración precedente muestra que el conocimiento de este doble aspecto de la


gracia es condición indispensable para poder llegar a un concepto trinitario de la gracia.
De hecho, la razón dada por Sto. Tomás y por el sistema escolástico para decir que la
gracia es trinitaria solamente en el sentido de apropiación, es que la producción de la
gracia santificante mira a Dios como una causa, y no como tres Personas distintas.

El tercer presupuesto no consiste más que en considerar el segundo bajo un aspecto


dinámico; debemos mirar la inhabitación - la obra de nuestra santificación- no
P. DE LETTER, S.I.

meramente como una acción de Dios ad extra, sino en cierto aspecto ad intra. Si nuestra
santificación y la inhabitación divina fuesen meramente una acción de Dios ad extra,
que se identificaría con su causalidad eficiente, entonces a priori se hace inaceptable un
concepto trinitario de gracia que suponga una relación con Dios como tres Personas
distintas. Pero si además la gracia es un lazo de unión con Dios como quasi- forma del
alma, entonces la obra divina de nuestra santificación no es solamente una eficiencia
productiva, sino también y en primer lugar, una iniciativa divina de unión que nos lleva
a El como al Acto increado capaz de llenar nuestro deseo natural de El. El unirnos a sí
mismo, de suyo no significa producción de una perfección, sino solamente dar origen a
una relación de unión con El como quasi- forma, o, con El como es en sí mismo. Este
originar la relación; en cuanto distinto de la producción de su fundamento o gracia
creada, no es más que ser término de la relación. Y como esta acción, en cuanto tal, no
produce ninguna nueva realidad, no es puramente ad extra; puede decirse que es en
cierto aspecto ad intra.

Lo dicho significa que esta operación unitiva por la que Dios se da al alma como Acto,
no produce, en cuanto tal, nada distinto de Dios, sino solamente eleva al alma al plano
de Dios (por supuesto, dejando intocable la distinción absoluta entre creatura y Creador)
para hacerle partícipe de su propia vida; en este aspecto particular podemos afirmar que
se trata de una operación ad intra. Esto lleva consigo, entre otras cosas, que la función
divina de terminar la relación de nuestra unión con El a través de la gracia, no implica
ninguna relación real por parte de El hacia nosotros, sino solamente una relación de
razón, ya que no puede significar ningún cambio en El. Al mismo tiempo significa que
nosotros, por nuestra unión real con Dios como es en sí mismo, no penetramos en la
interioridad divina como si fuésemos hechos uno con El, sino solamente estando unidos
con El (la unidad elimina la distinción; la unión la mantiene). De está forma, nuestra
participación de la vida divina no es el efecto de una operación divina "puramente" ad
intra, ya que en Dios, ad intra no puede existir nada creado. Ahora bien, podemos decir
que se trata de una operación "en cierto aspecto" ad intra en el sentido de que por la
gracia somos elevados a la unión con Dios como es en si mismo (y no solamente como
Creador), y esta unión por una nueva relación trina y una nos coloca frente a las
relaciones subsistentes que constituyen las tres divinas Personas.

Una relación trina y una

Con este término pretendemos expresar mejor nuestra relación con la Trinidad que.
inhabita en nosotros, al señalar los dos aspectos que presenta nuestra unión con Dios a
través de la gracia: la realidad de la gracia santificante -que no es un intermediario entre
Dios y el alma, sino sólo la entidad ontológica que da realidad a esta relación de unión-
y nuestra unión a través de ella con el Acto increado como quasi- forma del alma. Esta
unión mira al mismo tiempo un término, el Acto increado, y tres términos, las tres
Personas divinas. Pero cada uno de estos tres términos es por sí mismo idéntico con el
término uno. Por esto la relación de unión con Dios es ambas cosas: una y triple
indivisiblemente. Su triplicidad no es posterior a su unidad, ni en tiempo ni por
naturaleza, como tampoco en Dios la Trinidad de Personas es, en modo alguno,
posterior a la unidad de la esencia divina. Por eso, parece que al mejor manera de
expresar nuestra relación con la Trinidad, que inhabita en nosotros, es decir que es trina
y una.
P. DE LETTER, S.I.

¿Hemos de decir que nos encontramos en el caso de un fundamento creado de tres


distintas relaciones con las Personas divinas, de tal modo que la distinción de las
relaciones surge solamente de la distinción de los términos y no de la distinción en el
fundamento, -concepción que va contra la metafísica tomista, comúnmente aceptada, de
la relación? La expresión es paradójica y puede ser mal interpretada. Por esto es mejor
hablar de una relación trina y una que de tres relaciones distintas, ya que esta última
expresión hace abstracción de la unidad que existe entre los tres términos de la relación,
mientras que la primera la significa explícitamente. En el fundamento de la relación
trina y una no puede haber triplicidad. La razón formal y última de que esta relación sea
trina y una está en la distinción real de las Personas divinas dentro de la unidad de
naturaleza. La creatura, que por la gracia queda unida al Acto increado, es una persona
que en esta unión (que nunca es unidad) viene como a ponerse cara a cara frente a las
tres Personas divinas, pues Dios como persona no es uno sino tres. Si la noción de
persona incluye la comunión con otras personas y al mismo tiempo la distinción frente a
ellas, entonces la elevación de la persona humana al plano de lo divino envuelve, por
necesidad, comunión con las Personas divinas y distinción frente a ellas. Por esto la
relación de la gracia es a la vez necesariamente trina y una.

Si alguien afirma que esta concepción de la inhabitación es demasiado estática, y no


explica de forma suficiente el papel especial de cada una de las Personas divinas en
nuestra santificación, al menos tal como se propone en las fuentes de la revelación,
entonces, para hallar una respuesta, debemos volver a la consideración de la operación
divina en sí misma.

A diferencia de la creación, que consiste únicamente en la producción de una realidad


creada, la santificación de nuestras almas es indivisiblemente por un lado producción
eficiente de gracia santificante y por otro unión con las tres Personas divinas. Esto
último, en cuanto tal, no es producción de una perfección, sino sólo origen de la relación
de nuestras almas con las tres Personas divinas. El papel particular de cada una de las
Personas divinas no es producir en nuestras almas una realidad exclusiva de cada una de
ellas, sino ser el término de la relación especial que une nuestras almas a Ella. Este ser
el término de la relación nos puede parecer algo estático o pasivo, mientras que jugar un
papel evoca actividad. Lo que sucede en este caso es que la presencia de Dios en
nuestras almas es algo esencialmente dinámico, que transforma nuestra personalidad
humana. La comunión con Dios, sin ningún movimiento de su parte, consiste en el
llamamiento ontológico que se nos hace a vivir como hijos del Padre, hermanos del
Hijo, y templos vivos del Espíritu. El papel de las Personas divinas consiste en
movernos, sin ser movidas, a afectos y acciones que sean propios de nuestra comunión
con ellas, y esto de modo previo a nuestras relaciones intencionales con ellas, como
serían nuestros actos de piedad, etc... Y aquí se manifiesta la diferencia entre un
concepto trinitario de la gracia sólo por apropiación y el nuestro. La estructura trinitaria
de la gracia, en el sentido que la hemos expuesto, es el fundamento ontológico de una
espiritualidad trinitaria tal como la encontramos en la liturgia o en las vidas y escritos de
los místicos.

La gracia, imagen de la Trinidad

Si queremos representarnos vívidamente de qué modo la gracia es imagen de la


Trinidad, o cuál es la expresión del ejemplarismo de la Trinidad en nuestra vida de
P. DE LETTER, S.I.

gracia, hemos de decir que no puede consistir en una triplicidad de los dones de la
gracia, inherentes a nuestras almas como perfecciones creadas. Así, cuando se dice que
gracia, sabiduría y caridad son la imagen sobrenatural de la Trinidad en nosotros, no
puede ser de otro modo que por apropiación. Cada don de éstos es efecto común de las
tres Personas, y, como tal, nos une a las tres. Dado que las Personas divinas, en cuanto
tales, son sólo relaciones subsistentes, y tienen una perfección numéricamente idéntica
de naturaleza o esencia en común, no pueden, en la obra de nuestra santificación, tener
ningún efecto separado o exclusivo en nuestras almas.

Tampoco se puede decir que la gracia santificante sea una imagen de la Trinidad, en el
sentido de ser una miniatura de ella: una en su esencia y triple como fundamento de las
tres relaciones distintas a cada una de las Personas. La Trinidad, en cuanto tal, no es una
perfección, sino una relación intradivina, que por necesidad constituye el Acto puro
como trino y uno. Esta relación intradivina no es ni puede ser manifestada ad extra en la
gracia creada, porque es una relación, y no una perfección absoluta de ser. No puede
dejar una impresión en el alma, porque es exclusivamente ad intra y de ningún modo ad
extra. Sólo por comunicación de su ser absoluto, que es uno y simple, el Acto increado
deja en nuestras almas una huella como operación creada o perfección o forma
inherente.

La gracia no comporta una imitación de Dios en ser tres personas en una naturaleza. Lo
que la gracia santificante lleva consigo es una comunión con las Personas divinas; lo
cual implica unión con las Personas divinas y distinción frente a ellas.

De acuerdo con esto, la gracia es imagen de la Trinidad sólo en el sentido de implicar


una relación trina y una con las tres Personas. Salvaguardando nuestra personalidad
propia creada, la gracia nos eleva al plano de la vida divina, donde nuestra personalidad
sobrenaturalizada entra en comunión con las Personas divinas.

NUESTRA INCORPORACIÓN EN CRISTO

En la presente economía de la Encarnación-Redención, la gracia santificante nos viene a


través de Cristo, la Palabra hecha Carne Redentora. Trento define que Él es la causa
meritoria de nuestra justificación. La teología escolástica, en particular Sto. Tomás,
explican largamente que, además, Cristo es la causa instrumental universal de nuestra
santificación, y con ello realiza una causalidad eficiente en la distribución de la gracia.
Su humanidad sagrada es el "instrumento (unido) de la divinidad". De aquí que nuestra
vida de gracia envuelva una relación especial a Cristo, expresada comúnmente, cuando
decimos, siguiendo a Pablo y la tradición patrística, que por la gracia somos
incorporados a Cristo. Lo cual quiere decir que nuestra gracia no sólo es ex Cristo, sino
también in Cristo. Y esto envuelve, a su vez, una doble realidad: por un lado la gracia
santificante es un vinculo con Cristo y por otro es una comunión de vida con El. Para el
estudio de la interrelación incorporación- inhabitación, debemos examinar dos puntos:
en qué sentido la gracia santificante nos une a Cristo en una comunión de vida; y cuál es
nuestra relación con la Palabra, o la Persona divina de Cristo, que surge de dicha
comunión.
P. DE LETTER, S.I.

Comunión de vida sobrenatural

Nuestra vida de gracia es la vida de Cristo en nosotros, o bien nuestra vida en Cristo.
Para entender correctamente esta comunión de vida entre Cristo y los cristianos, es
preciso examinar en qué consiste la vida de gracia en el mismo Cristo. Con Sto. Tomás
hemos de distinguir en El una triple gracia. En primer lugar está la gracia de unión, la
realidad por la que su humanidad está unida hipostáticamente a la Persona del Verbo.
En cuanto actuación creada, depende de la causalidad eficiente común de la Trinidad: la
Trinidad es la que produce la Encarnación. En cuanto fundamenta la relación de unión
de la humanidad de Cristo con el Acto increado en el orden de la causalidad quasi-
formal, termina exclusivamente en la Persona del Verbo. La Persona del Verbo existe
con dos naturalezas, y por esto Cristo, como hombre, es Hijo de Dios por naturaleza y
no por adopción. De ahí que la gracia de unión sea estrictamente personal y no pueda
ser comunicada a otros por participación. Por tanto, nosotros no participamos de esta
gracia de Cristo.

Junto a ésta, está la plenitud de gracia habitual, y, en cuanto tal, significa que la gracia
habitual de Cristo es la perfección suprema en el orden de la gracia. Como realidad
creada es producida por la causalidad eficiente común a las tres Personas. Como
fundamento de la unión inmediata de la humanidad de Cristo con el Acto increado, en el
orden de la causalidad quasi- formal, la gracia santificante de Cristo es trinitaria, es
decir, que origina en su naturaleza humana una relación trina y una con las personas, y
no sólo con el Verbo (esto es función propia de la gracia de unión). La gracia habitual
de Cristo es una perfección accidental por la que su naturaleza humana, como principio
de operación, es elevado al plano de la vida divina. Lo propio de ella es su absoluta
perfección toda perfección que pueda pertenecer a la gracia santificante, está fundada en
Cristo.

Por esta perfección la gracia habitual de Cristo es también "gracia de la Cabeza", la


gracia que El imparte a su Cuerpo Místico. El es el agente de la santificación de sus
miembros. Actuar, dice Sto. Tomás, es comunicar la forma de uno, y como la forma por
la que uno actúa es la misma por la que es, la gracia que Cristo imparte a sus miembros
es la misma gracia habitual suya. Pero hay una diferencia capital, y es que su gracia
habitual es absolutamente perfecta en el orden de la gracia y está ligada por necesidad a
su gracia de unión, mientras que nuestra gracia es siempre limitada y finita. Cuando
decimos, pues, que nuestra gracia nos incorpora a Cristo, queremos decir que nuestra
gracia santificante es un vínculo permanente que nos une con su humanidad, y que no es
otra cosa que una participación en su gracia santificante.

La causalidad eficiente por la que Cristo considerado en su humanidad produce la gracia


en nosotros, es instrumental y subordinada a la causalidad eficiente que tiene en común
con las otras dos Personas de la Trinidad. Esta causalidad instrumental de la humanidad
de Cristo no modifica la eficiencia divina que produce la gracia como causa principal.
La producción de la gracia creada, como actuación creada es concomitante y
subordinada a la autocomunicación del Acto increado, o a la causalidad quasi- formal,
que origina en nosotros la relación trina y una con la Trinidad.

La gracia recibida de Cristo y en Cristo no origina aparentemente una relación diferente


con el Acto increado, puesto que no es una participación en la gracia de unión, sino en
la gracia habitual de Cristo. Lo específico de la intervención de Cristo mira a la
P. DE LETTER, S.I.

producción de gracia creada o a la actuación creada; en ella la humanidad de Cristo es la


causa instrumental universal. Esto no modifica la causalidad quasi- formal: la
humanidad de Cristo, o su gracia habitual, es creada y no ejerce una causalidad quasi-
formal. En el orden de la causalidad quasi- formal, o de unión, la humanidad de Cristo
no es instrumento. La noción de quasi- información por el Acto increado excluye un
intermediario.

La humanidad de Cristo es el lugar en que se realiza la divinización de los hombres. No


es la humanidad de Cristo, sino sólo la naturaleza divina lo que nos diviniza. Pero
nuestra divinización no tiene lugar sino en Cristo.

Nuestra relación con la Persona del Verbo

¿Nuestra comunicación con Cristo -que es una dependencia ontológica de nuestra gracia
de la causalidad de su humanidad, el instrumento de la divinidad que nos comunica una
participación en su gracia santificante- envuelve una relación especial a la persona de
Cristo, la Palabra o segunda Persona de la Trinidad? Si esto es así, entonces hemos
venido a dar con la estructura más íntima de nuestra relación con la Trinidad, y debemos
decir que la gracia es trinitaria porque es la gracia de Cristo. A esta pregunta algunos
autores, quizá con precipitación, responden afirmativamente: Mersch, Malmberg,
Philips, Borgert, De Haes. Hay otros autores que no quieren concluir que siendo hijos
en el Hijo por nuestra unión e incorporación en Cristo, participamos de la filiación de
Cristo y somos hijos del Padre y no de la Trinidad. Estos autores sostienen que entre
nuestra filiación y la de Cristo se da una analogía, y que esta analogía no implica que
nuestra filiación mire, corno en Cristo, al Padre exclusivamente. La nuestra nos refiere a
la Trinidad. Pero, tanto unos como otros, están de acuerdo en la triple gracia de Cristo y
en nuestra participación en la gracia de la Cabeza.

Todo el mundo coincide en que por la gracia somos hijos en el Hijo. Lo que necesita ser
examinado es si nuestra filiación por adopción -distinta de la de Cristo, que incluso
como hombre es el Hijo natural del Padre- imita y participa en su natural filiación, en el
aspecto preciso de ser una relación exclusiva al Padre. Esto supone de nuestra parte una
relación especial al Verbo, por la que somos una cosa con El como distinto del Padre y
del Espíritu. Y esto es de hecho lo que nos preguntamos: si se da esta especial relación
con el Verbo. Parece insuficiente afirmarlo diciendo que, por no haber en Cristo persona
humana y siendo la Persona de Cristo la Persona del Verbo, nuestra dependencia de su
humanidad, por la participación en su gracia, nos une a su Persona, ya que los actos
pertenecen a la Persona. Esta respuesta parece descuidar el doble aspecto de la gracia:
cualidad y relación; descuida también la distinción de las diversas causalidades divinas
que intervienen en nuestra santificación: eficiente y quasi- formal; ninguna de las cuales
implica especial relación al Verbo. Si se da esta relación especial, y creemos que se da,
debe surgir de otras causas.

No nos parece tampoco sostenible la afirmación de que la causalidad divina quasi-


formal es propia del Verbo (de manera semejante a como le es propia la Encarnación, en
el aspecto de la causalidad quasi- formal) y que, a causa de esta causalidad quasi- formal
especial nuestra gracia nos une directamente al Verbo, e indirectamente al Padre y al
Espíritu. Podemos conceder que la gracia santificante propia de Cristo refiere su
humanidad directamente al Verbo y solamente a El. Es lo mismo que afirmar su
P. DE LETTER, S.I.

necesaria conexión con la gracia de unión. Pero nuestra gracia santificante es real y
numéricamente distinta de la de Cristo (Pío XII, Mediator Dei); nuestra gracia
santificante no es la de una naturaleza humana que pertenece a una Persona divina, sino
la de una naturaleza humana de una persona humana. Por esto nuestra gracia nos refiere
a las tres Personas (y no a dos solamente como en el paso de Cristo, incluso como
hombre). No parece haber aquí un fundamento para decir que nuestra gracia es
Trinitaria precisamente por nuestra incorporación en Cristo.

Además, Cristo como hombre, no siendo persona humana, es por naturaleza el Hijo de
Dios Padre en virtud de la gracia de unión, no en virtud de su gracia santificante. De
acuerdo con esto, y por participar nosotros en su gracia santificante precisamente y no
en la de unión, no encontramos en el hecho de nue stra participación en la gracia de
Cristo causa alguna. . . que fundamente, de nuestra parte, una especial relación con el
Verbo.

¿Podríamos decir, con Malmberg, que la razón de que nuestra gracia santificante origine
una especial relación con la Persona del Verbo estriba en la dependencia necesaria de su
gracia habitual para con su gracia de unión? No parece seguirse estrictamente. Aun
concediendo la conexión necesaria entre gracia de unión y plenitud de gracia, y la
necesaria dependencia de nuestra gracia santificante para con la plenitud de gracia de
Cristo, se hace difícil concebir una participación accidental - no hipostática, como en
Cristo- con la gracia de unión, que es lo que en definitiva postularía esta posición. En
Cristo, la gracia de unión concierne al ser, no al actuar.

Por tanto, si hemos de encontrar una relación especial con el Verbo, no podemos
fijarnos en su causalidad eficiente, sea principal o instrumental, ni en la causalidad
ejemplar de su gracia habitual.

Todavía, a partir de algunos textos de la Escritura y de la Tradición, podría uno intentar


una explicación de nuestra relación especial con la Persona del Verbo, estableciendo
una comparación entre la Encarnación y nuestra santificación: la Trinidad, a través de la
instrumentalidad de la humanidad de Cristo, y para nuestra incorporación en Él, produce
la gracia en nos-' otros de modo que cause también la relación que brota de nuestra
participación en la gracia de Cristo que termina en la sola Persona del Verbo, y nos hace
así hijos adoptivos del Padre y no de la Trinidad. Pero en el punto preciso de la filiación
divina, no hay paridad entre la Encarnación de Cristo y nuestra santificación. La unión
hipostática, por su naturaleza, implica una relación exclusiva con la Persona del Verbo,
puesto que sólo el Verbo se hizo hombre. En el caso de nuestra santificación, ninguno
de los factores que entran en nuestra incorporación en Cristo parece exigir semejante
relación exclusiva. De aquí que haya que buscar en otro terreno el elemento que postule
esta relación exclusiva con el Verbo, y . cumpla con las indicaciones de la Escritura y la
Tradición.

Parece, pues, que sólo se puede contar con la causalidad divina específica de la quasi-
información para una relación exclusiva con el Verbo. Sto. Tomás y sus seguidores
postulan una filiación Trinitaria y no exclusiva del Padre, ya que estudian la cuestión
desde la causalidad eficiente --operación ad extra- con lo que cierran a priori todo
camino a una relación trina y una, y consiguientemente a una especial relación con el
Verbo, o con el Padre o con el Espíritu Santo. Por otra parte hemos visto que 1'a sola
incorporación a Cristo por la gracia no parece explicar satisfactoriamente nuestra
P. DE LETTER, S.I.

especial relación a la Persona del Verbo. Y sin embargo, ha de existir una razón de por
qué debemos pasar a través de Él, si deseamos participar en la vida de gracia. Parece
que la razón es que nuestra unión con Cristo, como miembros de su Cuerpo -relación de
identificación mística o de hermandad sobrenatural con Cristo como hombre-, explica
de modo apto nuestra relación a su Persona. Nuestra incorporación en Cristo, aunque
por sí misma y en cuanto tal no produce una elevación a una especial relación con la
Persona del Verbo, sin embargo, es causa de ella en unión con la causalidad quasi-
formal. En primer lugar, en el sentido de que esta causalidad quasi- formal tiene lugar
solamente en Cristo y va acompañada de la causalidad eficiente que produce la gracia
como una participación en la gracia de Cristo. En segundo lugar, en el sentido de que
nos revela en qué consiste esta relación con Cristo, relación de hermandad, no en una
comunidad de naturaleza humana con el Verbo hecho carne, ni tampoco formalmente en
la comunión de gracia santificante en cuanto tal, sino en la unión inmediata con el Acto
trino y uno en la que entramos a través de la comunión con Cristo. Nuestra unión con la
Persona del Verbo, una de las constituyentes de esta relación trina y una, que
verdaderamente se da en nuestra incorporación en Cristo y sólo en ella, se manifiesta
como relación de hermandad. Y así, nuestra relación al Padre se nos manifiesta como
filiación; y la relación al Espíritu Santo como inhabitación del Espíritu que ilumina los
pasos de los hijos. Nuestra incorporación, aunque constitutiva materialmente de nuestra
especial relación al Verbo, no parece serlo formalmente. En este punto su función
formal es más bien manifestativa que constitutiva de esta nuestra unión con el Verbo.
Nuestra incorporación en Cristo es el signo "sacramental" de nuestra relación trina y
una con la Trinidad.

CONCLUSIÓN

Si las consideraciones precedentes son exactas, hemos de afirmar que nuestra relación
trina y una con la Trinidad, a través de la gracia, no está absolutamente ligada a nuestra
incorporación en Cristo, en el sentido de que fuese su prerrequisito necesario. Aquélla
se da de este modo concreto sólo de hecho. En la situación actual nuestra unión con
Cristo realiza y revela nuestra relación trina y una con la Trinidad y nuestra especial
relación a El como cabeza de su cuerpo y como hermano nuestro. Así, incorporación e
inhabitación se unen en la relación trina y una, nacida de la gracia de Cristo.

Por lo que toca a la dificultad práctica acerca del lugar que han de ocupar Cristo y la
Trinidad en una espiritualidad católica equilibrada, basta que nos refiramos a la oración
litúrgica de la Iglesia que eleva su oración al Padre a través de Cristo en el Espíritu. No
ha de sorprender el que Cristo, Dios hecho hombre, ocupe un lugar más destacado que
la Trinidad en la vida interior de los cristianos. Este misterio de la Trinidad ha de ser el
motivo de nuestro total reconocimiento de Dios, más que poder aparecer en cierto
sentido como rival de otras devociones. Es mejor que se establezca como fundamento
de toda piedad cristiana que como objeto de una devoción particular. También aquí será
mejor seguir el ejemplo de la Santa Madre Iglesia, y así progresar en nuestra conciencia
de la estructura trinitaria de nuestra unión con Dios en Cristo.

Tradujo y condensó: LUIS TUÑÍ


CHARLES MOELLER

GRACIA Y JUSTIFICACIÓN
La Grâce et la Justification. Lumen Vitae, 19 (1964) 532-544.

Verdades fundamentales

La primera verdad, a propósito de la gracia y la justificación, es que sólo Dios puede


darnos a Dios. Si ser salvado significa vivir de la vida de Dios, "para hacernos así
partícipes de la divina naturaleza" (2 Pe 1,4), esto quiere decir que Dios por sí mismo
justifica, santifica. El término gracia significa inmediatamente la bondad, la
benevolencia; el sentido de un don que manifiesta esta benevolencia.

Esta verdad esencial va unida a otra, aparentemente en oposición: el hombre coopera


libremente a la gracia. "Con temblor y temor trabajad por vuestra salud. Pues Dios es el
que obra en vosotros el querer y el obrar según su beneplácito." (Flp 2,13). La paradoja
expresada por estos términos es la paradoja de la gracia y de la justificación. Dios sólo
salva, y, a la vez, Dios nos salva sin nosotros. (D. 797).

De estas dos primeras afirmaciones se desprende una tercera, que resulta del realismo de
nuestra justificación: "Ved qué amor nos ha mostrado el Padre, que seamos llamados
hijos de Dios y lo seamos" (1 Jn 3,1). De una manera misteriosa, nuestro ser es
cambiado, santificado. Esto es así porque Dios actúa en nosotros, por su omnipotencia
santificadora somos realmente santificados. No son nuestros esfuerzos personales los
que actúan aquí, sino la realidad de la acción del Espíritu Santo en nosotros cuando
viviendo en gracia, consentimos y cooperamos.

Hay que recordar el carácter personal de la gracia y de la justificación. Un buen


número de frases en el sermón de la Cena evoca este rasgo: "Si alguno me ama,
guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y en él haremos morada"
(Jn 14,23). El texto del Concilio de Trento (D. 797) marca también esta perspectiva
trinitaria. El tema de la inhabitación de la Trinidad en el cristiano regenerado ha
encontrado su lugar propio en la teología católica de la gracia. Conviene saber "a qué
Dios nos hemos convertido"; resulta indispensable recordar que el Dios de los cristianos
es el Dios Padre, al cual nos conduce Jesucristo, en el Espíritu Santo.

Finalmente, los frutos de la gracia de justificación se reparten en una doble línea: la del
Espíritu Santo en el alma, que nos santifica, y la de la transfiguración del universo," la
creación entera hasta ahora gime... para participar en la libertad de la gloria de los hijos
de Dios" (Ron. 8, 19-12). La justificación no es sólo interior, se extiende también a toda
la creación de Dios, "nosotros esperamos otros cielos nuevos y otra tierra nueva, en que
tiene su morada la justicia" (2 Pe 3,13).

Diversas teologías de la justificación

A partir de estas verdades esenciales, enraizadas en la revelación bíblica, han sido


elaboradas diversas teologías. Es costumbre resumir las tres principales formas en los
términos siguientes: la justificación es divinización, en la perspectiva de la teología
ortodoxa; es gracia creada en la sistematización católica; es gracia extrínseca en la
visión de la Reforma.
CHARLES MOELLER

Durante mucho tiempo, la tendencia que dominó entre estas tres visiones teológicas fue
de no entablar un diálogo. Parecía que, en lo que respecta a la teoría de la justificación,
según la Reforma, había' que responder con una negativa a cualquier posible influencia.
Nada más alejado del realismo católico que esta frase de Lutero: pecca fortiter, sed
fortius crede; o en la imagen de una "justificación extrínseca que recubre al pecador con
un manto de Cristo, pero dejándole radicalmente pecador, bajo este manto". O esta frase
típica de la Reforma acerca del bautizado que permanece simul iustus et peceator. La
idea de la divinización, si no había sido olvidada, al menos había sido colocada un poco
en la penumbra.

Los estudios recientes han mostrado que en la doctrina de la justificación, uno de los
puntos más vidriosos en las relaciones entre reformados, ortodoxos y católicos, hay más
acuerdo que desacuerdo. Las divergencias tienden más bien a una visión teológica
diferente que a una oposición real sobre los puntos fundamentales.

La gracia como divinización

Esta es la perspectiva que subraya el Oriente. El punto de partida de esta teología es la


presencia eficaz y divinizante de Cristo en el mundo y en la Iglesia. El aforismo clásico
de los Padres griegos dice: "El que no es asumido -por el Cristo encarnado- no se
salva". La persona de Cristo, efectivamente, ha asumido la naturaleza humana en su
totalidad, puesto que Él es el Nuevo Adán. Uno de los argumentos opuestos al
arrianismo precisamente es que si Cristo no es Dios, si sólo es un dios inferior, no puede
salvar, no puede divinizar la humanidad.

Esta doctrina, común en toda la iglesia cristiana, ha tomado una forma particular en la
teología de Gregorio Palamas, quien distingue la esencia divina de las energías divinas
increadas. La elección de este término energías increadas subraya que Dios se revela
activo, y excluye la pasión de Dios; como, por otra parte, las energías son "increadas",
no podemos atribuir al hombre el fruto de un mérito.

Este modo de hablar de energías, de gracia increada, sólo se opone aparentemente a la


terminología católica de "gracia creada". Los teólogos occidentales dirán que el hombre
es de tal manera incapaz de justificarse a sí mismo que necesita que Dios cree en él esta
gracia.

En realidad cada teología responde a inquietudes diferentes. Los teólogos orientales no


se preocupan de poner en claro aquello que, en el hombre, permite la inserción del don
de la gracia. Sólo les interesa una pregunta: ¿cómo Dios, que es incomunicabilidad,
puede, sin embargo, comunicarse? Las energías increadas en el palamismo son, si
podemos hablar así, esta faz de la divinidad superesencial que le permite comunicarse,
permaneciendo incomunicable; pero el término increada pone de manifiesto que
verdaderamente es Dios el que se da.

El teólogo occidental se preocupará más por descubrir lo que permitirá en el hombre la


acogida de esta gracia creada por Dios, y expresará la realidad de la salvación dada por
la gracia con la ayuda de términos tomados del aristotelismo; el término habitus, por
ejemplo, ha tenido una buena acogida en occidente en el continuo uso de la expresión:
CHARLES MOELLER

la gracia habitual distinta de la gracia actual. Como se ve, la doctrina es la misma por
ambas partes: que Dios solo da la vida, y que nosotros realmente la recibimos.

La problemática difiere para los orientales. La interioridad de la gracia aparece en ellos


conjugada con el resplandor sobre el mundo corporal, incluso en su prolongación
cósmica. La humanidad del Salvador, sobre todo en la Eucaristía, diviniza toda nuestra
persona, haciendo participe al mismo tiempo al universo de esta gracia de
transfiguración.

La gracia creada

Digamos de nuevo que esta formulación no está expresada tal cual en el Concilio de
Trento: éste se limita a hablar del carácter infuso, inherente de la gracia de la
justificación, pero no habla de la fe con los términos habitus, gracia creada. El origen
de este término es antipelagiano. Nos encontramos, pues, en el nivel de las
formulaciones teológicas.

San Agustín ya nos advierte que debemos amar a Dios y al prójimo de Deo, es decir,
que es el Espíritu Santo quien ama en nosotros; es Dios en nosotros quien ama al
prójimo. En esta línea se puede hablar de gracia increada en el pensamiento de San
Agustín. Esta idea se mantendrá en la teología occidental; de la misma manera, cuando
se trate de un habitus, éste será creado por Dios, y nos permitirá amar a Dios con el
mismo amor con que Dios ama.

Lo que interesa subrayar es que este término habitus no fue aplicado al problema de la
gracia en el sent ido aristotélico, sino más bien a propósito de un caso muy concreto, de -
los niños bautizados. Si la filosofía de Aristóteles permitió precisarla, ésta no será la
única fuente, ni la principal de esta terminología.

Cuando apareció el término gracia creada en la Suma de Alejandro, la idea dominante


era como de una unión inmediata, por la gracia creada, con el Espíritu que la comunica
dándose a sí mismo: se habla, efectivamente, de un lumen fluens, de una forma
transformans operando en el alma una forma transformata. Si algunos afirmaron que el
habitus es un don previo, la mayor parte precisaron que es fruto del mismo Espíritu
Santo. San Buenaventura explica que hay que admitir un habitus creado para subrayar
mejor la impotencia radical del hombre y excluir la justicia de las obras. La gracia
creada manifiesta la indigencia del hombre. No es, pues, por ningún título una especie
de posesión autónoma del ser humano, que le permita de alguna manera introducirse en
el influjo permanente de Dios Salvador. Por el contrario, la gracia es producida por Dios
mismo presente en el alma. Colocándose en el punto de vista de Dios, San
Buenaventura explica que la caridad de Dios, comunicándose, es operante, realizadora
de un cambio en el hombre. Todo esto fue resumido en una fórmula: "poseer un habitus
es ser poseído por Dios, habere est haberi".

Santo Tomás explica que la caridad pone algo en el alma, pero precisa que este algo no
es una cosa, ni tampoco una cosa completa, sino una cierta realidad que no es un objeto;
la caridad de Dios es efectiva y operante y cambia al hombre en quien habita el Espíritu.
Resulta un habitus, pero no en el sentido de una realidad previa que sería producida por
otra causalidad distinta de Dios mismo en el momento en que se comunica. En la
CHARLES MOELLER

caridad estamos connaturalizados con el Espíritu; el habitus opera en el sentido de un


estímulo continuo en el devenir activo; es una tensión eficaz de Dios actuando en el
hombre. El habitus seria así el querer de Dios traduciéndose sin cesar en la realidad
profunda del ser.

Esta formulación no disminuye en nada la realidad de la llamada gracia increada, es


decir, donación de las mismas personas divinas por inhabitación en el alma del creyente.
La expresión gracia creada viene a subrayar solamente la indigencia del hombre ante la
justificación, como también la realidad de la santificación que Dios obra en el hombre,
puesto que la gracia le marca en profundidad, le hace capaz -siempre bajo la moción de
Dios- de conocer y amar a Dios, de amar a los otros con el mismo amor que Dios ama.

Desde finales del siglo XIII hasta Lutero, esta visión de una gratia creada se esfumó en
provecho de una especie de cosificación del mismo habitus. Se insiste en que el hombre
debe ser autor de su acto para que sea meritorio. Además se subraya la distancia infinita
entre Dios que se da y el hombre transformado. Por tanto hace falta un intermediario: la
gracia creada.

Esta tendencia a materializar un don propiamente espiritual favorece la opinión que ve


en el habitus una disposición previa. También favorece la sentencia que insiste más en
la actualización del don de la gracia que en la transformación ontológica que realiza.

Lutero no ha entendido la significación real de la gracia creada. Se atiene a la célebre


opinión de Pedro Lombardo que identificaba la gracia con el mismo Espíritu Santo.
Hemos visto que esta perspectiva de ningún modo es negada por los partidarios de la
fórmula de la gracia creada; al contrario, Santo Tomás y San Buenaventura afirman que
esta gracia es creada por Dios que obra continuamente en nosotros para unirnos a Él.
Desgraciadamente, esta visión estaba oscurecida en tiempo de Lutero. El peligro de
cosificación no era ilusorio. Por esta razón se opondrá, en nombre del antipelagianismo,
a esta noción.

Este breve bosquejo permite algunas conclusiones respecto a la presentación de la


doctrina de la gracia en la enseñanza y en la catequesis:

a) Descartar el dualismo entre la gracia creada y la doctrina de la inhabitación.

b) Conservar una serie de aspectos importantes: la eficiencia de la caridad de Dios que,


realmente, realiza en el hombre una capacidad creada (por Dios) para amarle y
conocerle.

c) Esta transformación es durable porque el habitus es una intencionalidad de


conocimiento y amor: crecer en gracia es estar cada vez más "conducido por el Espíritu
Santo".

d) Salvaguardar la idea de inmediatez en el habitus: éste no es un ser interpuesto entre el


hombre y Dios. Esta doctrina, clásica en Santo Tomás, muestra maravillosamente que es
necesario tender hacia el mismo Dios y que la gracia en nosotros no es más que esta
disposición animada por Dios.
CHARLES MOELLER

e) Subrayar el vitalismo del habitus: nosotros no disponemos jamás de Dios, sino de la


posibilidad (creada sin cesar por Dios) de hacer un acto de caridad hacia Dios, en
función de la presencia activa 'y continua de Dios.

f) Se comprende mejor el mérito: no es una cosa que permita obtener otra, porque no es
más que la realidad del hombre que ha llegado a ser en su intimidad digno de. Este es el
carácter personal que debemos subrayar aquí. Se merece porque se es. Esto no es una
adquisición, sino un fruto del acto de todo hombre que actúa bajo la moción de Dios.
Así se comprende que, valorando nuestros méritos, Dios corona sus propios dones.

g) Finalmente, hay que desarrollar rasgos esenciales, sobre todo el personalismo de


relaciones entre el alma y Dios. El habitus creado no es sino una receptividad activa
cuya idea más aproximada, dentro de una formulación más filosófica, sería la de
participación. Parece que la terminología de la gracia creada, del habitus de gracia, no
pone en peligro las verdades esenciales sobre el don de Dios. Sin embargo, se puede
preguntar si la expresión estado de gracia, todavía tan frecuente en la enseñanza y en la
predicación, no presenta más inconvenientes que ventajas. El término estado significa la
realidad de la transformación operada por Dios en el ser. Todavía muchos cristianos se
imaginan la vida de gracia en ellos como una cosa misteriosa que, sobre todo, no hay
que perder y que hay que recuperarla cuanto antes, una vez perdida.

Gracia extrínseca

La teología reformada insiste en el carácter extrínseco, forense, de la justificación. Esta


fórmula fue entendida, durante mucho tiempo, en el sentido de una especie dé
justificación puramente exterior, dejando al alma en su estado de pecado.

Esta explicación no tuvo presente un hecho capital: la tradición reformada expresa con
dos términos, justificación y santificación, el conjunto de la vida de la gracia; mientras
que, desde Trento, expresamos ambas realidades con un solo término, justificación. La
gracia contiene tres aspectos en la Reforma: la justificación, la santificación y la
redención. La justificación y la santificación son inseparables. Pero no hay que
confundirlas: la primera viene de Dios; la expresión extrínseca tiene por fin significar la
gratuidad del acto de Dios y su carácter escatológico, pero no significa en absoluto que
la santificación por el Espíritu Santo sea adventicia, secundaria: al contrario, la unión de
Dios con el hombre, principio de toda vida cristiana, tiene como consecuencia inmediata
la santificación. Toda la vida se realiza en el campo de acción del Espíritu Santo. El don
del Espíritu es creador, vivificante, eficaz en el hombre que renuncia a si mismo y se
entrega a Dios.

Hasta aquí no hay nada substancialmente diferente del pensamiento católico. La


diferencia está en la terminología. Algunos Padres de Trento querían que se introdujese
en el decreto sobre la justificación la idea de justificación primera y de justificación
segunda, entre otros motivos por tener más en cuenta este doble aspecto de la
justificación, tal como aparece en la Reforma, al igual que en la teología católica
auténtica. Mas esta distinción no fue retenida en los textos del Concilio. Tenemos un
caso típico de carencia de diálogo. Si se capta la similitud profunda de las dos doctrinas
bajo el ropaje de una terminología diferente, se habrá intuido así una de las tareas
esenciales de la catequesis ecuménica.
CHARLES MOELLER

Prescindiendo de la diferencia de acento, -Calvino lo pone sobre la acción de Dios en su


renovación continua; los católicos sobre los resultados en el hombre de la acción de
Dios-, la Reforma admite también el realismo de la justificación-santificación. La
característica propia de la Reforma es un espíritu de gratuidad gozosa, de disponibilidad
creciente ante la acción creadora del Espíritu. La santificación es real, interna;
justificación y santificación son inseparables como aspectos complementarios, uno
externo y otro interno, de un mismo acto. Dejemos, pues, de lado toda simplificación y
todo prejuicio polémico, ante la realidad de la santificación en la teología de la
Reforma.

La sola fide, sola gratia, soli Deo gloria es una formulación particular de una
afirmación evangélica. Sólo el término, tres veces repetido, sola puede dar lugar, en la
controversia, a una exclusión y por consiguiente correr el riesgo de una presentación
unilateral. Pero este exclusivismo es inexistente en la gran tradición Reformada; la
fórmula significa solamente que, sin la fe, sin la gracia, no podemos realizar nada.

Reflexiones finales

En el diálogo ecuménico hay que captar simultáneamente el punto de vista de la


Ortodoxia, de la Reforma, del Catolicismo y del Anglicanismo. La Reforma, reanuda la
tradición occidental de la justificación, anterior a la corriente nominalista del siglo XIV.
Si entonces el catolicismo hubiera guardado el contacto real con la tradición oriental,
tan enraizada en la divinización del cristiano, la tentativa de Lutero no hubiera fraguado
un cisma: Lutero hubiera descubierto el realismo profundo de la santificación y de la
justificación cristiana, y no hubiera puesto en peligro la gratuidad del obrar divino.
Asimismo, si la tradición del Oriente cristiano hubiera permanecido en contacto con la
tradición occidental, tal vez hubiese escapado al peligro de no considerar suficiente lo
que pasa, en el hombre, cuando le penetra la gracia del Espíritu Santo. Divinización,
gracia creada, no se oponen sino que se complementan a través de dos formulaciones
diversas; de la misma manera, lo que afirma la Reforma con el término gracia
extrínseca, nos recuerda simplemente que "sin Cristo no podemos hacer nada" y que
todo nos viene de Dios.

En cuanto al contenido, el pensamiento ortodoxo es muy parecido al nuestro, pero las


categorías mentales son muy distintas. Por el contrario, en cuanto al contenido, con
frecuencia hay grandes diferencias entre el pensamiento católico y el de la Reforma. En
cambio, las categorías del pensamiento son semejantes.

Se debe insistir en el carácter personal de la justificación, subrayando el aspecto


cristocéntrico para salvaguardar el realismo de la justificación interior y su eficiencia
cósmica, dentro de la transfiguración del mundo, hacia unos cielos nuevos y una tierra
nueva. La justificación, es decir Cristo, es quien salva nuestro ser intimo purificándolo,
y libra al universo de la esclavitud de la corrupción. La gracia de la justificación nos
orienta, con el universo del que Dios nos hace responsables, hacia el Reino: este Reino
está ya presente: he aquí por qué "nosotros somos hijos de Dios"; este Reino no ha
venido todavía: he aquí por qué "nosotros somos salvados en esperanza". La gracia es
recibida y esperada, en la alegre tensión que nos une, en la esperanza, la tribulación y el
gozo.
Tradujo y extractó: ANTONIO BARBERÁN
I. DE LA POTTERIE, S.I.

EL PECADO ES LA INIQUIDAD (1 JN 3,4)


La exégesis de este versículo difícil e importante parece haber llegado a un callejón sin
salida. Sin embargo, el autor se esfuerza salir de él de un modo definitivo, ya que se
trata de uno de los textos claves de la teología juanea del pecado.

Le péche, c’est l’iniquité (1 Joh 3,4). Nouvelle Revue Théologique, 78 (1956) 785-7971

"El que comete pecado (tén hamartían), comete también la iniquidad (tén anomían),
porque el pecado (hamartía) es la iniquidad (anomía)".

La interpretación de este versículo depende del sentido que se dé a la palabra anomía.


Casi unánimemente los exegetas la traducen por: transgresión de la ley, desprecio de la
ley o ilegalidad. La mayoría también añade que san Juan aludía aquí a los herejes de
tendencia gnóstica que se creían liberados de toda ley.

Pero esta explicación tropieza con varias dificultades. En el contexto no se habla en


absoluto de ley, y si -como ha dicho Brooke- este hubiese sido el pensamiento de Juan,
hubiese tenido que escribir lo contrario: "la transgresión de la ley es un pecado".
Además hay que preguntar en qué ley pensaría Juan, porque la palabra anomía se refiere
a nómos, pero en los escritos juaneos esta palabra se aplica exclusivamente a la ley
mosaica, que no encaja aquí. Algunos exegetas creen que se trata de la ley cristiana de
caridad; lo que es muy poco probable, porque Juan la llama siempre entolé, y en nuestro
contexto nada nos lleva a pensar en esta ley nueva. La mayoría de autores se limitan a
decir que se trata de la ley en general, como expresión de la voluntad divina. Pero esta
identificación entre voluntad de Dios y ley nos sitúa en la moral natural, y parece poco
conforme al vocabulario bíblico.

El presupuesto común a todos estos ensayos de explicación es que anomía debe


significar necesariamente transgresión de la ley, como lo indica la etimología. Sin
embargo, un buen método exigiría examinar antes qué sentido exacto tenía la palabra en
el vocabulario de la época, sobre todo en el judaísmo inmediato al primer siglo y en el
cristianismo de los orígenes.

Sentido de la palabra "anomía"

En la evolución semántica de la palabra anomía se pueden distinguir tres etapas. La


primera es la de los textos clásicos en los que es corriente el sentido primitivo de
"transgresión de la ley". La Biblia griega (o de los Setenta) marca una nueva etapa.
Anomía, que traduce unas veinte palabras hebreas diferentes, se convierte prácticamente
en sinónimo de hamartía: estos son los términos principales utilizados por los Setenta
para hablar del pecado. Es preciso notar que estos dos términos se encuentran a menudo
en plural para designar los actos individuales de pecado.

Tercera etapa: el judaísmo reciente y el cristianismo primitivo. Tiene aquí dos sentidos.
El primero corresponde al de los Setenta. En este sentido lo encontramos también en el
NT, pero entonces está en plural y cita al AT. En los otros casos tiene el sentido de
"iniquidad" y está siempre en singular, porque ya no designa el acto de pecado
individual, sino un estado colectivo. Es esencialmente un término escatológico, que
I. DE LA POTTERIE, S.I.

designa la hostilidad y la rebelión de las fuerzas del mal contra el reino de Dios en los
últimos tiempos; esta hostilidad se caracteriza por su aspecto satánico, por el dominio
que ejerce el demonio.

En este segundo sentido nos lo encontramos en los Testamentos de los XII Patriarcas y
en los nuevos manuscritos de Qumrám, sobre todo en el Manual de Disciplina.
Conviene recordar que la teología de la comunidad del mar Muerto es netamente
escatológica y dua lista. Están convencidos de que viven los últimos tiempos que
preceden la época mesiánica. Ellos son la comunidad escogida, la nueva Alianza, el
partido de Dios; se oponen totalmente a los de fuera, que son los hijos de las tinieblas, el
partido de Belial. Verdad e iniquidad son considerados como dos campos opuestos
donde se ejercen dos poderes. Los textos de Qumrán hablan indiferentemente del
dominio del Angel de las tinieblas o del dominio de la iniquidad. La iniquidad es
considerada como un poder satánico bajo cuya acción se comete la impiedad. La
iniquidad no se ha de identificar con los pecados; por el contrario, es la cualidad secreta,
el espíritu, la tendencia que los inspira y provoca. Los pecados individuales son el
efecto y la manifestación de este poder diabólico.

Examinando el NT constatamos que la palabra anomía tiene casi siempre el sentido


escatológico. En los Evangelios sólo Mateo emplea el término y "siempre en un
contexto mesiánico" -observa B. Rigaux-. Efectivamente, en los dos primeros textos
(Mt 7,23; 13,41) se trata del juicio final: los que cometen la iniquidad, serán arrojados al
horno de fuego. El primero dé estos pasajes, que es una cita del Sal 6,9 recibe en el
contexto del evangelio una fuerte coloración escatológica que no tenía en el AT. En otro
texto se indica entre los signos del fin el enfriamiento de la caridad, debido al
recrudecimiento de la iniquidad (Mt 24,12). Cristo dice a los fariseos que están llenos
de hipocresía e iniquidad (Mt 23,28), pero el resto del capítulo muestra que esta actitud
es vista bajo la perspectiva del juicio (v 33). La invectiva "raza de víboras", demasiado
a menudo explicada en un sentido simplemente psicológico o moral, tiene un alcance
netamente escatológico; designa a los que pertenecen a la serpiente, representante de -
los poderes infernales.

En cuanto a san Pablo, limitémonos a recordar que nombra al anticristo como "el
hombre de la iniquidad" (2 Tes 2,3), y su hostilidad secreta contra el reino de Dios "el
misterio de la iniquidad" (ib. v 7).

Es, pues, absolutamente cierto que en la mayoría de los textos de esta época, anomía
sirve para describir el estado de hostilidad contra Dios en los últimos tiempos. Es la
dominación de Satanás ejercida en el mundo, y a la cual están sometidos todos los hijos
de iniquidad. Sus actos individuales de impiedad no son más que una manifestación de
un estado más profundo: revelan el poder de las tinieblas que trabaja en ellos.

Sentido del versículo

Volvamos ahora a nuestro versículo. No se ha de descartar a priori el uso de anomía en


el sentido de hamartia, ya que era el sentido que tenía en la Biblia griega y que se
vuelve a encontrar en algunos autores de los dos primeros siglos. Pero en nuestro
contexto este sentido es imposible, si no se quiere hacer decir a Juan una pura
tautología. La fórmula de Juan é hamartía estín è anomía supone una progresión del
I. DE LA POTTERIE, S.I.

pensamiento; el segundo término debe aportar un nuevo matiz no incluido en el


primero. Este matiz podría ser precisamente el sentido escatológico de anomia descrito
antes. Naturalmente, no podemos exigir este sentido por razones extrínsecas, sino que
ha de brotar del análisis mismo de la perícopa. Es lo que vamos a hacer ahora.

Como lo ha notado el P. Galtier, la sección 2,29 - 3,10 forma una unidad, netamente
limitada por una inclusión. La fórmula inicial expresa el tema bajo forma positiva, y la
fórmula final lo repite con un giro negativo:

"todo el que practica la justicia es nacido de Él" (2,29)


"el que no practica la justicia no es de Dios" (3,10).

El tema enunciado por estos dos versículos se desarrolla en los versículos intermedios;
se podría formular así: los hijos de Dios y los hijos del diablo, y la manera como
manifiestan su pertenencia a uno u otro grupo. Notemos que el tema de la filiación es
sólo una variante del tema general de la carta, la comunión con Dios (1,3).

Para captar bien la marcha del pensamiento en nuestro pasaje, es necesario tener
presente la estructura literaria empleada por san Juan. El P. Boismard la ha estudiado en
un artículo notable. En él muestra el papel esencial que tiene en la carta la idea de una
realidad espiritual invisible, que se hace manifiesta por un signo exterior, a saber el
comportamiento moral del que se llama cristiano. De tal modo que la finalidad de la
carta no es exhortar a los cristianos a la práctica de las virtudes o a la huída de los
pecados, sino anunciar la realidad espiritual profunda que llevan dentro de sí, cuyas
manifestaciones visibles señala el autor.

Esta realidad es la filiación divina. En 3,l-2 se describe brevemente. Los versículos 3-10
muestran de manera antitética cuáles son las actitudes concretas que dicta esta realidad
misteriosa de la vida cristiana. A san Juan le gustan los grandes contrastes: opone los
hijos de Dios y los hijos del diablo, y describe su comportamiento moral respectivo.
Este comportamiento sirve para revelar a cuál de los dos grupos pertenecen los
hombres.

Véase en primer lugar la serie que concierne a los hijos de Dios. Cada versículo expresa
a la vez la realidad espiritual interior y el comportamiento moral. Transcribimos en
bastardilla las palabras que describen la realidad interior:

"y todo el que tiene en Él esta esperanza, se santifica como Santo es Él" (v 3)
"Todo el que permanece en Él, no peca... " (v 6)
"el que practica la justicia es justo..." (v 7)
"Quien ha nacido de Dios, no peca..." (v 9)

Cada una de estas frases -equivalentes entre sí-, se compone de dos miembros; uno
describe la manera de vivir del cristiano: no peca, se santifica, practica la justicia; el
otro indica la realidad profunda que motiva e inspira este comportamiento: el cristiano
es el que ha nacido de Dios, que permanece en Él, que posee la esperanza (de una total
semejanza con Dios), que es justo.

En oposición al primer grupo se indica el de los hijos del diablo:


I. DE LA POTTERIE, S.I.

"El que comete pecado comete también la iniquidad" (v 4)


"Todo el que peca, no le ha visto ni le ha conocido" (v 6b)
"El que comete pecado, ése es del diablo" (v 8)
"El que no practica la justicia, no es de Dios" (v 10)

Aquí también la correspondencia de las cuatro proposiciones salta a la vista; incluso es


más clara que en el caso precedente. Se sigue, pues, que el segundo miembro debe
indicar cada vez, de un modo u otro, el estado espiritual del que comete el pecado o
descuida la práctica de la justicia.

Cuatro expresiones son utilizadas para describir esta realidad misteriosa: el pecador no
es de Dios, no le ha visto ni le ha conocido, es del diablo, comete la iniquidad.

Del paralelismo de las expresiones "conocer a Dios" y "permanecer en Dios" el P.


Boismard concluía rectamente que el conocimiento de Dios en la carta designaba mucho
más que un conocimiento puramente intelectual y que implicaba una participación de la
vida divina, la posesión de un principio divino.

El mismo raciocinio vale para los rasgos con que se caracteriza la realidad interior del
pecador: "no haber visto ni conocido a Dios" es lo mismo que "no ser de Dios";
"cometer la iniquidad" debe ser sinónimo de "ser del diablo" (v 8) y lo contrario de "ser
justo" (v 7). Queda claro, pues, que la misma estructura literaria de la perícopa orienta
la interpretación de la palabra iniquidad del v 4 en un sentido determinado. El término
pertenece a la serie de expresiones que sirven para describir la realidad espiritual del
pecador, su situación, su estado interior, y no tanto el acto malo que comete.

Incredulidad e iniquidad

Este pecado que Juan define por la iniquidad, ¿a qué clase de pecado corresponde?
Todo el pasaje es manifiestamente polémico. Según varios exegetas, el autor pensaría en
los herejes; según Schnackenburg, por el contrario, el pasaje se dirige a los cristianos
que continúan pecando. Pero este parece un falso dilema. La apelación "hijitos" (v. 7) y
la exhortación a permanecer en Cristo (v. 6) demuestran que Juan se dirige directamente
a los creyentes; pero el pecado del que les quiere preservar es el pecado de los herejes.

Varios indicios persuaden esta interpretación. Nuestro pasaje 3,3-10 es paralelo a la


sección 1,5-2,2 donde la exhortación dirigida a los fiele s respecto del pecado está
claramente inspirada en la pretensión de los falsos doctores de creerse sin pecado; lo
mismo sucede en 3,4.8. Se trata, pues, probablemente de poner en guardia a los
creyentes contra un comportamiento herético, lo cual se indica explícitamente en el
versículo 7: "hijitos, que nadie os extravíe (comp. Mc 13,5 y paralelos). El extravío es
uno de los rasgos típicos de los hijos de las tinieblas en el dualismo escatológico. Ya en
Mateo las nociones de iniquidad y de extravío se encontraban relacionadas más de una
vez a propósito de los falsos profetas. Otro indicio todavía más significativo: en el v. 9
Juan deja la palabra pecado indeterminada, sin artículo, en cambio en los vv. 4 y 8
emplea la fórmula enfática el pecado, con artículo, construcción que no vuelve a
aparecer más que en Jn 8,34 (comp. Jn 1,29); se trata, pues, de un pecado determinado,
bien conocido: en el contexto dualista y escatológico de este pasaje no puede ser otro
que el pecado tipo de los anticristos, que rechazan al Hijo de Dios (2,2223); es el
I. DE LA POTTERIE, S.I.

pecado que el cuarto evangelio había descrito como el pecado del mundo: no creer en
Jesús (Jn 16,11; comp. 1,10-11; 8,21. 24.46; 15,21-22). Importa distinguir este pecado
fundamental de los diferentes pecados que cometen los cristianos y a los que se alude en
1,5-2,2; el pecado que Juan llama la iniquidad en 3,4 es el pecado fundamental.

El sentido del versículo queda claro: el que comete el pecado, es decir, ese pecado-tipo
de los herejes, no comete sólo una acción moralmente reprensible; comete la iniquidad;
descubre lo que hay en su fondo, un hijo del diablo, alguien que se opone a Dios y a
Cristo y se pone bajo el dominio de Satanás; se revela como hijo de las tinieblas,
participa de la hostilidad escatológica contra Cristo y se excluye del reino mesiánico.

Nos encontramos, pues, de nuevo, con el sentido de la palabra iniquidad que era
corriente en los textos judíos de la época y en el cristianismo primitivo. A primera vista,
sin embargo, parece que se dé una diferencia: la resonancia escatológica del término
anomía, tan clara en todos estos textos, parece desaparecida en la carta. Pero basta con
leer el capítulo segundo para convencerse de lo contrario: "hijitos, ésta es la hora
postrera" (2,18); "ahora, pues, hijitos, permaneced en Él, para que, cuando apareciere,
tengamos confianza y no seamos confundidos por Él en su venida" (2,28). Al comienzo
del capítulo siguiente (v 2) se nos coloca en la perspectiva escatológica de la vida
futura, y es esta perspectiva - la esperanza cristiana- la que debe guiar nuestra acción
moral.

En nuestra perícopa (3,l-10) el v 4, así comprendido, cuadra perfectamente con el


contexto. Tiene un paralelo exacto en el v 8:

"el que comete pecado, comete también la iniquidad" (v 4)


"el que comete pecado, ése es del diablo" (v 8)

Otro paralelismo no menos sugestivo es el de los versículos 5 y 8b, que describen la


obra salvífica de Cristo: según el primer texto, Cristo ha venido para quitar los pecados;
según el segundo, para destruir las obras del diablo (otra manera de designar los
pecados). La relación del pecado con el dominio de Satanás se indica, pues, con
insistencia en toda la perícopa.

La segunda parte de nuestro versículo, el pecado es la iniquidad, alcanza entonces todo


su sentido. No se trata de trasgresión de una ley, porque la idea dé ley es enteramente
extraña al contexto; tampoco es necesario pensar ya en el precepto de la caridad, o en la
aceptación sistemática del pecado, como propone el P. Galtier.

Juan piensa más bien en la incredulidad. Al tachar de iniquidad la recusación de la


verdad quiere describir toda su profundidad escatológica: es rechazar al mesías Hijo de
Dios y toda su obra de salvación. Al explicar hamartía por anomía lejos de enunciar una
tautología quiere por el contrario incitar a los cristianos a que - pasen del plano moral al
religioso y teológico y a que se den cuenta de toda la gravedad de la incredulidad.

Precisemos un último punto. Aunque es exacto identificar la iniquidad con el pecado de


incredulidad, esto no quiere decir que los pecados de los mismos creyentes no tengan
nada que ver con este pecado fundamental. En efecto, Juan después de haber hablado
del pecado (v. 4) pasa inmediatamente a la multiplicidad de los pecados (v. 5), pero sólo
para volver luego un poco más lejos a la gran realidad del pecado (v. 8a); por otra parte
I. DE LA POTTERIE, S.I.

son los pecados en plural (v. 5) los puestos en paralelo con las "obras del diablo" (v. 8),
como ya hemos visto. Se diría, pues, que según san Juan, todos los pecados forman
parte, más o menos, del pecado por excelencia; todo pecado, en grado diverso, parece
provenir de un debilitamiento de la fe. De aquí que, en cierta medida, todo pecado
constituye ya un rechazamiento de las grandes realidades de la salvación, una libre
aceptación del dominio de Satanás; el que lo comete se hace hijo del diablo.

Esta concepción puede parecer exagerada, pero corresponde exactamente al modo de


ver de S. Juan, que tiene una estructura de pensamiento dualista: opone sin muchos
matices los hijos de la luz y los hijos de las tinieblas, los hijos de Dios y los hijos del
diablo. Es en función de esta concepción como hay que entender los famosos versículos
3,6 y 9 sobre la impecabilidad del cristiano: el cristiano se encuentra en un nuevo medio
espiritual; substraído a la influencia perversa de Satanás, está bajo la acción de Dios. Si
se deja guiar por esta acción divina, ya no peca, más aún, es incapaz de pecar.

El pecado en san Juan

Para terminar, todavía una breve confirmación de la interpretación propuesta.

El versículo explicado no hace más que concentrar en una fórmula concisa una
concepción del pecado que se encuentra un poco por todas partes en el evangelio y en
las cartas de san Juan.

A diferencia de Pablo y de los Sinópticos, Juan no menciona en ningún lugar listas de


pecados particulares como el robo, el homicidio, el adulterio, etc. Se diría que se eleva a
un nivel superior, desde donde puede reducirlo todo a la unidad. Llama la atención a
este respecto la manera como utiliza la palabra hamartía. De las treinta y una veces que
se emplea la palabra, veinticinco está en singular. Incluso se puede decir que el cuarto
evangelio emplea la palabra pecado siempre en singular, ya que en los pasajes que se
exceptúan (8,24; 9,34), Jesús se adapta al lenguaje de los judíos a quienes se dirige.
Muy características también del vocabulario juaneo son las expresiones "tener pecado"
(Jn 9,41; 15,22.24); y otras dos, que describen el pecado como una realidad permanente:
"vuestro pecado permanece" (Jn 9,41), o como un estado: "en Él no hay pecado" (1 Jn
3,5). Este último texto describe así la obra de Cristo: quitar los pecados. Aquí san Juan
pone de nuevo la palabra en plural, porque al dirigirse a cristianos, adopta un punto de
vista pastoral. Pero cuando considera la obra de Cristo de forma más teológica, dice por
boca de Juan Bautista: "Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo" (Jn
1,29), es decir, el que destruye el poder diabólico del pecado, al que está sometido el
mundo. La aceptación o rechazo de Cristo son uno de los temas principales del
pensamiento juaneo, indicado desde el prólogo (Jn 1,10-11). Rechazando a Cristo, el
mundo se somete al dominio de Satanás, príncipe del mundo (Jn 12, 31; 14,30; 16,11;);
por esta razón, en un sentido muy real, el que comete el pecado, se convierte en esclavo
(Jn 8,34). Aquí aparece netamente cl carácter diabólico del pecado en el pensamiento de
Juan; así se explica también su tendencia a reducir los actos individuales del pecador a
la gran realidad del pecado, que es en el fondo una negación de la luz, una elección de
las tinieblas.

El versículo que hemos intentado explicar no dice otra cosa: el que comete el pecado,
comete también la iniquidad, porque el pecado es la iniquidad. Enseñando esto a sus
I. DE LA POTTERIE, S.I.

cristianos, Juan quería mostrarles todo el carácter trágico del pecado como poder
satánico; les invitaba a medir toda su misteriosa profundidad.

Notas:
1
Al reasumir el autor este artículo en «La vie selon I'Esprit, condition du chrétien»
Editions du Cerf. Paris 1965, ha añadido algunas correcciones a propósito de la
identificación concreta de la iniquidad. Las hemos incorporado a esta condensación.

Tradujo y condensó: JUAN ROVIRA


KARL RAHNER

CONSUMACIÓN DEL MUNDO ¿INMANENTE O


TRASCENDENTE?
El P. Karl Rahner se propone este dilema en el contexto de un diálogo científico-
teológico sobre la cosmovisión teilhardiana. Dentro de su propia concepción filosófico-
teológica de la espiritualidad humana, la gracia y la hominízación, hace ver cómo a la
historia sobrenatural del hombre corresponde una consumación a la vez inmanente y
trascendente, y cómo al mundo de la materia, incorporado a esa historia, le alcanza esa
misma consumación.

Inmanente und trascenndente Vollendung. Original aún inédito, redactado en


septiembre de 1966, y prestado atentamente por el autor para su condensación en
nuestra revista. Aparecerá dentro de un par de años en Naturwissenschaft und
Theologie, Heft 11.

El término consumació n puede aplicarse:

I. al acontecer de un individuo material (físico o biológico),

II. a la suma de esos aconteceres, la totalidad del mundo material,

III. a la historia de un individuo espiritual, personal,

IV. a la integración unitaria (no mera suma) de esas historias individuales,

V.a la unidad de mundo material c historia espiritual, que suponemos real, y constituye
la unidad y totalidad de la creación temporal, del mundo.

Nuestro problema es distinto para cada una de esas realidades.

I Y II. CONSUMACIÓN DEL MUNDO MATERIAL

Nuestra tesis es: el concepto de consumación no puede aplicarse con sentido al mundo
material aisladamente considerado, ni a los diversos aconteceres físicos o biológicos
que cabe distinguir en él. El mundo material en cuanto tal es fundamentalmente
inconsumable. No tiene, por así decir, ninguna "voluntad" de consumarse, sino de
perdurar inconsumado.

En efecto. El concepto de consumación debe aplicarse a un acontecer temporal


(temporalidad en sentido lato: humana, angélica...), y significa que:

a) ese acontecer tiene un término (prescindamos de si ocasionado por el mismo


acontecer o por causas externas);

b) ese acontecer no sólo cesa así de existir, sino que produce por maduración un
resultado, algo definitivo, distinto del acontecer mismo (prescindamos de cómo lo
definitivo y "la duración" de ese resultado han de compararse con "el tiempo");
KARL RAHNER

c) en ese resultado es donde el acontecer encuentra su sentido y su justificación


(prescindamos de momento, cfr. 111, de si cabe hablar de consumación, al tratarse de
una historia personal con desenlace negativo, de condenación).

Ese concepto de consumación, en oposición al de simple término, no puede aplicarse


con sentido a un acontecer físico. Por más que lo concibamos ligado a un aumento de
entropía, ese acontecer físico no produce por maduración ningún resultado distinto de sí
mismo. No muestra en ningún caso una "voluntad" de definitividad consumativa, al no
acusar en su desarrollo ninguna diferencia cualitativa de momentos, por la que un
momento aparezca respecto a otro como algo mejor, algo más debido. Así que, aunque
concibamos ese desarrollo como unidireccional e irreversible, cada una de sus fases ha
de ser fundamentalmente de la misma cualidad que la anterior y estar fundamentalmente
abierta a otra ulterior (en un mero "discurrir"), a excepción de la fase de paralización del
movimiento, que no cabe valorar como superior al acontecer mismo.

Nuestra tesis vale también para la vida biológica en cuanto tal. En alguna manera se
puede hablar aquí de consumación, en cuanto la configuración temporal de un
desarrollo biológico no es alterada o destruida por causas externas, sino que está
totalmente dada. Pero, aun así, esa consumación, esa configuración temporal, no es
ningún resultado distinto de la vida misma, no es auténtica consumación. Y esto aun
cuando una de esas configuraciones temporales dé origen a otra configuración temporal
semejante (por generación), o aun cuando persevere ella misma indefinidamente en un
cierto amorfismo temporal (como en los unicelulares "inmortales"), a la manera de un
acontecer físico.

Claro que, si se considera que el acontecer material está esencialmente referido al


espíritu, cabe pensar en una consumación del mundo material. Pero esto traslada el
problema a la consumación de la historia personal (cfr. 111), aun cuando constituya
todavía un problema especial (cfr. V).

III. CONSUMACIÓN DE LA HISTORIA PERSONAL

Consideraciones filosóficas

Sería necesario desarrollar toda una antología del espíritu personal y libre y de su
historicidad, para fundamentar el concepto de su consumación. Pero esto, es aquí
imposible (cfr. p. ej. Hörer des Wortes, especialmente cap. V. sobre el hombre como
espíritu). Nos conformaremos con formular algunas tesis.

En primer lugar: la esencia del espíritu personal en su libertad e historia implica el


resultado de la definitividad de ese espíritu libremente madurada, que llamamos su
consumación e importa los tres momentos indicados (cfr. I-II). (Aquí surge la cuestión
de si el concepto de consumación puede aplicarse también a la definitividad mala de la
libertad por la que el ser personal se autodetermina a la condenación. No es cuestión
puramente terminológica. Para una auténtica ontología de la libertad, la libertad para el
bien y para el mal no son ontológicamente equivalentes. La autoconsumación ante Dios
en el mal definitivo; ha de entenderse más bien como la definitividad en la no-
consumación.
KARL RAHNER

Tiene la misma dialéctica de ser y no-ser que cualquier mal moral). Es, pues, en la
historia de ese espíritu personal y libre donde nuestro problema de la consumación
inmanente o trascendente cobra pleno sentido.

Analicemos ya las palabras consumación inmanente y trascendente, en su sentido


obvio. Consumación inmanente será la que resulta de la estructura esencial inmanente
del ser que se consuma, a partir de sus propias fuerzas, de la interior tendencia
prospectiva del acontecer, como resultado madurado puramente por él; será la
definitividad del acontecer mismo. Así es como hemos venido a describir el concepto de
consumación. Consumación trascendente será por el contrario la que venga de fuera, e
independientemente de su acontecer mismo se otorgue a lo acontecido; será algo dado,
más que la definitividad del ser mismo que se consuma. Tal consumación no se podrá,
pues, prever sin más a partir del acontecer, y por eso lo supera, lo trasciende. Tal
consumación será también fácilmente concebida como algo que existía ya con
anterioridad y hacia lo que se mueve ese acontecer, algo que es obtenido y propiamente
no hecho, y resulta también en ese sentido trascendente.

Al aplicar esos conceptos a la historia personal aparece toda su problemática.


Comencemos por formular: la esencia de la persona espiritual, o sea su "inmanencia",
es precisamente la trascendencia: la trascendencia sobre el Ser Absoluto, por tanto
sobre algo infactible, algo que no cabe desarrollar a partir de sí mismo. Es la
trascendencia sobre el Principio, que no puede dejarse simplemente atrás como algo
nunca hecho ni pensado. Es la trascendencia sobre el Futuro absoluto, que como
horizonte de apertura infinita encierra siempre en una lejanía inabarcable todo resultado
determinado y, por tanto, toda consumación categorial imaginable. Es la trascendencia
sobre el Misterio absoluto, indisponible e inabarcable, que penetra y pone en cuestión
cualquier esbozo material de consumación.

De aquí que se pueda formular: la consumación inmanente de la historia de una


libertad espiritual es su consumación trascendente, puesto que su inmanencia es la
trascendentalidad. O bien: el ser espiritual y trascendente en su conocimiento y libertad,
carece esencialmente de consumación inmanente, puesto que su inmanente
trascendentalidad apunta sobre algo verdaderamente trascendente, que no debe ser mal
entendido, a la manera del idealismo alemán, como un simple objetivo relaciona (de la
trascendentalidad. O bien, y por la misma razón: la consumación trascendente de una
libertad personal es la única verdadera consumación inmanente. Para el espíritu que es,
en el sentido indicado, trascendencia sobre el Misterio, sobre el ser absoluto, sobre el
Futuro indisponible, y eso por su misma esencia, desaparece, pues, toda distinción
posible entre consumación inmanente y trascendente. La apariencia de distinción
proviene de imaginar al ser espiritual según el modelo de un organismo o de una
máquina comprometido en una función totalmente determinada, que por una parte
desarrolla su objetivo "evolutivamente" a partir de sí mismo, y puede así tener una
determinada consumación inmanente, a la que por otra parte imaginamos se añade otra
consumación de tipo trascendente venida de fuera, sin que quede muy claro cómo puede
"venir" y ser a la vez consumación "del mismo" ser que se consuma. Ese modelo es
totalmente falso. La definición del hombre es su indefinibilidad, es decir su
trascendencia como total apertura sobre el ser en absoluto y, por tanto, sobre la
imposibilidad radical de ser determinado por un futuro categorial prefijable o por una
consumación determinada, cuyos límites estuvieran ya inmanentemente dados por su
propia esencia.
KARL RAHNER

Consideraciones teológicas

Sería necesario entrar aquí en cuestiones sobre naturaleza y gracia discutidas entre las
diversas confesiones cristianas y aun dentro de la teología católica. Porque, por ejemplo,
en la doctrina protestante clásica de la justificación (de una justificación "forense",
consistente en la voluntad graciosa de Dios para con el pecador, al que deja en su estado
de pecado) es más difícil concebir una consumación inmanente, que en la doctrina
católica de la justificación (en que la gracia diviniza desde su raíz la esencia del hombre,
y le da así la posibilidad de una actuación salutifera positiva y de una tendencia
activamente libre hacia su consumación). Y análogamente, según se defienda una u otra
de las diversas posiciones que dentro de la teología católica explican la relación entre
naturaleza y gracia, se obtendrá una visión más inmanente o trascendente de la
consumación del hombre. Pero nosotros nos conformaremos aquí con presuponer una
determinada concepción de la gracia, que creemos posible dentro de la teología católica
y nos parece justa (Cfr. los apuntes De Gratia Christi, o los artículos en Escritos de
Teología, tomo 1 p. 325), y vamos a sacar las consecuencias de esa concepción para
nuestro problema. Comencemos por afirmar que: Dios no es sólo Creador de un modo
distinto de Sí, sino que además, mediante esa autocomunicación auténtica e inmediata
que llamamos gracia, se ha constituido en Principio interior de ese mundo, a través de
sus criaturas espirituales. Esa autocomunicación es gracia, pero existe de hecho, y
puede concebirse de forma que:

a) lo posibilidad que tiene Dios de crear de la nada, es un momento de una posibilidad


más amplia y más sublime que tiene Dios de comunicarse a sí mismo en libre amor;

b) Dios, aun cuando hubiera podido querer una creación sin autocomunicación, de
hecho la ha querido porque en su libre amor quería regalarse, enajenarse, salir Él mismo
de sí. Así que la naturaleza en el orden real ha sido radicalmente querida por, razón de
la gracia, la creación por razón de la alianza en un amor personal.

En esa autocomunicación por libre amor queda Dios por una parte como el
absolutamente libre, el que no tiene indigencia ninguna, el que está infinitamente por
encima de todas las criaturas que Él crea precisamente como destinatarios de esa posible
autocomunicación libre en la gracia increada. Pero en esa comunicación Dios,
precisamente al permanecer absolutamente trascendente, se hace por otra parte el
principió más interior, el más íntimo fundamento y el auténtico fin de la creatura
espiritual. Dios es no sólo causa eficiente, sino también causa cuasi- formal de lo que en
concreto constituye auténticamente a la creatura. Pues la esencia de la creatura espiritual
está precisamente en que lo más íntimo suyo, aquello desde y hacia y a través de lo cual
existe, no es ningún momento de esa su esencia, de su naturaleza. Su esencia está en que
lo super-esencial, lo que la trasciende, es precisamente lo que le da consistencia y
sentido futuro y movimiento último. Y eso de forma que su esencia, lo que como tal le
pertenece, no va a sufrir mengua por eso, sino que precisamente por eso va a recibir e
incrementar su última validez y consistencia. (De forma que la autocomunicación de
Dios y la autonomía de la creatura crecen en proporción directa y no inversa).

Podríamos formularlo así: esa autocomunicación de Dios, en que Dios se comunica


precisamente como el absolutamente trascendente, es lo más inmanente en la creatura.
Esa transferencia de una esencia a la creatura, en que consiste su inmanencia esencial,
es, a la vez, presupuesto y consecuencia de la inmanencia más radical del Dios
KARL RAHNER

trascendente en la criatura espiritual como agraciada por la gracia increada: Los


modelos imaginativos construidos sobre la distinción interno-externo fallan aquí; la
referencia a la autocomunicación del Dios radicalmente distinto es lo más interno, y a la
vez es la posibilidad de la inmanencia del más externo.

Apliquemos ya esa concepción de la gracia a nuestro problema de la consumación. El


movimiento de la creatura espiritual hacia su consumación no sólo tiene a Dios como
último punto asintótico de referencia, ni tiene sólo a Dios en su misma inmediatez como
término y objetivo (en la beatitudo obiectiva). Si atendemos a la realidad que llamamos
gracia, y a su unidad constituida por la Gracia increada como quasi-formalis y la gracia
creada como presupuesto y consecuencia de la Gracia increada, podemos afirmar que:
en el orden concreto de la realidad, Dios mismo en una inmediatez absoluta (y no otro
dinamismo creado por El) constituye el necesario y más auténtico principio connatural
del movimiento de la creatura hacia su consumación: El verdadero y último
movimiento hacia la consumación, hacia el término, se realiza "en el término"; el
presente es así llevado por el futuro mismo de un modo realísimo. Nuestra consumación
(como proceso) es la consumación de la Consumación, ya que existe y sin embargo
acontece todavía (quoad nos). Y no se piense que así vaya a quedar suprimida la justa
apertura de ese futuro de la consumación. Porque es Dios, el absolutamente inabarcable,
quien constituye ese futuro y lleva hacia Sí el movimiento. Constituye ese futuro como
Amor absolutamente libre, que no tiene ley ninguna fuera de Sí mismo, con la que
pudiera medirse y juzgarse. Podrá decirse que, a partir de Él, nosotros somos los que
debemos ser para que él pueda ser lo que es: el Amor que se prodiga a Sí mismo.
Precisamente ese Amor por necesidad nos coloca junto a Sí dentro de unos límites por
los que ya no somos ese Amor, sino que, a partir de nosotros, encontramos su
espontaneidad como algo extraño y lo recibimos como amor libre y gratuito. Así que:
consumación inmanente y trascendente de la creatura espiritual son lo mismo. Un
aspecto de esa consumación exige el otro.

Añadamos un par de observaciones, sobre la posibilidad de una consumación


meramente natural. Sto. Tomás no conoce tal concepto de un finis naturalis de la
creatura espiritual, sino que declara el único fin (la vicio beata) y los principios del
movimiento hacia él como sobrenaturales, gratuitos y trascendentes a la esencia de la
creatura. Pero hay más: ese concepto de una consumación natural (y en ese sentido
meramente inmanente) carece de sentido último. Para verlo, es necesario y suficiente
emanciparse del prejuicio de que a la creatura le ha de ser debida al menos algún tipo de
consumación (que merezca el nombre de tal). Consumación significa precisamente
consumación plena (en alemán, Vollendung). Pero si la potencia obediencia) para la
gracia y la visión beatífica se identifica con la esencia de la creatura espiritual, sólo
podrá ser plenamente consumada esa esencia cuando haya encontrado en la gracia la
absoluta proximidad a Dios de la visión. Y si esa esencia es precisamente la esencia de
la apertura sobre el libre amor de Dios, sin cuya libertad y gratuidad de ningún modo
podría ser feliz, no es entonces necesario construir para esa creatura ninguna
consumación, ningún finis que le sea debido. Sólo la gratuidad del amor puede
realmente consumar esa creatura.

Y si esa gratuidad de la única consumación implica el que pueda también "denegársele",


no queda más remedio que preguntarse llana y simplemente (con Rom 9,14-18; 11, 33-
36): ¿y por qué no? Notemos a este propósito que la teología católica enseña esta misma
gratuidad respecto a la predestinación a la salud y la gracia eficaz por parte de Dios,
KARL RAHNER

magnitudes sin las que no es concebible tampoco una "consumación natural". Hay que
decir, pues, que para aclarar la gratuidad del amor con que Dios se comunica, cabe
construir una definitividad positiva "natural" de la decisión libre, como realidad no
absurda en sí y como concepto límite para el caso hipotético de que Dios no hubiese
concedido la elevación del hombre. Pero esa definitividad ética positiva no debería
llamarse consumación en sentido pleno.

IV. CONSUMACIÓN DE LA HISTORIA DE LA HUMANIDAD

Lo dicho sobre los individuos personales puede transponerse tranquilamente a la


humanidad en cuanto tal. Cierto que la historia de la humanidad no es una adición
ulterior de historias individuales, sino que la humanidad en su origen, ser y destino
constituye una unidad, que resulta teológicamente clara a través de los conceptos del
pueblo de Dios, alianza, comunión de los santos, reino de Dios, y en la doctrina del
pecado original, de la redención... Pero aun sin analizar aquí la esencia de esa unidad,
podemos formular: también la marcha de la historia unitaria de esta unitaria
humanidad hacia su consumación en el reino de Dios, sobrepasa la alternativa de
historia dirigida a una consumación inmanente "o" trascendente. Y la razón es clara. Si
el fundamento radical de la superación de esa antítesis es la autocomunicación de Dios,
y esa autocomunicación se refiere no sólo a los individuos libres sino también a su
unión comunitaria, vale aquí también todo lo dicho sobre la consumación a la vez
inmanente y trascendente.

V. CONSUMACIÓN DE LA CREACIÓN ENTERA, EN SU FACETA


MATERIAL

Podemos entrar ahora en ese punto, el más interesante para un diálogo entre teólogos y
científicos. Hemos hablado antes (I y II) dula imposibilidad radical de consumación del
mundo material "aisladamente considerado". Pero eso presupone una abstracción con la
que resulta imposible captar el verdadero problema. Porque el mundo forma una unidad
de espíritu y materia en la que la materia constituye un momento esencial. Por esto sería
necesario estudiar la relación entre espíritu y materia y la esencia de la evolución del
mundo material. Ante la imposibilidad de hacerlo aquí (Cfr. das Problem der
Hominisation, condensado en "Selecciones de Libros" 1 (1964) 305-325), nos
conformaremos con recoger algunas tesis fundamentales, para resolver a partir de ellas
nuestro problema.

Tesis fundamentales

Partimos de la concepción fundamental: está justificado aceptar una unidad real y una
referencia mutua entre materia y espíritu creado. El mundo físico no es meramente un
escenario externo en el que se representa la historia de un espíritu en realidad extraño a
esa materia y destinado a abandonar lo más rápidamente posible ese escenario para
devenir perfectamente espiritual en un más allá de la materia. En una comprensión
metafísica, la materia es más bien el "otro" necesario, en el cual y hacia el cual puede
únicamente existir y realizarse plenamente la espiritualidad creada y finita (como
autoconciencia, trascendencia y libertad Cfr. p. ej. Hörer des Wortes, cap. 10 sobre el
KARL RAHNER

hombre como ser material). Sin esa materialidad, como expresión y medium de la
autorrealizació n del espíritu finito, resulta éste totalmente impensable.

Y no hemos de dejarnos apartar de esa concepción fundamental por una interpretación


neoplatónica-dualista de la enseñanza cristiana sobre los ángeles, o de la declaración de
la muerte del hombre como "separación" de espíritu y materia (Cfr. Theologie des
Todes, Teología de la muerte traducida al castellano en Pensadores Católicos
contemporáneos. Edit. Grijalbo). Prescindiendo de reflexiones metafísicas, esa
concepción fundamental está sugerida por una serie de dogmas cristianos: la unidad de
espíritu y materia en el hombre, la encarnación del Verba divino (que no se hizo ángel),
la identidad de la historia personal espiritual del hombre con su vida biológica material
(en oposición a una preexistencia, una transmigración de las almas, o una verdadera
historia tras la muerte), la creación "simultánea" de espíritu y materia, la "resurrección
de la carne", y la consumación del mundo en un nuevo cielo y una nueva "tierra".
únicamente partiendo del presupuesto de una referencia mutua y esencial entre el
espíritu creado y la materia, perderán esos dogmas un cierto resabio antropomorfístico y
mitológico.

Y precisamente con eso resulta clara la distinción entre espíritu y materia (sin que sea
necesario esforzarse, sin éxito, en demostrar el hecho de un espíritu creado que en su
concreta realización no sea también "material"): espiritualidad y materialidad son
esencialmente distintas en cuanto constituyen los principios metafísicos de un ser
espiritual-material.

Ni queda desautorizada esa concepción con la indicación de que se ha dado materia y


evolución material antes de que entrara el espíritu en el mundo. En primer lugar podría
contestarse esa, objeción con la indicación de que, según la enseñanza cristiana, Dios
"simul ab initio temporis utramque de nihilo condidit creaturam, spiritualem et
corporalem, angelicam videlicet et mundanam", (a la vez, desde el principio del tiempo,
creó de la nada a una y otra criatura, la espiritual y la corporal, la angélica y la
mundana, 4.º concilio de Letrán, 1215; D. 428), y que, por tanto, el mundo material ha
sido la "otreidad" de las "potestades y dominaciones" personales-espirituales que han
tenido que realizar siempre en él su esencia (aunque no en una corporalización como los
hombres). Pero aun prescindiendo de eso: al tratar de un ser esencialmente temporal, no
ha de negarse la unidad esencial de sus principios metafísicos, por el hecho de que su
principio "potencial" - la materia- aparezca con una cierta prioridad temporal, con tal
que presupongamos que está ya totalmente ordenado a consumarse a través de la
actuación por el otro principio -el espíritu. Y esto ocurre en nuestro caso.

Porque, a pesar de la distinción esencial entre materialidad y espiritualidad, podemos


afirmar sin escrúpulos: la tendencia dinámica y evolutiva del mundo material se dirige
al espíritu, en una evolución que, bien entendida, puede calificarse tranquilamente de
"inmanente". Pues el concepto verdadero de "evolución inmanente" implica una
autotrascendencia, una autosuperación, en oposición a la mera repetición maquinal de
una esencia permanente. Esta se dará también. Pero evolución (aún como evolución
inmanente) significa autotrascendencia hacia lo nuevo, hacia lo que supera
esencialmente lo dado hasta aquí. Toda otra representación es en el fondo incompatible
con un concepto de "realizarse" pensado en serio. Tal autotrascendencia implica una
última solidaridad entre punto de partida y resultado de la evolución (pues si no, sería
una simple sustitución de una cosa por otra totalmente extraña, y no podría ni hablarse
KARL RAHNER

de realización y evolución). Pero esta solidaridad última de espíritu y materia se da


también, puesto que también la materia es un momento de la creación participadora del
Dios espiritua l y absolutamente simple, que no puede crear algo que, comparado con su
esencia, resulte totalmente extraño y dispar. Y la materia muestra además su
"espiritualidad" al entrar como coprincipio interno en un ser espiritual y personal, y
participar de su suerte.

Por supuesto que (a menos que queramos que la nada sea, en último término,
fundamento del ser) el concepto de autotrascendencia implica, además, que esta
autosuperación sea posibilitada y soportada por el Ser absoluto. Pero esa fuerza causal
trascendente del Dios creador no añade "desde fuera" al inferior algo superior, sino que
precisamente le da cl que él mismo se supere, de forma que lo nuevo sea en verdad
esencialmente superior (en un cambio verdaderamente cualitativo), y sea sin embargo
resultado y meta de lo inferior. Esta dinámica creadora de Dios es también aquí (cfr.
111, b): lo sobre-esencial de un ser (esta vez material), por tanto lo que le trasciende, y,
precisamente por eso, lo que le es más inmanente, aquello por lo que él mismo resulta
un ser que se realiza y se supera.

La consumación de la materia en la consumación del espíritu

Presupuestas esas tesis fundamentales, entremos ya en el punto central de nuestro


problema. Sigue valiendo lo dicho de que el mundo material, restringido en sí mismo,
no tiene consumación ninguna, por la misma razón que un preludio en cuanto tal no
puede ser un final. Pero podemos aceptar sin escrúpulos que el mundo material, por su
referencia esencial al espíritu, es llevado desde un principio por aquella dinámica
creadora procedente de Dios y dirigida al espíritu, como a meta de la autotrascendencia
de lo material. Y podemos afirmar que: esa dinámica creadora que mueve al mundo
material, cae bajo la dinámica de la autocomunicación divina, ya que ésta implica,
como momento interior, la creación de un mundo material-espiritual, destinatario de
esa autocomunicación. Y si esa dinámica de la autocomunicación divina exige que se
manifieste ante el mundo histórico su absolutez y su poder victorioso, habrá de darse
también, como meta y cumbre de esa dinámica creadora, lo que los cristianos solemos
llamar encarnación del Verbo divino. Pero no olvidemos tampoco que, dentro de esa
dinámica de autocomunicación divina, la autotrascendencia del mundo material se
realiza a través del espíritu, la libertad y la historia, y por tanto con la posibilidad del
pecado y del "no" radical a Dios, y hacia un futuro absolutamente abierto, como
corresponde a toda historia auténtica. Precisamente por tratarse de autotrascendencia
del mundo material, resulta ser por una parte una historia del espíritu personal con
libertad, culpa, redención y divinización que no puede concebirse según el simple
modelo mecánico del acontecer material en cuanto tal, aunque por otra parte constituya
la historia en que el mundo material mismo se dirige a su meta y su consumación.

Añadamos por fin la siguiente observación: por razones metafísicas (materia como la
"otreidad" del mismo espíritu creado) y por razones teológicas, no puede concebirse la
materia (la materialidad del espíritu, configuradora del mundo-ambiente de ese espíritu)
como una condición del espíritu y de su perfeccionamiento que en su consumación haya
de abandonarse sin más, como medio superfluo y estadio de transición. La materia
permanece como un momento del espíritu y de su historia, también en su consumación.
Pero sobre la manera de ser de la materia en la consumación de la historia del espíritu,
KARL RAHNER

no podemos hacernos en realidad ninguna representación (cfr. 1 Cor 15, 35-56). Ni la


necesitamos tampoco. Y en realidad apenas podemos representarnos mejor la
consumación del espíritu creado.

Así que podemos concluir: en cuanto el mismo mundo material se supera en una
autotrascendencia hacia la historia del espíritu, encuentra en la consumación de esa
historia su propia consumación. Y por tanto su consumación supera también el dilema
de consumación inmanente o trascendente. Su movimiento hacia la consumación está
llevado desde un principio por aquel Poder divino del amor que se autocomunica
absoluta y libremente. Poder que al ser y permanecer sobre todo lo finito, resulta lo más
inmanente a toda creatura. No es pues por un mero lirismo piadoso, por el que Dante
hace mover, incluso al sol y las estrellas, a impulsos de ese amor que es Dios mismo en
cuanto se autocomunica. Sino que el más interno principio de ese automovimiento del
sol y las estrellas hacia su consumación, escondida en la inabarcabilidad de Dios como
futuro absoluto, es Dios mismo. Pues Dios, que constituye su consumación
trascendente, por ser Dios mismo puede y quiere constituir su consumación inmanente,
y el principio inmanente de su movimiento hacia esa consumación.

Tradujo y condensó: M. GARCIA DONCEL


PIERRE ROUSSELOT, S.I.

LA CONCEPCIÓN DE LA GRACIA EN SAN JUAN


Y EN SAN PABLO
La grâce d'après S. Jean et d'aprés S. Paul. Recherches de Science Religieuse 18
(1928) 87-104.

Basta una rápida lectura al Nuevo Testamento para distinguir dos concepciones de la
gracia, la de San Pablo y la de San Juan. San Juan presenta la gracia como una nueva
naturaleza que permanece en nosotros y, elevándonos por encima de nuestra condición
humana, nos hace hijos de Dios. San Pablo concibe más bien la gracia como un auxilio
divino, otorgado del cielo por pura misericordia, que sana la voluntad herida, la cambia
y la conduce hacia el bien con una dulzura y fuerza maravillosas. San Juan, al fijarse
sobre todo en el estado de gracia, hace hincapié en la elevación a la vida de la gracia. En
cambio, San Pablo insiste en la salvación, y por tanto, en las buenas acciones que, con
la ayuda del Espíritu Santo, se deben hacer. La concepción de Juan ha sido desarrollada,
sobre todo, por los Padres griegos, y la concepción paulina por San Agustín. Una tarea
esencial dentro de la teología de la gracia consiste en unificar estas dos concepciones,
pero este trabajo no está todavía concluido.

LA GRACIA, SEGÚN SAN JUAN

Escuchemos a San Juan: "En el Verbo estaba la Vida, y la Vida era la luz de los
hombres... A cuantos le recibieron, dioles poder de venir a ser hijos de Dios, a aquellos
que creen en su nombre, que no de la sangre, ni de la voluntad carnal, ni de la voluntad
de varón, sino de Dios son nacidos... Si el hombre no nace de arriba, no podrá ver el
reino de Dios... A la manera que Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es
preciso que sea levantado el Hijo del hombre, a fin de que todos los que crean en Él
tengan la vida eterna. Porque tanto amé Dios al mundo, que le dio a su Unigénito Hijo...
El que no nace del agua y del espíritu, no puede entrar en el reino de Dios. El que nace
de la carne, es carne, el que ha nacido del espíritu es espíritu... Yo soy la vid y vosotros
los sarmientos. Permaneced en ml y yo en vosotros".

Y en otros pasajes: "La vida se ha manifestado... Nosotros hemos pasado de la muerte a


la vida... Dios ha enviado a su Hijo Unigénito al mundo a fin de que nosotros vivamos
por Él... Dios ha dado testimonio de su Hijo. Y este es el testimonio: que Dios nos ha
dado la vida eterna, y esta vida está en su Hijo.

El que tiene al Hijo tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios, tampoco tiene la vida.
Yo os he escrito esto para que sepáis que vosotros tenéis la vida eterna, los que creéis en
el nombre del Hijo de Dios... El que ha nacido de Dios no peca". "Ved qué amor nos ha
manifestado el Padre, que seamos llamado, hijos de Dios y lo seamos... Carísimos ahora
somos hijos de Dios, aunque no se ha manifestado lo que hemos de ser. Sabemos que
cuando aparezca seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es... Quien ha
nacido de Dios no peca, porque la simiente de Dios está en él, y no puede pecar, porque
ha nacido de Dios".

Nueva naturaleza, completamente real aunque todavía escondida, que nos hace
participantes de la naturaleza divina. Esta es la concepción juanea de la gracia, común al
PIERRE ROUSSELOT, S.I.

Evangelio y a las Cartas. Todo se hace en Jesucristo; Él es la vid y nosotros los


sarmientos. Si el agua del bautismo nos da esta nueva vida, se afirma aún con más
insistencia que el mismo fruto se cons igue por medio del "pan descendido del cielo que
da la vida al mundo."

Hemos querido copiar todos estos textos de San Juan, porque su doctrina no se puede
resumir fácilmente, ya que él no se ha preocupado de analizarla y sistematizarla.
Además, la frecuente repetición de un mismo término presenta de una forma más viva
el-sentido del misterio e ilumina la razón de una forma tal que supera -todo lo que nos
pueda dar el análisis racional.

La interpretación protestante

La doctrina juanea de la adopción divina ha sido desarrollada con una entusiasta


predilección por los Padres griegos. Es el verdadero centro de su teología, y si nunca ha
sido objeto de una definición conciliar, es, quizá, precisamente porque constituía el
fondo común del pensamiento religioso del siglo IV. Tal es, al menos, el papel que
comúnmente le asignan los historiadores protestantes del dogma como Harnack, Loofs,
Seeberg, etc., los cuales, a pesar de sus prejuicios protestantes basados en la vana
oposición sistemática entre el dogma y la piedad, el corazón y la inteligencia, han
reconocido el verdadero valor, a la vez especulativo y religioso, de esta doctrina. Nada
hay tan antiprotestante como esta doctrina intelectualista y realista, que da consistencia
al tradicional sistema sacramentario; por eso el instinto de hijos de Lutero les lleva á
atacar en el punto exacto cuando rechazan a la vez, como dicen, esta "mitología" y esta
"magia".

Quizá, si el dogma de la deificación se hubiera definido en algún concilio, no hubiera


existido el luteranismo. Es lástima que algunos historiadores católicos del dogma- se
hayan dejado llevar por los prejuicios protestantes con respecto a esta verdad religiosa y
hablan con cierto desprecio de una "especulación mística" que se pone como antítesis
frente al "realismo redentor". Los teólogos propiamente dichos no han dejado de insistir
sobre la gracia santificante y la adopción divina, y se han hecho muchos esfuerzos para
hacer conocer y apreciar esta doctrina al pueblo cristiano. Pero es necesario un intenso
contacto con las fuentes evangélicas y la búsqueda incesante de expresiones cada vez
más penetrantes, ortodoxas y aptas para que el dogma pueda ser comprendido por el
hombre actual.

Hamack, en su Historia de los dogmas, interpretando la idea de la deificación según la


teología griega que va del siglo IV al VII, dice que "el Bien supremo que se ofrece en el
cristianismo consiste en la elevación al estado de hijos de Dios, que se asegura al que
cree y se realiza gracias a la participación en la naturaleza divina...". De todo ello saca
Harnack la conclusión de que una "reconciliación" no puede tener lugar en esta
concepción de la salvación. Un análisis inteligente de los documentos nos muestra la
falsedad de este último punto, que no es sino una conclusión sacada por el autor en
virtud de sus conceptos, propios de la teología protestante. La idea de deificación es
central en la teología de los Padres griegos; pero es necesario haber penetrado en su
sentido exacto para llegar a comprender su concepción del cristianismo.
PIERRE ROUSSELOT, S.I.

La teología oriental y la escolástica

No es cosa fácil resumir con precisión la doctrina de los Padres griegos. La han
desarrollado mucho valiéndose de la oratoria y la literatura, pero no se han preocupado
de sistematizarla de una forma científica. Es decir, nos han entregado su pensamiento
envuelto en abundantes y brillantes fórmulas oratorias, multiplicando las imágenes y
aclarando, por esto mismo, los diversos aspectos de una misma verdad. Se ve aquí,
mejor que en ningún otro punto, la diferencia característica de su método con respecto
al de los escolásticos, y el inmenso progreso que éste último método hizo hacer a la
teología. Por su afán de definir, de dividir metódicamente, de exigir para cada problema
una respuesta distinta y una demostración apropiada, la escolástica anunció y preparó la
ciencia moderna. De este modo, cuando se exponga la teoría de la gracia según los
Padres griegos, se ordenarán los textos bajo diferentes títulos, los cuales nos propondrán
unas ideas ligeramente diferentes: filiación, adopción, deificación, habitación, imagen,
sello... Es muy distinta la impresión que deja el índice de un tratado escolástico sobre la
gracia.

La teología de la gracia en los Padres griegos

Hay, por lo tanto, algunas nociones patrísticas de las cuales, hasta nuestros días, la
escolástica no ha podido sacar todo lo que ellas contenían y que pueden prometer un
interesante y nuevo desarrollo a la teología occidental. Tenemos un ejemplo en el papel
divinizador de la humanidad de Cristo. Con respecto a esta idea, conviene guardarse de
la ingenua equivocación que consistiría en creer que se quita a la verdad religiosa todo
lo que se hace en favor de una mayor claridad en la intelección. Agrupemos ahora los
mejores textos de nuestros Padres griegos:

San Atanasio: "Él se hizo hombre para que nosotros seamos dioses".

San Gregorio de Nisa: "El Dios que se ha revelado se unió a la naturaleza mortal a fin
de que la humanidad fuese divinizada por El, gracias a esta participación de la
divinidad".

San Cirilo de Alejandría: "El Hijo de Dios vino para darles el poder ser, por la gracia, lo
que Él es por naturaleza y para hacernos participar de lo que le es propio... Nos era
imposible escapar de la corrupción... a no ser que fuésemos llamados a la adopción de
Hijos de Dios. Partícipes del Hijo único por el Espíritu Santo, hemos recibido el sello de
su semejanza. Rehechos de acuerdo con la misma naturaleza de Dios... llegamos a ser
hijos de Dios... Os lo he dicho: vosotros sois unos dioses y los hijos del que está en los
cielos".

Como hemos indicado más de una vez, la doctrina de la participación de la divinidad


está tan profundamente anclada en los espíritus, que los Padres griegos se basan en ella
para demostrar otros dogmas que nos parecen hoy día mucho más fundamentales, como
la divinidad del Hijo y del Espíritu Santo.

San Cirilo: "Esclavos por naturaleza, si somos por la gracia hijos de Dios y dioses, el
Verbo de Dios, por el cual nosotros llegamos a ser dioses e hijos de Dios, debe ser con
toda verdad el Hijo de Dios según la naturaleza-: Pues si El fuese Hijo por la gracia,
PIERRE ROUSSELOT, S.I.

igual que nosotros, no nos hubiese podido comunicar una gracia parecida. Es imposible,
en efecto, que una criatura dé a otra lo que ella no tiene por sí misma, sino por Dios".

San Gregorio Nacianceno : "Yo también soy imagen de Dios, enteramente investido de
una gracia superior, aunque me arrastre por la tierra. No puedo creer que la salvación
me llegue por medio de uno que es igual a mí. Si el Espíritu Santo no es Dios, que se
haga primero Dios, y que luego venga a deificarme a mí, su igual".

La Encarnación como fundamento de esta teología

Se puede ver en estos textos que hemos escrito, el papel que se atribuye al Hijo de Dios
en la obra de nuestra divinización. Son suficientes para apreciar, en su justo valor, la
objeción protestante, según la cual, se vaciaría el cristianismo de lo que es propiamente
su substancia, al colocar en lugar de la persona de Jesucristo una idea filosófica, por no
decir una fantástica especulación. Hemos visto cómo la Encarnación está considerada
por los Padres como la condición, como el medio de nuestra participación en la
divinidad: es su misma substancia que injerta el germen divino en nuestra humanidad.
De este modo, el papel del Hijo de Dios es mucho más necesario, mucho más intrínseco
que si se considerara solamente el valor meritorio de una u otra de sus acciones, aunque
sea su pasión y su muerte; y mucho más, sobre todo, que si se considerara solamente su
valor como fuerza ejemplar. "Si el hombre no hubiese estado unido a Dios, dice S.
Ireneo, no se le hubiera podido comunicar la incorrupción". "Por la carne a la cual El se
ha unido, dice S. Cirilo, El tiene en sí mismo a todos los hombres". El catolicismo
dogmático considera, pues, todo el Cristo histórico, desde su nacimiento hasta su
muerte, como mediador esencial, y no solamente el ejemplo dado por Jesús. Pero no es
sólo el Cristo histórico: es también el Cristo que vive eternamente en su Iglesia y en los
sacramentos.

La doctrina griega de la salvación nos presenta a Jesucristo siendo una sola cosa con
nosotros, El en nosotros y nosotros en El; no es más que el desarrollo de la doctrina
paulina de los cristianos como cuerpo místico de Cristo, ampliada en la epístola a los
Colosenses y en los escritos juaneos hasta el punto de llegar a afirmar la recapitulación
de toda la creación en el Verbo de Dios hecho carne.

La objeción que se suele hacer, de que el pecado queda absorbido en la muerte, lo moral
en lo físico, toca ciertamente el punto vital de la diferencia entre católicos y
protestantes. Pero si la Iglesia insiste en las consecuencias de lo espiritual en el mundo
de los cuerpos es porque mantiene, de acuerdo con el más indestructible instinto de la
razón, la última unidad del mundo. El protestantismo, por el contrario, establece una
irreparable y definitiva división en el espíritu, en el hombre y en la naturaleza. Por esta
razón es antiintelectualista y antisacramentalista.

Apreciemos, pues, el sentido juaneo de esta bella teología de los Padres griegos. Sus
acentos mantienen el alma en una atmósfera de grandes y consoladoras ideas. Es el eco
de la voz de Cristo tal como resuena en el Evangelio del discípulo amado: Mi paz os
dejo, mi paz os doy.
PIERRE ROUSSELOT, S.I.

LA GRACIA SEGÚN SAN PABLO

S. Pablo nos coloca en una atmósfera completamente distinta. La profundidad de su


acento da testimonio de que el Espíritu Santo le inspira, pero en un sentido muy
diferente de san Juan.

"Pues cuando estábamos en la carne, las pasiones de los pecados vigorizadas por la Ley,
obraban en nuestros miembros y daban frutos de muerte... ¿Es pecado la misma Ley?
¡No, por Dios! Pero yo no conocí el pecado sino por la Ley. Pues yo no conocería la
codicia, si la ley no dijera: no codiciarás. Mas, con ocasión del precepto, obró en mí el
pecado toda concupiscencia... Yo quedé muerto, y hallé que el precepto, que era para la
vida, fue para muerte. Pues el pecado, con ocasión del precepto, me sedujo y por él me
mató... Sabemos que la Ley es espiritual, pero yo soy camal, vendido por esclavo al
pecado. Porque no sé lo que hago; pues no pongo por obra lo que quiero, sino lo que
aborrezco, eso hago. Si, pues, hago lo que no quiero, reconozco' que la Ley es buena.
Pero entonces, ya no soy yo quien obra esto, sino el pecado que mora en mí. Pues yo sé
que no hay en mí, es decir, en mi carne, cosa buena. Porque el querer el bien está en mí,
pero el hacerlo no. En efecto, no hago el bien que quiero sino el mal que no quiero... Por
consiguiente tengo en mi esta ley: que queriendo hacer el bien es el mal el que se me
apega; porque me deleito en la ley de Dios según el hombre interior, pero siento otra ley
en mis miembros que repugna a la ley de mi mente y me encadena a la ley del pecado,
que está en mis miembros. ¡Desdichado de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de
muerte? Gracias a Dios por Jesucristo Nuestro Señor".

El sentido de la gracia en las palabras de san Pablo

¿Quiénes este hombre camal? ¿Pablo? Quizá. Evidentemente, el apóstol no se excluye


cuando habla en primera persona. Pero visiblemente también, no limita a si mismo su
lamentación acerca del estado del hombre débil y tentado, ni su triunfal acción de
gracias sobre el hombre salvado por Jesucristo. Uno de los mejores comentadores define
exactamente al héroe del célebre capítulo. Es, dice, "el hombre que sufre los ataques de
la concupiscencia bajo el régimen de la Ley y sucumbe en esta lucha desigual". Es
natural que hable de la ley, puesto que S. Pablo había sido fariseo y había buscado la
justicia en la ley. El régimen de la Ley, no solamente deja al hombre pecador, sino que,
según el apóstol, hace al hombre pecador. Exactamente: "El pecado nos mata por medio
de la Ley". El responsable no es la Ley, sino el pecado, el cual se ha aprovechado de la
Ley, ha buscado en la Ley la ocasión para derribarme. Lo que se opone a la Ley,
entendida en su conjunto y sin distinción entre ley ritual y ley moral, es la gracia. La
gracia libra gratuitamente; la fe es la que justifica, no las obras.

La gracia, pues, aparece en este pasaje famoso de la Carta a los romanos, como un
socorro que proviene de la pura liberalidad divina y que nos libra de aquel mal -el
pecado- que no puede ser vencido por nosotros solos. Nos hace odiar eficazmente el mal
y amar el bien. No discutiremos ahora si este socorro es o no permanente, pero la
gratitud del convertido hace que naturalmente se fije en el mismo instante en que se
operó la maravillosa transformación.

San Pablo nos ha presentado una experiencia del alma, la historia interior del hombre
convertido. Alrededor de este capítulo se agrupan en forma natural otros mil pasajes de
PIERRE ROUSSELOT, S.I.

sus cartas. "Yo que antes fui blasfemo y perseguidor... ahora he conseguido la
misericordia..." Para un convertido, es natural que la gracia sea principalmente un
perdón. Para todos, la gracia es misericordia, pero cua nto más uno se ha sentido bajo el
dominio del pecado, más considera la gracia como misericordia. Lo que es verdadero
hablando de todos, lo siente el pecador en sí mismo mucho más vivamente que todos.
No es posible encontrar en él la reposada contemplación de orden sobrenatural en donde
permanecía S. Juan: La gracia y la verdad se nos han dado por medio de Jesucristo...
La emoción de S. Juan no es, ciertamente, menos profunda; pero la emoción de san
Pablo es más vibrante. Después de una catástrofe que amenazaba con reducirlo todo a la
nada, un escalofrío de temor, a pesar de la seguridad en la salvación, atraviesa aún la
carne del rescatado.

S. Agustín en el misterio de la gracia paulina

Haría falta, quizá, una experiencia del mismo género para penetrar profundamente en el
pensamiento de san Pablo. No se podía esperar esto del piadoso Orígenes ni de los PP.
de Capadocia, quienes no habían conocido otros caminos que los de la Iglesia. La
historia de san Agustín fue muy diferente. Se convirtió lentamente; su entendimiento ya
estaba persuadido, pero su corazón permanecía aún rebelde. Fue Agustín el escogido
por Dios para hacer avanzar a la Iglesia en la inteligencia del misterio de la gracia y del
corazón humano, misterio que había sido revelado a san Pablo.

El querer el bien está en mi, pero el hacerlo no, he aquí una de las caras de la paradoja.
Mi voluntad no es verdaderamente mía más que cuando deja de ser mía, y no
simplemente en el sentido de que yo debo querer un bien más alto y más grande que mí
mismo, sino en el sentido de que otro debe hacerme querer. No hace falta solamente que
el yo deje de ser objeto del querer, es necesario que yo me resigne a la incapacidad de
ser el sujeto qué se basta a sí mismo. Y es necesario, no que me resigne, sino que me
deleite y me alegre. Dios que obra en la voluntad, Dios haciendo querer, este es el
misterio de la gracia que Agustín, después de haberlo experimentado en si mismo, debía
comunicarlo a los demás. Pero este misterio del total abandono, costoso para el orgullo,
sigue necesariamente a la fe en un Dios que es soberano Señor de las criaturas.

Este abandono basado en un perfecto amor, que encantaba a Agustín y sublevaba a


Pelagio, se encuentra, no disminuido ni debilitado, sino mucho más encantador, cuando
se ha comprendido en la escuela de Sto. Tomás, que la creatura depende del creador, no
solamente en cuanto que tiene tal cualidad accidental o tal naturaleza substancial, sino
en cuanto que es ella misma, en tanto que es persona o sujeto. Solamente aquél que se
ha sumergido en el abandono total y ha dejado obrar enteramente a Dios, tiene derecho
a hablar de amor. "Gran cosa es el amor. Si alguno ama, conoce lo que esta palabra
significa".

La gracia, fuente de fuerza y de alegría

El querer el bien está en mí, pero el hacerlo no. Esta es la intuición de S. Pablo que
Agustín debía explicar a la Iglesia. Pero este querer que está al alcance del apóstol,
¿consiste en una voluntad completa, atada solamente en su manifestación por la
impotencia de realizar la obra exterior? Seguramente no; la imperfección de la acción
PIERRE ROUSSELOT, S.I.

no sería, en tal caso, debida a la voluntad. Se trata de veleidades que sé bosquejan, de


complacencias que recaen sobre sí mismas, de quereres ineficaces e imperfectos en su
misma especie de volición. Es un querer que no merece el nombre de amor, porque
carece de lo que hay de triunfal y vencedor en esta palabra. Pues bien, san Agustín ha
intuido que la operación de Dios en la voluntad, la gracia de Dios que hace querer,
consiste en cambiar el amor del alma, en cambiar el supremo y decisivo placer que
recae egoísticamente en el propio yo.

Dios obra en mí mismo lo que a mí me agrada. Él hace que yo prefiera, que yo ame, que
yo me alegre. Precisamente la abundancia de la gracia consiste en lo que el Espíritu
Santo opera en mí, "el gozo y el amor de este bien supremo e inmutable que es Dios"...
"En donde está el Espíritu, el placer no consiste en pecar, y estamos en la libertad. En
donde no está el Espíritu, el placer consiste en pecar, y estamos en la esclavitud." El
efecto propio de la gracia es, en una palabra, el placer que vence.

Dos consideraciones todavía, antes de abandonar a S. Agustín: Primeramente, como ya


lo hemos observado, la doctrina de la actuación de Dios en el interior de la voluntad, es
una verdad filosófica. El dato revelado que complica el problema, es el estado de caída
en que se encuentra la humanidad, que la coloca en la incapacidad de obrar, con el
auxilio divino normal, el bien proporcionado a su naturaleza. Pelagio desconocía ambas
verdades. Agustín no las separa en sus afirmaciones. Junto a la doctrina de la eficacia de
la gracia, repite frecuentemente, variando los términos pero escogiendo siempre los más
persuasivos: Nadie tiene de sí mismo sino la mentira y el pecado.

En segundo lugar, la psicología ascética corriente se aleja extremadamente en su


lenguaje del estilo de la teología de san Agustín. Donde san Agustín dice que la gracia
de Dios hace encontrar el placer, los maestros de las almas piadosas distinguen con
cuidado entre la voluntad aislada, la única necesaria según ellos, para que una acción
sea virtuosa y meritoria, y el placer, del que desconfían constantemente. Es evidente que
por placer entienden la delectación sensible, y tienen mucha razón al impedir a las
almas el confundir el mérito y el placer, la gracia y la consolación. Sin embargo, una tal
desconfianza no se da sin un serio perjuicio para la psicología, para la exactitud y el
provecho de sus discípulos, todo lo cual lo han intuido perfectamente los mejores
ascetas y místicos.

Conclusión

Hemos presentado dos teorías de la gracia; Juan y los griegos, Pablo y Agustín. Un
católico instruido dirá que san Juan y sus discípulos consideran principalmente la gracia
como una elevación de la naturaleza creada; San Pablo y su escuela, como una curación
de la naturaleza enferma. Ahora bien, no es difícil, aislando ciertos textos, presentar
estas dos doctrinas como profundamente distintas. Se añadirá que no se trata de una
simple oposición teórica, sino que la misma historia da testimonio de ello, ya que todos
los que como Agustín y Pablo han puesto la gracia en el centro de su religión (Lutero,
Bayo, Jánsenio) han eliminado la gracia divinizante. Los católicos, por el contrario, que
se basan en la idea de la gracia sanante habrían rechazado el paulinismo, y serían de
hecho semipelagianistas.
PIERRE ROUSSELOT, S.I.

Hace falta, en primer lugar, examinar si en Juan y Pablo las dos teorías son exclusivas y
antagónicas como se ha dicho. Ahora bien, una atenta e inteligente lectura de los textos
hace ver:

1.º Que en san Juan el aspecto medicinal de la gracia constantemente se supone; que la
naturaleza deificada y elevada es, al principio, una naturaleza herida y enferma; que el
nacimiento según el Espíritu es un renacimiento.

2.º Que la teología de la gracia en san Pablo no se reduce a un solo capítulo de una sola
de sus cartas; que la fe justificante no constituye toda su religión; que tiene detrás de
ella un fondo de ideas con respecto a la gracia y a la salvación, que se resume
justamente en estas tres palabras: divinización, comunión, misterios.

3.º Que tanto en Juan como en Pablo, la doctrina implícita se armoniza muy fácilmente
con la que aparece a primera vista.

Tradujo y extractó: LUIS BACH


PETER SMULDERS, S.I.

LA ESTRUCTURA ECLESIAL DE LA GRACIA


CRISTIANA
Die sacramental-kirliche Struktur der christlichen Gnade, Bijdragen, 18 (1957) 333-
341.

La encíclica Mystici Corporis dice que entre la Iglesia jurídica y la Iglesia de la caridad
no puede existir antagonismo porque el elemento jurídico y el elemento pneumático se
completan mutuamente y se perfeccionan. Esta idea que creemos de la mayor
importancia tanto para la teología como incluso para la vida cristiana, no parece que
haya encontrado la atención que se merece. En otro lugar hemos intentado mostrar,
partiendo del dogma sacramental, cómo lo cultual y lo jurídico encuentran su perfección
última en lo pneumático¹. Ahora deseamos mostrar, partiendo de la santificación
cristiana, cómo lo cultual y lo jurídico pertenecen a la esencial integridad de la gracia.
Intentaremos llegar al contenido concreto de la tendencia encarnatoria de la gracia, en
frase afortunada de K. Rahner. Para ello necesitamos asomarnos hacia direcciones a
menudo descuidadas en los tratados sobre la gracia: cristológica, trinitaria, sacramental,
eclesial... Campo tan vasto que nos obligará en muchas cuestiones a dejarlas sólo
esbozadas, pero que al mismo tiempo probará la extraordinaria importancia del tema. La
división de la teología en tratados presenta el inconveniente de desconectarlos entre sí y
con el centro de toda la revelación; con ello se pierde también el valor existencial de la
teología.

GRACIA, CULTO, DERECHO

La esencia de la gracia

De acuerdo con la revelación neotestamentaria podemos definir la gracia como el amor


del Padre que renueva y diviniza la humanidad, y nos da la vida por el Espíritu como
hijos en su Hijo hecho hombre. Lo importante es el nuevo ser del hombre, y su nuevo
dinamismo impulsado por el Espíritu, el amor de Dios. Describamos un poco esta
definición.

La gracia nos hace a los hombres hijos en el Hijo, edifica el cuerpo místico de Cristo,
nos regala el acceso al Padre como Padre (Ef 3,12; Rom 5,2). La fuente primaria de la
gracia es el Padre, ya que solamente el Padre engendra al Hijo cuyo ser es "ser-nacido-
del-Padre". Derivar nuestra filiación adoptiva de toda la Trinidad puede hacer perder
valor existencial a la revelación trinitaria si nuestro Padre celestial no es verdadera y
personalmente el Padre de Jesucristo. Para evitar malentendidos conviene añadir que
esto no significa que el Hijo y el Espíritu Santo no sean verdadero principio de la gracia,
pero no lo son como el Padre: principio sin principio. El Hijo se da a sí mismo a la
humanidad y la convierte en su cuerpo, pero esto lo hace como Hijo, como el nacido,
como el "obediente" divino. El Hijo es la afirmación divina del Padre corno Padre.
También el Espíritu Santo es principio activo de la gracia pero precisamente como amor
del Padre y del Hijo. El Padre engendra a su Hijo en la humanidad, a través de su amor
al Hijo y el Hijo responde afirmativamente a esta iniciativa paternal con su amor al
Padre. Este amor mutuo constituye el Espíritu Santo. La venida del Espíritu Santo a la
humanidad es la formación del Hijo en la humanidad y el ser filial de la humanidad con
PETER SMULDERS, S.I.

respecto al Padre como Padre. Padre, Hijo y Espíritu Santo son principio de la gracia,
como enteramente uno y distintos a la vez.

La gracia nos hace hijos de Dios: "como con hijos se porta Dios con vo sotros" (Heb
12,7). Y lo más esencial de este movimiento filial hacia el Padre está formado por las
tres virtudes teologales, componente esencial de la justificación.

Gracia y culto

La eficacia y los actos del culto forman parte de la gracia pues el culto cristiano se
integra en las virtudes teologales.

La anterior afirmación puede ser justificada de dos maneras. En primer lugar,


considerando la misma esencia del culto que es la expresión y realización de nuestra
espiritual relación con Dios a través de actos socialmente visibles y simbólicos. Para
santo Tomás, por ejemplo, la profesión externa de fe es un acto de culto. De momento
vamos a dejar de lado el carácter social del culto, aspecto que recogeremos al tratar la
relación gracia-derecho. La "expresión" de las virtudes teologales es una más perfecta
realización de las mismas, dada la relación que hay entre actos internos y externos del
hombre. Además, por la gracia, el hombre, como totalidad, está revestido de Dios, por
tanto también como totalidad, es decir, en cuerpo y espíritu, debe vivir su total
orientacional Padre. Pertenecen a la gracia, que nos da el acceso al Padre, no sólo las
virtudes teologales sino el poder del culto que le da gratuitamente.

Al mismo resultado se llega desde la consideración de Cristo, gracia primordial.


Jesucristo hubo de ser inmolado, se entregó a sí mismo, murió y una vez resucitado se
encontró de nuevo en las manos del Padre. La carta a los Hebreos contiene respecto a
esto una expresión notable: "aprendió por sus padecimientos la obediencia" (5,8). Desde
el primer momento de su ser humano fue Cristo obediente, pero para el hombre después
del pecado original la total dependencia de Dios solamente la vive en la ofrenda de la
muerte y resurrección. También el Hijo hecho hombre se sometió a esta ley, y
solamente así llegó a la más completa experiencia de su naturaleza humana. Lo mismo
vale para la naturaleza redimida: su filiación debe ser definitivamente realizada en el
sacrificio. El sacrificio de la cruz será el modo como el bautismo, la eucaristía y los
restantes sacramentos nos proporcionen la vida de la gracia hasta que por la
resurrección sea consumada la unidad con Cristo inmolado. Por eso la actuación cultual
forma parte esencial de la gracia. El Padre que concede a la humanidad el filial acceso
hacia él, regala el poder y los actos de culto con el cual la humanidad puede ofrecer la
inmolación de Cristo como su ofrenda.

Para algunos culto y gracia son recíprocamente opuestos, pues culto es un acto de los
fieles y la gracia un don de Dios, pero esta dificultad proviene de una mentalidad
demasiado filosófica que toma el culto como una iniciativa humana; mirado
teológicamente, el culto cristiano es fundamentalmente don de la gracia del Padre, pues
solamente el Padre da a la humanidad el acceso hacia él mismo. Solamente el Padre da
el Espíritu en el que podemos adorarle.
PETER SMULDERS, S.I.

Gracia y derecho

Proseguimos nuestra definición de la gracia afirmando que la ordenación del derecho


pertenece también a la esencia de la gracia. Por derecho entendemos la norma de la
sociedad pública, y en la Iglesia la organización externa de la comunidad eclesial.

El derecho así entendido pertenece, y no de manera accidental, a la esfera de la gracia.


El dogma de la redención fuertemente falseado de individualismo ha encubierto la
esencia social de la gracia, pero afortunadamente en los últimos decenios se ha enfocado
la cuestión desde otros puntos de vista. En el Nuevo Testamento y en los Padres
podemos ver cómo el milagro de Pentecostés o el misterio de la Iglesia muestran como
objeto primario del amor divino más a la Iglesia y a la humanidad que al alma
individual, sin que esto disminuya en nada el amor personal de Dios para con cada
hombre. La gracia apunta hacia la totalidad humana y el hombre es esencialmente
social. La gracia -renovación esencial del hombre- renueva también sus relaciones
humanas, establece y eleva la unidad de la familia humana.

Ahora bien, sociedad humana es necesariamente también sociedad externa, porque el


hombre es fundamentalmente espíritu en el mundo, lo cual quiere decir sociedad
organizada exteriormente, sociedad jurídica. Por tanto la ordenación del derecho
pertenece a la esencia integral de la gracia.

Se puede objetar que la nueva sociedad instaurada por la gracia debe ser una sociedad
de amor y no precisamente de la coacción y del derecho. Es verdad que la nueva
sociedad ha de ser una sociedad de amor, pero el amor no es completamente humano si
no toma cuerpo en el derecho -forma externa del amor-. La tensión que experimentamos
entre amor y derecho es consecuencia de la imperfección del amor que no espiritualiza
su exterioridad. El derecho de la Iglesia no es per se fuerza externa, sino dominio del
amor.

Resumiendo: la gracia es el amor del Padre que incorpora la humanidad a su Hijo. Lo


nuclear de esta gracia es el don del Espíritu Santo que infunde la gracia santificante y
las virtudes teologales. Pertenece a la esencia de la gracia el que el Padre nos regala el
acceso hasta el por medio del culto e igualmente el construir una nueva sociedad
humana en una nueva ordenación del derecho. Culto y derecho constituyen la forma
externa de la gracia.

LA FIGURA VISIBLE DE LA GRACIA EN LA IGLESIA Y SACRAMENTOS

La Iglesia

No es raro entre teólogos católicos expresar un cierto antagonismo entre la Iglesia


jurídica y la Iglesia de la gracia y del amor. La distinción de dos conceptos de Iglesia
creen encontrarla en los Padres, sobre todo en los alejandrinos y en Agustín. Esto último
es muy cuestionable; toda la problemática de la Iglesia en un Orígenes, en un Cipriano
o en Agustín supone que la Iglesia del derecho, de la jerarquía y de los sacramentos es
la única esposa de Jesucristo, madre fecunda de los creyentes. Precisamente por eso no
se sabe colocar a los miembros indignos de la Iglesia. Cuando Agustín busca la solución
a esta antinomia no la encuentra en la distinción entre Iglesia del derecho e Iglesia del
PETER SMULDERS, S.I.

amor -el más elemental acto de amor para él es la sumisión al derecho- sino que
examina en la esencia de la Iglesia los elementos de derecho y Espíritu en su distinción
y unidad.

Veamos más de cerca la doctrina de Agustín. Para él la Iglesia es la comunidad viva de


los elegidos en el tiempo y en visibilidad. Estos elegidos forman el corazón viviente de
la Iglesia porque poseen el amo r eterno de Dios que se manifiesta en la fe, esperanza y
caridad. Pero como esta Iglesia vive aún en el tiempo, le pertenecen también los no
predestinados y los pecadores. La fe, esperanza y caridad están sometidos al tiempo y
con éste a la posibilidad de infidelidad, el cristiano que está ahora en gracia puede
perderla por su culpa. Tal cristiano pertenece temporalmente a la Iglesia pero no para
siempre. Los pecadores pueden pertenecer verdaderamente a la Iglesia ya que la
comunidad de los elegidos vive en un mundo visible, por tanto en las formas externas
de culto y derecho. Es verdad que culto y derecho son formas de amor, pero entre forma
y contenido puede haber un falseamiento. Uno puede tener la forma pietatis sin la virtus
pietatis. Puede pertenecer con derecho a la Iglesia tomando parte en su culto pero sin
abrigar en su corazón la fe, esperanza y la caridad. La pertenencia a la Iglesia no es un
engaño; es algo real, pero en el terreno de las "apariencias", en la interinidad temporal y
forma externa de la Iglesia peregrinante. Esta cuestión de la pertenencia a la Iglesia
obliga a Agustín a la división entre forma externa y contenido pneumático, pero la
separación no es el caso normal.

La figura visible de la Iglesia es un signo de la gracia. La comunidad de los miembros


de la Iglesia y la participación en su culto son, por consiguiente, símbolo de la gracia.
En la Iglesia en cuanto tal, el contenido interno de fe, esperanza y caridad tienen una
expresión externa en el culto y en el derecho. Por parte de la Iglesia, los sacramentos
poseen una verdad infalible, porque la gracia de Dios se manifiesta en cada celebración
de un sacramento en el cual Dios lleva a la Iglesia hacia si. Cada celebración de un
sacramento es como acción de la iglesia un acto de culto, un acto por medio del cual el
Padre incorpora la humanidad a su Hijo y la acerca a sí. La verdad de la fe, esperanza y
amor no pueden faltar en la Iglesia como tal aunque un individuo determinado, al
rechazar la gracia, haga del símbolo de la gracia una mentira.

El sacramento

Los sacramentos son los actos esenciales de culto y actos jurídicos de la Iglesia cuya
veracidad garantiza la verdad de la Iglesia. En los sacramentos lo jurídico y lo cultual
son en toda su extensión signo de la gracia.

Vamos a limitarnos a la consideración de uno: el bautismo, pero podría aplicarse


correspondientemente a los otros sacramentos.

El efecto salvífico del bautismo puede presentarse de manera esquemática de la


siguiente manera:

Por el bautismo la Iglesia convierte al neófito con todo derecho en miembro suyo, da al
neófito el derecho a tomar parte en sus actos de culto y como instrumento del sumo
sacerdote que es Cristo hace participar al neófito del poder sacerdotal de Cristo. Lo cual
PETER SMULDERS, S.I.

significa que la Iglesia le infunde su fe, esperanza y amor y le acoge en su acercamiento


al Padre; el Padre da al neófito el acceso hacia él, le da la gracia.

La bendición o consagración sacramental realizada por el carácter es, pues, la activa


participación en el culto de la Iglesia, símbolo de su santificación en el Espíritu. Este
carácter tiene su visibilidad en el derecho como manifestación social de lo referente al
culto. Los sacramentos son los ejes sobre los que giran, unidos con la gracia, el derecho
y el culto de la Iglesia. El triple efecto del sacramento: integración legal en la
comunidad, carácter y santificación, forma una unidad. La teología del derecho o del
carácter ganaría mucho si se tomara esto como punto de partida.

Conclusión

Primero, el Padre ha atestiguado a la familia humana su voluntad de salvación y la ha


realizado por su Hijo hecho hombre en su sacrificio de sumo sacerdote. Ahora atestigua
y realiza la misma voluntad de salvación en la vida da cada hombre cuando, por medio
del acto de culto o del acto jurídico de la Iglesia, le confiere una parte en el poder
sacerdotal de Cristo y por medio de su realización le lleva hacia sí.

Notas:
1
Sacramentos e Iglesia, artículo que tambié n ofrecimos en Selecciones 4 (1965) 7-15.

Tradujo y extractó: M.ª GLORIA GIRALT


MAURICE DE LA TAILLE

ACTUACIÓN CREADA POR ACTO INCREADO


Fundándose en el paralelismo entre gracia habitual, visión beatífica y unión
hipostática, el P. de la Taille muestra la necesidad de no reducir la gracia a la
causalidad eficiente. La gracia exige la unión al Dios personal. Este artículo fue y
sigue siendo clásico en el movimiento renovador del tratado de gracia.

Actuation créée par Acte incréé. Lumière de gloire, grâce sanctifiante, union
hypostatique. Recherches de Science Religieuse, 18 (1928) 253-268.

Quien dice actuación no dice necesariamente información. Llamamos acto a aquello


que, en un ser, determina a este ser a tal perfección esencial o a una perfección añadida
a su esencia. Si el sujeto es él mismo su propia perfección, tenemos entonces un acto
subsistente, que no se distingue del sujeto. En el caso contrario, hay frente al acto una
receptividad que el sujeto puede actuar. En este caso se puede decir que el acto es
aquello que, comunicándose a sí mismo, aporta a lo imperfecto la perfección de que es
capaz. Llamamos potencia subjetiva a aquello que recibe la perfección.

Se dice que una potencia está actuada, cuando hay conjunción entre esa potencia y el
acto. La actuación es, pues, la comunicación del acto a la potencia, o correlativamente la
recepción del acto en la potencia; se trata de una mutación, de una perfección, no del
acto sino de la potencia. Con todo, por necesaria que sea una causa eficiente, no es en el
orden de la eficiencia donde hay que buscar la relación que la actuación pone entre la
potencia y el acto. El modo como el acto, en tanto que acto, se comporta respecto de la
potencia, no tiene nada de común con una generación o con una producción; se trata de
una unión, de un don de sí.

Esta actuación se llama información, si el acto depende de la potencia - en cuanto a su


ser, como en el caso de un animal, o al menos en cuanto a la integración de sus energías
radicales, como en el caso del alma humana. En este caso vemos que, si el acto da,
también recibe, no una perfección, sino un sostén necesario o un sujeto complementario
de su propia perfección. Hay reciprocidad de buenos servicios, intercambio de recursos,
por desiguales que sean; hay una mutua interdependencia, expresada por los términos de
causalidad formal y causalidad material. La potencia se llama entonces materia y el acto
forma, y la actuación de una por la otra información.

En el orden natural, toda actuación es información.

Actuación creada por el Acto increado ¿Ocurre lo mismo en todo orden posible? Está
claro que no ocurrirá así si parte del ser o de la inteligibilidad o de la vida del Acto
increado se une a una potencia creada. En este caso habrá actuación, pero no habrá
información en el sentido definido. Es imposible que el Acto increado dependa en
cualquier cosa de alguna creatura. En todos los casos, el Acto se dará y no recibirá nada.
No habrá, pues, causalidad material de parte de la creatura ni, por lo tanto, causalidad
formal propiamente dicha de parte del Acto; y si no hay causalidad formal, tampoco
habrá efecto formal. ¿Qué habrá entonces? Habrá comunicación del Acto a la potencia;
habrá recepción del Acto en la potencia; habrá perfeccionamiento de la potencia por el
Acto, mejora, mutación. Esta mutación tiene alguna realidad. No es, ciertamente, el Ser
increado, que es inmutable; tampoco es la potencia creada, que es su sujeto. Es algo
creado en la potencia: una adaptación infusa de la potencia al Acto. Pero al mismo
MAURICE DE LA TAILLE

tiempo es actuación de la potencia por el Acto; por lo que se trata de una actuación
creada por el Acto increado.

Todo esto en la hipótesis de que Dios se haga Acto de una potencia creada. Pero, ¿es
real esta hipótesis?

Justificación de la hipótesis

Se nos ha prometido que veremos a Dios tal como es. Pero esto es imposible, a menos
que es realice una conjunción inmediata entre la inteligencia y la especie increada, única
que representa a Dios tal como El es. Habrá, por tanto, entre Dios y la inteligencia una
unión que es la propia de la potencia y el Acto. La inteligibilidad creada, las especies
impresas o infusas, las informaciones, cualesquiera que sean, puestas en el alma a
disposición del espíritu, son el Acto que actúa nuestra potencia, nuestra capacidad para
lo verdadero. En este conocimiento se realiza la hipótesis; Dios se hace Acto de una
potencia creada. Hay actuación creada por el Acto increado. La adaptación o
disposición infusa del espíritu se llama lumen gloriae. Disposición inmediata al Acto y,
por consiguiente, no antecedente, sino introducida por el Acto mismo. Por el contrario,
lo que es disposición consecuente al Acto, será disposición antecedente a la operación
vital, que brota de la unión entre la potencia y el Acto, y constituye la visión. Todo esto
es doctrina de santo Tomás.: "Nada puede recibir una forma superior más que a
condición de ser ele vado a la capacidad necesaria para esta forma por una previa
disposición... Es necesario, por lo tanto, que esta unión - la unión propia de la visión en
el cielo- comience por una mutación de la inteligencia creada. Mutación que, por otra
parte, no puede realizarse más que por la adquisición de una nueva disposición en la
inteligencia creada" (Cfr. 3 Contra gent. 53).

Esta disposición al acto y a la operación, que es al mismo tiempo mutación de la


potencia, unión entre la potencia y el acto, constituye el lumen gloriae, así llamado
porque se llama luz a "aquello que perfecciona el espíritu con relación a la visión".

No hay error posible sobre el pensamiento de santo Tomás. Confirma todo lo dicho
antes sobre el tema general de la actuación de una potencia creada por un Acto increado.
Actuación que, una vez más, no es información por el Acto. Por eso, la operación
consiguiente a esta actuación no es una operación común a dos principios conjuntos,
potencia y Acto, sino solamente la potencia unida a la actuación.

¿Es el lumen gloriae el único caso de este género? No, hay otros.

La gracia habitual

Ya desde ahora, hay, en los justos, una actuación de su alma, como sustancia
previamente existente de su vida racional, pero en potencia para un aumento de vida
divina, por un Principio Vital increado que, comunicándose a ella -también sin
informarla- la faculta radicalmente para las funciones de esta vida nueva cuya
culminación plena es la visión beatífica. En efecto, la tarea de los justos consiste en
caminar hacia la patria donde verán a Dios. Ahora bien, el movimiento hacia el objeto
de la visión beatífica se realiza propiamente por la caridad, única virtud que le alcanza
MAURICE DE LA TAILLE

de un modo digno de Él - ya que sólo la caridad busca a Dios por sí mismo y no por
relación a sus criaturas-, amándole por encima de todas las cosas, como verdadero fin
último. Una sola cosa basta a este amor: conocer de verdad la felicidad de aquél que se
ama. En esto consiste la amistad; y toda amistad supone cierta comunidad de vida, que
permite a cada uno mirar al amigo como otro yo; sin lo cual, la felicidad del otro no es
la mía. De parte de Dios, el amor basta para introducir en los otros esta condición, ya
que Él no depende de ella. Pero nosotros sí, y por ello, entre el alma y Dios la caridad,
nuestra caridad, requiere como algo previo una comunidad de vida plenamente
proporcionada a este total cambio de orientación, y a la comunicación final a la que se
ordena. De aquí la necesidad de una unión inicial, subyacente al amor mismo, entre el
alma del justo y el Dios de la vida futura, el Dios que pertenecerá un día a la
inteligencia, y al que la voluntad aspira con un impulso proporcionado a Él. Ahora bien,
debajo de la inteligencia y la voluntad no hay sino la esencia del alma; y por tanto es la
esencia, existiendo ya por su propia cuenta, quien se va a encontrar unida a la esencia
divina, desposada con Ella, asociada a la vida divina (divinae consortes naturae). Esta
unión de esencia a esencia se llama gracia santicante. También la gracia, además del
don creado que la constituye, supone un Don increado sin el cual se desvanecería. Es
necesario que el Acto de la vida divina venga a actuar por sí mismo la capacidad
receptiva del alma, para que surja en el alma la actuación correspondiente.

Vemos, pues, la relación entre gracia santificante y lumen gloriae. La gracia santificante
es la comunicación creada del Espíritu de vida a la esencia del alma, como el lumen
gloriae es la comunicación creada del Inteligible divino a la facultad intelectiva; aquélla
es la disposición infusa de la esencia del alma a la gracia increada, como ésta es la
disposición infusa de la facultad intelectiva a la Verdad increada; ambas son cualidades
que informan su propio sujeto; ambas constituyen la mutación de la potencia en causa,
esencia o facultad, y su unión respectiva al Acto subsistente; ambas, por tanto, miran al
Acto como término de la unión; ambas, al mismo tiempo que actuación de la potencia
por el Acto, son posesión del Acto por la potencia (ID 14, 92, a 2, ad 2) : hacen habitar
a Dios en nosotros; aquélla, en la esencia del justo, ésta en la inteligencia misma del
bienaventurado. En ambos casos, la actuación es habitual, es decir, a la vez accidental y
permanente. La actuación no es ni transitoria ni sustancial.

La unión hipostática

¿No habrá actuaciones sustanciales del Acto increado, como las hay habituales? El caso
se presenta en la unión hipostática. El Verbo encarnado, a pesar de la dualidad de
naturalezas, es sustancialmente uno, y de ningún modo accidentalmente uno. Esta
unidad sustancial requiere una comunidad de existencia sustancial entre los diversos
elementos que la componen: la unidad viene del acto por el que Cristo tiene el ser. En
efecto, en un compuesto, el mismo acto da razón' de la unidad y de la existencia, ya que
no son dos cosas diferentes ser algo actualmente existente y ser uno: ens et unum
convertuntur. También en este caso tenemos actuación por el Acto increado; pero esta
vez la actuación es de orden sustancial, ya que lleva a la naturaleza humana a la
existencia, y no a una existencia de orden accidental sino sustancial. Esta actuación
sustancial es precisamente la gracia de unión, gracia creada, como la gracia santificante,
pero no accidental.
MAURICE DE LA TAILLE

Aun en el caso de la unión hipostática, el Verbo no informa; la naturaleza humana no


ejerce respecto a la persona divina ninguna causalidad material. La causalidad material
de la naturaleza humana no afecta en el compuesto teándrico más que a la gracia de
unión. Lo que no quiere decir que el Verbo no se comunique a Sí mismo a la naturaleza
humana. Se comunica, y esta comunicación de Sí mismo no queda incluida en el orden
de la eficiencia, ya que es específica del Verbo y toda eficiencia es propia de las tres
Divinas Personas. Toda la Trinidad causa la unión, pero el término de ella es sólo el
Verbo. Por consiguiente, de parte del Verbo como término, no se trata solamente de una
actividad causal: es una función de Acto perfectivo que no es Acto informante (sin que
por ello haya que distinguir realmente en el Verbo la función de causa eficiente y la de
acto perfectivo).

Trascendencia del sobrenatural

Este único ejemplo bastaría para establecer la posibilidad de una relación distinta de la
eficiencia entre actuación creada y Acto increado. Pero hay más: excluir toda
posibilidad de este género es destruir en su base la trascendencia propia del
sobrenatural.

No cabe duda de que todo don creado procede de Dios como causa; así ocurre con la
unión hipostática, la gracia santificante y el lumen gloriae. Pero lo que hace que una
cosa sea sobrenatural no es, en definitiva, esta relación causal, sino la relación de unión,
más o menos próxima, entre la potencia pasiva creada -naturaleza o facultad- y un Acto
increado. Es evidente, ante todo, que el Acto puro no puede ser el acto connatural de
una potencia receptiva. Que si, por gracia, se hace acto de tal potencia, será algo
superior a toda connaturalidad, y por lo tanto sobrenatural. Correlativamente, la
potencia, con relación al Acto, no será natural, sino obediencial; y para que se
establezca entre ella y el Acto la correspondencia o proporción querida, tendrá que
haber una adaptación infusa divina, adaptación sustancial en el caso de la unión
hipostática y habitual en la visión beatífica. Por otra parte, toda disposición última al
Acto, siendo introducida por el Acto mismo, al que se acomoda, se encuentra
indisolublemente unida a él en la potencia que actúa. No podrá, por tanto, dejar de
superar, esta disposición, todo orden de connaturalidad. También será sobrenatural el
movimiento hacia este Acto, que se realiza por la caridad, ya que todo movimiento está
en el mismo plano que su término. Pero habría que decir lo mismo, y con mayor razón,
de la gracia santificante, apoyo de la caridad e inauguración de esta vida eterna que
culmina en Dios conocido tal como Él' es, y que tiene su principio en Dios poseído por
esencia en el seno mismo de nuestra esencia. Esta comunión habitual de esencias es
sobrenatural, por la misma razón que lo es el lumen gloriae. E igualmente será
sobrenatural todo lo que se refiera a ella como disposición próxima o remota, habitual o
actual.

Cierto que nada de esto escapa a la divina causalidad. Pero lo que confiere a estos
efectos de la acción divina su cualidad de obra sobrenatural es la relación de unión que
va implicada en ello, formalmente o al menos por vía de reducción.
MAURICE DE LA TAILLE

Comunicación y actuación

Por otra parte, no hay que preguntarse tampoco si la presencia de Dios por
comunicación -sustancial o habitual- podría subsistir sin la presencia por operación.
Como vemos, no solamente la presencia por comunicación implica siempre un efecto de
gracia, que exige una causa eficiente, y por consiguiente la presencia divina por
operación, sino que además presupone siempre un sujeto, una potencia natural, con
relación a la cual es sobrenatural. Y esta potencia natural es siempre una obra del
Creador: de tal modo que -según este segundo principio- la presencia de Dios por
operación se presupone esencialmente a la presencia de Dios por comunicación.

En cuanto a decir que allí donde hay actuación creada por un Acta increado, el primer
elemento basta sin el segundo, es como decir que la unión hipostática de la naturaleza
humana al Verbo basta sin el Verbo, o la gracia habitual sin el huésped divino a quien
nos une. Es verdad que, en cierto sentido, el primero de estos elementos basta; pero es
precisamente a causa de su conexión esencial con el segundo. No puede haber unción
sin óleo, y la única manera de recibir el óleo es la de ser ungido. Crisma y unción con el
óleo se complementan, y esta no hace inútil a aquél, ni menos indispensable. Lo mismo
ocurre con la naturaleza humana del Hombre Dios, actuada en el ser por la existencia
personal del Verbo. La actuación por este Acto no puede prescindir de este Acto,
distinto de ella misma. De muy distinta manera ocurre en la actuación de un alma o de
un ángel por su existencia connatural. Aquí, actuar se confunde con la realidad misma
del acto; la información no se distingue de la forma que se comunica: comunicarse, para
ella, es ser lo que es. Así, la determinación y el elemento determinante desaparecen al
mismo tiempo, del mismo modo que han aparecido juntos. No son más que una misma
cosa, una realidad. Tales actos no son sino aquello por lo que alguna cosa existe o es de
tal naturaleza. Nada tiene de extraño, por lo tanto, que la actuación pueda bastar por sí
misma, puesto que es el mismo acto. Es evidente que ocurrirá de otro modo si la
actuación no es el acto.

Aquellos que identifican en todo ser la esencia con la existencia, se engañarían al querer
encontrar en lo que precede una prueba aun involuntaria, en favor de su opinión. La
actuación creada de la humanidad de Cristo por el ser del Verbo no se confunde con la
humanidad de Cristo, que existiría en sí misma fuera del compuesto teándrico, por una
existencia propia y personal. Es sobrenatural, de modo que todo lo que para nosotros es
sobrenatural le es a ella connatural. No hay por lo tanto inconsecuencia en lo dicho.

Todo lo más hay que tener cuidado con una ambigüedad de expresión. Allí donde el
acto es actuación solamente, la existencia del sujeto es a la vez el acto por el que el
sujeto es actuado y la actuación del sujeto por este acto de existencia. No hay distinción
entre existencia y actuación de esta existencia. Lo cual no ocurre cuando la actuación es
distinta del acto; es decir, cuando el acto que consideramos es independiente del sujeto
al que se le compara. Veamos esto en la unión del alma y el cuerpo. El alma y el cuerpo,
al estar unidos sustancialmente, reciben la unidad del compuesto, como vimos antes, del
acto de existencia al que los dos elementos se ordenan en común. Este es uno, sin
ninguna multiplicidad interna. Y por lo tanto debe ser propio del alma, y no del cuerpo,
ya que el alma lo conserva separada del cuerpo. En su unión al cuerpo, además de la
información específica del cuerpo por la esencia del alma, hay que considerar la
comunicación al cuerpo del ser por el cual existe el alma. Esta comunicación será
distinta del ser que se comunica, ya que persiste cuando la comunicación desaparece. Y
MAURICE DE LA TAILLE

si por existencia del cuerpo se entiende su actuación por el ser, habrá que decir que esta
existencia es perecedera y corporal, pues lo recibido se recibe según el modo de ser del
sujeto. Pero si por existencia se entiende el acto por el cual existe el cuerpo, habrá que
decir que este cuerpo se beneficia de una existencia que es en sí incorruptible e
inmaterial. Tal es la condición particular del cuerpo humano como consecuencia de la
inmortalidad del alma.

Con mayor razón habrá que distinguir entre ambas acepciones de existencia cuando se
trate de la actuación de una naturaleza creada por el Acto puro. Aquí, la actuación por el
Acto será en el tiempo, mientras que el Acto subsiste más allá del tiempo. De modo que
si se pregunta cuántas existencias hay en Cristo, habrá que responder, según el sentido
de la pregunta, que una o que dos. Una, si se trata del Acto por el cual existen las dos
naturalezas, divina y humana; dos, si se trata de las actuaciones, ya que la actuación de
la naturaleza humana es temporal y creada, mientras que la actuación del Verbo, que es
el Acto mismo, es increada y eterna. Por eso santo Tomás, en la Controversia sobre la
Unión del Verbo encarnado (art. 4), dice que dos existencias, mientras que en la Sumac
111, q 17,a 2), no admite más que una.

No hay contradición entre estas dos respuestas, sino pleno acuerdo: no sólo están de
acuerdo ambas, sino que una postula la otra. Dos existencias en lo que es
sustancialmente Uno, son inconcebibles si no es mediante la unidad del acto de
existencia; y la comunidad del acto de existencia entre las diversas unidades
componentes, pone necesariamente en una de ellas una actuación muy diferente de la
que encontramos en la otra.

Gracia y "lumen gloriae"

Pero aunque haya alguna diferencia entre ambos, nada se asemeja más al Acto increado
que su comunicación creada. Por eso santo Tomás, al principio del capítulo LIII del
libro III de la Suma contra gentiles, al tratar del lumen gloriae, nota que, para ver a
Dios, es necesario que la inteligencia creada reciba de D ios una semejanza especial con
Él. Es imposible, dice, que la esencia divina se haga forma inteligible de un
entendimiento creado, "sino es en la medida en que el entendimiento creado participa de
alguna semejanza con la divinidad". Y en la Suma (I,q 12, a 5 c y ad 3), esta semejanza
es llamada por su verdadero nombre: "El lumen gloriae, dice, hace a la creatura
deiforme". "Y por esta luz, los bienaventurados se hacen deiformes, esto es, semejantes
a Dios, como está escrito (1 Jn 3,2): Cuando aparezca, seremos semejantes a Él, porque
le veremos tal como es".

Pero ya desde ahora son deiformes los justos en virtud de la gracia santificante, por la
que Dios se les comunica. La gracia es esta semilla de Dios en nuestras almas, tan
estrechamente relacionada con el lumen vitae de los bienaventurados, que excluye por sí
misma toda tiniebla de pecado (1 Jn 3,9). Es luz, aunque todavía no deslumbradora,
porque es la iluminación de la esencia de nuestras almas por Dios, Luz increada, lumen
vitae (Jn 8,12).

Por encima de la gracia y del lumen gloriae no habría nada más próximo a Dios, si el
Verbo no se hubiera encarnado. Uniendo a su Persona por un lazo sustancial la
naturaleza humana, ha hecho de la unión hipostática, de esta gracia creada de unión, la
MAURICE DE LA TAILLE

más alta y augusta, la más divina semejanza de la divinidad; no a la manera de una


filiación adoptiva, sino como una propia y sustancial comunicación de la filiación
natural: de tal modo que, en su humanidad, Cristo es hijo, hijo único de Dios por la
única generación eterna que tiene lugar en el seno de la divinidad. No hay, ni puede
haber, por parte de Dios entrega de sí más plena que ésta por la que se hace, no
solamente inteligible a una inteligencia humana o angélica, sino el ser mismo por el cual
existe la sustancia creada. Más allá de esta anión personal en la que desemboca la anión
hipostática, no hay nada: por eso, la gracia de anión es, incluso para la omnipotencia
divina, la cumbre de la semejanza a Dios. La gracia conforma sustancialmente la
naturaleza humana a la sustancia del Verbo. Pero debemos notar que, si bien nada puede
superar esta conformidad, la imposibilidad no está en una deficiencia de la potencia
divina, que puede siempre crear naturalezas más perfectas, sino en que la unión ocupa el
rango más elevado entre todas las comunicaciones posibles del Acto a una potencia
creada.

Para terminar, notemos que si la consideración de la visión beatífica, tal como la


propone santo Tomás, nos ayuda a adquirir cierto conocimiento de la unión hipostática,
por el paso de lo habitual a lo sustancial, recíprocamente, la fe en la unión hipostática
estimula nuestra fe en la visión beatífica, por el paso de lo que es más a lo que es
menos. "Al querer Dios hacerse hombre,... se le da al hombre un ejemplo de esta
bendita unión, por la que el entendimiento creado se unirá al espíritu increado, objeto de
su intelección. Pues no es algo increíble que el entendimiento natural pueda unirse a
Dios en la visión de su esencia, después que Dios se ha unido a la criatura humana por
la asunción de su naturaleza" (Compendium Theologiae, 202).

En la existencia de Cristo tenemos una garantía de nuestra esperanza, que nos hace
decir: Beati mortui, qui in Domino moriuntur (Dichosos los muertos que mueren en el
Señor)

Tradujo y condensó: MANUEL LÓPEZ-VILLASEÑOR


KARL WENNEMER, S.I.

ESPÍRITU Y VIDA EN SAN JUAN


El autor centra su reflexión en estas dos palabras claves de san Juan en las que
descubre una visión unitaria y profunda de la vida cristiana. Pues la Vida sólo se nos
da en Cristo que con su sacrificio posibilita la acción del Espíritu en el mundo. La
gracia repensada escriturísticamente en su relación con la Palabra, el Espíritu, los
sacramentos, la Iglesia nos introduce en el misterio de la inhabitación de la Trinidad en
nosotros.

Geist und Leben bei Johannes, Geist und Leben 30 (1957) 185-198

LA VIDA COMO MAGNITUD DIVINA, SOBRENATURAL

Para Juan la Vida (Zoé) no es la vida natural -a la que llama psyché- ni ambas vidas se
exigen mutuamente (cfr. Jn 10,11.15.17; 13,37. 38; 15,13; 1 Jn 3,16). Pues el hombre
que tiene la vida natural no por ello está también vivo con respecto a la Vida, y
viceversa (cfr. Jn 11,25 s). La Vida no nos es dada con el mundo creado. Por eso en el
prólogo del cuarto evangelio la Vida no aparece nunca como presupuesto de la actividad
creadora del Logos, sino sólo como fuente de salvación para los hombres (Jn 1,4). Más
aún, con la imagen de la luz y las tinieblas Juan expresa la contraposición entre la Vida
y el mundo creado, que es consecuencia no de una determinación metafísica de la
esencia del mundo, sino de su libre decisión por las tinieblas, por el pecado (cfr Jn 3,19-
21). El mundo ha seguido (Jn 8,43s; 1 Jn 3,8.12) al demonio, al príncipe de este mundo
(Jn 12,31) y así los hombres están muertos al ser interpelados por la voz del Redentor
(cfr Jn 5,25).

La Vida, pues, para Juan no es un bien intramundano: está primaria y originariamente


en Dios. El Padre "tiene la vida en sí mismo" (Jn 5,26), es decir, es esencialmente Vida,
como también Luz (1 Jn 1,5) y Espíritu (Jn 4,24). Del Padre pasa la Vida al Hijo al que
ha dado el "tener vida en sí mismo" (Jn 5,26) por cuanto participa de la única
Naturaleza divina, que es esencialmente Vida (cfr Jn 10,29.38). Así el Hijo es "la Vida"
(Jn 11,25) y así es llamado simplemente "la Vida" (Jn l,4) o "el Verbo de Vida" (l Jn
1,l). Junto al Padre y al Hijo aparece en San Juan el Espíritu Santo. No dice de Él
expresamente que es esencialmente Vida, pero esto es evidente dada su relación original
al Padre y al Hijo (cfr Jn 15,26) y su mismo nombre Pneuma (Espíritu) ya lo indica. De
Él habla Cristo con la imagen del "agua viva" (Jn 7,38s; 4,10.14), dejándonos entrever
que el principio de la vida divina que procede del Padre y del Hijo será activo en el
desierto de este mundo: "el espíritu es el que da vida" (Jn 6,63).

CRISTO PORTADOR DE LA VIDA POR EL DON DEL ESPIRITU

Cristo es la Vida

Fuera del mundo divino, la Vida sólo es posible como participación gratuita por parte de
Dios. El Padre ha mostrado su amor al mundo enviando a su Hijo Unigénito para salvar
al mundo de la muerte y llevarlo a la Vida. Misión que se realiza plenamente en la
encarnación del Logos (Jn 1,14), que es "la Vida" (1 Jn 1,1s). Esta significación
salvífica, de la Encarnación la expresa Juan claramente como inmersión de la vida
KARL WENNEMER, S.I.

divina en este mundo de muerte: "porque la vida se ha manifestado y nosotros hemos


visto y testificamos y os anunciamos la vida eterna, que estaba en el Padre y se nos
manifestó" (1 Jn 1,2). Juan subraya continuamente que el Hijo de Dios encarnado es el
Salvador único y necesario del mundo: "...Dios nos ha dado la vida eterna, y esta vida
está en su Hijo. El que tiene al Hijo tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios,
tampoco tiene la vida" (1 Jn 5,11s). "El Padre ama al Hijo y ha puesto en su mano todas
las cosas. El que cree en el Hijo tiene la vida eterna; el que rehúsa creer en el Hijo no
verá la vida, sino que estará sobre él la cólera de Dios" (Jn 3,35s;). Y lo mismo se
expresa en las autoafirmaciones de Jesús: "Yo soy la puerta" (Jn 10,7.9), "yo soy la vid"
(Jn 15,l.0, "yo soy el pan de vida" (Jn 6,35.48), "yo soy la luz del mundo... el que me
sigue... tendrá luz de vida" (Jn 8,12; 12,46), "yo soy la resurrección y la vida" (Jn
11,25), "yo soy el camino, la verdad y la vida" (Jn 14,6).

Fe y sacrificio de Cristo

Si la Vida sólo es accesible en Cristo, cl hombre ha de ir a Él. De ahí la invitación:


|lt;SÍ, alguno tiene sed, venga a mí ..." (Jn. 7,37). Este ir acontece sólo en la fe. La fe es
la obra que Dios exige al hombre que haga para conseguir la vida de Cristo (cfr. Jn
6,28s). Por esto la invitación antes citada prosigue: "y beba el que cree en mí" (Jn 7,37).
Pero la fe no es una pura tarea humana, sino más bien obra de Dios en el hombre (cfr Jn
6,44s), pues el hombre no puede por sí solo recibir a Cristo en la fe, abrirse a Él del
modo conveniente. Si entendemos así la fe como abertura graciosa de todo el hombre -
entendimiento y voluntad- a Cristo y a la palabra de su verdad, la fe es el proceso
mismo dula participación de la vida, de la venida de Cristo al hombre en el Espíritu (cfr
Jn 3,31-34).

¿Cómo actúa Cristo la fe en los creyentes? Por medio de su sacrificio: "es preciso que
sea levantado el Hijo del Hombre" (en la Cruz) "para que todo el que creyere en Él
tenga la vida eterna" (Jn 3,14s). Dios lo entregó "para que todo el que crea en Él no
perezca, sino que tenga la vida eterna" (Jn 3,16).

La cruz y el don del Espíritu

¿En qué medida tiene la muerte de Cristo este significado salvífico para la vida del
mundo? Primero, superando el impedimento decisivo que separaba al mundo de la
salvación y vida de Dios: "el pecado del mundo" (Jn 1,29), por medio de la expiación
que como "Cordero de Dios" ofreció al Padre por los pecados del mundo (cfr 1 Jn 2,2;
4,10). En segundo lugar, liberando, por decirlo así, en favor del mundo al "agua viva"
(Jn 7,38) o al "espíritu... que da vida" (Jn 6,63), por el que el mundo debía ser
santificado en los tiempos mesiánicos según las promesas del AT. A ello alude la frase
de Cristo: "ríos de agua viva correrá de su seno" (Jn 7,38). Y el evangelista explica el
agua viva que brota del cuerpo de Cristo como el Espíritu que los creyentes debían
recibir de Él (Jn 7,39). Este texto, a la luz de la Transfixión del costado (Jn 19,34), del
que brotaron sangre y agua, símbolos de los sacramentos que comunican el espíritu (Jn
5,6s), nos muestra que Jesús es la fuente del don salvífico del espíritu. Y lo mismo
aparece en el diálogo con Nicodemo. Cuando éste pregunta cómo es posible renacer del
agua y el espíritu, Jesús le señala el misterio de la elevación del Hijo del Hombre:
KARL WENNEMER, S.I.

"A la manera que Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es preciso que sea
levantado el Hijo del Hombre, para que todo el que creyere en Él tenga la vida eterna"
(Jn 3,14s). Renacer del espíritu, vida verdadera, es posible sólo en el marco de la
Encarnación y Redención (cfr Jn 7,39; 12,32).

Glorificado por la Cruz, Jesús es el que bautiza en el Espíritu (Jn l,33), el que por el don
del Espíritu salva al mundo de la muerte del pecado y lo vivifica divinamente. Jesús lo
explica de, un modo plástico a la Samaritana: "el que beba del agua que yo le diere no
tendrá jamás sed, que el agua que yo le daré se hará en él una fuente que salte hasta la
vida eterna" (Jn 4,14; cfr 4,10).

LA MEDIACIÓN SACRAMENTAL DEL ESPIRITU VIVIFICADOR

Por los sacramentos se realiza la participación del Espíritu. El cuarto evangelio lo


simboliza en el agua y la sangre que brotaron de la herida del costado (Jn 19,34). Y en 1
Jn 5,8 la reunión de Espíritu, Agua, Sangre nos da a entender que Juan ve en el agua y
la sangre los dos portadores principales del Espíritu de Jesús: el Bautismo y la
Eucaristía, el sacramento que funda la vida divina en el creyente y el que la lleva hacia
su plenitud.

El Bautismo

En la conversación con Nicodemo se pregunta cómo puede entrar el hombre en el


"Reino de Dios" (Jn 3,5), que es en Juan un concepto equivalente a Vida. ¿Cómo puede,
pues, el hombre "ver la vida" (Jn 3,36), es decir, participar de ella? Jesús contesta que
no basta una mera conversión. Es preciso renacer, y esta vez de un origen más elevado:
"nacer del agua y del Espíritu" (Jn 3,5). "Lo que nace de la carne, carne es; pero lo que
nace del espíritu, es espíritu" (Jn 3,6). Por su origen natural el hombre es carne -
debilidad, pecado- y está por ello en oposición al Reino de Dios. Pero por el nacimiento
del espíritu el hombre se hace espíritu, "partícipe de la divina naturaleza" (2 Pe 1,4). Y
si esto se realiza por "el agua y el espíritu" es porque él nacimiento del espíritu acontece
bajo el signo sensible del sacramento. ¿En qué consiste esta espiritualización del
hombre? En que el Espíritu de Dios por medió de su acción creadora sobrenatural eleva
el alma y sus potencias, las asimila, las espiritualiza (=gracia creada) y al mismo tiempo
se comunica y une formalmente a ellas en su realidad increada como don del Padre (=
gracia increada).

En el hecho de que el "agua viva" (Espíritu de Dios) es comunicada a los hombres y


permanece en ellos eternamente como fuente, está incluido el que la gracia -considerada
como un todo- se realiza no ya en el don creado de la gracia santificante, sino
primariamente en la autocomunicación del Espíritu increado. Por eso dice Cristo: "el
Padre os dará otro abogado, que estará con vosotros para siempre, el Espíritu de
'verdad...; vosotros le conocéis, porque permanece con vosotros y está en vosotros" (Jn
14,16-17). Según San Juan, el hombre, por la gracia increada del E.S., llega a ser sujeto
de la vida divina.

Nótese de paso que Juan en la Penitencia atribuye al E.S. el restablecimiento de la vida


divina perdida por el pecado: "Recibid el Espíritu Santo; a quien perdonareis los
KARL WENNEMER, S.I.

pecados les será perdonados; a quienes se los retuviereis les serán retenidos" (Jn
20,22s).

La Eucaristía

Es el objeto principal del discurso de Jesús en el capítulo 6 del cuarto evangelio. El Hijo
del Hombre, dado en persona al mundo como pan celeste del Padre para que creyendo
en Él tenga vida eterna, promete a los creyentes darles su carne y su sangre como
manjar (Jn 6,27.48-59). Puesto que este manjar ha de ser comido y bebido realmente -y
no sólo recibido en la fe-, el sentido sacramental y eucarístico de la promesa es
innegable. Así como la entrada en la vida divina está ligada al Bautismo, el desarrollo
de esta vida lo está a la Eucaristía, que es el sacramento por antonomasia: "En verdad,
en verdad os digo que si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre,
no tendréis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna
y yo le resucitaré el último día" (Jn 6,53s).

¿Por qué tiene la Eucaristía este significado sobresaliente? Porque es el sacramento


central del Espíritu. En ningún otro sacramento está el Espíritu ligado tan esencialmente
y con tal plenitud al signo sacramental como en el sacramento del Cuerpo y la Sangre
del Señor. El mismo Jesús nos lo demuestra cuando da a entender a muchos discípulos,
escandalizados por tener que comer su cuerpo y sangre, que no se trata del cuerpo y la
sangre de un muerto, ni de una carne en el sentido terrestre y caduco: ("¿esto os
escandaliza?, ¿Pues qué sería si vierais al Hijo del Hombre subir allí donde estaba
antes?"; Jn 6,61s), sino que le corresponde una existencia en la que la carne está en la
situación de la suprema plenitud del Espíritu (cfr Jn 6,63).

Por la Encarnación, el Espíritu está esencialmente en ella. Por la muerte salvífica, el


Espíritu está unida a ella para la salvación del mundo. De la Eucaristía, que hace
presente la Pasión y Muerte de Cristo hasta el fin de los tiempos, brota el fruto de esta
Pasión como una fuente de agua viva para el mundo creyente; su carne y sangre se
convierten en el portador del Espíritu y con ello de la vida. En relación a esta potencia
vital del Espíritu, que vive y se comunica en la carne y sangre de Cristo, las palabras de
Jesús son "espíritu y vida" (Jn 6,63). Y esta posición central de la Eucaristía no viene
minimizada por el hecho de que también en los otros sacramentos se participa del
Espíritu. Pues como nos dice Sto. Tomás "Este sacramento (de la Eucaristía) tiene de
suyo virtud para dar la gracia hasta el extremo de que nadie la tiene antes de recibirlo en
deseó: en deseo personal, como los adultos, o en deseo de la Iglesia, como los niños" (S.
Th. III, q 79 a 1 ad 1).

INHABITACIÓN DEL ESPÍRITU, DEL PADRE Y DEL HIJO

En la Eucaristía, bajo las apariencias de pan y vino, se nos da la presencia corporal del
Dios-Hombre. Esta unión corporal señala lo que pretende realizar: la unión espiritual,
pero real y perdurable, con Cristo, el injerto del sarmiento en la vid divina. Esto se
realiza en la comunicación del Espíritu como principio vital divino. Es verdad que todo
obrar de Dios hacia fuera, incluido el sobrenatural, es común a las tres divinas personas.
Pero el obrar sobrenatural es atribuido en la Sagrada Escritura particularmente al
Espíritu, pues en virtud de la cualidad de su inhabitación parece que está ordenado a él.
KARL WENNEMER, S.I.

En la misión del Espíritu, el Padre y el Hijo vienen también a nosotros. "No os dejaré
huérfanos: vendré a vosotros. Todavía un poco y... me veréis, porque yo vivo y vosotros
viviréis. En aquel día conoceréis que yo estoy en mi Padre y vosotros en mí y yo en
vosotros" (Jn 14,18-20), dice Jesús a continuación de la promesa del Espíritu.

Por la gracia, el Hijo es en cierto modo el último sujeto personal en el hombre. No hay
una unión hipostática con la Palabra del Padre, pues queda en pie la independencia
personal del hombre. Pero la unión con Cristo por la gracia es como una extensión de la
Encarnación: "y ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí" (Gál 2,20). "Porque todos
sois uno en Cristo Jesús" (Gál 3,28). Juan nos expresa la unión personal mística de
todos los creyentes en Cristo con la imagen del sarmiento y la vid.

CRECIMIENTO DE LA VIDA POR LA RECEPCIÓN DE LA PALABRA DE


CRISTO EN EL ESPÍRITU SANTO

La gracia no es sólo un don, sino una tarea, algo dinámico (cfr Rom 8,14). El Padre
"busca" hijos que le adoren "en espíritu y en verdad" (Jn 4,23). Viviendo en Cristo por
el Espíritu podemos y debemos, con la ayuda de Dios, decidirnos libre y continuamente
en favor de Dios en el sentido de la vida verdadera. Pues tenemos también la posibilidad
de seguir culpablemente al "espíritu del error" contra el "espíritu de la verdad" (cfr 1 Jn
4,6). Por eso nos advierte San Juan: "No améis al mundo ni lo que hay en el mundo. Si
alguno ama al mundo, no está en él la caridad del Padre" (1 Jn 2,15).

El Espíritu, que es el "espíritu de verdad" (Jn 14,17), más aún, "la Verdad" misma (1 Jn
5,6), nos configura en Cristo y su vida, introduciéndonos en la Verdad, que es Cristo.
Jesús dice "Yo soy el camino, la verdad y la vida" (Jn 14,6). Es la vida en cuanto es la
verdad, la Palabra del Padre en la que éste ha expresado su esencia oculta (Jn 1,1), en la
que ha comunicado su plena realidad, su vida total (Jn 1,18). Por esta Palabra, el Padre
se hace accesible a los oídos y ojos de los hombres. Cristo con su palabra y su acción
revela al Padre, es en su Persona camino hacia el Padre. "El que me ha visto a mí ha
visto al Padre" (Jn 14,9). Jesús ve en esta revelación la plenitud de su tarea de dar la
vida al mundo. Pues "esta es la vida eterna, que te conozcan a ti, único Dios verdadero y
a tu enviado Jesucristo" (Jn 17,3).

Pero esta revelación es inaccesible por sí misma al hombre natural, y mucho más al
hombre caído. Es necesaria la gracia, el Espíritu. Cristo está "lleno de gracia y de
verdad" (Jn 1,14). "La gracia y la verdad por mano de Jesucristo fue hecha" (Jn 1,17).
Porque Cristo no habla su palabra desde fuera, sino que comunica también desde dentro
su Espíritu que eleva y fortalece las fuerzas del hombre, su Palabra encuentra espacio en
el hombre, se hace vida divina, auténtico conocimiento de Dios. Esta recepción de la
Palabra de Cristo en el Espíritu significa la santificación por la palabra de verdad (Jn
17,17), la participación de la gloria que el Hijo ha recibido del Padre (Jn 17,22). Es la fe
"que vence al mundo" (i Jn 5,4).
KARL WENNEMER, S.I.

FE Y AMOR

Fe

La vida de fe es fundamentalmente una claridad intelectual en la que el solo Dios


verdadero es conocido y afirmado por el creyente en su esencia y sus Personas, en las
disposiciones de su gracia, en las exigencias de su voluntad. La fe que pide el cuarto
evangelio implica no sólo seguir a Cristo, sino también conocer su Persona y su
significación salvífica. Y en su primera carta Juan contrapone expresamente en tres
fragmentos (2,18-28) la doctrina recta sobre el misterio de Cristo al error y lo hace con
tal seriedad que no podemos dudar de la significación esencial del conocimiento recto
de la fe. Pero al mismo tiempo el aspecto intelectual de la vida sobrenatural es reducido,
en último término, al obrar del Espíritu Santo.

Jesús promete a los Apóstoles, como testigos y maestros responsables, la plenitud de su


verdad reveladora: "pero cuando viniere Aquel, el Espíritu de verdad, os guiará hacia la
verdad completa" (Jn 16, 13-15; cfr 15,26s; 14,26). También al creyente asegura Juan la
recta posesión de la fe frente a los errores del Anticristo: "vosotros conocéis todas las
cosas", "vosotros conocéis la verdad", ¿Por qué? Porque "tenéis la unción (el Espíritu)
del Santo" (1 Jn 2,20.21.27). Con ello no se hace superfluo el enseñar de la Iglesia. En
el mismo contexto Juan exige a los fieles "lo que desde el principio habéis oído,
procurad que permanezca en vosotros", es decir, permaneced en la doctrina de los
Apóstoles, de la Iglesia. Pues si no lo hacen, no pueden permanecer "en el Hijo y en el
Padre" (1 Jn 2,24). La palabra exterior de la Iglesia y la interior del Espíritu obran
juntamente. No puede haber oposición entre ellas, pues la palabra de la Iglesia es la
Palabra de Cristo, que, iluminada y dirigida por el Espíritu, predica infaliblemente a
través de todos los tiempos. Sólo en la Iglesia tiene el fiel la garantía de no equivocarse.
Oír a la Iglesia es, para Juan, un criterio para distinguir si se sigue al Espíritu de verdad
(cfr 1 Jn 4,6), que es, de acuerdo con la última oración de Cristo, un Espíritu de unidad.

Amor

Pero vivir en la fe implica una comprensión más profunda de la verdad de Cristo: la de


la voluntad y el obrar amorosos. Juan acentúa este aspecto en su primera carta. Toda la
predicación de Cristo quiere mostrar que "Dios es luz y que en Él no hay tiniebla
alguna" (1 Jn 1,5), que "Él es justo" (2,29), que "Dios es amori" (4,7-10). La primera
afirmación "Dios es luz" significa la santidad moral de Dios y es fundamentalmente
idéntica a la segunda, "Dios es justo". Y ambas son en último término el amor
incomprensible de Dios que se revela sólo en Cristo. La vida divina del creyente
consiste en abrazar con plena voluntad la santidad de Dios conocida por Cristo y dejarla
aparecer en todo su pensar y su obrar. Ha de caminar a la luz, como Dios es luz (1,6-
2,17); ha de ser justo, como Dios es justo y santo (2,29-3,24); ha de amar, porque Dios
es el amor (4,11-5,4). Esto significa negativamente que el fiel reconoce en sí mismo y
confiesa su pecado para ser justificado por la Sangre de Cristo (1,7-2,2); que evita el
pecado (2,1), sobre todo el odio (2,9.11). Positivamente, que observa los mandamientos
(2,3-6), sobre todo el del amor (2,10).

El Espíritu, es pues, la condición de posibilidad del obrar bien, como lo era de la fe


verdadera. Juan acentúa tanto la fuerza del creyente para superar el pecado, que sus
KARL WENNEMER, S.I.

afirmaciones a este respecto (1 Jn 3,9) parece que se oponen a otras en las que afirma
que el cristiano es aún pecador (1,8-2,2). La solución está en que el que ha nacido de
Dios puede realmente evitar el pecado en la medida en que se apoya en la fuerza del
Espíritu. Así, en cierto modo, no puede pecar. Pero como es y debe ser libre para que
sea posible una decisión moral en favor de Dios, el cristiano puede decidirse también
contra Dios y su Santo Espíritu. Y si el Espíritu es el que posibilita el obrar bien, Juan
concluye con razón que el hacer lo justo, el guardar los mandamientos y el amar a los
hermanos son señal clara de que Cristo habita en nosotros. (2,29).

Conclusión

En la fe y en el amor se despliega la vida divina en el Espíritu Santo. Jesús dice en el


evangelio: "El que escucha mi palabra y cree en el que me envió, tiene la vida eterna y
no es juzgado, porque pasó de la muerte a la vida" (Jn 5,24). Juan afirma en su carta:
"Sabemos que hemos sido trasladados de la muerte a la vida, porque amamos a los
hermanos" (1 Jn 3,14). En la fe y en el amor la vida divina está actualmente presente en
nosotros. La vida eterna es ya un bien presente, como lo es también el Reino de Dios.
Pero la vida en el Espíritu espera todavía su plenitud. La espiritualización del hombre
por el nacimiento del agua y el espíritu y por el alimento del pan y el vino espirituales
encontrará su plenitud con la transfiguración del cuerpo en la resurrección del último
día (Jn 5,28s; 6,39.40.54). El conocimiento y el amor en la oscuridad de la fe se
traducirá en la visión inmediata del Dios trino que habita en nosotros cuando lo veremos
como es (1 Jn 3,2), cuando podremos ver y amar perfectamente la gloria del Padre en el
Hijo por el Espíritu.

Tradujo y condensó: XAVIER ALEGRE


AUGUST BRUNNER, S. J.

REVELACIÓN POR LA HISTORIA


Offenbarung durch Geschichte, Stimmen der Zeit, 177 (1966) 161-173.

LOS DIOSES PAGANOS Y EL DIOS DE ISRAEL

Si comparamos la religión de Israel con la de sus vecinos paganos, vemos claramente


entre ellos esta diferencia esencia l: que Israel conoce y reconoce a Yahvé como señor de
la historia y no sólo como señor de la naturaleza. En cambio, los dioses paganos servían
como de garantía para la marcha normal de las leyes naturales y rara vez intervenían en
la historia. A veces si se dirigía el individuo a su dios en busca de ayuda para los
momentos importantes de su vida. Pero se trataba de intervenciones aisladas del dios,
que por lo demás, como un gran señor, dejaba a sus súbditos a su propia suerte, con tal
que cumplieran sus obligaciones. De todos modos nunca ejercieron los dioses paganos
una providencia que abarcase toda la historia.

Por el contrario, Israel cree que Yahvé tiene en sus manos el curso de la historia y que
persigue con él intenciones concretas. Intenciones que por otra parte quedarán ocultas al
hombre, si Yahvé no se decide libremente a 'revelárselas por sus profetas.

Es sin duda esta fe en la guía de Yahvé en y ponla historia, la que ha hecho posible la
pervivencia de Israel y ,su religión después de su destrucción política e incluso después
de la destrucción de su templo. Mientras que para los demás pueblos semejante derrota
y sumisión a otros siempre significó la desaparición de la religión y de los dioses
nacionales.

Esta relación entre revelación e historia no es casual, sino que radica en la esencia de
Yahvé, tal como Israel lo concebía. En los dioses paganos pesaba mucho más el
elemento natural que el personal. Eran fuerzas naturales interpretadas de manera
antropomórfica. Se les atribuyó carácter divino porque se experimentaba su influencia
decisiva para el bien del hombre. Pero por bien se entendía la prosperidad y bienestar
terrenos. De aquí que no tuviesen una relación fundamental con la moralidad. De ahí
también el auge de la magia: se pretendía, lo mismo que se influye con ciertos medios
técnicos independientes de toda actitud personal en la vida infrapersonal, influir en las
fuerzas divinas difundidas por el mundo con sólo la ejecución precisa de ciertos ritos,
sin necesidad de una disposición interior. Naturalmente había individuos que en algunos
momentos, e incluso constantemente, se acercaban a la divinidad con sincera
disposición interior. Entonces aparecía el otro elemento -lo personal- en los dioses. Y la
expresión de tal disposición en himnos y salmos, no se diferenciaba mucho de los
Salmos de la Biblia. De todos modos formaban una parte muy pequeña de la expresión
religiosa, constituida sobre todo -en el culto oficial exclusivamente- por conjuraciones,
textos mágicos, ritos para la fecundidad sexual, etc. Siendo lo decisivo en el culto su
ejecución exacta.

En cambio Yahvé es un Dios personal y trascendente, que no admite comparación con


poderes intramundanos. Es el Señor y no necesita como los dioses paganos de las
ofrendas y sacrificios. De ahí que éstos sólo tengan valor como expresión y símbolo de
una disposición interior.
AUGUST BRUNNER, S. J.

Cierto que Israel tendía a concebir sus relaciones con Yahvé al estilo de sus vecinos
paganos: una ligación natural de la que dependen prosperidad, salud, enfermedad, prole,
cosecha, prestigio y poder. Pero contra semejante idolatrización de Yahvé se produce a
lo largo de toda la historia de Israel una lucha implacable. Al final fue incluso necesario
que el pueblo experimentase su desaparición como , pueblo libre - lo que entonces solía
significar desaparición absoluta- para que su fe llegara a la convicción profunda de que
Yahvé era independiente también de su pueblo y del culto de su pueblo, y que no corría
su misma suerte como los dioses paganos.

Otra prueba de esta independencia absoluta fue el hecho único de que Yahvé no se
identificaba ciegamente con los intereses de su pueblo. Al contrario, se le oponía
cuando faltaba, y lo castigaba -¡hasta con la destrucción del templo!- para que
comprendiese que su bienestar no dependía sólo de la brillantez de su culto y la riqueza
de sus dádivas, sino de su disposición interior y su forma de vida.

La relación de Yahvé con Israel no era una ligación natural de Dios con su pueblo,
como entre los dioses paganos, sino un pacto, libremente ofrecido por Dios y libremente
aceptado por Israel; una elección libre, que se revelaba en hechos históricos.

HISTORIA Y CONOCIMIENTO DE UN DIOS PERSONAL

En los sucesos meramente naturales no encuentra el hombre actitudes o disposiciones


interiores y personales. Experimentamos inmediatamente lo personal, con sus actitudes,
sentimientos y posibilidades de decisión libre, única y exclusivamente en el terreno
interhumano. En todo contacto con otro hombre, en cuanto atribuimos un sentido a sus
palabras, aunque no estemos de acuerdo y las rechacemos, experimentamos
inmediatamente al hombre como algo que entiende, que busca un sentido y que dispone
libremente de sus potencias. Al mismo tiempo nos exige él implícitamente que lo
reconozcamos como independiente y libre y no como mero medio para fines
extrínsecos. Y al aceptarlo así formamos con él comunidad.

Semejante acuerdo y unidad es imposible con las fuerzas naturales, que alcanzan su
efecto con total independencia de toda disposición interior.

De esta posesión de sí mismo y de esta exigencia de reconocimiento se siguen las demás


actitudes personales: así la libertad de revelación, por la que se comunica a otros el
propio mundo interior al que no hay otra entrada fuera de esa libre revelación; el influjo
en otros no por violencia sino por exposición de razones, por exhortación y consejo; la
veracidad, que tiene en cuenta la capacidad del otro para un conocimiento objetivo, y
por lo tanto intenta influir en él sólo a través de esa capacidad; la fidelidad, por la que el
lazo personal hacia el otro es independiente de toda mutación natural y que encuentra en
la posesión de sí mismo la fuerza para mantener la promesa hecha; y por último, el amor
como la perfecta aceptación del otro como único e irrepetible en su independencia y
libertad.

En este comportamiento y actividad interviene siempre el propio yo libre y espiritual,


que se compromete y se entrega o se niega. Esto es posible sólo por la libre posesión de
sí mismo, que es condición de posibilidad para todo lo que sea dar ó recibir, para toda
AUGUST BRUNNER, S. J.

comunidad ya que comunidad supone la capacidad de ponerse en el lugar del otro y ver
desde ahí la realidad.

Y porque esa posesión de sí mismo no se da en el reino animal, falta también la


comunidad y se da sólo la ligación natural al rebaño, donde el comportamiento común
no encierra una aceptación libre del otro.

Historia y llamada

Conocemos al hombre como hombre solamente cuando en el contacto humano


experimentamos y aceptamos al otro como otro, independiente, libre, y que exige ser
aceptado como tal por nosotros. Por lo tanto todo contacto auténticamente humano es
una llamada a esa afirmación del otro en sí mismo (es decir una llamada al amor).

Por el contrario en la naturaleza no se da contacto en ese sentido. El animal o la cosa


pueden atraerme o repelerme y producir en mí la acción correspondiente, como ataque,
defensa, o huida. Pero esto sucede con una necesidad más o menos ciega.

Si todo contacto humano significa una llamada, mucho más el contacto con el Dios
personal. Y también aquí esa llamada exige el reconocimiento de Dios como Dios,
como el señor sin condiciones a quien el hombre debe todo lo que es y lo que tiene.

Los dioses paganos no eran reconocidos como creadores, sino como conformadores del
mundo, y además representaban una pluralidad de intereses, a menudo contrarios entre
sí. Por lo tanto, ninguno de ellos podía exigir exclusiva y plenamente la entrega del
hombre, es decir llamarlo en su último reducto de unidad: en su persona. Por eso se
entendió la Salud no como algo supramundano, que correspondiera a la esencia de la
persona, sino como la posesión de bienes intramundanos, en la que el hombre se sentía
dependiente de diversos dioses.

En cambio la llamada del Dios puramente personal, que ha creado en plena libertad el
mundo y el hombre, se dirige al hombre íntegro, a la persona, y le exige el
reconocimiento de la superioridad absoluta de Dios y de su dependencia total como
hombre. Sólo así llega el hombre al acuerdo con Dios y consigo mismo.

Pero semejante llamada enc uentra una base de experiencia y una analogía solamente en
el campo humano; igual que lo histórico-humano ofrece una analogía para comprender
la vida personal de Dios. Y es que categorías puramente ontológicas, valederas para
todo ser, no pueden expresar lo especifico de ese ser-personal.

Por último, se ha mostrado lo más íntimo y profundo del misterio de Dios en un único
Hombre, cuyo comportamiento y cuyas libres decisiones procedían inmediatamente de
la segunda Persona divina y a ella pertenecían; de manera que El ha traducido, por así
decirlo, a Dios al lenguaje humano, no sólo con sus palabras sino con todo su ser.

Después nos damos cuenta de que ésta tenía que ser la plena y definitiva revelación de
ese Dios personal. Toda otra revelación por ser mediata (Gál 3,19), sólo podía ser
parcial y hecha con vistas a la última -y sólo a la luz de ésta del todo comprensible-.
Aquí radica la profunda y esencial tendencia del Antiguo Testamento hacia el Nuevo.
AUGUST BRUNNER, S. J.

Pues el elemento personal en Dios es lo último e irremo ntable; como lo es igualmente


en el hombre, detrás de cuya libertad ya no se puede bucear. Querer ascender de las
personas divinas como de algo provisorio a la unidad de la divinidad como a un escalón
superior, no es un paso adelante sino atrás, hacia lo meramente natural, lo sin-
conciencia, lo sin- libertad.

Los dioses paganos como fuerzas del mundo no podían hacer revelación alguna. Ni
tenían un interior que comunicar, ni era necesaria una revelación para conocer su acción
sobre los sucesos intramundanos. Y lo que intenta comprender el mito, no se basa en la
libre revelación del dios sino en la imaginación humana. De ahí que la interpretación
humana de las fuerzas de la naturaleza y sus operaciones las muestre arbitrarias,
envidiosas, dirigidas a la dicha terrestre, es decir, igual que se representaban los paganos
a sus dioses.

En cambio, lo propiamente personal sólo puede darse a conocer por libre revelación, y
esto ya en el terreno meramente humano. Por eso se considera una ofensa el intento de
penetrar en la vida interior de otro en contra de su voluntad.

Pero la vida personal de Dios es todavía mucho más inasequible a toda pretensión
intrusa. Dios es espíritu puro. Además, su revelación es absolutamente libre, no a
medias como la del hombre. Porque Dios no necesita nada fuera de sí mismo.

Pero toda actividad libre, toda comunicación propiamente dicha es, por ser libre,
irrepetible e histórica. Por eso corresponde a la esencia personal del verdadero Dios que
su revelación se realice por la historia, y se acomode al proceder histórico del hombre,
aunque sólo por analogía.

Reproducción mítica e histórica

Lo histórico, como resultante del espíritu humano, tiene una duración muy distinta de la
que tiene lo meramente natural. Lo natural ocurre y ocurrirá siempre de la misma
manera y según las mismas leyes. Por eso cuando pasa, pasó del todo. En cambio, el
hombre cambia él mismo un poco en cada decisión que toma. Por eso su pasado sigue
de alguna manera presente en él y en sus nuevas decisiones. Una llamada dirigida a la
persona y aceptada por ella sigue presente y determina el futuro, pues ha sido asumida:
por el espíritu del hombre que ha cambiado el juego de posibilidades y decisiones. En
cambio, lo natural no tiene posibilidades en este sentido. En el campa biológico hay
costumbres que son como una sombra de las actitudes humanas, pero radicalmente
distintas. El animal se comporta sin libertad y no puede colocarse frente a su propio
comportamiento: no se comporta propiamente.

De ahí se sigue una diferencia importante para la esencia del culto, según se realice en
el campo del mito o en el de la revelación histórica. El culto mítico es una historización
de lo natural. Es decir, intenta hacer efectivo y conservar lo natural de la misma manera
que se hace con los sucesos históricos: reproduciéndolos. Pero esta reproducción es
esencialmente distinta de la reproducción histórica. En la reproducción mítica se intenta
producir por segunda vez lo que acaeció anteriormente. Pero de ese primer acaecer no
queda ahora nada. La reproducción se realiza igual que si fuera ella el primer acaecer.
La relación con aquél permanece exterior a ella, sólo en la mente humana. Y es que
AUGUST BRUNNER, S. J.

tampoco se pueden separar forma y contenido en el acaecer natural, sencillamente


porque no hay en él un contenido espiritual, un sentido. Por eso hay que repetir
exactamente la forma del acaecer primero, si se quiere reproducir el mismo efecto.

Lo histórico es muy distinto. Un acaecer externo y visible es histórico sólo en fuerza de


la libertad y del espíritu, de lo personal que se muestra en él con su potencia creadora.
La unión de la forma visible con ese contenido espiritual no es necesaria e inmutable,
sino libre. Por eso puede cambiar permaneciendo el contenido espiritual inmutable, pues
no depende de la forma. Como el contenido de un libro no depende de la forma del
mismo.

Por lo tanto puede un mismo contenido espiritual renacer o permanecer en formas


nuevas. Incluso puede resultar más claro a generaciones posteriores. El sentido, en
cuanto humano, está, ligado necesariamente a una forma, pero no a ésta o aquélla. Y
esto está en-perfecta correspondencia con el ser humano: el espíritu humano no puede
existir sin cuerpo, pero ese cuerpo se halla en constante mutación y recibe su identidad
sólo del espíritu que lo anima. Por eso resulta muy oscuro, por no decir inaplicable, el
concepto de identidad en el campo de lo meramente natural.

De lo dicho se sigue que la reproducción propiamente dicha sólo es posible para lo


espiritual-personal y dentro de la historia. Lo espiritual puede reproducirse, repetirse,
como igual y al mismo tiempo distinto, como pasado y sin embargo presente. Y así
como podemos entender a hombres que hoy existen y entran en contacto con nosotros,
de manera que podamos ver la realidad desde el punto de vista de esos hombres,
asimismo es posible tomar contacto con hombres del pasado y dejarse invocar por ellos,
mientras se dé la tradición como condición previa. No es necesario reproducir la misma
forma, copiada del pasado. Al contrario, ello podría significar un falseamiento de la
realidad. Ninguna forma histórica se adapta plenamente al contenido espiritual que en
ella se realiza. Al ser éste histórico tiene que adaptarse su expresión a cada situación
histórica. Cuando a lo largo de la historia van apareciendo distintas facetas de un
contenido espiritual, tiene que cambiar correspondientemente la forma de expresión, y
con frecuencia una forma posterior expresará mejor el contenido original que la forma
primera. Pero ésta sigue siendo interesante para poder comprobar la igualdad sustancial
de lo espiritual a través de todas las mutaciones.

El culto en el campo mítico y en el histórico

Con esto tenemos las condiciones necesarias para un entendimiento del culto. Su
esencia está no en la forma exterior, sino en el contenido humano espiritual. Y éste no
es el mismo en el paganismo y en la religión del Dios personal. La teología protestante
pasa por alto frecuentemente este hecho y rechaza más o menos decididamente el culto
como no adecuado al cristianismo. La razón profunda de ello se encuentra en el gran
influjo del Kantismo en la teología protestante: no se puede conocer el contenido
espiritual de otro hombre directamente y en sí mismo, ya que todo conocimiento no es
más que conformación de los datos sensibles por las propias categorías -doctrina
inaplicable por cierto a la vida práctica cotidiana-. Naturalmente no es posible en
semejantes condiciones una reproducción histórica; por lo tanto tampoco es posible una
historia, sino sólo una toma de conciencia aislada y puntiforme con motivo de una
palabra o un suceso, como enseña Bultman consecuentemente.
AUGUST BRUNNER, S. J.

Pero esta objeción sólo puede valer para la reproducción cultual de sucesos míticos
iniciales, no para un culto que se refiere a sucesos históricos en los que se ha revelado la
intervención de un Dios personal y trascendente. Pues en la llamada que ahí se encierra
hay siempre un contenido espiritual; y lo espiritual puede realizarse y reproducirse
propiamente, como lo igual en la variedad de la forma. También en la vida cotidiana se
puede participar solamente en el contenido espiritual de los demás hombres, en la
alegría, el amor, la pena, y no en lo corporal-biológico, como la fuerza, el cansancio, la
enfermedad o salud...

El culto revitaliza de una manera real, no sólo imaginaria como hace el mito, el
contenido espiritual que se revela en el pasado de la historia.

En el prejuicio protestante contra el culto queda un punto cierto: que la mera acción
externa, que basta para la reproducción mítica, no basta cuando se trata del culto al Dios
personal. Sólo la apropiación libre de actitudes y modos de pensar anteriores responde
aquí a la realidad. Y para ello es el culto una condición, no una causa determinante.

Además sigue en pie el peligro de que el culto en espíritu y verdad, al quedar ligado a la
manifestación exterior, degenere en lo meramente natural, en el rito mítico
independiente de toda actitud interior. Contra este peligro lucharon constantemente los
profetas; pero jamás pensaron en rechazar el culto en bloque. El culto pertenece
esencialmente a la vida religiosa de una comunidad humana. Rechazarlo significaría
condenar a muerte la religión, porque lo espiritual humano no puede subsistir sin lo
corporal, ni respondería a la religión del Dios encarnado.

Por lo tanto, en el culto que se refiere a hechos históricos, lo pasado recupera vitalidad y
fuerza, por la sencilla razón de que lo espiritual nunca es del todo pasado.

Y como el espíritu habita sobre todo en la palabra, ésta desempeña en el culto histórico
un papel que no tiene en el culto mítico. En éste el efecto no se dirige principalmente a
los hombres, sino a la conservación de las fuerzas del mundo y su orden. En cambio, en
el culto condicionado por la historia se repite siempre de nuevo, en cada generación, la
llamada de Dios al hombre, para que este la acepte y llegue al acuerdo con Dios a través
de la debida actitud interior.

En el culto mítico, la recitación del mito es ya ella misma, como suceso, eficiente. En el
culto condicionado por la historia, la palabra, la narración histórica, es anuncio del
contenido espiritual que hay que reproducir y revivir. De aquí se sigue que predicación
y catequesis pertenecen esencialmente a la religión.

HISTORIA Y MONOTEISMO

Revelación por la historia es lo mismo que revelación de la unidad y poderío supremo


de Dios. En el paganismo no se podía pensar en el sentido de la historia porque la
pluralidad de dioses imposibilitaba una unidad de sentido. El poder de cada dios era
limitado a una esfera concreta y con frecuencia se oponía al poder de otro. Los dioses
tomaban y formaban partidos -véase la Ilíada...- y ninguno de ellos era señor ilimitado
de toda la realidad.
AUGUST BRUNNER, S. J.

En consonancia con esto el hombre no se concebía a sí mismo como una unidad, sino
como el escenario de una serie de fuerzas y poderíos que aún no habían logrado en él la
unidad. Se sentía más arrastrado y determinado, que capaz de determinarse a sí mismo.

Sólo la llamada del Dios personal y uno, que se dirige a la persona, al punto de unidad
del hombre, le dio la conciencia de su unidad y su capacidad de autodeterminación. Con
ello despertó en él también la conciencia de lo histórico, de lo irrepetible y no- necesario,
que puede ser determinante del destino y que está por encima de lo general, pues de lo
general no puede salir una llamada a la persona.

Pero la realización de un sentido en la historia no mira sólo el pasado. El contenido


espiritual personal, que nunca se realiza plenamente en las diversas formas, ilumina
también el futuro y su inmenso horizonte de una manera nueva. Lo pasado se renueva,
no para evitar que cese de actuar por agotamiento, como en la fiesta mítica, sino para
que se realice continuamente un sentido.

Al mismo tiempo experimenta entonces el hombre, aunque con dificultad, que este
sentido no acaba de realizarse nunca en el marco terreno- mundano, y que una
realización completa dejaría siempre a la persona insatisfecha, pues ella es más que
mundana. La plenitud sólo puede darse más allá de la historia. Este más allá es
imaginado primero como algo que sucede después del final de la historia. En realidad se
da ya constantemente en la autorealización de la persona que escucha la llamada de
Dios.

Pero al mismo tiempo resulta que la historia no es la eterna repetición de lo mismo,


porque está hecha de actos, libres del hombre y bajo la guía libre de Dios. Por lo tanto
escatología quiere decir también -y esto se ve claro en el evangelio de San Juan- la
relación actual del hombre con la llamada de Dios, que es Cristo, relación que tiene
lugar, lo mismo que el fin de la historia, en un campo no mundano: el de la persona.

La conciencia de tiempo se ha abierto y profundizado mucho al abarcar los horizontes


extremos de la creación y de la plenitud escatológica. Las modernas concepciones
secularizadas del tiempo, no serían posibles sin la revelación cristiana. Pero al mismo
tiempo el creyente queda liberado de la esclavitud de lo perecedero, porque sabe que su
actividad y su vida producen fruto para la vida eterna, y que él por la Gracia de Dios ya
vive en ella (Rom 8,19-23; 1 Jo 3,2).

Tradujo y condensó: RAFAEL PUENTE


F. X. DURRWELL, CSSR

EL SACERDOTE EN LA IGLESIA
Masses Ouvières n.º 270, julio-agosto 1965.

Solamente existe un único sacerdote, Cristo; un único sacerdocio, el suyo; un solo


sacrificio, el que fue ofrecido por Él en el Calvario. En este sacerdocio queda
incorporado y de él participa la totalidad del pueblo fiel. Es todo el pueblo cristiano el
que constituye el cuerpo sacerdotal.

Por más que, en una teología del sacerdocio, todas estas afirmaciones sean
rigurosamente ciertas y exactas, hoy, por diversas circunstancias, un buen número de
sacerdotes piensan que las exigencias de su propio testimonio evangélico vienen
exclusivamente determinadas por su vocación como cristianos -al igual que los demás
fieles bautizados- y no precisamente por su sacerdocio ministerial.

Este es el motivo por el que ahora nosotros nos planteamos al iniciar este estudio dos
cuestiones que constituyen el meollo de la problemática acerca de la esencia misma del
sacerdocio cristiano: ¿Al sacerdote, como tal, se le exige un testimonio de vida distinto
del que debe dar cualquier cristiano?; ¿la propia naturaleza del sacerdocio contiene la
exigencia de un testimonio personal, de una vida de santidad específica?

El estudio que condensamos representa un intento de investigación a partir de las raíces.

¿El sacerdote es solo un funcionario?

Supuesta la certeza de estas bases y la existencia de un sacerdocio "real" (1 Pe. 2,9),


ontológico, de todos los fieles, que es el de Cristo, podría parecer lógico concluir que en
la Iglesia el sacerdocio particular, sobreañadido, no puede ser más que una función
pública al servicio de este pueblo sacerdotal, "una misión oficial de llevar a término
ciertos actos externos del sacerdocio en nombre de todos". En breves palabras: los
hombres revestidos de esta función no son otra cosa que "los funcionarios del
sacerdocio" común a los fieles.

En la misma línea de consecuencias lógicas, todavía de tipo teórico, el sacerdote está


llamado, en virtud del bautismo, a una santidad personal lo mismo que cualquier fiel.
Pero, por razón de su ministerio, solamente queda obligado al buen ejercicio de su
función. Es más; en el orden del apostolado, un grupo de teólogos ha llegado a la
siguiente conclusión: no existe "diferencia entre el sacerdote y el cristiano en la
atracción apostólica que ejerce la vida cristiana efectivamente vivida...". En lo que tiene
de más vital, el apostolado sería una exigencia uniformemente común a todos.
Buscando una formulación extrema, cabría afirmar: "Todo cristiano es testimonio, es
apóstol; el sacerdote, como tal, es el encargado de lo sagrado".

Si ahora descendemos al terreno de las realidades prácticas, un sacerdote ha hablado al


autor del artículo que presentamos en estos términos: "El testimonio de la pobreza
voluntaria, el del celibato por el Reino, son cosas personales, propias de una vocación
personal, pero en modo alguno pueden estar ligadas a una función. Comprendo que una
persona pueda encontrar en la gracia del bautismo una invitación a hacer de su vida un
testimonio total, sin división, pero este testimonio no es una exigencia del bautismo.
F. X. DURRWELL, CSSR

Como sacerdote, me encuentro en la misma situación que un laico respecto al


testimonio de vida: tal testimonio se me pide por razón del bautismo. Cumplo el
celibato por pura obediencia a la Iglesia; lo considero privado de toda motivación
auténtica".

¿No se nos hace un poco dura, incluso descorazonadora, esta concepción del
sacerdocio? En realidad, no son las exigencias de santidad sacerdotal las que carecen de
fundamento, sino los razonamientos que pretenden esas mismas exigencias. Tales
razonamientos se basan, no sobre la unicidad del sacerdocio de Cristo y en la
participación de todos los fieles en este sacerdocio, sino sobre una noción del sacerdocio
ministerial demasiado vulgar, elaborada a priori y ciertamente ignorada por el Nuevo
Testamento.

EL SACERDOTE ES APOS TOL DE CRISTO

Debemos advertir que Cristo no creó sacerdotes, en el sentido corriente de la palabra;


precisamente los abolió. Cristo creó apóstoles.

Los sacerdotes de su tiempo ejercían una función; función que no comprometía la


propia persona. Era un sacerdocio en el que se ofrecían sacrificios ajenos a la
interioridad radical de la persona sacerdotal. Pero Cristo murió para abolir todo culto
que no fuera personal. Al expirar, el velo del Templo se rasga, se destruye el templo del
culto externo; y, en su lugar, al tercer día, se construye un templo cuyo culto es
estrictamente personal: el Cuerpo de Cristo (Jo 2, 19-21). En adelante, la adoración ya
no se verificará a través de la ofrenda de víctimas, sino por una donación de la propia
persona (Jo. 4, 21-23).

La Epístola a los Hebreos afirma, de manera inequívocamente "expresa" (7,14) que el


propio Cristo tampoco era sacerdote en el sentido que se atribula entonces a este
término. No ejerció una función extrínseca a su persona. En los sinópticos no existe
alusión alguna a un "sacerdocio de Cristo". Y si buscamos en el evangelio de San Juan
elementos para una teología del sacerdocio de Cristo, los hallamos expresados en
términos de santificación personal cara a la Salvación del mundo y al apostolado: Cristo
"a quien el Padre ha santificado (consagrado) y ha enviado al mundo" (lo. 10, 36). En
una Teología más evolucionada, en este punto, de la misma Epístola, se da a Cristo el
título de Pontífice (Gran Sacerdote), pero se subraya la profunda diferencia que
contrapone un sacerdocio puramente ministerial al sacerdocio de Cristo, identificado
con la filiación divina (lo 5, 5). Su sacrificio se identifica con su propia donación (lo 9,
12). El culto que él celebra es, al mismo tiempo, la salvación del mundo.

Los primeros cristianos formaban un pueblo unido e ignoraban la existencia de una


casta sacerdotal al estilo de los judíos o de los paganos. En cierto sentido podrían decir:
"En Cristo, no hay judío ni griego, libre ni esclavo; en Cristo no hay ni sacerdote ni
laico".
F. X. DURRWELL, CSSR

El verdadero sentido del término presbítero

Cierto que los nombres que designaban a las cabezas de las Iglesias se tomaron del
vocabulario profano: eepiscopoi, presbtero... Pero la evolución semántic a de la palabra
"presbítero", así como su progresiva "sacerdotalización" fue nefasta para la teología del
presbiterado. La noción cristiana vigente de presbítero se halla contaminada por
realidades ajenas a su verdadero contenido. A menudo, como sucede en otros campos,
las palabras corrompen el sentimiento. Los presbíteros no son otra cosa que los
Apóstoles de Cristo.

En realidad, Cristo instituyó Apóstoles, nada más que Apóstoles. La misión de los
apóstoles es fundar la Iglesia, predicando el Evangelio por todo el mundo. Los obispos
son sus sucesores; participan de su consagración y de su misión. Tienen como cometido
esencial y permanente fundar la Iglesia a lo largo y ancho de la tierra - la Iglesia en este
mundo se halla siempre en sus comienzos-, transmitiendo el Evangelio, el cual es para
la Iglesia principio de toda vida a través del tiempo. Saliéndose de su servicio eximio,
Cristo predica la palabra de Dios a todas las gentes y administra sin cesar los
sacramentos de la fe a los creyentes. (Vease Constitución De Ecclesia, c 3, 20-28).

Ahora bien, los presbíteros son los "cooperadores del ministerio de los obispos";
participan en su misión apostólica. Por tanto, si es verdad que participan de la gracia
del- episcopado cuya misión especial es la evangelización del mundo y la fundación de
la Iglesia, entonces la misión esencial del presbítero, en toda su actividad, no es otra
que la evangelización del mundo y la fundación y edi f icación de la Iglesia. No hay que
situar, pues, al sacerdote en la línea del sacerdocio del Antiguo Testamento. El
sacerdocio del presbítero equivale a su misión apostólica.

En el lenguaje ordinario se deduce la institución del presbiterado de las palabras "Haced


esto en mi memoria", olvidando que el presbiterado, como todo sacrament o, ha sido
instituido no por medio de unas palabras, sino en el misterio redentor: en Cristo, en su
muerte y en su resurrección. El sentido más hondo, más intrínseco de estas palabras -
"Haced esto en mi memoria"- indica que la celebración de la Eucaristía pertenece al
misterio de la evangelización, de la redención del mundo: Por ella los hombres y el
mismo sacerdote se introducen en el misterio de la salvación. Es más, si queremos
atenernos sólo al sentido literal de las expresiones evangélicas, conviene reparar en las
que anuncian de manera explícita la consagración de los apóstoles y muestran cómo el
sacerdocio del Nuevo Testamento no es una pura función, sino una participación en el
misterio de la muerte y resurrección de Cristo, misterio que constituye la realidad más
personal que puede existir: "Santifícalos (Conságralos) en la verdad. La palabra tuya es
la verdad. Así como tú me has enviado al mundo, así yo les he enviado también a ellos
al mundo, y yo por amor de ellos me consagro a mí mismo, para que también ellos sean
consagrados en la verdad" (lo. 17, 17-19)

Culto en Cristo equivale a redención del mundo

La palabra "consagración" es sinónima de sacrificio. Y el sacrificio es el paso de la


víctima de un estado profano a la santidad de Dios; es entrar en comunión con Dios.
Cristo penetra en el misterio de la muerte y de su gloria -se consagra- a fin de que los
apóstoles, participando en la misma acción redentora, sean también consagrados.
F. X. DURRWELL, CSSR

Podemos decir que Cristo considera la misión apostólica bajo un aspecto cultual. Pero,
en Cristo, este culto, equivale a redención del mundo. De acuerdo con esta equivalencia
tiene que resolver aquella disyuntiva planteada por el cardenal Suhard: "El sacerdote
hoy, ¿ha de ser ministro o apóstol?". Respuesta evidente: Es ministro en la medida en
que es apóstol. Y, por tanto, nos parece una mezquina interpretación la que reduce el
culto que han de celebrar los Apóstoles a la sola liturgia de los sacramentos.

Otros textos manifiestamente expresivos de la institución del apostolado y, por


consiguiente, del presbiterado revelan la institución de la intencionalidad redentora:
"Seguidme y yo haré que vengáis a ser pescadores de hombres" (Mt. 4,19); "Se me ha
dado toda potestad en el cielo y en la tierra; id, pues, y haced discípulos a todos los
pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo, y del Espíritu Santo" (Mat.
28,18-19).

San Pablo está convencido de que la finalidad de su vocación y de su segregación es el


Evangelio de Dios (Rom. 1.1); está persuadido de que su ministerio estriba en la
reconciliación del mundo con Dios en Cristo (2 Cor. 5-18), en la "edificación del
cuerpo" de Cristo (Ef. 4,12) Cuando define su misión en un lenguaje cultual, afirma:
"Doy culto con mi espíritu, predicando el Evangelio de su Hijo" (Rom. 1,9).

Bajo esta perspectiva, vemos que la liturgia de los sacramentos se halla plenamente
integrada en la obra de la evangelización. El bautismo se celebra para hacer discípulos
de Cristo. La Eucaristía tiene como objetivo introducir a todo el pueblo en la
"consagración" de Cristo. Bendecir, consagrar, administrar los sacramentos, actividades
llamadas más peculiarmente sacerdotales, vienen a ser para el sacerdote un medio para
cumplir su misión primordial, la evangelización del mundo que supone una
"cristianización", no un mero anuncio verbal.

En consecuencia, el culto confiado por Cristo a los Apóstoles es la obra de la salvación


del mundo. Puesto que Dios creó el mundo para tener a quién dar y a quién darse, sólo
podemos glorificarle, acogiendo su don, comulgando con él, salvándonos.

Si la gloria de Dios es la salvación de la humanidad, es evidente que la realización de


este designio se cumple en la persona de Cristo, en su total comunicación con Dios, en
su íntegro acogimiento de la plenitud de Dios (Col. 1,19). Eso significa que la
perfección de un culto infinito está en el sacrificio de Cristo. Ahora bien, Cristo
continúa celebrando este sacrificio en el seno de su Iglesia, principalmente por medio de
los Apóstoles, quienes se dedican a introducir a todos los hombres en esta misma
salvación.

Realidad dinámica de la vida sacerdotal

Ahora volvemos al comienzo. El sacerdote, como tal, ¿tiene que dar un testimonio de
vida? No, ciertamente, si fuera un funcionario de lo sagrado. Pero el sacerdote no es un
funcionario, sino un apóstol cuyo ministerio se identifica con la salvación del mundo
llevada a cabo por Cristo y en la que él tiene, como apóstol, una auténtica participación.

No hay, pues, dos ministerios de salvación: uno personal, el de Cristo, y otro el de la


Iglesia, que se limita a transmitir esta salvación. Existe un único ministerio de
F. X. DURRWELL, CSSR

salvación, y éste es el de, Cristo, estrictamente personal; ministerio del que la Iglesia
participa, en primer lugar por medio de sus Apóstoles. Fijémonos en el hecho de que la
misma palabra "consagrar" define la actividad sacerdotal de Cristo y de los Apóstoles
(Jo. 17,19). Como sucede en Cristo, es en la misma persona del apóstol que tiene su
cumplimiento la Redención (Véase 2 Cor 4, 10,12).

Para el sacerdote, la consagración en el acto redentor no es una realidad estática, que se


realiza de una vez para siempre el día de la ordenación; como en todo sacramento que
imprime carácter, es una realidad permanente y dinámica, y debe realizarse a lo largo de
la vida del Apóstol. En cierto sentido, no se es cristiano por el solo hecho de haber sido
bautizado, ni sacerdote por el mero hecho de la ordenación. Es necesario llegar a ser
cristiano, llegar a ser sacerdote.

Para San Pablo es evidente que la conciencia de su vivir en Cristo está estrechamente
vinculada a la prosecución de su tarea apostólica (2 Cor. 4,10-11). En el mismo Jesús
hombre, ser enviado al mundo y estar presente en Dios son realidades simultáneas.
Realidades, al mismo tiempo -como decimos- dinámicas, que buscan su plenitud. El
advenimiento salvífico de Cristo al mundo llega a ser realidad cuando su presencia en el
Padre deviene total. Lo mismo sucede con el envío de los Apóstoles al mundo. En
conclusión, "estar con él" y "ser enviado por él" (Me. 3,14) son dos aspectos
simultáneos de la misión apostólica.

Testimoniar es representar a Cristo

En el cristianismo, la cualidad de apóstol desborda el concepto jurídico de enviado en el


sentido de "representante". El Apóstol de Cristo re-presenta a Cristo porque lo hace
presente, de tal manera que, no solamente tiene derecho a hablar y actuar en nombre de
Cristo, sino que, de hecho, Cristo habla y actúa en su Apóstol, y por medio de él se hace
presente en el mundo. Y, puesto que la salvación no tiene lugar sino en Cristo, en la
integración a su misma persona, Cristo crea instrumentos de comunión. Crea la Iglesia,
y en ella a los Apóstoles, como sacramento primordial del encuentro del mundo con
Cristo. A través del Apóstol, Cristo suscita la fe por la cual el hombre acepta el contacto
con su salvador. Ya que la fe no es otra cosa que adhesión personal a Cristo Salvador..
Es fácil ver entonces que entre Cristo y los Apóstoles deben existir las mismas
relaciones que entre Cristo y el Padre (Véase Jo. 14, 8; y 14, 20), a fin de que quien les
vea a ellos, vea de alguna manera al mismo Cristo. Este "re-presentar" es el testimonio.

El sacerdote, como tal, actúa únicamente con la fuerza de Cristo. Por ello, no se puede
decir que su actuación equivale a la de un puro "instrumento". Esta noción, tantas veces
utilizada como imagen explicativa, se presta a interpretaciones abusivas al aplicarla
unívocamente a la persona. Insinuamos que convendría sustituir el vocablo instrumento
por otra palabra que exprese la idea de comunión, tan fundamental en toda la teología.
El Apóstol es el que da testimonio y provoca el encuentro con Cristo mediante su propia
comunión con El. Tal tarea no requiere, por supuesto, un ser excepcional. Nadie puede
pedir a un sacerdote que sea más que cristiano. Un cristiano que cree y consiente en una
vocación, y que comprende que no hay proporción alguna entre su vocación y los
medios que tiene en su mano. El sacerdote no debe hacer más que entregarse en el acto
de fe al Señor que le llama, entendiendo que el Señor le crea sacerdote-apóstol en el
mismo momento en que le dirige su llamada.
F. X. DURRWELL, CSSR

EL APOSTOL ES CRISTIANO EN LA MEDIDA EN QUE ES APOSTOL

Es indudable que el sacerdocio de los presbíteros es ministerial, y hemos visto que este
ministerio se polariza en la evangelización. Pero persiste la antinomia entre un
sacerdocio "ontológico", común a todos los cristianos, y un sacerdocio "ministerial" -
que parece reducirse a una función. Si recurrimos a la Escritura nos vemos obligados a
rectificar las perspectivas ordinarias.

En efecto, se acostumbra a definir el sacerdocio ministerial en relación con el laicado,


distinguiéndolos y oponiéndolos. A tenor de esta concepción, sí que la función del
sacerdote aparece como algo añadido al sacerdocio común. Pero la realidad revelada
persuade precisamente de lo contrario. Los Apóstoles no son "algo añadido", sino
fundamento: "Edificados sobre el fundamento de los Apóstoles" (Ef. 2, 20; Ap. 21, 14).

Cristo concibió la Iglesia como enraizada, incorporada, en el grupo de los Apóstoles.


Quiso que fueran doce, en recuerdo de los doce patriarcas sobre los que estaba fundado
el antiguo Israel, y para que constituyeran la profecía y el núcleo del nuevo Israel. Ellos
eran el meollo, el principio de la Iglesia, y "representaban, no solamente a los obispos y
a los futuros ministros, sino también -y principalmente- al nuevo pueblo que se llamará
Iglesia".

Por otra parte, institución de la Eucaristía y advenimiento inmediato del Reino en forma
de ágape están íntimamente vinculados (Lc. 22, 15-17). Desde este ángulo visual, la
eucaristía se presenta como el sacramento -signo y realización inicial- del Reino
escatológico. La eucaristía revela el misterio de la cena pascual elevada a su
cumplimiento, que es el Reino del cielo: Reino constituido por Cristo en su pascua y por
los que comulgan con él en su pascua. En el cenáculo, los Doce personifican y resumen
la totalidad del pueblo de Dios, es decir todos los invitados a la pascua definitiva.

Además, tengamos en cuenta que la idea de que una colectividad puede estar
concentrada en un individuo o en un pequeño grupo, es familiar a la Escritura. El mismo
Cristo constituye lo que los exegetas denominan "una personalidad corporativa". En
Daniel, el Hijo del Hombre viniendo sobre las nubes es el representante del "pueblo de
los Santos". Y, en la última cena, Cristo y los invitados a su mesa representan de
análoga manera la totalidad del Reino de Dios.

El apóstol personaliza lo que es común a toda la Iglesia

Es interesante, además, constatar que Cristo confiere idénticos poderes, formula las
mismas exigencias, confía igual misión a la Iglesia que a los Apóstoles; pero concreta
en éstos la misión, los poderes y las exigencias. Concentración de ningún modo
exclusivista, sino expansiva: Piénsese, en concreto, que las palabras que anuncian a los
apóstoles su consagración sacerdotal en la muerte y resurrección de Jesucristo (Jo. 17,
19), expresan también la consagración de todos los fieles que, por el bautismo, están en
comunión con aquel misterio en el que son consagrados los Apóstoles.

La misión y los poderes conferidos a los Apóstoles - "Sereis mis testigos", "Convertid a
los pueblos"- se confieren igualmente a la Iglesia, la cual, toda entera, es testigo y
apóstol de Cristo en el mundo. Lo mismo sucede con el mandato de celebrar la
F. X. DURRWELL, CSSR

eucaristía, con el poder de perdonar los pecados, etc. Identidad de misión y


participación en los mismos poderes que solamente se explica por una personalización,
por una condensación en la persona de los Apóstoles de lo que es común al conjunto de
la Iglesia.

De todo lo dicho se deduce que los Apóstoles no son únicamente delegados de la


asamblea. La palabra apostólica precede a la fe de "los que creerán en su palabra". La
actividad litúrgica del Apóstol se constituye en principio gene rador de la liturgia de la
comunidad. El sacerdote no puede ser un funcionario -delegado de la comunidad de
fieles-, porque su sacerdocio es cabalmente la condición de posibilidad de esa misma
comunidad.

Por ser el apostolado concentración de la realidad eclesial, Pedro y los demás apóstoles
no tuvieron necesidad de ser primero cristianos y luego apóstoles. Su cristianismo
estaba contenido en su apostolado (en su misión apostólica).

La distinción establecida entre un sacerdocio ontológico y real -común a todos los


fieles- y el sacerdocio ministerial, resulta ambigua. Es evidente que en la carta de S.
Pedro (I Pe. 2, 8), al proclamarse el sacerdocio real del pueblo de Dios, no se excluye a
los Apóstoles y a sus sucesores. Ellos son los primeros que forman parte del pueblo, y
su sacerdocio es, por excelencia, ontológico y real.

El sacerdocio como plenitud de comunión con Cristo

Si el apostolado no es una función sobreañadida a la realidad cristiana común, tampoco


podemos afirmar que el sacramento que crea Apóstoles -obispos, presbíteros, diáconos-
añade sus efectos a los del bautismo. La gracia apostólica no puede definirse como una
novedad por adición; es novedad por plenitud eclesial. El sacramento del orden
inaugura una plenitud de comunión total en la muerte y resurrección de Cristo, en el
misterio que está en el origen de la Iglesia. En este sentido, comporta una renovación
del ser cristiano desde la misma base. Lo mismo que el bautismo, el orden es un
sacramento fundamental; ambos pueden reivindicar las palabras de Cristo: "Me
consagro a mi mismo, para que también ellos sean consagrados en la verdad" (Jo. 17,
19). Pero estas palabras corresponden, en primer lugar, al sacramento del apostolado. Y
aunque éste sobreviene después de otros, es en realidad su principio.

Se dan en la vida cristiana otros casos similares en los que el término final deviene
principio inicial. Por ejemplo, en la virtud de la caridad. La caridad es plenitud y
sobreviene detrás de la fe y de la esperanza. Pero, cuando echa raíces en el corazón del
cristiano, viene a ser principio de la vida de la fe y de la esperanza. Y es que el
cristianismo es una religión eminentemente escatológica. Para comprender el sentido
cristiano de nuestra vida, tendríamos que habituarnos más a esta perspectiva : nuestra
realidad como cristianos se sitúa tendencialmente en el futuro; el comienzo se identifica
con lo que todavía es nuestro porvenir.
F. X. DURRWELL, CSSR

Es erróneo hablar de contraste entre sacerdotes y laicos

Así, pues, no hay oposición entre la gracia bautismal y la gracia sacerdotal. Ambas
operan la comunión en el mismo misterio de la salvación, que es Cristo en su muerte y
resurrección. No hay oposición porque el bautismo no es un sacramento del que se
pueden ir sacando, poco a poco, gracias, carismas y poderes ulteriores. Es, todo lo
contrario, el principio de una creación que debe continuarse. En esta perspectiva, entre
laicos y sacerdotes existe sólo una diferencia en la comunión en el mismo poder
sacerdotal de Cristo (Constitución De Ecclesia c. 2, 10). No hay que hablar de contraste
y oposición entre sacerdocio y laicado. No hay tampoco que definirlos a uno por
relación con el otro, sino por referencia al todo, que es Cristo en su plenitud, y al
conjunto de la Iglesia.

Durante los dos primeros siglos de la historia cristiana, los cristianos de todos los
órdenes se llamaban entre ellos hermanos y hermanas. Las comunidades eclesiásticas
individuales se denominaban "adelphotes", que significa comunión de hermanos.

La ruptura que parece implicar la palabra "cleros" se refiere al clérigo frente al "mundo"
de pecado y no frente al laicado. Es más: "cleros" designaba al conjunto de todo el
pueblo cristiano.

El carácter específico del sacerdote no le separa del laico, sino que acentúa la comunión
mutua. "La distinción que el Señor estableció entre los sagrados ministros y el resto del
Pueblo de Dios lleva consigo la solidaridad" (De Ecclesia c. 4, 32). En el ámbito de la
mentalidad conciliar es evidente que la única diferencia estriba en una concentración de
la realidad eclesial, en una mayor capacidad social de la gracia, centrada en la persona
del clérigo. Y esa mayor capacidad tiene como efecto, no la separación, sino una más
perfecta asimilación del sacerdote al conjunto del pueblo de Dios, aumentando éste su
carácter de "personalidad corporativa".

Para comprender la distinta entidad de la persona del Apóstol con respecto al Pueblo de
Dios -consistente en una mayor comunión con el conjunto-, y cómo los poderes
comunes a toda la Iglesia pueden polarizarse en algunos fieles, los Apóstoles, tenemos
el ejemplo de la colegialidad apostólica. Todos los obispos comparten la misión y la
responsabilidad suprema de la Iglesia y, eso no obstante, tal responsabilidad está
personalizada en uno de ellos: el sucesor de Pedro. Tampoco podemos olvidar que esa
preeminencia está vinculada al servicio, al estilo de Cristo servidor de la salvación
universal.

Si el apostolado -el sacerdocio como tal- y el laicado no se definen por constraste


mutuo, sino por su relación con el todo, parece inútil pretender fijar límites precisos en
cuestión de actividades que atañen a cada uno en el seno de la Iglesia. No se trata, con
todo, de identificar hasta confundirlos al apostolado del sacerdote y el del laico. Pero el
hecho de que existan diferencias no debe hacer olvidar la comunión, la colegialidad. De
esta manera, cada uno de los fieles participa, aunque de diversa manera, en la actividad
total de la Iglesia. Todo el pueblo -sacerdotes y laicos- participa en el misterio de la
Redención por la celebración eucarística común. La Iglesia entera lleva la
responsabilidad de la evagelización del mundo en la progresiva incorporación de los
hombres a Cristo.
F. X. DURRWELL, CSSR

Testimonio apostólico y testimonio cristiano se identifican

Y ahora volvamos al principio. Intentemos dar una respuesta satisfactoria a la pregunta


formulada: El sacerdote, como tal, ¿tiene que dar un testimonio de vida peculiar,
distinto al que está llamado cualquier fiel cristiano? El proceso seguido en este artículo
desemboca en esta respuesta: El Apóstol (el sacerdote) es cristiano en cuanto apóstol -es
decir, en cuanto sacerdote; su testimonio apostólico se identifica con su testimonio
cristiano. En definitiva: su manera de ser cristiano es ser apóstol. En última instancia, el
apostolado es una realidad profundamente personal, aun supuestas sus dimensiones
sociales y ministeriales, esenciales a la gracia apostólica.

La eucaristía, que es la ilustración y el reflejo de toda la realidad cristiana, nos muestra


con claridad que el sacerdocio cristiano, lo mismo el común que el ministerial,
compromete a la persona. El sacrificio de la Misa es algo estrictamente personal de
Cristo, inalienablemente ligado a su persona. Es su muerte, en la que él es consagrado
en la gloria del Padre. Nadie, por tanto, puede celebrar el sacrificio de Cristo, sino
Cristo mismo. Nosotros participamos en este sacrificio en el grado y medida en que nos
identificamos con su muerte, a fin de que seamos también santificados en la misma
gloria que "santifica" a Cristo. El Apóstol es el primero a quien incumbe el
cumplimiento del precepto: "Haced esto en mi memoria", en la celebración de la
eucaristía. El y la comunidad reunida en torno al altar se unen a Cristo y entran en la
profundidad de su muerte - muerte que lleva a la resurrección.

A la luz de la eucaristía, el sacerdocio ministerial se revela idéntico al sacerdocio total


de la Iglesia - que es el de Cristo. Se advierte una sola diferencia: la mayor dimensión
ministerial, del sacerdote en comparación, con el laico, de un sacerdocio sie mpre y
eminentemente personal.

Además, quien no vea en el sacerdocio del presbítero más que una pura función
afirmará que "el carácter del presbiterado no es eterno", ni tiene por qué serlo, puesto
que "en la eternidad la Iglesia no tendrá ya necesidad de los órganos de su sacerdocio".
Esta concepción temporalista está en contradicción manifiesta con la perennidad del
sacerdocio prometida por Jesús a los Apóstoles (Véase Lc 22, 29 ss.). Aunque la
promesa tiene que realizarse primeramente en la tierra, es indudable que Jesús se refiere
al Reino como realidad escatológica; será "en la regeneración" cuando -según Mateo 19,
28- los Apóstoles se sentarán sobre tronos para juzgar a las doce tribus de Israel. El
mismo San Pablo corrobora la idea de que el ministerio del Nuevo Testamento se
distingue de la institución veterotestamentaria por su permanencia.

Admirables promesas de eternidad que sólo pueden entenderse a la luz del dogma de la
comunión de los santos. Cuando Dios nos "recrea" para nuestra salvación, en Cristo, nos
transforma a semejanza de la comunión mutua que constituye la cualidad específica del
ser de Dios, y establece entre los fieles relaciones mutuas de gracia con carácter eterno.

Intima conexión entre gracia apostólica y consejos evangélicos

Por el hecho de ser una participación en el misterio de la Redención, la gracia apostólica


induce al sacerdote a aceptar la invitación de seguir a Cristo según la perfección de los
consejos evangélicos.
F. X. DURRWELL, CSSR

Al bautizado en Cristo, no se le imponen como deber los consejos evangélicos. Sin


embargo, la "perfección evangélica" es el fruto más natural de la gracia del Bautismo y
la consecuencia lógica de la unión del fiel al cuerpo de Cristo. En efecto, la virginidad
cristiana, la pobreza en los bienes de este mundo y la caridad comunitaria a la que
pertenece la obediencia, brotan todas de las aguas del bautismo. Por ello, la invitación a
seguir los consejos evangélicos, en cierta medida, se dirige a cualquier cristiano. La
santidad escatológica, que está en la meta, hay que comenzar a vivirla ya en el momento
de la salida. Porque la perfección evangélica no es una forma esotérica de la vida del
cristiano, sino que se halla situada en el corazón de la existencia de la Iglesia.

De igual modo, tampoco al sacerdote se le imponen los consejos evangélicos como una
necesidad exigida por la virtud del sacramento. Cabe un sacerdocio sin celibato, ni
pobreza voluntaria, ni siquiera sumisión completa en la comunidad eclesial. Pero la
urgencia de la gracia apostólica tiende a asumir esta perfección evangélica como algo
vinculado a una gracia que es "consagración" (Jo. 17, 19) en Cristo muerto y resucitado
para el mundo.

Se podrá criticar este método porque no conduce a una claridad y precisión terminantes.
Pero ¿son esos los criterios adecuados de verdad cuando abordamos realidades vivas e
inexpresables?. En la anatomía de las cosas vivas nunca se llega a distinguir netamente;
siempre quedan rincones en donde se parapeta el misterio... Eso sucede al tratar de
distinguir en el sacerdote los aspectos de testimonio personal y de actividad sacerdotal.

Con todo, creemos que las ideas apuntadas - inspiradas en las líneas de fuerza del
Concilio- ayudan a conocer mejor del sacerdote en la Iglesia de hoy.

Tradujo y condensó: JOSÉ M.ª PUIGJANER


PIERRE GRELOT

EXEGESIS, TEOLOGÍA Y PASTORAL


En estos últimos años, la preocupación pastoral ante las masas descristianizadas ha
motivado cierta decepcionada despreocupación por el trabajo de exegetas y teólogos,
falto de vitalidad. Ante las graves consecuencias de esta división, es preciso reconstruir
la unidad que sólo será posible si se fundamenta en la Escritura. Así, el exegeta, el
teólogo y el pastor descubrirán que tienen una labor común al servicio de la Palabra de
Dios.

Exégèse, théologique et pastorale, Nouvelle Revue Théologique, 88 (1966) 3-13 ; 132-


148

ORIGEN DEL PROBLEMA

Primeras tensiones

En la Iglesia primitiva, exégesis, teología y pastoral formaban una unidad. La Escritura


era la fuente esencial de la doctrina y de la vida de fe de la comunidad, y tanto la
predicación como la catequesis o. la teología nacen de la Biblia, sin que se distingan ni
por su espíritu, ni por su método, ni siquiera por su lenguaje. Esta unión entre la
Escritura y el pensamiento cristiano resulta evidente en la división de los cuatros
sentidos de la Biblia que servirán para clasificar las ciencias sagradas: historia de salud
(historia), teología de Cristo y de la Iglesia (alegoría), mística cristiana (anagogía),
moral y espiritualidad (tropología). La reflexión cristiana primitiva era al mismo tiempo
exegética, teológica y pastoral.

Con la llegada de la teología escolástica (s. XII) se rompe esta unidad. Los grandes
maestros del siglo XIII conservan aún la unión entre la reflexión teológica y la Escritura
-su teología es un comentario de la Sacra Pagina y sus grandes Summa Theologica
parten de una exégesis previa-; pero, poco a poco, se desarrolla una historia escolástica
al lado de la teología y una espiritualidad al margen de la Escritura. La teología
escolástica desembocará en un tecnicismo abstracto, mientras que la unción espiritual
irá a refugiarse en las obras de devoción.

El Renacimiento puso las bases del estudio crítico de la Biblia, pero a partir del siglo
XVIII la crítica racionalista desvirtuó el estudio científico de la Escritura y encerró la
exégesis católica en una muralla apologética y conservadora de la cual no se verá libre
hasta la encíclica Divino afftante Spiritu. El resultado ha sido que la exégesis se ha
convertido en una ciencia desligada de la teología, con métodos diversos.

Tensiones actuales

Hoy la Biblia ha vuelto a situarse en el centro de la vida de la Iglesia, tanto en el plano


teológico, como en el plano pastoral, gracias al Concilio Vaticano II. Sin embargo, el
grado de especialización a que han llegado tanto la teología como la exégesis,
consideradas como ciencias, lleva consigo una nueva incomunicación entre exégesis,
teología y pastoral. En consecuencia, es indispensable hoy día la intercomunicación de
PIERRE GRELOT

los diversos especialistas para corregir mutuamente sus puntos de vista y llegar a una
síntesis superior. Tal esfuerzo no puede realizarse sin algunas tensiones:

a) la tensión entre exégesis y teología nace de los diferentes métodos. La crítica bíblica
es una ciencia positiva histórica cuyos resultados no pueden establecerse a priori,
mientras que la teología, al menos tal como se ha entendido hasta ahora, es un
conocimiento reflexivo que construye sus síntesis doctrinales a partir de todo aquello
que pueda iluminarla, es decir, la Escritura y los diversos aspectos de la tradición
eclesiástica, por oscuros que parezcan. Ahora, la exégesis actual ha desarticulado
muchas de las pruebas de Escritura tradicionales en los manuales de teología: origen,
autor, fecha, autenticidad, y sobre todo su verdadero alcance dogmático. En
consecuencia, se pregunta el exegeta hasta qué punto las deducciones lógicas de la
teología son aptas para hacer progresar el espíritu humano hacia la auténtica revelación
del Dios vivo, pues teme que carezcan de fundamento positivo. Por otra parte, la labor
del exegeta; a la luz de la fe y bajo la autoridad de la Iglesia, aunque es ya en cierto
manera teología, no sobrepasa ciertos límites, sobre todo en los textos del AT.

b) la tensión entre teología y pastoral nace de una preocupación vital. Aunque la


teología actual ha renovado con seriedad sus métodos y problemática, los pastores de
almas no encuentran aún en estas reflexiones teológicas la luz necesaria para su acción.
La reacción de elaborar una teología kerigmática independiente responde a la urgencia
pastoral de una teología ciertamente necesaria, pero que no trate de problemas teóricos
ni emplee un lenguaje técnico que la separa de la vida real.

c) la tensión entre pastoral y exégesis nace de un problema de adaptación y de


mentalidad. ¿Cómo hacer comprender a nuestros cristianos la nueva visión exegética de
la Escritura? ¿Cómo distinguir lo que es mera hipótesis de trabajo para investigadores,
de las adquisiciones más definitivas para renovar la pastoral? La misma reforma
litúrgica ha sido llevada a cabo por especialistas de biblioteca y arqueología, sin
especial adaptación a la mentalidad de los fieles.

Con este breve recorrido sólo queremos constatar la existencia de tales tensiones,
resultado de una excesiva especialización en los diversos campos, y preguntarnos sobre
la posibilidad de hacer fecundas estas tensiones, de manera que sirvan para completar
los diversos puntos de vista entre exegetas, teólogos y pastores.

HACIA UNA NUEVA SOLUCIÓN

1. Para una teología de la Palabra de Dios

El callejón sin salida a que se ha llegado en este problema debería hacernos caer en la
cuenta de que nos hemos colocado quizá en un punto de mira demasiado estrecho,
olvidando un dato fundamental que abarca todo el problema: considerar la exégesis, la
teología y la pastoral conjuntamente en su relación con la Palabra de Dios a cuyo
servicio están.

La Teología de la Palabra debería ser el punto de partida de toda la dogmática, como


hace Karl Barth. En efecto, la Palabra de Dios es la noción fundament al que se relaciona
tanto con la idea bíblica de Revelación como con la realización histórica del designio de
PIERRE GRELOT

Salud (cfr. Heb 1, 1-2 ; Jn 1, l-14). Esta Palabra de Dios, tal como se nos presenta en la
Escritura, no es sólo una verdad de orden intelectual, sino una realidad dinámica, una
fuerza de acción que obra en el mundo, crea las cosas, realiza los designios de Dios en
la historia humana y, además, se transforma en palabras humanas que salen de la boca
de los profetas para explicarnos el sentido de los hechos. En Jesucristo, Palabra de Dios
sustancial, se nos manifiesta también la divina revelación a través de sus palabras y de
sus acciones. Por último, en el tiempo de la Iglesia, la Palabra de Dios sigue actuando
en el signo sacramental y en el mensaje transmitido a los hombres. Así, pues, tanto el
orden de la creación, como el desarrollo de la historia de salud, la encarnación del Hijo
y la historia sacramental de la Iglesia se fundamentan en un hecho: que Dios nos habla.

La Iglesia, frente a esta Palabra de Dios, se define como la comunidad délos creyentes,
el pueblo que está a la escucha de la Palabra y se adhiere a ella por la fe. Pero al mismo
tiempo, la Iglesia es también el lugar donde la Palabra de Dios continúa actuando y se
deja oír, el signo que manifiesta) al mundo la presencia del Verbo revelador y salvador
y del Espíritu que santifica. Así, mi pertenencia a la Iglesia como creyente es la
respuesta necesaria al Dios que me habla. Este misterio de Dios es el objeto último de
mi fe, pero su manifestación sólo me viene dada a través del misterio de la Iglesia,
donde encuentro la Palabra de Cristo que actúa y se me revela.

También la Escritura debe situarse en esta perspectiva para comprender su valor. El


texto sagrado, escrito por autores inspirados, representa auténticamente la Palabra de
Dios tal como a lo largo de la historia nos ha sido dada. Los diversos libros han nacido
en un lugar determinado dentro de la tradición viva del pueblo de Dios: Israel y la
Iglesia primitiva. Gracias a la inspiración, la autoridad misma de Dios da testimonio de
Su Palabra transmitida en lenguaje humano. La Escritura, pues, tiene un lugar único,
irreemplazable en las mismas estructuras de la Iglesia y, unida estrechamente con los
sacramentos y el ejercicio de sus ministerios, son el elemento constitutivo de la Iglesia
gracias a lo cual ésta puede llegar hasta el origen de la tradición apóstolica que es su
misma vida.

¿Es preciso, pues, concluir que la Palabra de Dios sólo nos es accesible por la Escritura
(sola Scriptura)? Entonces ¿qué valor tienen las otras estructuras sobre las cuales se
apoya la Tradición viva? He ahí una de las diferencias esenciales entre la fe católica y la
fe protestante, que conviene aclarar.

El objeto de la fe cristiana es la Palabra que Dios ha pronunciado en Jesucristo. En él


todas las palabras del AT han recibido su significación definitiva y desde él deben ser.
leídas ahora en la Iglesia. La Palabra de Jesucristo nos ha llegado por la predicación
apostólica. La revelación cristiana se ha lla contenida, pues, en la tradición apostólica, la
cual consta no sólo de los textos del NT, sino también de la interpretación auténtica del
AT y de las estructuras fundamentales que determinan la vida del pueblo de Dios: los
sacramentos con la vida de oración que gira en torno a ellos, y los ministerios de la
Iglesia con la vida social que la estructuran. Todo este conjunto forma la llamada
Tradición viva de la Iglesia que va guiada por el Espíritu Santo. Esta tradición ha
adquirido con el transcurso de los siglos diversas formas según las diversas
circunstancias históricas. Ya los mismos apóstoles -según leemos en el NT- concretaron
estas estructuras que servirán luego de marco a la tradición eclesiástica. Así, pues, entre
la tradición apostólica, donde la revelación adquiere su forma y su contenido, y la
tradición eclesiástica, que la recibe y la conserva en su verdadero valor, no hay solución
PIERRE GRELOT

de continuidad. Toda la praxis de la tradición eclesiástica constituye un modo sui


generis de conservación del depósito original y el Espíritu Santo asegura su fidelidad
substancial, sin que por ello la Iglesia esté dispensada de poner los medios necesarios
para conseguirla. Precisamente en esta conservación del auténtico valor de la Palabra de
Dios radica el problema de la relación entre la Escritura y la tradición eclesiástica, un
problema complejo cuya solución debe rehuir dos simplificaciones igualmente falsas.

La primera consiste en situar la Escritura y la tradición eclesiástica en un mismo plano,


como si ambas constituyesen por igual titulo dos fuentes inmediatas de doctrina. El
error es claro, pues respecto a la tradición apostólica, la tradición eclesiástica y la
Escritura no se hallan de ningún modo en el mismo plano. La Escritura nos lleva
directamente al origen de la tradición apostólica, nos pone en contacto directo con la
Palabra de Dios; mientras que la tradición eclesiástica nos presenta esta misma Palabra
de Dios recogida y vivida en la Iglesia histórica cuyo intento es precisamente sacar a la
luz las virtualidades dé dicha Palabra y, al mismo tiempo, manifestar su fecundidad.

Una segunda simplificación sería, en consecuencia, dejar al hombre de hoy un único


acceso a la Palabra de Dios: la Escritura sola, y reducir el contenido de la tradición
apostólica a las afirmaciones explícitas contenidas en el NT. No debemos olvidar que
los textos del NT fueron escritos en unas circunstancias y para unas necesidades
concretas y son por tanto el resultado de una fijación parcial del depósito apostólico que
abarca todo el conjunto de la vida eclesial: organización de las Iglesias, vida
sacramental y litúrgica, predicación, interpretación del AT, etc. Así, pues, si la tradición
eclesiástica, para ser fiel, no debe añadir nada a este depósito -aunque sí desarrollar su
contenido-, debe sin embargo, por esa misma fidelidad, conservarlo en su integridad sin
perder nada de todo cuanto los apóstoles nos han legado. Y ¿cómo lograrlo con la sola
Escritura? Hay ciertamente muchos aspectos de la vida de la` Iglesia que apenas están
allí esbozados. Y ello no significa que sean los menos importantes, sino simplemente
que fueron objeto de una posesión tranquila durante la época apostólica.

Más allá, pues, de toda simplificación llegaremos a comprender la unidad providencial


que existe entre Escritura y tradición eclesiástica -cuna de todas las demás tradiciones-
para conservar en su integridad el legado apostólico. Así la Escritura será siempre la
piedra de toque de fidelidad de la Iglesia y ésta, a su vez, manifestará su poder de
interpretar auténticamente la Palabra de Dios, asistida por la luz del Espíritu Santo. Así
los Padres y la mejor teología han mirado siempre la Escritura como la fuente de toda la
doctrina de la fe y han acudido a la tradición de la Iglesia como el medio de
comprensión de la Escritura.

A partir de esta reflexión fundamental sobre la Palabra de Dios, examinemos ahora el


lugar que ocupan la exégesis, la teología y la pastoral ejercitadas en la tradición viva de
la Iglesia.

2. Exégesis, teología y pastoral frente a la Escritura

a) Exégesis.- La hermenéutica es fundamental para la comprensión de la Palabra de


Dios, pues nos permite captar el sentido correcto de los textos, nacidos de una necesidad
concreta de la comunidad de salud: Israel y la Iglesia. Pero esta interpretación no puede
ser individual, sino realizada con la comunidad eclesial, siempre a la luz del Espíritu. La
PIERRE GRELOT

exégesis ocupa así un lugar primordial en la comunidad de salud. Su misión crítica


consiste en llegar al sentido literal, es decir, al sentido qué los autores inspirados han
dado intencionalmente a su obra y que no corresponde con la definición tomista del
sensus litteralis o sentido que el Espíritu Santo, autor principal de la Escritura, nos ha
dado en el texto, ni mucho menos con la división antigua de los cuatro sentidos de la
Escritura.

Esta nueva concepción crítica del sentido literal no se limita a los datos históricos o
arqueológicos, sino que traduce el mensaje divino concerniente a la revelación del Dios
vivo y a su designio de salvació n, pero en función de las circunstancias concretas en que
fue manifestado. Nos descubre la revelación paso a paso, a través de la problemática
concreta que vivió cada autor. Ciertamente la exégesis queda así atada a los diversos
condicionamientos temporales de la Palabra de Dios -signos tangibles de su
enmizamiento histórico-, pero si renunciase a este rigor crítico, caería en un círculo
vicioso al imponer a priori a los textos un sentido que sólo objetivamente debe descubrir
y, además, cortaría el diálogo con los historiadores no-creyentes.

Por ello el exegeta debe ser consciente de que su trabajo, no agota el campo de la
hermenéutica bíblica. Su labor crítica alcanza la Palabra de Dios en un momento de su
desarrollo histórico, pero debemos preguntarnos si -después de la venida de Jesucristo-
el mensaje que Dios nos dirige a los hombres de hoy con esos mismos textos no
sobrepasa los límites de su significado primitivo. Así Dios nos descubre en este mismo
sentido literal un nuevo grado de profundidad, del cua l ni los autores, ni los primitivos
lectores tuvieron una conciencia clara. Tal es el llamado sensus litteralis plenior. Si la
revelación forma una unidad orgánica y todos los textos bíblicos tienen como único
objeto el misterio de nuestra salud en Cristo, del cual van descubriendo sucesivamente
los diversos aspectos, es obvio que cada uno en particular no saque a plena luz todos los
aspectos del misterio al cual está referido, más que a la luz de la revelación total, unido
al resto de la Escritura y a la tradición eclesiástica donde la Palabra de Dios alcanza su
plenitud. Así el sensus litteralis unido al sensus plenior responden a las exigencias
legítimas de la razón crítica y de la fe eclesial. Pero esta crítica literaria, con sus
métodos autónomos, debe desarrollarse en un ámbito de fe y desembocar en una
teología de la historia de salvación a la luz de la revelación completa.

b) Teologia.- No es una ciencia de especialistas que emplean el método filosófico para


construir un sistema con las verdades de la fe, sino que está al servicio de la Palabra de
Dios. El teólogo no es un simple contemplativo que alimenta su fe con la Palabra. Más
bien desempeña un ministerio para el bien común de la Iglesia: es el intérprete de la
Palabra de Dios para sus contemporáneos. Debe, pues, poseer una inteligencia
profunda de la Palabra de Dios y conectar la existencia concreta de los hombres con esta
Palabra. Su labor debe ir guiada por esta doble exigencia.

Primero, fidelidad al contenido de la Palabra de Dios. El verdadero teólogo no puede


construir una ciencia deductiva sólo a partir de los datos de la tradición, aunque estén
definidos por el magisterio de la Iglesia -pues correría el riesgo de hacer pasar como
Palabra de Dios lo que es mera especulación humana-, sino que debe enraizar su
pensamiento en datos de la Escritura. La tradición misma no nos ofrece solamente unas
verdades, sino más bien un método para llegar hasta la Verdad -que busca siempre en la
Escritura el punto de partida de toda reflexión teológica. Los sermones de los Padres -un
san León o un san Bernardo- serían un ejemplo de esta teología, a no ser que los
PIERRE GRELOT

tachemos de mera vulgarización pastoral. Así, la labor del teólogo puede definirse como
hermenéutica, ya que debe conducir los hombres a la Palabra de Dios a partir de la
Escritura. No negamos la necesidad ulterior de una síntesis constructiva, pero la
Escritura debe estar siempre presente, no sólo al principio de las especulaciones -según
la forma clásica de probatur thesis-, sino que debe acompañar toda la marcha del
pensamiento hasta el final.

La segunda exigencia del teólogo es que debe conectar el mensaje de la Palabra de Dios
con los problemas de los hombres de hoy, y esto le distingue del exegeta. Ello supone
no sólo una adaptación del lenguaje, sino una comprensión profunda de la problemática
y de la existencia humana. Ahí aparece el lugar que ocupa la técnica filosófica dentro de
la teología. La filosofía es para la teología algo más que un instrumento preciso o un
lenguaje exacto para transmitir la revelación en forma de verdades abstractas e
inmutables como las Ideas platónicas; esta canonización de una cierta escolástica
representa en realidad su misma decadencia, al cerrarse por principio a la problemática
de nuestros contemporáneos, como si después de la philosophia perennis, los demás
pensadores no hayan aportado más que confusión, sin apuntar ningún problema nuevo.
La consecuencia es grave: se transforma la Palabra de Dios en un sistema ideológico y
frente a ella se coloca un hombre abstracto, arrancado de sus condicionamientos
temporales. Es verdad que debemos apreciar justamente la elaboración filosófica,
efectuada en la Iglesia a lo largo de los siglos, que va unida a los datos de la fe, pero el
teólogo debe comprender en serio los problemas del hombre actual y comenzar de
nuevo una reflexión de fe con este hombre para mostrarle el lugar que la Palabra de
Dios ocupa en su vida. Así se enriquecerán los mismos datos de la fe, y la Palabra de
Dios proyectará una luz decisiva en el corazón del hombre. En una palabra, las
relaciones entre la filosofía y la teología son de una mutua interdependencia, pero sin
confusión. La filosofía, en última instancia, no puede romper los lazos orgánicos que la
unen a la teología, y ésta, a su vez, necesita una filosofía autónoma íntimamente
comprometida con el lenguaje y la problemática de sus contemporáneos, si no quiere
convertirse en una maravillosa voz que clama en el desierto, infiel a su misión de
anunciar el Evangelio a los hombres de su tiempo. El trabajo de la teología es el lazo de
unión entre la hermenéutica de la existencia humana -objeto de la filosofía- y la
hermenéutica de la Palabra de Dios -objeto de la exégesis.

c) Pastoral.- En esta acción de la Iglesia se llega directamente hasta las diversas


necesidades concretas de los hombres. Las reflexiones anteriores sobre la exégesis y la
teología deben servirnos para plantearnos este problema pastoral: ¿cómo comunicar a
los hombres esta Palabra de Dios necesaria para su vida? No se trata de buscar fórmulas
más simples que pongan a su alcance el pensamiento teológico, ni de sólo ponerles en
contacto directo con la Escritura, sino de anunciar verdaderamente el Evangelio a los
hombres de hoy. El difícil problema de la adaptación no es un problema de
simplificación. Se trata, más bien, de que la Escritura y la reflexión teológica lleguen a
ser un mensaje vivo en los labios de la Iglesia para el mundo de hoy. Al anuncio de la
Palabra de Dios debe preceder una educación de los hombres, labor difícil pues implica
una reflexión profunda de la propia existencia humana a la luz de la revelación.
PIERRE GRELOT

3. Exigencias prácticas de una solución equilibrada

Se impone una estrecha colaboración entre el exegeta, el teólogo y el pastor. Para ello es
preciso tener una conciencia clara de la identidad profunda de su trabajo, al servicio de
la evangelización del mundo. En consecuencia, los estudios eclesiásticos -tal como ha
urgido el Concilio en su decreto- deben revisarse profundamente para llegar a una
unidad de visión donde la pastoral, la teología y la exégesis estén al servicio de la
Palabra de Dios. Hagamos notar solamente tres aspectos.

Primero, el lugar de la Escritura en la formación teológica. Ya que la teología debe


partir siempre del dato revelado, una iniciación a la exégesis bíblica es indispensable
antes de empezar la teología. El estudio histórico de la Escritura -crítica histórica- de los
libros y las fuentes de pensamiento debe preceder a su estudio teológico, pues la
teología parte del encuentro con la revelación como un hecho histórico. La dogmática
fundamental responde sólo parcialmente a esta necesidad, ya que se sitúa en una
perspectiva apologética. Un estudio objetivo de la historia y de los textos bíblicos dará
paso a un doble complemento: la teología sistemática y la exégesis sistemática, donde
los mismos datos de la fe volverán a encontrarse, bajo una forma sintética, en teología, y
bajo una forma analítica, en exégesis.

En segundo lugar, debe revisarse -según los principios antes señalados- la relación entre
filosofía y teología dentro de la formación del futuro sacerdote. Tanto si precede el
estudio de la filosofía, como si se distribuye la reflexión filosófica a lo largo del estudio
de la teología, debe evitarse el mutuo aislamiento de ambas ciencias frente a la
revelación.

Por último, conviene revisar el método en la enseñanza de la teología, si


verdaderamente creemos que toda reflexión teológica ha de partir de la Escritura y toda
exégesis debe conducirnos a la teología y a la espiritualidad.

Tradujo y condensó: JOSÉ RICART


LOUIS LOCHET

AUTORIDAD Y OBEDIENCIA EN LA IGLESIA,


SEGÚN EL CONCILIO
La puerta abierta por el concilio a la reflexión teológica, en su búsqueda de nuevas
estructuras que favorezcan un encuentro cada día más positivo para la Iglesia con el
mundo actual, permite al autor esbozar una solución de, la problemática que se plantea
en este artículo. Se trata de una aportación nueva que enriquece y amplía la
comprensión de una obediencia en los cauces del diálogo, de una participación en la
misión de Cristo, y de relaciones de amistad que suprimen distancias creando un nuevo
estilo de vida en la Iglesia.

Autorité et obéissance dans l’Eglise d’après le Concile, Parole et Mission 36 (1967) 84-
117.

I. UNA NUEVA FORMA DE AUTORIDAD Y OBEDIENCIA

En el párrafo 7 del decreto Presbiterorum Ordinis (P.O.). después de recordar la


responsabilidad de los obispos en orden a la santidad de sus sacerdotes y de su
formación espiritual, se añade algo que es preciso ponderar hasta sus últimas
consecuencias: la santidad y la formación de los sacerdotes no se dimitan a una
comunicación de arriba abajo, del obispo a sus presbíteros, como hasta ahora se decía,
sino que exigen actualmente un sí de abajo arriba, un intercambio y un diálogo:
"Escuchen con gusto a sus sacerdotes, consúltenles incluso y dialoguen con ellos sobre
las necesidades de la labor pastoral y del bien de la diócesis". Este diálogo es tan
necesario en la vida y ministerio de los sacerdotes, que es preciso mantenerlo,
organizarlo e institucionalizarlo en una nueva estructura de la iglesia. Se trata pues de
una nueva forma de obediencia, basada y realizada en el diálogo, que supone iniciativas
en la tarea pastoral, expuestas con confianza, nacidas de la misma necesidad de la vida y
sometidas al juicio de los primeros responsables. Esta "manera muy madura de vivir la
libertad de los hijos de Dios" (P.e. 15) no sólo ha de ser aceptación en teoría sino que
debe ser integrada en la misma vida de obediencia a pesar de la dificultad que suponen
las inveteradas costumbres de pasividad Es necesaria una crítica radical de esta
obediencia pasiva, que lleve consigo una incorporación profunda de la obediencia en
diálogo, a fin de que la renovación de la Iglesia no se realice sin la preparación
necesaria de las mentalidades y corra el riesgo de perder su valor por el mal uso de
quienes pretenden realizarla.

II. VALORES Y DEFICIENCIAS DE LA OBEDIENCIA ACTUAL

Se habla con mucha facilidad de "crisis de obediencia" en el clero, especialmente en el


clero joven. Sin embargo se precisa una mayor reflexión antes de dar un juicio tan
general.

Se da -y con ello sólo pretendemos constatar un hecho, no juzgarlo- una cierta


indisciplina en el clero con respecto a aquellas cosas que se consideran secundarias,
como el hábito, las rúbricas litúrgicas, etcétera.
LOUIS LOCHET

Es también una verdad evidente su constante y profunda sumisión en lo que es sin duda
más importante, aquello en lo que su propia vida está en juego: su ministerio. En él van
incluidos los factores más decisivos, su trabajo, su familia, su vida personal, sus
relaciones, su éxito o su fracaso. Podrían considerarse otros muchos ejemplos, al nivel
de la puesta en práctica de las nuevas orientaciones conciliares, y que nos llevarían a
afirmar que no puede hablarse de indisciplina del clero, si no es por un análisis
superficial de sus situaciones. Lo más profundo de su vida es la obediencia.

Esta obediencia, con todo, adolece a menudo de un defecto básico. El clero muestra
deseo de comprensión, voluntad de apreciar los valores de lo mandado. Tiene un
profundo sentido critico -que no puede desestimarse- y vive a la vez una constante
sumisión a la Iglesia en las exigencias de su ministerio. Sin embargo, no siempre se da
en sus encuentros el gozo de esta sumisión común, la comunión profunda de voluntad y
de acción que debería haber entre sacerdotes y obispos. Da la sensación de que se
practica la obediencia sin llegar a reconocerla como un valor comunitario que debe
producir alegría. Y esto es signo de una enfermedad interna de la autoridad y de la
obediencia. Si bien ésta es real, es con todo demasiado pasiva, sin solidarizarse con la
autoridad. Se mira a ésta como "desde fuera", como sin participar de su misión y de su
responsabilidad en la Iglesia. La obediencia no se vive en comunidad con la autoridad,
en un "nosotros" que manifieste una comunión, sino que a menudo va acompañada de
críticas, compensación fácil a la pasividad con que se practica. La obediencia no ha
desplegado todavía todas sus dimensiones humanas y cristianas, no puede considerarse
aún, por así decirlo, adulta. Es comprensible -como hemos visto- que el Concilio hable
de una renovación de la obediencia, que lleve a ,vivir de una "manera más madura la
libertad de los hijos de Dios".

Pero esto no concierne sólo a la obediencia, sino también a la autoridad. Esta debe
preguntarse si en realidad ha hecho participar a cada uno, en verdadero diálogo, en la
elaboración de las medidas a tomar; si ha procurado comunicar los valores que sus
órdenes encierran, las intenciones que las animan. Ha de preguntarse si la referencia de
sus mandatos a la misión de la Iglesia en el mundo ha sido vivida siempre como
principio de unidad entre el obispo y sus sacerdotes. Lo que fundamenta la obediencia
de los sacerdotes es su participación en el ministerio y en la misión apostólica. ¿Ha sido
éste el lazo de unión que se ha vivido? Pero más que hacer la critica de estas actitudes
colectivas, es necesario intentar descubrir sus fundamentos teológicos en orden a poner
bases sólidas y profundas a las nuevas formas de autoridad y obediencia en la Iglesia.

III. FUNDAMENTOS TEOLÓGICOS DE LA OBEDIENCIA ACTUAL

Sentido de jerarquía

A partir del Concilio de Trento hasta el Vaticano I, por reacción contra el


protestantismo, la teología de la Iglesia estuvo centrada en la jerarquía, sin tener
suficientemente en cuenta la comunidad del Pueblo cristiano. Todo el pensamiento del
Vaticano II está en contra de esta corriente, aunque es difícil que puedan cambiar de la
noche a la mañana las mentalidades enraizadas en aquel modo de pensar. Semejante
teología de la Iglesia, estructurada a base de poderes de jurisdicción en línea
descendente, no permite concebir la obediencia sino como pura sumisión a unas órdenes
que vienen desde arriba. Su perfección consiste en someterse, dando a esta palabra el
LOUIS LOCHET

sentido estrecho de "ponerse debajo". "Aquellos aspectos de vida profunda -escribe el P.


Congar- por los cuales la Iglesia aparece como un cuerpo completo, animado y vivo,
habían quedado en silencio, sospechosos incluso tal vez de no ser verdaderamente
católicos".

Sumisión a los representantes de Dios

No basta sin embargo esta referencia a la eclesiología. Para profundizar lo que el


Vaticano II ha puesto en cuestión es preciso acudir a una cierta antropología,
fundamento a su vez de una cierta concepción de las relaciones del hombre con Dios.
Toda la tradición, desde San Agustín a Santo Tomás, sitúa al hombre en un universo
jerarquizado. De tal manera que la obediencia en la Iglesia no es sino una aplicación
particular de una ley fundamental de todo ser creado en la harmonía del mundo. Si el
universo creado no encuentra su perfección sino en la participación de la perfección
misma de Dios, el cristiano no la hallará si no es en la sumisión radical a lo que le viene
dado de arriba. El fundamento metafísico de una espiritualidad de la obediencia reside
por tanto en que la perfección de Dios se trasmite al hombre por la sumisión de su
espíritu y de su voluntad a una jerarquía de intermediarios.

La harmonía que reina en los coros de los ángeles, es, para el Pseudo-Dionis io -cuya
influencia en la espiritualidad occidental es innegable-, como el modelo celeste del
orden que debe reinar en la Iglesia, por la sumisión de cada uno a sus superiores en la
jerarquía eclesiástica.

El pensamiento de San Agustín, que sigue una trayectoria muy semejante, ha tenido una
gran influencia en la formación del clero. Lo que es verdadero en el orden intelectual, lo
es también para él en el orden moral. Dios es buscado como ser supremo que se
comunica en el orden del mundo a través de sus leyes recibidas por la conciencia. Todas
las leyes particulares no son sino participación de esta ley eterna, expresión del orden
divino. La harmonía del universo y del hombre en el universo, encontrará una
realización particularmente feliz por medio de la sumisión a la jerarquía en la Iglesia. La
formación espiritual en la obediencia ha quedado profundamente impregnada de esta
gran visión teológica del hombre inserto en un "universo jerárquico". "Sin sumisión -
dice Tanquerey, cuyo libro "Précis de théologie ascétique et mistique" ha servido de
manual a generaciones precedentes de sacerdotes- no habría más que desorden y
anarquía en las diversas comunidades... ¿quiénes son estos superiores legítimos?... En el
orden sobrenatural son: el soberano pontífice, los obispos, los párrocos, sus vicarios,
cada cual según los límites trazados por el código de derecho canónico".

Si hay actualmente una "crisis de obediencia", hay que situarla a este nivel.
Antiguamente la sumisión tenía valor por sí misma: bastaba que una disposición
estuviese en el reglamento del seminario o en la ley de la Iglesia. Esta motivación era
suficiente. Hoy, para someterse al reglamento de una casa, un joven quiere conocer las
razones que motivaron cada uno de sus artículos, quiere participar con su propia
experiencia y su propia reflexión en la elaboración de las disposiciones a las que tendrá
que someterse.

¿Hay que rechazar estas exigencias, como signo de que el "mundo moderno" invade la
Iglesia y pretende pervertirla, o más bien preguntarse si nos obligan a poner de nuevo en
LOUIS LOCHET

cuestión una cierta forma de obediencia y de autoridad, para poder ir adelante en busca
de nuevas formas íntimamente ligadas con la misma renovación de la Iglesia en el
mundo?

Para un "aggiornamento" profundo, hay que acudir a las fuentes teológicas de toda
renovación espiritual. No puede rechazarse en bloque una tradición que ha alimentado
la vida espiritual de muchas generaciones de sacerdotes. Hay que realizar un
discernimiento que nos permita descubrir sus límites a fin de poder conservar sus
valores, en un orden nuevo.

En primer lugar se observa una casi total ausencia de Cristo. La obediencia se ha puesto
en el orden de la creación, en relación con Dios mismo, que está en la cima de todo. La
perfección de la creatura, que consiste en la mayor asimilación posible del Bien
supremo, se conseguirá principalmente por la sumisión a la voluntad de Dios que se
manifiesta en el orden instaurado en la naturaleza y en la Iglesia. Cristo no aparece en
las muchas páginas dedicadas a la obediencia. Los nuevos lazos que nos unen a Cristo y
a su Padre en el Espíritu no han transformado la obediencia. A lo más podrá hablarse de
obediencia a Cristo, no de la obediencia de Cristo participada por el cristiano. La
deficiencia fundamental de esta espiritualidad parece no haber podido desarrollar
suficientemente el sentido cristiano de la obediencia.

No hay tampoco apertura al diálogo. Toda la perfección del súbdito consiste en ser
sumiso al superior, cuya voluntad es expresión de la voluntad de Dios. Toda discusión
del contenido de la orden se considera falta de fe, de sumisión, insubordinación.

San Ignacio prevé una representación del súbdito al superior antes de que éste haya
dado sus órdenes, aunque debe mantener una actitud interior de sumisión. Santo Tomás
sitúa a la obediencia y a la autoridad en servicio del bien común cuya búsqueda supone
un cierto diálogo en orden a descubrirlo conjuntamente. Ambas son intuiciones
estupendas, destinadas a los religiosos, no formuladas sin embargo explícitamente en
una teología de la obediencia trasmitida al conjunto del clero. La orden sigue viniendo
de arriba, de una conformidad abstracta de la voluntad del superior con la voluntad de
Dios, no por una búsqueda concreta de esta voluntad en los signos de los tiempos, cuya
aportación vendría dada por el mismo súbdito. El diálogo será a lo más tolerado, no
precisamente requerido.

Esta concepción de la obediencia está mucho más al servicio del orden a mantener que
de la misión a promover. El superior es la encarnación de este orden, garantiza las
estructuras y aplica las leyes. Fuera de ella no hay más que desorden y anarquía.

Los principios de adaptación a la evolución del mundo no han sido incluidos en la


estructura de la obediencia, sufriendo con ello la vida religiosa y la acción pastoral. Con
esta concepción de la obediencia se llega a un orden estático, cuyo ideal es mantener un
pasado más que afrontar un futuro.

Además, y esto también es grave, se establece un distanciamiento entre el superior y el


súbdito. Juegan papeles distintos e incluso opuestos en la sociedad eclesial: uno manda,
el otro obedece. No hay comunión entre ellos. Se levanta una barrera que los separa casi
definitivamente. Barrera que desaparecería si ambos se sintieran solidariamente
LOUIS LOCHET

responsables de las medidas a tomar en vistas a la misión común, que es la de la Iglesia


en el mundo.

Existe, por fin, el grave peligro de traspasar esta misma concepción de la obediencia a
las relaciones entre sacerdotes y laicos, confundiéndola con una cierta pasividad que no
deja lugar a posibles iniciativas ni al verdadero diálogo de búsqueda apostólica. Es una
de las fuentes de clericalismo, que lleva a considerar a los laicos más o menos como
seres inferiores, menores de edad. Las consecuencias son ya a simple vista graves:
pasividad, dependencia infantil, insubordinación, anticlericalismo. Es necesario
descubrir las formas de una obediencia adulta de los sacerdotes, para colocar en su
verdadero lugar la de los laicos.

Nos hemos limitado a una reflexión teológica que conserva lo esencial de los valores de
la espiritualidad tradicional de la obediencia. Pero es urgente ahora que nos situemos en
una perspectiva nueva, en que el encuentro con Cristo obediente nos comprometa
juntamente en la misión de la Iglesia.

IV. LA OBEDIENCIA EN LA IGLESIA, SEGÚN EL CONCILIO

Cristo obediente

La motivación última de la obediencia es la regeneración en Cristo nuestra participación


por la Gracia en la vida de Cristo, en su filiación divina, fuente de toda obediencia
cristiana.

Esto no es minimizar en absoluta la importancia de la obediencia en la vida del


cristiano, sino restaurar su inspiración fundamental.

San Pablo sitúa la obediencia de Cristo al Padre en la aceptación de su misión en el


mundo hasta la muerte en cruz y la resurrección (Fil. 2,13ss.). El cristiano tiene que
participar en ella al serle comunicada por la Gracia. Es la expresión humana de su amor
al Padre, el reconocimiento de su dependencia. Es el centro de su vida según el Espíritu.
Y, como para Cristo mismo, este amor filial se cumplirá en la aceptación humilde, leal,
total, de la condición humana, de las sumisiones que ésta implica, de la suprema
humillación de las pasiones que conducen a la muerte. Pero este camino ha sido
iluminado por Cristo. El cristiano sabe que si vive todo esto en una obediencia que es
expresión de su caridad, está en el camino de la salvación y de la redención: el del
cumplimiento de los "amorosos designios de Dios" en él, como en el mismo Cristo. Por
su obediencia entró en la Gloria; es el único camino que puede conducirnos a ella.

Obediencia a Dios y obediencia a los hombres

El hombre lo recibe todo del mundo y de los demás; por esto, depende de ellos en todo.
En su ser mismo, en su alimento, vestido, educación, cultura, ideas... Depende de la
historia en los acontecimientos de su vida, y recibe la muerte en un cuerpo sometido a
las leyes del mundo.
LOUIS LOCHET

La encarnación de Cristo -tal es su profundidad misteriosa- tiene también estos mismos


condicionamientos del hombre: su nacimiento es la expresión de su radical sumisión a
la voluntad de Dios y aborden humano del mundo. Aprende totalmente lo que significa
ser hombre: alimentado e instruido por sus padres, sometido a lo real, a los
acontecimientos históricos de su tiempo, a la autoridad de aquellos mismos que le
condenan. No es una pura pasividad. Sabe discernir la voluntad del Padre en lo más
oculto de los acontecimientos, en el corazón de las personas, incluso en los golpes que
recibe. Aprende la perfección de la obediencia en la total aceptación de la condición
humana, hasta conocer lo que Dios mismo quiere que descubra como hijo del hombre,
en el mundo y en la historia. Su obediencia filial no es una simple sumisión a un
designio prefabricado de Dios, sino la búsqueda humana y divina de la voluntad del
Padre en los acontecimientos y en las personas.

Obediencia de Cristo, obediencia del cristiano, obediencia del sacerdote

La obediencia en la Iglesia no puede ni debe ser otra cosa sino la continuación de la


obediencia de Cristo, de la misma manera que el sufrimiento continúa la pasión de
Cristo en su cuerpo que es la Iglesia.

Es una obediencia misionera: obedecer en y por la misión de Cristo cumplida en la


Iglesia. La obediencia de Cristo se cumple en su misión. Se une con amor a la voluntad
del Padre, aceptando la misión de venir al mundo para participar en la vida de los
hombres hasta la muerte, por su salvación. Este será también el contenido fundamental
de la obediencia del cristiano y del sacerdote, situándoles radicalmente en unión con
Cristo por su inserción en el mundo. Su misión de amor será también cumplir la
voluntad del Padre participando de la vida de los hombres, anunciándoles el misterio de
su designio de salvación universal, ofreciendo finalmente su vida por ellos.

Esto modifica notablemente el contenido dula obediencia cristiana. No interesa sólo la


sumisión, meramente pasiva, sino el contenido de la voluntad a que se somete. Lo
primero es necesario, pero si falla lo segundo el resultado es una caricatura de la
verdadera obediencia. El contenido de la voluntad de Dios no puede carecer de
importancia para quien quiere someterse a ella, pues no nos es desconocido ni podemos
desentendernos de él: su deseo universal de salvación.

Por esta razón el contenido de la obediencia cristiana es esencialmente apostólico. La


misión común de anunciar la Buena Nueva a toda creatura aunará a sacerdotes y
comunidad diocesana en torno a su obispo. Esto hace cambiar la perspectiva: los
sacerdotes con su comunidad cristiana son enviados juntamente a la vida del mundo
para anunciar el Evangelio y cumplir su unión en Cristo. Los sacerdotes se sienten
solidarios con su obispo en el anuncio del Evangelio y la conservación de quienes les
han sido encomendados. De tal manera que, si la búsqueda es siempre común, la
decisión recae en la autoridad de aquél que representa a Cristo Jefe.

"Sumisión" deja ya de tener aquel sentido pobre y estrecho de "ponerse debajo" de una
autoridad que confería todo su valor a la virtud de quien renunciaba a su propia
voluntad para aceptar la del superior. La obediencia no prescindirá en absoluto de esta
dependencia, sino que, como sumisión, será más bien una participación en la misión que
LOUIS LOCHET

Jesús nos confía en la Iglesia para con el mundo: un consentimiento a la voluntad del
Padre transmitida por medio de hombres.

Es una obediencia, también, en diálogo: diálogo con el mundo, y diálogo en la Iglesia.


Ahora bien: si todo el valor de la obediencia está en someter la voluntad propia a la del
superior, que representa a Dios, queda poco margen para un diálogo real y auténtico.
Sería difícil, en esta perspectiva llegar a una definición del contenido de la obediencia
religiosa, pero no responderíamos ciertamente a las nuevas exigencias del Concilio
acerca de la obediencia del sacerdote. No tratamos de buscar sólo' una decisión que
concierna a la propia perfección, sino una decisión común que responda a la misión de
la Iglesia en el mundo.

El diálogo es constitutivo de una obediencia orientada hacia ésta misión de la Iglesia. El


plan de Dios realizado en Jesucristo comporta este diálogo con el mundo: Cristo se deja
formar por el mundo, es instruido por los acontecimientos y conducido por los otros en
su misión.

Este misterio se cumple también en la Iglesia: ha de estar en abierto diálogo con el


mundo. Tiene que aprender de los acontecimientos y de los hombres un lenguaje actual
para anunciar el Evangelio, a partir de unas vivas realidades en las que debe encarnarse
todavía la Gracia para transformarlas. La llamada de Dios resuena hoy a través de los
acontecimientos del mundo, de las iniciativas de las personas. Pero estas realidades
permanecerán desconocidas para el obispo si no se entabla un verdadero diálogo entre
él, los sacerdotes y los seglares. La decisión apostólica supone la confrontación de los
valores eternos del designio de Dios y su Palabra con las realidades movedizas del
mundo en las que debe ser pronunciada esta Palabra y cumplido aquel designio. Por esta
razón, la decisión apostólica tiene que elaborarse en diálogo con el mundo y en diálogo
dentro de la misma Iglesia: es obra de toda una Sociedad en misión, expresada por el
obispo, verdadero responsable.

Sigue siendo una obediencia jerárquica, es decir, sumisión a quienes representan a


Cristo Jefe. Sin embargo, esta constitución jerárquica adquiere ahora su verdadero
sentido en el servicio de su misión. El que dirige y toma la decisión -ha dicho el
Concilio- lo hace al servicio de todos, por la misión común que todos tienen
encomendada. (ICor, 12,7). La búsqueda es común, aunque pide generalmente una
última decisión de quien, en nombre del Señor, tiene el cargo de gobernar. Esta
contradirá necesariamente algunas opiniones, exigirá tal vez ciertas renuncias. Sin
embargo todos tendrán que someterse á ella, aceptarla y aplicarla, ya que esta
unanimidad en la decisión final y la ejecución común es esencial en orden a un
testimonio de Iglesia y a la unidad de la misión.

De la misma manera que Jesucristo se acomodó a personas y circunstancias -y en


comunión con el Padre realizó su voluntad en constante dependencia de los hombres y
de los acontecimientos-, la sumisión al que representa a Jesucristo conserva su pleno
valor y todas sus exigencias de renuncia a la voluntad propia.

Hay que admitir, por otra parte, que la obediencia está concebida en un orden dinámico,
y aun después de la decisión queda lugar para el diálogo. Puesto que está al servicio de
una misión común, el diálogo continúa, no por debilidad de la autoridad ni por falta de
sumisión de los súbditos, sino por la búsqueda común de una adaptación de la acción y
LOUIS LOCHET

del pensamiento de la Iglesia a la vida del mundo, en una total fidelidad al designio de
Dios.

Este es el clima que debe crearse hoy en la Iglesia para que las nuevas estructuras
cumplan efectivamente su cometido: un clima nuevo de relaciones que acorte distancias
entre superiores y súbditos, que haga desaparecer las barreras que se hayan podido
levantar entre unos y otros. La obediencia se convierte en comunión: todos buscan
conjuntamente, en un intercambio en el que se sienten complementarios. El obispo no
puede decidir actualmente sin contar con la aportación de sus sacerdotes y de sus fieles,
si quiere que la decisión sea realmente fructífera. Los sacerdotes no pueden formar una
comunidad de búsqueda y de esfuerzos sino en la decisión tomada por el obispo en
nombre del Señor. Se inicia una nueva amistad -a nivel de parroquia o de diócesis-
humana, divina, cristiana y apostólica. Esta comunión es, en fin, la vida misma de la
Iglesia que se cumple y se renueva en la Eucaristía, fuente y cumbre de toda relación
interpersonal.

A la luz de una teología de la obediencia tal como la hemos presentado, cabe


preguntarse si realmente las indisciplinas y las críticas que reconocíamos al comienzo
no son en parte una especie de compensación por falta de participación en la
elaboración de la misión, y de libertad de iniciativa en la Iglesia. El clero no se
solidariza con la autoridad, por no sentirse unido a ella en una misma búsqueda por la
misma misión. Si se entablara este diálogo, no sólo la vida de la Iglesia, sino la misma
vida personal y comunitaria de los sacerdotes, se sentirían íntimamente transformadas.

Una vez más la luz de Cristo tiene que iluminar nuestros problemas más actuales. El
vino precisamente a cambiar y renovar, a abolir distancias creando un nuevo estilo de
relaciones interpersonales en la Iglesia, según el cual la dependencia tiene a la vez el
carácter de igualdad en el amor, acabando así en comunión.

La originalidad y misión de la Iglesia no estriban en un calco de las jerarquías del


mundo, de los hombres o de los ángeles, sino en la participación de la intimidad de las
personas en Dios y de su amor a todos los hombres y a todo el universo, que nos viene
dado en Jesucristo.

V. OBEDIENCIA NUEVA EN ESTRUCTURAS NUEVAS

Llegados al término de esta búsqueda acerca de la obediencia, nos encontramos en el


centro de toda renovación conciliar: es imposible vivir la obediencia como comunión
con el obispo, si la Iglesia entera no se renueva como misterio de comunión no sólo en
sus estructuras, sino también en su misma vida.

Sería absurdo fomentar por un lado una espiritualidad de obediencia por unión con
Cristo y por otro levantar y mantener toda una organización jurídica más o menos
extrínseca a esta unión con Cristo.

Para que la Iglesia no sea solamente jerárquica, sino también comunitaria, es preciso
crear nuevas estructuras que permitan instaurar nuevas relaciones. El Concilio nos invita
a ello.
LOUIS LOCHET

Hacia un nuevo estilo de relaciones en la Iglesia

La Iglesia forma parte de la historia de los hombres y se sienten solidaria del


movimiento humano en busca de nuevas estructuras de participación responsable. Es
evidente que los consejos diocesanos tienen que seguir la trayectoria de un trabajo en
equipo si quieren responder a lo que se espera de ellos. Sin embargo no es eso todo. No
hay que desestimar los hallazgos realizados en otros sectores de actividades humanas,
pero hay que descubrir además lo más específico de las estructuras de la Iglesia. Es sin
duda un largo camino el que hay que recorrer, pues se trata de crear un clima en el que
pueda instaurarse un diálogo verdadero en todos los niveles. De él nacerán posterior y
progresivamente las distintas exigencias.

El diálogo debe establecerse, en primer lugar, al nivel de los hechos y de la misma vida.
El Concilio habla de reflexión sobre caminos nuevos, de iniciativas. Y esto supone la
toma de conciencia de una Iglesia en misión, dentro de un mundo que cambia; de la
necesidad de una adaptación constante de la pastoral a la historia. Supone nuevas
actitudes por parte de los sacerdotes y una positiva comprensión de la necesidad de la
búsqueda y de las iniciativas por parte de los obispos. Todo ello deberá tener una
repercusión en las relaciones del clero con los seglares, dándoles a estos una mayor
conciencia de su participación en esta misma búsqueda y de la importancia de su
misión. No se trata ya de mantener un "orden establecido"; es necesario crear nuevas
estructuras en lasque el diálogo necesario para la elaboración dulas decisiones, sea
orgánico y constructivo.

Este diálogo postula por sí mismo la libertad de expresión de los sacerdotes, para lo cual
es absolutamente necesario un clima de confianza y amistad. Un diálogo supone
diversidad de opiniones, sin que esto implique necesariamente una oposición a la
autoridad. Supone que no hay grupos de presión, supone igualdad entre todos, supone
un mutuo respeto en la misión propia de cada uno, supone en fin un ambiente de
relaciones muy humanas, sencillas, penetradas de caridad divina. La Iglesia tiene hoy
necesidad de crear estructuras que estén animadas de este espíritu.

Obediencia comunitaria

Para obedecer verdaderamente es preciso hacerlo juntamente, en común. No basta una


estructura diocesana. Para que el presbyterium sea una unidad viva de sacerdotes
alrededor de su obispo, necesita estar ligado a otras comunidades. Son necesarias
estructuras comunitarias de vida pastoral: parroquias, instituciones, movimientos... a fin
de que la mirada sobre la vida de los hombres sea una mirada en común, y la búsqueda
pastoral sea también una búsqueda en común. Si no es así, difícilmente llegará el
presbyterium diocesano a ser efectivamente comunitario.

Los obispos por su parte no podrán vivir su misión diocesana si no la unen y la someten
a la misión universal de la iglesia, en comunión con los demás obispos.

Esto condiciona la estructura y el espíritu del presbyterium, ya que la misión y el


servicio del Evangelio no es algo que pueda reducirse a los límites de una diócesis. El
sacerdote, precisamente por su sumisión a la misión diocesana se siente unido a toda la
LOUIS LOCHET

Iglesia. Esta apertura a la llamada universal de la Iglesia tiene que poder ser seguida por
el sacerdote que sienta verdaderamente su vocación católica universal.

CONCLUSIÓN

La vida de la Iglesia postula una renovación de la obediencia, solidaria de todo su


progreso. Esto supondría evidentemente un gran avance para los sacerdotes, para los
obispos, y para la Iglesia.

Para los primeros, promovería un clima de profunda amistad al servicio de la misión


común. Para la Iglesia equivaldría a una constante adaptación de sus decisiones a la vida
del mundo, cosa absolutamente necesaria actualmente, dada su rápida evolución.

La renovación de la obediencia sería sin duda una especie de llave que abriría nue vos
caminos a la vida de la Iglesia.

Hemos visto que eran necesarias las nuevas estructuras para la renovación de la
obediencia. Y hemos visto también, tal vez con más claridad, que estas estructuras
serían totalmente inútiles si no hubiera sido renovada antes nuestra obediencia,
uniéndonos íntimamente con Cristo, que viene al mundo por amor al Padre.

Tradujo y condensó: JUAN FCO. CALDENTEY


ADRIEN NOCENT, O. S. B.

EL AÑO CRISTIANO Y SUS IMPLICACIONES EN


LA ESPIRITUALIDAD Y LA CATEQUESIS
L' année chrétienne et ses iinplications en spiritualité et en catéchèse, Lumen vitae, XX,
2 (1965) 292-309

Nos hallamos ante un problema de capital importancia en la vida cristiana. Existen


excelentes exposiciones sobre teología de la Liturgia por lo cual no vamos a intentar
aquí un estudio de este tipo, sino más bien investigar las condiciones que nos permiten
descubrir y vivir realmente el año cristiano.

Al hablar de "año cristiano" y no de "año litúrgico" solamente queremos obviar


interpretaciones que restringirían el término a un tipo de vida cristiana propia de grupos
escogidos, cuya espiritualidad se centraría en la liturgia. No podemos pensar un año
cristiano que no sea litúrgico, totalmente polarizado por el misterio pascual. Cierto que
la liturgia no agota la actividad de la Iglesia, pero con el Concilio hemos de pensar que
la liturgia es "la cumbre a la que tiende la acción de la Iglesia y al mismo tiempo la
fuente de donde se deriva toda su fuerza". Vivir el año litúrgico no parece ser algo
facultativo.

FUNDAMENTOS TEOLÓGICOS

Eclesiología y liturgia

Al insistirse, tras cl Concilio tridentino, en la eficacia de los sacramentos, y al estudiarse


con especial empeño su "mecanismo", se los separó, en cierto sentido, de la Iglesia
misma, llegándose a un desconocimiento práctico de los otros modos de presencia del
Señor. Los sacramentos se contemplaron con mentalidad utilitarista, atendiendo sobre
todo al progreso espiritual subjetivo. Estas desviaciones sólo pueden remediarse si,
previa a la renovación de la teología sacramental, se piensa en renovar la misma
eclesiología.

Es preciso considerar la Iglesia como el gran sacramento. Por obra de las controversias
postridentinas se acentuaron más bien otros aspectos de la instrumentalidad eclesiástica:
exterior, jurídico, jerárquico, etc. Hoy el concilio Vaticano II deriva hacia una posición
más espiritual: la Iglesia, en la que se hace visible la gracia. Es la comunidad de los
salvados y en ella actúa el Señor. Aparece así la Iglesia ante todo como un instrumento
de la presencia del amor de Dios que nos salva. Al partir de esta nueva base cae por sí
misma la concepción ritualista de la liturgia. Por otra parte ganamos una visión del culto
como santificador esencialmente y toma relieve la instrumentalidad salvadora de la
Iglesia en los misterios revividos por la liturgia.

Palabra y sacramento

Partiendo de esta eclesiología contemplamos la Iglesia como el lugar donde Dios dirige
la palabra a cada cristiano, invitándole a la comunicación intima con El por la fe.
Palabra -signo de Dios- que adquiere su pleno dinamismo por sernos dirigida a través
ADRIEN NOCENT, O. S. B.

del Cristo-Iglesia y que toma su máxima eficacia al colocarse en un contexto de ritos y


gestos que la convierten en sacramento. En este diálogo, palabra y sacramento
constituyen dos modos diversos de la iniciativa y presencia divinas. La eclesiología
deberá considerar mejor sus relaciones.

La presencia del Señor

La Constitución sobre la Sagrada liturgia enumera diversos modos de presencia de


Cristo (n. 7). Atengámonos ahora a la presencia del Señor en los misterios que el año
litúrgico celebra.

La Edad Media popularizó las fiestas del año litúrgico por medio de las
representaciones populares y la iconografía. No obstante, estas representaciones tenían
más que nada un efecto simplemente moralizante. Los hechos se representaban como si
fuesen actuales, pero no se veía el paso de la celebración externa a la realidad
sacramental, al misterio en el que nos insertamos. Incluso se llega a dividir el misterio
de salvación estableciendo los diversos ciclos. En suma, impera una visión más bien
externa y ceremonial. Y es que sin la integración palabra-sacramentos, la presencia del
Señor sólo será reconocida en estos últimos. Fuera de ellos se verá meramente un culto
exterior.

Algunos intentos de solución no llegan a eliminar el dualismo. Para algún autor Dios
desciende al hombre y lo salva por medio del sacramento; mientras que el hombre
asciende a Dios a través del culto litúrgico. Muy por el contrario, se realiza el encuentro
del hombre con Dios, en Cristo, en la liturgia concebida de modo global. La
Constitución sobre la sagrada liturgia afirma asimismo que los misterios de Cristo se
hacen presentes de algún modo en el año litúrgico: "los fieles son puestos en contacto
con ellos y son llenados de la gracia de salvación" (n. 102). Pero no se concreta el modo
de esta presencia.

Generalmente se admite que la reactualización del misterio de salvación en el culto de la


Iglesia permite al creyente un contacto con el acontecimiento pasado: "lo que era visible
en nuestro Redentor -dirá San León Magno en el sermón 74- ha continuado en los
Misterios". Y Dom Casel explicará muy bien la entraña de estos misterios celebrados en
la Iglesia: "la vida divina desciende efectivamente en medio de quienes participan de la
solemnidad religiosa. No se trata de un puro recuerdo; comporta también una presencia:
Dios aparece en medio de los que le sirven en el culto. Se le llama y El viene".

La presencia y el tiempo

La teología de la presencia está ligada necesariamente a la teología del tiempo y de la


historia. Dios se revela interviniendo en un tiempo concreto que va desde el Génesis a la
Parusía pasando por el misterio de la Pascua. La Iglesia vive está segunda fase que va
desde la Pascua a la Parusia, bajo un doble aspecto. Por un lado gracias a la liturgia
queda abolido el tiempo en sus dos direcciones: pasado y futuro. La Iglesia revive en un
"hoy" los misterios históricos de Cristo. Nos hacemos contemporáneos de esos hechos y
sentimos sus efectos. Anulación temporal que también se refiere al futuro: la
ADRIEN NOCENT, O. S. B.

celebración litúrgica nos da una especie de coexistencia entre lo que es eterno y el


tiempo.

Por otra parte, aunque en la vida litúrgica se anule en cierto sentido el tiempo, los
cristianos permanecen situados en el mundo presente. Los sacramentos -como
acontecimientos escondidos- dejan al mundo aparentemente tal como él es. Y por
presentarse ellos mismos bajo un signo tomado de nuestro mundo nos hacen presente el
Reino.

El Misterio Pascual

El Misterio Pascual es el centro de la historia y en él se resume todo el misterio


cristiano. Por eso mismo, el Misterio Pascual -con su dinamismo de muerte y
resurrección- realiza la unidad del año cristiano. Últimamente se ha comprendido mejor
que la Pascua cristiana es actuante porque ella misma es vida que surge de la muerte:
Cristo arrastra a su Iglesia en este tránsito, llevándola hacia la vida definitiva. Toda
celebración en la Iglesia está ligada al hecho central de la Pascua y por eso el misterio
del año cristiano es siempre uno. La Constitución sobre la liturgia acentúa la
importancia de esta redescubrimiento y muestra cómo los Apóstoles anunciaron la obra
de salvación realizada por Cristo y cómo la ejercitaron por el sacrificio y los
sacramentos, alrededor de los cuales gravita la vida litúrgica (nn. 5-8).

Hemos hecho hasta aquí, un balance elemental de los presupuestos teológicos que se
deben revisar si se quiere que el misterio del año cristiano se viva y enseñe
correctamente: partiendo de la Iglesia como sacramento, descubrimos en ella nuestro
contacto con las realidades salvadoras. Cristo está presente por la Iglesia y actúa en
nosotros de diversos modos: uno de ellos es la celebración del año litúrgico.

IMPLICACIONES ESPIRITUALES

Objetividad y realismo

Buen número de personas buscan en la liturgia un medio para mejorar la propia vida.
Esto es fruto de una mentalidad subjetivista que atiende más a las resonancias de la
propia conciencia que a la presencia de Dios que alcanza al hombre y le santifica por la
liturgia. En ella es Dios quien toma la iniciativa y hace entrar al cristiano en la
participación de los misterios para que los realice juntamente con Cristo. Esta
objetividad de una actitud verdaderamente cristiana se opone a los sicologismos y a la
introspección erigida en método. Como es natural, se supone la necesaria preocupación
personal que mueva nuestra voluntad al ritmo de la divina.

Esta cooperación, sin embargo, debe consistir más en atender a Dios que a nuestras
propias posibilidades.

Del mismo modo, esta visión de la realidad se opone alas seudo-espiritualidades de


circulo cerrado, especializaciones para el uso de un sector encasillado. Las grandes
espiritualidades históricas -como anota el P. Bouyer- han realizado desarrollos
ADRIEN NOCENT, O. S. B.

realmente católicos del cristianismo, proponiendo siempre el eterno ideal cristiano


adaptado al tiempo correspondiente.

Unificación

Descubrir el año cristiano como actualización de los misterios de Cristo nos aporta una
doble unificación. Ante todo, la vida espiritual encuentra su unidad: el misterio de
Cristo muerto y resucitado es la médula del cristianismo y por ello, punto único de
convergencia. La práctica del año cristiano conduce al descubrimiento de este punto
central y nos manifiesta idéntica unidad en los sacramentos.

Pero la unificación va más lejos, abordando también la síntesis del hombre en si mismo,
ya que es el hombre con todas sus facultades quien se encuentra inmerso en los
misterios de la salvación. El mismo cuerpo humano se ve asumido como instrumento de
salvación al adaptarse a los misterios que se hacen presentes. Incluso puede descubrirse
una unidad en el mundo al contemplarlo, año tras año, en su movimiento de
aproximación a la venida de Cristo.

Misterios de Cristo y comunidad

La presencia de Cristo a través de los sacramentos y del año cristiano se realiza en su


cuerpo que es la Iglesia. La práctica del año litúrgico nos empuja a vivir continuamente
el sentido comunitario, acentuando en nosotros nuestro ser de pueblo de Dios que el
retorno a la Biblia ha hecho más consciente.

La liturgia, con todo, no diluye a la persona en la comunidad. Es cierto que el individuo


sólo se salva en la comunidad, pero no es menos cierta la exigencia personal de fe y
amor: fe personal que ve la presencia de Cristo en su Iglesia y en los misterios del año
litúrgico; amor personal constante para desarrollar la vida divina que se recibe y
fortalece en la vida litúrgica, incitándonos en fin a participar en el testimonio colectivo
de fe que da la liturgia cristiana a todos los hombres.

Después de lo visto se impone una revisión de la jerarquía de valores, afirmando con la


Constitución que "toda celebración litúrgica por ser obra de Cristo sacerdote y de su
cuerpo que es la Iglesia, es acción sagrada por excelencia y cuya eficacia, con el mismo
título y en el mismo grado, no la iguala ninguna otra acción en la Iglesia" (n. 7).

ORIENTACIONES CATEQUÉTICAS

A través del signo

Aunque la catequesis de la Iglesia antigua no se daba exclusivamente por medio de la


liturgia, sin embargo estaba embebida de espíritu litúrgico. La salvación y el amor eran
el tema central. El año cristiano ofrece un medio excelente para introducir al
catequizado nocional y vitalmente en el plan de Dios. El año cristiano debe ser el signo
que ofrece un punto de partida para presentar las realidades que por él se actualizan.
Antes de exponer un dogma se debería partir de la estructura litúrgica del tiempo que lo
ADRIEN NOCENT, O. S. B.

haga presente. Y, previamente, tendríamos que haber comenzado por la visión de la


Iglesia, como comunidad en la que se realzan las celebraciones litúrgicas.

Unidad de plan

Los ciclos litúrgicos han seccionado el misterio global del Señor. Es preciso
abandonarlos y centrarlo todo sobre la Pascua, dándonos igualmente cuenta de que la
resurrección es también conmemorada el domingo. Todas las fiestas deben ser
explicadas en función de la Pascua y ninguna con independencia de ese centro. El
tiempo cristiano es un todo único polarizado por la Pascua y revivido en el hoy
litúrgico. Se impone por esto una catequesis del tiempo en la Iglesia. De los textos
litúrgicos, que a veces no facilitarán la referencia al centro único, deberían escogerse
aquellos que guarden mayor relación con la Pascua.

El sentido de la comunidad

Es esencial llevar al niño hacia la oración comunitaria, apartándole de un aislante


romanticismo. Hacerle ver que la plegaria realizada en la comunidad de la Iglesia es
más eficaz, y que el ideal debe ser vivir el misterio de Cristo con los otros, a quienes el
Señor ha rescatado también y quiere encontrar en su Iglesia, en la celebración de los
misterios. Estos deberían ser los objetivos de una catequesis que tuviera en cuenta la
revalorización actual del año cristiano. En la Biblia encontraremos los elementos
preciosos que nos descubran el sentido comunitario del pueblo de Dios, que es
comunidad de salvación.

Esta coherencia del pueblo de Dios se hace posible gracias a la presencia del mismo
Señor. Es urgente introducir a los cristianos en el misterio de su presencia. Dar a la
Palabra que se proclama su merecido relieve es permitir la comprensión de esa nueva
presencia de los misterios, en el hoy del ario cristiano.

Conclusión

Partiendo del año litúrgico puede darse, pues, una visión cálida, unificadora y
vivificante de Dios, de Cristo, de la Iglesia y de las realidades terrenas. Pascua, la fiesta
cristiana, da la clave y el sentido a la historia. En definitiva, no debemos atender tanto a
unos conocimientos cuanto a los mirabilia Dei, obra de su amor que debe provocar
nuestro amor y oración. Porque, en definitiva, el objetivo de la catequesis no puede ser
más que el amor expresado en la oración.

Tradujo y condensó: JESÚS TUSÓN


IGNACE DE LA POTTERIE

LA VERDAD DE LA SAGRADA ESCRITURA Y LA


HISTORIA DE LA SALVACIÓN SEGÚN LA
CONSTITUCIÓN DOGMÁTICA "DEI VERBUM"
Desde el Vaticano II, el problema de la verdad o inerrancia de la Escritura ha cobrado
de nuevo actualidad teológica. La Constitución «Dei Verbum», en el párrafo que trata
de la verdad de la Escritura, ha marcado el punto de madurez de la cuestión, dando un
principio teológico claro y firme sobre el modo de entender la doctrina tradicional
acerca de la verdad de la Sagrada Escritura.

La vérité de la Sainte Ecriture et l’histoire du salud d’après la Constitution dogmatique


«Dei Verbum», Nouvelle Revue Théologique, 88 (1966) 149-169. Articulo publicado en
«Hechos y dichos»,nº 361, Febrero 1966)

Dividiremos nuestro estudio en cuatro partes. En la primera haremos un breve recorrido


histórico de los últimos 80 años, tratando los problemas y soluciones que se han dado al
tema que nos ocupa. Estudiaremos después el sentido de la fórmula conciliar "verdad de
la Escritura en el orden de nuestra salvación". A continuación concretaremos la noción
de verdad que usa el Concilio, y finalmente haremos alguna aplicación práctica en el
terreno exegético. Esto último nos permitirá comprender el sentido de la interpretación
concreta de textos de la Escritura bajo el punto de vista de la verdad que ellos enseñan.

I. - PROBLEMA DE LA INERRANCIA ANTES DEL VATICANO II

La verdad de la Escritura es un principio teológico afirmado con fuerza en la tradición


cristiana y en la misma Escritura. Pero el problema que levanta su aplicación concreta
nace en la época moderna, con el desarrollo de las ciencias positivas y de la crítica
histórica.

1) El ejemplo más escandaloso del conflicto entre Ciencia y Biblia es el de Galileo. Para
él, la tierra giraba alrededor, del sol, en contra, al parecer, de lo que afirmaba la
Escritura (Jos 10,12-13). De hecho, la, Inquisición concluyó que su teoría era
sospechosa de herejía, por ser "falsa y contraria a las Escrituras". Y hemos de confesar
que el sentir de la Inquisición era el de los exegetas de la época.

Con el siglo XIX, debido al rápido progreso de la ciencia, el problema se agudizó y la


apologética cristiana se esforzó en demostrar un concordismo entre Ciencia y Escritura.

Más grave fue el problema en el terreno de las ciencias históricas. Las excavaciones y
los rápidos conocimientos de las lenguas orientales, permitieron a los historiadores
hacerse con una imagen precisa de las civilizaciones antiguas del Próximo Oriente. Con
ello se puso de manifiesto la inexactitud de algunos datos bíblicos: fechas, papeles de
personajes mal atribuidos... que llevaron a algunos críticos a la conclusión de que la
Biblia carecía de valor como fuente de conocimiento histórico.

2) ¿Cuál fue la respuesta de los teólogos a estos ataques de la ciencia? En el fondo, los
exegetas se hallaban en un "impasse" del que era necesario salir: se esforzaron por
limitar de distintas maneras el dominio de la doctrina de la inerrancia: a) Newman, por
IGNACE DE LA POTTERIE

ejemplo, quería eliminar del campo de la inerrancia las cosas "obiter dicta". Otros, como
el canónigo Didiot o monseñor d'Hulst decían que sólo quedaba libre de error lo que
tocaba a cuestiones de fe y costumbres, res fidei et morum. Es interesante conocer esta
teoría, pues en el debate conciliar se llegó a afirmar que la posición de algunos -que es
la que por fin prevaleció- nos conducía a esa antigua teoría que había sido formalmente
condenada por el Magisterio. Expliquemos más en detalle su contenido: se trataba de
una limitación puramente material de la inerrancia, concretada en los textos que
interesan a la fe o a la moral. Una distinción de ese tipo resulta desafortunada y
artificial: supone que la única revelación de Dios a los hombres consiste en la
comunicación de "verdades" y doctrinas religiosas orientadas a la fe y a las costumbres.
Esta concepción intelectualista ha sido superada en el Vaticano II, que dice que Dios se
ha revelado con palabras y con obras, "gestis verbisque intrinsece inter se conexis"
(C.I., n. 2). Además, limitar la inerrancia a lo "religioso" parece implicar que en la
Biblia se da lo "profano", distinción tan impropia como la anterior. Toda la Biblia es
inspirada, y cuesta creer que Dios haya inspirado a los hagiógrafos para que escriban
cosas puramente profanas. La Escritura tiene siempre, en cierta manera, un carácter
religioso.

Esta limitación material de la verdad de la Escritura es, en definitiva, una solución


inaceptable. Ha sido condenada por León XIII (EB 124 s.), Pio X (EB 279) y Pio XII
(EB 539s.).

b) Después de la Encíclica Divino afflante Spiritu de 1.943, las soluciones se hicieron


más satisfactorias. Se insistió en el principio de los géneros literarios como método para
intentar descubrir, la verdadera intención del autor inspirado. El P. Benoit dijo que la
inerrancia viene limitada por el grado de afirmación del hagiógrafo; solamente los
enunciados que el autor afirma -en el pleno sentido de la palabra- están libres de error
en virtud del carisma de la inspiración. La Constitución "Dei Verbum" consagra el
recurso a los géneros literarios, recomendados ya por Pio XII en Divino afflante Spiritu
: "Ad hagiographorum intentionem eruendam, inter alia etiam genera litteraria
respicienda sunt" (C. III. n. 12).

c) Pero los géneros literarios, método indispensable, no son un medio suficiente para
resolver el problema de la verdad de la Escritura. Permiten captar la intención del
hagiógrafo y su grado de afirmación, pero no siendo un principio teológico, nada nos
dicen de la naturaleza y objeto de su enseñanza. La dirección teológica la han
emprendido dos ensayos recientes, uno de N. Lohfink (Cfr."Selecciones de Teología" n
.o 14,) y otro de P. Grelot. Presentamos brevemente el trabajo de este último. P. Grelot
hace notar que siempre se ha hablado de inerrancia bíblica, y encuentra en el término
"inerrancia" dos defectos: por un lado, presenta negativamente (ausencia de error) un
privilegio positivo de la Escritura; por otro, el empeño en defender la Biblia contra los
ataques de los racionalistas que pretenden descubrir errores en ella, puede encerrar al
apologeta en una problemática estrecha.

Para resolver positivamente el problema, Grelot propone dos principios fundamentales:


1) La Palabra de Dios tiene por finalidad comunicar la revelación a los hombres; y esta
revelación es "el misterio de salvación realizado en Cristo". Revelación y misterio de
salvación van siempre unidos. Por tanto, se puede, decir que el objeto formal de la
verdad de la Biblia es la revelación del designio salvífico de Dios. 2) Es necesario tener
en cuenta el carácter progresivo de la revelación la plenitud de la revelación tiene lugar
IGNACE DE LA POTTERIE

en Jesús y en su obra, por lo que no se puede pedir al A.T. una perfección igual a la del
Evangelio. E incluso hay que añadir que el N.T. debe ser explicitado todavía en la
Iglesia e interpretado en su tradición viva, bajo la acción del Espíritu de la Verdad, Por
eso "se ha de buscar la verdad de cada texto a partir del conjunto de la revelación y de
su carácter progresivo".

II. - EL TEXTO DE LA CONSTITUCIÓN DOGMÁTICA "DEI VERBUM"

El recorrido que acabamos de hacer nos permite abordar directamente el examen del
texto de la Constitución "Dei Verbum", promulgada al fin de la cuarta sesión, el 18 de
noviembre de 1.965.

1. - ¿Verdad o inerrancia ? La terminología del Concilio

El Concilio no usa el término "inerrancia" -usual hasta entonces- sino que habla
directamente de la "verdad" de la Escritura: "veritatem quam Deus nostrae salutis causa
Litteris sacras consignara voluit, firmiter, fideliter et sane errore docere profitendi sunt."
(C. III. n. 11). Sólo en la penúltima redacción, el término "inerrancia", que encabezaba
el capítulo, fue sustituido por el de "verdad". La idea de inerrancia sigue en pie, pero
correlativa de esta otra, que ha venido a ser la afirmación directa y principal del texto:
"los libros de la Escritura enseñan la verdad que Dios ha querido que fuese consignada
en ellos en orden a nuestra salvación."

2. - La verdad "en el orden de la salvación"

Así, pues, la Constitución "Dei Verbum" nos invita a no permanecer prisioneros en esa
concepción demasiado estrecha e incluso demasiado profana de la verdad de la
Escritura.

El punto de vista que propone el Vaticano II es el de buscar en, la Escritura la verdad


salvífica, "la verdad en orden a nuestra salvación" (Para valorar la importancia de esta
frase, recordemos que en la primera redacción del esquema, en 1.962, se podía leer que
la inspiración excluye todo error "en cualquier materia, religiosa o profana".)

Pero esto, ¿no es volver a la solución antes explicada, de limitar la inerrancia solamente
a cosas de fe y costumbres? El punto de vista comienza ya por ser muy distinto: antes se
trataba de una limitación material en el campo de aplicación de la inerrancia bíblica.
Notemos además que el texto conciliar ha adoptado en su redacción definitiva la
fórmula "veritatem, quam... " y no la que tenía antes: "veritatem salutarem..."
precisamente para evitar la interpretación de la limitación material. El "salutarem" ha
pasado a ser en la redacción final "nostrae salutis causa", cuyo carácter restrictivo no es
de orden material sino formal. Por tanto, no hay que buscar en la Escritura solamente
"verdades religiosas", sino que en ella, todo está libre de error con tal de que se la
considere desde el punto de vista de la revelación del designio salvífico de Dios, es
decir, de la historia de salvación. Con esto el Concilio nos coloca a un nivel claramente
religioso y teológico, superior al de la exactitud histórica.
IGNACE DE LA POTTERIE

3. - Verdad salvífica y verdad histórica

Conviene distinguir entre la verdad de la Escritura en orden a nuestra salvación y su


verdad histórica o historicidad. La primera se sitúa en un plano vertical, el de la relación
de la Biblia con la intención divina; la segunda, en un plano horizontal, el de la relación
de los relatos bíblicos con el pasado.

Examinada la primera, hagamos una reflexión sobre la segunda. ¿Cómo juzgar los
sucesos bíblicos desde su valor histórico? Para responder a esta pregunta hemos de tener
presente que el fin primario de la Escritura consiste en darnos a conocer la serie de
intervenciones divinas ocurridas en la historia que tienen como término a Cristo y a su
Iglesia. A partir de aquí, la respuesta es sencilla: la inspiración garantiza la historicidad
de los sucesos bíblicos en la medida en que estos acontecimientos hacen referencia a la
historia de salvación. Casos típicos serían: en el A.T., los grandes acontecimientos del
Exodo la conquista de la tierra prometida, etc. En el N.T., los milagros de Jesús, la
fundación de la Iglesia, la resurrección de Cristo y su ascensión. Estos hechos
constituyen la trama de la historia sagrada. Su verdad salvífica supone y entraña
necesariamente su verdad histórica. El especial interés del pueblo de Israel y de los
primeros cristianos por las intervenciones de Dios en la historia hace que su
historiografía sea netamente superior a la de los pueblos del Antiguo Oriente.

Ahora bien: desde el punto de vista de la historia exacta -que no es el de los autores
bíblicos- no todas las particularidades narradas en la Biblia son siempre y
necesariamente "verdaderas". Pero incluso en estos casos (p. Ej., la genealogía de Jesús
en el evangelio de Mt, según la cual entre Abraham y Jesús hay tres veces catorce
generaciones, lo cual es inexacto) no dejamos de hallar la verdad salvífica. (En el caso
expuesto, ésta sería que Jesús, "hijo de David, hijo de Abraham", es el heredero de las
promesas mesiánicas.) Así pues, el aspecto bajo el cual permanece íntegra la verdad de
esta página del evangelio, es aquel que se refiere a la historia de salvación.

Recojamos nuestras conclusiones: el criterio de la verdad de la Escritura no es el de la


materialidad de lo tratado -fe y costumbres-; tampoco el de la correspondencia exacta
entre texto y acontecimiento. Es un criterio formal, el de la intención verdadera del
autor inspirado, que también es la de Dios, y que no pretende narrar simplemente unos
hechos, sino mostrar en ellos la acción de Dios en la historia, poner de manifiesto su
referencia al misterio de salvación.

4. - A la luz de la Tradición

Esta comprensión de la verdad de la Escritura no es tan nueva como parece. Está


vinculada con la gran tradición de la Iglesia, como lo muestran los textos a que remite la
Constitución. Recorreremos las etapas más importantes de esta tradición.

Ya en san Pablo (2 Tim. 3,1617: "Toda la Escritura es divinamente inspirada y útil para
enseñar, para argüir, para corregir, para educar en la justicia, a fin de que el hombre de
Dios sea perfecto y consumado en toda obra buena". Y en el v. 15: "...conoce las
Sagradas Escrituras, que pueden instruirte en orden a la salud por la fe en Jesucristo.")
encontramos la idea de que la "utilidad" de la Escritura viene dada en función de
IGNACE DE LA POTTERIE

obtener la salvación. Sería vano exigirle una cosa distinta de aquella para la cual fue
hecha.

El primer texto patrístico al que remite la Constitución es de San Agustín: el Espíritu


Santo no ha querido enseñar en la Escritura cosas que no sean "útiles" para la salvación
de los hombres. (Notemos que Agustín recoge la idea de "utilidad" que ya estaba en
Pablo). Y más tajantemente nos dice que no se lee en el evangelio que el Señor enviase
el Espíritu Santo para que supiéramos cuál es el curso del sol y de la luna; "quería
formar cristianos, no matemáticos" (PL 42, 525). Trasladando' el pensamiento al terreno
histórico, diríamos que no quiso hacer de nosotros historiadores, sino cristianos.

Todavía es más claro un texto de sto. Tomás en "De veritate", (q. XII, a. 2, c.) en el que
dice que sólo puede ser objeto de profecía aquello que es útil a la salvación. Por su
parte, se sitúa conscientemente en la tradición agustiniana, pues comenta el texto de
Agustín que precisamente acabamos de citar.

También en el Concilio Vaticano I (Denzinger, 1.787), cuando se habla de inerrancia se


hace en estrecha conexión con el concepto de "revelación", con lo que la ausencia de
error no se refiere al orden profano (historia o ciencia) sino precisamente el orden de la
revelación.

Finalmente, las encíclicas Providentissimus, de León XIII y Divino afflante Spiritu, de


Pio XII, citadas exp resamente por la Constitución "Dei Verbum" (C. III, n. 11, nota S
.a) se oponen tanto a los racionalistas como a aquellos teólogos que limitaban
materialmente la inerrancia de la Escritura. Contra los primeros enseñan que la Escritura
ni contiene error ni puede contenerlo. Contra los segundos, que esto se entiende de
todas las partes de la Biblia. Y al hacer esto, citan el primero de los textos de san
Agustín que más arriba hemos comentado, con lo que se ve que la inerrancia se refiere a
la verdad salvífica.

Así pues, el Concilio Vaticano II, al hablar de la verdad que Dios ha querido que fuese
consignada en las Sagradas Escrituras "para nuestra salvación", se coloca en la línea de
esa Tradición que acabamos de evocar.

III. - DOS CONCEPCIONES DE LA VERDAD

Pero el alcance considerable del texto conciliar aparece con mayor claridad cuando nos
damos cuenta de su significado: es una vuelta a la tradición donde se concibe
habitualmente la verdad en sentido bíblico -sentido esencialmente religioso y teológico-
al tiempo que un regreso de la concepción de la verdad en sentido profano - filosófico o
científico-, concepción derivada de los griegos.

Intentemos caracterizar a grandes rasgos ambas concepciones.

1. - La concepción griega

¿Qué entendían los antiguos griegos por la palabra "verdad"? Su misma etimología lo
indica muy bien: a- letheia. Esta palabra está compuesta de un "a" privativa y de la raíz
IGNACE DE LA POTTERIE

"lath", estar encubierto. Así pues, la verdad es la realidad descubierta. Para los filósofos
griegos, buscar la verdad consistía en intentar descubrir, de un modo objetivo y
racional, la esencia y el origen de las cosas. Y la "verdad" de éstas era su auténtica
naturaleza, su última explicación. Por eso, para Platón, la verdad del ser es su idea. Y
como para él el mundo de las ideas está separado de nuestro mundo sensible, resulta que
la verdad pertenece propiamente al mundo separado de lo divino. Se comprende que la
tradición platónica identificara pronto la verdad con Dios mismo. San Gregorio de Nisa,
formado en esa tradición, escribiría un día: "La verdad es Dios" (Vida de Moisés, 11,
19).

Pero para el tema de nuestro articulo, lo que más nos interesa es la concepción griega de
la verdad en el dominio de la historiografía. Aquí, "verdad" sigue significando
"realidad", pero aplicado al conocimiento del pasado. Para Tucidides, el fin del
historiador es "ver claramente lo que aconteció" (1,22). Otros historiadores, como
Polybo y Flavio Josefo indican al comienzo de sus obras que su único intento es narrar
fielmente "la verdad". Para ellos, la "verdad" era el acontecimiento del pasado conocido
con exactitud y descrito con objetividad.

La tendencia de la Historiografía moderna está esencialmente ligada a esta concepción.


Y así, al final del siglo XIX se llegó a estimar que la objetividad de la historia pertenece
al mismo orden que la objetividad de las ciencias exactas, tales como la Física. En
nuestros días se ha producido una vigorosa reacción, insistiendo en que el historiador no
sólo debe reconstruir objetivamente el pasado sino también comprender su sentido y
alcance, toda su profundidad humana, y descubrir así su valor permanente para nuestro
tiempo.

Según esto, si se quisiera aplicar al problema de la inerrancia esta concepción de la


verdad, se llegaría a unas consecuencias imposibles: habría que decir que lo garantizado
formalmente por la inspiración es la exactitud de los relatos bíblicos acerca de la
historia de Israel y de los orígenes del cristianismo. Pero al hacer esto habríamos
tomado la Biblia como una fuente de información para nuestro conocimiento del
pasado, con lo que la Escritura seria un libro profano, pero no la Palabra de Dios.

2. - La concepción cristiana

Sin embargo, el problema de la verdad de la Escritura se nos presenta bajo otra luz
cuando partimos de la concepción cristiana de la verdad, concepción que proviene de la
Biblia, pero que sigue y se desarrolla en la Tradición.

a) En el A.T., sobre todo a partir del Exilio, la idea dominante es la siguiente: conocer la
verdades conocer el designio de Dios sobre los hombres. Y la verdad es la revelación de
los misterios, es decir, del plan divino de salvación. Cuando el misterio es revelado, la
verdad se identifica prácticamente con la misma revelación; entonces "verdad" se hace
sinónimo de "sabiduría", ya que la revelación procedente de Dios ha de ser para el
hombre una regla de vida.

En el N.T. la noción de "verdad" sigue la misma línea, aunque referida a Cristo. En san
Pablo, muy a menudo, "verdad" es sinónimo de "evangelio": "...vosotros, que
escuchasteis la palabra de la verdad, el evangelio de vuestra salvación..." (Ef, 1, 13.).
IGNACE DE LA POTTERIE

Señalemos la relación existente entre este pasaje y el texto conciliar que habla de la
verdad "en el orden de la salvación". Asimismo, la relación entre palabra y verdad, muy
bíblica, y que prepara inmediatamente la terminología y la doctrina de san Juan.

Para san Juan, la verdad no es otra cosa que la Palabra de Dios, dirigida a los hombres
por Jesús, y presente en él. Cuando Juan dice que la Ley fue dada por Moisés, pero que
"la gracia y la verdad vinieron por Jesucristo" (Jn l, 17), opone a la revelación
imperfecta de la Ley mosaica la revelación perfecta y definitiva de los tiempos
mesiánicos, realizada en Jesucristo. Por eso Jesucristo podrá decir que él es "el Camino,
la Verdad y la Vida" (Jn 14, 6). El es la verdad, no en sentido griego sino en sentido
bíblico, pues en el, hombre al tiempo que Hijo de Dios, se nos presenta la plenitud de la
revelación del Padre.

Resumiendo: según la Sagrada Escritura, la verdad es la Palabra de Dios, traída a los


hombres por el Verbo hecho carne y presente en su propia persona. Esta revelación es
para los creyentes una doctrina y una norma de vida.

b) Esta concepción la encontramos también en la Tradición. Así, en san Ireneo hallamos


estas palabras: "El Maestro de todas las cosas ha dado a sus Apóstoles el poder de
(predicar) el evangelio. Por ellos conocemos la verdad, es decir, la enseñanza del Hijo
de Dios" (Adv haer., III, Prefacio).

También en muchas oraciones litúrgicas encontramos el término "verdad" significando


la doctrina cristiana, o mejor, la verdadera fe: "Oh Dios, que muestras la luz de la
verdad a los extraviados a fin de que puedan volver al camino de la justicia..." (Colecta,
3.er domingo después de Pascua.)

El Concilio de Orange emplea como sinónimos la palabra "veritas" y la expresión


"salutaris... id est evangelica praedicatio" (can 7; Dz 180). Y Trento, en un pasaje
recogido por el Vaticano II (C.II, n. 7) llama al evangelio "fuente de toda verdad
saludable": fontem omnis... salutaris veritatis (Dz; 783).

c) Es especialmente importante constatar que en la Constitución "Dei Verbum" la


palabra "verdad" se emplea ordinariamente en este sentido, propio de la Tradición. Por
traer un ejemplo, en el C. I, n. 2, se dice: "La profunda verdad... acerca de Dios y de la
salvación del hombre resplandece en Cristo, el cual es a la vez mediador y plenitud de
toda la revelación." La misma idea la encontramos en el C. VI, n. 24. Consecuentemente
con esto, el descubrimiento de la verdad en la Iglesia se hace bajo la acción del Espíritu,
llamado muy a menudo, como en el 4.0 Evangelio, "el Espíritu de la verdad" (nn. 2, 7,
19.)

d) Volvamos ahora a nuestro pasaje, es decir, al que se refiere a la verdad de la


Escritura. Este texto habla de "la verdad que Dios ha querido que fuese consignada en
las Sagradas Escrituras para nuestra salvación" (C. III, n. 1l). No hay ninguna razón
para darle un sentido distinto del que tiene en la Tradición y a lo largo de la misma
Constitución. Incluso cuando habla de la historicidad de los evangelios, lo hace en el
mismo sentido (n. 19). Así pues, la verdad en cuestión no es formalmente la verdad de
la historia, en sentido profano, sino la verdad religiosa de la revelación. Por eso la
verdad de la Escritura garantizada por la inspiración, es esa verdad de la revelación. que
siempre se relaciona de alguna manera con la salvación de los hombres.
IGNACE DE LA POTTERIE

IV.- APLICACIÓN CONCRETA1

Vamos a concretar en un ejemplo la distinción hecha más arriba entre la verdad


histórica de los relatos y su verdad en el orden de nuestra salvación.

Tomemos, p. ej., el relato referente al Bautismo de Jesús: (Me, l, 13; Le, 3, 22; Mt, 3,
17; Jn, 1, 32-34). Si los comparamos advertiremos una progresiva tendencia a subrayar
los elementos materiales y públicos de la teofanía. En Me, es Jesús quien ve descender
el Espíritu "en forma de paloma". Lucas precisa que "en forma corporal". Mateo pone la
voz celeste en tercera persona ("Este es mi Hijo amado...") como estando destinada a un
grupo de testigos. Juan afirma que el Bautista vio también la paloma.

Si ahora aplicamos la distinción hecha más arriba, veremos que desde el punto de vista
de la historicidad es cierto el hecho de la teofanía en el Jordán y del descenso del
Espíritu sobre Jesús. Su importancia en la vida y misión de Jesús no permiten pensar de
otro modo. Sin embargo, las ligeras variantes de los relatos y la tendencia de la tradición
a acentuar los aspectos exteriores y comunitarios de la teofanía nos inclinan a pensar
que el descenso del Espíritu en forma de paloma fue originalmente el objeto de una
visión interior reservada a Jesús (y también, sin duda, a Juan el Bautista, según el
testimonio del 4.0 evangelio). Si Lucas habla de "en forma corporal", es a fin de
subrayar la realidad de la visión. Y si en Mateo se amplia el grupo de testigos, parece
que es un reflejo de la predicación eclesial y comunitaria de esta escena.

Pero lo más importante es su significación religiosa, tanto para la vida de Jesús como
para la primitiva comunidad cristiana. En ella reside la "verdad", la enseñanza del
relato. Para comprenderla, recordemos el simbolismo de la paloma en el ambiente
judaico: era un símbolo del pueblo de Dios. Si el Espíritu Santo desciende sobre Cristo
en forma de paloma es para indicar el sentido de su misión: bajo la acción del Espíritu,
Jesús deberá empezar a formar progresivamente el nuevo pueblo de Dios, el nuevo
Israel de los tiempos mesiánicos. Esta "verdad" del relato está colocada en un plano
distinto del de la verdad histórica. Su profundidad también es diversa, sin que de
ninguna manera suprima el carácter de acontecimiento que tiene la teofanía.

CONCLUSIÓN

Después de lo dicho se ve claramente la novedad e importancia del texto conciliar sobre


la verdad de la Escritura. Son dos los principios indicados por la Constitución para
resolver el problema de la verdad escrituraria: un principio para el estudio literario de la
Biblia (el de, los géneros literarios, que permiten descubrir la intención verdadera de los
hagiógrafos) y un principio teológico, para determinar su contenido. La consecuencia de
este principio es que el exegeta debe tender a iluminar el sentido religioso de los textos,
colocándolos en su contexto, que es el de la historia de la salvación. Sólo de esta manera
su exégesis será teológica, sin que esto signifique minimizar la importancia de los
hechos históricos,, ya que precisamente la intervención salvífica de Dios se ha realizado
en la historia.

Semejante actitud ante la Escritura respeta a la vez el realismo histórico de la revelación


y su finalidad esencialmente religiosa, orientada a la salvación de los hombres. Y al
hacer esto nos encontramos en continuidad con la inspiración profunda de los Padres de
IGNACE DE LA POTTERIE

la Iglesia, que nunca olvidaban lo que llamaban "letra" o "historia", pero que iban más
allá, esforzándose, por encontrar el sentido verdadero de esa historia, su "sentido
espiritual".

Aunque nuestros métodos de trabajo hayan cambiado y las exigencias críticas de hoy
sean más considerables, podemos y debemos permanecer fieles al espíritu de esta
antigua tradición, intentando descubrir a lo largo de la Escritura aquello que constituye
su verdad, a saber, la profundidad del misterio de salvación, la revelación progresiva del
designio de Dios.

Notas:
1
El autor lo concreta en dos ejemplos: uno, el que reproducimos abreviadamente. El otro
es el episodio de Jesús caminando sobre las aguas. Lo hemos omitido por no alargar
esta condensación.

Tradujo y condensó: FRANCISCO CUERVO-ARANGO


KARL RAHNER, S. J.

HISTORICIDAD DE LA TEOLOGÍA
El dinamismo intrínseco, que el cambio de acento doctrinal y pastoral operado por el
Concilio Vaticana II ha despertado en la conciencia eclesial, se va notando de día en
día de una manera más patente en toda la vida de la Iglesia en esta época posconciliar.
De ahí el hecho de que muchos cristianos se encuentren angustiados al ver que algunos
principios, para ellos inconmovibles, van siendo modificados por la misma autoridad
de la Iglesia. Esto es debido, en muchos casos, al desconocimiento de la variedad de
matices que hay implicados en las afirmaciones teológicas y a la inadvertencia de que
la teología también está inmersa en las coordenadas de la historia. En el problema de
la Verdad y la Historia se esconde, propiamente, el problema entero de la metafísica
del conocimiento, desde sus comienzos hasta nuestros días. El autor, partiendo de
consideraciones teológicas, muestra cómo la teología ha de contar con su propia
historicidad y qué consecuencias se siguen de ello para el cristiano que es a la vez
científico.

Conferencia dada a la Asociación «Paulus» en la Facultad de Teología de S. Cugat del


Vallés; marzo de 1996

HISTORICIDAD DE LA REVELACIÓN

La existencia de una historia de la Revelación es un dato fundamental de la teología y


del dogma. Hay una historia de la verdad de salvación que el Dios libre y personal opera
y nos destina en el tiempo. Lo tenemos explícitamente en Heb 1, 1. Sin embargo el
hecho de que precisamente la verdad última posea carácter análogo a los conocimientos
que progresivamente el hombre va adquiriendo para configurar el significado de su
propia vida cotidiana, y el que esa verdad decisiva para la salvación, que apela al núcleo
eterno del hombre, tenga una historia, eso es una afirmación sorprendente e inquietante
y de ninguna manera obvia.

A lo largo de la historia de la cristiandad se han dado bastantes teorías que intentaron


eliminar esta afirmación, o al menos debilitarla. Pues resulta verdaderamente extraño
que lo que es eterno, aquello respecto a lo cual el hombre debe tener una relación de
libertad con posibilidad de un si o un no, posea una historia y que precisamente como
historia de la verdad decida la salvación. Debemos mantener firmemente, sin embargo,
que hay una historia de la revelación de la verdad salvífica. Se da efectivamente una
historia y una historicidad de la teología; y constituye todavía un gran problema saber
por qué y cómo puede encontrar un término -que ocurre con la muerte de los Apóstoles,
como estamos acostumbrados a decir- la historia de la Revelación, cuando continúa la
historia del espiritu y del Dios inconmensurable. En una palabra: cómo puede concluirse
la historia de la Revelación y continuarse sólo a través de una historia de la evolución de
los dogmas y una historia de la teología.

Ante el problema de cómo la verdad salvífica puede ser decisiva para la salvación y a la
vez devenir históricamente, hay que notar ante todo - lo cual es también de la mayor
importancia para la comprensión de la historicidad de la teología- que no se puede
reducir la historia de la Revelación a una serie de afirmaciones separadas, que Dios va
notificando una tras otra de manera simplemente aditiva haciendo crecer así poco a
poco el "depositum fidei", hasta que éste alcanza su medida definitiva con la revelación
KARL RAHNER, S. J.

cristiana, y de manera que sólo le queda a la Iglesia después administrar y repartir aquel
depósito. Un modelo cuantitativo de este género es ciertamente insatisfactorio para la
historia de la Revelación. Y en realidad un crecimiento aparentemente cuantitativo de
un todo cognoscitivo supone un cambio en el todo, aporta nuevas perspectivas a los
conocimientos ya alcanzados, plantea a éstos nuevos problemas, cuyas soluciones
modifican los conocimientos ya dados previamente. Así, por ejemplo, la entrada en
escena de los ángeles en el campo de la Revelación aumenta la claridad de la
trascendencia de Dios, y el conocimiento de una posibilidad de vida positivamente
realizada en el más allá cambia toda la valoración ética de la vida. Especialmente es
posible observar una verdadera teología en el Nuevo Testamento, es decir, se observa
que no solamente se añaden, de manera puramente exterior, a la sustancia básica de la fe
cristiana -Jesús como Salvador resucitado y escatológico- nuevas afirmaciones sobre el
Dios que se revela, sino que se va desarrollando paulatinamente, desde su propia
dialéctica y dinámica interior, el todo del mensaje fundamental cristiano, y siempre cada
uno de los elementos de este todo se muestra como dependiente de los otros, y va
creciendo y cambiando juntamente con el todo, manteniendo a la vez su propia
individualidad.

Igualmente la situación cultural, religiosa y profana, significa también un estímulo de


crecimiento para la historia de la Revelación, un supuesto sin el cual no se puede pensar
absolutamente está historia. Revelación no significa jamás revelación de conceptos.
Revelación significa, al contrario, revelación mediante conceptos que se toman de la
historia cultural humana -siempre, desde luego, bajo la luz de la gracia del Dios que se
revela- que, precisamente porque ya tienen una pre- historia, poseen también millares de
raíces y están ligados con la totalidad de la autocomprensión humana crecida
históricamente. Hay que preguntarse alguna vez, por ejemplo, qué significan, verdadera
y exactamente, en el Nuevo Testamento términos como: pneuma, logos, carne,
justificación, redentor, pecador, etc., con todos sus aspectos y matices, diferentes en su
aplicación, resonancias, su contorno próximo y lejano, el ámbito dentro del cual tales
conceptos se aclaran. Entonces se topa uno con la historia fluida y ramificada de tales
conceptos, la cual no se deja definir adecuadamente ni fijar por medio de una definición
sencilla y clara. La representación propuesta por la teología escolar de manera irrefleja y
tácita, consistente en imaginar que el Dios trascendente graba en la conciencia del sujeto
portador de la Revelación proposiciones acabadas y fijas, casi suprime una historia
auténtica de la Revelación.

HISTORICIDAD DE LA TEOLOGIA

Solamente si hay historia de la Revelación puede haber propiamente historia de la


teología, que haga de la historicidad real un elemento de su esencia. Evidentemente esta
afirmación se puede probar directamente a partir de los datos empíricos históricos. Si no
fuera verdadera, no sería necesario que el teólogo escribiera y estudiara historia de los
dogmas y de la teología; y sin embargo, lo hace. Pero nuestra afirmación sólo queda
probada del todo si la historia de los dogmas y de la teología no es mal entendida por el
teólogo mismo. También aquí se da, entre los teólogos, una imagen irrefleja de esta
historia que suprime su verdadera historicidad. Se concibe como un sistema proyectado
sobre la línea del suceder temporal, que permanece, sin embargo, carente de
temporalidad e historicidad; un sistema de relaciones y consecuencias lógicas que se
puede construir en cualquier tiempo a partir de los datos básicos de la fe - los articuli
KARL RAHNER, S. J.

fidei-. Sin duda, si este sistema está ahí, y una vez que está ahí, en su facticidad
histórica, pueden verse y justificarse las relaciones lógico-objetivas y la génesis de las
proposiciones particulares desde una "teología de las conclusiones". Pero sólo en el caso
que el sistema esté ahí de hecho.

Hay que proponer al representante - irreflejo- de este modo ahistórico de representarse la


historia del espíritu, la tarea de anticipar el futuro de la teología en los siglos siguientes,
valiéndose de su método, lo cual debiera serle posible en el caso de tener razón en su
manera de ver. Si no puede, entonces resulta claro que tal explicación racionalística de
la historia de los dogmas y de la teología no es satisfactoria. La lógica real y operante de
esta historia acontece dentro de la historia misma y solamente en ella; y las deducciones
lógicas del teólogo, que más tarde deduce un dogma posterior desde los datos originales
de la Revelación, son solamente posibles porque esta deducción ha ocurrido ya en la
historia. El teólogo permanece siempre enseñado, durante el ejercicio de su lógica, por
la historia ya acontecida. Cuando el "silogismo" está ya ahí en su existencia histórica, se
puede entender su intrínseca consecuencia. Pero tiene que estar ya ahí.

La teología debe trabajar fundamentalmente con conceptos análogos. El resultado


primero y más propio de la lógica teológica será siempre la historia misma, la cual
posee, desde luego, una dinámica y una estructura lógicas, pero de tal manera que esta
lógica sólo acontece realmente dentro de la historia misma. Y puesto que la situación
histórica global en la que van a ocurrir los hechos lógicos futuros del progreso
dogmático no es previsible, tampoco es posible anticipar la historia futura de la teología
a pesar de toda la agudeza racional que se quiera emplear.

Muchos nuevos conceptos teológicos importantes se han alcanzado a través del tiempo.
Esto es incuestionable para el teólogo. Pero muchos creen que estos conceptos una vez
formulados, adquieren ya fijeza y se hacen definitivos, y que, por lo mismo, brillarán
inmóviles e incuestionables como estrellas fijas sobre la historia de la teología futura.
Claro es que dichos teólogos explican de buen grado que estos conceptos se deberán
aclarar siempre, hacerse comprensibles, meditarse de nuevo, etc. También presuponen,
desde luego, y saben que no basta mirar términos tales como: persona, naturaleza,
hipóstasis, unio hyposthática, sustancia, accidente, transubstanciación, etc., para dar por
entendido lo que con ellos se pretende significar y lo que no significan. Pero en la
historia de la teología se ve con demasiada claridad que estas explicaciones van siendo
muy distintas y no se pueden reducir a una fórmula tal que fuese universalmente
aceptada, y a la vez, fuese tan clara que ya pudiese parecer no necesitar ninguna
aclaración ulterior. Hay que afirmar, pues, que estos conceptos tendrán ellos mismos
una historia que todavía dura. Y de esta manera el concepto que se había hecho
"perenne" se sumergirá de nuevo en la historia "abrupta" de la teología. Todavía más:
esta explicación deberá ser mejor y más comprensible, más rica en aspectos, más
cuidada y más claramente preventiva de malentendidos que lo era el concepto que
intenta explicar.

¿Por qué no se pueden construir, a partir de estas explicaciones, nuevos conceptos que
absorban y reasuman el sent ido de los antiguos, sin declarar como falso el sentido que
tuvieron, pero clarificados de un modo más comprensivo y matizado en su nueva
significación? Así ocurrió de hecho en el pretérito. La cristología antes del Concilio de
Calcedonia carecía -por lo menos en oriente- de conceptos que nosotros utilizamos hoy
y con todo debía también expresar la "unio hyposthática". Lo que pasó en el pasado
KARL RAHNER, S. J.

sucederá también en el futuro. Frenar esta evolución de la teología, en muchas


ocasiones, es un síntoma lamentable para la misma teología. En principio, no se puede
esperar una historia futura de la evolución dogmática para unos temas determinados, y,
al mismo tiempo, declarar cerrado el ulterior desarrollo en otros campos.

La auténtica historicidad de la teología cons iste, como hemos ido ya diciendo, en el


hecho de que estamos en la historia y poseemos la verdad eterna de Dios, que es nuestra
salvación, solamente dentro del continuo caminar de esta historia. Esta verdad
permanece la misma dentro de la historia, pero es aquella misma verdad que tuvo ya una
historia y todavía la tiene, y esta identidad de la verdad consigo misma se nos da
siempre, pero no de tal manera que podamos liberarla adecuadamente de sus figuras
históricas; tanto más que no podemos apearnos para nuestro conocimiento de la verdad
de la corriente de la historia y hacer pie en la orilla de la eternidad. Lo eterno de esta
verdad lo tenemos en la historia y, por eso, lo alcanzamos solamente cuando nos
confiamos a su marcha. Si nos apartamos de su corriente; se nos hacen incomprensibles
las fórmulas dogmáticas falsamente perennizadas y no dejan ya pasar la luz de Dios. La
teología debe emplear incansablemente conceptos que le son dados; éstos tienen un
origen pre-teológico y siguen también su propia historia fuera del campo teológico. Por
lo tanto, el contenido significativo de tales conceptos se transforma y, esto, tanto puede
conducir a una profundización corno a un malentendido, si estos términos se siguen
usando en las formulaciones teológicas. Todos tenemos que llevar la carga de la
historia, la cual ha sido igualmente echada sobre los hombros de la teología.

IMPLICACIONES DE LA HISTORICIDAD DE LA TEOLOGÍA

a) La teología no es un sistema cerrado

La teología debe contar con los cambios, condicionados por la situación global dentro
de la cual vive históricamente. No se puede representar la historia de la teología como el
proceso de un sistema cerrado que se pudiera presuponer como totalmente visto de
antemano desde su posición inicial. No es así aunque aquello que en este caso
evoluciona históricamente -el "depositum fidei"- se deba presuponer sin ningún ulterior
crecimiento. La fe es la última interpretación global de la existencia humana y ha de
encontrar al hombre en la carne concreta de su historia, en la que debe realizarse la
salvación de toda su existencia. Las afirmaciones de la fe y de la teología acerca del
hombre, por su misma esencia, han de introducirse en la situación histórica de éste. Esto
significa tanto el diálogo con esta situación, como el ánimo y la esperanza de penetrar
en esta misma situación y hablar desde ella con esperanza cristiana. La verdad de Dios
que debe ser expresada tiene la garantía del Espíritu y no será sustancialmente
corrompida al ser dicha desde la propia situación histórica.

Ya desde ahí resulta absurdo un sistema teológico cerrado que funcione solamente sobre
sí mismo. La teología es siempre teología ecléctica y viva, y se ve libre de la angustia de
no ser suficientemente sistemática, y de que no le estuviera permitido adquirir
conceptos, planteamiento y puntos de vista un poco de todas partes. En la única fuente
material de la teología -Escritura y Tradición- jamás se ha intentado una síntesis
material y transparente, perfectamente exhaustiva de su datos múltiples; jamás intentó
decirnos de manera positiva y adecuada si todo encaja y cómo.
KARL RAHNER, S. J.

b) Triple característica de la situación actual, desde la cual y sobre la cual la teología


debe expresarse

1.- La imagen científico-racional del mundo

El mundo es un sistema dinámico evolutivo. Y la teología no ha realizado todavía el


diálogo franco y crítico a la vez, y hasta las últimas consecuencias, con la situación
concreta de hoy. No lo ha hecho, por ejemplo, con el ateísmo metodológico, ni con la
posibilidad y la esencia del milagro. Tampoco se ha estudiado el sentido que puede
tener hablar de una esencia permanente e inmutable del hombre, o de la ley natural,
moral y jurídica. Tampoco ha considerado qué sentido puede tener una imagen
evolutiva del mundo para insertar en ella la historia de la salvación cristiana.

2.- La experiencia de la historicidad humana.

Nos referimos a la experiencia de la dependencia mutua de todos los momentos y fases


particulares de la historia, tanto dentro del ámbito continuo del tiempo como en la
interdependencia de las distintas dimensiones del hombre. Esta experiencia, por su
interpretación científico-natural, se cierra a la captación de lo absolutamente nuevo e
indeducible de los nuevos fenómenos históricos. Sólo será posible acercarse a esta
mentalidad de manera eficaz si se comprende expresamente desde la teología que toda
la historia de la humanidad, desde su mismo origen, ha sido configurada por la gracia
divina, que un existencial sobrenatural es siempre e inevitablemente el co-constituyente
de la existencia histórica del hombre, y que, por tanto, no se puede esperar que la
historia de la salvación ocurra sin continuidad real con la historia anterior o
contemporánea a ella misma. Esta dinámica de la gracia y de la Revelación dentro de la
historia general no se ha estudiado suficientemente por la teología; de ahí que resulta
poco desarrollado el diálogo de esta teología con la situación actual bajo el aspecto de la
historicidad.

3.- El mundo ha devenido dinámico

El hombre se crea y se planifica a sí mismo y a su contorno de manera refleja y


orientándose hacia el futuro. El diálogo con la situación bajo este aspecto de futuro se
ha proclamado como necesario solamente a partir del Vaticano II. El cristianismo debe
ahora incorporar, como legítima en sí misma, una visión intramundana del futuro desde
su propia comprensión del futuro escatológico.

c) Diálogo entre teología y mundo co-determinado por el Decado

Si se acepta que la situación concreta del hombre está también co-determinada por el
pecado como un existencial universal de la existencia humana, se debe aceptar
igualmente que esto vale para la situación en que se encuentra el conocimiento humano.
La situación del hombre respecto del conocimiento no es meramente histórica y finita,
sino que además en sus objetivaciones se encuentra co-determinada, ya desde siempre,
por la culpa de la humanidad, y esta característica no se puede jamás eliminar
adecuadamente. La historicidad de la teología es, pues, igualmente una historicidad co-
determinada por el pecado: prejuicios, visiones unilaterales, cerrazón frente a otros
aspectos de la realidad, precipitaciones impacientes; todas estas y otras muchas culpas
KARL RAHNER, S. J.

existen dentro del conocimiento teorético. Es verdaderamente extraño cuán poco se


aplica explícitame nte la "hamartología" -visión del pecado- cristiana al campo del
conocimiento.

Lo dicho tiene para la teología y su historicidad una consecuencia doble:

1.- El diálogo de la teología con y dentro de la situación actual ni puede ni es necesario


que ocurra en la conciencia de que el interlocutor aporte conocimientos cuya verdad y
oportunidad estén plenamente garantizados. La teología tiene ciertamente una función
crítica frente al espíritu del tiempo y ha de tener la valentía necesaria para contradecir y
combatir absolutizaciones ideológicas de conocimientos en sí legítimos, a pesar de que
ella asimismo, al tomar esta posición, cae también bajo las implicaciones de la
historicidad.

2.- La teología tiene que ser consciente también de la pecaminosidad de su propia


historicidad, no sólo de la de su situación. El diálogo de la teología con el espíritu del
tiempo sólo se puede llevar a cabo correctamente si los teólogos incluyen tácitamente en
sus cálculos aquella historicidad de su teología en la cual se objetiva su propia
pecaminosidad. Pecaminosidad que se puede manifestar de muy diversas maneras: en
no tomar en serio los interrogantes del tiempo, no ponerse verdaderamente en presencia
del Espíritu, creer que una solución formal y esquemática reemplaza la respuesta
concreta a un problema auténtico, imaginar que los grandes interrogantes de Dios y del
mundo ya se han tratado suficientemente y ahora sólo queda el trabajo de transmitir al
futuro las fórmulas "sagradas" como nobles joyas antiguas, etc... La teología puede
profesarse de manera pecadora y devenir pecadora porque los teólogos lo son.

d) Posibilidad y realidad del error en teología

La teología en su diálogo con la ciencia moderna debe tomar la actitud de aprender; y


esta actitud presupone contar con la posibilidad de error. En primer lugar, porque la
teología debe hablar con la ciencia actual -con las ciencias del espíritu y con las ciencias
de la naturaleza- sobre muchas cosas que no son dogma definido por la Iglesia. En
segundo lugar, y de una manera más intrínseca, porque aun allí donde el teólogo
propone y defiende el dogma de la Iglesia, es indudable que no puede repetir
simplemente las afirmaciones definitorias de los Concilios y de los Papas. Al contrario,
debe explicarlas, interpretarlas, integrarlas en un contexto inteligible más amplio, etc.
En la realización de esta difícil tarea, el teólogo particular se encuentra apoyado por
todo el conjunto de la teología conducida por la autoridad de la Iglesia y por su Espíritu.
Pero como sólo la persona concreta puede ser interlocutor de un diálogo, es, en última
instancia, el teólogo quien ha de tomar sobre sí, personalmente, esta tarea por su propia
cuenta y riesgo. Por lo tanto, puede y debe contar con la posibilidad de error por su
parte; debe contar con la necesidad de cambiar él mismo de posición intelectual, como
sujeto de decisión libre, después de ser enseñado, ya que él posee el dogma infalible
siempre desde su posición individual y subjetivamente condicionada de la comprensión
de su fe, y porque al tratar de conceptos dogmáticos no puede dar ninguna definición
exhaustiva y unívoca de los mismos. Esta posibilidad de error en teología es otra
implicación de su historicidad.

Pero en una dimensión más concreta y profunda esta posibilidad y realidad de error
resulta de su intrínseca pecaminosidad. Es una lástima que no se haga de este hecho,
KARL RAHNER, S. J.

constatado históricamente, un tema de la teología como tal. Así ocurre que el error
queda tipificado por medio de las llamadas censuras teológicas, pero no se considera su
esencia íntima. Y, sin embargo, no es fácil decir cuándo se da un error y en qué
consiste, y cuándo se da solamente ignorancia; por ejemplo: cómo una perspectiva
particular, bajo la cual se mira una realidad, se fija a veces de manera tan absoluta que
de hecho se convierte en un error; no se estudia cuándo ocurre esto meramente de hecho
y cómo se convierte también en teoría. ¿Cuándo una posible distinción, que se puede
hacer a una afirmación, meramente la aclara y cuándo pone de manifiesto que
verdaderamente venía entendiéndose mal, y descubre, por tanto, que se trataba de un
error? En todo caso, no se puede pasar por alto que incluso una afirmación que se debe
calificar simplemente de verdadera -por ejemplo, una definición-, puede haber sido
pensada de hecho en un ámbito significativo, dentro de un contexto que al no haber sido
construido sin error, dificulta, mucho más de lo que a primera vista parece, la pregunta
en torno a la verdad de aquella afirmación simplemente verdadera. Y si es cierto que
aun la proposición mas verdadera acerca de una realidad determinada no lo dice todo
sobre esta realidad, sino que siempre elige algo de ella, puede ocurrir demasiado
fácilmente que se saquen consecuencias de esta verdad que dependen, de hecho, de la
suposición marginada y tácita de que aquella proposición encierra la realidad completa.

No es tan fácil distinguir en teología entre error e ignorancia. Cuando, al menos desde el
Concilio de Trento, tuvo una prevalencia tan unilateral, en la conciencia corriente de los
teólogos y de los creyentes, la función específica del sacerdocio jerárquico en la Misa,
de tal manera que al cristiano únicamente le que daba en concreto la simple asistencia a
la misma, ¿se trataba de un error o de una ignorancia? Ahora se puede distinguir en este
y en otros casos, pero esto era imposible en situaciones históricas ya pasadas. ¿Una
imposibilidad de distinguir no significa un error en la antigua manera de entender la
proposición? Las transformaciones que han ocurrido a lo largo de la historia de la
teología no se pueden interpretar, en todos los casos, como paso de lo implícito a lo
explícito, de menos a más exacto. Hubo también paso de errores a conocimientos
verdaderos, cosa que no ocurrió sin dolor, sin lucha y sin sacrificios amargos de
personas concretas.

Muchas cosas que hoy se enseñan y deben seguirse enseñando -algunas han penetrado
dentro del Concilio Vaticano Il- fueron antes combatidas, fueron detenidas por
sospechosas, y sus contrarias fueron "sentencia comunis", las cuales eran incluso
protegidas y propagadas por la autoridad doctrinal, aunque no, naturalmente, de forma
definitoria. Las enseñanzas del magisterio ordinario de la Iglesia obligan al teólogo a
contar, modestamente y con autocrítica, con una posibilidad de error incluso en el caso
de que se pronuncie una doctrina tradicional. Esto no niega la existencia de un consenso
teológico obligatorio, aunque en sí sea reformable. Pero debe quedar claro que el
magisterio ordinario sólo enseña infaliblemente cuando lo hace de mane ra que obligue
con un asentimiento de fe absoluto.

Puesto que la teología hoy no solamente vive su propia historicidad sino que la sabe de
una manera refleja, debería saber decírselo a sí misma en su propio obrar. La teología se
moverá por esto, en cierto sentido, más lenta y cautelosamente, pero por otro lado podrá
encontrar en no pocos casos la valentía para abandonar una posición anticuada sin tener
que ejercitar demasiado, cada vez que esto ocurra, el arte de la interpretación de las
fórmulas tradicionales. En esta situación nueva resulta ciertamente difícil empezar a
practicar una síntesis auténtica de obligación bien entendida respecto del pretérito, y
KARL RAHNER, S. J.

valentía necesaria -valentía que es un acto de fe- para establecerse en el presente y en el


futuro. Una posición obstinada en otorgar existencia fantasmal a sentencias que ya no se
pueden sostener, puede causar estragos entre los intelectuales y también en el pueblo,
respecto a su disposición a creer y en la confianza que se debe al magisterio de la
Iglesia.

La figura más importante bajo la cual se presenta un posible error consiste en lo


siguiente: una afirmación verdadera, a veces definida, da señales de acarrear una cierta
cantidad de "impurezas", se encuentra situada dentro de un ámbito problemático de
significaciones - que no pueden tener las mismas pretensiones que la afirmación misma-
, viene declarada a partir de un esquema representativo que no es atemporal, sino que
está él mismo sujeto al cambio histórico. Es decisivo en este caso que esta impureza no
se pueda descubrir en cualquier tiempo o en cualquier época cultural, de tal forma que,
en una época posterior, no es fácil decidir si estas impurezas -si la incomprensión
irrefleja de esta afirmación teológicamente verdadera- fueron afirmadas conjuntamente
en el tiempo pretérito con la misma absolutez que la afirmación misma y, por lo tanto, si
participa o no de su misma obligatoriedad teológica. En algunos casos históricamente se
puede probar que la fórmula teológicamente irrenunciable iba acompañada de algún
elemento que hoy se nos presenta justificadamente como problemático, y que ahora
separamos de la comprensión de la afirmación. Tan pronto como esta distinción queda
hecha, aparece como evidente y se acepta, el problema queda resuelto. El teólogo
conservador explica que la afirmación en cuestión fue siempre entendida en realidad
con aquella distinción, lo cual en muchos casos significa una declaración ahistórica de
la historia de la teología. Pero hasta que tal distinción existe de hecho, es preciso luchar
mucho y al comienzo de la lucha se tiene la impresión de que la distinción destruye
incluso la afirmación cierta, o de que es superflua. Puede también suceder que el
adversario progresista de la "impureza" crea que su "no" a esta impureza es tamb ién un
"no" contra la afirmación misma de que se trata. Y se comporta de esta manera porque
él mismo todavía es incapaz de pensar verdaderamente la distinción. Al rechazar un
esquema representativo determinado, no precisamente a favor de una afirmación
metafísica pura que se convirtiese así en absoluta, sino para pasar a un esquema
representativo nuevo, se muestra con toda claridad la historicidad que alcanza también a
la verdad teológica.

Mencionemos algunos casos, como ejemplos, de entre los muchos que se podrían citar:
"Los evangelios son relatos históricos"; es una afirmación verdadera, pero ¿qué
significa y qué no significa? Muchas veces se dio asentimiento a lo que realmente no
significa. "El matrimonio es una institución que se ordena a la procreación"; otra
afirmación verdadera, pero ¿agota esta definición la esencia del matrimonio? Sin
embargo, en más de una ocasión, se ha tomado como definición adecuada del
matrimonio. "El error no tiene derechos"; afirmación también verdadera, pero ¿no se
han sacado de ella consecuencias falsas? ¿No muestra quien saca estas consecuencias
falsas que la entendía mal y, por lo tanto, al pronunciar la verdad expresaba propiamente
un error?

Existe el error en teología. No es tan fácil en algunas ocasiones separarlo del dogma
definido. La posibilidad de error en teología es la muestra más radical de su historicidad
en tanto que ésta se relaciona con el conocimiento de la verdad como tal.
KARL RAHNER, S. J.

HISTORICIDAD Y DIALOGO

La aceptación y el cumplimiento de esta historicidad constituye el diálogo que debe


mantenerse continuamente con el espíritu de una época concreta, espíritu que se
manifiesta en sus ciencias.

El diálogo entre teología de la Iglesia y mundo no es un diálogo corriente entre dos


interlocutores que buscan la verdad en pie de igualdad, pues, aunque también en el
mundo opera de manera anónima la gracia, puesto que siempre un existencial
sobrenatural configura la historia humana, con todo, la teología representa en el diálogo
la revelación de Dios y la fe de la Iglesia, en virtud de una promesa escatológica de
Dios, que en sí no tiene el mundo, por la cual la verdad de la que es depositaria y
dispensadora no puede decaer.

Sin embargo, nuestro diálogo es un diálogo franco y auténtico. Esto es así por la sencilla
razón de que al Iglesia, por causa de la historicidad de la teología, es también una
Iglesia discente, porque en su peregrinación a través de la historia avanza todavía por el
camino de la verdad. Ella se ve conducida al interior de toda verdad por el espíritu de
Dios que la asiste. Pero también es cierto que este Espíritu la conduce siempre de nuevo
hacia la verdad que ya posee, precisamente por medio de su encuentro con la nueva
situación histórica. Y puesto que esta mistagogía del Espíritu en el interior de la verdad
de la Iglesia invoca la acción humana y la decisión libre y responsable, por esto la
Iglesia, sobre todo por su teología, está hoy obligada a llevar a cabo su diálogo con el
mundo como modo concreto de realizar el encuentro de su verdad consigo misma. Pues
nunca en la historia hubo tal cantidad de "materia" con la cual la Iglesia debiera
confrontar su fe, nunca hubo tanta materia por elaborar para poder llevar a cabo la
confrontación. La marcha de la historia, en especial la de las ciencias, se acelera de
manera antes inconcebible; por esto se acelera también la historia de la teología. La
Iglesia se encuentra ante una tarea ineludible para que la verdad eterna se encarne
siempre de nuevo en la carne de nuestra historia humana, y de este modo el hombre
encuentre esta verdad encarnada y encontrándola se salve.

Tradujo y condensó: RAMÓN VALLS PLANA ANTONIO HOMS


E. SCHILLEBEECKX O. P.

LA SECULARIDAD CRISTIANA SEGÚN


ROBINSON: HONEST TO GOD
El autor presenta una exposición general de las líneas de fuerza que operan
decisivamente en el discutido libro HONEST TO GOD, para acudir después a la obra
(«The Honest to God Debate») que surgió a raíz de las reacciones nacidas ante aquél.
De este modo posibilita una comprensión más precisa y exacta de aquellos puntos --no
exentos de importancia-- que en dicho libro quedan lo suficientemente ambiguos como
para dar pie a las más opuestas interpretaciones. Y es que --en efecto-- sólo a partir de
las matizaciones ulteriores que el mismo Robinson ha aportado a su obra, puede ésta
ser determinada críticamente en lo que tiene de innegables limitaciones --contra
cualquier ingenuidad--, pero también evitando juicios condenatorios exentos de
matizaciones. Sólo así, por lo demás, podrá ser nuestro personal encuentro con dicha
obra una buena ocasión para reflexionar sobre nuestra fe y práctica cristianas con
madurez y seriedad.

Her interpretatie van het geloof in het licht van de seculariteit, y Evangelische
zuiverheid en menselijke waarachtigheid, Tijdschr. voor Theologie 4 (1964) 109-150 y
3 (1963) 283-325.

La sécalarité chrétienne d'aprés Robinson, y Pureté évangélique et authenticité


humaine, en Dieu et l'homme, édit. du Cep, Bruxelles 1965: c. IV, «Viere en Dieu -
Vivre dans le monde», pp. 79-186 (1)

LINEAS DE FUERZA DEL HONEST TO GOD

Consciente de su deber -como Obispo- de mantener la fe de la Iglesia, el Dr. Robinson


afirma, con acierto, desde un principio (23), que la mejor defensa de esta fe no es la
simple repetición de las enseñanzas tradicionales, sino que más bien podría consistir en
una renovación que adapte a nuestros tiempos las representaciones y prácticas religiosas
del cristianismo.

Sin poner en duda el valor absoluto de éste, es ineludible una revolución copernicana
(41) con respecto al modo concreto como lo concebimos y solemos practicarlo.
Defendiendo, por otro lado - y contra todo prurito iconoclasta-, a quienes viven su fe
según las viejas representaciones (que, por inadecuadas que sean, no imposibilitan
necesariamente una auténtica vida religiosa), está convencido, a la vez, de la impotencia
de que caracteriza una visión y una práctica religiosa semejantes -propias de tiempos
pasados- con respecto a afrontar (sobre todo, a nivel intelectual) el humanismo
mundano e incluso ateo de nuestros días.

Presuponiendo, pues, todo esto como el espíritu más genuino que informa toda su obra,
sigamos ahora las "líneas de fuerza" a que puede reducirse el intento de Robinson.
Intento en favor de una revolución que se nos pide contra nuestros más íntimos
sentimientos (54) y que se presta, por ello, a ser acusada de herética: pero ante la que
con el tiempo sólo podremos quedarnos con el escrúpulo de no haber sido lo
suficientemente radicales (27) como para cumplir la ineludible exigencia de nuestra
E. SCHILLEBEECKX O. P.

misma fe, la de ser honestos con Dios, y a propósito de Dios (55), llegando hasta donde
sea preciso.

Dios, el "Tú" que tercia en nuestra relación interpersonal

Para Robinson, no sólo es un mito (es decir, una proyección puramente subjetiva) el
concepto de un Ser Supremo, que truena desde el cielo, como el Altísimo, sino también
la misma representación de Dios como un Ser Personal Trascendente, dotado de
conocimiento y voluntad, y cuya existencia podemos establecer por medio de unas
pruebas. La concepción tradicional teísta aparece, al menos, como algo muy
problemático (cfr.: 59-79; cap. II: ¿El fin del teísmo?).

Afirmar que Dios es un ser personal no significa más que decir que "la realidad es
personal hasta en su más profundo nivel" (88); pues sólo en la experiencia humana de
nuestras relaciones interpersonales con los otros hombres podemos alcanzar el sentido
espiritual profundo de nuestra existencia. Y éste es Dios. Es en el amor al prójimo
donde Dios -el Tú que "tercia" en nuestras relaciones humanas- se nos hace presente
(100).

Así, pues, creer que Dios es Amor es creer qué en un mundo de relaciones puramente
personales encontramos no sólo lo que debería ser, sino lo que es, de hecho, la
experiencia más profunda y exacta de la verdad de lo real. Y afirmar esto supone un
acto de fe enorme. Pero esto, a la vez, es una cosa absolutamente distinta que
persuadirse de la existencia fuera del mundo de un Ser Supremo dotado de
personalidad" (88). La teología, según esto, es el mismo análisis de la profundidad de
nuestra intersubjetividad humana estricta: una afirmación es teológica no por
relacionarse con un ser particular, al que llamamos Dios, sino por expresar el sentido
último de nuestra existencia. Este fundamento último del ser es el Amor: y de él nadie
puede separarnos.

Dios es, precisamente, lo incondicional presente en nuestros encuentros humanos, que


se dan en la historia. Dios es nuestra auto-trascendencia (100). Por esto, sólo podemos
encontrarle en el comprometernos incondicionalmente con respecto al prójimo,
considerado en su última profundidad: Dios es esto mismo, precisamente. (105). No hay
encuentro con Dios en un ámbito religioso que esté fuera de lo mundano: "Dios es la
profundidad de la común experiencia común no-religiosa" del hombre, en el mundo
(106).

Jesús, el "Hombre para los demás"

Todo lo anterior adquiere una intensidad única en Jesucristo. En él, hombre-Jesús, se


descorre el velo del sentido profundo de nuestra existencia: él ama hasta el fin, vive
hasta lo último su existencia humana como "existencia humana para los otros hombres".
Y es en esta auto-transcendencia de Cristo donde Dios mismo se nos revela.

Pero no lo hace como transcendencia de un Ser Superior personalmente transcendente,


sino como "el prójimo que cada vez hallamos a nuestro alcance", en cada uno de los
hombres que encontramos cada día junto a nosotros -según la imagen de Bonhoeffer
E. SCHILLEBEECKX O. P.

(127-). Ser auténticamente hombre (es decir, ser "hombre que vive para los otros
hombres" -y Cristo crucificado es esto plenamente-) es vivir a partir de la
Transcendencia; es el auto-transcenderse hacia el prójimo.

Robinson se esfuerza por "desmitizar" la Persona Transcendente Absoluta. Y es en este


sentido en el que afirma que "Jesús nunca pretende ser Dios, en persona; y empero
afirma siempre que lleva a Dios en su plenitud" (123). En Cristo, pues, hemos de hablar
únicamente de su auto-transcendencia humana, en cuanto que es "el hombre para los
otros hombres" (127), pero que vive esta existencia humana para los demás "unido con
la Profundidad del mismo ser", con Dios.

Vida cristiana y oración

Por esto "ser cristiano" es lo mismo que "ser hombre" auténticamente, viviendo para los
demás a partir de la profundidad del Fundamento de nuestro ser, del que nadie puede
separarse. Nuestra santidad, pues, ha de ser santidad mundana, porque se nos pide vivir
una Secularidad cristiana. Orar, a su vez, no puede significar ya un volver la espalda al
mundo y dirigirse a una iglesia para encontrar a Dios. No es sentarse a la vera del
camino de la vida. Sólo en el camino mismo del mundo podemos encontrar a Dios:
sobre todo, en los demás. Es verdad -reconoce Robinson- que la oración de silencio es a
veces necesaria en la vida; pero únicamente en función de nuestra empresa terrena. De
ahí que la liturgia no sea más que lo sagrado en el mundo: pan, vino, aceite, agua... y,
sobre todo, la comunidad de los hombres.

Sin duda, ha de haber momentos consagrados a meditar sobre la vida: cumplen con algo
tan necesario como nuestra misma "vinculación" en ella (159). Pero para el hombre, la
verdadera vida está en el encuentro con el prójimo. Y es en esta relación encarnada
donde la profundidad habla a la profundidad: lo cual es ya, en sí mismo, orar.
Frecuentar la relación con los demás es la "cumbre del Sinai" a la que ha de dirigirse el
hombre para orar. Sólo después brotará la necesidad de "retiro", como en un intervalo,
para "clarificar" la revelación recibida en este monte que son los otros hombres. En fin:
interceder a Dios en favor de otro "es estar con él, tanto por el silencio, como por la
compasión o la acción (160): fuera del silencio, del testimonio reconfortante del sentir
juntamente con el otro o del hacer algo por él, no hay más que mitificación religiosa.

Dios es Amor: el que no ama al prójimo no conoce a Dios. Y entonces puede uno querer
"colmar" el propio vacío con "pensamientos espirituales" (162), para evitar el que
"hallemos tan solo el vacío". Vida cristiana es vivir para los demás, es una "vida en el
mundo", pero vivida incondicionalmente: sin esto último no sería auténticamente
cristiana.

En la base de esta nueva visión se encuentran, advierte Robinson, los esfuerzos que R.
Bultmann, P. Tillich y D. Bonhoeffer han realizado para liberar al cristianismo de lo
mitológico, de lo sobrenatural y de lo religioso, respectivamente (cfr. cap. II, ¿El fin del
teísmo?, 59-79). Por ello puede ser Robinson agnóstico con los agnósticos y ateo con
los ateos (204): y, así escuchando discusiones entre católicos y humanistas, ha tenido
que dar la razón, cada vez más, a éstos últimos (25). Pero no quiere decir esto que
admita un naturalismo, al estilo de "una religión sin Revelación" de J. Huxley: la
religión no se reduce a la "fe en las posibilidades del hombre". Para el naturalismo, el
E. SCHILLEBEECKX O. P.

amor debe ser la última palabra de la vida humana; para el cristianismo -para Robinson-
, el amor es, contra toda apariencia, esta última palabra: y esto sólo lo sabemos por la
Revelación. El cristianismo mundano de Robinson es, por ello, distinto del ateísmo y
del humanismo: es, precisamente, el término medio exacto entre éste y el
sobrenaturalismo desencarnado y extrinsecista, como sería -según Robinson- el de un
Dios personal que crea de la nada y entra luego en relación personal con el hombre.
Dios, en verdad, es el estar fundamentado todo en el amor; pero afirmar a Dios como
centro de actividad, con razón y conocimiento, como una persona -por más que pueda
afirmarse "distinta a toda otra persona"- es sencillamente "mitologizar" (208-210).

Ya se ven las consecuencias de orden ético que se desprenden de lo anterior. No hay


más precepto moral que el del amor: todo contenido ético ulterior ha de ser juzgado en
función de la situación, según esta su esencial relación al amor. (No podemos entrar
aquí, en detalle, sobre las concreaciones de esta nueva moralidad: cfr. cap. VI, así
intitulado: 171-193). La Iglesia, a su vez, no puede ser más que "la que está al servicio
del mundo" y de los hombres (cfr. asimismo las páginas finales del cap. VII, Refundir el
molde: 213-223).

El Dios de la "religión"

Robinson, pues, reacciona contra la clásica interpretación "religiosa" del hombre. El


Dios de la "religión" al que aboca el "deseo de Dios" que tiene el "alma naturalmente
cristiana", es sólo un Deus ex machina, un mito. El fundamento de todo esto es,
simplemente, una "metafísica de la edad pre-científica" (176), que apela a Dios como
recurso a su impotencia (solución prefabricada para tapar los agujeros). Cuando la
ciencia ha ido expulsando a este Dios del mundo, sólo queda para él un "último lugar
secreto: el del "mundo privado" o "necesidad individual de Dios". Es a esto a lo que
Robinson -siguiendo a Bonhoeffer- llama "religión", en un sentido muy particular: y es
esta premisa del cristianismo la que ha de ser también eliminada, al igual que Pablo
eliminó la de la circuncisión judía. Recogiendo la proclama del mismo Bonhoeffer:
"Sólo podemos ser honestos si reconocemos que hemos de vivir en el mundo etsi Deus
non daretur", como si Dios no existiese (70-72). Hemos de vivir nuestro cristianismo en
un mundo secular, que no necesita religión.

Esta secularidad es, precisamente, el gran don de Dios a nuestro tiempo. En él, en
adelante, los "hombres seculares" pueden creer en Dios, que es Amor, sin experimentar
ansiedad religiosa alguna. La tarea de la Iglesia es, pues, la de "explorar todas las
consecuencias de un cristianismo en la total ausencia de religión" (167). Sólo así
podremos mantener su eterna vigencia para el hombre.

CONTEXTO Y ALCANCE DE LA TENTATIVA DE ROBINSON

¿"Honest to God" defiende una secularización radical del cristianismo? Es ésta la


cuestión definitiva. Y se trata, por lo demás, de un problema actual realmente serio.
E. SCHILLEBEECKX O. P.

El problema de la "Secularidad"

La crisis de secularidad moderna exige del cristianismo una revisión más radical que
aquella a laque tuvo que hacer frente en la edad media con la irrupción del aristotelismo,
al que la fe tradicional (agustiniana) tomó en un principio como al mismo Anticristo.
Una revisión, a su vez, más radical que la exigida por la desmitologización introducida
por Galileo; más radical, en fin, que la de la reinterpretación modernista de los dogmas
de la fe, a principios de siglo.

Pero no hemos de asustarnos sin más. Sto. Tomás, en la edad media, resistió a la crisis,
consiguiendo a partir de ella misma revitalizar la fe: aunque otros sucumbieron en la
empresa. Asimismo, aunque algunos modernistas se sirvieron de la razón para vaciar de
contenido su fe -rechazando la norma de la Palabra de Dios, recortando así la fe a la
medida del hombre-, no faltaron otros modernistas que supieron "reinterpretar" el
dogma en un sentido más auténtico (o, al menos, se orientaron por ahí: ya que el
problema no está aún resuelto del todo y permanece abierto en parte). La reacción de
secularidad actual -provocada por nuestra teología pasada y sobre todo por la manera
más común con que los cristianos hemos vivido nuestra fe- ha de ser sin duda saludable,
con tal que escuchemos siempre fielmente la misma Palabra de Dios, como Revelación
de la realidad íntegra. La secularidad, en efecto, no puede carecer de gran parte cíe
verdad -por ser un signo de los tiempos- : una verdad parcial, eso sí, pero demasiado
olvidada por los cristianos. Ahora bien: como verdad parcial, no puede establecerse
como verdad exclusiva, si no queremos poner en peligro a la misma verdad cristiana.
Cualquier evidencia nueva, intensa y existencialmente vivida -como es la secularidad en
nuestros días- no puede volvernos ciegos con respecto a evidencias más antiguas: las
cuales, para ser vividas también auténticamente, han de ser "reactivadas" a partir de su
misma experiencia original; es decir, han de ser "redescubiertas". Si la modernidad
exige una profunda conversión de nuestra vida cristiana, hemos de ejercitar también esta
conversión a nivel aún más profundo con respecto a aquellas verdades antiguas que no
pueden ser olvidadas por nosotros, ya que responden a esta misma autenticidad cristiana
a la que nos fuerza la misma orientación secular de nuestros días.

En este sentido, sólo una nueva apreciación de Dios como Valor digno de ser amado por
Sí mismo, y como Fuente de todos los valores -siempre más honda y rica que toda la
profundidad y riqueza que podemos encontrar en la realidad humana y secular-, puede
hacernos descubrir lo que tiene de unilateral la tendencia radical a la secularización.
Porque es indudable que Dios está siempre más allá de toda representación y de todo
pensamiento humano - nuestra fe, por esto, nos pide una incesante renovación de estas
representaciones de Dios y de su concreta expresión humana-; pero también es preciso
evitar el caer en el vacío de la anulación de toda representación -si no queremos volver a
las sombras del pseudo- misticismo de otros tiempos-. Es cierto también el peligro de
hacer depender la religiosidad auténticamente cristiana de representaciones caducas y ya
equívocas: la tendencia horizontalista, por ello, está justificada en la medida en que se
opone a los excesos de la visión vertical de la religión, y que no se inspiran
precisamente en las exigencias mismas de la Palabra de Dios.

Olvidar esto, en una interpretación absolutamente horizontalista, vaciaría la fe cristiana


-e incluso cualquier religiosidad teísta- de una manera, por Cierto, mucho más radical
que la que podían conseguir las diversas crisis acaecidas anteriormente a lo largo de la
historia de la Iglesia.
E. SCHILLEBEECKX O. P.

Robinson: Una preocupación fundamentalmente pastoral

Robinson es consciente de la secularidad que el hombre moderno respira


cotidianamente. El progreso económico-social y el desarrollo técnico de la vida
colectiva vacían necesariamente de sentido una "religiosidad" tomada como recurso a
un Dios-comodín, solución subjetiva a nuestras dificultades y desilusión. Claro está que
semejante "religiosidad" ha de llamarse, en sana teología, y sencillamente, una pseudo-
religiosidad, una falsa y deformada interpretación del cristianismo. Robinson mismo
reconoce (275) que la tradición cristiana ha reaccionado siempre contra este tipo de
religión. Aunque también es cierto que la práctica de muchos creyentes no parece
corresponder a semejante reacción, mantenida -en principio- por la teología.

La preocupación fundamental de Robinson es, pues, la del hombre acuciado


hondamente por la realidad viva de Dios, a la que el mundo de hoy se resiste por esta
imagen desfigurada que de ella hemos podido presentar los cristianos. Y como, por lo
demás, a esta presentación deformada se hallan vinculados unos esquemas tradicionales
de representación, esta preocupación pastoral de Robinson ha de traducirse en un
esfuerzo por encontrar una nueva expresión de esta realidad viva de Dios, que no sólo
no va contra el hombre y su progreso sino que es el principio mismo de uno y otro y su
única auténtica profundidad de sentido.

Que Honest to God quiere ser la entusiasta afirmación de Dios por un hombre que
sintoniza con la secularidad (en lo que tiene de reacción contra una pseudo-religión)
puede ser confirmado (231) por el hecho de que este libro ha sido rechazado por los
ateos no menos que por aquellos cristianos demasiado impregnados de semejante
"religiosidad" algo discutible. Y que éste sea discutible -como quiere esclarecer el
mismo Robinson en su obra- puede venir también confirmado por el otro hecho, bien
triste ciertamente, de que la reacción de muchos cristianos, ante este libro, ha carecido
de una elemental "caridad de interpretación": los medios no-eclesiásticos y no-
creyentes, aun rechazando también su posición, han testimoniado para con Robinson
mayor caridad y comprensión que muchos miembros de la Iglesia. Es lastimoso, en este
sentido, ver cómo A. MacIntyre, por ejemplo, reprocha a Robinson el haberse valido de
un vocabulario cristiano "para enmascarar un abismo ateo", atreviéndose a proponer
este su ateísmo de un modo admisible para los cristianos (215ss). Falsear de esta manera
la intención de Robinson no sólo hace imposible comprender el sentido verdadero de
Honest to God, sino que además es ser totalmente injusto con Robinson, es dejar de ser
"honest to Robinson".

El intento de este es, pues, el de establecer un diálogo con el mundo moderno, para
mostrar que la realidad de Dios no puede confundirse, en modo alguno, con un
elemento más de las ciencias exactas: Dios se manifiesta a nivel más profundo y
humano, a nivel personal y existencial. Se trata, pues, de revitalizar (251) la Buena
Nueva que Dios nos ha anunciado en Cristo. Por un aggiornamento de los conceptos de
fe en relación á la secularidad moderna, que haga ver "más tangible y real la verdad del
Evangelio, en la predicación" (41). Y decimos "los conceptos de fe", y no sus
"contenidos" porque se trata de tomar conciencia y asegurar el carácter funcional -
aunque necesario también siempre- de todas las representaciones e imágenes con que
intentamos expresar estos contenidos de fe (230). Hemos dicho, asimismo,
"aggiornamento" -recogiendo la palabra de Juan XXIII- porque la misma Iglesia -en la
E. SCHILLEBEECKX O. P.

voz de este Papa- ha reconocido que "no basta formular la fe de manera ortodoxa, sino
que es preciso formularla de manera que puedan comprenderla las hombres" de hoy.

Cuando Robinson proclama que su esfuerzo de renovación -en una "metamorfosis"


(200) de la concepción y práctica cristiana- "dejará indemne la verdad fundamental del
Evangelio", hemos de tomar en serio sus palabras. Es decir, hemos de creer en la
sinceridad de su propósito, por más que no haya de corresponder luego con él lo que
consiga, de hecho. Podemos suponer, en efecto, que todo aggiornamento comporta un
riesgo: no por ello, sin embargo, hemos de condenar su urgencia y - menos aún- la
intención del que se pone a realizarlo, pero, a la vez, hemos de contar con la posibilidad
de que no siempre acierte en la realización. Supuesta, pues, la voluntad auténticamente
cristiana de Robinson, hemos de valorar también los resultados de su intento.

Pero no es menos cierto el peligro que hay de anular el valor auténtico que se encierra
en tales representaciones, al que apuntan en su más honda intención, en su tendencia
más auténtica (por más que, en su expresión, ha yan podido provocar el equívoco y la
incorrección): como decía Sto. Tomás, "el acto de fe no tiene su término en lo
enunciado, sino en la realidad misma" que intenta enunciarse por una determinada
representación conceptual (II-II q. 1 a. 2).

Robinson, como hemos dicho, plantea un problema que es, ante todo, de teología
pastoral: y, en él, quiere llegar hasta el fondo. Pero esta su misma preocupación pastoral
por la situación del mundo de hoy implica, necesariamente, cierto número de opciones
estrictamente teológicas. Estas son las que ahora queremos valorar, descubriendo lo que
creemos ser la raíz más importante de los posibles fallos teológicos de Robinson:
descubierta esta su raíz, podremos luego juzgarlos, de una manera teológica, a partir de
la Palabra misma de Dios, de la realidad intocable del mensaje cristiano.

El valor del conocimiento humano para Robinson

Es sobradamente conocido que la interpretación que se dé al valor del conocimiento


humano tiene gran importancia para la misma vida de fe. Es verdad que la religión no es
cuestión de conocimiento, sino abandono personal en el acto de fe; sin embargo, este
abandonó implica una conciencia de valores. La interpretación que se dé a ésta será,
pues, decisiva para el creyente que, como hombre, no puede renunciar a una cierta
razonabilidad de su mismo entrar en relación -por dicha fe- con Dios.

Robinson es consciente de este problema vital para el asentimiento de la fe. De ahí que
una de sus preocupaciones .sea la de volver a introducir en la reflexión del creyente lo
que él llama la "teología natural": es decir, la posibilidad de que para el hombre, como
tal, la reflexión sobre la realidad de Dios tenga un sentido verdadero.

Poco encontramos, en Honest to God, acerca de este problema fundamental. De ahí que
la obra haya podido ser interpretada en los más diversos sentidos, acusándose a su autor
de llevarnos al ateísmo o, al menos, a una especie de "agnosticismo religioso".
Acudimos, pues, a lo que Robinson mismo nos ofrece sobre su mismo pensamiento,
fuera de este libro, para enjuiciar su posición verdadera sobre el asunto.
E. SCHILLEBEECKX O. P.

A la pregunta de si "hablar del Absoluto tiene un sentido" para el hombre, Robinson


responde: el ateo afirma que no, pero yo digo resueltamente que sí; y en esto está
precisamente la diferencia entre la interpretación atea de la vida y la interpretación
cristiana de la misma.

Ahora bien: para Robinson -siguiendo a J. Macquarrie (187ss)- cuando Dios es


afirmado como "el Ser, entendido como dador de gracia", como "amor" -en cuanto éste
es el valor último de la vida-, no significa esto que podamos concebir este Ser como una
"entidad" o realidad particular que esté al lado de las otras. Dios es lo absolutamente
Otro y, a la vez lo absolutamente íntimo con respecto a toda realidad, es el mismo
"Fundamento de todo lo real". No puede, pues, caer como un objeto bajo nuestro
dominio: somos, más bien, dominados enteramente por El. Y hasta aquí, en verdad,
todos hemos de estar de acuerdo.

Para Robinson, asimismo, el que podamos afirmar a Dios no quiere decir que el
problema de Dios deje lugar a una prueba de su existencia: Dios es un problema vital,
que sólo puede resolverse por el análisis de nuestra experiencia existencial: la libertad
humana sería el ámbito de dicha experiencia, en cuanto no puede ser comprendida, en
su finitud, más que como don recibido del Absoluto. Pero, como se ve, hay que
reconocer aquí que para Robinson los términos de "prueba" y de "objetividad" de la
misma tienen un sentido muy peculiar: el que les atribuye estrictamente la ciencia
positiva y exacta. Así, pues, al decirnos que Dios es inalcanzable por el método de
ciencias exactas y que, por lo mismo, el análisis meramente "científico" de la realidad
no puede llevarnos a Él, no hace más que insistir en una verdad también admitid a por
todos. Pero acaso olvida, a la vez, que la "realidad" no puede reducirse al ámbito que
alcanza una visión exclusivamente científica. Decimos esto porque Robinson opone
demasiado radicalmente "la existencia objetiva" -como "realidad impersonal y neutra"-
a la experiencia personal de "lo dado gratuitamente, como valor para nosotros" -como
"auténtico fundamento de la misma realidad"- (230). Pero, ¿es lícita una oposición
semejante, absolutamente irreductible? ¿No es "realidad" también lo segundo? ¿No
tiene el hombre, para con la misma "realidad objetiva" una elemental abertura, por la
que ella misma cobra también un "valor personal para nosotros", no siendo ya -por lo
mismo- enteramente "neutra"? Afirmar, en fin, que Dios es el Fundamento de la
realidad, ¿no implica reconocer la realidad misma de Dios?

Tememos que el respeto de Robinson a la ciencia moderna le haya llevado a olvidar que
ésta no alcanza toda la realidad. Y podemos sospechar, también, que semejante olvido
nazca en él de un falso concepto de la "metafísica", como ciencia -totalmente diversa de
las otras- que abarca precisamente el ámbito de realidad que aquélla no puede alcanzar
por fidelidad a su mismo objetivo.

En este sentido podremos explicarnos que su marcado no-conformismo ante resabios de


filosofías propias de épocas pre-científicas -demasiado propensas al "realismo
ingenuo"- llegue al extremo, que ya no puede justificarse por dicho no-conformismo, de
negar la verdad misma que estas filosofías querían indicarnos -por más que, acaso
demasiada condicionadas históricamente, no acertaran siempre con la expresión acabada
de lo que intentaban decir-. No podemos, pues, condenar a Robinson sin más de
positivismo agnóstico derivable sin dificultad a ateísmo- por el hecho de no recurrir al
término de "creación": podría ser, sencillamente, que no encontrara una palabra que lo
sustituyese; pero es sospechoso, a la vez, que rechace positivamente la misma idea de
E. SCHILLEBEECKX O. P.

creación. Claro está que admite fundamentalmente (209) lo que la misma Tradición
cristiana designa habitualmente por el concepto -no siempre bien entendido, hay que
reconocerlo- de "creatio ex nihilo". Pero semejante ambivalencia en la posición de
Robinson denuncia, como hemos advertido, la posible idea que pueda tener acerca de la
"metafísica" -a la que hace referencia dicho concepto-.

Robinson hace bien al condenar una metafísica que pretenda establecer "otra cosa"
detrás de los "fenómenos" o realidad que nos aparece (191), una "cosa" que estaría "en
otro mundo" (252). Pero semejante pretensión no puede llamarse metafísica. El esfuerzo
de Kant, contra semejante ingenuidad, no puede haber sido inútil. La auténtica
metafísica ha explicitado ya, claramente, su genuino sentido y lugar: y lo ha hecho,
precisamente, superando al mismo Kant, quien pareció olvidar tambien que el ámbito de
la experiencia personal -como libertad que se ejercita en la esfera de la "moralidad"- es
asimismo realidad objetiva (aunque no científica), oponiendo radicalmente razón pura y
razón práctica.

Ahora bien; a la decisiva pregunta de si "es posible una metafísica", Robinson ha


respondido sinceramente: "No lo sé" (249). No lo niega ni lo afirma; sencillamente, no
lo sabe. Si lo negase estaría abocado a la no-ortodoxia. Pero, porque no lo sabe, las
consecuencias que pueden derivar acaso sean radicalmente opuestas a la misma fe. Y
esto es serio. Porque -sin prejuicio alguno, pero con una elemental cautela-, en
semejante perspectiva de incertidumbre sobre el valor de nuestro conocimiento, "Dios"
y "secularidad" pueden adquirir un sentido contrario al cristianismo auténtico.

"SECULARIDAD" MUNDANA Y AUTENTICIDAD CRISTIANA

Cualquier filosofía actual - incluso agnóstica o atea- reconoce una trascendencia del
hombre sobre su mundo. Por la libertad, el ser humano se autotransciende sobre este su
ser fáctico y concreto: enraizado en su pasado, desde el que ha podido irse
determinando a sí mismo en su ser presente, está abierto a un futuro nuevo, como tarea a
realizar también desde sí mismo. Por esto, el sentido que el mundo posee para cada uno
de nosotros tiene su origen en la propia libertad, en la opción que decidimos frente a
este mundo. El hombre, asimismo, no reposa con lo ya adquirido: puede determinar de
nuevo, incesante y libremente, su propio ser, superando su concreta y presente
determinación.

Ahora bien: como cristianos no podemos detenemos aquí. Si nos reducimos a este
dinamismo de nuestra existencia, sin percibir la dimensión objetiva que se abre en el
mismo -como condición misma de posibilidad de dicho dinamismo del sujeto humano
(dimensión subjetiva)- es evidente que el ámbito religioso se reduce también a lo
intramundano, al encuentro con los otros y a nuestro compromiso con ellos en el
mundo. Cayendo, así, en una "teología meramente funcional" -Dios no tiene más
sentido que en su relación a nosotros- es indudable que las consecuencias que se sigan
han de ser "copernicanas".

No podemos aquí esbozar, ni siquiera brevemente, la mostración de esta ulterior


perspectiva objetiva que es el fundamento de nuestra misma libertad, de nuestro
encuentro con los otros y del comprometernos a fondo en la vida. Presuponemos, pues,
como válida la realización de semejante tarea por parte de una "metafísica fundamental"
E. SCHILLEBEECKX O. P.

que es asumida -en un ámbito explícitamente cristiano- por la igualmente llamada


"teología fundamental". Tampoco podemos entrar aquí en el problema acerca del
sentido que tiene este "ser asumida" la metafísica en la Teología: es decir, acerca de si
la modifica y con qué radicalidad. Advirtamos, con todo -y en relación a esto último-,
que la actitud religiosa del hombre -a quien se le da la fe, explícitamente- es una estricta
unidad: por lo mismo, la "dimensión filosófica" del creyente no puede ser considerada
en sí misma o como pura filosofía. Hemos de guardarnos, por ello, del malentendido a
que se prestan los conceptos de contemplación" -o reflexión humana- y "acción" -o vida
íntegra-. De suyo, son inseparables: la primera -que explícita la condición absoluta de
nuestras relaciones con el mundo- no es una experiencia que tenga consistencia por sí
sola, y en la que lleguemos por vez primera a Dios; el sentido y la justificación de
nuestro encuentro con Él están, ante todo, en nuestra misma vida en el seno del mundo -
y la reflexión sobre ella no hace más que dilucidar su significado fundamental-.

Supuesta, sin embargo, esta unidad de la fe vivida -sobre la que podemos y debemos
reflexionar como hombres-, es preciso también distinguir un aspecto natural y otro
teológico y preferimos este término al fácilmente equivoco de "sobrenatural"). De ahí
que sea imposible reducir la realidad de Dios -el ámbito de lo religioso- a lo meramente
intramundano. La fe, en efecto, nos pone en relación con la misma realidad, en sí, de
Dios: en cuanto que está, como Fundamento de todo lo real, más allá de este mismo
"fundamentar" nuestra existencia y nuestras relaciones interpersonales.

La reacción de Robinson contra un "Dios en los cielos", como si nada tuviera que ver
con la tierra -aunque semejante interpretación nunca ha sido aceptada por el
cristianismo auténtico-, es comprensible como reacción a la práctica de la fe por parte
de no pocos cristianos; y es legítima también, en cuanto que el "Dios de la profundidad
de nuestro ser" expresa mejor, por un lado, la verdad de que Dios es el fundamento de
nuestra existencia, precisamente como fuente desbordante de la interioridad de nuestro
ser personal: por esto, como enraizada en el Tú absoluto es como puede esta nuestra
interioridad personal -en cuanto libertad- estar en el origen mismo del sentido humano
que damos al mundo. Semejante representación de Dios, por lo demás, no es ninguna
cosa nueva: viene a recoger, sencillamente, la misma intuición de San Agustín de que
Dios es "lo más íntimo a mi misma intimidad", Deus intimior intimo meo.

Pero san Agustín no considera esta imagen como excluyendo a la otra de Dios "en las
alturas": Ambas, en efecto, son inseparables, y cada una de ellas ha de sobreentenderse
en la otra. Por esto hemos dicho que la imagen de la "profundidad" expresa mejor, pero
sólo "por un lado", el significado de Dios. En el sentido de que solamente lo alcanzamos
en y por la realidad intramundana, de la que El mismo es Fundamento; y en el de que -
por lo mismo- la confianza en Dios y la afirmación religiosa del sentido último de
nuestra existenc ia son absolutamente inseparables de la confianza en nuestra
responsabilidad y del compromiso personal en este mundo, sobre todo con respecto al
prójimo: no podemos amar a Dios sin amar a los hermanos, no podemos adorar al
Creador sin tomar en serio la fuerza del hombre para humanizar el mundo. Es decir: en
el sentido de que el reconocimiento de Dios es inseparable, en su mismo origen y en
cada momento, de la responsabilidad ética con respecto a los demás, y de la obligación
de instaurar ]ajusticia y el amor en las relaciones de los hombres.

Por este lado, pues, y en este sentido, la imagen de la profundidad puede ser preferida.
Pero acaso en Robinson semejante preferencia esté determinada por una atención
E. SCHILLEBEECKX O. P.

exclusiva y peligrosa a la "psicología de lo profundo": ésta puede derivar, fácilmente, a


confundir la dimensión del "subconsciente" humano con el fundamento mismo del ser
de nuestras experiencias, siendo así que éste, como "profundidad metafísica", no puede
reducirse en modo alguno al ámbito de lo humano. En este sentido, pues, la imagen
adoptada rechaza el necesario complemento de la altura, falseando la auténtica realidad
cristiana.

En efecto: a la vez que interioridad, Dios es lejanía irreductible desde nosotros mismos.
Y si aquella su interioridad en nosotros es, sin duda, el motivo y el "lugar" en el que
nosotros afirmamos su existencia, no podemos -por esta su lejanía simultánea- reducir la
realidad misma de Dios a ser sólo el "fundamentar" nuestra realidad interior. Y es que
Dios no existe porque nos dé el ser y fundamente nuestras relaciones interpersonales;
más bienes porque Dios existe por lo que esto es posible: y reconocer esta posibilidad
como fundamentada realmente es reconocer a Dios como realidad en Sí mismo, como
Realidad Personal que nos hace el don de nuestra personalidad.

Explicitemos, pues, lo que se desprende de aquí.

Si nuestra libertad nos realiza personalmente como entrega al otro, y este encuentro con
el otro es la expresión viva y existencia¡ del Amor, como sentido último y profundo de
la realidad, Dios mismo ha de ser reconocido, en Sí, como Amor, como don gratuito al
hombre, al llamarle a la existencia libremente y por amor. Si, además, nuestra
realización personal en el encuentro con el otro depende de la libre acogida de éste -en
cuanto, para que se dé encuentro auténtico, sólo por su libertad responderá a nuestra
entrega-, en el amor hecho así mutuo, sólo por la libertad última del Fundamento de
nuestra existencia hemos podido ser realidad, sin que El necesitase de nosotros como
Dios.

Asimismo, si Dios se nos revela no sólo como Creador y Fundamento de nuestro existir,
sino como Realidad Personal que quiere, también libremente y por Amor, entrar con
nosotros en relación inmediata -como Tú- en un diálogo interpersonal, nuestro vivir la
fe -en la que recibimos esta Revelación- no puede ya reducirse a encontrar a Dios en el
encontrarnos con los otros, sino que -sin poder eludir este mismo encontrarlos y
comprometidos siempre con ellos en el mundo- este encuentro y compromiso quedan
"relativizados" por un ulterior e inaudito Encuentro con Dios mismo: no pueden ser ya,
por lo tanto, la última palabra sobre el sentido de nuestra existencia en la fe; y, a la vez,
cobran ahora una dimensión nueva, una motivación más profunda y decisiva, según las
cuales hemos de superar todo posible desengaño humano y hemos de seguir amando
siempre, porque -aun contra toda apariencia- el Amor es el sentido último.

Todo está sencillamente implicado en aquel mismo reconocimiento, por parte de


Robinson, de que el amor no es sólo lo que debe ser sino lo que es la misma realidad en
su última profundidad para el hombre, contra toda apariencia y más allá de la muerte. Si
Robinson parece oponerse a semejante explicitación de las consecuencias, dejando a
Dios como en la sombra, se debe a la incertidumbre en que se mueve con respecto al
sentido y alcance de una metafísica, en el seno -para nosotros- de la misma fe cristiana.
E. SCHILLEBEECKX O. P.

LA AMBIGUEDAD TEOLÓGICA DE ROBINSON

Indudablemente, Robinson no sólo ha rechazado siempre una secularización absoluta de


la fe, en el sentido radical de una actitud simplemente atea, sino que incluso protesta
enérgicamente (276) contra otro tipo más sutil de secularización, como sería el de
reducir la Teología -reflexión sobre Dios- a una mera Cristología -reflexión sobre
Cristo: es decir, sobre lo que es estrictamente "relación de Dios con nosotros"-. Pero hay
expresiones, en su Honest to God, que pueden -también indudablemente- interpretarse,
en sí mismas, en este sentido (cfr., por Ej., 92) Nos encontramos, pues, con una
paradójica ambivalencia: por un lado, se profesa enteramente ortodoxo; y, por otro, se
expresa como si no lo pudiera ser.

Lo mismo encontramos con respecto a uno de los dogmas fundamentales del


cristianismo, el del Misterio Trinitario -sobre el que queremos detenernos ahora, dada
su importancia-. Robinson, apela aquí, al fundamento mismo absoluto de la Escritura, al
hablarnos del "Amor de Dios y la Gracia de Nuestro Señor Jesucristo y la Comunión
con el Espíritu Santo" (254); y añade que "estos tres" son una sola realidad absoluta, ya
que -en cada uno de ellos- el cristiano hace la experiencia del Incondicional absoluto. El
único nombre legítimo de la realidad que llamamos Dios es el de Trinidad: Robinson no
profesa ningún "panteísmo confuso", sino que confiesa al "Dios de Abraham, de Isaac y
de Jacob, el Dios y Padre de Nuestro Señor Jesucristo" (262). Pero, a la vez, parece
poner en cuestión una serie de puntos esenciales con respecto a esta misma realidad, en
Sí, de Dios Trino y Uno.

En efecto: Robinson no sólo rechaza -con razón- los esquemas del tipo de ciencias
exactas que se aplican, por desgracia, a veces al Misterio Trinitario -y que se prestan a
no infrecuentes representaciones populares "triteístas"-, sino que además niega que, por
la fe, confesamos la realidad trinitaria "en sí misma". Pero, por otro lado y a la vez, se
opone vivamente a una concepción de este mismo Misterio Trinitario por lo que
quedará reducido a una pura relación de Dios con nosotros o a una simple manifestación
suya en la historia de salvación (255). Robinson, pues, abre una puerta, pero se queda
sin entrar. Los dogmas, para él, no son proyecciones subjetivas, pero tampoco nos dicen
lo que es Dios, en Sí mismo: son descripciones de una realidad por la que la experiencia
personal del creyente es constituida y mantenida (244), "afirmaciones sobre la realidad
en que se funda mi vida, en cuanto yo mismo doy una respuesta a esta realidad" (252-3).
Sólo en este nuestro responder a Dios puede éste llegar a nosotros: el inciso es
peligroso. De él se debe concluir: "Sólo sabemos de Dios lo que Él nos descubre en su
relación a nosotros" (254).

Si esto quiere decir que nuestro conocimiento de Dios no agota la misma realidad "en
sí" de Dios, hemos de reconocer que es verdad. Cualquier enunciado humano sobre
Dios tiene un ineludible momento interior de "negación" (no es ser ni persona ni
realidad como lo somos nosotros) y de "relación" (sólo podemos decir de Él ser,
persona o realidad en cuanto que es el fundamento de nosotros mismos). Pero para dar
la tradición cristiana -y Robinson parece olvidarlo-, esta "ignorancia" de nuestro
conocimiento de Dios, en la fe, no es más que un aspecto del mismo: el aspecto
"negativo" y de "relación" suponen, a su vez, un conocimiento implícito pero positivo
de Dios mismo, en Sí, sin el cual la negación y la relación carecerían de sentido y
fundamento.
E. SCHILLEBEECKX O. P.

Así, pues, cuando Robinson niega que sea válido afirmar que la Trinidad son tres
personas (254) -ya que ni siquiera podemos decir que Dios sea realidad personal, en sí
(253)-, hemos de pensar que quiere advertirnos de la imperfección de nuestro concepto
humano de persona con respecto a su referencia a Dios mismo. No podemos creer, en
efecto, que vaya a contradecirse -en pocas líneas- al decirnos también que la realidad
última y el fundamento de toda existencia -es decir, Dios- es un "amor personal" (262;
cfr. asimismo, 59ss). Ahora bien -y sin negar esto- : en esta relación existencial a lo
"personal" del amor, ¿no se exige, necesariamente, una ulterior referencia "metafísica" a
la "personalidad" de Dios mismo? Porque, si negamos esto, el ineludible y siempre vivo
Misterio de Dios (lCor 6,1), ¿no se convierte en algo absolutamente vago e informe para
nosotros? Dios no es persona como nosotros: pero invalidar totalmente lo personal con
respecto a Él, ¿no nos lleva a concebirlo como lo impersonal? Y esto, ¿no hace
imposible que lo afirmemos precisamente como el "Tú" que tercia -trascendiéndolas- en
nuestras mismas relaciones interpersonales?

La ambigüedad a que deja lugar la posición de Robinson, en quien estas últimas


cuestiones planteadas parecen oponerse a su proclama ortodoxa de la única realidad de
Dios como Misterio Trinitario, no es más que una consecuencia de su ambigua posición
ante el problema del conocimiento humano. Lo que podía parecer una simple cuestión
epistemológica se nos manifiesta, así, de un alcance estrictamente teológico.

La misma sorprendente paradoja encontramos en él con respecto a todo el conjunto del


mensaje de Cristo. Por un lado, proclama la realidad de éste, el íntegro "kerigma
cristiano", de acuerdo enteramente con lo que es el corazón del mismo Evangelio: Dios
es Amor y nos lo ha manifestado en Cristo; y este amor es más poderoso que la misma
muerte. Pero, por otro lado, todas los conceptos utilizados por la Escritura y por la
confesión de fe de la Iglesia, para expresar en detalle el sentido de esta realidad de
Amor, parece que han de ser dejados a un lado, definitivamente, como conceptos
dogmáticos propios de unos "esquemas de representación" ya anticuados: Encarnación,
Resurrección, Redención, lo mismo que Padre, Hijo y Espíritu, lo mismo que Creación,
Altísimo o Mandamientos.... En su preocupación "desmitologizadora", no llega -es
cierto- a los extremos de Bultmann, guardando buena prudencia: pero, a la vez,
manifiesta Robinson una independencia radical con respecto a las expresiones y
categorías bíblicas para que la fe cristiana pueda tolerarlo (236).

CONCLUSIÓN

De todo lo dicho se puede deducir fácilmente hasta qué punto los tres "esquemas de
representación" que Robinson presenta como responsables de hacer incomprensible e
impracticable al hombre de hoy la fe cristiana son una simple caricatura del auténtico
cristianismo. Ya hemos dicho que el " sobrenaturalismo" que Robinson dibuja jamás ha
sido propuesto -y menos, defendido- por la teología. Y en cuanto al problema de lo
sobrenatural en relación a la "naturaleza" -decisivo en la tradición creyente para
dilucidar la distinción entre fe y secularizad- tampoco lo trata nunca Robinson
directamente en ninguno de sus libros. Como, por lo demás, la palabra "sobrenatural" se
presta hoy a demasiados equívocos (se aplica, por ejemplo, a los "fenómenos ocultos"
de la telepatía e incluso del espiritismo y posesión diabólica!), sería preferible evitar
dicho término: un esfuerzo por buscar palabras nuevas - y el idioma es rico aún en
posibilidades- no hará sino reportar ventajas a nuestra misma comprensión de la fe.
E. SCHILLEBEECKX O. P.

También hemos indicado ya una semejante desfiguración caricaturesca, por parte de


Robinson, al referirse a la "religiosidad". La auténtica religión (no semejante pseudo-
religión) jamás ha gozado del derecho a ser concebida como "compartimento estanco":
la dimensión "teológica" o "vertical", como hemos dicho, no sólo no niega lo "natural"
u "horizontalidad", sino que en la misma medida en que impide que nos limitamos a
este último, nos urge precisamente a llevarlo y vivirlo hasta. su misma plenitud e
intensidad máxima. En este sentido, la "oración" como silencio y adoración ante Dios
tiene un valor "en sí misma", en cuanto pone al hombre en relación inmediata con el Tú
Personal de Dios. Y precisamente como contemplación nos lleva -como urgencia
absoluta de Dios mismo- a la acción y al compromiso fraternos (l).

Y en cuanto al problema de lo "mitológico" -en el que no podemos entrar aquí


indiquemos que está decisivamente vinculado al problema mismo, ya abordado, del
valor que se dé al conocimiento humano y de la intrínseca condición de éste, en el
ámbito de la fe, como tens ión entre ignorancia y certeza elemental.

Robinson y su fe cristiana

Es verdad que, objetiva y lógicamente, se puede sospechar de la ortodoxia de quien


tiene una teoría relativista de este conocimiento: y de hecho ya hemos visto las
consecuencias teológicas que comportaba en Robinson. Pero de ahí no es licito poner en
cuestión su misma fe sincera. Los hombres, en efecto, no somos pura lógica, pura
cabeza; y, por lo demás, esta falta de lógica no puede tocar la misma fe, sino sólo la
interpretación teológica que se le de. La ambigüedad teológica de Robinson, pues, no
supone necesariamente un fallar de la fe, como vida personal cristiana. Aunque uno, por
ejemplo, fuera positivista y redujera a esta su convicción teórica el mismo amor
humano, podría sin embargo amar realmente a su mujer: su falta de lógica afectaría a
sus teorías, pero este amor auténtico quedaría incólume. La mujer, por ello, sería. injusta
si se apartase de su marido, escudándose en lo inaceptable de sus teorías sobre el amor.

Notemos, con todo, que en el hombre la inicial falta de lógica tiende a desaparecer con
el tiempo. Es posible que la realidad vivida de modo distinto al que exigiría lógicamente
la teoría acabe por corregir a ésta. Pero tampoco es raro que suceda al revés: la
posibilidad de que la in- tención auténticamente cristiana de Robinson pueda acabar
siendo lógica con respecto a las incertidumbres de su personal " cosmovisión" no deja
de ser cierta: y, de hecho, se ha mostrado como realidad en el caso de algún lector de su
obra (106-7).

Es claro que Robinson acepta plenamente la tradición católica, tal como se encuentra en
la Iglesia anglicana: su misma fe, viva, es la que ha motivado su Honest to God,
urgiéndole a buscar una expresión y práctica cristianas de esta fe que los hombres de
hoy puedan comprender. Por lo demás, su preocupación no ha sido tanto de orden
especulativo y teológico como de carácter práctico -no impropio de un buen inglés- y
pastoral. Como ambas dimensiones, con todo, no pueden separarse absolutamente,
cierta debilidad especulativa le ha llevado a interpretar verdades fundamentales de la fe
de un modo excesivamente libre y peligroso.

En relación a esto, se le ha acusado de desconocer lo suficientemente la misma


Escritura. Robinson, sin embargo, es un exegeta experimentado. El único motivo de no
E. SCHILLEBEECKX O. P.

haber recurrido a las expresiones y representaciones bíblicas dela fe y de Dios, es


simplemente su intención de dirigirse a un mundo secularizado, y para cuya mentalidad
cientifista creía inadecuadas semejantes formulaciones. Y no hemos de repetir lo ya
dicho sobre el valor que esta convicción personal de Robinson puede tener.

Robinson y nosotros

Concluyamos, pues: la obra de Robinson -ortodoxo en su vida de fe, pero deficiente en


la expresión de ésta-, ha de servirnos como estimulo aunque no de guía para revisar
nuestro cristianismo, demasiado ajeno a veces -en la práctica de los que nos decimos
creyentes- del mundo y de las exigencias del amor fraterno y comprometido.

Ante el mundo secular de hoy, sólo el testimonio de nuestra vida cristiana puede llevar
la verdad de Cristo y de Dios a los hombres que se llaman ateos, por creer que la fe y la
religión comportan el olvido del mundo y son como un sustituto y evasión de la tarea
humana cotidiana. La Iglesia "visible" ha de vivir precisamente su fe como fuerza
sobrehumana que sea testimonio vivo de la realidad y sentido de Dios. Creemos, a este
respecto, que el problema de la Iglesia y de su testimonio en el mundo es más acuciante,
para el hombre de hoy, que el de la misma formulación de la fe. Y es lástima que
Robinson, en su preocupación pastoral, haya abordado éste último en vez de aquél otro.

Notas:
1
En nuestra condensación seguimos el texto francés. Nos ceñimos, además, a lo que
corresponde al primero de los artículos, y sólo en el apartado Secularidad mundana y
autenticidad cristiana acudimos al segundo, ofreciendo un extracto del mismo, como
complementación de aquél. Citamos Honest to God (Londres 1963) según la edición
castellana (Ed. Ariel, Barcelona 1967) con cifras en bastardilla. Las citas de The Honest
to , God Debate (Londres 1963) van en cifras normales.

Tradujo y condensó: JOSÉ MANUEL UDINA


PIET SCHOONENBERG

MYSTERIUM INIQUITATIS
(Ensayo sobre el pecado original )
La doctrina del pecado original ofrece dificultades. El autor, mediante una
profundización del concepto bíblico de «Pecado del Mundo», pretende dar una visión
más comunitaria y antropológica del pecado original, que complete la doctrina
tradicional y modifique en algunos puntos su teología.

Mysterium iniquitatis (Ein Versuch ubre die Erbsünde) Wort und Wahrheit, 21 (1966)
577-591

El hombre moderno -también el católico- tiene, a veces, dificultad en reconocer el


hecho del pecado. Hay ciertamente limitación, impotencia, fragilidad, tragedia; ¿pero
pecado? Es verdad que muchas cosas que antes creíamos pecado, o incluíamos bajo el
nombre de "pecado", son insuficiencia y tragedia. Pero con esto, el pecado mismo no ha
desaparecido. Podernos aprender de la Escritura y de Cristo crucificado que realmente
somos pecadores (Gal. 3,22). Hay en nuestra limitada existencia un mal que
verdaderamente es pecado, es decir, negación de la fe y el amor. Precisamente por ello
la redención de Cristo se realiza en la oscuridad de Getsemaní y del Gólgota.

Concedemos también al hombre moderno que muchas cosas que antes se consideraban
como secuelas de la caída, pertenecen en realidad a la imperfección de un mundo que se
desarrolla y de una existencia humana siempre deficiente y nunca acabada. Se oye decir
hoy que el pecado original no es más que una primitiva expresión de nuestra propia
insuficiencia. Y nuevamente hemos de reconocer que lo que, en el mundo y en nuestra
propia humanidad, presupone la libertad, no sólo confirma una caída original, sino
también el hacerse del mundo y la Humanidad: nunca se ha hecho una clara división
entre insuficiencia creatural y negación pecaminosa.

Sin embargo, sigo creyendo que hay una comunión en el pecado mismo, como la hay en
nuestra participación de la redención de Cristo. Con respecto al peccatum originale, se
dice con ello que peccatum no se entiende aquí únicamente en el sentido de "falta de
belleza o armonía", ni defecto de creación, sino también como pecado contra Dios, que
afecta nuestro origen y existencia.

Comunión en el pecado

En Juan (l;29) encontramos el concepto "Pecado del Mundo", que tiene su raíz en el
pecado de Israel. Para Israel la comunidad es tan primordial como la persona; pero los
particulares no se supeditan a la comunidad, sino que influyen en su destino (cfr. Jos. 7
y todos los Reyes). Por ello los hombres son, con frecuencia, premiados o castigados
"con toda su casa", tanto en el derecho civil como por Yahvé. Los Re yes, y más aún los
Patriarcas, determinan con su conducta el destino del pueblo o la estirpe. La expresión
más fuerte de la unión de las sucesivas generaciones en el bien y el mal la encontramos
en Exodo 20,5 s.: "Porque yo soy Yahvé, tu Dios, un Dios celoso que castiga en los
hijos las iniquidades de los padres, hasta la tercera y cuarta generación".
PIET SCHOONENBERG

No sólo el pueblo elegido, sino también los paganos son culpables ante Dios (cfr. Mt.
23, y sobre todo Acta 7 y Rom. 1). Para Pablo, como para los profetas, son más graves
los pecados de los judíos, que representan la cumbre de la respuesta pecadora que la
Humanidad da a Dios. Juan habla del mundo y sus pecados. Él "Mundo" es sólo rara
vez expresión de la creación buena (Jn. 1,9s.; 3, 16s.). En el NT se lo considera más
bien como ese mundo, que se opone a las realidades futuras, incapaz de salvación y por
ello pecador. El Mundo, o sea, "esa raza", carga con los pecados desde la muerte de
Abel y colma la medida de sus antepasados con la reprobación de Cristo (Mt. 23,29-36).
Desde entonces está bajo el juicio, pues no aceptó al Hijo, sino que lo odió (Jn. 12,31;
15,18s.; 16,8-11). Y Jesús no se le manifiesta ni ora por él (Jn. 14,19 22; 17,9), no por
falta de amor, sino porque el mundo no está abierto a esa revelación y a esa oración (Jn.
5,16): "Porque todo lo que hay en el mundo no viene del Padre si no que procede del
mundo" (Un. 2,16) y "El mundo todo está bajo el maligno" (Un. 5,19).

Esta consideración colectiva del Pueblo de Dios y la Humanidad, no excluye que se


afirme en la Biblia la propia responsabilidad de la persona. Encontramos el principio de
que "Dios premia a cada cual según sus obras" en los estadios profético y postexílico
del AT (Jer. 17,10). Antes aparece sólo esporádicamente, como súplica; y la referencia
al individuo no es tan clara. De especial interés es ver cómo los dos grandes profetas del
cautiverio (Jeremías y Ezequiel) elevan, en nombre de Yahvé, una fuerte protesta contra
una sentencia, repetición del principio popular de que Dios castiga los pecados de los
antepasados en las generaciones venideras: "En esos días no se dirá ya más: Nuestros
padres comieron agraces y los hijos sufrimos la dentera. Sino que cada uno morirá por
su propia iniquidad" (Jer. 31,29s.). Y más claramente: "El que pecare, ése perecerá" (Ez.
18,4).

Parece que no quede rastro de la primitiva concepción de la comunidad. Al desaparecer


la colectividad, sobre todo en la crisis babilónica, el individuo se ha vuelto sobre sí
mismo. Pero el aspecto ganado de la responsabilidad personal es quizá sólo una cara de
las de las relaciones del hombre con Dios. La otra es la solidaridad, antes mencionada.
Estas dos líneas discurren juntas en toda la Escritura; lo cual hace al menos probable
que la solidaridad sea también una realidad. El pecado de una comunidad, y en último
término el del mundo, es más que una suma de pecados individuales, sin mutua
dependencia. Por otro lado, no se establece con ello que el pecado de uno recaiga sin
más sobre otro, lo cual iría contra el principio de la responsabilidad personal. Hay, pues,
que establecer, además de los pecados personales, un lazo que una los pecados de unos
con los de otros.

Situación y ser-situado

Veamos el problema formalmente, antes de abordar el contenido concreto de la relación


entre Pecado y pecados. Hemos de describir el influjo de persona a persona, de una libre
opción sobre otra, de tal modo que respete su libertad. Podemos servirnos aquí del
concepto de "situación". Mi acción libre pone siempre al otro en una situación, que le
orienta al bien o al mal, que le da un apoyo o se lo quita, que le comunica valores y
normas o le priva de ellos. La situación no determina la libertad del otro imponiéndole
una acción concreta, buena o mala, sino que le obliga a dar una respuesta o evitarla.
Pero siempre la dará en virtud de su propia y libre decisión. No es la reacción del otro la
determinada y causada por mí, sino la situación ante la cual debe reaccionar. Por mis
PIET SCHOONENBERG

actos libres (y por mil otros, incluso no libres) se encuentra el otro en una determinada
situación. Así, la situación es el vínculo entre una opción libre y otra.

Situación suele describirse como un "conjunto de circunstancias"; se refiere a una


persona y pertenece a su "mundo circundante". Pero el acento debe ponerse en que le es
externa y le viene, por tanto, desde fuera.

Debemos buscar, por ello, otro tipo de situación más interna el "ser-situado" ("situatio
passive sumpta", en lenguaje escolástico). Un vínculo entre pecados personales, que se
encuentre fuera del hombre, no tiene significado como parte integrante del pecado del
mundo. Su "ser-sometido", su "estar-entregado" a esta situación es lo que debe ser
considerado para que pueda hablarse con derecho del pecado de una comunidad, del
pecado del mundo. Antes de circunscribir más de cerca este aspecto, y con ello el
mismo concepto bíblico de ""Pecado del mundo", hay que dejar establecido que,
ciertamente, el ser-situado de la libertad no es ninguna contradicción. No se trata aquí
de un ser determinado por la situación, de modo que, desde fuera, se impongan a la
voluntad sus actos libres. Esto sería contradictorio, pues libertad dice precisamente no
ser determinado desde fuera, sino autodeterminarse desde dentro. Pero aquí se trata sólo
de una determinación de la libertad en su campo de acción; una determinación de los
objetos sobre los que la libertad ejerce su decisión, y de las condiciones de las que tal
determinación procede. El que esto quede determinado no está en contradicción con
nuestra libertad; al contrario, nuestra libertad sólo existe como determinada y limitada
en su ambiente y en sus posibles objetos; en una palabra: como libertad situada.

Ser-situado por la privación de la comunicación de la escala de valores

Nos preguntamos ahora cuál es el contenido concreto del ser-situado por los pecados de
otro: cómo un mal ejemplo me pone en situación desfavorable.

Toda acción moral de otro influye sobre mí. Este influjo, sobre todo si no es pretendido,
es más profundo que el de la demostración o la prueba, pues el otro, en su relación, no
aporta algo objetivo al conocimiento, sino que dice algo sobre su propia existencia. La
honradez de otro me dice no sólo que es posible vivir honradamente, sino sobre todo,
que para el ser honrado es una realidad. Surge la invitación: "vive también tú así". De
este modo quedo situado por el buen ejemplo y mi libertad tiene una respuesta que dar.

Desde aquí es fácil ver en qué situación me coloca el mal ejemplo. En primer lugar, me
priva del buen ejemplo y experimento una apelación al mal, pues el otro me dice con su
acción: "me siento a gusto así; también esto da contenido a la vida; ¿por qué no ha de
ser también un camino para tí?". El vernos privados del buen ejemplo es importante,
pues no hemos recibido la educación sólo en la infancia y siempre que estamos en las
dificultades un hombre nos puede mostrar con su vida el camino, o ir junto a nosotros
como garantía de que estamos en el camino recto. La privación del buen ejemplo puede
ser tan funesta como los antecedentes del mal camino.

El ejemplo puede acentuarse por la presión social. Si no lo sigo, me excluyo, en algún


modo, de mi medio. Esto puede llevarme a una situación cercana a la del mártir. Con la
presión social va unida además una generalización del mal ejemplo, tanto más peligrosa,
cuanto más excluya el bueno. La mejor norma para medir el mal influjo de un ejemplo
PIET SCHOONENBERG

es la necesidad de educación moral en aquel que lo recibe. Esta necesidad se ve sobre


todo en el niño, quien, si de pequeño no recibe la educación moral, difícilmente llega a
conseguirla de mayor.

Podemos calificar todas estas situaciones de "óntico-existenciales" (existentielle). Y con


ello queremos significar que nos las encontramos en nuestra existencia como hombres,
y que, al mismo tiempo, les damos sentido y forma. La situación de oscurecimiento de
contenidos y normas puede aproximarse o caer bajo lo que se llama situación
"ontológico-existencial" (existentiale), es decir, una situación que precede a nuestra
existencia y a nuestra decisión y las abarca, haciendo por ello valer su influjo.

Ser-situado por la privación de la comunicación de gracia

Pero esto no es todo. Pecado no es sólo transgresión de la ley, sino también ruptura del
pacto; no sólo lesión de las relaciones interhumanas, sino también rechazar la relación
de gracia entre Dios y el hombre. Por ello, el pecado de uno sitúa al otro no sólo en la
ausencia de valores y normas, sino en una ausencia de Gracia. Toda la Humanidad es
una comunidad de educación en el amor. Las realidades sobrenaturales no caen fue ra de
la interdependencia, sino al contrario: en la comunión de gracia con Dios, el hombre
tiene para con sus semejantes un papel de mediador. La Teología clásica tiene que
admitirlo respecto de Adan, si no quiere explicar su influjo en nuestra salvación o
condenación como un mero decreto externo de la voluntad de Dios (lo que significa no
explicarlo). La fe nos enseña la mediación de Cristo; y está dentro del pensamiento
católico ver una participación de esa mediación en los cargos, en los carismas y en la
intercesión dentro de la Iglesia; e incluso en Israel y en la Humanidad camino de esa
Iglesia. Bajo este aspecto hemos de considerar las palabras de Pablo sobre Abrahán
como nuestro padre en la fe (Gala 3,7; Rom. 4;12), y la afirmación de Juan sobre la fe
de todos, fundada en el testimonio del Bautista (Jn. l,17). Tanto la fe de María, como la
incredulidad de los que rechazaron a Jesús, han dado a nuestra salvación una
determinada forma.

No importa aquí si esta mediación, en su relación con la gracia sobrenatural, es


instrumental o simplemente condicional. Dos hechos bastan: en primer lugar, que todo
contacto, por el que una persona haga partícipe a otra de su interioridad, es un
testimonio de su relación con la gracia; en segundo lugar, que, en virtud de nuestra
propia humanidad y sobre todo de la del Verbo, no hay ninguna infusión de gracia por
parte de Dios, en la que simultáneamente el mundo y los semejantes no desempeñen una
función. Estos dos hechos muestran que la gracia divina va siempre unida a la
mediación humana. Y de ahí se sigue que el rechazar esa gracia (pecado) ejerce un
influjo privativo de gracia sobre el prójimo. Piénsese en los pecados históricos de una
comunidad: racismo, antisemitismo, colonialismo, etc. Así, junto a la voluntad salvífica
de Dios y la historia de salud, el hombre, por su negación pecaminosa, crea una historia
universal de perdición. El pecado del mundo es la cara negativa de la salvación
universal.
PIET SCHOONENBERG

¿Y EL PECADO ORIGINAL?

La doctrina clásica del pecado original recibió su formulación, sobre todo, de Agustín,
basado en la antítesis paulina Adán-Cristo (Rom. S; cfr. Gen. 3). Mi teoría sobre la
comunión en el pecado parece distinta de la clásica. Me baso en tres puntos, respaldados
por la Escritura y la tradición. En lugar del pecado de Adán (Gen. 3), me baso en todo el
pecado de Israel y de la Humanidad; en lugar de la visión paulina del pecado, en la de
"Pecado del Mundo" de Juan; en lugar de Agustín, hay en mi tesis una tendencia más
griega, e incluso pelagiana, aunque creo que he superado su doctrina del mal ejemplo y
la he devuelto con ello a la ortodoxia.

En la doctrina del pecado original se distingue siempre una situación, en la que el


hombre nace y es concebido (peccatum originale originatum) y otra por la que aque lla
situación existe (peccatum originale originans). Llamamos a la primera Pecado original
y a la segunda Caída original. Sobre el estado de pecado original se plantea una
cuestión: ¿puede ese estado (peccatum originale originatum) equipararse al ser-situado
por el pecado de otro hombre, tal como lo he explicado en las anteriores refiexiones?

Estado de pecado original como ser-situado

El pecado original fue descrito en la Iglesia Oriental como "muerte original". La Iglesia
latina dice que todos hemos pecado en Adán (Rom. 5,12, en la Vulgata; y sobre todo,
Agustín). El segundo canon de Cartago (D. 101) y el segundo de Trento (D. 789) hablan
claramente de un pecado y no de un castigo. Ahora bien, hay que considerar dos cosas:
que ya desde Honorio de Antun se hicieron esfuerzos por eliminar el carácter de pena
del destino de los niños que mueren con el pecado original. Se llegó a una falta objetiva
de beatitud sobrenatural, unida incluso a plenitud puramente natural. Esta solución es
muy problemática, pero aclara una cosa: que el pecado original, con relación a sus
consecuencias, no se puede equiparar a un pecado personal. En segundo lugar, esta
diferencia en el pecado mismo fue marcada por el Magisterio (segundo canon de
Cartago; carta de Inocencio III: D. 410). La Teología escolástica lo piensa como un
pecado habitual pero no como hábito activo. Por ello, el pecado original está
ciertamente en nuestra voluntad, pero no es de ella: es "voluntarium non ex voluntate
nostra, sed ex voluntate Adami". Esta formulación, que suena un tanto contradictoria,
dice en el fondo lo mismo que nuestro ser-situado: el pecado original está en nuestra
voluntad, se adhiere a nuestra libertad no por opción personal o propia actitud del
sujeto, sino precisamente en cuanto su libertad es situada por el pecado de otro. Con
ello, llegamos a una igualdad de contenido entre situación pecaminosa y pecado
original.

Antes he bosquejado cómo el pecado de uno significa para otro no sólo interrupción de
la transmisión de normas y valores morales, sino también de una comunicación de
gracia. Además de esto, se hizo notar que ese ser-situado por el pecado de otro no puede
ser sólo de tipo "óntico-existencial", sino también "ontológico-existentivo", que
antecede a nuestras libres opciones y las abarca. Ahora bien, ese ser situado existentivo
debe considerarse como estado de carencia de gracia; lo cual corresponde al "peccatum
originale originatum".
PIET SCHOONENBERG

Sin embargo, en la formulación clásica se considera al pecado original como carencia de


gracia y además, como privación de dones preternaturales. Por ello quiero pasar al
punto siguiente y confrontar la caída original en ambas teorías.

Pecado original como historia

Tanto en mi exposición como en la doctrina clásica se trata de una caída original real e
histórica. Pero mientras para la doctrina clásica es un único hecho pecaminoso de
nuestros primeros padres, para mí es una historia de hechos pecaminosos. Podemos
entonces preguntarnos: la teoría del pecado del mundo ¿completa la doctrina clásica,
añadiendo al de Adán otros pecados?; ¿la modifica internamente, privando al primer
pecado de su peculiar significación?

Nadie ha afirmado claramente, al menos en el ámbito católico, que los pecados de


nuestros semejantes tengan una significación, junto con el de Adán. Sin embargo las
afirmaciones bíblicas en este sentido eran tan fuertes, que ya Agustín apuntó la idea.
Esta tuvo cierta resonancia en la Edad Media; y en Trento se habló de ella, sin
condenarla. Prescindiendo de los detalles, creo posible, e incluso necesario, un influjo
de los pecados de los antepasados sobre el ser-situado de cada hombre, como
consecuencia del pecado original. Tal influjo es evidente, si se considera la Humanidad
como comunidad educadora en lo moral y mediadora general de la gracia. Los que
representan para un hombre su "milieu" de educación, no sólo le ponen en situación de
estar abierto o cerrado a los valores y gracias, sino que también determinan la' situación
existencial en que nacerá.

Así, ese influjo es también necesario. Es más, su necesidad se sigue de una


profundización de la doctrina clásica del pecado original. Según ella, ese influjo de
Adán en sus descendientes se transmite por la generación: "generatione traxerunt" dicen
Agustín, Cartago y Trento. Pero esas palabras pueden significar varias cosas: la
generación puede ser un instrumento directo (vg. cuando uno, por generación, recibe
una enfermedad hereditaria); o bien un instrumento indirecto o condición, por la que
uno nace en una situación histórica, determinada por otras causas (vg. cuando uno es
vienés por nacimiento y no por sangre, por haberse trasladado sus padres a Viena poco
antes de nacer él). Pecado y privación de gracia son determinaciones personales, que no
se pueden transmitir por generación, como instrumento directo. Por ello, el influjo de
Adán en cuanto nos priva de gracia, no tiene un medio eficaz para alcanzarnos, si no es
por el influjo pecaminoso de nuestros inmediatos antepasados. Esto se subraya con el
hecho de que nunca, ha habido un vacío sin gracia. ¿Cómo podría, pues transmitirse la
privación de gracia, desde Adán hasta nosotros, sino por la propia recusación de otros,
que interrumpieran esa transmisión de gracia? Por ello es necesario aclarar el pecado
original, a partir también del de los padres, y completar así la doctrina clásica.

¿Tiene Adán un influjo peculiar?

¿Se modifica, con ello, internamente la doctrina clásica, de modo que un primer pecador
ya no sea de importancia? Cierto que, cronológicamente, uno fue el primero. Pero su
influjo sobre mí ¿es igual o quizás menor que el de mis antepasados?
PIET SCHOONENBERG

Para una tal concepción no es necesario que el primer pecador sea precisamente el
primer hombre. Aquí se enlaza el problema teológico del monogenismo. Este problema
no existió hasta el s. XX. La existenc ia de una primera pareja era un presupuesto, que
estribaba en una visión de la fe. El "origine natum" del canon tercero de Trento sólo
quería acentuar, según Jedin y Smulders, que la unidad del pecado original en todos no
era numérica -a cuyo efecto cada uno tendría su pecado original-, sino que esa unidad se
encuentra sólo en el principio, sin determinar más éste. El Vaticano I preparó un canon,
no promulgado, para defender el monogenismo; pero la preocupación de los PP.
Conciliares era establecer la unidad del ser del hombre para todas las razas; lo cual no se
identifica con la unidad de su origen. La única expresión directa sobre el monogenismo
es la de la Encíclica "Humani generis". Allí (D. 2328) se prohíbe explicar el
poligenismo, según libre opinión; pero no se da como fundamento la incompatibilidad
de poligenismo y pecado original, sino que se dice sólo: no se ve cómo ambos son
compatibles.

Parece más importante que seguir discutiendo fórmulas eclesiásticas el ver con qué
fundamento el dogma del pecado original tenía que incluir la especial significación de
un primer pecador, que muy probablemente tendría que ser padre universal. Dos puntos,
al parecer, lo exigen especialmente: la pérdida de los dones preternaturales y la
universalidad del pecado original. Dos cuestiones se pueden plantear: La pérdida de los
dones preternaturales ¿trae consigo nuestra procedencia de una única pareja?; ¿debe
salir el pecado original de una primera pareja, para situarse en toda la Humanidad?

La primera cuestión depende de cómo se interpreten los dones preternaturales. Si son


una realidad biológicamente concebible, o una determinación estructural de la
naturaleza misma, de modo que ésta haya cambiado tras la caída, hay que unir
procedencia de una sola pareja y pecado original. Pues entonces la generación tiene una
inmediata causalidad en la constitución de esa naturaleza cambiada. Si se demuestra el
monogenismo a partir de una interpretación biológica, o al menos naturalista, de los
dones preternaturales y su pérdida, entonces esa misma concepción es la que no queda
clara.

K. Rahner ha intentado interpretar los dones preternaturales de modo más


antropológico. Para ello, recurre a la relación entre Naturaleza y Persona. Inmortalidad e
integridad no significan que la naturaleza humana estuviera estructurada de otro modo,
en su estado de justicia original, sino que era accesible de otro modo al hombre, como
persona libre. En su situación actual, nuestra naturaleza no puede ser dominada
plenamente desde dentro por nuestra libertad. Así, las tendencias espontáneas, incluso
las espirituales, son orientadas sólo en parte por nuestra libre opción. Pero en el estado
de justicia original eran asumidas plenamente; y el dolor y la muerte no obstaculizaban
ni oscurecían la decisión personal.

Esta tesis nos permite relacionar mejor los dones preternaturales con la donación de
gracia y el pecado como hecho personal. Un punto queda, sin embargo, oscuro: ¿dónde
está el origen de la distinta relación naturaleza-persona, antes y después de la caída? Si
se pone en el ser mismo del hombre, surgen dificultades contra esa forma más elevada
de ser, propia del comienzo, que se ha perdido con el pecado y que no se recupera en
esta vida con la gracia. Por ello hay que poner ese origen en la Gracia misma. Esta es
siempre personalizante y unificadora. No sólo realiza una mayor unión con Dios, sino
también con los semejantes, el mundo y consigo mismo. Pero esto lo realiza la gracia,
PIET SCHOONENBERG

mientras el pecado no se opone a su influjo. Sería posible re construir, desde aquí, una
teología de los dones preternaturales y su pérdida, pues esos dones están presentes, en la
medida en que lo está la gracia. Se perderán cada vez más, cuanto más se pierda ésta; y
son nuevamente otorgados con cada gracia salvífica. Pero entonces, no hay diferencia
bajo este aspecto entre el influjo de un primer pecado y el de otro cualquiera posterior a
él; y esta razón hace supérfluo admitir un primer padre como autor de nuestro pecado
original.

Hay que aclarar una segunda cuestión: ¿hay en esa caída una razón suficiente para la
universalidad del pecado original? Si la caída original no se consuma en un único
pecado cualificado, sino en toda una historia, entonces parece posible que la Redención
de Cristo, en una historia de fe, esperanza y amor, tome posesión de un determinado
medio, de modo que en él los hombres comiencen su existencia en una abertura a la
vida de gracia; y; por consiguiente, "concebidos sin pecado original". ¿Está esto
excluido por el Dogma? La universalidad del pecado original es siempre una
universalidad después de la caída; de modo, que, si es posible que esa caída se consume
en una historia, se da con ella la posibilidad de una progresiva universalización del
estado de pecado original. En esa caída podría, pues, haber habido más hombres
"concebidos sin pecado"; no en el sentido en que la Iglesia lo reconoce de María (como
don de la Redención), sino como se dice de Adán y Eva: como justicia original. Por otro
lado; la Iglesia sostiene que, incluso a los hijos de padres cristianos sólo se les libra del
pecado original por el bautismo, y no en virtud del medio cristiano en que nacen. Así,
pues, parece un hecho la existencia de un determinado pecado cualificado y una
situación, que es irreversible no sólo para la Humanidad como un todo; sino también
para cada hombre. Los defensores de la doctrina clásica encontrarán aquí un argumento
en favor del influjo peculiar del pecado de una primera pareja. Pero este argumento
pierde mucha fuerza si se piensa que, inmediatamente después de Adán, la gracia
redentora se posesiona nuevamente del hombre; y que el ser-situado por el pecado
original no sólo se transmite por la generación, sino también por medio de la
Humanidad como comunidad de educación. Por ello, quizás se pueda explicar la
universalidad del pecado original por otro camino.

En anteriores estudios buscaba una aclaración a partir de la opción histórica por la que
Cristo fue rechazado. Me impresionaba que Romano Guardini la llamara el segundo
pecado original. Por ello estructuré la hipótesis de que el repudio de Cristo había
perdido definitivamente para el hombre la comunicación de gracia, pues había
expulsado del mundo no sólo la gracia, sino su fuente misma. Pero esto sigue siendo
para mí una hipótesis. Si no se mira el ser-situado por el pecado original en los recién
nacidos, sino en toda la existencia del hombre, entonces ya se da la universalidad del
pecado original en el hecho de que todo hombre, puesto que el pecado entró en el
mundo, se halla de alguna manera enfrentado a él. Esto concuerda con que muchos
Padres predicasen el bautismo como prevención contra las tentaciones futuras. En esta
visión, la Inmaculada Concepción de María sería igual a la gracia por la que fue
preservada de todo hecho pecaminoso. Puede explicar también, más fácilmente que la
referencia al repudio de Cristo, la universalidad del pecado original. Ambos puntos
manifiestan que muchos aspectos de mi nueva visión quedan todavía oscuros.

Aunque alguna vez se aclaren, el pecado original sigue siendo un misterio. Es el aspecto
oscuro del misterio de la salvación gratuita de Dios para todo el Mundo; el NO del
hombre y su significación para sus semejantes. Si miramos la Redención, el pecado
PIET SCHOONENBERG

original o pecado del mundo sigue siendo una realidad. Sólo que es siempre una media
realidad, una cara de nuestro ser-situado. El hombre, desde el comienzo de su vida, está
situado por la caída original y por la Redención, por "Adán" y por Cristo. Y así como el
pecado original dice pertenencia a la Humanidad pecadora, así también el bautismo -un
bautismo que se hace pleno por la educación cristiana y los sacramentos- expresa la
acogida en la comunidad de salud que es la Iglesia de Cristo.

Tradujo y condensó: ANDRÉS BARCALA


JEAN BEYER, S. J.

EL PORVENIR DE LOS INSTITUTOS SECULARES


Con la aparición de los institutos seculares se ha creado en la Iglesia una nueva forma
de vida consagrada y de acción apostólica en el mundo Semejante vocación no ha sido
plenamente aceptada en muchos sectores eclesiásticos, quizá por falta de una justa
comprensión de la importancia actual de un apostolado verdaderamente secular.

L’Avenir des Instituts Séculiers, Gregorianum, 46 (1965) 545-594

Los institutos seculares son objeto de frecuentes críticas y oposiciones. Por no ser bien
comprendidos -su discreción apostólica ha influido en ello- y porque la crítica
acompaña siempre a toda obra nueva. Pero también porque no siempre ha estado la
Iglesia preparada para recibir los carismas que, siendo obra del Espíritu, sobrepasan con
frecuencia la simple prudencia humana y no encajan en las estructuras más tradicionales
de la Iglesia. Son muchas- las instituciones que, fundadas como respuesta a las
necesidades de un tiempo concreto y destinadas a remediar ciertos abusos
característicos, se han desviado de su verdadero carisma por no haber acertado su
inserción en un mundo poco inclinado a recibir el mensaje evangélico. Y no han
acertado precisamente porque su carisma ha encontrado dificultades para realizarse
como tal.

Dificultades ordinarias

La legislación vigente es uno de los obstáculos con que han tropezado estas nuevas
instituciones. Esta legislación olvida incluir, entre los posibles modos de vida
consagrada, el que proponen los fundadores de los institutos seculares, debido quizás a
una mentalidad demasiado rígida y tradicional que fácilmente se cree intocable. Y si es
verdad que la Iglesia ha aprobado esta nueva forma de vida consagrada, también es
cierto, que dicha aprobación depende de hombres a quienes, muchas veces, se les escapa
la riqueza interna de esta vocación secular y que, con su mejor voluntad, modifican los
estatutos presentados a su aprobación según su propio punto de vista: codificando lo que
son experiencias vivas y espléndidas, condicionándolas a una doctrina teológica común,
eso sí, pero carente de las más urgentes adaptaciones.

La ignorancia, por parte de muchos religiosos y sacerdotes, de lo esencial de esta


vocación plenamente secular ha contribuido también a devaluar su riqueza. Los decretos
conciliares son el comienzo de una verdadera valoración de esta renovadora presencia
de la Iglesia en el mundo. Esperemos que se llegue, así, a su total reconocimiento, en
una íntegra aceptación de su espíritu carismático.

El magnetismo del claustro, en fin y sobre todo, ha motivado el empobrecimiento de


esta intuición carismática de los institutos seculares. Durante muchos siglos la vida
consagrada ha sido monástica -cenobitismo benedictino, por ejemplo, en occidente-,
pero la cristiandad, con el tiempo, ha olvidado que el origen de este estado de vida se
insertaba en medio del mundo y en íntimo contacto con el ambiente familiar y social,
con sencillez y como centro de la comunidad eclesial. El desconocimiento de este
origen de la vida monástica ha motivado el que se juzgase como opuesta a la ascética
tradicional la nueva forma de vida secular. No sólo las órdenes y Congregaciones
religiosas han sufrido dicho magnetismo del claustro, sino también muchos de los
JEAN BEYER, S. J.

Institutos seculares. Para evitar este peligro, serán útiles algunas reflexiones acerca del
ideal de la vida consagrada en el mundo y por el mundo.

LA SECULARIDAD, COMO PRINCIPIO FUNDAMENTAL

Vivir en pleno mundo, insertándose en todos sus estratos, consagrándose a una labor
callada y a un apostolado de presencia y penetración: he ahí el ideal de los institutos
seculares, del que también deben participar todas las demás asociaciones de perfección
y apostolado. Semejante proyección secular será de gran utilidad a todos los institutos
que se están formando y á las órdenes y congregaciones apostólicas que deseen revisar
sus estatutos y constituciones para una mejor comprensión de su propio carisma y para
una acertada realización de la intuición primera de sus fundadores. Revisión que, por lo
demás, ayudará a descubrir las causas que han favorecido la paralización de la vida
religiosa apostólica, que no ha de ser solamente atribuida al influjo del mundo moderno
o a las rápidas transformaciones que modifican día a día nuestra vida y cultura.

El principio carismático de los institutos seculares

Pío XII, en su Motu propio Primo feliciter de 1948, ha venido a ser el animador oficial
de los institutos seculares, orientando sus esfuerzos, según el ideal característico de los
mismos. Se ha dado en llamar a este documento la regula de los institutos, siendo así
que debemos reconocer en él, más que una regla, el principio carismático que deberá
animar a todas las reglas y constituciones de los institutos seculares. En efecto: Pío XII
define su ideal de vida como "una presencia en el mundo, una acción sobre él y por los
mismos medios del mundo". Y atribuye -como algo esencial y fundamental- este trabajo
secular al esfuerzo apostólico del laicado: "Toda la vida de los miembros de los
institutos seculares, consagrados a Dios por el hecho de profesar la perfección, debe
convertirse en un apostolado... ejercido fielmente no sólo en el mundo sino también, por
así decirlo, por medio del mundo; por consiguiente, a través del ambiente profesional y
bajo cualquier forma de actividad, en lugares y circunstancias que respondan a dicha
condición secular".

Muchos institutos han sido, sin embargo, aprobados como institutos seculares sin que
hayan alcanzado todavía su madura secularización apostólica. Sus miembros más
jóvenes han creido, en un principio, poder vivir esta vocación, consagrada a un
apostolado laical de presencia y penetración, pero han advertido luego la imposibilidad
de realizarla. De ahí, las tensiones entre responsables y miembros más jóvenes, las
dudas con respecto al camino a seguir: o tradición o reforma (caracterizada esta última
por el deseo de una profunda revisión de las estructuras). Para llegar a una solución será
preciso, pues, recoger las experiencias reales que se han llevado a cabo por parte de
quienes viven una secularización plenamente apostólica.

Por nuestra parte, queremos ahora recoger aquellas notas características del apostolado
secular que el P. A. Gemelli o.f.m. exponía en un escrito presentado a Pío XII, ya que su
Motu propio se inspiró fundamentalmente en él. El texto original -que buscaba definir el
nuevo género de vida apostólico, a partir de una comparación entre vida religiosa y
secular- fue considerado por teólogos y canonistas como sospechoso doctrinalmente e
irrealizable en la práctica, retardando así la eclosión de la vida consagrada secular. Esta,
JEAN BEYER, S. J.

con todo, ha seguido madurando en profundidad, en experiencias y en número de


cristianos comprometidos.

Notas características de la secularidad apostólica

La presencia en el mundo es el rasgo esencial que distingue a los institutos de


apostolado secular de cualquier tipo de vida religiosa, consagrada a Dios por medio de
un alejamiento material del mundo. El instituto secular, para vivir su vocación, no
menos radicalmente consagrada a Dios, sólo en espíritu se desprende del mundo: no
debe, pues, romper las relaciones familiares y sociales, ni desentenderse de los intereses
y realidades mundanas. Esta forma de vida -reproducción de lo que San Vicente de Paúl
proponía a sus hijas- ha de tener por claustro cua lesquiera lugares en los que pueda
realizar la caridad o amor cristiano.

Ninguna diferenciación externa de actividad respecto a las actividades del mundo ha de


sustituir, por lo mismo, el carácter de discreción de los institutos seculares, que
enriquecen dichas actividades con un espíritu nuevo apostólico. Actividad y apostolado
que, hoy por hoy, parecen patrimonio exclusivo de estos, institutos, ya que son
irrealizables dentro del encuadre actual de la vida religiosa o quasi-religiosa.

La independencia de la actividad propia de cada miembro con respecto a sus superiores


es, también, otro rasgo fundamental del apostolado secular. No se niega, con ello, a los
dirigentes o responsables del instituto el derecho de destinar o retener en alguna
determinada actividad profesional a sus súbditos, ni tampoco la posibilidad de enviarles
a que la ejerzan en cualquier medio social, para una realización más eficaz de su
apostolado. Pero es a cada uno de los miembros a quien toca, como fin específico de su
vocación, la responsabilidad fáctica de dicha actividad profesional personal.
Independencia que no está exenta del mérito de la obediencia propiamente consagrada,
y que además tiene la ventaja de no convertir a quienes la viven en extraños al mundo.
Acaso éste sería el punto más característico y -digamos incluso- revolucionario de las
nuevas formas de vida consagrada: en los institutos religiosos o quasi-religiosos la
actividad colectiva y diferenciada polariza la consagración a Dios de sus miembros,
siendo así que ahora esta actividad es personal e indiferenciada (aunque pueda ser
inicialmente determinada o meramente confirmada por los superiores).

Realizaciones concretas

La secularidad, como principio carismático; ha sido comprendida y realizada ya por


algunos institutos seculares. Aunque, hay que reconocerlo, no por muchos.
Recogeremos aquí algunas de las ideas contenidas en los textos de unos cuantos
estatutos, aceptados por la Santa Sede al aprobar los correspondientes institutos que los
presentaban. (1)

"El carácter esencial del instituto es la secularidad, entendida no sólo como exclusión de
la vida religiosa canónica, sino ante todo como inserción en el mundo, por la que cada
miembro llevará el testimonio de Cristo... Profesando en el mundo la perfección
cristiana, adaptándola a la vida secular en todo lo que es lícito y compatible con los
deberes y práctica de dicha perfección. Sean cuales sean su ambiente familiar y social,
JEAN BEYER, S. J.

su modo de vida, su actividad profesional y apostólica, hará que su vida exterior sea
uniforme con la vida ordinaria de los laicos... Abierto a lo sobrenatural y a la
comprensión de todos los valores y problemas humanos, evitará todo lo que, en su vida
exterior y en su actitud interior, pueda separarle de la vida y necesidades de sus
hermanos. Ejercerá su apostolado no sólo en el mundo sino también por los medios del
mundo... haciéndose plenamente conforme a sus hermanos -excepto en el pecado- y
ayudándoles a ver y resolver todas las cosas según Jesucristo. Los responsables han de
inspirarse en estos presupuestos... tanto para aportar una formación espiritual, moral,
intelectual y específica a los miembros del instituto, como para darles cualquier
directiva o para tomar cualquier decisión".

"El primer deber de los miembros del instituto es el apostolado de presencia y


penetración. Por ello viven aislados, aun estando unidos por una fraternidad profunda...
Por su presencia en el mundo y su competencia profesional, gracias a los contactos de
amistad y relación, dan testimonio de caridad cristiana... conformando su tren de vida
exterior al de los laicos con quienes viven... En esta secularidad se encuentra toda la
razón de ser del Instituto.. . Cada uno de sus miembros verá, a la luz de la fe, la acción
incesante del Espíritu Santo que restaura y renueva la faz de la tierra".

"A ejemplo de Jesús, nuestro apostolado será de inserción y penetración, por el deber de
estado, la competencia profesional, la vida cristiana militante... No es contrario al
espíritu del instituto colaborar en obras no confesionales de inspiración cristiana o
ejercer un trabajo profesional en un medio no-cristiano. El Instituto no toma iniciativa
alguna de apostolado organizado... Los miembros no están obligados a hacer apostolado
directo: su deber primero es ser levadura en la masa. . . Su apostolado será tanto más
fecundo cuanto más renuncie a actividades organizadas y a influencias demasiado
humanas".

"Lejos de encontrar en su consagración y en el voto de castidad, que sella su pertenencia


a Cristo, una barrera que los separe de la vida de los demás, han de verse más bien
consagrados a esta vida con sus exigencias y posibilidades... El respeto de la voluntad
de Dios sobre cada uno de los miembros es un principio fundamental del Instituto: los
responsables, pues, jamás deberán olvidar esto en la formación de quienes les son
confiados... Por su manera de ser, de hablar y de actuar, serán en medio del mundo -con
obras y en verdad- apóstoles de su fe... preocupándose especialmente por vivir la
caridad, que es la señal por la que serán reconocidos los discípulos del Señor. Y darán
también el testimonio de la alegría... Aportarán en sus trabajos toda técnica humana y la
más perfecta organización posible, no permitiendo -por amor del Señor- que los hijos de
las tinieblas manifiesten mayor inteligencia en sus obras".

Vocación a una vida consagrada en el mundo

Inspirados en el Evangelio y en la doctrina de la Iglesia, los textos precedentes realizan


la peculiaridad -reconocida por Pío XII- de una vida consagrada en el mundo, queriendo
mantenerse fieles a ella. En la realidad, la vocación a este tipo de vida es una llamada de
Dios a quien se encuentra ya en plena acción, sin exigirle que renuncie a su profesión,
ambiente, género de vida o ámbito social. La inserción en el mundo, para el cristiano
pues, ha tenido lugar antes de esta vocación: de ahí que ésta quiera ser una influencia en
el propio ambiente natural. Se trata de entregarse a Dios por la entrega a los demás:
JEAN BEYER, S. J.

ambos aspectos de la caridad están tan íntimamente unidos que no ha de sorprender sea
la entrega a los otros la que lleve a una total entrega a Dios.

Muchos jóvenes sienten la necesidad de una mayor entrega al apostolado, conscientes a


la vez de no poseer una vocación a la vida religiosa. Las instituciones cenobíticas y
conventuale s no les atraen, pues les parece que ponen barreras a un apostolado de
inserción y presencia en el mundo. A veces, sin embargo, estos candidatos aparecen
como un peligro para el instituto que los acoge. Para subsanar un posible haberles
faltado vivir una experiencia cristiana en su propio ambiente, hay institutos que intentan
darles una formación adecuada antes de lanzarlos a la acción. Tal formación -se dice-
les ayudará a ver el ambiente más apropiado en el que puedan ser "colocados". Ahora
bien: semejante actitud denota, por parte de los responsables, una voluntad de acción y
un programa preestablecidos; y un instituto plenamente secular puede muy bien evitar
ambas cosas. Late, en el fondo, un deseo de dirección personal en la vida particular de
cada miembro, deseo que es más propio de las tradicionales instituciones religiosas que
de un instituto cuyo carisma es esencialmente secular...

El instituto secular debe adoptar una actitud más sencilla, dejar hacer a la Gracia: no ha
de reclutar, sino que se limita a informar, a dar a conocer su existencia, su "servicio"; no
ha de proclamar tampoco quiénes son sus miembros. Ha de ser un intermediario entre
Dios, que llama, y el hombre, que permanece en su trabajo. No es un cuerpo organizado
o institucionalizado para tomar a su cargo a toda la persona, sino que más bien renuncia
a exigir de sus miembros una dedicación al instituto y a sus obras. En esto difiere de la
vocación religiosa. Y ésta no puede pretender un monopolio sobre los posibles tipos de
vida consagrada, excluyendo otros nuevos.

Indicios de una vocación secular

La personalidad definida de cada uno de los miembros de un instituto es, pues, la


garantía más segura de una verdadera vocación secular. Sólo así es capaz de aceptar el
candidato, en la soledad interior, una vocación a la caridad perfecta y de tomar sus
propias responsabilidades personales en vistas a un apostolado discreto y adaptado a un
ambiente concreto. No todos los ambientes son iguales: unos exigen lucha incesante y
enfrentamiento cada ve z más duro, otros, en cambio, son más sensibles a una presencia
humilde y pacífica. Los criterios, pues, de acción apostólica derivan de cada ambiente,
en el cual precisamente se ha dado la vocación del individuo concreto.

El deseo de un apostolado de presencia en el mundo, en el propio ambiente, es


asimismo otro rasgo fundamental de la vocación secular. Deseo de permanecer junto a
aquellos con quienes se ha trabajado y vivido, antes de ser llamado uno por Dios, para
unirlos más a El, viviendo entre ellos la entrega total al Señor. Trabajar como trabajan
los de más, induciéndoles con el ejemplo a llevar una auténtica vida cristiana en el
propio ambiente. Cumplir fielmente las responsabilidades humanas, cívicas y religiosas.
Vivir abierto a los esfuerzos científicos, técnicos y culturales, para referirlos a Dios
mismo.

La consecratio mundi ha de constituir, pues, la orientación de la actividad de quien es


llamado a una vida consagrada en el mundo. Es su fin último, igual que lo es de la
Iglesia, transmisora del Espíritu de Dios a todo lo creado. No se trata de un esfuerzo por
JEAN BEYER, S. J.

liberar al mundo de todo pecado o defecto, sino precisamente de asumir al hombre real
y a toda la creación en el Misterio de la Redención de Cristo, viviéndolo de verdad y
aceptando la Cruz como signo único de salvación. Se trata de insertar la realidad en la
realidad de Cristo -que sobrepasa a aquélla-, se trata de algo más que un simple cambio
de mentalidad o una influencia cristiana en la opinión y estructuras del mundo. Son
muchos los laicos que se limitan a tareas profanas y temporales, siendo así que el
mundo entero, santificado y redimido por Cristo, siente la necesidad de una
consagración de su misma profanidad, vivida por los cristianos en unión con el Misterio
de la Cruz, para alcanzar en el "medio divino", del que se origina, el sentido y la
plenitud. Y esto es lo que se exige a los laicos consagrados en el mundo.

La unión con Dios es, por tanto, otro rasgo inherente a semejante vocación. Se exige,
así, la renuncia interior para ser fieles a Dios y para vivir la consagración total a El por
medio de una entrega sin reserva a los demás, a pesar de dificultades y circunstancias.
Unión con Dios siempre mayor, por medio del apostolado; y en una vida de oración que
verifique aquella consagración del mundo a Dios, realizada por Cristo y presente cada
día en la Acción Eucarística. En la Eucaristía es donde debe centrarse precisamente toda
vida consagrada, y en particular la vocación secular que debe realizar la presencia de
Cristo en medio de las realidades mundanas. La oración debe adaptarse a la propia vida,
como algo personal y espiritual. Será más intensa y frecuente cuando el testimonio que
se ha de dar sea más difícil.

La formación en los institutos seculares

La importancia de una vocación semejante -sobre todo en nuestro tiempo, cuando el


Concilio ha proclamado la necesidad de diálogo auténtico entre mundo e Iglesia- y las
exigencias que comporta, piden en los miembros de' los institutos seculares una
formación adecuada, que nunca deberá olvidar el carácter secular de dicha vocación.

Esta formación no es sólo una formación en el mundo, sino a partir del mundo, en
medio de el, actuando ya sobre él. Así, las dificultades reales de un apostolado eficaz
darán lugar a un diálogo personal entre los dirigentes y los miembros del instituto: un
diálogo sobre los verdaderos problemas vitales, de un concreto ambiente profesional
que debe recibir un determinado testimonio cristiano. Ninguna formación eremítica o
conventual puede, pues, aportar semejante aprendizaje. Al novicio se le ayuda a
salvaguardar los peligros y dificultades de la vida de claustro; al que ha recibido una
vocación secular se le debe acompañar y ayudar en una acción de presencia en el
mundo.

Esta formación personal, de diálogo vivo, evita los peligros inherentes a la formación
masiva o colectiva: peligro, por ejemplo, de someter a una misma disciplina intelectual
y práctica a personas que difieren entre sí por su edad, educación y ambiente familiar o
social. La formación colectiva impide al superior seguir el ritmo propio de cada
miembro, y ayuda en cambio a una despersonalización cada vez más acentuada, a juzgar
por la sobrecarga de controles -poco aptos para crear un ambiente de confianza- y por el
aspecto excesivamente didáctico de las normas, en contraste con la edad y
responsabilidades que ejercen ya los miembros del instituto.
JEAN BEYER, S. J.

ALGUNOS PROBLEMAS DE LOS INSTITUTOS SECULARES

Tres objeciones

Una forma de vida consagrada, tal como ha sido presentada, supone en los miembros
una vida de familia normal, limitándose el instituto correspondiente a ofrecerles
elementos suficientes para su formación y dirección personales. Este régimen, al menos,
parece muy adaptado a la vida del mundo: ya hemos dicho que la secularidad era el
principio carismático de tales institutos. Con todo -se dirá-, la mayoría de ellos no
ofrece una simplificación semejante en sus estructuras. Notemos, sin embargo, que
muchos institutos han sido fundados por personas que parecían tener al principio una
seria vocació n monástica y religiosa. Diversos condicionamientos han podido modificar
luego dicha intención primera, aunque ésta no ha dejado de traslucirse en la realización
definitiva. Cuando hablamos, pues, de la vocación secular, nos referimos a ésta en su
sentido pleno. Realizaciones excepcionales no contradicen ni desvirtúan lo que es, en sí,
semejante vocación secular.

La vida comunitaria - y, por lo tanto, la formación colectiva- facilitan mayores


contactos, encuentros más frecuentes entre responsables y súbditos. De ahí que muchos
institutos procuren para sus miembros un clima más cercano al comunitario, aunque no
tan propio de quien vive en medio del mundo. Respondamos a esto que no parece ésta la
única solución a los peligros de aislamiento, ya que comporta notables inconvenientes.
Encuentros periódicos y algún retiro anual pueden solventarla perfectamente, siempre
que no se comprometa la discreción necesaria, evitando llamar la atención que despierta
siempre una reunión de personas. Los miembros, por lo demás, viviendo en el mundo y
en su ambiente concreto no pueden caer en aislamiento alguno.

Se ha presentado la vocación secular como el medio más apto para ejercer un eficaz
apostolado laical. Se puede objetar, pues, que esto supone poner en cuestión o insinuar
la insuficiencia de la pastoral ordinaria de la Iglesia y de la santidad del laicado
cristiano. Responderemos que el laicado tiene necesidad de la presencia de cristianos,
formados y sostenidos por una institución aprobada y dirigida por la Iglesia. El hecho,
por lo demás, de que los que viven su consagración en el mundo acepten explícitamente
y vivan personalmente el Misterio de la Cruz y de la Redención -como decíamos antes-
no significa necesariamente que esta vocación asegure una unión más profunda con el
Señor que aquella que puedan tener los simples fieles. Esta vocación es el testimonio,
llamémoslo institucional, de la presencia de Dios en el mundo y de la vigencia en éste
de los consejos evangélicos.

El problema de las estructuras

Se ha aludido ya anteriormente al problema de las estructuras. Con ello, no sólo nos


referimos al modo externo de regirse el instituto (aspecto administrativo y jurídico, por
ejemplo), sino y sobre todo a las estructuras que se imponen sobre las personas, como
son ciertas exigencias de vida espiritual, y que fácilmente crean una tensión en los
miembros entre lo ordenado por los estatutos y lo exigido por su apostolado y vida real:
sobre todo, cuando ésta comporta una complejidad de relaciones familiares, sociales y
profesionales, incompatibles con ordenanzas propias de una vida regular y religiosa. Es,
pues, éste el problema de la obligatoriedad de los estatutos.
JEAN BEYER, S. J.

Algunos institutos han optado por dar a sus normas un carácter meramente directivo,
más que preceptivo: pues, aunq ue sólo sea mínima, cualquier obligación "regular"
puede obstaculizar el apostolado de presencia en un ambiente que desconoce la
consagración particular de la persona. Otras asociaciones, cuya fórmula no permite esta
interpretación, piden las necesarias dispensas a la Santa Sede. Los superiores, con un
sano deseo de adaptación, proponen otras veces a las Asambleas del instituto las
reformas convenientes. Sin embargo, excesivos cambios y dispensas, ¿no son señal
evidente de escasa adaptación de los estatutos a una vida consagrada en el mundo?

Hay institutos que hallan en San Ignacio de Loyola la norma ideal de una vida secular,
ya que los dos principios básicos de su espiritualidad parecen ser la adaptación al
ambiente y la discreción de espíritus. Cuando ciertas prescripciones no pueden ser
practicadas, en el mismo San Ignacio se encuentra el consejo de no inquietarse,
buscando otros medios para el fin pretendido, guiándose no por temores a desobediencia
sino por la alegría de buscar siempre "la mayor gloria de Dios", sugiriendo a los
superiores una plena flexibilidad, en su deseo decidido de mantener a los suyos en un
espíritu de incesante adaptación, según la prudencia humana y -sobre todo- según la
moción del Espíritu, que ayuda a interpretar los signos de los tiempos, en el diálogo
entre súbditos y superiores.

Los responsables de los institutos han de obrar según el espíritu de su vocación,


radicalmente secular, que no consiste en organizar obras propias sino más bien en
facilitar la eficacia de un apostolado de presencia en los diversos ambientes del mundo,
por medio de una vida profesional, autónoma desde el punto de vista civil. El
responsable ha de estar al servicio del súbdito, sin entrometerse en lo que sólo a éste
compete: más que determinar su trabajó o apostolado, deberá ayudarle a mantenerle en
su propio ambiente en la plena fidelidad a su vocación.

Según esto, muchos institutos se han liberado de un gobierno excesivamente


complicado (a la vez que de los obstáculos de una vida comunitaria y administrativa).
Se han ahorrado, asimismo, los grandes edificios y los espaciosos locales, que son
generalmente un estorbo a un apostolado cuyo carácter esencial es el de la discreción y
no publicidad oficial. Y se ha logrado, en fin, una práctica actual de la pobreza, liberada
de las complejidades de una vida comunitaria.

Necesidad de comprender el espíritu de la secularidad

La incomprensión es la dificultad más decisiva con que topan los institutos seculares.
Ya hemos hablado de las corrientes que se dan en la misma Iglesia, que no comprenden
la importancia y necesidad de una vocación consagrada, vivida realmente en pleno
mundo. Muchos formadores de futuros sacerdotes olvidan preparara éstos en vistas a
una dirección acertada de quienes se sienten llamados a un apostolado de inserción en el
mundo. La Jerarquía apenas conoce el fin auténtico de dichos institutos, y el clero no
puede decir con exactitud cuáles son su espíritu y misión peculiares. Podríamos decir
que el juicio formado acerca de éstos ha sido un juicio enteramente apriorístico. La
secularización del apostolado ha planteado un problema teológico, cuya solución
depende de la recta comprensión de la misión de la secularidad, cuyo sentido no puede
ser desfigurado desde perspectivas monásticas o de vida religiosa tradicional. Se
requiere profundizar en el Misterio cristiano, recordando la parábola de la levadura en la
JEAN BEYER, S. J.

masa: la Iglesia no puede limitarse a ser un testigo de lo sobrenatural, permaneciendo


como apartada del mundo; consciente de su cometido en el mismo mundo, ha de
encarnarse en todos los estratos de la sociedad humana. Y hay estratos en los que sólo el
testimonio de simple presencia puede conseguirlo.

Éste es, precisamente, el cometido de los institutos seculares. No pidamos síntesis


teológicas precipitadas. Dejemos lugar a la búsqueda: el dinamismo es el único camino
que permitirá alguna vez síntesis semejantes. Inmersos en la vida, los institutos
procurarán amoldarse a ambientes y circunstancias, revisando siempre sus actividades
para mantenerse fieles a su misión. La consagración a Dios es, antes que una síntesis
doctrinal, una gracia, un carisma lleno de fuerza, un signo del Espíritu hoy.

PORVENIR DE LOS INSTITUTOS SECULARES

Son ya cerca de ochenta los Institutos aprobados por la Iglesia en los últimos tiempos:
de ellos, unos veinte son de derecho pontificio. Cifras que son indicio de la importancia
del movimiento secular. Algunos institutos superan los tres mil miembros, otros se
acercan a la mitad. No es posible, pues, ignorar su presencia ni olvidar la influencia que
pueden ejercer en la renovación iniciada por el Concilio, con vistas al diálogo serio que
la Iglesia quiere establecer con el mundo moderno.

Hemos intentado descubrir la peculiaridad carismática, con todas sus exigencias, de la


secularidad institucional y apostólica. Es necesario, además, entrever el significado de
su acción dentro del plan de la Redención. En el futuro, y en la fidelidad a su espíritu, la
misión de los institutos seculares se prolongará como acción discreta, profunda y eficaz.
Su consagración peculiar, vivida en cualquier ambiente, descubrirá nuevas formas de
practicar los consejos evangélicos, manifestando la riqueza dinámica del cristianismo.
Aprobadas por la Jerarquía, estas asociaciones laicas se entregarán plenamente al
mundo, sin tener que presentarse en virtud de un mandato eclesial, lo que limitaría su
acción y comprometería su discreción. La Iglesia misma ha aprobado este estilo. Su
vitalidad responderá un día al problema teológico de la secularidad del apostolado y al
de sus estructuras. Sólo manteniéndose verdaderamente "secular" podrá alcanzar en el
futuro. una secularidad plena. Se manifestará, entonces, la importancia de su paciente
esfuerzo, y su espera resplandecerá con el brillo de una presencia auténticamente
apostólica y cristiana.

Notas:
1
El autor lo hace detenidamente; nosotros, en cambio, recogemos lo más destacado. (N.
el T.).

Tradujo y condensó: VICTOR DE VILLASANTE


ZOLTÁN ALSZEGHY - MAURIZIO FLICK

EL PECADO ORIGINAL Y EL EVOLUCIONISMO


Uno de los más importantes problemas de la teología actual consiste en descubrir si el
mensaje revelado se puede expresar a través de una concepción evolucionista del
mundo. Los autores de este artículo, después de estudiar las exigencias del dogma y los
postulados del evolucionismo, proponen una explicación en que el dogma del pecado
original sería conciliable con cierto origen poligenético del hombre. La hipótesis que
presentan es sumamente original y sugerente.

Il peccato originale in prospectiva evoluzionistica, Gregorianum, 47 (1966) 201-255

Desde que la teología católica ha aceptado la posibilidad de un origen evolucionista del


genero humano, se impone repensar la clásica doctrina sobre el "pecado original
originante". Hasta ahora se admitía como evidente el principio "en el orden natural, lo
perfecto precede a lo imperfecto". Pero si suponemos, por el contrario, que la
humanidad ha surgido a través de formas inferiores de vida, una incógnita envuelve el
drama del Paraíso. Se pregunta hoy a la teología cuál es su posición ante el dogma del
"pecado original originado" y ante la figura de Adán.

EL PROBLEMA EN LA TEOLOGÍA CONTEMPORÁNEA

Después de la encíclica Humani generis, el problema se centra en (descubrir si es


posible) la posibilidad de conciliar el dogma del pecado original con el poligenismo.
Supuesto el carácter y las expresiones de dicha encíclica (D 2326-2328) algunos
teólogos defienden que la encíclica se limita a declarar que por ahora no se ha
encontrado la forma de conciliar el poligenismo con el pecado original. Los mismos
teólogos que defienden el monogenismo, se limitan a afirmar que es probable su
inclusión en la doctrina del pecado original. Por otro lado hay consentimiento en admitir
la debilidad de los argumentos fundados en la Escritura y en el concilio de Trento en
favor del monogenismo. También hay quienes creen con "optimismo" en la posibilidad
de elaborar una teología del pecado original sin la figura "familiar pero tan
problemática" de Adán, identificando el pecado original originante con el "pecado del
mundo", es decir, con el conjunto de los pecados personales de los hombres.

Esta tendencia a prescindir de la historia del Paraíso como explicación del pecado
original, se debe a una distinta concepción del evolucionismo. Hasta hace poco, se
entendía por evolucionismo "la teoría que defiende la derivación genética natural de las
formas de vida más completas y perfectas a partir de las formas más elementales".

Para resolver el conflicto entre fe y ciencia, distinguían algunos en la narración del


Paraíso, entre forma literaria y núcleo histórico; solamente éste, en el que se incluía a
Adán como persona singular y progenitor de todos los hombres, correspondería a una
exigencia del dogma. Sin embargo, hoy no aparece claro que la persona individual de
Adán, con todas sus prerrogativas, pertenezca a dicho núcleo, pues se suele defender
una concepción más amplia de la evolución. Se la considera como una ley cósmica por
la cual se habría formado sucesivamente el sistema solar, las especies químicas, los
seres vivientes, los hombres y las instituciones sociales. En una concepción teísta del
mundo equivale a "una visión fenoménica y temporal de una acción transfenoménica, es
decir, de la creación divina".
ZOLTÁN ALSZEGHY - MAURIZIO FLICK

La evolución aparece, por tanto, estrechamente conexa con la analogía de los seres. Los
diversos grados de perfección, hasta ahora estratos de un sistema fijo, son fases de un
todo que está en marcha y cuyo término será él desarrollo de la humanidad y, para los
católicos, la plenitud de la vida de la gracia. Lo sobrenatural sería, pues, como algo
intrínseco a la evolución y su grado supremo.

En esta visión total del mundo, es difícil encuadrar la concepción de la teología clásica
sobre el origen de la humanidad. Si toda la evolución está ordenada a llevar
progresivamente al hombre a la plenitud de la vida sobrenatural, no se explica el por qué
del salto al excepcional estado inicial del hombre.

Por todo esto, el teólogo de hoy toma una nueva actitud; intenta determinar hasta qué
punto el mensaje cristiano se puede expresar por medio de una concepción evolucionista
del mundo y estudia cómo se puede armonizar la fe en el dogma del pecado original con
esta nueva visión del mundo que es patrimonio común de la cultura contemporánea. No
se trata sólo de un problema especulativo, sino que corresponde a una verdadera
necesidad de tipo kerygmático. El cristiano no debe ceder a la tentación de la doble
verdad al querer abrazar lo que le pide la fe y lo que le parece un postulado de la razón.

OBSERVACIONES SOBRE LAS FUENTES DEL DOGMA

El nuevo planteamiento del problema se debe a recientes estudios sobre las fuentes del
dogma. Nos limitaremos ahora, solamente, a presentar un bosquejo de los estudios
acerca de Gén 2-3, Rom 5, 12-21 y el decreto de Trento sobre el pecado original,
supuesta la importancia de estas tres fuentes para el estudio teológico.

Gén 2-3

Los últimos estudios bíblicos nos manifiestan que cl sentido de un texto inspirado sólo
se puede determinar teniendo en cuenta la intención didáctica del autor. En Gén 2-3 nos
encontramos ante una "narración etiológica" en la que se nos intenta explicar que la
miseria humana no depende de Dios ni de la fatalidad, sino de un pecado. Dicha
narración se distingue de la parábola precisamente por su carácter etiológico, lo cual
implica que los acontecimientos narrados tienen un núcleo histórico, ya que, de lo
contrario, Dios nos daría una falsa explicación de la actual condición humana.

Hay una cierta coincidencia entre los exegetas en defender que Gén 2-3 explica la
entrada del mal (sobre todo el moral) en el mundo, revelando la realidad de una
resistencia pecaminosa a la voluntad divina, causa del perjuicio que sufre la humanidad.
Todo lo demás (estado de justicia original, unicidad de la pareja pecadora etc.) no
pertenece formalmente al mensaje del Génesis.

Rom 5, 12-21

Criterios semejantes hemos de tener ante la discusión con respecto al paralelismo


antitético que hace San Pablo en Rom 5, 12-21 entré Adán y Cristo. ¿Supone San Pablo
la existencia de un único pecador por cuyo pecado toda la humanidad se convirtió en
ZOLTÁN ALSZEGHY - MAURIZIO FLICK

pecadora y mortal? Quienes lo niegan, atribuyen a San Pablo la intención de describir la


condición humana, atribuyendo a la figura literaria de Adán lo que vale para cada uno
de nosotros. Varios exegetas responden a dicha interpretación que, en Rom 5, 12-21,
San Pablo quiere hacer resaltar la salvación del único Cristo que abarca a todos los
hombres y la historia de Adán se cita para hacer hincapié en la influencia de uno sobre
muchos. Hay que decir, por tanto, que San Pablo concibe a Adán no como "el Hombre"
sino como una persona individual, causa del mal de muchos. Pero permanece la duda
acerca de si San Pablo enseña la existencia histórica del único Adán, porque hay casos
en que un autor neotestamentario utiliza una figura literaria sin querer afirmar su
realidad histórica.

San Pablo, ciertamente, no afirma la existencia y el influjo de Adán con la misma


intensidad con que afirma la existencia y el influjo de Cristo. Pero si la intención de
Pablo es hacer admitir que en realidad el acto singular puede tener una tal eficacia, no
basta con aludir a una figura ideal, sino que es necesario citar un caso real que se ha
llevado a término en el orden histórico. Además, la perícopa que estarnos comentando,
está encaminada a motivar la invitación a "gloriarnos en Dios por N. S. Jesucristo" (v
11). Este "gloriarse" se refiere, sobre todo, al gran beneficio que supone el habernos
salvado de una corrupción que no era solamente individual; lo cual implica la figura del
único Adán que, con su pecado, causó la ruina de la humanidad.

En Rom 5, 12-21 no se habla de cualquier pecado, sino del pecado de una persona que
ha perjudicado a muchos, pero sin precisar nada más acerca del pecado original
originante ni sobre la condición del hombre antes del pecado de Adán. No excluye que,
juntamente con el pecado de Adán y en dependencia del mismo, los pecados del mundo
pesen sobre la humanidad no redimida y así lo insinúa cuando dice que Cristo nos salva
de muchos pecados (v 16). Pero nada nos dice San Pablo acerca del modo cómo Adán
trasmite el pecado y la muerte a los otros hombres.

Respecto a este problema no se veía, hasta ahora, otra solución que la de suponer una
solidaridad humana fundamentada en una base biológica. Sin embargo, recientes
estudios sobre la "solidaridad", el "colectivismo" y la "persona corporativa" en la Biblia,
han precisado mejor el alcance bíblico de estos conceptos.

Ya en el AT se nos revela que Dios no salva individualmente a los hombres como si no


hubiese ningún lazo de unión entre ellos, sino formando un pueblo por el que se entra en
una esfera de salvación. En esta economía hay algunos (patriarcas, profetas, reyes... )
cuya forma de proceder determina la situación de toda la comunidad ante Dios, aun
cuando sus actos pertenezcan ya a un tiempo pasado. La perspectiva del solidarismo
bíblico nos hace comprender que "el hombre" que determina la condición de la
colectividad no debe ser un símbolo de la misma sino una persona individual y concreta.
Al comparar a Adán con los jefes providencialmente instituidos se pone de relieve que
el acto de este uno tiene un valor supraindividual y colectivo. Considerando además los
casos bíblicos en los que un "jefe" crea una nueva situación con respecto a la salvación,
la solidaridad no se basa siempre en la descendencia biológica de un mismo padre.
Abraham fue un signo de salvación no sólo para sus hijos sino para todas las naciones
(Gén 12, 1-3) y Pablo llama a Abraham padre dé todos los que tienen fe (Rom 4, 11-
12). Luego no se puede concluir que Rom 5, 12-21 exija que todos los pecadores por la
transgresión de Adán, sean descendientes de él por generación física.
ZOLTÁN ALSZEGHY - MAURIZIO FLICK

El decreto de Trento

El concilio (D 787-792) defiende la concepción tradicional del pecado original


originante y, tomando su doctrina en un sentido inmediato, no se puede conciliar con las
soluciones propuestas antes de la "Humani generis" por los defensores del poligenismo,
quienes concebían a Adán como representante de todos los hombres aunque no
descendiesen de él.

Para los teólogos contemporáneos el problema está en saber si la enseñanza de Trento


sobre el drama del Paraíso tiene el mismo valor dogmático que la afirmación de que
todos los niños nacen en pecado. Sobre este punto hay que tener en cuenta, como
observa Rahner, que la verdad ¿le la enseñanza de Trento no se debe a la ciencia de los
padres o a su desconocimiento del actual problema del evolucionismo, sino a la
asistencia del Espíritu Santo que impide el error.

Sin embargo no es evidente la intención didáctica de dicho canon ya que los anathema
sit no siempre significan con certeza que el concilio quiera proponer aquella afirmación
como dogma de fe. Esta intención didáctica se manifiesta, sobre todo, en el canon 5 de
la sesión V (D 792), en el cual, en oposición a la doctrina de los reformadores, se
declara que el justificado ya no tiene más el pecado original. Una consideración similar
se puede también aplicar a la doctrina expresada en el canon 3 (D 790), según el cual el
pecado original se transmite "propagatione, non imitatione".' Mientras es cierto que el
concilio quiere afirmar categóricamente que todos tienen el pecado original antes de
poder imitar el pecado de Adán, no es cierto que se dé la misma valoració n a la
afirmación de que es necesaria la descendencia física de Adán para contraer el pecado
original originante.

Aunque estas consideraciones están lejos de haber alcanzado una plena certeza, tienen
la suficiente probabilidad para que el teólogo no se considere al margen de Trento en
sus tentativas de encuadrar el dogma del pecado original en una concepción
evolucionista del mundo.

REFLEXIONES TEOLÓGICAS

Prescindiendo, de algunas teorías fantásticas que se oponen al dogma o no tienen


ningún fundamento ni en la fe ni en la razón, como aquella que coloca el pecado
original originante fuera de nuestro tiempo y de nuestro espacio, construiremos ahora un
esquema hipotético acerca del origen de la historia de la salvación, plenamente de
acuerdo con la visión evo lucionista del mundo y la examinaremos a la luz del dogma
para juzgar acerca de su posibilidad.

La hipótesis que debemos examinar

Supongamos que, desde el comienzo, Dios mueve la materia por Él creada hacia una
estructura cada vez más compleja. El hombre surge a partir de los organismos
inferiores, aunque sea de distintas ramas genéticas. Supongamos también que la
evolución del género humano es semejante a la evolución del individuo que, desde la
infancia, pasa al estado de adulto. Durante varias generaciones, por tanto, el hombre
ZOLTÁN ALSZEGHY - MAURIZIO FLICK

hubiera sido como un niño, todavía incapaz de entender y querer. Cuando el hombre
llegue a la posibilidad de discernir entre el bien y el mal dentro de un horizonte de
libertad, la evolución deberá pasar por una nueva etapa, porque Dios creó nuestro
mundo para que produjese no sólo animales racionales, sino también hombres
vivificados por la gracia. En este momento de la evolución se realizaría un "salto" con
respecto a los estadios anteriores. También la llegada a la producción del hombre
superaba las exigencias de los estadios inferiores, pero se inserta homogéneamente en la
estructura de un mundo creado. En cambio, una perfección que diviniza al hombre
supera el orden propio : de las creaturas. El hombre debe ascender a este grado superior
del ser de un modo conforme a su naturaleza, es decir, mediante una opción personal, y
es en este momento cuando se produce por primera vez en la historia una detención en
el proceso evolutivo: la humanidad se coloca frente a la voluntad de Dios y el pecado
entra en el mundo, sin que esto cambie de ningún modo el aspecto exterior del mundo y
del desarrollo de la humanidad. Pero, en realidad, se ha realizado un gran cambio: el
hombre que no poseerá la gracia desde su nacimiento, no podrá dominar todo el
dinamismo de la naturaleza ni podrá evitar el sufrimiento y deberá sufrir aquella
experiencia de "ruptura" que es la muerte, tal como nosotros la conocemos.

De hecho, la evolución no se ha detenido sino que sigue otras leyes, y Dios llevará a
cabo su designio de divinizar al hombre adaptándolo a la nueva situación en que se
encuentra la humanidad. Se llegará a lo sobrenatural por los méritos del Verbo
encarnado y por nuestra inserción en Él, en su muerte y resurrección. El hombre todavía
puede llegar al pleno dominio de la naturaleza y a triunfar del sufrimiento y la muerte,
pero sólo en el orden escatológico, porque el hombre nace en un estado diferente de
aquél en que debería nacer según la evolución originariamente querida por Dios. Sin
embargo, todos estos males que el hombre cargó sobre sí al rechazar el plan de Dios se
transforman en bienes, puesto que Dios no sólo da la capacidad de superarlos, sino que
se vale de ellos para realizar una forma todavía más perfecta de la vida sobrenatural,
fruto de una lucha victoriosa.

Valoración de esta hipótesis con respecto al estado de justicia original

La hipótesis propuesta se diferencia de la descripción tradicional de los orígenes del


hombre, principalmente en la concepción del estado de justicia original, ya que en
nuestra hipótesis no se admite que el hombre haya vivido en un estado de gracia,
inmortalidad e integridad. Sería falso concebir el estado paradisíaco como una
proyección en el pasado del estado al cual debería llegar la humanidad a través de la
evolución, considerando la miseria actual no como una consecuencia del pecado sino
como un fenómeno irreversible de la evolución, una tentativa no alcanzada, un fallo
evolutivo.

La etiología de Gén 2-3 y Rom 5, nos obliga a afirmar que la economía paradisíaca ha
sido substituida por la de la cruz a causa de la maldad humana que ha sido superada por
la gracia de la redención.

La hipótesis que hemos expuesto no excluye el pecado, sino que afirma que él ha sido la
causa de la falta de ciertos bienes, destruyéndolos si ya existían o impidiendo su
consecución. En tal caso, los bienes frustrados ya existían, no actualmente sino
virtualmente, en cuanto que el estado paradisíaco debería haber sido el término de la
ZOLTÁN ALSZEGHY - MAURIZIO FLICK

evolución humana. Dicha existencia virtual debe concebirse como una orientación
intrínseca sobrenatural del hombre a aquellos bienes, comparable a las progresivas
disposiciones con que el pecador, bajo el impulso de la gracia, se prepara para la
justificación.

Esta concepción virtual de los dones constitutivos de la justicia original no es una


novedad en la historia de la teología y no se halla en contradicción con el concilio de
Trento, el cual afirma que Adán perdió la justicia y la santidad en la que se le había
constituido (D 788), ya que estando Adán orientado hacia la unión perfecta con Dios, se
podía llamar estado de "justicia y santidad" a su estado antes del pecado.

La hipótesis que supone la existencia de unos hombres, nacidos antes que Adán,
verdaderos hombres pero sin uso de razón, se puede concebir de distintos modos, todos
ellos de acuerdo con la fe. Nosotros preferimos comparar a estos pre-Adanes, no
capaces de decisiones personales, con los niños bautizados que, mediante la muerte,
entran connaturalmente en la posesión personal de aquella vida sobrenatural que ya se
les ha dado en el plano óntico. Aquellos pre-Adanes habrían podido poseer ya una
orientación intrínseca a la vida sobrenatural, la cual no habría sido impedida por una
toma de posición contraria.

En la descripción tradicional de la justicia original, podemos distinguir tres niveles de


afirmaciones. En el primero, se coloca el esquema imaginativo del Paraíso con todas sus
riquezas. Este esquema es considerado ahora generalmente como un medio escogido
para expresar una verdad más profunda.

En el segundo nivel se colocan las perfecciones sobrenaturales que modificaban el


conjunto humano y que actualmente poseía el hombre antes del pecado.

El tercer nivel, considera el Paraíso como la posesión virtual de las perfecciones


sobrenaturales, lo cual haría consistir el Paraíso en encontrarse inmerso en la corriente
de evolución sobrenatural. De él fue expulsado el hombre por el pecado.

Valoración con respecto al pecado original originante

La situación de la humanidad, tal como se describe en Rom 1-3, podría llevarnos a


identificar el pecado original originante con el "pecado del mundo". En realidad, la
dificultad que encontramos para entrar en la vida de la gracia consiste en el "reino del
pecado", del "mundo" en el sentido juaneo. Este "mundo" es una situación permanente
del sujeto en la que es colocado, no sólo por los propios pecados, sino también por la
dificultad que encuentra en el desarrollo de su existencia sobrenatural por el hecho de
ser hombre.

Este "pecado del mundo" existe y es, sin la gracia de Cristo, un impedimento
insuperable para la salvación. Pero no todos los pecados tienen la misma eficacia para
construir el "mundo" opuesto a Dios. Así, el pecado de Jerusalén al no conocer el
tiempo de su visitación (Le 19, 44), señaló un cambio en la historia del pueblo hebreo y
en la de la humanidad. Pablo, en Rom 5, hace ver cómo el primer pecado tiene una
importancia especial en el "pecado del mundo", ya que no es sólo el primero
cronológicamente sino que enlaza la serie de los otros pecados al frustrar la posibilidad,
ZOLTÁN ALSZEGHY - MAURIZIO FLICK

ofrecida por primera vez en la historia del cosmos, de realizar un paso más en la
evolución. Así se puede entender por qué la negativa hecha a una posibilidad única tiene
también un efecto único: extinguir en toda la humanidad el impulso instintivo y
sobrenatural, puesto por Dios, hacia el desarrollo consciente de la vida de la gracia.

Valoración con respecto a la transmisión del pecado

El problema se centra en torno a la posibilidad de conciliar el poligenismo con el


pecado original. Indicamos ya que no parece estar revelado que los hombres desciendan
de Adán como de su único padre. Esta afirmación se basa en la deducción de dos
principios que se consideran enseñados en Trento: la universalidad del pecado original y
la transmisión del mismo pecado por medio de generación natural.

No hay duda de que todos los hombres actualmente nacen en pecado y, en el estado
presente, la generación natural es el único camino para la transmisión de este pecado,
pero el magisterio de la Iglesia no ha canonizado la teoría de que el acto generativo, por
su especial naturaleza, sea la causa de la transmisión del pecado original. Podría ser
solamente condición de la difusión de dicho pecado, en cuanto que da existencia a un
individuo de la especie humana, la cual está sellada con el pecado.

Se exige la descendencia de un único padre mientras no aparezca otra posibilidad de


afirmar la universalidad del pecado original. Ahora bien, la idea de la justicia original
evolutiva, tal como la hemos descrito, permite concebir de un modo menos inverosímil
la entrada del pecado en la humanidad poligenista por culpa de un solo hombre. En esta
hipótesis, el primer hombre que llegó al uso de razón cometió un pecado. En los otros,
que aún vivían en un estado preconsciente, no se destruyó la vida que ya poseían, pero
quedó bloqueada la fuerza interna instintiva hacia un ulterior evolucionismo
sobrenatural. Por la gracia de Cristo seguirán orientados a la vida sobrenatural, pero de
un modo distinto: no a través de una fidelidad paradisíaca, sino .por medio de la cruz y
de la muerte.

Sin embargo, permanece la dificultad de admitir que muchos hombres se conviertan en


pecadores por el pecado de otro, con el que no están ligados mediante un vínculo de
descendencia natural. La teología actual encuentra dos caminos para aligerar
notablemente esta dificultad. Ante todo, hay que tener en cuenta que, aunque se admita
la evolución, el poligenismo no niega la unidad de la común descendencia, sino que ésta
queda ampliada y fijada anteriormente al hombre en cuanto tal. Todos los hombres,
aunque hubiesen llegado al dintel de la existencia humana a través de diversos hilos
genéticos, provendrían de una "materia" común, creada por Dios para ser el sustrato del
hombre y todos, ascendiendo de formas inferiores bajo el impulso del mismo concurso
creativo, estarían orientados a formar conjuntamente aquella imagen sobrenatural de
Dios, fin de toda la creación.

En segundo lugar, el concepto bíblico de personalidad corporativa facilita la


comprensión de este problema. Si esta personalidad se realiza en el caso de patriarcas y
reyes con respecto al pueblo de Israel, del cual no todos los miembros son "hijos de
Israel" en sentido de descendencia física, con mayor razón se puede realizar en el caso
del primer pecador con respecto a todos los miembros del género humano. En realidad,
sólo se puede hablar de una personalidad corporativa, en la medida en que colectividad
ZOLTÁN ALSZEGHY - MAURIZIO FLICK

como tal tiene una vocación común. Es manifiesto que sí la humanidad como tal tiene la
vocación colectiva, aún es más fácil comprender que la respuesta del primer hombre
fue, efectivamente, la respuesta de toda la humanidad que, de este modo, determinó su
propia situación ante Dios.

Valoración con respecto al pecado original originado

En nuestra hipótesis, la incapacidad de amar a Dios sobre todas las cosas, de entrar en
diálogo con Él, significa la incapacidad de llegar a aquella forma superior de existencia
a la que, originariamente, destinó Dios a la humanidad y que, desde entonces, se ha
hecho inaccesible sin la gracia del Redentor. Así, pues, permanece válida la afirmación
de que el pecado original es "muerte del alma" (D. 789), pero la teoría evolucionista la
considera desde el punto de vista de la perfección a que la humanidad debería haber
llegado. Es manifiesto también que este desorden se encuentra en cada persona que
entra a formar parte del género humano, tal como se afirmó en. Trento (D. 790). Y tiene
razón de pecado en cuanto deriva de una resistencia a la voluntad de Dios.

En esta interpretación del pecado original, el evolucionismo tiene un significado muy


diferente del que tenía para la teología de la primera mitad de este siglo. Sin embargo, el
evolucionismo siempre ha inspirado una cierta desconfianza en los teólogos, a causa de
que éstos no pueden dejar de considerar la vida de la humanidad como una "historia de
salvación" en la que entra la iniciativa libre del Creador y la aceptación (o resistencia)
libre de la creatura. En cambio, el evolucionismo, concebido para explicar la "historia
natural", tiende a considerar todo el devenir de un modo determinista, como el resultado
necesario de leyes impersonales. Sólo se podrán conciliar estas dos "historias" cuando
se reconozca, en un nivel más profundo, que ambos esquemas expresan dos visiones
parciales de la misma realidad.

La evolución se puede extender también al campo de la libertad que, siendo lo más


sublime, da sentido a los estadios inferiores de la evolución. Entra también en la
evolución la capacidad de un diálogo personal, en cuanto que la creación evolutiva
encarna una llamada libre de Dios y exige la respuesta de la creatura a esta llamada.

El aspecto personal y el evolutivo de la historia de la salvación no se oponen, sino que


se complementan. Descubrir la profunda unidad de estos distintos esquemas es uno de
los principales trabajos de la teología contemporánea.

Tradujo y condensó: LUIS BACH


HENRI HOLSTEIN, S. J.

DIOS ES FIEL
Christus, 12, (1965) 213-227

En su marcha hacia la tierra prometida, Israel descubre que el nombre de su Dios


libertador es "el Fiel", el que destruye el ejército de los egipcios, y da al pueblo el
alimento y el agua de la roca: "Entonces dieron fe a sus palabras, y cantaron sus
alabanzas" (Sal 106, 12). Pero esta experiencia tiene como condición esencial la
fidelidad del pueblo, exigida por el Señor en el: Sinaí. El pueblo, cuando es fiel,
reconoce la fidelidad de Dios y recobra su ánimo; por el contrario, cuando desobedece y
murmura, el pueblo duda de la fidelidad de Yahvé (Núm 20, 4-5). La luz de la fe se
obscurece al interrumpirse el diálogo de fidelidad.

En este diálogo de fidelidad, Dios tiene la iniciativa, pues sólo su gracia puede hacernos
fieles. Por eso la vida de fe es esta experiencia, cada vez más profunda, de la fidelidad
de Dios aceptada confiadamente por el hombre. Lo veremos primero en la obediencia de
la fe, luego á través de los acontecimientos, y por fin en una mirada prospectiva de la
esperanza.

EN LA OBEDIENCIA DE LA FE (Rom 16, 26)

En la Escritura, la fidelidad y la confianza, que nos parecen características de la actitud


del hombre creyente, se aplican primero a Dios: Dios es fiel y confía en nosotros.

Es fiel, porque "la palabra de nuestro Dios permanece para siempre" (Is 40, 8), no se
contradice ni' se retracta. "¿Lo ha dicho Él y no lo hará?, ¿lo ha prometido y no lo
mantendrá?" (Núm 23, 19). Y en el Nuevo Testamento, Jesucristo y su obra aparecerán
como la plena realización de la fidelidad de Dios, su Amen. (1 Tes 5,24; 2 Tes 3,3).

A pesar de las negativas y cobardías del hombre, Dios seguirá confiando en él. La
primera palabra de Dios es creadora: "Hagamos al hombre a nuestra imagen y a nuestra
semejanza" (Gén 1,26) y no se desmentirá jamás. Esta primera decisión tomada a favor
del hombre tendrá su coronamiento en la Encarnación - la última Palabra, que sella todas
las otras, en un amor fiel hasta la muerte (Jn 15, 13). Así Jesucristo nos manifiesta, con
su fidelidad obediente, la misma fidelidad de Dios.

El cristiano descubre en su propia fidelidad -que San Pablo llama "la obediencia de la
fe"- la fidelidad de Dios. Obedecer en la fe es descubrir, a través de la alegría de un
diálogo ininterrumpido -aunque a veces sea con dolor- las obras del Dios fiel "para el
bien de los que le aman" (Rom 8,28). Esta sumisión a la voluntad de Dios es lo decisivo
en el acto de fe, como Abraham que obediente a un mandato de Dios "salió, pero sin
saber a dónde iba" (Heb 11,8).

En este primer momento, el creyente se siente a veces aplastado por la inmediatez de


una orden que le obliga a dejar su mundo familiar y marcharse hacia lo desconocido. No
sabe aún de dónde viene la voz, pero debe irse, sin más. "Sal de tu tierra..." (Gén 12,1).
La grandeza de la fe de Abraham consistió en partir inmediatamente, sin pedir
explicaciones ni exigir una justificación.
HENRI HOLSTEIN, S. J.

A veces, el creyente tendrá la impresión de ser guiado por un determinismo ciego e


injustificable, pero en seguida sabrá reconocer en lo imprevisto la voluntad misteriosa y
la mano del Dios todopoderoso (Job 1, 21). Este reconocimiento permite entrever la
intención misteriosa de este Dios que ha transformado nuestra vida. La oscuridad de la
fe, aceptada con lealtad, dispone siempre a una mayor luz. Sólo descubrimos a Dios al
aceptar y cumplir su voluntad. En medio de su sufrimiento y abandono, Job siente la
mano de Dios que "le oprime duramente" (Job 13,21) no para inclinarle hacia la tierra,
sino para volverle hacia El pues se le quiere manifestar: "Sólo de oídas te conocía; mas
ahora te han visto mis ojos" (Job 42,5).

La obediencia de la fe ilumina la inteligencia libremente sumisa. Entonces el siervo fiel


experimenta la fidelidad de su Maestro. En la prueba descubre una gracia, no un destino
ciego; se reconoce como amigo del Dios hasta entonces desconocido, que le invita al
diálogo para manifestarle su Sabiduría que dirige al mundo y a los hombres. La difícil
obediencia de la fe es el camino que conduce al encuentro de Dios; noche luminosa de
donde emergen aquellos que Él quiere llamar, para manifestarles su rostro
resplandeciente: "Y respondió Yahvé a Job de en medio del torbellino" (38,1).
Entonces, al descubrir su origen, los acontecimientos adquieren su verdadero
significado.

La misma fidelidad de Dios pide que se oculte, porque su invisibilidad es señal de la


grandeza de su amor; Dios quiere ser acogido, no soportado, y por eso no se impone.
Rehusa la facilidad de una familiaridad sin misterio, porque quiere que le busquemos. Y
a pesar de todo está cerca de nosotros, establece su tienda en medió del campamento de
Israel, en espera del templo vivo de la humanidad de Cristo. Presente en Cristo,
permanecerá el Dios escondido, porque sólo se manifiesta a los que creen; y al que cree,
Jesús se le revela (Jn 9, 35-37), mientras que para el incrédulo se convierte en signo de
contradicción. Conocimiento personal que no es evidencia, pero sí una certeza: cuando
el Señor resucitado, en la orilla del lago, convida a sus discípulos, fatigados por una
noche de inútil trabajo, a saborear la comida que les había preparado, "ninguno de los
discípulos se atrevió a preguntarle: ¿Tú quién eres?, sabiendo que era el Señor" (In
21,12).

"YO ESTARÉ CON VOSOTROS SIEMPRE" (MT 28, 20)

La fe empieza por un descubrimiento: unas veces laborioso al ir descifrando los signos


que manifiestan la persona que me los dirige intencionadamente a mí; otras veces
repentino, al tomar conciencia del Otro que está ahí, ante mi, y que me llama sin que yo
pueda sustraerme. Con tal que yo sea fiel, pura la mirada y libre el corazón, la presencia
del Señor se me hará familiar. Él está ahí, fiel.

En el crecimiento de la vida de fe, los signos se hacen cada día más tenues y
transparentes: a Maria le bastó oír pronunciar su nombre para reconocer que allí estaba
Jesús resucitado. Esta presencia del Dios fiel la encuentro en la misma historia de mi fe,
en el servicio a los demás, en la enfermedad, en la conciencia de mis pecados y en la
contrición que despierta. Todo son revelaciones de la fidelidad de Dios, que es la fuerza
de mi fe.
HENRI HOLSTEIN, S. J.

El creyente es un viajero que camina por el borde del abismo. Lo propio de la fe es


poder ponerse constantemente a sí misma en duda y no encontrar de nuevo su
estabilidad sino en su mismo movimiento: Pedro caminó sobre las aguas, pero, se hunde
cuando duda de su fe en la llamada de Jesús. La tentación constante en la fe es volverse
atrás, dudar de la adhesión de donde procede el acto de fe ya sea porque dudo de su
evidencia, ya sea porque considero que a mi fe actua l le falta la generosidad de antaño.
Las verdaderas tentaciones de la fe no proceden del exterior, sino de la duda intima, que
se nutre con mirada fija sobre un asentimiento que me parece una ilusión o una
presunción. Es precisamente esta mirada interior la que debe purificarse por el
encuentro, en la oración humilde, con el Dios fiel. Yo creo únicamente por la gracia de
Dios que me llama hacia Él, no por mis buenos deseos, como pensaban los semi-
pelagianos. Toda la iniciativa viene de El: nosotros sólo podemos acoger el don de su
misericordia: "En eso está el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en
que Él nos amó y envió a su Hijo, como propiciación por nuestros pecados" (1 Jn 4,10).

En el origen de nuestra fe, debemos reconocer la fidelidad del Padre. Y estar seguros de
que esa fidelidad no se desmentirá jamás. Dios no solamente lo hace todo, sino que a
veces lo hace a pesar de nosotros; aunque muchas veces -como María junto al sepulcro-
no le reconocemos. A menudo desesperamos de nuestra fe, como si fuese una empresa
nuestra, incapaces de llevarla a buen término. Pero el Señor es fiel, y nos hace sentir la
fuerza de su fidelidad: "Cuando parezco débil, entonces es cuando soy fuerte" (2 Cor
12,10).

Cada día debo comprender mejor que mi fe es una mirada incesante sobre la fidelidad
de Dios: creer en el Dios fiel, es experimentar que Él es fiel, y apoyarme en su fidelidad.
Rezar para creer es agradecer a Dios la gran fidelidad que me manifiesta: "Se para mí
roca inexpugnable, ciudadela para mi salvación. Pues tú eres mi roca, mi ciudadela"
(Sal 30, 3-4). Y esta roca no se conmueve, porque es el mismo amor de Dios.

Esta fidelidad de Dios se prueba en la actividad apostólica, y en el servicio de caridad


pasa con los demás. Este amor efectivo al prójimo no es sólo una exigencia de mi fe,
sino la misma experiencia de la fe. El creyente -dice Bergson- siente que ama a los
hombres con el mismo amor de Dios. A través del cristiano, Dios ama los hombres y les
manifiesta la fidelidad de su amor. Al igual que Cristo Un 7,16; 5,36), la acción del
cristiano no es obra suya, sino del Padre que obra por su Hijo y por todos aquéllos que
creen en El. La fidelidad de Dios es fuente de una entrega sin desfallecimientos. Por eso
fe y caridad van siempre unidas: la fe sin obras es un engaño; pero la caridad sin fe -sin
esa referencia constante a la fidelidad de Dios- es, una ilusión.

La caridad que brota de la fe posee, en el mismo acto de su ejercicio, la seguridad de ser


el instrumento del amor del Dios fiel, en Cristo Jesús.

Por consiguiente, la fe reconoce también en la prueba, la enfermedad, la impotencia del


cuerpo y del espíritu, la presencia del Dios fiel. Fidelidad que no pide demostración -
Job aparece ante sus amigos como abandonado por Dios- sino que se experimenta y se
robustece en la aceptación. Lo importante, pues, es aceptar la voluntad de Dios, y
someterse en silencio a ella, con un corazón noble y entregado. La gracia de esta
aceptación permite descubrir, en el mismo sufrimiento, al Dios de la Revelación, que
tiene sus preferencias por los pobres y desgraciados. Su misma fidelidad le hace estar,
junto a ellos, pues, su elección es eterna. Los pobres encuentran así el sentido de su
HENRI HOLSTEIN, S. J.

dolor. Dios puso en el sufrimiento de su Hijo, Siervo doloroso y humillado, cordero


inocente cargado con los pecados de todos (Is 53, 6-7), un poder redentor misterioso
que transforma el abandono y la muerte, y por su fidelidad prolonga este poder en
nosotros, sus hijos adoptivos. El sufrimiento humano tiene, pues, razón de volverse
hacia Dios, en la fe: Dios se ha comprometido, en su fidelidad, a valorar, hasta la
Parusla, el escándalo del Calvario: "la flaqueza de Dios, más poderosa que los hombres"
(1 Cor 1,25).

Al contemplar nuestro pecado obstinado, nos sentimos tentados de desesperación; pero


si, con la misma mirada, nos volvemos hacia la misericordia del Dios fiel,
comprendemos que El nos salva, pues sabemos que nos perdona, y no se cansa de
renovar, cada vez que le imploramos, ese perdón paternal: "¡Yahvé, Yahvé! Dios
misericordioso y clemente, tardo a la ira, rico en misericordia y fiel" (Ex 34,5). Esta
confianza humilde en la fidelidad de Dios que nos perdona es la única actitud capaz de
soportar nuestra experiencia de pecadores. La gracia que nos perdona es la misma que
nos hace fuertes contra el pecado. Si soy vulnerable e inseguro, Dios es inmutable y
fuerte, "aparta tu faz de mis pecados, y borra todas mis iniquidades" (Sal 51,11). Y no
satisfecho con las promesas de fidelidad del AT, Dios nos ha entregado a su propio Hijo
para rescatar nuestros pecados (Rom 8, 32; 2 Cor 5,21). Al contemplar mi pecado en
Aquél que encarna la fidelidad misericordiosa de Dios, me levanto de mi desánimo y no
puedo rehusar la confianza en El. Frente a Jesucristo, testigo fiel de la fidelidad de Dios,
se disipa mi angustia, para dejar lugar a la confianza en la justicia de Dios, por la fe en
Jesucristo (1 Tim 1,15; Rom 3,23).

La confianza inquebrantable en la voluntad misericordiosa de Dios y el encuentro


constante con su amor que nos perdona y asume nuestro fracaso humano son la única
esperanza y la única certeza a la cual puede agarrarse el cristiano. Pero eso basta para
darle, cada día, la alegría de su fe. Pues "fiel es Dios, por quien habéis sido llamados a
participar con Jesucristo, su hijo y Señor nuestro" (1 Cor 1,9).

"Es la fe la garantia de lo que se espera" (Heb 11, 1).

Esta experiencia de la fidelidad de Dios corre en todo momento el riesgo de ser negada
o puesta en duda ante la preocupación del futuro. Mañana, ¿Dios será fiel? Aunq ue
reconozco el carácter absurdo de esta interrogación, no puedo menos de inquietarme,
desde el momento que dejo invadir mi espíritu y mi corazón por la ansiedad de un
futuro imprevisible y al mismo tiempo lleno de un miedo aparentemente bien fundado.

El adolescente teme por la realización de sus sueños, el adulto, por la incertidumbre de


sus proyectos, el viejo por sentirse abandonado al margen del camino y ver que se
aproxima el miedo a lo desconocido y a la muerte. Cada edad de la vida humana tiene
necesidad de esperanza: cuanto más se avanza, se nos hace más necesaria y difícil. El
drama radica precisamente en que uno intenta acogerse a esperanzas sin consistencia;
cuando solamente la fe es capaz de mantener nuestro coraje.

La esperanza es la proyección de mi fe de hoy sobre el porvenir incierto de mañana.


Porque la fe no es solamente una experiencia actual, sino también la espera confiada en
la fidelidad de mañana. Y sé muy bien que la fidelidad de Dios es inmutable: Dios no
cambia, no se retracta, no tiene caprichos ni olvidos. Y Jesucristo, que Dios nos da sin
HENRI HOLSTEIN, S. J.

arrepentirse, "es el mismo ayer y hoy, y por los siglos" (Heb 13,8). Esta fue la fe de
Pablo. La obediencia de su fe se transformó en esperanza de la fe: "sé a quien me he
confiado, y estoy seguro de que puede guardar mi depósito para aquel día" (2 Tim 1,12).
De hecho, el objeto de la fe - objeto de experiencia del creyente- es el mismo Dios, no
sus intervenciones, sino El mismo que se me revela. La fe sobrepasa así el conocimiento
fugaz y se trans forma en confianza habitual, lograda a través de una acción paciente y
tenaz por parte de Dios, en aquellos que conviven con El y se apoyan en El hasta el final
de su vida, y del cual nada ni nadie nos separará: "Ni la muerte, ni la vida, ni los
ángeles, ni los principados, ni lo presente, ni lo futuro, ni ninguna otra criatura..." (Rom
8,35-39).

Esta esperanza del cristiano, es también la esperanza de toda la Iglesia. En la incesante


lucha que debe proseguir contra su misma debilidad y contra el "mundo", al Iglesia
conoce muchos fracasos. Su crecimiento se ve cada día amenazado. Asistimos hoy a
espectaculares retro cesos de la Iglesia, en un mundo donde parece que se extiende sin
límites el fenómeno sociológico de la descristianización. Inquietos ante tantos
testimonios irrecusables, alarmados por las estadísticas y las previsiones, no podemos
menos de hacernos la terrible pregunta: Dentro de cincuenta o cien años, ¿qué será de la
Iglesia católica en el mundo?

Tal pregunta sólo tiene una respuesta: la fe en la fidelidad de Dios y en Jesucristo que
ha vencido al mundo (Jn 16,33). De ahí nace la esperanza, que no nos dispensa de
buscar la solución pastoral a los problemas de evangelización del mundo moderno, pero
que nos permite afrontarlos con una actitud de paciencia y confianza.

Pablo tampoco sabía más que nosotros cómo debía anunciar la buena nueva de Dios al
mundo pagano adonde había sido enviado: veía multiplicarse las dificultades; había
conseguido pocos adeptos, y estos mismos no siempre le habían satisfe cho. Y he aquí
que de repente, en pleno trabajo, se ve imposibilitado para terminar su tarea. Su carrera
ha terminado, pero las perspectivas son inquietantes. Sin embargo, sabe muy bien quién
es Jesucristo a quien ha entregado su fe, y que El es la realización de la palabra infalible
del Dios fiel. Y esta certeza es para él fuente de paz y de confianza: "Yo sé en quien he
creído".

Jesús, Palabra verdadera de Dios y Revelación del Padre, es la prueba efectiva y


concreta de la fidelidad de Dios. Creer en Jesucristo es creer en la fidelidad de Dios y
unirse a El. Jesús es el único Mediador por quien creemos y término de nuestra fe. El
Amen de Dios, que consuma nuestra fe (Heb 12,2); por la fe en Cristo conocemos que
Dios es fiel, y somos capaces de dar la respuesta de nuestra fidelidad de hijos de Dios
(Gál 3,26).

Tradujo y extractó: JOÂO LUPI


L. JANSSENS

LA CASTIDAD CONYUGAL EN PERSPECTIVA


POSCONCILIAR
La Constitución «Gaudium et Spes» (GS), al tratar de la promoción de la dignidad del
matrimonio y de la familia (n 47-52), lo hace a partir de una concepción resueltamente
personalista. El autor se plantea el problema de ver hasta qué punto las orientaciones
del Magisterio que preceden al Concilio tienen todavía valor en este contexto. En
concreto, el problema es examinado a partir de la Encíclica «Casti Connubii» (CC) de
Pío XI, analizando los presupuestos históricos que ésta suponía ineludiblemente.

La chasteté conjugale selon l’encyclique «Casti Connubii»et suivant la constitution


pastorale «Gaudium et spes», Ephemerides Theologicae Lovanienses, 42 (1966) 513-
554

Planteamiento del problema

El Concilio considera al amor conyugal, por una parte, en su realidad de relación


intersubjetiva y declara explícitamente que este amor está en situación de comunicar
una nobleza especial a las expresiones afectivas y corporales, acogiéndolas como partes
integrantes y como signos propios de la amistad conyugal. Añade, también
explícitamente, que el amor conyugal se expresa y perfecciona de una manera particular
por el acto sexual, y que este acto. realizado de manera verdaderamente humana,
significa y promueve el don recíproco (n 49).

Considera, por otra parte, la procreación -y la educación, que es su prolongación- no


sólo como fin del matrimonio en cuanto institución, sino también como fruto propio del
amor conyugal (n 48). Los esposos son los colaboradores y en cierto sentido intérpretes
del amor de Dios Creador. Por esta razón, en un diálogo iniciado y mantenido delante
de Dios, deben asumir la responsabilidad personal de su misión procreadora. Habrán de
tener en cuenta razones e indicaciones objetivas, pero en última instancia la decisión
depende de su responsabilidad personal (n 50).

En esta perspectiva personalista, no se puede eludir la cuestión de un eventual conflicto


entre las exigencias del amor conyugal y la necesidad de renunciar temporal o
definitivamente a la generación de una nueva vida.

¿Cómo deben comportarse los cónyuges en esta situación de conflicto? Hace algunos
años, Pío XII respondía a esta cuestión afirmando que para los católicos la única
solución era la de una continencia total o periódica. El Conc ilio no dice nada ni de la
continencia periódica ni de otras posibilidades concretas. Se limita a recordar que no
puede haber una contradicción real entre las leyes divinas relativas a la procreación y a
la promoción del verdadero amor conyugal, y a enunciar los principios que deben regir
la solución del conflicto. A continuación el Concilio añade una nota -la nota 14- en la
cual declara que no tiene la intención de proponer directamente soluciones concretas
porque el Soberano Pontífice ha reservado el examen de estas cuestiones a una comisión
especial. En espera de su decisión, el Concilio remite a tres documentos pontificios
entre los cuales cita, en primer lugar, la encíclica Casti Connubii de Pío XI.
L. JANSSENS

En el texto de la CC al cual se refiere el Concilio (AAS t. 22, 1930, p 559-561), el acto


conyugal es llamado un acto de la naturaleza (naturae actus) y está destinado por su
misma naturaleza (suapte natura) a la procreación. Consecuentemente, se condenan las
prácticas anticonceptivas porque -al privar al acto de su potencia natural de procrear-
van contra la naturaleza (contra naturam) y son intrínseca y gravemente inhonestas, ya
que ninguna razón, por grave que sea, puede hacer que lo que es intrínsecamente contra
la naturaleza sea al mismo tiempo conforme a ella, es decir honesto.

Este pasaje de la CC utiliza varias veces los términos naturaleza y natural. Es evidente
que la significación de estos términos depende del sentido de la expresión acto de la
naturaleza (naturae actus). Esta expresión aparece en los textos teológicos en un
momento determinado de la historia, y fue preparada y elaborada en el contexto de una
concepción antropológica que implicaba una interpretación particular del sentido de la
corporalidad y de la sexualidad humanas.

Por tanto nos podemos preguntar: ¿En qué medida la CC no es tributaria de esta visión
antropológica cuando define el acto sexual como un acto de la naturaleza? ¿Su
argumento y sus consecuencias, tienen todavía valor en el contexto personalista de la
GS? En otras palabras, ¿la referencia a la CC, es apropiada para aclarar las cuestiones
de castidad conyugal que el Concilio ha querido dejar abiertas?

ANTECEDENTES HISTÓRICOS Y EVOLUCIÓN DE LA NOCIÓN "ACTO DE


LA NATURALEZA"

Doctrina agustiniana

San Agustín no cesa de repetir -sobre todo en su polémica con los maniqueos- que la
razón de ser natural (causa naturalis) del matrimonio es la procreación y que solamente
el acto sexual ordenado a la procreación es conforme con el orden de la naturaleza
(ordo naturalis). Pero, ¿qué entiende exactamente por naturaleza y natural? Sus
explicaciones muestran claramente que en este terreno de la moral sexual, su
apreciación descansa sobre una concepción de la naturaleza considerada
biológicamente, es decir, determinada por la diferencia del sexo y por la función
biológica de los órganos genitales.

No olvidemos que en lo que se refiere a la materia depende muy estrechamente de una


corriente filosófica, sobre todo estoica y neopitagórica, seguida ya antes que él por
numerosos Padres. En efecto en la obra De natura universi atribuida a Ocellus Lucanus,
se puede leer que los órganos genitales han sido dados al hombre no en vistas del placer
sino para la conservación de la especie. Atanágoras recuerda esta misma norma
biológica. San Clemente de Alejandría declara que tener relaciones sexuales por otro
motivo que el de la procreación es ultrajar la naturaleza; y las mismas ideas se
encuentran en Lactancio. De un modo parecido, San Agustín establece que se cede a la
voluptuosidad y que, por tanto, se obra mal cuando en las relaciones sexuales se
sobrepasan las exigencias de la procreación.

Esta interpretación biológica del orden natural se apoya también en paralelismos


tradicionales tomados de la agricultura -Plutarco, Filón- o del comportamiento de los
animales -Séneca, San Ambrosio. Como estos autores, Agustín invoca el ejemplo de los
L. JANSSENS

animales que persiguen la propagación de la especie antes que la propia satisfacción, y


afirma que la mujer es una ayuda para el hombre en vistas a la procreación, como la
tierra es una ayuda para la simiente de cara a la cosecha.

El respeto del orden natural consiste, pues, en acomodarse a la función biológica de la


sexualidad y, por tanto, limitar su ejercicio según las exigencias de la procreación.

Pero esta interpretación exclusivamente procreadora del acto matrimonial, ¿no se opone
al mandato de San Pablo (1 Cor 7, 3) según el cual el marido debe conceder el débito a
su mujer y la mujer a su marido? San Agustín comenta este precepto declarando que es
obligación de la persona casada responder a la petición del cónyuge para defenderlo del
peligro de incontinencia; pero pedir las relaciones sexuales más allá de lo necesario para
la procreación, es un pecado venial. Esta pecaminosidad la deduce de la afirmación de
San Pablo en 1 Cor 7, 6: "Dico secundum indulgentiam" (o, en la versión que sigue de
ordinario, secundum veniam). Siguiendo la interpretación de San Jerónimo, traduce
venia por perdón, y hace notar que allí donde hay perdón hay falta. ¿Dónde está esta
falta? No en el matrimonio que es honesto, ni en el acto sexual en cuanto es necesario
para la procreación; luego en el acto sexual que no sea, necesario para este fin.

Esta interpretación biológica y pesimista del orden natural de la sexualidad determina


un dualismo en la concepción agustiniana del matrimonio. Este, en efecto, tiene un solo
fin -la procreación-, pero contiene otros bienes entre los que sobresale la sociedad
natural de los esposos. Esta societas naturales -comunión de corazón y de alma en la
amistad- se relaciona con el carácter social del hombre y es considerada como un gran
bien, en cuanto que es la primera expresión y realización de la sociedad natural humana.
Surge de la esencia del matrimonio y tiene un valor propio, hasta tal punto que los
cónyuges no están obligados a buscar la procreación. Más aún, San Agustín se esfuerza
en mostrar que la sociedad conyugal es tanto más perfecta -especialmente en los
matrimonios cristianos- cuanto más exenta de toda aspiración carnal sea aquella amistad
espiritual. Si los esposos se comprometen de común acuerdo a la continencia completa,
el lazo conyugal no se rompe; al contrario, se refuerza con su amor espiritual.

Así, pues, tenemos que el matrimonio, por una parte y "en virtud de la naturaleza social
del hombre" es la sociedad humana natural que une al marido y la mujer en una amistad
espiritual; y, por otra parte, "la diferencia biológica del sexo" hace que la razón de ser
natural del matrimonio sea la procreación y determina el orden natural según el cual el
acto sexual tiene una significación exclusivamente procreadora. El hijo es el fruto del
acto sexual, no de la sociedad conyugal, que es exclusivamente espiritual.

Para San Agustín -como para la tradición que le precede y le sigue- es inconcebible que
el acto conyugal pueda tener el sentido intrínseco de ser expresión y encarnación del
amor conyugal. Para San Agustín, el adulterio es un pecado mortal, el exceso en las
relaciones sexuales de los esposos es venial, el acto conyugal realizado para procrear no
es una falta, pero la continencia es mejor. El deseo y placer sexuales son un mal que
sólo pueden ser compensados por el bien de la procreación. He aquí, pues, en resumen
las posiciones del Obispo de Hipona:

1.- Todo acto conyugal debe estar ordenado positivamente a la procreación.


L. JANSSENS

2.- La limitación de las relaciones sexuales a los momentos en que la fecundación no es


posible - y con más razón, toda práctica anticonceptiva- va contra el orden natural.

Doctrina tomista

La moral sexual de San Agustín, fue tomada substancialmente por los grandes
escolásticos. Sto. Tomás se limitará a precisarla y reforzarla con las exigencias de la ley
natural.

Sto. Tomás enseña que el orden de las tendencias naturales determina el orden de los
preceptos de la ley natural. Y distingue tres niveles en las tendencias naturales del
hombre: el que tiene en común con todos los seres, el que comparte con los otros
animales y el propio de su naturaleza racional. En el nivel genérico -común al hombre y
al animal- sitúa las prescripciones de la ley natural relativas a las relaciones sexuales.
En el nivel específicamente humano coloca el carácter social del hombre. Ya se ve que
este cuadro es muy apropiado para adoptar la concepción dualista de San Agustín.

El contenido de la ley natural, en dicho segundo nivel, es descrito por Sto. Tomás,
según la definición de Ulpiano, como "lo que la naturaleza enseña a todos los animales".
En este terreno, la ley natural viene determinada por la misma realidad biológica que
tenemos en común con los animales. En cambio, en el tercer nivel el contenido de la ley
natural se refiere a lo que es específico del hombre en cuanto ser espiritual. Aquí será
natural lo que la razón nos dicte, por ejemplo, las relaciones de justicia que debemos
mantener en la vida social.

Con respecto a la relación que existe entre ambos niveles, Sto. Tomás establece que la
razón -al elaborar las exigencias de la ley natural- debe admitir como dato primordial e
inquebrantable lo que está determinado por la naturaleza genérica, puesto que Dios
mismo es el autor de esta naturaleza. Siendo esto así, se comprende que para Sto.
Tomás el orden de la naturaleza genérica sea el primero y más fundamental, y que el
orden de la naturaleza específica esté sobreañadido, construido sobre el primero como
sobre su fundamento.

En este contexto natural, los actos de la naturaleza brotan evidentemente del orden de
la naturaleza genérica. Por tanto, la finalidad natural de estos actos y la medida y el
orden que es necesario observar en su realización,. vendrán delimitados por su función
biológica.

Una vez establecidos estos principios, se comprende que el acto menos grave cometido
contra el orden genérico - lo que él llama pecados contra naturaleza- sobrepasa al mayor
de los cometidos contra el solo orden específico. Así la masturbación sobrepasará en
gravedad al incesto. Semejante afirmación nos choca profundamente. Sin embargo, una
vez admitidas sus premisas, una lógica implacable impone su conclusión. Se comprende
mejor lo que nos parece exagerado en esta conclusión si se tiene en cuenta el hecho de
que Sto. Tomás, siguiendo a Aristóteles, pensaba que el esperma contenía una vida
humana en germen y que, por consiguiente, el abuso de esta función biológica era casi
un asesinato.
L. JANSSENS

Para Sto. Tomás -como para la tradición agustiniana- la finalidad natural del acto sexual
es la sola procreación. Este acto sólo está exento de pecado para los dos esposos si los
dos lo realizan en vistas a la sola procreación, pues en las relaciones que van más allá de
lo necesario para ella, el que hace la petición comete un pecado y sólo el que responde
por fidelidad es irreprochable. Sto. Tomás permaneció rigurosamente fiel a esta severa
concepción.

En resumen, para el Dr. Angélico, el acto sexual es un acto de la naturaleza que brota
de un orden natural que nos es común con los animales. Su finalidad natural está
inscrita en su función biológica y esta última consiste en asegurar la procreación. De
esto se sigue:

1.- Que en las relaciones sexuales los cónyuges deben pretender positivamente la
procreación.

2.- Que toda práctica que impide la generación es un pecado contra la naturaleza.

Hacia una nueva teoría

Entre los autores de la Edad Media, sólo San Alberto Magno parece haber visto que el
acto conyugal, además de un acto de la naturaleza al servicio de la procreación, es
también un acto personal, que puede ser justificado por un fin personal. Se trata de una
motivación subjetiva sobreañadida que hace mejores o más meritorios los actos.
Además, la bondad de las relaciones sexuales sólo se puede salvaguardar si estas son
necesarias para la procreación. Sto. Tomás considera el acto sexual tan' exclusivamente
como un acto de la naturaleza que se opone, incluso explícitamente, a toda motivación
subjetiva de las relaciones conyugales. La evolución de los moralistas en los siglos
siguientes consistirá precisamente en el creciente reconocimiento de los motivos
subjetivos, capaces de justificar por sí mismo las relaciones sexuales. La evolución fue
lenta y progresiva. La legitimidad de ciertos motivos se reconoció sin demasiadas
discusiones mientras que se ha discutido durante siglos acerca del valor de otros.
Brevemente recorreremos los temas fundamentales que han abordado los teólogos, y los
argumentos que aportan en apoyo de la nueva teoría.

Martín Lemaistre, teólogo al que se considera como uno de los promotores más
influyentes de la nueva tendencia, rompió conscientemente con la concepción
tradicional y, oponiéndose a San Agustín y Sto. Tomás, formuló su propia tesis: "No
todo acto conyugal realizado por otros motivos que la procreación es opuesto a la
castidad conyugal".

Según Sto. Tomás, uno de los cónyuges podía lícitamente tomar la iniciativa del acto
conyugal para preservar al otro del pecado de fornicación. A partir de esta afirmación
los teólogos se preguntaron si cada uno de los esposos no tendría ese mismo derecho;
con más razón, cuando siente que su propia castidad está en peligro. Se planteó la
cuestión y la respuesta afirmativa se convirtió en doctrina común a mediados del siglo
XVII.

La controversia fue mucho más movida y larga -sé prolongó hasta finales del siglo
pasado- con la cuestión de si la búsqueda del placer puede ser un motivo subjetivo
L. JANSSENS

suficiente. Los puntos esenciales de la respuesta a la que se llegó son los siguientes:
Dios ha unido a ciertos actos una delectación que puede impulsarnos a realizarlos.
Pretender esta delectación no está, pues, en oposición con la intención divina. El placer
sexual no debe ser juzgado de distinta manera que el placer inherente a otro tipo de
actividades. Puede, pues, buscarse porque puede ser un fin honesto. Para que este fin sea
honesto se requiere que los cónyuges respeten los límites de la moderación y que no
excluyan positivamente los fines intrínsecos al matrimonio y a las relaciones sexuales.
Esto significa que el acto de la naturaleza no debe ser viciado en su estructura material.
Así, pues, respetada la moralidad objetiva del acto, la exclusión negativa -el no
pretender intencionadamente los fines intrínsecos- no es ningún pecado.

Otro de los motivos subjetivos discutidos fue el de la preservación y mantenimiento del


amor mutuo de los esposos. Desde comienzos del siglo XVII, ciertos teólogos
defendieron la licitud de las caricias e intimidades corporales, incluso fuera del contexto
inmediato del acto conyugal, en la medida en que eran indispensables para la
conservación del amor conyugal. Pero sólo a partir del "Compendium theologiae
moralis" de J. Gury, del siglo pasado, los manuales emprenden la tarea de hacer valer
este motivo para legitimar el acto conyugal.

Un duro golpe para la concepción tradicional y el gran mérito de la nueva teoría, fue el
haber reencontrado la doctrina cristiana tal como San Pablo la anuncia en 1 Cor 7, 1-6.
La tradición teológica había seguido la interpretación que San Jerónimo y San Agustín
habían dado a la frase secundum indulgentiam entendida en el sentido de perdón de un
pecado. Ya Abelardo combatió esta interpretación errónea. Es evidente que en este
pasaje el apóstol justifica el matrimonio y las relaciones sexuales por otros motivos que
la procreación. De ésta no dice nada. En nuestros días algunos exegetas piensan incluso
que, en, este texto, San Pablo reaccionaba expresamente contra las tendencias rigoristas
que, directa o indirectamente, habrían inspirado la concepción tradicional. Si se
confirmase esta hipótesis, la nueva teoría nos habría librado de una concepción no
cristiana, combatida por el apóstol y puesta, erróneamente, bajo su patronazgo.

El reconocimiento de la legitimidad de la continencia periódica introducirá todavía una


modificación ulterior en el concepto de acto de la naturaleza. En 1853, el Obispo de
Amiens somete a la Penitenciaría la cuestión de la licitud de esta práctica. El 2 de
Marzo del mismo año la Penitenciaría responde que se puede dejar en paz a los fieles
casados que la practiquen, con tal que no hagan nada que impida la concepción. En una
respuesta del mismo tribunal -16 junio 1880- se añade que los confesores pueden
insinuar con prudencia esta práctica a los esposos si se considera que es el único medio
de apartarles del "detestable pecado que es el onanismo". Después de las publicaciones
de Ogino y Knaus -1929 y 1930- el problema moral relativo a este método tomó mucha
importancia. Las anteriores respuestas dé la Penitenciaría determinaron la solución.

El admitir la continencia periódica supone un nuevo paso, porque los moralistas, al


tratar de los actos conyugales, habían dicho que éstos eran buenos si no excluían
positivamente su fin intrínseco. Añadían que la exclusión puramente negativa de este fin
no era culpable. Pero esta exclusión, en la continencia periódica, toma otro sentido, pues
en ésta se tiene precisamente la intención actual de evitar la procreación.

Precisamente en este momento de la evolución de las ideas se sitúa la CC. Esta encíclica
confirma las conclusiones adquiridas por la teología moral acerca de los temas que
L. JANSSENS

hemos mencionado y exige de nuevo que en todos estos casos se salvaguarde la


naturaleza intrínseca del acto conyugal y su ordenación obligatoria al fin primario¡ que
es la procreación. Esta condición esencial supone la condenación y prohibición de las
prácticas anticonceptivas. Para fundar esta prohibición, la encíclica se apoya en la ley
natural, en la Escritura -refiriendo que Dios castigó con la muerte el pecado de Onán- y
en la tradición, tal cual ha sido transmitida desde el comienzo y guardada fielmente. El
argumento tomado de la ley natural, entiende la definición de práctica anticonceptiva
como un viciar el acto de la naturaleza a fin de impedir la procreación. Y como la
procreación es el fin natural de este acto, resulta que aplicarse deliberadamente a
privarle de su fuerza y eficacia natural es intrínsecamente contra la naturaleza y una
ofensa a la ley de Dios.

La terminología y la argumentación de la CC. son perfectamente tomistas. Pero la


noción escolástica del acto de la naturaleza -el pivote del argumento- ha sufrido una
importante modificación de sentido antes de ser tomada por la encíclica. La
argumentación es concluyente si se toma la noción en su significación tomista, pero
precisamente esta significación es la que ha sido combatida por la nueva teoría, que
encuentra su confirmación en la encíclica. En esta nueva situación, ¿la argumentación
conserva todavía su valor? Es decir, dado que se admite que las relaciones sexuales
pueden ser lícitas aunque los cónyuges no busquen la, procreación, multiplicándose así
los motivos subjetivos susceptibles de justificarlas y reconociéndose la licitud de la
continencia periódica, ¿tiene todavía sentido el apoyarse en las exigencias del acto de la
naturaleza para probar que la integridad de la estructura material del acto conyugal
constituye un límite absolutamente infranqueable ?

APORTACIONES DEL CONCILIO: NATURALEZA DE LA PERSONA Y DE


SUS ACTOS

Después de la publicación de la CC se produjo en el pensamiento teológico una nueva


evolución más fundamental que la anterior. Sobre todo, dos temas de capital
importancia llaman la atención: el sentido esencial del acto conyugal y la regulación de
nacimientos.

El acto conyugal como signo y plenitud de amor

Respecto al primero, la encíclica CC enseñaba que el acto conyugal puede estar


justificado - incluso cuando la concepción no es posible- por el deseo de fomentar el
amor, y que el, responder a la petición del cónyuge debe considerarse como una norma
de caridad más que como una ley de justicia. Pero en este contexto, y en la teoría que lo
preparó, el amor se considera sólo como un motivo subjetivo capaz de legitimar las
relaciones sexuales. En cambio, en la renovación posterior se ha llegado a la afirmación
de que el acto conyugal es una encarnación y una promoción del amor conyugal, en
virtud de su mismo sentido intrínseco.

Esta nueva concepción -preparada por una corriente personalista- fue introducida en el
mundo teológico por Herbert , Doms en 1935. Para este autor -especializado en biología
antes de ser sacerdote y obtener el doctorado en filosofía y teología- el acto conyugal es
esencialmente, por su mismo sentido inmanente, la expresión de una unión interpersonal
L. JANSSENS

en el amor. La finalidad biológica nunca puede ser la primera. De hecho, son raras las
relaciones sexuales entre personas que pueden provocar la concepción; y, sin embargo,
en el plano humano, todos los actos conyugales, en virtud de su sentido ontológico,
deben expresar y realizar el don mutuo y personal de los esposos. Esta significación,
llamada relacional, es evidentemente apta para comunicar a las relaciones sexuales
durante el embarazo, después de la menopausia y en los matrimonios estériles, un valor
que escapa a la concepción tradicional. Si la sexualidad humana es esencialmente una
realidad relacional y el amor de los esposos se encarna y se expresa en las relaciones
sexuales, el hijo que se "producirá" en estas relaciones será, en él sentido estricto de la
palabra, el " fruto" del amor conyugal. De esto se sigue que la discusión acerca del fin
primario y secundario es, por lo menos, superflua.

Los puntos de vista de Doms inspiraron directamente a otros teólogos. B. Krempel


sobrepasó incluso la posición de Doms considerando la unión permanente y personal de
los cónyuges como el solo fin esencial del matrimonio.

El 1 º de Abril de 1944 el Sto. Oficio se pronunció en favor de la concepción


tradicional, añadiendo que estas nuevas opiniones daban a los términos utilizados por la
enseñanza de la Iglesia un sentido que no era conforme con el uso habitual de los
teólogos. Ni que decir tiene que esta intervención retardó la adopción de las nuevas
ideas. Pero la inspiración profundamente personalista de Doms era tan fecunda y tan
adaptada a las exigencias de las nuevas condiciones de la vida, que éstas se encargaron
de mantenerla viva y profundizarla. Durante el tiempo en que la inmensa mayoría de las
familias se ocupaba en la agricultura o en una pequeña empresa familiar, el hogar
constituía una comunidad de vida y también una unidad económica. La colaboración
continua en los mismos trabajos contribuía grandemente a la estabilidad de la unidad
conyugal. Hoy en día los matrimonios disponen cada vez menos de los lazos de la
colaboración económica y la familia pierde, cada día, más funciones. Por este mismo
hecho, los matrimonios deben buscar la base de su estabilidad en lo que constituye la
esencia misma de su unión conyugal.

Las teorías no pueden permanecer por mucho tiempo extrañas a la práctica; y así la
concepción personalista llega a ser defendida por moralistas que gozan de una gran
autoridad. Por ejemplo, J. Fuchs enseña desde hace años que la actividad sexual, aun
siendo ordenade in se a la procreación, está igualmente destinada in se a ser la expresión
íntima del amor conyugal, hasta el punto de que la realización del acto conyugal sin
amor viola el orden objetivo y su sentido intrínseco.

EL CONCILIO HA SUBRAYADO Y CONSAGRADO ES TA VISIÓN


PERSONALISTA

El problema de la regulación de nacimientos y criterios de solución

El segundo tema, cuyo interés práctico va creciendo, es el de la regulación de


nacimientos. La cuestión se ha planteado gracias al progreso de la ciencia biológica y
médica. Al disponer de conocimientos más precisos, la procreación se ha convertido en
una tarea consciente cuya responsabilidad personal han de asumir los esposos. Este
progreso implica que nos separamos cada vez más de la concepción tradicional, según
L. JANSSENS

lo cual los esposos debían limitarse a los relaciones necesarias para la procreación.
Ahora la justa medida de la procreación no se refiere tanto a los actos conyugales
cuanto a la situación concreta del matrimonio y de la familia. Es decir, el criterio de la
misión procreadora es el conjunto de los valores que hay que salvaguardar en el
matrimonio y la familia. El Concilio ha confirmado esta norma declarando que la
colaboración generosa de los esposos al amor del Creador y del Salvador en la extensión
de su familia ha detener en cuenta los otros valores de la vida conyugal y familiar.

El hecho de que el Concilio confirmase estos dos temas capitales, tuvo por consecuencia
que se viese enfrentado con el problema de la castidad conyugal a partir de una
situación tan nueva como delicada: la que plantea la conciliación de las exigencias del
amor y de la procreación, y que concierne directamente a la armonía misma de la vida
conyugal (n 51). ¿Cuál es la norma que, según el Concilio, debe presidir la solución de
estas dificultades? Y ¿en qué medida esta norma puede apoyarse sobre la argumentación
que hemos encontrado en la CC?

La Constitución enseña que esta norma debe estar constituida por criterios objetivos
fundados en la naturaleza de la persona y de sus actos (personae eiusdemque actuum
natura). La constitución no habla, pues, de acto de la naturaleza. No se limita a la
consideración de la función biológica de las relaciones sexuales sino, que las examina al
nivel de la persona. Más aún, declara que la consideración de la sola función biológica
es inadecuada, porque la sexualidad del hombre y la facultad humana de procrear
sobrepasan maravillosamente lo que se encuentra en las especies vivientes inferiores.
Desde este momento la moralidad de las relaciones sexuales consistirá en la
conformidad con su sentido humano. Y las exigencias de este sentido nos vendrán dadas
por los criterios objetivos deducidos de la naturaleza de la persona y de sus actos. La
constitución explica la norma precisando que estos criterios garantizan el "sentido
integral del don mutuo y de la procreación humana en el contexto de un verdadero
amor". En esta expresión tenemos el contenido de la norma de castidad conyugal.

La norma de castidad y las prácticas anticonceptivas

Pero este contenido, ¿exige la prohibición absoluta de toda práctica anticonceptiva? He


aquí el problema que no se puede eludir. Para responder será necesario examinar los dos
aspectos señalados por el Concilio.

En primer lugar, ¿no puede darse el sentido integral de la procreación humana en un


contexto de verdadero amor si los esposos no salvaguardan la integridad material de
todas sus relaciones sexuales? El Concilio subraya varias veces que en virtud de su
misma naturaleza el amor conyugal está ordenado a la constitución de la familia. Si,
pues, un matrimonio, en una opción fundamentalmente egoísta y hedonista, se entrega
sistemáticamente a la práctica anticonceptiva, se opone radicalmente a la orientación
natural del amor conyugal. Lo mismo se podría decir de la continencia periódica
practicada con la misma intención y el mismo fin. Pero el problema va más lejos. El
Concilio (n 50), en vez de recomendar la simple generación fisiológicamente posible,
compromete a los esposos a asumir la responsabilidad personal de su misión,
procreadora, teniendo en cuenta u propio bien, el de los hijos -ya nacidos o todavía por
nacer-, las condiciones materiales y espirituales de su situación, y el bien común de la
familia, de la sociedad temporal y de la Iglesia. Además (n 51), reconoce que con
L. JANSSENS

frecuencia se presentan situaciones de conflicto en que razones imperiosas obligan a


espaciar los nacimientos o a renunciar a un embarazo ulterior, y que la continencia
puede no raras veces comprometer los valores esenciales del matrimonio y de la
familia. Entonces, ¿qué decir de los matrimonios que en una situación de conflicto no
pueden recurrir a la continencia periódica y que, sabiendo que en su caso la continencia
sería desastrosa, se resignan a realizar actos anticonceptivos precisamente para
salvaguardar su fidelidad y el bien de los hijos? ¿No pueden realizar el "sentido integral
de la procreación humana en el contexto del verdadero amor" supuesto que es
precisamente para salvaguardar este amor por lo que realizan estos actos?

Estas cuestiones, planteadas por la orientación personalista del Concilio, son suficientes
para considerar que la argumentación de la CC, basada sobre el acto de la naturaleza,
difícilmente podrá ser el punto de partida y el fundamento de una respuesta válida.

El segundo aspecto de la norma de castidad promulgada por el Concilio plantea el


mismo problema. Las exigencias del sentido integral del don mutuo, ¿suponen
necesariamente el que toda práctica anticonceptiva sea siempre absolutamente ilícita?

Es un hecho que los matrimonios desean las relaciones sexuales completas.


Normalmente no se preocupan de privarlas de su integridad en caso de esterilidad,
durante el embarazo o después de la menopausia. Este dato psicológico no lo niega
nadie. Pero este deseo espontáneo, ¿traduce una verdadera exigencia moral? Para
responder a esta cuestión, recojamos algunas ideas de dos estudios particularmente
interesantes y complementarios realizados por católicos casados.

La pareja H. y L. Buelens se plantea la cuestión de si se puede pasar de lo deseable a lo


obligatorio. Según ellos, "la expresión del amor de los esposos no puede considerarse
como ligada de una manera rígida a la integridad natural de cada acto en particular. Este
modo de ver es tan injustificado como creer que la integridad natural del acto garantiza,
a priori, un verdadero amor conyugal. No se puede, pues, establecer un lazo directo y
rígido entre la forma del acto y la cualidad de la relación conyugal. Una comparación
nos hará captar mejor el problema. Sólo un diálogo directo permite comunicarse
plenamente con otra persona. ¿Concluiríamos la inmoralidad de una comunicación
telefónica bajo el pretexto de que el contacto pierde plenitud? ¿O nos dejaríamos ganar
por el temor de que el teléfono viniera a suplantar el diálogo directo?".

El profesor A. Kriekemans parte de la familia como criterio de la moral sexual: "El


fenómeno total de la sexualidad humana no está constituido por el acto que procura el
placer al individuo (Freud), ni por la copulación pura, ni por el amor personal, ni
incluso por el deseo del hijo, ni por el matrimonio que como tal no incluye al hijo. Está
constituido precisamente por la familia, en cuanto que es experiencia de la comunidad
institucionalizada: comunidad de un hombre y una mujer entre ellos y, en principio, con
los hijos. Es la familia la que constituye el sistema de referencia adecuado gracias al
cual se podrán definir tanto las formas inmaduras, incompletas y degradadas, como las
formas maduras de la sexualidad humana". Pero las familias pueden encontrarse en
situaciones de conflicto. "Puede ser que en ciertas situaciones los esposos, por amor,
recurran a la continencia periódica o abuso de progestógenos. ¿Nos atreveremos a decir
que, en el caso en que la continencia periódica o la píldora no aporten una soluc ión, no
se podrá jamás recurrir por amor de la totalidad a otros medios anticonceptivos,
suponiendo que sean relativamente eficientes e inofensivos? Cuando no puede
L. JANSSENS

alcanzarse el ideal, se está obligado a realizar el amor más grande y procurar en primer
lugar los valores más esenciales".

Parece, pues, claro que desde el punto de vista del "sentido integral del don mutuo", la
estructura completa del acto conyugal responde a un deseo espontáneo y que
psicológicamente permanece siendo un ideal a conseguir. Pero numerosos matrimonios
católicos consideran que este deseo espontáneo no es una base suficiente para establecer
una obligación absoluta y universalmente válida, y que pueden darse casos en que una
deficiencia de la integridad material del acto o una intervención para impedir la
fecundación pueda estar justificada por el don mutuo al servicio de la fidelidad y, por
tanto, del bienestar de la familia.

Conclusiones

El Concilio ha considerado la vida conyugal y familiar como una totalidad a la que Dios
ha prodigado uña pluralidad de valores y fines.

Las exigencias de esta totalidad constituyen el contenido de la norma de castidad


conyugal o los "criterios objetivos que garantizan el sentido integral del don mutuo y de
una procreación humana en un contexto de amor verdadero".

Para elaborar esta norma no basta, pues, el considerar el acto conyugal en su sola
realidad biológica, ni decir que su finalidad natural es la sola procreación. Esta
consideración biológica es la que durante siglos ha sido la causa de la separación
dualista entre amor y procreación.

No basta tampoco mantener que el acto conyugal es un acto de la naturaleza, ni aun


admitiendo que motivos subjetivos pueden justificarlo. Además, el Concilio no
considera al amor conyugal como un simple motivo subjetivo de las relaciones sexuales,
sino que afirma que el sentido intrínseco de estas relaciones consiste en ser el signo
propio, la expresión y promoción de este amor.

Supuesto que las relaciones sexuales tienen la doble misión de realizar la medida de
procreación. que conviene a la situación concreta de la familia y la de estar al servicio
del sentido- integral del don mutuo, la cuestión de la castidad conyugal es la de saber
cuál es el sentido de la corporalidad y qué exigencias presenta su realización en las
relaciones entre marido y mujer.

El sentido de la corporalidad nos viene dado por nuestra manera de ser. Somos espíritus
encarnados. Y así como los elementos que constituyen nuestro cuerpo están animados
por nuestra interioridad espiritual, así tamb ién nuestras relaciones subjetivas necesitan
relaciones objetivo-corporales a las que vivifican y en las que se manifiestan. En otras
palabras, nuestro cuerpo es la posibilidad de comunicarnos con los demás. Gracias a él
somos capaces de poner las realidades de este mundo al servicio de nuestras relaciones
entre personas. Pero esta corporalidad está caracterizada por una ambigüedad
fundamental: es nuestra posibilidad de comprometernos efectivamente en la estima y
promoción de los demás, pero igualmente es nuestra posibilidad de explotar nuestras
relaciones al servicio de intenciones egoístas o hedonistas.
L. JANSSENS

El sentido de la corporalidad en las relaciones de la vida conyugal y familiar consiste en


encarnar "el sentido integral del don mutuo y de la procreación humana en un contexto
de amor, verdadero". Pero también en estas relaciones la intervención corporal puede ser
fuente de ambigüedad. Relaciones sexuales perfectas en su estructura material -como
también la continencia periódica- pueden ocultar un egoísmo fundamental y no encarnar
el "sentido integral". En cambio, se respeta el sentido de la corporalidad cuando los
cónyuges pretenden la procreación que conviene objetivamente a su situación familiar y
cuando en cada acto conyugal se emplean en favorecer el amor mutuo y en salvar los
valores de la totalidad familiar.

Siendo este el sentido de la corporalidad, ¿no se debe reconocer que este sentido se
respeta también cuando los esposos, desechando todo egoísmo y todo hedonismo, se
resignan, en situaciones extremas, a ciertas relaciones sexuales en las que una
intervención voluntaria impide la posibilidad de concepción, porque no ven otra salida
para salvar su amor en la fidelidad y para preservar los valores esenciales de la totalidad
conyugal y familiar?

Nos parece que esta cuestión surge ineluctablemente de la norma de castidad conyugal
tal como la proclama la constitución, y que la respuesta no será aclarada por la sola
consideración del acto de la naturaleza.

Tradujo y condensó: MIGUEL SOLAESA


HANS KESSLER

CUESTIONES EN TORNO A LA RESURRECCIÓN


DE JESÚS
Fragen um die Auferstehung Jesu, Bibel und Kirche 22 (1967) 18-22

LA RESURRECCIÓN DE JESÚS: CUESTIÓN VITAL DE LA FE

A veces se quiere ver el fundamento permanente de la fe en el Jesús prepascual, como si


la fe de los primeros testigos se hubiese desarrollado en continuidad desde el contacto
con el Jesús terrestre. Es cierto que algunos creyeron en El durante su vida. Pero con su
muerte en la cruz murió también esta fe. Sus partidarios huyeron de Jerusalén y no es
lógico que en esta atmósfera madurara sin más la convicción de que el asunto de Jesús
continuaba teniendo valor.

Si nos atenemos a los testimonios neotestamentarios sólo una experiencia posterior a la


muerte de Jesús, interpretada como una acción de Dios, podía recrear su fe. Y una
acción de Dios en Jesús que fuera más allá de lo que había ocurrido con El hasta su
muerte. Por eso la Resurrección es la clave de bóveda de toda teología y fe cristianas.
Creemos en Jesús de Nazaret, no por su vida, sino porque Dios lo ha resucitado de entre
los muertos.

¿CÓMO ADQUIRIMOS LA CERTEZA DE LA RESURRECCIÓN DE JESÚS?

Muchos piensan que la razón, por medio de la investigación histórica, puede probar la
facticidad histórica de la Resurrección como obra de Dios.

La Resurrección, ¿se puede probar históricamente?

El NT nos indica que en el proceso de la Resurrección no hubo espectadores a) Los


estratos más antiguos de la tradición nos presentan las apariciones como fundamento
de la fe pascual de los discípulos. Esta afirmación de la aparición y la fe pascual son
hechos que se pueden probar históricamente. Más allá de estos hechos -abiertos a
múltiples interpretaciones- no podemos ir sólo por caminos históricos. No sabemos
cómo los discípulos llegaron a esta fe. Si llamamos histórico sólo al hecho que se puede
probar con los métodos históricos, la Resurrección de Jesús; como obra de Dios, supera
la historia. Lo cual no significa que no haya sucedido y no sea real.

b) Encontramos un estrato posterior de las tradiciones pascuales en las narraciones de la


tumba vacía. Antes se las consideraba una reproducción exacta de lo sucedido en la
mañana de Pascua. Pero, aun así, no probarían la Resurrección: no se habla en ellas de
un ver a Jesús mismo. No son relatos en sentido histórico moderno, sino predicación:
subrayan -de modo intuitivo, en la medida que esto es posible- la significación de la
Resurrección. No es una prueba visible lo que fundamenta la fe de los testigos. Sería
grotesco que a los primeros predicadores de la fe una visión perfectamente clara les
dispensara de la fe (Ebeling).
HANS KESSLER

c) La investigación histórico-crítica sobre la Resurrección nos muestra la situación en


que tuvo lugar la opción de los discípulos. Pero ella sola no puede decidir si es una
acción de Dios la que produjo la fe. Para ello necesitaría los ojos de la fe.

La Resurrección: Dato de fe

a) Con la palabra aparecer se quiere describir bíblicamente una experiencia -


primariamente no ocular- de la realidad de Dios. No se trata de sueños apocalípticos,
sino que los testigos experimentan la acción de Dios en el Jesús resucitado de la muerte.
Dios, de un modo inesperado, lo ha recibido en su vida infinita. No se trata, como en
Lázaro, de un revivir terrestre, controlable humanamente, sino de una nueva creación.

b) Cristo inaugura una nueva dimensión. Se nos abre -por pura gracia de Dios- un nuevo
espacio que supera toda experiencia intramundana. Nuestra razón sola no puede
explicarlo. Conceptos como Resurrección Ascensión, Vida son insuficientes. Y, sin
embargo, son necesarios, pues hay que predicar el hecho -como hay que hablar
analógicamente de Dios.

c) Lo nuevo tuvo que causar una nueva percepción en los hombres para que pudieran
captarlo. Quien no captó la experiencia como obra de Dios y como vida nueva de Jesús,
es decir, el que no creyó, no experimentó nada en absoluto. La experiencia misma tuvo
que desplegarse en la fe de los discípulos y los convirtió en testigos.

Así la obra de Dios en Jesús lo fue también en los discípulos, creando su fe. Se les abrió
la nueva dimensión del amor creador de Dios, que supera todo lo intramundano.
Pertenecieron a la nueva creación.

El Resucitado es dado de antemano a nuestra fe.

Que Jesús resucitó es una realidad para el creyente. Pero lo es también


independientemente de su fe. Jesús no ha resucitado sólo en la fe y en la predicación de
la Iglesia. No vive sólo en su comunidad. Es más que todo esto: trasciende la fe, la
predicación y la misma comunidad. Es algo previo a ellas. Afirmar esto es fundamental.
Porque la Resurrección es primariamente algo que Dios realizó en el Crucificado: Dios
no lo abandonó en la muerte, ni le abandonó muerto.

Visto desde la fe, no puede haber testigos neutrales de la Resurrección. Nuestra certeza
en la Resurrección se apoya -es verdad- en unos testigos creyentes, pero no por esto
menos verídicos. Para apropiarnos esa certeza es necesario que Dios cree de nuevo en
nosotros la fe y nos abra la dimensión de su amor liberador.

Tradujo y condensó: XAVIER ALEGRE


JACOB KREMER

LA RESURRECCIÓN DE CRISTO EN 1 COR 15, 3-8


La Resurrección de Cristo es la piedra de toque de la fe cristiana. «Si Cristo no
resucitó --escribe Pablo a los Corintios-- es vana vuestra fe». De ahí que sea uno de los
temas más debatidos de la teología actual. Por su interés único desde el punto de vista
católico, creemos oportuno presentar a nuestros lectores el número monográfico de
Bibel und Kirche dedicado a este tema. Es una invitación a profundizar hoy en la
veracidad del testimonio pascual.

Das Zeugnis für die Auferweckung Christi in 1 Kor 15, 3-8 y Die Deutung der
Osterbotscharft des Neuen Testaments durch R. Bultmann und W. Marxsen im Lichte
des Auferstehungszeugnisses 1 Kor, 3-8, Bibel und Kirche, 22 (1967) 1-7 y 7-14.

A. EL TESTIMONIO DE LA RESURRECCIÓN DE CRISTO EN 1 COR 15, 3-8

Todo el NT da testimonio de la fe de la Iglesia primitiva en la Resurrección de Cristo.


La investigación moderna nos descubre los distintos estratos de la tradición
neotestamentaria y el crecimiento progresivo del mensaje bíblico en la Iglesia, obra del
Espíritu a ella prometido (Jn 16, 13).

Profesiones de fe breves (Rom 10, 9s; Lc 24, 34) e Himnos (Flp 2, 6-11) -"incrustados
como cristales en una roca amorfa" (Stauffer)- pertenecen a los estratos más antiguos.
Para orientar hoy nuestra predicación sobre la Resurrección de Cristo, vamos a estudiar
el texto 1 Cor 15, 3-8, reconocido generalmente como la más antigua profesión de fe en
la Resurrección con mención explícita de testigos.

Naturaleza y antigüedad del texto

Pablo escribió 1 Cor hacia los años 56/57. En el cap. 15 recuerda a los corintios el
Evangelio que les predicó durante su misión (hacia el 50/52). Si su fe no ha de ser vana,
lo han de retener en la forma que (tíni lógò) él lo predicó (v 2). Pablo subraya
expresamente la concordancia de su Evangelio con la Predicación de los Apóstoles:
"Pues a la verdad os he transmitido, en primer lugar, lo que yo mismo he recibido" (v
3a). Si el conocimiento del Evangelio lo recibió Pablo por Revelación (Gál l, 19s), la
tradición recibida se ha de referir aquí a la palabra (lógos) del Evangelio que cita a
continuación: "que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue
sepultado, que resucitó al tercer día, según las Escrituras, y que se apareció a Cefas,
luego a los doce. Después se apareció una vez a más de quinientos hermanos, de los
cuales muchos viven todavía, y algunos murieron; luego se apareció a Santiago, luego a
todos los apóstoles; y después de todos, como a un aborto, se me apareció también a
mí".

Se trata de una fórmula estereotipada: repetición, ritmo, paralelismo. Llama también la


atención el número de expresiones que en otras cartas paulinas no aparecen si no es, a lo
más, en fórmulas fijas: "según las Escrituras" (sólo aquí), "que resucitó (egègertai)
(fuera de 1 Cor 15 sólo en la fórmula 2 Tim 2,8), "al tercer día" (sólo aquí), "apareció"
(sólo aquí y en la fórmula 1 Tim 3, 16). Pablo cita, pues, una palabra tomada de otros.
Si prescindimos de algunas adiciones, se admite hoy que se trata de una fórmula antigua
JACOB KREMER

transmitida a Pablo cuando se convirtió (hacia el 35) o en su visita a Jerusalén (hacia el


38) o, a lo más tardar, a comienzos del 40. La predicación de la Resurrección de Cristo
tuvo, pues, ya muy pronto, un lenguaje fijo al que estuvo ligada la fe.

Las afirmaciones del Evangelio transmitido

- "que Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras": Se habla de Cristo, es
decir, aquel que en la Iglesia primitiva era confesado como el Mesías en quien reposaba
toda la esperanza de Israel.

La afirmación murió se refiere a la muerte en la Cruz, escándalo para los judíos,


necedad para los gentiles (1 Cor 1, 23s). ¿No se ha de interpretar esta muerte como un
castigo (cfr. Gál 3, 13) o una debilidad (cfr. 2 Cor 13, 4)? Por esto se añade: por
nuestros pecados y según las Escrituras. El primer inciso subraya la inocencia de
Cristo; el segundo se refiere directamente al murió acentuando que su muerte está
plenamente de acuerdo con las Escrituras de la antigua Alianza (cfr. Lev 24, 26s).

- "que fue sepultado": El tema de la sepultura, tan importante en los Evangelios, es


comprendido, ante todo, como el sello de la muerte corporal de Cristo y de las
esperanzas mesiánicas de sus seguidores (Lc 24, 21). ¿Nos encontramos aquí con la
tradición de la tumba vacía? Si se piensa en las tumbas de los Reyes en Jerusalén,
mencionadas por el AT -por ej. la de David en 1 Re 2, 10-, no se puede excluir esta
posibilidad. Sobre todo si se mira el contexto inmediato de la afirmación: Cristo murió -
resucitó. Pues, de acuerdo con la antropología judía, la Resurrección es concebida como
un dejar la tumba.

- "que resucitó al tercer día según las Escrituras": El verbo griego egéiró tiene diversos
significados según el contexto. En el NT se usa a 'menudo para la Resurrección de
Cristo, ya como obra de Dios, ya como obra de Cristo. Pablo lo toma aquí en sentido
pasivo -fue resucitado-, según su forma gramatical (cfr. v 15), de acuerdo con la
mayoría de los textos más antiguos (1Tes 1, 10; Act 3, 15). Pero no se excluye el que se
entendiera intransitivamente, como obra de Cristo. Así aparece ya en la fórmula antigua
1 Tes 4, 14. Y nótese que se emplea el perfecto y no el aoristo como en murió, fue
sepultado, apareció: no es un mero hecho del pasado, sino algo que sigue obrando hoy.

La palabra resucitó es una metáfora, tomada del despertar, para expresar un hecho del
que los hombres no tenemos experiencia. Aunque la Biblia use esta expresión otras
veces para indicar el re-vivir de un muerto, no podemos entender la resurrección de
Cristo como un simple volver a la vida de este mundo, pues la Iglesia primitiva critica
esta concepción judía de la resurrección (cfr Mc 12, 25) y entiende la resurrección como
la superación definitiva del poder de la muerte (Rom 6, 9). Nótese que el NT nunca
describe el momento de la resurrección.

Al tercer día nos indica que es un acontecimiento constatable en nuestro tiempo e


historia. Este dato temporal es frecuente en los Evangelios y en los Hechos: después de
tres días (Mc y Jn); al tercer día (Lc). Esta oscilación en la fecha parece indicar un
espacio breve de tiempo. ¿Cómo se llegó a ella? Seguramente por el descubrimiento de
la tumba vacía al tercer día de la crucifixión o por la primera aparición del Resucitado.
Pues el único texto del AT que podía haber influido en la fecha -Os 6, 2- no es
JACOB KREMER

mencionado en el NT y la relación con Jonás 2, 1 aparece relativamente tarde (Mt 12,


40). Pero es probable que la Iglesia primitiva, de acuerdo con su interpretación de la
Escritura, incluyera esta nota en su Credo como signo de que también en este punto se
había cumplido la Escritura, si bien el según la Escritura se refiere primariamente al
resucitó (cfr. Lc 24, 26s). Para un judío la prueba de Escritura valía más que las
vivencias personales de los Discípulos. Probablemente no se piensa en ningún texto
concreto, sino en el cumplimiento de la promesa de salvación en su totalidad (cfr. Act
13, 32s), según el esquema mental "promesa-cumplimiento". Pronto se empezaría a
pensar en textos concretos (Sal 2, 7) o en narraciones típicas (Jon 2, 1; Lev 23, 9).

- "y que se apareció": El aoristo pasivo del verbo horáò puede tener diversos
significados. Aquí hay que entenderlo en sentido medio, de acuerdo con el contexto (a
Pedro, en dativo) y con el uso de la traducción gr iega del AT (cfr. Gén 18, l): se
apareció. Se trata de una fórmula antigua, anterior a Pablo, que encontramos también en
Lc 24, 34 y en el Himno 1 Tim 3, 16.

¿De qué tipo fueron las apariciones?

En el siglo pasado se afirmó que se trataba de visiones subjetivas, convertidas luego en


apariciones al escribirse los evangelios. Pero en el AT se usa la expresión en los
encuentros con Yahvé, concebidos realísticamente (Gén 12,7). Y nada indica
positivamente en el texto que se trata de una mera visión, por ejemp lo una visión
nocturna (Act 16, 9) o una vivencia extática (Act 22; 17s). Más aún: la conexión con la
sepultura y la resurrección exige algo más que una vivencia subjetiva.

Pablo cuenta entre las apariciones su vivencia irrepetible de Damasco, descrita en 1 Cor
9,1 como un Ver y en Gál 1, 16 como una Revelación, contraponiéndola a otras gracias
místicas (no la menciona en 2 Cor 12, 1-4). Además para Pablo - y los evangelios- el
cuerpo del Resucitado es real, pero no terrestre (cuerpo espiritual: 1 Cor 15, 44). En este
sentido las apariciones no tenían un carácter objetivo -no podían ser fotografiadas-; por
eso fueron invisibles para los ojos corporales de los observadores neutrales. Pero no se
trataba tampoco de visiones subjetivas, meramente internas. El Resucitado es corporal,
aunque posea un modo de existencia totalmente nuevo y carezcamos, por eso, de
posibilidad de comparación y de un l enguaje adecuado. ¿Encontramos aquí el motivo de
que los apóstoles apenas nos hablen del cómo de las apariciones y de que en el antiguo
Credo se afirme simplemente el hecho?

Los testigos mencionados

La lista de testigos quiere dar mayor credibilidad y posibilidad de conocimiento directo


al hecho de la Resurrección. Como en la antigua fórmula Le 24, 34, el primer testigo es
Pedro.

Concluyamos diciendo que sólo perseverando en esta Palabra -el evangelio de la


Resurrección aquí analizado-, encontraremos, según Pablo, la salvación (v 2).
JACOB KREMER

B. LA INTERPRETACIÓN DEL MENSAJE PASCUAL DEL NT EN R.


BULTMANN Y W. MARXSEN A LA LUZ DE 1 COR 15, 3-8

Un estudio crítico breve sobre la Resurrección en Bultmann y Marxsen -tema candente


hoy en la Iglesia evangélica- puede ayudar a comprender y a formular mejor el anuncio
pascual.

Motivos y presupuestos de Bultmann

A menudo se ha entendido mal a Bultmann, quien se pregunta cómo puede predicarse


hoy la Biblia a los hombres en una lengua inteligible. Parte del presupuesto de que el
mensaje pascual, tal como es predicado habitualmente, es increíble y de ninguna
importancia vital para la mayoría. A lo más se admite como una verdad de fe que hay
que mantener sise quiere ser cristiano. Presupuestos:

1.º La imagen del mundo y la autocomprensión del hombre son hoy radicalmente
distintas de las de los Apóstoles. Para el hombre moderno, conocedor de las leyes de la
causalidad intramundana, es imposible una acción milagrosa de Dios en el mundo (por
ejemplo la resurrección de un muerto). Es algo mítico. Por eso el predicador ha de
desmitologizar la Biblia, es decir, indicar qué quiere decir el NT con sus afirmaciones
mitológicas.

2.º Nuestras categorías mentales adolecen de cosismo. Incluso Dios es real sólo si puedo
pensarlo como un objeto opuesto al sujeto. Pero Dios es el fundamento original y no
puede colocarse al mismo nivel que las otras cosas. Está siempre en todo, incluso en mi
pensamiento. No puedo contemplar a Dios desde lejos sin desfigurarlo (recuérdese que
la teología evangélica rechaza o apenas admite la "analogia entis"). Sólo en la
realización de la existencia, en el acto del pensar y comprender, se da verdadera
existencia humana, verdadero pensamiento y comprensión. De ahí la necesidad -B.
sigue a Heidegger- de un análisis de mi existencia.1

La Revelación en la Biblia no es una comunicación de doctrinas o verdades, sino una


palabra dirigida a los hombres, en la que "al hombre se le abren los ojos sobre sí mismo
y puede comprenderse de nuevo" (GuY III, p. 29). La interpretación existencial debe
exponer la autocomprensión del hombre que se trasluce en la Biblia en lenguaje mítico,
a fin de ayudar al oyente a una auténtica autocomprensión (es decir, conocimiento de su
pecaminosidad y, al mismo tiempo, del ofrecimiento de la gracia). Sólo en la opción
personal puede el hombre oír esta palabra de la revelación.

El mensaje pascual

B. constata en el NT diversas formas de este mensaje. Al comienzo se predicaba sólo la


fe en el Resucitado, basada en vivencias que los discípulos interpretaban como obra de
Dios. Más tarde -es un presupuesto de B.- se añadieron las leyendas de la tumba vacía y
las apariciones gráficas, que explicaban el hecho míticamente, como si fuera el retorno a
la vida de este mundo. ¿Cómo traducir esto a la mentalidad actual? El contenido del
mensaje no es un hecho que se puede probar históricamente, sucedido la mañana de
Pascua en Jerusalén, sino la fe de los Discípulos -obrada por Dios- en el valor único de
JACOB KREMER

la muerte de Cristo (y no de un hombre cualquiera, por ejemplo Jesús de Nazaret) para


nosotros: "la fe en la Resurrección no es otra cosa que la fe en la cruz como
acontecimiento salvífico, en la cruz como cruz de Cristo" (KuM I, p. 45s). Es una
interpelación al oyente para que, por la fe, reconozca la cruz de Cristo como el
acontecimiento salvífico y se comprenda a sí mismo como pecador y perdonado.

B. no niega la resurrección real de Cristo -aunque sí toda ligazón a la historia de este


mundo. Pues para su concepción existencialista de la fe, preguntarse por el suceso
objetivo y querer probarlo es atentar contra la fe. Sólo en el acto de fe encontramos al
Resucitado.

La contradicción con 1 Cor 15,3-8

B. mismo reconoce y califica de fatal fruto de los ataques gnósticos, el esfuerzo de


Pablo por presentar la Resurrección como un hecho histórico. No niega la antigüedad ni
la importancia del testimonio, sino su esfuerzo por asegurar y hacer verosímil el hecho
objetivo, en contraposición con el resto del mensaje paulino. ¿Tiene razón Bultmann?

En este texto Pablo quiere mostrar (no probar en el sentido científico moderno) la
Resurrección de Cristo como digna de fe, apoyándose en testigos. Lo cual no está en
consonancia con la concepción existencialista de . B., pero sí con la actitud de la Iglesia
primitiva que nos refleja el NT. Ya entonces era raro el Mensaje de la resurrección de
un muerto y la Iglesia tenía que defender su fe en el Resucitado contra las burlas y las
calumnias.

Además B. olvida que Pablo no conoce nuestros conceptos histórico y objetivo. La


Resurrección de un cuerpo espiritual sólo puede recibir este calificativo en sentido
análogo. Pero la terminología de B. es insuficiente: respeta poco el mensaje
neotestamentario que habla de la Resurrección como de un suceso dado de antemano al
creyente y del Resucitado como viviendo independientemente de mi acto de fe, aunque
no podamos entenderlo nunca adecuadamente (como un objeto).

Tampoco parece compatible con 1 Cor el poner entre paréntesis la tradición de la tumba
vacía. Hoy está superada la interpretación de B. en este punto. La tumba vacía no es una
prueba de la Resurrección, sino un signo del comienzo del Reino de Dios en este
mundo, incomprensible sólo para el que tiene el prejuicio injustificado de que es
imposible una intervención maravillosa de Dios en el orden de este mundo.

Concluyamos que un diálogo crítico con B. resulta fructuoso: nos hace conscientes de
los límites de nuestra comprensión y vocabulario, así como del misterio y peculiaridad
de la Resurrección. Sólo el creyente entiende lo que confiesa en la frase: Cristo ha
resucitado.

La interpretación de W. Marxsen

La Resurrección, tan inverosímil para el hombre moderno, científico, ¿es un hecho


positivo? Marxsen, como muchos discípulos de B., no considera esta pregunta como
superflua. Reconoce que 1 Cor 15, 3-8 habla de la realidad del hecho. Pero no es una
JACOB KREMER

prueba histórica. Pues es posible ver por qué camino llegó la Iglesia primitiva a esta
convicción: Los discípulos reflexionaron sobre sus experiencias después de Pascua y
con ayuda de un Interpretamento (es decir, un modo de pensar corriente entonces) hoy
superado, Resurrección, llegaron a la conclusión lógica: Jesús ha resucitado. En Grecia
hubieran dicho simplemente "que Jesús había dejado su cuerpo". Luego la Resurrección
es un Interpretamento al que hoy no estamos ligados.

Motivos de Marxsen:

En el NT no aparece nadie que haya visto la' Resurrección. Las experiencias de los
discípulos a menudo no parecen apariciones, sino un Ver al Señor (1 Cor 9, 1) o una
Revelación del Hijo (Gál 1, 16). Ya desde el comienzo los Apóstoles interpretaron sus
vivencias como encargo y legitimación de continuar la predicación del mensaje de
Jesús, después de su muerte, sin hablar de la persona, es decir, del Resucitado sólo
posteriormente este interpretamento funcional -que indicaba simplemente que el
"asunto de Jesús" continuaba- fue sustituido por el interpretamento personal: Esta
historización del interpretamento es inadmisible para el hombre moderno, que debe
preguntarse por su significado original.

Incompatibilidad con los testimonios más antiguos

La interpretación, aquí sólo bosquejada, no parece compatible con 1 Cor 15, 1-11. Es
verdad que nadie vio la Resurrección. Pero los motivos en que se basa M. para explicar
el origen de esta creencia no son convincentes.

1. Ni 1 Cor 9, 1 ni Gál l, 16 -también aquí Cristo es Hijo y Señor por la Resurrección-


prueban, en contraposición con 1 Cor 15, 3-8, que primero se habló de una visión del
Crucificado y luego de una aparición del Resucitado.

2. Las fuentes más antiguas no nos dan testimonio de un interpretamento primitivo,


independiente del concepto Resurrección. Aunque es posible que en los comienzos
apelaran más a las apariciones del Resucitado para legitimar la predicación.

3. La Iglesia primitiva fundamenta la Resurrección refiriéndose a las apariciones. Pero


éstas no son meras experiencias, sino encuentro personal con el que fue sepultado. La
mentalidad de la época puede haber influido en la formulación del concepto
Resurrección. Pero según la Escritura este interpretamento se refiere primariamente a la
autorevelación del Resucitado, ligada a la aparición, o sea, a una revelación de Dios
(Gál 1, 16s; Mc 16, 6). Así esta Palabra (1 Cor 15, 2), aunque exprese inadecuadamente
el contenido, tiene un valor definitivo siempre que queramos hablar de lo acontecido en
Pascua y estamos ligados a ella.

4. La Resurrección de Cristo (no su mero pervivir) es el acontecimiento fundamental


para nuestra fe y salvación (cfr. 1 Cor 15, 14. 17). Sin este acontecimiento -afirma
Pablo- toda la predicación sería vana.
JACOB KREMER

Notas:
1
Para una mejor intelección de la terminología de Bultmann, usada aquí por el autor,
remitimos a nuestros lectores al artículo: Hermenéutica y teología en R. Bultmann,
aparecido en el t. V de nuestra revista pp. 287-297. Las siglas Guk-Glauben und
Verstehen. KuMKerygma und Mythos. (N. del E.)

Tradujo y condensó: XAVIER ALEGRE


EDOUARD POUSSET, S.I.

LA EUCARISTÍA: SACRAMENTO Y EXISTENCIA


Después de un resumen sobre algunos puntos esenciales del sacramento de la
eucaristía, el autor estudia su relación con la existencia. Así, a partir de la oposición y
distinción de lo profano y lo sagrado, llega por la misma lógica del sacramento a su
plena integración en la que Dios será todo en todos.

L’Eucharistie: sacreament et existente, Nouvelle REvue Théologique, 88 (1966) 943-


965

EL SACRAMENTO DE LA EUCARISTÍA

Sacrificio y sacramento

La eucaristía es un sacrificio en el que Cristo hace don de sí mismo como alimento,


reproduciendo de manera incruenta el sacrificio de la cruz. Y al mismo tiempo, la
eucaristía es sacramento en cuanto que Cristo se hace presente bajo el signo de un
alimento. La unidad de estos dos aspectos se enraíza en la misma vida de Cristo y en su
obra de salvación y divinización.

El designio fundamental de Dios es la unión de todos los hombres en el amor y en la


participación de su propia vida. Este designio se prepara en el AT y se cumple ya por la
Alianza. Por ella las relaciones entre Dios y su pueblo vienen a ser como las del señor y
el esclavo o las del hombre y la mujer. Dios es el esposo e Israel la esposa: se trata,
pues, de una alianza nupcial. Por la encarnación, el Verbo se hace hombre para desposar
a la humanidad.

El deseo supremo del amor nupcial es la fusión - sin "confusión" en la cual cada uno no
quiere vivir más que para dejarse consumir por el otro, haciéndose alimento y carne de
su carne. Pero esto no puede realizarse plena mente entre el hombre y la mujer en su
condición natural. La realización plena implicaría la muerte a sí mismo, a la naturaleza
y a la historia.

Cristo, por ser Dios sin pecado, puede renunciar a su ser natural e histórico inmediato'
sin dejar de ser para la creatura el cónyuge vivo que se da. La muerte de Cristo es
muerte al pecado -obstáculo de la unión- pero también es muerte a la. vida natural y a la
historia humana que limitan a todo ser en si mismo. Cristo, pues, debe morir. y resucitar
para cumplir el designio de Dios de unirse a todos los hombres en eternos esponsales.

Así la eucaristía, sacramento de la presencia de Cristo como alimento y como unión


nupcial, nos remite al sacrificio de la cruz. Pero, además, el sacrificio no es sólo el
presupuesto del sacramento, sino algo interior a él. En el acto de sacrificarse, Cristo se
nos da como alimento y, haciéndonos participar de su sacrificio, nos une a él. En la
celebración eucarística nos hacemos participantes del paso de Cristo de la existencia
natural a la gloria de la resurrección.
EDOUARD POUSSET, S.I.

Presencia real

En la eucaristía Cristo está presente (presencia sustancial) como alimento (presencia


relacional). Esto significa que la razón de ser de la presencia sustancial de Cristo es la
relación que establece con nosotros. Así, pues, podemos hablar de una presencia
sustancial y de una presencia relacional. La primera es la presencia material en un
lugar, y la segunda la presencia propia de los seres espirituales. La unidad de las dos
presencias constituye la presencia total. Cristo en su vida, pasión, muerte y resurrección
despliega para nosotros tres momentos de la presencia total.

Cuando Cristo vivía con sus discípulos entre los judíos la presencia personal y espiritual
era una con la presencia material del ser sujeto a las coordenadas espacio-temporales,
Esto impedía que Cristo fuera conocido con profundidad y, por esta misma razón, era
bueno para nosotros que Cristo se marchara.

Y paradójicamente, en la ausencia de Cristo su presencia personal y espiritual se


profundiza, puesto que la fe se robustece: es el tiempo de la Iglesia. Cristo está presente
personal y espiritualmente en el gobierno de la Iglesia, en las conciencias, en la
comunidad orante. . . Esta presencia se caracteriza por su oposición a la anterior.

Pero hay un tercer tiempo en el que la oposición es superada: entonces la presencia


personal y espiritual se hace de nuevo una con la presencia material del "estar ahí",
aunque no inmediatamente como en el primer tiempo, sino a través de una historia
desarrollada: la que se ha vivido en la ausencia. La presencia espiritual adquiere la
realidad del "estar ahí", y el "estar ahí" es elevado á la rica interioridad de la presencia
espiritual. Esta es la presencia de Cristo en el cielo para los escogidos: tal fue, aunque
en grado menor, la presencia de Cristo para los apóstoles después de la resurrección, y
tal es, para la fe de la Iglesia reunida, la presencia eucarística de Cristo.

Es más, la celebración eucarística comporta estos tres momentos de la presencia de


Cristo: presupone la presencia histórica de Cristo recordada por las lecturas de la
Escritura; manifiesta la presencia espiritual en la comunidad reunida en la fe, en la
persona del sacerdote, etc... ; reproduce la tercera presencia en el sacramento en el que
se da como alimento.

Sustancia y transustanciación

La noción de sustancia es una categoría que tiene como correlativa la de accidente. La


sustancia es el principio que da consistencia a los accidentes, los organiza en un todo y
los reduce a la unidad de ser concreto.

Los accidentes, por su parte, son las manifestaciones multiformes y cambiantes de la


sustancia en el universo de las relaciones en que actúa y padece. La sustancia no es una
especie de sustrato que se halla debajo o detrás de los accidentes, sino que coincide con
ellos de la misma manera que el todo coincide con la suma de las partes, y se distingue
de ellos como el todo se distingue de la suma de las partes, puesto que es su unidad
estructurante. En oposición a los accidentes la sustancia es una abstracción, una idea
que llega a concretarse a través de los accidentes. Es el principio activo de unidad y
totalidad. La unión sustancia-accidentes que define el ser concreto, es una actividad
EDOUARD POUSSET, S.I.

sintética mucho más real que la realidad inmediatamente percibida, y mucho más
universal que una idea general abstracta.

En una piedra la sustancia sigue la suerte de los accidentes. La misma piedra puede ser
dos piedras o una estatua. A este nivel no-vital se pueden analizar los seres sin recurrir a
la distinción sustancia-accidentes: el mundo entero es la sustancia que conspira a
producir la vida sobre la tierra. A nivel de lo vital la sustancia queda tal cual es, aunque
sufra cambios accidentales importantes: un árbol es el mismo en invierno sin hojas y en
verano con ellas. Pero si se lo corta totalmente, pasa a ser sustancia inorgánica. La
autonomía de la sustancia sobre los accidentes crece a medida que se pasa de la planta al
animal, al hombre, a Cristo. Todo depende del grado de muerte a su mundo de
accidentes que la sustancia pueda soportar sin dejar de ser ella misma.

Todo ello nos acerca al misterio de la transustanciación. Un elemento que es


débilmente sustancia -el pan y el vino- deja de ser él mismo cuando sufre una acción
que le niega y que es superior a lo que puede soportar: la acción de Dios hecho hombre
que hace de él su propio cuerpo. Y, por otra parte, Cristo, que es desnudado -por la más
radical de las muertes- de toda existencia accidental, puede acceder y, de hecho, accede
a un tipo de existencia accidental enteramente nueva, la de ser alimento, sin dejar de ser
él mismo, puesto que supera la muerte y resucita.

En la transustanciación no hay destrucción de sustancia ni sustitución por otra, sino


conversión, cambio de una en otra. Todo cambio supone, por un lado, continuidad (algo
permanece) y, por otro, discontinuidad (algo aparece en el seno de lo que permanece).

Decir que por la transustanciación los accidentes permanecen y la sustancia cambia,


supone una excesiva e improcedente dicotomía entre los dos elementos. Es más
conforme con el dogma eucarístico decir que por la transustanción la continuidad se
verifica directamente a nivel de los accidentes (signos): del principio al fin hay signos
de alimento; el pan y el vino no son modificados en su aspecto ni en su ser físico. Esta
continuidad se verifica también a nivel de la sustancia (lo significado por los signos): el
pan y el cuerpo de Cristo son, el uno y el otro, alimento. La discontinuidad por otro
lado, se verifica directamente a nivel de sustancia: el alimento natural de pan se
convierte en alimento espiritual, el propio cuerpo de Cristo muerto y resucitado. Pero
también la discontinuidad se da -aunque indirectamente- a nivel de los accidentes: los
signos, del alimento no se presentan ya en un contexto natural y profano, sino en el
contexto del culto, bajo dimensiones reducidas y según un hieratismo que son por sí
mismo significadores de unas realidad espiritual.

De ahí se deduce que, por la transustanciación, los signos de pan y de vino designan en
efecto el cuerpo y la sangre de Cristo, mientras este cuerpo y sangre son precisamente
alimento y bebida. Hay entre ellos una relación intrínseca. Los signos de pan y vino
constituyen la nueva accidentalidad bajo la que Cristo se da -por su muerte y
resurrección- cuando se hace alimento. Así debe decirse que por la eucaristía Cristo es
visto y tocado por los sentidos del creyente, pero en estado de alimento.
EDOUARD POUSSET, S.I.

Conclusión

La transustanciación del pan y del vino en el cuerpo y la sangre de Cristo, hecho


alimento, realiza la presencia de Cristo en el sacramento en el que se entrega en
sacrificio. Esta presencia real es el medio del don de sí como alimento, la cual produce
la unión de los cristianos en un solo cuerpo, el cuerpo de Cristo. Esta unión se cumple,
en primer lugar, en la esfera sacramental, a lo largo de una celebración cultual por la
cual los fieles se apartan del mundo. De ella, según la lógica del sacramento, la unidad
se desarrolla en la existencia a donde los fieles vuelven y actúa n en Cristo. Esta
actividad en Cristo convierte, poco a poco, la existencia en la realidad vivida
simbólicamente en el sacramento. Y así la humanidad avanza hacia la Parusía, cuando
el sacramento habrá penetrado completamente la existencia de modo que la existencia
será la expresión adecuada del misterio cumplido en el sacramento, cuando
desaparecerá toda oposición entre lo sagrado y lo profano. Esto es lo que se desarrolla
en las páginas que siguen.

OPOSICIÓN ENTRE EL SACRAMENTO Y LA EXISTENCIA

Lo sagrado y lo profano

Todas las religiones comportan siempre una manifestación de lo sagrado que provoca, a
su vez, una división: el mundo se escinde en sagrado y profano. Y la oposición entre lo
sagrado y lo profano es probablemente el único elemento que permite definir a lo
sagrado. Pero, al mismo tiempo, esta oposición supone una coincidencia, al menos
limitada, entre lo sagrado y lo profano. Lo sagrado no aparece en estado puro, se
manifiesta en objetos, mitos, elementos intelectuales los cuales ya existían como
elementos profanos. Lo sagrado se manifiesta en un objeto profano.

La coincidencia parcial de lo sagrado y lo profano constituye el símbolo y produce un


poderoso dinamismo que va haciendo, poco a poco, de todo lo profano símbolo de lo
sagrado por la relación que puede tener con el objeto hierofánico primero. Así el
símbolo tiende a superar la ruptura, la discontinuidad introducida en el mundo por la
manifestación de lo sagrado.

Lo sagrado sostiene el sentido y lo profano sostiene la estructura externa del símbolo. El


sentido es absoluto y la estructura externa determinada. Ahí se encuentra la paradoja de
todo símbolo: lo absoluto e infinito se revela en y por elementos determinados. Esto
confiere al símbolo una potencialidad de integración y unificación que se extiende
progresivamente al universo entero. A medida que el simbolismo se desarrolla, la
existencia profana gana en cohesión; y, correlativamente, lo absoluto, fuente de esta
cohesión, se revela.

Así, en el cristianismo, la cohesión acabada de la existencia -el Cuerpo místico de


Cristo, la Iglesia a través del tiempo y del espacio- es la revelación más perfecta de
Dios.
EDOUARD POUSSET, S.I.

La existencia

La manifestación de lo sagrado, que divide al mundo en sagrado y profano y que tiende


a través del símbolo a invadir lo profano, contrasta con la historia del hombre que
separa también lo sagrado de lo profano, pero que va acentuando más esta separación al
entrar por su pensamiento racional y sus técnicas en posesión del mundo profano y, en
consecuencia, relega lo sagr ado a zonas más o menos irracionales dé la conciencia
subjetiva.

Ya a partir de la Edad Mediase va constituyendo el vasto universo de la naturaleza con


cierta autonomía de la fe y, poco a poco, lo sagrado se va replegando al interior de las
conciencias o, por lo menos, al interior de los templos.

Sin embargo, la secularización integral de la existencia no es necesariamente un


retroceso de la religión, si es cierto que ésta es una manera de vivir -según Dios- la
integralidad de la existencia. Esta es la religión "en espíritu y en verdad". Pero su
llegada definitiva y plena es escatológica.

La existencia gira en torno a tres esferas fundamentales: a) la de las relaciones hombre-


mujer que constituye la sociedad conyugal; b) la de las relaciones hombre-naturaleza
por las que el hombre se universaliza y la naturaleza se humaniza: es la esfera de la
sociedad económica constituida por el trabajo; c) la, esfera de las relaciones hombre-
hombre que constituye la sociedad política, la cual tiende a integrar y unificar, sin
confundirlas, las dos primeras esferas.

Cada una de estas esferas desarrolla una contradicción interna que el paso de una esfera
a la otra transforma, pero no resuelve. En la relación hombre- mujer la antinomia del
amor desinteresado y el deseo de posesión del otro para sí, no se resuelve más que
parcialmente. Y si esta antinomia queda apaciguada en la relación entre hermanos, es
para ser relevada por otra constituida por la integración de varias familias en una
sociedad más general: la patria y la humanidad entera. Pero, en realidad, el hombre ya
había tenido que salir de su particularidad al sentir la necesidad de trabajar con otros
hombres para poder subsistir. Así, por el trabajo el hombre no solamente subviene a su
necesidad elemental, sino que además desarrolla sus relaciones con la naturaleza y con
los otros hombres. Dicho de otra forma: su naturaleza social es objetivada.

Pero el trabajo supone la presencia de la idea de bien común en todos y cada uno de los
hombres para poder superar la antinomia entre la propia necesidad y la de los demás.
Esto no se logra plenamente: de ahí la necesidad de una mediación entre el hombre y el
bien común encarnada en la autoridad, en el poder del Estado.

A nivel de los Estados aparece una nueva y suprema contradicción: la que hace
enfrentarse las naciones incapaces de superar su voluntad de poder y de reglamentar sus
conflictos, al oponer el bien común de cada una al bien común de todas.

Una reflexión profundizada sobre la existencia y el sentido de tales conflictos permite


descubrir la contradicción existencial por excelencia -reconocida por todas las
filosofías-: La contingencia radical del mundo y del hombre en el mundo.
EDOUARD POUSSET, S.I.

Esta contradicción es el signo de una necesaria superación del horizonte del mundo
profano por una afirmación de lo absoluto, a la vez trascendente e inmanente al mundo
y al hombre.

El sacramento

Frente a la existencia el sacramento aparece, en el contexto actual, como algo


completamente fuera de la vida. En toda religión se vive esa oposición por la conciencia
religiosa. Pero esta oposición, ¿corresponde a una necesidad de la experiencia religiosa?

Si la existencia natural viene dada por elementos y situaciones que el hombre vive
conociéndolos a través de representaciones intelectuales y de afectos que le sirven de
trampolín para volver a aquellos y así perfeccionarse, la experiencia de lo sagrado, por
el contrario, viene dada a través de representaciones y afectos que proceden de objetos
hierofánicos para también volver a ellos, pero sin agotarse. Lo propio del objeto
hierofánico es remitir a otro, al otro, al que no agotan las representaciones que el
hombre se hace por medio de un tal objeto. De ahí que el hombre religioso no pueda
negar que su experiencia religiosa le coloca fuera de la mente racional y técnica, y le
expone al riesgo de lo imaginario sin volver a encontrar la existencia en la que se trata
de vivir, no naturalmente, sino según el absoluto encontrado a través del símbolo. La
experiencia del absoluto tendría que llevar al hombre a la existencia y demostrar su
verdad superando las contradicciones de la existencia.

El sacramento cristiano pertenece a una religión que evita de tal modo la alienación, que
su simbolismo se funda sobre la existencia histórica de un hombre que es en la historió,
síntesis del absoluto y de la existencia: Cristo hombre y Dios. Los sacramentos ordenan
y llevan a la existencia por una acción que la transfigura y la hace vivir según la misma
vida de Cristo, encarnado en el mundo para asumirlo y transfigurarlo por su muerte y
resurrección.

Si en el cristianismo para comunicar con el absoluto es necesario -por la rudeza del


mismo ser natural y por, el peso de los pecados- salir del tiempo, de la existencia natural
haciéndose por la fe contemporáneo de Jesús, es para volver a la existencia, no como
existencia natural, sino como existencia en camino de llegar a ser según el absoluto,
según el mismo Cristo.

PASO DEL SACRAMENTO A LA EXISTENCIA

La existencia en el sacramento

Cristo, dándose en alimento a los hombres hace crecer su Cuerpo místico, la Iglesia, y
lo hace crecer en su unidad. Este crecimiento se verifica en la misma esfera de la
celebración sacramental: en ella los fieles se reúnen y, participando de un mismo pan, se
unen a un mismo cuerpo. Eso, que se cumple en el ámbito de lo sacramental, provoca
un dinamismo hacia la unión de los fieles en la misma existencia. Ahora bien, esta
vuelta a la existencia cristiana no es fruto de una reflexión moral o de una resolución
práctica de imitar a Jesucristo. El sacramento lanza al hombre a la existencia por su
EDOUARD POUSSET, S.I.

propia lógica, según la cual Cristo vive en los bautizados para obrar en el mundo.
Cristo, al darse en alimento, se inserta en la existencia a través de aquellos que alimenta.

En la esfera del sacramento el desarrollo y la unidad del cuerpo místico se produce en


representación: el sacramento es el paso del Cristo existente como persona individual al
Cristo resucitado que integra en la unidad de su cuerpo todo lo que existe.

La existencia natural, como hemos visto, está llena de contradicciones tanto en la vida
familiar, como en la económica y política. La doctrina evangélica de castidad, pobreza y
humilde servicio al prójimo, en el grado que alcanza a todo cristiano, además de hacer
dignos a los hombres del reino de ol s cielos, supera los conflictos inmanentes de la
presente vida. Y esta proposición no es una pura enseñanza moral, sino una acción
liberadora y reconciliadora: la redención por la cruz y la resurrección.

Ahora bien, el sacramento es un acto: a) por el que Cristo obra divinamente en mí en la


medida en que por la fe yo le dejo actuar, b) con el fin de elevar mi propia acción al
valor de una acción del mismo Dios. Si los dos elementos se unen perfectamente en el
acto sacramental se dará el paso del sacramento a la existencia. Es más, la misma unión
será el paso.

En el sacramento se vive, además, la síntesis total y unificarte de las contradicciones:


Cristo, dándose en alimento a todos los hombres, los reúne en la concordia y unidad; en
la Iglesia donde se celebra el culto ya no hay hombre ni mujer, ni señor ni siervo, ni
judío ni gentil.

Después, esta acción sintética se traslada á la misma existencia donde sus


contradicciones no son suprimidas por el sólo hecho de ser simbolizadas en la esfera
sacramental, sino en cuanto se instaura una acción en nuestras libertades, según la
gracia divina, que promueve progresivamente un orden de conciliación: el reino de
Dios, el Cuerpo místico de Cristo.

Si la lógica del sacramento lleva a la existencia quiere decir que la existencia está
precontenida en el sacramento: el sacramento es ya existencia.

En efecto, como en todas las religiones primitivas, el culto cristiano reproduce los actos
fundamentales de la existencia: la nutrición y la unión de sexos. La eucaristía como
comida y comunión -según un simbolismo nupcial- reproduce estos actos
fundamentales: la cena es el acontecimiento en el que Cristo se entrega por nuestros
pecados y se da en alimento. Es más, el sacramento saca de la existencia su materia, pan
y vino, colocándola siempre en un ambiente distinto de la existencia.

El sacramento en la existencia

¿Cómo se realiza por el sacramento el doble movimiento de salida y vuelta a la


existencia? Por medio de un juicio de la existencia y de una condena a muerte: es el
juicio que hizo Cristo en la cruz en el que condenó a muerte al pecado.

Es necesario morir a la existencia generadora del pecado, para participar en la comunión


sacramental. Se trata de una muerte radical a todo. Parece la misma negación de la
EDOUARD POUSSET, S.I.

existencia. Sin embargo, Cristo al morir a su existencia adquiere la plenitud de la


existencia. De esta plenitud participa por la comunión el fiel, si antes ha participado en
la muerte de Cristo.

Y ¿cómo participar de la muerte de Cristo? Aunque la participación en esta muerte, se


concreta en las renuncias particulares, sin embargo no se alcanzará plenamente sino al
fin de la vida, cuando, a su vez, el cristiano morirá de la muerte de Cristo. Esta
participación de la muerte de Cristo se anticipa para el cristiano en y por el sacramento
así el cristiano puede tener acceso a la comunión y vivir de la misma vida de Dios.

La comunión con la muerte de Cristo produce también en el hombre una conciliación


simbólica de las contradicciones de la existencia. En efecto, la comunión eucarística
reúne a los participantes en la unidad de un mismo cuerpo en el que ya no hay hombre
ni mujer... Y no sólo en el símbolo de la asamblea eucarística, sino también en la misma
existencia: la acción sacramental es el paso a la acción universal que el Señor resucitado
ejerce en el universo entero. Alimentados por el cuerpo de Cristo resucitado, los fieles
se encaminan hacia una triple victoria -sobre la carne, sobre el apetito de goce y sobre la
voluntad de poder- y gustan el gran gozo de ser pobre, de amar y de servir como Cristo.
Así traducen en su vida unas nuevas fuerzas que luchan contra las contradicciones:
viven según la castidad (nueva relación del hombre con la mujer), según la pobreza
(nueva relación del hombre con la naturaleza en la esfera de lo económico), según la
humildad del servicio a los demás en la obediencia al Padre (nueva relación del hombre
con el hombre en el campo de la política).

Puesto que nuestra muerte ha sido sólo parcial, esas conciliaciones no pueden ser más
que parciales. Los cristianos se casan, trabajan y poseen, toman responsabilidades,
ejercen sus derechos de ciudadano y cumplen los deberes, pero en todas estas
actividades se va verificando una paulatina conversión hacia la meta final: la renovación
de todas las cosas en Dios, tal como está prefigurado por la conversión de los elementos
naturales en el cuerpo y la sangre de Cristo y tal como se manifestará en la Parusía.

La coexistencia en el presente de los dos órdenes -el orden nuevo según Cristo y el
antiguo según la naturaleza y el pecado- hace que, en cierto sentido, no haya cambiado
nada por los sacramentos en la faz del mundo. Ningún hombre puede morir
radicalmente sin dejar por Io mismo de existir; nadie puede hacerse inmediatamente
contemporáneo de Cristo muerto en cruz !sin dejar de existir.

Sin embargo, para el que vive según la lógica de los sacramentos el orden nuevo es
perfectamente reconocible y efectivamente vivido.

El bautizado ha vivido en el sacramento su propia muerte radical, según un cierto límite,


y deja obrar a Cristo en él para la superación del límite. El bautizado que ha comulgado
va hacia la supresión de toda distancia entre su muerte efectiva, pero aún parcial, en la
existencia y su muerte radical, vivida como radical sólo en el sacramento. Es to quiere
decir que el cristiano se va haciendo por sus buenas obras odioso a la existencia. Y al
mismo tiempo se hace más intenso el desorden de la naturaleza endurecido por la
violencia del pecado hasta que, al fin, la existencia por la fuerza del pecado suprime al
cristiano: es la muerte. Pero para el cristiano que ha resucitado con Cristo por el
sacramento, la muerte es el martirio que le arranca violentamente su resto de existencia
natural.
EDOUARD POUSSET, S.I.

En la medida en que la lógica de los sacramentos fuera caminando suficientemente en la


existencia, en la medida en que la mayoría, si no la totalidad, de los hombres fuera
alcanzada por esta lógica, es evidente que el martirio cruento que el hombre viejo
inflige al hombre nuevo, iría desapareciendo.

Pero siempre queda, en toda hipótesis, la verdad del martirio cruento: la muerte por
impetuosidad de amor. El amor entraña la muerte, no en el sentido de que el odio no
pueda soportar el amor e intente destruirlo matando, sino por el hecho de que el amor
entraña el don de sí al amado con la correlativa renuncia a sí mismo: la muerte. Eso lo
intuían ya con cierta rudeza los personajes del Exodo al creer que nadie podía ver a Dios
sin morir. El santo quiere, por lo que a él se refiere, la muerte y no la teme en absoluto.
Sólo en la medida en que el cristiano no ha comulgado integralmente en la existencia
con esta lógica del sacramento, su muerte conserva las apariencias y, hasta cierto punto,
la realidad de una muerte natural. Pero el que en la existencia llega al límite de esta
lógica muere de amor y cumple en su muerte la síntesis definitiva del sacramento y la'
existencia: el Reino de Dios, el Cuerpo místico de Cristo.

Tradujo y condensó: FRANCISCO XICOY


KARL RAHNER

MAGISTERIO ECLESIÁSTICO Y TEOLOGÍA


POSCONCILIARES
Stimmen der Zeit, 178 (1966) 404-420

El 24 de julio de 1966 mandó el cardenal Ottaviani -Proprefecto de la Congregación de


la Doctrina de la Fe- una carta a los presidentes de las conferencias episcopales,
preguntando sobre algunas tendencias peligrosas de la Teología y mentalidad católica
actuales. Al principio se pensó que fuese confidencial, pero pronto aparecieron
comentarios en la prensa, y finalmente, Roma se decidió a publicarla en Acta
Apostolicae Sedis. A partir de entonces, la carta se ha convertido en objeto de reflexión
y discusión públicas.

La carta de Ottaviani

La carta comienza con la afirmación de que es tarea de todo el pueblo de Dios llevar a la
práctica todo lo que ha determinado el Vaticano II en orden doctrinal o disciplinar. Los
obispos, por su parte, deben vigilar, dirigir y alentar (¡manteniendo el equilibrio de esas
tres funciones!) ese "movimiento de renovación", de acuerdo con el oficio magisterial
que les compete en comunión con el sucesor de Pedro. De hecho hay que lamentar,
continúa la carta, abusos en la interpretación de la doctrina conciliar y opiniones
atrevidas que turban a los fieles y que "en cierto modo" perjudican al dogma y a los
fundamentos de la fe. La carta enumera diez ejemplos, subrayando que son ejemplos y,
por consiguiente, no una exposición armónica y exhaustiva de esos peligros teológicos:
sobre la Revelación, las fórmulas de fe, el Magisterio, especialmente del Papa, la
existencia de una verdad absoluta, la Cristologia, la Teología sacramental y en particular
el concepto de transustanciación, sacramento de la Penitencia, pecado original, moral y
ecumenismo. La carta concluye, encareciendo a los obispos que, conforme a la
obligación de su oficio pastoral, protejan a los fieles contra esos errores, y ordenando a
las conferencias episcopales que envíen a la Santa Sede una relación sobre el estado del
respectivo país acerca de las cuestiones indicadas.

La intención de este artículo es proponer algunas reflexiones teológicas generales que se


imponen o al menos se pueden hacer al leer esta carta. Entrar en la temática de los
errores indicados, requeriría un trabajo teológico más extenso.

ANALISIS DE LA SITUACIÓN TEOLOGICA ACTUAL

La situación actual es de una cierta inseguridad y desconcierto. Reconocerlo no es


indigno de un cristiano, ni tampoco de la Jerarquía. Existen cuestiones importantes para
las que no se dispone por ahora de una respuesta pronta. Una situación puede ser oscura
y compleja; puede ser difícil valorar cada una de las tendencias y opiniones, saber si
algo que resuena mucho en la Iglesia es sólo un fenómeno periférico - no característico
de la mayoría de los teólogos y del pueblo de Dios-, si es sólo una moda efímera o
principio de un serio peligro, o bien simple compensación algo ruidosa, como reacción a
un conservadurismo anterior. La
KARL RAHNER

carta delata esa situación de inseguridad, y está bien que nos ponga sobre aviso.

Entre el monolitismo autoritario y la iconoclastia teológica

Pero no se trata ahora, ante todo, de enseñar autoritativamente las verdades sabidas y
oponer un "no" a las desviaciones, sino de proponer de tal modo la verdad que
realmente se reciba también de buena gana y por su mismo poder de convicción. Para
esto no basta de hecho la invocació n de la autoridad del Papa y de los obispos. Nos
vemos en la necesidad, queramos o no, de encontrar un camino medio entre el
monolitismo autoritario, por una parte, para el que todo, -o al menos todo lo que es de
importancia-, se puede decidir fácil y rápidamente mediante una declaración papal de la
forma que sea; y por otra, el desbarajuste y confusión que supondría el que teólogos y
laicos creyesen que pueden pensar y opinar a su antojo de cualquier asunto de fe.

El primer camino, tal como se siguió antes; ya no es viable. Es claro que el Vaticano II
prefirió otro método; y muestra de ello es la reserva con que procedió en enunciados
dogmáticos, la amplitud que dio al diálogo dentro de la Iglesia, y la mayor libertad con
que dejó pronunciarse a las diversas tendencias teológicas. Se ha visto que, en muchas
cuestiones, formular una doctrina inequívoca es más difícil de lo que se creyó hace
veinte años. Los planteamientos, terminología y métodos se han diferenciado tan
rápidamente que es mucho más difícil determinar con exactitud qué quiere decir
propiamente una sentencia, cuando se la "traduce" a otro lenguaje teológico.

El otro camino es erróneo, desde una comprensión católica de la fe y de la Iglesia. En la


Iglesia debe existir un credo y no ya sólo meras "interpretaciones", todas igualmente
legítimas, del tipo más dispar y aun contradictorio, entendidas como expresiones de un
transfondo común inexpresable. Existe un Magisterio que puede expresar en conceptos
humanos y de un modo autoritativo, la fe de la Iglesia; puede rechazar sentencias
opuestas y hasta decir con autoridad si una sentencia se le opone realmente de hecho.

No podemos entrar ahora a fundamentar o a dar reglas prácticas de cómo proceder en


esa "vía media", en la cual hay todavía mucho que hacer.

Tendencias erróneas

Las tendencias señaladas existen también en países de lengua alemana, aunque no todas
con igual claridad ni formando un sistema; más bien como una cierta mentalidad que
aflora en las discusiones privadas. Casi todas esas tendencias son claras en la teología
protestante, y no es, pues, sorprendente que aparezcan en la teología católica ahora que
ambas teologías se influyen más manifiestamente. Notemos sin embargo, que existen
otras cuestiones, tan importantes o más que las tocadas en la carta, que no se nombran y
que deberían nombrarse, como el problema de Dios y de la posibilidad de su
experiencia, el problema del ateísmo, etc.
KARL RAHNER

Peligro de que se oscurezcan verdaderas cuestiones

Asimismo, la carta adolece de una cierta vaguedad, explicable hasta cierto punto, y se
echa en falta que no se acentúe, como ha hecho el Concilio, la insuficiencia de rechazar
el error simplemente con un "no", repitiendo una y otra vez fórmulas tradicionales.

¿Cuándo se coarta, por ejemplo la fuerza de la inerrancia y de la inspiración? -¿no


tienen éstas también, por otra parte, un verdadero y necesario límite?. ¿Cuándo se
cambia indebidamente el sentido objetivo de una fórmula dogmática? -¿no existe
también una evolución en Teología, gracias a la cual el sentido permanente de antiguas
fórmulas dogmáticas se va despojando (p. ej.) de las interpretaciones erróneas que
aquéllas arrastraban consigo inevitablemente?. ¿Cuándo se tiene en poco al Magisterio
Ordinario? -¿pero no ha supuesto un progreso teológico reconocer la existencia de
doctrinas reformables del Magisterio Ordinario, que de hecho tienen que ser
reformadas?. ¿Cuándo se da un falso relativismo? ¿no se da también una evolución
doctrinal que no solamente consiste en la conquista de nuevos conocimientos sino en la
nueva intelección de antiguas verdades que, a pesar de eso, siguen siendo tales?. ¿Qué
nuevos conceptos son irreconciliables con las definiciones cristológicas? -¿no es, por
otra parte, necesaria a todas luces una nueva reflexión teológica sobre Cristo a partir de
nuevos conceptos modernos que no amenacen una sana Teología? Bien está que se
rechace una ética de situación (¿cuál ?), pero -¿en que consiste su núcleo de verdad, no
atendido en la moral tradicional? - ¿Cuáles son las "opiniones perniciosas" en la actual
moral sexual, y cómo se pueden distinguir del verdadero progreso que ha iniciado, al
menos, el Vaticano II respecto a la enseñanza de Pío XI y Pío XII?

Inabarcabilidad de la problemática teológica actual

La carta no pasa d ser una llamada de atención muy genera No podía ser otra cosa en la
situación actual. La teología hoy día tiene tal cantidad de. problemas y tal instrumental
conceptual, y es tan consciente de la pluralidad de sentidos de toda afirmación, que no
puede siempre, tan fácilmente como antes, oponer una nueva afirmación positiva e
inequívoca, a un error real o aparente de forma que todos tengan la impresión de que no
sólo se dice algo verdadero, sino que también se recoge lo que, en el fondo, ese error
tenía de verdad.

Debemos aceptar serenamente esa situación, si queremos que la actuación de la Iglesia y


del Magisterio sea acertada y eficaz. Dado el pluralismo de métodos científicos
teológicos y de terminologías, y la inabarcabilidad de la problemática teológica actual,
ningún teólogo solo puede ser plenamente un especialista. Debido a ello, las tesis de los
teólogos ya no son un simple "sí" o "no" a una doctrina tradicional, fijada de antemano
en fórmulas bien conocidas a todos; por eso suenan tan distintas entre sí. La mayoría de
veces se formulan en "diálogo" con filosofías, teoremas profanos, planteamientos
unitarios de problemas, ajenos por completo unos a otros y que ningún particular puede
conocer y entender en su pluralidad. Por más que nos esforcemos por hablar un
lenguaje, por entendemos recíprocamente y por traducir unas teologías en otras, ese
esfuerzo tiene hoy unos limites prácticos. El intento de crear a la fuerza en Teología un
planteamiento y una terminología unitaria fácilmente accesibles a todo teólogo, lleva ría
sólo, si fuera posible, a una teología de pequeña secta, que no podría hablar ya con su
medio ambiente.
KARL RAHNER

Otro agravante característico de la situación actual es el hecho de que no pocos


cristianos tienden a desoír el Magisterio y, a la vez, pretenden continuar dentro de la
Iglesia; con ese fin "interpretan" arbitrariamente sus enseñanzas. No queremos decir con
ello que el Magisterio no necesite aclaraciones si quiere mantenerse vivo. De lo que se
trata es de reconocer que existen unos limites, y que si se traspasan, la Iglesia debe
pronunciar un valiente "no" y el cristiano debe tener valor y honradez para salir de la
Iglesia, si no guarda su credo más que de palabra.

PROBLEMAS INTERNOS DE LA DIRECCIÓN TEOLÓGICA EN LA IGLESIA

Todas estas circunstancias ponen a los responsables autorizados de cualquier


cosmovisión (no sólo a la Iglesia) ante el difícil interrogante de cómo compaginar la
unidad firme de doctrina y el libre desenvolvimiento cada vez más rápido de la misma.
Se ha reflexionado muy poco sobre eso. Claro está que no se puede dejar todo a la libre
discusión de la "ciencia autónoma" pero no se ve exactamente cómo y qué se puede
decidir con claridad, para que la decisión sea objetivamente acertada y además efectiva.

Responsabilidad especifica de los obispos

En este punto los obispos tienen la responsabilidad de ser maestros de la Iglesia y por
consiguiente no pueden contentarse con esperar simplemente las decisiones de Roma.
La doctrina del Vaticano II sobre el oficio magisterial "iure divino" de los obispos no
puede quedar en literatura piadosa. Además' la situación actual exige el ejercicio de ese
deber. Sería sumamente peligroso si se exigiese a Roma más de lo debido. Los obispos
pueden hablar y actuar en determinadas situaciones concretas de su región con más
garantías de efectividad, porque pueden reaccionar más exactamente a una situación
dada, porque pueden comprender mejor las nuevas opiniones y a los que las defienden,
y por lo mismo pueden estar más capacitados para el diálogo, y finalmente también
porque pueden "arriesgar" más por ser sólo penúltima instancia y no última.

El clero debe comprender que no todo lo que trata la ciencia teológica sirve, ni mucho
menos, también para el púlpito. El púlpito no es el lugar apropiado para dudosas
"desmitologizaciones". La predicación busca la salvación del hombre concreto que
escucha, y a ese hombre le puede dañar una frase en sí verdadera, si se dice de un modo
falso. En este punto, los obispos deben hacer algo por si mismos, y no solamente
informar. Lo dice incluso la carta, que es aquí "posconciliar" en un sentido muy
positivo.

De cara al futuro

Se debería hacer todo lo posible para prever el desenvolvimiento futuro de la doctrina y


de la práctica, afrontarlo a tiempo, orientarlo por buenos cauces, se parar lo inevitable y
verdadero de lo extremoso, excéntrico y equivocado. Dentro de poco, muchas de las
tendencias que ahora sólo apuntan, se irán acentuando y se harán peligrosas. Las
cuestiones que señala la carta se harán más de dominio público; se impondrán con más
urgencia cuestiones prácticas, como las formas de devoción eucarística, confesión de
devoción, moral sexual, matrimonios mixtos... Se debería hacer, a tiempo algo en ese
KARL RAHNER

sentido. Si se afianzan ideas falsas en la conciencia pública de la Iglesia casi se llega ya


tarde. Ahora al principio aún sería posible mucho. El silencio mortal por miedo no sirve
para nada.

Sentido de captación de los problemas urgentes

No se nos diga que sólo es afán de problematizar viejas cuestiones ya resueltas. No está
todo claro. No es cierto p. Ej., contra lo que piensan algunos canonistas (¿y obispos?)
que el derecho divino prohíba sin más a un católico un matrimonio, si no se asegura la
educación de los hijos. La inerrancia de la Escritura, la conciencia que de sí mismo tenía
Cristo, el pecado original, por no citar más que unos ejemplos, deben repensarse de
nuevo, aun dejando a salvo las declaraciones normativas del Magisterio. Las cuestiones
pendientes en moral sexual son también conocidas. Qué madurez ética es necesaria para
poder constituir un matrimonio indisoluble es una cuestión oscura, de cuya respuesta
derivan consecuencias prácticas en las que los canonistas no piensan bastante.

Ahora bien, en muchos casos Roma sólo puede dar un encuadre de solución (como ha
hecho el Concilio). Y ya es mucho. Pero eso sólo no basta a menudo para proteger la
ortodoxia, sin exigir por otro lado sacrificios intelectuales injustos ni aceptaciones
puramente verbales del Magisterio. A la mentalidad romana, un tanto formal y
juridicista (inevitablemente, por su función de instancia universal), no le es fácil hablar
en un lenguaje teológico humano, que se acomode y sea entendido en un país
determinado.

He aquí una tarea de los obispos que aún está por realizar. Además, la solución no
puede quedar "en las nubes", sino que debe ser transmitida a la conciencia de todo el
clero, para protegerle así de soluciones reaccionarias o heterodoxas.

Discusión pública y censura eclesiástica

Hoy día no se pueden pensar estos problemas "in camera caritatis", al margen de toda
publicidad y sacando a la luz pública sólo las soluciones maduras. Es, pues, enteramente
necesario, si no se quiere sofocar la reflexión teológica, que la censura sea amplia y
tolerante respecto a publicaciones científicas serias; y al revés, más estricta de lo que
suele respecto a engendros seudopiadosos, populares sólo en apariencia. Pero para eso
es preciso que, tanto el clero, sobre todo el joven, como los laicos tengan muy presente,
que un "imprimatur" no significa de hecho una garantía de ortodoxia de las ideas
defendidas. Por ser corriente esa falsa idea se ven obligados los obispos a ser rigurosos
en la censura. Asimismo, un teólogo puede tener el derecho y el deber de dudar
públicamente de la ortodoxia de las ideas de otro teólogo, aunque se publiquen con
censura. Si no se facilita esta función crítica entre los teólogos, el resultado será que
sufrirá menoscabo la ortodoxia misma y la autoridad de los obispos, a la que tampoco
puede pedírsele demasiado. Por otra parte es una cortesía y compañerismo mal
entendido el que los teólogos no hagan más que "respetarse" mutuamente. De ahí deriva
la decadencia de la discusión teológica, cosa muy peligrosa.

Y no se diga que en cuestiones relativamente mente importantes no pueda haber


diferencia de opiniones. El Concilio ha enseñado lo contrario, en la teoría y en la
KARL RAHNER

práctica. Y, sin embargo, se podría citar casos, en Alemania, en que después del
Concilio, las autoridades eclesiásticas no han respetado suficientemente esta libertad en
cuestiones discutibles.

Valentía para tomar decisiones magisteriales

Sin embargo, no se puede decir que hoy día se hayan de dilucidar los problemas
teológicos por simple acuerdo .entre las distintas opiniones. Los responsables del
Magisterio (cada uno según su autoridad y según la importancia del asunto) deben tener
también el valor de decir un "no" en determinadas circunstancias, aunque no hayan
"convencido" a todos con sus indicaciones y razones teológicas. No es posible distinguir
de un modo adecuado lo "fundamental" y lo "secundario", y proteger lo primero
dejando libre sin condiciones lo segundo; pues existen (según el Decreto sobre
Ecumenismo, n. 11) cosas no fundamentales o poco fundamentales que son y siguen
siendo dogma indiscutible en la Iglesia Católica. La teología del Magisterio decide, en
última instancia, qué es aquello a lo que no se puede renunciar. Esa decisión implica
obligaciones éticas cuyo cumplimiento no es tan fácil como a veces se cree, pues no se
trata tan solo de decidir rectamente sino de hacerlo de un modo humano y ganándose las
voluntades.

Puesto que, en la actual complejidad de los problemas teológicos, los obispos necesitan
inexorablemente el consejo de los teólogos y puesto que la asistencia del Espíritu Santo
en la Iglesia no se extiende solamente a los obispos, tienen éstos el derecho e incluso a
veces la obligación de no censurar una idea teológica que defiende un considerable
número de teólogos serios. Eso supone naturalmente que los obispos se han creado la
posibilidad práctica de conocer cuánto y sobre qué existe tal conformidad. Pero por otra
parte, no toda opinión de un particular, por respetable que sea, ya por eso está inmune
de toda censura episcopal. Cada teólogo está inclinado fácilmente a considerarse
portador de la ciencia objetiva; eso no impide que el obispo no deba, en determinadas
circuntancias, dar a tal teólogo un rotundo "no".

Se podrían dar normas más precisas, pero en definitiva no existe ninguna regla que diga
cómo dosificar autoridad y prudencia en cada caso concreto. Es algo que debe decidir el
obispo en su conciencia. Podrá pecar quizá por un extremo o por otro y sin embargo
debe tener el valor de afrontar ese riesgo. No es agradable tener que tomar a veces en
asuntos doctrinales una decisión con la conciencia de que no puede ser irreformable.
Pero la vida humana y la vida de la fe de la Iglesia son enteramente inconcebibles sin
esas decisiones reformables y con todo válidas. Pues fe e Iglesia no se hacen en la
retorta de la teología, sino que están sustentadas por la predicación apostólica, que se ha
confiado ante todo a la jerarquía. La contingencia de tales decisiones reformables no
exime, pues, al obispo de la obligación de asumirlas, ni al teólogo de aceptarlas en
principio.

PARA UN TRABAJO CONJUNTO DE MAGISTERIO Y TEOLOGÍA

¿Qué medios tenemos a mano para poner en práctica las reflexiones hechas hasta aquí?
Conformémonos con una respuesta parcial en forma de preguntas.
KARL RAHNER

Algo de tipo más básico

¿Cómo puede entenderse ese trabajo conjunto entre obispos y teólogos? ¿por qué el
episcopado no responsabiliza al cuerpo soñoliento de teólogos, apreciándolos,
proponiendo importantes temas a los congresos ... ? Dígase otro tanto de los exegetas.
En el siglo XVI existían más instituciones que hoy, a través de las cuales los teólogos
manifestaban su parecer y asumían responsabilidades colectivas. Hoy día sería eso aún
más necesario que entonces. ¿No debe institucionalizarse más la función de las
comisiones teológicas de cada conferencia episcopal, para hacerlas eficaces y además
para que se sepa quién tiene la responsabilidad de tales consultas?

¿No debería reformarse la censura episcopal de libros? ¿Por qué no se observa la


prescripción del derecho canónico de que se de a conocer el nombre del censor? ¿No se
debería conocer también, en caso de que se rechace el libro? ¿Son siempre competentes
los censores? ¿Son valientes y prudentes a la vez? ¿Es cierto que la censura previa tiene
todavía más ventajas que inconvenientes, o no conduce a una falsa sobrevaloración de
los libros que obtienen el "imprimatur"? ¿No podrían los obispos controlar, hoy día, de
un modo mejor el movimiento teológico?

Conferencia episcopal y "consejo de presbíteros" como foro de diálogo teológico

¿No deben ejercer actualmente los obispos su oficio magisterial de ninguna otra forma
además de por la aprobación del nombramiento de profesores y la provisión de cargos
semejantes, predicación y alocuciones, cartas pastorales algo anticuadas la mayoría de
las veces y censura de libros? En concreto, ¿no deberían ejercerlo sobre todo a través de
la conferencia episcopal, mediante declaraciones colectivas, aprobaciones conjuntas,
etc? De suyo hace ya tiempo que existe dentro de las conferencias episcopales un
órgano destinado a fomentar el diálogo con la teología actual, pero no se le ve actuar
mucho y uno está tentado de pensar que, tal como existe, no puede servir más que para
informar al episcopado. ¿Reúne los presupuestos morales y técnicos requeridos?

¿No podría el "consejo de presbíteros", que se ha de crear en cada diócesis, ser también
para el obispo un instrumento de información del clero en tales cuestiones? ¿Se
aprovechan suficientemente para las tareas aquí señaladas las conferencias de decanos,
las asambleas teológicas de sacerdotes y las de academias católicas? ¿No podrían
contribuir los obispos, respetando el libre juego de la ciencia teológica, a que las
revistas de teología se preocupasen por los problemas teológicos actuales más que por
meras investigaciones históricas eruditas?

Vocaciones académicas y reforma de estudios

¿Se percatan los obispos de fomentar la teología a nivel académico? ¿Permiten de veras
todos los obispos que se destinen sujetos aptos para la enseñanza de la teología? ¿Se
puede dejar esto enteramente al arbitrio de cada obispo? ¿Se puede permitir que, por
falta de sacerdotes, un obispo no deje seguir estudiando a un teólogo con la esperanza
de que otro obispo lo pueda hacer? ¿No se puede decir que a la larga hace más por el
futuro del cristianismo y de la Iglesia un clero vivo, bien formado, que responde a la
KARL RAHNER

mentalidad de nuestro tiempo, que un clero formado rápidamente y que se consume


pronto en el trabajo rutinario de la cura de almas?

¿No hay nada que desear sobre la formación teológica de los católicos cultos a través de
los medios de comunicación de masas? ¿Destinan los obispos para esos cargos hombres
suficientemente bien formados? ¿No puede tener uno la impresión de que la parte que
mantienen los laicos en las emisiones religiosas por radio es mejor y más actual que la
que ofrecen los eclesiásticos, en el sentido estricto de la palabra?

La solución a los problemas señalados por Ottaviani dependerá en gran parte de la


formación de los jóvenes teólogos. ¿Se continúa con la suficiente energía la tarea de
reforma de estudios que el Concilio encomendó a las conferencias episcopales? ¿No
corre el peligro de fracasar prácticamente por causa del egoísmo de algunos profesores?
¿Tenemos presente que quizás profesores que sólo "hacen piruetas" en su especialidad
son malos consejeros para una reforma de estudios, sobre todo si no están al corriente
de las necesidades de la pastoral actual, de la mentalidad dé los jóvenes, y del nivel
intelectual de los que empiezan teología? Lo que hasta ahora se ha dado a conocer de las
consultas sobre reformas de estudios en Alemania viene a reducirse a un laborioso
trabajo de distribución de clases. ¿Se puede creer seriamente que con eso está hecho
todo? Si se dejan tal como están hoy las asignaturas, si no se tiene ante los ojos la
formación del futuro pastor de almas como el principio orgánico de los estudios, si no
se calcula más realísticamente el nivel intelectual de los jóvenes y si no se junta la
enseñanza científica con la formación existencial-religiosa de la personalidad de los
teólogos, fracasará la reforma de estudios.

Política teológica organizada

¿No se podría llegar a un planteamiento más claro de las preguntas insinuadas en la


carta de Ottaviani? ¿Cómo pasar de una simple salvaguarda contra tendencias peligrosas
a una teología "ofensiva"? ¿Están dispuestos los obispos a fomentar (no sólo tolerar)
cualquier intento en ese sentido?

Dejada a salvo la obligación de la Iglesia de conservar el depósito de la fe, ¿no tiene


también la autoridad docente de la Iglesia el derecho (y quizá el deber) de concentrar
sus fuerzas en puntos neurálgicos, en vez de desperdigarlas, luchando en todas partes
sin vencer en ninguna? No estamos obligados a hacer "aquí y ahora" todo lo que se debe
hacer "en si". Se puede combatir opiniones falsas, en teoría o en práctica, p. e. acerca de
las indulgencias, pero es un problema más urgente la lucha contra el ateísmo, si se la
entiende como se debe entender.

¿No sería posible en general una "política espiritual" teológica mas ofensiva y
organizada en el buen sentido de la palabra? ¿No podrían obispos y teólogos formar un
equipo mejor de lo que suelen hacer, en vez de representar los teólogos simplemente el
elemento crítico y los obispos el conservador, de forma que los teólogos también
asumiesen de un modo más manifiesto la defensa activa de la doctrina de la Iglesia y los
obispos, a su vez, también la revisión crítica de la misma? El trabajo conjunto de
obispos y teólogos se ha consagrado en el Vaticano II. ¿Continúa todo igual que antes
después del Concilio?
KARL RAHNER

Todo lo dicho no ha querido ser más que unas observaciones con ocasión de la carta del
Cardenal Ottaviani, a modo de preámbulo a la problemática teológica ahí señalada.
Estos marginales causarán en muchos la impresión de un vidrioso vacilar entre
"reacción" y "progreso". Creo que tal impresión en el fondo es falsa. No todo
compromiso es un compromiso perezoso. El conocimiento y la acción apuntan siempre
a un justo medio, que no se alcanza de buenas a primeras, sino intentándolo
pacientemente una y otra vez, siempre de nuevo. Y hoy día necesitamos esa paciencia.

Tradujo y condensó: VICENTE BERENGUER


E. SCHILLEBEECKX, O. P.

RELIGIOSOS Y EPISCOPADO
Anterior a la tercera sesión del Concilio Vaticano II, y a las precisiones que en ella y
en la siguiente el mismo Concilio aportó sobre la materia, la presente exposición (que
es el texto de una conferencia del autor, dada en 1964 ante los Superiores Mayores de
Bélgica) merece ser conocida en cuanto que las reflexiones teológicas en ella
contenidas pueden esclarecer la práctica futura de la acción pastoral de los Obispos,
en relación a los Religiosos. Sin ser, pues, un comentario al Decreto conciliar
«Christus Dominus», (n 25, 33-35) las presentes reflexiones --a partir del espíritu
mismo del Concilio-- ayudan a tomar conciencia de la importancia esencial que en la
Iglesia tiene el elemento carismático, del que jamás se puede desentender la Jerarquía.
Sólo en el mutuo respeto y colaboración, lo institucional y lo carismático harán de la
Iglesia Pueblo mismo de Dios y Signo de Salvación en el seno del mundo.

Collaboration des religieux avec l’Episcopat, Vie consacrée, 38 (1966). 75-90

EL CONCILIO COMO DES PLAZAMIENTO DEL CENTRO DE GRAVEDAD


DE LA IGLESIA

La decisión conciliar de anteponer el capítulo sobre el Pueblo de Dios a los capítulos


correspondientes a la Jerarquía y a los laicos ha de tener repercusiones muy importantes
para el futuro. Frente a la presentación tradicional y jurídica de la Iglesia, en la que ésta
se presentaba ante todo como Jerarquía, proclamar la realidad del Pueblo dé Dios como
esencia misma de la Iglesia implica reconocer que el Concilio supone un
desplazamiento del centro de gravedad de la misma. Se ha realizado una
descentralización, no sólo con respecto a la Curia Romana, sino -cosa mucho más
importante- con respecto a cinco niveles fundamentales.

1.- Desplazamiento de la atención tradicional de los fieles por la Iglesia, el Papa y el


episcopado, hacia Cristo mismo. Desplazamiento, en concreto, de la atención por el
Papa, simbolizado expresivamente en la peregrinación de Paulo VI a la tierra en la que
vivieron Cristo y las Apóstoles, y en la que arrodillado ante Cristo, le Papa pronuncia un
"mea culpa". El Poder Supremo de la misma se somete a Cristo, a la Iglesia primitiva de
los Doce, y a sus escritos que constituyen el documento definitivo y normativo de
nuestra Redención. En la misma línea, pues, que el esquema conciliar sobre la
Revelación.

2.- Desplazamiento del gobierno pontificio (y, subsidiariamente, del de la Curia) hacia
el episcopado universal: reconocimiento de la colegialidad que resalta la importancia de
las Iglesias locales. Las cuales, a su vez, por ser Iglesia -y según lo dicho anteriormente-
hacen referencia, indicación consciente y querida hacia un único centro: Cristo. En Él,
el acuerdo unánime de las Iglesias locales entre sí y con el Papa, sucesor de Pedro,
realiza al fin el concepto verdaderamente dogmático de una única misión confiada por
Cristo al Papa personalmente y a la asamblea del episcopado mundial colegialmente,
rompiendo con aquella estructura del papado -constituida a través de los siglos- que
comporta una concentración exclusiva de la vida de la Iglesia con respecto a "Roma".

3.- La descentralización anterior no puede interpretarse como una lucha por el poder
entre los niveles superiores de la jerarquía eclesiástica, ya que -en semejante concepción
E. SCHILLEBEECKX, O. P.

primordialmente jerárquica de al Iglesia- habría el peligro de sustituir el centralismo


uniforme de una Curia Romana por unos núcleos pluriformes de Episcopados
diseminados por el mundo, con lo cual se repetiría el antiguo centralismo en cada una de
las diócesis particulares. El Concilio, pues, supone un tercer desplazamiento -como
decíamos al principio- de la función jerárquica (papado y episcopado) hacia el Pueblo
de Dios. Esto es lo más importante. El gobierno, en la Iglesia, no es fin en sí mismo,
sino que ha sido constituido en servicio del Pueblo de Dios, elegido en Cristo, y en
camino hacia la tierra prometida. La colegialidad episcopal es un signo, a la vez que
instrumento, de la comunidad misma de los creyentes.

4.- Desplazamiento, asimismo, de toda la Iglesia católica y romana hacia las otras
Iglesias cristianas, hacia Israel y hacia las grandes religiones del mundo.

5.- En fin, desplazamiento (en el sentido de una atenta solicitud, más que en el de un
cambio del centro de gravedad) hacia el mundo y los problemas de la tierra. Sin
contentarse con proclamar el amor y la salvación, la Iglesia abre los ojos a la
humanidad que sufre, a los hombres amenazados por la guerra y, oprimidos por la
injusticia. Para comprometerse en la realización del primer deber cristiano, el amor al
prójimo.

Este quíntuple desplazamiento no era, en un principio, objeto de conciencia refleja por


parte de los Padres Conciliares, pero ha sido, de hecho, el resultado de las diversas
intervenciones de los obispos, como en coincidente dirección de un espíritu nue vo: la.
Iglesia, así, se ha proclamado servidora de Cristo y de la humanidad, tanto religiosa
como temporal. La Iglesia ha querido dejar todo "triunfalismo", dejando de centrarse
sobre sí misma -como si fuese primordialmente jerárquica, de valor estático e
inconmovible, algo así como un bloque de granito en torno al cual, y a su servicio,
girase el Pueblo de Dios, el mundo en cambio incesante y los siglos en fermentación- :
es la Jerarquía, mas bien, la que está al servicio del Pueblo de Dios, y la Iglesia ha de
estar encarnada en el mundo y el tiempo, para ser levadura de la masa. Iglesia no quiere
decir Jerarquía, sino "asamblea" -en sentido bíblico y patrístico- de los creyentes,
"populus acquisitionis", reunión de los redimidos por Cristo, para servir a Dios y dar
testimonio de Él en el mundo, al servicio de los hombres; para ser sacramento -signo y
realidad- de la salvación divina, ofrecida al mundo hasta en sus dimensiones meramente
materiales.

De ahí que el Espíritu Santo asista indefectiblemente a la Iglesia, y de ahí que la


Jerarquía -al servicio de los creyentes y en la fidelidad al Espíritu- haya recibido la
promesa de la infalibilidad, al menos en los puntos decisivos. No para centralizar y ni
siquiera para dirigir por sí misma al Pueblo de Dios, sino más bien para conducirle y
asistirle, como a mayor de edad que es.

EL LUGAR DE LOS RELIGIOSOS EN EL PUEBLO DE DIOS

Con lo dicho hasta aquí queda virtualmente indicado lo que hemos de decir a
continuación acerca de las relaciones entre clero secular y regular, entre los diversos
institutos religiosos, y entre éstos y la Jerarquía: en el seno, todo ello, de la Iglesia una y
viva, que es Pueblo de Dios estructurado, sacramento universal de salvación para el
mundo entero.
E. SCHILLEBEECKX, O. P.

En efecto: si la Iglesia es, ante todo, Pueblo de Dios sobre el que la presencia y acción
del Espíritu se prolonga continuamente, lo cacismático no puede reducirse a los tiempos
de la Iglesia primitiva. El Concilio, pues, ha reconocido que el elemento carismático y
profético es esencial también en la Iglesia actual. En la perspectiva primordialmente
jerárquica de la Iglesia, esto se interpretaba como un atentado a la disciplina y orden
eclesiásticos. Pero tal perspectiva ha sido ya dejada.

Ahora bien: la vida religiosa es, precisamente, una expresión privilegiada de dicho
elemento carismático-profético de la Iglesia; un instituto religioso es un carisma
eclesial institucionalizado, reconocido oficialmente para poder ser ejercido de un modo
continuo y eficaz. En las órdenes y Congregaciones activas o mixtas, se trata de un
carisma apostólico, un carisma cristalizado al servicio de la Iglesia, para ayudarla en la
realización eficaz de su apostolado. Carisma -notémoslo bien- que surge de abajo, del
Pueblo mismo de Dios; que no proviene, pues, de la Jerarquía, aunque ésta tiene la
supervisión y el deber de asistencia sobre el mismo. En el ineludible respeto a lo
esencial de la inspiración carismática de cada instituto religioso, aprobado en su
peculiaridad por la Iglesia misma: dejándole su propia esfera de acción e insertándola,
como tal, en la dirección de conjunto de la Iglesia.

Para asegurar esta libertad en la iniciativa apostólica -que pertenece ya al mismo Pueblo
de Dios, como tal, aunque bajo la supervisión jerárquica- la Iglesia da a estos institutos
religiosos sus propios superiores, encargados de velar por la integridad de la inspiración
original de su carisma. Esta "autonomía relativa" pertenece a la esencia misma del
carácter carismático del Pueblo de Dios. La "exención" de los religiosos respecto al
episcopado es una manifestación histórica -aunque no la única posible- de esta
exigencia de lo carismático. En la hipótesis de que dicha manifestación concreta tenga
que desaparecer, será preciso encontrar otra forma jurídica para asegurar concretamente
el carácter propio del carisma apostólico de una orden o Congregación particular. Sin
esto, la Iglesia sería infiel a lo carismático.

Los Institutos religiosos y la Jerarquía

No significa esto que la Jerarquía sufra detrimento: semejante exigencia carismática no


es más que la manifestación del deber que la Jerarquía tiene de mantenerse fiel al
Espíritu Santo. Porque, aunque la Jerarquía no recibe su poder del Pueblo de Dios, sino
de Dios mismo, debe mantenerse dócil al Señor, presente por su Espíritu a través del
tiempo en todo el conjunto de los creyentes. Sólo por confundir la Jerarquía con la
misma Iglesia, Pueblo de Dios, los carismas son mirados con recelo por muchos. Pero,
fuera de tales prejuicios, lo carismático es más bien un elemento de inquietud y
renovación, querido por el mismo Espíritu, siempre vivo. Y, como tal, exige de la
Jerarquía un espíritu de servicio, lleno de abnegación personal, ajeno a cualquier
concepción autárquica del poder jerárquico, como si éste fuera la misma Iglesia y los
fieles no tuvieran otra cosa que hacer más que la de una obediencia pasiva.

Los tiempos, claro está, se suceden. El carisma inicial de unos religiosos puede resultar,
en circunstancias completamente nuevas, inadecuado ya a ellas. De ahí la necesidad de
adaptarse y de renovación. El concepto de "exención", asimismo, está sometido también
a la ley del cambio. La Jerarquía, última estancia responsable de "la obra del ministerio"
(Ef 4, 12), ha de tener la posibilidad de coordinar el trabajo apostólico de los religiosos
E. SCHILLEBEECKX, O. P.

con respecto al conjunto del apostolado y necesidades concretas de la diócesis. De ahí


que el Concilio prevea la oportunidad de la inserción de los Superiores Mayores en la
pastoral conjunta de una provincia eclesiástica concreta. Tal inserción no es más que
una manifestación de la unidad del Espíritu que sigue actuando en la Iglesia. Más que
preocupaciones jurídicas, sobre la tal exención, se trata de buscar fórmulas mejor
adaptadas a nuestros tiempos, y siempre en el espíritu de una auténtica teología de la
Iglesia. El ejemplo de Holanda, en donde la erección de un Instituto Nacional de
Pastoral era suscrita en nombre del Episcopado y del Consejo de Superiores Mayores,
es ya un signo esperanzador.

En efecto: se deberá mantener a la vez el derecho inalienable de la iniciativa apostólica


de los religiosos -como exigencia de lo carismático en la iglesia- y el hecho también
indiscutible de que los obispos son, en tanto que autoridad, responsables de todo lo que
en el ámbito apostólico se realiza en sus diócesis -como exigencia de lo institucional
jerárquico -. Más que de antagonismo, se trata de dialéctica, de tensión jamás suprimible
bajo disculpas de falsa paz o disciplina eclesiástica. La Jerarquía no puede ceder a miras
humanas, queriendo controlar absolutamente lo carismático, sino que en la fe debe dar
confianza al dinamismo propio del pueblo de Dios. Sin esto, volveríamos a una Iglesia
reducida a Jerarquía, y el Concilio quedaría en solas palabras.

Añadamos además que por el hecho de haber sido aprobados canónicamente, por el
Papa, cabeza del colegio episcopal, muchos institutos religiosos tienen derecho a ser
tenidos en cuenta por el obispo particular de la diócesis -que nunca puede
desentenderse del colegio episcopal-. Si el obispo prescindiese de unos religiosos
concretos en sus planes apostólicos -diocesanos o nacionales -sería infiel a una teología
de la Iglesia y provocaría una deplorable dispersión de fuerzas. Los religiosos -
sacerdotes o no sacerdotes, hombres o mujeres- no son menos "suyos" que el clero
secular, aunque las relaciones jurídicas correspondientes no sean idénticas. Asimismo,
para los religiosos el obispo no puede ser un "extraño": es "su" obispo, y precisamente
como "pastor de las almas" ha de respetar el carisma apostólico de los religiosos al
insertarlos activamente dentro del conjunto apostólico diocesano o nacional. Inserción
que no deberá reducir al anonimato las obras propias de los religiosos -que, en adelante,
serían "del episcopado"-, ya que esto llevaría a devaluar las obras que se han originado
en el mismo Pueblo de Dios, entre los laicos y religiosos, como si fueran "de segundo
rango", inferior al de las obras "jerárquicas". Lo cual, una vez más, sería desconocer la
verdadera eclesialidad del Pueblo de Dios en su conjunto.

Episcopado y Presbiterado

Hasta aquí nos hemos referido a los religiosos prescindiendo del carácter clerical
(sacerdotal) de algunos de ellos. El problema, pues, es aún más complicado en esta
segunda hipótesis. Antes de abordarlo digamos algo de la relación misma que se da
entre episcopado y presbiterado, en general.

La plenitud del sacerdocio está en el obispo: un sacerdocio que, por definición, es


colegial, de todos los obispos con el Papa. El presbiterado o sacerdocio derivado es,
también por definición, la participación en algunas tareas y misiones que son propias
del colegio episcopal. En la Iglesia el presbítero está puesto como ayuda del episcopado
con vistas a su esencial referencia al Pueblo de Dios. Los sacerdotes, seculares o
E. SCHILLEBEECKX, O. P.

religiosos, son así coadjutores del episcopado colegial. Dogmáticamente considerada, la


ordenación sacerdotal no crea un vínculo especial con tal obispo individual sino con el
episcopado universal. A éste, en comunión de fe con el Papa, corresponde determinar
concretamente cómo los sacerdotes son puestos al servicio de dicho episcopado
universal.

Entre los diversos modos posibles, dos son los más destacados. 1) El vínculo canónico
de un sacerdote al "ordinario del lugar" es un vínculo, a una diócesis: así, en el caso de
los sacerdotes seculares (cuyo vínculo, por lo demás, no deja de ser un tanto relativo, ya
que el Obispo debe preocuparse de la Iglesia universal, de las Misiones en concreto). 2)
Los sacerdotes regulares, en cambio, poseen mayor independencia con respecto al
obispo individual, para poder realizar su propio carisma apostólico: para poner éste al
servicio de todo el episcopado, el principio de coordinación y unidad de tales religiosos
se encuentra en el mismo Papa. Así, el elemento carismático se inserta concretamente
en la función misma del sacerdocio (el cual, por su parte, tiene también su elemento
carismático propio). Recordemos que la vida cristiana apostólica no es tanto una
participación en el apostolado episcopal, cuanto en la misión única de todo el Pueblo de
Dios; pero, por otro lado, el apostolado sacerdotal sí que es esencialmente una
participación en el apostolado del colegio de los obispos.

Por un lado, pues, en lo que concierne a la administración de los sacramentos, a la


proclamación de la Palabra y al cuidado de las almas específicamente sacerdotal, debe
guardarse una dependencia con el episcopado y con el obispo particular -representante
en la comunidad eclesial concreta del colegio universal de los obispos-. Y, por otro
lado, la dir ección de un obispo particular con respecto al apostolado de los religiosos no
puede ignorar la autoridad de los Superiores Mayores, puestos para mantener vivo el
carisma peculiar, reconocido por la Iglesia en la persona del Papa. De nuevo, pues,
surge la necesidad de una dialéctica entre episcopado y Superiores Mayores, en
colaboración y mutuo respeto.

De ahí que también resulte ineludible una colaboración entre sacerdotes regulares y
seculares. Los sacerdotes, como participación del colegio episcopal, son también por
naturaleza colegialidad. Sobre todo en nuestros tiempos -con la interpenetración de las
parroquias, de las diócesis y de los países, e incluso de los continente- - cualquier
apostolado particular, improvisado, exclusivo de un grupo, está condenado a la
esterilidad. No basta colaborar, sino que es preciso fundar centros especializados, al
servicio conjunto de Obispos y Superiores Mayores, para mejor realizar una pastoral
adecuada, y también conjunta, por parte de sacerdotes seculares y religiosos. Éstos no
pueden ya cerrarse en obras propias e independientes del conjunto real y concreto del
apostolado. En la fidelidad al propio carisma, cada Orden o Congregación deberá buscar
el trabajo apostólico que mejor le cuadre dentro de las necesidades concretas de una
diócesis o de un conjunto de ellas. En el correspondiente respeto, por parte del
Episcopado, al carisma de los religiosos, se conseguirá la mutua complementación entre
clero secular y regular, confiando a éste tareas que acaso resulten más difíciles para
aquél, el cual a su vez deberá recibir las que son más convenientes y propias de su
función.

Pero los religiosos, por su parte, no deben olvidar que su propio carisma no puede ser
confundido con ciertas obras concretas -inadecuadas ya, con el tiempo- : fidelidad al
carisma propio original puede significar muchas veces ruptura con ciertas formas
E. SCHILLEBEECKX, O. P.

apostólicas caducas, por ejemplo la difusión de devocioes anticuadas. Aferrarse, sin


espíritu critico alguno, a ellas en nombre de la propia tradición sería, en vistas del
apostolado eclesial, traicionar la inspiración misma original del carisma apostólico, al
desentenderse de la evolución general de la vida de la Iglesia. Sin preocuparse tanto por
crear obras apostólicas propias, las Ordenes y Congregacio nes religiosas deberán
preocuparse más bien en preparar religiosos capaces de dirigir obras apostólicas mixtas
(es decir, integradas por clero secular y religiosos de cualquier tipo) y; a la vez, deberán
tener la humildad de formar a otros religiosos para funciones subalternas en este mismo
género de obras.

Se trata de una responsabilidad no tanto individual (aunque los Superiores Mayores


respectivos han de preocuparse siempre de su Orden o Congregación propia) cuanto
colectiva, en mutuo diálogo y colaboración no sólo entre religiosos sino con el
Episcopado. Porque hoy, en día no podemos, individualmente, dominar toda la
problemática del apostolado moderno. La situación pastoral actual es demasiado
compleja, demasiado oscura incluso, para semejante pretensió n.

Tradujo y condensó: SANTIAGO SUÑER


ANDRÉ ASTIER

EL CIENTÍFICO FRENTE A SU PROPIA FE


Le scientifique aux prises avec sa propre foi, Christus, 50 (1966) 219-231. La ed.
Désclée de Brouwer, Bruxelles, ha publicado el texto íntegro del artículo en la obra
colectiva: La Solitude. La traducción española aparecerá en breve en la misma
editorial, Bilbao.

Es un hecho fácil de constatar que hay científicos que afirman creer en Dios Creador, en
Jesucristo, su Hijo único, nuestro Salvador, en la comunión de los santos, en la vida
eterna. Mucho más difícil es "verificar" si esta afirmación corresponde a una realidad
profunda: no perteneciendo ya al dominio de los hechos, la "verificación" no pueden
proseguirla sino los que tienen fe. Sin embargo, por lo que he podido ver, el resultado es
muy positivo: quienes creen en Jesucristo reconocen en sus hermanos científicos una
actitud de fe que es auténticamente la misma suya.

Pero cuando el cristiano no científico penetra más profundamente en la conciencia de su


hermano científico, se sorprenderá tal vez ante cierta especie de incomodidad en que ese
"fenómeno" se debate, en busca de su propia inteligibilidad. Esta constatación sólo
podrá sorprender a quien no haya examinado suficientemente su propia fe. Esto es al
menos lo que piensa el científico, al menos lo que pienso yo como científico, y esto es
lo que aquí voy a tratar de explicitar. Estoy convencido de que el problema no es sólo
personal, de que su solución es algo que, compromete a todos los cristianos, si es que
quieren responder a las preguntas que los hombres les formulan.

LOS "POLOS" DE LA INCOMODIDAD

Contenido de los Libros Sagrados

Lo que se cuenta en ellos, tomado a la letra, es, con frecuencia, inverosímil. Contradice
las leyes que rigen el mundo, cuya inmutabilidad postula -y cree- el científico.

La desconfianza del científico ante el milagro relatado por estos Libros es doble: a) está
persuadido -los especialistas así lo afirman- de que no hay que tomar a la letra todas las
narraciones. Por tanto, si algunas de ellas son imágenes simbólicas destinadas a ilustrar
una verdad de fe, ¿qué crédito hay que conceder a aquellas que se oponen directamente
a leyes físicas actualmente bien establecidas? b) no existe ningún fenómeno milagroso
que se haya podido estudiar con el rigor que exige la experiencia científica. Para ello se
requiere poder reproducir "el suceso" en, las mismas condiciones, de lo contrario no se
lo puede tener en cuenta.

El científico se impone constantemente esta metodología y frecuentemente con


esfuerzo. ¿Cómo abandonarla al leer los Libros Sagrados? La desazón es grande, de ahí
la desconfianza.

El científico cristianó sabe, por la fe, que el milagro es signo, que lo que importa, sobre
todo, es su significado. Lo cual no le impide preguntarse por qué Dios haya tenido que
manifestar sus intenciones al margen del determinismo dentro del cual El mismo creó el
mundo: para quien sabe leer, todo es signo, la creación es ya un milagro permanente. El
científico respiraría más tranquilo si estuviese seguro de que los autores de los Libros
Sagrados han añadido bastante, de su parte.
ANDRÉ ASTIER

Formulación de la doctrina

El científico desconfía de palabras que pretendan "captar" la cosa en sí, pues él esto no
lo consigue jamás. Cuando habla del electrón, describe su comportamiento: no dice qué
es, ni siquiera si es, dice cómo es. No afirma nada sin referirse a la experiencia, sin
precisar el significado operativo de sus palabras. Por eso, ante una obra teológica, su
desazón es grande: allí, el dato de las cosas parece confundirse con el de las palabras; se
discurre largamente sobre el sentido de tal o cual palabra, ¡sin haberla antes "definido"!

El científico sabe que el razonamiento teológico -o simplemente el ontológico- dice lo


que es o lo que debe ser, no el cómo de las cosas, que es oficio de la ciencia. Pero, bajo
pena de una inquietud difícilmente tolerable, exige:

- por una parte, que dicho razonamiento se enlace con el de la ciencia sin
superposiciones: toda intromisión en el terreno de la ciencia, que no esté de acuerdo con
las conclusiones de ésta, tendrá como saldo, inevitablemente, la derrota de la afirmación
teológica. Si está de acuerdo, será incumbencia de la ciencia, y la afirmación dogmática
resultará no sólo superflua, sino inoportuna.

- El científico exige, por otra parte, que las "razones" y los "porque.." teológicos remitan
a algo distinto del poder adormecedor del opio. Sin duda, si supiese él de qué se
compone ese "algo distinto", su inquietud cesaría, incluso sin dársele razones. Así es su
modo de ser. Simultáneamente, no sabe con exactitud lo que quiere, pero si se le urge
una formulación de sus exigencias, en su mentalidad no hallará otros términos que
"inteligibilidad" y "solidez de fundamentos". Inteligibilidad, para que su "yo" creyente
no quede disociado de su "yo" científico: imposible pagar el precio de su fe con la
pérdida de su unidad de hombre! Fundamento, para que su fe no sea una mera
credulidad irracional; para él, sería insoportable una fe montada sólo sobre palabras.

¿Exigencia insensata? ¿No se trata acaso de cosas de si? Insensato más bien quien no
proclamara esta exigencia: después de todo, ¿no era ella misma la que animaba, por
ejemplo, a un Tomás de Aquino?

Desconfianza ante lo meramente afectivo

En su propio campo, el científico desconfía ya de sus sentimientos, pues sabe que sólo
le dan sinsabores: los resultados no son casi nunca los que él hubiera deseado. Entonces,
¿qué pensar de sus sentimientos religiosos? Desde luego, aprecia como buenas la
humildad, la esperanza, la caridad, el don de sí, pero esto también lo hace el marxista, y
para él no conducen a la vida eterna. ¿Y si la actitud de oración fuese solamente una
actitud? ¿Y si la genuflexión en la iglesia fuese solamente sentimiento? El solamente es
sicológicamente muy incómodo. Otra vez aquí, el alivio no puede venir sino de una
fundamentación del sentimiento mismo.

Pero no son sus propios sentimientos los únicos que causan desconfianza al científico:
en la estructura de la liturgia y en la literatura cristiana hay también una especie de
explotación sistemática del sentimiento. Aunque hay que reconocer que esto no es
irremediable.
ANDRÉ ASTIER

Comportamiento moral de los cristianos

En un nivel de comportamiento humano, la filantropía socialista y la caridad cristiana


aparecen como dos expresiones de la misma actitud. Se dirá: el ateo no sabe que su
amor a los demás nace del amor que Dios le tiene a él; el cristiano, en cambio, s1 lo
sabe. La religión cristiana ha triunfado en el mundo por la fuerza irresistible del
testimonio de fraternidad que reina en la comunidad cristiana, y por la actitud de amor
que tienen los cristianos para con los no cristianos. La demostración de que Dios existe
es que los que creen en él son mejores.

Prescindiendo de la historia, lo que hoy se puede decir es que los hechos no son ya una
prueba, si no es en contra, de esas afirmaciones. Para la mentalidad del científico, las
estadísticas tiene valor demostrativo. Por eso, aquí su desazón se convierte en amargura.

La única "ventaja" que poseen los cristianos es saber que pecan y que con su penitencia
pueden ganar la vida eterna. Pero ¿acaso la conciencia de actuar mal es una ventaja? Y
¿qué ocurre con los demás respecto a la vida eterna?

LA FE COMO EXPERIENCIA

¿Cómo se sostiene entonces la fe del científico, a pesar de estas repugnancias? La


respuesta es sencilla: la fe es experiencia, por tanto no se la puede eliminar. Es un
fenómeno vivido interiormente y, como fenómeno, el científico no la puede rechazar.
Tratamos aquí de experiencia en la edad madura, en la cual no parece que pueda influir
el hecho de que se posea la fe ya desde la infancia, o se la haya adquirido más tarde. En
cambio, parece que el contenido de la experiencia difiere mucho de un individuo a otro.
Lo que sigue, pues, hay que considerarlo como bastante personal.

Los dos últimos "polos" de incomodidad no tienen la misma importancia que los
primeros. Si éstos se disipasen, parece que la efectividad ocuparla su lugar adecuado y
se fundamentarla conjuntamente con la fe, y que la amargura derivada de la conducta de
los cristianos, aunque no desapareciera, no oscurecería la prueba, al provenir su fuerza
de otra parte.

El verdadero problema es metafísico. ¿Cómo, a pesar de la incomodidad al leer los


textos sagrados y al escuchar la palabra tradicional, se puede permanecer en la fe? El
hombre no puede responder, sólo puede dar testimonio de esto: de la vergüenza que
experimenta ante los intentos, nunca logrados, de responder de una manera puramente
racional a la interrogación fundamental, vergüenza que se siente como fracaso de la
razón pura y como revelación del pecado. La incomodidad se hace mayor, aumentada
por la misma fe.

Recordemos algunas de las dificultades que suscita un intento de explicación racional


del mundo. De la ciencia no se desprende ninguna metafísica, pero, de hecho, la
situación no es tan clara. Son numerosos los científicos que, a partir de un análisis
critico de los "formalismos" (conceptos primarios, normas de la deducción y postulados
fisicomatemáticos), han llegado a un idealismo bastante definido: su deseo de
fundamentación y su desconfianza metodológica ante toda "substancia" material o
espiritual les hace refugiarse en la verdad incondicional de la relación. Esta actitud, que
ANDRÉ ASTIER

rechaza todo lo que no está fundado, desconoce "qué" son los objetos del mundo
exterior percibidos por los sent idos, y sostiene que sólo se puede entrar en
comunicación con ellos mediante las relaciones del conocimiento; análogamente, al
hablar de las "evidencias" interiores: justicia, libertad, amor al prójimo, las relativiza.
También se hallará a disgusto cuando se le hable de derecho natural. Todo científico
estará de acuerdo con semejante análisis critico, pues para él todo concepto aceptable ha
de ser de naturaleza operativa.

Y, no obstante, parece insensato no aceptar "en todo su calor" la captación ingenua del
mundo sensible, la frescura de la existencia. Y respecto al derecho natural ¿no protesta
también espontáneamente el científico contra las "injusticias"? y ¿no carga también él
de valor expresiones como "dignidad humana", etc?

Pero ¿qué significa aceptar el mundo en "todo su valor"? y ¿de dónde procede el
fundamento que le damos a la justicia?

El marxismo da una respuesta a estos interrogantes. Sólo existe la materia como


sustancia, que es a la vez principio y fin. En la infinita riqueza de su despliegue gana
cualidades cada vez mayores al hacerse más compleja. La justicia, la dignidad, son
cualidades específicas del último fruto de la evolución, el hombre. Bien, pero cuando
hablamos del sentido de la persona humana, del universo, estas palabras ¿son vacías?
Un acuerdo de opiniones sobre el sentido de la historia es fácil, pero ¿qué decir de las
leyes que rigen el universo? ¿y de su historia en particular? Para alguno la pregunta no
tiene sentido, pero el hecho de que otros planteen el problema ¿acaso no es ya un
problema?

Vergüenza de no plantearse el problema. Vergüenza de haber establecido a priori que no


existía problema.

Conciencia de lo que esta vergüenza es como fenómeno. Esto quizás no esté muy lejos
de la oración.

Aquí se abre la posibilidad de acoger el mensaje cristiano. Esta vez se alcanza un


sentido, pero ¿a qué precio?

CONDICIONES DEL INTELIGIBLE QUE HAY QUE PROMOVER

El precio a pagar es enorme, y nunca se realiza totalmente a causa de esta exigencia de


inteligibilidad.

La rebeldía contra la injusticia en este mundo, la certeza de que las riquezas aquí abajo
son vanidad de vanidades, el rechazo de todo mal obrar, adquieren valor si los justos
alcanzan la vida eterna: y no se trata de una recompensa vulgar, sino de la paz del cielo
y también la de la tierra, no obstante el sufrimiento, en la espera del Reino. El sentido es
manifiesto, pero ¿qué es la vida eterna? Para la inteligibilidad el obstáculo es doble.

El científico tiene un agudo sentido de la inmutabilidad de las leyes que rigen el mundo,
las cuales se presentan como un conjunto de postulados físicos, relaciones matemáticas
y reglas lógicas. Este conjunto lógico- físico- matemático es "eterno" o la verdad
ANDRÉ ASTIER

científica carece de sentido. Hemos encontrado algo eterno en lo que yo mismo


participo. Pero, -paradoja dolorosa-, esto eterno lo es solamente en la medida en que es
independiente de mi persona: sólo hay verdad científica cuando el individuo desaparece
ante la ley.

La vida eterna de que me habla Cristo no es esto, Él se refiere a mi persona : "custodiat


animam tuam.... "

El científico se siente desgarrado, pues la ciencia le da una visión más y más precisa de
su "anima", que excluye a primera vista toda eternidad. Admitido definitivamente que la
vida es la cualidad global, que aparece cuando el sistema físico ha alcanzado
determinado grado de complejidad, también se concibe la conciencia como la cualidad
global que aparece cuando el, sistema físico ha alcanzado un grado de complejidad
suficiente, más elevado que el que corresponde al nivel de la vida. ¿Cómo aceptar que
esta cualidad, que aparece cuando se da determinada organización, no desaparece con la
muerte física?

En estas condiciones, y a pesar de la luz que aporta la fe, el creer en la vida eterna sólo
puede parecer insensato. La fe es escándalo, pero el hombre proclama a la vez su sed de
inteligibilidad. ¿Y si la fe no fuera más que una ilusión? ¿pura afectividad? La desazón
es total. La fe, para ser, no puede no ser al mismo tiempo búsqueda de su propia
inteligibilidad. Siendo esto así, es evidente que ésta inteligibilidad no podrá equipararse
con la científica. Pero el promover una inteligibilidad de la fe, que admita en primera
aproximación la inteligibilidad científica, es tarea que forma parte integrante de la fe del
científico. Sin esta inquietud constante su fe no se mantendría.

Pero ¿cómo promover un inteligible tal? Sin pretender dar una respuesta, intentaremos
determinar algunas condiciones sin las cuales cualquier camino de solución se vería
abocado al fracaso. Nos fijaremos en tres, sugeridas por la promesa de la vida eterna, la
encarnación de Dios, y su relación de amor con las creaturas.

La vida eterna

El hecho de que lo que hay de más personal en una creatura sea susceptible de subsistir
eternamente después de la muerte, el hecho de que lo que hay de más personal en una
creatura sea lo que la constituye en célula del cuerpo de Cristo resucitado, no será
inteligible jamás si la noción de individuo no es repensada en su raíz. De ahí que el
inteligible que hay que promover tend rá que empezar por una revisión de la lógica
aristotélica. Con la reflexión como instrumento precioso, la lógica, axiomatización de la
estructura de la razón-en-acto, tiene que ser rehecha a la luz de las exigencias
simultáneas de la fe y del pensamiento científico actual.

Para atenuar la sorpresa que pueda producir tal afirmación, diré que el científico topa
desde hace tiempo con dificultades derivadas de la noción de individuo (física): la
noción de sistema aislado es cada vez más inadecuada cuando pasamos del hombre a las
partículas elementales. Además, el estudio de la "persona" de las células de animales
complejos esta actualmente en pleno auge: "da que pensar" el hecho de que sean a la
vez ellas-mismas y partes de un ser que las engloba y que les da su cualidad específica.
ANDRÉ ASTIER

La Encarnación

La Encarnación del Verbo, Dios, en una época y en un lugar concretos de su propia


creación, bajo la forma de Hijo del hombre, débil, mortal y sufriente, jamás podrá ser
inteligible si el espíritu se presenta sin relació n con la historia. Independientemente de
las modificaciones que tal hecho debería implicar en la exposición tradicional de la
estructura de la razón que es la lógica.

La extrañeza que pueda causar la afirmación de un vínculo necesario entre el espíritu y


la historia queda atenuada si se tiene en cuenta que en el proceso evolutivo el espíritu ha
aparecido como una cualidad global del hombre, y que el conocimiento de la materia en
sus detalles más precisos sólo se puede efectuar a través de un "formalismo" cada vez
más abstracto, como si la matemática formase parte intrínsecamente de una materia que
evoluciona con el tiempo.

El Amor

Las creaturas y Dios están entrelazados en una relación de amor sin la cual todo
perderla su sentido. Parece, pues, inconcebible que la inteligibilidad del mundo pueda
prescindir de cierta dimensión de amor. Pero lo inverso es también inconcebible. Aquí,
el "escándalo" de la fe llega a su culmen.

Y, no obstante, si de nuevo vemos el mundo en toda su historia, quizá el misterio


aparezca menos escandaloso, y menos insensata la tarea que implica. Basta fijarse en la
aparición creciente del amor en las relaciones entre los sistemas físicos, desde los seres
vivientes más elementales hasta el hombre, teniendo como centro esa fraternidad que
Cristo exige de nosotros y que, a su vez, la ciencia y la técnica, no cesan de promover.

Es un hecho irrecusable que la fe del científico es a la vez oración y programa. Y no por


eso su fe ha de ser menos auténtica.

Notas:
1
Nuestra civilización es eminentemente científica y técnica; en cambio, la reflexión
teológica se realiza todavía en esquemas mentales muy distintos, lo que plantea serios
problemas al científico creyente. A primera vista puede parecer que su fe es en todo
semejante a la de los demás cristianos, pero si penetramos en ella percibiremos la
búsqueda angustiada de su inteligibilidad. El testimonio del autor es claro; antes de
rechazarlo o rebatirlo va le la pena esforzarse en comprender su perspectiva, cuya
importancia no se ha destacado bastante. Quizá logremos darnos cuenta de que
problemas que pueden parecer resueltos exigen en los creyentes la tarea de una nueva
búsqueda común.

Tradujo y extractó: EDUARDO MILLÁS


RAYMOND E. BROWN, S.S.

EL «PARÁCLITO» EN EL CUARTO EVANGELIO


El articulo quiere ser un resumen o visión de conjunto de lo que se ha escrito
últimamente sobre el tema. El Paráclito presentado por Juan nos viene aclarado e
iluminado por el estudio de la significación misma de la palabra griega, por el análisis
de su preparación histórica y finalmente por su encuadre dentro de la Teología del
cuarto evangelio. Con ello alcanzamos una comprensión más profunda de lo que
significó «paráclétos» para las generaciones apostólicas y de lo que significa para
nosotros.

The Paraclete in the Fourth Gospel, New Testament Studies, 13 (1967) 113-132

En el NT la palabra paráclêtos es peculiar de los escritos juaneos. En 1 Jn 2,l Jesús es un


paráclêtos (no como título) que actúa como intercesor con el Padre. En cinco pasajes del
cuarto evangelio el título paráclêtos se aplica a alguien que ni es Jesús, ni un intercesor,
ni está en los cielos. La tradición cristiana ha visto en el paráclêtos del cuarto evangelio
al Espíritu Santo. En cambio, otros exegetas se preguntan si no se trata de una figura
independiente que más tarde se confundió con el Espíritu Santo. Vamos a ver hasta qué
punto hay razones para decir esto, y para ello aislaremos lo que dice Juan sobre el
Paráclito, como distinto de lo que nos dice el NT del Espíritu Santo.

La Figura del Paráclito

Podemos resumir los datos que nos proporciona Juan en cuatro apartados:

a) La venida del Paráclito y la relación del Paráclito al Padre y al Hijo. El Paráclito


vendrá (pero sólo si Jesús se marcha): 16,8. -El Paráclito proviene del Padre: 15,26. -El
Padre dará el Paráclito a petición de Jesús: 14,16. -El Padre enviará al Paráclito en el
nombre de Jesús 14,26. -Cuando Jesús se marche enviará el Paráclito que viene del
Padre: 15,26.

b) La identificación del Paráclito. El Paráclito es llamado "otro Paráclito" : 14,16. -


también es llamado el Espíritu de Verdad: 14,16. -El Paráclito es el Espíritu Santo:
14,26.

c) La relación del Paráclito con los discípulos. Los discípulos pueden reconocer al
Paráclito: 14,17. -El Paráclito se encontrará dentro de los discípulos y permanecerá con
ellos:14,17. -El Paráclito les enseñará todas las cosas: 14,26. -El Paráclito los guiará por
el camino de toda verdad: 16,13. -Les anunciará las cosas que han de venir: 16,13. -El
Paráclito dará téstimonio en nombre de Jesús: ,15,26. -Recordará a los discípulos todas
las cosas que Jesús les dijo: 14,26. -El Paráclito hablará solamente de las cosas que ha
oído y no dirá nada por propia iniciativa: 16,13. d) La relación del Paráclito con el
mundo. El mundo no puede aceptar al Paráclito. Ni puede ver o reconocer al Paráclito:
14,17. -El Paráclito dará testimonio de Jesús ante el odio y la persecución del mundo:
15,18-25. -Y convencerá al mundo de su equivocación sobre el pecado, la justicia y la
condenación: 16,8-11.
RAYMOND E. BROWN, S.S.

De lo dicho podemos deducir que las funciones básicas del Paráclito son dos: viene a
los discípulos y habita en ellos, guiándolos y adoctrinándolos acerca de Jesús; y además
es hostil al mundo y lo lleva a juicio.

Los pasajes del Paráelito y el contexto

Si por una parte el aislar los pasajes que tratan del Paráclito es útil, por otra el contexto
en que se encuentran también contribuye a una mejor comprensión, y de vez en cuando
haremos referencia al contexto ' en nuestro estudio. Hay un paralelo interesante en el
estudio de los pasajes aislados en que se habla del Paráclito con el de los pasajes
aislados que tratan del Siervo de Isaías. En ambos casos es esencial que los aislemos,
pero no hay evidencia de que las dos figuras tuvieran significación alguna fuera de los
lugares en que las encontramos, aparte del contexto.

Por tanto, basándonos en los pasajes del Paráclito y en el contexto, vamos a intentar
contestar a la pregunta sobre quién es el Paráclito. Si, como la tradición ha venido
manteniendo, el Paráclito es el Espíritu Santo, ¿por qué se le da este titulo, y a qué
aspectos de las funciones del Espíritu Santo hace alusión?, ¿por qué encontramos el
título solamente en Juan? Para contestar a estas preguntas se pueden tomar tres líneas: el
análisis del título griego, el procurar descubrir la preparación histórica del (los)
concepto(s) implicado(s), y finalmente la reconstrucción del Sitz im Leben del Paráclito
en la Teología juanea. Como veremos, ninguna de estas tres líneas por separado nos
llevará a una respuesta satisfactoria; en cambio, la convergencia de las tres dará como
resultado un avance considerable en la comprensión del Paráclito.

ANÁLISIS DEL TÍTULO "PARÁCLÊTOS"

Al no tener un término originario hebreo, hemos de fundarnos en el término griego para


nuestro análisis. Daremos cuatro posibles interpretaciones.

a) Como forma pasiva de para/ kaleîn en su sentido básico, significaría "uno llamado
para ayudar" y por tanto un abogado. Es claro que el Paráclito tiene una función forense
en 15,26, donde da testimonio, y en 16,8-11, probando que el mundo está equivocado, y
sin embargo, en ninguno de los cinco pasajes juaneos hay el menor indicio de una
protección que se ejercerá sobre los discípulos en dificultades. Y si insistimos en el
paralelo con juicios modernos habríamos de decir que el Paráclito se parece más al
fiscal que quiere probar la culpabilidad del mundo. Con todo, ninguno de los dos
papeles cuadra con los procedimientos judiciales de Israel, donde no había abogado (a
lo más sería un testigo que prueba que el mundo está equivocado 15,26).

Hay que notar también que el aspecto forense de la acción del Paráclito está relacionado
con la defensa de Jesús. Se ha subrayado varias veces que el cuarto evangelio es escrito
con una ambientación legal en la que Jesús es juzgado. Este tema comienza al principio
mismo del evangelio, donde se interroga al Bautista, sigue en los interrogatorios de
Jesús pidiendo cuáles son sus testigos, para desembocar en el dramático juicio ante
Pilatos. Si tenemos en cuenta este telón de fondo, la función forense del Paráclito es la
de mostrar a los discípulos que Jesús salió vencedor del juicio y que el príncipe de este
mundo salió derrotado. Este aspecto no es captado exactamente ni por "abogado" ni por
RAYMOND E. BROWN, S.S.

"consejero". Además, una traducción puramente forense del término paráclêtos no


cubre su papel de maestro.

b) Tomado en un sentido activo que refleja para/kalein en su significación de


"interceder, suplicar, apelar a", llegaríamos a intercesor, mediador. Éste es el sentido de
para/kalein en 1 Jn 2,1 donde Jesús es el intercesor con el Padre por aquellos que caen
en pecado. Pero el Paráclito del evangelio no se encuentra en el cielo ante el Padre; más
bien ha venido a habitar dentro de los discípulos y no hay sugerencia alguna de que
interceda por ellos o por Jesús. Tampoco es un interlocutor que hable en vez de los
discípulos. Como podemos ver en 15,26-27, habla y da testimonio a través de ellos y
éstos son interlocutores del Paráclito a quien el mundo no puede ver: 14,17.

Éste es el lugar de mencionar la traducción de paráclêtos como "amigo" o "el que


ayuda". Si el sentido de ayudar parece una extensión legítima del sentido intercesor del
verbo para/kalein, sin embargo no encontramos en los pasajes del Paráclito nada que
pueda sugerir "el que ayuda" como traducción del término paráclêtos.

c) Tomado en la voz activa que refleja para/kalein en el sentido de "confortar", por tanto
un confortador, un consolador. En los pasajes del Paráclito nunca se dice que éste
confortará o consolará a los discípulos; sin embargo, en el contexto del último discurso
(14,18s) encontramos ciertamente el elemento de consolación. En este sentido es
especialmente notable el prefacio a uno de los pasajes del Paráclito "Sino que vuestros
corazones se han llenado de tristeza por haberos dicho esto..." (16,6-7). Es decir, que
mientras "confortador" no es una traducción completa, sin embargo nos ilumina una de
las facetas del papel del Paráclito.

d) Tomado con relación a paráclêsis, es decir, la exhortación o estímulo que


encontramos en la predicación de los testigos apostólicos. Como sugiere C.K. Barrett, el
Paráclito puede muy bien ser el título del Espíritu que hablaba en la paráclêsis
apostólica, por ejemplo, Hechos 9,31. El hecho de que paráclêsis no sea usado por Juan
hace que el argumento sea más débil. Con todo, en Juan encontramos muchos elementos
de la descripción del Paráclito que concuerdan con esta sugerencia: el Paráclito es el
maestro y guía de los discípulos; el testimonio del Paráclito en favor de Jesús se expresa
a través de los discípulos (15,26-27).

En resumen: el concepto de Paráclito es plurifacético. El Paráclito es un testigo que


defiende a Jesús; es un consolador de los discípulos; y de un modo especial es su ayuda.
Ninguna de estas traducciones, tomada aisladamente, capta la complejidad del conjunto.
Al igual que pasa con otras palabras, como epíscopos, etc., el uso cristiano las ha
investido de un matiz que, sin estar plenamente desconectado del griego y de otros
conceptos semíticos parecidos, no deja de presentar un carácter único.

En la traducción latina San Jerónimo usó advocatus y consolator y la transliteración


paracletus. Este último parece conservar mejor que los otros la unicidad del título y no
enfatiza un aspecto con menoscabo de los demás; por esto parece también la más
apropiada en nuestro lenguaje actual.
RAYMOND E. BROWN, S.S.

PREPARACIÓN HISTÓRICA DEL CONCEPTO DE PARÁCLITO

Dejando aparte la hipótesis de la escuela de la historia de las religiones, que quiere


hacer depender el evangelio de Juan de un documento protognóstico de tendencias
dualistas y con varios reveladores o mediadores celestiales, y que ha sido debidamente
tratada por exegetas modernos, entresacaremos de las investigaciones más recientes los
puntos que creemos de mayor claridad para la comprensión del Paráclito.

a) La relación de sucesión (tandem-relationship). Es decir, la figura principal se marcha


y otra toma su lugar, su trabajo e interpreta su mensaje. Tenemos ejemplos en la
sucesión Moisés/Josué y en Elías/ Eliseo, casos en que el primer personaje presenta un
modelo que el segundo sigue casi a la letra. En esta línea veremos que la figura del
Paráclito está muy exactamente modelada en Jesús.

b) El concepto del espíritu de Dios bajando sobre los profetas a fin de que expliquen a
los hombres el lenguaje de Dios. Los apóstoles del NT tienen un papel muy semejante:
interpretar las acciones de Dios en la historia, y por ello en Juan los apóstoles son como
los recipientes del Paráclito/Espíritu en el último discurso de Jesús, a fin de que
anuncien a las gentes lo que Dios ha hecho en Cristo al reconciliar al mundo consigo e
interpreten lo que Jesús ha dicho (14,26).

c) Angeleología del judaísmo de los últimos años. Esta nos proporciona paralelos para
la función docente del Paráclito. En la literatura apocalíptica encontramos que los
ángeles guían frecuentemente a los visionarios a la verdad que buscan, del mismo modo
que el Paráclito presentado por Juan guía por el camino de toda verdad.

Con todo, es más importante para trazar la preparación histórica del concepto del
Paráclito juaneo el aspecto forense de los ángeles, por ejemplo en la descripción del
judaísmo de los últimos años del ángel como defensor del pueblo de Dios, y el concepto
del Qumrân del Espíritu de Verdad, líder de las fuerzas de la luz que luchan contra las
de las tinieblas.

Las ángeles defensores del pueblo de Dios

Podemos remontarnos a tiempos muy anteriores al exilio para encontrar a los ángeles
como sucesores de los dioses paganos que forman parte de la corte celestial y que,
gradualmente, con el correr de los tiempos, van interviniendo en la tierra. Por ejemplo,
el espíritu que confunde a los profetas de Ajab (1 Re 22,19-23), el satán de Job (Job 1,6-
12) y otros que caminan por la tierra para procurar que los intereses de Dios sean
protegidos. Más tarde, sobre todo bajo el influjo del dualismo, hubo una bifurcación: el
tentador por un lado y el ángel "bueno" por otro, que aparece por ejemplo en Dan 10,13
(Miguel). Esta línea se vio favorecida por la costumbre de referirse al "ángel del Señor"
como expresión de la visita de Dios a los hombres.

Los escritos del Qumrân

En ellos encontramos plenamente desarrollada la oposición dualista: toda la humanidad


se encuentra dividida entre los que siguen al Espíritu de Verdad (o luz) y los que siguen
RAYMOND E. BROWN, S.S.

al Espíritu de Falsedad (o tinieblas), lo cual viene expresado a veces con los nombres de
Miguel y Belial, que conducen las fuerzas de la luz y de las tinieblas. El título "Espíritu
de verdad" aparece en los escritos del Qumrán, y Juan lo usará como sinónimo del
Paráclito. Con todo, el título en el Qumrán y su aplicación son obscuras. Parece que por
lo indicado habría que identificar a Miguel con el Espíritu de la luz y a Belial con el de
las tinieblas, y, sin embargo, los documentos dan la impresión de que los títulos se usan
en un sentido más amplio: como si se tratara de un espíritu que habita en el corazón de
los hombres y que los hace actuar bien o mal. Es decir, que hay un aspecto personal y
otro más impersonal de espíritu.

¿Hay alguna relación entre el Espíritu de verdad angélico y el espíritu profético que
Dios comunicaba a los profetas y que constituye el telón de fondo, como hemos visto,
de la función docente del Paráclito/Espíritu? Al princip io eran .claramente dos
conceptos distintos, pero con los años espíritu santo, espíritu angélico y Espíritu de
Verdad se acercaron extraordinariamente. Además, la ambigüedad sobre si el Espíritu
de Verdad era un ángel o un espíritu que Dios había puesto en el corazón de los
hombres, y el hecho de que los ángeles eran llamados espíritus hace que haya un
acercamiento de conceptos. Si los miembros del Qumrán eran enseñados a caminar por
la senda del Espíritu de Verdad, también oían que sus pecados eran perdonados por el
"espíritu del buen consejo" y por el "espíritu santo" que les unía a la verdad de Dios.

En resumen, en los últimos años del Judaísmo encontramos todos los elementos que
aparecen en la imagen juanea del Paráclito: la relación de sucesión de Jesús y del
Paráclito (que antes hemos explicado); la transmisión del espíritu de la figura principal a
la que le sucede; el don del espíritu por parte de Dios, que capacita al que lo recibe para
entender e interpretar con autoridad hechos y palabras de Dios; un espíritu personal
(angélicos) que guiará a los escogidos contra las fuerzas del mal; Espíritus angélicos
(personales) que enseñan a los hombres y los conducen a la verdad. El proceso de
combinación de los diversos aspectos hasta la producción de la image n del Paráclito
como la tenemos en Juan, fue probablemente tan complicado como el proceso de
combinar y adaptar conceptos como Mesías, hijo del hombre y Servidor de Yahvé a una
comprensión cristiana de Jesucristo. Por ello vamos a cualificar algunas de las teorías
expuestas.

Puntualizaciones

La opinión que hemos mencionado al principio, que dice que los conceptos de Espíritu
Santo y Paráclito eran originariamente diferentes en el cristianismo primitivo porque un
título describe una fuerza y otro una persona, es una simplificación excesiva del
problema. Indudablemente, en el cristianismo primitivo hubo una progresión en el
proceso de comprender al Espíritu Santo. Desde un punto en el que dominaba el aspecto
de ímpetu o fuerza profética dada por Dios, se pasó a otro en el que se prestaba mayor
atención al concepto personal del Espíritu. Pero este proceso se produjo en términos de
prestar más atención, es decir, que no fue la producción de una imagen nueva. La
descripción del período intertestamentario, como he mos visto, ya empezó a integrar
aspectos personales sacados de la idea de espíritus angélicos. Y es claro que no es
solamente Juan y los Hechos quienes tienen elementos personales en el concepto
cristiano de Espíritu, sino que también otros libros anteriores del NT los contienen,
aunque también es cierto que Juan pone la personalidad del Espíritu en primera línea.
RAYMOND E. BROWN, S.S.

EL "SITZ IM LEBEN" JUANEO PARA EL CONCEPTO DE PARÁCLTTO

Si en el concepto de Paráclito presentado por Juan hay algo único, de modo que este
concepto trasciende la mera suma de los datos que tienen historia en el judaísmo,
entonces esta unicidad tiene que ser buscada en la descripción de Paráclito que hace el
mismo Juan. Lo que domina en el tratamiento del Paráclito por Juan es su relación a
Jesús. Lo que se dice del Paráclito se dice de Jesús en otros lugares del evangelio.
Vamos a verlo en cada uno de los cuatro grupos que hemos visto al principio.

a) La venida del Paráclito. El Paráclito vendrá así como Jesús ha venido a este mundo
(5,43). El Paráclito procede del Padre igual que Jesús vino del Padre (16,27-28). El
Padre dará el Paráclito a petición de Jesús, como el Padre dio al Hijo (3,16). El Padre
enviará al Paráclito como Jesús fue enviado por el Padre (3,17 y passim). El Paráclito
será enviado en nombre de Jesús, como Jesús vino en nombre del Padre (5,43).

b) La identificación del Paráclito. Si el Paráclito es "otro Paráclito" ello parece implicar


que Jesús era el primer Paráclito, observación que parece encontrar una confirmación en
1 Jn 2,1. Si el Paráclito es el Espíritu de Verdad, Jesús es la verdad (14,6). Si el
Paráclito es el Espíritu Santo, Jesús es el Santo de Dios (6,69). Estas observaciones,
combinadas con las que tratan de Jesús enviando al Paráclito, muestran que Juan
compartía la imagen general del NT acerca del Espíritu Santo como Espíritu de Jesús.
Para Juan, el Espíritu (l,32) vino para posarse sobre Jesús, y permanecer en Él al
principio de su ministerio, y es precisamente el mismo espíritu que Jesús sopló sobre los
discípulos al final de su ministerio (20,22). Un aspecto que hay que notar es el marcado
paralelo en las relaciones del Padre con Jesús y de Jesús con el Paráclito.

c) La relación del Paráclito con los discípulos. El privilegio de conocer o reconocer al


Paráclito corresponde al de conocer a Jesús (14,7). El Paráclito estará dentro de los
discípulos, como Jesús permanece con ellos (14,20). El Paráclito enseñará, como Jesús
también enseñó (6,59). Si el Paráclito guia a los discípulos por el camino de toda
verdad, Jesús es el camino y la verdad (14,6). Si el Paráclito anuncia o revela a los
discípulos las cosas que han de venir, Jesús se declaró Mesías que ha devenir, que
anuncia o revela todas las cosas (4,25-26). Y, ciertamente, la enseñanza o revelación del
Paráclito no es nada nuevo; él solamente recuerda a los discípulos lo que Jesús les
enseñó. De nuevo la relación Padre-Jesús corresponde a la de Jesús-Paráclito.

d) La relación del Paráclito con el mundo. El mundo no puede aceptar al Paráclito,


como los hombres (malos) no aceptaron a Jesús. El mundo no ve al Paráclito, como los
hombres son aleccionados que pronto perderán de vista a Jesús (16,16). El Paráclito
dará testimonio frente al odio del mundo, como Jesús testificó contra el mundo (7,7).

El detallado paralelismo entre el ministerio del Paráclito y el de Jesús es demasiado


exacto para ser pura coincidencia. En cuanto a la frase "otro Paráclito", el Paráclito es,
por así decirlo, otro Jesús, elemento característico de la relación de sucesión tal como la
hemos visto realizada en el AT. Y ya que el Paráclito sólo puede venir cuando Jesús se
marche, el Paráclito es la presencia de Jesús cuando Jesús no está presente. En varios
lugares, Jesús promete habitar con sus discípulos, promesa que se cumple en el
Paráclito. No es accidental que el primer pasaje que contiene la promesa del Paráclito
tiene como continuación inmediata "volveré a vosotros". Jesús vuelve a través de su
RAYMOND E. BROWN, S.S.

Espíritu, que entrega a sus discípulos en el proceso de ser elevado al Padre (7,38-39;
19,30; 20,22).

Consecuencias que pueden sacarse de la imagen del Espíritu/ Paráclito analizada.


Podemos centrarnos en la solución de dos problemas prominentes de la composición del
cuarto evangelio:

El primer problema es la inquieta confusión causada por la muerte de los testigos de


vista apostólicos que eran el enlace viviente entre la Iglesia y Jesús de Nazaret.
Indudablemente, el impacto de la muerte de los testigos apostólicos se sintió
agudamente después del año 70, pero el impacto fue más duro, si cabe, con la muerte
del discípulo amado, que ocurrió probablemente antes de la última edición del evangelio
(la primera redacción fue . entre los años 70-85 y la última entre 90-100). ¿Cómo iba a
sobrevivir la comunidad juanea sin su enlace principal con Jesús?

El concepto de Espíritu/Paráclito responde a esta pregunta. Si los testigos de vista


habían guiado a la Iglesia, y si en particular dentro de la comunidad juanea el discípulo
amado había testificado por Jesús, ello corresponde a una comprensión post-
resurreccional de la que nos habla Juan varias veces cuando dice que los discípulos no
entendieron lo que Jesús les decía hasta después de la Resurrección. Es muy difícil
disociar esta comprensión postresurreccional del don del Paráclito, que ocurrió también
después de la Resurrección y precisamente a fin de que los discípulos aprendieran y se
les recordaran las enseñanzas de Jesús: los testigos oculares podían predicar e
interpretar a Jesús, precisamente porque habían recibido el Paráclito, y este Paráclito
permanecía en aquellos que amaban a Jesús (14,17), incluso después de la muerte de los
testigos de vista. La muerte de los apóstoles no pudo romper la cadena, porque el
Paráclito que les enseñó a ellos sobre Jesús continúa guiando a los cristianos por el
camino de toda verdad.

El Paráclito tenía, como hemos visto, un papel interpretativo, al hacer ver a las
generaciones sucesivas que lo que Jesús hizo y dijo era importante y estaba lleno de
sentido. Su acción de "recordar" a los discípulos participaba de la anamnêsis bíblica, es
decir, una representación de forma vivida. El Paráclito guía a los hombres a la verdad de
los hechos y dichos dé. Jesús, lo cual puede verse al analizar el modo cómo la tradición
histórica ha sido repensada y reinterpretada por la Iglesia de fines del siglo primero.

El Paráclito se prometió a los doce en la última cena, pero el círculo de su acción no se


limita a los doce y a sus sucesores en el oficio apostólico. Para Juan, los doce son
modelo de lo que cada cristiano debería ser. Las condiciones de que depende la venida
del Paráclito, es decir, amar a Jesús y cumplir sus mandamientos, son esenciales para
cualquier cristiano. El Paráclito es el maestro de todo cristiano.

El segundo problema que encuentra su solución en el concepto de Paráclito es el del


retraso de la Parusía. C.K. Barrett ha notado que desde los primeros días post-
resurreccionales la idea del Espíritu fue empleada para explicar por que la vuelta
triunfal de Jesús no tuvo lugar inmediatamente. Por lo menos antes del año 70, la
impresión de que el Espíritu explicaba la tensión entre lo que ya se poseía y la esperanza
en lo que había de venir, estaba necesariamente mezclada con la impresión de que Jesús
volvería pronto. Y en Juan encontramos el reflejo de un período posterior a este estado
de cosas, que puede sacarse de Lucas (Hechos) y de Pablo. En Juan la expectación de la
RAYMOND E. BROWN, S.S.

segunda venida ha comenzado a palidecer y se prevé un retraso indefinido. Los sucesos


del año 70 puestos enfrente de textos como Mc 13,14 (y par), la muerte de la generación
apostólica, que según algunos pasajes (por ejemplo Mc 13,30) iba a ser testigo de la
parusía (Juan 21,23), explican un estado de cosas diferente.

El énfasis de Juan en el Paráclito/ Espíritu como presencia de Jesús es la respuesta al


descorazona miento acerca del retraso de la segunda venida. Juan nos dice
implícitamente que no hay que desanimarse, porque Jesús ya está presente en el
cristiano en y a través del Paráclito. Juan no niega que Jesús vendrá a llamar a la
resurrección a aquellos que están en la tumba (5,28-29), pero el cristiano no ha de
consumirse esperando la segunda venida, más bien ha de consolarse en el Paráclito que
trae Jesús a su vida. Los teólogos del NT que escribieron antes de Juan se consolaban
con la manifestación y los dones del Espíritu en la Iglesia. Juan, mientras esperaban la
remota venida de Jesús, consuela a los cristianos con el Paráclito como la presencia de
Jesús en todos aquellos que le aman y guardan sus mandamientos.

Para Juan, muchas de las cosas relacionadas en otros escritos del NT con la segunda
venida ya han comenzado a realizarse (escatología comenzada): filiación divina, vida
eterna. Más en particular, la encarnación de Jesús es el elemento básico de que el
mundo ya ha sido juzgado, dato relacionado en otros escritos anteriores del NT con la
segunda venida. Como parte de este proceso judicial realizado, el Paráclito lleva al
mundo a juicio y prueba que se ha equivocado respecto a Jesús. Y así, de una manera
inesperada, Jesús ha realizado en el Paráclito su promesa de que todas aquellas cosas
ocurrirían antes del fin de aquella generación.

El Paráclito y nosotros

Seríamos infieles a la imagen del Paráclito presentada por Juan si no dijéramos una
palabra de la continua importancia de este concepto para la vida cristiana. El elemento
central del Paráclito era que Jesús continuara vivo entre los cristianos, lo cual
desaparecería si la importancia del Paráclito se acabara con el siglo primero. Y esto no
es así. Las implicaciones de entender el Paráclito como la presencia de Jesús en el
cristiano son tan dramáticas hoy como lo fueron cuando se escribió el cuarto evangelio.
La presencia del Paráclito difiere de la presencia de Jesús en un dato esencial: el
Paráclito es invisible al mundo porque el Paráclito está dentro del cristiano (14,17). El
único medio que tiene el Paráclito para ejercer su ministerio es a través del cristiano y
su vida, y por el modo cómo el cristiano da testimonio. El único camino que tiene el
mundo para conocer que la muerte de Jesús no constituyó el fin, es saber que el Espíritu
que animó a Jesús está todavía palpitando en sus seguidores.

El modo cómo el Paráclito prueba la equivocación del mundo y muestra que Jesús ha
triunfado y está con el Padre, mientras el Príncipe de este mundo ha sido condenado, es
éste dos mil años después de la muerte de Jesús, su presencia es todavía visible en sus
discípulos. El Paráclito sigue glorificando a Jesús a través de los cristianos.

Tradujo y condensó: J. ORIOL TUÑÍ


YVES M. J. CONGAR

EL SIGNIFICADO DE LA SALVACIÓN Y LA
ACTIVIDAD MISIONERA
La significátion du salut et factivité missionnaire, Parole et Mission, 36 (1967) 67-83.

"Dios, por los caminos que Él sabe, puede conducir a la fe... a (los) hombres que sin
culpa propia desconocen el Evangelio" (Ad gentes, n. 7,1). La persuasión de esta verdad
ha evitado a la iglesia, durante los primeros siglos y la Edad Media, la inquietud
provocada más tarde por la convicción de que la salvación eterna de los hombres
dependía absolutamente de su conversión y del bautismo. Llevar la luz y la salvación a
todos los que estaban en el error y a las almas que se perdían, ha sido, durante siglos, la
motivación principal de aquellos que iban a las misiones.

En la Maximum illud encontramos todavía un eco de esta mentalidad, al enunciar en


estos términos la finalidad de la acción misionera: "abrir el camino del cielo a aquellos
que corren hacia la perdición".

El n. 7 del Ad gentes, sobre las razones y la necesidad de la actividad misionera, en el


texto sometido a la discusión de los Padres en septiembre de 1965, comenzaba con la
afirmación antes citada, precedida por estas palabras: "El motivo de esta actividad
misionera no procede solamente de la salvación eterna que debe proporcionarse a cada
uno de los hombres a evangelizar". Esta afirmación, en si misma innegable, ha sido
centro de vivas críticas en el aula conciliar, supuesto que daba como central una idea
que podía relativizar la necesidad de las misiones: la salvación de los hombres dejaba de
ser el "único" motivo de la empresa misionera, y la evangelización no tenía el carácter
de un medio indispensable para la salvación de los hombres tomados individualmente.

Los Padres querían que la necesidad de entrar en la Iglesia y la de la actividad misionera


fueran afirmadas en términos absolutos. Fue lo que se hizo en la redacción definitiva. Se
afirma que esta necesidad procede de la voluntad de Dios: por una parte, de la voluntad
universal de salvación, que realizó constituyendo a Jesucristo como único Mediador y
Salvador de los hombres; por otra, de la institución de Cristo que, declarando la
necesidad del bautismo, confirmó la necesidad de entrar en la Iglesia, cuya puerta es el
bautismo. Esta formulación está sacada de la Constitución Lumen Gentium (n. 14). Pero
notemos que el modo como se expresa acerca de la entrada explícita en la Iglesia como
condición de salvación personal, restringe mucho su alcance: se declaran excluidos de la
salvación los hombres "que, sabiendo que la Iglesia Católica fue instituida por Dios a
través de Jesucristo como necesaria, se negasen, sin embargo, a entrar o perseverar en
ella". No hay duda de que esta formulación parece restringir mucho el número de
aquellos que expresamente se declaran excluidos de la salvación. Incluso nos parece
extraño que tal hipótesis pueda ser real.

La vida está llena de inconsecuencias. Esta hipótesis apareció públicamente en el caso


del P. Feeney. Defendió que el axioma "Fuera de la Iglesia no hay salvación" debía ser
interpretado en el sentido de que aquellos que no pertenecen a la Iglesia católica romana
serían condenados. Habiéndosele ordenado que se retractara de esta afirmación, rehusó
categóricamente, y fue excomulgado el 13 de febrero de 1953. Se hizo excluir de la
Iglesia por continuar pretendiendo que aquellos que expresamente no forman parte de
ella serán condenados. El Santo Oficio, en carta al cardenal Cushing, exponiendo los
YVES M. J. CONGAR

motivos de la condenación del P. Feeney, dio una enseñanza positiva autorizada sobre
esta doctrina. Traduce el contenido de la conciencia católica en su actual estado de
desarrollo, y es imprescindible para que se pueda pensar la cuestión de la necesidad de
las misiones para la salvación de los hombres.

Realidad y signo

El núcleo de esta enseñanza es la distinción entre lo que es necesario en virtud de su


misma naturaleza y lo que es necesario por institución positiva. Es absolutamente
imposible ser salvado sin tener caridad y, por tanto, la fe sobrenatural: ambas forman la
substancia del lazo de comunión con Dios. El conocimiento explícito de Jesucristo, el
reconocimiento explícito de la Iglesia y la entrada expresa en ella son condiciones
ligadas a la institución positiva de Dios. Jesucristo y la Iglesia son la forma histórica y
positiva que toma la voluntad salvifica universal de Dios: son medios necesarios para la
salvación, en virtud del querer positivo por el cual Dios dispuso la historia de la
salvación.

La fe y la caridad por una parte, el conocimiento de Jesucristo y la entrada en la Iglesia


por otra, están un poco en la misma relación de aquello que en teología se llama res y
sacramentum, realidad y signo. Normalmente, se obtiene la res por el medio instituido o
sacramentum, y éste, también normalmente, produce la realidad de gracia para la cual
fue instituido. Pero puesto que la relación de comunión que Dios quiere establecer con
nosotros se fundamenta en nuestra voluntad libre y en nuestras disposiciones profundas,
es posible un desfasamiento entre el medio instituido y el fruto espiritual. "Muchos
parecen estar dentro y están fuera, otros parecen estar fuera, y en (la) verdad están
dentro" (San Agustín).

El documento del Santo Oficio precisa lo que por su misma naturaleza es necesario,
debe existir o ser poseído realmente: la salvación no es posible para el que no tiene
realmente la fe y la caridad infusas. Pero, en virtud de una libre y positiva disposición
de Dios, basta que se posean por un deseo, que puede incluso ser inconsciente e
implícito. Uno podría estar en ignorancia no culpable de Cristo y de su Iglesia y podría
estar unido a ellos por un deseo que está "incluido en la buena disposición de alma por
la cual se desea conformar la propia voluntad a la de Dios". En cuanto al conocimiento
necesario de Dios para que pueda haber fe infusa y, por tanto, caridad, ni los teólogos
son unánimes, ni los textos del magisterio de la Iglesia son muy explícitos; la Lumen
gentium dice solamente: "La divina Providencia tampoco niega los auxilios necesarios
para la salvación a quienes sin culpa no han llegado todavía a un conocimiento expreso
de Dios y se esfuerzan en llevar una vida recta, no sin la gracia de Dios" (n. 16). Una
cosa queda clara: puesto que no hay salvación sin fe infusa y Dios quiere la salvación de
todos los hombres, el acto de fe es realmente posible para todos los hombres.

De todos modos, el sentido hoy admitido del axioma "Fuera de la Iglesia no hay
salvación", obliga a revisar la motivación de la necesidad de la actividad misionera a
partir de la necesidad de conocer expresamente a Jesucristo y entrar efectivamente en la
Iglesia católica para ser salvado. Los. hombres, los individuos, se pueden salvar sin
esto. Y con todo, ésta era una de las razones que llevó al P. Charles a definir la finalidad
específica de la actividad misionera por la implantación de la Iglesia.
YVES M. J. CONGAR

El axioma "fuera de la Iglesia" significa que la Iglesia católica es la única legítimamente


establecida para ser, para el mundo entero y hasta al fin de los tiempos, el sacramento
universal de salvación. Es la forma histórica del designio por el cual "Dios quiere que
todos los hombres sean salvados y lleguen al conocimiento de la verdad" (1 Tim 2,4).

La Iglesia-sacramento universal de salvación debe ser comprendida dentro del


dinamismo que evocan, en su comienzo, el decreto Ad gentes y la constitución Lumen
gentium. La Iglesia, pueblo de Dios e institución, es la forma histórica y el término
completo (es decir, la comunión con Dios comenzada ya invisiblemente en el mundo)
del gran dinamismo que funda la historia de salvación y que, a partir del designio del
Padre, se opera por la misión del Hijo y del Espíritu Santo. Por esta razón, el Ad gentes
(n. 5) da esta definición, en la cual se podrían hallar las cuatro causas clásicas: "La
misión de la Iglesia se lleva a cabo por la actividad con la que, obediente al mandato de
Cristo y movida por la gracia y caridad del Espíritu Santo, se hace presente en acto
pleno a todos los hombres o pueblos, para llevarlos, con el ejemplo de su vida y la
predicación, con los' sacramentos y los demás medios de gracia, a la fe, la libertad y la
paz de Cristo, de suerte que se les descubra el camino libre y seguro para participar
plenamente en el misterio de Cristo".

Existe ya Iglesia antes de la Iglesia, una Iglesia en tendencia, precisamente la Iglesia


que corresponde a la suma de salvaciones individuales o de sus preparaciones, en tanto
que se operan fuera de la adhesión explícita y total a la institución positiva de salvación
que son Jesucristo y su Iglesia. Pero "este propósito universal de Dios en pro de la
salvación del género humano no se realiza solamente de un modo como secreto en el
alma de los hombres, o por los esfuerzos, incluso de tipo religioso, con los que los
hombres buscan de muchas maneras a Dios..." (Ad G. n. 3).

"Toda posesión crea responsabilidades", era ya un principio del derecho romano.


Evangelizar es una necesidad para nosotros, para la Iglesia, que se sabe medio querido
por Dios, para realizar su voluntad universal de salvación.

Hacer de la humanidad un pueblo de Dios

El decreto Ad gentes, al decirnos que los miembros de la Iglesia son impulsados por la
caridad a la actividad misionera, refuerza su afirmación evocando precisamente el
dinamismo vital por el cual el Cuerpo místico no cesa de unificar y orientar sus fuerzas
en orden a su propio crecimiento. El texto añade:

"Gracias a esta actividad misionera, Dios es glorificado plenamente desde el momento


en que los hombres reciben plena y conscientemente la obra salvadora de Dios, que
completó en Cristo. Así, por ella se cumple el propósito de Dios, al que Cristo obediente
y amorosamente sirvió para gloria del Padre, que le envió, a fin de que todo el género
humano forme un único pueblo de Dios, se una en un único cuerpo de Cristo y se
codifique en un único templo del Espíritu Santo; lo cual, por reflejar la concordia
fraterna, responde al íntimo deseo de toda la humanidad. Así, finalmente, se cumple en
realidad el designio del Creador, quien creó al hombre a su imagen y semejanza, pues
todos los que participan de la naturaleza humana, regenerados en Cristo por el Espíritu
Santo, contemplando unánimemente la gloria de Dios, podrán decir: "Padre nuestro".
YVES M. J. CONGAR

La no-condenación de un determinado número de hombres, por grande que sea, sobre la


base de la buena disposición del alma de que habla el Sto. Oficio pero en la ignorancia
de Cristo y de su Iglesia, no es la salvación querida por el designio de gracia de Dios.
"Fue voluntad de Dios el santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin
conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo, que le confesara en
verdad y le sirviera santamente" (G n. 9). En distintos pasajes, los decretos conciliares
formulan de este modo el término del designio salvífico de Dios: hacer de la humanidad
un pueblo de Dios, el cuerpo de Cristo, el templo del Espíritu Santo. Esta salvación se
refiere a la humanidad como un todo, no solamente a los individuos aislados, sin que
por ello todos los individuos hayan de ser salvados. En esta perspectiva, precisamente
en la que Dios quiere hallar su gloria, la actividad misionera es necesaria y de modo
absoluto: es el medio de realizar el designio de salvación que es la voluntad de Dios.

El n. 13 de la Lumen gentium nos da una teología de la catolicidad poniendo de relieve


la unidad del principio y del fin de la humanidad: "para así cumplir el designio de la
voluntad de Dios, quien en un principio creó una sola naturaleza humana, y determinó
luego congregar a sus hijos, que estaban dispersos". La unidad del principio es dada en
la creación natural, donde el monoteísmo bíblico se refleja en la unidad de origen de la
humanidad, ab uno. La unidad del final será la del Reino de Dios, caracterizada por el
hecho de que la naturaleza misma vuelve a ser tomada bajo la gracia del Espíritu de
Dios, principio de nuestra filiación divina adoptiva. Por eso, toda la creación espera la
revelación del Hijo de Dios (Rom 8,19-23). No la esperaría si la naturaleza no tuviera
en sí misma un deseo de perfección que, sin exigir nuestra elevación sobrenatural -que
procede de la libre gracia de Dios-, encontrase en ella eso mismo que deseaba
confusamente, y todavía más.

El Vaticano II, sin confundir el plan de la naturaleza y el de la gracia, ultrapasó el


extrinsecismo de ciertas concepciones de su distinción. Los n 2 y 7 del Ad gentes y toda
la primera parte de la Gaudium et spes son incomprensibles si no admitimos que la
gracia aporta su perfección a la naturaleza más allá de sus posibilidades activas, pero en
la línea de lo que ella es y de lo que pide. Esto permite al texto del n. 7 ver realizado el
designio creador cuando la unidad de la humanidad sea unidad de los hijos de Dios, un
cuerpo único de Cristo, un solo templo del Espíritu Santo, y cuando todos los hombres
puedan decir unánimemente "Padre nuestro". En el plan de Dios el fin estaba previsto
desde el comienzo.

Todo lo que acabamos de decir va directamente a clarificar la noción misma de


salvación, que muchas veces está todavía envuelta del extrinsecismo y dualismo de
separación que hemos visto a propósito de la relación entre natural y sobrenatural. Para
muchos, la salvación es una especie de salvamento en el que algunos se libran de una
catástrofe general, como náufragos de un barco perdido: la salvación no es un
salvamento por extracción de un mundo destinado a perderse, salus e mundo; es una
curación del mundo, salus mundi. Es toda la creación la que es salvada. No quiere esto
decir que esta salvación sea un triunfo en una subida continua en la línea- de un
progreso feliz. Se trata de hacer llegar el mundo a aquello a que fue destinado desde la
creación y que Dios decidió realizar por la misión de su Hijo, de su Espíritu, por la
misión de la Iglesia...
YVES M. J. CONGAR

La función de las misiones

El número 6 del Ad gentes define la actividad misionera como el ejercicio y ejecución


de la Misión de la Iglesia especificada por condicionamientos determinados, como son
los de una situación en la que el Evangelio no ha sido todavía anunciado o no lo ha sido
de modo que produjera su efecto, o una situación de inmadurez. De este modo, la
finalidad de las misione s es la finalidad de la Iglesia misma.

Por ello, la misión de la Iglesia no es puramente "espiritual" o cultual: atañe a lo


temporal de cara a su consumación escatológica. La misión de la Iglesia es introducir en
la historia la dimensión de historia de salvación, es transformar la humanidad en reino
de Dios, conforme a su designio positivo e histórico de salvación. Dejando que la
historia se realice dentro de su trama temporal, donde las cosas temporales, en su plan,
permanecen autónomas, la Iglesia debe penetrar la civilización por el espíritu del
Evangelio, orientándola hacia su plenitud en Cristo. su salvación.

Este ha sido el trabajo de las misiones, que se presenta hoy en condiciones nuevas de
amplitud y urgencia. Es un hecho que la actividad misionera de la Iglesia tiene su punto
de partida en los países de la antigua cristiandad, que son a la vez los países ricos, y se
ejerce en los países en vías de desarrollo. Los problemas del hambre, del desarrollo, de
las necesarias transformaciones económicas a nivel mundial, el problema de la paz, son
de una intensidad y urgencia dramáticas. "El nuevo nombre de la paz es "desarrollo"",
ha dicho Pablo VI.

El Vaticano II pidió la creación de un Secretariado "encargado de estimular a la


comunidad católica para promover el desarrollo de las regiones pobres y la justicia
social entre las naciones" (Gaudium et spes, n. 90,3). La comisión "Iglesia y Sociedad"
del Consejo ecuménico de las Iglesias, en la conferencia de julio de 1966, trató también
con gran agudeza de estos problemas. En distintos pasajes, los documentos conciliares
insisten en que los católicos deben entrar en una colaboración efectiva con todos los
"hombres de buena voluntad" y en particular con los organismos internacionales que
tienen por fin procurar la paz, el desarrollo, la cultura, la justicia social. Por otra parte,
Ad gentes y Unitatis redintegratio, preconizan una colaboración ecuménica en el terreno
misionero. Tal colaboración no siempre es fácil de instituir en el plan de la
evangelización propiamente dicha. Y en el plan de la actividad social e internacional
tampoco es demasiado cómoda. Y es en este último punto; precisamente, donde nos
parece que las circunstancias la exigen de modo apremiante. ¿Por qué el Secretariado
para promover el desarrollo de las regiones pobres y la justicia social entre las naciones
no podría incluir en sus estatutos la cooperación con el organismo correspondiente del
Consejo ecuménico de las Iglesias?

El desafío de los pobres

El movimiento ecuménico siguió simultáneamente desde el comienzo la línea del


diálogo sobre las cuestiones doctrinales (Faith and Order) y la de la cooperación
práctica en el campo social (Life and Work). Cada vez reconozco más el valor del
segundo camino, el de una diaconía de conjunto al servicio del mundo y, sobre todo, de
los pobres. Durante el segundo período del Concilio, el P. Paul Gauthier decía a un
observador protestante: "¿Y si nosotros nos pusiéramos juntos al servicio de los
YVES M. J. CONGAR

pobres?". El observador contestó: "¡Esa sería la auténtica reforma!" El Concilio tocó las
cuestiones dramáticas del mundo actual: población, verdadera democracia, cultura,
trabajo, propiedad y distribución de los bienes, paz y armamentos...; suscitó la creación
de un Secretariado para el hambre en el mundo y el desarrollo de los pueblos pobres. En
la conferencia, de julio de 1966, en Ginebra, a la que antes nos hemos referido, fueron
expuestos con verdadera violencia estos mismos problemas y se formularon las mismas
orientaciones. Dos terceras partes de los participantes venían del Tercer Mundo. Se
enumeraron los inmensos problemas, de urgencia ineludible, que de él proceden. No
hay duda que allí se encuentra uno de los primeros problemas de todos los cristianos.
Éstos han fracasado en su intento por evitar el dominio del dinero, la búsqueda del
provecho -aun cuando fuera en detrimento de los pobres-, o por instaurar en el mundo
estructuras de fraternidad.

Son dos los desafíos dirigidos hoy a los fieles de las distintas Iglesias, y que a través de
ellos y de su Iglesia, alcanzan al Evangelio y a Dios: el desafío de los pobres a los ricos,
el desafío del comunismo ateo a las religiones o, mejor dicho, tratándose de cristianos, a
la fe. ¿Seremos nosotros capaces de responder a estos problemas que, para los pobres,
son problemas de vida o muerte, y para cuya resolución el comunismo se afirma eficaz?

Al evocar el desafío del comunismo, tan sólo queremos afirmar que existe, y no que sea
él el impulsor del ecumenismo. Estemos convencidos de que, juntos, debemos
dedicarnos al trabajo de una diaconía a la medida de la miseria del mundo, diaconía que
será a la vez testimonio dado a Jesucristo y a su Evangelio, camino de realización de la
comunidad de los cristianos, garantía de su comunión. Será una forma de esa
"emulación espiritual" de que hablaba el P. Couturier. Será, juntamente con el diálogo
teológico envuelto de oración, el camino de la concordia. Convenzámonos de que es
éste el camino por el cual nos lleva hoy el Espíritu de Dios que, en medio del siglo de la
incredulidad, suscitó la esperanza ecuménica.

Tradujo y extractó: LUIS GONÇALVES


RAYMOND DIDIER

SATÁN: REFLEXIONES TEOLÓGICAS


Satán, príncipe de este mundo y padre de la discordia y de la mentira, divide todavía
hoy a los cristianos. Hay quienes piensan que la mayor astucia del Maligno es haber
convencido a muchos creyentes de que no existe, arriesgando así su salvación. Otros,
por el contrario, creen que la Iglesia debe considerar a los fieles como adultos y dejar
de contar ciertas historias que son fruto de la imaginación. En este artículo, el autor
considera el problema de Satán en relación con los puntos esenciales de nuestra fe.
Toma como punto de partida la predicación tradicional de la Iglesia, poniendo de
relieve su significado para el cristiano de hoy.

Satan: Quelques réflexions théologiques. Lumière et Vie, 78 (1966) 77-98

ORIGEN DE SATÁN

Tres cuestiones fundamentales sobre Satán centrarán nuestro estudio: ¿De dónde
procede? ¿Quién es? ¿Tiene algún sentido al margen del plan de salvación en
Jesucristo? En nuestras respuestas, más que insistir en la realidad del Demonio,
estudiaremos su significación para la vida cristiana. Así somos fieles a la Escritura y a la
Tradición, que se preguntan por la función de Satán como enemigo, tentador y príncipe
de este mundo.

Planteamiento del problema

El hombre experimenta que no es él quien inicia radicalmente el mal cuando peca


libremente y se hace culpable de su falta. El mal, parece que "ya está ahí". Está presente
no sólo en la naturaleza y en la vida humana, sino en el mismo corazón de la libertad
que peca. Desde siempre, pues, el hombre ha expresado este "estar ya ahí" del mal, con
el lenguaje simbólico: de "mancha". Es algo que afecta a todo hombre que viene a la
existencia, con el símbolo de la esclavitud y bajo el poder de potestades adversas. Es
una esclavitud mucho más sutil que la de una libertad dividida en sí misma y que se deja
cautivar por la propia parte alienada que proyecta al exterior, según las palabras del
Apóstol Santiago: "Cada uno es tentado por sus propias concupiscencias que le atraen y
seducen" (Sant 1,14). El espíritu humano ha indagado desde siempre el origen de este
mal, que está ahí como establecido y al mismo tiempo como venido "desde fuera" de la
libertad. 1

¿Dónde se sitúa el mal?

Unos enc uentran su origen en el mismo mundo divino, como se ve en los poemas
babilónicos. La lucha entre las divinidades permite la destrucción del mal, aunque se
mantenga en pie su figura. No se encuentra, pues, ninguna caída del hombre, ni una
degradación de su. ser. Otros sitúan el origen en la existencia humana según los ritos
trágicos de los griegos. El hombre, por el hecho de existir, cae en falta. No hay que
olvidar, tampoco, la enseñanza de los mitos órficos, según los cuales el cuerpo, el
mundo, son unas realidades físicas que aprisionan el alma. Se trata de una inmersión del
alma en el cuerpo que es anterior a cualquier opción de la libertad del alma. El mal es
RAYMOND DIDIER

una realidad que está fuera del hombre. Finalmente, la Revelación sitúa el mal fuera de
la esfera del mundo humano y del mundo divino.

La respuesta que la Revelación da tiene una perspectiva deliberadamente antropológica


y "desmitologizante". El hombre es el acusado y se le reconoce como el autor del mal.
Una primera lectura del relato bíblico de la caída nos convence de ello: el narrador
concreta en un hombre, en un acto, en un instante, el acontecimiento de la caída, e
insiste vigorosamente en el "salto cualitativo" de la falta: "el paso de la inocencia al
mal". Así desmitologiza radicalmente el origen del mal, incluso suponiendo que la caída
y su lugar no sean coordenables con nuestro tiempo y espacio: el origen del mal no se
sitúa ni en la esfera divina, ni en la existencia humana, ni en el destierro del alma
encerrada en un cuerpo malo. Una segunda lectura del relato bíblico pone de manifiesto
la dialéctica del problema: el hombre que se reconoce como el autor del mal y que, al
mismo tiempo, discierne un mal original "que ya está ahí", en el mundo y en el seno de
su libertad pecadora. En efecto, y como confirmación, vemos que el hecho de la caída se
presenta como un drama que se desarrolla y que sitúa en escena el despliegue de varios
personajes, como la figura enigmática de la serpiente, la tentación, el desliz insensible
hacia el mal. La serpiente aparece como la proyección exterior de una "constitución
mala" más radical -primordial- que toda decisión singular. Sin embargo, el sentido de la
trascendencia de Dios imposibilita al autor sagrado el declive hacia los mitos
babilónicos, trágicos u órficos, en la búsqueda de este origen más radical y primordial
del mal.

El Dios de Israel no puede soportar la presencia concurrente e indiferenciada del bien y


del mal, ni, con mayor razón, disgregarse en la contradicción interna que constituiría la
presencia del mal en Él. Es imposible, también, buscar el origen del mal "que ya está
ahí" en la obra de Dios y, en definitiva, en la finitud del hombre. La Biblia conoce esta
finitud, y, sin embargo, no cesa de declarar buena la creación. El mal radical no está en
la existencia humana, en la fragilidad de la libertad. Más bien, la: finitud aparece sólo
como el puente de inserción del mal, como la capacidad que tiene el hombre para el
mal. Queda siempre sin explicar "el salto cualitativo" del mal que se inserta en él.
Imposible, en fin, poder afirmar que el hombre es este origen radical que buscamos. El
no es el primer pecador: "Por un solo hombre el pecado entró en el mundo" (Rom 5,12).

La existencia de Satán

Con la razón nos encontramos en un callejón sin salida. ¿Hay que contentarse con la
inexplicabilidad radical del mal, que se inicia mediante la libertad del hombre y que sin
embargo parece "estar ya ahí" como destinado a la misma libertad? Sólo la Biblia, en su
característico lenguaje nos da la única solución posible. Se trata de una criatura anterior
a la historia humana, situada en un nivel superior al hombre, pero subordinada a Dios,
cuya misión es solicitar al hombre hacia el mal. Este es Satán, a quien el libro de la
sabiduría identifica con la serpiente del Génesis (Sab 2,24). Aquí, en el estudio de este
pasaje, el sentido de Dios trascendente que se revela impone al personaje una serie de
limitaciones infranqueables. La Escritura y la Tradición, fieles a esta revelación de
Dios, nunca han permitido hacer de Satán el rival. La Iglesia a su vez, afirma, en primer
lugar, que no debe considerarse a Satán como "el principio y la sustancia del mal",
contra el maniqueísmo (D 237), ni, por consiguiente, suponer, que se trata de un Dios
del mal; y, en segundo lugar, que como todo ángel malo, fue creado por Dios y creado
RAYMOND DIDIER

bueno. Sólo en virtud de una prueba moral, a la que fue sometido, cometió la falta y se
convirtió al mal. (D 427.)

La dialéctica del mal

Si remontamos el tiempo humano en busca del origen del mal "que ya está ahí" para
todo hombre, seremos conducidos a un primer acto, cometido en un tiempo fundador,
más allá de la historia, por una criatura de Dios de tipo angélico. Este pecado "a-
histórico" afecta misteriosamente la solidaridad de los espíritus y su relación con el
mundo. Según esta línea de investigación, que es meramente temporal, el origen del mal
se nos presenta bajo la forma de exterioridad. Esta exterioridad, ¿es plenamente
satisfactoria? ¿No es más bien en el corazón mismo de la libertad donde hay que
insertar la presencia radical del mal? La contingencia y la exterioridad que han regulado
nuestro trabajo hasta ahora deben ser asumidas en una indagación que, en terminología
kantiana, denominamos racional.

No basta con decir que el mal "que ya está ahí" es exterior a la libertad. Veámoslo. A
pesar de que cada uno se sabe a menudo solicitado al pecado por el mundo, los demás y
la propia alienación, hemos de admitir una presencia del mal en el seno de la libertad
que peca y en el acto mismo de pecado. Así, convendría hablar de una cierta Naturaleza
pecadora de la libertad. Las atrevidas palabras de San Agustín contra el pelagianismo:
"en el mismo corazón de la voluntad que decae se sitúa la naturaleza heredada de Adán
como una tara", tomadas en su verdadero sentido analógico, vienen a decir: el mal,
previo a toda toma de conciencia, imposible de analizar en faltas individuales..., es
respecto a mi libertad lo que mi nacimiento -y mi finitud- es respecto a mi conciencia
actual... Hay ahí algo de desesperado desde el punto de vista de la representación
conceptual, y de irreemplazable desde el punto de vista metafísico. Es la misma
voluntad que participa de esta quasi- naturaleza pecadora; el mal es una especie de
involuntario en el seno mismo de lo voluntario.

Todos los intentos de reducir esta condición "trágica" de la libertad han terminado en
fracaso, y, sin duda, al fracaso están irremediablemente condenados. Buscan el mal
radical en un más allá de la falta que sea la condición de su posibilidad, el fundamento,
pero este más allá queda insondable e injustificable en sí.

Satán, posibilitador del mal

Contrariamente a lo que se pudiera suponer, no nos hemos alejado de Satán. En la


perspectiva reflexiva en que nos hemos situado, el Demonio aparece como la "clave" de
este "fundamento", de esta "elección primordial" que permanece fuera del alcance de la
experiencia y de la reflexión, y queda para nosotros insondable e injustificable. Satán es
la figura de la voluntad de la nada en plena clarividencia. Algo que nosotros nunca
somos plenamente, porque nuestra libertad no se puede agotar ni constituir en un solo
acto. Él es quien "posibilita" para nosotros lo injustificable del mal. Satán aclara la falta,
él no la realiza pero siempre está aliado con ella. Esta figura límite de mí mismo hace
aparecer mi pecado, a la vez, como comienzo del mal por mi libertad y mal ya situado
frente a esto que se inicia. El demonio se integra así, en el análisis subjetivo del pecado,
como un momento de la dialéctica por la cual la falta es descubierta como "salto
RAYMOND DIDIER

cualitativo" de la libertad y como mal "que está siempre ya ahí", en acto y estado. Su
función es conciliar la contingencia y la antecedencia del mal, no ya en un tiempo
fundador, sino en el corazón de la libertad que peca, al nivel de acto, en el que el hecho
es manifestación -de esta libertad en acto- y nivel de sentido en el que la génesis es el
desarrollo progresivo.

II.- ¿QUIÉN ES SATÁN?

Ni en la Escritura ni en la Tradición la realidad de Satán es puesta en cuestión. Sin


embargo, los nombres que se le atribuyen son funcionales: enemigo, tentador, príncipe
de este mundo. Y no menos evidente es su progresiva "desantropomorfización", en
especial, en la Tradición, donde llegamos, con Santo Tomás, a una realidad purificada
de todo antropomorfismo. Nos preguntamos ahora de qué realidad se trata. El problema
parece complicarse por tratarse del mal: ¿es alguien o un no-ser, mera privación? Según
el P. Bouyer, "la teoría cristiana del mal, a partir del siglo XVI, considera, a éste como
una abstracción, frente al maniqueísmo que lo convierte en una cosa, y al lado de las
viejas ideas cristianas que preferían encontrar una persona... La problemática antigua
difiere de la moderna, no en cuanto da una solución en el terreno especulativo, sino en
cuanto la obliga a salir de él. El maligno no es una cosa mala en sí, menos aún un
concepto negativo: es una libertad pervertida en sí misma. Para librarse de ella hay un
solo medio: que otra existencia intervenga en el campo donde la primera está instalada y
la desplace". A esta concepción nacida del cristianismo primitivo se opone, pues, una
concepción del mal como negatividad. No puede tratarse de una negatividad que
reduzca el mal a la finitud; esto sería desconocer el "salto" del mal que se instala. Peor,
todavía, reducir la negatividad del mal a una función universal, al modo de Spinoza o
Hegel, que han buscado pasar de la contingencia del mal a su "necesidad" dialéctica.
Así, el "salto" quedaría eliminado y lo "trágico" del mal "que está ya ahí" suprimido.

Para San Agustín, uno de los promotores, según el P. Bouyer, de esta tradición que se
opone a la del cristianismo primitivo, la nada del mal es un "apartarse de Dios" que
comporta una cierta capacidad de aniquilación. La intuición genial de San Agustín es
haber unido esta capacidad a la libertad. Esta deviene entonces: "el poder de decaer, de
declinarse, de tender hacia la nada... un consentimiento orientado negativamente". Por
otro lado, según el P. Bouyer, el mal es "una libertad pervertida en sí misma". Entonces,
¿por qué oponer dos tradiciones que se juntan y las dos afirman sin ambages que Satán
es alguien, esta libertad precisamente, cuyo consentimiento se orienta negativamente?
La aparición de las dos tradiciones en el interior de la religión cristiana nos permite
precisar la idea de mal como negatividad y afirmarla conciliable con la "personalidad"
de Satán.

Satán y el mal

Debemos conciliar esta personalidad con el mal original que está "ya ahí", como una
quasi- naturaleza en el seno de la libertad que peca. No podemos decir, sin más, que
Satán es este mal radical; esto sería afirmar una alienación imposible en la libertad
humana. Sólo Dios puede actuar en una libertad sin esclavizarla. La teología siempre ha
negado que Satán pueda constrerir la libertad y actuar sobre ella, a no ser por medio de
sus condicionamientos, es decir, de un modo indirecto. Si podemos afirmar que el mal
RAYMOND DIDIER

es Alguien, ¿diremos entonces que Satán es este Otro que nos solicita al mal desde el
exterior? Esto no es suficiente, porque el mal radical se sitúa, como hemos dicho, en el
corazón de la libertad, y la tentación sólo es posible al encontrar ya en el hombre una
secreta connivencia. ¿Diremos entonces, finalmente, que Satán es el "primer pecador"
de donde nos viene, por Adán, el mal que está "ya ahí"? Esto es afirmar implícitamente
y en sentido de causalidad que Satán sólo puede ser considerado Persona desde el punto
de vista del origen "temporal" del mal. Pero desde el punto de vista del origen
"racional", parece que debe presentarse sólo como la figura- limite de esta libertad pura
que nosotros jamás somos en nuestro pecado.

Dos explicaciones complementarias

¿Cómo conciliar estas dos concepciones de. Satán: un "primer pecador" personal, que
explica, en sentido causal, el estar "ya ahí" del mal sin poner en cuestión a Dios ni a su
Creación, y una "figura- límite" cuya función consiste en hacernos constatar que somos
pecadores en acto y en estado, pero como libertad no-pura, sin que esta "impureza" sea
identificable con la finitud? Las dos concepciones responden a la misma interrogación
sobre el origen: la primera pide un principio sin principio, y la segunda se remonta "a la
condición de posibilidad". Las dos son signo de un mismo acto del espíritu que busca
comprenderse. La revelación, por ser historia y no reflexión, sólo da respuesta a la
primera interrogación. La reflexión jamás añadirá nada a la Palabra histórica de Dios ni
a la fe viva en esta Palabra. Su función consiste en dar a la fe y a la historia un sentido
para la conciencia creyente, a fin de que ésta se reconozca como tal. Este sentido no es
otro que el espontáneamente vivido en la fe a la Palabra histórica de Dios. Pero a un
segundo nivel de profundidad, propio de la reflexión racional.

¿Reducir la exterioridad de Satán no equivale a considerarlo como un simple


"concepto"? Hemos hablado de "figura- limite" y de "función" para no favorecer el
posible engaño que entraña oponer concepto y cosa después de haberlos situado en el
mismo plano. Oponer "Satán-alguien" y "Satán-concepto", como si se tratase de una
contradicción, es desconocer la misma dinámica cognoscitiva del espíritu en su
captación de lo real. Al hablar de Satán como "figura- límite de esta libertad pura que
nosotros nunca somos en nuestro pecado", no lo relegamos como algo imaginario,
aunque lleno de sentido, pero rechazable en la esfera de la realidad. Afirmamos, por el
contrario, que, para reconocernos como libertad "impura", es necesario que nos sea
dado este limite irreductible de una libertad pura que se pervirtió a sí misma. Por
consiguiente, esta figura- límite no es una ilusión, sino que se impone al espíritu de todo
aquel que no quiera reducir el mal a la finitud ni la finitud al mal. Afirmamos,
asimismo, que la ilusión no es verdaderamente disipada sino por aquel que, habiendo
rehusado previamente cosificar toda la realidad, tampoco tiene que plantearse los
problemas del tránsito de la esencia a la existencia y de la función a la sustancia. Es tan
vano separar la función de la sustancia que la "soporta" y asegura la permanencia de su
significación, como reducir la sustancia a la función; tanto una como otra son ilusiones
indisolublemente unidas; fruto de una cosificación inicial que crea necesariamente el
pseudoproblema del tránsito.

Satán, como figura- límite de la libertad pura, nos remite a una sustancia, o mejor a un
acto de libertad, que funda a la vez la "figura-límite". Su función y su significación van
más allá de toda representación. Con esta reflexión creemos habernos librado de
RAYMOND DIDIER

rechazar el lenguaje de la causalidad que se usa inevitablemente en la búsqueda del


origen "temporal", pero que se comprueba incompatible con el lenguaje de la libertad.
Esta reflexión nos permitirá dar un fundamento a la misma indagación del origen
temporal. Satán, con quien me encuentro inexorablemente, me permite reconocerme
como el "malvado por seducción" y no como el "malvado absoluto", al mismo tiempo
que explica esta atracción a la falta que surge de mi frágil afectividad y del caos del
mundo. Satán, pues, está ahora explicado, si bien todavía queda una última cuestión por
responder.

III. - EL "FIN" DE SATÁN

Queremos solamente mostrar que el diablo sólo tiene sentido por Jesucristo, quien le
"descubre" y a la vez, le vence: el fin de Satán es Cristo. Definirlo como primer pecador
y "figura- límite" de este "mal absoluto", queda injustificable. En efecto, hay límites que
la conciencia puede integrar por el consentimiento: por ejemplo, el del nacimiento como
comienzo inobjetivable y la finitud de la vida como no coincidencia ineluctable consigo
mismo. Estos límites delimitan el campo de posibilidades a la libertad que acepta esta
vida y esta finitud dándoles sentido. Pero ¿cómo integrar la limitación del mal integral,
limitación no fecunda, sino negativa? El hombre puede consentir en él, pero entonces
cae en la falta, y la libertad se pervierte en lugar de realizarse, y si lo niega rechaza
simultáneamente su condición pecadora. Hay que reconocer que la limitación está
siempre ahí, y pide justificación, pues el mal radical no puede reducirse ni por reflexión
ni por especulación.

Satán, en cuanto figura-límite de la perversión radical, queda injustificable. El espíritu


se encuentra aquí ante un doble problema. El primero se formularía así: ¿es posible
Satán?, ¿cómo comprender este pecador absoluto, sin "mal-ya-ahí", a partir de su sola
finitud? El segundo propondría esta cuestión: ¿por qué soy yo esta libertad "impura" y,
por consiguiente, por qué esta figura- límite me es dada en el horizonte de mi libertad,
adhiriéndose a esta como una llaga a su costado? Referirse a una influencia de tipo
causal del demonio sobre la libertad, es responder al cómo, no al porqué; asimismo,
invocar la solidaridad de los espíritus, deja sin aclarar que esta solidaridad se dé en el
mal; además, esta solidaridad siempre aparece como una situación de la libertad en sí
misma. La angustia del "fundamento malvado" no queda, pues, disipada.

La justificación de Satán

Sin embargo, ¿puede existir algo absolutamente injustificable? Hay males que pierden
su relatividad y quedan absolutamente injustificables -por ejemplo, la condena de un
inocente-, si no son asumidos por los actos de otra conciencia que los toma sobre sí.
Sólo una conciencia, mediadora entre las otras conciencias y su principio, permite
entrever este principio original de unidad que estará en ellas sin ser de ellas y será
justificado por sí mismo: "este principio estaba allí desde el comienzo de la reflexión
como lo contrario que lo injustificable descubre". Así, quedándonos en el dominio
filosófico, sin identificar este principio con Dios ni explícitamente con Cristo, 'y sin
pretender tener la seguridad de que lo injustificable es vencido, el filósofo entrevé el
camino de la justificación. Encuentra como una "hipótesis necesaria" la afirmación
revelada en el Antiguo y Nuevo Testamento, según la cual Satán está sometido a Dios y
RAYMOND DIDIER

es vencido por Cristo. Satán sólo parece justificable, en última instancia, como la "gran
negatividad", que de una parte hace aparecer a Cristo como valo r victorioso y de otra
recibe su sentido del mismo Jesucristo.

La "dimensión negativa" es quien hace que el valor moral sea un valor victorioso. Cristo
se impone a través de la lucha contra el mal y en el sacrificio. Porque Él ha cargado con
el pecado, el mal del mundo, el sin-sentido de la historia y de la muerte, y nos ha hecho
entrar en el tiempo de la Gracia. Su victoria sobre Satán ha dado al hombre el sentido de
una existencia donde nada está totalmente acabado, pero donde no hay nada
irremediable. Por paradójico que esto pueda parecer, diremos que Satán, como
"dimensión negativa", es una de las condiciones de la esperanza, al contribuir a
presentarme la salvación como "ya ahí", pero no aún definitiva. Pero si el demonio
revela negativamente el valor victorioso de Cristo y, en Él, el de la existencia cristiana,
es que, en definitiva, recibe de Cristo su sentido. La "dimensión negativa", en efecto, no
tiene sentido si no es en su oposición real - no sólo lógica- al valor positivo. Así, la
aversión es un deseo negativo y el odio un amor negativo, etc.

Como dilucidación de esta relación entre Satán y Cristo, haremos referencia, por una
parte, a la experiencia cristiana del pecado y del perdón, y por otra, al paralelo paulino
entre el Primero y Segundo Adán. Aunque no puede haber perdón sin pecado, ni
justificación sin culpabilidad, el mal no es la primera cosa que comprendemos, sino la
última. No creemos en el pecado, sino en el perdón de los pecados.

No entendemos el pecado si no es en el perdón, ni la culpabilidad si no es en la


justificación por Jesucristo. La fe en esta justificación es la que hace aparecer la falta.
Del mismo modo; si bien Adán conduce a Cristo, aquel no se comprende si no es en
relación con el Segundo Adán, pues el don de Dios en Jesucristo no es simplemente un
retorno al orden anterior al pecado, sino una nueva creación que supera el estado
original. El Segundo Adán es mucho mayor que el primero. "Si por la falta de uno solo
muchos han muerto, mucho más la Gracia de Dios y el don por la gracia de un solo
hombre, Jesucristo, se ha difundido abundantemente sobre muchos" (Rom 5,15). Este
"mucho más" es lo que señala la confrontación entre Cristo y Satán. Esta "categoría de
esperanza" hace aparecer el "misterio de iniquidad" como justificable por Jesucristo,
puesto que, en Cristo, es a la vez reconocido y superado. La conciencia jamás podrá
"aquí" asumir íntegramente esta figura- límite que se adhiere a la libertad, y por esto la
angustia del "misterio de iniquidad" la acompañará hasta el último día. Pero sabe que la
historia tiene un sentido y que puede descifrarlo en el signo de una promesa, de una
"buena nueva" en Jesucristo. Así, la existencia humana, donde el mal está siempre "ya-
ahí", venido del "primer pecador", figura- límite de esta perversión radical, toma su
sentido de la "superabundancia" de Jesucristo. Se trata de creer que la creación se
continúa a pesar de Satán por medio de Jesucristo.

Notas:
1
Precisaremos el término « origen», como la causa que produce el efecto. Se excluye en
esta causa, el que, a su vez, provenga de otra de su especie. Se la puede buscar, en un
sentido temporal y entonces aparece como un primer momento que posibilita la
inteligibilidad del efecto, o en un sentido racional, y en este caso, la causa o el origen, es
más bien un "acto fundador".

Tradujo y condensó: ANTONIO HOMS


J. DUPONT, O.S.B

EL ORIGEN DEL RELATO DE LAS


TENTACIONES DE JESÚS EN EL DESIERTO
Presentándonos un amplio boletín de las diversas posturas, el autor quiere mostrar que
el origen de la narración de las tentaciones hay que buscarlo en el mismo Jesús. Sólo
así se da una coherencia aceptable de los datos que poseemos. Para probarlo intenta
un acercamiento de las fuentes que han dado origen al relato en sus diversas variantes.
Centrado en el triple diálogo que nos llega por Mt y Lc, y del que conocemos su
intención por basarse en gran parte en citas del Deuteronomio, indica las dificultades
que supone atribuir este episodio a la Iglesia primitiva y las razones que inclinan a
atribuirlo a Jesús. Desde esta asignación a Jesús, estudia por fin el grado de
historicidad de las afirmaciones del relato, tal como nos ha llegado, y busca el
momento más oportuno en que Jesús debió de explicarlo.

L’origine du récit des tentations de Jésus au désert, Revue Biblique, 63 (1966) 30-76

LAS DOS TRADICIONES

Ante el relato de Mc (l,12-13), que nos cuenta el hecho escueto de la tentación, y el


relato de Mt (4, 1-11) y de Lc (4,l-13), que nos narran en detalle los asaltos que Jesús
tuvo que soportar del tentador y el modo como triunfó, el exegeta que quiera captar la
intención del compositor y el significado original que ha atribuido a sus relatos (por
ejemplo, para saber si las tentaciones: tienen un marco mesiánico o no), ha de
preguntarse de dónde provienen los elementos diversos que constituyen esas tradiciones
y que han desempeñado un papel en su elaboración. Y para ello, en primer lugar, tendrá
que comparar los textos.

Los datos

Mc 1,12-13 nos da la breve noticia


En seguida el Espíritu le empujó hacia el desierto.
Permaneció en él cuarenta días tentado por Satanás,
y moraba entre las fieras, pero los ángeles le servían.

Lc 4,1-2a halla en otra fuente el relato de las tres tentaciones diabólicas, pero tiene
también a la vista la noticia de Mc y se inspira en ella para presentar las cosas a su
manera:

Jesús, lleno del Espíritu Santo, se volvió del Jordán,


y fue llevado por el Espíritu al desierto
y tentado allí por el diablo durante cuarenta días.

Ya no se habla de fieras ni de ángeles. Pero el Espíritu sigue presente y conduce a Jesús


a través del desierto, mientras que el diablo le tienta. El final del verso 2 constituye la
introducción inmediata a la primera tentación:

No comió nada en aquellos días,


J. DUPONT, O.S.B

y pasados, tuvo hambre.

En Mc no se habla de ayuno: se supone más bien que los ángeles proveían a las
necesidades de Jesús; el hambre de Jesús es el primer presupuesto de la primera
sugestión del diablo: cambiar una piedra en pan.

Mt 4,1-4 introduce la historia de las tres tentaciones con una nota que difiere todavía
más de la de Mc:
Entonces fue llevado Jesús por el Espíritu al desierto
para ser tentado por el diablo.
Y habiendo ayunado cuarenta días y cuarenta noches,
al fin tuvo hambre.

No se trata ya de una tentación que acompañe la estancia en el desierto, sino que Jesús
es llevado al desierto con la finalidad de ser tentado. Volvemos a hallar aquí el servicio
de los ángeles, del que nos habla Me; pero en Mt (4,11) se da sólo al término de las
tentaciones.

Los tres relatos están emparentados en la noticia de que, después de su bautismo, Jesús
permaneció en el desierto y sufrió el asalto de tentaciones diabólicas. A esto Mt y Lc
añaden el relato circunstanciado de tres tentaciones, en las que dependen evidentemente
de la misma fuente. La primera tentación está estrechamente ligada a la mención del
ayuno y del hambre de Jesús, de los que nos hablan Mt y Le. Jesús responde recordando
Deut 8,3: "No sólo de pan vive el hombre". Conviene considerar el contexto inmediato
de esta cita: contiene elementos de comparación, que hay que tener en cuenta para
explicar la introducción a la primera tentación:

Acuérdate de todo el camino que Yahvé tu Dios te ha hecho hacer estos cuarenta años
por el desierto, para castigarte y probarte, para conocer los sentimientos de tu corazón y
saber si guardas o no sus mandamientos. Él te afligió, te hizo pasar hambre, y te
alimentó con el maná, que no conocieron tus padres, para que aprendieras que no sólo
de pan vive el hombre, sino de cuanto procede de la boca de Yahvé... para. que
reconocieras en tu corazón que Yahvé, tu Dios, te instruye, como un hombre a su Hijo.
(Deut 8, 2-3.5).

Mt y Lc se inspiran, sin duda, en una fuente tributaria del Deuteronomio. Tal vez
también se inspiran en esta fuente cuando no dicen que el Espíritu "empujó" a Jesús al
desierto, sino que "era llevado". Esta fuente les dio, pues, las tres sugestiones, pero a la
vez una introducción explicando la circunstancia en que Jesús tuvo hambre, al término
de un ayuno de cuarenta días en el desierto. Y esta introducción debía recortar en parte
las indicaciones que hallamos en la noticia de Mc.

¿Dos docume ntos dependientes?

Casi todos los exegetas admiten que Mt y Lc basan sus relatos, por una parte en la
noticia de Me, por' otra en el triple diálogo entre el tentador y Jesús, provisto de una
introducción que indicaría la ocasión de este encuentro.
J. DUPONT, O.S.B

Interesa ahora precisar la posible relación entre estos dos documentos que inspiraron a
Mt y Lc. Probar que son dos documentos independientes supondría mostrar la
imposibilidad de admitir una dependencia entre ellos. Examinemos, por tanto, primero
la tesis de la dependencia de ambas tradiciones. Las principales hipótesis son la de A.
Feuillet y la de la exégesis alemana.

A. Feuillet (1960) opina que la noticia de Me es una simple abreviatura del relato más
extenso o más o menos parecido al que nos llega por Mt y Lc (y que hemos visto tan
influido por el Deuteronomio). Basa su argumento en la relación que halla entre Mc 1 y
Deut 8: sobre todo, el desierto, la cifra 40, la tentación. Las "fieras" se explicarían por la
mención de "serpientes de fuego y escorpiones" en Deut 8,15; el servicio de los ángeles
podría enlazarse con el maná de Deut 8,3, llamado también "el pan de los ángeles" en
Sal 77,25 y en Sab 16,20. (Puede verse su artículo en Sel Teol 14 (1965) 156-160.)

La hipótesis de Feuillet nos parece frágil. Es muy dudoso que Mc repose sobre el texto
del Deuteronomio. Pero gracias a estos acercamientos, A. Feuillet ha valorado el
parentesco existente entre la noticia de Mc y los elementos correspondientes de la
fuente utilizada por Mt y Lc.

La exégesis alemana cree más bien que la noticia de Mc sería un pequeño poema mítico
(A. Meyer 1914) o sus restos (R. Bultmann 1958), o bien una invención de Mc ante la
necesidad de colocar una etapa intermedia entre el bautismo de Jesús y el comienzo de
su predicación (M. Dibelius 1959), o, al menos, el punto de partida de toda tradición (E.
Percy 1953). Sobre Mc, se habría construido el relato de Mt y Lc, con la ayuda de la
fuente del triple diálogo. Estos autores, o bien descuidan totalmente lo que los textos
evangélicos deben al Deuteronomio (M. Dibelius, E. Percy), o al menos no saben
reconocer su gran influencia y las consecuencias que esto trae para la interpretación del
episodio. La exégesis alemana se concentra casi exclusivamente en los elementos
imaginativos del relato, y pretende explicar según tales elementos el sentido del
episodio y reconstruir su prehistoria.

Sin embargo, lo cierto es: que más de la mitad del diálogo de Mt y Lc está hecho de
citas tomadas del Deuteronomio. En realidad, la historia está construida alrededor de
estos pasajes deuteronómicos. Cada sugestión del tentador está presentada con todo
cuidado con vistas a provocar cada una de sus respuestas. Si se tiene en cuenta el
Deuteronomio en el relato, no parece posible dudar de la unidad y homogeneidad del
pasaje. Testimonia un pensamiento, bien reflexionado: Jesús revive por su cuenta las
tentaciones pasadas en otro tiempo por Israel durante su travesía por el desierto; asume
así en su persona el destino de Israel, para realizarlo por su fidelidad a la voluntad
divina. Lo que debe esclarecer este relato no son los paralelos superficiales de la escuela
comparatista, sino el paralelo fundamental que establecen entre Jesús e Israel.

Primeras conclusiones

Las diversas posturas enunciadas (y otras que pueden estudiarse en nuestro artículo
completo) nos hacen ver que no hemos llegado hasta aquí a resultados concluyentes
sobre un lazo de dependencia entre Mc y la fuente de Mt y Lc. Pero esto no prueba que
no haya contactos entre ambas tradiciones. Más bien todo lo expuesto nos inclina a
J. DUPONT, O.S.B

pensar que estamos ante dos tradiciones paralelas, o incluso ante dos versiones, por
puntos de acuerdo importantes.

Otra posibilidad de acercamiento entre a mbas tradiciones podría sugerirse, tal vez, a
propósito de la fuerte relación entre el episodio de la tentación y el del bautismo de
Jesús. Y esto en lastres redacciones evangélicas. ¿Es que Mt y Lc siguen a Mc, o más
bien siguen una tradición más antigua, con la que Mc se habría conformado y que habría
influido también en la fuente de la que proviene el triple diálogo? Notemos, por
ejemplo, que la manera como, según la fuente, el diablo se dirige a Jesús en las dos
primeras tentaciones: "Si tú eres el Hijo de Dios", hace naturalmente eco a la
proclamación de la filiación divina en el momento del bautismo. De todos modos,
ambos episodios nos son contados de forma muy diferente, sin-unidad orgánica, y sería
muy difícil suponer que estuvieron unidos desde el comienzo.

El problema

Los resultados de nuestra búsqueda sobre la formación de las tradiciones relativas a la


tentación de Jesús son muy modestos. Pero nos permiten precisar el problema que
intentamos resolver en nuestro estudio: el origen del relato de las tentaciones de Jesús.

No podemos limitar la cuestión a la sola noticia de Mc. No es el punto de partida de


toda la tradición; es sólo una expresión al lado de la de Mt y Lc. Tampoco podemos
limitarnos a los rasgos comunes a la noticia de Mc y a la fuente del relato de Mt y Lc:
tendríamos que saber para esto de dónde viene la información según la cual Jesús pasó
en el desierto cuarenta días y fue tentado por el diablo, y los datos no nos proporcionan
más que una base muy débil.

Puesto que la conexión entre Deut 8 y la fuente de Mt y Lc (triple diálogo) constituye


un hecho bien comprobado, podemos deslindar nuestro problema y quedarnos sólo con
la pregunta sobre el origen de todo el relato circunstanciado sobre las tres tentaciones.
Ciertamente, no sabríamos separar la introducción del relato de lo que se refiere a la
primera tentación, ni el episodio de la primera tentación de los dos episodios siguientes,
con sus citas tomadas de Deut 6. Hay que tomar este relato en la unidad de su
concepción: en el paralelismo entre las tentaciones de Jesús y las tentaciones de Israel
en el desierto.

Vamos, pues, a preguntarnos si en el relato no podemos ver más que el producto de la


imaginación y de la reflexión de la comunidad o de un teólogo cristiano, o bien si este
relato tiene probabilidad de remontar a Jesús, único testigo del acontecimiento.

Para avanzar entre historiadores hay que encontrar un criterio que todos acepten. Este
criterio nos lo da la crítica histórica: Is fecit cui prodest: el relato debe atribuirse a quien
tenía interés en hacerlo. Precisemos, pues, las preocupaciones que testimonia el relato,
las necesidades a las que parece querer aportar una respuesta, y preguntémonos
entonces si estas necesidades son las de la primitiva cristiandad, o bien las de los
oyentes de Jesús a lo largo de su ministerio público.

La hipótesis de l origen comunitario


J. DUPONT, O.S.B

La sostienen numerosos autores. La justifican mostrando que el texto corresponde a


preocupaciones que no pueden ser más que las de un ambiente cristiano. Sin embargo,
no atienden a las razones por las que esta historia se habría elaborado. No podemos
exponer aquí todas las explicaciones, pero daremos algunas de sus grandes
orientaciones. Notemos que la mayor parte de estos autores admite la idea de un dato
primitivo, punto de partida de una elaboración ulterior; este dato de base sería la
afirmación según la cual Jesús habría sido tentado, e incluso tentado por el diablo.

Una pieza apologética

El relato iría a justificar el que Jesús no hubiera realizado, como garantía de su misión
mesiánica, ciertos milagros extraordinarios, como los signos por los cuales el Mesías
debía darse a conocer. La respuesta cristiana propuesta en la per copa consiste en decir
que esta exigencia de signos viene del diablo (Así W. Bousset, M. Dibelius, E.
Lohmeyer).

No debemos rechazarlo todo en esta explicación. Pero ofrece serios inconvenientes.


Parece suponer que la Iglesia primitiva no daba bastante importancia a los milagros
obrados por Jesús: los primeros cristianos no habrían visto una prueba de su misión
divina ni de su carácter mesiánico. Pero la tradición primitiva da una impresión bien
diferente. Por otra parte, esta explicación concuerda mal con el tenor del relato: un
milagro realizado en el desierto no podía apenas servir de prueba mesiánica, por falta de
testigos. Los mismos textos tomados del Deuteronomio no tienden a probar la
mesianidad de Jesús.

Un fragmento de catequesis

El relato iría a inculcar a los cristianos una actitud religiosa auténtica (A. Mayer, R.
Bultmann, A. Fridrichsen).

No dudamos que la historia de las tentaciones de Jesús tuviera un significado actual


para los primeros cristianos. Pero esto no permite aún decir que ella lo ha inventado.
Esta hipótesis olvida la diferencia que hay entre las tentaciones de Jesús y las que los
cristianos encuentran en su camino: si se trataba simplemente de mostrar cómo Jesús ha
triunfado de nuestras tentaciones, ¿por qué proponer unas tentaciones que se parecen tan
poco a las nuestras?

Una explicación teológica

El relato habría nacido de una inquietud de explicación. La tentación de Jesús ponía en


juego su fidelidad respecto al Padre, y era normal que se preguntasen sobre la naturaleza
de tales tentaciones. Entonces pidieron a la Escritura luz sobre las misteriosas
tentaciones sufridas por Jesús (E. Percy, P. van Iersel). P. van Iersel da un argumento
positivo: el relato debe atribuirse necesariamente a la comunidad, porque está
compuesto a modo de midrash sobre la base de Deut 8. No nos parece éste un
argumento convincente, ya que no se ve por qué Jesús no pudo hacer comprender a sus
J. DUPONT, O.S.B

discípulos las tentaciones que había sufrido, recordándoles las tentaciones de Israel y las
enseñanzas que del Deuteronomio se desprenden.

Una condensación dramática

El relato condensaría en una escena única diversas tentaciones contadas por Jesús a lo
largo de su ministerio, pero de una forma mucho menos extraordinaria (H.J. Holzmann,
P. van Iersel, H. Preisker, R.E. Brown).

La parte de conjetura que implican estas construcciones las vuelve evidentemente muy
frágiles. Desde nuestro punto de vista, podemos contentarnos con constatar que
reconocen en el relato una interpretación pertinente y profunda de la misión de Jesús.
Pero no vemos muy bien la razón por la cual haya que excluir la idea de que este relato
venga de Jesús en persona.

Nuestras dificultades contra la atribución a la comunidad

No podemos descuidarlas. Nos limitamos a las tres que nos parecen más importantes:

a) El relato está construido con el mayor cuidado; testimonia una reflexión teológica
profunda y una inteligencia penetrante de la .misión de Jesús. Todo ello supone la
intervención de una fuerte personalidad (no puede ser producto del trabajo inconsciente
de la imaginación popular). Además, el autor asocia a un pensamiento religioso muy
seguro un sentido poético considerable, que le hace elegir con gracia las imágenes más
evocadoras... Sabemos que estas cualidades estaban reunidas precisamente en Jesús; no
conocemos, en la Iglesia primitiva, otra personalidad cristiana que presentase las
mismas características.

b) ¿Es verosímil que la fe de la comunidad primitiva haya atribuido gratuitamente a


Jesús una aventura, de por sí tan escandalosa, del "Hijo de Dios"? Por otra parte, las
respuestas dadas por Jesús al diablo dan la impresión de una discreción mesiánica poco
de acuerdo con la dignidad eminente que la comunidad primitiva hallaba en Cristo: para
la última tentación, por ejemplo, hubiera usado la comunidad el Salmo 2,8: Dios ha
prometido que Él mismo dará a su Hijo las naciones en herencia.

c) El relato de las tentaciones está desprovisto de interés apologético para probar la


mesianidad de Jesús entre aquellos cristianos que creen en la resurrección y esperan con
impaciencia la parusía: sabiendo que Jesús es el Señor próximo a venir sobre las nubes
del cielo, ¿cómo podían quedar decepcionados ante la humildad de su primera venida?

RAZONES PARA ATRIBUIR EL RELATO A JESÚS

Las dificultades

Acabamos de desbrozar el terreno, a fin de intentar una solución satisfactoria.


Expongamos las objeciones que se hacen habitualmente a esta hipótesis:
J. DUPONT, O.S.B

a) "El relato no está puesto en labios de Jesús".

Juzgamos que Jesús pudo hablar en tercera persona, como si se tratase de otro. Así lo
hacia en las parábolas, en las que él entra en escena de modo velado. Pero otra nota
puede ser más útil. Suponiendo que Jesús contara él mismo esta historia, no lo hizo
evidentemente en el momento mismo: no pudo hablar de ello sino más tarde, en un
tiempo en que sus discípulos habían aprendido a concentrar sobre él su esperanza
mesiánica, y en el que no podían dejar de maravillarse al verle actuar de un modo tan
poco conforme con lo que esperaban del Mesías. Un relato así -siempre suponiendo que
venga de Jesús- no se concibe apenas antes del episodio de Cesarea de Filipo. Habría,
pues, que admitir que, colocando las tentaciones al principio del ministerio de Jesús, no
se podría conservar el discurso en primera persona, si no era indicando la circunstancia
en la cual Jesús contó estos hechos, lo cual hubiera obligado a remitir al lector a
acontecimientos posteriores. Era más sencillo omitir la ocasión en la que el relato se
hizo y reportar la anécdota a la tercera persona.

La transposición del relato hacía, pues, prácticamente necesaria la manera en que se nos
presenta.

b) "No hay en esta historia ninguna palabra original de Jesús. ¿No habrá que atribuirlo a
un escrúpulo de los cristianos, que evitan poner en boca del Maestro palabras que no
habría pronunciado?"

Respondemos que esto se explica igualmente en un relato hecho por Jesús, que quiere
atribuir su victoria a la palabra de Dios más que a sus palabras.

c) "El recurso a la Escritura parece algo de la comunidad judeocristiana más que una
práctica de la enseñanza de Jesús".

Nos parece que no podemos negar a Jesús un excelente conocimiento de las Escrituras y
un recurso a su testimonio para ha cer comprender a sus oyentes el sentido de su misión
recordemos, por ejemplo, su alusión a Is 26, 19, en Mt 11, o a Éx 24,8 en Mc 24 par.

d) "La singularidad de la forma literaria de este pasaje nos muestra que se trata de una
pieza erudita, una composició n de gabinete".

No hay que minimizar, con todo, la elaboración literaria. El esquema es muy simple:
tres citas bíblicas, colocadas en un cuadro apropiado. Con mucha frecuencia, en el
Evangelio el esquema ternario corresponde a un procedimiento de exposició n que tiene
toda probabilidad de remontar a Jesús (cfr. Mt 25, 14-30 Lc 14,16-20; Mc 4,3-8).

e) Otras objeciones son mucho menores. Así, la de W.E. Bundy: "Jesús no era inclinado
a confidencias íntimas". Es claro que esta historia es algo muy distinto de una
confidencia. -Así, la de P. van Iersel: "El Evangelio no conoce otro ejemplo de
encuentro entre Jesús y Satán". ¡Tampoco Pablo habla más que una vez del tercer cielo
fuera de 2 Cor! Además, vamos a constatar que Jesús "vio" al diablo en otras ocasiones.
-E. Percy opina que esta historia no podía tener ningún interés práctico para los
discípulos de Jesús. Vamos precisamente a mostrar lo contrario.
J. DUPONT, O.S.B

Estas serían las principales dificultades. Examinaremos ahora las razones positivas para
atribuir el relato a Jesús. No repetiremos las consideraciones a las que ya hemos hecho
alusión.

Jesús rehúsa el signo que se le reclama

La petición de un signo constituye una situación típica del ministerio de Jesús. El relato
de las tentaciones nos plasma muy bien esta situación. Jesús muestra por toda su actitud
que se estima revestido de una misión divina. Los dirigentes espirituales de Israel
reivindican el derecho de verificar los títulos credenciales de Jesús y le exigen un signo.
El Evangelio considera esto como una tentación; Jesús la rechaza, rehusando la prueba
indubitable que acreditaría su misión. Así ocurre ante Herodes (Lc 23,9), ante los
sacerdotes y escribas que le piden baje de la cruz (Mc 25,32 par).

La negativa de Jesús tenía que sorprender a los discípulos. Hacía milagros, ¿por qué no
hacer el nuevo signo que le pedían? Parece, pues, normal que Jesús buscase el modo de
hacer comprender su actitud a los discípulos desconcertados. El relato de las tentaciones
correspondería bien a esta situación. La primera tentación invita a suministrar en favor
de su interlocutor la prueba de su filiación divina; la segunda invita a hacer reconocer al
tentador que él es en verdad Hijo de Dios.

Entre estas solicitaciones y las de los dirigentes judíos, la analogía es demasiado


llamativa como para no ser pretendida. Y las respuestas que Jesús da al diablo explican
al mismo tiempo por qué Jesús no da un signo, como prueba de su misión divina, a los
que se lo reclaman: su único signo es su fidelidad a Dios.

Esto nos lleva a pensar que el relato de las tentaciones no se comprende bien, si no fue
compuesto antes de Pascua. Porque, con la Resurrección, ya no es un problema actual
para los cristianos la cuestión del "signo", puesto que lo tienen en la Resurrección.
Incluso hay quien se pregunta cómo el relato de las tentaciones ha podido conservarse, y
responde que porque los cristianos encontraron en él un aliento en sus propias
dificultades.

La esperanza mesiánica de los discípulos

El relato se nos presenta todavía como un toque de atención a las esperanzas mesiánicas
que los discípulos de Jesús compartían aún con sus contemporáneos en la época del
ministerio público, esperanzas que no mantenía ya la comunidad cristiana.

Casi no hace falta probar que Jesús despertó las esperanzas mesiánicas de su entorno
(cfr., por ejemplo, Mc 10,37; 15,26; Lc 1,69-71). La misma esperanza vemos en
Qumrân y en todos los ambientes judíos. Esta espera ilumina principalmente el episodio
de Cesarea de Filipo (Mc 8,27-33 par), al cual nos conduce constantemente el estudio de
las tentaciones. Tras proclamar que Jesús es el Mesías, Pedro se subleva al escucharle
hablar de sus sufrimientos y de su muerte. Jesús reconoce en esta reacción una tentación
diabólica: "Quítate allá, Satán, porque no sientes según Dios, sino según los hombres".
Está claro que Pedro juzga la perspectiva de los sufrimientos de Jesús incompatible con
la dignidad mesiánica que acaba de reconocerle; y esto ocurre porque la idea que se
J. DUPONT, O.S.B

forma del Mesías es la del diablo. En el pensamiento de Pedro, el Mesías no puede


sufrir -el diablo de la tentación precisa: ni siquiera hambre-; el Mesías tiene que reinar
sobre Israel -sin duda, obrando el signo del cielo que reunirá al pueblo a su alrededor-, y
dominar las naciones paganas -que le ha mostrado en el alto monte-. El parentesco entre
la escena de las tentaciones que siguieron al bautismo y la escena de Cesarea de Filipo,
en donde Pedro afirma su fe en Cristo, pero para hacer en seguida el oficio de tentador,
ha llamado la atención de los exegetas, y no maravilla el que se haya mirado el
incidente de Cesarea como la ocasión en que Jesús habría contado a sus discípulos la
historia de las tentaciones.

Narrando sus tentaciones, Jesús habría querido hacer comprender a sus discípulos que lo
que esperaban de él no era a sus ojos más que una tentación mesiánica.

Notemos que antes de Pascua las ideas mesiánicas de los discípulos dan fácilmente la
razón de la intención con la cual Jesús pudo hacer este relato. En cambio, es mucho más
difícil de hallar la ocasión en las concepciones análogas que pudieran haberse dado en la
Iglesia primitiva. Los cristianos sabían bien que el Cristo debía sufrir y, así, entrar en su
gloria.

Jesús y el diablo

El papel asignado al diablo en el pasaje de las tentaciones concuerda muy bien con la
manera de considerar Jesús el papel de este personaje en relación a su misión. Jesús
toma en serio al diablo; le considera como un antagonista cuyas maniobras debe
desbaratar y al que le es preciso vencer.

Acabamos de ver en Cesarea la repulsa de Jesús a Pedro: "Quítate allá, Satán". No son
los cristianos quienes han inventado esta palabra, dirigida a su jefe venerado. Jesús trata
a Pedro de "Satán", porque reconoce en su diligencia por disuadirle de los sufrimientos
que le esperan una tentación, en la cual se manifiesta la acción del Tentador por
excelencia. Pedro desempeña el papel de Satán. Jesús añade: "porque no sientes según
Dios, sino según os hombres": no mirar su misión más que desde un punto de vista
humano, incompatible con las intenciones de Dios, es, a sus ojos, la tentación diabólica.
Detrás de la intervención de Pedro, denuncia Jesús la maniobra de su irreductible
adversario, el diablo.

Otra palabra de Jesús, cuya autenticidad no sabríamos impugnar razonablemente, nos


llega en Lc 22,31: "Satanás os busca para ahecharon como trigo". La tribulación que les
va a sacudir y conmover hasta el fondo del alma no puede ser sino la obra de Satán, que
tiene que obtener primero la autorización de Dios.

De la parábola del trigo y la cizaña (Mt 13,24-30), nos interesa ahora la pregunta de los
criados: "¿De dónde viene, pues, que haya cizaña?", y sobre todo la respuesta del amo:
"Esto es obra de un enemigo". No podemos negar que esta explicación mira a la obra
del diablo, el Enemigo por excelencia de Jesús.

Las mismas expulsiones de demonios en el Evangelio hay que mirarlas como los
episodios más salientes de la lucha de Jesús contra Satán. En esta perspectiva, veamos
tres frases particularmente significativas:
J. DUPONT, O.S.B

a) "Si yo expulso a los demonios con el dedo de Dios, sin duda que el reino de Dios ha
llegado a vosotros" (Lc 11,20; cfr. Mt 12,28). No puede extrañar, entonces, que cuando
Jesús asocia a sus discípulos a la misión de predicar su Reino, les dé al mismo tiempo el
poder de echar demonios y de curar enfermedades (Mt 10, 1-8;Lc 9,l-2; 10,9).

b) "Nadie puede entrar en la casa de un fuerte y saquearla, si primero no ata al fuerte, y


entonces saqueará la casa" (Mc 3,27; cfr. Mt 12,29; Lc 11,21-22). La tradición
evangélica coloca esta secuencia en relación con las expulsiones de demonios, y tal
parece su contexto primitivo: librando a los posesos, Jesús quita a Satán una gente que
había llegado a ser bien suya; pero no podría obrar así si Satán no hubiera sido primero
dominado. Sus exorcismos, pues, prueban que el imperio de Satán ha sido destrozado.
Las expulsiones de demonios obradas por Jesús significan que el Reino ha llegado.

c) "Veía yo a Satanás caer del cielo como un rayo" (Lc 10,18). Esta palabra nos viene
en el contexto de los exorcismos obrados por los discípulos a lo largo de su gira
misionera. En las expulsiones de demonios, Jesús ve realizarse la derrota de Satán, el
príncipe de los demonios. Haciéndose eco de la sátira de Is 14 contra el rey de
Babilonia, la frase de Jesús describe la destrucción del poder de Satán bajo la imagen de
una caída instantánea, hecho ligado en las concepciones judías a la llegada del reino de
Dios.

Las frases examinadas nos dan una misma enseñanza: el poder de este reino se ejerce
desde ahora. La misión de Jesús se presenta como un combate contra Satán, combate
que permite constatar que el príncipe de los demonios es vencido por uno más fuerte
que él. Pero la victoria sobre Satán no está aún acabada. El diablo se esfuerza en
contrarrestar el éxito de la misión de Jesús: siembra la cizaña, sacude a los discípulos,
busca por boca de Pedro desviar a Jesús de su fidelidad al Padre. Este es el mismo
personaje que reconocemos en la historia de las tentaciones, buscando prevenir la
derrota que le amenaza. El papel que esta historia concede a Satán corresponde al que
Jesús le atribuye habitualmente, al ver en él a su adversario.

Notemos, en cambio, que el punto de vista de la Iglesia primitiva no es exactamente el


mismo. El acontecimiento de Pascua ha modificado un poco las perspectivas: Jesús hace
coincidir la. derrota de Satán, con la misión que le ha confiado el Padre; los primeros
cristianos tendrán tendencia a hacerla coincidir con la resurrección de Jesús. Jesús ve la
acción del diablo como tendiendo a desviarle; los primeros cristianos la ven como
buscando perderle y provocar su muerte (cfr. Lc 4,13; 22,3).

Así, pues, tanto por el papel que atribuye al diablo, como por los problemas a los que
quiere aportar una respuesta, el relato de las tentaciones se comprende mejor como una
narración de Jesús en el curso de su ministerio, que como una creación cristiana tras el
triunfo de Pascua.

CONCLUSIÓN Y NUEVOS AVANCES

El relato procede de Jesús

Desde el punto de vista del historiador, interesa sobre todo el origen del relato. Muchos
creen que nació en la catequesis primitiva. Nosotros opinamos que se remonta a Jesús
J. DUPONT, O.S.B

mismo, no precisamente en los términos exactos en que nos ha llegado en Mt y Le, pero
sí al menos en una forma circunstanciada y desarrollada que conservaría su tenor. El
relato se comprende mejor -si viene- de Jesús: refleja sus preocupaciones y responde a
problemas que son los de su ministerio público. Su origen se justifica con más dificultad
en el contexto de la Iglesia primitiva.

¿Ficción didáctica o acontecimiento real?

Si el relato nació en la comunidad, sería una ficción didáctica, verdadera sólo por la
enseñanza que quiere inculcar. Si remonta a Jesús, la cuestión es más compleja: no basta
que Jesús haya contado una historia, para que esto sea ya historia; puede haber querido
contar un acontecimiento real y objetivamente vivido, pero puede también haber tenido
la intención de proponer una enseñanza doctrinal bajo una forma imaginaria, más o
menos emparentada con la de las parábolas. No hay duda, en todo caso, de que este
pasaje tiene un alcance doctrinal. Mejor que consideraciones abstractas, caracteriza la
actitud de Jesús respecto a sueños mesiánicos de sus contemporáneos y frente a quienes
le reclaman un signo.

Las posturas ante la pregunta de si esta historia tiene sus raíces en un suceso real, son
tres:

a) unos toman el relato a la letra, aun en sus menores detalles. Esta historia presenta
manifiestamente elementos figurados, que el lector del Evangelio no se maravilla de
encontrar en el lenguaje de Jesús, siempre muy imaginativo. Opinamos que la alta
montaña desde la que se ven todos los reinos de la tierra no existe evidentemente en el
mapa; sugiere una "geografía" que podría recordar la de la parábola del pobre Lázaro y
el rico Epulón.

b) en el otro extremo están quienes toman el relato como una pura y simple parábola, y
declaran de antemano que es enteramente ficticio. A éstos les responderíamos que,
hablando Jesús a sus discípulos de una experiencia que él ha hecho, difícilmente habría
podido expresarse así si no hubiera pasado ninguna experiencia de este género. Además,
nada más verosímil que el fondo de esta historia, desde el punto de vista psicológico:
Jesús no podía ignorar lo que se esperaba de él en los círculos próximos, y le era preciso
tomar posición ante esperanzas demasiado humanas, que se oponían a la voluntad de
Dios en cuanto a su misión, y reconocer una tentación necesariamente atribuible a
Satán, el adversario de Dios y de sus planes de salvación.

c) la postura intermedia tendría, sin duda, la mayor garantía de corresponder a la


realidad: Jesús hablaría de una experiencia que vivió, pero traduciéndola en su lenguaje
imaginativo, capaz de captar el espíritu de sus oyentes.

Si queremos bajar a detalles, llegamos a cuestiones que hasta hace poco apasionaban a
ciertos exegetas:

Los cambios de escena: al levantarse el telón, Jesús está en el desierto. ¿Dónde está
cuando el diablo se retira y (según Mt) los ángeles se acercan para servirle? No es
probable que esté en la alta montaña, de donde el evangelista no dice que bajara. Pero se
J. DUPONT, O.S.B

tiene la impresión de que las tentaciones se terminan en el desierto en que habían


comenzado.

La manera de presentarse a Jesús el diablo: no se habla de aparición; no se dice siquiera


que Jesús vio al diablo. Sencillamente, el diablo se dirige a Jesús; y no necesariamente
como un hombre habla a otro hombre; pudo muy bien hablar con Jesús como lo hace
con nosotros cada día. Nada impide, pues, pensar en un diálogo puramente espiritual.

Cuándo contó Jesús esta historia

Los evangelistas parecen haber colocado el relato en su momento cronológico. El punto


de vista del historiador moderno sería, sin duda, algo diferente: interesándose ante todo
por el hecho de que el relato fue hecho por el mismo Jesús, se preocuparía, más que
nada, de buscar el momento en que Jesús lo expuso. Ignoramos tal momento; pero
podemos decir que, supuesto su contenido y significado, no parece que Jesús contara
esta historia al comienzo de su ministerio. El relato supone a los discípulos inquietos
ante el modo de conciliar sus esperanzas mesiánicas con la manera de cumplir Jesús su
misión terrestre; les supone desconcertados por la negativa de Jesús ante quienes le
reclaman un signo. Esto supuesto, el mejor sitio nos parece la última etapa del
ministerio de Jesús; concretamente, en la economía evangélica, no parece pudiera
colocarse antes del episodio de Cesarea de Filipo. Podría añadirse que, en el estado de
nuestros conocimientos, este episodio de Cesarea da al relato el cuadro que mejor lo
ilumina y le asegura su pleno significado. Y no sólo esto. Juzgamos que la historia de
las tentaciones permite comprender mejor la vivacidad con que Jesús rechaza la
inoportuna iniciativa del príncipe de los apóstoles.

Tradujo y condensó: ENRIQUE JORDÁ


IOSEF FUCHS, S.I.

RENOVACIÓN DE LA TEOLOGÍA MORAL


Theologia moralis perficienda, Periodica de re morali, 55 (1966) 499-548. Se publicará
en español en el libro «Problemas morales después del Vaticano II», ed. Herder.

La teologia moral y el misterio de Cristo

El Concilio Vaticano II concibe la moral no como un conjunto de principios y preceptos


morales, sino como una llamada de Dios a los fieles, anuncio de la grandeza de nuestra
vocación en Cristo.

Cristo, fundamento de la moral

El Concilio cree necesario que la moral se enseñe como un encuentro entre Dios y el
hombre, como una relación personal cuya plenitud es Cristo. Por esto centra la moral en
la persona de Cristo, sin olvidar la consideración de la ley natural y la norma de
moralidad.

La teología paulina centra en Cristo la vida del cristiano. Él es quien reconcilia al


hombre pecador con Dios. "Mas todo viene de Dios, que por Cristo nos ha reconciliado
consigo y nos ha confiado el ministerio de la reconciliación" (2 Cor 5, 18).

Este cristocentrismo, que fundamenta nuestra conducta, es consecuente con nuestro "ser
en Cristo". El ser del hombre, creado por Dios y ordenado a Él, se enriquece con su
incorporación a Cristo, que viene dada por el bautismo. Por él morimos al pecado, y
resucitamos a la nueva vida; nos revestimo s de gracia y nos conformamos con el ser dé
Cristo, con su muerte y su resurrección. Por esto nuestra conducta, consecuente con
nuestro ser, está centrada en la persona de Cristo.

Por otra parte, Cristo aparece como el arquetipo y ejemplar de la humanidad, el


primogénito de todas las criaturas, aquél en quien habita la plenitud (Col 1, 15-20). Ante
él no cabe otra opción que la de imitarle, supuesto nuestro personal y social "ser en
Cristo". No se trata de repetir materialmente su propia actuación, sino de imitar su
acción histórica y gloriosa, confrontando individual y comunitariamente nuestra
situación con la de él. Y esta imitación, según la mentalidad bíblica, comporta además
una participación personal y escatológica en la vida comunitaria de salvación. A partir
de este seguimiento de Cristo, se puede percibir y vivir más profundamente el sentido
de la vida cristiana y de los valores morales y religiosos que contiene. El Concilio, pues,
al fundar la teología moral sobre Cristo, hombre-Dios, no hace abstracción del hombre
ni elabora una moral sobrenaturalista, sino que propugna una teología moral del hombre
llamado por Dios en Cristo.

La llamada de Cristo

El Concilio no recomienda una teología moral que tenga como fin principal la
exposición de preceptos y obligaciones, por considerarla demasiado neutral e
impersonal. Tampoco le satisface la moral propia del racionalismo, que fija su atención
en Cristo como el Maestro superior a los demás. Por el contrario, la teología moral debe
IOSEF FUCHS, S.I.

mostrar por encima de todo que el hombre es llamado personalmente por Dios en
Cristo. Esta llamada es un don gratuito que pone de relieve la relación personal del
hombre con Dios, explicitada en leyes y preceptos.

La vocación en Cristo significa una llamada a la salvación, a la perfecta vida de caridad


y al cumplimiento de todo lo que personalmente es conducente a la perfección. Así,
pues, los preceptos de la teología moral deben juzgarse a la luz de esta vocación en
Cristo. De otro modo, algunos preceptos, considerados meramente en sí mismos,
perderían la plenitud de su significación.

¿A quién se extiende la vocación dentro de la Iglesia? La vocación recae sobre todos los
fieles en cuanto constituyen el pueblo de Dios: todos los hombres son llamados por
Dios en Cristo. Esta vocación es personal, y es una llamada a la santidad y a la
perfección de la caridad como plenitud de vida. Desde aquí puede entenderse que todos
los hombres puedan encontrar su propia vocación divina. Esta vocación divina en Cristo
debe enseñar lo que atañe a la vida diaria del cristiano, pero desmitizando el carácter
justificativo que pueda tener el cumplimiento exclusivo e impersonal de las leyes y
preceptos. Más bien ha de enseñar el dinamismo interno de la gracia y de la perfección
nunca plenamente alcanzada. Así, la llamada a la madurez, a la perfección y a la
continua conversión, se debe referir, sobre todo, a la intensidad y profundidad interior
de las obras que el cristiano realiza.

Respuesta de los fieles

La llamada de Dios incluye una respuesta. Lo cual añade a un simple diálogo el matiz
de la iniciativa de Dios. Es Él quien nos llama y nosotros, por medio de nuestra vida, le
respondemos. Las leyes y preceptos no son más que una expresión de esta llamada de
Dios que nosotros, al aceptar, debemos personalizar. Nuestra respuesta se ha de dar
dentro del marco de la salvación, porque la llamada de Dios es siempre un medio para
incorporarnos a la salvación obtenida en Cristo.

Este carácter de la moral ha de ser consciente, aunque a veces no sea totalmente


reflexivo. Se trata de una gracia que, independientemente de la concienciación del
hombre, está presente en nuestra vida. Nos vemos en un campo muy distinto del
moralismo centrado en una simple obediencia a unas leyes.

Unión de los creyentes en Cristo

Todos los que, por la fe y los sacramentos, son fieles a Cristo, profesan la grandeza de
la vocación en Cristo, centro de la teología moral. Todos los cristianos, pues, aun los no
católicos, admiten sustancialmente esta llamada de Dios, si bien es posible que respecto
a casos particulares -sobre todo los que caen bajo el concepto de ley natural- los
interpreten de diversas maneras. Al hablar de la moral de los no cristianos, muchas
veces se distingue la ley de Cristo de la ley natural. Creo que es mejor no hacer esta
distinción. La única doctrina moral radicada en Cristo está destinada a todos los
hombres sin distinción. Todo hombre, pues, está llamado a Cristo, aunque
explícitamente lo ignore. De ahí que la `doctrina moral de los cristianos esté también y
propiamente destinada a los no cristianos. La gracia de Cristo no les es ajena, ni puede
IOSEF FUCHS, S.I.

descartarse la posibilidad de que virtualmente acepten la revelación sobrenatural de


Cristo.

Resumiendo, diremos que el Concilio desea que se exponga la teología moral como el
anuncio de la grandeza de nuestra vocación en Cristo, evitando la simple moralización o
imposición de preceptos, tan molesta al hombre.

TEOLOGÍA MORAL Y VIDA DEL MUNDO

Cooperación en la actividad del mundo

El Concilio pone de relieve la obligación de superar el individualismo en la vida


cristiana y acentúa la cooperación en la actividad del mundo. La vocación cristiana a la
cooperación no es un imperativo categórico, sino la fuerza y el impulso del Espíritu de
Cristo en nosotros. Así, en la medida en que aceptamos verdadera y libremente el
Espíritu, qué nos ha sido dado, en la misma medida el mismo Espíritu y su fuerza
fructifica en nosotros.

La caridad, fruto de la vocación cristiana

El primer fruto de la vocación cristiana es el amor universal a todos lo s hombres.

Este amor es el alma de los cristianos, la manifestación de nuestra personal entrega a


Dios. Y el modelo de este amor es Cristo, que se entregó a sí mismo (Gál 2, 20). Ahora
bien, el hombre sólo puede realizar esta entrega a Dios amando explícit amente al
prójimo (1 Jn 4, 20).

En varios decretos, el mismo Concilio subraya que la caridad es el fundamento del


ministerio sacerdotal, de la obra misionera laical, principio y fin de todo apostolado.

El amor, salvación universal

La vocación en Cristo, entendida en toda su profundidad, lleva consigo necesariamente


la salvación y la vida para todos los hombres. De este modo queda rota la estructura
individualista de la salvación, que, como don gratuito, ha de extenderse a todos los
hombres para que tengan vida sobreabundante (Jn 10,10).

Es evidente que la moral personal tiene su momento social (cualquier carisma redunda
en el Cristo total). Así, pues, todo acto humano va dirigido dinámicamente a la
edificación o destrucción de la vida de Cristo; y toda actitud interna condiciona y
determina acciones externas que influyen en el ambiente. De ahí que el apostolado
nazca de la exigencia interna de nuestra vocación cristiana. Así lo explicita el Concilio
en LG n 33: "Por los sacramentos, especialmente por la Sagrada Eucaristía, se comunica
y se nutre aquel amor hacia Dios y hacia los hombres, que es el alma de todo
apostolado."
IOSEF FUCHS, S.I.

El amor, constructor del mundo del hombre

No sería completa la vocación cristiana de cooperar a la salvación sobrenatural del


hombre si no fuera unida a una colaboración en favor del hombre llamado a esta
vocación y del mundo de este hombre. Y tampoco hay que olvidar que toda la realidad
del hombre y del mundo que le pertenece, además de un sentido inmanente, tiene
también un sentido que trasciende su propia existencia. Así, pues, el Concilio quiere en
sus decretos que los cristianos proporcionen el bienestar al hombre y a este mundo en
aquellas cosas que pueden realizar como hombres iluminados por la fe y movidos por la
gracia (LG n 38). En resumen, diremos que la vocación cristiana impone un cuidado de
las realidades humanas y terrestres para que la vocación de los fieles pueda producir sus
frutos.

LA TEOLOGÍA MORAL Y LA SAGRADA ESCRITURA

El Concilio explícitamente determina que se fundamente la teología moral en la Sagrada


Escritura, y que se encuadre en la doctrina del misterio de Cristo y de la historia de la
salvación.

La Sagrada Escritura, fuente de la teología moral

La teología moral ha de buscar en la Escritura una orientación más que una


argumentación para sus principios morales. Así se establece un contacto vivo con el
misterio de Cristo y la historia de salvación.

Se podría llegar a una exposición de la ley desde Aristóteles o desde el evangelio. Sin
embargo, quien a partir de la Escritura indaga el contenido teológico de la ley, no puede
prescindir de su relación con la gracia, la justificación, la caridad de Dios y su evolución
dentro de la historia de salvación. De ahí la necesidad de una exposición escriturística
apoyada en, una buena exégesis y en una reflexión teológica.

En la Biblia encontramos orientaciones generales y casos particulares. Para probar éstos


no basta amontonar argumentos apologéticos, citas bíblicas ornamentales, apoyadas más
en una exégesis de buena voluntad, que en un estudio científico. (Si se quiere probar la
ilicitud de la masturbación y no se tienen textos que den este sentido según una exégesis
científica, habrá que confesar abiertamente que se carece de argumentación bíblica.)

Un estudio especial merece el decálogo. Como pieza importante en la historia de las


relaciones entre Dios y su pueblo, tiene su propia evolución. Nos ha sido dado en cuanto
contiene enunciados de ley natural; pero, sobre todo, en cuanto estos enunciados son
enseñados en el Nuevo Testamento positivamente como norma que vale. Apenas puede
bastar, por consiguiente, la simple alusión a un precepto del decálogo como ley del
pueblo de Israel. Al hacer, pues, referencia al decálogo, hay que tener presente que la
mayor parte de sus preceptos tienen otro significado original del que su interpretación
vulgarmente sugiere hoy.
IOSEF FUCHS, S.I.

Misterio de Cristo e historia de salvación

La teología moral, fundamentada en la Escritura, aparece como norma de conducta del


cristiano incorporado al misterio de Cristo y a la historia de salvación. De ahí que sea la
fe y no la razón el principio definitivo de la moral, ya que por la fe aceptamos la
revelación del misterio de Cristo, y la teología moral propone la verdad moral encerrada
en esta revelación. La razón, pues, sólo sirve para iluminar y explicar la fe. Si
estudiamos la ley natural, lo hacemos en relación a la fe: la ley natural forma parte de la
norma de vida del hombre a quien ha sido revelado el misterio de la salvación de Cristo.

Se ha de relacionar más la teología moral y la teología dogmática. Por razones prácticas,


hoy se enseñan separadamente. De todos modos, es necesario indicar en la enseñanza de
la teología moral aquellas verdades dogmáticas con las que guarda una íntima
coherencia; de esta manera la teología moral facilita el que la dogmática busque y
encuentre solución a los problemas humanos. Ha habido muchos intentos -y son
laudables- de explicar la teología moral bajo una idea central que diese una cierta visión
unitaria y no meramente "moralística" de la vida del hombre. Y no importa que esta idea
central no sea el único principio objetivamente válido de la teología moral.

Consecuencias de esta concepción de la moral

La moral, según el Concilio, no puede ser exclusivamente una enseñanza de preceptos y


pecados, que necesite de una teología espiritual para desarrollar la espiritualidad que
dichos preceptos, encierran. El Vaticano II admite esta separación de la moral y de la
teología espiritual. La moral cristiana debe incluir y descubrir formalmente la moción
del Espíritu Santo en las personas. El Decreto del Concilio rechaza la mera
"instrucción" de las normas morales para el confesionario. Por una parte parece como si
éste tuviera que ser el fin de esta "instrucción" para futuros sacerdotes. Pero, por otra
parte, no basta proponer una moral separada de la Escritura y de la dogmática, y por
tanto, debe enseñarse la grandeza de la moral y su íntima relación con el misterio de
Cristo. De hecho, muchos manuales de moral no pueden mostrarse a los laicos por su
concepción unilateral: no aparece en ellos la grandeza de la vida cristiana. En el tratado
de los pecados y sólo en él, se hacen distinciones y explicaciones que con el mismo
derecho podrían aplicarse a los actos morales buenos (especie, parvedad...). Por lo
demás estos manuales no bastan ni para la formación de confesores, ya que si el
confesionario no ha de ser un simple tribunal que reparta absoluciones, el confesor debe
ser capaz de instruir y dirigir al penitente en el crecimiento y madurez de su vida
psíquica y de su vida de gracia. Hay que revisar también el problema de la relación
entre las cuestiones de derecho canónico y de moral. Es propio de la moral reflexionar
acerca de la disposición cristiana frente a las leyes eclesiásticas y del modo de
aplicarlas. Pero la inserción de normas -propias del derecho canónico- hace más difícil
captar el sentido y el valor de la teología moral. En los mismos tratados de las penas
eclesiásticas, de los sacramentos, convendría separar lo pastoral y canónico, de la moral.
¿No se confunden, en la moral de hoy, estos tratados con una ciencia necesaria para el
desempeño de la función sacerdotal? Ni esta inserción del derecho canónico ayuda a la
teología moral, ni a los canonistas les place que se exponga su disciplina en las clases de
teología moral. Hay que eliminar, por tanto, cuanto pueda oscurecer el fin y el objeto
principal de la teología moral tal como la ha expuesto el Concilio: hay que proponer la
IOSEF FUCHS, S.I.

grandeza de nuestra vocación en Cristo, en íntima cone xión con la Escritura, es decir,
con el misterio de Cristo y con la historia de salvación.

EXPOSICIÓN CIENTÍFICA DE LA TEOLOGÍA MORAL

La moral no es sólo "kerygma"

La teología moral debe proponer la "buena nueva" de modo que pueda ser captada y
apreciada, que pueda solucionar los verdaderos problemas del hombre e influir en la
formación de su vida. Este influjo no debe limitarse a una exposición piadosa o
persuasiva, sino que debe hacerse de una manera científica. A esta exposición científica
de la teología moral pertenecen: el uso de la Escritura y la exégesis científica; un
conocimiento de la evolución de las ideas morales cristianas; conocimiento de la
tradición constante de la Iglesia en algunas cuestiones morales, por lo menos en cuanto
da pie para va lorar y formar un juicio.

La moral no es sólo casuística

Del mismo concepto de teología moral y del modo de hablar del Concilio se deduce que
hay que rechazar la visión unilateral de una moral casuística, que con sus principios
universales solvente, de antemano, todos los casos y situaciones, incluso las futuras y
meramente posibles. Estos principios de valor universal han de ser admitidos, y
aplicados con suficiente atención a la diversidad de condiciones: hay que evitar que la
moral trate de tópicos, de cuestiones inútiles; que se esfuerce en indicar los límites
mínimos de la obligación y que olvide la grandeza de nuestra vocación cristiana. Para
una recta concepción de la teología, moral y del método casuístico, hay que distinguir el
"caso" de la "situación". El "caso" supone una situación, más o menos concreta, sobre la
que recae un juicio moral (solución), que es válido solamente en las condiciones reales
que lo han supuesto. La "situación" indica una condición personal, cuya moralidad sólo
es juzgada por el hombre en su conciencia. Es decir, no es simplemente prejuzgada por
aquellos principios morales ya elaborados (por el Magisterio, Escritura y Tradición) y
aptos para casos determinados.

El método casuístico tiene su importancia en la exposición científica de la moral


respecto a la elaboración de los principios y a su verdadera funcionalidad.

Moral y antropología

No se puede tener una verdadera exposición científica de la teología moral sin conocer
la naturaleza del hombre y su manera de obrar. El primer problema viene dado por la
relación naturaleza-gracia, ley natural- ley de Cristo. Se trata de explicar de qué manera
los elementos de la ley natural son verdaderamente elementos del orden de una moral
sobrenatural, sin que al mismo tiempo sean substanc ialmente sobrenaturales; y de qué
manera el cumplimiento de la ley natural es un medio de salvación sobrenatural. El
segundo problema viene dado por la distinción entre lo principal y lo secundario de la
ley nueva de Cristo. Los preceptos del evangelio, como los de la ley natural, de por si
son ley externa al hombre pecador; es decir, le obligan desde fuera. Por el contrario, la
IOSEF FUCHS, S.I.

gracia del Espíritu es ley interna para el hombre redimido, le ilumina y le mueve desde
dentro sin contradecir los preceptos externos. De esta manera se entiende mejor lo que
puede aportar, en cada momento, a la vocación cristiana la doctrina de una ética de
situación individual-existencial y la responsabilidad del juicio cristiano acerca del
momento concreto-personal.

La tercera cuestión es el carácter personal del acto moral: todo acto sólo adquiere
moralidad en cuanto es personal.

Comparación con doctrinas morales no-católicas

En el decreto sobre la institución sacerdotal se sigue que el Concilio insiste en la


necesidad de unir a la presentación de la teología moral una introducción y discusión de
distintas éticas no católicas, religiosas o profanas; de este modo se pondera mejor y más
acertadamente la doctrina propia, y se llega a una cierta comprensión de posiciones
contrarias o simplemente diversas.

Moral, ética y dogma

De la relación entre la ética y la teología surgen dificultades innegables de repetición o


preterición. Hemos de admitir que en la exposición de la doctrina moral, tanto si la
damos dividida en dos partes - filosófica una y teológica la otra-, como si la damos en un
tratado único, encontraremos dificultades. En todo caso, hay que mostrar claramente en
qué sentido todas las verdades morales atañen al hombre llamado en Cristo.

Por su parte, la dogmática precede sistemáticamente a la teología moral. Esta no es más


que su continuación en terreno práctico. De hecho, en cambio, la teología moral suele
enseñarse antes o al mismo tiempo que el dogma, de lo cual se siguen serias dificultades
en la concepción de la moralidad, en especial en el tratado de las virtudes teológicas o
de los sacramentos. ¿Puede encontrarse una solución satisfactoria a estas dificultades?

Mayor rigor científico en Facultades y Universidades

El Concilio exige rigor científico en la preparación de los futuros sacerdotes. Sin


embargo, añade que hay varios grados de rigor científico, y pide que haya un rigor
mayor en las Universidades y Facultades, a las que acuden al menos quienes se han de
dedicar a un apostolado de tipo intelectual. Este rigor científico ha de ser tal que lleve a
"una mayor inteligencia de la Revelación, una mayor penetración en el patrimonio
cristiano, a un diálogo con los hermanos separados y con los no cristianos, y a dar
respuesta a las cuestiones que surjan con el progreso doctrinal" (Declaración sobre la
educación cristiana, n. 11). Las Facultades, por tanto, han de atender al progreso de las
ciencias sagradas aplicando los métodos modernos y preparando a los estudiantes para
nuevas y serias investigaciones.
IOSEF FUCHS, S.I.

LA RENOVACIÓN DE LA TEOLOGÍA MORAL

El ideal de Teología Moral, que el Concilio propone, no se ha dado plenamente en la


tradición de la Iglesia. La Teología Patrística anuncia la moral con una tendencia
Cristológica, pero sin una sistematización científica. La Teología Escolástica propone la
Moral como una parte de la exposición sistemática de la fe, pero sin centrarla en el
Misterio de Cristo. Más tarde se llega al estudio especulativo de la Moral, pero
prescindiendo de los elementos específicamente cristianos. Los manuales que han
llegado hasta nuestros días no explican tampoco la grandeza de nuestra vocación en
Cristo.

Se trata pues, de renovar la Teología Moral siguiendo el camino que muchos teólogos
ya esbozaron. Empezó el P. Tillmann (1934) con su orientación escriturística y le siguió
B. Häring con la "ley de Cristo". Después se ha escrito mucho sobre moral en sus más
diversos aspectos renovadores: Escritura, misterio de Cristo, historia de la salvación,
naturaleza y gracia, metodología teológica. Se ha publicado mucho sobre los aspectos
filosóficos y psicológicos de la moral: el conocimiento reflexivo, la opción
fundamental, la analogía de los conceptos de gravedad, parvedad. Todos estos estudios
ofrecieron una ayuda al Concilio y han de contribuir, en adelante, a elaborar
científicamente una moral que explique la grandeza de nuestra vocación cristiana.

Tradujo y extractó: CARLOS BARDÉS


NORBERT LOHFINK, S.I.

LA INTERPRETACIÓN HISTÓRICA Y LA
CRISTOCÉNTRICA DEL ANTIGUO
TESTAMENTO
El artículo «La Escritura como unidad. Su inspiración e inerrancia», publicado en
Stimmen der Zeit 174 (1964) 161-181 y recogido también en SELECCIONES 4 (1965)
170-178, encontró un amplio eco que el autor agradece en el artículo presente, en el
que ofrece, siguiendo la misma línea, una profundización jugosa y fundamentada sobre
la interpretación del AT en la moderna ciencia bíblica.

Die historische und die christliche Auslegung des Alten Testaments, Stimmen der Zeit,
178 (1966) 98-112

EL HECHO: SE DAN DOS CLASES DE INTERPRETACIÓN

Isaías 7,14 en el evangelio de Mateo

Al comienzo del evangelio de Mateo un ángel del Señor se aparece a José y le dice: "No
tengas miedo de aceptar a María por tu mujer; pues lo que se ha engendrado en ella
viene del Espíritu Santo. Parirá un hijo, y le pondrás por nombre Jesús, porque él
salvará de sus pecados a su pueblo". A las palabras del ángel el evangelista añade una
reflexión: "Todo esto pasó de modo que se cumpliera lo dicho por el Señor a través del
profeta que dice: Mirad: la virgen concebirá y parirá un hijo, y le llamarán con el
nombre de Emmanuel, que significa Dios con nosotros" (Mt 1,20-23).

No hay duda de que aquí se cita a Is 7,14. Estas palabras de Isaías hay que situarlas en
los primeros meses del 734 a.C. en el encuentro entre el profeta y Ajaz, el joven rey de
Judá, junto a Jerusalén, no lejos del acueducto superior. ¿Qué quería decir Isaías con
esta frase? Hoy en día pocos serán los escrituristas que digan que Isaías tenía ante los
ojos a la Virgen María y el nacimiento de Jesús de Nazaret. Prescindiendo de pequeños
detalles, el acuerdo será unánime en que el sentido de la frase hay que determinarlo por
la situación política de entonces, por toda la conversación entre el profeta y el rey y,
sobre todo, por el resto de la frase. que dice: "He aquí que la doncella ha concebido y va
a dar a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel... porque antes que sepa el niño
rehusar lo malo y elegir lo mejor, será abandonado el territorio cuyos dos reyes te dan
miedo" (Is 7,14.16). Con el texto completo nos colocamos en la dramática situación de
los primeros meses del año 734. Los reyes de Damasco y Samaria quieren coaligarse
contra el presionante rey de Asiria Teglatfalasar III. El rey de. Judá se abstiene y
resuelven forzarle. Por Jerusalén corre el rumor de que ambos reyes van a caer sobre el
país para destronar la dinastía dé David y colocar en su lugar otro rey que vaya con ellos
contra Asiria. El joven rey Ajaz inspecciona el acueducto y las defensas de Jerusalén en
previsión de un próximo asedio. Entonces le sale al encuentro Isaías y le dice que confíe
en el nombre de Dios. En este contexto nuestra frase es la formulación profética de que
Dios, en cualquier caso, aniquilará al adversario de la dinastía davidica. La señal aquí
propuesta es el próximo nacimiento del heredero del trono - la palabra hebrea no habla
de virgen sino de mujer joven- y dice que cuando el niño pequeño todavía esté
aprendiendo a distinguir el bien del mal, los dos reinos enemigos serán destruidos. Por
eso, ya desde el nacimiento podrá poner el rey al joven heredero el nombre simbólico de
NORBERT LOHFINK, S.I.

Emmanuel, Dios con nosotros, porque se manifestará que Dios ha estado con Judá, con
Jerusalén, con la dinastía de David. Por tanto, esta afirmación profética de Isaías no es
una anticipación de 700 años, sino -creemos- de siete meses. En su contexto literario y
contemporáneo, la frase es una palabra de salvación. Conviene notar de pasada que
dicha predicción se realizó.

Volvamos hacia atrás. Sin duda, existe cierta tensión entre la interpretación que dan los
modernos exegetas a Is 7,14 y la que se da al mismo texto en el evangelio de Mateo.
Llamemos a la interpretación de la ciencia bíblica actual interpretación histórica y a la
del evangelio de Mateo interpretación cristocéntrica. Decimos histórica, no porque
puedan ser aclarados los pormenores del 734 -esto queda en otros pasajes fuera de
nuestro alcance-, sino porque la interpretación pretende remontarse al momento
histórico del profeta Isaías. El término cristocéntrica, por su parte, se escoge, no sólo
porque la cristiandad desde antiguo hasta hoy acepta la interpretación de Mateo, sino
porque el texto del AT se ve desde Cristo. En el Emmanuel de Isaías se ve a Jesús, el
Dios con nosotros.

La tensión entre ambas interpretaciones es clave y va a fundamentar nuestras


reflexiones y resultados sobre el genuino contenido del texto.

El libro de Cohelet (Eclesiastés)

Pongamos un segundo ejemplo. El caso del Emmanuel podría parecer a alguno que se
trata de un problema especial de las afirmaciones mesiánicas del AT, pero en realidad
ocurre lo mismo en todo el AT como tal. Vamos a verlo en el libro de Cohelet.

Este libro está redactado como instrucción de un anciano y experimentado maestro -


Cohelet- a su joven discípulo. Habla de la existencia humana tropezando una y otra vez
con sus limitaciones, sobre todo con la muerte. Nunca debe olvidar el hombre que su
corta existencia se dirige hacia la muerte. "Dulce es la luz y bueno para los ojos ver el
sol. Si uno vive muchos años, que se alegre en todos ellos y tenga en cuenta que los días
de tiniebla muchos serán"... (11,7-8) "Florece el almendro, está grávida la langosta... y
el hombre se va a su eterna morada, y circulan por la calle los del duelo; mientras no se
quiebre la hebra de plata, se rompa la bolita de oro, se haga añicos el cántaro contra la
fuente, se caiga la polea dentro del pozo, vuelva el polvo a la tierra a lo que era, y el
espíritu vuelva a Dios que es quien lo dio" (12,5-7). ¡No pensemos que ese "espíritu" de
Cohelet sea algo como el alma inmortal! "Porque el hombre y la bestia tienen la misma
suerte: muere el uno como el otro; y ambos tienen el mismo aliento de vida. En nada
aventaja el hombre a la bestia, pues todo es vanidad. Todos caminan hacia una misma
meta; todos han salido del polvo y todos vuelven al polvo" (3,19ss). La idea repetidas
veces citada por Cohelet: "¡vanidad de vanidades, todo vanidad!" (l,2) es la norma con
la que se valora toda la existencia humana... "mientras uno sigue unido a todos los
vivientes hay algo seguro, pues vale más perro vivo que león muerto. Porque los vivos
saben que han de morir, pero los muertos no saben nada, y no hay ya paga para ellos
pues se perdió su memoria...", por eso concluye: "anda, come con alegría tu pan y bebe
de buen grado tu vino, que Dios está ya contento con tus obras. En toda sazón sean tus
ropas blancas y no falte ungüento sobre tu cabeza. Vive la vida con la mujer que amas,
todo el espacio de tu vana existencia que se te ha dado bajo el sol. Cualquier cosa que
NORBERT LOHFINK, S.I.

esté a tu alcance el hacerla, hazla según tus fuerzas, porque no existirá obra ni razones
ni ciencia ni sabiduría en el sheol a donde te encaminas" (9, 2-5.7-10).

Parémonos aquí. La doctrina de Cohelet no es incredulidad: se trata para él del recto


caminar del hombre ante Dios. Pero su fe es terrena.

El hombre vive acá en la tierra y sólo acá.

Y aún debemos ir más lejos. Lo que aquí se nos presenta como filosofía y obra literaria
de primer rango corresponde a la concepción más honda y al sentido más radical de
todo el AT, si prescindimos de sus libros postreros y de las últimas etapas de su
redacción. Israel no esperaba ninguna salvación después de la muerte. La salvación que
Israel suplicaba a su Dios era la paz, la descendencia, el pan y el vino, las alegres
celebraciones, el esplendor del servicio de Dios en el Templo de Jerusalén. En el libro
de los salmos, si exceptuamos unos pocos versos postreros, se pide únicamente esta
salvación terrena.

El mensaje del NT suena distinto. En su centro está el anuncio de la resurrección de


Jesús. Y Cristo ha resucitado como primicia. "Y si no hay resurrección de muertos es
vana nuestra fe -con la palabra que nos recuerda a Cohelet- ...y estamos todavía en
nuestros pecados y los que han muerto en Cristo perecieron. Si solamente para esta vida
tenemos puesta nuestra esperanza en Cristo, somos los más desgraciados de entre los
hombres" (1 Cor 15,13.17-19)"¡ Pero no! Cristo resucitó de entre los muertos como
primicias de los que durmieron... así también todos revivirán en Cristo. Entonces, este
ser corruptible se revestirá de incorruptibilidad, y este ser mortal de inmortalidad" (l Cor
15,20.23.53).

¿Dos perspectivas opuestas?

Esta visión del NT, ¿no es sencillamente contraria a la del Antiguo? ¿no tenemos que
decir que la perspectiva del AT es falsa y acristiana?

Y sin embargo, la Iglesia ha reconocido el AT como Escritura Sagrada, lo cual sólo es


posible sobrepasando su limitación al más acá. Preguntémonos si al rezar nosotros los
salmos caemos en la cuenta, con frecuencia, del carácter terreno de su esperanza. Cierto
que a veces nos choca, pero por lo general estamos acostumbrados a atribuir otro
sentido a las palabras de los salmos: un sentido cristiano. Este "cristianizar" la
terreneidad del AT llegó tan lejos que el verdadero sentido del libro de Cohelet -cantar
de la existencia terrestre- estuvo soterrado durante más de un milenio. ¡Durante toda la
Edad Media fue leído como una invitación a la huída del mundo, como una llamada al
claustro! La "Imitación de Cristo" de Tomás de Kempis comienza con el estribillo del
Cohelet: "vanidad de vanidades y todo vanidad si no es amar a Dios y servirle a Él
solo". Frase que Kempis interpreta así: "vanidad es preocuparse sólo de la vida presente
y no pensar hacia delante. Vanidad es amar lo que tan presto pasa y no anhelar aquello
que mantiene la alegría imperecedera". Este proceso es muy interesante. Kempis señala
con Cohelet la vanidad de todo lo terreno, pero concluye en la realidad de lo que se
espera después de la muerte. Cohelet, desde la radical vanidad experimentada en este
mundo sin proyección a un más allá, recomienda disfrutar de la alegría ofrecida en el
momento presente. Kempis, en cambio, nos dice que las alegrías de acá son para ser
NORBERT LOHFINK, S.I.

despreciadas y anhelar el cielo. Del libro de Cohelet se leen sólo determinadas frases,
las otras sencillamente no se leen, lo cual era posible gracias a cierta técnica
interpretativa. Gregorio Magno, por ejemplo, al tropezar con el exclusivo más acá del
libro de Cohelet dice que este libro es el discurso con el que un orador expone las
objeciones de sus adversarios presentándolas como propias. Sólo al final impone
silencio y nos ofrece su propia opinión: "Basta de palabras, teme a Dios y guarda sus
mandamientos, que esto es ser hombre cabal". (Coh 12,13). De esta manera, todas las
afirmaciones de Cohelet que no eran aceptables cristianamente, pasan a ser atribuidas a
su opositor.

La ciencia bíblica actual tiene mejores métodos que los de Gregorio Magno y tiene que
decir sencillamente que se equivocó. Pero el problema subsiste: Cohelet, representante
genuino de casi todo el AT, coloca frente a frente la interpretación histórica y la
cristocéntrica. Es el problema más importante en la interpretación del AT, pues no se
limita a salvar la enorme distancia temporal que nos separa de aquellos hechos, como
ocurre con cualquier literatura antigua. Una aproximación a la cultura de entonces y a
sus cauces de expresión espiritual no alcanza todavía lo más genuino de las
afirmaciones del AT. La interpretación cristiana del oráculo de Isaías por ejemplo, va
más allá de los próximos meses predichos por el profeta, la promesa de salvación la ve
mucho más general. Definitivamente, ¿cómo debemos interpretar el AT, desde la
historia o desde Cristo? ¿Qué razones hay para adoptar uno u otro de ambos puntos de
vista?

RAZONES DE AMBAS CLASES DE INTERPRETACIÓN

Como hombres del siglo XX, hemos de decir que hay que interpretar el AT
históricamente. Parece que todo nos empuja hacia una interpretación literal; una visión
cristocéntrica, ¿no falseará necesariamente el texto? Cuando el evangelista Mateo
recoge la palabra Emmanuel, ¿no la trata de manera bastante diferente del original? Al
traducir del hebreo al griego, la mujer joven se convierte en virgen y el nombre
Emmanuel, Dios-con nosotros, que no significaba más que la ayuda de Dios al reino
davidico, pasa a una alusión oscura a la divinidad de Cristo. En conjunto, la frase,
arrancada de su contexto, queda mutilada. El significado cristocéntrico se parece a esos
dibujos repintados sobre vigorosos frescos primitivos. Nuestro legítimo afán de saber
cómo ocurrieron las cosas, qué pretendían, qué pensaban, qué querían, parece que
obliga a repicar toda pintura hasta descubrir el sentido primero y puro.

Pero con esto desembocamos en una situación teológica complicada. El cuidado que
ponemos en la lectura del AT no viene de que sea un testimonio del tiempo pasado, sino
de que como cristianos sabemos que la Escritura es palabra de Dios. Ahora bien, si el
Nuevo y el Antiguo Testamento son para nosotros palabra de Dios en un sentido
semejante, entonces la situación es difícil y hasta desconcertante. Ya que en ambos se
presentan posturas opuestas sobre aspectos decisivos de nuestra existencia, como la
orientación fundamental hacia el más allá. En cambio, si partimos de que Jesucristo es
la última y definitiva palabra de Dios que las abarca a todas, entonces el AT puede ser
palabra de Dios para nosotros si se comprende y es interpretado en armonía con el
mensaje del NT La interpretación cristocéntrica del AT es indispensable si ha de
dirigirse a nosotros como palabra de Dios y no solamente como testimonio de lo que
una vez en cierto tiempo alguien pensó sobre Dios, la vida y el mundo.
NORBERT LOHFINK, S.I.

De ahí no se sigue que debamos aceptar cada uno de los intentos de interpretación
cristocéntrica que han sido practicados con el correr de los siglos. Hablamos del
principio, no de las concretas técnicas interpretativas. Se puede defender la
interpretación cristocéntrica del AT y rehusar las alegorías y tener por falsos los géneros
literarios de Gregorio el Magno respecto al libro de Cohelet, e incluso opinar que las
llamadas pruebas de Escritura no son legítimas.

La cuestión parece suficientemente planteada, pero aún no hemos respondido cómo


puede ser para nosotros el AT palabra de Dios cuando sus afirmaciones contradicen al
NT. Es claro que debemos acercarnos al AT con mirada histórica, porque debemos
preguntar con honrado deseo intelectual qué se dijo originariamente. Pero debemos
interpretar desde Cristo porque la Biblia es para nosotros palabra de Dios y no podemos
admitir que Dios contradiga su palabra, dicha de manera totalizante en Cristo.

HISTORIA COMO HISTORIA DE LAS TRADICIONES

Hasta hace poco tiempo la oposición entre ambas posturas se presentaba irreconciliable.
La alternativa era clara:. o se decidía uno por la moderna ciencia bíblica, con lo cual
dejaba de ser teólogo aunque perteneciera a una Facultad Teológica, o bien se decidía
por la interpretación cristocéntrica, lo cual era sinónimo simplemente de renunciar a la
exégesis moderna. Naturalmente, cabía también aceptar ambas y vivir de acuerdo con el
principio de la doble verdad.

Estas posibilidades son también vividas hoy, pero en el fondo se va. preparando una
síntesis que posibilita la interpretación histórica integrada en una visión cristocéntrica.
Esta síntesis todavía no se ha logrado. Tal vez nos quede aún un largo camino, pero
parece que se puede bosquejar por dónde va ese camino y a dónde lleva. El primer paso
ha de ser la interpretación histórica, pero ésta, si no se queda en meras palabras, ha de
llevar por lógica interna a presentar una configuración que arrastrará a la visión
cristocéntrica como visión global. La palabra clave es historia de las tradiciones. La
historia de las tradiciones hace de la interpretación cristocéntrica el objeto de la
interpretación histórica. Veámoslo más de cerca.

Qué es historia de las tradiciones

¿Cómo se pasa hoy, en la ciencia bíblica, de la interpretación histórica a la historia de


las tradiciones? Volvamos a tomar los ejemplos del comienzo. Hemos visto cuál era el
sentido preciso de la palabra Emmanuel en la primavera del 734 aC. La palabra de
Isaías se realizó y se podía interpretar sencillamente en los hechos. Pero no se hizo así;
ni siquiera el mismo Isaías, como lo revela la investigación histórica en una mirada más
cuidadosa. Isaías se expresó primero oralmente y su palabra, dentro de un contexto de
escritos reflexivos, se encuentra en los cap 6-9 del actual libro de Is. Pero el escrito
muestra en su conjunto que Isaías había reflexionado entretanto sobre la palabra de
salvación pronunciada, y que le atribuía un sentido que sobrepasaba la ocasión original.
La resistencia de Ajaz a confiar solamente en la ayuda de Dios motivó el encuentro
junto al acueducto, en el que el profeta, a pesar de anunciar la salvación de la dinastía -
para lo cual servía la palabra Emmanuel- predice días muy oscuros para Judá. Estos días
NORBERT LOHFINK, S.I.

los ve cerca. En su reflexión escrita intercala el oráculo de perdición que los anuncia y
al final de toda una serie de tales oráculos exclama: "¡Oh Emmanuel!" (Is 8,8).

El pequeño Emmanuel se ha hecho símbolo de toda la dinastía davídica, la dinastía


seguirá aunque se hunda en las tinieblas. Precisamente esta señal del Emmanuel será la
garantía de que también las tinieblas se acabarán. Para un futuro lejano la promesa del
Dios fiel vislumbra un nuevo tiempo de salvación. Se anuncia por primera vez en Is 8,9-
10 también con referencia a la palabra Emmanuel, Dios con nosotros, y al final de las
reflexiones escritas en el gran cuadro del luminoso futuro en paz (Is 9,5ss). Para Isaías,
la palabra Emmanuel está relacionada con la dinastía davídica querida y protegida por
Dios y la vincula a la grande y definitiva salvación.

Ahora volvamos a nuestro problema. El segundo significado que Isaías dio a la palabra
Emmanuel es también un sentido histórico, como es a su vez histórico el significado
ligado al oráculo del Emmanuel. Nos encontramos frente al primer sentido de la palabra
Emmanuel que corresponde al del libro que hoy tenemos a mano; lo que queda por
delante es sólo prehistoria de la interpretación del libro. ¿Dónde quedan, por tanto, el
sentido y la interpretación histórica? Están allí. Por un análisis histórico exacto y
completo nos encontramos con toda una serie de sentidos diferentes del mismo oráculo
en el intervalo de pocos años. Se puede hablar de tradiciones de la palabra Emmanuel
ya en el mismo Isaías. Nosotros no poseemos un sentido histórico, sino la historia de las
tradiciones de la palabra Emmanuel.

En realidad, nos hemos reducido a un pequeño entorno de la historia de esta palabra.


Podríamos ir más allá y seguir el proceso posterior de la misma hasta el evange lio de
Mateo e incluso tal vez más allá. Isaías pronuncia en cierta ocasión junto al acueducto
su palabra bajo inspiración divina, pero la inspiración del profeta no desliga la palabra
del proceso de la tradición. De hecho, el oráculo de Emmanuel es una nueva
formulación de las antiguas promesas de Dios a David y su dinastía, que comenzaron
con el oráculo del profeta Natán (2 Sam 7). Debemos, por tanto, mirar el oráculo de
Emmanuel como un elemento de la historia de las tradiciones de las promesas de David
y, con ellas, de las tradiciones mesiánicas. Es interesante ver cómo la investigación, a
medida que va profundizando en su materia, ensambla cosas distintas y les imprime un
mismo movimiento. La historia de las tradiciones desborda, por tanto, el tiempo de
origen de los libros sagrados e incluso va más allá de la reinterpretación cristocéntrica
del NT: llega hasta nuestros días.

Lo que vale para el oráculo de Emmanuel se podría mostrar también en el libro de


Cohelet, sólo que aquí se ve menos un proceso de nuevas interpretaciones superpuestas
del mismo texto y sí, en cambio, un progreso en la discusión a través de nuevos libros
bíblicos. Es un diálogo que trasciende los siglos, y el presentarlo aquí nos llevaría
demasiado lejos. Tendríamos que mencionar la literatura sapiencial, el libro de los
Proverbios en su parte más antigua y en su preconstrucción de los cap. 1-9, luego
Cohelet, Jesús Sirac y la Sabiduría de Salomón.

Por otro lado, hay que decir que la temática de las promesas mesiánicas y la de la
terreneidad de la salvación pertenecen al mismo grupo. Precisamente el enlace entre
salvación y reino davídico es tal vez la señal más clara del más acá veterotestamentario.
A través de la dinastía davídica, Israel debía ser regido en este mundo como un dominio
de paz y prosperidad. Esto es la salvación. Convendría ahora seguir cómo va
NORBERT LOHFINK, S.I.

trasponiéndose paso a paso el motivo de la elección y reino de David. El gran tiempo de


la salvación pasa del ahora al futuro y llega a ser en un determinado tiempo salvación de
todos los pueblos. Finalmente, emerge cada vez con más claridad el carácter
trascendente del futuro escatológico. Cuando el NT muestra a Jesús de Nazaret y dice:
aquí está el prometido, es él el que ha de volver de lo alto, el que nos llevará hacia la
vida eterna, esto es una fase ulterior de la historia de las tradiciones.

Con esto se habrá hecho claro que la historia de las tradiciones brota de la historia. Las
primeras interpretaciones fijadas históricamente desembocan en el modo de pensar de la
historia de las tradiciones más amplio y más dinámico. Es por tanto una tarea legítima
establecer el sentido en el que el NT sobrepasa las tradiciones del AT, del mismo modo
que lo es buscar el sentido que tenían las tradiciones AT en el tiempo del rey Salomón,
del profeta Isaías o del reformador Esdras.

Así hemos situado la interpretación cristocéntrica en relación inmediata con la


interpretación histórica del AT, pero parece que con ello, más que mejorarla, la hemos
perjudicado. Ahora no es más que un elemento en el conjunto del acontecer de la
tradición, uno entre muchos, una sola onda de la corriente de las tradiciones a lo largo
de los siglos. Cierto que no tiene menos derecho a la consideración que lo que Isaías
mismo en el nacimiento de su oráculo quiso decir, ¡pero tampoco lo tiene mayor! Ha
quedado integrado en el perímetro de las tradiciones, de cuyo momentáneo punto final
el interprete actual quiere sacar la interpretación para nuestro tiempo.

LA INTERPRETACIÓN CRISTOCÉNTRICA COMO CANONIZACIÓN


INTERNA DE LA HISTORIA DE LAS TR ADICIONES

Con la mención de los "intérpretes actuales" hemos tocado un punto desde el que
conviene proseguir nuestra marcha. No se trata de la interpretación cristocéntrica de los
primeros siglos después de Cristo. Debemos, de acuerdo con la idea explicada de la
historia de las tradiciones, determinar qué es propiamente para nosotros hoy la
interpretación cristocéntrica del AT, cómo se relaciona con el conjunto histórico
tradicional.

Actitudes diversas frente a la historia

Se puede decir de modo completamente general, e independientemente de los problemas


de interpretación del AT, que al examinar el conjunto del pasado es muy difícil que
alguien se mantenga neutral frente a sus diferentes fases. Automáticamente, se valora de
modo especia l un momento determinado de todo el movimiento histórico, y cuanto cae
por delante de la fase escogida parece que ha de desembocar en ella, mientras que lo
que la sigue viene determinado por ella. La fase clásica o canónica se estructura como
centro o punto álgido del proceso total.

Algunos casos podrán aclarar esto. Se da, por ejemplo, la mirada romántica hacia el
pasado según la cual conviene resaltar cualquier comienzo. Todo cuanto ocurra después
no será más que la historia de un decaimiento. En el polo opuesto se encuentra la visión
evolucionista, que mira el pasado como la historia siempre creciente del progreso
espiritual. Su época es el valor supremo y la historia en conjunto un paulatino avanzar
NORBERT LOHFINK, S.I.

hacia la cumbre. Naturalmente, cabe también que una fase intermedia se haga clásica, es
el caso de muchas formas de humanismo: antes de los antiguos clásicos sólo barbarie, a
lo más preparación de algo mayor que se aproxima, luego sólo periódicos cambios entre
decadencia y renacimiento.

¿Cómo se llega a la decisión adecuada en la estructuración de la historia? ¿desde la


misma historia? ¿desde razones que no son leídas en la misma historia? Subjetivamente,
tenemos de ordinario la impresión de que a nuestra valoración del pasado hemos llegado
libres de prejuicios extraños. ¿Vale esta, impresión? ¿no llevamos con nosotros
preproyectos recibidos de la tradición de la cual venimos? Por otro lado, se da también
el fenómeno inverso de que nuestras predisposiciones valorativas cambian al contacto
con el pasado. Esto es el debatido proceso hermenéutico, donde el pasado no es algo
inactivo en nuestra valoración y donde otros componentes ahistóricos actúan
conjuntamente.

Destaquemos finalmente que el necesario canonizar un determinado punto de la historia


no nos debe impedir el abarcar el conjunto del proceso de las tradiciones de manera
históricamente exacta. Pero la historia será entonces desde su fase canónica, y sólo
desde ella, verdad para nosotros. Precisamente desde el pasado estructurado y valorado,
bosquejamos el futuro.

Interpretación cristocéntrica

Hasta aquí los análisis fundamentales. Ahora debemos emplearlos en el caso


excepcional de la interpretación cristocéntrica. No pertenece al ámbito de la
comprobación exacta del total de la historia de las tradiciones en las afirmaciones del
NT, es más bien una forma determinada de la misma estructuración del canon. Otra
forma distinta seria la decisión de los judíos ortodoxos con su determinada agrupación
de los libros del AT -el Pentateuco, la Torá,- como medida canónica. Aquellos
escrituristas cristianos que siempre se preguntan únicamente por el primitivo significado
de un texto VT y no atienden a la posterior historia de las tradiciones de la palabra, han
tomado una decisión valorativa, a menudo sin caer ellos mismos en la cuenta, que no es
ni judía ni cristiana, sino -decimos nosotros- romántica. Lo desagradable para ellos está
en que no son conscientes de lo que hacen, ya que piensan que trabajan con la "historia
objetiva". En realidad, se es más objetivo cuando por un lado se afirma y se pone como
fondo del esfuerzo científico la historia en toda su amplitud -por tanto, como historia de
las tradiciones-, pero por otro lado se ratifica el proceso de estructuración histórica
desde una predecisión cristocéntrica.

Se podría renunciar a esta predisposición sólo abandonando la fe cristiana, ya que para


esta fe Jesús de Nazaret es la revelación definitiva de Dios. Sólo Jesús de Nazaret puede
ser para los creyentes el punto de la historia de las tradiciones desde el cual brota la luz
para todos los otros, y desde el cual el cristiano se dirige hacia el futuro. La historia de
las tradiciones en su conjunto es verdad, pero sólo si está orientada y valorada desde
Jesús.

La interpretación cristocéntrica del AT presupone, por tanto, una predisposición


cristiana. Esto se debe repetir con frecuencia y no pretender quedarse en el mismo plano
de una mera interpretación histórica. Y sólo es posible para aquel que cree en Cristo, lo
NORBERT LOHFINK, S.I.

cual plantea la pregunta de cómo llega a la fe en Cristo, ¿llega por motivos


independientes de la historia? ¿o crece esta fe en relación -aunque no de modo
exclusivo- con la misma historia? Con mucho nos inclinamos por lo segundo. La
interpretación cristocéntrica del AT no está en contradicción con la interpretación
histórica, sino más bien es una útil y necesaria orientación hacia ella, sobre todo como
historia de las tradiciones realizadas plenamente. Si se quiere tender un puente hacia la
terminología de la hermenéutica tradicional y de la teología de la inspiración, diremos
que el AT sólo es palabra de Dios en la medida en que lleva hacia Cristo, la auténtica y
definitiva palabra de Dios que de él la recibe y por él se sostiene. La pregunta sobre la
Escritura como palabra de Dios no hay que colocarla en el mismo plano que la historia
de las tradiciones, sino en el de la estructuración de la historia de las tradiciones desde
el canon Cristo. Con lo cual la investigación de la historia de las tradiciones no se
excluye, sino que se exige. La decisión sobre la verdad e inerrancia de la Escritura no
cae en el dominio de la historia de las tradiciones, sino primariamente en el proceso de
interpretación que arranca de Cristo.

Cómo realizar esto es una cuestión difícil y hoy raras veces formulada. Lo que sabemos
de toda la amplia historia de las tradiciones, con sus variados sentidos y cambios, nos
impide pasar por alto el sentido original de las palabras del AT y atribuirles tácitamente
un sentido nuevo desde Cristo o desde nosotros. Esto lo ha hecho -cosa legítima en su
tiempo- Mateo con Is 7,14, o la tradición cristiana con Cohelet, como nos lo mostraron
los ejemplos de Gregorio Magno y Tomás de Kempis.

El proceso interpretativo en Is 7,14 y Cohelet

No podemos terminar sin bosquejar el sentido que para nosotros tiene n hoy los dos
ejemplos que han salido a lo largo del artículo. Para la interpretación de Is hay que
comenzar por el año 734 a.C., observar el posterior desarrollo del sentido hasta su
aclaración en el NT y desde allí actualizar la palabra, de modo que sea verdad-para-
nosotros, verdad que nos posibilita el afrontar el futuro. Todo esto podrá hacerse si esta
palabra Enmanuel queda situada en las promesas de Dios a la dinastía davídica y en la
fidelidad de Dios a las mismas en Jesús de Nazaret, fidelidad que se prolonga en la
fidelidad de Dios a su Iglesia, a la cual pertenecemos. Así adquiere esta palabra todas
sus dimensiones y alcanza la verdad en la cual el hombre puede vivir, y en la cual la
historia se hace de nuevo histórica.

Algo parecido ha de hacerse con el libro de Cohelet. Primeramente para llegar a su


auténtico lenguaje de melancólica y brillante terreneidad. Luego habrá que seguir el
desarrollo de las discusiones de la historia de las tradiciones acerca de la fe en el más
allá. Por fin, el mensaje neotestamentario de la resurrección de Jesús y de todos los que
creen en él aparecerá como polo opuesto a la fe de Cohelet. Luego hay que prolongar
esta interpretación hasta nosotros. La fe de Cohelet no queda, como uno podría
sospechar de entrada, como error previo que queda atrás olvidado, sino como dimensión
permanente de la misma fe en la resurrección. Más aún, si escamoteamos la visión de
Cohelet, entonces el mensaje de la resurrección no quedaría rectamente comprendido
por nosotros.

Se debería plantear, por último, otra vez la pregunta sobre el adecuado proceso
interpretativo como cuestión práctica; pero es difícil decir algo más ajustado, ya que
NORBERT LOHFINK, S.I.

estas cuestiones apenas si han sido aún planteadas. La pedagogía religiosa católica se ha
abierto poco a la s verdaderas preguntas que plantea la ciencia bíblica moderna. Se trata
de algo más que de oportunas correcciones a la interpretación de este o aquel pasaje.
Para el AT está lanzada la pregunta radical de si la interpretación cristocéntrica es
compatible con la interpretación histórica hoy en uso.

Esperamos haber mostrado que sí son compatibles. Al precio de que ambas lleguen a ser
lo que han de ser: hacerse historia de las tradiciones e interpretación cristiana de cada
nuevo encuentro de la fe con la íntegra historia de las tradiciones.

Tradujo y condensó: IGNACIO SALAT


OTTO SEMMELROTH, S.T.

LA IGLESIA CELESTE
En este artículo el autor quiere responder a la cuestión de qué debe entenders por
«Iglesia celeste». Se sirve de la Constitución sobre la Iglesia del Vat. II (LG). Presenta
los distintos estadios de la Historia de la Salvación entrecruzándose mutuamente en el
pasado, en el presente, y en el futuro.

Die himmlische Kirche, Geist und Leben, 38 (1965) 324-341.

El capitulo séptimo de la Constitución dogmática sobre la Iglesia (LG) lleva por título:
"Índole escatológica de la Iglesia peregrinante y su unión con la Iglesia celeste". En este
estudio intentamos esclarecer qué se entiende por "Iglesia celeste".

Nos detendremos en la historia del capítulo, después, en el carácter escatológico de la


Iglesia, y, finalmente, en la "Iglesia celeste".

I.-HISTORIA DEL CAPÍTULO SÉPTIMO

1. El capítulo séptimo como apéndice

El deseo de dedicar un capítulo a los santos y a su culto partió de círculos de la Curia


Romana. A primera vista parecía que no encajaba en una exposición doctrinal sobre la
esencia y estructura de la Iglesia, tema de la Constitución. Entretanto se escogía como
tema de un capitulo: "Universal vocación a la santidad en la Iglesia" y en la votación del
29-X-63 (con escaso margen de votos) se determinaba incluir el tema de María en la
exposición doctrinal de la Iglesia, más bien porque parecía conveniente para conseguir
una visión más completa de la Mariología, y no tanto porque pareciera exigirlo así la
Eclesiología. Con todo esto estaba. ya abierto el camino que invitaba a hablar de los
santos, máxime teniendo en cuenta las alusiones- al respecto del Papa Juan.

En la preparación próxima del capítulo de los santos, pronto quedó claro que no se
podía limitar a ellos y a su culto solamente. En efecto, en los santos la Iglesia ha llegado
a su consumación, luego se imponía ver con atención un elemento esencial de la Iglesia,
su carácter escatológico, que si bien no se había omitido, sí se había atendido demasiado
poco.

En resumidas cuentas, el deseo de un capítulo reservado a los santos, que al principio no


ilusionó demasiado a algunos, llevó a subsanar una laguna imperdonable en una
declaración dogmática sobre la Iglesia. Con ello se ha prestado un doble servicio: se ha
sacado al culto de los santos de su aislamiento, presentándolo como testimonio de la
vida de la Iglesia en su plenitud escatológica, y el mismo concepto de Iglesia, al
considerar este elemento escatológico, se ha visto liberado del peligro de considerarla
demasiado "de acá".
OTTO SEMMELROTH, S.T.

2. Difícil superación del individualismo

La Iglesia se nos presenta a un tiempo como terrena y celeste. Es la forma de existencia


que fluye en el tiempo ("de acá") del Reino de Dios ("de arriba"); es signo sacramental,
y por tanto terreno, de una realidad supramundana; es el despertar en el mundo de
aquello que tiene su término "arriba". Existe siempre el peligro de acentuar y vivir
unilateralmente esta o aquella cara. Así, si intentamos fundamentar y esclarecer el lado
visible y jurídico-institucional, fácilmente se escapará su misterio escatológico invisible,
y si pretendemos dar relieve de nuevo a este misterio, fácilmente correremos peligro de
atender insuficientemente a lo visible y concreto.

En los primeros trabajos se reparó ya ciertamente en el equilibrio que debía de haber


entre ambos, pero fueron necesarias algunas críticas y oposiciones para romper cierta
timidez y poder sacar consecuencias aceptables. Así, se hablaba de la realidad
escatológica de la Iglesia, pero de un modo tan individualista que propiamente no era
aplicable a la Iglesia. Se estaba dentro de la herencia secular según la cual más o menos
la salvación era negocio de cada uno; la Iglesia, como institución "de acá", estaba
destinada a ayudar a los hombres a alcanzar su salvación propia, no la de la Iglesia ni la
del mundo. Esta dirección se delataba en el título correspondiente a una redacción
anterior del capítulo: "El carácter escatológico de nuestra vocación en la Iglesia". La
Iglesia era algo así como el medio inmutable en el que y desde el que cada hombre
debía llegar a la realidad escatológica.

Siguiendo en esta línea llegaríamos a que no cabria hablar de "Iglesia celeste". En


efecto, la Iglesia sería y permanecería , Iglesia terrena, enraizada en la historia, acabada
la cual se acabaría la Iglesia, pues habría cumplido su tarea de preparar a los hombres
para su salvación eterna. Pero en la Iglesia, junto a esto, hay un plano superior: la
Iglesia terrena camina hacia la "Iglesia celeste". Como los hombres, la Iglesia de la
historia se acerca al final de su carrera y entonces es levantada a un estadio superior. Y,
ciertamente, es ella misma la que entrará en él, no solamente aquellos hombres, por
separado, que estuvieron en la Iglesia en la tierra. Así, no es la Iglesia como tal la que
acabará al concluir la historia, sino sólo el modo de su existencia histórico, su forma
terrena. Para poder afirmar esto nos basamos en que la Iglesia no es sólo la comunidad
de los cristianos, sino "el Cuerpo del Señor", el Cristo Total -Cabeza y Cuerpo-, como
una persona nueva, que al salir de la historia es llevada a la existencia celeste. Para
penetrar un poco más en el contenido del carácter escatológico de la Iglesia nos
detendremos en sus tres dimensiones: el pasado, el futuro y el presente.

II. - DIMENSIONES DEL CARÁCTER ESCATOLÓGICO DE LA IGLESIA

La escatología nos sitúa en lo último y definitivo, y, para nuestra manera de


comprender, en el futuro. Futuro que no es más que conclusión y plenitud perfecta del
pasado, en el cual está aprisionado nuestro presente actual. Así, poner la mirada en el
futuro, que ha comenzado ya, pero que hay que estar esperando siempre, es algo
incompleto. Hace falta volver la cabeza al pasado histórico-salvífico del que viene la
Iglesia en su dinámica hacia el porvenir. Y ambos, el futuro y el pasado, obligan a
nuestros ojos a fijarse en el presente, pues el misterio de la Iglesia peregrinante consiste
en conservar en sí misma la Historia de la Salvación e introducir el futuro eterno en la
historia de este mundo.
OTTO SEMMELROTH, S.T.

1. La Iglesia, como cumplimiento de las esperanzas de la Historia de la Salvación

En el capítulo segundo encontramos la escatología enfocada desde el pasado. La Iglesia


aparece descrita como el nuevo pueblo de Dios, como la realización de la promesa
hecha al pueblo de la Alianza del AT. Esta descripción de la Iglesia había caído casi en
el olvido desde los tiempos que siguieron a los "Padres", por más que la palabra griega
ekklesia, traducción que nos ofrecen los Setenta de la expresión hebrea kahal Yahwe,
podría haberla mantenido viva. La Iglesia primitiva se contemplaba a sí misma no sólo
como pueblo de Dios en oposición al "no-pueblo" (1Pe 2,10) de los paganos y del
mundo apartado de Dios, sino también como el pueblo nuevo de la Alianza con relación
a la Antigua Alianza de la preparación y de la promesa.

La Historia de la Salvación del AT es la historia del pacto de Dios con su pueblo. Los
libros de la Creación (Génesis) y de la salida (Éxodo) hablan de una alianza con Noé,
Abraham, y Moisés, elegidos todos ellos como representantes de todo un pueblo. Esta
teocracia no quedó suprimida por la dinastía davídica. No todos estos pactos están al
mismo nivel, pues la alianza radical fue concertada en el Sinaí, pero sí que todos ellos
están referidos a una alianza "nueva", definitiva y escatológica que se cerró "cuando
vino la plenitud del tiempo" (Gal 4,4), en Cristo, Cabeza del género humano y Cabeza
de un nuevo pueblo, la cual se renueva constantemente en el Banquete Sacrificial de la
Nueva Alianza.

Esto "nuevo" que ha venido con Cristo no será superado por una nueva Iglesia en la
tierra.

2. La Iglesia, en espera de su plenitud escatológica

La Iglesia podrá considerarse como la fase final de la Historia de la Salvación sin


peligros, de un triunfalismo p. ej., si además conserva viva la conciencia de que su faz
actual tendrá su fin y de que entonces aparecerá la plenitud perfecta celeste. ¿Quién
soportará sin daño el saber que todo está referido a él y que cuenta con la promesa de la
inmortalidad -lo cual había sido anunciado por los profetas de la Antigua Alianza como
señal de la plenitud del pueblo de Dios (cfr Is 60; 66, 18-24; Jer 3, 14-18)-si no constata
diariamente que está todavía en camino, que lo temporal en él está abocado a un
cambio, y que, ocurra lo que ocurriere, será alcanzado por la muerte? El Israel creyente
sabía que venía del desierto y experimentaba su historia como marcada por su carácter
errante. Así se levantó el "Nuevo Israel", aunque no es ya mera "sombra" de la realidad
ni mera "imagen" de lo futuro (cfr He 9,23s; 10, 1), sabe "que va avanzando en este
mundo hacia la ciudad futura y permanente (cfr. He 13, 14)" (LG 9). Al mismo tiempo,
pues, que la Iglesia se reconoce como cumplimiento de las promesas, todavía queda
algo por cumplirse. Así, pues, mientras camina como peregrino en tierra extraña está
siempre inquiriendo. El objeto de esta búsqueda es no sólo "la ciudad permanente
venidera", al otro lado de la historia, sino también, de algún modo, su misma existencia
"de acá", aun cuando su fundamento siga siendo inconmovible y su ser permanente.
Debe recorrer su camino por la historia buscando con fidelidad obediente los designios
de Dios en los signos de los tiempos y en la dirección interior de la gracia para ser, en
su forma terrena y visible, lo más perfectamente posible, signo, depósito y testimonio de
la plenitud perfecta celeste.
OTTO SEMMELROTH, S.T.

Algunos quieren que se dé un futuro más elevado de la Iglesia a la manera que ella es un
estadio superior con respecto de la Antigua Alianza y al Pueblo de Dios del AT. La
Constitución conciliar zanja la cuestión: "Y mientras no haya nuevos cielos y nueva
tierra en los que tenga su morada la santidad (cfr 2Pe 3, 13), (la Iglesia) en sus
sacramentos e instituciones, que pertenecen a este tiempo, lleva consigo la figura de este
mundo que pasa" (LG 48).

3. El presente escatológico de la Iglesia.

Sobre una situación histórica dada, gravitan el pasado y el futuro, y con más intensidad
allí donde la decisión del hombre se sirve de los acontecimientos y hechos pasados y
determina los futuros. Así, la Iglesia, realización última del pueblo de las promesas, y
por ello fue fundada como realidad histórica, no puede ser comprendida sin atender a la
historia y al carácter propio de este pueblo. Así, pues, p. ej., la Iglesia no sustituyó
simplemente a la Sinagoga, sino que ésta encontró en aquella su plenitud. Sobre la
Iglesia gravita la historia del pueblo judío. Nosotros llevamos a cuestas los pecados de
nuestros "padres" y somos herederos también de su obediencia fiel, de su confianza en
Dios y de su suspirar constante por el Reino que se acerca; Abraham es el padre de
nuestra fe (cfr. Rom 4, 11s; Sant 2,21); las Escrituras del pueblo judío son también para
nosotros Palabra de Dios; a una con sus grandes orantes dejamos escapar sus mismas
súplicas, y celebramos los grandes prodigios que Dios obró en Israel para todos
nosotros.

La Promesa, tal como fue dada al pueblo del AT consistía en una realización inicial de
aquello que, en sentido pleno, debía venir, y que fue elevado en la Iglesia a su realidad
plena. La historia de Israel se caracteriza por los pactos que unen al pueblo con Dios.
Ahora bien, en Cristo se da aquella unión humano-divina que constituye la forma más
rica de la alianza entre Dios y el hombre. Esta "Nueva Alianza" de la historia está
enraizada en la Iglesia, receptáculo sacramental de esta presencia de Dios en el mundo,
que contiene en su seno y continúa el misterio del Dios-hombre. La Iglesia, como todo
sacramento, es ciertamente también promesa, pero no hacia una superación interior
histórica, sino hacia su cumplimiento en la gloria. Y para alcanzarlo, antes debe acabar
este mundo y su historia.

Así como el pasado no es puro recuerdo, análogamente el futuro de la Iglesia no es puro


por-venir. El futuro del Reino de Dios cuya venida pedimos en el Padrenuestro es ya
presente aquí y ahora en la Iglesia: el futuro ha empezado ya. Santo Tomás ha
expresado este misterio en su famosa antífona eucarística: "Banquete sagrado en el que
Cristo es comido (=presente), se conmemora su pasión (=pasado) y se da la prenda de la
gloria futura" (=futuro): Así como Cristo, de modo sacramental, está realmente
presente, está también presente su pasión de modo que el comulgante puede tomar parte
real en ella; por fin, por la participación en el banquete sacrificial en el que Cristo está
presente se nos da una "prenda" que es algo más que mera prenda, es el futuro, el
éschaton, que, por la acción del Espíritu Santo, es comunicado ya al hombre como un
adelanto real (cfr. 2 Cor 1,22; Ef 1,14), puesto que está presente Cristo con su historia
que ha penetrado ya en la gloria en su Resurrección y Ascensión mediante su muerte.

Escatología significa, pues, que todavía gemimos en un cuerpo mortal y todavía


suspiramos por la revelación del Reino (cfr. Rom 8,1 Sss), pero es un gemir en el
OTTO SEMMELROTH, S.T.

Espíritu que habita en nuestro corazón y que no sólo nos enseña que somos hijos de
Dios, sino que nos da a gustar "el don celeste" y "las maravillas del poder propias de la
edad venidera" (He 6, 4s). Por tal vivencia de la fe sabemos que la Iglesia manifiesta y
conduce al Reino de Dios y que ella es este Reino en signo. Vivir con la Iglesia y de la
Iglesia es aceptar el Reino de Dios en la Iglesia visible edificada sobre la roca de Pedro.

III. - PRESENCIA CREÍDA Y FUTURO ANHELADO DE LA IGLESIA


CELESTE

1. Iglesia terrena y celeste.

Advertimos que en lo que sigue vamos a proceder dialécticamente. Iglesia celeste es una
realidad que -a lo menos en sentido total- no se da en la historia del mundo terreno. Aun
cuando la historia del mundo y de la humanidad debieran ir desarrollándose en un
progreso continuado, que quizá postulase incluso el Hombre-Dios (Teilhard de
Chardin), debe mantenerse firmemente que el estado final de la Iglesia en el cual no se
dará más historia queda más allá de este progreso. Hay un punto de discontinuidad. Las
estremecedoras palabras del fin del mundo impiden considerar "el nuevo cielo" y la
"nueva tierra" como resultado homogéneo con el desarrollo del mundo y de la Iglesia.

La Iglesia celeste contiene un "no" a la terrena, pues debe cesar su modo de existir
terreno para saltar a su glorificación. La Iglesia, mientras está de camino, necesita estar
distanciada del mundo; necesita de una ascesis, que en este caso significa confesar su
carácter provisional y en discontinuidad con la Iglesia celeste; necesita que acepte su fin
que exige el nuevo rumbo. Es un trazo esencial de la Iglesia peregrinante el estar
destinada a la desaparición, lo que, al mismo tiempo, es una llamada de la Iglesia celeste
a los creyentes: que realicen la dinámica escatológica hacia la Iglesia celeste presente en
ellos en un distanciamiento ascético de su configuración mundana.

Pero esto no es la verdad total. La Iglesia en la tierra es también Iglesia celeste. En


efecto, lleva en sí el éschaton, lo definitivo de la disposición salvífica de Dios, aunque
ciertamente, como semilla que se desarrolla hasta adquirir su configuración final
correspondiente destruyéndose (cfr. 1Cor 15, 36ss), de modo que ella misma, debido a
la fuerza divina recibida, resucitará a la forma de la Iglesia celeste. En este vigor
vitalizador, que es el Espíritu Santo enviado por Cristo, se fundamenta su santidad
indefectible; santidad que quiere decir unión con Dios. Y esto es ciertamente la Iglesia
en su perfección celeste.

Podría creerse que esto último difumina la diferenciación entre ambas, pero, de hecho,
la acusa más, pues la Iglesia terrena es realidad celeste sólo en la medida en que el paso
de la existencia histórico-terrena a la de la gloria celeste no es un paso más allá en su
desarrollo continuo, ni lib eración, sino resurrección. Esto significa que la comunidad
del pueblo de Dios lleva con la nueva dirección puesta por Cristo, en la cual vive su
historia, la fuerza vital que la apartará de su configuración terrena para alcanzar un
estado más alto, la plenitud celeste de la participación en la vida del Hombre-Dios, que
la transforma para siempre en el Cuerpo de Cristo y su Plenitud (plêrôma).
OTTO SEMMELROTH, S.T.

2. Iglesia celeste

En realidad ¿cabe hablar de "Iglesia celeste" o más bien sólo de "santos", es decir, de
miembros de la Iglesia (terrena) que por su medio han alcanzado la gloria? Aquí
topamos con la cuestión, ya vieja, sobre el valor del carácter bautismal. El bautismo, en
efecto, es signo eficaz de la elevación gratuita del hombre aislado, pero también es
signo de la pertenencia a la Iglesia bautizante. El que quiera hablar sólo de Iglesia
terrena, verá el cielo poblado sólo por individuos aislados, y el valor del sello bautismal
le quedará relativizado a sólo mientras existe este mundo, pues por el bautismo se
pertenece a la Iglesia. Por el contrario, quien admita la "Iglesia celeste" como la forma
perfecta de la Iglesia de Cristo creerá en el carácter totalmente indeleble del sello
bautismal, pues la comunidad, como tal, del pueblo de Dios alcanza su plenitud, y no
sólo los individuos aislados que fueron miembros de la Iglesia terrena. A su favor está
que el ser social es un existencial del hombre, que no puede faltarle, pues, en su estado
de perfección sobrenatural.

De hecho, la tradición de la Iglesia habla de "comunión de los santos". El Apocalipsis,


en la descripción de la Jerusalén celestial (Ap 21), nos ofrece un cuadro de la "patria
celeste" de que habla Pablo (Fil 3,20). "Comunión de los santos" dice en su origen
"comunión en el Santo", en la eucaristía, en el Señor presente en el Banquete Sacrificial.
"El significado eterno, para nuestra salvación, de la Humanidad de Jesús (K. Rahner) se
extiende por encima de la humanidad terrena y va mucho más allá". Por toda la
eternidad Cristo es la Cabeza del género humano. Los santos del cielo están en
comunión con Dios sólo en El, "en el primogénito entre muchos hermanos" y, por El, en
la comunidad de los hermanos. Aquí, en la gloria sin velos del Cuerpo Místico del
Señor, experimenta la Iglesia celeste su última realización.

3. Iglesia de la fe, de la esperanza y del amor

Claro está que puede mirarse a la Iglesia y a su acción con ojos naturales, pero entonces
se escapa la realidad total que descubre el que la mira con fe: ser el vaso sacramental de
la presencia de Dios en la historia. Lo que la distingue de las demás sociedades, que es
la acción gratuita del Espíritu, sólo puede "creerse", pues en lo más profundo de "lo
visto" late la gracia divina, origen invisible de su acción.

Cristo es el Amén prometido por Dios en el AT. "Dichosos los ojos que ven lo que veis.
Porque os digo que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que veis, y no lo vieron, y
oír lo que oís, y no lo oyeron" (Lc 10,23s). Pero este Amén no está sumergido en el
pasado como el sonido de una palabra humana ya pronunciada. Continúa sonando, y día
tras día es pronunciada por la Iglesia, comunidad de aquellos que reunidos en el Espíritu
de Cristo pueden ver y oír lo que los discípulos vieron y oyeron. El hombre, en un
constante amén, debe aceptar la presencia de Dios en ella para encontrar su salvación.

Es el mismo "amén" con que prorrumpieron los cuatro seres del Apocalipsis "ante el
que está sentado en el trono y ante el Cordero", y "los ancianos se postraron y rindieron
adoración" (Ap 5,13-14), que en primer lugar compete sólo a la Palabra de Dios, pero al
mismo tiempo en ello los bienaventurados del cielo se expresan a sí mismos, pues su
realidad celeste tiene su raíz en la realidad y fuerza de la Palabra que Dios, en Cristo y
en su Iglesia ha entregado al hombre.
OTTO SEMMELROTH, S.T.

También la Iglesia pronuncia este "amén" de la "Liturgia celeste" a la realidad de Dios


en sí misma. La fe de la Iglesia, por la que se afirma a sí misma como cumplimiento de
las promesas del AT, se apoya en la promesa ya cumplida, pero, precisamente porque es
fe, confiesa que este cumplimiento no se ha dado todavía de la manera como el hombre
desea ver, oír, y experimentar lo presente. Dicho de otro modo, es fe en esperanza. No
fe y esperanza yuxtapuestas, sino ésta como forma-de aquélla, porque es la Iglesia de la
fe (no de la visión). Fe y esperanza se implican mutuamente.

El AT y, sobre todo, el NT nos dicen que la historia está dirigida por Dios, y sus
acontecimientos nos hablan del amor de Dios. Sería una caricatura de la Escatología el
considerar la Plenitud de la Iglesia como un "Algo" impersonal- fatal. Creación e
historia son la palabra amorosa en la que Dios se comunica al hombre. Pero esta
manifestación muchas veces queda oscurecida debido a las preocupaciones y cuidados
de la vida cotidiana. Por medio de los profetas Dios buscó abrir los oídos de su pueblo
al verdadero sentido de la historia. Por la misma razón, su lenguaje sonaba extraño y
siguió siendo desoído. Entonces Dios, encarnándose, quiso allegarse al hombre en la
creación y en la historia.

Esta última manifestación, no sólo obra de Dios, sino Dios mismo, es Cristo, el cual
vive en la Iglesia, el éschaton celeste, participación inmediata del mismo Dios, de modo
que puede "ser comido" y "ser visto" ("gustad y ved cuán suave es el Señor", Sal 34,9;
visio, fruitio), está presente en la Iglesia, aunque encubierto bajo signo. El Espíritu
Santo, el don de Dios, que "el Padre del cielo da a aquellos que se lo piden" (Le 11, 13),
es el alma de la Iglesia. Por ello la vida en la Iglesia debe ser consumación del amor a
Dios en el Espíritu. Ello nos lleva a que la Iglesia, debiendo ser signo, no debe
abandonar su organización y estructura visible y palpable para hacerse expresión
sacramental en los creyentes de la entrega amorosa a Dios.

Se confirma lo que atraviesa el NT como una ley fundamental: el amor a Dios se


verifica amando a los hombres. En "el pasado" escatológico de la Iglesia, en Jesucristo
que "tomó nuestras flaquezas y llevó nuestras enfermedades" (Mt 8,17) se cumplió esta
ley. Bajo esta ley está también el presente de la Iglesia. Ésta, en efecto, no es ninguna
sociedad anónima. Consta de hombres que en ella son llevados a la comunidad del
pueblo de Dios. Si nos ofrece y hace visible al Dios del amor, entonces nuestro amor al
prójimo debe hacerse palpable y encontrar su forma concreta en el mismo modo de
expresión, en la Iglesia; forma que, por otra parte, debe corresponder a la comunidad de
hombres que se mueva en el amor, para poder realmente ser comunidad. Tenemos que
amar a Dios en el amor a los hombres con los cuales constituimos el pueblo de Dios.
Todo lo que desde fuera parece como estructura y organización en la manifestación de
la Iglesia, quiere ser, desde dentro, desde su última realidad ideal, la entrega
sacramental a todos de la corriente que fluye en la Iglesia del amor de Dios a los
hombres y del amor de los hombres a Dios en el amor al prójimo.

Si, de hecho, se viviera este amor, la Iglesia aparecería como "el cielo en la tierra". La
experiencia cotidiana nos muestra demasiado bien que esta "Iglesia celeste", hecha
realidad en el amor, es de carácter escatológico, experimentada ciertamente, pero de
modo incipiente; bajo el velo de las deficiencias terrenas, y que se nos aparecerá a
nosotros en la realidad total del "cara a cara", cuando la historia llegue a su fin.
OTTO SEMMELROTH, S.T.

Entonces "el nuevo cielo y la nueva tierra" estarán ante nosotros tan radiantes, que la fe
y la esperanza desaparecerán en el amor. Entonces la Iglesia terrena se abrirá y su
realidad propia, la Iglesia celeste, devendrá eternidad radiante en el vínculo del amor a
Dios, que une a los bienaventurados en la "comunión de los santos".

Tradujo y condensó: ERNESTO SANCLEMENT


J. M R. TILLARD, O.P.

LA IGLESIA EN EL DESIGNIO DE DIOS


L'Église dans le dessein de Dieu, Lava] Théologique et philosophique, 21 (1965) 244-
255.

Se trata, de percibir el enraizamiento del misterio de la Iglesia en la totalidad del


designio divino. Situar a grandes rasgos los puntos de inserción de la eclesiología
actual, como es asumida por el Vaticano II, en la teología de los otros misterios de
nuestra fe, mostrando sobre todo que la Iglesia debe definirse como el punto preciso en
que se enlazan los diversos elementos del hecho cristiano.

La Iglesia, plenitud de la obra divina

Punto de partida importante, situado en el corazón de la teología conciliar, es la unidad


profunda del designio divino.

No hay dos designios, uno creador, echado a perder por el pecado del hombre, y luego
un designio de salvación, cuasi- fracaso del primero. Sólo una visión humana de origen
mítico puede proponer dos tiempos en la obra divina. Cierto que el drama del pecado
está en el corazón del hombre y el misterio de Cristo está existencialmente
condicio nado por este hecho. Es lo que percibió Santo Tomás, cuya cristología es
esencialmente soteriología. Hoy continúa el misterio de iniquidad en un mundo salvado
por la cruz. Sentimos con San Pablo un áspero combate, cuyo desenlace puede hacer
fracasar el pla n benevolente de Dios: permanecemos libres bajo la gracia, y el pecado se
sitúa en el punto de encuentro de esa gracia y esa libertad. Pero, a despecho del pecado,
continúa sin cesar el misterio de la creación, asociada incluso desde dentro al misterio
de Jesús, proclamado Señor sobre toda la obra del Padre. La creación entera, rescatada
desde el primer momento de la Pascua, ha sido glorificada en la Resurrección. En el
pensamiento del Padre creador estaba ya presente el drama de la falta y previsto un más
allá de la caída del hombre. Un único acto de amor divino, que quiere a la vez colmar al
hombre de su plenitud sin violentar su libertad, produce los dos efectos de creación y
redención. Puede hablarse de un eterno desgarramiento del amor de Dios hacia el
hombre, cuyo sacramento será la cruz del Hijo. La Iglesia parusíaca será la reducción
de tal tensión, por la perfecta ósmosis entre la creación y la gloria pascual. Será la
realización del plan eterno del Padre de proyectar fuera de Dios la experiencia de paz,
gozo y mística contemplación que constituye la felicidad divina.

La Iglesia asome y plenifica la creación

La Iglesia, como Cristo, tiene un doble origen. Es don de Dios, descrito por el
Apocalipsis como ciudad que baja del cielo para gozo de los hombres. Pero es también
un alumbramiento que el mundo ofrece a Dios como respuesta a su generosidad
primera, un poco como la humanidad de Cristo fue respuesta de alianza ofrecida por
Israel a Yahvé, que no habla dejado de amarle.

Hay que remontarse al hecho fundamental de que todo hombre ha sido creado para
encontrar un día la comunión de vida con el Padre. Desde el primer momento, el
hombre está destinado a entrar en la intimidad de Dios, cualquiera que haya sido la
naturaleza de la gracia adámica. Eso es lo que da al pecado su gravedad de rechazo
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consciente de la amistad del Padre. En su espontaneidad natural, el corazón y el espíritu


del hombre están hechos para abrirse a la acogida de Dios. Hemos aprendido en Cristo
hasta dónde puede llegar esta comunión. Puede ser que la intimidad después de la falta
sea más profunda que la que hubiera reinado sin el pecado. Juan nos impulsa en este
sentido con su teología del agápê, que él concibe como fuente de perdón e iniciativa de
rescate, y como tal desbordamiento, que el pecado hace abundar el amor.

Ahora bien, la Iglesia se define en su profundidad última por esta comunión de vida. No
es sólo ni primordialmente pueblo congregado por la proclamación de la palabra de
Dios y alimentado por la Eucaristía. Es esencialment e la realidad misteriosa resultante
del hecho de que unos hombres llevan en si, de forma invisible y conocida sólo por
Dios, una participación especial de la vida divina, de que otros están en marcha
positivamente hacia ella, y, en fin, de que todo lo humano está trabajado desde dentro
por una llamada de Dios inscrita en su realidad de hombre, que intenta conducirle más
allá de la actual situación marcada por el pecado. Realidad invisible, pues muchos de
sus beneficiarios ignoran no sólo su presencia en ellos, sino incluso su existencia,
puesto que no conocen a Jesucristo, único revelador del Padre. La fidelidad consciente
del hombre a las exigencias de su propia naturaleza dicen siempre apertura a la
comunión de vida. Allí donde hay comunión, hay Iglesia-misterio. Ésta se extiende
tanto como el designio de Dios sobre el hombre, al menos en estado de tensión o de
empujes vitales que a menudo echa a perder el pecado antes de haber dado todo su
fruto. En su estatuto plenario y definitivo, la Iglesia no coincidirá con toda la
humanidad. Habrá un margen de fracaso, que desconocemos, una porción de hombres
alejados para siempre de la comunión con Dios. Pero en la etapa peregrinante, la Iglesia
se extiende por todas partes, al menos en el sentido de que ningún corazón de hombre
está lo bastante endurecido y corrompido para no dejarse atravesar por un impulso de
bien, por débil que sea. Éste, aun cuando no venga más que de la naturaleza, es ya un
reflejo de la profundidad de la comunión, una llamada hacia una plenitud.

Pero este hombre, en vocación de comunión o en acto de Iglesia, es el rey de la


creación, creado a imagen y semejanza de Dios precisamente en cuanto portador de una
vocación de señorío sobre el universo. Tal realeza responde a una función auténtica. El
hombre ya no es simplemente para nosotros, como para los Padres y la Edad Media, el
microcosmos situado en los confines de la materia y el espíritu, unificador de los
diversos niveles naturales. Nos aparece más y más como el que tiene poder de dominar
y utilizar en su provecho los elementos del universo. La relación del hombre con el
universo, de estática ha pasado a dinámica. El hombre se siente dios de este mundo.

Pero lo es en nombre de Dios. La realeza del hombre, imagen de Dios, es de humilde


servicio, puesto que ha recibido la misión de llevar a término la evolución de la obra
brotada del proyecto de amor del Padre. El hombre tiene por vocación transformar el
mundo en el material a través del cual se construye poco a poco la plenitud de la caridad
que debe abrirse a lo que llamamos Iglesia escatológica. Pues la evolución del universo
no es sólo de orden ontológico o en la línea del progreso cultural y técnico, sino también
del orden de la actualización y expansión universal del misterio de la caridad. El
progreso humano, todos los descubrimientos de la ciencia, deben permitir normalmente
a todo hombre percibir mejor ya en esta tierra el hecho fundamental resumido en la
frase de San Juan: Dios es amor, y un amor que se da al hombre. Por ahí va la misión
universal confiada por Cristo a sus discípulos. Tal es el sentido verdadero de la
catolicidad cualitativa de la Iglesia. El hombre debe hacer germinar y luego desplegar la
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carga de amor que Dios ha sembrado en la creación. No puede hacerlo solo, pero sí en
la comunión con Dios, y, por tanto, en su pertenencia a la Iglesia- misterio.

Por otra parte, el universo necesita redención, pues el hombre, su rey, introduce en él el
desorden y lo utiliza como instrumento en favor de su egoísmo y odio hacia sus
hermanos (cfr. Rom 8, 1922; Apoc 21, 1-0). Como una madre, la creación actual debe
producir la creación de los tiempos escatológicos a través de un misterio de muerte. El
hombre debe ser el principio activo de esta generación, en sus dos tiempos inseparables
de muerte al pecado e inmersión en la gloria divina. Debe juntamente rescatar el
dinamismo de la historia, que el pecado curva hacia el egoísmo y la cerrazón, y
arrastrarlo hacia un misterioso más allá, cuyo secreto conoce el Padre. Es lo que
consumó el hombre-Jesús en su cruz y resurrección. Porque la pascua tiene una
dimensión cósmica y, llevando a cabo la salvación del hombre, rey de la creación, salva
por el mismo hecho a ésta. Desde la mañana de pentecostés la Iglesia de Dios tiene la
misión y gracia de proseguir la obra de la pascua, preparando la gloriosa y definitiva
venida del Hijo del Hombre, el advenimiento de Dios todo en todos (1 Co 15, 28). Así
pues, en su dinamismo la Iglesia se desposa con el dinamismo del designio divino. Esto
da idea de su vocación de esposa de Dios.

La antropología contemporánea nos llevaría a la misma conclusión. El hombre no se


define exclusivamente por su cuerpo, su alma, su autor y su fin, según el esquema
griego de las cuatro causas. Es existencialmente impensable sin el nudo de relaciones a
las realidades que le rodean y condicionan. Cuando por el bautismo entra en la
comunión divina, entra en ella existencialmente y no abstractamente, arrastrando con él
todas esas relaciones que le enraizan en el universo. La iglesia asume esa relación del
hombre con el universo. Su catolicidad no es sólo numérica, geográfica, histórica.
Comprende globalmente a todo el hombre, también en las relaciones cósmicas que le
determinan, Como la glorificación del alma requiere necesariamente la de la carne, en
nombre de la totalidad del misterio humano, lo mismo ambas reclaman una
glorificación misteriosa del medio que presta al hombre su concreto rostro real. Incluso
ahí, creación y salvación nos aparecen unificadas desde dentro en el misterio de la
Iglesia. No cabe, pues, dudar de que la Iglesia no sea tan amplia como todo el designio
divino.

La Iglesia lleva en si, como a su Cabeza, a Cristo, Hijo Unigénito del Padre.

Esta es la explicación última de todo este misterio: por tener la Iglesia como Cabeza a
Cristo, Hijo Unigénito del Padre, viene a confluir en ella la obra eterna de Dios con su
obra temporal. Punto esencial, poco atendido por la eclesiología moderna. Va a
mostrarnos que la Ecclesia tou Theou es la plenitud absoluta y radical de la acción
divina, el punto preciso de todo el dinamismo del amor del Padre. La prioridad de Cristo
en el orden de la vida nueva está inseparablemente unida a que Jesús, en la vida
trinitaria, es el Hijo único y eterno del Padre. Hay correspondencia entre la vida ad intra
de Dios y su acción ad extra. Queriendo hacernos hijos adoptivos, en comunión con su
vida íntima, el Padre realiza ese designio en y por Aquel que es eternamente el Hijo
unigénito. Nos hace, dicen los Padres, filii in Filio.

Decir que el Hijo único es enviado por el Padre e instituido por Él cabeza de la iglesia,
para el don de una vida filial animada por el Espíritu Santo, es afirmar que Dios no sólo
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hace que su. propia vida eterna roce a la Iglesia, como la causa eficiente toca a su
efecto, sino que la hace pasar a la Iglesia. En adelante, Dios vive en la Iglesia su
misterio trinitario.

El acto eterno de generación del Hijo se cumple en la Cabeza de la Iglesia, y la eterna


espiración del Espíritu Santo pasa por esta Cabeza, para difundirse en lo s miembros
animados por el Espíritu. El Hijo en quien el Padre se complace, reflejo de su gloria,
efigie de su sustancia, pertenece a la Iglesia desde la pascua, como la cabeza pertenece
al cuerpo. Aun trascendiendo su cuerpo eclesial, ha querido darse a los hombres.

En el plano de la acción divina encontramos la misma unión. Todo ha sido creado por
Cristo antes de ser rescatado por El, nos dicen Pablo, Juan, la carta a los Hebreos. En el
mismo sentido se mueve la filosofía agustino-tomista: processio personarum, quae
perfecta est, est ratio et causa processionis creaturarum (cfr. In I Sent., dist 10, q 1, a 1,
c, ad 3 ; etc).

Esto da idea del señorío de Jesús, punto de encuentro de Aquel por quien el mundo ha
sido eternamente concebido y luego realizado, y de Aquel que debe conducirlo a su
perfección.

Mostrando el lugar del Espíritu en la vida trinitaria en relación con su papel en la


animación interior de la Iglesia, llegaríamos a la misma evidencia. Pero aquí no podría
iluminarnos la teología occidental y medieval del Espíritu-amor. Ahí reside una de las
razones de la debilidad de la eclesiología latina respecto a la dimensión pneumatológica
del pueblo de Dios. Baste decir que el Espíritu es en la Iglesia el soplo vital que Cristo
no cesa de dar, don eterno que el Padre hace al Hijo y Éste le devuelve en retorno. La
corriente de vida que atraviesa la Iglesia es el don místico del Padre y del Hijo.

Conclusión: la " Ecclesia tou Theou", plenificación y plenitud del designio del
Padre.

No hay oposición entre la concepción jurídica de la Iglesia como organización social y


la teológica, que la ve como realización plena del proyecto divino sobre el mundo. La
Iglesia-misterio trasciende la institución. Pero precisamente porque la Iglesia debe
abrazar cuantitativa y cualitativamente la obra de Dios, las estructuras calculadas por la
pedagogía divina sobre las exigencias de la naturaleza humana pertenecen también a la
totalidad de la Iglesia de Dios.

La sociedad eclesial, jerarquizada y visible, centrada en torno a la Palabra y Eucaristía,


tiene una función esencial de Sacramento, en el sentido patrístico del término. Anuncia
y siembra por medio de sus actos jerárquicos y el compromiso apostólico de sus
miembros la Iglesia- misterio. Recibe esta semilla de Cristo. El crecimiento lo da el
poder de Dios. El brote lanza sus raíces hasta bien lejos de sus fronteras. El destino final
depende de múltiples influencias, muchas de las cuales le son extrañas.

En este tiempo de la Historia de Salvación, la Iglesia es compleción del designio divino


hasta la aparición de la plenitud del Mysterion. Nada escapa en ella a este destino.
Alianza de Dios y del hombre pecador para que se cumpla el "secreto eterno" del Padre,
he ahí la Iglesia de Dios.
Tradujo y extractó: JAVIER BASELGA

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