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LA MUERTE: ENCRUCIJADA DE SUEÑOS.

Autor: Anselmo Pulido.

Morirse es tan fortuito que puede ocurrir en cualquier instante. Es un sueño dorado de
amor, galantería de la casa, cortesía del nacer. La última carcajada si aprendiste a
reír. Una calamidad de la lepra que acumulaste en toda la vida. Sufrir es
consecuencia de no haber aprendido a soñar en el sueño de la vida. Es como una
calamidad a cuatro tiempos: enfermedad, vejez, paso lento y sentidos cansados. Y
todo en el vértigo del olvido de la muerte. Y todo por preferir caminar cojos y
mermados de vida. Somos el pez en el sartén y no nos hemos dado cuenta. Listos
para ser manjar de los dioses. Sí la vida pudiera ser una pura risa nos olvidaríamos
de la muerte que nada más ocurre como cuando de repente llueve y llueve y qué
bueno que llueva. Es como el aliento y el desaliento, todo junto, todo en uno, que
ocurre espontáneamente. Se detiene, para siempre, y adiós ventanas de los sentidos
que dejaban entrar el mundo. Es la voz que se agota. El último hilo de voz antes del
silencio que libera. Morir a tientas es una desgracia, una flor camuflada en el espacio,
en los orificios del cuerpo que respiran vida. Por eso la muerte es una total
obliteración.
La muerte ocurre siempre en la indigestión de no haber vivido. La vida entonces se
pudre en la muerte. Sería bueno que todo acabara en un calambre del alma y de los
sentidos pero no acaba, nada termina... si acaso el cuerpo y esas cosas que
acompañan al cuerpo, los circunvecinos o circunloquios que nos atan y que no dejan
respirar a gusto, a nuestras anchas, que nos impiden aceptar el destino de todo lo
que acontece, que nos impide dejarnos ir nada más dejarnos ir por el río de la vida y
la muerte en un fluir de alegría.
La muerte siempre llega en el preámbulo de la vida: Cuanto menos sentido le hemos
dado a la vida, tanto más corta nos parece. Y sí la hemos dotado de sentido más nos
apremia el final para terminar aquello que la dota de significado, la insatisfacción en la
vida permanece, no se quiere consumir el último aliento. En uno y en otro caso el
vacío infinito siempre está presente.

El rostro de la muerte
siempre está presente
en las peripecias de la vida.
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El rayo que fulmina


siempre está presente,
no sabemos cuando
ha de caer sobre nuestra cabeza.
Y quiérase que no se quiera
así hemos de vivir, muriendo.

somos
gota en el tiempo
que se evapora
con el sol de la vida
arropada en el silencio
de la intimidad
que camina ensimismada
por la línea que pende
del propio, único, intransferible
tiempo y espacio
Y no podemos ser
más solidarios
que el ansia
que se consume
de cenizas.

No puedo hablar de la muerte, hablo en torno a la muerte, ¡qué remedio! La muerte


es un colapso de los sentidos, de la mente, del cuerpo, de todo. Y luego, ¿qué?
La vida es un derecho, es algo que se gana, y la muerte igual. La calidad de la vida
determina la muerte. Tenemos derecho a la muerte cuando la vida es un colapso, una
ruina sin sentido. Porque el sentido de la vida existe. Como todo lo demás que
concierne a la vida, es una experiencia, que más allá de saberlo, se siente. De algún
modo “se sabe” si nuestra vida tiene sentido o no lo tiene. El sentido es la fe y el
esfuerzo puestos en algo de la vida que concierna de manera íntima a nuestra alma.
Una praxis, un hacer del espíritu. Algo que impulsa el deseo, la acción manifiesta de
lo que se hace, diferenciando entre aquello que procede de nosotros mismos; o bien,
la actividad impuesta. En el primer caso el interés para la acción procede de mí
mismo; y en el otro caso, mi interés puede o no coincidir con la tarea impuesta.

Cada noche somos puestos a prueba en los umbrales del tiempo cuando el cuerpo se
entrega al reposo y al sueño. De pronto estamos atrapados en la inconsciencia del
dormir que se ha comparado a la muerte; y el sueño se ha equiparado a una locura
corta, sostiene Schopenhauer, es decir, a una muerte en vida, pues el loco está fuera
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de los parámetros del tiempo y del espacio, viviendo de piel adentro en su


interioridad, sin referencia a nadie ni a nada más. Es un muerto vivo ante el mundo y
ante los demás. Absorto en su aislamiento.
Cada que dormimos entramos a la muerte, la única diferencia es que tenemos fe de
que es una muerte transitoria, que si no despertamos será una muerte definitiva.
Ignoramos que nos vamos a morir y por lo tanto no está presente la angustia ante la
muerte.
La muerte es vaciarse de todo. Y tal vez el dormir no sea tan semejante a la muerte
porque el dormir está habitado por los sueños, porque el cuerpo aun en la
inconsciencia del dormir, sigue funcionando. Sin embargo, el dormir sigue siendo un
buen paradigma de la muerte.

El cuerpo es para la muerte y el alma es para la vida. Pero alma y cuerpo están
indisolublemente unidos. En el cuerpo se tocan lo finito y lo infinito. Es el campo de
batalla entre lo mortal y lo inmortal, o cuando menos, a la aspiración – siempre
presente – de inmortalidad. La muerte habla de finitud, decadencia y acabamiento.
Desaparición de la forma física para siempre. El alma tiende a creerse inmortal.
Inconciliable tesis y antítesis de la vida y la muerte.

Habitamos en el infinito misterio del espacio y del tiempo, sustancia de nuestro ser en
el mundo. La vida crece y se desarrolla en la ilusión de infinito, de eternidad. Es la
naturaleza del “sueño de la vida y la muerte”. Sabemos que somos mortales y finitos
por más que lo neguemos, pero jamás podremos saber que somos infinitos y eternos.
Tal ilusión alimenta y crea vida: la vida se está haciendo en la ilusión de eternidad, de
inmortalidad. Si se pudiese mirar la muerte de frente, estaríamos plantados ante el
terror infinito de la nada. El cuerpo mortal vive protegido por la inconsciencia de la
muerte y la ilusión de inmortalidad.
No hay inmortalidad posible a no ser en la ilusión, en la fantasía que no tiene limites,
y que puede crear artificios de consuelo ante la muerte.
Crecemos en ese sueño que nos va dando la vida que se despliega en el tiempo. El
reloj de nuestras células marca el compás que ha de acabar en la tumba. Después de
eso, en nuestras obras, en nuestro quehacer por el paso de la vida, queda nuestro
sueño, nuestra ilusión de eternidad. Crece el tiempo, y se va agotando la decadencia
paulatina del cuerpo. Este huele la tierra cada vez con más fuerza, huele la materia
de origen a donde volverá. Es de suponer que la materia tiene una preeminencia
primaria sobre el espíritu, que la materia es el gusano de la manzana de la vida.
La sublime unión y metamorfosis se plasma en la vida del tiempo que pasa, es una
manifestación del misterio dual que nos consume. La vida es una continua recreación
de la muerte. En cada nuevo palpitar de la vida está el aliento frío de la muerte.
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El cuerpo, la materia, son el recinto divino del tiempo que habita la vida y se va
consumiendo. El espacio informa al cuerpo que se desplaza y camina por ese mismo
espacio que se va consumiendo al paso de los segundos. El tiempo nunca es
suficiente para vivir una vida porque aspiramos a la eternidad. Siempre habrá hambre
de tiempo hasta el último aliento, hasta la conmoción, hasta el lamento del derrumbe
de la conciencia, cuando la preeminencia de la materia agotó, devoró del todo, al
alma, al tiempo que encarnó la materia.

En esta armonía de los contrarios cuerpo/alma habita el vacío – otro nombre para el
hambre de eternidad – siempre la insatisfacción ante la vida, y el terror a la muerte.
Ese es el vacío que habita la dualidad armónica del ser en el mundo. Hasta que ese
vacío se convierte en el silencio absoluto, pues en la muerte no es posible voz
alguna, sonido alguno. La muerte es lo contrario del verbo divino. Alfa y omega de la
existencia. Cuando el vacío se encarna en la conciencia de la muerte, deviene la
angustia. Toda angustia es angustia de muerte. Todo fuego es un imán de infinito.
La esencia está en la controversia entre sentidos y espíritu. Al cuerpo que ancla en la
tierra se opone al vuelo del amor.

La angustia es el desamparo total que amenaza disolver aquel que somos: sangre,
espíritu, materia. Pero el silencio calcina en el desamparo del amor. No puede existir
desamparo sin amor. Ambos se sostienen en el precario equilibrio de la angustia que
subyace.
La angustia une y separa. Todo depende hacía donde se dirija el miedo. Siempre
anuda en la carne. Sin angustia no hay movimiento de vida aunque toda angustia es
angustia de muerte. No puede ser de otro modo. La angustia es la flecha que apunta
hacía la vida y yace entre el claroscuro de la conciencia. Y ahí, donde nada habla,
Dios puso la angustia.
La angustia es el inicio de la divinidad en cada hombre. La divinidad implica la
angustia y la conciencia de la misma. La angustia nos eleva del cuerpo a la
conciencia. La angustia es el punto intermedio entre el animal y el hombre; entre lo
que hay de animal y de espiritual en el hombre. La angustia no puede existir en la
ignorancia de la muerte. La angustia es la luz que ilumina la conciencia, el punto de
origen de la misma. La bestia se angustió y devino hombre con un destino de muerte.
El hombre necesita el sonido del silencio de la angustia, necesita oír continuamente el
sonido de sus pasos para recrearse en la realidad.

Lo contrario a la muerte es el impulso vital: aquello que da un sentido a la vida, que la


hace valiosa, y como tal, se opone a la muerte. O lo que nos hace olvidarla y nos
sume en la rutina sin sentido trascendente, que permite al gusano de la muerte se
pose en el corazón.
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La angustia apremia al tiempo que pasa y que se va y se lleva la vida, se lleva el


sentido o el sinsentido que ésta tenga. A mayor sinsentido más vacío, más cercanía
con la inconsciencia animal, menos capacidad de vida.
Mientras más se acepta la angustia, la conciencia de la muerte; mientras más se
acepta el sentido íntimo del ser para la muerte; mientras más nos aceptemos
mortales, y mientras más se desgarre el alma en ese ser genuino para la muerte,
entonces más humanos seremos. Ser genuino para la muerte es estar vivo. La
angustia es el preámbulo de todo conocimiento.

El niño va despertando al mundo en la medida en que asimila la angustia, que por


igual puede desplegar sus alas hacía la libertad o a la parálisis, al raquitismo
espiritual. La angustia es el primer motor de la existencia: Apresa el alma desde los
primeros pasos en la vida, restringe los sentidos y la percepción, para hacer posible o
compatible la vida ante el mundo y la realidad social. Ya no es tan sólo la mutilación
que la familia y la sociedad van imprimiendo en el yo -en el alma-, sino también esa
restricción propia del destino humano. Pues la angustia es inherente al ser humano, a
su existencia, y a las restricciones vitales secundarias al desarrollo humano.
El hombre se va derrumbando en su ser y se va construyendo por la angustia, hasta
llegar a un arreglo existencial que le permita vivir, incursionar en sus relaciones
consigo mismo, con los demás y con el mundo, sin derrumbarse en la locura; eso
significa aceptarse como un ser para la muerte. ¿Qué haríamos sin el narcisismo que
nos engaña y nos ciega ante la futilidad de todo quehacer humano, de la congoja y de
la conciencia de la muerte? Sin el narcisismo lo único que nos quedaría sería morir de
terror. Por el narcisismo podemos negar nuestra muerte. El yo se siente invulnerable,
con persistencia en él mismo. El narcisismo lleva el sello de la inconsciencia de la
propia vulnerabilidad. En cuanto a la muerte es un piadoso engaño que nos permite
vivir pues atenúa la angustia; nos cubre con el engaño de la invulnerabilidad.

Así, el absurdo es un sentimiento de insignificancia, de vacío y sinsentido en el


cosmos. La sensación de ser un grano de arena en el universo, mientras la angustia
oprime todo el cuerpo.
La tarea cotidiana de vivir es una carga de angustia. La sociedad y el individuo
buscan arreglos peculiares que ayudan a sobrellevar la angustia, que proporcionen la
ilusión de ser alguien valioso, tiene un sentido trascendente lo que se hace. Pero es
en este punto en el cual la búsqueda trascendental ha de adecuarse a una tarea
personal genuina. Nadie se libra del absurdo pues ante la inevitable posibilidad de la
muerte todo aparece al alma como fútil. La diferencia de grado está dada por lo
auténtico e inauténtico de nosotros mismos y la labor que realizamos, sí tiene o no
tiene un sentido para nosotros, sí es como mera sobrevivencia que nos pone como
marionetas ante el destino, o como algo sustantivo, que nos permite sobrellevar ese
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destino inevitable del absurdo. Lo único que cambia es la percepción de que


hacemos algo útil, que podemos legar algo de nosotros mismos a los otros, de
entregarnos nosotros mismos al mundo o somos títeres del destino, conformes con la
sociedad, con el alma devastada ante el sinsentido.

La muerte partícipe de cada célula, es lo que nos enfrenta al vacío, al absurdo, al


sinsentido de la existencia. Y sólo una piadosa mentira la hace posible, sin
derrumbarnos en la locura: la ficción de la inmortalidad, la inconsciencia de la propia
muerte. La imposibilidad de conocer la muerte.

La muerte es el punto crucial del misterio; igual que la vida, pero en ésta tenemos el
antecedente biológico que nos encarnará en el mundo. Cuando menos conocemos
algo del mundo animal, con el cual compartimos lo corporal transitorio. El problema es
la explicación y justificación transitoria de la existencia que forma el núcleo del ser
humano. Antes que nada, el ser humano es un ente que pregunta. Logre o no obtener
respuestas de su paso por la vida, es otra cuestión. La curiosidad y el asombro están
en la raíz de la existencia. Ante la muerte hay preguntas pero no hay respuestas. La
vida y la muerte coinciden en el misterio y por consiguiente en el silencio.

El tiempo que acumulamos en la carne siempre parece insignificante ante la


inminencia de la muerte. Nunca es suficiente porque la vida, en mayor o menor grado,
está habitada por el vacío, por la falta de un sentido pleno que la justifique. El sentido
de la vida se curva en el tiempo que se consume. Ninguna obra puede justificar la
eternidad a la cual inconscientemente se aspira, tan sólo puede ser el reflejo de la
ilusión de eternidad, ya que al fin toda obra humana perdura en el mundo humano de
la cultura. En la mayoría de los casos las obras perduran por un corto tiempo, de
otras decimos que son ”inmortales” por su persistencia en el tiempo histórico, reflejo
transitorio de la eternidad. La eternidad escapa al mundo de los hombres.

Si el ser humano es inevitablemente un ser para la muerte, es por tanto un ser


absurdo. O cuando menos el absurdo es parte sustancial de la vida, algo con lo cual
se tiene que cargar inevitablemente. La finitud niega sentido a toda obra humana.
La vida lleva en sí misma el germen del absurdo.
Las religiones particulares devenidas en neurosis, o las neurosis universales que se
crean como un paliativo del absurdo, son un consuelo. Dios es la imagen de nuestra
aspiración de infinito. Lo más insoportable sería desnudarse de infinito y sumergirse
en el absurdo. El terror ante el rostro desnudo de la vida. Preferible aceptar las
piadosas mentiras de las religiones.
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El error de todas las religiones que proponen mundos alternos al mundo que vivimos,
a la existencia que transpiramos, de cielo e infierno, como recompensa y castigo de
acuerdo a una valoración moral de la conducta, consiste en que nuestro mundo no es
un modelo adecuado; en que se plantea una continuidad semejante a lo que
conocemos de este mundo, y que en realidad, desconocemos. Hay quienes
sencillamente niegan que exista otra vida fuera de las dimensiones del tiempo y del
espacio que conocemos a través nuestros sentidos, aceptan la nada en su sentido
literal. Para ellos, después de esta vida no existe nada. Todo se acabó. Lo único que
subsiste es un puñado de cenizas. Pero si hay alguna forma de existencia alterna,
continuidad de la vida que conocemos, de ninguna manera tiene que ser semejante,
en todo caso sería alegoría de lo conocido. Tal vez después de la existencia material,
sólo podamos ser una infinitesimal partícula de la conciencia cósmica, omnipresente y
abstracta, que en cierto sentido es una asimilación a la nada, y no es necesario que
exista el castigo y el perdón por la conducta desplegada durante nuestro trayecto por
la existencia. En todo caso la ética, la moral y los valores socialmente aceptados son
algo que el ser humano ha creado. En un sentido práctico, todo lo que somos y
conocemos termina con la muerte.

Dios es inevitable, o alguna otra forma de trascendencia. Dios encarna la ilusión de


eternidad y misterio, es lo inexplicable; sin embargo, se le ha dotado de los atributos
humanos más elevados, que dan sustento y fundamento a la vida humana más allá
del miedo esencial a la desvalidez, soledad y terror a la muerte. Dios es la ficción más
grandiosa del ser humano, necesaria como fundamento de la vida. Es la gran ficción
que el hombre opone a la muerte. Dios es vida. Encarna el sentido que el hombre
puede dar a su vida. Pero no debería ser engaño piadoso, y como tal transformarse
en algo opuesto a la vida. Dios es la prueba de la eternidad de la cual el hombre
participa por el espíritu que perdura para siempre en la materia consciente de sí
misma. De ahí la dualidad de ser uno mismo, y ser ante el misterio, ya que se
participa en él por el espíritu consciente de sí mismo en la materia: La tragedia es el
cuerpo que participa de la finitud.
Lo que llamamos propiamente vida, no se acaba con el cuerpo. Es lo intangible que
acompañó al cuerpo durante su tránsito por el mundo. El cuerpo tan sólo es un
peregrino de tiempo limitado, que con la muerte vuelve a su origen material. La
conciencia, el alma, pertenecen al ámbito del infinito, de la eternidad y el misterio. Así
como no sabemos nada de la muerte tampoco sabemos nada del alma o de su
destino.

El camino hacia la muerte es irreversible. Ni un milímetro puede ocurrir en sentido


contrario. Paso a paso, segundo a segundo, caminamos inexorablemente, sin
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remedio, hacía la muerte; lo opuesto es imposible. Sería la posibilidad de revertir la


flecha del tiempo en sentido contrario, lo cual no puede ser.

La conciencia de la finitud es una herida abierta en la carne. Todo afán del hombre
consiste en dar un sentido a la vida en medio del absurdo. Es el contenido íntimo de
toda existencia. Todo esfuerzo mueve la vida en contra de la muerte. El fin de la
búsqueda significa la muerte en vida: es renunciar a la ilusión de dar un sentido a la
vida, que es lo más a lo que podemos aspirar. Puede ser un sentido auténtico,
humano, basado en valores humanos; o bien, puede ser un sentido ilusorio,
inauténtico, sin sustancia.

Todo sentido de la vida se diluye en nada ante el sinsentido de la muerte. El sentido


de la vida se tensa ante esa contradicción: ¿cómo enfrentar un sentido de la propia
vida cuando ya de antemano ha sido despojada de sentido ante el vacío eterno que
vaticina la muerte?
Vivir es aferrarse a un sentido que se opone a la muerte, que la desafía. La muerte
nace con la conciencia. La conciencia se afirma en el espacio y en el tiempo, por
tanto se afianza en la cultura y en la historia. Cada época tiene su forma de vivirse
para la muerte. La forma particular de vivirse para la muerte, aunque asimila las
características culturales, es más universal si consideramos que esencialmente todos
los seres humanos somos iguales.
La sociedad, la cultura, ofrece en sus religiones ciertos paliativos contra el terror a la
muerte. Su valor se basa en esos paliativos que oferta y que ayudan a vivir a sus
miembros, y en la convicción de éstos. Por un lado está el confort que otorga la
sociedad, y por otro, el grado de convicción del individuo. En el último siglo, la
confianza en Dios, y su encarnación en la conciencia como un ser que vencía a la
muerte, que podía ofrecer la resurrección, se ha perdido. Se podría decir que se ha
trasladado a Dios del cielo a la tierra y que su adoración se ha vuelto pedestre en la
representación del dinero y los bienes materiales; en el exterminio, la destrucción por
medio de las guerras que se han vuelto permanentes y en las prácticas sexuales
frenéticas; en la glorificación del sexo: en un culto cotidiano y frecuente. La práctica
de un sexo desposeído de espíritu. La falta de convicción en una divinidad se ha
transformado en un desprecio hacia la vida. En las religiones prevalece la idolización
sobre el sentido de la vida, de la divinidad.
Dios es la fuente del misterio de la vida. Y entre el origen de la vida y la muerte se
cierra el círculo de la obra divina que es el hombre. Uno toma un sentido del otro, y la
tarea del hombre, inevitablemente, ha de ser que prevalezca la vida sobre la muerte
aunque de antemano esté considerada al fracaso aparente pues así como hay
muerte, la vida está continuamente renaciendo y perpetuándose.
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En la muerte está la semilla de la vida. Sólo Dios une ambas en el misterio. Si no se


tiene un sentido íntimo y una praxis de vida, entonces ésta es una derrota ante la
muerte. El sentido íntimo en la vida está dado por la praxis de lo que es valioso para
nosotros y que por lo tanto nos satisface. La vida es perpetua insatisfacción, aflicción
y congoja, y lucha por superarlas.

No sabemos vivir y estamos muriendo a diario en la inconsciencia del vivir. La vida es


como un sueño y la muerte también. No existen reglas mágicas para vivir. Se puede
indicar el sendero pero es imposible caminar en otredad. Uno mismo hace o es su
propio sendero. Jesús indicó una senda con sus enseñanzas, pero la Iglesia -al
institucionalizarlo y dar a sus fieles formulas para vivir y protegerlos-, mató la vida que
había en las enseñanzas de Él, en el ejemplo del cual fue testimonio.
La Iglesia ha usurpado y ejerce el derecho del hombre a ser libre. Valga la
redundancia, lo libera de ser libre convirtiéndose en un guía y amparo de la
desvalidez del hombre. Mutila esa posibilidad de vuelo, de ansia de libertad, por
buscar el propio destino, enfrentándonos a los riesgos de la vida. La libertad
acrecienta las posibilidades de vida. Una vez liberado de las cadenas de la ilusión, de
una vida ultraterrena, de un paraíso en otra vida, el hombre enfrentará con mayor
apertura y riesgo su propia vida; caso contrario, ocurrirá cuando vive sujeto a las
ilusiones que atan su libertad y que lo sumergen en el engaño de las promesas
ultraterrenas.
La vida se encuentra en la propia esencia del vivir. En la tendencia primordial que
enraíza y tiende a desplegarse en la vida, la vida que aspira a la vida, qué incluso
aspira a trascenderla. Sin embargo, el impulso primigenio tiene que integrarse a la
vida de familia y por tanto social; integrarse y conformarse. El impulso vital inicial
tiene que encontrar su forma y canalización en la vida social, y está muy relacionado
a dotes y capacidades individuales que han de expresarse vía la emoción y la pasión.
La inteligencia, la imaginación, la sensibilidad, el amor, el odio, lo racional, lo
irracional, han de encontrar su vía social. Son los motores que mueven al ser
humano. La pasión, la atención, la inteligencia, han de ponerse en lo que se hace.
Los dotes personales para la pintura, escultura, literatura, negocios, ciencias, por lo
general se ajustan a los intereses del individuo cuya tarea es nada más y nada
menos, que desplegar sus poderes, su potencia como ser humano. Es en este punto
donde ocurren las desviaciones, las mutilaciones, las distorsiones, e incluso, el
sepultamiento de la propia alma.

Todo esfuerzo en contra de la muerte consiste en dotar de sentido a la vida, aunque


en lo íntimo, de antemano sabemos que estamos vencidos, pues el vacío, la inutilidad
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de todo esfuerzo siempre están presentes; sin embargo la actividad creativa es lo


único que salva del sinsentido de la vida para la muerte.

El tiempo personal se desvanece poco a poco en su paso hacía la muerte mientras el


aguijón de la duda del sentido o sinsentido de la vida, se prende a nuestra carne. Es
el paradójico destino común que nos consume en vida. Nacimos para vivir pero nos
podemos perder en la congoja de la muerte. El silencio siempre está presente en la
vida que transcurre y pugna, que se va deslizando hacía el silencio absoluto. La vida
y la muerte son dos corrientes que mezclan sus aguas.

La vitalidad consiste en absorber en el espíritu las cosas del mundo y transformarlas.


Darles un sentido peculiar, íntimo. Renovar la realidad. El creador no pierde la
espontaneidad, el goce por la vida que se transforma en él. Para el neurótico la
realidad adquiere formas rígidas e inflexibles. No hay recreación, transformación,
posibles.

El espíritu crece mientras la carne se aniquila en la decadencia. O pueden declinar


juntos. No debería ser, pero así es en muchos casos. El espíritu debería de ser el
augurio de la palabra que vivifica y no tan sólo el recoveco en la carne del silencio
que mata a pausas. En esa eterna lucha entre la carne y el alma que ocurre dentro de
la existencia, debería de prevalecer el alma que vivifica, qué triunfara sobre la
decadencia del cuerpo.
Pobreza de espíritu en la decadencia del cuerpo es lo que más vemos a nuestro
alrededor. La miseria del espíritu que se consume en el pobre cuerpo que se aniquila
despacio, a ritmo pausado. Todo lo que aniquila el cuerpo y lo hace una miseria, no
tendría porque aniquilar o empobrecer el alma como fuente del origen del misterio de
la vida. El misterio debería seguir floreciendo en el alma aun cuando el cuerpo se
esté consumiendo en su decadencia.
La incapacidad de enfrentar la decadencia hace que el hombre se entregue a esa
forma de muerte en vida: la decadencia del espíritu, conjunta a la del cuerpo.
La decadencia del espíritu no tiene porque ir pareja a la del cuerpo; éste siempre ha
estado sujeto a los designios de la carne, del instinto o sus substitutos, y nunca ha
sido de grandes vuelos. Es el recipiente del espíritu que vuela, qué puede doler a
cualquier edad.
La vida que conocemos se reduce a un instante, el instante de la propia muerte. Es
ahí donde florece en toda su significación la vida; en ese instante intransferible, único
y definitivamente personal.
El sentido de la vida y el sentido de la muerte son íntimos e intransferibles. Tienen
que ser y dimanar de la propia experiencia. De otra manera no pueden ser.
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Igual que la muerte, el tiempo nos iguala. Lo único que tenemos sobre todas las
diferencias, es nuestra vida en el tiempo. Ante la muerte y el tiempo todos somos
iguales. Independientemente de todo, el uso de nuestro tiempo es nuestra absoluta
responsabilidad. Y es la cuerda en la que oscilan el sentido de la vida y de la muerte.
Es el mismo tiempo al cual nos aferramos todos, y en cada caso, el tiempo
individualizado. Es una gran responsabilidad, sin duda, la más importante de todas.
En el tiempo estamos frente a nuestro destino. Es cuestión de saberlo o de no
saberlo. Quien lo sabe está en posibilidad de andar su camino en la vida; quien no lo
sabe está perdido, es como si no tuviera un destino en la vida. Es nada menos que la
diferencia en vivir y dar sentido a la vida; o de vivir con un pseudo sentido existencial,
anodino, insignificante; vivir como un ente sin pasiones. Se hizo pues cotidiana la
inercia de la vida, y el tiempo transcurre en la monotonía de esa inercia. No hay
centro de gravedad interno, la vida se convierte en un satélite que gira en torno a los
demás y a las cosas del mundo.

La muerte es la soledad a la enésima potencia. Sabemos cuándo va a llegar la


muerte y como ocurrirá, cuando ésta es dictaminada por la autoridad. Sócrates tuvo
una muerte paulatina que le dio tiempo para reflexionar qué es la muerte. Un espíritu
estoico que se va agotando en su heroísmo, en el magnánimo gesto del
desprendimiento sereno de la vida. Muy pocas veces se encuentra esa grandeza de
alma.
La muerte también es un ajuste de cuentas, más, sí hay tiempo de que nos la cobren
antes y después de morir. Ahí es donde se ve los afectos que hemos despertado en
los demás, positivos o negativos. Aunque ya nada importe, nos pagaran con su
indiferencia y desprecio, o con apego, afecto y sublime deferencia; o cuando menos,
con una sincera lágrima. Hay muertos que estaban solos antes de su muerte, o que
no eran queridos y apreciados y la soledad en la muerte tan sólo es una
consecuencia del antecedente de su vida.
La actitud de los vivos ante la muerte, ante la enfermedad de los otros, también tiene
que ver con la propia estructura psíquica de quien toca ser espectador. En general,
prevalece una actitud mezquina, utilitaria y oportunista. No les interesa la persona
que sufre y muere, sino aquello que rodeaba sus vida, sobre todo el dinero y los
bienes materiales; el status social, pues hasta con el moribundo y con los deudos del
muerto tratarán de hacerse notar, y manifestar un duelo convencional, cuando no, si
tienen derecho, la avaricia y el deseo y la acción para obtener algún beneficio, o
algún bien material o dinero, de quien abandona este mundo. En suma, el individuo
como tal, como persona, como ser humano, poco o nada importa, lo que habla de la
perversión del ser humano.
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Las ceremonias en torno a la muerte tan sólo suelen ser acciones convencionales,
que no expresan el dolor real de la pérdida y menos el afecto por el muerto, pues de
antemano éste no existía. Una doble soledad acompaña a la muerte en estos casos.

Quien muere ya no puede tener. Lo que tenía es motivo – sobre todo – de despojo,
donde frecuentemente se pone en juego la avaricia. Si realmente hay afecto y
solidaridad, éstas, en un sentido práctico y valioso, solamente se podrán expresar en
vida. Después de la muerte todo acto de quien sobrevive a su deudo es absurdo.
Golpes de pecho para calmar la propia conciencia. Un asidero de la nada es la vida
mientras dura. Nos consolida como seres humanos la cercanía de los otros, pero no
son el sostén del yo del otro.
Siempre caminamos hacia la puerta abierta a la nada. Esta soledad ante la muerte, lo
sepamos o no, es inevitable. Sólo queda la resignación ante lo imposible e inevitable.
Imposible sustraerse al inexorable paso por el tiempo; imposible sustraerse a la
muerte. Resignación y rabia, rabia e inaceptación para dar la batalla contra la muerte
hasta el último momento, aunque finalmente seamos derrotados. Luchar hasta el
último momento con el fantasma omnipresente del tiempo que pasa y que finalmente
nos devora.
La muerte pacífica es un escándalo de la conciencia: no hay tiempo para rebelarse.
Es el aguijón que aún enciende la carne. La vida sólo aletea en la conciencia. Con la
muerte se apaga la conciencia en definitiva. E grado de conciencia es el grado en el
cual se está vivo. En la medida que se despliega la acción de la conciencia, estamos
vivos. Es la ceremonia de la vida en la acción. De la vida que está fluyendo hacía la
muerte, pero mientras fluye, es. No puede ser de otra manera. La vida es una flecha
en el tiempo de la muerte. La caducidad que está siendo, es vida. Un regocijo del
cuerpo que se deshace de muerte. En la propia obra transitoria se muestra ese
regocijo. En los sentidos abiertos al tiempo que transcurre en la vida, y en el río de la
conciencia.
¿Cómo detener al corazón en las notas de la belleza que pasa sí todo es un tránsito
hacía el ojo oscuro que todo devora? El instante no se puede fijar, pero algo queda en
la mirada y en el alma, algo queda. Y entonces la memoria se convierte en guardiana
de la vida. Pero es la memoria que palpita en los sentidos. Somos tiempo hecho
instante que queda en nuestro cuerpo y que se llama acumulo de experiencia.
Por el intercambio de la experiencia podemos estar siendo ante el mundo y ante los
demás. Es como un vacío que palpita de sonidos, es la magia de estar vivos. El
sonido del viento que pasa es el ritmo del alma que se prende y aprende de todas las
cosas. Por supuesto que los estereotipos nada tienen que ver con esto pues el
estereotipo tan sólo es vida petrificada.
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Toda muerte es un olvido. Sólo podemos morir nuestra muerte para los demás.
Mientras haya un recuerdo de nosotros, vivimos en ese fragmento de la memoria,
pero ya no somos nosotros, no es posible la autoconciencia. En todo caso es una
imagen, un fragmento de la realidad que encarnamos en el mundo. Si aún la propia
conciencia de la existencia es un sueño al que prestamos vida, ¿qué sustancia de
vida o de verdad, podría prestarse a un sueño de un sueño de la ilusión?. Sin
embargo, fueron los otros los que otorgaron consistencia a nuestro existir en el
mundo. Cuando morimos dejamos de ser el soporte de los recuerdos, de las
imágenes, pensamientos, de los otros, y como inútiles por la falta de soporte, se van
diluyendo en el tiempo. Una idea, un pensamiento, que no se aplica a la realidad que
lo sustenta deja de tener valor.
Desde este punto de vista, la idolatría hacía los muertos es, cuando menos, ridícula.
Un consuelo acaso para los vivos ante el desentrañable misterio de la muerte, un
afán de exorcizar a la muerte. Quedamos atrapados en las misteriosas redes del
recuerdo, del tiempo en que ocurren esos recuerdos. Es también un exorcismo ante
la nada que es una inmensa noche en la que todo se pierde. La nada no es la muerte
pero ahí está. Pareciera que la muerte es absorbida, devorada por la nada. La muerte
como la vida es algo abstracto. No existen para los demás ni para el mismo sujeto, si
no que son encarnadas. Son en el cuerpo o no son. De manera más correcta, son en
el cuerpo con conciencia de sí mismo o no son, o acaso ¿puede ser que existan fuera
de la conciencia? Así, serían instancias ajenas a nuestra conciencia y por lo tanto,
ajenas a nuestra vida.

Vivo en el espejo
deshabitado de la muerte
que sólo refleja
el recuerdo de mi rostro
donde la materia dúctil
del recuerdo se volatiza.
Todo el frío de mi vida
sopla hacía el ojo del
azogue
que se sumerge en la
eternidad
y gravito
en su órbita.
Su reflejo me devuelve
la figura
que habita el espacio
sin sustancia:
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eco de la tumba
de mi imagen,
donde la realidad
juega a la muerte.

La muerte es la huella
de un infinito silencio
que habitó el cuerpo.
Un puro graznar de cuervo.
La huella de los sueños
en el vientre del olvido
Un maullar de gatos
que se mete en el alma.
La pena sin tregua
del olvido.
La pálida agonía de un suspiro
El capitulo sin nombre
que cierra la noche.
El suspiro definitivo
que se desprende
sin alcanzar la palabra.
Más allá del instante
el vuelo a la eternidad
sin recuerdos
donde ya ni la soledad es posible.

Aceptar la muerte significa resignarse a la nada. Aceptar finalmente que nada de lo


que hicimos en la vida tiene sentido ni trascendencia. Que todo se vuelca en el humo
de la nada. Y no queremos dejar lo que tenemos, aquellas cosas en la cuales está
invertido nuestro esfuerzo. No queremos dejar el mundo, sus maravillas y su belleza.
Y lo más definitivo, no queremos dejar el cuerpo, no queremos perder la conciencia
que en todo momento es testigo de que estamos vivos. El último momento ha de ser
una revolución de todos los sentidos a los cuales se les niega su función de
mantenernos asidos al mundo externo. Toda merma de los sentidos es una merma de
vida, un anticipo o preámbulo de la muerte.
En los sentidos y en las funciones mentales anida el deseo que se aferra a la vida. La
vida es un deseo de eternidad. En el momento final partimos de este mundo
aferrados al deseo. El deseo confiere a la vida su destino. Somos lo que deseamos y
amamos. El vacío de los sentidos, el vacío del deseo es la otra cara del amor. El
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amor que no desea nada se pierde en la armonía del universo. Por un lado el amor
terrenal cuya sustancia es el apego, y por otro lado, el amor sin apego, libre, eterno,
inmortal. La muerte concluye en ambos senderos. Finalmente no podemos entender
los fenómenos de la muerte sino es desde la vida. En este caso desde el deseo y el
amor. Lo que nos une a la vida, da su sello característico a la separación. No queda
más que morir con un rictus de desesperación y apego, o con una sonrisa y
desapego, para caminar por la eternidad del cosmos.

Vivir es ignorar la muerte; igual, vivir es tenerla siempre presente. Vivir ignorando la
muerte nos conduce a una suerte de insustancial vida. Pues parece que lo que da
sentido a la vida es tener siempre presente a la muerte. Lo que proporciona la
angustia en la vida. En ese sentido, vivir es estar agonizando de vida, pues nos
impulsa a buscar un sentido.
Lo que otorga su grandeza a la muerte es su falta de sentido, el ser del todo
incomprensible, pues sólo hay conjeturas de la muerte y ninguna certeza, y qué
bueno que así sea porque de ese modo el misterio y la angustia siempre están
presentes en el acontecer cotidiano. En contraste, a la absoluta ignorancia de la
muerte, la vida nos impulsa – gracias a la muerte – a darle un sentido aunque sea
imaginario pues cuando ya no estemos más en este mundo, es como si nunca
hubiésemos estado. La muerte se renueva en vida en cada día que renacemos, que
despertamos a la gracia del mundo.
Es el espíritu que muere en la conciencia que se extingue, tal vez no para siempre. El
cuerpo tan sólo se acaba.
Es tan intangible la muerte que tal vez ni se sienta. La sustancia del ser son las
formas en el espacio mientras duran en el tiempo, mejor dicho, mientras cambian de
apariencia. Lo que llamamos vida es lo que sustenta las formas en el espacio. La vida
humana es una forma peculiar de la vida animal, debido a la conciencia reflexiva. Las
otras formas de vida guardan una cierta indiferencia al proceso de existir. Pero toda
forma está sujeta a la ley inexorable de acabarse como tal, y transformarse; el
misterio está en la transformación de la materia en lo insustancial. La materia nos
unifica, la conciencia nos singulariza. A no ser por la conciencia todo el devenir del
universo se perdería en la indiferencia inconsciente. Sería indiferente a sí misma. ¿El
cosmos participa de algún modo en la conciencia de las formas de vida en el tiempo y
en el espacio? Si contesto afirmativamente ello supone una organización o existencia
– aún en otra dimensión incognoscible,- de una conciencia cósmica que participa de
la conciencia individual del ser humano. Si contesto negativamente, esto querría decir
que la conciencia es intrínseca a la materia pero no participa de una conciencia
cósmica, que tan sólo se origina y se extingue en cada ser humano. Al menos en la
forma en que conocemos, concebimos o experimentamos a la conciencia, así parece
ser. El cuerpo, la conciencia, el sentido de la vida y de todo, se extingue con la
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muerte. Se necesita de una resignación cósmica para aceptarlo así. Sea de una
manera o de otra el tipo de vida que se haya llevado es lo que da sentido a la muerte.
Quien haya desplegado sus potencialidades en y ante la vida tal vez no tenga mayor
congoja. En cambio, qué desolación tan grande morir en medio de un vacío vital, sin
haber dado nada en la vida. Vivimos para dar sentido a la muerte.

La muerte es la ineludible paradoja de la existencia. Y sin embargo, - lo he percibido


-, hay quienes la aceptan sin aspavientos, sin pose, como algo natural que tiene que
acontecer. Eso requiere haber cumplido la misión que la vida asignó a ese ser en
particular. Significa que a pesar de todas las tentaciones, su alma no se perdió en los
avatares de la sociedad. Significa desapego de los bienes terrenales. Tal vez los
malestares que producen las enfermedades sean más temibles que la misma muerte;
sin embargo, han existido y existen seres humanos tenaces que no se rinden ni ante
la enfermedad ni ante la muerte, que siguen tratando de aportar algo a los demás, a
la historia. Puede ser un fracaso porque todo es circunstancial, puede ser o no ser, o
lo mismo da que sea o que no sea, pero lo importante es el quehacer, el esfuerzo, la
tenacidad a pesar de todo.

Cada día que pasa


el sueño de la alquimia
se desvanece.
Y ahí donde el árbol
se enciende
la vida perece
en el desdén
de un sueño pálido.
Se ve la muerte
mientras el hueco
de la congoja
se apodera del corazón;
sin embargo,
el vientre de la conciencia
aún se apodera
de sueños estériles.
De que otra manera sino
persistir en los pasos
cansados hacía el precipicio
de un día más.
Ha de fulgurar el aliento
que le acontece.
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A contracorriente diario nos sumergimos en un sueño de vida desde el vientre


ominoso de la muerte. Y en el naufragio hemos de buscar un camino de sentido, que
no nos angoste en la angustia y la culpa. Y es el afecto que nos pone de pie y en
marcha a pesar de los pies de plomo de la muerte. Toda la sal de la tierra no basta
para dar sabor a la vida cuando en ésta impera la insatisfacción y la codicia.
Entonces la vida se la pasa naufragando en la muerte.

Enterrad los sueños que florecen.


Sed tumba para la indiferencia,
una charca en infinito suelo
de la esperanza que está germinando.
Un resuello en el misterio
que alienta cada cosa que nace y muere
como la luz de la luciérnaga,
como la vida y el sueño, como dormir
y estar despierto en un diálogo
interminable con el misterio
que palpita en cada célula
y que la sustenta sin agravios,
con Dios en su palpitar eterno.
Entrad por la puerta donde ya no tiene
sentido preguntarse por el misterio
y alentad el único sueño posible:
morir en paz al doblar de campanas.
Qué importa ya que el sueño
se arrope en las tinieblas.
Qué importa ya el tiempo y la razón.
El instante de la muerte trasciende todo.

Consiento en hablar de los circunloquios que la muerte me permite.


La vida se caracteriza por la plenitud, por lo lleno, por la costumbre de la conciencia,
por el engaño de lo que es. La muerte se caracteriza por el vacío, por el misterio, por
la duda y el desconocimiento de lo que aún no sabemos. ¿Es un despertar más
pleno, o es un cerrar los ojos para siempre? ¿Quién va a saberlo?, y además no
importa. Lo que importa es nuestra actitud ante la vida y ante la muerte. La vida no
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tiene otro sentido que pasarla bien, en el mimo íntimo de nuestros sentidos, del
quehacer que dimana de lo que comemos y que hacemos plenos de alegría (y es
como el cielo), o que hacemos malhumorados y sin ganas (y es como el infierno). Lo
que hay es un tedio absoluto y eterno. En el pecado se lleva la penitencia de no saber
vivir de acuerdo a nuestras íntimas alegrías.
Satisfacer al cuerpo es obligatorio y necesario. Pero ese es el capítulo menos
importante de la historia vital, lo relevante está en lo que subyace más allá de la
satisfacción física.
Nada importa y todo tiene un profundo significado, esa es la paradoja de la vida. Es el
arte de aprender a vivir con la espada al cuello, y saborear cada instante que pasa.

La vida después de la muerte es la huella que el amor o el odio dejaron. Es como una
convención de olvido ante la nada que ha pasado. Es el dolor de ya no ser en el otro.
Es como una resonancia del eco de ya no ser. Una oración fúnebre que se posa en el
corazón. Un ladrido de perros ante el misterio. El eco del tedio. Caminar a ciegas por
el dolor y el vacío del otro que se fue. Un ya no más, que inevitablemente pesa en el
corazón y que a pesar de todo nos alcanzará.
Desfallecer de olvido y recuerdo, inermes ante el misterio del vacío que el otro dejó.
Una congoja para adentro que se asimila a las células. Y la pregunta siempre en el
paladar de la boca que se ha quedado seca. Y la perpleja mirada que pregunta ¿y yo
cuándo he de seguir el inevitable camino? Morir, sin remedio, cada día, se va
haciendo una evidencia contundente del tiempo que todo acaba por devorar y
consumir. ¿Qué mayor evidencia que la carne que siempre se está consumiendo y
agotando? La vida es una carrera contra la muerte. Una carrera inútil, pero llena de
frutos en el ínterin. Siempre valen la pena la rebeldía y el anhelo de vida.

La muerte parece no tener sustancia porque es inaprensible al conocimiento. Para la


experiencia sólo es real lo que conocemos con los sentidos. De ahí que la muerte
pase por ser una ficción, algo ajeno a la conciencia. Sabemos que es inevitable, pero
no podemos conocerla, no sabemos qué es, y por lo tanto no adquiere la calidad de
una certeza. Sólo podemos vivir con la conjetura de que existe y es inevitable pero
sin saber en realidad qué es. De la conjetura que cada cual tenga de la muerte
dependerá la intensidad de la vida, si se la vive horizontal o verticalmente, sólo quien
tiene la certeza de la muerte puede vivir en paz y tranquilidad saboreando los
instantes. La vida no se puede vivir de prisa; para saborearla hay que detenerse en la
tranquilidad que da la certeza de la muerte, de la permanencia de la vida a pesar de
la muerte. El ser humano propicia la muerte cuando de alguna manera se opone al
fluir de la vida hacía la muerte. El fluir de la conciencia cósmica jamás se detiene.
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La muerte siempre ha sido y será un signo de interrogación. Sin embargo, es


inevitable tomar una postura ante ella. Aceptarla o no aceptarla; intentar o no intentar
penetrar su misterio; hacerla parte de nuestra conciencia o vivir como si no existiera.
Lo más común es que se acepte superficialmente, sin convicción, porque es
inevitable, porqué frecuentemente está a nuestro alrededor, pero siempre es algo
ajeno, algo que ocurre al otro, y nunca a mí. Es algo que no puede vislumbrarse con
la certeza suficiente, real, de lo inevitable y definitivo. Como algo propio, la muerte es
sólo una experiencia que se escamotea a los sentidos. Esa experiencia única e
inevitable, sólo será válida para la vida en la medida en la cual la pueda vivir y hacer
parte de mi vivencia, integrarla a mi ser. Se integra la posibilidad de lo que se
presiente, de lo que se intuye que sea la muerte. En este sentido sé que tan sólo es
la desaparición del cuerpo y de la conciencia habitual ligada al cuerpo, pero que hay
otra “realidad” que trasciende al cuerpo y que llamo la conciencia cósmica, que de
algún modo se inserta en la conciencia individual y por medio de la cual es posible
vislumbrar el más allá de los sentidos por qué somos y no somos en el fluir habitual
de la vida en virtud de esa doble conciencia. Navegamos entre el mar de la rutina al
mar de la eternidad.
Entregarse en intensidad a la vida está en proporción directa con la desproporción a
la muerte, en no ser para la muerte. Mientras más se acepte como inevitable y que
puede ocurrir en cualquier instante con más entrega a la vida se puede vivir. En el
mar de la eternidad ninguna posibilidad tiene sentido.
La muerte es igual para todos, corta toda posibilidad. Cuando alguien muere que
ofrecía muchas posibilidades de vida, de creatividad, lo lamentamos, pero desde el
ojo de la eternidad no tiene sentido. Igual, se puede vivir desperdiciando la
potencialidad de ser, en la ignorancia de la muerte y la vida, y esto desde cualquier
punto de vista es un desperdicio.
La neurosis es un nudo que detiene la evolución de la vida. La neurosis entonces se
vuelve un hábito en el cual sale perdiendo la vida. Ésta se detiene, se estanca. El
empobrecimiento es la norma.

La vida es movimiento, entusiasmo, pasión. El interés y el deseo están presentes en


todo. La muerte presumiblemente es lo contrario. Mucho menos que un sueño que se
desvanece. Tal vez la línea en donde se cruzan la vida terrenal y la vida eterna. Más
que la muerte, el milagro de la vida. Cenizas que el viento esparce. Un arrullo de
silencio. La lejanía de la voz. Una ausencia de lágrimas y dolor... y de todo. El
nacimiento es un misterio, la muerte es un misterio; gracias a la conciencia se intuye
el misterio, que nos acompaña entre ambos márgenes de la existencia. La vida se
origina y se extingue en el misterio. Entre la incógnita del río de la vida que está
fluyendo a la nada. ¿Por qué podemos conocer la vida, gozarla y sufrirla por los
sentidos? ¿Por qué la muerte nos escabulle su significado?
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Fluye el río eterno y desemboca en el nacimiento, y después de un preámbulo el río


eterno sigue fluyendo. Todo es un constante fluir del origen hacía la nada, pero en la
nada se esconde el misterio que puebla la esencia del rostro eterno del ser. La vida
no es más que una lucha por trascender el olvido. Un afán de eternidad. Como es el
don más preciado se desearía que fuese un sueño sin fin. La conciencia se posa en
los sentidos que han conocido el goce y el placer.
El apego de los sentidos a la vida nos hace olvidar que los extremos vida y muerte
son un misterio, que nada tiene que ver con el deseo de permanencia y sus fábulas:
de una vida eterna de goce y sufrimiento, según una moral hipócrita negadora de la
vida porque el castigo y la recompensa han de ser allende la vida. La vida como la
conocemos – es mi convicción- tan sólo puede tener su recompensa y su castigo en
esta vida. La recompensa en esta vida tiene mucho que ver con el buen vivir, el logro
de bienestar, y sobre todo con la realización del individuo como persona. El bienestar
y la madurez psíquica suelen coincidir. Mientras más se libere el hombre de falsas
ilusiones, del deseo de eternidad y permanencia, más cerca se encuentra del sentido
del mundo y de la vida, mientras más se llene de mentiras predigeridas y que se
aceptan sin juicio ni raciocinio. Mientras más se llene de palabras, de ideas que no
encarnan en su experiencia, más se alejará del sentido de la vida, pues ésta exige la
experiencia única, personal e intransferible, como requisito para ser en el mundo.

El rostro de la muerte impone el silencio. Terrible presagio que sin mostrarse cierra
los labios, impone olvido, y es así que vivimos muriendo sin saberlo. Como una lejana
realidad incierta, libre de sospecha. Sin embargo, el umbral de la tumba siempre nos
llama. Es el amor sin perdón de la muerte. A medida que pasa el tiempo, el cuerpo y
el alma se pueblan de silencio como un cielo de pájaros. No se puede vivir la vida
ignorando la muerte en un metafísico equilibrio que puebla de pétalos los labios.

La muerte enseña a la vida y la dota de sentido. ¿Sin la muerte, qué sentido tiene la
vida? En cada hueco de la existencia anima la muerte, se nutre de ella. El puro vacío
no puede ser. El mutuo devenir se entrelaza en su destino inseparable de no ser y
estar siendo. La vida no cesa, la muerte no cesa, tan sólo desaparecen de nuestra
vista. Ambas corren por la armonía del verbo, en el acontecer cósmico que abarca
desde la hormiga hasta el tiempo infinito.

La muerte y el destino, signos insolubles del acaecer vital, son voz de la conciencia,
savia que corre por la existencia y la dotan de sentido. El fin alcanza significado
mientras sueña la carne. Toda vida es la posibilidad de un gran sueño, pues la vida se
agota y crece en el sueño que la contiene. El primer sueño viene del infinito, de ahí
que se diga que somos ríos que hemos de retornar a ese misterio que encarnamos
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en nuestros miedos y en nuestra conciencia. El eterno retorno de ser y no ser. No hay


más remedio que fluir en la infinita ola del sueño de Dios.

Corazón infame, guiño de ratón,


escondrijo de tarántulas
por el suelo mojado de orines.
Espantajo de miedo, pide clemencia al cielo;
Desvarío de los recuerdos
en la canícula
que siembra de mosquitos.
Faro de tiburones.
El sueño no es siquiera una lágrima.
El zumbar de moscas, paralítico corazón
sin memoria.
Cándido y putrefacto me miro
a mis ojos de cenizas.
Amanecer de pesadilla que se desvanece de sueño;
Lagartijas del zodíaco, un pulular de moscas
que erosiona la mirada de sinsentido;
Así ocurre que las campanas tocan a duelo
y ya el cuerpo solo, sin sueños,
mastica su ausencia
por las sombras
que hablan de olvido.
El rechinar de dientes ya quedó atrás,
ya no es más mi voz en este silencio
que se mosquea...

La muerte es como un viento que sopla las horas. De pronto está ahí el silencio
donde galopaba la alegría. De pronto el sueño se descobija y viene la desnudez
eterna, deshabitada, y ya no hay lágrimas ni plegarias, sólo ese silencio eterno que
consumirá los huesos. De pronto caerán las mudas sombras como una cobija de
silencio. De pronto el chirriar de la puerta sin regreso. En la nada es posible que
aniden la vida y la muerte.
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México, D. F. Verano de 2007.

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