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Morirse es tan fortuito que puede ocurrir en cualquier instante. Es un sueño dorado de
amor, galantería de la casa, cortesía del nacer. La última carcajada si aprendiste a
reír. Una calamidad de la lepra que acumulaste en toda la vida. Sufrir es
consecuencia de no haber aprendido a soñar en el sueño de la vida. Es como una
calamidad a cuatro tiempos: enfermedad, vejez, paso lento y sentidos cansados. Y
todo en el vértigo del olvido de la muerte. Y todo por preferir caminar cojos y
mermados de vida. Somos el pez en el sartén y no nos hemos dado cuenta. Listos
para ser manjar de los dioses. Sí la vida pudiera ser una pura risa nos olvidaríamos
de la muerte que nada más ocurre como cuando de repente llueve y llueve y qué
bueno que llueva. Es como el aliento y el desaliento, todo junto, todo en uno, que
ocurre espontáneamente. Se detiene, para siempre, y adiós ventanas de los sentidos
que dejaban entrar el mundo. Es la voz que se agota. El último hilo de voz antes del
silencio que libera. Morir a tientas es una desgracia, una flor camuflada en el espacio,
en los orificios del cuerpo que respiran vida. Por eso la muerte es una total
obliteración.
La muerte ocurre siempre en la indigestión de no haber vivido. La vida entonces se
pudre en la muerte. Sería bueno que todo acabara en un calambre del alma y de los
sentidos pero no acaba, nada termina... si acaso el cuerpo y esas cosas que
acompañan al cuerpo, los circunvecinos o circunloquios que nos atan y que no dejan
respirar a gusto, a nuestras anchas, que nos impiden aceptar el destino de todo lo
que acontece, que nos impide dejarnos ir nada más dejarnos ir por el río de la vida y
la muerte en un fluir de alegría.
La muerte siempre llega en el preámbulo de la vida: Cuanto menos sentido le hemos
dado a la vida, tanto más corta nos parece. Y sí la hemos dotado de sentido más nos
apremia el final para terminar aquello que la dota de significado, la insatisfacción en la
vida permanece, no se quiere consumir el último aliento. En uno y en otro caso el
vacío infinito siempre está presente.
El rostro de la muerte
siempre está presente
en las peripecias de la vida.
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somos
gota en el tiempo
que se evapora
con el sol de la vida
arropada en el silencio
de la intimidad
que camina ensimismada
por la línea que pende
del propio, único, intransferible
tiempo y espacio
Y no podemos ser
más solidarios
que el ansia
que se consume
de cenizas.
Cada noche somos puestos a prueba en los umbrales del tiempo cuando el cuerpo se
entrega al reposo y al sueño. De pronto estamos atrapados en la inconsciencia del
dormir que se ha comparado a la muerte; y el sueño se ha equiparado a una locura
corta, sostiene Schopenhauer, es decir, a una muerte en vida, pues el loco está fuera
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El cuerpo es para la muerte y el alma es para la vida. Pero alma y cuerpo están
indisolublemente unidos. En el cuerpo se tocan lo finito y lo infinito. Es el campo de
batalla entre lo mortal y lo inmortal, o cuando menos, a la aspiración – siempre
presente – de inmortalidad. La muerte habla de finitud, decadencia y acabamiento.
Desaparición de la forma física para siempre. El alma tiende a creerse inmortal.
Inconciliable tesis y antítesis de la vida y la muerte.
Habitamos en el infinito misterio del espacio y del tiempo, sustancia de nuestro ser en
el mundo. La vida crece y se desarrolla en la ilusión de infinito, de eternidad. Es la
naturaleza del “sueño de la vida y la muerte”. Sabemos que somos mortales y finitos
por más que lo neguemos, pero jamás podremos saber que somos infinitos y eternos.
Tal ilusión alimenta y crea vida: la vida se está haciendo en la ilusión de eternidad, de
inmortalidad. Si se pudiese mirar la muerte de frente, estaríamos plantados ante el
terror infinito de la nada. El cuerpo mortal vive protegido por la inconsciencia de la
muerte y la ilusión de inmortalidad.
No hay inmortalidad posible a no ser en la ilusión, en la fantasía que no tiene limites,
y que puede crear artificios de consuelo ante la muerte.
Crecemos en ese sueño que nos va dando la vida que se despliega en el tiempo. El
reloj de nuestras células marca el compás que ha de acabar en la tumba. Después de
eso, en nuestras obras, en nuestro quehacer por el paso de la vida, queda nuestro
sueño, nuestra ilusión de eternidad. Crece el tiempo, y se va agotando la decadencia
paulatina del cuerpo. Este huele la tierra cada vez con más fuerza, huele la materia
de origen a donde volverá. Es de suponer que la materia tiene una preeminencia
primaria sobre el espíritu, que la materia es el gusano de la manzana de la vida.
La sublime unión y metamorfosis se plasma en la vida del tiempo que pasa, es una
manifestación del misterio dual que nos consume. La vida es una continua recreación
de la muerte. En cada nuevo palpitar de la vida está el aliento frío de la muerte.
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El cuerpo, la materia, son el recinto divino del tiempo que habita la vida y se va
consumiendo. El espacio informa al cuerpo que se desplaza y camina por ese mismo
espacio que se va consumiendo al paso de los segundos. El tiempo nunca es
suficiente para vivir una vida porque aspiramos a la eternidad. Siempre habrá hambre
de tiempo hasta el último aliento, hasta la conmoción, hasta el lamento del derrumbe
de la conciencia, cuando la preeminencia de la materia agotó, devoró del todo, al
alma, al tiempo que encarnó la materia.
En esta armonía de los contrarios cuerpo/alma habita el vacío – otro nombre para el
hambre de eternidad – siempre la insatisfacción ante la vida, y el terror a la muerte.
Ese es el vacío que habita la dualidad armónica del ser en el mundo. Hasta que ese
vacío se convierte en el silencio absoluto, pues en la muerte no es posible voz
alguna, sonido alguno. La muerte es lo contrario del verbo divino. Alfa y omega de la
existencia. Cuando el vacío se encarna en la conciencia de la muerte, deviene la
angustia. Toda angustia es angustia de muerte. Todo fuego es un imán de infinito.
La esencia está en la controversia entre sentidos y espíritu. Al cuerpo que ancla en la
tierra se opone al vuelo del amor.
La angustia es el desamparo total que amenaza disolver aquel que somos: sangre,
espíritu, materia. Pero el silencio calcina en el desamparo del amor. No puede existir
desamparo sin amor. Ambos se sostienen en el precario equilibrio de la angustia que
subyace.
La angustia une y separa. Todo depende hacía donde se dirija el miedo. Siempre
anuda en la carne. Sin angustia no hay movimiento de vida aunque toda angustia es
angustia de muerte. No puede ser de otro modo. La angustia es la flecha que apunta
hacía la vida y yace entre el claroscuro de la conciencia. Y ahí, donde nada habla,
Dios puso la angustia.
La angustia es el inicio de la divinidad en cada hombre. La divinidad implica la
angustia y la conciencia de la misma. La angustia nos eleva del cuerpo a la
conciencia. La angustia es el punto intermedio entre el animal y el hombre; entre lo
que hay de animal y de espiritual en el hombre. La angustia no puede existir en la
ignorancia de la muerte. La angustia es la luz que ilumina la conciencia, el punto de
origen de la misma. La bestia se angustió y devino hombre con un destino de muerte.
El hombre necesita el sonido del silencio de la angustia, necesita oír continuamente el
sonido de sus pasos para recrearse en la realidad.
La muerte es el punto crucial del misterio; igual que la vida, pero en ésta tenemos el
antecedente biológico que nos encarnará en el mundo. Cuando menos conocemos
algo del mundo animal, con el cual compartimos lo corporal transitorio. El problema es
la explicación y justificación transitoria de la existencia que forma el núcleo del ser
humano. Antes que nada, el ser humano es un ente que pregunta. Logre o no obtener
respuestas de su paso por la vida, es otra cuestión. La curiosidad y el asombro están
en la raíz de la existencia. Ante la muerte hay preguntas pero no hay respuestas. La
vida y la muerte coinciden en el misterio y por consiguiente en el silencio.
El error de todas las religiones que proponen mundos alternos al mundo que vivimos,
a la existencia que transpiramos, de cielo e infierno, como recompensa y castigo de
acuerdo a una valoración moral de la conducta, consiste en que nuestro mundo no es
un modelo adecuado; en que se plantea una continuidad semejante a lo que
conocemos de este mundo, y que en realidad, desconocemos. Hay quienes
sencillamente niegan que exista otra vida fuera de las dimensiones del tiempo y del
espacio que conocemos a través nuestros sentidos, aceptan la nada en su sentido
literal. Para ellos, después de esta vida no existe nada. Todo se acabó. Lo único que
subsiste es un puñado de cenizas. Pero si hay alguna forma de existencia alterna,
continuidad de la vida que conocemos, de ninguna manera tiene que ser semejante,
en todo caso sería alegoría de lo conocido. Tal vez después de la existencia material,
sólo podamos ser una infinitesimal partícula de la conciencia cósmica, omnipresente y
abstracta, que en cierto sentido es una asimilación a la nada, y no es necesario que
exista el castigo y el perdón por la conducta desplegada durante nuestro trayecto por
la existencia. En todo caso la ética, la moral y los valores socialmente aceptados son
algo que el ser humano ha creado. En un sentido práctico, todo lo que somos y
conocemos termina con la muerte.
La conciencia de la finitud es una herida abierta en la carne. Todo afán del hombre
consiste en dar un sentido a la vida en medio del absurdo. Es el contenido íntimo de
toda existencia. Todo esfuerzo mueve la vida en contra de la muerte. El fin de la
búsqueda significa la muerte en vida: es renunciar a la ilusión de dar un sentido a la
vida, que es lo más a lo que podemos aspirar. Puede ser un sentido auténtico,
humano, basado en valores humanos; o bien, puede ser un sentido ilusorio,
inauténtico, sin sustancia.
Igual que la muerte, el tiempo nos iguala. Lo único que tenemos sobre todas las
diferencias, es nuestra vida en el tiempo. Ante la muerte y el tiempo todos somos
iguales. Independientemente de todo, el uso de nuestro tiempo es nuestra absoluta
responsabilidad. Y es la cuerda en la que oscilan el sentido de la vida y de la muerte.
Es el mismo tiempo al cual nos aferramos todos, y en cada caso, el tiempo
individualizado. Es una gran responsabilidad, sin duda, la más importante de todas.
En el tiempo estamos frente a nuestro destino. Es cuestión de saberlo o de no
saberlo. Quien lo sabe está en posibilidad de andar su camino en la vida; quien no lo
sabe está perdido, es como si no tuviera un destino en la vida. Es nada menos que la
diferencia en vivir y dar sentido a la vida; o de vivir con un pseudo sentido existencial,
anodino, insignificante; vivir como un ente sin pasiones. Se hizo pues cotidiana la
inercia de la vida, y el tiempo transcurre en la monotonía de esa inercia. No hay
centro de gravedad interno, la vida se convierte en un satélite que gira en torno a los
demás y a las cosas del mundo.
Las ceremonias en torno a la muerte tan sólo suelen ser acciones convencionales,
que no expresan el dolor real de la pérdida y menos el afecto por el muerto, pues de
antemano éste no existía. Una doble soledad acompaña a la muerte en estos casos.
Quien muere ya no puede tener. Lo que tenía es motivo – sobre todo – de despojo,
donde frecuentemente se pone en juego la avaricia. Si realmente hay afecto y
solidaridad, éstas, en un sentido práctico y valioso, solamente se podrán expresar en
vida. Después de la muerte todo acto de quien sobrevive a su deudo es absurdo.
Golpes de pecho para calmar la propia conciencia. Un asidero de la nada es la vida
mientras dura. Nos consolida como seres humanos la cercanía de los otros, pero no
son el sostén del yo del otro.
Siempre caminamos hacia la puerta abierta a la nada. Esta soledad ante la muerte, lo
sepamos o no, es inevitable. Sólo queda la resignación ante lo imposible e inevitable.
Imposible sustraerse al inexorable paso por el tiempo; imposible sustraerse a la
muerte. Resignación y rabia, rabia e inaceptación para dar la batalla contra la muerte
hasta el último momento, aunque finalmente seamos derrotados. Luchar hasta el
último momento con el fantasma omnipresente del tiempo que pasa y que finalmente
nos devora.
La muerte pacífica es un escándalo de la conciencia: no hay tiempo para rebelarse.
Es el aguijón que aún enciende la carne. La vida sólo aletea en la conciencia. Con la
muerte se apaga la conciencia en definitiva. E grado de conciencia es el grado en el
cual se está vivo. En la medida que se despliega la acción de la conciencia, estamos
vivos. Es la ceremonia de la vida en la acción. De la vida que está fluyendo hacía la
muerte, pero mientras fluye, es. No puede ser de otra manera. La vida es una flecha
en el tiempo de la muerte. La caducidad que está siendo, es vida. Un regocijo del
cuerpo que se deshace de muerte. En la propia obra transitoria se muestra ese
regocijo. En los sentidos abiertos al tiempo que transcurre en la vida, y en el río de la
conciencia.
¿Cómo detener al corazón en las notas de la belleza que pasa sí todo es un tránsito
hacía el ojo oscuro que todo devora? El instante no se puede fijar, pero algo queda en
la mirada y en el alma, algo queda. Y entonces la memoria se convierte en guardiana
de la vida. Pero es la memoria que palpita en los sentidos. Somos tiempo hecho
instante que queda en nuestro cuerpo y que se llama acumulo de experiencia.
Por el intercambio de la experiencia podemos estar siendo ante el mundo y ante los
demás. Es como un vacío que palpita de sonidos, es la magia de estar vivos. El
sonido del viento que pasa es el ritmo del alma que se prende y aprende de todas las
cosas. Por supuesto que los estereotipos nada tienen que ver con esto pues el
estereotipo tan sólo es vida petrificada.
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Toda muerte es un olvido. Sólo podemos morir nuestra muerte para los demás.
Mientras haya un recuerdo de nosotros, vivimos en ese fragmento de la memoria,
pero ya no somos nosotros, no es posible la autoconciencia. En todo caso es una
imagen, un fragmento de la realidad que encarnamos en el mundo. Si aún la propia
conciencia de la existencia es un sueño al que prestamos vida, ¿qué sustancia de
vida o de verdad, podría prestarse a un sueño de un sueño de la ilusión?. Sin
embargo, fueron los otros los que otorgaron consistencia a nuestro existir en el
mundo. Cuando morimos dejamos de ser el soporte de los recuerdos, de las
imágenes, pensamientos, de los otros, y como inútiles por la falta de soporte, se van
diluyendo en el tiempo. Una idea, un pensamiento, que no se aplica a la realidad que
lo sustenta deja de tener valor.
Desde este punto de vista, la idolatría hacía los muertos es, cuando menos, ridícula.
Un consuelo acaso para los vivos ante el desentrañable misterio de la muerte, un
afán de exorcizar a la muerte. Quedamos atrapados en las misteriosas redes del
recuerdo, del tiempo en que ocurren esos recuerdos. Es también un exorcismo ante
la nada que es una inmensa noche en la que todo se pierde. La nada no es la muerte
pero ahí está. Pareciera que la muerte es absorbida, devorada por la nada. La muerte
como la vida es algo abstracto. No existen para los demás ni para el mismo sujeto, si
no que son encarnadas. Son en el cuerpo o no son. De manera más correcta, son en
el cuerpo con conciencia de sí mismo o no son, o acaso ¿puede ser que existan fuera
de la conciencia? Así, serían instancias ajenas a nuestra conciencia y por lo tanto,
ajenas a nuestra vida.
Vivo en el espejo
deshabitado de la muerte
que sólo refleja
el recuerdo de mi rostro
donde la materia dúctil
del recuerdo se volatiza.
Todo el frío de mi vida
sopla hacía el ojo del
azogue
que se sumerge en la
eternidad
y gravito
en su órbita.
Su reflejo me devuelve
la figura
que habita el espacio
sin sustancia:
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eco de la tumba
de mi imagen,
donde la realidad
juega a la muerte.
La muerte es la huella
de un infinito silencio
que habitó el cuerpo.
Un puro graznar de cuervo.
La huella de los sueños
en el vientre del olvido
Un maullar de gatos
que se mete en el alma.
La pena sin tregua
del olvido.
La pálida agonía de un suspiro
El capitulo sin nombre
que cierra la noche.
El suspiro definitivo
que se desprende
sin alcanzar la palabra.
Más allá del instante
el vuelo a la eternidad
sin recuerdos
donde ya ni la soledad es posible.
amor que no desea nada se pierde en la armonía del universo. Por un lado el amor
terrenal cuya sustancia es el apego, y por otro lado, el amor sin apego, libre, eterno,
inmortal. La muerte concluye en ambos senderos. Finalmente no podemos entender
los fenómenos de la muerte sino es desde la vida. En este caso desde el deseo y el
amor. Lo que nos une a la vida, da su sello característico a la separación. No queda
más que morir con un rictus de desesperación y apego, o con una sonrisa y
desapego, para caminar por la eternidad del cosmos.
Vivir es ignorar la muerte; igual, vivir es tenerla siempre presente. Vivir ignorando la
muerte nos conduce a una suerte de insustancial vida. Pues parece que lo que da
sentido a la vida es tener siempre presente a la muerte. Lo que proporciona la
angustia en la vida. En ese sentido, vivir es estar agonizando de vida, pues nos
impulsa a buscar un sentido.
Lo que otorga su grandeza a la muerte es su falta de sentido, el ser del todo
incomprensible, pues sólo hay conjeturas de la muerte y ninguna certeza, y qué
bueno que así sea porque de ese modo el misterio y la angustia siempre están
presentes en el acontecer cotidiano. En contraste, a la absoluta ignorancia de la
muerte, la vida nos impulsa – gracias a la muerte – a darle un sentido aunque sea
imaginario pues cuando ya no estemos más en este mundo, es como si nunca
hubiésemos estado. La muerte se renueva en vida en cada día que renacemos, que
despertamos a la gracia del mundo.
Es el espíritu que muere en la conciencia que se extingue, tal vez no para siempre. El
cuerpo tan sólo se acaba.
Es tan intangible la muerte que tal vez ni se sienta. La sustancia del ser son las
formas en el espacio mientras duran en el tiempo, mejor dicho, mientras cambian de
apariencia. Lo que llamamos vida es lo que sustenta las formas en el espacio. La vida
humana es una forma peculiar de la vida animal, debido a la conciencia reflexiva. Las
otras formas de vida guardan una cierta indiferencia al proceso de existir. Pero toda
forma está sujeta a la ley inexorable de acabarse como tal, y transformarse; el
misterio está en la transformación de la materia en lo insustancial. La materia nos
unifica, la conciencia nos singulariza. A no ser por la conciencia todo el devenir del
universo se perdería en la indiferencia inconsciente. Sería indiferente a sí misma. ¿El
cosmos participa de algún modo en la conciencia de las formas de vida en el tiempo y
en el espacio? Si contesto afirmativamente ello supone una organización o existencia
– aún en otra dimensión incognoscible,- de una conciencia cósmica que participa de
la conciencia individual del ser humano. Si contesto negativamente, esto querría decir
que la conciencia es intrínseca a la materia pero no participa de una conciencia
cósmica, que tan sólo se origina y se extingue en cada ser humano. Al menos en la
forma en que conocemos, concebimos o experimentamos a la conciencia, así parece
ser. El cuerpo, la conciencia, el sentido de la vida y de todo, se extingue con la
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muerte. Se necesita de una resignación cósmica para aceptarlo así. Sea de una
manera o de otra el tipo de vida que se haya llevado es lo que da sentido a la muerte.
Quien haya desplegado sus potencialidades en y ante la vida tal vez no tenga mayor
congoja. En cambio, qué desolación tan grande morir en medio de un vacío vital, sin
haber dado nada en la vida. Vivimos para dar sentido a la muerte.
tiene otro sentido que pasarla bien, en el mimo íntimo de nuestros sentidos, del
quehacer que dimana de lo que comemos y que hacemos plenos de alegría (y es
como el cielo), o que hacemos malhumorados y sin ganas (y es como el infierno). Lo
que hay es un tedio absoluto y eterno. En el pecado se lleva la penitencia de no saber
vivir de acuerdo a nuestras íntimas alegrías.
Satisfacer al cuerpo es obligatorio y necesario. Pero ese es el capítulo menos
importante de la historia vital, lo relevante está en lo que subyace más allá de la
satisfacción física.
Nada importa y todo tiene un profundo significado, esa es la paradoja de la vida. Es el
arte de aprender a vivir con la espada al cuello, y saborear cada instante que pasa.
La vida después de la muerte es la huella que el amor o el odio dejaron. Es como una
convención de olvido ante la nada que ha pasado. Es el dolor de ya no ser en el otro.
Es como una resonancia del eco de ya no ser. Una oración fúnebre que se posa en el
corazón. Un ladrido de perros ante el misterio. El eco del tedio. Caminar a ciegas por
el dolor y el vacío del otro que se fue. Un ya no más, que inevitablemente pesa en el
corazón y que a pesar de todo nos alcanzará.
Desfallecer de olvido y recuerdo, inermes ante el misterio del vacío que el otro dejó.
Una congoja para adentro que se asimila a las células. Y la pregunta siempre en el
paladar de la boca que se ha quedado seca. Y la perpleja mirada que pregunta ¿y yo
cuándo he de seguir el inevitable camino? Morir, sin remedio, cada día, se va
haciendo una evidencia contundente del tiempo que todo acaba por devorar y
consumir. ¿Qué mayor evidencia que la carne que siempre se está consumiendo y
agotando? La vida es una carrera contra la muerte. Una carrera inútil, pero llena de
frutos en el ínterin. Siempre valen la pena la rebeldía y el anhelo de vida.
El rostro de la muerte impone el silencio. Terrible presagio que sin mostrarse cierra
los labios, impone olvido, y es así que vivimos muriendo sin saberlo. Como una lejana
realidad incierta, libre de sospecha. Sin embargo, el umbral de la tumba siempre nos
llama. Es el amor sin perdón de la muerte. A medida que pasa el tiempo, el cuerpo y
el alma se pueblan de silencio como un cielo de pájaros. No se puede vivir la vida
ignorando la muerte en un metafísico equilibrio que puebla de pétalos los labios.
La muerte enseña a la vida y la dota de sentido. ¿Sin la muerte, qué sentido tiene la
vida? En cada hueco de la existencia anima la muerte, se nutre de ella. El puro vacío
no puede ser. El mutuo devenir se entrelaza en su destino inseparable de no ser y
estar siendo. La vida no cesa, la muerte no cesa, tan sólo desaparecen de nuestra
vista. Ambas corren por la armonía del verbo, en el acontecer cósmico que abarca
desde la hormiga hasta el tiempo infinito.
La muerte y el destino, signos insolubles del acaecer vital, son voz de la conciencia,
savia que corre por la existencia y la dotan de sentido. El fin alcanza significado
mientras sueña la carne. Toda vida es la posibilidad de un gran sueño, pues la vida se
agota y crece en el sueño que la contiene. El primer sueño viene del infinito, de ahí
que se diga que somos ríos que hemos de retornar a ese misterio que encarnamos
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La muerte es como un viento que sopla las horas. De pronto está ahí el silencio
donde galopaba la alegría. De pronto el sueño se descobija y viene la desnudez
eterna, deshabitada, y ya no hay lágrimas ni plegarias, sólo ese silencio eterno que
consumirá los huesos. De pronto caerán las mudas sombras como una cobija de
silencio. De pronto el chirriar de la puerta sin regreso. En la nada es posible que
aniden la vida y la muerte.
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