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Nicolás Ferraro: Visita de estilo

Álamo, el subdelegado, estrechó la mano de


Guillermo:
-Confía en nosotros, muchacho- le dijo-. No
volveremos sin traerte la promesa del viejo Parra.
Elisa será tu esposa en septiembre. Puedes contar
con el subdelegado Álamo. ¿Te queda algo de ese
pisco que nos diste?
-Sí, sí, algo me queda -dijo Guillermo-. Pero
preferiría que no bebieran tanto.
Sirvió, sin embargo, tres vasos con una mano que
temblaba. ¡Qué barbaridad! Derramar un pisco tan
bueno.
-Convendría apurarse -dijo Guillermo-. Los Parra
comienzan a emborracharse a las cinco y ya son más
de las cuatro.
-Hay tiempo todavía -respiré.
Guillermo me miró, moviendo la cabeza
negativamente.
-No sabes llevar una buena chaqueta. Además te
está grande.
Suspirando sacó una mota de polvo imaginario de la
reluciente solapa.
-Tienes que cuidarla mucho. Pedrín, por Dios
-suplicó-. Ésta será la chaqueta de mi traje de
bodas.
-No te preocupes, Guillermo. Estás en buenas manos.
Tienes un excelente par de padrinos.
-Amén -dijo Guillermo.
Siempre he sentido un especial afecto por él. Su
cara redonda y lampiña de querubín me conmueve.
-No te preocupes -repetí-. Si nos es posible
traeremos la mano de la novia con nosotros, y el
resto de la novia envuelta en tu chaqueta.
-Ja, ja -rió nerviosamente el querubín-. Ja, ja.
Pero no demostraba la menor alegría. Le extendí la
mano.
-Volveremos -le dije. -Estaré esperándoles aquí
mismo. Vuelvan pronto. Con buenas o malas nuevas,
pero vuelvan pronto, por favor.
-No podrías haber elegido mejores padrinos -dijo
Álamo-. Espera tranquilo.
-Por favor, no tarden.
-Está bien, está bien -dijo molesto.
Abrió la puerta y se coló por ella el viento de la
tarde. Un viento arisco que lamía, aullando, las
planchas de cinc de los tejados. El sol, como siempre,
era una amarilla, inclemente, espesa bola de fuego,
flotando sobre un océano de arena calcinada.
-Vuelvan pronto, por favor -suplicó Guillermo por
última vez.
Movimos las cabezas en señal de asentimiento.
Nosotros también deseábamos regresar pronto. Y en
lo posible, intactos. El pisco no había sido todo lo
abundante que hubiésemos querido. Ir a casa de los
Parra a pedir la mano de Elisa, y para Guillermo de
todos los hombres de Pampa Unión, nos parecía un
disparate. El calor, el pisco y el miedo nos
humedecían el rostro y las manos.
-Necesito con urgencia otro vasito de pisco -me dijo
Álamo con una voz muy delgada-. ¿Y si pasáramos al
bar de Hoja para vaciar una botella? -se relamió- ¡Un
par de vasitos, Pedro!
-No, no, subdelegado. La chaqueta que me prestó
Guillermo no está hecha para ir al hotel de Hoja. Se
llenaría de grasa. A decir verdad, de llenará de
grasa, si paso a un kilómetro o menos del bar. ¿Cómo
podría entrar con ella encima?
-Crees tú que no podemos pasar por el bar? Me haría
bien otro vasito de pisco. Me haría un bien enorme.
No te lo imaginas.
-Me lo imagino. Yo también necesito otro trago. Pero
Guillermo nos espera y los Parra...
La calles estaba vacía. Los aleros de caña eran una
pobre protección contra el sol de las cuatro. A lo
lejos se levantaban, contra un horizonte de tierra y
viento, las columnas de las oficinas salitreras:
"Anita", "Ossa", "Pinto", "Prat", "Cecilia", "Ausonia",
"María", Vergara", "Los Dones".
Caminábamos lentamente, levantando pequeñas
nubes de polvo gris que giraban, enloquecidas, en el
aire.
-Me habría gustado beber otro vasito de pisco. Me
habría hecho un bien enorme. Mejor que cualquier
otra cosa en el mundo -reiteró Álamo.
-A mí también -suspiré yo.
Pero el subdelegado estaba golpeando ya la puerta
de la casa de los Parra. Sentía las espaldas mojadas
y calientes; las manos mojadas; la boca seca, áspera,
amarga. Esperar allí, temblando un poco, vestido con
una ropa ancha y ajena, no era simpático. Ni bueno.
El sol caía a chorros sobre nuestros trajes oscuros,
tristes, solemnes, convirtiéndolos en hornos de
fundición.
-Nadie viene -dijo Álamo miserablemente, con ganas
de tomar las de Villadiego-. Vamos Pedrín. No deben
estar en casa.
Golpée la puerta con los puños. Tenía más ganas de
seguir la recomendación del subdelegado y de ir al
hotel de Hoja a examinar con curiosidad y sed el
fondo de algunas botellas que de entrar. Pero oímos
pasos en el interior. Álamo se sacó el sombrero
redondo y negro.
-Vienen -dijo.
El viejo abrió la puerta y nos examinó con imparcial
curiosidad. Luego prorrumpió en carcajadas y gritó
hacia el fondo de la casa:
-¡Eh! ¿Juaaan! ¡Luchooo! ¡Jaa! ¡Jaaa, jaaa, jaaa, jaaa!
¡Ven... vengan corriendo, a... a... animales del de....
demonio! ¡Juaaa!
Se oyeron pasos apresurados en el corredor. El
subdelegado había apoyado su sombrero reluciente
contra al pectoral izquierdo. Se mantenía erguido y
la expresión de su rostro flaco, enteco, entre
asombrada y ofendida, llamaba más a la seriedad que
a la risa. Me examiné. Tampoco había nada en mí que
pudiera causar la reacción del viejo Parra. No a la
simple vista, por lo menos.
Sin embargo, cuando los hijos del viejo se
aproximaron a nosotros y una vez que nos hubieron
examinado detenidamente, comenzaron también a
reír, golpeándose las rodillas con sus manazas
cubiertas de vello oscuro.
-¡Está bueno! ¡Está bueno! -gemían en medio de
gigantescos temblores que sacudían sus corpachones
de toro- ¡Está bueno, buenísimo!
Álamo se atornilló el sombrero en el cráneo pelado.
-Vamos, Pedro -me dijo-. Vamos al hotel del viejo
Hoja. Nos recibirán con menos alegría, pero con más
gentileza.
-¡No, no se vayan! ¡Por ningún motivo! ¡Perdóname,
Álamo, la pucha! -jadeó el viejo, tratando de
contener la alegría que hacía subir y bajar su vientre
redondo y que rezumaba de sus ojillos- ¡A callar,
ustedes!
Se callaron los hermanos instantáneamente. Pero las
carcajadas les subían desde los zapatones hasta las
pesadas cabezas, sacudiéndolos, convulsionándolos,
estremeciéndolos, conmoviéndolos. Tenían que
morder los pañuelos para evitar que les brotaran
como torrentes.
-Pasa, subdelegado. Estás en tu casa. Adelante,
Pedrín. Gusto de verlos por acá.
-Con tu permiso -dijo Álamo, escurriéndose hacia el
interior.
Atravesamos el jardín muy erguidos. Álamo y yo,
oyendo los cuchicheos y las risas contenidas de los
Parra.
Cuando llegamos a una pequeña galería que hacía las
veces de salón, y nos sentamos, el viejo Parra envió a
sus hijos a buscar vino, y nos miró rectamente a los
ojos:
-¿Van de viaje, ustedes?
-Sí, sí -dijo Álamo apresuradamente a mentir.
-¿Y eso? -preguntó otra vez el viejo Parra, indicando
con un dedo del tamaño de un jamón a nuestra ropas-
Se les llenarán de tierra los disfraces. -No son
disfraces, Parra -dijo Álamo-. Son tenidas de
etiqueta. Por lo demás viajaremos en tren.
-Pero tren no hay hasta mañana -respondió el viejo
con suspicacia-. El tren pasa a las dos y ya son casi
las cinco.
-Viajaremos mañana.
Álamo estaba ofendido. Se movía en su silla como si
se hubiese vuelto, de pronto, un Álamo de azogue.
¿Y si se visten hoy para viajar mañana?
El viejo Álamo se rascó la cabeza, confundido. Me
tocaba poner las cosas en su verdadero lugar.
-No viajamos, Parra -dije limpiándome la
transpiración con el pañuelo-. Álamo bromea. No
viajamos ni hoy ni mañana.
Tenía la boca seca; la lengua dura; el pulso agitado;
la respiración entrecortada. En la galería el calor
parecía ser más intenso que en la calle.
-¿Y viene a verme, a mí, con esas ropas?
-No, no -dijo -Álamo-. No.
-Sí -dije yo con firmeza.
Me estaba aburriendo con estos preliminares
blanduchos de Álamo.
-No -repitió Álamo.
-Sí, sí -dije mirando al subdelegado con
malevolencia-. Venimos por encargo de...
Pero entonces llegaron los hijos del viejo, cargando
vasos y algunas botellas de vino.
-¿Cómo estás, Pedro? -me preguntó Juan, el mayor,
mientras descorchaba con los dientes un par de
botellas-. Se te ve poco. ¿Siempre trabajas para el
puerco de Antonio Robles?
-Hasta que no encuentre otra cosa...
-Pierdes el tiempo. Ese Antonio es un usurero de
profesión y un avaro sin alma. Una verdadera ave de
rapiña. Siempre he tenido unas ganas tremendas de
desnucarlo -dijo el menor.
-Decían que está muy enfermo -aseguró Juan.
-No, qué se van a enfermar...
Nos enterrará todos. Es muy firme Antonio.
Tiene carne seca y dura y sana de buitre debajo del
pellejo. Nos enterrará a todos.
-Si no lo desnuco primero.
Bebimos. Una maravilla de vino blanco. Frío, límpido,
puro.
El viejo Parra preguntó por los trabajos que se
hacían para embellecer la plaza. La única plaza. Se
quejó por la falta de riego en las aceras.
-Mandaré regar, Parra; mandaré regar -ofreció
Álamo a toda prisa.
Juan llenó los vasos vacíos.
¿No eras radical tú, Álamo? -inquirió el viejo- ¿Cómo
te has mantenido de subdelegado?
-Hum. Aha. Yo creo...
-¡Son unas malas bestias los radicales! -dijo el
mayor- Unos majaderos comefrailes, agitadores y
lamebotas. Comefrailes de moledera.
-Es que la doctrina...
- Me c... en los radicales y en sus doctrinas -gruñó el
viejo.
-Son incapaces. Arribistas. Todos unos borrachos
-dijo con severidad de abstemio el menor, mientras
bebía-. Me gustaría golpear el traste de unos tres o
cuatro radicales.
-Hmmm. Sí. Brrmmzxw -dijo el subdelegado entre
dientes.
-¡Pero si tú eras radical, Álamo! ¡Fue por eso que te
nombraron subdelegado! ¡Ahora recuerdo bien!
Porque dedos para el piano...
-Solía ser radical, pero me aburrí de la política
-DIJO Álamo con tanta cautela como insinceridad.
.Ya no serás delegado, entonces, el próximo año.
-Seguramente no lo seré -dijo Álamo estoicamente-.
Por lo demás el cargo tiene muchos bemoles
-Pero se holgazanea duro como subdelegado -dice el
mayor riendo-. A ti, Pedrín, ¿te gustan los radicales?

-No.
-¿Ves, Álamo? A nadie en el mundo le gustan los
radicales. Sólo a los mismos radicales.
Por las amplias ventanas de la galería veíamos bailar
el polvo de la pampa. Al compás del violín desafinado
del viento. El aire tenía el aspecto que toma el agua
cuando tiene azúcar en disolución. Nos estábamos
todos calcinando lentamente. Los hombres y la
pampa. Nos íbamos resecando por fuera y por
dentro, sin saberlo, acaso.
El viento se agitaba entre los muros de barro. Gruñía
y se arrojaba contra los vidrios, o sonaba su triste
cuerno de caza entre los hilos del teléfono. Gritaba
el maldito, sujeto por los brazos verdes de los
pimientos. Llamaba. Lanzaba piedrecillas contra la
puerta. Vociferaba sin tino, muriéndose él también
de sal, de sed, de soledad.
Mi pañuelo estaba empapado, y por mi rostro, sin
embargo, rodaban las gotas salobres de sudor.
-¿Por qué no te quitas ese adefesio de chaqueta?
-me preguntó el viejo Parra.
Él estaba en mangas de camisa, enseñando su torso
lleno de arañas velludas.
-¿No quieren sacarse esas chaquetas hediondas?
-preguntó Juan, el mayor.
-Bueno, bueno -dijo Álamo aliviado.
También se sacó el chaleco de fantasía.
Encendimos cigarrillos y bebimos algo más.
-Vayan a buscar un poco de hielo picado para ponerle
al vino -dijo Parra el viejo-. Este vino se entibió.
-Ve tú, Lucho -dijo el mayor.
Cuando Lucho regresó, ya habíamos vaciado otras
tres botellas y media de vino blanco. Creo que no
estaba tibio.
-Nadie nos visita nunca -dijo el viejo Parra-.
Tenemos que echar la casa por la ventana para
celebrarlos.
-Sólo Guillermo viene a veces -se quejó el mayor-.
Creo que viene por Elisa. Pero si los sorprendo juntos
le romperé el alma al tal Guillermo. Le romperé los
huesos y el hígado, como que hay Dios...
-Guillermo es un buen muchacho -dije-. Precisamente
ahora veníamos a pedirles, como favor especial...
-¿Bueno? -gimió el menor abrumado por el peso
horrible del adjetivo. Estaba triste y desconsolado-
No hablemos más de él. También yo le romperé el
alma. Me debe el herrado de tres mulas. Me las
trajo una mañana tempranito, casi al alba. "Vamos,
Lucho, ponle herraduras a estas condenadas mulas.
O no podré repartir el pan". Lo hice. "Te pagaré esta
misma tarde", me dijo. "Está bien", le dije yo. "Es
poca cosa. Te pagaré esta tarde. Esta misma tarde,
sin falta, sin falta. Ya verás". "No importa", le dije
yo, "cuando tú digas". "Entonces te digo que esta
misma tarde". Pero todavía no veo ni la sombra del
dinero. Tramposo y tan lleno de pretensiones el
condenado. Se cree inteligente y no es más que un
saco de trampas y un estúpido. Se cree elegante y
no es nada más que un vanidoso. Hay que romperle la
cara con un fierro.
-Hablando de eso -dijo Álamo-, precisamente esta
tarde lo encontramos. Nos pidió que le pagáramos las
herraduras y el trabajo. Se lamentó amargamente
de haber sido tan descuidado. "Con lo que aprecio a
los Parra!, me dijo, "y habérseme olvidado de esa
deuda", "¿Cuánto es?
-Seis pesos -dijo el menor estirando la mano.
Álamo le alcanzó los seis pesos. El menor los guardó
en el tobillo derecho del pantalón.
-Aún he de romperle los huesos, si lo sorprendo con
la Elisa.
-Tiene buenas intenciones. Tiene muy buenas
intenciones -dije, sabiendo que defendía una causa
perdida.
-¿Cómo lo puedes saber tú? Tú no tienes hermanas.
Huillermo ha corrido detrás de todas las muchachas
del pueblo, como caballo en celo. Las embauca con
palabras bonitas y por la noche va a la cama de la
sorda Luisa, la casada con Eleuterio, el que reparte
el agua. Guillermo es un mal bicho, Pedro. No te fíes
de él. Hay que romperle el alma.
¡Qué de sorpresas! Con su cara de querubín no lo
creía capaz de correr detrás de ninguna mujer con el
permiso para el matrimonio en la mano. ¡Y en
negocios poco santos con las sorda Luisa!
-¡Qué los piojos se coman al tal Guillermo! -dijo Juan.

Amén -pensé.
-No me fío de él -dijo el subdelegado vaciando su
vaso y volviéndolo a llenar-. No mucho, por lo menos.
Y tú, Pedro, ¿te fías de Guillermo?
-Sí -dije yo vaciando mi vaso-. Es un muchacho digno
de confianza. Precisamente esta tarde hablábamos
con él. Nos encargó que nos tomáramos la molestia
de solicitar a usted, señor Parra, que le hiciera el
honor...
-¿Qué sabe él de honor? -preguntó el viejo- Como
que hay Dios que le retorceremos la porquería de
pescuezo uno de estos días.
Yo recordé entonces, con un estremecimiento de
pavor, a Jacinto Lau. Jacinto estuvo tres meses en
el hospital de Antofagasta. Tuvo la ocurrencia de
vender a los Parra cuatro kilos de carne pesados en
la balanza para el público. Los Parra le habían pagado
cuatro, pero recibieron, como es natural, sólo tres
kilos y medio. El menor de los Parra casi los mata.
Ésa es historia clásica en Pampa Unión.
Estuve a punto de volverme a casa de Guillermo.
Donde nos estaba esperando, comiéndose las uñas, a
decirle que nuestra gestión había fracasado. Pero el
menor golpeó la mesa con su durísima y peluda pata
de oso.
-¡No se hable más de Guillermo! -dijo-. Bebamos por
nuestras visitas.
Vete a la herrería a concluir la reja de los Taborga.
Después te lavas bien el hocico y vuelves.
-No quiero. ¿No ves que tenemos visitas?
-Obedece a tu querido padre, Lucho -dijo Juan, el
maypr.
-¡No se hable tampoco más de la reja de los Taborga!
¡Estamos comenzando una fiesta! No me perdería un
minuto de ella por nada en el mundo.
La pata de oso esta vez hizo saltar las botellas y
derramó un vaso. Algunas gotas cayeron sobre la
chaqueta de Guillermo. Pero no me impactaba mucho
ya la chaqueta de Guillermo. A ser franco, hasta
Guillermo estaba comenzando a importarme poco.
El viejo Parra se levantó con dignidad. Agitó un puño
del tamaño de un yunque ante las narices de su
Benjamín.
-Esos no son los modales que te he predicado tanto,
Luchito. Le has manchado el disfraz a Pedrín. Anda a
concluir esa reja. Si quieres volver a sentarte entre
nosotros tienes que aprender a comportarte como un
caballero.
-Me c... en la reja y en los caballeros -dijo Lucho.
El puño del viejo se hundió hasta la muñeca en el
vientre del muchacho. El menor se dobló en dos,
pálido y sudoroso.
-¿Quieres más? -preguntó el mayor.
-Iré a ver esa reja, maldita sea. Ya me la pagarás,
viejo c...
Salió volcando sillas y blasfemando.
El viejo Parra gruñó, frotándose los nudillos. Su cara
peluda y fea se cubrió con un manto de melancolía y
de un vago asombro.
-Es difícl educar a los hijos -suspiró finalmente.
El subdelegado estaba rígido en su silla. Gotitas de
transpiración le perlaban el bigote y la frente. Casi
se las podía ver apareciendo una a una sobre la piel,
si uno prestaba atención:
-Volviendo a lo nuestro -dije con timidez-, y para
concretar. Nosotros veníamos...
-Bebamos primero -propuso Juan-. El incidente ya
pasó. Lucho es muy impulsivo. ¿Recuerdan ustedes a
Jacinto Lau? Quería colgarlo de los ganchos esos, de
la carnicería. Como si fuera un novillo. Y abrirlo
después en canal.
-Tuvimos que golpearlo con el hacha para que lo
dejara -dijo Parra reminiscente-. No puedo imaginar
un muchacho más difícil.
Una delgada tela de preocupación dio características
casi humanas a su rostro de orangután.
El vino estaba fresco y llenamos los vasos para
volverlos a vaciar. El mayor sirvió otra vez
generosamente. Pronto hubo de salir a buscar otras
botellas. El menor golpeaba con energía y violencia
sobre el yunque.
-¿De modo que viajarán? -preguntó el viejo.
-No, no. El subdelegado es un bromista. La verdad es
que veníamos por encargo de...
El viejo soltó un terno. Su vaso estaba vacío. Tomó el
del menor y lo vació.
-¡Luchooo! ¿No llegarás nunca con ese maldito vino?
-¡Ya voy! -gritó el mayor desde el comedor.
En efecto, vino pronto. Dejó las botellas frescas
sobre la mesa y alineó las vacías contra la pared.
-Para el cumpleaños de Elisa -recordó Juan-, nos
tomamos setenta y seis botellas. Y treinta de pisco.
¿Te acuerdas, viejo? Dos días después buscando un
caño de pulgada y media, encontramos a Lucho
durmiendo aún.
-¡Ésa sí que fue borrachera! -comentó el viejo. Sus
ojillos brillantes de cerdo se llenaron de malicia-.
Una borrachera impresionante, la pura. ¿Te acuerdas
de la viuda?
-¿Y cómo no! -dijo Juan.
-Hasta ahora hemos vaciado doce apenas -dijo el
viejo suspirando. Su voz era nostálgica-. Y ahora
también somos cuatro.
Cuando el menor concluyó la reja de los Taborga y
apagó la fragua y se lavó, el número de botellas
vacías se había triplicado. Lucho entró
humildemente. Se sentó al borde de la silla y se
bebió dos vasos casi sin respirar. Luego, al advertir
el aspecto triste y reprochador del viejo pidió
excusas y nos sirvió a todos.
-Salud, pues, -dijo sin rencor.
Dos horas más tarde el viejo y Álamo improvisaron
una danza. Obscurecía. Por las ventanas abiertas se
veía discurrir la noche sobre la agonía crepuscular.
El viejo Parra se había sacado la camisa.
-¡Toca más fuerte, muchacho! -gritó a Juan.
Bailaban una extraña mezcla de vals y pavana.
Juan arañaba la guitarra con entusiasmo.
Tomé al menor por el hombro.
-Tu padre dices que eres muy impulsivo. Pero yo
creo, y lo diré en todas partes, que tú eres el mejor
de los grandes Parra.
Al hombrón se le enrojecieron las mejillas de placer.
-No soy malo. Algo blando de estómago, todavía.
-Eres el mejor de los Parra. Y los Parra son siempre
los mejores hombres que pisan la pampa.
-Tú eres inteligente -dijo el menor-. Siempre
hablamos de ti. Eres inteligente. Yo tengo fuerza,
per tú tienes cabeza. Cuando seas presidente y
necesites el auxilio de tres hombres fuertes, ya
sabes a quiénes acudir.
-Gracias, pro no seré presidente.
-Pero regidor serás. Y de los buenos. Acuérdate de
mí.
-Si alguna vez llego a ser regidor, tú serás el
Ministro de Guerra de mi Gabinete.
-No embromes -me dijo, ruborizándose-. Pero me
gustaría ser portero. De esos que usan trajes con
galones. Me vería guapo con uno de esos uniformes.
-Tú eres el mejor de los Parra -repetí-. ¿Cómo vas a
ser portero?
Sentía que entre el menor de los Parra y yo se
creaban lazos de amistad firmes e indestructibles.
Me enternecía frente a su cara de mono joven. Le
palmotée afectuosamente las espaldas.
El mayor dejó la guitarra. Se frotó las manos con un
pañuelo de seda verde. Llenó los vasos y sonrió sin
motivos.
-Se pone buena la fiesta, ¿verdad? Si seguimos
juntos tomando como hasta ahora pasaremos de las
cien botellas, así como vamos. Mejor que para el
cumpleaños de Elisa. Buena idea la de ustedes, de
visitarnos. ¿Cómo se les ocurrió una idea tan
espléndida? ¿Cuándo pensaron en ello?
-Venimos de parte de ...
-Me c... en mi tía. Da gusto ver al subdelegado tan
contento.
-Fue Gui...
-Me c... en mi tío. Mi viejo es el carajo más grande la
pampa. Y hay hartos carajos en la pampa.
Inútil. No parecía el momento adecuado para
explicar las intenciones de Guillermo. La naturaleza
de nuestra misión. Habría que avisarle.
-Deberíamos comer algo -propuse-. Iré a buscar un
asado grande, grueso y jugoso al hotel de Hoja.
Prepara bien la carne ese Hoja cochino.
Pensaba en Guillermo. Habría que avisarle. Se va a
comer las uñas y los dedos y el brazo hasta el codo,
me dije. Mientras preparan el asado en el hotel iré a
su casa de una escapada.
Pero el menor, con gran afecto, se abrazó a mi
cuello.
-Iremos juntos -dijo-. Y siquieres que le rompa el
alma a alguien no tienes más que decírmelo. Iremos
juntos, Pedrín.
-No seas bruto -dijo el mayor-. No piensas sino en
cascar a alguien. A cualquier fulano. Un día de
quitaré esa mala costumbre a fierrazos. Iremos los
tres.
Cuando salimos, apenas si soplaba el viento. Estaba
oscuro. A lo lejos, entre los cerros negros, brillaban
las luces de las oficinas. El silencio, agudizado por un
perro que ladraba, me oprimió el vientre.
Mientras preparaban la carne en el Hotel de Hoja,
nos bebimos dos botellas más. Pero estábamos casi
sobrios y muy alegres cuando regresamos a la casa
de los Parra.
Por demonio y medio, pobre Guillermo, no le pude
avisar. Y el viejo había dejado la pavana y se
empeñaba en danzar una alegre jiga marinera. ¿Cómo
podía perderme la jiga? Y pocoi después estábamos
cantando todos. Aquello de:
Ay Josefina, su tú supieras
la mala noche
que yo pasé.
Elisa preparó la mesa. Se dio maña para mirarme con
un profundo reproche. Encogí los hombros, preso de
la más aguda desesperación. Espera un poco aún, le
dije moviendo los ojos y manos. Una lucecilla de
esperanza le bailó en la sonrisa. Que no sea mucho,
rogaron sus gestos.
-¡Ea, a la mesa, a comer, compadres! -gritó el viejo.
Todavía empeñado en bailar esa jiga marinera
maldita.
Casi al amanecer el subdelegado, Parra el viejo y
Parra el menor bebían plácidamente. Yo había
comenzado a derramar el vino bajo una silla hacía ya
una hora. Juan Parra había salido por unos instantes
a explorar el gallinero. Quería ubicar las tres
gallinas más gordas. El viejo tenía el antojo de comer
una cazuela.
-Nosotros veníamos, señor Parra... -recomencé
-¿Sí? -preguntó el viejo sin ninguna curiosidad
malsana.
-Llámalo viejo Parra -dijo el menor-. Podría ser tu
bisabuelo y tú casi eres de la familia ya.
-No te ganes otro golpe, muchacho.
-Esta vez no me pegarás, viejo. Yo soy el mejor de
los Parra.
-No hay que ponerse violento, Lucho, por la madre
-dijo el subdelegado reconfortándose con un largo
trago-. Abre otra botella, que ésta se acaba.
-Que no me jorobe, entonces. Yo soy el mejor de los
Parra. Pregúntale a Pedrín. ¿Qué dices tú, Pedrín,
hermano?
Hícele señas a Álamo. Era el momento de hablar.
Álamo se compuso la garganta y escupió con
ceremonia.
-Mira, viejo -dijo mirando a su vaso-, la verdad es
que Elisa está ya en edad de... hmmmprrr... casarse,
¿no?
.Sí, sí -dijo el viejo poniéndose de pie con grandes
esfuerzos. Buscó cigarrillos en un paquete vacío. Se
palpó los bolsillos para ubicar otro lleno. Finalmente
encendió uno-. Estas gallinas no llegan nunca. ¡Tengo
unas ganas de comer cazuela...!
Sí, sí, llegan -dijo el mayor entrando a la galería.
Todas las cosas de los Parra eran descomunales. Las
gallinas parecían avestruces: tenían un aspecto
deplorable y unos ojillos malignos, pero se veían
gordas y relucientes.
-No hay nada como una cazuela de gallina -opinó
Lucho.
-Has hablado la Biblia. Sigues siendo, lejos, el mejor
de los Parra.
-Salud, señor presidente.
-Salud, señor ministro.
Así olvidamos a Guilermo. Cuando el sol reapareció
sobre la tierra azul de la madrugada, estábamos
celebrando la sexta docena de botellas vacías. El
menor había decidido que un momento de descanso
mejoraría su aspecto de oso triste y roncaba
plácidamente en un rincón.
-Cuando hayamos vaciado cien botellas de vino
comenzaremos con el pisco -propuso Juan con
optimismo-. Tendremos, alguna vez, que sobrepasar
las setenta y tantas del cumpleaños de Elisa -el
mayor parecía un simio limpio de bichos-. ¿Quieren
pisco?
-Yo quería decirle algo. Viejo. Algo a propósito de
Elisa. Algo... -suspiró el subdelegado-, pero ya no
recuerdo qué. ¿Te acuerdas tú, Pedro?
-No -le dije con honradez-. No recuerdo qué.
A las diez de la noche, trepando por la tapia del
fondo, pude huir de la casa de los Parra e ir a ver a
Guillermo.
-Estás borracho -dijo con frialdad al verme-. ¿Qué
se hizo mi chaqueta? ¿Qué dijo el viejo sobre el
matrimonio? ¿Cómo pueden haberme tenido sobre
ascuas dos días consecutivos?
-La chaqueta está en casa de los Parra. Se ha
ensuciado un poco porque Juan la usó para cazar una
gallinas. Pero está intacta. Casi mejor que nueva. Yo
vine a prevenirte. Eso está comenzando. Vete a
dormir y mañana, por favor, pasa donde Antonio
Robles. Dile que no podré trabajar esta semana.
-No puedo dormir. No quiero dormir. ¿Qué han
estado haciendo ustedes? ¿Qué dice el carajo del
viejo sobre el matrimonio?
Presa de un odioso frenesí se paseaba por la pieza a
grandes pasos, tirándose los dedos para hacerlos
sonar, mesándose los cabellos. Me pareció repulsivo
su egoísmo.
-Casi nada de tu asunto. No hemos enterado al viejo
aún de tus proyectos. En cambio al menor ya lo tengo
domesticado. Ya juró que no te rompería los huesos.
Que sería tu amigo para siempre. No te olvides de
avisar al viejo Antonio Robles.
¿Y eso es todo?
-Eres un ingrato -repliqué hipando-. Eso eres. Un
ingrato. Un torpe, odioso y... un porquería de ingrato.
¿Con todo el sacrificio que hemos hecho por ti?
Mañana hablaremos con el viejo. Cuando lo hayamos
ablandado. Cuando haya bebido lo suficiente. La
tarea de convencerlo es difícil y requiere mucho,
pero mucho tacto. Tiene sentimientos delicados el
viejo bribón. No te preocupes. Dios te dio dos
padrinos de categoría.
Guillermo se cogió la cabeza con ambas manos.
Yo le golpée la espalda afectuosamente y salí
corriendo. Había que apresurarse, Juan, el mayor,
tiene una excelente mano para los asados.
Mientras corría, pensaba: "Este Guillermo es un
ingrato. Es un maldito ingrato. Este Guillermo es un
ingrato de porquería".

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