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La nada

A veces uno se cruza con unos ingenuos enternecedores que buscan la nada. Los que practican, por
ejemplo, el budismo nihilista, o cosas así. Los que pretenden, quizás, dejar la mente en blanco. Y, aunque
parece algo difícil de encontrar, la nada está a la vuelta de la esquina. Está acá nomás. Cualquiera puede
desembocar en ella de puro distraído o de imprudente entusiasta. La cosa no es ir, sino volver. Porque
cuando uno dobla esa esquina, lo primero que advierte es que ya no hay esquina. En la nada no hay
esquinas ni puertas. Aunque hayas acabado de pasar la puerta, aunque la tengas justo a tu espalda, ya
no es tan fácil volver como quizás te hayas imaginado estando de este lado. Y no es, estrictamente
hablando, porque no haya esquinas ni puertas en la nada. La nada no es el vacío, porque el vacío,
también es algo. No es tampoco un espacio infinito donde uno flota beatíficamente. Está llena de
“cosas”. El problema es que ninguna tiene nombre. No significan nada. Y cuando uno deja de saber si
algo es puerta o esquina o la boca del lobo, ahí es cuando adviene el verdadero terror. El pánico del no-
significado. Y uno no puede “volver” porque tampoco hay atrás o adelante. Por eso también ya no puede
decir que la puerta está a la espalda, porque ya no hay siquiera espalda.

A veces, de este lado, los nombres nos abruman. Sentimos que limitan nuestra libertad. Creemos que si
las cosas no tuvieran nombre podríamos ser más espontáneos. Como cuando éramos niños pequeños,
que un vaso podía ser un teléfono, abajo de la mesa una cueva, o una silla giratoria un plato volador.
Pero eso poco tiene que ver con la nada. Porque para poder hacer esas permutaciones, tenemos que
conocer los nombres del teléfono, la cueva o el plato volador. Uno de los dones que, según el Génesis,
le dio Dios a Adán, es el de nombrar las cosas. El universo humano es un universo de nombres. No existen
para nosotros las cosas de las que ignoramos el nombre. Están perdidas en la nebulosa de lo
indiferenciado. La nada, ese lugar mental en el que todo carece de nombre, es lo más parecido a lo que
podríamos imaginar como infierno. Es la perfecta impermanencia, donde no es posible saber a qué
atenerse. Porque la estabilidad de nuestro mundo humano está dada por los nombres. Heráclito mismo
no hubiera podido decir cosas tan ingeniosas como “no te bañarás dos veces en el mismo río” si hubiera
carecido del nombre “río” entre otros. Puede ser muy seductor decir que todo cambia, acompañado de
un sentimiento subjetivo de profundidad filosófica. Pero eso siempre y cuando las palabras “todo” y
“cambia” sigan significando lo mismo que hace un rato. De ser verdad que “todo cambia” efectivamente,
sería una imposibilidad decir tal cosa.
La nada también es aislamiento. Es imposible crear vínculos donde todo es impermanente. No puedo
comprender cómo alguien, por más individualista que sea, pueda concebir una felicidad sin vínculos.
Hasta el más narcisista necesita de los otros, aunque más no sea para que le validen su pretendida
grandiosidad.

Cierto es que hay nombres que dan pavor. Como por ejemplo el del cáncer o la psicosis. Cosas de las que
algunos preferirían no enterarse. Algunos imaginan que son más felices al ignorar deliberadamente
conceptos como desnutrición infantil o injusticia social. Prefieren vivir en un mundo de hadas donde no
hay torturadores ni psicópatas. Otros, sin poder llegar a negarlos, los funden en la bruma de la
relatividad. Creo, sin embargo, que todo eso sería mucho más horrorífico si no pudiéramos nombrarlo.
Nombrar algo, si es malo, lo acota, lo delimita. Impide que contamine todos los rincones de la experiencia
vital. Pone las bases para intentar resolverlo. La negación, se sabe, es un parche más patológico que la
patología que pretende emparchar. Lo innombrable es ominoso justamente por eso. Porque está tan
difuminado que uno es incapaz de decir dónde empieza o termina. Ponerle nombre a un monstruo es el
primer paso para domesticarlo.

Otra ilusión nihilista es la de aspirar a un perpetuo presente. No sé si pueda imaginar algo más
enloquecedor que no poder diferenciar entre ayer hoy y mañana. No poder estar seguro si algo ya pasó
o está por pasar. Si esta vigilia terminará o nunca empezó. Cuando uno quiere ir a dormir, es importante
saber si ya salió de la cama. Más importante aún, saber si ya se había despertado en algún momento.
Muy inquietante debe ser tener sueño sin saber si uno está ya despierto. Es como querer volver sin estar
seguro de haberse ido. Lo cual sería inevitable si no hay dónde ni cuándo.

Porque si nada tiene nombre, no puede haber tampoco manera de distinguir lo mejor de lo peor. Y si
uno no puede diferenciar el culo de la boca, inevitable es que, tarde o temprano, termine comiendo
mierda.

Pablo Berraud

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