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Picó
Catedrático de Sociología de la Universidad de Valencia
Enric Sanchis
Profesor Titular de Sociología de la Universidad de Valencia
SOCIOLOGÍA Y SOCIEDAD
SEGUNDA EDICIÓN
Índice
Anexo
Clases prácticas
I. Análisis de la prensa diaria
II. Comentario de texto
III. Fuentes estadísticas
IV. Biblioteca
Créditos
NOTA A LA SEGUNDA EDICIÓN
Hace unos años apareció la primera edición de este libro, que se presentaba
como un curso de introducción a la Sociología, es decir, al conocimiento de
algunos aspectos importantes que vertebran el comportamiento humano en la
sociedad.
En la revisión y ampliación de esta segunda edición hemos procurado corregir
algunas de sus limitaciones, y sin ampliar excesivamente el texto tratamos de
poner al día su contenido y bibliografía, añadiendo un apéndice que puede servir
de orientación para realizar las clases prácticas sobre la materia. En el contenido
hablamos más concretamente de algunos temas de discusión cotidiana, como la
globalización, el problema del medio ambiente, la dominación basada en el
género, los medios de comunicación actuales o los nuevos movimientos sociales,
sin restar protagonismo a lo que nos parece que es el cuerpo central de la
disciplina, al que hemos incorporado algunos de los escritos más recientes. En el
apéndice dedicado a las prácticas sugerimos ideas que nos han sido útiles a lo
largo de estos años para completar la formación de los estudiantes y ponerles en
contacto con los problemas reales de la sociedad moderna.
El resto del libro, tanto la presentación como los temas elegidos, nos parece
que continúa teniendo validez, aunque somos conscientes de que su enfoque
difiere del que presentan otros textos, y su didáctica se aleja sobre todo de los de
inspiración funcionalista, tanto por la lógica de exposición como por su carácter
instrumental y pedagógico.
PRESENTACIÓN
BIBLIOGRAFÍA
Siguiendo el hilo lógico del capítulo anterior queremos observar que a las tres
formas distintas de aproximarse a la realidad social desde el punto de vista
metodológico corresponden tres formas de entender la sociedad, sus estructuras
y su evolución. Nosotros vamos a referirnos a tres autores clásicos que se
suceden en el tiempo; que son K. Marx, E. Durkheim y M. Weber, aunque
precursores y fundadores de la sociología hay algunos más. Cada uno de ellos
tiene un enfoque distinto sobre la formación, composición y evolución de la
sociedad industrial capitalista, sobre el desarrollo del proceso de
industrialización, sobre el papel o la función que desempeñan las instituciones
económicas y políticas en la sociedad y, en general, sobre las relaciones sociales
y la conformación de los grupos humanos.
Max Weber vive en la sociedad alemana entre los siglos XIX y XX. Alemania
acababa de terminar su unidad política y sufrió por esos años un proceso de
industrialización más rápido que Inglaterra y Francia, con la diferencia además
de que había sido impulsado fundamentalmente por el Estado a través de un
aparato burocrático consistente.
Aunque su obra es muy amplia y sobrepasa el breve comentario que haremos
aquí, vamos a resaltar algunos de los aspectos más importantes de su aportación.
Estos aspectos son: su concepción de la génesis y formación de la sociedad
capitalista, su discrepancia con otros autores respecto a la definición y el
procedimiento de la sociología para leer y entender la sociedad y su tesis sobre la
organización racional.
A diferencia de Durkheim que consideraba la sociedad como una unidad
moral y la sociología como una ciencia cuyo campo de acción era el estudio de
los hechos sociales como entidades morales empíricamente observables y
medibles, y a diferencia también de Marx para quien la sociedad era una
estructura de dominación basada en el proceso productivo y la tarea de la ciencia
social era desenmascarar y denunciar su mecanismo de funcionamiento para
llegar a una sociedad más justa e igualitaria a través de la lucha de clases, para
Weber la sociedad es el resultado de la acción del individuo y de los grupos
sociales, quienes mediante su comportamiento racional en persecución de fines
muy diversos generan una estructura organizativa cada vez más burocratizada. El
problema de la sociedad capitalista, más que la falta de consenso en torno a los
valores morales, o la dominación económica de unos hombres sobre otros, es la
aplicación de un proceso continuado de racionalización a todas las estructuras
sociales y formas de convivencia humana, que en lugar de liberar al hombre lo
convierten en su esclavo.
En su diálogo con la obra de Marx sobre el nacimiento y formación de la
sociedad capitalista en la que ahora vivimos su tesis básica es que las creencias y
valores que profesamos, es decir la conciencia del hombre en términos
marxistas, no está formada por meras superestructuras ideológicas como
resultado de un proceso productivo que la condiciona sino que tiene una
autonomía fundamental en la formación de los grupos humanos y la
construcción de la sociedad, y que esta conciencia, valores y creencias sirven
como guía que impulsa la acción humana.
En su obra La ética protestante y el espíritu del capitalismo trata de mostrar
que la formación y acumulación del capital tiene su origen en el comportamiento
valorativo de un grupo determinado de personas y no en el simple crecimiento
global de la economía y en las ansias explotadoras de la burguesía, rechazando
así la visión economicista y monocausal de Marx. Lo que caracteriza a esta
forma de capitalismo moderno respecto a otras formas de búsqueda del beneficio
económico que se han dado en épocas anteriores es que ahora prevalece un tipo
ideal de acción social racional orientada hacia la consecución de unos objetivos
que no son meramente económicos sino que tienen una componente valorativa
de tipo religioso.
Para que se dé el capitalismo industrial moderno son necesarias ciertas
precondiciones materiales —y aquí comparte el enfoque marxista— pero que
según Weber actúan como concausas: 1) el desarrollo de la economía monetaria
que facilita el crecimiento de los intercambios, el cálculo aritmético de todas las
operaciones económicas, la contabilidad, etc.; 2) la libertad para el mercado de
trabajo, es decir la posibilidad de contratar obreros; 3) la libre competencia, que
hace posible y obliga a buscar la máxima racionalidad económica y la mejor
relación coste-beneficio; 4) el derecho racional, que permite prever la actuación
de los tribunales.
Ahora bien, ¿cómo se explica que aparezca el sistema capitalista en la Europa
occidental moderna y no en otras partes? Se explica teniendo en cuenta las
condiciones sociales antes citadas, pero sobre todo a partir de las consecuencias
prácticas de la ética protestante y en concreto del calvinismo, con su actitud ante
el trabajo y con su ideario en relación a las actividades económicas que, a
diferencia de la justificación religiosa del sistema de castas indio o de la
concepción católica, no consideraba el trabajo como un castigo, sino como la
búsqueda de la plena realización personal en esta vida y presagio, quizás, de la
futura.
Como observa Giddens, Weber constata un hecho estadístico, y es que en la
Europa moderna los protestantes, en relación con la población total, son el grupo
más numeroso que cuenta con el control y la posesión del capital, que figura en
los puestos más altos de la dirección y entre el personal técnico y comercial
mejor preparado de las empresas modernas. A su vez, en ese contexto las
máximas de Benjamin Franklin habían calado a fondo en la ética calvinista: el
tiempo es oro; el crédito es dinero; el dinero es por naturaleza fecundo y
productivo; quien paga puntualmente es dueño de la bolsa del otro. La habilidad
en la profesión es el alfa y el omega de la moralidad, y esa habilidad se muestra
en lo que se gana. De esta manera, la ética calvinista ensalzaba el trabajo
racional y sistemático en una profesión útil que pudiera interpretarse como
aceptable para Dios. La conducta recta es un signo legítimo de gracia, y el éxito
en una profesión mundana —siempre que sea legítimo— puede también ser
considerado como signo de gracia. Este ideario justificaba al hombre de éxito,
dándole buena conciencia acerca de sus ganancias.
Para estos grupos religiosos la ganancia, en la medida en que era un signo de
gracia, era un fin en sí mismo y no un medio para gozar de la vida. El espíritu
del capitalismo no nació de los que se abandonaban sin freno a la sed de oro.
Contra esto luchó el auténtico capitalismo que concebía el trabajo como una
vocación, un fin en sí mismo.
La consecuencia de este ideario es que las energías religiosas de los grupos
protestantes del centro de Europa tomaron una dirección activa y ascética más
que pasiva y mística. La vocación profesional del individuo consiste en cumplir
su deber para con Dios mediante la gestión moral de su vida de cada día. Esto
manifiesta el énfasis que pone el protestantismo en las tareas y solicitudes
mundanas, lejos del ideal católico de aislamiento monástico y su rechazo de lo
temporal.
Weber consideró la empresa organizada racionalmente como la unidad básica
del capitalismo que estaba orientada fundamentalmente hacia la obtención de
beneficios y hacia la explotación de todas la oportunidades en un sistema de
relaciones de mercado. El beneficio se establecía así como el fin regulador de la
acción cualquiera que fuese el motivo individual último.
Pero así como para Marx esta dinámica competitiva del beneficio generaba un
sistema económico irracional y contradictorio que dividía a los seres humanos
entre propietarios y no propietarios de los medios de producción y entre
dominadores y dominados, de tal manera que sólo el conflicto social y la lucha
por la igualdad nos conduciría a una sociedad socialista sin clases, para Weber el
rasgo central del capitalismo burgués era la organización racional del trabajo
que paulatinamente iba apoderándose e invadiendo todas las actividades de la
vida.
Para Weber el capitalismo moderno no es irracional; por el contrario, sus
instituciones son la propia encarnación de la racionalidad puesto que siempre
buscan la eficacia y la eficiencia de los individuos y grupos que las componen.
Por tanto lo que caracteriza a la sociedad moderna tanto en su versión capitalista
como en la socialista, que preconizan los marxistas, no es la propiedad o no de
los medios de producción, sea de los particulares o del Estado, sino la aplicación
continua y sistemática de la razón al sistema productivo y en general a todas las
facetas de la vida humana en la medida en que en todas ellas se promueve la
eficacia, la eficiencia, la precisión y el cálculo de los resultados.
Esta racionalidad formal aplicada de manera creciente a todos los aspectos de
la vida lleva al crecimiento de la organización burocrática como forma
predominante de relación y organización humana, cuya máxima preocupación es
la eficiencia del sistema, su preservación y crecimiento, aun a costa del bienestar
colectivo, lo cual acaba provocando la despersonalización de las relaciones
humanas y el reduccionismo individualista. Weber está convencido de que esa
racionalización formal del capitalismo industrial es la que impregna poco a poco
el destino colectivo de Occidente, y no la lucha por alcanzar otra realidad
histórica más justa e igualitaria. La dinámica central de nuestra sociedad en la
que el proceso de industrialización hunde cada vez más sus raíces no es la
dinámica de las clases sociales sino la burocratización del mundo.
Con la burocratización y la racionalización no desaparecen la dominación ni
los procesos de concentración del capital o de centralización jerárquica en la
escala social sino que estas formas de organización se aceptan y se consideran
legítimas por todos en aras de la planificación, la previsión y la seguridad de
nuestra vida cotidiana. La división cada vez mayor de las tareas, la separación de
sus contenidos, el sometimiento a una vida cronometrada y, en general, la
programación de todas nuestras actividades, someten la libertad humana en todas
las sociedades occidentales modernas independientemente del sentido que tenga
la dominación en ese mismo proceso productivo. De esta manera ni la sociedad
capitalista ni la socialista tienen argumentos de solución para este desarrollo
imparable. La vida de los seres humanos en este mundo hiperracionalizado se
convierte en una existencia mecanizada, despersonalizada y de una rutina
opresiva.
Por tanto, para Weber la diferencia básica entre la sociedad tradicional y la
moderna (el capitalismo industrial) es que en esta última prevalece la acción
social racional orientada hacia la consecución de unos objetivos, como forma
dominante de la conducta de los hombres y de la formación de los grupos
humanos, es decir una racionalidad formal que se fija en la eficacia de los
medios como su máximo objetivo más que en el valor de los fines. La expansión
paulatina de este fenómeno tanto en la vida privada como en la pública es un
signo evidente del proceso de deshumanización de la sociedad occidental.
En su obra se advierte una profunda preocupación por el hecho de que la
razón, en lugar de convertirse en un instrumento liberador del hombre, se
convierte al final en racionalidad técnica (instrumental), puesta al servicio
exclusivo de la producción y la transformación de la naturaleza, pero no de las
necesidades de los seres humanos como colectividad. Por eso los problemas de
la sociedad moderna no son propios del capitalismo como sistema productivo
sino, de la sociedad industrial y tecnológica moderna y no desaparecerán
tampoco con el socialismo.
A pesar del carácter pesimista de su diagnóstico sobre la sociedad y su
evolución futura, Weber fue siempre un defensor de las posibilidades de la
libertad individual y de la acción social y nos parece que no se le puede
considerar como un determinista histórico. Su opinión sobre la acción social es
que debemos permanecer siempre abiertos a la capacidad creadora de la libertad
humana y, por tanto, a nuevos datos que pueden invalidar una lectura demasiado
condicionada por el momento histórico en que vivimos. Por eso para él es
imposible conocer el sentido de la historia o las leyes que gobiernan la evolución
de la sociedad. Siempre hay un elemento que se nos escapa: la intencionalidad
subjetiva de la acción social. Por tanto es imposible predecir hacia donde vamos.
De ahí que la ciencia social no tenga una finalidad predictiva y moral como en el
caso de Durkheim, ni una finalidad emancipadora o liberadora como en el caso
de Marx.
IV. LA EVOLUCIÓN DE LA TEORÍA EN EL SIGLO XX
A lo largo del siglo XX se han dado otras formas de entender y leer la sociedad
y de analizar el comportamiento de los seres humanos. A casi todos los teóricos
de la sociología les ha unido el interés por conocer cómo se configura el orden
social y cuáles son los mecanismos que impulsan su cambio y transformación.
En esa tarea algunos —como el interaccionismo simbólico— se han limitado a
estudiar la actividad de grupos pequeños dedicando sus esfuerzos al análisis
microsociológico de la vida cotidiana, porque piensan que es en la acción
individual y la interacción humana donde se fragua el núcleo de los intercambios
que dan pie al marco institucional. Otros —que desconfían tanto de las grandes
generalizaciones sobre la sociedad, incapaces de explicar los comportamientos
cotidianos, como de aquellas que reducen su observación a elementos muy
primarios y pierden de vista el marco de referencia en que se desarrolla— han
apostado por describir y explicar las estructuras constitutivas de la conducta
social en grupos e instituciones más amplias, intentando elaborar teorías de
alcance medio. Por último, están quienes no han renunciado a dar una visión
global de la sociedad actual. En este caso el concepto de globalización o
sociedad globalizada se ha impuesto ya como marco de referencia inexcusable
de estas reflexiones y teorías. No se puede entender ya casi ningún aspecto de la
sociedad actual si no es a la luz de un escenario global que se ha constituido
como una red de interconexiones que alcanzan tanto al sistema productivo de
bienes materiales y servicios como al de los intercambios simbólicos a través de
las nuevas tecnologías y los grandes medios de comunicación de masas.
En ese marco las teorías o paradigmas que tratan de leer la realidad social se
han multiplicado. Algunas —el estructuracionismo— han incorporado
elementos novedosos, como los cambios que se han producido en la apreciación
del tiempo y el espacio en la sociedad moderna; o el concepto de reflexividad,
que ha modificado las formas de vida y la actividad de los grupos humanos en la
actualidad, y aventuran un porvenir de transformaciones sociales mayores. Otras
han evolucionado como resultado de la mezcla de elementos ya conocidos, con
la finalidad de salvar los vacíos de teorías precedentes y perfeccionar un cuerpo
de conocimientos capaz de abarcar todos los aspectos de la vida humana. Es el
caso del funcionalismo, que pretende formular un sistema teórico al que no
escape la comprensión de cualquier parcela de la actividad humana; para ello
incluye en su cuerpo teórico desde el estudio de la acción social más elemental
hasta el funcionamiento de la sociedad como macrosistema.
Los tres paradigmas que hemos descrito de manera muy breve en estos dos
primeros capítulos han continuado su andadura con fuerza a lo largo de todo el
siglo XX, pero también han sufrido transformaciones para adaptarse a los
cambios registrados durante todos estos años. El positivismo ha tomado
definitivamente un carácter deductivo abandonando sus orígenes inductivos y
adoptando la teoría como punto fundamental de referencia. El marxismo ha
renunciado al determinismo economicista y ha incorporado elementos de otras
ciencias, como la psicología de masas de Freud (la teoría crítica de la Escuela de
Frakcfurt) y la teoría de los juegos (marxismo analítico), que no había tenido en
cuenta en sus primeros análisis, muy condicionados por el momento histórico en
que apareció. Por último, la sociología comprensiva se ha diluido en otros
muchos paradigmas, porque ha sido adoptada por teorías que en un principio la
consideraban como excesivamente subjetiva y cargada de humanismo.
Acercándonos un poco más al desarrollo reciente de cada uno de estos tres
paradigmas, los positivistas coinciden en que la ciencia funciona mediante la
inferencia deductiva de hipótesis empíricas a partir de una teoría, inferencias que
han de probarse empíricamente, pero todavía existen entre ellos diferencias
importantes dentro de este postulado general que todos aceptan. Algunos
prefieren la verificabilidad como criterio de validez del conocimiento, mientras
que otros se remiten solamente a la falsación de las pruebas o argumentos. Para
los primeros un enunciado es verificable si se encuentran pruebas empíricas que
lo confirman, sin embargo para los otros este argumento no es suficiente porque
lo que hay que averiguar es su falsabilidad, y será falsable si su estructura lógica
nos permite hallar pruebas en su contra.
Esta corriente defiende todavía la unidad del método entre las ciencias
naturales y sociales; por tanto, estas últimas se han de fundamentar también en la
observación de los hechos y la causalidad, es decir en la regularidad de los actos
accesibles al observador que son susceptibles de ser explicados y previstos. Sin
embargo, para los positivistas el conocimiento de la acción social no nos permite
juzgar qué tipo de medios son los más apropiados para alcanzar determinados
fines, porque esa decisión está en función de la escala de valores de cada persona
o grupo social, y la ciencia no se pronuncia sobre los valores, que pertenecen al
ámbito moral o político. En ese sentido el positivismo del siglo XX se ha
distanciado de sus orígenes. Recordemos que para Comte la sociología era una
ciencia que debería servir para conocer la sociedad con el fin de prever el
comportamiento humano y controlar los cambios tan radicales que se estaban
produciendo en la sociedad francesa de su tiempo.
Recientemente dos autores han contribuido a la renovación de esta corriente
positivista: C. Hempel y K. Popper. El primero con su aportación del método
deductivo-nomológico, que parte de una lectura teórica de los hechos de la que
se deducen hipótesis que han de ser sometidas a comprobación. El segundo con
el postulado de la falsabilidad, que implica que las teorías sólo pueden
considerarse científicas en la medida en que las hipótesis que se deducen de ellas
sean susceptibles de ser falsables. Esto constituye un ataque directo a las lecturas
de la sociedad que, como el marxismo, contenían elementos imposibles de
demostrar, como su historicismo (la predicción del sentido de la historia) o su
método materialista y dialéctico que determinaba las leyes evolutivas del
desarrollo social, entre otros motivos porque mezclaba hechos y valores, y
postulaba fines emancipadores para toda la humanidad.
Éste es uno de los aspectos más importantes que diferencia el positivismo del
marxismo e incluso de otras corrientes de pensamiento, para las cuales los
valores son inseparables de los hechos en la acción social y, por tanto, también
en el conocimiento. En el caso del marxismo esta tesis ha ido siempre unida a la
convicción de que la tarea de la ciencia no es puramente instrumental, es decir
un instrumento cuya utilización está separado de sus fines, sino que va unida a
los valores que más se ajustan a su visión de la condición humana (libertad,
igualdad, solidaridad, etc.) y, por tanto, a la lucha por su emancipación.
Esta corriente de pensamiento, que en su origen había puesto un énfasis
absoluto en el análisis del sistema productivo y las relaciones de producción
como eje vertebrador de la constitución de la sociedad tanto en sus aspectos
materiales como simbólicos, fue criticada ya a comienzos del siglo XX por haber
descuidado otros aspectos fundamentales de la realidad social que no se habían
tenido en cuenta en su lectura inicial, quizás porque la sociedad del siglo XIX que
había analizado Marx había sufrido profundos cambios ya en el primer tercio del
siglo posterior. En esta crítica la Escuela de Frankfurt (Horkheimer, Adorno,
Fromm, Marcuse), se constituyó como un conjunto de estudiosos que iniciarán la
revisión del marxismo tradicional.
Contra el positivismo defendían no solamente la unidad de hechos y valores
sino que la totalidad social debe tenerse en cuenta en el análisis de cualquiera de
sus aspectos, porque si no es así la lectura que se hace es distorsionadora, como
habían hecho también los marxistas ortodoxos al dar un peso excesivo a la
economía. De ahí su insistencia en tener en cuenta la interrelación entre todos los
fenómenos sociales y culturales. Además del trabajo y la productividad hay otros
factores, como los psicológicos (Freud), que contribuyen a conformar la
conducta humana.
Su objetivo principal fue la crítica al orden social desde la tradición marxista,
conscientes del fracaso del marxismo tradicional para explicar la sociedad
moderna, la transformación del movimiento obrero y el ascenso del fascismo.
Para ellos el mundo del trabajo ha sido permeado por los valores del capitalismo
y éste es capaz de resolver todas las contradicciones que subyacen a su lógica de
desarrollo a través de los nuevos medios de comunicación.
Cuando la expresión humana queda encerrada en el ciclo producción-
consumo, los hombres perdemos nuestras características más humanas en un
proceso de alienación y dominio. Ahora bien, la relación entre las fuerzas
productivas y las relaciones de producción ha cambiado de tal manera que estas
últimas se han modificado profundamente y en lugar de subordinarse a las
primeras han tomado el protagonismo de la sociedad moderna. Estas relaciones
sociales, separadas en parte del proceso productivo, están configurando una
sociedad en la que cada vez tienen más peso las relaciones extralaborales,
simbólicas y culturales en el amplio sentido de la palabra. De ahí la importancia
que van tomando los medios de comunicación de masas y la industria cultural en
general, que invaden todos los aspectos de la vida humana y se convierten en
instrumento de dominio no sólo a través del consumo de bienes sino de
imágenes, ideas y representaciones sociales.
En ese sentido a la cultura se le deben aplicar también las categorías marxistas
de producción, distribución y consumo, porque a través de la industria cultural la
conciencia de las masas es distorsionada, hasta el punto de destruir la capacidad
crítica de las personas con el fin de manipularlas. Por eso la cultura popular no
supone una democratización de la cultura sino que obedece a las leyes del
mercado y los mandatos ideológicos del poder establecido. Los objetos
culturales y los símbolos se convierten en mercancías, se les vulgariza y con ello
se hacen cómplices de la ideología dominante. De esta manera incorporan al
marxismo el análisis de la psicología de masas de Freud para estudiar los
fenómenos sociales que había aparecido a comienzos del siglo XX y llegan hasta
nuestros días.
Por su parte, el representante más significativo de la sociología política en el
siglo XX ha sido el francés Raymond Aron, que sigue los pasos de la herencia
francesa y la sociología weberiana. Aron toma de Weber sus aspectos
metodológicos más importantes: frente al enfoque unilateral y determinista del
marxismo, que considera las causas económicas como la variable determinante
del desarrollo, afirma que el desarrollo de las fuerzas y formas de producción
capitalista se debe no a uno sino a diversos factores sociales y culturales; y
contra la coacción durkhemiana de los hechos sociales opone el protagonismo
subjetivo de la acción social, privilegiando la acción política como elemento
decisivo del quehacer histórico.
Para este autor la originalidad de la contribución weberiana se manifiesta en
su empeño por clarificar las características de la acción social cuyo análisis es
necesario para abordar el conocimiento de la historia. Para él las ciencias de la
cultura (sociales) son indispensables para emprender cualquier acción. La
ciencia nos capacita para descubrir lo que podemos hacer, no lo que debemos
hacer, nos puede dar una idea de las finalidades que pretendemos y de las
razones de nuestras preferencias.
Aron, cuya obra se desarrolla entre 1950 y 1980, dedica buena parte de su
trabajo al análisis de la sociedad industrial moderna y se opone a las tesis del
análisis marxista que defienden la contradicción entre trabajo y capital, la lucha
de clases y la destrucción del Estado como elemento reproductor de la
desigualdad. Para él tanto el modelo de sociedad capitalista como el socialista se
asentaban sobre los mismos cimientos —el desarrollo tecnológico, el
crecimiento de la producción, la inversión en infraestructuras, la apropiación de
la plusvalía, etc.— y tenían por tanto un denominador común. La diferencia
fundamental estaba en el régimen de libertades y la democracia política, que
para Aron constituían los elementos fundamentales de la sociedad moderna. Son
las estructuras políticas, su autonomía y su capacidad de cambio, los elementos
que más afectan a la existencia humana y al desarrollo de la sociedad. La
política ejerce sobre el conjunto de la sociedad una influencia dominante. La
sociología ha de priorizar el estudio de la acción política y sus consecuencias
sobre la estructura y el cambio social.
En línea con la tradición francesa de Montesquieu y Tocque- ville prioriza los
aspectos políticos y culturales de las ciencias sociales. La política no es
reducible a la economía, tiene sus propias leyes de funcionamiento y desarrollo
aunque su autonomía está condicionada por otros subsistemas y circunstancias
culturales. De ahí la importancia del conocimiento de la cultura como conjunto
de elementos que conforman y condicionan la acción y las instituciones de todas
las sociedades.
BIBLIOGRAFÍA
La palabra cultura, tal y como nos ha sido legada por la tradición clásica,
significa el cultivo espiritual del individuo que aspira a desarrollar sus
potencialidades mentales. Decimos que una persona es culta cuando apreciamos
en ella una serie de conocimientos y valores que sobresalen del denominador
común de los demás. Pero la palabra cultura también se aplica a los distintos
pueblos y colectividades, en los que observamos diferencias de comportamiento
religioso, político o institucional como resultado de su tradición histórica.
Decimos de ellos que son culturalmente diferentes. Diferenciamos así no sólo las
culturas antiguas (Egipto) de las modernas (América) sino que aun dentro de
estas últimas sabemos distinguir las mediterráneas de las sajonas. Así pues, lo
que Cicerón llamaba cultura animi, es decir la necesidad que experimentan los
seres humanos de cultivar su espíritu y perfeccionarse mediante el desarrollo de
sus capacidades, se distingue conceptualmente del cultus vitae, que son las
múltiples manifestaciones materiales y simbólicas con las que un pueblo regula
sus formas de vida y alcanza una originalidad que lo distingue de otras
sociedades o pueblos.
Esta última definición de cultura, que ha tenido un desarrollo plural a lo largo
de los siglos, fue retomada por la antropología primero y más tarde por la
sociología. El antropólogo E. B. Tylor (1865) fue el primero en fijar una
definición más moderna al afirmar que la cultura tomada en un sentido
ampliamente etnográfrico es «aquella totalidad compleja que incluye el
conocimiento, la creencia, el arte, la moral, el derecho, el vestido y cualquier
otra capacidad o hábito adquirido por el hombre como miembro de una
sociedad». Con esto dio una definición de cultura que comprendía no solamente
las actividades específicamente intelectuales, como la religión, el saber
científico, el arte o el derecho, sino también, las costumbres, las formas
organizativas y las realizaciones materiales, como el vestido y todos los demás
objetos de la vida diaria de un pueblo. Esta extensión del concepto permitía
estudiar y comparar unas culturas con otras y los pueblos primitivos con los
modernos.
Ahora bien, el concepto de cultura se ha enriquecido posteriormente hasta el
punto de que en 1952 Kroeber y Kluckhohn analizando ciento sesenta
definiciones utilizadas por sociólogos, antropólogos, psicólogos y otros
científicos sociales llegaron a la síntesis de definirla «como un conjunto de
modelos de comportamiento, tanto implícitos como explícitos, adquiridos y
transmitidos a través de los símbolos que constituyen el patrimonio de los grupos
humanos incluyendo sus representaciones materiales y artísticas».
1. ASPECTOS MATERIALES
2. ASPECTOS SIMBÓLICOS
BIBLIOGRAFÍA
I. EL PROCESO DE SOCIALIZACIÓN
1. PRIMERA ETAPA
2. SEGUNDA ETAPA
3. TERCERA ETAPA
II. La primera infancia de los dos a los siete años.Con la aparición del
lenguaje las conductas se modifican profundamente en su aspecto afectivo e
intelectual. Además de todas las acciones reales o materiales que es dueño de
efectuar al igual que durante el período precedente, el niño es capaz, mediante el
lenguaje, de reconstruir sus acciones pasadas bajo la forma de relato y de
anticipar sus acciones futuras mediante la representación verbal. De ello se
derivan tres consecuencias esenciales para el desarrollo mental: un posible
intercambio entre individuos, o sea, el principio de la socialización de la acción;
una interiorización de la palabra, o sea, la aparición del pensamiento
propiamente dicho, que tiene como soportes el lenguaje interior y el sistema de
signos; finalmente, y de forma primordial, una interiorización de la acción como
tal, que de ser puramente perceptiva y motriz, pasa a reconstituirse en el plano
intuitivo de las imágenes y las «experiencias mentales». Desde el punto de vista
afectivo, esto tiene como consecuencia una serie de transformaciones paralelas:
desarrollo de los sentimientos interindividuales (simpatías y antipatías, respeto,
etc.) y de una afectividad interior que se organiza de una forma más estable que
durante las primeras etapas.
El análisis de un gran número de hechos ha demostrado que el niño hasta los
siete años sigue siendo prelógico, y suple la lógica por el mecanismo de la
intuición, la simple interiorización de las percepciones y los movimientos bajo la
forma de imágenes representativas y de «experiencias mentales» que prolongan
de este modo los esquemas sensorio-motrices sin coordinación propiamente
racional.
III. La infancia de los siete a los doce años.En torno a los siete años se
produce un giro decisivo en el desarrollo mental. Desde el punto de vista de las
relaciones interindividuales, a partir de esta edad el niño es capaz, efectivamente,
de cooperar puesto que ya no confunde su propio punto de vista con el de los
demás, sino que disocia estos últimos para coordinarlos. Esto ya es perceptible
en el lenguaje entre niños. Surgen entonces posibilidades de discusión, que
implican la comprensión de los puntos de vista del adversario, y la búsqueda de
justificaciones o de pruebas respecto a la propia afirmación. Las explicaciones
entre niños se desarrollan en el plano del pensamiento y no ya únicamente en el
plano de la acción material. El lenguaje «egocéntrico» desaparece casi
totalmente y las frases espontáneas del niño testimonian en su propia estructura
gramatical una necesidad de conexión entre ideas y de justificación lógica.
Lo esencial de estas constataciones es que, en este doble plano, el niño de
siete años empieza a liberarse de su egocentrismo social e intelectual y es capaz,
por tanto, de nuevas coordinaciones que van a tener la mayor importancia tanto
para la inteligencia como para la afectividad. Por lo que respecta a la primera se
trata, de hecho, de los inicios de la propia construcción lógica: la lógica
constituye precisamente el sistema de relaciones que permite la coordinación de
los diversos puntos de vista entre sí, puntos de vista correspondientes tanto a
distintos individuos como a percepciones o intuiciones sucesivas de un mismo
individuo. Por lo que respecta a la afectividad el propio sistema de
coordinaciones sociales e individuales engendra una moral de cooperación y de
autonomía personal por oposición con la moral intuitiva característica de los
pequeños.
Modos de adaptación Metas culturales Medios institucionales
I. Conformidad + +
II. Innovación + –
III. Ritualismo – +
IV. Retraimiento – –
V. Rebelión – –
Niveles de Fuentes de coacción social Agentes de control Sanciones y
control mecanismos de
social control
Controles Grupos primarios. Aquellos que interactúan con el ego y • Positivos:
informales para los que el comportamiento del amistad, amor.
ego es importante. • Negativos:
desaprobación,
ridículo.
Controles Instituciones legitimadas por la Agentes «legalmente» autorizados. • Positivos:
formales sociedad. Código penal, policía. reconocimiento
público.
• Negativo: cárcel,
tratamiento
médico.
Autocontrol Proceso de socialización por El ego mismo, que examina las • Positivos:
medio del cual el ego forma parte consecuencias. satisfacción,
de las instituciones. autocomplacencia.
• Negativos:
sentido de culpa,
vergüenza, duda.
BIBLIOGRAFÍA
I. CONCEPTOS BÁSICOS
Ya sabemos cuántos somos: más de 6.000 a comienzos del siglo XXI. Sabemos
también cómo hemos llegado a estas cifras: la teoría de la transición demográfica
nos ofrece una explicación muy convincente. Ahora pasaremos revista a algunas
de las características más siginificativas de la población mundial y definiremos
los problemas más relevantes que tiene planteados así como las políticas que se
discuten en los foros internacionales para hacerles frente.
La población del planeta está distribuida de manera muy desigual. Sólo en
China e India —los dos estados soberanos más poblados de los casi 200
actualmente existentes— se concentra el 37 por 100 de la población mundial; y
entre los seis países más poblados —los dos citados más Estados Unidos,
Indonesia, Brasil y Rusia— reúnen el 51 por 100. Si agrupamos todos los países
en las ocho grandes regiones geopolíticas definidas por la ONU y comparamos
la distribución porcentual de la población mundial con la de la riqueza,
obtenemos resultados muy significativos. El conjunto de los países ricos
(Europa, antigua URSS, Norteamérica, Japón, Oceanía y países productores de
petróleo de Arabia), donde vive menos de un cuarto de la población mundial,
dispone de cerca del 85 por 100 de la riqueza. Por el contrario, los países pobres
(Asia oriental menos Japón, Asia del Sur salvo países petrolíferos de Arabia,
África y América Latina), donde viven los otros tres cuartos de la humanidad,
disponen apenas de algo más del 15 por 100 de la riqueza. Europa y
Norteamérica —que sólo cuentan con un 9 por 100 y un 5 por 100 de la
población mundial respectivamente— se llevan cada una más del 30 por 100 de
la riqueza. Por supuesto estas grandes regiones no son homogéneas y esconden
grandes desigualdades en su interior.
Por lo que se refiere al número medio de hijos por mujer, el valor medio
mundial (3,4) abarca realidades muy diferentes. El bloque de países
industrializados se caracteriza por su gran homogeneidad y por que, en las
condiciones actuales, no tiene garantizado el relevo generacional. Sin embargo,
aunque este bajo nivel de fecundidad se ha instalado en Europa y Norteamérica
desde hace más de diez años, son raros los países en los que la población
comienza a disminuir, no tanto en razón de la inmigración como de la forma de
la pirámide de edades, inflada en las edades fecundas por el baby boom de los
años cincuenta y sesenta del siglo XX. Por el contrario, los países en desarrollo
muestran una gran divergencia: mientras algunos países tienen una descendencia
media similar a la europea, otros, con siete u ocho hijos por mujer, viven todavía
en régimen de fecundidad natural, es decir, la de una población sin prácticas
anticonceptivas eficaces. Entre ambos extremos, la inmensa mayoría de los
países en desarrollo parecen haber iniciado el camino que les conducirá al
control de la natalidad. Mientras llega ese momento, la población mundial
seguirá creciendo con fuerza.
La misma impresión de diversidad se obtiene si nos fijamos en los indicadores
de mortalidad. Frente a una esperanza de vida al nacer de casi 64 años para el
conjunto de la población mundial, mientras los países industrializados forman un
bloque bastante homogéneo en torno a los 74 años, la media de los países en
desarrollo (61 años) oculta grandes diferencias, que van desde apenas más de 50
años en África hasta más de 70 años en Asia oriental. En países como
Afganistán, Sierra Leona o Guinea la esperanza de vida no supera los 40 años,
mientras que en China sorprendentemente casi llega a 69 años. La tasa de
mortalidad infantil registra variaciones de rango similar. En Japón, de cada mil
recién nacidos sólo cinco mueren antes del año; en la mayoría de los países del
Sur asiático o de África mueren casi 100, en muchos países más de 120 y en
algunos muy desfavorecidos incluso más de 150. Hay países donde las
defunciones infantiles y juveniles llegan a constituir casi la mitad del total de
fallecimientos.
Población (1992), indicadores demográficos (1985-1990) y producción (1991) por grandes regiones del
mundo
Región Población N.º de hijos por Esperanza de vida Tasa de mortalidad PNB per
(millones) mujer al nacer infantil capita ($)
África 682 6,3 51,7 103 620
Asia Oriental 1.388 2,3 70,3 31 2.900
Asia 1.845 4,5 58,6 88 613
Meridional
América 485 3,4 66,5 53 2.160
Latina
Norteamérica 283 1,9 75,2 10 21.700
Europa 512 1,7 74,4 12 13.140
Antigua 285 2,4 69,1 24 5.500
URSS
Oceanía 28 2,5 71,5 25 11.300
Total mundial 5.479 3,4 63,3 68 3.800
Países en 4.234 3,9 60,7 76 763
desarrollo
Países 1.245 1,9 73,8 15 14.600
desarrollados
FUENTE: J. Vallin.
España U.E.
1900 1950 1960 1970 1980 1990 1990
Población total (millones) 18,8 28,8 30,9 34,0 37,2 38,9 325,2
Tasa de mortalidad (‰) 28,8 11,6 8,6 8,3 7,7 8,6 10,1
Tasa de natalidad (‰) 33,8 21,4 21,6 19,6 15,2 10,3 11,9
Crecim. vegetativo 7,1 9,2 13,0 11,3 7,5 1,7 1,8
Hijos por mujer 3,9 2,7 2,9 2,8 2,2 1,4 1,6
Esper. de vida al nacer (años):
—Hombres 34 60 67 70 72 73 72
—Mujeres 36 64 72 75 79 79 78
Estructura de edades (%):
—0-14 34 26 27 28 26 21 18
—15-64 61 67 65 62 63 66 64
—65 y más 5 7 8 10 11 13 14
Total 100 100 100 100 100 100 100
Por lo que se refiere a los movimientos migratorios a lo largo del siglo XX,
como han señalado R. Castelló y otros se observa un doble proceso. El primero,
de tipo interno, redistribuye la población en función de dos pautas: la del éxodo
rural (paso de medios rurales a capitales de provincia) y la que despuebla el
interior (con la excepción de Madrid) y congestiona la periferia. El segundo
proceso migratorio español es el de la salida al exterior, fundamentalmente en
dos direcciones que se suceden en el tiempo: hacia Sudamérica durante la
primera mitad del siglo y hacia la Europa del Mercado Común a partir de los
años sesenta. En conjunto, la movilidad de la población ha sido muy importante.
Según datos del INE, más de 15 millones de españoles mayores de diez años, es
decir más del 40 por 100 de la población, han tenido alguna experiencia
migratoria a lo largo de su vida, dentro o fuera de España, en la mayoría de los
casos por motivos de índole económica-laboral. Así, en cuanto al éxodo rural, en
la década de los sesenta cambiaron de residencia más de cuatro millones de
personas, más de tres millones en la década de los setenta y más de dos en la de
los ochenta. Como consecuencia de este proceso, en la actualidad más del 70 por
100 de los españoles residen en municipios de más de 10.000 habitantes. Sin
embargo, debe destacarse como novedad que, desde los años ochenta, los
principales núcleos industriales y urbanos que fueron centros de acogida en
décadas anteriores se están convirtiendo ahora en puntos de salida de la
población. Simplificando podría decirse que los centros de atracción más
importantes se están desplazando desde el Norte hacia la costa mediterránea.
Natalidad y mortalidad en varios países (1991)
Tasa de natalidad (‰) Tasa de mortalidad (‰)
Unión Europea 11,6 10,1
Bélgica 12,6 10,5
Dinamarca 12,5 11,6
Alemania 10,5 11,5
Grecia 10,1 9,4
España 9,9 8,6
Francia 13,3 9,2
Irlanda 15,0 8,9
Italia 9,7 9,5
Luxemburgo 12,9 9,7
Holanda 13,2 8,6
Portugal 11,8 10,6
Gran Bretaña 13,8 11,3
Estados Unidos 16,5 8,7
Japón 9,9 6,7
FUENTE: Eurostat.
Año Proporción de población (%)
0-14 (infantil) 15-49 (genésica) 50 y más (senil)
1900 33,5 48,6 17,9
1930 30,7 51,0 18,3
1950 26,2 53,7 20,1
1960 27,4 50,1 22,5
1970 27,9 48,0 24,2
1991 19,8 50,2 30,0
2001 14,5 52,5 33,0
BIBLIOGRAFÍA
¿Cuáles son las condiciones que han hecho posible el desarrollo de la ciudad?
La vida urbana transcurre casi por definición al margen del trabajo agrícola. Por
tanto, una condición previa para que pueda nacer la ciudad es la existencia de un
nivel técnico y una organización social que permitan la producción de un
excedente fuera de la ciudad y la apropiación del mismo por parte de la
población urbana. En las civilizaciones antiguas estos recursos se lograban
principalmente mediante la esclavitud y los tributos impuestos por los
conquistadores o la clase gobernante. Así, desde el principio, las ciudades fueron
centros de almacenamiento, intercambio y redistribución de mercancías, pero
también de concentración del poder militar, burocrático y religioso detentado por
una minoría dominante no productiva.
Pero la vida urbana se desarrolló muy lentamente durante siglos. En la Europa
preindustrial las ciudades de más de cincuenta mil habitantes eran excepcionales;
las de veinte mil, mucho más frecuentes, podían considerarse como centros de
primer orden; y a principios del siglo XIX sólo una veintena escasa de ciudades
superaban los cien mil habitantes. Tres barreras impidieron durante mucho
tiempo el crecimiento de las ciudades por encima de estas modestas magnitudes:
1) la escasa productividad de la agricultura, que obligaba a gran parte de la
población a procurarse directamente sus alimentos y, por tanto, a vivir en el
campo; 2) el problema del transporte y conservación de los alimentos, que
limitaba el área de influencia de la que la ciudad podía obtener sus recursos; 3)
las precarias condiciones de salubridad de la vida urbana, que provocaban tasas
de mortalidad superiores a las del campo y epidemias periódicas en las que la
ciudad podía llegar a perder hasta dos tercios de sus efectivos; de hecho durante
siglos las ciudades sólo pudieron mantener su tamaño gracias al aporte constante
de población procedente del campo circundante. La ruptura de este triple corsé
con motivo de la revolución industrial disparó el proceso de urbanización.
Asumiendo el criterio de la ONU, que considera urbana a la población
residente en núcleos de más de veinte mil habitantes, durante la segunda mitad
del siglo XX la población urbana mundial se ha triplicado, y se calcula que a
principios de este siglo la mitad de la población del planeta vive ya concentrada
en ciudades. Las más grandes seguirán ejerciendo una poderosa atracción y
creciendo en número y tamaño, y en muchas de ellas viven entre quince y treinta
millones de personas. Este crecimiento se está produciendo sobre todo en los
países pobres, particularmente en África, cuya población urbana se ha triplicado
entre 1950 y 1975 y probablemente ha vuelto a hacerlo desde esta última fecha.
La concentración de la población en las ciudades está conduciendo a una
situación nueva en la historia de la humanidad y provocando unos problemas
también nuevos y en algunos casos muy graves. Todo ello justifica el interés que
el fenómeno urbano despierta entre las distintas disciplinas sociales.
¿Pero qué es la ciudad, dónde acaba lo rural y comienza lo urbano, qué
concentración de población es necesaria para que un «pueblo» se convierta en
«ciudad»? Esta pregunta no tiene respuesta concluyente. El criterio utilizado por
la ONU es tan bueno como cualquier otro y de hecho no es el único que se
utiliza en urbanismo. El problema es que no hay una cifra exacta de población
que separe la aldea de la ciudad pequeña o a ésta de la gran capital. La ciudad es
sobre todo una forma específica de vida comunitaria. Por tanto, el concepto de
ciudad no puede apoyarse sólo en indicadores cuantitativos, porque hace
referencia también a una realidad cultural. Lo que caracteriza históricamente a la
ciudad y la distingue del medio rural es el dinamismo que impregna todas las
relaciones sociales que tienen lugar en ella; un dinamismo que tiene su origen en
un grado de división del trabajo que, para poder desarrollarse, requiere co-
laboración y comunicación, pero que simultáneamente provoca competencia y
conflicto. Evidentemente el tamaño es una condición importante —incluso
necesaria— para que aparezcan formas de vida urbana, pero de hecho es posible
encontrar poblaciones pequeñas más «urbanas» que otras de tamaño superior.
Así pues, sin renunciar a cierto grado de imprecisión, diremos que una población
se convierte en ciudad cuando su tamaño y una determinada densidad de las
relaciones sociales que en ella se desarrollan le permiten alcanzar el umbral
urbano: el punto a partir del cual aparece lo que A. Pizzorno ha llamado el efecto
urbano, es decir, el motor que desencadena el proceso dinámico característico de
la ciudad. Pero ese umbral, insistimos, no puede fijarse de manera precisa en
términos exclusivamente demográficos, depende también de una multiplicidad
de factores complejos en función de los cuales se explica que en la periferia de
algunas metrópolis modernas no sea posible localizar el efecto urbano, mientras
que éste puede estar manifestándose con toda su fuerza en poblaciones mucho
más pequeñas.
¿Por qué crecen las ciudades? Si convenimos que el hombre escoge
libremente el lugar donde desea vivir —lo cual no es absolutamente cierto—
podríamos decir que si las ciudades crecen es porque la gente las encuentra
particularmente atractivas para vivir. Son muchos los factores que contribuyen a
explicar este crecimiento. Uno de los más significativos es la tendencia a la
concentración de las actividades productivas, que tiene su origen en la existencia
de las llamadas economías de aglomeración: una serie de ventajas de las que
disfruta un agente económico por el simple hecho de desarrollar su actividad
junto a otros agentes del mismo o distinto sector. Este proceso multiplica las
posibilidades de empleo y, por tanto, el atractivo de la ciudad. Pero en ella se
buscan también mejores servicios de todo tipo, relaciones sociales más variadas
y más intensas, es decir todos aquellos elementos generados por el efecto urbano
que la distinguen de la monotonía y de las escasas alternativas existenciales
características de la vida rural.
Ahora bien, a medida que prosigue el crecimiento parece como si la ciudad
alcanzara un segundo umbral que vamos a llamar umbral posurbano, tan
impreciso como el primero, a partir del cual el efecto urbano deja de funcionar:
comienzan a aparecer deseconomías de aglomeración, que fuerzan a muchas
actividades a desplazarse hacia el exterior, y las relaciones sociales se deterioran.
Muchas grandes ciudades actuales han empobrecido, aislado y atomizado a sus
habitantes hasta tal punto que su calidad de vida es inferior a la de muchas zonas
rurales. Cuando el efecto urbano pierde intensidad se pone en marcha un proceso
de decadencia que puede acabar en el colapso y muerte de la ciudad. Síntoma de
ello es el hecho ya apuntado del estancamiento de las grandes ciudades de los
países desarrollados. El mapa urbano actual tiene muy poco que ver con el de
principios del siglo XX, cuando las ciudades más grandes del mundo eran
Londres con seis millones y medio de habitantes, Nueva York con cuatro y París
con tres y medio.
Todas las ciudades —y cuanto más grandes peor— han de hacer frente a
diversos tipos de problemas, que podemos resumir en cuatro.
Tamaño del municipio 1900 1950 1991 2001*
Hasta 2.000 5.125.333 4.707.712 3.115.007 2.998.575
De 2.001 a 10.000 7.495.852 8.767.359 6.615.901 6.652.836
De 10.001 a 50.000 3.462.374 6.018.247 9.169.692 10.531.191
De 50.001 a 100.000 856.723 1.884.194 3.601.953 4.231.248
De 100.001 a 500.000 603.513 3.332.672 9.163.242 9.446.485
Más de 500.000 1.072.835 3.407.689 7.206.473 7.005.000
Total 18.616.630 28.117.873 38.872.268 40.847.371
* Datos provisionales.
FUENTE: Instituto Nacional de Estadística.
BIBLIOGRAFÍA
Para dar una idea de cómo es la familia occidental actual —sostiene S. del
Campo— debe tenerse en cuenta, en primer lugar, que su rasgo distintivo es la
primacía del elemento afectivo, en segundo lugar, hay que dejar constancia de la
coexistencia de diversos modelos matrimoniales, en tercer lugar, hay que
explicar las diferentes etapas por las que atraviesa utilizando el enfoque del ciclo
vital y, finalmente, hay que plantear la cuestión del porvenir de la institución
familiar. Si entendemos la afectividad como amor romántico —definido en
términos de fuerte vinculación emocional entre personas de distinto sexo en la
que intervienen por lo menos el deseo sexual y la ternura— tendremos que
aceptar que tal sentimiento está presente en todas las sociedades. Por tanto, lo
sociológicamente relevante no es su existencia, sino el grado en que éste se halla
institucionalizado, es decir, la medida en que es tenido en cuenta formalmente a
la hora de constituir nuevas unidades familiares. En este sentido nuestra
civilización asigna al amor un papel excepcional, pues considera que es el
fundamento del noviazgo y del matrimonio. Se ha llegado hasta aquí a través de
un proceso muy complejo, en parte ya explicado, que tiene que ver también con
la incorporación creciente de la mujer al trabajo extradoméstico, lo que le
proporciona independencia económica y en consecuencia libertad para elegir
pareja.
Ahora bien, la presencia de la componente amorosa como elemento fundante
de la relación matrimonial no suele ser una cuestión de todo o nada sino de
grado. En nuestra sociedad, contrariamente a cuanto se deduce de la visión
convencional, la familia sigue desarrollando funciones extrínsecas relevantes,
como es la relacionada con la colocación de los hijos, es decir, con la posición
social que van a ocupar de adultos. El papel que desempeña el matrimonio
dentro de las estrategias de colocación —presumiblemente más importante
cuanto mayor sea el estatus socioeconómico— puede llevar a contemplar el
sentimiento amoroso con cierta desconfianza y a intentar controlarlo
canalizándolo en la dirección que se considere adecuada. Según el peso que se le
conceda al amor romántico como elemento fundante de la nueva unidad familiar,
L. Roussel distingue cuatro modelos matrimoniales vigentes en la sociedad
actual. El primero es el matrimonio institucional o de conveniencia, que se
corresponde de alguna manera con lo que hemos llamado familia tradicional. Su
finalidad es asegurar la supervivencia de los individuos a través del apoyo
intergeneracional, primero de los padres a los hijos y más tarde de éstos a
aquéllos. Es autoritario, defiende y transmite el patrimonio familiar y concibe la
relación conyugal como indisoluble, de manera que sólo se extinguirá con la
muerte.
Desde el momento en que se admite el divorcio aparecen tres tipos nuevos
caracterizados por su alejamiento progresivo de la indisolubilidad, que son el
matrimonio alianza, el matrimonio fusión y el matrimonio asociación. El
matrimonio alianza es una flexibilización del modelo anterior que se caracteriza
por la pérdida de importancia del fundamento material o económico en favor de
la noción de felicidad. La gente ya no se casa sólo para establecer una familia,
engendrar hijos y transmitirles un apellido y un patrimonio, sino también para
ser personalmente feliz. Sin embargo, la carga institucional —la presión social—
sigue presente, pues en este modelo matrimonial el deber pesa tanto como el
afecto y la desaparición del amor no justifica la ruptura del vínculo conyugal. El
divorcio es valorado como un atentado contra la institución familiar y contra la
misma sociedad, y sólo se concibe acompañado de una sanción jurídica para el
culpable —siempre tiene que haber al menos uno— a quien se castiga, por
ejemplo, negándole el cuidado de los hijos.
El matrimonio fusión es el que prevalece hoy en el mundo occidental y tiene
su fundamento en la solidaridad afectiva. Su característica principal es el amor,
mientras que la dimensión institucional queda relegada a un plano secundario: en
la mayoría de las ocasiones se limita a una serie de ceremonias y signos rituales
externos que sirven de mero recordatorio de lo que fue el matrimonio
institucional y de poco más. La boda se celebra ante el juez, pues el elemento
religioso ha sucumbido ante la tendencia secularizadora, y la presión social se
retira al pasar a primer plano la voluntad de los individuos implicados. Se reduce
la autoridad del marido y también su obligación de sostener económicamente el
hogar, y con frecuencia las uniones se establecen entre protagonistas de sendas
carreras profesionales que se consideran iguales en todo dentro y fuera del
matrimonio. El divorcio aparece como un simple corolario del teorema de que el
matrimonio sólo dura mientras hay amor y no es objeto de sanción ni acarrea
estigma alguno. La sociedad —a través del juez— se limita a tomar nota de la
ruptura y a proveer algunas medidas en beneficio de los directamente afectados,
por ejemplo para evitar que los hijos sean utilizados como moneda de cambio en
el conflicto que pueda surgir entre los cónyuges. Porque éstos, sin embargo,
suelen vivir la experiencia del divorcio de manera traumática, pues la fuerte
implicación emocional con que se embarcaron en su proyecto de vida en común
deja paso al sentimiento de fracaso y a la sensación de que no se está capacitado
para la convivencia íntima.
El matrimonio asociación, finalmente, se define por la pura y simple
cohabitación, es decir por su contenido, puesto que ahora la ceremonia de la
boda ya no es ni siquiera una formalidad indispensable. En este modelo se huye
de la exaltación amorosa, es decir no se mitifica el amor romántico, y la
intensidad afectiva es menor, por lo que Roussel lo ha llamado matrimonio de
razón. Su duración —que depende exclusivamente de la voluntad de las partes—
está en función de la satisfacción que produce; y la separación no supone sino un
ligero trauma, porque la unión no es concebida como irrompible sino como una
convergencia de intereses de la que forman parte el intercambio sexual y la
compañía. Se llega así a la desintegración del aspecto institucional de la familia
mediante la privatización total de la relación de pareja. Sin embargo, la relación
suele mantenerse durante cierto tiempo y a los ojos de todos es considerada
como una unión estable y consolidada que no se distingue del matrimonio
fusión, al igual que los hijos nacidos de estas uniones gozan exactamente del
mismo estatuto que los nacidos dentro del matrimonio convencional. En todo
caso, cuando este tipo de convivencia se prolonga más allá de diez o doce años,
la ruptura provoca en las partes efectos similares a los que produce el divorcio en
el modelo de matrimonio fusión.
Como suele ocurrir con las aproximaciones sociológicas, los cuatro modelos
matrimoniales presentados sólo son simplificaciones cuya utilidad analítica no
debe hacernos olvidar que la realidad social es mucho más compleja y no se
presta con facilidad a la reducción a unos pocos tipos ideales puros. Así, entre el
modelo seguido aparentemente por una pareja y el que vive realmente en su
intimidad puede haber diferencias considerables; tampoco son inverosímiles las
variantes que combinen características que aquí se han atribuido a modelos
diferentes. Además, en la actualidad nadie se encuentra aprisionado de por vida
en un modelo y siempre puede pasar a otro sin que ello le suponga
necesariamente contratiempos insuperables. Por ejemplo, no es inconcebible que
una persona que vivió una experiencia fracasada de matrimonio alianza durante
su juventud encuentre posteriormente la estabilidad afectiva en un matrimonio
asociación.
Mientras el análisis de los modelos matrimoniales nos proporciona sobre todo
una visión estática de la familia, el enfoque del ciclo vital tiene la ventaja de que
incorpora la dimensión temporal y, por tanto, ofrece una visión dinámica de las
transformaciones que experimenta en los diferentes momentos de su vida. Desde
esta perspectiva ha sido posible concluir, por ejemplo, que la concepción de los
tipos de familia extensa y nuclear como mutuamente excluyentes no siempre se
ajusta a la realidad, dado que es posible postular la existencia de un ciclo
evolutivo a lo largo del cual una familia nuclear se transforma, primero, en
extensa, para fragmentarse más tarde en una o más nucleares. El enfoque del
ciclo vital concibe la familia como un proceso que se abre con su constitución y
se cierra con la muerte de los cónyuges tras haber pasado por diferentes etapas.
Pueden distinguirse, al menos, las cinco siguientes.
1) Constitución (matrimonio).
2) Nido sin usar (desde la constitución al nacimiento del primer hijo).
3) Etapa fecunda (desde el nacimiento del primer hijo hasta el nacimiento del
último).
4) Plataforma de colocación (desde que se va el primer hijo hasta que se va el
último).
5) Nido vacío (desde que se va el último hijo hasta la muerte de uno de los
cónyuges).
IV. EL FEMINISMO
V. LA FAMILIA EN ESPAÑA
La familia española sigue, aunque con cierto desfase, el mismo proceso
evolutivo experimentado en todos los países de Europa occidental desde finales
de los años sesenta del siglo XX, caracterizado por el aumento de la
divorcialidad, disminución de la nupcialidad, difusión de las uniones libres,
descenso de la fecundidad, incremento de los nacimientos extramatrimoniales y
crecimiento de las familias monoparentales y de los hogares unipersonales.
Como ha señalado J. Iglesias de Ussel, esta evolución hay que entenderla dentro
del proceso más amplio de cambio general que viene experimentando la
sociedad española en su conjunto y que ha conocido una fuerte aceleración desde
1975, fecha que marca el inicio de la transición hacia la democracia. Si hubiera
que resumir en pocas palabras en qué ha consistido esencialmente el cambio,
podríamos decir que el Derecho de Familia ha dejado de estar bajo control de la
Iglesia y que hemos pasado de un modelo tradicional de familia único con
respaldo legal al pluralismo de las distintas alternativas familiares. Un dato
simboliza perfectamente esta evolución: mientras en 1975 los matrimonios no
católicos estaban muy por debajo del 1 por 100, a partir de 1981 crecen
paulatinamente y en 1990 el 20 por 100 de los matrimonios celebrados era civil.
Los dos hitos fundamentales de este proceso son la Constitución de 1978 y la
reforma del Código Civil de 1981. La mujer deja por fin de ser contemplada
jurídicamente como un menor de edad o un deficiente mental y es equiparada
legalmente al hombre; y se consagra asimismo la igualdad de derechos de todos
los hijos respecto a sus padres, que son garantizados por el Estado. Algunas de
las disposiciones del Código Civil anterior —aprobado en 1889 y vigente
durante casi todo el siglo XX, salvo en el efímero período democrático de la
Segunda República— tenían su origen en la legislación medieval y conferían
una gran autoridad al padre esposo en detrimento de la mujer y los hijos. Estas
prerrogativas masculinas desaparecen en 1981, equilibrándose el poder de ambos
progenitores sobre los hijos y limitándolo. El divorcio no requiere la
identificación legal de un culpable, sino que se reconoce la libertad individual
para romper el matrimonio; la función del juez se limita a procurar que los
perjuicios correspondientes sean mínimos para las partes afectadas más débiles:
los hijos y (habitualmente) la esposa. Puede decirse que la legislación española
actual sobre matrimonio y familia es de las más avanzadas del mundo. Por
ejemplo, en Francia se sigue distinguiendo entre hijos legítimos e ilegítimos (los
nacidos fuera del matrimonio). Sin embargo, se discute la conveniencia de exigir
un período previo de separación legal para acceder al divorcio, y la regulación
del aborto sigue siendo restrictiva ya que en los países más tolerantes es una
prerrogativa absoluta de la madre durante las primeras semanas de gestación. Así
pues, desde el punto de vista legal la familia española hoy es igualitaria, aunque
persisten (en retroceso) actitudes y comportamientos muy tradicionales en
cuanto a las relaciones entre marido y esposa y la vida cotidiana de ésta.
Antes de la legalización del divorcio en 1981 la ruptura del contrato
matrimonial estaba en manos de los tribunales eclesiásticos. Desde entonces la
divorcialidad ha ido creciendo lentamente. En 1995 por cada cien matrimonios
celebrados hubo 15,8 divorcios; una tasa muy baja en el contexto europeo ya que
sólo los italianos se divorcian menos (quizás porque su legislación es más
restrictiva, pues no reconoce el divorcio por mutuo acuerdo). Presumiblemente
irá aumentando a medida que lo haga su aceptación social, porque las actitudes
de los españoles ante el divorcio son ambiguas: por una parte, se considera que
es la mejor solución en determinadas circunstancias, por otra, es visto (y es
vivido) como un fracaso. Sin embargo, la exigencia de la separación legal previa
puede dificultar su crecimiento, ya que la situación jurídica de los separados es
la misma que la de los divorciados salvo en lo que se refiere a la posibilidad de
volver a casarse, por lo que muchos separados no llegan a divorciarse. En cuanto
a las uniones libres, sólo el 2 por 100 de las parejas españolas viven en situación
de cohabitación, aunque una amplia mayoría de los españoles no ven mal esta
forma de convivencia. En coherencia con ello, sólo el 10 por 100 de los
nacimientos se producen fuera del matrimonio.
El análisis del proceso de cambio desde la perspectiva de la composición de
las unidades familiares —lo que se conoce como forma de la familia— ofrece
resultados significativos. La tendencia general es hacia la constitución de
hogares de menor tamaño a causa de su menor complejidad en términos de
parentesco y de la menor fecundidad de las mujeres. Así, entre 1970 y 1991 los
hogares que más han crecido relativamente son los constituidos por uno y dos
miembros (que en 1991 representan el 36 por 100 del total de hogares), mientras
que los que más han reducido su número son los constituidos por cinco y más
miembros: en 1970 uno de cada tres hogares tenía este tamaño, en 1991 ya sólo
uno de cada cinco. En esta misma fecha el tamaño medio del hogar español era
de 3,28 personas, algo mayor que el europeo medio. El aumento de los hogares
unipersonales y la simplificación de las unidades familiares (no más de dos
generaciones compartiendo residencia) hay que relacionarlo, entre otros factores,
con la tendencia cada vez más pronunciada de los ancianos viudos a vivir solos
en vez de convivir con alguno de sus hijos. Según datos del censo de 2001, casi
tres millones de españoles viven solos (1,6 millones en 1991), de los que casi 1,4
millones son mayores de 65 años; y las viviendas ocupadas por una sola persona
suponen ya el 20 por 100 de los hogares. En 2001 el 68,4 por 100 de las
unidades familiares tienen de dos a cuatro miembros.
La forma típica de convivencia familiar es la familia nuclear aislada
constituida por el matrimonio y, en su caso, los hijos. Así son dos de cada tres
hogares españoles y en ellos vive el 70 por 100 de la población. La importancia
que ha llegado a alcanzar esta forma de familia —que sigue siendo hegemónica
en la sociedad occidental— está muy ligada al proceso de urbanización de la
población española y a la homogeneización del estilo de vida urbano industrial.
En todo caso, aunque en el entorno rural se aprecia más diversidad de formas
familiares y mayor presencia de familias extensas, el proceso de nuclearización
también avanza en él. No obstante, España continúa siendo junto con Portugal el
país de la Unión Europea con mayor proporción de hogares extensos (algo más
del 10 por 100). Por el contrario, el fuerte aumento de los hogares unipersonales
no ha impedido que su presencia entre nosotros se mantenga todavía muy por
debajo de la media europea. Además, la génesis de este tipo de hogares no
responde a la misma lógica que se aprecia en las sociedades más avanzadas. En
España la soledad residencial sigue estando estrechamente asociada con la
ruralidad y el envejecimiento, mientras que el porcentaje de solitarios entre
jóvenes y adultos es relativamente reducido. Finalmente, las familias
monoparentales (en torno al 10 por 100) también han crecido con rapidez, y
mientras se reducen las que tienen su origen en el fallecimiento de uno de los
cónyuges aumentan las derivadas de la separación, el divorcio y la maternidad
extramatrimonial. En conclusión puede decirse que la forma de la familia
española está evolucionando de acuerdo con la pauta europea, pero que una parte
significativa de las familias no nucleares no pueden ser clasificadas como
«posnucleares» (fruto de la decadencia de la familia convencional como forma
de convivencia), como lo demuestra la persistencia de familias extensas y la
todavía elevada presencia de viudos (sobre todo viudas) entre las familias
monoparentales y unipersonales.
Por debajo de la estructura o forma de la familia está el contenido, es decir, el
conjunto de relaciones establecidas entre sus miembros, los sistemas de roles y
las actitudes familiares. Desde esta perspectiva estamos asistiendo también a
cambios significativos, aunque éstos son más evidentes en el plano de las
opiniones y no se traducen automáticamente en comportamientos concretos. En
general se aprecia una lenta transición hacia una redefinición de los roles
conyugales, con una distribución de las tareas domésticas más igualitaria que la
que caracteriza a la familia nuclear tradicional. Ahora bien, mientras comienzan
a ser mayoría —sobre todo entre los jóvenes y a mayor nivel de estudios— los
españoles que prefieren idealmente un modelo de familia simétrica en el que el
hombre y la mujer trabajan fuera del hogar y se reparten las tareas domésticas,
de hecho, según datos recogidos por Alberdi, a principios de los años noventa el
76,6 por 100 de los hombres casados reconocían que no hacían nada en casa
(frente a un 61,6 por 100 en la media europea). Y compatibilizar la maternidad y
la presencia de niños pequeños en el hogar con el empleo es el gran problema de
las mujeres, que intentan hacerle frente echando mano de estrategias como la
reducción de la fecundidad, el recurso a la solidaridad familiar (generalmente a
los abuelos), al servicio doméstico, a guarderías infantiles privadas (porque la
oferta pública es raquítica) o exigiendo mayor participación del marido en las
tareas domésticas. Un buen indicador de lo poco que se ha avanzado en este
dominio es la contradicción existente entre una opinión mayoritaria que
considera que hoy en día tener un trabajo es importante para las mujeres y, al
mismo tiempo, que el trabajo extradoméstico de la madre es negativo para los
niños pequeños.
Por lo que se refiere al papel de los hijos dentro de la familia y a las relaciones
con ellos también se aprecian cambios. Aunque siguen siendo valorados como
un factor importante de felicidad conyugal, ya no se considera que sean
imprescindibles para la realización personal ni tampoco un elemento sin el cual
la pareja pierde casi todo su sentido. Se tienen hijos cada vez más porque se
quiere tenerlos, no porque sean el fin básico del matrimonio o una obligación
para con la sociedad. Además, las relaciones entre padres e hijos se han
democratizado mucho, al menos en las grandes ciudades. Según datos de una
encuesta realizada a principios de los años noventa, tres de cada cuatro niños
españoles manifiestan que sus padres suelen respetar sus opiniones; si bien
también es cierto que la autoridad de los padres no se pone en discusión, pues
prácticamente todos los niños consideran que es importante hacer lo que ellos
dicen.
Por otra parte, el período juvenil es en la actualidad muy prolongado. A
finales de los años noventa sólo el 32 por 100 de los jóvenes están emancipados
económicamente a los 25 años, y a los 29 aún no lo está el 28 por 100. El censo
de 2001 registra que el 35 por 100 de las personas de 30 años son solteras y
viven con alguien de la generación anterior, casi siempre sus padres. La
convivencia de los jóvenes con su familia de origen es mucho más duradera en
España que en cualquier otro país europeo. Esto explica que la unidad familiar
más extendida en España sea la constituida por padres e hijos, pues es más
frecuente el matrimonio con hijos mayores de edad que la familia formada por el
matrimonio y los hijos menores de edad. Si por un lado esto hay que relacionarlo
con la especial incidencia que tiene la crisis del empleo entre los jóvenes en
España, por otro puede ser un indicador de que la mayoría de ellos se encuentran
a gusto en su hogar de origen.
Los padres españoles de hoy tienden a ser muy tolerantes, quizás como
reacción a la familia autoritaria que conocieron bajo el franquismo. Esto, las
dificultades de acceso al empleo y a la vivienda y los niveles educativos cada
vez más altos de las jóvenes, son algunos de los factores que explican que desde
hace unas décadas la nupcialidad se haya ido reduciendo hasta los cinco
matrimonios por cada mil habitantes en 1995, la edad media de la mujer al
contraer el primer matrimonio haya ido aumentando hasta los 26,6 años y que el
primer hijo se tenga a una edad cada vez más avanzada (29,7 años, más o menos
cuando las generaciones anteriores habían dejado de tenerlos). En todo caso se
trata de una situación no muy diferente a la que conocen los demás países de la
Unión Europea, donde la nupcialidad oscila entre el 3,8 de Suecia y el 6,6 de
Dinamarca y Portugal; la mujer se casa entre los 24,8 años de Portugal y los 29
años de Dinamarca; y el primer hijo se tiene entre los 27,7 años de Austria y los
30,2 de Irlanda.
A pesar de que la regla dominante de residencia para las familias de nueva
creación es la neolocal y de que la familia nuclear se halla firmemente instalada
en España, sin embargo, las intensas relaciones forjadas en el seno de la familia
de origen se prolongan en el tiempo y se extienden en el espacio. Así, padres e
hijos ya independizados siguen alimentando una interacción frecuente y
procuran vivir unos cerca de otros, en el mismo barrio o bien en localidades
próximas. Esto permite mantener unas redes de solidaridad que facilitan la
prestación, aunque no sea de forma exclusiva, de las funciones extrínsecas
características de la familia preindustrial. Ya nos hemos referido al recurso a los
abuelos. Otro tanto puede decirse en relación con el cuidado de ancianos y
enfermos, que suele ser asumido por las mujeres de la familia. De cada mil amas
de casa españolas se estima que 39 cuidan durante más de seis meses al año a un
pariente gravemente enfermo, además de atender a los minusválidos o
incapacitados, y que 162 cuidan por lo menos a un minusválido o enfermo grave
durante alguna época del año. Este tipo de datos, así como la mayor presencia de
amas de casa y de ancianos viviendo con sus hijos dentro de la familia española,
es lo que lleva a algunos estudiosos a relacionar la esperanza de vida de la
población española (una de las mayores del mundo) más con las estructuras
familiares que con el nivel del gasto sanitario en nuestro país.
La pregunta que ahora se plantea —y que no tiene respuesta— es si esta
estructura nuclear no demasiado cerrada, que algunos incluyen en un llamado
modelo familiar «mediterráneo», resistirá el paso del tiempo o seguirá
evolucionando hacia un modelo «nórdico» en el que los individuos tendrán que
recurrir al Estado o al mercado para resolver todos aquellos problemas que aquí
se descargan sobre el trabajo no pagado de las mujeres. Los mayores niveles
educativos de éstas, así como su creciente incorporación al mercado de trabajo,
arrojan serias dudas sobre el futuro de esta forma de familia si los hombres no se
replantean su posición en ella.
BIBLIOGRAFÍA
En todas las sociedades, desde las más primitivas a las más desarrolladas,
encontramos desigualdades sociales más o menos pronunciadas. Existen y han
existido sociedades fuertemente igualitarias y otras con grandes desigualdades, y
el pensamiento social se ha ocupado de reflexionar acerca del estado de igualdad
o desigualdad entre los seres humanos. Uno de los pensadores clásicos más
conocidos en este campo ha sido Rousseau, quien en su Discurso sobre el origen
y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres fue uno de los primeros
en estudiar de manera sistemática los orígenes, las formas y las consecuencias de
la desigualdad social. Los hombres son por naturaleza iguales pero la
convivencia social, la satisfacción de las necesidades en el grupo humano y la
vida en común establecieron las preferencias, el mérito y la belleza, los celos y el
amor, el intercambio y el comercio. Del cultivo de las tierras nació la propiedad
que estableció la competencia, la rivalidad y la oposición de intereses cuyas
consecuencias fueron la desigualdad y la servidumbre, las guerras y los
asesinatos. De esta manera la desigualdad de clases y los conflictos entre éstas
influyen sobre todos los aspectos de la vida humana.
En el siglo XIX, con el nacimiento de la sociedad industrial, los socialistas
utópicos también vieron en la desigualdad entre los hombres la causa del
hambre, de la explotación y de los conflictos sociales. Algunos de ellos, llevados
de su celo y la lucha por la igualdad, llegaron incluso a formar pequeñas
comunidades utópicas (falansterios) donde pensaban instaurar entre sus
miembros relaciones de igualdad perdurables y justas.
En Europa fue la revolución industrial la que empezó a generar grandes
desigualdades entre ricos y pobres, entre quienes vivían en el campo y en la
ciudad, entre quienes tenían o no tenían acceso al trabajo, entre hombres y
mujeres y, en general, entre aquellos grupos pequeños que controlaban los
medios de producción de bienes y servicios y las grandes masas de obreros que
se formaron en los países en vías de desarrollo durante los siglos XIX y XX. Estas
grandes desigualdades se han ido mitigando a lo largo del siglo XX en los países
desarrollados, sobre todo después de la Segunda Guerra Mundial.
Desigualdad, por tanto, en la sociedad moderna quiere decir que no todos los
individuos, familias o grupos tienen las mismas oportunidades o acceden en la
misma medida a los diferentes bienes o recursos de los que dispone la sociedad.
Es decir, que las personas son desiguales ante la riqueza, la renta, la salud, la
educación, el empleo o la vivienda.
La aproximación a este fenómeno desde el campo de la sociología se remonta
a los clásicos, cuyo enfoque del análisis sobre la desigualdad difiere de unos a
otros, pero en todos los casos constituye un aspecto fundamental para entender la
estructura de la sociedad actual. En el caso de los tres clásicos que hemos visto
desde el comienzo de este texto el problema de la desigualdad tiene una génesis,
desarrollo y consecuencias diferentes. Para Marx, la desigualdad constituye la
esencia de la sociedad capitalista y su génesis está vinculada al sistema
productivo y las relaciones de producción que se estructuran como una sociedad
dividida en clases; para Weber la desigualdad es el resultado de la diferencia que
imprimen a la acción social los diversos agentes sociales en función de la
naturaleza y los fines de cada actor. La desigualdad no se muestra tanto en las
diferentes posiciones que ocupamos las personas en el sistema productivo cuanto
en las diferencias resultantes de una acción desigual; mientras que para
Durkheim y, en general, para los funcionalistas la desigualdad social es un
fenómeno vinculado a la desigualdad de la naturaleza humana y a la necesaria
división del trabajo en una sociedad cada vez más compleja.
Marx es el autor que da más importancia a la desigualdad y a las clases
sociales y el que más ha influido en los desarrollos posteriores de esta
importante parcela del análisis social. Para Marx la sociedad de clases aparece
cuando la aplicación de la tecnología al proceso productivo provoca la división
del trabajo en la sociedad, lo que permite la generación de un excedente del que
se apropia una minoría de no productores. De esta manera las clases sociales se
configuran como conjuntos de individuos que mantienen una posición similar
respecto a los medios de producción. Esto da pie a que la sociedad se divida
desigualmente entre propietarios y no propietarios de los medios de producción.
Por tanto, las clases sociales se definen por la posición que ocupan las personas
y los grupos humanos respecto al proceso productivo.
Marx quiso formular la teoría de las clases en el capítulo 52 del volumen
tercero de El Capital donde distinguía tres clases: los propietarios del trabajo, los
propietarios del capital y los propietarios de tierras, cuyas fuentes de ingresos se
basaban respectivamente en el salario, los intereses y las rentas rústicas. Ahora
bien, según Duverger, el problema de la desigualdad social para los marxistas no
consiste en comprobar que hay ricos y pobres, propietarios y no propietarios de
los medios de producción, sino en determinar lo que produce la riqueza de unos
y la pobreza de otros. Si la riqueza y la pobreza dependiesen únicamente de las
actividades individuales de cada persona, de la inteligencia o del trabajo de cada
uno, no habría clases porque se entiende que todos los humanos son iguales por
naturaleza. El concepto de clase se basa en la idea de que las diferencias de
status social, es decir, de posición en la sociedad, no dependen únicamente de los
individuos sino que, en cierta manera, se imponen a ellos, a través de su
situación respecto de las relaciones de producción.
Ahora bien, las relaciones de producción, según Marx, han ido cambiando a lo
largo de la historia y su variación ha modificado las relaciones sociales entre los
seres humanos. Al aplicar nuevas formas productivas (innovación tecnológica) a
la relación entre los hombres y la naturaleza, los hombres cambian su modo de
producción, la forma de ganarse la vida, así como todas sus relaciones sociales.
Por tanto, según el estadio del desarrollo técnico de la humanidad, los
instrumentos de producción tendrán formas diferentes (molino de agua, máquina
de vapor, máquina eléctrica) lo cual comporta formas de propiedad también
diferentes. A cada régimen de propiedad de los medios de producción
corresponden tipos de clases antagónicas: amos y esclavos, señores feudales y
siervos, burgueses y proletarios.
Hemos dicho que en todo trabajo humano existe un aspecto de creación. Al
objeto fabricado por el hombre y todo lo que ha servido para producirlo se le
añade un valor del que no se apropia quien lo produce. Marx llama a este valor
añadido la plusvalía del trabajo humano. Según él el capitalista, es decir, el
propietario de los medios de producción, confisca (se apropia) esta plusvalía del
trabajo humano al no pagar al trabajador más que lo necesario para poder vivir.
De esta manera quienes poseen y controlan estos medios de producción son
quienes deciden cómo se distribuye el excedente del trabajo y sus beneficios.
A este mecanismo de explotación legitimado por los presupuestos filosóficos
del liberalismo capitalista se añaden dos elementos estructurales sobre los cuales
reposa según Marx la noción de clase social: la desigualdad colectiva de las
condiciones de las personas ante los medios de producción y la transmisión
hereditaria de los privilegios. Muchos individuos no podrán alcanzar los niveles
superiores de la sociedad porque pertenecen a un grupo que la estructura
productiva mantiene condicionado en los niveles inferiores y, al contrario, otros
se encuentran situados en un nivel social superior a causa de su pertenencia a un
grupo dotado de un status privilegiado. El sentimiento de pertenencia a una u
otra clase es lo que los marxistas llaman la conciencia de clase.
Ahora bien, estas clases no son totalmente homogéneas y están conformadas
por capas sociales. Si en las sociedades tradicionales existían grandes y
pequeños señores lo mismo que diversas categorías de siervos en la sociedad
capitalista todavía se dan más capas o grupos dentro de una misma clase,
pudiendo distinguir dentro de la burguesía, entre la burguesía financiera, la
industrial o la comercial, y entre la clase trabajadora hay obreros y empleados,
técnicos y funcionarios. Por otra parte, las diversas capas de una misma clase no
tienen intereses absolutamente idénticos y existen contradicciones entre ellas.
Así pues, cada clase, en la lucha de clases, utiliza las contradicciones de la clase
contraria para debilitarla. La burguesía utilizará las contradicciones del
proletariado a fin de mantener su dominación y el proletariado utilizará las
contradicciones de la burguesía para provocar la aparición del socialismo. Pero
los marxistas distinguen claramente las contradicciones entre las capas de una
misma clase de los antagonismos entre las mismas, que dan pie al conflicto de
clases. Marx piensa que las leyes del desarrollo del capitalismo, debido a la
acumulación constante de la plusvalía por parte de los propietarios, conducen a
la polarización de las clases —es decir, al enriquecimiento progresivo de unos
pocos y al empobrecimiento también progresivo de la mayoría— y, por tanto, al
conflicto revolucionario que acabará superando el sistema de clases y las
contradicciones del capitalismo.
¿Pero cuál es esta contradicción fundamental del capitalismo? En la sociedad
tradicional se daba una conexión directa entre las necesidades humanas y la
producción (se produce lo que se necesita y se consume directamente). En el
capitalismo, como sistema productivo, se rompe esta conexión porque su
finalidad es producir para el mercado: se da así una dislocación entre el
momento de la producción y el momento del consumo. No está garantizado el
consumo de todo lo que se produce, lo cual provoca en el sistema económico la
posibilidad de crisis cíclicas, endémicas y de sobreproducción.
Estas crisis se superan mediante procesos de concentración del capital. En
cada sector muchas pequeñas empresas desaparecen y las empresas que quedan
tienden a hacerse más grandes, lo cual provoca la aparición de unidades
productivas a gran escala. Una consecuencia de esta concentración del capital es
la polarización de la estructura de clases, que, por un lado, se traduce en una
gran concentración urbana de la clase obrera y, por otro, en el aumento constante
de las grandes empresas; en la pauperización relativa de la clase obrera con
salarios a nivel de subsistencia, mientras una minoría cada vez más reducida de
capitalistas es cada vez más rica; en la homogeneización de la clase obrera cuyas
condiciones de vida y trabajo son cada vez más similares y en la desaparición de
las clases medias.
Todos estos factores, que a Marx le parecían objetivos y estructurales, harán
que la realidad de las clases sociales se haga cada vez más visible, que quienes
pertenecen objetivamente a la clase obrera, se sientan miembros de tal clase, se
cohesionen, empiecen a funcionar como grupo tomando conciencia de su
existencia de clase en sí que se convertirá poco a poco en clase para sí, es decir,
para la defensa de sus propios intereses. Ésta será la verdadera clase social para
Marx.
Cuando los intereses compartidos por la posición que se ocupa en el proceso
productivo generan conciencia y acción comunes, esa clase se convierte en
agente social. Y si la conciencia y acción comunes asumen un carácter
directamente político ese agente social será un factor clave del cambio (lo que
sólo ocurre bajo ciertas condiciones) que emprenderá una lucha contra la clase
capitalista dominante hasta suprimir la dominación y llegar a constituir una
sociedad sin clases.
De esta manera si la Historia de la sociedad hasta nuestros días no ha sido más
que la historia de la lucha de clases, tal como expresó en la frase que abre El
Manifiesto Comunista de 1848, esta lucha se convierte en el motor de la Historia
y es la causa fundamental que explica el cambio de una formación social a otra.
Así, del capitalismo se pasará al socialismo y finalmente al comunismo. La
futura sociedad sin clases se convertirá desde este punto de vista en el fin de la
Historia.
Ya hemos visto antes que Weber tiene una concepción distinta a Marx sobre la
génesis y formación de la sociedad capitalista. Para Weber la acción social se
refiere siempre a la lógica necesidad-medio-fin; el actor social interactúa con los
demás a fin de alcanzar los objetivos que corresponden a la satisfacción de sus
necesidades conforme a su naturaleza. El hecho social resulta ser así el producto
de la acción individual orientada hacia los fines del actor, y el medio es la
condición que permite la realización de esos fines. La desigualdad entre los
individuos es el resultado de acciones individuales diferentes en función de las
cualidades, aptitudes, intereses y valores de los individuos. Por consiguiente, la
desigualdad se presenta como una teoría de la estratificación social, es decir un
proceso de selección social fundado en la selección natural, cuyo resultado es
una jerarquía de posiciones individuales que se configuran alrededor de estratos.
La importancia de los grupos de status se debe a que se basan sobre criterios
de agrupación diferentes puesto que derivan de las situaciones de mercado. El
contraste entre clases y grupos de status es descrito por Weber como una
oposición entre lo objetivo y lo subjetivo, pero también entre la producción y el
consumo. Mientras la clase se expresa por su relación con el proceso de
producción, los grupos de status expresan relaciones implicadas con el consumo
de bienes, en forma de estilos de vida concretos de las personas (Giddens).
Para la formación de grupos de status no es necesario que tales grupos estén
organizados, ni que se constituyan en asociación, ni que representen una
estructura o unidad cualquiera. Esto último puede llegar a ocurrir pero no es
indispensable. Basta con que una cierta cantidad de individuos cuya ubicación
no es posible precisar se vean colocados en la misma «situación de clase».
Weber sugiere la distinción entre tres tipos de clases (o grupos de status): 1)
las clases definidas por la posesión de riqueza, cuya situación de clase está
determinada en primer lugar, por su diferenciación desde el punto de vista de la
propiedad; 2) las clases definidas por las formas de consumo, cuyas
posibilidades de acceso a los bienes o prestaciones disponibles en el mercado
determinan en primer lugar su «situación de clase» y 3) las clases sociales
basadas sobre el conjunto de situaciones entre las que se asientan y tienen lugar
los intercambios desde el punto de vista del poder. Dicho en otras palabras, en el
momento de estudiar la distribución de la sociedad en clases o grupos de status,
conviene fijarse también en los mecanismos de los grupos competitivos en
conflicto respecto a la distribución del poder en la sociedad. Por tanto, hay que
distinguir tres planos o niveles: el económico, el social y el del poder político.
En el nivel económico se encuentran las formas de participación en el proceso
productivo. Aquí nos referimos básicamente a los propietarios y no propietarios.
Pero dentro de estos dos grandes grupos hay que distinguir entre situaciones
diferentes o incluso muy diferentes según el tipo de propiedad (tierra, bienes
urbanos, máquinas, dinero) o el tipo de fuerza de trabajo (cualificada o no y
nivel de cualificación).
En el nivel social la estratificación no se estructura en clases económicas sino
en grupos de status, que no se forman en el ámbito de la producción sino en el
del consumo. Aquí nos encontramos con diferentes «estilos de vida» y grupos
humanos con más o menos prestigio social. En el capitalismo los grupos de
status y la distribución del prestigio están muy condicionados por las clases
económicas, pero éstas no los explican totalmente. De hecho, puede haber
individuos o grupos mejor situados en la escala de status y peor en la escala
económica, como los profesionales.
Por último, en el nivel político, la sociedad moderna está conformada por
partidos y organizaciones políticas en las que se agrupan individuos con
orígenes, aspiraciones o intereses comunes. El juego de los partidos y las
organizaciones en su competición por el poder político puede influir sobre la
estratificación con independencia de la clase o status de las personas que los
componen.
Así pues, Weber rechaza el análisis de Marx sobre las contradicciones que se
producen en la estructura de clases capitalista y sobre su antagonismo y la
progresiva pauperización de las clases trabajadoras. Por el contrario, entendía
que la complejidad de las relaciones de mercado crea una variedad enorme de
intereses económicos diferentes, entre los que subrayaba el aumento de la
burocracia y de la proporción de trabajadores no manuales en el mercado de
trabajo. Para Weber, por tanto, la formación de las clases sociales y el conflicto
no desempeñan un papel tan importante en el desarrollo del capitalismo
occidental, sino que más bien la tendencia al aumento de la racionalización y la
burocratización en todos los procesos y relaciones de la vida humana es lo que
expresa el carácter fundamental de la vida moderna independientemente de que
se desarrolle en el seno de una sociedad capitalista o socialista.
II. LA POBREZA
Clases I. Profesionales, administradores y funcionarios de nivel superior; dirigentes de grandes
Profesionales empresas; grandes empresarios.
II. Profesionales, administradores y funcionarios de nivel inferior; dirigentes de pequeñas
empresas; supervisores de trabajadores no manuales.
Clases III. Trabajadores no manuales (empleados) en el sector administrativo y en el comercio.
Intermedias
IV. Pequeños propietarios y trabajadores autónomos (artesanos).
V. Técnicos de nivel inferior; supervisores de trabajadores manuales.
Clase Obrera VI. Obreros cualificados.
VII. Obreros semicualificados y no cualificados.
V. LA MOVILIDAD SOCIAL
1. LA TABLA DE LA MOVILIDAD
Origen Destino Total
Clase Superior Clase Media Clase Inferior
Clase superior 7 2 1 10
Clase media 9 18 3 30
Clase inferior 4 20 36 60
Total 20 40 40 100
Origen Destino
Clase Superior Clase Media Clase Inferior
Clase superior 7 2 1
Clase media 9 18 3
Clase inferior 4 20 36
Inmovilidad Movilidad ascendente Movilidad descendente
BIBLIOGRAFÍA
I. EL CONFLICTO SOCIAL
Las causas que provocan estos conflictos pueden ser muy diversas y
comprenden desde problemas territoriales, migratorios, étnicos, económicos y
sociales o ideológicos y políticos, etc. A su vez estas causas pueden ser
estructurales y permanentes o coyunturales, claramente manifiestas o latentes.
Pero la tensión o el antagonismo entre grupos sociales no provoca
inmediatamente el conflicto, para ello se requieren, como hemos visto, algunos
requisitos como la organización, los recursos, la oportunidad, etc., que
condicionan la capacidad de movilización y las formas de lucha.
La sociología del conflicto, que había sido aplicada siempre al ámbito de la
política y la economía, ha invadido durante estos últimos años otras parcelas de
la sociedad para analizar las relaciones raciales y étnicas, entre grupos
nacionales, entre sexos, la estratificación social y la relación del hombre con la
naturaleza. La lucha por la igualdad ante la ley, por la igualdad de condiciones
ante el trabajo entre hombres y mujeres, por la singularidad y la defensa de los
rasgos culturales, lingüísticos e históricos ha provocado a veces situaciones no
sólo conflictivas sino también revolucionarias. La sociedad moderna se mueve
así entre el conflicto, la cohesión, la institucionalización y el cambio.
Junto a esta versión aparece también la teoría de los ciclos que tiene una
perspectiva diferente del proceso histórico respecto a aquellas que tienen su
origen en el evolucionismo. En lugar de ver una dirección persistente, ve
recurrencia; en lugar de constante novedad, ve repetición; en lugar de despliegue
ilimitado de potencialidades, ve el agotamiento periódico de potencialidades y el
retorno temporal al comienzo del proceso. El cambio social e histórico no se
mueve a lo largo de una línea, sino en círculo.
Abandona la metáfora evolucionista del crecimiento orgánico, y en su lugar se vuelve hacia
la experiencia tan abundante en la vida cotidiana de las repeticiones, las recurrencias y las
ondulaciones. 1) Está la obviedad de los ciclos astronómicos y sus repercusiones: el día y la
noche (trabajo y sueño), las fases de la luna (mareas), las estaciones del año (períodos
regulares en la vegetación, en el ritmo del trabajo agrícola, en los patrones de vacaciones en la
sociedad moderna). 2) Hay ciclos biológicos, con importantes consecuencias para la vida
social: nacimiento, infancia, adolescencia, madurez, vejez, muerte (el ascenso y declive en la
participación activa en la vida social marcado por umbrales tales como ir a la escuela,
encontrar el primer trabajo, formar una familia, criar a los hijos, jubilarse). 3) Hay ciclos
políticos, económicos y sociales claramente perceptibles a macroescala: los gobiernos van y
vienen, las recesiones siguen a los booms, los períodos de prosperidad alternan con los
tiempos de crisis, las tensiones internacionales son seguidas de períodos de deshielo o détente,
de la agitación social se pasa a largos períodos de estabilidad. 4) Hay también ciclos obvios en
la microescala de la vida cotidiana: el ritmo diario de las cosas de la familia, el ritmo semanal
de los días de trabajo y de los fines de semana, el ritmo anual de las vacaciones (Sztompka,
1996).
Ahora bien, muchos de estos procesos analíticos están poco estudiados y son
poco conocidos. Esto se debe, en primer lugar, a que los cambios sociales no
pueden ser explicados mediante teorías monocausales; sin embargo este tipo de
explicaciones todavía sobreviven de una manera u otra. La segunda razón por la
cual el estudio del cambio social está poco desarrollado es que quienes aceptan
la necesidad de explicaciones multicausales se enfrentan a la tarea de clasificar
el enorme arsenal de elementos causales, mecanismos, procesos y consecuencias
que toman parte en la acción social, y convertirlos en modelos que sean
suficientemente complejos, interactivos y predictivos.
Entre las teorías actuales que tienen mayor predicamento están las que figuran
bajo el nombre de modernidad, que acoge también términos como desarrollo o
progreso. Estas teorías incluyen el desarrollo tecnológico, político y
organizativo, el desarrollo de la producción y en general analizan el bienestar
social. Según Sztompka (1996) estos principios generales organizativos de la
modernidad están reflejados en diversos subdominios de la vida social. Los
sociólogos habitualmente señalan varios fenómenos nuevos que surgen en las
sociedades modernas. Así, en el área de la economía, que es central para todo el
sistema, observamos los siguientes:
Recientemente Giddens ha comentado los rasgos del cambio que han dado
lugar a un período de «alta modernidad» bajo cuatro rótulos: confianza, riesgo,
opacidad y globalización. La importancia crucial de la confianza se deriva de la
presencia dominante en la vida moderna de «sistemas abstractos», cuyos
principios de funcionamiento no son completamente transparentes a la gente
corriente, pero sobre cuya fiabilidad depende la vida cotidiana. El transporte, las
telecomunicaciones, los mercados financieros, las centrales nucleares, las
fuerzas militares, las corporaciones transnacionales, las organizaciones
internacionales y los medios de comunicación (Giddens, 1993).
El segundo rasgo fundamental de la alta modernidad es el fenómeno del
riesgo. El riesgo significa incertidumbre acerca de las consecuencias de las
acciones propias, la probabilidad indeterminada de efectos dañinos al margen de
la propia voluntad. La inevitabilidad de vivir con peligros que están fuera de
nuestro control y constituyen una amenaza para la vida de millones de seres
humanos. A su vez la opacidad se refiere a la incertidumbre y el carácter errático
de la vida social debido al cambio continuo de los valores e intereses de los
grupos humanos que dan pie a una indefinición sobre el futuro personal y
colectivo. Por último, la globalización, es decir, la extensión de las relaciones
políticas, económicas y culturales a lo largo de todo el planeta.
De esta manera, bajo el epígrafe de modernidad subyacen diferencias teóricas
en su interpretación que van desde las lecturas optimistas a las más pesimistas.
Para algunos el cambio moderno ha sido un cambio hacia el progreso y el
bienestar de las sociedades más desarrolladas del que se han beneficiado poco a
poco los países en vías de desarrollo. Para otros, sin embargo, los cambios hacia
nuevas tecnologías y formas de vida han traído otras formas de dominación y de
pobreza que se ocultan bajo la apariencia del bienestar y el consumo.
BIBLIOGRAFÍA
BIBLIOGRAFÍA
Las generaciones que nos han precedido tenían un espacio comunicativo muy
limitado, y los amplios conocimientos que necesitaban para desenvolverse en su
pequeño mundo (de agricultura, ganadería, caza, artesanía, vivienda, medicina,
etc.) los aprendieron mediante transmisión directa, oral, interpersonal o cara a
cara. La inmensa mayoría de las noticias que recibían estaban relacionadas con
su vida cotidiana, con el medio local. Hoy, en las sociedades desarrolladas, hasta
el habitante de la aldea más remota, desde los primeros años de su vida, recibe
información sobre acontecimientos que ocurren en cualquier lugar del mundo a
través de los medios de comunicación, muchas veces al mismo tiempo que se
están produciendo. En este sentido hoy somos habitantes del mundo entero,
vivimos en lo que McLuhan ha llamado la aldea global.
Una parte muy importante de las informaciones que recibe el habitante de la
sociedad moderna no entrañan una relación directa entre emisor y receptor: entre
ambos se interponen los medios de comunicación de masas. Además, la
información que recibe el hombre moderno llega al mismo tiempo a otras
muchas personas —incluso a millones— que pueden estar muy separadas entre
sí, que no se conocen y muchas veces ni siquiera necesitan hablar la misma
lengua. Con la aparición de los medios de comunicación de masas la emisión y
recepción de informaciones deja de ser el resultado de un contacto personal, el
emisor y el receptor dejan de estar claramente identificados.
Los medios de comunicación son fuente de evasión, de entretenimiento, una
manera de utilizar el tiempo libre o de hacer más llevadera la tediosa rutina
laboral, pero también son un canal muy relevante de acceso al conocimiento, al
menos a un tipo de conocimiento del cual dependen muchas actividades sociales.
Es más, en ciertos casos, la falta de acceso a los medios de comunicación puede
ser interpretada como un indicador de marginación social. Se sospecha que
tienen una influencia significativa sobre las opiniones y actitudes del público
receptor, aunque se discute hasta qué punto dicha influencia puede ser
determinante.
¿Pero qué son los medios de comunicación de masas? La definición
convencional dice que son el conjunto de instituciones mediante las cuales
grupos sociales especializados se sirven de instrumentos tecnológicos (prensa,
cine, radio, televisión) para hacer llegar unos contenidos simbólicos (textos,
sonidos, imágenes) a públicos muy heterogéneos y dispersos.
Mc Quail nos da una definición más pormenorizada. Los medios de
comunicación están comprometidos con la producción, reproducción y
distribución del conocimiento (conjuntos de símbolos con referencias
significativas a la experiencia del mundo social). Este conocimiento nos capacita
para encontrar sentido a la experiencia, da forma a nuestras percepciones y
contribuye al almacenamiento de conocimientos del pasado y a la continuidad de
la comprensión del presente. Colectivamente, los medios de comunicación de
masas se diferencian de otras instituciones de producción y distribución del
conocimiento en varios aspectos:
— una ventana a la experiencia, que amplía nuestra visión y nos capacita para
ver por nosotros mismos lo que ocurre, sin interferencias ni prejuicios;
— un intérprete, que explica y da sentido a acontecimientos que, de lo
contrario, serían fragmentarios o incomprensibles;
— una plataforma o vehículo de información y opinión;
— un vínculo interactivo que relaciona los emisores con los receptores gracias
a diferentes tipos de retroalimentación;
— una señal, que indica activamente el camino, orienta o instruye;
— un filtro, que selecciona partes de la experiencia para dedicarles una
atención especial y descarta otros aspectos, ya sea o no deliberada y
sistemáticamente;
— un espejo, que refleja una imagen de la sociedad con respecto a sí misma,
en general con una cierta distorsión debido a la insistencia en lo que la gente
quiere ver de su propia sociedad y, a veces, en lo que quiere castigar o eliminar;
— una pantalla o barrera que oculta la verdad al servicio de fines
propagandísticos o de la evasión.
La problemática relacionada con los medios de comunicación es muy amplia
y tiene que ver, entre otras, con las tres cuestiones siguientes:
I. EL EMISOR
IV. LA AUDIENCIA
V. LOS EFECTOS
Desde el nacimiento mismo de los medios de comunicación de masas existe
una preocupación difusa por los posibles efectos de los mensajes emitidos sobre
el receptor; preocupación basada en la suposición de que dichos efectos pueden
ser dañinos y de que, en cualquier caso, los medios de comunicación son
potencialmente capaces de manipular voluntades y de estimular conductas
inadecuadas. Esta preocupación ha convertido el tema de los efectos en el
objetivo central de la reflexión científica sobre los medios de comunicación y ha
generado una larga serie de investigaciones que tiene sus orígenes en los años
veinte y llega hasta nuestros días. Inspirándonos en un trabajo de M. Wolf que
analiza buena parte de la literatura existente vamos a distinguir tres enfoques del
tema: 1) la teoría de la aguja hipodérmica; 2) la teoría de los efectos limitados; y
3) el debate actual.
La teoría de la aguja hipodérmica fue predominante desde las primeras
investigaciones de los años veinte en Estados Unidos hasta los albores de la
Segunda Guerra Mundial. Defiende que los medios de comunicación tienen
efectos poderosos e inmediatos sobre el individuo que se expone a sus mensajes.
Concibe la mente del receptor como si fuera una tabula rasa en la que el
mensaje (estímulo) penetra provocando un efecto (respuesta) similar al de una
piedra al caer en un estanque. Esta concepción, inspirada en la psicología
conductista, presupone la existencia de un emisor activo y de un receptor pasivo
(individuo aislado) indefenso ante los mensajes que se le dirigen. El temor
difundido entre muchos profesionales de los medios de comunicación
norteamericanos de acabar siendo víctimas de la manipulación propagandística
nazi, demuestra la credibilidad que se le confería a este enfoque.
Para una parte significativa de la opinión pública se trataba de una verdad
indiscutible. Sin embargo para los científicos sociales sólo era una hipótesis de
trabajo que nunca se vio confirmada por la evidencia empírica. En aquella época
había tres focos principales de interés: los efectos de la propaganda política y
bélica sobre la opinión pública (investigaciones de Lasswell), los efectos de los
mensajes publicitarios sobre el comportamiento de los consumidores y, desde
una perspectiva más amplia, los efectos del cine o la radio sobre cuestiones
como la moral de los niños, la conducta desviada o los modelos de ocio de los
adolescentes.
Pero ya en 1933, mientras Hitler llegaba al poder en Alemania, la Fundación
Payne publicaba en Estados Unidos doce volúmenes en los que se recogían
diversas investigaciones cuyas conclusiones suponían un duro golpe para esta
teoría. Se descubrió, entre otras cosas, que había varios tipos de efectos posibles,
como las influencias en los estados emocionales y en los conocimientos de una
amplia gama de temas, o efectos consistentes en alteraciones fisiológicas, como
insomnio, o influencias en el rendimiento escolar o en el comportamiento
agresivo; que los efectos había que estudiarlos en relación con otras muchas
variables, como la clase social, el ambiente familiar o las relaciones con el grupo
en el que está integrado el individuo receptor; y que también había que tener en
cuenta la forma como el receptor usaba el medio de comunicación. Entre las
conclusiones se reconocía la dificultad de aislar de manera rigurosa los efectos
de los medios de comunicación de las influencias que podían ejercer otras
variables. En otras palabras, se ponía en cuestión el enorme poder manipulador
que se atribuía a los medios de comunicación y se les concedía solamente un
poder limitado.
La teoría de los efectos limitados fue el paradigma dominante durante los años
cuarenta a sesenta. La preocupación seguía centrada sobre todo en los efectos
inmediatos (a corto plazo) del mensaje sobre el individuo receptor, pero había
una concepción menos simplista de la relación entre éste y el emisor: el proceso
comunicativo había que estudiarlo integrado en el contexto social del que forma
parte. En esencia, las objeciones que este enfoque formula a la teoría de la aguja
hipodérmica pueden resumirse en los puntos siguientes:
En resumen, lo que viene a decir la teoría de los efectos limitados es que los
medios de comunicación de masas no tienen tanto poder como se cree, influyen
sobre el receptor en combinación con otros muchos factores y actúan más en el
sentido de reforzar actitudes y valores preexistentes que en el sentido de
modificarlos o manipularlos. ¿Quiere esto decir que los medios de comunicación
sólo actúan reforzando las situaciones establecidas y que, por tanto, no pueden
actuar también, al menos bajo determinadas circunstancias, como factor de
cambio social? Desde aquí hasta acabar afirmando que los medios de
comunicación no tienen ningún efecto no había más que un paso, pero este paso
nunca se dio.
Llegamos así a la década de los años setenta, que marcan el inicio de una
nueva manera de plantearse el tema de los efectos en torno a la cual se estructura
el debate científico en la actualidad. Por una parte, la controversia sobre los
efectos más fuertes o más débiles que podía provocar el mensaje en el receptor
mostraba claros síntomas de agotamiento; por otra, no era necesario ser
especialista en la materia para detectar indicios de que en las sociedades actuales
los medios de comunicación desempeñan un papel muy relevante. Quizás el
problema radicaba en que el análisis científico, al centrar su atención en
fenómenos como las campañas publicitarias o políticas —y, por tanto, en los
efectos inmediatos sobre el individuo— había acabado relegando lo que podía
ser la cuestión clave: el papel y los efectos a largo plazo del sistema de medios
de comunicación sobre la sociedad en su conjunto. Reconsiderar desde este
punto de vista el poder de los medios de comunicación no suponía tanto un
cambio radical de planteamiento cuanto una revalorización de hipótesis y
sugerencias formuladas muchos años antes por estudiosos como Lazarsfeld y
Merton y que en su día pasaron casi desapercibidas.
Desde la perspectiva actual no es difícil encontrar tanto ejemplos concretos
como fenómenos difusos que llevan a pensar que los medios de comunicación
tienen mucho poder. Como ha señalado Wolf, en la cadena de acontecimientos
que desembocaron en la caída de los regímenes comunistas de Europa del Este a
finales de la década de los ochenta, la estrategia comunicativa desempeñó un
papel clave, sobre todo la televisión, y algunos observadores llegaron a hablar de
revolución en horario de máxima audiencia. En España, hay quien sostiene que
el relativamente feliz resultado de la transición a la democracia no puede
entenderse totalmente si se deja al margen la televisión, que la grabación
televisiva del asalto del coronel Tejero a las Cortes la tarde del 23 de febrero de
1981 fue decisiva, que los millones de ciudadanos que estuvieron pendientes del
mensaje del rey Juan Carlos durante la madrugada del 24 de febrero constituyen
una prueba irrefutable del lugar central que ocupan las instituciones de
comunicación en el sistema social actual. Más allá de estos ejemplos concretos,
se aduce que fenómenos como el proceso de mundialización que conoce la
sociedad actual o la derivación del ámbito político hacia la política-espectáculo
(necesidad de atraer constantemente la atención del público mediante el gesto
llamativo o la frase brillante) refuerzan igualmente la tesis del poder relevante de
los medios; aunque más que tesis propiamente dicha se trata en realidad de un
conjunto de reflexiones desarrolladas en torno a cuestiones como la aparición de
climas de opinión, los procesos de socialización, la dependencia respecto a los
medios de comunicación, el acceso a la información o la construcción social de
la realidad.
Los medios de comunicación no se limitan a relatar, con mayor o menor
fidelidad, los acontecimientos o problemas que consideran noticiables; también
suministran representaciones de las respuestas del público a tales problemas,
unas veces basándose en sondeos rigurosos, otras selecccionando
cualitativamente lo que ellos consideran que son las grandes tendencias de la
opinión pública. Así, los medios de comunicación contribuyen a formar la
opinión pública en una medida que no pocas veces impide considerarlos como
un simple factor acompañante o de refuerzo de tendencias ya presentes en el
público; desempeñan un papel clave en la generación de climas de opinión que
pueden acabar modificando la credibilidad de un Gobierno, el prestigio de una
empresa o la honorabilidad atribuida a un personaje público. Las campañas de
Green Peace, por ejemplo, nunca habrían conseguido alcanzar la popularidad
que tienen actualmente a nivel internacional si no fuera porque detrás de cada
una de sus espectaculares acciones están las cámaras de televisión.
Elisabeth Noelle Neumann ha intentado explicar la contribución de los medios
de comunicación a la generación de climas de opinión a través de su teoría de la
espiral del silencio. El individuo huye del aislamiento porque le provoca
inseguridad. Para evitarlo silenciará aquellas opiniones propias que no
concuerden con lo que cree que piensa la mayoría y procurará adaptarse a ella.
Su creencia acerca de la opinión de la mayoría dependerá en gran medida del
clima de opinión que reflejen los medios de comunicación. De la misma manera
pero en sentido contrario, una opinión minoritaria que por su misma
excentricidad se convierte en noticia, puede comenzar a ganar adeptos
rápidamente al ser difundida en los medios de comunicación, animando a
muchos «silenciosos» a manifestar abiertamente sus propios puntos de vista
(espiral de voz). De donde se deduce que los medios de comunicación pueden
jugar también como factor de cambio social, al menos contribuyendo a
acelerarlo.
Inspirándonos en Kappler, podemos distinguir entre conversión, cambio
menor y reforzamiento de las creencias y opiniones previas del receptor en
relación con la intención del emisor. Conversión significa cambio en
concordancia con la intención del emisor; cambio menor, cambio en la
intensidad; reforzamiento significa confirmación. Más en general, el cambio
puede ser provocado o simplemente facilitado por el emisor, intencionado o no
intencionado, dificultado o incluso evitado, en cuyo caso el emisor se limitaría a
reforzar las creencias y opiniones preexistentes.
Los estudiosos del proceso de socialización también analizan el papel de los
medios de comunicación en tanto que agentes de socialización. El cine y los
géneros de ficción de la televisión son agentes de socialización en la medida en
que proporcionan imágenes y representaciones mentales de la realidad social.
Así, se sospecha que los consumidores más empedernidos de televisión acaban
interiorizando imágenes de la realidad más congruentes con los contenidos
televisivos que con la realidad misma. Esto les llevará a percibir el mundo de
forma diferente a los que la ven poco. Por ejemplo, de algunas investigaciones
parece deducirse que los grandes consumidores televisivos (al menos cuatro
horas diarias) tienden a sobrestimar la cantidad de violencia y criminalidad
realmente existente, tienen más miedo a ser víctimas de algún delito, su nivel de
autoestima es más bajo, son más sensibles a los problemas raciales, ven a los
ancianos como más marginados o más débiles y están menos satisfechos con su
estilo de vida. En el ámbito de la socialización política, otras investigaciones han
señalado que desde mediados de los años setenta, en Europa, se ha duplicado el
número de ciudadanos que se sienten políticamente implicados mientras que, al
mismo tiempo, no se sienten próximos a ningún partido político, lo que se
sospecha que puede estar relacionado con la información que suministran los
medios de comunicación y la relevancia que le conceden a algunos problemas.
Se apunta asimismo la influencia de la televisión como agente de socialización
en la definición de los roles sexuales, étnicos, familiares o relativos a las
diferentes edades. En general, aunque se reconoce la dificultad de aislar la
influencia específica de los medios como agentes de socialización, se sospecha
que ésta es mayor entre los niños, que disponen de menos recursos críticos. Pero
ahora la pregunta que se formula el investigador ya no es tanto en qué medida el
niño se ha visto afectado por la película que vio anoche, como en qué puede
haber cambiado toda una generación de adolescentes que lleva diez años
consumiendo tres horas diarias de televisión.
Otros estudiosos han dirigido su atención hacia la dependencia cada vez
mayor que tienen individuos, grupos e instituciones sociales de todo tipo
respecto a los medios. Esta dependencia se aprecia en diversos ámbitos, que van
desde aspectos muy concretos de la vida cotidiana hasta cuestiones generales
que afectan a la realidad social en su conjunto. Hay una dependencia evidente en
la actividad de ocio. El consumo de televisión se ha convertido en una de las
opciones más importantes de uso del tiempo libre y es un elemento que modifica
las relaciones familiares: introduce temas de conversación, sirve para reducir las
tensiones (al menos mientras se la ve), la gente tiende a salir menos por la noche,
se hace más reacia a participar en actividades colectivas, usa la televisión para
ampliar su campo vital y busca en ella cosas que no encuentra en su vida
cotidiana, por ejemplo, emociones. Además la televisión recoge tipos de
comportamiento presentes en la realidad y los devuelve convertidos en
prototipos que orientan la acción social.
En la sociedad actual —que no en balde algunos llaman de la información—
el acceso a la información y un uso inteligente de los recursos informativos se ha
convertido en condición sine qua non para poder llevar a cabo un número cada
vez más importante de actividades sociales. Si tradicionalmente se pensaba que
la difusión a gran escala de las comunicaciones de masas era un indicador de
modernización, de desarrollo social y cultural, en la medida en que ponía la
información al alcance de grupos sociales hasta entonces excluidos de ella, desde
hace algunos años tiende a subrayarse el problema de los desniveles de
conocimiento, que se habría visto acentuado precisamente por la generalización
de las comunicaciones. Desde esta perspectiva se afirma que cuando aumenta la
penetración de los medios de comunicación en un sistema social los segmentos
de población con un status socioeconómico más alto tienden a adquirir la
información más rápidamente que los estratos de nivel socioeconómico más
bajo, de manera que el desnivel de conocimientos entre ambos tiende a aumentar
en lugar de disminuir. Así, los medios de comunicación reproducen y acentúan
desigualdades sociales, son instrumentos del incremento de las diferencias, no de
la reducción de las mismas, y hacen surgir nuevas formas de desigualdad y de
desarrollo desigual.
Más en general, se afirma que la dependencia cognitiva respecto de los
medios es cada vez mayor. La cuestión de fondo es que, en las formas
contemporáneas de sociedad, la experiencia vivida directamente por el individuo
es una fuente de información limitada a una parte de la realidad social más
pequeña que la que cada uno de nosotros conoce exclusivamente a través de las
comunicaciones de masas. Por una parte, cada vez hay más aspectos de la
realidad social que son noticia y, por tanto, el sistema social se hace cada vez
más visible para el individuo; por otra, el incremento de la información
suministrada por los medios no va acompañado de un incremento paralelo de las
fuentes alternativas para contrastar dicha información. En consecuencia, los
medios de comunicación desempeñan un papel cada vez más importante en la
construcción social de la realidad, es decir, en la imagen que cada individuo
recibe y se hace de lo que es la realidad social. No puede afirmarse con
rotundidad que los medios de comunicación crean o se inventan los problemas
sociales —aunque no es difícil encontrar ejemplos indiscutibles de manipulación
informativa— pero sí que determinan en gran medida cuáles de esos problemas
son relevantes y cuáles no, qué problemas van a estar en el centro del debate
público durante algún tiempo y qué problemas van a pasar desapercibidos, todo
lo cual tiene repercusiones evidentes en el plano de la política.
Así pues, en el debate actual sobre el poder de los medios tiende a subrayarse
que tienen efectos fuertes y a largo plazo sobre el conjunto del sistema social,
pero al mismo tiempo se reconoce la dificultad de aislar tales efectos de la
influencia de otras muchas variables con las que actúan en interacción y, por
tanto, la imposibilidad de dar una respuesta concluyente fundamentada en
evidencia empírica a la pregunta sobre la incidencia de los medios en la
estructura social y en los procesos de cambio.
Las características más importantes de este fenómeno social son: 1) las nuevas
tecnologías actúan sobre la información; 2) tienen una gran capacidad de
penetración en todos los procesos de nuestras actividades personales y
colectivas, que se ven afectados por la mediación de estas tecnologías; 3) actúan
de manera interconectada, es decir que la actuación de unos elementos necesita
del concurso de otros. Los microordenadores, por ejemplo, están determinados
por la potencia del chip. Por tanto, las nuevas tecnologías de la información
actúan como una red multifacética y sus propiedades más sobresalientes son su
carácter integrador, la complejidad y la interconexión (Castells, 1996).
En la década de los ochenta las nuevas tecnologías transformaron todo el
ámbito de los medios de comunicación. En la prensa escrita posibilitaron
ediciones simultáneas del mismo periódico, con el vídeo se podía seleccionar y
diversificar la oferta televisiva además de personificar las imágenes familiares, la
televisión por cable ofreció una variedad sin precedentes de canales
diversificando y especializando la oferta, y fragmentando la audiencia según los
gustos y estilos de vida, y finalmente Internet ha generalizado el uso del World
Wide Web como red de comunicación informática por todo el mundo, de tal
manera que las principales actividades económicas, políticas, sociales y
culturales están estructuradas y conectadas a través de Internet. Situarse al
margen de esta red supone hoy día quedar excluido de los principales
acontecimientos del mundo actual en todos los campos de la actividad humana
(Castells, 2001).
Siguiendo la descripción que nos hace Castells, Internet nació de la
convergencia entre la ciencia, la investigación militar y la cultura libertaria. En
la cultura de Internet han influido cuatro elementos: la cultura
tecnomeritocrática, la cultura hacker, la comunitaria virtual y la emprendedora.
Castells lo resume de esta manera:
En la parte superior de la construcción cultural que condujo a la creación de Internet, está
la cultura tecnomeritocrática de la excelencia científica y tecnológica, que surge básicamente
de la gran ciencia y del mundo académico. Esta tecnomeritocracia formaba parte de un
proyecto de dominación mundial (o de contradominación, según se vea) gracias al poder del
conocimiento, pero supo conservar su autonomía y decidió apoyarse en la comunidad
académica como fuente de su legitimidad autodefinida.
La cultura hacker dio un carácter específico a la meritocracia a base de reforzar las
fronteras internas de la comunidad de los tecnológicamente iniciados, independizándose así de
los poderes fácticos. Sólo los hackers pueden juzgar a los hackers. Sólo la capacidad de crear
tecnología (venga del entorno que venga) y de compartirla con la comunidad son considerados
como valores respetables. Para los hackers la libertad es un valor fundamental, especialmente
la libertad de acceder a su tecnología y de utilizarla a su antojo.
La apropiación de la capacidad de conexión en red por parte de redes sociales de todo tipo
condujo a la formación de comunas on line que reinventaron la sociedad, expandiendo
considerablemente la conexión informática en red, en su alcance y en sus usos. Asumieron los
valores tecnológicos de la meritocracia y abrazaron la fe de los hackers en los valores de la
libertad, la comunicación horizontal y la conexión interactiva en red, pero los utilizaron para la
vida social, en lugar de practicar la tecnología por la tecnología.
Finalmente, los emprendedores Internet descubrieron un nuevo planeta, poblado por
grandes innovaciones tecnológicas, nuevas formas de vida social e individuos
autodeterminados, dotados por su habilidad tecnológica de un poder de negociación
considerable frente a las reglas sociales e instituciones dominantes. Fueron un paso más allá.
En lugar de atrincherarse en las comunas creadas en torno a la tecnología Internet, intentaron
tomar el control del mundo haciendo uso del poder que acompañaba a esa tecnología. En
nuestro mundo esto significa, básicamente, tener dinero, más dinero que nadie. Así, la cultura
emprendedora orientada hacia el dinero acabó por imponerse en el mundo y, de paso, convirtió
a Internet en el eje de comunicación de nuestras vidas (Castells, 2001).
BIBLIOGRAFÍA
I. PODER Y AUTORIDAD
1. PRODUCIR REPRESENTACIÓN
3. PRODUCIR LEGITIMACIÓN
1 2 3 4 5
A 200.000 100.000 66.000 50.000 40.000 …
B 120.000 60.000 40.000 30.000 24.000 …
C 80.000 40.000 26.000 20.000 16.000 …
D 60.000 30.000 20.000 15.000 12.000 …
V. LA VIOLENCIA POLÍTICA
Puesto que la sociología política estudia las formas del poder y la regulación
de los conflictos sociales no podemos dejar de lado la consideración de otros
grupos políticos que existen en la sociedad al margen de las instituciones y los
partidos que configuran las instituciones y fuerzas legítimas de los sistemas
democráticos. Dentro del marco pluridimensional del juego de los grupos
sociales que actúan en la sociedad civil nos referiremos a las élites políticas y los
grupos de presión.
1. LAS ÉLITES
Los grupos de presión tratan de influir sobre quienes detentan el poder, pero
no buscan el poder (al menos oficialmente) para ellos. Ciertos grupos poderosos
tienen sus representantes en los Parlamentos, y en los gobiernos; el vínculo entre
estos representantes políticos y el grupo de presión del que dependen permanece
secreto o discreto.
Un grupo de presión es exclusivo si se ocupa únicamente de actuar en el
dominio político, de hacer presión sobre los poderes públicos, como, por
ejemplo, los famosos lobbies de Washington, organizaciones especializadas en
intervenir ante los parlamentarios, los ministros y los altos funcionarios.
Por el contrario, un grupo es parcial si la presión política no es más que una
parte de su actividad, si posee otras razones de existencia y otros medios de
acción: por ejemplo, un sindicato obrero, que a veces presiona sobre el
Gobierno, pero que persigue objetivos más amplios. Los grupos «parciales» son
extremadamente numerosos. Como hemos dicho, toda asociación, todo grupo
puede llegar a utilizar la presión política en un determinado momento de su
actividad. La Academia francesa ha intervenido a veces para tratar de limitar los
impuestos que gravan a los libros y a los escritores; las confesiones religiosas no
desdeñan actuar sobre los poderes públicos, de igual modo que los grupos de
intelectuales.
La distinción entre grupos públicos y grupos privados se aplica a los grupos
nacionales. Pero en la vida política interna de muchos países pueden intervenir, e
intervienen efectivamente, grupos de presión extranjeros. Con respecto a su
nación de origen, estos grupos pueden ser privados o públicos. Así, los
sindicatos ingleses pueden ayudar en las huelgas a los sindicatos italianos, las
organizaciones patronales americanas pueden actuar sobre la Administración
francesa.
Algunos organismos de información y periódicos sitúan en segundo término la
búsqueda del beneficio, y se dirigen sobre todo a ejercer una presión sobre el
Gobierno, los poderes públicos y la opinión. Entonces adquieren el carácter de
grupo de presión. Debemos distinguir dos categorías en este sentido. Unos se
constituyen como medios de expresión de ciertos grupos determinados, de los
que no son separables. Tales son, por ejemplo, los periódicos sindicales o
corporativos. Otros son las organizaciones de masas. Los «grupos de masas»
tratan de reunir el mayor número posible de simpatizantes, porque en función de
su numerosidad obtienen su poder efectivo. Igual que en los partidos de masas,
el encuadramiento de millares o de millones de hombres obliga a desarrollar una
organización fuertemente jerarquizada. Los sindicatos obreros son el prototipo
de los grupos de masas. Otros muchos grupos se han creado sobre su modelo:
organizaciones campesinas, confederaciones de artesanos o de pequeños
empresarios, etc.
Los partidos políticos y los grupos de presión mantienen relaciones entre sí.
Tres casos pueden presentarse a este respecto: 1) ciertos grupos de presión están
más o menos subordinados a los partidos; 2) ciertos partidos están más o menos
subordinados a grupos de presión; 3) se encuentran por último casos de
cooperación igualitaria entre grupos de presión y partidos políticos.
BIBLIOGRAFÍA
Ámbito Área Núm. noticias Actor social Problemas Medios Espacio (cm 2)
Internacional Política
Economía
Sociedad
Estatal Política
Economía
Sociedad
Autonómico Política
Economía
Sociedad
Tema Núm. Actor noticias Problemas social Medios Espacio (cm 2)
Unión Europea
Relación Estado-Economía
Economía autonómica
Medio ambiente
Empleo
IV. BIBLIOTECA
Alienación Legitimidad Sociobiología
Censo / Padrón Libertad Sondeo de opinión
Circunscripción electoral Libido Subdesarrollo
Codificación Macrosociología Sufragio
Concepto Microsociología Tecnocracia
Cohorte Magia Tecnología
Deducción Marx y marxismo Tipo ideal
Inducción Materialismo Tipología
Democracia Masa-público Trabajo
Demografía Mercado Tradición
Demoscopia Mercancía Utilitarismo
Desarrollo Método Utopía
Crecimiento Migraciones Variable
Diglosia Monopolio Voto
Elite Morbilidad
Empirismo Movilidad Ley d’Hont
Encuesta de población activa Multitud R. Descartes
Endogamia Natalidad N. Elias
Epistemología Nihilismo G. Gallup
Escala Nominalismo F. Hayek
Escuela de Chicago Nupcialidad Th. Hobbes
Escuela de Frankfurt Ocio D. Hume
Esperanza de vida Oligarquía Th. Khun
Estado Oligopolio G. LeBon
Estatus Opinión pública F. Le Play
Estilos de vida Orden social J. Locke
Estructura Plusvalía G. Lundberg
Etnocentrismo Población R. Malthus
Explicación Pobreza K. Mannheim
Federalismo Poder N. Maquiavelo
Fenomenología Política M. Mauss
Funcionalismo Populismo E. Mayo
Grupo de presión Positivismo R. K. Merton
Grupo de referencia Pragmatismo R. Michels
Hipótesis Prejuicio G. Mosca
Historicismo Productividad J. Ortega y Gasset
Holismo Profesión V. Pareto
Humanismo Progreso R. Park
Idealismo Público / Privado T. Parsons
Identidad Reproducción K. Popper
Ideología Revolución P. J. Proudhon
Idiográfico Riesgo A. Quetelet
Ilustración Rol G. Simmel
Indexicalidad Secularización H. Simon
Indicador social Símbolo H. Spencer
Institución Sistema electoral F. Tönnies
Intelectual Socialismo Th. Veblen
Teoría de juegos Sociedad Civil M. Weber
Juicio de valor Sociedad masa L. Wirth
Edición en formato digital: 2014
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