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La ética tomista de Jacques Maritain

Dr. Jacob Buganza


§ 2. Fundamentos básicos de la moralidad

1. Lo primero que hace Maritain, en sus Neuf leçons sur les

notions premières de la philosophie morale, es distinguir diversos

sistemas de filosofía moral, con la finalidad de situar, fuera de

toda duda, dónde se halla su propia postura, que es la postura

ciertamente de la ética tomista. Según el filósofo francés, pueden

distinguirse tres grandes corrientes éticas a lo largo de la historia

de la filosofía. Veamos, pues, de cuáles se trata.

2. A la primera la denomina “ética cósmico-realista”, y es la

que proviene de la tradición clásica. En efecto, es clásica porque

proviene del mundo clásico, a saber, del greco-romano, y hallaría su

fundación en el padre de la ética, a saber, Sócrates. ¿En qué sentido

es cósmica? En que se funda sobre una visión del puesto del hombre

en el cosmos, para usar la expresión scheleriana. ¿En qué sentido es

realista? En que esta ética halla sus fundamentos en la realidad

extramental, objeto de estudio de la metafísica y de la filosofía de

la naturaleza. Según Maritain, es a la vez una ética experimental y

normativa. ¿En qué sentido, cabría cuestionar? En que es una ética

que se desprende de la experiencia (en este sentido nos parece

“experimental”), pero que al mismo tiempo brinda “normas” para actuar

bien moralmente, o al menos para distinguir la actuación buena de la

mala.

Según nuestro autor, cabría distinguir tres estadios, digamos,

ontológicos, al interior de esta ética. El primero es el de la

realidad extramental, que viene a englobar a Dios, la naturaleza y


la ley. Por ley hay que entender justamente la ley natural que es

inmanente al ser de las cosas y, desde una postura filosófico-

teológica, la expresión de la sabiduría divina plasmada en la

creación. El segundo es el que llama “razón”, la cual es considerada

“regla o medida inmediata de los actos humanos”, la cual a su vez

está “regulada o medida por la ley natural y los fines esenciales

del ser humano” (p. 8). El tercer estadio se refiere a la “bondad

moral”, que puede ser tanto del objeto como de la acción. En efecto,

el objeto es bueno moralmente en sí cuando es conforme a la razón,

la cual, a su vez, como dijimos, está regulada por la ley que se

deriva de la naturaleza de las cosas. De ahí que haya un bien o mal

intrínseco del objeto de los actos morales cuando están o no

conformes con la razón [n. 90]. Por su lado, la bondad o maldad de

la acción depende de la bondad o maldad del objeto. Concluye

diciendo: “En esta perspectiva ética, el bien moral está fundado en

la realidad extramental: Dios, la naturaleza de las cosas, y

especialmente la naturaleza humana, la ley natural. Es la perspectiva

de la conciencia común de la humanidad, y es la verdadera y auténtica

perspectiva de la filosofía moral” (p. 8).

3. La segunda perspectiva es denominada “ética acósmica e

idealista de Kant”. Piensa Maritain que la filosofía moral kantiana

es el ejemplo de una ética que, mal-influenciada por el Cristianismo,

se ha desviado, pues ha procurado mantener las tesis judeo-cristianas

en el marco de una filosofía que se ha desembarazado del elemento

revelado o sobrenatural. Kant pretende que el concepto central de la

ética sea el desinterés, pues así se cualifica a la caridad


cristiana. De esta suerte, la filosofía moral kantiana es una ética

del deber puro: “Nos propone una ética sin fin último, liberada de

todo impulso hacia la felicidad o hacia el bien; una ética del

imperativo categórico en la cual el universo de la moralidad o de la

libertad está totalmente separado del universo de la naturaleza, y

el contenido de la ley debe ser deducido de su forma y de la esencia

universalmente normativa de la razón pura práctica” (p. 9).

No dejan de ser sorprendentes las palabras con las que el

filósofo tomista juzga a Kant. En efecto, lo hace con mucha

severidad, tal vez pensando que, debido a Kant, la ética ha seguido

derroteros que, desde la perspectiva cristiana, resultan

insatisfactorios. No parece que tal fuera la intención de la

filosofía moral kantiana, mas parece que sí lleva o conduce incluso

al existencialismo y su ética marcadamente individualista, o bien a

lo que cabría llamar ética posmoderna, librada de cualquier

obligatoriedad impuesta por la naturaleza, sobre todo por la llamada

“naturaleza humana” y la ley que se deriva de ella. Y esto porque

la ética de Kant está liberada, por así decir, de toda consideración

del “bien”, “de la bondad en sí del objeto (vale decir, de su

conformidad con la razón en virtud de la naturaleza de las cosas),

y eso es más que lógico, puesto que en el sistema de Kant no podemos

alcanzar las cosas en sí” (p. 9).

4. ¿Por qué la ética de Kant es acósmico-idealista? Es acósmica

porque la ética que construye no considera al hombre en su situación,

es decir, no lo vislumbra en el cosmos, como suele decirse con

Scheler. Por no querer tampoco fundarse en la metafísica, como


tradicionalmente se había hecho, resulta ser idealista, o sea, se

funda o tiene un carácter, dice Maritain, deductivo normativo. En

efecto, Dios, la naturaleza y la ley (la ley natural, sobre todo) ya

no encuentran cabida en la ética kantiana. Lo harán solamente, a

nuestro juicio, de manera indirecta, y mediante meros postulados de

la razón pura práctica, que necesita de tales conceptos para poder

funcionar. Ahora bien, es cierto que la ética de Kant sigue

manteniendo a la “razón” como parte esencial de su elaboración, pero

ya no se trata de una razón que es medida y mide, como en el caso

de la ética cósmico-realista, sino que se trata de una razón

puramente mensurante. Debido a esta caracterización de la razón, la

ley que brota de la ética kantiana será puramente formal, a saber,

la que se expresa merced el imperativo categórico; en cambio, en la

ética cósmico-realista los imperativos, aunque originalmente

formales, se llenan de materialidad a través de la experiencia, que

Kant ha desechado por no ser objetiva desde la Crítica de la razón

pura. Esto lleva a concluir que, mientras que el bien moral está

fundado para el realismo en la realidad extramental, para el kantismo

lo está en la universalidad de la razón pura práctica.

5. Para profundizar en lo anterior, Maritain sugiere concebir

la ética kantiana en tres estadios. En efecto, “el estadio inicial

de semejante filosofía moral es la razón como medida de los actos

humanos, pero ya no en el mismo sentido que en la tradición clásica,

pues se trata de una razón pura, pura de toda materia cognoscible;

se trata de la razón considerada de una manera puramente formal,

desde el solo punto de vista de las exigencias de la universalidad


lógica” (p. 11). Ciertamente, como habíamos dicho, si el aparato

cognoscitivo humano está impedido para conocer la cosa en sí (Das

Ding an sich), entonces no podría fundarse el actuar moral en la

experiencia, pues ésta está cargada ya, por sí misma, del carácter

subjetivo del aparato cognitivo humano. Pero la ética requiere de

objetividad; por tanto, no puede hallarse en la experiencia su

fundamento. El fundamento no será otro, para Kant, que la razón

misma, pero en su aspecto formalizador, o sea, sin recurrir a la

experiencia, que se entiende en este contexto como la materialidad

que, en el segundo estadio, se irá especificando justamente como

ley.

6. Así pues, el segundo estadio es la ley. No es la ley natural,

como apuntábamos, sino la ley del imperativo categórico, que es la

ley formal que la razón pura práctica formula y a partir de la cual

el agente llena con un cierto contenido en vistas a actuar

moralmente. Este contenido lo brindan las máximas, las cuales, aunque

originalmente subjetivas, son susceptibles de universalización si

pasan el examen reflexivo al que se refiere Kant, a saber, si tales

máximas son compatibles con el imperativo categórico que indica

precisamente que la máxima sería imperativa categóricamente si todos

los seres racionales la siguieran en las mismas circunstancias. Por

tanto, la ley no viene de la naturaleza de las cosas, de la natura

o φύσις de los griegos, que indicaba lo que es una cosa y el camino

que la lleva a su desarrollo, sino de la razón pura práctica cuya

tarea no es otra que imprimir la universalización propia de la razón

a la máxima.
7. El tercer y último estadio con el cual Maritain caracteriza

a la moral kantiana “es la rectitud o la bondad moral de la acción”.

En efecto, para Kant “la acción es moral cuando su máxima es una

máxima que puede ser universalizada, erigida en regla que gobierne

universalmente el comportamiento de todo ser humano. Es esta

universalidad de la máxima del acto lo que constituye la bondad de

éste” (p. 11). La bondad, entonces, no depende del objeto mismo,

esto es, del ser o naturaleza del objeto; depende de la

universalización de la que es susceptible la máxima para actuar. La

bondad, en consecuencia, tiene fundamento, más que en la objetividad

del objeto, en la universalidad con que la razón la visualiza,

fundamento a su vez de su objetividad moral. Así pues, para la ética

realista el acto es moral si el objeto al que se refiere es tomado

en su mismidad, en su objetividad; por su parte, para la ética

idealista la bondad se halla más bien en el acto sin relación alguna

con el objeto, de suerte que la “bondad del acto hace que su objeto

sea moralmente bueno. El bien moral no tiene ya fundamento

extramental, está fundado solamente sobre la universalidad de la

razón pura práctica, y el contenido de la acción moral debe ser

deducido de esta forma universal y de las exigencias de universalidad

esenciales a la razón” (p. 11).

8. De todas maneras, es preciso criticar a Maritain, pues su

caracterización hace que las éticas “cósmico-realista” y “acósmico-

idealista” se opongan a tal grado que ninguna suerte de conciliación

podría hallarse en ellas. En efecto, ya la caracterización que hace

está basada en contraposiciones. Nos parece que, en este punto, el


filósofo francés exagera una y otra postura. Es posible conciliarlas,

hasta cierto grado. No es posible una conciliación absoluta, según

la cual una se incorpore a la otra sin más, hasta el grado de

desaparecer, pues ya desde las concepciones que en general tienen de

la razón teórica y práctica y de sus relaciones las marca a

profundidad y las separa fundamentalmente. Empero, sí es posible

establecer ciertos puentes o vasos comunicantes entre una y otra

ética. Tal vez el principal entramado pontificio sea justamente la

noción de deber, muy kantiana, y el bonum honestum, de la tradición

clásica. Ahí, a nuestro juicio, se halla el punto de engarce entre

ambas éticas. Veamos en qué sentido. La ética kantiana subraya el

papel del deber, expresado por la ley moral que se universaliza a

partir de la máxima, cuya característica es la incondicionalidad.

Esta incondicionalidad significa que la ley debe cumplirse

independientemente de las consecuencias que traiga aparejadas; debe

cumplirse, entonces, por sí misma. Y precisamente la naturaleza del

bien honesto es esa misma, a saber, que se trata de un bien que se

lleva a cabo por sí mismo, y éste es el bien moral [n. 44]. El bien

moral, en este sentido, o sea, en sentido clásico, consiste en el

acto por el cual la voluntad se cualifica a sí misma de manera

absoluta, o sea, incondicional, pues es buena sin más, esto es, más

allá de las ventajas o desventajas o consecuencias subjetivas que se

obtengan de la acción moral. En este sentido, tanto la ética kantiana

como la ética clásica convergen en que una voluntad es buena sin más

si lleva a cabo el deber que le está mandado por la ley. La diferencia

está precisamente en la ley: mientras que para Kant la ley proviene


de la razón pura práctica, para la ética clásica la ley proviene del

objeto conocido, y en consecuencia de la naturaleza que éste posee

y que se conoce a través de la razón, que adquiere el nombre de recta

ratio. Ciertamente no es diferencia baladí o insignificante, pero no

puede negarse que hay puntos de confluencia entre una y otra ética.

Empero, como veremos más adelante, hay también fuertes diferencias

entre la visión clásica de la ética, en especial en el fundamento de

su carácter normativo, y el del kantismo [nn. 10ss].

9. La tercera perspectiva es la filosofía moral postkantiana,

la cual, según Maritain, entra en una plena confusión que, a nuestro

juicio, no fue querida por Kant [n. 3], pero que, con todo, es

consecuencia natural de su postura. Para comprender este fenómeno de

la historia de la ética, el filósofo francés afirma que se han dado

tres líneas principales de evolución: (i) la ética acósmico-

idealista, pero que, a diferencia de Kant, se funda en una

metafísica, como en el caso del romanticismo; (ii) la ética que

reacciona Kant, a saber, la positivista-cientificista, que propugna

un rechazo a toda ética normativa en pos de una que se guíe con el

modelo de las ciencias naturales, como por ejemplo el sociologismo;

y (iii) la ética que, buscando un retorno a una concepción cósmica

y auténticamente filosófica de la moral, fundan una teoría en la

filosofía de la naturaleza, que no desligan de las ciencias

naturales, pero no alcanzan una metafísica, como el sistema

pragmatista de Dewey; o es el caso de una teoría que, integrando a

la ética en la metafísica, esto es, “trata de fundar la ética a la

vez sobre una filosofía de la naturaleza y sobre un conocimiento de


las realidades absolutamente primeras” (p. 13), como es el caso de

Bergson.

10. A Maritain le interesa sobre todo el positivismo [n. 9,

ii], de acuerdo con el cual la moral se convierte simple y llanamente

en una ciencia de las costumbres sin fundamento en la filosofía de

la naturaleza y la metafísica; el positivismo se limita a una “pura

descripción de los hechos morales, y tanto los valores como las

normas morales se encuentran, por ello mismo, relativizadas” (p.

13). Resulta que, a pesar de que han corrido muchos años desde que

el filósofo neotomista ha escrito estas Leçons, resulta que son estas

teorías que él llama “sociologistas” las que han tenido un increíble

crecimiento en la ética posterior, pues el relativismo se halla

inserto en sus entrañas. No resulta sorprendente, por tanto, que sea

preciso estudiar con mayor detenimiento las doctrinas sociologistas.

El sociologismo, en general, concuerda con Kant al afirmar que la

metafísica especulativa es innecesaria para fundamentar una ética.

Ciertamente Kant pretende fundamentar la ética en la razón pura

práctica debido a que la conclusión de la Crítica de la razón pura

indica que la metafísica no es científica. Pero el sociologismo, a

diferencia de Kant, no admite el imperativo categórico. No admite,

en consecuencia, el deber absoluto. Pero hay otra razón por la cual

hay una neta separación entre el kantismo y el sociologismo, y ésta

consiste en el divorcio que establece Kant entre el mundo de la

naturaleza (el universo) con la moralidad; “esta división entre el

mundo de la moralidad y el mundo de la naturaleza es el motivo más

profundo de la reacción positivista contra Kant” (p. 14). El deber


moral, afirma el sociologismo en contra de Kant, aparece como un

imperativo supratemporal que proviene del mundo inteligible, a

saber, de la razón pura práctica, sin ningún fundamento en el mundo

natural. Lo grave de este rechazo, piensa Maritain, es que el

sociologismo engloba bajo una sola categoría a la filosofía moral

normativa, y no distingue entre las teorías no-kantianas de la

normatividad y la teoría kantiana de la normatividad. Esto trae como

resultado que el sociologismo rechace toda moral de carácter

normativo, “toda moral que atribuya o reconozca a los valores de

conducta una significación absoluta, es decir en realidad toda

filosofía propiamente moral o práctica” (p. 15).

11. El diagnóstico de Maritain resulta sumamente provechoso

para el panorama actual de la filosofía moral. En efecto, tal parece

que lo que sociologismo desde mediados del siglo pasado ha impulsado

como su tesis central, a saber, el rechazo a toda ética normativa

que tenga pretensiones absolutas, se ha visto recuperada en las

éticas más recientes, más preocupadas por la relatividad de las

normas morales y, por tanto, desechando cualquier rasgo de

universalidad o absolutez.

12. La clave consiste, como se dijo, en distinguir entre las

teorías normativas no-kantianas y la kantiana. Y es que, para el

tomismo, la filosofía moral de Kant falsea la naturaleza de la norma

moral, pues su carácter justamente normativo depende de las

exigencias apriorísticas de la razón y, por tanto, la desvincula de

todo conocimiento racional o experiencial de las cosas naturales.

Esto lleva al positivismo sociologista a posturar que “toda moral


auténticamente normativa (vale decir, que justifique reflexivamente

los valores y reglas absolutas de la conciencia) es imaginada como

un código arbitrario de leyes que no responde a ninguna exigencia

íntima de la naturaleza del hombre y que es impuesto desde fuera, a

priori, sobre la vida humana, en nombre de las exigencias de un

sistema filosófico que pretendería legislar por sí mismo” (p. 15).

El imperativo kantiano, precisamente por su desvinculación con el

conocimiento, promueve que la mirada se concentre en la ciencia, en

el sentido de conocimiento fenoménico, para dar cuenta de la moral.

Es lo que hace el positivismo decimonónico con Comte, o el neo-

positivismo del siglo XX con el Círculo de Viena.

13. El tomismo concede que la ciencia, mediante sus métodos

estadísticos y experimentales, analiza la vida y conducta humana,

pero lo hace limitada precisamente por su proceder; y este proceder

no es sino descriptivo; por tanto, la ciencia sólo describe el

comportamiento y la vida humana. En consecuencia, no es capaz de

afirmar a qué está obligado el hombre, es decir, cómo debe

comportarse. La ciencia sí visualiza los valores y los deberes, pero

como hechos, es decir, como materia de observación. “La ciencia

tiene, en este orden, que describir los valores morales, observar y

clasificar los diversos sistemas de valores puestos en juego por los

hombres, pero no puede ocuparse (y ello por su misma estructura

noética) con los valores como valores” (p. 16). En efecto, a la

ciencia, por su proceder metodológico mismo, está vedado el hecho de

estudiar el valor moral en cuanto tal, que consiste precisamente en

la obligación que tiene el agente moral, en su conciencia, de actuar


conforme al deber; el valor moral, que por definición es

incondicionado, es sólo objeto de la filosofía moral y no de la

ciencia experimental. El tomismo, en este mismo orden de ideas, no

desecha los hallazgos de la ciencia experimental, como por ejemplo

de la sociología, que tiene por objeto de estudio a los grupos

humanos. Es ahí donde se estudian los valores encarnados, las leyes

morales concretizadas; estudia, ciertamente, la conducta humana,

pero no desde un punto de vista normativo. Lo mismo cabe decir de

la psicología y la etnología, cuyos estudios aportan mucho a la

ciencia moral, pero no la sustituyen.

14. Justamente el sociologismo consiste en querer sustituir la

ética por las ciencias experimentales. En síntesis, pretende que la

ética debe ser sustituida por la sociología1. Es la postura de Lévy-

1 Por supuesto que el sociologismo no sólo pretende subsumir a la ética, sino a


otras ramas del saber. “Durante el siglo XX se da la expansión de la sociología y
se enriquece considerablemente su estructura teórica y doctrinal. Max Weber
significará una de las cumbres de este saber. En relación con esta expansión, surge
un cierto sociologismo puesto que se considera que la sociología posee una eficacia
particular y prescinde de abstracciones insatisfactorias. En este tiempo el
tratamiento sociológico se extiende a todos los fenómenos, de tal modo que se hace
sociología de todo: sociología de la Religión; sociología de la cultura; sociología
del arte y de la literatura y sociología de la política con cierta denominación
propia académica como será la Sociología política. Por supuesto el nuevo saber
adquiere pronto el rango académico y se hace presente en la enseñanza universitaria.
En Norteamérica la sociología como saber se recibe pronto y se acepta de manera
propia, pero el carácter pragmático del saber en Norteamérica transforma la
sociología en un método [pues ya es una doctrina filosófica] y casi en una técnica
de verificación y comprobación debilitando las exigencias teóricas y doctrinales,
con alguna excepción valiosa. En consecuencia los intelectuales españoles que ya
no se forman en Europa, sino que son colonizados en Norteamérica, nos traen esta
nueva sociología como técnica y método cuantitativo de aparente atractivo y éxito
mediático. Una nueva forma de sociologísmo se hace casi oficial en España al mismo
tiempo que adquiere un marcado estilo comercial. Se multiplican los estudios
sociológicos y los Institutos de análisis sociológico de la realidad social en
todas sus variantes, sin que se advierta el carácter necesariamente relativo de
tales investigaciones y de sus resultados. Todavía este cierto sociologismo está
presente entre nosotros. No obstante y a nivel más universal, se comprueba que la
sociología ha perdido parte de su pretensión inicial y se sitúa en la proporción
de un sistema doctrinal de análisis, predominantemente descriptivo de la diversidad
de los fenómenos sociales. El añadido instrumental de datos completa y verifica
gráficamente una posible doctrina. Hoy la sociología, en mi opinión [y en la
nuestra], se encuentra en un discreto lugar intelectual como modo y forma de
acercarse al saber de las cosas son mayores garantías. Es una forma más, ni la
Bruhl y la “ciencia de las costumbres”, a saber, “la descripción

analítica de las costumbres de los diferentes grupos humanos, sin

ningún juicio absoluto de valor” (p. 17). Así, la sociología estaría

llamada a conformar la auténtica ética, la ética científico-

experimental. Pero esto no es una conclusión de la sociología, sino

precisamente una filosofía, a la que se llama sociologismo. Todo

juicio de valor, para el sociologismo, es relativo; no hay verdad en

el juicio de valor. No hay un actuar moral que sea objetivamente

verdadero. No hay, para el sociologismo, carácter normativo

absoluto. Pero el sociologismo no logra explicar un hecho que salta

a la vista: ¿cómo es que, sin haber norma absoluta, puede haber

ética? “Quiéraselo o no, y cualquiera que sea la sutileza intelectual

de que se eche mano, no queda entonces otro remedio que reducir la

ética a la sociología. Intentar explicar por lo exterior la vida

moral del hombre y las realidades de la conciencia, especialmente el

sentimiento de obligación moral, que es mirado entonces como una

pura traducción de las coerciones sociales, de las solidaridades

sociales y de los tabúes sociales en los espíritus individuales, en

cuyo seno esos tabúes se encontrarían sublimados. Los valores morales

y las reglas morales no tienen así validez si no es en relación con

una sociedad determinada, cuyas leyes estructurales y exigencias

biológicas expresan” (p. 18).

15. El sociologismo es, desde esta perspectiva, un sinsentido.

En primer lugar, desde el punto de vista metodológico es

única, ni la mejor, de colaborar en el proceso del conocer”, Riezu, Jorge, La


concepción moral en el sistema de Comte, San Esteban, Salamanca, España, 2007, pp.
183-184.
inconsistente. Pretende explicar nociones como valor moral, norma

moral, obligación moral, conciencia moral, pero de facto no hace

sino suprimirlas, pues intenta reducirlas a algo más, sea a fenómenos

socio-biológicos, socio-políticos, etcétera. Por tanto, serían meras

ilusiones. En consecuencia, el objeto que metodológicamente se

propone el sociologismo es ilusorio, fútil. La vida moral del hombre

se reduce prácticamente a otra cosa, y en consecuencia no pertenece

a un campo objetivo y diferenciado. La sociología, y no el

sociologismo, “tiene razón cuanto afirma el hecho de que, a menudo,

la raíz de tal o cual juicio de valor, o de tal regla aceptada de

conducta, ha de encontrarse en creencias actualmente olvidadas, pero

que subsisten bajo la forma de tradición imperiosa o de poderoso

sentido colectivo. La sociología tiene razón cuando dice que

frecuentemente tal o cual condenación formulada por la conciencia

moral de los hombres no es sino el resultado de la presión sociales

de las reglas habituales de la sociedad que han pasado al interior

de las costumbres mentales. De una manera general, podemos decir que

el resultado más importante de las investigaciones sociológicas en

el campo moral ha sido el sacar a la luz el inmenso papel desempeñado

por los tabúes sociales en el comportamiento moral del hombre; en

otros términos, haber mostrado la existencia y la importancia de una

muy vasta zona de moral socializada” (p. 20). Pero el sociologismo,

al extrapolar los resultados que obtiene la sociología, yerra al

universalizar que siempre ocurren de esa manera los asuntos morales.

De hecho, Maritain piensa que los hechos que la sociología explica

corresponden a la capa más superficial de los asuntos morales, que


apenas merece el nombre de tales. Si se desciende más en la vida

moral, es posible observar hechos que no se explican mediante el

método sociológico. Es el caso de la decisión libre. En efecto,

cuando yo elijo algo al margen de lo que a menudo se elige,

experimento precisamente la moralidad; en esta capa íntima de la

decisión individual el método sociológico es incapaz de dar cuenta

del uso de mi propia libertad: “La experiencia de mi propio universo

de decisión y de responsabilidad, es como una roca contra la cual

viene a estrellarse la teoría sociologista: hecho primero, dato

irreductible de la experiencia moral sin el cual no puede construirse

filosofía moral alguna” (p. 21).

16. El sociologismo también yerra al pretender explicar por la

presión social y los sentimientos colectivos el sentimiento de

obligación moral. Según el filósofo tomista, se trata de una

contradicción interna al sociologismo, pues todos los datos que

presenta la sociología presuponen que existe el sentimiento de

obligación moral, previamente incluso a toda “incidencia

sociológica”. Justamente porque existe este sentimiento de

obligación moral es que la presión social y los sentimientos

colectivos surten efecto. En efecto, si no existiera el sentimiento

del deber moral, la presión social no tendría resultado alguno. Sólo

porque existe este sentimiento del deber moral es que se introduce

en la conciencia moral del individuo la presión social y el

sentimiento colectivo. La presión social y el sentimiento colectivo,

por tanto, presuponen el sentimiento de obligación moral. Lo mismo

se aplica al caso de la ilusión de las nociones morales, pues una


vez que se tome consciencia de que todo sentido moral es ilusorio,

entonces el sociologismo habrá desvanecido su propio objeto de

estudio. Por tanto, piensa Maritain, el sociologismo no vale nada

como sistema, aunque ha puesto el acento en la importancia de los

estudios sociológicos y etnológicos para la filosofía moral, la cual

debe tomarlos en cuenta si quiere ser una genuina ética.

17. En el mismo orden de ideas, el tomismo debe tener en cuenta

algunos descubrimientos científicos que afectan de manera directa a

la conceptuación y estructuración de la filosofía moral. El primero

de ellos es el darwinismo. De esta teoría general pueden extraerse

dos consecuencias, a saber, (i) que el hombre, al ser considerado

meramente como un ente material en el cual emerge la consciencia, da

como resultado una ética de corte materialista que propugna como

tesis central la lucha por la vida. Pero también puede tener otro

resultado, a saber, (ii) que la materialidad humana es animal pero

informada por un alma espiritual, de suerte que hay continuidad

biológica entre los entes meramente animales y el hombre, pero hay

asimismo “discontinuidad metafísica irreductible”, de suerte que el

“concepto científico de la evolución será entonces apto para

conducirnos a una apreciación mejor de la historia y del progreso de

la especie humana, y a una ética más consciente de las raíces

materiales y de las complejidades del animal racional” (p. 23).

18. El marxismo ha puesto el acento en las

infraestructuras económicas de las ideas y normas morales. Pero

pueden extraerse dos consecuencias, al igual que en el darwinismo,

a saber (i) una reducción de todas las dimensiones humanas al factor


económico, de suerte que lo restante no es sino una infraestructura

epifenomenal, que conlleva a una ética materialista de los intereses

económicos; o bien, puede extraerse (ii) que las diversas dimensiones

de la vida humana están interrelacionadas, o sea, son

interdependientes, como lo sostenía ya Aristóteles: “La ética

entonces se hace más consciente de la situación concreta del hombre,

y del encuentro de las estructuras y condicionamientos que hacen a

la causalidad material con lo que, en el orden de la causalidad

formal, constituye la moralidad” (p. 24). Es importante que Maritain

indique el elemento “formal” que se echa de menos en la teoría

marxista, pues es precisamente este elemento el que viene a dar la

especificidad moral a las acciones que así se denominan, y que se

relaciona con la intencionalidad del propio agente moral. En este

mismo sentido, Leo Elders, una de las máximas autoridades actuales

en ética tomista, llega a afirmar que es el factor principal que

“determines the goodness of things as their essential form”2. La

moralidad, en este sentido, es establecida por la razón, pues el

objeto real de nuestros actos morales es el objeto observado por la

recta razón en orden a nuestro propio fin [nn. 102 y 106].

19. Además, la ética debe tener muy presentes los

descubrimientos de Freud. En efecto, ha sido el padre del

psicoanálisis quien, con gran agudeza, se ha percatado mejor que

nadie de la vida autónoma y dinámica del inconsciente. Pero, al igual

que en los otros dos casos, puede extraerse una consecuencia

2 Elders, Leo, “The Ethics of St. Thomas Aquinas”, en: Anuario filosófico, XXXIX/2,
Universidad de Navarra, Pamplona, 2006, p. 450.
desastrosa y otra benéfica para la vida moral. En relación a la

primera, (i) resultaría desastroso considerar al hombre como una

creación del puro instinto, de la libido especialmente, de suerte

que la inteligencia, en su amplio espectro, queda descartada, con lo

cual la libertad asimismo se elimina. Pero puede haber una

consecuencia positiva, esto es, (ii) si se reconoce que el hombre,

además de poseer estas tendencias instintivas, posee razón y

libertad. En este segundo caso, piensa Maritain, la ética se “vuelve

más consciente de la situación concreta (no ya social, sino

psicológica) del hombre, y el encuentro del dinamismo oculto y de

los disfraces del inconsciente con la conciencia moral. De ahí una

ética más verdaderamente humana, en el sentido de que conocerá mejor

lo que es humano, y en el sentido de que cuidará con más piedad del

hombre y sus heridas” (pp. 24-25). La ética, en especial la ética de

corte tomista, debe estar atenta a las relaciones que se establecen

entre la parte onírica y durmiente del hombre con la parte que, en

contraposición, está en vigilia. Si la relación es de subordinación,

puede ser de dos maneras, a saber, o como el control que el instinto

ejerce sobre la inteligencia, o bien como el control que ejerce la

inteligencia sobre el instinto, aunque sea con limitantes. El caso

es que el tomismo no puede concebir al hombre como juguete del mero

instinto, como antes lo fue de la fatalidad cósmica. Estas limitantes

que mencionamos las tiene presentes también Maritain, pues no es

deseable del todo iluminar con la luz de la razón todos los recovecos

del inconsciente, pues puede llevar a la neurosis. Por ello, la ética

tomista ha de recuperar aquel principio aristotélico que, en boca de


Maritain, va como sigue: “una política despótica respecto del

inconsciente no es mejor que una política anárquica. Lo que habría

que encontrar es un dominio político que ejerza una autoridad amical,

que nutra al espíritu con las espontaneidades vitales; en resumen,

que suponga una cierta confianza en la parte durmiente del hombre y

una purificación progresiva de esa parte, no ya tratando de hacer

salir al inconsciente de su sueño, sino dirigiendo una mirada

absolutamente franca y pura a todo lo que emerge de esta parte

durmiente” (pp. 25-26)3. En consecuencia, y en síntesis, el tomismo

postula que el inconsciente y la parte consciente del hombre tengan

una relación política, esto es, respetando su autonomía, pero sin

destruir una en pos de la otra.

20. Ahora bien, la propuesta tomista postula recurrir a la

metafísica. Y esto en razón de que, si se quiere justificar la

validez real y objetiva de las normas y valores morales, es preciso

hacerlo desde la metafísica. La escuela inglesa, que tuvo una amplia

influencia, ha sido en cierto modo sometida al escarmiento de parte

del positivismo más reciente. Pero la cuestión que se plantea

Maritain es la siguiente: ¿es posible una filosofía moral fundada en

bases propiamente filosóficas, a la vez metafísicas y físicas? Para

responder a esta pregunta, nuestro autor recurre a otro filósofo

francés al que le dedica varias páginas y obras, a saber, a Bergson.

Según Maritain, Bergson es un ejemplo claro de una filosofía moral

que hunde sus raíces en la metafísica y la física; pero aun con todo,

3 Sobre la filosofía política de Maritain, especialmente Cf. Borne, Étienne, “La


filosofa política di Jacques Maritain”, en: AA. VV., Il pensiero político di Jacques
Maritain, Massimo, Milano, 1974, pp. 16-41.
se trata de un retorno incompleto, pues la metafísica bergsoniana

utiliza de manera muy limitada a la razón, instrumento esencial para

hacer metafísica. Por ello, y para fundamentar de mejor manera la

ética, es muy conveniente regresar a Santo Tomás de Aquino, pues en

él se encuentran las claves metafísicas fundamentales. En efecto, a

diferencia de la metafísica de Bergson, la metafísica tomista es

racional, y será justamente la razón la “medida de los actos humanos

y la que especifica el dominio propio de la moralidad”. Es

precisamente el elemento racional-intelectivo el que especifica al

hombre, el que lo diferencia de otras entidades, sean las animales

o Dios. Sólo en el hombre se da propiamente el problema moral, nos

parece. En el caso del animal, es claro que la ética no está presente,

y que su comportamiento, su etología, es estudiada por la ciencia

experimental a través de la observación y la estadística. “Pero

cuando tratamos de aislar los caracteres típicos del comportamiento

del hombre, nos vemos obligados a entrar en el universo de los

valores absolutos porque nos encontramos frente al comportamiento de

un ser dotado de razón, y por ende de libertad, y cuya conducta

depende de las concepciones adoptadas por esa inteligencia, esa

razón, acerca de los valores, de las esencias, de las normas que

trascienden los accidentes de la existencia y tienen una

significación incondicionada. Si estáis dispuestos a morir por la

justicia, os dais enteros. Y ¿cómo podríais daros enteros, si no es

por una obligación que tenga un valor absoluto?” (pp. 27-28).

21. En este mismo orden de ideas, y como llave de las Leçons

que siguen, Maritain retoma algunos conceptos clave de la ética


tomista, de raigambre claramente metafísica. Afirma que todos estos

conceptos pueden reducirse a tres clases: (i) sistemáticos, (ii)

prácticos y (iii) pre-requeridos. En relación a (i), son los más

cercanos a la metafísica, y el principal, para el ámbito práctico,

que es análogo al ámbito especulativo, es el de “bien”4. Se trata,

como bien advierte nuestro autor, de una noción simplísima, pero

enigmática por lo mismo. Pero de inmediato agrega Maritain que el

“punto esencial consiste en distinguir la noción animal del bien,

puramente sensorial, y la noción humana del bien, noción de orden

intelectual. La noción del bien que yo tengo cuando, al comer un

fruto sabroso, digo que es bueno, no es la misma que tengo cuando

digo que perdonar las ofensas es algo bueno y bello” (p. 28). En

efecto, y aunque Maritain no lo diga de momento, la noción de bien,

así como el ser, es analógico, y por ello se aplica a multiplicidad

de realidades, tales como tiempo (el καιρός, por ejemplo), las

cualidades sensibles e incluso el bien moral.

22. Otra noción importante de las sistemáticas la de “valor

moral”, que “es cierto aspecto primordial del concepto de bien”. En

efecto, “el valor moral es la cualidad que hace que una acción humana

sea intrínsecamente buena, atractiva por su propia bondad. Este

concepto se halla en el corazón mismo de la filosofía moral, es el

concepto ético más específico, pero es muy difícil comprenderlo bien”

(pp. 28-29). Por la manera común de hablar, en realidad el concepto

de valor moral equivale al de bien moral, pues éste es el bien de

4 “Metaphysics shows that the good, the object of our appetite, is being”, Elders,
Leo, art. cit., p. 444.
la voluntad, el bien honesto de la tradición filosófica occidental.

Por ello es que se refiere Maritain a una acción “intrínsecamente

buena”, es decir, buena sin más; no es necesario obtener un resultado

más allá de la acción misma para que sea considerada buena. El propio

Maritain es consciente de esto, pues asegura que el primer encuentro

de la filosofía con este concepto tuvo lugar en la filosofía griega

con la noción de καλὸς κἀγαθός, “lo que es bueno y bello, lo que da

gozo a la inteligencia porque es noble y bien proporcionado, acorde

con la plenitud de la esencia humana” (p. 29). En la filosofía

griega, entonces, se visualiza este concepto, a veces muy cercano al

τέλος o fin último, como en el caso de Aristóteles. En otros casos,

incluso valor, virtud y felicidad se identifican, como en los

estoicos; en otros, como en los epicúreos, es considerado medio para

el placer. Es en Kant donde se escinden los conceptos de valor y fin

último o felicidad, de suerte que el solo valor del objeto tiene

cabida en el dinamismo moral, tanto que “la bondad de la cosa

cumplida y querida o del objeto no desempeña ya ningún papel en la

estructura formal de la moralidad; ya no se trata más que del valor

moral o de la rectitud de la acción, siendo ésta recta cuando está

gobernada por una máxima capaz de ser erigida en ley universal” (pp.

29-30). Siendo así, la cosa ya no es buena o mala, sino que lo es

sólo en razón de la acción, de la razón subjetivamente considerada.

A diferencia del kantismo, la filosofía moral tomista acepta la

validez del concepto de valor objetivamente considerada, pues la

filosofía especulativa o teorética da cuenta de ella, cosa que en el

kantismo está nuevamente escindida, pues no hay comunicación entre


la razón teórica y la razón práctica, lo cual, según Juan Fernando

Sellés, resulta ser el “peor desarreglo”5.

23. También pertenece a los conceptos sistemáticos la noción

de “fin”. En el caso de la filosofía práctica, se refiere

primordialmente al fin de la vida humana, el cual se vincula

estrechamente al concepto de bien [n. 21], pues el fin no es sino

un aspecto del bien. “Para Sócrates y toda la tradición griega, el

fin último consistía en la felicidad, referida a su vez a la esencia

del hombre. Para Sócrates mismo, la felicidad se identificaba con la

virtud. Con Platón, la felicidad se hace trascendente y se sitúa más

allá de la vida temporal. Con Aristóteles redesciende a la vida

terrestre y humana. Pera los griegos, en cualquier caso, el fin

supremo es concebido como el bien en el cual se perfecciona y se

consuma la vida humana, como mi soberano bien” (p. 30). La idea de

fin último fue redefinida gracias a la tradición judeo-cristiana,

pues secundariamente se trata de mi bien; primariamente es el bien

de Otro, a saber, de Dios. Es Dios la Fuente de donde brota mi bien.

Por ello es que la tradición judeo-cristiana entiende a Dios

eminentemente como Bondad. El fin supremo según el Cristianismo es

el amor de amistad, esto es, la caridad. Por ello, el punto de vista

griego y cristiano son diversos, aunque no necesariamente

contrapuestos. Ahora bien, según Maritain, el “nombre más apropiado

para la moral cristiana no es ya el de ética de la felicidad, no es

5 Sellés, Juan Fernando, “Propuestas de solución a algunos problemas actuales en


torno a la razón práctica”, en: Silar, M., Schwemberg, A. (eds.), Racionalidad
práctica. Intencionalidad, normatividad y reflexividad, Eunsa, Pamplona, 2009, p.
251.
tampoco el de ética del deber en el sentido kantiano, sino que es

más bien el de ética del bien honesto (ética de los valores buenos

en sí mismos y racionalmente fundados) centrada sobre el Bien

trascendente soberanamente amado” (p. 31). Mi propio bien no es sino

participación del Bien subsistente absoluto, en síntesis. La

felicidad, en este sentido, es secundaria para la ética cristiana;

lo principal es la bondad, y máxime la Bondad del objeto mismo;

secundariamente la felicidad llegará con la consecución o actuación

de la bondad.

24. Finalmente, es parte también de los conceptos sistemáticos

el de “norma”. Según Maritain, en la filosofía griega la norma se

halla subordinada a la consecución de ciertos fines, particularmente

la felicidad, indicando lo que es conveniente hacer para conseguirla,

en vez de considerarla un precepto con carácter absoluto. Nuevamente

ha sido la tradición judeo-cristiana la encargada de modificar este

concepto, pues propone que la ley moral tiene un carácter absoluto

e incondicionado, incondicionado justamente a la felicidad. Incluso,

los preceptos de la ley moral, desde una visión teológica o

trascendente, son vistos como preceptos que expresan la voluntad de

Dios. Evidentemente, el concepto de ley se relaciona con la noción

de obligación moral, por la cual el sujeto se encuentra ligado a un

objeto de manera irremediable.

25. Los conceptos prácticos [n. 21, ii] son los de deber,

derecho, falta moral, mérito, sanción, punición, castigo y

recompensa [§ 9]. Estos conceptos están más vinculados al ejercicio

ético que los anteriores, y tienen mucha relación con las


connotaciones culturales, religiosas, sociales, jurídicas, etcétera,

donde se gestan. Así, su significación no es puramente racional o

metafísica, sino muy circunscrita. Es verdad que tienen un

significado racional, pero también histórico. Compara estos

conceptos con una semilla, que tiene una amplia envoltura que cubre

la parte germinal o última, la cual, muchas veces, es casi invisible.

La envoltura es lo primero que se observa, y luego paulatinamente

puede llegarse a ver, con limitaciones, el germen, que equivale a la

parte racional del concepto. Por ello el filósofo, piensa Maritain,

debe entregarse aquí “a un trabajo de anatomía, de análisis, de

separación, con miras a liberar el contenido inteligible del concepto

de aquello que lo relativiza” (p. 33).

26. Por último, los conceptos fundamentales pre-requeridos [n.

21iii] son los presupuestos que requiere la ética para ser completa,

y que provienen de otras ciencias filosóficas, tales como la

existencia de Dios, del alma humana, de la persona, la libertad,

etcétera. Pero hay también otro concepto pre-requerido más, que es

el de verdad. Se pregunta Maritain si este concepto sólo tiene cabida

en las ciencias naturales y matemáticas, y de modo retórico responde

que lo tiene, pues es un concepto análogo y trascendental, al igual

que el ser, que tiene parte tanto en el dominio del sentido común

como en la inteligencia científica y filosófica, así como en la

filosofía práctica, e incluso en la poesía. En el conocimiento

práctico es preciso contar con la verdad que, como se verá a lo largo

de esta exposición, funge como fundamento del actuar moral y como la

ley que le sirve de guía.


§ 3. Sobre el bien y el valor

27. Las nociones fundamentales de la ética provienen de la

metafísica. Es verdad que son “esencialmente morales”, pero en último

análisis se encuentran ancladas en la metafísica, y esto es así

porque su elucidación última depende de ella. Es preciso tomar tales

nociones desde una perspectiva netamente filosófica, y no sólo en el

plano del conocimiento sensible, como hace, a nuestro juicio, la

sociología. Y es que, como bien advierte ya Maritain, los estudiosos

contemporáneos están acostumbrados a visualizar estas nociones desde

el punto de vista experimental, alejándose, sea por un rechazo

teórico o bien por desconocimiento, a nuestro juicio, del

conocimiento genuinamente filosófico. De ahí que el filósofo tomista

pida explícitamente esforzarse por alcanzar el conocimiento

filosófico más allá del conocimiento meramente sensible y

experimental. De lo contrario, sucedería que nos apropiaríamos de

conceptos filosóficos pero sin una intelección realmente filosófica

de estos, de suerte que seríamos “como niños que se han apoderado de

los instrumentos de una orquesta, los cuales son, en sí mismos,

instrumentos musicales aunque los niños se hayan interesado

solamente por el ruido, y no por la música. Podrán los niños

arrancarles sonidos, usar de ellos como señales prácticas, por

ejemplo, para dirigir un juego, para llamarse unos a otros, para

asustar a los demás, pero si se trata de dar un concierto no tendremos

más que una cacofonía” (p. 36).


28. Retoma en primer lugar el “bien ontológico”. Parte de la

idea de bien que, como las demás, proviene de la experiencia. Desde

el punto de vista experimental, toda cosa que produce placer, gozo,

ventaja o perfección es un bien. Ahora bien, a diferencia de los

animales, que tienen, por así decir, una noción del bien que se

restringe a lo sensible, el hombre puede elaborar una “idea” de bien.

Pero Maritain se apresura en apuntar que esta “noción universal de

la inteligencia es virtualmente metafísica, mas no lo es actualmente

puesto que aún no está desprendida de sus connotaciones puramente

experimentales” (p. 37). ¿Qué quiere decirse con esto? Es preciso

que la idea de bien no se circunscriba al bien meramente sensible,

sino que alcance al bien inteligible y, además, al bien moral, que

vendría a ser un analogado (a diferencia del bien ontológico, que es

un trascendental6). De esta manera, la idea de bien, al no

circunscribirse al bien meramente sensible, alcanza al ser en su

conjunto, a saber, al ser real (sea éste sensible o no), al ser

inteligible y al ser moral. Por tanto, alcanzando este grado, se

llega a la idea de bien en su máxima extensión e intensión, a saber,

al grado metafísico, que se refiere ciertamente al ser.

29. En efecto, el concepto metafísico por excelencia es el de

ser. Se trata de la concepción del ser en cuanto ser, τὸ ὂν ᾗ ὂν,

que ya Aristóteles señala en la Metafísica7. No se trata del ser real

o particularizado, sino del ser “supra-universal” y “analógico”.

“Toda cosa es ser: y sin embargo cada cosa difiere de otra por un

6 Cf. Arrieta, Santiago, art. cit., p. 41.


7 Aristóteles, Metafísica, IV, 2, 1005a3.
carácter que él mismo es también ser, lo que nos muestra la esencial

polivalencia de este concepto” (p. 38). En efecto, el ser en este

sentido es universal, pues impregna a todo lo que de algún modo es;

no importa la índole en que sea, siempre e inevitablemente posee el

ser o pertenece al ser en alguna medida. Cada cosa que es, es el ser

mismo, una manera o modo del ser; es verdad que el ser no se agota

en alguno de sus modos, pero igualmente es cierto que nada de lo que

es está fuera del ser. Mas Maritain introduce una sutil distinción

que proviene del tomismo, a saber, entre la idea de ser y los

trascendentales del ser; de otra suerte no se entiende que escriba:

“esta realidad misma que capto en la noción de ser es más rica, está

más cargada de valor inteligible que lo que la idea de ser por sí

misma me descubre inmediatamente. Ella exige, en virtud de una

necesidad interna, desbordar en cierta manera la idea misma en que

ella se objetiva” (pp. 38-39). Así pues, el tomismo postula unos

“modos” del ser que se identifican con la idea de ser en toda su

objetividad pero que, al mismo tiempo, añaden algo nuevo al ser, de

suerte que hasta “pasiones del ser” suelen llamarse. Los

trascendentales son tales porque no están limitados a algún género

o categoría del ser, sino que precisamente los trascienden y se

instalan en la idea de ser misma pero vista desde una cierta

perspectiva o ángulo particular.

30. Es por todos conocido cuáles son los trascendentales: lo

intrínsecamente uno, lo verdadero, el bien. El unum es el ser mismo

en cuanto indiviso: el ser es uno y no admite división; lo que se

multiplica son los entes, que participan ciertamente del ser con
distinta intensidad. Pero también en el caso del ente puede

apreciarse este trascendental, por lo que nuestro filósofo escribe:

“Sin duda el ser puede ser dividido, pero por eso mismo deja de ser,

se renuncia. En la medida en que una cosa es, es una” (p. 39).

Ciertamente sería más inteligible decir lo anterior así: el ente

puede ser dividido, pero si se le divide, deja de ser lo que es.

31. El trascendental verum tiene relación con el intelecto,

esto es, con el pensamiento. Es el mismo ser en cuanto se ofrece a

la intelección. El ser es inteligible en este sentido. El ser se

revela a sí mismo, y por ello puede ser entendido por el intelecto.

“No se trata de la verdad lógica, sino de la verdad ontológica, la

verdad de las cosas; toda cosa está preñada de conocimiento e

inteligibilidad (de una inteligibilidad inagotable para nuestra

inteligencia) porque en definitiva toda cosa es conforme al intelecto

creador del cual emana” (p. 39)8.

32. El trascendental bonum se relaciona con el apetito. Se

trata de cualquier género de apetito, pues todo ser apetece, sea una

cosa determinada o, en el caso del hombre a través de su libertad,

algo en vistas a ser determinado. Según Maritain, el bien es el ser

8 El siguiente apunte de Stein es muy esclarecedor y hace referencia a la diversidad


de bienes que puede haber, pues el bien de la verdad es ontológico y, al mismo
tiempo, puede ser malo moralmente: “El ente es verdadero (desde el punto de vista
trascendental) en la medida en que corresponde al espíritu conocedor. En el
conocimiento, la inteligencia llega a su perfección existencial: el ente que le
viene en ayuda procura su perfeccionamiento y en la medida en que él es verdadero,
es igualmente bueno; en verdad, no simplemente, sino bajo este aspecto bien
determinado. (Ahora, desde otro punto de vista puede ser malo para el hombre que
conoce, por ejemplo: una acción mala. Además puede ser malo para el hombre que
conoce, cuando el conocimiento bueno en sí de una mala acción se hace para él una
acción de pecado)”, Stein, Edith, Ser finito y ser eterno (traducción de Alberto
Pérez), Fondo de Cultura Económica, México, 1994, p. 329.
en tanto que se ofrece al amor9; y siendo el amor la manera en que

se entiende cualquier tendencia apetitiva, se sigue que es el ser en

cuanto se ofrece al apetito. “He aquí aun una nueva epifanía del

ser: todo ser es metafísicamente bueno, es decir, apto para ser

amado, para ser objeto de un amor, en la medida misma en que es. He

aquí el bien que llamamos metafísico u ontológico y que es

coextensivo con el ser” (pp. 39-40). Aunque Maritain mismo escriba

que el bien connota esencialmente al amor o deseo, sería más propio

decir al apetito, porque el deseo es un tipo de apetencia

(básicamente sensible), y el amar es precisamente el acto propio del

apetito, que en este caso equivale a apetecer. De todas maneras,

nuestro autor es consciente de que el bien no se puede definir

propiamente, pues se trata de una noción primaria o primigenia; mas

sí puede expresarse justamente como amabilidad. Todo es

metafísicamente digno de ser amado, aunque no lo sea así moralmente.

Toda cosa “es una floración del ser, buena en sí, perfectiva de sí

misma (y, por añadidura, de otras cosas), o bien es digna de ser

amada por otra cosa, como perfectiva de otra cosa, porque esta cosa

buena hace que otra cosa florezca en el ser” (p. 40). Este “florecer”

es precisamente el carácter esencial de toda entidad in fieri, es

decir, en vías de ser. Para lograr su desarrollo o florecimiento,

todo ente requiere actualizar sus potencialidades, por lo cual toda

entidad es buena en sí y buena para el florecimiento de otra. Así,

toda entidad, aunque sea inconscientemente, apetece al menos su ser;

9 Cf. Arrieta, Santiago, “Elementos de la filosofía moral de Jacques Maritain”, en:


Revista de filosofía, XXI/53, Universidad de Costa Rica, 1983, p. 40.
pero también toda entidad es susceptible de ser apetecida por otra.

Por eso el bien es definido por Aristóteles como aquello que apetecen

las cosas.

33. Pero la noción trascendental de bien puede considerarse

desde otros dos ángulos. Puede darse como bien concupiscible debido

precisamente al amor concupiscente, al amor de concupiscencia, al

apetito para tenerlas, pero este tipo de amor que se desenvuelve

hacia este tipo de bien es apetecido por algo más, o sea, por otra

cosa. Todas estas entidades son amadas o apetecidas por otra cosa,

al menos por uno mismo, pues yo me amo directamente y no por algo

más.

34. Pero también puede desenvolverse este amor no en razón de

otra cosa, sino por sí misma, o sea, hay también algo que es

intrínsecamente amable. Maritain denomina a este amor como de

“afección directa”, como el que acaece humanamente en la genuina

amistad, pues se apetece que el amigo exista y que tenga lo que él

ama. Es el amor que cada uno tiene hacia sí mismo y hacia sus genuinos

amigos. Este amor manifiesta, según esta postura, la amabilidad de

las cosas.

35. Pero hay todavía algo más: la bondad de una cosa se

determina por la medida en que tiene o participa del esse, esto es,

del ser. Es verdad que metafísicamente el ser y el bien son

convertibles, que no sinónimas, pues realmente no hay distinción,

aunque sí lógicamente la haya. Pero es una distinción de razón con

fundamentum in re. Una cosa es amada en tanto tiene ser, y tanto más

lo tiene, más amable ha de ser. Por eso es que toda cosa apetecible
se apetece porque es buena en alguna medida, es buena en cuanto tiene

ser. Mas finaliza diciendo algo que permite conectar al bonum

ontologicum con el bonum morale, a saber, que “en toda clase de falta

o de pecado hay un cierto bien (ontológico o metafísico) que es lo

que se ha buscado” (p. 42).

36. La tesis de la que parte la distinción entre el bien

ontológico y el bien moral es que todo ente, toda cosa, es buena

ontológicamente; empero, no toda cosa es moralmente buena. Por tanto,

es patente que hay una distinción entre uno y otro tipo de bondad,

¿cuál es ésta? El bien moral significa lo que es bueno bajo un cierto

orden especial, y este orden especial se refiere a la “realización

del ser humano”, a su “florecimiento”, como suele decirse en nuestros

días especialmente a partir de la obra de MacIntyre. Esta realización

del hombre tiene en cuenta el uso de su libertad y la persecución

de su destino propio. El bien moral es un bien que conduce al hombre,

en tanto agente precisamente moral (y especialmente libre) a lo que

debe ser en cuanto tal. Se trata, dice Maritain, de “un concepto

metafísico particularizado en el orden ético, en la línea de la

realización del ser humano; es por tanto un analogado particular de

ese concepto análogo que es el bien ontológico o metafísico” (p.

42). Ahora bien, esta distinción entre el bien ontológico y el moral

no es una mera distinción lógica; se trata, a nuestro juicio, de una

distinción real, esto es, “supone la irrupción de un dato nuevo,

supone la experiencia moral. Pero sigue siendo ontológico en su

naturaleza, es un bien ontológico particularizado” (p. 42). En este

sentido, el tomismo subraya que si el bien es la plenitud del ser;


el bien moral, que es propio de la especie de los entes inteligentes

(sobre todo del hombre), es precisamente la plenitud de su ser en

cuanto tal. ¿Qué es lo que perfecciona al hombre en cuanto tal?

Justamente esta bondad moral, que viene a llevar a su plenitud al

hombre qua hombre.

37. Santo Tomás trata expresamente de este asunto, pues dice

que al hablar del bien y el mal inherente a las acciones humanas,

se hace a la usanza del bien y el mal en las cosas, en los seres (in

rebus); así pues, cada cosa “habet de bono, quantum habet de esse”10.

Sólo Dios, según esta filosofía, al poseer la plenitud del ser, posee

la plena bondad. En cambio, las criaturas sólo poseen la plenitud

del ser que les es propia de acuerdo a su diversidad. En las

criaturas, la plenitud del ser es parcial o deficiente (aliquid

deficit). Esta tesis se aplica al hombre, para quien tener la

plenitud del ser equivaldría a que todas sus potencias estuvieran

absolutamente desarrolladas. Pero Santo Tomás incluye una cláusula

que es, hay que decirlo, magistral: “Quantum igitur habet de esse,

tantum habet de bonitate”11, pues es tesis clásica afirmar la

convertibilidad del ser y el bien12. Lo interesante resulta en ver

cómo se afirma, primero, que la bondad de un ser resulta de la bondad

de su ser, mientras que, en segundo lugar, se afirma que la plenitud

de un ser resulta de la bondad que posee, de suerte que el mal es

precisamente la carencia o falta de plenitud de un ente. Así, en el

10 Aquinatis, Thomae, Summa theologiae, I-II, q. 18, a. 1c.


11 Aquinatis, Thomae, Summa theologiae, I-II, q. 18, a. 1c.
12 Cf. Buganza, Jacob, El ser y el bien, Edizioni Rosminiane Sodalitas, Stresa,

2010, 116pp.
caso de la acción moral, resulta que la bondad viene a contribuir a

la plenitud del ser del ente inteligente, esto es, del hombre. Y

esto porque el bien y el mal de la acción se mide por la plenitud

del ser o su defecto13. En efecto, la acción es buena o mala

moralmente si lleva o no a la plenitud del ser en cuestión, o sea,

si conlleva a que la forma del ente en relación al cual se predica

esta bondad o maldad se desarrolle de acuerdo con lo que es; y esta

forma del hombre no es otra que su racionalidad14. Mas esta

racionalidad se determina todavía más cuando se considera que los

actos humanos o acciones son precisamente algunos de los actos

voluntarios (aliqui actus dicuntur humani, inquantum sunt

voluntarii)15. ¿Por qué precisamente de la voluntad? Porque ésta

determina el fin al cual se dirige justa o injustamente la acción.

A esto Santo Tomás le llama el “objectum” o fin de la acción, que

equivale a la intentio que persigue la voluntad. Siendo así, se sigue

lo que el Doctor communis afirma sin titubeo: “Voluntas enim, cuius

proprium obiectum est finis, est universale motivum respectu omnium

potentiarum animae, quarum propria obiecta sunt obiecta

particularium actuum”16. En consecuencia, es la voluntad, por la

fuerza que tiene para mover a las otras potencias, la facultad a la

que toca regir la actividad del hombre. Es, en definitiva, su

actividad suprema.

38. Maritain distingue dos implicaciones de la bondad moral:

13 Cf. Aquinatis, Thomae, Summa theologiae, I-II, q. 18, a. 2c.


14 Cf. Aquinatis, Thomae, Summa theologiae, I-II, q. 18, a. 5c.
15 Cf. Aquinatis, Thomae, Summa theologiae, I-II, q. 18, a. 6c.
16 Aquinatis, Thomae, Summa theologiae, I-II, q. 18, a. 7c.
(i) la de “valor” moral. Se trata del mismo bien moral bajo la

perspectiva de la “causa formal”, o sea, el bien en cuanto

intrínsecamente bueno.

(ii) La segunda implicación es la de “fin” moral. Se trata del

mismo bien moral bajo la perspectiva de la “causa final”, o sea, del

bien al que tiende el hombre y que es fin de su actividad moral. Es

el “bien con miras al cual se desencadena su actividad como agente

libre” (p. 43).

Por tanto, la bondad moral puede significar el bien como valor

o el bien como fin. Se trata de dos aspectos separados, pero no de

cosas separadas, pues todo valor moral es potencialmente un fin,

dado que todo valor significa la cualidad intrínsecamente buena de

un acto o una cosa. Esta distinción entre valor y fin, muy

contemporánea, la vieron los clásicos como “orden de especificación”

y “orden de ejercicio”. En efecto, en relación al primer caso, el

valor equivale a lo que viene a especificar al apetito, que en

definitiva es algo que se quiere por su valor intrínseco; en relación

al segundo caso, se trata precisamente del bien que se realiza o

ejercita como fin, el cual es debido a su bondad intrínseca.

39. Enseguida, Maritain busca especificar con más fuerza la

noción de valor. Para ello, se pregunta qué es lo que constituye a

un hombre como bueno, no relativa, sino absolutamente. Siguiendo la

línea tomista, pero también en cierto modo la tradición franciscana,

nuestro autor afirma que la constitución de esta bondad no proviene

de los bienes exteriores, corporales, ni siquiera de los bienes

intelectuales, sino de “la acción en cuanto que emana de la libertad,


la acción buena [es] lo que constituye al hombre como bueno

absolutamente hablando, la acción que es la suprema actualización

del ser. Aquí tenemos el bien como valor moral, estamos en el orden

de la causalidad formal” (pp. 44-45). Así pues, lo que constituye al

hombre bueno absolutamente hablando es el bien entendido como valor

moral, o sea, como bonum morale. Se trata, ciertamente, de un orden

nuevo, a saber, el orden moral: “Si la acción humana fuese un simple

acontecimiento natural, resultado de la interacción de las

constelaciones de causas que están en juego en el mundo, sólo

tendríamos que considerar el universo de la naturaleza. Pero la

acción humana está introducida en el mundo como el resultado de una

libre determinación, como algo que no depende solamente de ese todo

que es el mundo, sino también de la iniciativa absoluta -irreductible

a los factores en interacción en el mundo— tomada por otro todo lo

que soy yo, mi propia persona, de tal suerte que yo soy responsable

del acto en cuestión” (p. 45).

40. En efecto, aparece en la descripción anterior que para que

se dé el bien moral es necesario que se presente el hombre como el

“autor” del acto, es decir, como la causa agente libre de la acción.

Sólo un ente inteligente puede ser capaz de este tipo de actos; los

otros entes, de los cuales se predica causalidad agencial, y que no

son inteligentes, sí son agentes, pero porque siguen ciertas pautas

o patrones de comportamiento que sus propias naturalezas les imponen.

En efecto, la naturaleza de cada uno de estos entes no-inteligentes

les ordena ciertos fines de los cuales no pueden sustraerse, es

decir, se trata de fines predeterminados. Sólo por cierta analogía,


podría decirse, se diría que un perro efectúa una acción “buena” si

guía a un ciego, o “mala” si muerde a un niño. Pero obsérvese que

siempre, en estos casos, se hace referencia a un ente inteligente

como objeto de la acción “moral”, pues se guía al ciego o muerde al

niño. Por tanto, el bien y el mal (moral) se relaciona con los entes

inteligentes y no en relación a la “naturaleza canina”. Incluso

suponiendo que hubiera una ley que rigiera la naturaleza canina, y

faltando un perro a ella, no se le podría condenar por no ser capaz

de conocerla, y mucho menos de llevarla a cabo o no con libertad.

Así pues, el can sólo está inserto en el orden ontológico; no alcanza

el orden moral, que es propio de los entes inteligentes.

41. El ente inteligente, particularmente el hombre, en relación

a su propia naturaleza, hace buenos o malos sus propios actos, pues

actúa o no conforme a una regla o ley que conoce y con la cual se

conforma o no merced a la voluntad. Así pues, una acción humana no

es la reacción a estímulos externos o internos, aunque pudieran estar

inmiscuidos. El hombre, a diferencia de otros entes naturales, es

capaz de expresarse de múltiples maneras, y lo puede hacer con

libertad. Sólo experimentando esta naturaleza de la libertad es

posible percibir el bien moral. Sólo es posible, en definitiva e in

nuce, gracias a la experiencia moral. Esta experiencia moral tiene

su arraigo en la razón y la libertad. “En este universo de la

moralidad, los actos humanos reciben una especificación nueva,

distinta de la especificación típicamente moral, que se refiere a la

especificación natural u ontológica” (p. 47). Se trata, en efecto,

de una nueva dimensión que se inaugura, según Maritain, con la


libertad, aunque sería más exacto decir que con la “voluntad”, en

cuanto hay actos morales también que requieren menos energía para

ser buenos y, por ello, no requieren de la libertad como tal. Es el

caso, pues, de las simples voliciones, de acuerdo con las cuales

puede haber ya moralidad ahí, sin que la libertad tenga que ser

traída a colación. Pero suponiendo que Maritain tenga razón, sí

parece ser cierto que la libertad se realiza más humanamente al

concordar con ciertas exigencias, que son iguales a las normas de

acción17. De ahí que se entienda, sin dificultad, que un “asesinato

combinado con una inteligencia espléndida y ejecutado con una

habilidad física excepcional es un buen crimen, pero no es una buena

acción. Buena acción, mala acción son nociones que se refieren al

uso de la libertad en relación con la realización propia del ser

humano” (p. 47)18.

42. Así pues, es distinto el plano ontológico al plano moral.

Cada uno tiene sus propias especificaciones y normatividad. El

ejemplo de Maritain es el siguiente: “Dar dinero a alguien es un

determinado acto ontológico: el dinero pasa de uno a otro. Eso puede

ser un acto de limosna y de compasión, acto moralmente bueno. O puede

ser un acto de corrupción, la compra de una conciencia. He ahí dos

17 Ya decía Cirilo de Alejandría que: “Genus humanum factum est sui juris, et
liberum, et suae voluntatis, momento transiens ad potestatem quantumcumque vellet
faciendi, sive bonum sive malum”, Contra Jul., VIII. El texto griego: “πεποίηταί
γε μὴν αὐτοκρατὴς καὶ ἐλεύθερος, καὶ ταῖς τῶν ἰδίων θελημάτων ῾ροπαῖς διάττων επ᾽
ἐξουσίας ἐφ᾽ ὃπερ ἂν ἕλοιτο τυχὸν, εἴτ᾽ οὗν ἀγαθὸν, εἴτε φαῦλον”, PG, 76, 926, B.
Nuestra traducción: “el género humano, por derecho propio, es libre, y está en
posesión de su voluntad, en un instante se da el poder hacer lo que quiere, o el
bien o el mal”.
18 Nos parece que, más que hacer referencia a la libertad, sería suficiente con

referirse a la “voluntad”. Pero sigamos el camino trazado por Maritain en esta


doctrina, con la salvedad ya hecha y reiterada de que nos parece que se inaugura
esta dimensión con la “voluntad” en vez de con la “libertad”.
especificaciones morales opuestas para un acto que, ontológicamente,

físicamente, es el mismo” (p. 47). ¿Qué es lo que hace que un acto

que físicamente es análogo a otro sea moralmente bueno o malo? La

voluntad con la cual se efectúa dicho acto. En un caso, se trata de

una voluntad que se compadece con el otro; en el segundo caso, se

trata de una voluntad que busca corromper la conciencia de otro. De

ahí que la voluntad sea precisamente la que hace la diferencia en

las especificaciones morales. Se trata, como se aprecia, de dos

órdenes distintos. En el orden ontológico no hay especificaciones de

bondad o maldad moral. En el orden moral sí existen tales

especificaciones. Así pues, aunque un acto pueda ser bueno

ontológicamente, no necesariamente es bueno moralmente. “Los valores

morales son específicamente buenos o malos porque son objeto de

conocimiento práctico, no especulativo; objeto de un conocimiento

que no está especificado por lo que las cosas son, sino por lo que

debe ser hecho; un conocimiento especificado por la regla o medida

que es la matriz de la cosa a hacer (y que es la razón) [ya veremos

que se trata de la razón mesurada o que sigue la medida del ser de

las cosas]. El hecho de estar en consonancia con esta regla de la

razón o de apartarse de ella es, para las cosas que pertenecen al

orden moral, un principio de división esencial y primordial” (p.

48). En efecto, la distinción entre el orden especulativo, que se

vuelca al conocimiento de las cosas tal cual son, y el orden

práctico, que se vuelca al cómo deberían ser, es esencial para

comprender qué es el orden moral. Ya en el orden práctico se


especifica la bondad o maldad de acuerdo con alguna norma, la cual

viene dictada por la razón, como se verá más adelante.

43. Cabe apuntar lo que Berciano explica muy bien: “Cuando se

habla del ente como bueno se afirma una cualidad objetiva del mismo,

que haría que el ente tenga valor en sí. Los valores hacen referencia

a un sujeto para el cual son tales. Entre bien y valor hay, sin duda,

una relación. El bien da al valor carácter de objetividad. Y esta

objetividad implica que el bien y el valor están en el ente. Afirmar

que el bonum como trascendental significa que todo ente como tal es

bueno. Y lo sería porque es, porque tiene ser, por el hecho de ser.

Esto no obsta para que en el plano óntico tenga defectos y aspectos

negativos”19. En efecto, el bien moral puede o no darse, y este darse

está mediado por la relación que se halla entre el conocimiento

práctico motivado por la voluntad y la norma de moralidad. Este

esquema, simple en su formulación, pero complejo en sus

implicaciones, es una guía que evita el extravío en el orden moral.

44. Según Maritain, pues, el bien moral es el bonum honestum,

teniendo presente que honestum significa lo que es bueno en sí y por

sí. En efecto, la división aristotélica clásica postula que el bien

puede ser útil, deleitable y honesto. El bien útil es el bien que

sirve para algo más, o sea, su utilidad radica en ser medio, y es

bueno en cuanto el fin que se busque es bueno. El bien deleitable

es el bien como redundancia o repercusión de un acto o perfección,

como sucede con la posesión del bien honesto, que de inmediato

repercute como un deleite en el sujeto. Así, el bien honesto “es el

19 Berciano, Modesto, Metafísica, BAC, Madrid, 2012, p. 94.


aspecto absolutamente primero, primordial, la primera captación del

bien en el orden moral; es la primera significación analógica del

bien: lo que es substancialmente bueno, no bueno como medio para

alcanzar un fin, no bueno como repercusión de un bien ya poseído,

sino bueno en sí o de suyo, sustancialmente; la expresión bien

substancial sería más filosófica que la de bien honesto” (pp. 49-

50). ¿Por qué se trata, pues, de un bien substancial? Porque hay

relación entre el bien moral y la substancia que lo posee (en este

caso, el hombre). Por ello es que el bien honesto, al igual que el

bien substancial, es lo que es amable en sí y por sí. Esto explica

por qué la ética empirista, al desechar la idea de substancia, sólo

distinga entre el bien útil y el bien deleitable; no alcanza al bien

honesto o substancial. Para ellos el bien se limita a esos dos polos,

obviando el tercero, que es el más importante y que constituye el

bien propio del hombre, y el objeto propio de la ética filosófica.

45. El bien honesto o moral viene a perfeccionar al agente. Por

definición, se trata de un bien en sí mismo, pero que también

repercute como bien para el agente moral en el orden de la ejecución

del acto bueno. De ahí que, por amor a uno mismo, si se quiere, se

efectúa también el bien moral, que por sí mismo es apetecible

independientemente de sus consecuencias particulares. El bien

honesto, para Maritain, es “fin” y “valor”, aquél en el orden del

ejercicio y éste en el de la especificación. El bien honesto, en el

orden de la especificación o valor, es amable por sí mismo. Mientras

que ser actualmente amado, en el orden del ejercicio, consiste en

ver al bien honesto como fin. Así pues, el bien honesto es amado en
y por sí mismo como “fin”, pero como “valor” es amado en cuanto me

perfecciona a mí mismo y, en consecuencia, conlleva a mi propia

felicidad. Pero la felicidad, en cuanto consecuencia ontológico-

eudemonológica del bien honesto, está subordinado a este último, por

la simple razón de que de él depende20.

46. Es tesis clásica sostener que, en la relación que se

establece entre el acto moral y el objeto, el valor de aquél, es

decir, su valor y rectitud, dependen de éste. Así pues, el acto moral

se especifica en razón de su objeto. Ciertamente el acto moral da

inicio con el acto interior de la voluntad, y se viene a expresar

en el acto externo. Así pues, el acto externo, cuyo objeto por

analogía es exterior, es algo que debería ser hecho. Pero este

objetivo se traduce como la persecución de un objeto que, en

definitiva, depende de la apetencia interior, o sea, del acto

interno. Por tanto, el tomismo sostiene la primacía de la intentio.

Así se explica que, aunque se robe, si lo que se busca es el

adulterio, en realidad el agente es más adúltero que ladrón, como

diría Aristóteles. “Pero no olvidemos que, en los dos casos, ya se

trate de la cosa producida por el acto exterior, o del fin perseguido

por el acto interior, uno y otro son objetos y la especificación

viene dada siempre del objeto, ya sea objeto del acto exterior, u

objeto del acto interior” (p. 54).

47. Por último, y en relación al valor, es necesario distinguir

precisamente entre juicios de valor y juicios de simple realidad (o

20 Cf. Buganza, Jacob, Nomología y eudemonología, Edizioni Rosminiane Sodalitas,


Stresa, 2013, 302pp.
juicios de hecho, como suele llamarse a estos juicios desde Leibniz

al menos). Los juicios de la ciencia y la filosofía, y en general

del conocimiento ordinario, son juicios de hecho, como “yo existo”

o “este hombre tiene treinta años”; o bien pueden ser juicios con

alguna verdad universal como “el alma humana es inmortal”, etcétera.

Empero, hay también juicios de valor, los cuales se refieren siempre

al trascendental bien. Ciertamente estos juicios pueden concebirse

como auténticos juicios intelectuales; pueden ser, asimismo,

verdaderos, como ya Aristóteles señala al hablar de la verdad en

relación a la acción. Se distinguen de los juicios de hecho no por

la verdad, sino por la valoración que se hace de la realidad. Es

verdad que hoy en día buena parte de la filosofía busca desterrar la

verdad del juicio de valor. Se encuentra, ciertamente, en la

filosofía posmoderna, pero de manera sistemática en el positivismo

lógico, que depende doctrinalmente del empirismo (por ejemplo, el de

Hume y la falacia naturalista). Así pues, Maritain, trayendo a

colación a Ayer, ejemplifica esta filosofía al decir éste que la

bondad o maldad moral no añade nada al contenido de una enunciación

de hecho. A lo sumo, como diría, por ejemplo, Stevenson, implica una

“emoción”, y no más, que en nada modifica la aserción de hecho. Es

lo que suele llamarse “emotivismo”, a saber, que la expresión de lo

bueno y lo malo se reduce a expresar emociones morales. Pero, de

acuerdo con Maritain, y el tomismo en general, tal posición es

absurda y contradice a los hechos mismos. Por ello, y por la

actualidad que implica, es preciso dedicar un apartado al estudio de

los juicios de valor por separado.


§ 4. En torno a los juicios de valor

48. En el campo del conocimiento especulativo también hay

auténticos juicios de valor. En primer lugar, la filosofía

especulativa se encarga de los grados de bondad, siendo que éstos

están en relación con los grados de ser (aunque Maritain asume que

la bondad se manifiesta más espontáneamente que los grados de ser).

Y es que la bondad significa plenitud de ser, esto es, una plenitud

de esse. Toda entidad tiene una cierta plenitud de esse, que va

variando, desde el átomo hasta Dios, como dice nuestro autor. Se

trata, pues, de los grados de intensidad del ser. Así, hay grados o

intensidades entre el conocimiento (conocimiento sensible e

intelectual), o entre las personas (Dios sería una personalidad más

intensa que la personalidad humana), etcétera. Así pues, estos

juicios no se limitan a dar cuenta de la realidad (lo cual, a nuestro

parecer, equivaldrían a los juicios de hecho sobre el ser de un

ente), sino que también la filosofía especulativa formula juicios de

valor fincados en la bondad de cada ente.

49. En segundo lugar, considerando el caso del mal ontológico,

es evidente que no se puede definir positiva, sino a lo sumo

negativamente, pues ser y bien son coextensivos. La naturaleza del

mal, como bien reza el tomismo, consiste en una privación, esto es,

consiste en una privatio boni debiti. Por ello, asienta Maritain,

Leibniz se equivoca al decir que el mal metafísico para la criatura

consiste en no ser Dios, pues a la criatura no le es “debido” ser

Dios. Pero, y así lo dice nuestro autor, “estar enfermo, ser


miserable, sufrir dolor o hambre sí son males ontológicos” (p. 59).

Ahora bien, la noción de débito o de lo que es debido, es una noción

que corresponde a la filosofía especulativa, es decir, es previa a

la filosofía práctica. Se trata de una noción metafísica, e incluso

es más próxima a la filosofía natural. Lo debido, en este caso, no

implica ninguna obligación moral. Se trata de un “débito ontológico”.

En efecto, “el bien en cuestión no es requerido por una ley sobre

la cual recaiga la consideración de la razón de un agente libre; el

bien en cuestión es requerido por la naturaleza misma de las cosas

[…] Morir es también un mal, porque por naturaleza un organismo está

hecho para vivir” (p. 60). Es importante observar que la noción de

“finalidad” está inmiscuida en esta especulación, pues si, por

ejemplo, no es mi finalidad ser Dios, no es un mal que no consiga

serlo (un mal ontológico, ciertamente); empero, sí estoy hecho para

vivir, por tanto es un mal morir. En consecuencia, hay juicios

valorativos en el orden de la especulación, como son justamente los

juicios que versan sobre el mal o débito ontológico [n. 107 para el

hábito moral].

50. Ahora bien, en el ámbito práctico, concretamente moral, “la

noción de valor actúa en este caso como en el caso de la filosofía

especulativa, salvo que los valores en cuestión son en sí mismos

valores prácticos y tienen relación con una línea particular de bien

y de mal, la línea de los actos humanos que es característica de la

ética” (p. 61). En efecto, el bien moral no consiste en otra cosa

que en la conformidad del acto humano (aunque sería más exacto decir

el acto moral) con la norma moral, que es conocida por la razón


humana. El mal moral, por su parte, no es sino la disconformidad con

la razón. Así pues, si el mal es la privación de un bien

ontológicamente, el mal moral es un tipo de este mal moral. Por

tanto, la “privatio boni debiti es entonces la privación de la

conformidad de la acción libre con su regla o su medida. No digo con

la ley en el sentido en que la ley implica obligación moral, porque

la obligación no define el bien moral; al contrario, lo supone: estoy

obligado a hacer el bien” (p. 61). Siendo así, resulta claro que los

valores morales son un ámbito, especie o tipo de los valores que, en

general, descubre la sola especulación. Por tanto, la ética pertenece

a un ámbito de la especulación que formula juicios de valor,

análogamente a como lo hacen ya la metafísica, la filosofía natural,

etcétera.

51. Ahora bien, la tesis que sostiene Maritain estriba en que

el conocimiento natural de los valores morales es un conocimiento

por inclinación. En efecto, ¿cómo es que se conocen los valores

morales? De acuerdo con Maritain, aquí está la raíz de las

dificultades que han originado las tesis positivista-sociologistas.

Hay que distinguir, pues, entre un conocimiento “filosófico” de los

valores morales y un conocimiento “prefilosófico” de los mismos

valores. Y esto es así porque, evidentemente, el conocimiento

filosófico presupone el prefilosófico; la ética, entonces, presupone

la experiencia moral. Y esto, decíamos, es evidente, porque el común

de la gente no está a la espera de una ética para tener una moral.

Es más bien lo contrario: la ética presupone a la moral; de lo

contrario, carecería aquélla de objeto de estudio. Por ello, la


filosofía moral es un conocimiento de segundo grado, en el sentido

de que presupone el conocimiento natural que se incluye en la

experiencia moral común. La ley moral, por ello, no es revelada por

el filósofo (mucho menos por la revelación que la razón pura hace al

hombre, en la terminología kantiana); el filósofo moral lo que hace

es “descubrir” esta ley moral en la experiencia moral humana. El

ético no es, pues, un legislador, sino alguien que explica la ley

moral. En consecuencia, es preciso conocer los valores morales que

naturalmente experimentamos; por tanto es necesario preguntar, ya

como filósofos morales, “¿De qué manera un hombre, un hombre

cualquiera, un hombre que jamás ha hecho ciencia ni filosofía, que

se contenta con tratar de vivir lo mejor posible, un simple miembro

de la humanidad común, conoce los valores morales?” (p. 63). De ahí

que escriba, con gran elocuencia, que “No solamente existe el

inconsciente freudiano de los instintos, de las imágenes, de las

tendencias animales; hay otro inconsciente, que yo llamaría más bien

preconsciente, y que es el inconsciente del espíritu en su fuente,

el preconsciente de la vida de la inteligencia misma y de la razón,

cuando ésta extrae de la experiencia sensible una concepción, una

intuición nueva que no está aun formada en un concepto, que va a

formarse progresivamente en un concepto” (p. 63-64). Se trata, pues,

como dice este autor, de la vida misma de la inteligencia; a ella

hay que recurrir para, en un segundo momento, y mediante la

reflexión, pretendidamente la filosófica, encontrar las razones

últimas que rigen justamente esa vida de la inteligencia.


52. Esta vida de la inteligencia, o más bien, del hombre mismo,

se explica en el tomismo, tiene dos grandes categorías de tendencias

o inclinaciones. Una es la vida e inclinaciones de la naturaleza

animal del hombre; otra es la vida e inclinaciones de la naturaleza

racional (o intelectual, para ser más exactos) del hombre. En efecto,

los valores morales vienen dados, desde el punto de vista

prefilosófico, no por medio de conceptos, sino de inclinaciones. Así

pues, hay inclinaciones que se enraízan en la naturaleza animal del

hombre, las cuales, aunque con una fuerte predisposición, pueden

progresar positiva o negativamente desde la tierna infancia. Otras

son las inclinaciones que provienen de la razón o de la naturaleza

racional, las cuales suponen las anteriores, en el sentido de que

tales tendencias animales han sido “captadas y transferidas al

dinamismo de las aprehensiones del intelecto y la esfera propia de

la naturaleza humana típicamente tal, vale decir, como dotada de

razón” (p. 65). La razón, pendiente de tales inclinaciones animales,

las visualiza bajo una perspectiva o “forma” nueva, que es la

racionalidad. Así, es animal la tendencia a la procreación; pero es

moral, en el sentido de “racional”, tal procreación. De esta suerte,

una tendencia animal es visualizada bajo una nueva “forma” por la

tendencia racional. Esta nueva “formación” de la tendencia animal es

también natural, en el sentido de que no ha sido necesario formularla

rigurosamente bajo conceptos científicos o filosóficos; pertenece,

por tanto, al ámbito precientífico, lo cual quiere decir “ordinario”.

Así, es una inclinación racional el procurar a los hijos no sólo del

sustento físico, sino también de la formación intelectual y moral.


53. Ahora bien, ¿qué relación guardan los juicios de valor

moral con las inclinaciones racionales? Para abordar con provecho el

problema, es preciso cuestionar cómo se puede representar el proceso

psicológico del conocimiento natural de los valores morales.

Evidentemente el problema se plantea en términos de un hombre en

quien todavía no se despierta la ciencia moral, que es distinta

evidentemente de la moral misma. Para aclararlo, hay que recurrir a

la experiencia moral de este hombre. Digamos que se trata de un hecho

concreto, conocido a través de los sentidos, como por ejemplo el

pago del patrón a un obrero. La razón, mediada por la imaginación,

piensa Maritain, recibe un cierto placer al visualizar el hecho,

pues sería la concreción de lo que en términos abstractos se expresa

como “dar a cada uno lo que le es debido”. Este acto envuelve dos

cosas: (i) la percepción de que en la obra se observa que un hombre

trata a otro como hombre, y (ii) “la percepción o sentimiento” de

que, al obrar así, hay un acuerdo con “algo verdadero que llevamos

dentro de nosotros”, esto es, con la razón. Puede formularse, en

términos más filosóficos, diciendo que “aquello que está al diapasón

de la razón, acorde con la razón, place al animal racional; aquello

que está en desacuerdo con la razón, le desagrada” (p. 68)21. Pero

esto es mucho más profundo, en el sentido de que las inclinaciones

21Tal vez esto se engarza con lo que dice en otra parte: “tout grand système moral,
en effet, est en réalité un effort pour demander à l´homme, d´une manière ou d´une
autre et à un degré ou un autre, de dépasser en quelque façon sa condition
naturelle”, Maritain, Jacques, La philosophie morale. Examen historique et critique
des grands systèmes, Gallimard, Paris, 1960, p. 560. Lo natural, en efecto, se
entiende como en el caso de la tendencia animal a eliminar a los otros, a la
competencia humana, y la manera en que la moral busca sobrepasar esta condition
para tratar al otro, a pesar de los inconvenientes subjetivos que encauce, como
persona.
animales, que a veces están en discordia con la razón, son absorbidas

por ésta. También sucede que la inclinación animal se eleva de tal

manera por la razón que aparece una nueva dimensión. En el caso del

ejemplo, la inclinación a la vida gregaria, típica de muchas especies

animales, se transmuta por la inclinación típicamente racional por

la vida social justa.

54. En este sentido, para Maritain la razón también tiene su

vida inconsciente, en cuanto de ella brotan, de manera natural,

ciertas tendencias, como sería precisamente la vida social justa. “Y

es según estas inclinaciones como la razón consciente, la razón que

funciona como razón, va a formular espontáneamente sus juicios de

valor” (p. 69, nuestro subrayado). En efecto, la razón enjuicia

natural y espontáneamente sobre ciertos asuntos, y lo hace

valorativamente. Por ello los juicios morales no son juicios que

provengan propiamente del conocimiento (consciente), sino que son

juicios que se dan “por modo de inclinación”. En sus palabras:

“Nuestra inteligencia no juzga entonces en virtud de razonamientos

y de conexiones de conceptos, de demostraciones y de coerciones

lógicas; sino que juzga de una manera pre-conceptual, por conformidad

con las inclinaciones que están en nosotros, y sin ser capaz de

expresar las razones de su juicio; su juicio tiene un valor

implícitamente racional que no ha sido destacado. Es así como procede

el conocimiento natural de los valores éticos. Es así como el common

man que nos ocupa llegará, frente a los casos que hemos escogido

como ejemplos, a decir: este patrón [es] justo, y ser justo está

bien” (pp. 69-70). Así pues, los juicios valorativos morales, en su


origen, tienen como fuente a la razón, pero de manera preteórica,

preconceptual; son, pues, juicios connaturales, por inclinación

natural.

55. El sociologismo ha desvirtuado esta última tesis. Pretenden

que en el hombre sólo hay coerciones emocionales de origen social,

que no hay contenidos objetivos, que no hay racionalidad, etcétera.

Pero sí hay racionalidad en tales juicios valorativos-morales, pues

brotan de la razón; hay que aceptar que de manera preconsciente,

pero brotan de la razón, al fin y al cabo. La ética no es connatural,

sino la moralidad. La ética es un conocimiento de segundo grado, de

segundo orden, y se conforma con la razón que “actúa vitalmente”, es

decir, con las inclinaciones naturales que ella posee. “Después de

esto, una vez formulados conscientemente esos juicios morales, serán

ellos fuente de inclinaciones y de tendencias secundarias; el

dinamismo de las inclinaciones se enriquecerá progresivamente: se

verán surgir nuevas tendencias típicamente morales, que dependen de

nociones de valores explícitamente formuladas y que se expresarán a

través del elogio o el reproche, la aprobación, la indignación, etc.

Este proceso irá creciendo como una bola de nieve; pues tanto las

inclinaciones como los juicios de la razón trabajan, actuando unos

sobre los otros, para enriquecer el conocimiento natural de los

valores morales” (pp. 70-71).

56. Hay que puntualizar dos cosas. La primera es que en el

ejemplo dado anteriormente, así como en otros que podrían

multiplicarse a placer, aunque la idea de justicia no esté expresada,

sino que esté implícita en la razón, ésta no procede sólo


inconscientemente, sino que participan en la experiencia moral otras

nociones que cabría denominar “conscientes”, pues se trata de una

experiencia humana y no meramente animal. Así sucede en los avatares

históricos, en los que a veces están presentes los conceptos morales

de manera implícita, aunque en otros explícitamente. Es el caso de

la esclavitud por guerra, que en otros tiempos era vista como parte

del castigo que se debía infringir. Era “justo” esclavizar. Pero una

vez que la conciencia de la humanidad va desarrollándose, y se

aprecia que el esclavizado es también un hombre, hay un cambio

profundo en las mentalidades y, por tanto, en la conciencia moral,

cuya idea de justicia se ve ensanchada.

57. La segunda puntualización se refiere al medio social, es

decir, al papel que desempeñan la educación, las costumbres, los

tabúes; en suma, la tradición. “El solo hecho de que nos son así

mostrados algunos conceptos y algunos valores provoca o fortifica el

desarrollo natural de las tendencias e inclinaciones enraizadas en

la razón” (p. 72). El medio social es, en este sentido, un faro que

echa luz sobre algún aspecto. “Todo este trabajo conceptual y

racional se proyecta sobre un fondo que es el fondo de las

inclinaciones enraizadas a la vez en la naturaleza y en la razón,

que dependen de las nociones inconscientes y sumergidas de la razón,

y de las cuales dependen por modo de inclinación, no por modo de

conocimiento” (p. 73).

58. La inclinación natural de la razón es hacia el bien moral,

como señalan los antiguos en su generalidad. Pero también suelen

admitir los mismos antiguos que la inclinación natural es hacia el


bien, como sucede en el amor maternal, aunque hay animales que matan

a sus crías. Por ello Maritain insiste en distinguir las dos grandes

tendencias, a saber, las animales y las racionales. No quiere decir

esto que el hombre no sea un animal; todo lo contrario. Es un animal,

pero también posee racionalidad, como dice la célebre definición

antigua. Empero, estas dos inclinaciones son susceptibles de

perversión y, también, entran en conflicto, en colisión, como sucede

en la colisión que puede darse entre el apetito puramente sensible

y el racional. Pero, lo que es más importante, es que “las tendencias

o inclinaciones naturales nacidas de la razón son relativamente

frágiles y no están inmutablemente determinadas en sí mismas. En su

desarrollo, ellas dependen del estado nocional del intelecto, y

dependen también de las costumbres sociales” (p. 74). Aquí puede

haber, pues, perversión sobre los instintos racionales, como sucede

con ciertas aberraciones sociales generalizadas, como sucede, a

nuestro juicio, con el asesinato de los pequeños o infantes.

59. Después de lo anterior, cabe cuestionar qué se puede extraer

de lo dicho. Lo primero es que las tendencias naturales no equivalen

a los argumentos filosóficos. Son el material a partir del cual

puede, eventualmente, argumentarse. Pero la ética no se reduce a

ellos. Es cierto que a la ética corresponde estudiarlos y profundizar

en ellos, en su esencia, pero no se circunscribe su tarea a ello.

Es preciso que la ética critique, en el sentido tradicional del

término, las tendencias naturales, para ver qué ayuda prestan a la

naturaleza racional y a su desenvolvimiento. En segundo lugar,

Maritain piensa que, a partir de la teoría tomista, es posible


observar que ni el intuicionismo ni el sentimentalismo moral pueden

tener un sustento real. No hay un sentido nuevo que dé cuenta de la

moral, sino que ésta tiene su sede en la inteligencia, sin más. “Es

bien cierto que el conocimiento moral natural no es racional en su

modo, al menos en lo que concierne a su proceso de base. No es

racional en su modo, pero los filósofos positivistas-sociologistas

se han despistado porque han desconocido la extensión del dominio de

la razón. Desde el momento en que no estaban en presencia de un

conocimiento de tipo científico, concluyeron de ahí que no había en

absoluto conocimiento, que los juicios de valor son pura y

simplemente irracionales, ajenos a la esfera de la razón, y que se

trata simplemente de una orquestación emocional cuya causa es la

sociedad. En realidad, como lo hemos visto, el conocimiento natural

de los valores éticos, aunque no sea racional en su modo, es racional

en su raíz; es un conocimiento por inclinación, pero las

inclinaciones de que aquí se trata son las de la naturaleza como

injertada de razón” (pp. 75-76). Efectivamente, la razón tiene un

campo de acción mucho más amplio del que suelen pensar los

positivismos, pero también los emotivismos de diverso cuño. La

naturaleza humana, aunque dotada de instintos o inclinaciones

vitales y animales, está atravesada por la racionalidad, o sea, por

su propio distintivo. De hecho, desde la Antigüedad se pueden

apreciar testimonios a favor de este amplio dominio de la razón, de

suerte que impregna hasta a las inclinaciones o instintos vitales,

como se lee en San Agustín: “Ipse sum expertus sudare hominem solere
cum vellet”22, esto es, el propio santo de Hipona decía que era

experto en sudar con sólo quererlo. O bien habría que recordar la

narración que hace del padre Restituto. Éste podía alienar los

sentidos cuando le cantaban en un tono lamentable, y reducirse

voluntariamente a un aspecto semejante al de un muerto, es decir,

sin sentimiento, excepto que el oído no permanecía del todo cerrado,

así que las voces altas las percibía como si viniesen de lejos: en

cuanto a la respiración, no daba señales de llevarla a cabo23.

60. Pero tal vez lo más importante es que se comprenda, pide

Maritain, que el bien es un aspecto del ser (ens et bonum

convertuntur). Es verdad que las inclinaciones y las emociones están

inmiscuidas en el ámbito del valor moral, pero no se reduce a ellas.

Es lo que la filosofía moderna suele desconocer a propósito de los

juicios de valor. En efecto, los juicios de valor no son mera

expresión de sentimientos, como dirían Stevenson y otros (y

remotamente Hume), sino precisamente composiciones inteligibles, es

22San Agustín, De Civitate Dei, XIV, 24.


23 “Iam illud multo est incredibilius, quod plerique fratres memoria recentissima
experti sunt. Presbyter fuit quidam nomine Restitutus in paroecia Calamensis
ecclesiae. Quando ei placebat (rogabatur autem ut hoc faceret ab eis, qui rem
mirabilem coram scire cupiebant), ad imitatas quasi lamentantis cuiuslibet hominis
voces ita se auferebat a sensibus et iacebat simillimus mortuo, ut non solum
vellicantes atque pungentes minime sentiret, sed aliquando etiam igne ureretur
admoto sine ullo doloris sensu nisi postmodum ex vulnere; non autem obnitendo, sed
non sentiendo non movere corpus eo probabatur, quod tamquam in defuncto nullus
inveniebatur anhelitus; hominum tamen voces, si clarius loquerentur, tamquam de
longinquo se audire postea referebat.”, De Civitate Dei, XIV, 24. “Pero es mucho
más increíble un hecho sucedido hace poco y del que fueron testigos muchos hermanos
nuestros. En una parroquia de la iglesia de Calama había un presbítero llamado
Restituto, que, cuando le placía (solían pedir que hiciera esto quienes deseaban
ser testigos presenciales de la maravilla), al oír voces que imitaban el lamento
de un hombre, se enajenaba de sus sentidos y yacía tendido en tierra tan semejante
a un muerto, que no sólo no sentía los toques y los pinchazos, sino que a veces era
quemado con fuego sin sentir dolor, hasta más tarde y por efecto de la herida. Y
prueba de que su cuerpo no se movía, no porque él lo aguantaba, sino porque no
sentía, era que no daba señal alguna de respiración, como un muerto. Sin embargo,
contaba después que, cuando hablaban más alto los concurrentes, oía voces como a
lo lejos”.
decir, juicios objetivos y, por tanto, susceptibles de verdad y

falsedad, al igual que los juicios de hecho o realidad. Los valores,

para Maritain, no son esencias “alógicas”, como suele decirse en

ciertos sentimentalismo, incluidas algunas variantes de la ética

fenomenológica. Y es que hay cierta peligrosidad en tales tesis,

como bien apunta el filósofo tomista, pues para ellos los “valores

morales no son cualidades inteligibles más de lo que serían el buen

gusto de una ensalada o de la miel, o la estimulación deleitable de

un jazz. Nadie niega que haya emociones, voliciones, tendencias

implícitas en los juicios de valor. Pero habría que probar además

que tales juicios no contienen más que eso, cosa que no es solamente

arbitraria, sino absurda. Ni la razón especulativa, ni la razón

práctica pueden prescindir de los juicios objetivos de valor” (pp.

77-78). Efectivamente, debido a que el bien es un aspecto del ser,

y el ser tiene grados, de la misma manera la bondad los tiene. Por

tanto, es posible hallar objetividad en los juicios de valor.

61. Por último, Maritain busca tocar el tema que habla sobre

la relación entre el orden ontológico y el orden moral, que se

traduce como la relación entre los valores ontológicos y los morales.

En efecto, hay un orden ontológico, un orden que poseen las cosas

mismas, que remotamente corresponde al orden que Dios ha impreso en

ellas. El orden moral es un tipo de orden (que Rosmini, por cierto,

eleva a categoría ontológica, siendo éste tal vez su mayor aporte a

la historia de la filosofía), el cual se enmarca ciertamente en el

orden ontológico. En el orden moral, empero, la causalidad o voluntad

de Dios puede transgredirse (y no así el orden ontológico en su


generalidad), pues las criaturas libres se disponen y predisponen a

cumplirlo. En efecto, el orden moral es un orden “autónomo e

irreductible”. Pero no es el único orden con esta característica,

según Maritain, sino que es característico también del orden

estético. En el orden estético no todo es bello, sino que también

está incluido lo que es denominado “feo”, su contrario. Este orden

se relaciona con la inteligencia que capta dicho orden, siendo ella

el criterio que diferencia entre lo bello y lo feo. Pero este orden

es captado asimismo por el sentido, que es donde se finca, a final

de cuentas, la distinción entre lo bello y lo feo. Es lo que sucede

con ciertas cosas del mundo natural, que son repugnantes, aunque no

tenga sentido esta distinción para una Inteligencia como lo es la

divina, pues no es un Ser sensible. Para una Inteligencia pura “no

hay nada feo en la naturaleza”, aunque tampoco estéticamente nada

sería “bello”. “En cualquier caso, cuando los sentidos desaparecen

[y esto en razón de que el conocimiento que nos brinda la

sensibilidad es imperfecto en relación con el conocimiento

inteligible], el orden estético, ese orden particular autónomo,

irreductible, que se basta a sí mismo es, si puedo decirlo así,

reconquistado por el orden universal, por el orden de la belleza

trascendental, es retomado, reatrapado por ella, no se le escapa.

Entonces lo bello estético es absorbido en lo bello trascendental.

Somos transferidos, una vez abolidos los sentidos, más allá de lo

bello y de lo feo estéticos” (p. 83). Pero el orden moral no es igual

al orden estético bajo todo aspecto. Es una tentación frecuente, por

cierto, entre los filósofos, sostener que el orden estético y el


moral son equivalentes. No se puede ir más allá del bien y del mal,

como quería Nietzsche, porque tal orden está fincado en la

inteligencia, de la cual es imposible desprenderse. “Hay una cierta

fealdad moral, no estética, que no desaparece cuando desaparecen los

sentidos, porque el mal moral se dice tal no por relación a los

sentidos, sino por relación a una regla que es el intelecto y la

razón, y en último análisis la misma eterna razón creadora. De suerte

que un más allá de lo bello y lo feo existe, pero no existe un más

allá del bien y del mal” (p. 84). Por tanto, el orden moral, como

decía Rosmini, es parte del orden ontológico, pues al no desaparecer

la inteligencia, y mucho menos la Inteligencia, permanece por

siempre.
§ 5. Valores morales y finalidad

62. El orden moral es un orden autónomo e irreductible. Se

basta a sí mismo, en cierto modo. El orden moral concierte al agente

libre, es decir, en nuestro caso, al hombre, bajo el aspecto no ya

del valor estético, sino del valor moral. El valor moral, o valores

morales, se encuentran relacionados con un centro, a saber, la razón.

El orden moral se funda, para Maritain, en el universo de la

libertad. Aunque esta idea es cierta en su generalidad, no es del

todo certera, porque puede haber moralidad sin libertad, como en los

casos en que la voluntad espontáneamente se adhiere al bien moral.

Empero, y dándole razón a Maritain, es posible decir que, merced la

libertad, el bien moral que adquiere la voluntad es más meritorio

que si se adhiere a él de manera espontánea. Ahora bien, en el

sentido empleado por el filósofo tomista, “es en este universo de la

libertad donde las acciones humanas son moralmente buenas o malas

(conformes o no-conformes con la razón); en este universo particular,

en este orden particular de la libertad, cuya regla es la razón y

cuya regla absolutamente primera es la sabiduría divina. En tal

orden, el hombre puede transgredir o no transgredir las regulaciones

de esa sabiduría; puede hacer o no el mal” (p. 86). A diferencia del

valor estético, fincado en la sensibilidad, en el sentido, como

decíamos, el valor moral, y el orden que de él se desprende, está

fincado en la razón, y de manera remota en la Inteligencia divina.

Por ello en el caso de la moral no hay un más allá del bien y del

mal, pues hay algo que regula lo que es bueno y malo, a saber, la
razón. Esto no quiere decir, sin embargo, que la razón humana sea

absoluta, y que por tanto todo juicio que se desprenda de ella tenga

tal carácter. Es lo que sucede con las normas cada vez más cercanas

al actuar, mientras que las normas más generales, conforme lo sean,

suelen ser más certeras y absolutas, o sea, permanecen sin cambio.

Nos parece que es el caso de la sindéresis, cuya enunciación, al

menos tomista, reza “bonum est faciendum et prosequendum, et malum

vitandum”24.

No es el momento de revisar con detalle todas las discusiones

que se han generado recientemente en torno a la sindéresis (que

vienen, ciertamente, desde el medioevo, pues ya fue foco de

importantes elucubraciones). Digamos simplemente que, así como los

demás seres naturales se dirigen al bien que les corresponde por

naturaleza, siendo ésta la que los determina a ello, en el caso

humano sucede algo análogo, aunque con la diferencia de que esta

tendencia no es determinante (salvo la tendencia natural al bien de

24Aquinatis, Thomae, Summa theologiae, I-II, q. 94, a. 2c. En su estudio sobre la


sindéresis en Santo Tomás, Abertuni brinda el siguiente panorama que habla sobre
el desarrollo en la concepción de la sindéresis en el filósofo de Roccasecca: “é
possível observar, a partir dos textos, a evoluçâo do refinamento do conceito de
sindérese na obra de Tomás de Aquino. Embora se evidencie que Tomás de Aquino sempre
concebeu a sindérese como um hábito natural, há uma linha que se desenvolve a partir
do Escrito sobre as Sentenças, onde o conceito de sindérese ainda é tratado em um
vocabulario próximo de uma visâo voluntarista (inclinare ad bonum), como também
inspirado no tratamento tradicional de Felipe, o Chanceler (potentia habitualis).
Depois, nas Quaestôes disputadas sobre a verdade, encontramos já a tendêcia de
Tomás de Aquino em desfazer os equívocos relacionados à concepçâo da sindérese a
partir da tese da “potência com hábito”, lançando mâo, para tanto, principalmente
de conceitos provindos do vocabulario aristotélico. Por último, esse delineamento
se completa com a Suma de teología, onde Tomás de Aquino definitivamente nâo se
refere mais à idéia da sindérese como potencia ou ainda como “potência com hábito”,
justificando a mesma apenas como un hábito natural dos primeiros principios da
razâo prática. Como observa Torrel, para compreendermos a evoluçâo da teologia de
Tomás de Aquino há um percurso obrigatório que comença no Escrito sobre as Sentenças,
pasa pelas Quaestôes disputadas sobre a verdade para chegar até a Suma de teologia.
Assim, o tópico da sindérese é mais un exemplo que vem corroborar essa observaçâo”,
Abertuni, Carlos Alberto, “Sindérese, o intellectus principiorum da raçâo prática
segundo Tomás de Aquino”, en: Veritas, LVI/2, Porto Alegre, (2011), pp. 161-162.
la voluntad, o más propiamente de la voluntas ut natura), “porque la

orientación ad unum con que el hábito natural de la sindéresis cubre

la esencial apertura ad opposita de la ratio no basta para determinar

la conducta en esa dirección. Por eso, hablando en rigor, podría

decirse que la misión de la sindéresis se limita a hacer radicalmente

posible el bien humano. Esta posibilidad, por lo demás, no es

exclusiva de la sindéresis, sino de cualquier hábito. En efecto,

según Santo Tomás –en esto sigue a Averroes—, una de las

características de todo hábito –y por tanto también de la sindéresis—

es que el hombre lo usa cuando quiere, o, como decía más arriba Santo

Tomás, cuando sea preciso. Esto –usarlo o no según se quiera— no

equivale, por lo demás, a invalidar su condición de hábito natural.

Significa únicamente que el hombre puede actuar en contra de él”25.

En efecto, la sindéresis no orienta de una vez por todas al agente

hacia el bien, sino que lo conmina a él; es más, orienta al bien de

una manera universal26.

63. Ahora bien, el mal moral no es sino un desorden, es decir,

un tipo de desorden, que se relaciona (como todo concepto de orden,

que es relacional) con la razón. En efecto, el mal moral es un

desorden simple y absoluto contra la regla de la razón, que la

proclama justamente como ley. “Lo que constituye la distinción entre

el bien y el mal moral, es la conformidad o disconformidad con la

25 González, Ana Marta, Moral, razón y naturaleza, Eunsa, Pamplona, 2006 (2a. ed.),
pp. 192-193.
26 “La universalidad del precepto no dice nada en contra de su carácter práctico,

porque lo definitorio de la perspectiva práctica es la orientación a la acción, y


esto se encuentra presente en la sindéresis, en la medida en que, señalando como
universalmente buenos los fines de las inclinaciones naturales, perceptúa
universalmente las virtudes”, Ibid., p. 197.
razón, y eso es un objeto inteligible que el primer Intelecto conoce

infinitamente mejor que nosotros mismos” (p. 89). Esta tesis,

enunciada con toda sencillez, es de radical importancia, y ha

generado innumerables disputas de orden filosófico-teológicas. En

efecto, sobre la cuestión de la inmutabilidad de este bien y mal

fincado en el Intelecto divino, se dividen escuelas, por ejemplo, el

nominalismo del tomismo, siendo que para aquél la Sabiduría divina

mutaría en relación al bien y al mal, dando que Dios podría cambiar,

por Voluntad propia, lo que es bueno y malo moralmente, lo cual,

para el tomismo, contradiría fehacientemente la Sabiduría divina,

que tiene la característica de ser inmutable. Pues si fuera mutable,

implicaría que Dios sería un ente imperfecto, porque pasaría de un

estado a otro, lo cual revela imperfección. Por tanto, el tomismo

sostiene la inmutabilidad de esta ley moral proveniente de la razón,

y remotamente de la Inteligencia divina, porque la esencia de Dios

es precisamente así: inmutable.

64. Maritain distingue también, como lo hace en general la

Escuela, entre el mal físico y el mal moral. Reteniendo la idea del

orden del universo entero (el orden ontológico) y el orden moral,

que es un orden particular autónomo e irreductible [n. 62], afirma

que en el caso del mal físico “no dice relación a un orden particular

autónomo sino al orden del universo entero, o a un orden particular

instrumental respecto del orden universal. El mal físico sigue siendo

real, no es una pura apariencia; no es tampoco una realidad

simplemente relativa al hombre como centro cognoscente, como ocurría

en el caso de la fealdad estética; pero ese mal real es finalmente


absorbido en el bien que lo explica; concierne a un orden particular

que es instrumental y reductible respecto del orden universal” (pp.

89-90). En los casos de la ceguera o la cojera, el carecer de tales

instrumentaciones resulta un mal físico, pues se trataría

precisamente de instrumentos que tienen la finalidad de servir al

ente en cuestión que los carece. Puede ser que, en estos casos, mal

físico que padecen estos entes sea un bien desde el punto de vista

cósmico, el cual renueva constantemente a los entes. Pero no es lo

mismo que el mal moral. Según Maritain, Leibniz suscribiría que el

orden moral es instrumental respecto al orden cósmico, pues el mal

moral que realiza el agente libre sería un bien desde el punto de

vista cósmico; lo mismo cabría apuntar del sufrimiento, que es un

mal que se padecería por un bien superior. Empero, la tesis tomista

dice que el mal moral “no será jamás, bajo ningún aspecto, un bien

con respecto a un orden superior cualquiera que éste sea, sino que

seguirá siendo eternamente un mal” (p. 91). Que el mal moral se

reordene a un bien superior es una cuestión distinta, pero siempre

tendrá que ser cualificado como mal.

65. Lo anterior no quiere decir que, siendo el orden universal

superior al orden moral en relación a su extensión, no tengan ningún

tipo de vínculo. Todo lo contrario. Desde un punto de vista

metafísico, en el orden moral el agente libre puede abrirse hacia el

bien, o bien cerrarse al mal. Si el hombre ejercita su libertad hacia

el bien moral, sus acciones fructifican en dicha dirección, pues la

Causa primera, que infunde el ser y la bondad en las cosas, arrastra

al agente en el influjo universal del bien. Siendo así, el bien moral


repercute también en el agente moral, pues “al arrojar un acto bueno

en el universo, un agente libre acrece el ser del universo; entonces

el universo acrecentará el ser de ese agente libre para que la

balanza entre ellos permanezca estable” (p. 92), pues el bien moral

repercute en el agente como “realización” o “florecimiento”, según

lo dicho [nn. 32 y 36]. Es una realización en la línea ontológica

la que el agente moral efectúa al llevar a cabo el bien moral. Por

tanto, en palabras del filósofo tomista, “el agente libre es a la

vez centro de emanación y centro de atracción” (p. 93).

66. Mas si el hombre o agente moral tiende, con sus acciones,

hacia el mal moral, destruye el orden moral, por lo que escapa al

orden de la expansión del ser. En cierta medida, tal agente mutila

al ser, pues no le permite que alcance su plenitud. Así pues, si el

bien moral produce un florecimiento o realización del ser, el mal

moral encauza su “desquite”, limitación o implosión, por decirlo de

alguna manera. Este mal moral engendra, a su vez, más mal, o sea,

fructifica en el sentido contrario al bien. En cierta forma, el

agente moral hace la guerra al ser, se vuelve su enemigo, “no puede

escapar a la deterioración de su propio ser. El equilibrio, la

balanza, la especie de igualdad entre el gran todo y el pequeño todo

[el microcosmos, nos parece], ese equilibrio debe ser restaurado”

(p. 93). Se trata de la disminución del ser del universo y, por

tanto, el decrecimiento del ser de uno mismo, de suerte que, al menos

nos parece, la superbia se asoma en este mal moral que produce el


agente libre27. A final de cuentas, el mal moral del cual es origen

este agente libre repercutirá ontológicamente en él, pues no es ajeno

al universo entero. Y esto, por razones metafísico-teológicas, se

explica así: “Nada puede escapar al influjo del orden universal que

todo lo controla, nada puede resistir al gobierno de Dios como jefe

del orden universal, mientras que en el orden moral podemos resistir

a la voluntad de Dios como jefe de ese orden particular, contrariar

la voluntad divina expresada por la ley y los preceptos” (p. 95).

67. Maritain busca escapar a dos errores contrarios a partir

de la doctrina expuesta. Estos errores son el “imperialismo

metafísico” y el “imperialismo moral”. Veamos de qué se tratan. El

primero, el imperialismo metafísico, consiste en la contaminación de

la metafísica por la ética, de suerte que todo es considerado desde

la perspectiva moral, incluso las cuestiones metafísicas. Para

ellos, todo se reduce al bien y al mal moral, o sea, el ser se reduce

al bien y al mal, y casi vienen a decir que la metafísica se reduce

a ética, como sucede en Camus (y en cierto sentido a Levinas). En

el segundo, a saber, en el “imperalismo moral”, la ética resulta

contaminada por la metafísica, de suerte que la naturaleza del bien

moral viene a desconocerse. Sólo queda, pues, el bien metafísico,

que, como se ha visto, no es equivalente al bien moral [nn. 28 y

36]. Lo grave es que el bien moral es visto transitoriamente, como

27Esta idea está ya plasmada en la monumental De Civitate Dei del santo de Hipona,
pues se percata, con toda agudeza, de que el mal moral proviene de una mala voluntad,
y la mala voluntad lo es por la soberbia. “Initium enim omnis peccati superbia est.
Quid est autem superbia, nisi perversae celsitudinis appetitus? Perversa enim
celsitudo est, deserto eo cui debet animus inhaerere principio, sibi quodammodo
fieri atque esse principium. Hoc fit, cum sibi nimis placet. Sibi vero ita placet,
cum ab illo bono immutabili deficit, quod ei magis placere debuit quam ipse sibi”,
XIV, 13, 1.
si cambiara a cada momento. Además, el mal moral es el único

reconocido por este tipo de imperialismo, de manera que “los actos

humanos no serán ya buenos o malos, sino simplemente más o menos

buenos, como todo ser es más o menos bueno, pero siempre bueno en

tanto que ser” (p. 96). Si todo es visto sub specie aeternitatis,

todo mal moral desaparece, como en la filosofía india, en Spinoza,

etcétera.

68. Ahora bien, un aspecto del bien es el “fin” [nn. 22, 23,

37, 38ii]. Es el bien no ya como valor, sino como la razón que

produce que el agente, o sea, la causa agente, se ponga en

movimiento. Debido a la amabilidad del ser, éste determina de alguna

manera que el agente se ponga en marcha para alcanzar el bien que

el ser posee. Todo agente obra, pues, por un fin, propter finem,

como dice la fórmula. En el plano moral, esta doctrina metafísica

tiene aplicaciones, pues el objeto de la voluntad, al ser el bien,

es asimismo el fin, y este fin es lo que pone en marcha la actividad

libre. Y es que, en realidad, no existe, pues no es posible

metafísicamente que haya un acto completamente gratuito, es decir,

un acto que no se haga sin una finalidad. Tal vez el motivo del acto

no aparezca con claridad, o a primera vista, pero de ahí no se sigue

que no rija al acto. Aunque este aparente acto gratuito no tenga un

fin, en realidad lo tiene, “ya sea inconsciente –la satisfacción de

algún impulso morboso largo tiempo reprimido—, ya sea consciente:

probarse a sí mismo su libertad” (p. 98). Los motivos o fines por

los que un acto se hace pueden ser temáticos o atemáticos. Pero el

caso es que siempre se hallan, o al menos pueden encontrarse a través


de algún tipo de indagación. Es cierto que, en otras ocasiones, es

difícil dar con la razón o fin que encauza la acción, en especial

con el fin último o “primordial” que la anima. Empero, y con todo,

y haciendo caso a lo que la metafísica establece, el fin último rige

también la vida moral del hombre, la vida en especial del actuar

libre con la cual el hombre se determina moralmente hacia el bien o

el mal.

69. Por existir el fin, en especial el fin último, es preciso

decir que lo que conduce a aquél es precisamente el “medio” (o

“medios”, si se prefiere). Hay, pues, relación entre medios y fin.

El puro medio, en cuanto tal, posee bondad gracias al fin, pues es

apetecido únicamente ad finem. Empero, también puede decirse que los

medios poseen su propia bondad, o bien su maldad propia. El fin, en

este caso, no justifica los medios. El empleo que se hace de ellos

ya cualifica moralmente. Así pues, los medios, aunque dirigidos hacia

el fin, son buenos o malos moralmente. En este sentido, un medio

puede ser visto como medio-fin, pues posee su propia bondad. Este

medio-fin, a su vez, sería superior al puro medio, pero inferior al

fin en cuanto tal. Así sucede con el ejemplo del comer, que puede

ser visto como un simple medio, pero también como un medio-fin, pues

posee su propio placer, como sucede en el arte culinario; pero

también puede verse bajo la norma moral, y así se puede visualizar

como un placer que ha de ser regulado moralmente. Los medios-fines,

en este sentido, no son puros medios, sino “fines infravalentes”.

Son justamente infravalentes en relación al fin último.


70. La noción de fin último posee dos elementos: (i) el deseo

del bien total o “felicidad” [nn. 3, 22, 23, 24], lo cual está

predeterminado naturalmente; y (ii) el deseo de “tal” bien, que cada

uno tiene por bien suyo, lo cual depende de la libertad individual.

Así pues, la voluntad al fin último, considerado de manera

indeterminada, es algo a lo que el ser racional tiende por

naturaleza, esto es, “la voluntad humana quiere necesariamente la

felicidad, en el sentido más indeterminado” (p. 102). Y es natural

a la voluntad tender justamente a la felicidad, lo cual quiere decir

que nada puede ser querido sino bajo el aspecto del bien; que es

imposible no apetecer mi bien, esto es, mi bien total; y que todo

lo que apetezco lo apetezco en vistas a tal bien total o felicidad.

71. Pero la noción de bien total requiere determinarse, pues

de lo contrario permanece amplia y, casi podría decirse, ambigua.

Ahora bien, la determinación de dicho bien total depende de la

naturaleza del hombre que es cada uno. La voluntad no tiene

predeterminada la apetencia a un objeto particular; por el contrario,

sólo apetece de manera natural lo indeterminado [n. 70]. Con

excepción de Dios, ciertamente, al que se apetece de manera a veces

confusa, pero que se busca con necesidad, por ser el bien total y

absoluto. Pero más allá de esto, el tomismo postula que “la

determinación concreta de nuestro deseo natural de la felicidad, la

fijación de ese deseo natural sobre un objeto determinado, no depende

de las estructuras necesarias de nuestra naturaleza, sino de nuestra

libertad”. Mientras que el apetito natural de la felicidad es

indeterminado, y está fincado en la naturaleza misma de la voluntad,


la determinación del objeto de ese apetito es precisado por la

libertad de la voluntad. Por ello es que puede decirse que es un

privilegio del hombre el determinarse, el determinar sus propios

fines, sus propios objetivos. La grandeza del hombre, por ello, está

en esa libre determinación, o sea, en su libre elección. Ahora bien,

“la moralidad está pues suspendida del fin último, porque tenemos

que determinar libremente, por un acto moral, que es verdaderamente

el primer acto moral, en qué consistirá para nosotros el fin supremo

de nuestra vida” (p. 104). La apetencia de la felicidad, esto es, su

querencia, es inevitable; no es, pues, moral el apetecer o no la

felicidad. Es moral la manera en que se determina esa felicidad28.

“La cuestión moral primera y capital es la de elegir, en vista del

bien por cuyo amor implícita o explícitamente realizamos todos

nuestros actos, el fin que es el verdadero fin de la vida humana;

es éste el primer recto uso de nuestro libre albedrío” (p. 104).

72. Ya se ha distinguido entre la especificación y el ejercicio

[nn. 38, 41, 45, 46]. Desde la perspectiva de la obligación, la

especificación de un acto como bueno es así porque es moralmente

obligatorio. El orden del ejercicio es la puesta en práctica de la

obligación moral, el hacerla pasar a la existencia. “Puedo muy bien

saber que una cosa está prohibida, que es moralmente obligatorio no

hacerla, y sin embargo la hago. La especificación es cosa distinta

del ejercicio” (p. 104). La obligación o el deber descansa sobre el

valor, pues como dice el primer principio práctico, a saber, haz el

bien y evita el mal, es preciso traer a la existencia al ser, al

28 Cr. Buganza, Jacob, Nomología y eudemonología, Op. cit.


bien, y evitar destruirlo. Así pues, la obligación moral depende del

valor, o sea, de la causalidad formal, antes que de la causalidad

final. Así pues, elegir el fin último, el valor supremo, es un acto

moral, como dijimos. Desde una perspectiva teológica, es evidente

que este fin último supremo es Dios, Bien infinito, e infinito

precisamente bajo todo aspecto, sea real, sea ideal, sea moral. Pero

también en la mundanidad esta misma tesis se aprecia, pues respetar

la vida del otro es también un valor, y sobre este valor descansa

la obligación de ese respecto. Respetar la vida del otro es bueno en

sí mismo, pero también lo es en cuanto me conduce a mi propio fin

último. “La razón formal de la obligación moral es la bondad del

comportamiento en cuestión, y el valor de mal del comportamiento

contrario. Estamos ahí frente a una obligación incondicional o un

imperativo categórico, pero que no es vacío y puramente formal como

el imperativo kantiano. Por el contrario, la sustancia que lo llena

es el bien de aquello que tú debes, o el mal de lo que no debes

hacer; la conformidad o no-conformidad con la razón del objeto y del

acto en cuestión” (p. 106). Por ello, el tomismo postula que el

valor, al ser el mismo bien, funge como regla de la razón práctica,

y es a partir de la bondad misma del objeto, o sea, de su valor, que

se sustenta el deber de actuar en un sentido o en otro. Así pues,

el fin último, del que depende la dinámica de la moralidad, no va

separado de los medios que hacen las veces de la eficacia existencial

de tal dinámica, de guisa que “el fin último domina todo el campo

del ejercicio, así como el valor domina todo el campo de la

especificación” (pp. 106-107).


§ 6. Experiencia moral y fin último

73. Para hablar del fin último desde la filosofía es preciso

situarse desde el punto de vista estrictamente racional. La teología,

por su parte, tiene otra metodología, que exige la fe. En la

filosofía se precisa sólo de la luz de la razón, o sea, del ser que

es la forma de la inteligencia, para dar cuenta de este fin del

hombre. La teología, cuyo insigne maestro es el Santo Doctor, como

todo mundo sabe inicia con esta cuestión la Secunda secundae. Sin

embargo, la filosofía no parte necesariamente del establecimiento de

este fin último (aunque, a nuestro juicio, puede hacerlo, tradición

que se remonta a la Ética nicomáquea de Aristóteles, que justamente

da inicio con tal problema). Maritain piensa, y en esto cualquiera

podría estar en desacuerdo, que Aristóteles, más que como filósofo

moral, procede como filósofo de la naturaleza, para el cual la

pregunta por el τέλος es la primordial. Según el filósofo parisino,

este desacierto de Aristóteles le hace conceptuar el fin último del

hombre en términos meramente inmanentes a la vida humana, por lo

cual propone como camino la vía que debe seguir el filósofo para

abordar este problema el “examen concreto de la experiencia moral”,

de suerte que escaparía, según él, a la excesiva esencialización de

la respuesta, permaneciendo más en el plano existencial de ésta29.

29 La ética tomista puede ser vista como genuinamente filosófica, aunque pueda
redirigirse a la teología, pues Santo Tomás tiene presente siempre la vida
supranatural, Cf. Elders, Leo, “The Ethics of St. Thomas Aquinas”, en: Anuario
filosófico, XXXIX/2, Universidad de Navarra, Pamplona, 2006, p. 441.
74. Para partir de esta “experiencia moral”, Maritain se

decanta por un análisis de las formas de la obligación moral. En

efecto, en vez de partir del fin último de la vida humana, propone

partir de un análisis del hecho moral y de la conciencia moral para

dar cuenta justamente del “carácter irreductible, original, del

hecho moral, de tal suerte que se lo distinga convenientemente de

los hábitos y de las obligaciones de naturaleza social que lo

parasitan mezclándose más o menos íntimamente a la vida moral

ayudándola, protegiéndola, confortándola en cierta manera, pero

también endureciéndola y enmascarándola” (p. 113). Este análisis

pone al descubierto la irreductibilidad del sentimiento de

obligación moral. Todo hecho moral, piensa este autor, manifiesta

precisamente el sentimiento de obligación moral, ya sea desde el

punto de vista del mandar (precepto) o el prohibir, hasta otros

grados más o menos elevados de este sentimiento sumamente sui generis

que todo hombre, llegado el momento, pero parece que desde la tierna

infancia, experimenta.

75. Retoma el caso de las prohibiciones, cuyos grados más bajos

son las prohibiciones enteramente socializadas, como las que se

hallan en las sociedades primitivas. En este tipo de prohibiciones

lo que está prohibido lo está en cierto modo porque sí. Pero ya

resplandece en estas prohibiciones socializadas el principio de que

debe hacerse el bien y evitar el mal [n. 62]. Pero en estas

sociedades, con todo, lo malo lo es porque está prohibido, y lo bueno

lo es porque está mandado. Así, por ejemplo, la prohibición de

acercarse a los templos en ciertas culturas, razón de la cual se


arguye su expresa prohibición. ¿Por qué, se pregunta Maritain, estas

prohibiciones tienen imperio en los primitivos, y también en los

niños? El miedo no es suficiente; hay un “resorte mental

preexistente” a partir del cual cobran valor, a saber, que se debe

hacer el bien y evitar el mal, de suerte que cobran “imperio sobre

la conciencia del primitivo porque ya hay antes y naturalmente el

sentimiento de la obligación moral” (p. 114). En consecuencia, el

imperio o coerción social es efectivo porque se sustenta en un

sentimiento previo a ello, a saber, en el sentimiento de obligación

moral, o sea, en que es preferible hacer el bien y evitar el mal.

Esto también se aprecia en formas más refinadas de prohibición, como

cuando uno reflexiona sobre las cuestiones morales. En efecto, cuando

se da esta introspección, se cae en la cuenta de que el bien y el

mal moral atan al hombre, lo vinculan de alguna manera (manera que

cabría llamar objetiva, porque la obligación es siempre sobre un

objeto, sobre algo que liga directamente al sujeto). “En el momento

en que Pedro reniega de su Maestro, sabe que no debe hacer eso, que

está mal; lo sabe, pero obra en sentido contrario. Llorará cuando

cante el gallo. Pero esas lágrimas, y ese conocimiento de que está

prohibido renegar del Justo, no tienen ya nada que ver con un tabú

social” (p. 115).

76. En el caso de la prohibición individual, es decir, de lo

que está prohibido no para todos, sino para mí en particular, también

muestra a las claras un tipo de obligación prohibitiva que va más

allá de las leyes que dicta la sociedad en su conjunto o de los

tabúes con los cuales la generalidad se somete. Así, por ejemplo, la


prohibición individual de aceptar una dádiva que es obsequiada por

pura generosidad.

77. También están los preceptos, o sea, los mandamientos

positivos, más allá de las solas prohibiciones. También estos

preceptos los hay desde los más socializados hasta los más elevados

y puros. Así, por ejemplo, existen los mandatos, o al menos existían

como práctica generalizada, en la India, que indican quemar en la

pira a la viuda; o bien el asesinato de algún rey que viene dando

muestras de decadencia, sobre todo mental, en algunos puntos de

África.

78. Los preceptos más elevados y puros se relacionan con la

obligación moral. Se trata de un llamado “decisivo” e “imperioso”

que no es posible traicionar: “Tal es el ejemplo de Antígona que,

con peligro de su vida, sabe que debe obedecer a una ley no escrita,

contraria a la ley del príncipe” (p. 116). De ahí Maritain extrae

una importante conclusión, que es preciso transcribir: “El filósofo

que procediera al análisis cuyas grandes etapas acabo de esbozar,

vería que todo lo que es tabú y coerción social es como una ganga

que encierra el mineral precioso de la obligación moral, mineral que

se encuentra en estado puro en los casos más elevados” (p. 116). La

obligación moral, a pesar de implicar un precepto que debe cumplirse,

es posible desobedecerlo. Nada más preclaro nos muestra la

experiencia moral cotidiana. Se trata de una obligación que es

independiente de nuestra propia felicidad; es una obligación que

apunta, desde la conciencia, a su efectuación. Tal vez Maritain

exagere un poco esta fuerza de la obligación, si se considera que en


buena medida la felicidad consiste en la tranquillitas animi, esto

es, en no tener problemas de conciencia. Pero más allá de ello, es

importante la manera en que el filósofo francés subraya la gravedad

de la obligación moral para la conciencia. Pero la libertad humana

puede no seguir la bondad moral, pues “no es verdad que la simple

atracción del valor baste para hacernos poner en vigor aquello a lo

cual estamos obligados” (p. 117). Así pues, el valor por sí solo no

es suficiente para atraer a la voluntad a efectuar el bien moral; a

lo mucho el valor suministra el aspecto formal, pero falta todavía

el aspecto “final”. Es preciso que el agente, por sí solo, se

comprometa con los valores, volviéndolos parte de su finalidad. “En

el caso de Antígona, si consideramos no ya solamente la conciencia

que ella tiene de estar obligada, sino también el acto que ella

realiza, su obstinación en ser fiel en acto a su sentimiento interior

de obligación, debemos decir que el acto de piedad fraternal se le

presenta no solamente como mejor en sí, sino también como mejor para

ella misma. Es mejor para ella perder su vida obedeciendo a la ley

no escrita; hay algo más precioso que salvaguardar, y es para

salvaguardar esa cosa preciosa en que consiste su todo (y que vale

más que su existencia misma en cuanto sujeta al espacio y al tiempo)

que ella sacrifica su vida, poniendo en ejercicio el valor que ha

sido propuesto a su conciencia, la obligación moral cuya intuición

ha tenido” (pp. 118-119). Así pues, es necesaria la “finalidad” para

que el bien moral, a través de la obligación moral, se vuelva parte

de la existencia, para que venga a ser parte del bien ontológico. De


la experiencia moral se llega al descubrimiento del fin último y su

gravedad.

79. Ahora bien, la pregunta que de inmediato surge es qué

felicidad puede proporcionar al agente moral efectuar la grave

obligación moral, la cual, en algunos casos paradigmáticos, puede

exigir un sacrificio total. Es obvio que al llevar a cabo la

obligación moral, al menos subjetivamente queda la satisfacción de

haber cumplido con el deber. La conciencia aprueba la acción

realizada conforme al deber, y permite un grado de satisfacción

especial. Empero, es evidente que, aunque se trata de cierta

felicidad, no equivale al “bien total” al cual tiende el hombre con

gran ahínco. El tomismo postula que el bien individual, el bien

subjetivo, cuando es moral, se identifica con el Bien total. ¿Cómo

es que el bien total del agente se identifica con el Bien? “No es

una evidencia inmediata, sino que es una visión intuitiva, fundada

sobre el objeto y sobre las exigencias de las conexiones

inteligibles. Resulta del hecho de que no soy un animal y que tengo

la noción inteligible del bien como tal, y por tanto del Bien que

supera todo bien particular. El Bien, es lo que es bien por esencia,

lo que es bien según toda la amplitud del concepto de bien. Pero no

es una idea, puesto que es el objeto de un querer (de un querer

libre, sin duda, pero en el cual mi libertad no hace más que reconocer

prácticamente lo que es, a saber: que el Bien es aquello en lo que

consiste mi bien total, y que yo quiero necesariamente); y puesto

que la voluntad sólo se inclina a lo que es de orden existencial”

(p. 120), se sigue que este Bien existe. En efecto, el Bien no es


solamente una idea, sino que se trata de un Bien subsistente, un

bien real, al cual, y debido a que el hombre tiene un apetito de un

bien infinito, se sigue que, a no ser que se trate de una apetencia

inútil y hasta perversa, existe ese Bien infinito que colma todas

las aspiraciones de mi propio bien. Debido a la capacidad infinita

de la inteligencia humana, esto es, de la capacidad infinita de

conocimiento y apetencia, es que posee la idea de Bien absoluto;

este Bien absoluto, si es justamente así, existe; por tanto, el Bien

absoluto es donde mi bien individual se colma.

80. El filósofo, luego de esta investigación, cae en la cuenta

de que Dios es la cabeza del orden moral [nn. 40-42]. La vida moral,

la experiencia moral, en otros términos, relaciona al agente moral

con Dios. ¿De qué manera es Dios el fin de la existencia individual?

De Dios no se tiene un conocimiento directo, sino sólo por analogía,

por “espejo” y “enigma”, pues se le conoce por sus efectos. ¿Cómo es

que el Bien subsistente es mi bien total? Desde el punto de vista

experimental, o sea, desde la experiencia individual, la respuesta

no satisface. Lo único que experimentamos es una felicidad pasajera,

una felicidad en movimiento. No se experimenta en esta vida la

beatitud, la felicidad sin más. “Si se trata de la vida terrestre,

de la vida presente, tendríamos pues, en la perspectiva puramente

natural, una especie de felicidad aristotélica cuya parte más elevada

sería la sabiduría metafísica y el conocimiento natural de Dios, con

el amor natural que le es consiguiente (y que no es amor de amistad

como lo es la caridad). La felicidad como fin natural, sería la

felicidad según Aristóteles, más la mística natural de Zankara o de


Ramanuja” (pp. 122-123). En efecto, esta felicidad es la humana

felicidad a la que aspira el hombre en el estado natural: la

sabiduría para el filósofo, y la vida buena para el hombre en

comunidad. Pero desde el punto de vista sobrenatural, en donde ya no

hay cuerpo, lo esencial de esta felicidad permanece, pues es posible

conocer al Bien absoluto, esto es, a Dios, Causa del ser.

81. Ahora bien, Dios es fin último no sólo del hombre, sino

del universo entero. La bienaventuranza, estrictamente considerada

para el hombre, sólo es sobrenatural. En el orden natural el hombre

no puede ser bienaventurado. Y esto en razón de que a Dios sólo lo

puede percibir, en esta vida, de manera limitada, y casi especular.

Sólo en la vida sobrenatural es posible alcanzar esta contemplación

y posesión de Dios de manera definitiva. Esta última es la felicidad

perfecta o bienaventuranza; la felicidad natural o de esta vida es

imperfecta, pues se limita a una operación de las virtudes tanto

intelectuales como morales. “En cualquier caso, es la operación de

la virtud, el perfeccionamiento intelectual y moral del ser humano

–no su unión a Otro por amor de éste— lo que constituye el elemento

mayor de esta suprema felicidad imperfecta, de este fin puramente

natural” (p. 125). En definitiva, la felicidad imperfecta puede

considerarse in fieri, en movimiento30; se reconoce que la

bienaventuranza está en la unión con Dios, pero el filósofo ha de

reconocer que en el hombre está esta apetencia instaurada en su

30“Thomas repeatedly stresses that the happiness which Aristotle´s philosophical


ethics speaks about, is imperfect and that man´s real happiness consist in the
vision of God”, Elders, Leo, “The Ethics of St. Thomas Aquinas”, en: Anuario
filosófico, XXXIX/2, Universidad de Navarra, Pamplona, 2006, p. 441.
propia constitución. El hombre, por su propia esencia o conformación,

está tendiendo a conocer la Causa suprema; apetece, de manera

natural, este conocimiento, pero también la unión con Ella. “El deseo

de ver a Dios, para el puro filósofo y en el puro plano de la

naturaleza, no es más uno de los deseos que existen en nosotros, y

que pueden quedar insatisfechos sin que por ello se destruya la

felicidad a la que naturalmente se ordena el hombre” (p. 127). Aunque

ambas felicidades están vinculadas, son independientes entre sí.

Pero esta apetencia humana a la bienaventuranza está ahí y es

ineludible. Todo indica que hay factores suprasensibles en el hombre,

y de esto da cuenta la historia de la humanidad en su conjunto: tal

parece que la moralidad se vincula a la religión, esto es, que hay

un vínculo estrecho entre ambas.

82. Según Maritain, para que la filosofía moral se adecúe

efectivamente a su objeto, es necesario que se vincule “a una

tradición religiosa exactamente informada de los misterios

contenidos en nuestra condición y en nuestra historia. Esto ocurrirá

si el filósofo va en su investigación positiva lo suficientemente

lejos como para reconocer el privilegio de la tradición judeo-

cristiana, y creer al mismo tiempo en la existencia de un orden

sobrenatural” (p. 128). En efecto, el filósofo puede elevarse al

orden sobrenatural a través de su sola razón, como por ejemplo sucede

con las pruebas positivas de la teología racional. Empero, también

la Revelación, como Testimonio de este orden sobrenatural, es algo

a lo cual puede estar abierto el filósofo, cuyas ansias de saber lo

empujan siempre a ir más allá de lo meramente inmediato, de lo


sensible. De ahí que el filósofo, en resumidas cuentas, esté abierto

al conocimiento teológico, que le aporta datos invaluables para su

reflexión. “La ciencia teológica lo instruirá pues acerca de este

dato positivo que le dice que, de hecho, la naturaleza en nosotros

está interiormente trabajada por un don venido de Dios –la gracia—

que lo incita o a la sobrelleva y que, cuando es rechazado por el

hombre, le hace participar de la vida divina. La ciencia teológica

instruirá al filósofo acerca de este otro dato positivo que le dice

que, de hecho, el hombre ha sido creado en un estado (justicia

original) del cual luego ha caído, de manera que nos encontramos

ahora en el estado de naturaleza caída y rescatada, redimida, y jamás

hemos estado en el estado de naturaleza pura. Y en cuanto al dato

positivo del cual pende todo el dinamismo de la vida moral, el que

concierne al fin último, el filósofo conocerá por esa misma ciencia

–a la vez racional y derivada de lo que no es evidente sino en Dios—

que, de hecho, el estado final al cual estamos ordenados, el fin

real de la vida humana, es un fin sobrenatural, es Dios visto cara

a cara” (pp. 128-129)31. En suma, la teología enseña a la ética: (i)

que puede recibir un don o regalo de parte de Dios, que es la gracia;

(ii) que se encuentra en un estado redimido, pero que en su seno

está atravesado por el pecado, por el mal, por lo improbo; y (iii)

que Dios es el fin último de la naturaleza humana.

31A pesar de que el hombre esté en estado caído, lo cual se traduce por una suerte
de debilidad de la voluntad, no pierde del todo su fuerza práctica, en especial en
relación a la “elección”. Así lo expresan grandes teólogos, como San Isidoro de
Sevilla, cuando escribe: “Postquam vero seductione serpentis cecidit (homo) a
naturae bono, perdidit pariter et vigorem arbitrii, non tamen electionem”, De
ecclesiasticis dogmatibus, c. XXI, (PL, 83, 1232), (el subyadado es nuestro). Se
pierde, entonces, por el pecado original, vigor del arbitrio, pero no la elección.
83. En este sentido, la teología, y en especial la teología

revelada, vienen a prestar un servicio valiosísimo a la filosofía

moral. Esta última, mediante la antropología filosófica en conexión

con la metafísica, permite visualizar cómo es que el hombre apetece

la felicidad perfecta o plena, que es equivalente a lo que se conoce

como beatitudo. La teología revelada habla precisamente del

cumplimiento de esta aspiración o anhelo humano enraizado en lo más

profundo de su entidad. Esta aspiración, que en estos grados alcanza

los visos de supranaturalidad, se plenifica o alcanza su cumplimiento

precisamente con la visión sobrenatural de Dios, que consiste en su

contemplación y amor, esto es, en la unión con la Causa suprema del

universo entero. Pero esta felicidad plena no está en pugna con la

felicidad imperfecta de la cual habla la sola filosofía moral, pues

esta última es posible en el mundo natural y el hombre es capaz de

lograrla, aunque sea solamente in fieri. Mas Maritain apunta que el

hombre no está contento con las solas “cosas humanas”, sino que vemos

efectivamente que “hay en nosotros una especie de pasión por ir más

allá de nuestra naturaleza” (p. 130). Hay indicios de esta “pasión”

o aspiración en las múltiples religiones, en el ascetismo, e incluso

en el arte. Todas estas manifestaciones humanas tienen razón de

“signos” que nos hacen constatar que el hombre busca superar las

“cosas humanas”.

84. ¿Por qué este deseo a traspasar las cosas humanas? ¿Por qué

esta aspiración de infinitisée que el Cristianismo ha destacado,

pero que se halla también en múltiples apetencias humanas? Según

Maritain, por el deseo “transnatural de conocer la Causa primera”,


deseo que sobrepasa a las fuerzas puramente humanas. Esta aspiración

se vincula con la “fe”, la cual tiene dos efectos sobre el deseo:

“por una parte, hace nacer en el alma el deseo sobrenatural de este

objeto sobrenatural: el Dios de la fe visto en su esencia; por otra

parte, y por el solo hecho de que nos da la seguridad de que la

bienaventuranza es realmente alcanzable (seguridad que no solamente

la fe teologal, sino también una luz profética o la fe de los demonios

podrían darnos), ella determina nuestro deseo natural de felicidad

(queríamos la felicidad, y perfecta si ello era posible; queremos

ahora la felicidad, y no otra que la felicidad perfecta), y determina

también nuestro deseo natural (ahora hecho incondicional) de ese

objeto transnatural: el Dios que conocemos por sus efectos, el Dios

de la razón a conocer en su esencia” (pp. 132-133). Evidentemente

ambas influencias de la fe sobre el deseo están relacionadas: el

deseo natural de felicidad se enraiza en el objeto sobrenatural de

la fe, o sea, en Dios, aspiración última que se vuelve justamente

felicidad perfecta. Puede no darse la aspiración sobrenatural a

visualizar al Dios de la fe, pero permanece la aspiración natural a

alcanzar al Dios de la razón. Así pues, es claro que para este

filósofo francés el fin del hombre es sobrenatural, de suerte que la

visión de Dios es en lo que consiste la beatitudo. La filosofía, que

duda de esta posibilidad, recibe la respuesta de la teología, que

afirma la posibilidad de esta perfecta felicidad. Por tanto, se trata

de una certeza de fe y no de una certeza de razón.

85. La filosofía moral, con estos conocimientos, se cuestiona

cómo debe ser el comportamiento del hombre en relación a su fin


último. Pero Maritain se apresura en apuntar lo siguiente, que es

esencial: “No se trataría de buscar la manera como se comportan

prácticamente los hombres en sus acciones, sino más bien la manera

como resuelven en su espíritu el problema del fin último: lo que en

realidad piensan al respecto, más inconsciente que conscientemente;

lo que de hecho piensan en cuanto al fin último de su vida” (p. 135).

La acción sería, en este sentido, un signo de lo que en realidad

piensan los hombres en relación a su fin último. Observación, pues,

esencial, pues a partir de lo que los hombres hacen sería posible

determinar cuál es la concepción que poseen sobre el fin último de

sus vidas. Es lo que Maritain entiende por el anglicismo way of life;

de este way of life se desprende, pues es signo, la concepción sobre

el fin último. Desde el punto de vista psicológico, el hombre va

construyendo su vida, su plan de vida, en el seno de la temporalidad,

en la duración histórica. La vida individual, en este sentido, es un

todo, en el cual cada fase tiene su significado propio que alimenta

o contribuye a la totalidad. Cuando se cuestiona el individuo sobre

su vida, la ve como un todo, y se pregunta, existencialmente, sobre

su fin último; pero también sobre la finalidad de sus acciones más

significativas, para comprender si contribuyen o no a su finalidad

(algo análogo puede hallarse en filósofos más contemporáneos como

Ricoeur y MacIntyre). El hombre, en este estado, es consciente de su

finitud y de la importancia que sus acciones poseen para conducirlo

a su fin último. “Es así como el problema del fin último se hace

sensible –no ya de una manera teórica y filosófica, sino

experimental— a la consciencia humana” (p. 138).


86. Es cierto que, a pesar de que el Cristianismo ha imperado

en Occidente, la vida de acuerdo con el Evangelio no ha sido la norma

a seguir32. Sólo la siguen los santos, los que viven entregados a

esta vida evangélica. Los hay, ciertamente, y nadie puede negarlos;

pero aun en el seno de Occidente la vida lograda sigue siendo la

vida del “sabio pagano”, la vida lograda tal como la concebía el

propio Aristóteles. Es la felicidad que hemos llamado imperfecta

[nn. 81 y 83]. Pero Maritain tiene una opinión muy particular sobre

este asunto: “Por una curiosa paradoja histórica que se ha producido

en los siglos cristianos, se puede decir que el sabio gentil de

Aristóteles ha sido hecho realizable por el santo; la felicidad

natural de los gentiles ha sido hecha realizable por la gracia

sobrenatural. Me expreso en términos aproximativos que habría que

precisar más. El ideal del sabio pagano ha sido hecho realizable de

manera más o menos temblequeante y coja, pero realizable al fin, en

la cristiandad más que en el mundo pagano” (p. 141). La razón que

brinda de esto es que la fe cristiana ha venido a fortificar a la

razón, a la vida temporal; lo sobrenatural ha venido a alimentar lo

natural, sin reducirlo y mucho menos sin desaparecerlo. Esto es, lo

natural se ha visto fortalecido por la visión cristiana de la

32Es frecuente que se piense en la Edad Media como un monolito sólido en donde el
solo Cristianismo tiene cabida, en donde el culto al Dios que es Jesucristo era lo
único que se efectuaba en Europa. No es más que una caricatura de esta amplia etapa
de la historia occidental. En efecto, se piensa que el paganismo no tenía ningún
género de culto, tanto jurídica como fácticamente. Nada más falso, sin embargo. El
libro de Jules Michelet, el famoso historiador francés, intitulado La bruja. Una
biografía de mil años fundamentada en las actas judiciales de la Inquisición,
convence a cualquiera de que por las venas de Europa siempre ha corrido el paganismo.
A su luz, es innegable el matrimonio entre Cristianismo y paganismo en la Edad
Media, y ciertamente en lo que sigue. Libro, por otra parte, muy criticable, pero
en lo que respecta a tal argumento, certerísimo.
realidad, y por ello el sabio pagano ha venido a ser realizado en

el seno de Occidente.

87. Pero lo anterior no significa que haya sido destroncado del

todo lo sobrenatural, de suerte que se ha tratado de servir, como

diría la Escritura, a dos señores, a saber, a lo natural y a lo

sobrenatural. En realidad lo que sucede es que los ideales pagano y

cristiano, en definitiva, se encuentran entremezclados en la

civilización occidental. Uno ha venido a alimentar al otro, en

especial el ideal cristiano al pagano. “Sea esto como fuere, lo que

puede observarse desde un punto de vista sociológico es que el ideal

propiamente cristiano, suspendido del fin último sobrenatural, ha

seguido siendo durante mucho tiempo en el cielo de la estratósfera

de la cultura –aun en poblaciones que vivían una vida más o menos

pagana y suscribían una filosofía de la vida más naturalista que

cristiana—, la clave de la escala de valores reconocida por la

civilización occidental” (p. 143). De ahí concluye que “es porque el

Cristianismo propone un ideal sobrehumano tal que, de hecho, la

mayoría es demasiado débil para ordenarse plenamente a él, es por

eso que el Cristianismo estimula y eleva la civilización de manera

que torna más humana y menos mala en su término medio la vida moral

de esa misma mayoría, a condición que el nivel de la fe permanezca

suficientemente elevado en las comunidades consideradas” (p. 143).

La civilización occidental, aunque en su interior se encuentren

lacras morales de todo cuño, es capaz de esforzarse por buscar el

mayor bien, pues lo que propone precisamente el Cristianismo es la

búsqueda del bien mayor, esto es, su preferencia sobre el bien


inferior, el cual, por cierto, no se desecha, sino que se posterga

simplemente.
§ 7. Libertad, norma moral y fin último

88. Existe el problema de la “dialectique immanente” o

dinamismo del primer acto de libertad, que es el que se formula al

dilucidar la relación entre la voluntad del bien honesto y el amor

al Bien subsistente, a propósito justamente del fin último33. “La

elección del verdadero fin de la vida humana está envuelta o

encarnada en un acto radical de libertad, que va a regir la actividad

moral mientras ese acto no sea revocado; está envuelta en un

compromiso por el cual nuestra personalidad se ordena a aquello que

es bien en sí, en otras palabras al bien honesto” (pp. 147-148). Así

se explica que quien elige ser bueno busca hacer actos buenos. Pero

también puede darse, de manera radical, la elección contraria, o

sea, hay quien de inicio busca hacer el mal y, por tanto, efectuar

actos malos morales. Se trata, en definitiva, de una elección

radical, un acto que define la vía moral de un individuo sea tanto

a la bondad como a la maldad (malicia). Recordando al mitológico

héroe, Maritain propone una “elección de Hércules” en la cual cada

individuo se decanta o por el vicio o por la virtud. Esta elección

se aprecia ya en el niño que, por vez primera, tiene uso de razón

con consciencia, al menos in actu exercito. “Consideremos al niño

que por primera vez delibera acerca de sí mismo. Vive una cuestión

33 Cf. De Finance, Joseph, “La filosofía della libertà in Maritain”, en: AA.VV.,
Jacques Maritain, Cinque Lune, Roma, 1958, pp. 141-175. La palabra libertad no es
anarquía, sino plena autonomía de decisión, posibilidad concreta para instalarse
en la verdad; por tanto, toda coartación de la libertad es una ofensa a la verdad,
pues la instancia primaria de toda realidad es la libertad para ser lo que se debe
y puede ser, Cf. Zappone, Giuseppe, L´ultimo Maritain, Nuova Cultura, Napoli, 1969,
pp. 87ss.
crucial, solemne; no se la plantea en términos explícitos, la vive.

Esa cuestión se le ofrece bajo la más simple de las formas, envuelta

en alguna elección que ha de hacer y cuyo objeto puede ser en sí

mismo de una importancia muy secundaria, pero esa elección, que puede

sobrevenir a propósito de una nadería, tiene una importancia capital

para el niño en cuestión, para el niño que, a través de ella, emerge

a la vida moral” (p. 149). Así pues, en este acto, que el niño puede

olvidar, pues puede tener por materia algo insignificante,

compromete al hombre ya de inicio hacia el bien o hacia el mal moral;

se decanta, decíamos, por el vicio o la virtud moral, y esta decisión

inicial es tan radical e importante que lleva por un sendero o por

el otro, lo cual no significa que, eventualmente, y a la postre,

pueda elegir nuevamente por el bien o el mal moral, como sucede en

las grandes transformaciones de las personalidades humanas.

89. ¿Qué implicaciones tiene semejante acto? La primera

implicación es que se conoce el bien y el mal moral; se aprecia que

hay algo que vale por sí (bonum honestum) y lo que es su contrario.

Sabe que el bien ha de hacerse y el mal evitarse. La segunda

implicación es el valor que impregna al acto y objeto moral, más

allá de su existencia empírica. Es decir, se trata del deber de hacer

algo. Dice Maritain, a propósito de esta implicación, que se trata

de “un orden que existe en el espíritu como visto o conocido por el

espíritu; digamos un orden ideal con el cual deben conformarse

nuestras acciones y que depende de nuestro mismo ser, de lo que somos

en nuestra esencia y de lo que las finalidades de nuestras diversas

formas de comportamiento son en su esencia” (p. 151). Se trata,


entonces, de un orden ideal, o sea, de ideas, que permiten normar el

actuar, que es ya empírico en su resultado. Así pues, esta segunda

implicación se refiere a la norma moral que indica lo que es bueno

y malo; es una norma que, al trascender lo empírico, es natural en

el sentido de que la naturaleza humana la percibe y es capaz de

obedecerla o no. La tercera implicación consiste en la trascendencia

empírica de tal norma, pues se trata de una norma a la cual debe

ajustarse el acto externo, que es empírico. Esta trascendencia pone

de manifiesto la existencia de un Bien subsistente, que es

precisamente el origen de tal ley natural. Siendo así, al

comprometerse uno mismo con la norma moral, se compromete en el mismo

acto con el Bien subsistente, que se vuelve mi propio bien. Por

tanto, la decisión inicial implica un compromiso no nada más con la

norma moral, o ley natural, sino con el Bien absoluto o subsistente.

“Pero desde el comienzo, el mismo acto tiende, más allá de su objeto

inmediato, a Dios como Bien separado en el cual, lo sepa o no, el

agente moral hace consistir su fin último. En el dinamismo que

describo, esta ordenación a Dios como Fin último de la vida humana

no es una ordenación solamente virtual, es una ordenación actual, si

bien no expresada conceptualmente, una ordenación formalmente vivida

de hecho (in actu exercito)” (p. 152)34.

90. Ahora bien, mientras que el fin evidentemente está en la

línea de la causalidad final, la norma, que es el ideal al cual se

ajustan las acciones morales, lo está en la línea de la causalidad

34 De aquí este autor desprende algunas consecuencias teológicas, concretamente


sobre la gracia santificante que se hallaría en el primer acto de libertad, que no
concierne estudiar a la ética, aunque sí es menester tenerlas presentes.
formal. Igualmente, el valor está en la línea de la causalidad formal

intrínseca, en cuanto determina moralmente a la voluntad. En este

sentido cabe cuestionar: ¿qué hace que un acto moral sea moralmente

bueno? Una acción es buena si está en consonancia con la recta

dirección que el intelecto práctico busca; pero esta consonancia

exige algo extrínseco al acto mismo, que es precisamente una

normatividad. Por tanto, un acto es moralmente bueno o malo

intrínsecamente si se ajusta o no a esta norma o forma extrínseca.

En otros términos, para Maritain un acto “es bueno cuando es conforme

a la razón. El intelecto es el lugar propio de la causalidad formal.

Es una cierta forma racional o intelectual la que constituye esta

norma o causa formal extrínseca en virtud de la cual un acto moral

es intrínsecamente bueno” (p. 158). Norma, en este caso, es una

suerte de “modelo”, “matriz” o, mejor, “medida”. Un acto está

conforme o se ajusta o no a un modelo o medida. Así, un acto es

moralmente bueno si se ajusta a la medida, que es lo que se llama

norma moral. No puede haber modo de saber si un acto es bueno o no

moralmente si no es través de una medida, justamente, o sea, si no

se toma como criterio una norma moral. Se trata, al menos en este

sentido primario, de una “norma-piloto”, en cuanto es regla o guía

del actuar moral (Maritain busca distinguir esta norma-piloto de la

norma-precepto) [n. 92].

91. Ahora bien, el filósofo francés se cuestiona si un acto de

voluntad, o en general el acto de cualquier facultad humana, puede

ser su propia regla o medida. Esta cuestión, que a simple vista

parecería ingenua, es en realidad profundísima, pues divide a las


escuelas morales de inicio en subjetivistas y objetivistas. La

escuela subjetivista responde afirmativamente a dicha cuestión, o

sea, afirma que la voluntad se norma a sí misma en su propio obrar,

de suerte que la voluntad es la que manda y es mandada al mismo

tiempo. La escuela objetivista, por el contrario, responde

negativamente, pues “ningún acto puede ser su propia regla a menos

que sea el mismo Acto puro, en el cual el acto de intelección es la

Verdad misma, el acto de voluntad el Bien mismo subsistente, y en el

cual la Voluntad es idéntica en realidad al Intelecto, a la

Sabiduría, a la Esencia increada. Dios es el único ser cuya actividad

es absoluta y estrictamente idéntica a su norma. En cualquier otro

existente, hay una distinción real entre la operación y el poder

activo por un lado, y por el otro lado la norma, la medida, la regla

(en el sentido de regla material o forma que guía) de esa operación

o de ese poder activo” (p. 159). Una cosa es la mano del obrero que

debe trazar una línea y otra la regla que le permite trazarla

adecuadamente; una cosa es la visión que busca plasmar el pintor y

otra los trazos que efectúa para llevar a cabo su obra. Así, la

falibilidad en toda criatura es patente; hasta el ángel potest

peccare. Sólo a través de la gracia es posible sostener la

infalibilidad, en cuanto Dios hace partícipes de su Infalibilidad

infinita a algunos para que no yerren. Es el caso, se dice en

teología, de los bienaventurados. Empero, y esto es importante no

perderlo de vista, toda criatura, in sua natura consideratur, es

pecable, falible; toda criatura puede errar, incluidas las

inteligencias separadas.
92. Ahora bien, según este autor el concepto de norma no es

equivalente al de ley (precepto o mandamiento). Una cosa es la

disposición, podría decirse, y otra el mandamiento. La norma

equivaldría, metafóricamente, al diapasón para afinar instrumentos,

o a la mira del fusil; por ello equivale a algo análogo a lo que

permite pilotear. El resultado, o sea, la ejecución correcta de la

melodía, o acercar al objetivo al disparar, son la consecuencia de

la norma. Por ello dice Maritain que “la obligación es un resultado

en nosotros, una consecuencia del valor del acto […] Así, la norma

como que impone obligación, como mandamiento, la norma-precepto,

deriva de la norma como simple medida o matriz, de la norma-piloto”

(p. 166). Pero son dos esencias distintas la norma-piloto y la norma-

obligación. Se confunden, es cierto, pero filosóficamente deben

distinguirse. En este sentido, un acto es bueno cuando se conforma

con la norma-piloto; pero esta norma-piloto proviene de la razón. En

consecuencia, un acto es bueno moralmente cuando se conforma a la

razón. En la historia de la ética se ha gestado el problema de si

la moralidad proviene de la conformidad del acto con la razón o se

debe a la libertad de la cual emana el acto. Según el filósofo

parisino, Duns Escoto piensa que la libertad tiene una importancia

más formal que la conformidad con la razón. En otros términos, Escoto

propone que la libertad interior es de donde brota la moralidad.

“¿Acaso esta vitalidad interior de la libertad no interesa a la

moralidad de manera más profunda que la razón, que parece menos

personal, algo externo, porque se refiere a objetos y a una ley, que

no es mi propio yo?” (p. 167). Véase con qué patetismo plantea la


cuestión Maritain. No es, pues, una pregunta baladí, pues se pregunta

si la moralidad proviene de la libre espontaneidad (y también el

libre arbitrio) del sujeto, o bien ésta proviene del objeto. Es la

pugna, muy luterana, piensa el parisino, entre el autonomismo y el

heteronomismo. “Cuanto más grande es esta autonomía, más libremente

mi subjetividad despliega su vitalidad, --y más moral, noble y puro

es el acto moral, porque entonces expreso más pura y plenamente mi

personalidad, y las profundidades incomunicables de mi conciencia”

(pp. 167-168). Esta tesis filosófica que afirma la primacía de la

libertad ha llevado al voluntarismo, a la autonomía absoluta de la

voluntad noumenal, a la afirmación de uno mismo de Rousseau, y que

en la ética contemporánea tuvo gran cabida con las posturas de

Sartre, por ejemplo, hasta algunas posmodernas. La libertad, para

ellos, es el elemento formal de la moralidad.

93. El tomismo afirma, por el contrario, que ni la libertad

espontánea, ni la libertad de elección o libre arbitrio, constituyen

la forma de la moralidad. Porque, ¿cómo justificar moralmente, por

ejemplo, la mentira, si simplemente decido hacerla? ¿Da lo mismo

mentir o no? La libertad, más bien, supone la moralidad, y por tanto

no la constituye, no la formaliza. La libertad es, en este sentido,

el fruto de la moralidad. La libertad aspira a ser la causa material

de la moralidad, no la causa formal. “Toda esa vitalidad de la

subjetividad, y esos grados de profundidad del acto libre, esa

integración más o menos perfecta del acto libre a la personalidad

toda entera, tiene una importancia capital, pero como materia de la

moralidad” (p. 169). La libertad es materia de la moralidad porque


sólo los actos que provienen de ella (espontáneos o de libre

elección) pueden justificarse moralmente, así como la materia del

escultor es la única que puede ser moldeada por el artista. Por

tanto, lo que constituye a la moralidad, es decir, lo que da la forma

de la moral, es la razón.

94. En consonancia con lo anterior, Maritain aborda la

naturaleza de lo que llama “norma-precepto”, que es equivalente a la

noción de “ley”, de “ley moral”. Como se dijo, es una consecuencia

o es segundo en relación a la norma-piloto. “Puesto que la regla es

una condición necesaria para que el acto sea bueno, síguese de ahí

que la regla impone un precepto que debe ser obedecido, un precepto

al cual estoy obligado a obedecer” (p. 169). Generalmente se le toma

como el primer sentido, piensa Maritain, y esto debido a la

educación, a la sociedad y a la religión. El Cristianismo, en cierto

modo, ha contribuido a este movimiento, pues en el pensamiento judeo-

cristiano el concepto de ley adquiere primacía para la generalidad.

Los griegos, en cambio, parecen acercarse más al concepto de norma-

piloto, esto es, a la idea de la norma como guía, de suerte que la

idea de una norma-precepto, sobre todo divina, era menos marcada

para ellos. “Esta puesta en evidencia de la norma en el sentido de

norma-precepto, de norma-imperativo, resulta en gran parte de

factores extrafilosóficos, ya sea de orden social, ya de orden

religioso” (p. 170). De todas maneras, la idea de norma-precepto, en

la moral natural, ya juega un papel primordial, pues el precepto

original de la sindéresis así se formula (es un precepto hacer el


bien y evitar el mal, y parece ser el imperativo fundamental35). La

norma como precepto, además de ser formal, pertenece a la causalidad

eficiente, pues manda imperativamente hacer el bien y evitar el mal.

A diferencia de la norma-piloto, que es puramente formal, la norma-

precepto es también eficiente, pues comunica, por decirlo así, un

cierto impulso al sujeto. En las normas morales que tienen este

carácter imperativo, se logra descubrir esta doble causalidad tanto

formal como eficiente.

95. Sin embargo, también hay que distinguir la “norma-

coerción”, debido al condición existencial del hombre, y que se

relaciona con la “caída” que revelan ciertas religiones. Para

distinguir este nuevo sentido de la norma, hay que recurrir

nuevamente a la teología. “En razón del hecho de que el hombre es

malo, la norma o el precepto implica una tercera connotación, la de

la coerción. Entonces, la ley aparece como un adversario poderoso,

aplastante, -que aplasta los obstáculos que se oponen al bien,

demuele las resistencias de nuestra voluntad naturalmente inclinada

al mal, a pesar de la tendencia radical aun más profunda de nuestra

naturaleza hacia el bien” (p. 172). Así pues, la maldad es

fuertemente prohibida por la norma-precepto, de suerte que aparece

además como una coerción, como una obstaculización. En este sentido,

la norma coarta, condena. En la moral natural este tercer sentido de

la norma no aparece; sólo quedan los dos primeros sentidos. Empero,

con todo, este sentido de coerción se manifiesta en las sociedades,

35Cf. Buganza, Jacob, Un imperativo ético hermenéutico-analógico, Universidad Santo


Tomás, Bogotá, 2012, 209pp.
por lo cual los sociólogos suelen considerar también bajo este crisol

a la norma, especialmente a la moral; incluso llegan a sostener que

es la acepción de norma más fundamental, cuando en realidad es la

más remota de todas, pues la primaria es, como dijimos, la norma-

piloto. En efecto, “lo que en la noción de norma llama en primer

lugar la atención no ya del filósofo con su análisis inteligible,

sino de la conciencia común con su experiencia existencial, es ante

todo la coerción, y en segundo lugar el precepto, y en tercer lugar

la medida, siendo así que esta última connotación es en sí misma la

primera y la más profunda” (p. 174).

96. Por último, Maritain menciona lo que la tradición ética

llama “norma universal” y “norma individual”, y que se refiere al

problema de la universalidad de la norma. Contrariamente a lo que

piensa Kant, la universalidad no es esencial a la norma. Más bien la

universalidad es una consecuencia de la racionalidad de la norma. La

norma ante todo debe individualizarse, debe hacerse individual

mediante un movimiento prudencial que permita la consecución de los

fines personales del sujeto. Incluso hay casos en que la norma

universal no vale para el sujeto, de suerte que este último, movido

por una norma individual, suspende el acto moral, como es el caso

que muy bien relata Kierkegaard con Abraham. “El problema filosófico

consiste en saber si no debemos esperar, cuando la vida moral de un

hombre se torna profunda e integrada, que en determinados momentos

se encuentre frente a situaciones análogas –salvando la debida

proporción a esas que acabo de hacer alusión, y tenga que asumir

riesgos al conformarse a la norma universal de una manera que sólo


es buena en razón del contexto singular de las circunstancias

exteriores o interiores en que su acto de elección está inserto, y

supuesta la rigurosa rectitud de su voluntad, y la presencia en él

de virtudes firmes y auténticas, lo cual será siempre un misterio

aun para él mismo” (pp. 174-175). Con esta indicación, Maritain

concluye la Sexta lección y se dirige al estudio de la obligación

moral, que tiene sus particularidades muy definidas.


§ 8. La obligación moral

97. Para abordar el tema de la obligación moral o deber,

Maritain parte de la idea comúnmente aceptada que indica que deber

y derecho son correlativos. En efecto, se suele considerar que no

hay derecho sin que haya deber en otra persona. Pero, ¿no hay deber

sin que haya derecho en otra persona? Sobre este tema las opiniones

se dividen, y al parecer del filósofo que seguimos si se toma el

término “derecho” en un sentido muy estricto, hay obligaciones a las

que no corresponde un derecho. Para dar cuenta de su tesis, analiza

algunos argumentos. Por ejemplo, se dice que Jack Ketch puede tener

el deber, por ser verdugo, de colgar a Jonathan Wild, lo cual no

quiere decir que este último reclame el derecho a ser colgado. “Por

tanto, hay ahí un deber en uno de ellos, que no corresponde a un

derecho en el otro. El argumento –dice Maritain— no vale nada. Pues

está claro que, en semejante caso, el derecho que corresponde a la

obligación de Jack Ketch no es el de Jonathan Wild a ser colgado,

sino el derecho del grupo social a ser protegido contra este último,

y a poner en vigor las decisiones de la justicia” (p. 178). Otro

argumento se toma del incesto, pues se cuestiona qué derecho se viola

en tal caso. Para profundizar en este asunto, recurre a las

investigaciones de algunos sociólogos y etnólogos que explican la

prohibición del incesto y la ley de la exogamia que se le relaciona.

Unos piensan que un macho (digamos, el macho alfa) ha dominado al

grupo primitivo, de suerte que se apropia de la totalidad de las

féminas y expulsa a cualquier varón que pudiera ser rival en dado


caso. Otros más piensan que capturar mujeres era una práctica que

proporcionaba estatus. Otros sugieren que los hombres primitivos

cayeron en la cuenta de que los engendros que provienen de relaciones

entre parientes resultan contraproducentes, y reglamentaron el

matrimonio eugenésico. “Todos estos autores olvidaban el hecho muy

simple de que los primitivos son hombres, y usan a su manera de la

razón natural. Admitamos la existencia en ellos de una idea humana,

de una concepción de la razón, así sea en un estado todo impregnado

de sueño en vigilia y todo lo irracional que se quiera. Entonces, lo

que en vano trataban de explicar desde fuera adquirirá naturalmente

un sentido inteligible” (p. 180). ¿Cuál es este sentido inteligible

que se sigue de esta suposición? Según Maritain, que usa un tanto su

imaginación para explicar su tesis (y en lo cual cae en lo que quiere

criticar sobre los otros autores, por cierto), si los primitivos

permitieran las relaciones incestuosas, hubieran destruido la unidad

familiar, pues habrían fundado una familia al interior de la familia,

lo cual corrompe dicha unidad. Por tanto, el origen de la prohibición

del incesto no es, según esta teoría, ni la preeminencia del macho

alfa, ni la captura de mujeres, ni que se pensara en la eugenesia,

sino una idea moral, que prohíbe relacionarse sexualmente con los

miembros de la propia familia (de la familia nuclear, ciertamente,

aunque Maritain pondría en duda esta misma tesis, pues las sociedades

primitivas, dice él recurriendo a Ruth Benedict, consideran por

familia a todo el clan). Si se admite esta teoría, “de ella resultará

inmediatamente la ley de la exogamia, que no admite el matrimonio

sino con mujeres pertenecientes a otros clanes” (pp. 181-182). Y


sobre el punto continúa, un tanto siguiendo las huellas de Lévi-

Strauss, “la ley en cuestión puede adquirir un valor más positivo

que negativo, y presentarse al espíritu primitivo como una

obligación, para la agresividad del eros, de tener que dirigirse a

lo otro, más aun que como una prohibición de dirigirse a lo mismo”

(p. 182).

98. Por tanto, la obligación tiene su fundamento en la razón,

en la racionalidad, aunque sea ésta de corte primitivo o, como suele

decirse en la escuela francesa, en su uso “vitalista y mágico”, o

mejor bajo el “régimen nocturno de la imaginación”. La prohibición

del incesto y la ley que manda relaciones exogámicas son, para

Maritain, la socialización de un principio que racionalmente es

recto. “No es sorprendente que un principio, un esquema radical,

realmente justo en sí mismo, pueda en la aplicación dar lugar a una

regla de conducta irracional bajo otros aspectos, exagerada en las

restricciones que supone o en la extensión que ella se atribuye,

sobre todo cuando está insertada en el contexto legal de una cultura

pre-adulta o de sujeción al cosmos” (pp. 183-184), terminología que

sirve para distinguir entre un régimen nocturno y otro solar, en

donde la razón resplandece con mayor fuerza. No quiere decir esto

que en la civilización occidental actual no se retuerza una idea

moral que, en sí misma, es recta. Todo lo contrario, pues es posible

visualizar que la moralidad, como regla de la razón en los pueblos

primitivos llega a ser más estricta, más dura, en ellos que en los

pueblos más “civilizados” o “evolucionados”. Por ello, ya desde los

pueblos primitivos se logra apreciar, con cierta claridad, el


sentimiento de rechazo al incesto, que hoy en día suele estar más

interiorizado gracias a la socialización de este sentimiento, sea a

través de la educación, de la sociedad, etcétera. El incesto tiene

un origen social, ciertamente, pero que está fundado moralmente “y

que supone una apreciación de la razón conforme a exigencias

profundas de la realidad humana” (p. 185). Esta teoría general puede

aplicarse a otras reglas de conducta morales, piensa este autor;

esta teoría pone de manifiesto cómo la razón, desde las épocas

“nocturnas”, va conquistando terrenos morales que hoy en día están

ampliamente interiorizados y socializados.

99. Para mostrar que hay obligaciones sin derechos que les

correspondan, Maritain argumenta retomando el tema de los deberes en

relación a los animales, hoy, por cierto, tan revitalizados. Empero,

Maritain no sigue las hormas contemporáneas de Singer, por ejemplo,

y otros ecologistas. Más bien, los deberes que se tienen hacia los

animales son una clase de deberes hacia los seres humanos, porque en

realidad toda la moral, diríamos, reposa en la persona, o sea, tiene

en la persona su inicio y término. La crueldad hacia los animales en

realidad lo que hace es promover sentimientos negativos hacia la

vida, y también insensibilidad ante el sufrimiento, no sólo de los

animales en general, sino en especial hacia los hombres. Existe,

pues, el deber de no maltratarlos, o no matarlos sin necesidad justa.

Esto no quiere decir que no haya deberes hacia los animales per se;

sucede más bien que no hay en ellos derechos, por la simple razón

de que los animales no son agentes morales, o sea, personas (aunque

en el pasado se les haya considerado así, por cierto). “La teoría de


la correlación absoluta de los derechos y de los deberes llega aquí

a un punto muerto. Si los animales tuviesen derechos, habría que

decir también que tienen deberes, cosa que nadie sostiene” (pp. 186-

187). Hay, admite el filósofo francés, un esbozo de derechos, así

como hay un esbozo de inteligencia, lo cual hay que admitir como el

fundamento de los derechos, por cierto. Mas los deberes hacia ellos

son no sólo esbozos, sino verdaderos deberes. “¿Cuál es el fundamento

de tales deberes? El respeto por la vida, por el ser, la piedad

natural, el sentido de la solidaridad cósmica, tan desarrollado en

la India” (p. 187).

100. El otro argumento proviene de lo que suele llamarse “deber

de caridad”, que son una clase distinta a los “deberes de justicia”,

clásicamente distinguidos. En efecto, en ética se han distinguido

tradicionalmente los deberes de justicia, que serían los básicos, y

los deberes de caridad, que también suelen llamarse de

“benevolencia”. Pero no son supererogatorias, se apresura en apuntar

Maritain, aunque resulta un tanto contradictorio, pues llega a

calificar estos deberes como de “superabundancia” o “don”. La

descripción de lo que entiende por estos deberes de caridad se halla

en este fragmento: “No son menos deberes y obligaciones que las

demás, pero ellas no suponen en las personas individuales hacia las

cuales se ejercen ningún derecho estricto correspondiente. Tal

enfermo que se cruza en mi camino tiene derecho a mi compasión (lo

cual quiere decir simplemente que la ‘merece’, que es ‘digno’ de

ella porque es desdichado). Pero no posee un derecho a esto o aquello

que yo estaría obligado en justicia (ante mi conciencia en primer


lugar, y eventualmente ante la ley, o en el orden jurídico) a no

rehusarme. Mi deber para con él no corresponde a un derecho en él,

en el sentido en que discutimos este término” (pp. 187-188). Así

pues, estos actos de caridad sí están mediados por una suerte de

ley, que podría denominarse de “superabundancia” (de ahí la extrañeza

de no llamarlos “supererogatorios”), o sea, de generosidad, de

benevolencia, como se dijo. Así, por ejemplo, en el comercio, es

patente ver que hay deberes de justicia, que vendrían a ser una

suerte de mínimos, pero ¿no hay además algo que va más allá de la

sola justicia en dichos actos comerciales? ¿No hay, en este sentido,

algo que sobreabunde a la justicia y que pueda ser denominado

“benévolo”? Los actos de benevolencia o caridad ciertamente no son

actos mandados, pero sí permitidos y, sobre todo, de un alto valor

moral. Por tanto, hay obligaciones, al menos también las

superabundantes, que no están fundadas en derechos.

101. De lo anterior se desprende que el deber o la obligación

no es, ante todo, el deber ante un derecho que posea alguien más,

sino “que es pura y simplemente deber hacia el bien, hacia lo que

es bueno, y sobre todo deber de evitar lo que está mal. En este

primer estadio, no estamos todavía en presencia de la noción de

derecho” (p. 189). El deber se expresa, pues, como obligación a hacer

el bien y evitar el mal, como dicta el primer principio de la razón

práctica [nn. 62 y 94]. En este sentido, la primera expresión del

deber es la sindéresis. En un segundo término, o en una segunda

expresión si se quiere, el deber se relaciona con un derecho, con

una posesión, cuyo fundamento, en último análisis, reside en que


sería “malo” no “reconocer” tal derecho. Por tanto, y aunque Maritain

no logre apresarlo, la obligación en esencia, esto es, la essentia

obligationis no es otra que el reconocimiento de lo que son los seres

para actuar en consecuencia con tales esencias.

102. Ahora bien, corresponde reflexionar sobre la obligación

moral, que en cierto modo viene a concretar la idea de obligación ya

descrita (y esto debido a que la razón práctica es más amplia que

la sola razón moral, diríamos nosotros36). La obligación moral tiene

su importancia, y ha sido generalmente destacada por los filósofos

morales. Se trata de un tipo de obligación muy sui generis pues, a

nuestro parecer, viene a cualificar al hombre qua hombre. Maritain

apunta que la obligación moral tiene algunos elementos muy

destacables, a saber, en primer término que implica la “libertad”

para obrar y decidir sobre uno mismo, en el sentido de

autodeterminarse a la obligación moral, pues ésta se puede llevar a

cabo o no, como cualquier otra obligación. Pero junto a esta libertad

está unida una coerción, una coerción interna, que es una suerte de

“liga” o “lazo” que se vincula a la libertad de modo indestructible.

“Se trata de una coerción ejercida por el intelecto sobre el libre

arbitrio. El sentimiento de obligación es el sentimiento de estar

ligado por el bien que veo” (p. 190). La recta ratio, en este sentido,

al captar o visualizar un deber moral, liga y, en este mismo sentido,

ob-liga al libre arbitrio a determinarse de una manera. Llevar a

36 La razón práctica, a diferencia de la razón teórica, que tiene por objeto lo


necesario, se dirige a lo contingente, e incluso a lo verosímil. La razón práctica
se refiere a los medios que le permiten alcanzar los fines que vislumbra la razón
teórica, Cf. Sellés, Juan Fernando, art. cit., p. 250.
cabo esta obligación cualifica, por tanto, al uso del arbitrio y, en

consecuencia, a la voluntad misma, como buena; no llevar a cabo esta

obligación, cualifica a la voluntad como mala. Y como el culmen del

hombre, en cuanto a su actividad, reside en la voluntad (en la libre

voluntad), entonces esta cualificación viene a cualificar al hombre

mismo. Por ello es que se dice, con razón, que el bien moral, que

se deriva precisamente del cumplimiento de la obligación moral, hace

al hombre absoluta, simple y puramente bueno; no efectuar la

obligación moral conlleva al mal moral y, por tanto, a que el agente

sea absoluta, simple y puramente malo.

103. Según esta tradición nadie quiere ser moralmente malo.

Nadie quiere, en efecto, ser absoluta, simple y puramente malo. Esta

aserción, según Maritain, tiene dos maneras muy diferentes de

entenderse. La primera es en el plano especulativo-práctico: el acto

con el cual se viola la obligación moral es visto como un mal; la

conciencia moral, en este sentido, se “siente”, por decirlo así,

ligada a su cumplimiento. La segunda es en el plano práctico-

práctico: es posible que, aunque se vea como moralmente mala a una

acción que viola una obligación moral, se le visualiza como buena

bajo otros aspectos (es lo que ya desde Aristóteles se conoce como

“bien aparente”). “Pero aun en este plano, cuando elijo lo que

conozco como moralmente malo, mi querer natural de ser bueno se

encuentra contradicho: no puedo hacer este acto sin ser malo, y no

puedo querer ser malo. Imposible por tanto escapar a la presión de

la obligación moral, como no sea cesando libremente de ver en el

instante mismo de la elección práctica. Apartando mis ojos, no


considerando en ese momento decisivo que el acto en cuestión es

moralmente malo” (p. 192). Así pues, según esta teoría nadie puede

querer ser moralmente malo per se; se es malo moralmente por otras

cuestiones, a saber, por la apariencia del bien, por el bien bajo

otro aspecto. No puede tenderse, en consecuencia, al mal en cuanto

mal. Se hace el mal “apartando la mirada” de la norma moral que

obliga al agente a llevar a cabo un bien moral, un bien que le

redunda en cuanto tal. Sólo así, según el tomismo, puede explicarse

que el mal moral se efectúe: poniendo entre paréntesis a la norma

que obliga moralmente. La voluntad, así, hace el mal moral al no

hacer prevalecer la norma moral que la obliga absolutamente. Por

tanto, es la voluntad la que, actuando de una u otra manera,

cualifica al hombre en tanto que hombre, y esta cualificación es

justamente moral.

104. Ahora bien, de acuerdo con esto la obligación moral se

relaciona precisamente al valor. Para fundamentar esto, Maritain

recurre a la sindéresis, que, como se ha dicho, afirma que el bien

ha de hacerse y el mal evitarse. Se trata, evidentemente, de un

principio de orden intelectual en sí mismo, pero que hace partícipe

a la voluntad, pues ésta, en virtud de su propia libertad, es capaz

de seguir o no este principio. Por ello es considerado un principio

de orden práctico, pues está ciertamente dirigido a la acción. Por

lo mismo adquiere forma imperativa, pues que el bien deba hacerse y

el mal evitarse equivale en esencia a decir “tú debes hacer el bien”

y “tú debes evitar el mal”, en lo cual la voluntad tiene un papel

preponderante. No cabe duda de que se trata de un imperativo, y más


específicamente de un imperativo moral, pues su violación conlleva

la destrucción de uno mismo en cuanto a lo más esencial, esto es,

en cuanto a su aspecto moral, pues más allá de todas las

determinaciones prácticas no-morales de acuerdo con las cuales nos

determinamos, como ser un buen pintor, un buen escultor, un buen

escritor, etcétera, todos los entes inteligentes estamos llamados a

perfeccionarnos moralmente. Este principio práctico promueve el bien

moral, el bien de la voluntad, el bien de uno mismo, y busca evitar

el mal moral, el mal de la voluntad, el mal de uno mismo. Y es que

el fin último, que en el campo moral equivale al bien moral, es lo

que conduce a la realización del hombre en cuanto hombre, pues “el

hombre amando y buscando el bien se hace bueno”37. Por tanto la

obligación moral (que se expresa en este imperativo de la sindéresis)

está fundada en el valor moral, que consiste en la cualidad que hace

que una acción humana sea intrínsecamente buena, esto es, atractiva

por su propia bondad y no por alguna otra cosa [n. 22].

105. ¿Qué naturaleza tiene, pues, el principio de la

sindéresis? El filósofo parisino trae a colación la clasificación de

Kant que divide las proposiciones necesarias en “analíticas” y

“sintéticas a priori”. Recuerda que las primeras son tautológicas,

pues el predicado se halla contenido en el sujeto, de suerte que no

interesan científicamente dado que el concepto mismo encierra todo

lo que puede saberse; las segundas, en cambio, dicen algo nuevo sobre

el sujeto que no se halla contendido en sí mismo, es decir, el

predicado expresa algo que efectivamente es necesario al sujeto,

37 Cf. Arrieta, Santiago, art. cit., p. 42.


pero que no aparece a simple vista. Es el caso, piensa Maritain, del

principio de causalidad, que dice “todo lo que es contingente es

causado”. “Causado” no se halla expresamente en “lo contingente”.

Mas afirma que la verdadera clasificación no es la kantiana. Parte

de la evidencia con la cual están constituidos los principios, esto

es, los principios son por definición per se notae. Pero las

proposiciones per se notae son unas “inclusivas” (per se primo modo),

y las otras “supositivas” (per se secundo modo). Las que llama per

se primo modo poseen “formalmente” el predicado en el sujeto, como

en las proposiciones “lo que existe, existe” o “todo ser es lo que

es”. No son proposiciones tautológicas, “pues como toda proposición

afirma la identidad in re de dos términos nocionalmente distintos,

pero son radicalmente insuficientes para edificar el conocimiento”

(p. 196). Las que llama per se secundo modo poseen “materialmente”

el predicado en el sujeto, esto es, el predicado tiene al sujeto

como un sujeto propio y necesario, como en la afirmación que dice

“toda nariz es roma o no-roma”, “todo número entero es par o impar”,

“todo ser contingente es causado”. Según Maritain, la sindéresis

pertenece a este segundo grupo de proposiciones evidentes:

Bajo una forma preliminar (metafísica, no moral):

predicado: aquello cuya efectuación en la existencia es

requerible, lo que es “apto para la existencia”, como se

dice “apto para el servicio”.

sujeto propio: lo que es bueno, lo que es de naturaleza

tal que colma el deseo.


Bajo su forma propia (moral):

predicado: aquello cuya posición (de “poner en la

existencia”) es requerible, lo que es “bueno para el

obrar”.

sujeto propio: aquello moralmente bueno, lo que hace bueno

al agente libre (p. 197).

106. La obligación moral no es, en este sentido, totalmente a

priori. Posee materialidad, “se resuelve en lo ontológico”. No es,

por tanto, formal puramente; la materialidad la obtiene por el valor

mismo. Lo que es obligatorio moralmente lo es por el objeto al cual

se refiere esa obligación, por el valor al cual apunta. “La

obligación moral se refiere esencialmente a la estructura de la

naturaleza humana y a la función práctica de la razón, al hecho de

que el hombre esté dotado de razón, y que la razón tenga la idea del

bien y del mal, y ordene cumplir lo que es bueno y evitar lo que es

malo, vale decir, obrar en conformidad con la razón misma” (p. 198).

Es la razón misma la que da o brinda este imperativo de obrar conforme

a ella, de actuar de acuerdo con la recta ratio, y la recta razón

es precisamente la razón que se ha dejado informar por el ente en

cuestión, por el valor al cual se refiere la obligación moral38. Es

38Véase esta importante doctrina a la luz de las inclinaciones naturales: “Reason


does not become right reason just by itself. Reason considers something to be good
when it agrees with our basic natural inclinations. At this particular point the
intellect formulates the first principles of moral life. Subsequently reason judges
our actions with the help of this set of first principles in us, as it also does
for the first principles of the speculative order. These principles come to man
naturally on the basis of the most fundamental inclinations of the appetite, so
that we can say that this principles are seeds of the virtues”, Elders, Leo, art.
cit., p. 445.
la razón en este sentido la que manda a la voluntad, la que le impera

seguirla (“seguir la luz de la razón”, solía decirse), pues de lo

contrario se vuelve mala moralmente, y así vuelve malo al hombre

bajo un aspecto absoluto. “En su esencia, la obligación moral es la

forma de la razón que se impone como regla (regla piloto)

inmediatamente de nuestros actos, por el hecho mismo de que, siendo

hombres, tenemos que obrar como hombres y la razón está naturalmente

hecha para medir nuestras acciones” (p. 199). Siendo así, la razón

manda moralmente con el precepto remoto de la sindéresis, cuya forma

o estructura imperativa pone de manifiesto la necesidad de

conformarse a ella para alcanzar la bondad moral y, en consecuencia,

la perfección del agente moral en cuanto tal. En este sentido, la

razón manda no autónomamente, pues no es la razón individual la que

crea el mandato moral, sino el ser mismo de las cosas, que se conoce

precisamente a través de la razón individual, pero que por esencia

está abierta a la comunicación que le hacen las cosas, y a partir

de éstas esta razón informada por el ser de las cosas halla la

obligatoriedad moral que cada una de ellas posee.


§ 9. Derecho, falta y sanción

107. En la octava de las Lecciones, Maritain se propone estudiar

en qué consiste el derecho desde el punto de vista moral, no del

jurídico. No debe pasarse por alto que Maritain ha sido uno de los

principales promotores de lo que hoy se conoce como “derechos

humanos”39. Según el filósofo parisino, lo que se halla encerrado en

el núcleo del concepto de derecho es lo debido, el débito, debitum.

Para captar el significado moral del derecho, es preciso partir de

la perspectiva ontológica, de acuerdo con la cual el débito es

aquello que “debiera ser”. A esto Maritain lo equipara al bonum

debitum, es decir, algo cuya privación resulta ser un mal ontológico.

Si un ente no obtiene lo que le es debido, resulta ser un mal para

él, una privación suya, que no le permite alcanzar su plenitud

ontológica. Así, es posible hablar de lo que es ontológicamente

debido, y no todavía de lo que es debido moralmente. Lo que es debido

moralmente, por su parte, se deriva de lo que es debido

ontológicamente, pero posee además ciertas adiciones especiales:

“ante todo, la noción de que los otros hombres están moralmente

obligados, ligados en conciencia respecto del bien debido (no ya

sólo ontológicamente, sino moralmente) a tal o cual ser humano. En

este sentido, la vida o la existencia (que ha recibido de la

naturaleza) es un bien debido al hombre, moralmente debido. Tengo

39 Cf. Maritain, Jacques, Los derechos del hombre, Palabra, Madrid, 2001, 168pp;
además Cf. Beuchot, Mauricio, “La fundamentación filosófica de los derechos humanos
en Jacques Maritain”, en: Tópicos, No. 4, Universidad Panamericana, México, 1993,
pp. 9-26.
derecho a existir, a vivir, y eso implica que los demás hombres están

obligados respecto a mi existencia, obligados en conciencia a no

privarme de ella” (p. 202).

108. Maritain distingue tres elementos constitutivos del

debitum. El primero se relaciona, a nuestro juicio, con la

personalidad, pues sólo una persona puede ser un “yo”, y el otro un

“sí”. Lo que se debe a alguien, sea a mí o a otro, se le debe porque

es una persona, alguien que se posee a sí misma. Sólo la persona es

dueña de sí misma; sólo la persona se autoposee. Por esta

autoposesión es que la persona es dueña de su propia finalidad, de

su propia autodeterminación (sólo la persona existe propiamente),

por lo cual es evidente que la máxima posesión que una persona tiene

en mano es la libertad. Lo debido lo es porque se le debe a una

persona, a un yo o a un tú. Eso que es debido, ese bonum debitum,

ese bien que se me debe es mío, aunque no llegue a poseerlo. Así

sucede, por ejemplo, con el derecho a la libertad o a la vida. “No

se trata ahí solamente de un bien requerido por mi naturaleza para

responder a las conveniencias de su forma o a sus finalidades, sino

que es también un bien cuya exigencia emana de mi yo, a fin de tener

realmente algo que, por su propia esencia, es ya poseído por ese yo,

pertenece a la esfera de su propio universo y de su dominio sobre

sí mismo, o de su autodeterminación, de su autonomía” (pp. 203-204).

Así pues, el derecho, de acuerdo con este primer elemento, es un

bien que se le debe a alguien como su propio débito.

109. Un segundo elemento constitutivo del debitum pone de

manifiesto que la persona es un todo. Puede ser, en efecto, parte de


un todo, por ejemplo puede ser parte de la sociedad. Pero es antes

de eso un ser completo en sí mismo, un microcosmos, una totalidad en

sí misma. Por eso es que el tomismo ha afirmado que la persona es

lo más noble o alto que hay en la naturaleza. “Aquello que es debido

al yo que se posee a sí mismo y que tiene un valor metafísico, le

es debido a la persona como un centro absoluto, y no por relación

al mundo o al orden del cosmos” (p. 204).

110. El tercer elemento del debitum también se desprende de lo

antedicho, pues consiste en hacer más visible que el derecho que yo

tengo en torno a algo implica no sólo que yo deba respetarlo en mí,

sino también que el otro está obligado a respetarlo o restituir lo

que me corresponde. La persona, pues, no está sola o aislada (lo

cual explicaría solamente los derechos que tengo hacia mí), sino que

está en compañía de otras personas, de donde brotan los derechos que

los otros deben darme, de acuerdo con el bien que me corresponde, y

en los que brotan también mis propias obligaciones hacia ellos. Se

trata, en definitiva, de un elemento constitutivo o esencial del

derecho mismo. “Así, el derecho implica una exigencia absoluta,

incondicional, de tener algo en tanto que eso depende de otros

agentes morales que están obligados, ligados en conciencia respecto

del mismo derecho” (p. 205).

111. A partir de lo dicho, Maritain propone una definición

inclusiva del derecho en estos términos: “un derecho es una exigencia

que emana de un yo respecto de alguna cosa como su débito, lo que

le es debido de modo tal que los otros agentes morales están

obligados en conciencia a no frustrarlos” (p. 205). En efecto, en


esta definición aparecen los dos polos, a saber, el debitum o lo

debido y la obligación a respetarlo o no frustrarlo. Además, también

se desprende de ella que una cosa es la posesión de un derecho y

otra su ejercicio o ejecución. Aunque alguien posea un bonum debitum,

no por ello lo ejerce, como en el caso del condenado a muerte a manos

del verdugo. Pero lo que es más importante es que la noción de

justicia está implicada en la noción de derecho. La noción de derecho

lo que hace es poner en evidencia que en su seno está inscrita la

justicia. En otras palabras, para el parisino la justicia se define

por medio del derecho, pues la justicia, como dice la definición

clásica, consiste en dar a cada uno lo suyo, esto es, en dar a cada

uno lo que le es debido; darle a cada quien su debitum, en síntesis.

El derecho, cuyo objeto es la justicia, tiene por cometido, en

consecuencia, dar a cada quien lo que es su debitum, lo que le

corresponde. Por ello es que el Aquinate asegura que “iustitia est

constans et perpetua voluntas ius summ unicuique tribuens”, o sea,

la justicia es la voluntad perpetua y constante de dar cada uno su

derecho. Es la voluntad, pues, la encargada de dar a cada quien lo

que es su derecho, lo que es su debitum, por lo cual aparece en la

defnición de lo justo: constans et perpetua voluntas, pues así se

designa que “actus iustitiae debet esse voluntarius”, mientras que

la constancia y perpetuidad significan “actus firmitatem”40.

40Aquinatis, Thomae, Summa theologiae, II-II, q. 58, a. 1c. Santo Tomás retoma la
noción de hábito en su definición con estos términos: “iustitia est habitus secundum
quem aliquis constante et perpetua voluntate ius suum unicuique tribuit”. Más abajo
el propio Aquinate da cuenta de por qué es la voluntad la sede del hábito de la
justicia. Y lo es por la simple razón de que para ser justo no basta con conocer
qué es la justicia y saber qué se le debe dar a cada uno, sino precisamente en
darlo, o sea, en la vis appetitiva que se denomina “voluntad”, Cf. Aquinatis,
Thomae, Summa theologiae, II-II, q. 58, a. 5c.
112. Maritain se concentra ahora en la noción de “falta”. Según

él, esta noción contiene cuatro elementos primordiales. El primero

de estos elementos es el acto externo o exterior, el cual, aunque

dependiente del acto interno de la voluntad, es al que se le llama

prima facie injusto o malo. Por ejemplo, el acto del homicidio,

aunque posea sus motivaciones internas y proceda del juicio práctico

de la voluntad, es evaluado en sí mismo por su falta de concordia

con la norma que lo impide. Se trata, en este sentido, de un acto

“disforme”, y lo es así por su falta de concordia con la norma moral.

A esto es a lo que se llama, por tanto, falta materialmente

considerada. La falta moral es más grave, en efecto, cuando el agente

peccat volens, pues se quiere precisamente la falta cometida, pues

incluso alcanza al imperium que la voluntad ejerce sobre otras

facultades. Pero cuando no se sabe que se yerra moralmente, la falta

adquiere menor gravedad. No deja de ser una falta, ciertamente, pero

menos grave que la de aquel que peccat volens. Este volens,

evidentemente, hace referencia a la voluntad, sede propia del bien

y el mal moral [nn. 36 y 37].

113. El segundo elemento es la culpabilidad, “el compromiso del

querer mismo en el acto malo”. Ciertamente este segundo elemento se

desprende del anterior, en cuanto el acto externo tiene por

fundamento el acto interno de la voluntad. Hubo un tiempo, y es cosa

que en muchos escritores de las moers antiguas se halla, en que este

acto interno de la voluntad se desconocía, si no por completo, sí al

menos en su esencialidad. Pues la justicia, al momento de castigar,

dejaba caer su juicio sobre cosas incluso inanimadas, como el


cuchillo en el caso del homicidio. “Pero a medida que la reflexión

moral fue creciendo, la parte de lo voluntario ha sido reconocida

cada vez más. Las intenciones entraron en cuenta (recordemos que la

intención es lo que hay de más formal en la calidad moral de un

acto41), y no solamente las intenciones sino también las

circunstancias, atenuantes cuando la voluntad se encuentra, en razón

de ellas, menos comprometida o apenas comprometida en la acción” (p.

208). Así pues, mientras que al inicio parece que se juzgaba el solo

acto material, conforme la ciencia moral obtuvo más consistencia se

apreció la importancia, e incluso la radicalidad, de la voluntad,

pues en su sede se halla la intención con la cual el acto material

es llevado a cabo. Y además se ha subrayado, al menos desde las

éticas aristotélicas y postaristotélicas, la importancia de la

circunstancia, que es todo aquello que envuelve al acto y la

intención del agente. Por ello es que puede decirse que la falta se

profundiza, en cuanto se interioriza cada vez más.

114. Ahora bien, en vez de seguir la senda de los elementos de

la falta, Maritain lleva a cabo algo así como una suerte de excursus

o paréntesis, pero sobre el mismo tema de la falta. Sucede que retoma

la idea griega que vincula falta con fatalidad, pues para la tragedia

griega ambas están indisolublemente ligadas. Es lo que sucede con

Edipo, en quien se encuentra una falta en sentido externo [n. 112],

pero en ningún modo interno [n. 113]. El pensamiento griego, al menos

el pensamiento trágico, no logra visualizar que no se trata este

41“Human acts are called good also because of the end to which they are ordered”,
Elders, Leo, art. cit., p. 452.
acto de una falta genuina, pues carece del elemento “voluntario”. Se

trata más que nada de un “infortunio”, de una falta de buena fortuna,

o buen demonio o custodio. Sucede que este infortunio, más que ser

imputado al agente, que queda a merced de las fuerzas del cosmos o

los dioses, habría que imputarlo a estos últimos.

115. De inmediato, y luego de disertar brevemente sobre la

hipótesis de una “inocencia perversa”, o sea, de un agente que al

efectuar actos inocentes conlleven consecuencias malévolas o

destructivas (y que no sería más que un mito, ciertamente), considera

ahora la “ignorancia del intelecto”, pues dándose éste la voluntad

no se compromete a un acto malo porque lo cree bueno. Es lo que se

da en el caso de la conciencia “invenciblemente errónea” (lo cual

permite distinguir la conciencia errónea pero que es vencible). Se

trata de casos muy especiales en los cuales el agente no sabe que

lo que efectúa es un mal moral. Si no es posible traer a la conciencia

de este agente la maldad de su acto, se trata entonces de un acto

de conciencia invenciblemente errónea. Pero hay otros casos en los

que el agente mismo ha ido causando, como si se tratara de una bola

de nieve que al final se vuelve enorme, este error de conciencia, en

el sentido de que poco a poco va persuadiéndose de que lo que hace

no es malo moralmente, sino que puede hasta incluso ser bueno o bien

neutral. No es el mismo caso con las pasiones, que de pronto

arrebatan al agente el uso de sus facultades intelectuales en toda

su fuerza; se trata, en estos casos, de una debilidad de la voluntad,

ora por su propia constitución esencial, ora por la falta de firmeza

del agente individual.


116. El tercer elemento que concierne a la falta es el grado

de responsabilidad psicológica. Es verdad que en los tiempos más

recientes esta responsabilidad ha sido objeto de muchas enmiendas,

y también ha sido obstáculo para efectuar juicios justos sobre los

hechos a evaluar, tanto moral como sobre todo jurídicamente. En este

último caso suele argüirse la carencia de potestad psicológica de

parte del agente para evadir precisamente su responsabilidad. Pero

en tales casos es preferible que el asunto se trate científicamente,

en especial en caso de demencia. El cuarto elemento es que la falta

siempre implica algo en “contra” de alguna cosa. Se peca, digamos,

en contra de la norma moral (de manera análoga a como sucedería con

la norma estética o técnica, pero obviamente con mayor gravedad).

Según Maritain, tres tipos de pecado se podrían apreciar: (i) pecado

contra el universo de la sociedad o de la vita civilis, (ii) pecado

contra el universo del ser, y (iii) pecado contra el Todo

trascendente. Lo que varía es la gravedad de la falta. Un mismo acto

puede ser visto desde cualquiera de estas perspectivas, y en algunos

casos aparecer como muy grave, y en otros como una mera imprudencia,

como en el caso de aquel que causa un incendio por fumar un

cigarrillo.

117. En la Novena lección, Maritain examina las nociones de

“mérito”, “sanción”, “punición” y “recompensa”, que vienen

naturalmente unidas a las anteriores. El mérito, comienza, en sentido

amplio, consiste en lo que es debido a alguien, esto es, corresponde

a su debitum, a lo que en justicia es suyo. Así, el mérito implica

al castigo y la recompensa, pues uno y otro son lo debido para


alguien que ha efectuado un acto que se apega o no a la norma moral.

Ahora bien, este filósofo llama también al mérito con el hombre de

“sanción”, en cuanto, nos parece, significa originariamente la

confirmación de una norma, sea ésta jurídica o moral. La sanción,

explica Maritain, es la “recompensa o castigo merecidos por un acto,

debidos en justicia a su autor. La idea de sanción es la de un bien

o un mal (ontológico: crecimiento en el ser; o privación,

sufrimiento) que viene de fuera en nombre de la justicia, como

atraída por el acto libremente realizado, y por el cual el mundo

exterior reconoce, certifica, garantiza, el carácter interior de

bondad o de malicia moral del acto en cuestión” (p. 218).

Efectivamente, la sanción es el acto con el cual se cualifica un

acto moral (o jurídico, en su caso) de manera externa, para reconocer

la índole del acto interno voluntario, raíz del acto externo

precisamente sancionado. Esta cualificación puede ser positiva o

negativa; si es positiva, lleva el nombre de recompensa, mientras

que, si es negativa, el nombre de castigo.

118. Según Maritain, resulta de más provecho para el discurso

moral retomar la noción de punición o castigo. Según su Leçon, se

han propuesto varias teorías sobre el castigo. La primera de ellas

es la que estima que el castigo es ejemplar, en el sentido de que

sirve para dar cuenta de lo que sucedería a quien infringiera la

norma, con el fin ciertamente de salvaguardar a la sociedad en su

conjunto. El parisino reconoce aquí una propiedad o elemento del

castigo, pero tal teoría no capta lo esencial, “pues la justicia del

ejemplo que inspira el temor o de la medida protectora tomada contra


alguien siempre está presupuesta” (pp. 218-219). En efecto, para

poder haber castigo, es necesario presuponer la norma justa mediante

la cual el agente “merece” tal punición. Se trata, según nuestros

propios términos, de un principium cognoscendi y no de la essentia

del castigo, que se desprende de la esencia ciertamente del mérito.

Si nos limitáramos al principium cognoscendi, entonces no habría

manera de limitar el castigo que desde el punto de vista de la

sociedad se impondría a una persona en particular.

119. La segunda teoría afirma que el castigo es un remedio y

medio de corrección para el culpable. El castigo, en este sentido,

es una suerte de medicina para el culpable. Pero tampoco esta teoría

permite conocer la esencia del castigo. Se presupone, como en el

caso anterior, a la justicia, a la norma justa. Para que exista este

remedio o corrección, es necesario que la persona en punición merezca

el castigo en cuestión, pues sólo así se justificaría precisamente

la cura que se le impone. De lo contrario se justificaría la punición

a inocentes, o bien pudiera verse como una recompensa para los más

malévolos. Pero tampoco la pena de muerte podría ser la solución,

pues al efectuarla no existe remedio alguno para el afectado, sino

su aniquilación. Si se pretendiera la educación de la sociedad, en

realidad se reduciría al argumento expuesto anteriormente [n. 118].

120. La tercera teoría es la del castigo-venganza, proveniente

de la etología. En efecto, pareciera que el sufrimiento del culpable

que recibe la punición es una satisfacción a la naturaleza o los

dioses o a los hombres implicados en la falta cometida por el agente.

Pero ya el tomismo ha afirmado con razón que con esta explicación se


busca remediar un mal con otro mal, con algo precisamente ilícito,

pues la venganza, per se, consiste en infringir el mal a alguien

más, al ofensor en este caso, lo cual no es por ningún motivo

sostenible moralmente. “La teoría, o mejor la idea confusa, el

fantasma del castigo-venganza no hace más que plantear problemas,

agravar la problemática de la sanción. Si la muerte del asesino

debiera devolver la vida a su víctima, se comprendería que ella

compensara en cierta forma la muerte de ésta. Pero no es así;

solamente se añade la muerte a la muerte, el sufrimiento al

sufrimiento. ¿Qué gozo hay en el sufrimiento de los hombres, en el

mal añadido al mal, y cuál es el sujeto que se complacería en esta

adición del mal al mal, y cuál la fuerza a que se debería este

redoblamiento del mal? ¿La naturaleza? Poco acaso hace de ello;

¿Dios? No se complace en el mal; ¿el orden de las cosas? No

experimenta placer ni disgusto” (p. 223).

121. La cuarta teoría es la que ensaya el propio Maritain en

el seno de la filosofía aristotélico-tomista. Estima que esta teoría

es más profunda, más ontológica que las precedentes. Hay que buscar

una teoría que al mismo tiempo sea una manera de equilibrar el mal

moral producido por el agente y, al mismo tiempo, ser una medicina,

de suerte que se cumpla la frase lacónica de Aristóteles que dice

poenae medicinae quaedam sunt. Lo curioso es que Maritain retoma una

teoría india, a saber, la del karma, para exponer su punto. Según

él, se trata de una idea errónea, en cuanto “pretende ser una

explicación de la diferenciación de los seres; en tanto que el karma

es considerado en ella como una pura fructificación física; por


último, en tanto implica una concepción atea. En su origen, la idea

del karma era quizá un medio de descargar de la responsabilidad del

castigo a la justicia divina, y lo consiguió tan bien que finalmente

Dios se volvió superfluo y una especie de mecánica física se

substituye a la noción moral de justicia” (pp. 223-224). Pero aun

con todo, es posible encontrar una importante verdad en esta teoría

del karma, especialmente bajo la perspectiva de [n. 116ii], a saber,

bajo la perspectiva de la falta contra el universo del ser creado.

Según Maritain, el mal moral produce, como resultado, un mal

ontológico, el cual a su vez se revierte sobre el mismo agente. No

es una pena-réplica, sino una pena-fructificación. El mal siempre

engendra el mal; el mal moral engendra siempre al mal ontológico.

122. Se pregunta cuáles son las diversas causas del mal

ontológico, a lo que responde distinguiendo tres categorías, a saber:

(i) el mal ontológico causado por el bien per accidens, que en la

perspectiva del universo consiste en la natural generación de un

agente y corrupción de otro, o el bien de uno se encuentra vinculado

al mal de otro, como sucede por ejemplo con los males físicos, las

enfermedades y la misma muerte. El (ii) puede ser causado por el mal

moral, entendiendo por “causa” algo en sentido amplio, pues el mal,

al ser privación, no puede ser propiamente causa. “El pecado engendra

el mal en el mundo –difundido a partir del autor de la falta como

las ondas sobre la superficie del lago a partir del guijarro caído

al agua—. El pecado engendra el mal moral, el odio por el odio, el

asesinato por el asesinato; -el perdón, las acciones heroicas, el

martirio, que no existiría sin perseguidores, no son


fructificaciones del mal, sino que son otras tantas reacciones de la

libertad humana que lo supera por la bondad—; el pecado engendra

también el mal físico: enfermedades hereditarias (alcoholismo,

sífilis, etc.), miserias debidas a la injusticia social y que abruman

a aquellos que languidecen y se corrompen en los tugurios, entre la

ignorancia y la aflicción; guerras engendradas por la avaricia y la

voluntad de poder. Pues bien, estos males no son aun castigos (salvo

en un sentido muy amplio, como punición de la raza humana), son

frutos del mal, no castigos” (p. 225). Finalmente, (iii) el mal

ontológico es causado por el mal moral y, a su vez, “reverter” sobre

el autor de la acción mala. Aquí sí hay castigo, a diferencia de

(ii), “no solamente en el sentido de que cometer el mal es entregarse

a él, sufrir en sí mismo un deterioro, una desviación, sino en un

sentido más profundo que debemos tratar de explicar” (pp. 225-226).

123. Para explicarlo, propone la ley de reequilibración del

ser. Que se produzca un mal en el castigado no significa que se

produzca el mal per se, sino que apunta a producir un bien

primeramente. Se trata de un bien sumamente profundo, pues se paga

como hemos dicho mediante un mal. ¿Cuál es, pues, este bien? El

equilibrio del ser, el equilibrio entre todo lo universal y el todo

de la persona humana. Como el mal es una suerte de no-ser, entonces

este no-ser se revierte en el agente moral bajo la forma de un mal

ontológico. Y esto debido a que el agente moral no es un todo aislado,

sino un todo en un todo más amplio, que es el universo entero. Cuando

se produce el no-ser, se produce con ello un desequilibrio, que ha

de ser restaurado mediante su reversión sobre el sujeto que se ha


privado a sí mismo y al universo del ser plenamente considerado.

Esta privación es, para el parisino, debida, pues es preciso que el

agente moral, al existir en cierta forma situado en el centro del

universo, al desequilibrarlo, se desequilibre él mismo. Pero el

universo en su totalidad busca restructurarse para alcanzar al

equilibrio, de manera que el agente moral es, por decirlo así, movido

bruscamente para recentrarlo existencialmente. “Si acepta la pena

como justa, ya está curado. Pero si no la acepta, el sufrimiento y

el castigo no lo sanarán moralmente; habrá solamente la reordenación

elemental, existencial, la reubicación en línea con el todo, que es

la esencia de la sanción. Pero la finalidad de ésta habrá quedado

frustrada. Habrá habido sufrimiento inútil; de hecho, a decir verdad,

el solo sufrimiento, sea o no castigo, deteriora más bien que mejora

al hombre; sólo por el amor es bueno el sufrimiento” (pp. 227-228).

124. Pero para Maritain el hombre no se encuentra solamente en

relación con el universo entero, sino también con el Todo

trascendente [n. 116iii]. La falta moral es, en este sentido, también

una falta contra Dios, pues se ha visto privado de algo que Él quiere

y ama. La falta moral es, en este sentido, una ofensa contra Dios

mismo, pues se le priva de algo debido. También en relación a Dios,

quien efectúa la falta moral es reubicado en relación al Bien

trasncendente. Pero hay una nueva dimensión que se introduce en la

médula de la subjetividad, a saber, que mientras el universo no puede

perdonar, aunque reubique, Dios sí perdona, pues su misericordia no

es contraria a la justicia, sino que se superpone a ella. “La

misericordia da el bien mismo de que la ofensa ha privado al ofensor.


Es libremente dado, no hay más falta, ni por tanto pena, o

reequilibración, debida por relación al universo del Increado; eso

solamente Dios lo puede: redimir el pecado” (pp. 229-230). Si el

agente moral obtiene un crecimiento a partir del castigo que se le

impone, en cierta medida adquiere más ser del que poseía previamente.

Así es como se da un nuevo reequilibro en el ser mismo. Así, el

agente moral obtiene del mal acto un mal fruto, que puede aprovechar

o no para su propio crecimiento personal.


§ 10. Epílogo

125. Luego de este recorrido por la ética tomista de Jacques

Maritain, no queda sino efectuar un balance general sobre la obra.

A propósito, queremos decir sólo dos cosas, una positiva y una

negativa. Pero antes, hay que señalar la enorme deuda que el tomismo

tiene con la obra moral de Maritain, aunque no sólo esta específica

corriente de la filosofía cristiana en general, sino toda ella, como

bien ha señalado Juan Pablo II en su célebre Fides et ratio (al lado

de Rosmini, Newman, Edith Stein). Se trata, como se ha podido ver,

de un tratado de divulgación de la filosofía moral tomista; deja de

profundizar en muchos temas importantes, pero su virtud estriba en

exponer de manera accesible los conceptos fundamentales de la moral

bajo una perspectiva tomista.

Ahora bien, justamente a partir de lo anterior se desprende la

valoración positiva de esta obra de Maritain, pues ésta estriba en

que el texto es sumamente sistemático y claro. Con mucha pulcritud

da cuenta de las nociones primeras de la filosofía moral tomista, y

las pone a discutir con distintas corrientes contemporáneas, en

especial con el sociologismo, que hoy en día adquiere nuevos matices

a través de filosofías tardomodernas. De hecho, puede decirse que

las Neuf leçons pueden ser recuperadas para dialogar con estas

filosofías que, alimentadas y provenientes del sociologismo,

desvirtúan el fenómeno moral al reducirlo a una mera estructura

material. Sin embargo, el tomismo, y éste es a nuestro juicio el

mérito mayor del libro, subraya con toda claridad que el elemento
formal es el fundamental y definitorio de la moral, de suerte que

sin éste los actos humanos perderían su especificidad.

La negativa consiste en la insuficiencia del libro en relación

al tema de las virtudes, pues en la ética tomista tienen éstas un

lugar central42. Aunque en las conclusiones de las Leçons hace

referencia a ellas, sean éstas naturales, morales y teologales,

resulta insuficiente su sola mención. Para que una ética como la

tomista sea comprendida en toda su gravedad, es necesario explicitar

el tema de la virtud moral, sobre todo, aunque también el de la

teologal. Pero es suficiente con suscribirse a las virtudes morales,

con importancia capital la prudencia. Para no dejar de decir algo al

respecto, mencionemos simplemente que las virtudes morales buscan

ser intermedias entre dos extremos que se alejan de ellas. Por

ejemplo, en el contexto de la administración personal, como en el

caso económico, resulta que es virtuoso moralmente aquel que concibe

con justicia el valor del dinero, de suerte que ni lo estima un fin

en sí mismo ni, tampoco, en el otro extremo, lo considera del todo

superfluo.

Por eso es que podría tildarse de exagerado, en el sentido de

“extremo”, a Costa, el personaje que el brasileño Machado de Assis

retrata en su célebre El alienista, quien al recibir su herencia la

reparte en grandes préstamos que ninguno le devuelve. Y aunque tiene

visos de grandeza el desprendimiento que tiene de los bienes, en

realidad viene a ser una exageración negativa en la administración

de la propia riqueza: “Apenas tuvo la herencia en sus manos comenzó

42 Cf. Elders, Leo, art. cit., p. 454.


a dividirla en préstamos sin usura, mil cruzados a uno, dos mil a

otro, trescientos a éstos, ochocientos a aquel, a tal punto, que al

cabo de cinco años no le quedaba un centavo. Si miseria hubiese

llegado de golpe, el asombro de Itaguaí habría sido enorme; pero

llegó despacio; fue pasando de la opulencia a la sobreabundancia, de

la sobreabundancia al medio término, del medio término a la pobreza,

de la pobreza a la miseria, gradualmente. Al cabo de aquellos cinco

años, todos los que hasta entonces se habían quitado el sombrero al

verlo pasar, apenas él aparecía, sobre el final de la calle, ahora

le palmeaban el hombro sin ninguna discreción, le hacían morisquetas,

bromas de mal gusto. Y Costa siempre tranquilo, risueño. Ni se le

ocurría pensar que lo menos corteses eran justamente los que aún

mantenían deudas con él; al contrario, era a esos a quienes parecía

saludar con mayor placer, y más sublime resignación. Un día, como

uno de esos incurables deudores le hiciese una burla pesada, y él

mismo se riese de ella, observó un tercero con cierta perfidia: --

Tú no soportas este tipo para ver si te paga—. Costa no vaciló un

instante. Fue a lo del deudor y le perdonó la deuda. –No tiene nada

de sorprendente— respondió el otro; Costa dejó escapar una estrella

que está en el cielo—. Costa era perspicaz, él entendió que negaba

todo valor a su acto, atribuyéndole la intención de desprenderse de

lo que nunca había de llegar a su bolsillo. Era también pudoroso e

imaginativo: dos horas más tarde encontró un medio para probar que
no le cabía semejante mancha; tomó algunos doblones, y se los envió

en préstamo al deudor”43.

Ahora bien, decíamos que la prudencia resulta esencial para

comprender a la ética tomista, tanto que para saber cómo se debe

actuar en cierta circunstancia concreta ella es necesaria44.

Lamentablemente sólo esporádicos pasajes de la obra de Maritain la

mencionan, cuando en realidad la prudencia es semejante a la grulla,

según una hermosa metáfora: “Dado que la grulla que vigila a las

otras es la prudencia, que debe cuidar a todas las virtudes del alma,

y las patas son la voluntad. Porque del mismo modo como se camina

con los pies, así el alma por medio de la voluntad camina de un

pensamiento a otro y el hombre de una elección a otra. Así como la

grulla coloca bajo sus patas las piedras con el fin de no alcanzar

el perfecto equilibrio ni poderse dormir, cuando la prudencia vigila

tan estrechamente a la voluntad los otros sentidos no se fían de

ella y no pueden ser engañados”45. Esta carencia del tratamiento de

la virtud no permite vincular a las Leçons con importantes vertientes

de la ética reciente que, recuperando desde la hermenéutica el tema

43 Machado de Assis, Joaquim, El alienista y otros relatos (traducción de Santiago


Kovadloff), Universidad Veracruzana, Xalapa, 2013, p. 50 [lamentablemente la edición
de estas obras de Machado está llena de errores; empero, y con todo, resulta
inteligible].
44 Elders, Leo, art. cit., p. 443.
45 Fournival Richard de, Bestiario de amor (edición de Rafael Antúnez), Universidad

Veracruzana, Xalapa, 2012, p. 62. “La cola del pavo real simboliza la prudencia,
y, en cuanto está colocada detrás, representa aquello que está por venir, mientras
que el hecho de que esté colmada de ojos significa que es menester estar atentos
al porvenir. Por eso digo que la cola del pavo real simboliza la prudencia, y se
llama prudencia al hecho de estar atentos a lo que vendrá”, p. 63. “Es por eso que
digo que, así como es feo un pavo real sin cola, es grande la pobreza de un hombre
sin prudencia”, p. 64. “Por eso digo que se posa en el agua quien hace todo con tal
prudencia que puede ver desde lejos a todos aquellos que le quieren perjudicar. Y
por eso digo que el agua simboliza la prudencia”, p. 90.
de la φρόνησις, la han vuelto a poner en circulación en la filosofía

hodierna.
§ 11. Bibliografía

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