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ISABEL VELOSO «Tipos femeninos en las novelas del realismo y del naturalismo francés»

TIPOS FEMENINOS EN LAS NOVELAS DEL REALISMO


Y DEL NATURALISMO FRANCÉS

ISABEL VELOSO
Universidad Autónoma de Madrid

En el seno de la corriente realista del siglo XIX, hubo una tendencia muy
definida que recorrió las artes, especialmente la literatura y la pintura: los artistas de
estos campos se sintieron llamados a reproducir la sociedad contemporánea de
manera universal, trazando un vasto panorama en el que se recogieran todos los
elementos que conformaban el tejido social de la época. En sus lienzos como en
sus textos, novelistas y pintores, transformados en demiurgos, pretendían crear un
cosmos donde todos los estratos sociales tuvieran cabida. Es lo que encontramos,
con mayor o menor complejidad, en La Comédie Humaine de Balzac1, en Les Rougon-
Macquart de Zola2, en L’Atelier du peintre de Courbet3, o el proyecto de Manet para
decorar la Sala de Reuniones del Ayuntamiento de París con unos frescos que iban
a representar la totalidad de la vida social Parísina, como metonimia de la de todo el
país.
En el ámbito francés, realismo y naturalismo, movidos por esta idea de
globalidad, recuperaron parte de la tradición del Siglo de Oro español y su interés
por la sociedad contemporánea desprovista de referencias mitológicas, bíblicas,
históricas o aristocráticas. Más de doscientos años después del barroco español, y
en aras de esa reproducción integral del conjunto social, lo banal y lo ordinario se

1 «[…] il [Balzac] a porté toute une société dans sa tête». («[Balzac][…] tuvo toda una sociedad en su cabeza», Zola

1881: 58. Todas las traducciones son de la autora del artículo.


2 «Incarner dans des types la société contemporaine, les scélérats et les héros. Peindre ainsi tout un âge social» (Zola,

BNF, Ms. NAF 10303, fos 74 y 76, cfr., Becker 2002: 74).(«Encarnar la sociedad contemporánea en tipologías, los
malvados y los héroes. Pintar así toda una edad social»).
3 «C’est la société dans son haut, dans son bas, dans son milieu. En un mot, c’est ma manière de voir la société dans

ses intérêts et ses passions. C’est le monde qui vient se faire peindre chez moi» (Carta de Courbet a Champfleury en
1854, <http://www.musee-orsay.fr/fr/collections/dossier-courbet/courbet-sexprime.html> 14 mayo 2009. («Se
trata de toda la sociedad en sus clases altas, bajas y medias. Es, en una palabra, mi manera de ver la sociedad a través
de sus intereses y pasiones. Es el mundo el que viene a mía ser retratado»).

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hicieron objeto de arte, las vidas corrientes de gentes anónimas captadas en el


devenir de su cotidianeidad pasaron a ser el centro de la nueva estética. Esta
tendencia, que inauguró Courbet, contagió pronto a la literatura donde los
hiperbólicos héroes románticos fueron dejando hueco a personajes que
evolucionarían de lo cotidiano y anodino (las clases medias flaubertianas y
balsacianas, por ejemplo) a la marginalidad social (el proletariado y los
desheredados de Zola y los hermanos Goncourt) y de ésta, a la marginalidad
patológica (la tara familiar zoliana), para desembocar, hacia finales de siglo, en una
materia narrativa a las puertas de la locura y la fantasía propias del simbolismo
–Huysmans y su A contrapelo (À rebours) serían un buen ejemplo de esta narrativa de
transición–.
En esta ampliación de la materia artística no se pudo prescindir de la mujer.
No se trataba, no obstante, de diosas grecolatinas, vírgenes cristianas, reinas o
duquesas tan frecuentes en la literatura de épocas anteriores, sino de amas de casa
pequeñoburguesas, obreras o prostitutas. Porque, llevados por esa voluntad de
cosmovisión, el realismo y el naturalismo integraron a la mujer como elemento
marginal de la aún muy injusta sociedad decimonónica. Valga como muestra el
hecho de que siendo Francia el primer país que instauró el sufragio universal,
excluyó del derecho al voto a tres grupos de población ciertamente ajenos al statu
quo sociopolítico: los delincuentes, los enfermos mentales y las mujeres.
La temática femenina fue transformándose así en una de las más recurrentes
y versátiles de toda la novelística de la segunda mitad del siglo XIX.
Partiendo metodológicamente de la observación minuciosa de la vida social,
escritores como Balzac, Flaubert, los hermanos Goncourt o Émile Zola trazaron
con pertinencia milimétrica la situación sociológica de la mujer francesa que, hasta
cierto punto, podría extrapolarse a la de la mujer del resto de Europa.
De entre los diferentes tipos de mujeres que pueblan las páginas del realismo
y el naturalismo, hay tres especialmente interesantes, ya sea por corresponder a
realidades sociales antes inexistentes o por las nuevas perspectivas desde las que
son abordados:

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● La obrera, doblemente marginal, por mujer y por proletaria. Su vida es una


lucha continua por acceder a una integración que se le escapa fatalmente.
● La prostituta, ejemplo de la reducción de la mujer a su dimensión sexual,

en un movimiento fluctuante entre marginalidad e integración. Desde el


punto de vista literario, esta figura contribuirá a la creación del mito de la
mujer fatal, de la feminidad terrible.
●El ama de casa, cuya integración en la sociedad burguesa como elemento de

cohesión familiar era, en muchos casos, un pretexto perfecto para marginarla


de la vida pública y del ejercicio de su libertad.
Este artículo querría presentar el doble desarrollo de que son objeto estos
tipos femeninos en las novelas del realismo y del naturalismo: por un lado, como
investigación sociológica sobre las condiciones de vida de la mujer decimonónica;
por otro, como elementos esenciales de un universo de símbolos y mitos tanto más
interesantes cuanto que inesperados en una escritura que se quería plenamente
objetiva.

EL AMA DE CASA
«[…] la femme est faite spécialement pour plaire à l’homme»4 (Rousseau
1853 : 632).
El siglo XIX fue sin duda el siglo de la burguesía. En relativamente poco
tiempo –si lo comparamos con los siglos gobernados por la nobleza– las clases
medias se hicieron con una sociedad dominada en adelante por los valores
burgueses fundamentales: la propiedad, la familia y la moral. En ninguno de ellos
tenía poder de decisión la mujer.
Durante todo el siglo, la mujer estuvo al margen de cualquier responsabilidad
civil que trascendiera el estricto ámbito doméstico. El único papel que socialmente
se le atribuía era el de servir de cohesión a la familia, en la que, por otra parte,
permanecía siempre y en todo momento bajo la autoridad del marido. Y esto era

4 «[…] la mujer está hecha especialmente para agradar al hombre».

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una realidad inamovible ya fuera en tiempos considerados como progresistas –la


Revolución de 1789 o las sucesivas repúblicas– o en momentos conservadores,
como los imperios o las restauraciones monárquicas. De ahí que cuando apareció
una novela en la que la mujer decidía por su cuenta, asumiendo un papel
tradicionalmente masculino, tanto en las relaciones sexuales como en las
económicas, las autoridades se lanzaran a su condena inmediata sin saber que
estaban publicitando generosamente la que sería la primera novela moderna.
Madame Bovary, por la que Flaubert fue condenado en 1856 por ofensas a la moral, a
las buenas costumbres y a la religión5, es la historia de una rebelión contra el statu
quo de una burguesía imperial que vivía perpetuamente con el miedo a la rebelión
–a cualquiera de ellas– y que no pudo dejar indemne una obra subversiva y, para
colmo, protagonizada por una mujer.
La exitosa denominación «ama de casa» fue un invento francés de mediados
del siglo XIX. El Segundo Imperio, aplicando los muy burgueses criterios de
rentabilidad y eficacia, quiso transformar a las esposas y madres en una nueva
categoría social, una especie de «funcionarias domésticas» encargadas de gestionar
la casa y la familia como si se tratase de una empresa; fue entonces cuando se las
empezó a denominar: femme au foyer, maîtresse de maison , femme de ménage, femme
d’intérieur o ministre de l’intérieur. El objetivo era sumergirlas en un sinfín de
actividades que les impidiera caer en el peligroso tiempo de ocio proclive a ideas
nefastas como la lectura de obras indebidas o la excesiva reflexión. Así, de la
mañana a la noche, las mujeres de las clases medias dirigían al servicio, se ocupaban
de la salud de la familia en connivencia con el médico, hacían las obras de caridad
preceptivas, iban a misa, apuntaban los gastos de la casa, se cambiaban varias veces
de vestidos según la actividad del momento o asistían a reuniones de diversa índole.
Una vida doméstica «plena» sometida a tan férreo control social que se volvía muy
a menudo insoportablemente tediosa y asfixiante para algunas mujeres como Marie

5 El texto del alegato del fiscal no tiene desperdicio y podría servir como base inmejorable para un estudio

sociológico de la condición femenina en el siglo XIX. Está disponible en Internet:


<http://www.bmlisieux.com/curiosa/epinard.htm>.

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Bashkirtseff, novelista, escultora y pintora rusa instalada en Francia, que se atrevía a


comentar en su Diario: «Je me ferais communarde rien que pour faire sauter toutes
les maisons, les intérieurs de famille ! […] On devrait l’aimer, son intérieur ; il n’y a
rien de plus doux que de s’y reposer […] mais se reposer éternellement» (Cfr., Aron
1984: 119)6.
Lo que nos lleva de nuevo a Emma Bovary.
Como bien presentara Javier del Prado en su introducción a la novela7, el
conflicto arranca de la necesidad de cambio que experimenta una mujer, Emma
Bovary, y en su deseo de ejercer su voluntad libremente. Voluntad y libertad, dos
palabras en extremo peligrosas para una sociedad que llevaba desde finales del
XVIII viviendo revoluciones sangrientas en nombre de la libertad. Pero por si fuera
poca osadía presentar a una mujer que quiere cambiar su condición en la sociedad,
el colmo de la provocación era que Flaubert no recurriese a ninguno de los
estamentos habituales para limitar esa libertad, para corregirla:
● Ni al matrimonio, representado por un marido apocado y tedioso al que
Flaubert niega la muy honrosa salida del «hombre redentor», ampliamente
tratada en el romanticismo.
● Ni a la religión, representada por el confesor o director de conciencia

absurdamente positivista, que cree que el desasosiego espiritual de Emma era


debido a sus malas digestiones.
Esta libertad por la que lucha la pobre Emma adquiere expresiones muy
peligrosas cuando choca con la moral establecida, especialmente cuando se trata del
libre ejercicio de la sexualidad, otra de las obsesiones decimonónicas junto con la
de la revolución, como ya mencionamos más arriba. Aunque la sexualidad de
Emma no es tan agresiva como sería la de Naná (protagonista de la novela
homónima de Zola, sobre la que volveremos al tratar el tema de la prostitución)

6 «¡Con gusto me haría revolucionaría de la Comuna, aunque sólo fuera para hacer saltar por los aires todas las casas,

todos los hogares familiares! […] Deberíamos amar la vida del hogar; nada hay más agradable para el descanso […]
pero para el descanso eterno».
7 Ver bibliografía.

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resulta cuanto menos incómoda para la sociedad porque está en una situación
dominante respecto a su marido, invirtiendo así el orden tradicional de las cosas;
para el statu quo de mediados del XIX esto es algo absolutamente inmoral y
pecaminoso:
a) Inmoral, porque invierte los papeles: es ella la que dirige la relación sexual
y sentimental porque el marido es presentado siempre como un buen
hombre, pero mediocre, pusilánime y torpe. Esta inversión de los papeles es
considerada como un atentado contra la familia y contra el honor del
marido. «… el conflicto de Charles es de otra índole. Su problema es la
mujer; su incapacidad para situarse frente a ella y a asumirla desde su
conciencia masculina de hombre» (Del Prado 1982: 77).
b) Pecaminoso, porque las relaciones de Emma con otros hombres van
contra el sacramento del matrimonio8. Pero lo «terrible» en el caso de Emma
es que no cae en el adulterio, no es víctima de las artimañas de uno u otro
galán (situación en última instancia disculpable por la «infantil volubilidad y
fragilidad de las mujeres»), sino que es un adulterio querido, deseado y
buscado.
El ansia de Emma por deshacerse del tedio y la mediocridad de su vida de
provincias le hace anhelar una vida de aventura y pasión como las de las heroínas
de las novelas románticas, donde todo fuera exagerado, extraordinario, desmedido
y arrebatador9. Pero, muy a pesar suyo, no lo encontrará ni en su marido ni en sus
sucesivos amantes, o, parafraseando la que quizás sea la expresión más subversiva
del texto: «[…] les souillures du mariage et la désillusion de l’adultère
[…]» (Flaubert 1877 : 249) 10.

8 En aquella época el adulterio del hombre no tenía ningún tipo de consecuencia, pero el de la mujer era considerado
delito punible con dos años de cárcel, excepto si el marido ejercía el derecho de gracia (de nuevo, el esquema
romántico del hombre redentor).
9 La actitud de Emma Bovary ha terminado por trascender los límites de la ficción literaria para pasar a definir un

estado psicológico conocido como «bovarysme» que, en su acepción más común significa «Évasión dans l’imaginaire
par insatisfaction» («Huida hacia lo imaginario por insatisfacción». Cfr., Rey-Debove y Rey 1993: 255).
10 «[…] las impurezas del matrimonio y la decepción del adulterio […].»

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La marginalidad de Emma Bovary viene pues de su incapacidad para


adaptarse a unas normas socio-culturales que el propio Flaubert detestaba con
auténtica ferocidad. De ahí que tras la (aparentemente) objetiva descripción de la
vida banal de un ama de casa Flaubert dirija una terrible carga de profundidad
contra una sociedad que consideraba mezquina, arribista y terriblemente hipócrita.

LA OBRERA Y EL ESPACIO DOMÉSTICO


Como vimos más arriba, las novelas naturalistas transformaron el trabajo en
materia narrativa. Con una fuerza inusitada, campesinos, obreros industriales,
artesanos, comerciantes de diversa índole, etc. comenzaron a poblar las páginas de
unas obras que no se limitaban a presentarlos como exóticos elementos de una
sociedad industrializada, sino como víctimas de un orden cada vez más injusto.
Émile Zola fue, junto con los hermanos Goncourt, uno de los primeros y
quizás el mejor en retratar las vicisitudes de un proletariado cuya situación, en el
caso de las mujeres, se hacía doblemente marginal.
A pesar de que el trabajo femenino era considerado indigno entre las clases
medias y superiores de la sociedad decimonónica, las mujeres fueron
transformándose en una fuerza económica de primer orden a costa de soportar
mayor explotación que los hombres, lo cual nos da ya buena medida de su
condición. Con la revolución industrial las mujeres llegaron a representar el 30% de
los trabajadores en determinados sectores como el textil. Se las contrataba más
fácilmente que a los hombres porque cobraban la mitad y eran menos
reivindicativas. Las páginas naturalistas nos presentan a las mineras de Germinal, las
dependientas de El Paraíso de las Damas (Au Bonheur des Dames) o las lavanderas de
La Taberna (L’Assommoir), como auténticas heroínas que luchan denodadamente por
integrarse económica y socialmente en el mundo capitalista de la segunda mitad del
XIX, compaginando cargas familiares, trabajos extenuantes y mal pagados, y, en
muchos casos, una salud precaria derivada de sus deplorables condiciones de vida.
Por si fuera poco, sobre la mayoría planea la sombra del determinismo social
que, tras un espejismo de progreso y bienestar, las conduce inevitablemente al

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fracaso, a ser engullidas por una sociedad que no tolera a quienes no pueden seguir
el ritmo de la modernidad.
Resulta especialmente interesante el personaje de Gervaise, protagonista de
La Taberna11, porque el proceso de degradación física y moral al que se ve abocada
no sólo refleja fielmente la situación de este grupo social, sino que es objeto de
unas de las más impresionantes imágenes de la literatura del siglo XIX.
Siendo el espacio doméstico, como vimos más arriba, el ámbito
esencialmente femenino, muchas de estas mujeres proletarias viven con la obsesión
de encontrar un espacio propio, un refugio confortable y acogedor, como base
indiscutible para su vida en familia. Sin embargo, en plena época imperial asistimos
a la más extraordinaria remodelación urbanística que hubiera conocido la capital
francesa. De la mano del barón Haussmann, París inició la modernización de su
trazado urbano, sentando las bases de la ciudad que hoy conocemos. Pero esta
modernización, que haría de París la capital del progreso y de la belleza, se llevó a
cabo a costa de las clases más desfavorecidas a las que una política de sistemática
expropiación y aumento de los alquileres obligó a abandonar el centro de la ciudad
que pasaría a estar ocupado entonces por la media y alta burguesía. Encontrar una
casa decente en París se hizo cada vez más difícil. Al faltar ese espacio faltaba la
estabilidad, y sin ella llegaba indefectiblemente el derrumbe. De ahí que en algunos
casos, como en la mencionada novela, toda la dinámica del personaje pueda leerse
en términos de simbología espacial.
Contrariamente a sus preceptos teóricos, las novelas de Zola desarrollan un
extraordinario nivel simbólico que las lleva mucho más allá de la simple
transcripción de la realidad. Los espacios, por ejemplo, son altamente significativos,
porque, en lugar de presentarlos como mero decorado donde transcurre la acción,
Zola los reelabora, los poetiza muy sutilmente para transformarlos en metáfora o
metonimia de los personajes y de su evolución. La vida de Gervaise y su lucha por

11 Respecto a esta novela, son llamativas las conexiones entre pintura y literatura. Algunas de las escenas recreadas

por Zola beben directamente de los cuadros de Degas, El ajenjo (1876) (L’absinthe) y especialmente, Dos lavanderas
(1876-1878) (Deux blanchisseuses), y viceversa: cuadros como Planchadoras (1884) (Repasseuses) y Planchadora a contraluz
(1882) (Repasseuse à contre-jour) parecen inspirados directamente en escenas de la novela.

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encontrar un «trou» («agujero») queda perfectamente simbolizada en la sucesión de


espacios que va ocupando: de menos a más en una línea ascendente, en la primera
parte, y de más a menos, en una línea descendente, en la segunda, siguiendo una
perfecta simetría tan querida por Zola: de la tétrica habitación de pensión al
coqueto apartamento; de éste, a su flamante lavandería; de aquí, a la miserable
buhardilla, y finalmente, al hueco de la escalera.

LA PROSTITUTA Y EL PODER DEL CUERPO


En cuanto a la prostitución, en la segunda mitad del XIX va a experimentar,
social y literariamente, algunos cambios decisivos.
El cuerpo femenino era en aquella época una realidad profunda, compleja,
muy desconocida y enormemente conflictiva, transformada progresivamente en
gran tabú sexual para las clases medias que dominaban el panorama social del
momento. Todo en la mujer, lo físico como lo mental, remitía indefectiblemente al
sexo, una reducción avalada además, en aquella época, por disciplinas científicas
muy respetadas como la fisiología, para la cual el cuerpo de la mujer era una pura
patología sexual de funcionamiento inestable, contradictorio y poco conocido12.
No sólo la ciencia, la sociedad en general también reducía a la mujer a su
condición sexual, aunque, en este caso, el sexo gozaba de los privilegios de la doble
moral burguesa que lo hacían bascular entre la marginalidad y la integración:
mientras que en el ámbito familiar las alusiones al sexo estaban estrictamente
prohibidas, en el ámbito público –eminentemente masculino– el sexo era una
realidad cotidiana, integrada en los usos sociales en forma de una prostitución
concebida como una forma más de ocio. De hecho, los prostíbulos eran

12 Como bien se nos cuenta en el libro de Jean-Paul Aron, hasta el último cuarto de siglo aproximadamente, se
consideraba, por ejemplo, que los abortos espontáneos eran monstruos creados por las mujeres; que el gran apetito
de las embarazadas estaba en el origen de un mito que tuvo inexplicablemente cierta repercusión científica en el
incipiente psicoanálisis, el de la mujer-ogro; o que determinados desarreglos mentales como la histeria eran
exclusivos de las mujeres puesto que tenían un origen neurogenital, tal y como sostenía el eminente neurólogo
francés Jean-Baptiste Charcot.

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prácticamente como clubes sociales, lugares de socialización masculina, como nos


los presenta Maupassant:

On allait là, chaque soir, vers onze heures, comme au café, simplement. Ils s’y
retrouvaient à six ou huit, toujours les mêmes, non pas des noceurs, mais des
hommes honorables, des commerçants, des jeunes gens de la ville ; et l’on prenait
sa chartreuse en lutinant quelque peu les filles, ou bien on causait sérieusement
avec Madame, que tout le monde respectait (Maupassant 1891: 3)13.

Esta doble moral propició el desarrollo espectacular de una clase social


llamada demi-monde, aglutinada en forma de cortes paralelas a la corte imperial, en
torno a la figura de las cocottes o cortesanas, que no eran sino prostitutas de lujo
mantenidas por un conjunto de banqueros, empresarios, nobles y artistas que
ejercían de auténticos adoradores de aquellas mujeres.
La literatura de la primera mitad del siglo, la del primer romanticismo, nos
presenta una visión bastante idealizada de estas cortesanas: mujeres descarriadas,
capaces de regresar al buen camino gracias al amor puro y desinteresado de algún
hombre. En Marion Delorme, la obra de Víctor Hugo, o en La Dama de las Camelias
de Dumas, por poner dos de los ejemplos más conocidos, se trata de la prostitución
como pretexto para la redención del hombre sobre la mujer, a la que había de salvar
de su propio cuerpo. El objetivo era ponderar las capacidades mesiánicas del
hombre asemejándolo casi a Dios, mientras que la mujer permanecía en su papel de
pecadora, y el sexo era concebido como el pecado que redimir.
Sin embargo, en la segunda mitad del XIX, la prostitución queda reflejada en
la literatura de otro modo, probablemente respondiendo a los cambios sociales que
se estaban operando. La cortesana de las novelas naturalistas ya no quiere ser
salvada, es una mujer de orígenes muy humildes, ambiciosa, consciente del poder
de su cuerpo y deseosa de ejercerlo sobre los hombres para dominarlos a su antojo,
como si quisiera vengar en ellos las miserias pasadas. Que la mujer quisiera utilizar

13 «Iban allí cada noche, hacia las once, como quien va al café, con toda normalidad. Se reunían seis u ocho, siempre
los mismos, nada de juerguistas, sino hombres honorables, comerciantes y jóvenes de la ciudad; se tomaban su
chartreuse mientras bromeaban un poco con las chicas, o charlaban seriamente con Madame a quien todos respetaban».

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el sexo como arma de dominación económica y moral era completamente


subversivo para la burguesía acomodada que, aunque se escandalizara sólo de
pensarlo, se lanzó en masa a comprar la novela que consagraría definitivamente el
mito de la mujer fatal, la devoradora de hombres: Naná. Fue tal el impacto de esta
novela de Zola, que, a partir de entonces, el nombre de la protagonista –Naná,
diminutivo de Anna–, pasó a ser, en lenguaje familiar, un sustantivo, sinónimo de
‘chica’ o ‘muchacha’, con plena vigencia hasta el día de hoy14.
Pero Zola, como buen escritor naturalista, no creó el personaje de la nada.
Para construirlo, se inspiró en alguien real, una figura de la sociedad Parísina que
también había inspirado a Manet: la cortesana Anna Deslions, tan admirada como
temida. De ella se decía que era capaz de arruinar en una semana al hombre y por
ende a la familia que se le antojase o bien propulsar meteóricamente la carrera de
cualquiera que se hiciese merecedor de sus favores. Era una mujer de belleza
sorprendente, conocida por su costumbre de vestir de un color diferente para cada
uno de sus amantes.
El personaje literario de Naná nos ilustra el cambio social que se estaba
operando en la segunda mitad del siglo respecto a la prostitución. El sexo ya no
aparecía como aquel pecado que redimir, sino como una amenaza económica e
incluso biológica, algo muy propio de una sociedad que acababa de descubrir los
microbios, la profilaxis y la higiene. En un momento en que las enfermedades
venéreas, especialmente la sífilis, causaban auténticos estragos, el cuerpo de la
prostituta dejó de ser fuente de placer para ser concebido como fuente de
enfermedades capaces de desintegrar varias generaciones de una misma familia15. Se
llegó a creer realmente en una posible desaparición de las clases medias a causa de
la prostitución que, si no acababa con las familias por vía biológica, lo haría sin
duda por la vía económica; tal era la avidez de riqueza de las cortesanas.
El éxito de la novela, además de por el escándalo que levantaron sus
descripciones sexuales, tremendamente explícitas, radicó, en un primer momento,
14Ésta es la hipótesis defendida en el Dictionnaire historique de la langue française (1985: 1303), y por Rey (1992: 1303).
15Como no se conocía aún el mecanismo de contagio y transmisión de muchas de estas enfermedades se pensaba,
erróneamente, que se transmitían genéticamente.

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en el tratamiento moralizante que utilizó Zola, como buen burgués que era.
Presentaba a una mujer dominada por la ambición y la ferocidad de sus instintos
que utilizaba, a su vez, para someter y degradar al hombre. Pero sus armas se
volverían contra ella en una moraleja que no puede ser más evidente: Naná, que
vivió de su sexo, morirá también por su causa. La última imagen nos la muestra
tendida en su cama devorada por la sífilis que parecía complacerse en roer su
cuerpo, descrito en el último párrafo como una lenta degradación de carne
putrefacta y purulenta que el autor resume magistralmente en tres palabras: «Vénus
se décomposait»16 (Zola 1968: 439). Sin embargo, generaciones posteriores de
críticos y lectores sacaron a la luz nuevos valores textuales que transformaron al
personaje en un auténtico mito de la literatura naturalista, una criatura fabulosa y
terrible, mitad mujer, mitad animal –insecto carroñero o leona feroz– símbolo de la
decadencia inminente de toda una sociedad consumida por la corrupción, el vicio y
la codicia.

UN NUEVO TIPO FEMENINO


No obstante los tipos anteriores –y sirva esto de conclusión– en la literatura
de Zola aparece de manera excepcional otro tipo femenino, más alejado esta vez de
los referentes socioculturales. Es un tipo de mujer escasamente estudiado dentro de
los parámetros naturalistas por lo extraño de su morfología y significación, muy
lejos de los modelos más conocidos que hemos mencionado en páginas anteriores.
Se trata de mujeres extrañamente desprovistas de una dimensión material
que consideran un lastre y un impedimento para su realización espiritual, mujeres-
ángel que huyen consciente o inconscientemente de su sexualidad, aunque tengan
por ello que pagar con la vida misma. Toda su morfología evoca recurrentemente el
campo semántico de lo inmaterial, lo puro o incluso lo inorgánico: el frío, lo
mineral, lo blanco, lo sutil, la luz, lo transparente, lo evanescente, etc.

16 «Venus se estaba descomponiendo».

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Aunque el ejemplo más evidente lo encontramos en la protagonista de la


novela El sueño (Le rêve), muchacha de nombre tan evocador como el de Angélique,
podemos mencionar algunas otras como Albine en El pecado del padre Mouret (La
faute de l’abbé Mouret) o Miette en La fortuna de los Rougon (La fortune de Rougon), todas
ellas personajes de la serie Los Rougon-Macquart, en la que Zola intenta trazar un
completo panorama de la sociedad francesa en la segunda mitad del siglo XIX.
Su presencia, aunque tímida, al lado de poderosas féminas carnales, no hace
sino poner en evidencia una constante que determina la mayor parte de la literatura
naturalista y que quizá fuese un reflejo mismo de corrientes subterráneas que
discurrieran por la sociedad decimonónica. Hablamos de la dialéctica entre los dos
polos opuestos de la naturaleza humana: la material versus la espiritual que, lejos de
complementarse armónicamente, luchaban por imponerse desgarrando al
individuo. Esta lucha comenzó a desencadenarse con la llegada del materialismo
positivista y su defensa de la inmanencia empírica sobre la trascendencia, en una
época en que, además, el espectacular desarrollo científico parecía avalar estas tesis.
Sin embargo, hacia finales de siglo, se abrió una crisis generalizada –económica,
política, ideológica– que puso en tela de juicio las bases materialistas y provocó la
vuelta de presupuestos espiritualistas. No es extraño, pues, que esta tipología, que
encontramos también en la literatura simbolista o en la iconografía del Art
Nouveau, responda, en parte, a esta situación de desasosiego existencial.
Porque, en efecto, podríamos considerar el naturalismo de Zola, expresado
principalmente en su serie Los Rougon-Macquart, como la puesta en escena de una
sociedad que busca desesperadamente el equilibrio perdido, la armonía de los dos
principios, materia y espíritu, como base inapelable para el definitivo progreso de la
Humanidad. Y ¿qué mejor manera de hacerlo que a través de la naturaleza de la
mujer, perfecta metonimia, en este caso, de todo el conjunto social?

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TRABAJOS CITADOS
Aron, Jean-Paul. Misérable et glorieuse la femme du XIXe siècle. París : Éditions
Complexe, 1984.
Becker, Colette. Zola. Le saut dans les étoiles. París : Presses Universitaires de la
Sorbonne Nouvelle, 2002.
Flaubert Gustave. Madame Bovary. París: Charpentier, 1877 (1ª ed. 1856).
<http://gallica.bnf.fr>. 14 mayo 2009.
Maupassant, Guy. La maison Tellier. París : Ollendorf, 1891 (1ªed : 1881)
<http://gallica.bnf.fr>. 14 mayo 2009.
Prado, Javier del. Introducción. Madame Bovary, de Gustave Flaubert. Madrid:
Sociedad General Española de Librerías, 1982.
Quemada, Bernard (ed.). Trésor de la langue française, t. XI. París : Gallimard, 1985.
Rey, Alain: Dictionnaire historique de la langue française, t. II. París : Le Robert, 1992.
---. y Rey-Debove, Josette. Le Nouveau Petit Robert. París : Le Robert, 1993.
Rousseau, Jean-Jacques. Émile. Livre V, «Sophie ou la femme». París : Alexandre
Houssiaux, 1853 (1ª ed. 1762).
Zola, Émile. Nana. París : Garnier-Flammarion, 1968 (1ª ed. 1880).
---. «Balzac». Les romanciers naturalistes. París : Charpentier, 1881.
<http://gallica.bnf.fr>. 14 mayo 2009.

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VELOSO, Isabel. «Tipos femeninos en las novelas del realismo y del naturalismo francés». Rapsoda. Revista de
Literatura nº 1, 2009, pp. 91-104. <http://www.ucm.es/info/rapsoda/num1/studia/veloso.pdf>. Día, mes y
año de la consulta.
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