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TEMA: Subvertir el sentido de la historia: La primera guerra mundial

El reverso del progreso

Se dice que el siglo XX comienza en 1914 con el estallido de la Primera Guerra Mundial y acaba con la caída del Muro de
Berlín en 1989. En este sentido, la Primera Guerra Mundial, también conocida como la Gran Guerra, fue un acontecimiento
que determinó fuertemente el curso de las décadas posteriores.

En primer lugar, porque se trató de la guerra más cruenta que haya vivido hasta entonces la humanidad (en ella murieron
más de 8 millones de personas, y unos 20 millones resultaron heridos). En segundo lugar, porque fue un laboratorio en el
que se testearon diversas estrategias bélicas, como las trincheras: zanjas que se abrían en la tierra y que permitían disparar
a cubierto del enemigo. En tercer lugar, porque durante esos 4 años el mapa geopolítico de Europa cambió
radicalmente con la muerte de los imperios y el surgimiento de las naciones democráticas.
Progreso basado en el uso de la razón

Pero lo que realmente constituyó un golpe, fue que nada permitía pensar en la posibilidad de una guerra de tales
magnitudes. Hasta ese momento, la Historia se desarrollaba orientada por una lógica del progreso basado en el uso de la
razón, de modo tal que la civilización humana se sentía ad portas de su consagración. Este sentimiento generalizado era en
parte consecuencia de las dos Revoluciones Industriales que se sucedieron en Europa a partir de fines del siglo XVIII, y que
modificaron íntegramente el paisaje que rodeaba al hombre –con el desarrollo de las grandes metrópolis– y las condiciones
de su existencia –con la implementación de diversas tecnologías en la vida cotidiana–.

En este sentido, la civilización sólo podía seguir progresando, en la medida que se persistiera en la organización racional de
la vida, los recursos y los medios de producción.

Que toda esa racionalidad desembocara en la Gran Guerra fue algo difícil de procesar y asumir. Walter Benjamin, filósofo
alemán nacido en 1892, señala que la Gran Guerra fue: “una de las experiencias más atroces de la historia universal” y que
esta atrocidad se pudo constatar en el hecho que: “las gentes volvían mudas del campo de batalla […], más pobres en
cuanto a experiencia comunicable”.

Para Benjamin, la Primera Guerra Mundial marcó un hito en cuanto a la experiencia como forma que tienen los hombres
de organizar su relación con el mundo y con la realidad.En este sentido, todo el lenguaje del progreso técnico que venía
articulándose con las grandes revoluciones industriales, es hallado aquí en falta: la guerra de trincheras fue el fracaso de la
estrategia militar, la inflación fue el fracaso de las políticas económicas, la hambruna fue el fracaso de las políticas de salud,
etc.
Las consecuencias

A fin de cuentas, toda la riqueza que prometía la técnica se tradujo en una pobreza sin igual, en una exposición de ser
humano a la intemperie, un desamparo radical. La Guerra se había encargado de desacreditar todo lo que el hombre sabía
respecto del mundo y de sí mismo, sacando a relucir lo peor. Así, el hombre supuestamente civilizado había sucumbido a la
barbarie total.

Los artistas en la trinchera

Muchos artistas que fueron reclutados y pelearon en la Guerra, intentaron luego, a su modo, dar cuenta de lo que habían
vivido. Estas representaciones son, en general, figuraciones traumáticas. El pintor alemán Ernst Ludwig Kirchner, miembro
fundador del grupo expresionista El Puente (Die Brücke), fue reclutado en 1914 y dado de baja un año más tarde, tras una
crisis nerviosa. En 1915 pinta su “Autorretrato como soldado”, en el que su rostro enjuto y afilado contrasta con su mirada
vacía y azul. Kirchner se autorretrata con una mano mutilada y ensangrentada, dando la espalda a la modelo desnuda, es
decir, al arte, como si no fuera posible expresar plásticamente el horror vivido en los campos de batalla.

Otros artistas buscaron refugio en países neutrales como Suiza. Es en Zurich, en 1916, que se surge el Dadá, un movimiento
artístico de vanguardia liderado por el poeta Tristan Tzara y el pintor Hugo Ball. A diferencia de movimientos de vanguardia
artísticos en el sentido tradicional, como el cubismo de Picasso o el fauvismo de Matisse, el Dadá tomará una posición
política clara que teñirá todas sus ideas artísticas. En este sentido, la pretensión irracional de Tzara y sus compañeros es
una respuesta directa al uso indiscriminado de la razón que condujo a Europa a la guerra. Contra la afirmación implicada en
el progreso tecnológico, los dadaístas practicarán la negación total, la rebeldía y la voluntad de destrucción de todo orden
establecido. Se trata, a fin de cuentas, de persistir en el cuestionamiento continuo de todas las premisas que han
organizado la experiencia humana, sus convicciones y certezas.

Explosión y metrópolis

George Grosz fue un pintor asociado inicialmente al dadaísmo. Como Ernst Ludwig Kirchner, fue reclutado durante la
Primera Guerra Mundial y licenciado por un shock nervioso. La experiencia de la guerra se imprimió en muchas de sus obras
de esa época, en particular dos: Explosión y Metrópolis, ambas de 1917. La primera muestra una ciudad devastada por un
bombardeo. La perspectiva está totalmente quebrada y resulta difícil para el espectador identificar los distintos planos. Los
tonos sombríos del cuadro contrastan con el rojo del fuego que destruye los edificios y hace explotar las ventanas. Grosz no
sólo quiere representar el bombardeo propiamente tal, sino el caos y el desorden al que ha conducido la lógica racionalista
de la guerra.

En el segundo cuadro, Metrópolis, nada parece remitir a la guerra, salvo el tono rojo que tiñe toda la imagen. La vida urbana
es representada aquí como una vida caótica en la que nadie parece tocarse con nadie: cada cual sigue el curso de su día sin
jamás detenerse a mirar al otro. Esa indiferencia es propia, podría decirse, de la relativización de la vida humana que se
produce en el contexto de la guerra. El otro no es como yo, nada nos vincula. Pero tampoco hay individualidades en este
cuadro: al caos de la vida urbana se corresponde la masa en pánico, ensordecida, que corre sin saber realmente dónde va.

Tropas avanzando bajo el gas

Otto Dix es otro artista alemán que intentó dar cuenta de sus días en el frente. Se enlistó voluntariamente en el ejército y
combatió entre 1914 y 1918, recibiendo incluso de Cruz de Hierro. A pesar de su entusiasmo inicial, Dix se convertirá en uno
de los pintores más críticos de la guerra. Su aguatinta “Tropas avanzando bajo el gas”, de 1924, forma parte de una serie
de 50 grabados titulada “La guerra” (Der Krieg). La imagen interpela duramente al espectador, a quien se dirigen los rostros
enmascarados de los soldados, emergiendo de entre los alambres de púas, blandiendo sus armas como monstruos o
muertos vivientes.

Tema: El hombre y la máquina


Revolución industrial

En el primer módulo de este curso, nos referimos a la invención de la fotografía como uno de los muchos avances
científico-tecnológicos que caracterizaron el siglo XIX. Estos avances, destacaremos ahora, se enmarcan en una primera
Revolución Industrial, que se caracterizó por el paso de una economía rural centrada en la agricultura a una economía
urbana e industrializada.

Asistimos a la invención de la máquina a vapor, el motor de combustión interna, la electricidad y los ferrocarriles, así
como a la emergencia de una nueva clase social: el proletariado, compuesta por obreros industriales y campesinos. Esta es,
también, la época del surgimiento de las grandes metrópolis, como tan bien atestiguan poemas como “El cisne” de Charles
Baudelaire, contenido en Las flores del mal (Les Fleurs du Mal), de 1857, o la pintura impresionista, encabezada por Claude
Monet y Auguste Renoir, pero también por Gustave Caillebotte y Camille Pisarro.

La ciudad en transformación
En efecto, el paisaje que rodea al hombre de mediados del siglo XIX es distinto al del siglo XVIII. Y Charles Baudelaire, el
poeta de la melancolía moderna, lo resiente:
“Andrómaca, pienso en usted. Ese riachuelo
Pobre y triste espejo donde antaño resplandeció
La inmensa majestad de vuestros dolores de viuda,
Ese Simoïs mentiroso que con vuestras lágrimas crece,

Ha fecundado de pronto mi memoria fértil,


Cuando yo atravesaba el nuevo Carrousel.
El viejo París se fue (la forma de una ciudad
Cambia más rápido, ¡ay!, que el corazón de un mortal);

[…] ¡París cambia! ¡Pero nada en mi melancolía


Se ha movido! Palacios nuevos, andamiajes, bloques,
Viejos arrabales, todo para mí se vuelve alegoría,
Y mis caros recuerdos me pesan más que rocas…”

En la cadena de montaje

Como podemos ver, la industrialización de la producción trae consigo muchos cambios. Lógicamente, muchos de estos
cambios se materializan en una modificación de las condiciones de la experiencia humana, es decir, en una transformación
de los modos en que el hombre se relaciona con su entorno y lo incorpora.

En este sentido, por ejemplo, el virtual abandono de los modos de producción artesanales implicará un cambio en la
relación entre el hombre y los objetos. Mientras el artesano participa de cada momento de la producción de su objeto,
siendo esta producción guiada por su propia mano, el obrero sólo se relaciona con el objeto en un momento específico de
su producción, y la mecanización del gesto que marca su acción sobre ese objeto le impide comprender y asimilar la
relación que hay entre esa acción y el objeto como producto final.
Como bien dice Walter Benjamin citando a Karl Marx: “En el trato con la máquina los obreros aprenden a coordinar «su
propio movimiento al siempre uniforme de un autómata».”

Es decir, que el obrero se comporta ante la máquina como si fuese él mismo una máquina. Sólo así puede acoplarse a ella
y desarrollar la actividad que le corresponde, por mecánica que sea. El obrero es adiestrado para entenderse con la
máquina, pero este adiestramiento no es una especialización en el sentido del artesano versado en su oficio, sino una
especialización que funciona más bien como una atomización del oficio. El obrero se especializa en un gesto, pero este
gesto podría llevarlo a cabo cualquiera que fuese adiestrado para ello. Su especialización consiste en no tener ninguna
cualidad exclusiva.

Esta organización en serie de la producción industrial se masifica tras la Primera Guerra Mundial gracias al “fordismo”, que
recibe su nombre de Henry Ford, el empresario estadounidense creador de la cadena de montaje. Este sistema se basa,
como otros, en la división del trabajo, es decir en una simplificación de las tareas que cada individuo debe realizar y en la
coordinación secuencial de cada una de estas tareas respecto de un producto final, optimizando el tiempo de manufactura
y permitiendo por lo mismo aumentar los volúmenes de producción.

Sin embargo, la alta eficiencia de este método implicó también una desafección del individuo respecto de su propio
trabajo, así como diversos traumas físicos por la limitación de la movilidad y traumas psicológicos por el estrés al que eran
sometidos en la repetición infinita y coordinada de los mismos movimientos.
La lucha de clases

A diferencia de la película de Chaplin, que mediante el humor es capaz de ofrecer una crítica de las condiciones de
existencia de su propia época, Metrópolis (1927) de Fritz Lang escenifica las relaciones entre el hombre y la máquina en
una clave marcada por la lucha de clases.
Para tal efecto, el director construye una visión de la sociedad moderna ambientada en un futuro distópico, donde
encontramos básicamente dos grupos o clases: los obreros-presos y los ciudadanos-libres, siendo los primeros oprimidos
por estos últimos. Los ciudadanos viven en la superficie de la ciudad, mientras que los obreros lo hacen en las capas
subterráneas, donde también se encuentran las maquinarias que, día tras día, están condenados a operar.

Circunstancialmente, los caminos de ambas clases se cruzan cuando una obrera, acompañada de un grupo de niños, se
presenta en los Jardines Eternos donde la élite se entretiene. Freder, hijo del presidente de la fábrica y dueño también de
toda la ciudad, es testigo de este cruce y no podrá olvidarlo. Obsesionado con estos hombres cuya existencia
aparentemente desconocía, Freder decide bajar al mundo subterráneo en busca de la mujer. Allí no sólo podrá conocer de
primera mano las condiciones en las que trabajan los obreros, sino que también atestiguará un catastrófico accidente en el
que morirán varios obreros.
Tema: El surgimiento de los totalitarismos

El balance de la guerra

Tras la Gran Guerra, la vida económica en Europa constituía un caos. Al menos ocho millones de hombres habían perdido
la vida en el conflicto; y si a esas bajas sumamos las muertes provocadas por la revolución rusa, la gripe, el tifus y otros
conflictos bélicos menores que se sucedieron durante la década de 1920, entonces el número de muertes se aproxima a los
trece millones.

No sólo la infraestructura urbana y económica de todo el continente se vio prácticamente reducida a escombros. El grueso
de los hombres, que una vez terminada guerra debían reintegrarse a la matriz productiva de sus respectivos países,
simplemente habían muerto en el campo de batalla. Según datos recopilados por el historiador Mark Mazower en La
Europa Negra.

Desde la Gran Guerra hasta la caída del comunismo, Francia perdió a uno de cada diez de sus varones activos, Serbia y
Rumania todavía más. La mayoría de estos muertos eran jóvenes cuya ausencia en la Europa de posguerra tuvo
consecuencias profundas y devastadoras para quienes sobrevivieron: pensemos que sólo en Alemania quedaron alrededor
de quinientas mil viudas, la gran mayoría de ellas con familias numerosas de las cuales hacerse cargo.

Los hombres después de la guerra y la crisis

Muchos de los hombres que retornaron del frente portaban cicatrices físicas y mentales de sus experiencias en las
trincheras:

“incapaces de reintegrarse a la vida civil, obsesionados por los recuerdos bélicos, muchos se suicidaron –las estadísticas se
dispararon al final de la guerra-, bebieron para tratar de ahogarlos […]. Mientras que los Gobiernos erigían nobles
monumentos para conmemorar a los muertos, los veteranos mutilados mendigaban en las esquinas o buscaban
trabajo” señala Mazower.

Europa se ve cubierta por una atmósfera de crisis radical entre los años 1918-1919, marcada por insurrecciones,
revoluciones y motines que continuaran durante toda la década siguiente. Reinaba la sensación de un completo colapso del
orden social.

Esta situación se radicalizó hasta el absurdo a partir de la crisis inflacionaria que el continente europeo debió afrontar
durante el periodo de entreguerras. La moneda, la realidad y la propia existencia se ven presas de una profunda
confusión. Así, la vida misma acaba convertida en una especie de máscara grotesca, de la que el arte expresionista alemán,
como ya pudimos revisar, puede darnos una imagen bastante cercana a la realidad. El hambre se extiende por las otrora
imponentes capitales europeas, en tanto los precios –según datos históricos fehacientes- alcanzan niveles centenares de
veces más altos que los previos a la guerra. A modo de ejemplo, hacia el verano de 1932 se compraba por un dólar 83.600
coronas austriacas. Pero fue en la Alemania de Weimar donde la inflación se disparó a niveles completamente irracionales a
partir del año 1923. Fue precisamente ese año cuando Hitler intentó dar su frustrado golpe de Estado en Múnich.

Un presagio de venganza
Si la serpiente metaforizaba todo el mal, todo el horror, toda la bestialidad con la cual el totalitarismo nazi iba a desgarrar
profundamente la historia del mundo moderno, entonces debemos decir que dicha bestia no surgió de la nada ni tampoco
atacó por sorpresa a Europa: la serpiente se incubó durante décadas, alimentándose del hambre y la miseria que
acosaron a la Alemania del periodo de entreguerras.

Precisamente, el grueso de la oratoria con la que Adolf Hitler, un antiguo cabo del Ejército alemán de la Primera Guerra
Mundial, logró seducir a una nación abatida, apelaba a recuperar “el honor perdido de la raza germana”. Honor que le había
sido arrebatado no sólo por la derrota frente a los Aliados, sino por los términos asfixiantes que estos últimos le impusieron
a Alemania tras su capitulación y posterior firma del Tratado de Versalles.

El secretario estadounidense de Defensa, y jefe de la delegación de su país en las conversaciones de paz, expresó su
preocupación a este respecto con las siguientes palabras: “Pasarán años antes de que estos pueblos oprimidos sean capaces
de sacudirse el yugo. Pero, tan cierto como el día sigue a la noche, llegará el momento en que lo intentarán”.

La raza aria

Ese momento llegará tan solo dos décadas más tarde y su instigador será el Canciller del Reich, Adolf Hitler, quien no se
cansaba de recordarles a los alemanes que formaban parte de una “raza superior”, la raza aria, la cual estaba destinada
a dominar e imponerse sobre los pueblos más débiles; y que la fuerza vital de la raza, la salud del cuerpo y del espíritu de la
nación sólo podía preservarse eliminando a las “plagas morales” y las “amenazas biológicas” constituidas por los judíos, los
enfermos mentales, los gitanos, los homosexuales, las personas de raza negra y quienes sufrían de alguna deformidad. Es
decir, todo aquel que representara una diferencia respecto del patrón considerado como «norma». Nos encontramos
frente a los antecedentes directos de los bestiales campos de concentración.

Arte degenerado en la Alemania nazi


Antecedentes
Los vínculos entre nazismo y arte pueden abordarse desde distintos ángulos. Se podría partir por la conocida anécdota
del fracaso de Adolf Hitler como pintor, quien fuera rechazado en dos años consecutivos –1907 y 1908– por la Academia de
Bellas Artes de Viena.

Pero entre los altos mandos del régimen nazi, no sólo Hitler tenía pretensiones artísticas. Alfred Rosenberg, Jefe de Asuntos
Exteriores del Partido Nazi y autor intelectual del saqueo de varios museos, era arquitecto. Baldur Von Schirach era poeta y
compuso los himnos de las Juventudes Hitlerianas, que lideró desde 1933, siendo también director artístico del Teatro
Nacional. Walther Funk, Ministro de Economía entre 1937 y 1945, intentó durante su juventud una carrera como músico.

Julius Streicher, director del periódico Der Strümer e ideólogo de la propaganda antisemita, era acuarelista. Rudolf Hess,
ministro de varias carteras y cercano a la documentalista Leni Riefenstahl, era poeta. Joachim von Ribbentrop, Ministro de
Relaciones Exteriores, escribió en los años veinte la obra de teatro Por el camino del Führer. Ernst Röhm, comandante de
las S.A., escribía poemas en hexámetros que luego enviaba a Hitler, quien lo mandó asesinar en 1934, no sin antes ofrecerle
como salida un suicidio honroso. Albert Speer, arquitecto, fue el encargado de construir varios edificios y de proyectar la
ciudad ideal de Hitler. Y Joseph Goebbels, jefe de propaganda, obtuvo en 1921 un Doctorado en Letras y Filosofía, en
Heidelberg.
Desarrollo del arte
Los anteriores no son simples “datos rosa”. Se trata de anécdotas, es cierto, pero lo que nos comunican no es irrelevante.
No se trata de pensar cómo habría cambiado la historia si Hitler hubiese sido un pintor menos mediocre, sino de
comprender que el régimen nazi tiene en su base una estrecha relación con el arte, y que esta relación está marcado por:

A) Un proyecto político que utiliza la figura del dictador como artista creador.

B) El desarrollo de un canon estético específico que contribuya a la elaboración de una Alemania mítica, emparentada con
la Grecia clásica.

C) El uso de las obras de arte como propaganda, ya sea en un sentido positivo o negativo. Para comprender esta cuestión,
nos detendremos en un acontecimiento especialmente significativo: la muestra Entartete Kunst –Arte Degenerado-,
inaugurada el 19 de julio de 1937 en Múnich.
"Entartete" y degeneración

El concepto de degeneración era moneda corriente en el siglo XIX, cuando Max Nordau publica en 1892 el libro Entartung,
obra que sienta las bases de una crítica del arte moderno como producto de una subjetividad tan corrupta y
emocionalmente debilitada, que era incapaz de producir expresiones artísticas coherentes.

El estudio de Nordau toma como modelo la investigación El hombre delincuente, del criminalista Cesare
Lombroso, publicado en 1876 y que intentaba demostrar la existencia de “criminales natos” cuyos rasgos delictivos podrían
detectarse midiendo una serie de caracteres físicos. En términos anatómicos, estos “criminales natos” –que eran, de
partida, inferiores al homo sapiens- compartían extremidades de singular longitud, orejas de tamaños
inusuales,rostros y cráneos asimétricos, así como un umbral de dolor más elevado y una visión más aguda de lo normal.
Dice Lombroso, examinando un cráneo:
“No fue una idea sino un rayo de inspiración. Al ver ese cráneo me pareció comprender súbitamente, iluminado como una
vasta llanura bajo un cielo flameante, el problema de la naturaleza del criminal, un ser atávico que reproduce en su persona
los instintos feroces de la humanidad primitiva y los animales inferiores. Las manifestaciones anatómicas eran las
mandíbulas enormes, los pómulos altos, los arcos superciliares prominentes, las líneas aisladas de la palma de la mano, el
tamaño excesivo de las órbitas, las orejas con forma de asa que se encuentran en criminales, salvajes y monos, la
insensibilidad al dolor, la visión extremadamente aguda, tatuajes, indolencia excesiva, afición a las orgías, y la búsqueda
irresistible del mal por el mal mismo, el deseo no solo de quitar la vida a la víctima, sino también a mutilar el cadáver, rasgar
la carne y beber la sangre.”
El término Entartete fue adoptado sistemáticamente por distintos autores vinculados al régimen nazi, como Alfred
Rosenberg y Paul Schultze-Naumburg.

"Entartete Kunst": una curatoría

El 30 de junio de 1937, Goebbels comisiona a 6 funcionarios con la tarea de confiscar aquellas obras que
pudieran considerarse modernas, denegeradas o subversivas. Alrededor de 5.000 obras fueron requisadas en 32 museos
de toda Alemania. Entre los autores figuraban Emil Nolde, Ernst Ludwig Kirchner, Otto Dix, George Grosz, Wassily
Kandinsky, Paul Klee, Franz Marc, Laszló Moholy-Nagy, Piet Mondrian, Marc Chagall, James Ensor, Henri Matisse, Pablo
Picasso y Vincent Van Gogh.

Finalmente, 650 fueron seleccionadas y montadas en el segundo piso de lo que fuera el Instituto de Arqueología. Entre el
inicio de la comisión y la apertura al público de la muestra, pasaron poco más de 45 días. La mayor parte de las obras no
llegó a Múnich sino dos semanas antes de la fecha de inauguración. Con tan poco tiempo, las obras apenas fueron
amontonadas unas junto a otras, desprolijamente y, muchas veces, sin rótulo de autoría.

La Entartete Kunst, inaugurada el 19 de julio de 1937, es una de las muestras más exitosas del siglo XX en términos de
público visitante: durante los cuatro meses en que estuvo abierta, fue vista por más de dos millones de personas. Un
catálogo de la muestra fue puesto a disposición del público algunas semanas después de la apertura. El documento
contiene una introducción, titulada “¿Qué pretende la exposición Arte Degenerado?”, la descripción de nueve conjuntos
de obras, que coinciden con las nueve salas de la exposición, y un extracto del discurso de Hitler en la inauguración de la
Casa del Arte Alemán, titulado “El fin del arte bolchevique”. El texto señala que la exposición era una especie de suma de la
decadencia cultural en que se encontraba Alemania antes de la llegada de Hitler.

Informe artístico

Un decreto de 1936 habría prohibido la crítica de arte, reemplazándola por el “informe artístico”, al considerar que aquélla
era una forma de expresión de la subjetividad burguesa –una moderna invención judía–, que promovía una visión elitista
del arte y carecía, a fin de cuentas, de la objetividad necesaria para que cada espectador se formara su propio juicio. En
atención a lo anterior, la exposición tenía como objeto

“hacer un llamado al buen juicio de las personas, y de esta manera, ponerle punto final a la retórica necia y artificial de estas
roscas literarias de sanguijuelas conspiradoras”.

El catálogo señala, también, que la muestra tenía como objeto develar los vínculos entre anarquía política y anarquía
cultural, esto es, entre comunismo y arte moderno.
El catálogo de la muestra

A continuación, el catálogo expone algo que llama “consideraciones museográficas sobre la exhibición”. Reconoce que las
obras seleccionadas son “de un impacto tal, que puede aturdir y trastornar a cualquier ciudadano de bien”, lo que ha
hecho necesario “adoptar un principio ordenador para clasificar las obras de cada salón según su tendencia y forma”, y
sugiere “una secuencia determinada para acercarse a estos grupos”.
Catálogo (1er al 5º grupo)

De este modo, el primer grupo “proporciona una visión general del barbarismo de la representación desde el punto de vista
de la técnica”, barbarismo que se delata en “el colapso y la pérdida progresiva de sensibilidad hacia la forma y el color”. Las
obras de este grupo se caracterizan igualmente por la falta de criterio en la elección de los temas, cuestión que
subestimaría las expectativas “de cualquier espectador normal con un interés en el arte”.

El segundo grupo reunía obras que tematizaban la religión, las que eran descritas como mofas ofensivas y de mal gusto.

El tercer grupo consignaba obras a las que podía atribuirse algún germen de subversión política, por ejemplo aquellas que
incitaban a la lucha de clases retratando la miseria de las clases pobres o confrontando a capitalistas y explotados.

El cuarto grupo designaba obras cuya tendencia política se expresa como crítica de la guerra: soldados asesinados, lisiados
de guerra y veteranos borrachos dan aquí la nota.

El quinto grupo toca a la degeneración moral en el arte, con obras calificadas como vulgares, decadentes y criminales,
algunas de las cuales, dice el texto, ni siquiera pudieron ser exhibidas en consideración a la audiencia femenina.
Catálogo (6º al 9º grupo)

El sexto grupo refiere a la “conciencia racial” protegida por la ideología bolchevique, presentando “al negro y al isleño del
Mar del Sur como el evidente ideal racial del arte moderno”. Destaca este arte negro por un uso “bárbaro” de la técnica.

El séptimo grupo está dedicado a “otro ideal intelectual muy puntual, a saber, el idiota, el menso y el lisiado”. El texto acusa
en la pintura moderna “una deliberada evasión de su parte a buscar la semejanza”, y de hacer del cretinismo un “especial
estímulo creativo”.

El octavo grupo es, simplemente, el de los artistas judíos.


El noveno grupo es el único que ha sido propiamente rotulado, llevando por nombre “locura absoluta”, y tiene como eje
“un recorrido a través de los fracasos producidos por todos los ‘ismos’ [el arte de vanguardia].”
El texto del catálogo

El catálogo reproduce, finalmente, un extenso pasaje de un discurso de Hitler, cuyas directrices en materia de arte no
pueden sobreestimarse. Este fragmento comienza con un ataque a la ya muy dañada crítica de arte, cuyo objeto no sería
sino nublar el sano juicio del espectador por medio de una fraseología de la complicación.

“Todas esas frases sensibleras y pegajosas como ‘experiencia interior’, ‘una fuerte resolución’, ‘voluntad poderosa’, ‘emoción
profética’, ‘actitud heroica’, ‘empatía significativa’, ‘experiencia de duración’, ‘primitivismo arquetípico’ y otras similares –
todas esas estúpidas, mentirosas evasivas, todas esas payasadas y sandeces– no van a servir nunca más para excusar,
mucho menos para encargar producciones que por ser totalmente ineptas son intrínsecamente indignas. Si alguien siente un
poderoso impulso o una experiencia interior, que lo pruebe a través del trabajo continuo, y no a través de sus palabras
estúpidas.”

A continuación, el texto del catálogo se refiere en dos momentos al arte de vanguardia. Primero, señala que no es función
del arte imaginar lo posible, sino expresar lo que ya es: “no es el arte lo que construye una nueva era, sino la vida entera de
una nación que primero se reforma o renueva a sí misma, la que sólo entonces busca una nueva forma de expresión”.

Segundo, toca al problema de la experiencia que se deslinda de las técnicas y procedimientos del arte de vanguardia: “No
tengo intención alguna de discutir si esa gente [los artistas] ve y siente esas cosas o no, pero en nombre del pueblo alemán
quisiera prohibirle a cualquiera de estos lastimosos desdichados –a estas víctimas de tan defectuosa vista, por supuesto–
intentar engañar al público e inducirlo a aceptar tales productos de su visión distorsionada como objetos reales o incluso
como ‘arte.”

Frente a este conflicto sobre la realidad de lo representado, Hitler propone en su discurso dos alternativas, que quisiera
reproducir íntegramente:

“La primera es que los que dicen ser ‘artistas’ realmente vean las cosas de esta manera y por lo tanto crear en lo que
representan –en cuyo caso simplemente tocaría abrir una investigación para determinar si sus defectos visuales son de
nacimiento, o puro defecto mecánico. Si esto lo que ocurre, sería algo profundamente lamentable para estos pobrecitos; si
ocurre lo contrario, entonces sería cuestión del Ministerio del Interior del Reich encargarse de anticipar y prevenir por lo
menos cualquier transmisión hereditaria de estos defectos visuales tan apabullantes. Pero si estos señores no creen en la
realidad de tales impresiones, sino que buscan endilgarle sus engañifas a la gente por otras razones, entonces un
comportamiento así cae dentro del espectro de la ley criminal.”
El engendramiento por imagen

Un arte degenerado engendraría una humanidad monstruosa. Ese era, en cierto sentido, el impronunciable temor nazi, la
catástrofe que había que evitar a como diera lugar. La exposición de 1937 no es la primera muestra de Entartete Kunst: las
hay previas, a partir de 1933, año que es también el de las primeras medidas antijudías, de la ley de esterilización y, en
general, de una serie de resoluciones tendientes a proteger la raza. El vínculo no es casual, sino que participa de uno de los
mitos que rodean la práctica artística: el “engendramiento por la imagen”. Este mito se relaciona con las imágenes que las
parejas tenían a la vista durante las relaciones sexuales. Se suponía que la contemplación de imágenes bellas contribuía al
engendramiento de hijos bellos, pues los padres imprimían en sus “semillas” armonías análogas a las de las imágenes que
los rodeaban durante el acto sexual.

Por ejemplo, era costumbre durante el Renacimiento que los hombres regalaran a sus mujeres cuadros de mujeres
desnudas. Un caso famoso es el de la Venus de Tiziano, encargada por Guidobaldo della Rovere, duque de Urbino, para su
joven esposa. El gesto sexual de la Venus pertenece a los códigos de estos “cuadros matrimoniales”, y era aceptado en
tanto medio de preparación para una fecundación efectiva: se consideraba entonces que el goce sexual propiciaba la
concepción y que, incluso, los hijos serían más hermosos. Este mito se moderniza en el siglo XX bajo la hipótesis de
un autoengendramiento incesante, confirmado sistemáticamente por la publicidad y la propaganda: como explica Éric
Michaud, “cada uno deviene, en efecto, capaz de embarazarse a sí mismo en un ser semejante a la imagen que parece
responder a su deseo. Un hombre nuevo nacía ahora cada vez que había pasaje al acto según la imagen.”
La gran exposición del arte alemán

Del otro lado de la plaza junto a la que se montó la Entartete Kunst, encontramos la Gran exposición de arte alemán,
inaugurada el 18 de julio de 1937, un día antes que su doble degenerado, y tras sendas festividades que celebraban los “dos
mil años de arte alemán”.

Sin embargo, la curatoría de esta exposición no contempló el montaje de obras que fueran representativas de este trayecto
milenario; pocas semanas antes de la inauguración, Hitler decidió que la muestra albergaría obras alemanas
contemporáneas “de alta calidad”, que fueran representativas de la ideología del Tercer Reich. Las directrices eran confusas
y sus asesores no lograban interpretar lo que esta “alta calidad” suponía, y menos dar con un modelo de arte, al punto que
en muchos casos fue el mismo Hitler quien decidió qué obras exponer y cuáles no.

De hecho, en su primera visita a Múnich para supervisar el proceso, Hitler habría expresado la convicción de que la muestra
no debía montarse, que las obras reunidas daban cuenta de que no había en Alemania artistas a la altura de la Casa del Arte
Alemán.

Fue entonces que Goebbels considera la posibilidad de montar una exposición de arte degenerado junto a la que, por
contraste, la Gran exposición de arte alemán –plagada de paisajes, desnudos y escenas campesinas– cobrara los rasgos que
Hitler había deseado para ella. El largo y accidentado proceso de selección y montaje de las obras de la Gran exposición,
contrasta con la curatoría relámpago de la Entartete Kunst cuyas obras, recordemos, fueron confiscadas, seleccionadas y
montadas en casi 20 días.
La comisión

La comisión, liderada por Adolf Ziegler, elaboró una lista de todos los artistas mencionados en diarios y revistas de
vanguardia. Igualmente fueron escrutados los libros publicados por directores de museos liberales. También se sirvieron de
las recomendaciones de Wolfgang Willrich, un mediocre pintor que en La purificación del templo del arte, publicada meses
antes de la apertura de ambas muestras, señala que “el arte sería capaz de romper el encadenamiento de las causas
naturales de degeneración si se llegaba a implantar en el cuerpo germano-nórdico el injerto, conservado en el arte como en
ciertos especímenes alemanes, del ideal puro de los Antiguos.”
Generando contrastes

Las 650 obras sustraídas fueron montadas de tal modo que la primera impresión fuera un caos generalizado. Muchas
pinturas habían sido arrancadas de sus marcos, y algunas fueron parcialmente tapadas con lemas y propaganda nazi, o
rubricadas con burlas sobre las intenciones de sus autores. Igualmente, cada obra consignaba el valor de su compra y el
nombre del director del museo que la había autorizado. Dada la hiperinflación de comienzos de los años ‘20, los precios
parecían exorbitantes.

De las 650 obras, 125 fueron luego ofrecidas en una subasta privada. Un segundo proceso de “purificación de los museos”
comenzó en 1938. Estas obras y las que recorrían Alemania en las exposiciones de arte degenerado fueron finalmente
amontonadas en depósitos fuera de Berlin y puestas a disposición de compradores extranjeros. 12.890 obras fueron
contabilizadas. En diciembre del 1938, cuando Goebbels dispuso que lo restante fuera quemado, quedaban alrededor de
4.800.

El contraste que Hitler buscaba entre ambas exposiciones –contraste que lograría anidar en el corazón de los espectadores
una atracción por el mito nórdico y una repulsión por todo lo que le fuera ajeno–, tuvo lugar, pero no a su favor. Al efecto
de caos generalizado de la Entartete Kunst se suma la intervención sistemática de las obras y de su espacio de
exhibición,así como un uso totalmente innovador del “pie de foto”. Los pocos testimonios de asistentes no señalan haber
sido violentados por la Entartete Kunst, ni enfervorizados por la Gran exposición de arte alemán: más extrañas les parecían
las portentosas esculturas de un Arno Breker que las figuras desmembradas de un Ludwig Kirchner.
La inauguración

Pocos días antes de inaugurar la Gran exposición de arte alemán, Hitler había hecho grabar la siguiente frase sobre la
entrada de la Casa del Arte:

“Ningún pueblo sobrevive a los documentos de su cultura”.

Por supuesto olvidaba, como ese mismo año recordaría Benjamin, que “todo documento de cultura es un documento de
barbarie”.

Tema: La segunda guerra mundial


La reorganización alemana

En la sesión anterior, dedicada a los totalitarismos del siglo XX, nos referimos a las paupérrimas condiciones en que se
encontraba Alemaniatras el fin de la Gran Guerra, debido principalmente a las perjudiciales exigencias que le fueron
impuestas por el tratado firmado en la Sala de los Espejos del Palacio de Versalles, que más que un intento de hallar un
nuevo equilibrio en Europa, constituyó un ajuste de cuentas de los vencedores con los vencidos.

La humillación que sufrió Alemania con el tratado de paz, sumada a las dificultades para pagar las enormes reparaciones
de guerra y la crisis inflacionaria que siguió, impidiendo el relanzamiento de la economía alemana, se convirtieron en el
caldo de cultivo del que nacería esa serpiente –según la metáfora empleada en la película de Bergman- que fue el nazismo,
y su ideología de superioridad racial.

Precisamente, el despuntar de la ideología y la oratoria nazi en la Alemania de Weimar, se asentará en el discurso de


una nación golpeada y supuestamente traicionada por causa “del temor y el egoísmo de los no-arios”, es decir, de los
judíos alemanes. Este discurso nacionalista, ultraderechista y antijudío es el que cautiva a Adolf Hitler, quien se afiliará al
Partido Alemán de los Trabajadores o Partido Obrero Alemán (DAP, según sus siglas en alemán) el 14 de septiembre de
1919.

El DAP había sido fundado en febrero de ese año en Múnich por el mecánico y trabajador ferroviario Anton Drexler. Tras la
entrada de Hitler, el partido cambiará su nombre al de Partido Nacionalsocialista Alemán (NSDAP) el 24 de febrero de 1929.
Surge entonces el tristemente famoso Partido Nazi, cuya base electoral comenzará a crecer de manera exponencial a partir
de las elecciones de los años ’30.
Poder desde las urnas

Aunque parezca sorprendente, tanto el fascismo italiano como el nazismo alemán llegaron al poder por vía de las urnas. En
1930, el NSDAP pasó del 2,5% de los votos al 18,3%. Dos años más tarde los nazis se hacían con el 37% del electorado.
Finalmente, el 30 de enero de 1933 Adolf Hitler fue nombrado canciller de Alemania. Al asumir el cargo su primera reunión
fue con los altos mandos militares, a quienes comunicó su decisión irrestricta de comenzar el rearme de manera inmediata,
lo cual sería una manera de activar la industria alemana y luchar contra el desempleo, al tiempo que ponía en aviso a los
generales sobre sus intenciones bélicas.

Contraviniendo explícitamente los acuerdos pactados en Versalles, en 1935 Hitler continuará su campaña armamentista
reinstaurando el servicio militar obligatorio y creando una marina (Kriegsmarine) y una aviación (Luftwaffe) para su
ejército o «Fuerza de defensa» (Wehrmacht).
Incumplimientos alemanes

Frente a la amenaza que suponía el rearme alemán para una Europa que aún no lograba sobreponerse a las consecuencias
de la guerra, llama la atención la pasividad con que Francia y Gran Bretaña observaron la violación de las obligaciones que
ellos mismos habían impuesto a Alemania. Hitler daría un paso más allá y comenzará una agresiva política de expansión
territorial, anexionando las poblaciones de habla alemana que habían quedado dispersas tras la disolución del Imperio
Alemán al finalizar la Primera Guerra.

La primera sería la de Austria, conocida con el nombre de Anschluss («Reunión»). Las tropas alemanas cruzaron la frontera
sin encontrar resistencia del ejército austriaco ni de los líderes franceses y británicos, quienes se limitaban a observar
estoicos como Hitler contravenía sistemáticamente las cláusulas impuestas por Versalles. Ambas potencias persistieron en
una política de apaciguamiento, convencidas de que Hitler calmaría su agresividad si se le hacían ciertas concesiones.
La conferencia de Múnich

Franceses y británicos imaginaban que, tras la muerte y la destrucción provocadas por la Primera Guerra, ningún país de
Europa albergaría afanes belicistas. Esperanza compartida también por el presidente de Estados Unidos Thomas Woodrow
Wilson (1856-1924), para quien la Gran Guerra había sido la última de todas, y que en adelante los conflictos entre naciones
se resolverían mediante la vía diplomática. Precisamente fue con este espíritu que el Tratado de Versalles había establecido
la creación de una Sociedad de Naciones, a la que Alemania renunciará el mismo año en que Hitler asume el poder.

Cinco años más tarde, Hitler convocará la Conferencia de Múnich, tras la cual el primer ministro Francés, Édouard Daladier,
y su homólogo británico, Neville Chamberlain, dieron carta blanca para que el líder nazi, tras haberse anexionado Austria,
continuara su política expansionista y ocupara militarmente Checoslovaquia. La lucha por el “espacio vital” del Tercer
Reich había comenzado.

El premier inglés, Chamberlain, se mostró triunfalista al regresar a Londres, donde sostuvo que los acuerdos firmados en
Múnich representaban “la paz para nuestro tiempo” y que su pueblo podía “marchar a casa y dormir tranquilo en su cama”.

Días después, desde el Palacio de Westminster, sede del Parlamento Británico, Winston Churchill iba a responder, con la
misma afilada oratoria que lo volvería famoso, que: “Inglaterra ha podido escoger entre la vergüenza y la guerra. Ha
escogido la vergüenza [aceptando las provocaciones e incumplimientos sucesivos de Hitler] y tendrá [por ello] la guerra”.
Francia e Inglaterra no tardarían en descubrir que su política de apaciguamiento no conducía a ninguna parte salvo a un
nuevo enfrentamiento bélico para el que no quisieron prepararse.
El corredor de Danzig

Tras la anexión de Austria y la ocupación de la mayor parte de Checoslovaquia, Hitler dirigirá sus objetivos expansionistas
hacia Polonia, reclamando para sí el corredor de Danzig, que era un pasillo de un centenar de kilómetros creado por el
Tratado de Versalles con la intención de proveer a Polonia de una salida soberana al mar Báltico. Pero, en la práctica, el
corredor separaba la Prusia Oriental del resto de Alemania. La artificialidad de esta división hizo que algunas cancillerías
occidentales consideraran que la reclamación territorial de Hitler no era descabellada, avalándola de manera implícita. Pero
secretamente, el líder nazi había previamente pactado con su par soviético, Joseph Stalin, la repartición de Polonia.

A las 4:45 de la madrugada del viernes 1 de septiembre de 1939 se da inicio a la «Operación Castigo». Tropas alemanas
cruzan la frontera polaca. A su vez, el crucero alemán Schleswig-Holstein, abre el fuego de sus cañones contra las defensas
del puerto de Gdynia. Poco después, una compañía de tropas de asalto, que se encontraba escondida en el interior del
mismo barco, lanza un ataque contra la costa.

Dos días después, el 3 de septiembre, Francia y Gran Bretaña, que en las primeras horas de la invasión a Polonia habían
exigido a Hitler la retirada inmediata de sus tropas, observan con estupor cómo su política de apaciguamiento para con el
Tercer Reich ha resultado un completo fracaso, y ese mismo día le declaran la guerra a Alemania.

La Segunda Guerra Mundial acaba de comenzar.


Pasividad de las potencias mundiales

Ciertamente, los fenómenos históricos de gran envergadura nunca tienen una única causa, pero es también correcto
afirmar que algunos sucesos condicionan el curso de los hechos más que otros. Así, de entre las muchas causas que
explicarían el estallido de la Segunda Guerra Mundial, tal vez la más importante haya sido la pasividad con que las potencias
mundiales, garantes del orden tras el fin de la Gran Guerra, observaron el rearme alemán y la política expansionista
desplegada por Hitler.

Esta tesis es la que se desarrolla magistralmente en la película del año 1993 Lo que queda del día (The Remains of the Day),
del director James Ivory. La trama gira en torno a la mansión de Darlington Hall cuyo regente, Lord Darlington, se encuentra
empeñado en impulsar un acuerdo de apoyo y de paz entre Gran Bretaña y la Alemania de los años ‘30.

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