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San Ignacio de Antioquia

Su vida nació en Siria hacia el año 50; murió en Roma entre el año 98 y el 117.Más de uno
de los primeros autores eclesiásticos han hado crédito, aparentemente sin buenas razones, a
la leyenda de que Ignacio fue el niño a quien el Salvador tomó en sus brazos, como se
describe en San Marcos 9,35. y con gran probabilidad, que, con su amigo San Policarpo
estuvo entre los oyentes del Apóstol San Juan. Y a San Pedro, Ignacio fue el tercer Obispo
de Antioquía e inmediato sucesor de Evodio, Teodoreto la autoridad para la afirmación de
que San Pedro nombró a Ignacio para la sede de Antioquía. San Juan Crisostomo atribuye
especial énfasis al honor conferido al mártir al recibir su consagracion episcopal de manos
de los mismos Apóstoles Alejandro Natalis cita a Teodoreto al mismo efecto.

El obispo de Antioquía poseyó en grado eminente todas las excelentes cualidades de


pastor ideal y verdadero soldado de Cristo. De acuerdo con ello, cuando la tormenta de la
persecución de Domiciano estalló en su pleno furor sobre los cristianos de Siria, encontró a
su fiel dirigente preparado y vigilante. Fue infatigable en su vigilancia e incansable en sus
esfuerzos por inspirar esperanza y alentar a los débiles de su grey contra el terror de la
persecución. La restauración de la paz, aunque fue de corta duración, le confortó en gran
manera. Pero no se regocijó por sí mismo, pues el gran deseo omnipresente de su alma
caballerosa era poder recibir la plenitud del discipulado de Cristo por medio del martirio. Su
deseo no iba a permanecer largo tiempo insatisfecho. Asociado con los escritos de San
Ignacio hay una obra titulada “Martyrium Ignatii”, que pretende ser el relato de un
testigo presencial del martirio de San Ignacio y los hechos conducentes al mismo. En esta
obra, que críticos protestantes tan competentes como Pearson y Ussher consideran como
genuina, se registra fielmente, para edificación de la Iglesia de Antioquia, la historia
completa de ese accidentado viaje de Siria a Roma. Es ciertamente muy antigua y se
considera que fue escrita por Filón, diacono de Tarso y Reo Agatopo, un sirio, que
acompañó a Ignacio a Roma. Generalmente se admite, incluso por los que la consideran
autentica, que esta obra ha sido muy interpolada. Su versión más fiable es la que se
encuentra en el “Martirium Colbertinum”, la cual cierra la recensión mixta y se llama así
porque su testimonio más antiguo es el Códice Colbertino(Paris) del siglo X.

Según estas Actas, en el noveno año de su reinado, Trajano, emocionado con la victoria
sobre los escitas y los dacios, pretendió perfeccionar la universalidad de su dominio por una
especie de conquista religiosa decreto, por tanto, que los cristianos se unieran a sus vecinos
paganos en el culto a los dioses. Se amenazó con una persecución general, y se anunció la
muerte como pena para todos los que rehusaran ofrecer el sacrificio prescrito. Advertido
inmediatamente del peligro que amenazaba, Ignacio se proveyó de todos los medios a su
alcance para frustrar los propósitos del emperador. El éxito de sus celosos esfuerzos no
permaneció oculto mucho tiempo a los perseguidores de la iglesia. Pronto fue detenido y
conducido ante Trajano, que estaba entonces residiendo en Antioquía. Acusado por el
propio emperador de violar el edicto imperial, y de incitar a otros a similares transgresiones,
Ignacio dio valientemente testimonio de la fe de Cristo. Si creemos el relato que se da en el
“Martyrium”, su declaración ante Trajano se caracterizó por la inspirada elocuencia, el
sublime valor, e incluso un espíritu de exultación. Incapaz de apreciar los motivos que lo
animaban, el emperador ordenó que lo encadenaran y llevaran a Roma, para convertirse allí
en pasto de las fieras y espectáculo para el pueblo.

Por su Carta a los romanos (par. 5) colegimos que las pruebas de este viaje a Roma fueron
grandes: “Incluso desde Siria a Roma luché con bestias salvajes, por tierra y mar, de noche
y de día, estando atado entre diez leopardos, hasta una compañía de soldados, que sólo se
volvían peores cuando eran tratados amablemente”. Pese a todo esto, su viaje fue una
especie de triunfo. Noticias de su destino, de su paradero y de su probable itinerario le
habían precedido velozmente. En varios lugares a lo largo de la ruta sus correligionarios
cristianos le saludaban con palabras de consuelo y de homenaje reverente. Es probable que
en su camino a Roma embarcara en Seleucia, en Siria, el puerto más próximo a Antioquía, o
bien hasta Tarso, en Cilicia, o Attalia en Pamfilia, y de allí, como colegimos por sus cartas,
viajó por tierra a través del Asia Menor. En Laodicea, en el río Licos, donde se presentaba
una encrucijada, sus guardias eligieron la ruta más septentrional, que llevó al futuro mártir a
través de Filadelfia y Sardes, y finalmente a Esmirna, donde era obispo San Policarpo, su
condiscípulo en la escuela de San Juan. La estancia en Esmirna, que fue prolongada, les dio
a los representantes de las diversas comunidades cristianas de Asia Menor una oportunidad
de saludar al ilustre prisionero, y ofrecerle el homenaje de las Iglesias que representaban.
Vinieron delegaciones de las congregaciones de Éfeso, Magnesia y Tralles para consolarlo.
A cada una de estas comunidades cristianas dirigió cartas desde Esmirna, exhortándolas a la
obediencia a sus respectivos obispos, y advirtiéndoles que evitaran la contaminación de la
Herejía. Estas cartas respiran el espíritu de caridad cristiana, celo apostólico y solicitud
pastoral. Mientras que aún estaba allí también escribió a los cristianos de Roma,
pidiéndoles que no hicieran nada para privarle de la oportunidad del martirio.

Desde Esmirna sus captores le llevaron a Troya, desde la cual envió cartas a los cristianos
de Filadelfia y Esmirna y a Policarpo. Aparte de estas cartas, Ignacio había previsto dirigir
otras a las comunidades cristiana del Asia Menor, invitándolas a hacer expresión pública de
su simpatía con los hermanos de Antioquía, pero el cambio de planes de sus guardias, que
exigía una apresurada partida de Troya, frustró su propósito, y se vio obligado a contentarse
con delegar esta función en su amigo Policarpo. En Troya tomaron un barco para Neápolis,
desde cuyo lugar el viaje les llevó por tierra a través de Macedonia e Iliria. El siguiente
puerto de embarque fue probablemente Dyrrhachium (Durazzo). Es imposible de determinar
si al haber llegado a las costas del Adriático completó su viaje por tierra o por mar. No
mucho después de su llegada a Roma obtuvo su muy codiciada corona de martirio en el
anfiteatro de Flavio. Las reliquias del santo mártir fueron llevadas de vuelta a Antioquía por
el diácono Filón de Cilicia, y Rheus Agathopus, un sirio, y fueron enterradas fuera de las
puertas no lejos del hermoso suburbio de Dafne. Más tarde fueron trasladadas por el
emperador Teodosio II al Tiqueo, o Templo de la Fortuna que se convirtió entonces en una
iglesia cristiana bajo el patrocinio del mártir cuyas reliquias albergaba. En el año 637 fueron
trasladadas a San Clemente de Roma, donde descansan ahora. La Iglesia celebra la fiesta de
San Ignacio el 1 de febrero.El carácter de San Ignacio, como se deduce de sus propios
escritos y de los que se conservan de sus contemporáneos, es el de un verdadero atleta de
Cristo. El triple honor de apóstol, obispo y mártir fue bien merecido por este enérgico
soldado de la fe. Una entusiasta devoción al deber, un apasionado amor al sacrificio, y una
temeridad absoluta en la defensa de la verdad cristiana, fueron sus principales
características. El celo por el bienestar espiritual de los que estaban a su cargo alienta desde
cada línea de sus escritos. Siempre vigilante para que no se infectaran por las herejías
rampantes de aquellos primeros tiempos; rezando por ellos, para que su fe y su ánimo no les
faltara a la hora de la persecución; exhortándoles constantemente a una obediencia sin fallos
a sus obispos; enseñándoles a todos la verdad católica; al suspirar con ansia por la corona
del martirio, para que su propia sangre pudiera fructificar en gracias adicionales en las
almas de su grey, demuestra ser en todos sentidos un verdadero pastor de almas, el buen
pastor que da su vida por su oveja

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