Autor: Por Gérard Mauger* Pie de autor: *Sociólogo Traducción: Patricia Minarrieta Texto: Dos días antes del escrutinio europeo del 25 de mayo pasado, en su primer acto de campaña, en Villeurbanne, el primer ministro Manuel Valls llamó solemnemente a la “insurrección democrática contra los populismos”. “Populismo”: ¿quién no escuchó, en boca de los encuestadores, periodistas o sociólogos, esa palabra-comodín con que se alude, aleatoriamente, a todos los opositores –de izquierda o de derecha, votantes o abstencionistas– a las políticas implementadas por los organismos europeos? La inconsistencia del sustantivo “populismo” responde, en parte, a lo variado de sus usos. En el ámbito político, la historia de esa etiqueta evidencia la amplitud del espectro que abarca: de la visión idealizada de los campesinos, mistificados por el populismo ruso (narodniki) a la revuelta de los granjeros del People’s Party de Estados Unidos a fines del siglo XIX, de los populismos latinoamericanos (Getúlio Vargas en Brasil, Juan Perón en Argentina) al macartismo, del poujadismo al lepenismo en el siglo XX, de Vladimir Putin a Hugo Chávez en la era de la globalización, del United Kingdom Independence Party (UKIP) a Amanecer Dorado, en la Europa del siglo XXI, o de Marine Le Pen a Jean-Luc Mélenchon en el actual Hexágono. El dibujante Plantu ilustró (literalmente), en el semanario L’Express (19-1-2011), esta última confusión -hoy trivializada-, al representar a la dirigente del Frente Nacional (FN) y al vicepresidente del Frente de izquierda (FG) con el brazo en alto, ostentando ambos un brazalete rojo y leyendo el mismo discurso: “¡Todos podridos!” En el campo literario, la palabra “populismo” hace su aparición, en francés, en 1929: “disposición de la escritura”, en rebeldía contra la novela burguesa pero apolítica, en oposición a los escritores comunistas y a sus imágenes de Épinal proletarias, este movimiento literario se propone “describir simplemente la vida de la ‘gente sencilla’ (1)”. Dentro del universo de las ciencias sociales, movido por una intención política de rehabilitación de lo popular, este movimiento aplica el relativismo cultural al estudio de las culturas dominadas (Volkskunde ou Proletkult). Ignorando, o restando importancia a las relaciones objetivas de dominación, atribuye a las culturas populares el mérito de una forma de autonomía, y celebra su resistencia, hasta invertir los valores hegemónicos y proclamar “la excelencia de lo vulgar”. Pero además, se ubica en las antípodas de una forma común de desprecio que vincula a las clases dominadas con la incultura y la naturaleza, cuando no con la barbarie. Característico de la burguesía y de la pequeña burguesía cultivada, ese racismo social se basa en la “certeza propia de una clase de monopolizar la definición cultural del ser humano, y por ende de los hombres, que merecen plenamente ser reconocidos como tales (2)”. Circulando así de un campo a otro, de un siglo a otro, de un continente a otro, la etiqueta parece haber perdido toda consistencia. De modo tal que aquellos que se afanan en explicar su sentido cometen un clásico error, que el filósofo Ludwig Wittgenstein expresó así: “tratar de encontrar, detrás del sustantivo, la sustancia”. Porque si se pretende definir el populismo, como propone el politólogo Pierre-André Taguieff (3), por el llamamiento directo al pueblo, obviamente no se deja afuera a nadie de las sociedades occidentales: ese método es inherente a la democracia, “gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”. E incluso, si se reserva la denominación de populista a un estilo de llamamiento que privilegia la proximidad y cultiva el carisma del jefe, con gran ayuda de la propaganda de televisión, es muy difícil encontrar un dirigente actual que escape a ella (4). Asimismo, si se define el populismo como una incitación al alzamiento contra las “élites” (económicas, políticas, mediáticas) habría que incluir entre los sospechosos a François Hollande, cuando en su discurso en Bourget, el 22 de enero de 2012, denunció a su “verdadero adversario: el mundo de las finanzas, que no tiene nombre ni rostro”, o a Nicolas Sarkozy, cuando vituperó en Tolón a un “capitalismo financiero que perdió la cordura, a fuerza de no estar sujeto a ninguna regla” (25-9-2008). La politóloga Nonna Mayer considera que la característica más compartida entre los movimientos europeos calificados de populistas en los análisis poselectorales, sería la xenofobia (5): dentro del “mosaico eurófobo” compuesto por Le Monde (28-5- 2014), catorce de los dieciséis partidos mencionados son contrarios a la inmigración. Pero algunos editorialistas, que asocian el cuestionamiento de los organismos europeos con una forma de hostilidad a los extranjeros, también ponen la etiqueta populista a la izquierda radical griega, española o francesa (Syriza, Podemos, FG), poco sospechosa, sin embargo, de racismo. Entonces, se impone reflexionar acerca de sus concepciones del pueblo y discutir el reemplazo de una etiqueta por la otra. Esquemáticamente, pueden distinguirse tres figuras del “pueblo” (6). “Populismo” deriva del latín populus, “democracia” se forma a partir de la raíz griega dêmos, y ambas palabras significan “pueblo”. El pueblo a que hace referencia la democracia es el cuerpo cívico en su conjunto, el pueblo-nación. De ahí la tendencia, siempre posible, hacia el nacionalismo –una de cuyas formas, contemporánea y menos vituperada que la otra, exalta la “competitividad de Francia dentro de un mundo globalizado”-. Por otro lado, el pueblo al que se dirigen los populistas corresponde a dos definiciones distintas. En la versión de derecha, este es más ethnos que dêmos: pueblo invadido o amenazado de invasión, opuesto al extranjero y al inmigrante. Más o menos abiertamente xenófobo y, en la Francia contemporánea, antiárabe o islamófobo, defiende la identidad del pueblo-ethnos, supuestamente intacto y homogéneo en lo cultural, contra poblaciones provenientes de la inmigración y supuestamente inasimilables. Este se presenta como nacional. A este respecto, y si bien en relación a Europa y la globalización son contrarias, las estrategias electorales de la Unión por un movimiento popular (UMP) y del FN son idénticas. Para sellar una alianza en principio improbable, pero electoralmente necesaria, con las clases populares, esta versión de la derecha se propone sustituir, en su visión del mundo, “ellos (los de arriba)”/”nosotros (los de abajo)”, por un enfoque que opone un “nosotros” (“los de abajo”) a “aquellos que no trabajan ni quieren trabajar” (desocupados, inmigrantes, beneficiarios de la ayuda social); en suma, a un “ellos” inferior a “nosotros” (7). Así se reactiva el conflicto latente entre personas socialmente afianzadas y personas marginales (8), sacando partido del miedo al desclasamiento. La reivindicada adhesión de los medios populares a las clases medias, la ostentación de la honestidad y la estigmatización moral de los delincuentes y los “vagos”, permiten diferenciarse de la representación dominante que asimila clases trabajadoras y clases peligrosas. Por eso, la derecha propone medidas tales como la restricción de la inmigración “laboral”, o declara su voluntad de establecer un máximo para los ingresos de los beneficiarios de ayudas sociales y de obligar a ellos a realizar trabajo comunitario. De esa manera, preserva la especificidad de aquel que “trabaja duro” y favorece la alianza entre un sector de las clases dominantes en decadencia (los pequeños empresarios) y el sector socialmente afianzado de las clases populares. En la versión de izquierda, por el contrario, el pueblo designa al pueblo obrero, al populacho celebrado por Jules Michelet, el pueblo-plebe, “los de abajo”, y en el plano político, al pueblo movilizado, en oposición a los de arriba, la burguesía, las clases dominantes, el establishment, los privilegiados, los detentadores de los poderes económico, político, mediático, etc. En cuanto a los contornos de ese “pueblo popular”, si bien la clase obrera fue largamente su centro y su vanguardia (el populismo se convierte entonces en obrerismo), estos incluyen también a los empleados –mujeres, en su aplastante mayoría- y más allá, a una fracción medianamente extensa del campesinado y la pequeña burguesía (docentes, personal de la salud, técnicos, ingenieros, etc.) Esto es, en el caso de Francia, más de tres cuartas partes de la población activa, cuya mitad está exclusivamente compuesta por los obreros y empleados. “Somos el partido del pueblo”, decía el dirigente comunista Maurice Thorez el 15 de mayo de 1936 (antes de que ese partido se convirtiera, varias décadas después, en el partido de la “gente”, según Robert Hue). De inspiración más o menos marxista, este tipo de “populismo”, defensor de las clases populares en tanto explotadas, oprimidas, en lucha contra las clases dominantes, suele presentarse como socialista. Las representaciones que subyacen a los llamamientos al pueblo-ethnos (populismo nacional) y las que, por el contrario, invocan al “pueblo popular”, son tan opuestas como la derecha y la izquierda. Pero los defensores de un populismo popular cultivan gustosos –tanto por convicción como por necesidad- una visión idílica, a veces estetizante, de un pueblo idealizado. Ellos prestan al “hombre común”, trabajador explotado y dominado, una reivindicación espontánea de igualdad. Postulan un conjunto de virtudes indisociables del ethos popular tradicional: solidaridad, autenticidad, naturalidad, sencillez, honestidad, sentido común, lucidez, cuando no sabiduría. Esas cualidades acaban por cristalizar en el concepto de “decencia común” (common decency), caro al escritor británico George Orwell: “En una civilización industrial, los trabajadores manuales poseen una serie de características que les son impuestas por sus condiciones de vida: lealtad, ausencia de cálculo, generosidad, odio hacia los privilegios. Ellos desarrollan su visión de la sociedad futura a partir de esas inclinaciones, lo cual explica que la idea de igualdad esté en el corazón del socialismo de los proletarios” (9). No obstante, no podría sostenerse que los discursos de la seguridad y la xenofobia del FN carezcan de resonancia en las clases populares. En las últimas elecciones europeas, si bien el 65% de los obreros se abstuvieron (así como el 68% de los empleados y el 69% de los desocupados), más del 40% de quienes votaron habrían elegido a ese partido, o sea, alrededor del 15% del total de ese grupo (según el instituto Ipsos). Eso es a la vez poco y mucho: si bien es cierto que la posición mayoritaria de las capas populares sigue siendo la abstención (10), una fracción de ellas vota a la extrema derecha, convencidas de “que no se hace nada por ellas y que los ‘ellos’ de arriba y los ‘ellos’ de abajo prosperan a expensas suyas” (11). En ese caso, el éxito de lo que ofrece el FN refleja la capacidad de ese partido de alimentar la confusión entre pueblo ethnos y pueblo demos. Y de establecer una alianza entre los sectores de las clases medias y las clases populares, dirigida, al mismo tiempo, contra los muy pobres y los muy ricos –estrategia que también lleva adelante, en Rusia, Putin-. Este tipo de proyecto político saca partido del “racismo de clase” que expresan, sin percatarse siquiera, quienes cobran por comentarlo. En sus plumas, ese pueblo que vota mal, implícitamente reducido al estado de populacho, padecería una propensión innata a la estrechez de miras, al repliegue sobre sí mismo, a un resentimiento adquirido de mal alumno respecto a las élites (que su bajo nivel de estudios demostraría) y a una incultura política: sus supuestas pulsiones, credulidad e irracionalidad lo harían propender a las propuestas simplistas y lo convertirían en una presa fácil para los demagogos. En sentido inverso, este discurso reserva a las “élites” las virtudes de la apertura, la inteligencia, la sutileza y la superioridad moral. La denuncia del pueblo popular, encarnada por el personaje del “beauf” (12), machista, homófobo, racista, islamófobo, etc., es pues una continuación de la filosofía conservadora de fines del siglo XIX y de su desconfianza hacia las masas y la democracia – las de Hippolyte de Taine y de Gustave Le Bon. Deduce esas infamias mediante una simple inversión de las virtudes de que hace acreedoras a las “élites” que, por construcción, se supone que son rigurosamente impermeables a ese tipo de desviaciones. De manera que, hoy como ayer, se enfrentan dos representaciones diametralmente opuestas de lo popular: el racismo de clase de los unos sirve para denunciar el populismo de los otros.
Notas al pie :
1. Philippe Roger, “Le roman du populisme”, dans Populismes,
Critique, n° 776-777, París, enero/febrero-2012. 2. Claude Grignon y Jean-Claude Passeron, Le Savant et le Populaire, Seuil, París, 1989. 3. Pierre-André Taguieff, L’Illusion populiste. De l’archaïque au médiatique, Berg International, París, 2002. 4. Véase Serge Halimi, “Le populisme, voilà l’ennemi!”, Le Monde diplomatique, abril de 1996. 5. Nonna Mayer, “Le populisme est-il fatal ?”, Populismes, Critique, op. cit. 6. Eso propone Jacques Rancière con “L’introuvable populisme”, en Qu’est-ce qu’un peuple?, La Fabrique, París, 2013. En cuanto a las “Vingt-quatre notes sur les usages du mot peuple” propuestas en el mismo libro por Alain Badiou, sin gran dificultad pueden reducirse a tres: “nacional”, “obrero”, “racial”. 7. Cf. Robert Castel, “Pourquoi la classe ouvrière a perdu la partie”, en La Montée des incertitudes. Travail, protections, statut de l’individu, Seuil, 2009. 8. Sobre esta distinción entre “established” y “outsiders”, cf. Norbert Elias et John L. Scotson, Logiques de l’exclusion. Enquête sociologique au cœur des problèmes d’une communauté, Fayard, París, 1997 (1re éd. : 1965). 9. New English Weekly, Londres, 16-6-1938. Citado por Jean- Claude Michéa, Orwell, anarchiste tory, Climats, Castelnau, 2000. 10. Véase Céline Braconnier y Jean-Yves Dormagen, “Ce que s’abstenir veut dire”, Le Monde diplomatique, 5-2014. 11. Robert Castel, “Pourquoi la classe ouvrière a perdu la partie”, op. cit. 12. El “beauf” es un personaje de historieta inventado por Cabu en los años 70. Encarna a un ideal-tipo racista, sexista y homófobo. En esa misma época, la historieta de Binet Les Bidochon pone en escena a personajes de ese mismo estilo.