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Tomás Melendo
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116 Parte IV. El colegio, familia de familias
que la presupone: la persona se incorpora a la sociedad política desde la familia y por la familia. Y lo
mismo vale respecto de cualquier otra organización asociativa.1
Incluidos, añado yo, los centros de enseñanza. Se trata, como anticipaba, de una cita llena de resonancias.
Admitiría, por tanto, una infinidad de comentarios. Me limitaré a resaltar dos ideas:
Un grave obstáculo para la debida educación de la persona está constituido precisamente por una
irresponsable abdicación de los padres, con dejación de su derecho-deber educativo: por ignorancia o falta
de la debida preparación (sobre todo ética), por egoísmo, por múltiples presiones externas, por exceso de
trabajo fuera del hogar (no raramente materialismo práctico que hace del padre -y ahora frecuentemente
también de la madre, y esto es mucho más grave- el gran ausente del hogar, a cambio de determinados
beneficios económicos que permiten cierto nivel superior de vida). Aquella abdicación puede ser también
debida a la degradación ética del ambiente social. Y por último, también muchas veces, esa dejación puede
ser consecuencia del ataque frontal legislativo a la institución familiar, propio de las ideologías estatalistas
de cualquier signo.2
Sentado lo cual, y tras un par de esclarecimientos sucesivos, se aventuraba a establecer los siguientes
principios:
♦ Primero: no se trata de que los profesores (y la entidad que sea, es igual) sean ayudados por los padres a
"sacar adelante el colegio" (económicamente, con su colaboración personal, etc.).
1 Carlos Cardona, Ética del quehacer educativo, Rialp, Madrid, 1990, p. 37. Las cursivas son mías.
4
Cap. 16. La familia, ámbito natural 117
4 Ibidem, p. 40.
5
tiempo, pienso que resulta de todo punto ineludible. Más aún,
esencial e irrenuncia- ble. Por eso lo he escogido como tema de mi
intervención ante ustedes.
Se trata, en sustancia, de hacer conscientes a los padres de que
su papel en la educación de los hijos, y en la vida de la sociedad, es
de una trascendencia radical, casi infinita, y no puede ser realizado
más que por ellos.
Como a su modo la del propio Estado, la tarea del centro de
enseñanza en la educación de los niños podría calificarse de
"subsidiaria", siempre que tal palabra se entienda en su acepción
más cabal. Cosa que lleva consigo dos conocidas consecuencias: los
profesionales de la educación:
6
LA FAMILIA ES TAMBIÉN PARA
LOS "GRANDES"
7
mismo Ser se constituye como un desbordarse gratuito y fecundísimo en
beneficio de las Otras dos, también perfectísimas y sobrex- cedentes y, por
ello, capaces de recibirla ... al entregarse de la manera adecuada.
Y algo análogo sucede con la persona humana, llamada a donarse más
conforme más se acerca a la plenitud. En un reciente texto se nos recuerda que
8
desarrollo de sus hijos, incluidas casi siempre las calificaciones, porque en
primer término lo es también para él o para ella como padre o como madre.
Explicando, como de pasada, que un padre insatisfecho por no desarrollarse
en plenitud dentro de su propio hogar no puede aportar auténtica vida ni
apoyo sólido a ninguno de los hijos que en ese mismo hogar han venido a la
existencia y en el que encuentran también la principal palestra para su
robustecimiento personal y la base ineludible para el despliegue enriquecedor
en cualquier otro ámbito de su vivir.
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124 Parte IV. El colegio, familia de familias
sión del amor de los padres hacia ellos, y como este amor no puede ser a su vez
sino el desarrollo del amor mutuo entre los esposos (animado por el amor a Dios:
igual que el hijo es la síntesis viva del padre y de la madre, y de Dios, que pone el
alma), el que los cónyuges se amen de veras constituye el núcleo esencial, y casi
el todo, de su misión dentro de la familia.
Llano escribe:
La conditio sine qua non para que la familia se constituya como ámbito
formativo del carácter de los hijos es el amor firme de los padres, con las notas
propias que los clásicos le asignaron desde antiguo: constans, fidus, gravis
(Cicerón): el amor familiar ha de ser constante, lleno de confianza y responsable,
si quiere poseer valor formativo [...]. La inducción del carácter es, diríamos, una
emanación del amor conyugal, una extensión -casi un apéndice- suyo: los padres
no tendrían otra cosa que hacer más que amarse de manera constante -con todos los
atributos que la fidelidad acarrea-, llena de confianza -con las notas que esa
apertura lleva consigo- y responsable -con las características que siguen a la
responsabilidad-. Habría después, sí, recomendaciones, sistemas, técnicas,
fórmulas, procesos y recetas positivas para lograr el objetivo [de formación] de
los hijos, pero todas las recomendaciones para ello serán apenas una cabeza de
alfiler en el profundo y extenso universo del amor familiar en que se desarrollen.
Al menos, puede afirmarse sin equivocación que tales recomendaciones,
sistemas, técnicas, fórmulas, procesos y recetas serán bordados en el vacío si no se
dan dentro del espacio del amor familiar, la primera e imprescindible condición,
y casi la única.6Los directivos y profesores están hoy más obligados que nunca a
insistir en este extremo, porque desafortunadamente ni se presenta claro para la
inteligencia ni fácil de instaurar en la vida vivida.
Y, sin embargo, se trata de algo muy cierto y de radical relevancia: lo más
importante que tienen que hacer los esposos con vistas al desarrollo y la
felicidad de sus hijos es quererse el uno al otro hasta el fondo, de forma
creciente, con un amor que trascienda las discrepancias de carácter, las
pequeñas incomprensiones, las dificultades, las pretendidas afrentas...
La marcha de toda la familia, en cada uno de sus componentes, viene casi por
entero determinada por el amor mutuo que se ofrenden los padres. Amor
conyugal, amor familiar, escribí como título de uno de los ensayos ofrecidos en
este compendio. Y el sentido de la expresión estaba claro: la calidad del amor
familiar -del paterno-filial y del fraterno, an-
Cap. 18. La familia, definida por el amor 125
6Carlos Llano, Formación de la inteligencia, la voluntad y el carácter, Trillas, México, 1999, p. 127. Las
cursivas y los corchetes son míos.
tes que nada- se encuentra determinada por las características y la
categoría del habitat que origina el cariño mutuo de los cónyuges.
Con metáfora que raya un tanto en lo cursi podría decirse: desde que sale del
útero materno, donde el líquido amniótico lo protegía y alimentaba, el niño
necesita imperiosamente otro "útero" y otro "líquido", sin los que no podría crecer
y desarrollarse; a saber, los que promueven el padre y la madre cuando se quieren
de veras. Fuera de ese ambiente es muy difícil, por no decir imposible, que el
muchacho progrese de la manera pertinente, hasta conquistar la estatura inefable
de la persona cuajada que por naturaleza está llamado a adquirir. Y el centro
escolar, por más que lo pretenda y luche por lograrlo, a duras penas colmará el
déficit causado por el vacío de amor de los padres.
dar claro, lo que viene a suplir una falta de auténtica dedicación al ser querido,
poniendo coto a sus quejas, sino lo que efectivamente lo hace crecer, acercándolo
con eficacia a su cumplimiento como persona. A este amor nuestros hijos tienen
derecho, un derecho absoluto: ¡a estel
Pero no tienen derecho, porque contraría la naturaleza del cariño genuino, ni
al premio desmesurado por las buenas calificaciones -que deberían ser de por sí
gratificación más que suficiente-, ni a la paga también desmedida, ni a las noches
locas e incontroladas del fin de semana, ni a las prendas de marca tiranizadas por
la moda, ni a las vacaciones por encima de nuestras posibilidades económicas o
de lo simplemente razonable, ni a la moto o al coche cuando todavía no son
responsables en otros ámbitos de su existencia, ni... a tantas cosas por el estilo.
¡A lo único que nuestros hijos tienen derecho, un derecho del que nadie
debería intentar hacerles prescindir, es, diciéndolo con tres palabras, a nuestra
propia personal; o, si se prefiere, a lo que existe de más personal en cada uno de
nosotros: a nuestro tiempo, a nuestra dedicación, a nuestro real interés por lo que
les ocupa y preocupa, a nuestro consejo no impuesto ni avasallador, a nuestro
diálogo, al ejercicio razonado de nuestra autoridad, a la fortaleza que nos lleve a
no escurrir el bulto cuando por obligación inderogable hemos de "sufrir por
hacerles sufrir", a nuestra intimidad personal, a que prudentemente le demos a
conocer nuestros momentos de exaltación y nuestras derrotas, a que los
introduzcamos efectivamente en nuestras vidas en lugar de inducirles a adoptar,
con nuestro hermetismo descuidado y a veces un tanto vanidoso, una existencia
independiente...
Y todo lo que sea "intercambiar" esa entrega comprometida por regalos y
concesiones irresponsables que acarician lo menos noble de su yo y los conducen
a centrarse en sí mismos y en la satisfacción de sus caprichos, equivale, en el
sentido más fuerte y literal de la expresión, a comprar a nuestros hijos y, como
consecuencia, a prostituirlos, tratándolos como cosas y no como personas.
Lo que, sea dicho de pasada, destruye cualquier ambiente de familia, porque
la lógica del "intercambio", del do ut des mercantilista e interesado es lo más
opuesto a la gratuidad del amor que debe imperar en el hogar.
LA PERSONA COMO "REGALO ESENCIAL"
7Odisea, 1,311-318.
¿Recuerdan la escena memorable de La sociedad de los poetas muertos,
cuando los mismos enseres de escritorio, ofrecidos por dos veces 126 Parte IV. El
colegio, familia de familias
dar claro, lo que viene a suplir una falta de auténtica dedicación al ser querido,
poniendo coto a sus quejas, sino lo que efectivamente lo hace crecer, acercándolo
con eficacia a su cumplimiento como persona. A este amor nuestros hijos tienen
derecho, un derecho absoluto: ¡a este\
Pero no tienen derecho, porque contraría la naturaleza del cariño genuino, ni
al premio desmesurado por las buenas calificaciones -que deberían ser de por sí
gratificación más que suficiente-, ni a la paga también desmedida, ni a las noches
locas e incontroladas del fin de semana, ni a las prendas de marca tiranizadas por
la moda, ni a las vacaciones por encima de nuestras posibilidades económicas o
de lo simplemente razonable, ni a la moto o al coche cuando todavía no son
responsables en otros ámbitos de su existencia, ni... a tantas cosas por el estilo.
¡A lo único que nuestros hijos tienen derecho, un derecho del que nadie
debería intentar hacerles prescindir, es, diciéndolo con tres palabras, a nuestra
propia personal; o, si se prefiere, a lo que existe de más personal en cada uno de
nosotros: a nuestro tiempo, a nuestra dedicación, a nuestro real interés por lo que
les ocupa y preocupa, a nuestro consejo no impuesto ni avasallador, a nuestro
diálogo, al ejercicio razonado de nuestra autoridad, a la fortaleza que nos lleve a
no escurrir el bulto cuando por obligación inderogable hemos de "sufrir por
hacerles sufrir", a nuestra intimidad personal, a que prudentemente le demos a
conocer nuestros momentos de exaltación y nuestras derrotas, a que los
introduzcamos efectivamente en nuestras vidas en lugar de inducirles a adoptar,
con nuestro hermetismo descuidado y a veces un tanto vanidoso, una existencia
independiente...
Y todo lo que sea "intercambiar" esa entrega comprometida por regalos y
concesiones irresponsables que acarician lo menos noble de su yo y los conducen
a centrarse en sí mismos y en la satisfacción de sus caprichos, equivale, en el
sentido más fuerte y literal de la expresión, a comprar a nuestros hijos y, como
consecuencia, a prostituirlos, tratándolos como cosas y no como personas.
Lo que, sea dicho de pasada, destruye cualquier ambiente de familia, porque
la lógica del "intercambio", del do ut des mercantilista e interesado es lo más
opuesto a la gratuidad del amor que debe imperar en el hogar.
LA PERSONA COMO "REGALO ESENCIAL"
'Juan Pablo II, Familiaris consortio, 22 de noviembre de 1981, núm. 22. Las cursivas son mías.
130 Paite IV. El colegio, familia de familias
10 San Josemaría Escrivá de Balaguer, Es Cristo que pasa, Rialp, Madrid, núm. 24.
dolemos con su derrota. Ya que el amor -es una de las pocas verdades que vio
claramente Freud, aunque no lograra situarla del modo más adecuado- torna
vulnerables a quienes aman.
Y esclarezco el ejemplo. Todos los que nos movemos en estas lides sabemos
bien que sin confianza recíproca cualquier intento de formación resulta vano.
Pero lo que a veces se nos escapa es que semejante crédito ha de ser real, sin
fisuras, y justamente con ese hijo que nos plantea más problemas y justo en los
aspectos en que más deja que desear (incluidos los estudios). Ahí, precisamente,
es donde hemos de depositar el vigor de nuestra esperanza, sin fingimientos,
confiando con nuestra alma entera en que el chico o la chica, dispuesto a luchar
con todas sus fuerzas, podrá al término vencer, con la ayuda de Dios y con
nuestro pobre auxilio.
Y cuando fracase, porque muchas veces fracasará, nosotros, que nos hemos
comprometido personalmente en sus escaramuzas, fracasamos también con él. Y,
lejos de pronunciar en tono de conmiseración el triste y desresponsabilizante "ya
te lo había advertido", padecemos en lo 132 Parte IV. El colegio, familia de familias
más hondo con el descalabro, porque, al habernos identificado con el hijo a través
de la confianza sincera en él depositada, ese pequeño "desastre" es tan suyo como
nuestro; y, echando mano de nuestros mayores recursos como personas adultas,
nos rehacemos de la derrota y del dolor, y rehacemos al muchacho... y volvemos a
depositar en él toda nuestra confianza, real, sin ardides ni triquiñuelas.
Sólo en ese clima, incompatible con la despreocupación "ocupadísi- ma" de
quien no encuentra tiempo más que para sus actividades individuales (ya sean en
el ámbito de la profesión, ya en el de la vida social, las diversiones y
entretenimientos, los propios hobbies, etc.), son posibles el crecimiento y la
maduración fecundas de quienes tenemos encomendados en el seno de nuestra
familia. Porque tanto en el interior del matrimonio como en las relaciones
paterno-filiales, lo decisivo es "soportar", en el sentido fuertemente solidario de
servir de apoyo, y no "soportar", en la acepción de aguantar lastimeramente los
defectos, la incompetencia o la falta de madurez del otro.