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VIDAS IMAGINARIAS

por

MARCEL SCHWOB

Título de la obra en francés: VIES IMAGINAIRES


Traducción y Nota Preliminar de RICARDO BAEZA

Emecé editores S.A


Buenos Aires
Índice

Nota preliminar.......................................................................................................................4

Prefacio.................................................................................................................................11

Empédocles...........................................................................................................................16

Eróstrato................................................................................................................................19

Crates....................................................................................................................................23

Séptima..................................................................................................................................27

Lucrecio................................................................................................................................30

Clodia....................................................................................................................................33

Petronio.................................................................................................................................36

Sufrah....................................................................................................................................39

Frate Dolcino.........................................................................................................................42

Cecco Angiolieri...................................................................................................................46

Paolo Uccello........................................................................................................................50

Nicolás Loyseleur.................................................................................................................53

Katherine la encajera.............................................................................................................57

Alain el Galán.......................................................................................................................60

Gabriel Spencer.....................................................................................................................63
Pocahontas............................................................................................................................67

Cyril Tourneur.......................................................................................................................70

William Phips........................................................................................................................73

El capitán Kidd......................................................................................................................76

Walter Kennedy....................................................................................................................79

El Mayor Stede Bonnet.........................................................................................................82

MM. Burke & Hare...............................................................................................................87


Nota preliminar

Remy de Gourmont, en su Deuxieme Livre des Masques, decía, a propósito del arte de
Marcel Schwob: "El mundo es una selva de diferencias; conocer el mundo es saber que no
hay identidades formales, principio evidente y que se verifica a la perfección en el hombre,
ya que la conciencia de ser no es sino la conciencia de ser distinto. No hay una ciencia del
hombre, pero sí un arte del hombre. Marcel Schwob ha dicho sobre esto algunas cosas que
me complazco en declarar definitivas; por ejemplo: El arte es el polo opuesto de las ideas
generales; sólo describe lo individual, sólo propende a lo único. En vez de clasificar,
desclasifica. Palabras singularmente luminosas y que tienen aún otro mérito: el de plasmar
cabalmente en unas pocas sílabas la tendencia actual de los mejores espíritus.
"Este arte desconocido de diferenciar las existencias es practicado por Marcel
Schwob con la más aguda perspicacia. Sin jamás recurrir al procedimiento (legítimo por
otra parte) de la deformación, particulariza con toda facilidad aun a los personajes de
condición más ilusoria; bástale para ello seleccionar en una serie de hechos ilógicos
aquéllos cuya agrupación es susceptible de determinar un carácter exterior que se
superponga, sin ocultarlo, al carácter interior del hombre. Es la vida individual creada o
reconstituida por la anécdota.
"El genio particular de Schwob es una especie de sencillez pavorosamente
compleja, que hace que, mediante la disposición y armonía de una serie de detalles justos y
precisos, sus narraciones den la sensación de un detalle único. Como Paolo Uccello, cuyo
genio geométrico analiza, envía sus líneas del centro hacia la periferia para luego traerlas
de nuevo al centro, de igual manera la figura de Frate Dolcino, herético, parece dibujada en
una sola espiral como el Cristo de Claude Mellan, pero, al final, el extremo del trazo torna a
su punto de partida con una curva brusca.
"La ironía de estos cuentos y relatos biográficos raramente aparece acentuada como
al comienzo de MM. Burke & Haré, asesinos: "Mr. William Burke se elevó de la condición
más humilde a una fama eterna"; por lo general, es más bien latente, difundida sobre sus
páginas como una veladura a primera vista apenas perceptible. Schwob, en el curso de su
narración, nunca siente la necesidad de hacer comprender sus invenciones; no es en modo
alguno expliativo, y ello aguza la impresión de ironía por el contraste natural que se
descubre entre un hecho que nos parece maravilloso o abominable y la brevedad desdeñosa
de un cuento. Pero, llevada a ciertas alturas de superioridad y desasimiento, la ironía linda
con la piedad; realízase, en suma, una metamorfosis y no vemos ya las luces de la vida sino
como "lámparas diminutas que alumbran apenas la lluvia oscura". La ironía ha devorado su
causa, y no alcanzamos ya a distinguirnos de las miserias que nos hacían sonreír y
acabamos amando el error humano de que formamos parte.
"Trato sólo de explicar un método; precisar la impresión propia sobre el resultado
obtenido es más difícil. El resultado, en varios tomos de cuentos y particularmente en las
Vidas Imaginarias, es una legión de seres naciendo, moviéndose, hablando, recorriendo los
caminos de la tierra y del mar con una prodigiosa certidumbre vital. Si la ironía de Marcel
Schwob hubiera propendido hacia ese género de mistificación (en que Poe descollara) que
los norteamericanos llaman hoaxe, ¡cuántos lectores, sin excluir a los doctos, habría podido
embaucar con esa vida de Crates, cínico, donde ni una sola palabra viene a destruir la
serenidad de una auténtica biografía! Para llegar a dar una impresión semejante, hacen falta
una erudición infalible, una penetrante imaginación visual, un estilo puro y flexible, un
tacto muy fino, una levedad de mano y una delicadeza extremas, y de añadidura el don de
la ironía: sin todas estas virtudes, bien agenciadas en un espíritu de orden personalísimo, no
habrían podido escribirse las Vidas Imaginarias."
No sería fácil caracterizar esta mezcla de poesía y realidad ("de realidad en lo
inexistente", decía Paul Claudel), de erudición y de ensueño, de matemático y de visionario,
que es el arte de Schwob, mejor ni más sumariamente que lo hace Gourmont, quien en otro
pasaje de su ensayo alude al "librito milagroso" que es La Cruzada de los Niños, para
concluir: "Los libros de Marcel Schwob invitan a meditar, después de habernos deleitado
con lo imprevisto del acento, de los rostros, las vestiduras, los ademanes y actitudes:
escritor de los más sustanciales, de la especie diezmada de los que tienen siempre en los
labios alguna palabra nueva y fragante que ofrecernos".
Vidas Imaginarias, incontestablemente la obra maestra de Schwob, es desde luego
una obra punto menos que única en el reino literario, un híbrido de la biografía y la ficción;
o, más bien, un injerto de la historia en la literatura, ya que su naturaleza es esencialmente
literaria, y las facultades cardinales que presiden su orden son la imaginación y el espíritu
de poesía. Así, el estilo, "su frase, henchida de savia", que dice también Gourmont, es un
elemento primordial en ella y uno de sus valores más sustantivos, al igual que en sus otras
obras.
Prueba de ello es la misma elección de los protagonistas, casi todos figuras
históricas, pero o bien de plano secundario, como Cecco Angiolieri, Clodia, Crates,
Pocahontas, Burke & Haré, o bien de una realidad humilde y casi anónima, como Frate
Dolcino, Gabriel Spenser, Katherine, Alain, o envuelta en el misterio, como Cyril
Tourneur, o frisando con lo fabuloso, como Eróstrato, o si ilustres, como en el caso de
Empédocles, Luciano y Petronio, más en la leyenda y el mito que en la historia; e incluso
alguno exclusivamente literario, como Sufrah, salido de Aladino y la lámpara maravillosa.
Esto es: seres de una realidad problemática, más fantasmal que efectiva, en quienes la
escasez de los datos y la imprecisión de los rasgos permite, e incluso impone, una
reconstitución especulativa, mediante la inducción, la hipótesis y el ensueño: imaginaria, en
suma.
El autor, en su ensayo preliminar ("páginas admirables, que todos los artistas
deberían aprender de memoria", decía Jules Renard), nos expone su concepto del arte
biográfico: captar los rasgos únicos, distintivos de la vida del personaje, lo que constituye
su identidad fundamental, su parábola propia, a ninguna otra semejante, en el firmamento
de la vida colectiva; y de ahí el error de Plutarco, pese a todo su genio, al pretender
ofrecernos unas vidas "paralelas". Dada la brevedad de sus biografías "imaginarias",
Schwob ha tenido que escoger cuidadosamente los rasgos para la caracterización de sus
personajes, desechando todo lo simplemente anecdótico, conservando tan sólo lo esencial,
destilando sus materiales y buscando la máxima estilización de su línea. En este respecto,
pocas obras tan concisas y de una tan extraordinaria condensación, dentro de esa sobriedad
y simplificación que ya indicaba Gourmont como característica fundamental del arte de
Schwob: arte de litote, si los hubo, el menos barroco y ornamental que podría concebirse.
Como la realidad de los personajes que toma entre manos es apenas histórica, en el
sentido de que apenas sabemos nada preciso de ellos, el autor tiene que acudir a la
imaginación para trazar el esquema de sus vidas, y por eso ha llamado a éstas
"imaginarias", indicando con ello que son ante todo obra de poesía. Pero la imaginación
aquí no es arbitraria ni vaga a su antojo por los caminos de la fantasía; severamente
gobernada por un criterio que podríamos llamar científico, puesto que se apoya en el
conocimiento más estricto, toma como base o punto de partida los datos conocidos y opera
sobre ellos con los instrumentos espirituales de la intuición y la lógica, completando y
supliendo.
Dentro de este repertorio de veintidós vidas hay una diversidad extraordinaria de
fuentes, desde Diógenes Laercio hasta De Quincey y los registros de la criminalidad
londinense, pasando por los historiadores griegos y latinos, los tratadistas de la Cábala, los
cronistas de la Edad Media, el proceso de Juana de Arco, las letras remisorias espigadas en
los Archivos Nacionales de París, Vasari el mundo teatral eli abetano, los anales de la
piratería, etc.; y hay también una diversidad de especie entre ellas, una cierta gama de
individuación en la imagen, que va desde las más personales y privativas, como Eróstrato,
Lucrecio o Cyril Tourneur, hasta las más genéricas, como Gabriel Spenser, Katherine,
Alain o Phips; aunque incluso en estas últimas no falta nunca el rasgo propio, singular,
único, que da aun a la figura en apariencia más genérica un acento y un rostro individual y
es como su fermento de vida.
Pero todas ellas aparecen destacándose sobre un fondo histórico minuciosamente
compuesto, con la ciencia detallada y precisa de un filólogo consumado y un erudito; y esta
mixtura, tan poco usual, de sabio y de poeta, de arqueólogo y de artista, constituye sin duda
una de las características más conspicuas y originales del libro.
Es así como estas Vidas Imaginarias vienen a ser, no obstante su parvedad, un
variadísimo panorama histórico, una especie de Leyenda de los Siglos (considerablemente
más fidedigna, desde el punto de vista arqueológico, que la victorhuguesca), una serie de
viñetas Sutilmente miniadas que nos llevan a través del tiempo y del espacio, desde la
antigua Grecia a las orillas neblinosas del Támesis, cruzando la Roma de los Césares, el
Islam miliunanochesco, la Francia medieval, la Italia renacentista, las Indias occidentales, y
tantas otras épocas y parajes de la aventura humana. Libro esencialmente de evocación, que
con toda justicia mereció a su autor ser calificado por Goncourt de "el más maravilloso
resucitador del pasado".

***

Marcel Schwob fue estimado y admirado por lo mejor de su época: Mallarmé,


Anatole Fran- ce, Edmond de Goncourt, Mirbeau, Elémir Bour- gcs, Alphonse y Léon
Daudet, Wyzewa, Jules Renard, Gourmont, Barres, Gide, Paul Fort, Bataille, Maeterlinck,
Claudel, Colette, Francis Jammes, casi todos los escritores notables de su época fueron
amigos suyos, le apreciaron en su justo valor y han dejado testimonio fehaciente de su
admiración. Muchos de ellos, además, sufrieron su beneficiosa influencia. Gran conocedor
y difundidor de la literatura inglesa, fue también conocido y estimado de algunos de los
más grandes escritores ingleses del período victoriano, entre ellos Stevenson y Meredith,
cuya obra reveló al público francés, y Oscar Wilde, que le consultó para el texto definitivo
de Salomé (escrito, como es sabido, en francés) y le dedicó su poema The Sphinx, el más
importante de su obra poética después de la Balada. No es dudoso que, de haber vivido más
tiempo y en condiciones más normales, su nombre habría quedado en la literatura de su
época como uno de los más insignes. Pero, aun malograda por un destino trágico, la obra
que de él nos queda es suficiente para asegurarle un puesto de honor y conservar viva su
memoria entre los hombres de espíritu.
La vida literaria hoy día es una tal presura de intereses y ambiciones personales, un
tal tumulto de candidatos al éxito y la fama, que el artista, para su triunfo, ha de fiar ante
todo en su propio esfuerzo y capacidad muñidora. De ahí que, si no ha agrupado en torno
suyo poderosos intereses ajenos, pecuniarios o doctrinales, de escuela o de partido, capaces
de sobrevivirle, apenas muerto resbala al olvido, y en él permanece, más o menos
totalmente sumergido, hasta que, con el transcurso de los años, surge, por razón de fervor o
de provecho, el resurrector de glorias dotado de la suficiente actividad e influencia a quien
su rescate de las tinieblas puede servir de laurel propio. Tal es el destino melancólico de los
artistas solitarios, y tal fue el de Marcel Schwob, desaparecido demasiado tempranamente
de la escena literaria para poder dejar en ella como cumplía la huella de su paso.
Sus entusiastas no han faltado, como decíamos más arriba, y el libro de Champion
como la edición póstuma de sus obras completas prueban que su fama está en creciente.
Pero la justicia que ya se le ha hecho no es todavía la que por derecho propio le
corresponde; y pienso que su arte, tan complejo y sensible, tan fuerte y delicado, tan
sutilmente urdido de emoción y de inteligencia, tienen aún más porvenir que pasado, y
constituirá para el espectador de mañana, aún más que para el de hoy, un bello y
aleccionador espectáculo.

***
Marcel Schwob nació el 23 de agosto de 1867 en Saville, departamento de Seine-et-
Oise. De raza judía, desciende por ambas ramas de dos antiguas familias de rabinos y de
médicos, de letrados y eruditos. 
Su tío materno, Léon Cahun, conservador adjunto de la Biblioteca Mazarine, es
hombre doctísimo, autor de un libro titulado La Vie Juive, que goza de gran autoridad.
Recibe una educación esmeradísima; a los tres años habla inglés y alemán. De gran
precocidad, dedicado por entero al estudio y a la literatura, empieza a escribir casi
adolescente y debuta muy joven en el periodismo, con gran éxito. A los veinticuatro publica
su primer libro, Coeur double, colección de cuentos, y participa activamente en el
movimiento simbolista. Agudo crítico y ensayista (véanse los estudios recogidos en
Spicilege), a la vez que cuentista y poeta en prosa, letrado de vastísima cultura, es también
un filólogo eminente, consumado humanista, con un profundo conocimiento del francés
antiguo. Su biógrafo, Champion, historiador de la poesía del siglo XV y especialista en
Villon, Charles d'Orléans y Ronsard, ha reconocido sus investigaciones sobre el primero de
estos poetas y la banda de los coquillards como capitales en la materia y aceptado como
válida su teoría de que el argot no era de formación espontánea, sino un lenguaje artificial
destinado a ser comprendido tan sólo de una clase determinada. Por otra parte,
Schwob no cesó jamás de ahondar el tema, sobre el que proyectaba una obra de
vastas proporciones, al final de su vida dió un curso sobre él, y el largo estudio titulado
Franqois Villon que encabeza Spicilege es el más importante del libro.
La vida de Schwob, consagrada por entero a las letras, ofrece pocos acontecimientos
de importancia, aparte del trágico sino que arruinó su salud, y con ello su obra de creación,
y le hizo sobrevivirse diez años. De 1890 a fines del 93 tiene lugar su liaison con una
muchachita de la vida, Louise, menuda, frágil y pueril, hermana espiritual de Ann, la
inolvidable y misericordiosa ramera adolescente que cruza con pie tan fugaz las páginas del
Opium eater. Minada por la miseria y la tisis, muere al fin Louise, apenas cumplidos los
veinticinco, dejando inconsolable a Schwob, que se esforzó en salvarla, cuidándola con una
ternura exquisita. Le Livre de Monelle, de esta época, le fue en gran parte inspirado por su
recuerdo, y en él se nos aparece furtivamente bajo la máscara de Mónera y sus hermanas.
A principios de 1895 conoce a la que habrá de ser su mujer y la pasión ya de su
vida: Marguerite Moreno, actriz de la Comedie Franqaise, famosa por su arte inteligente y
personal, su exótica belleza y su voz admirable. Schwob (nos dice Champion) la amó en
seguida con una pasión absoluta, siguiéndola a todas partes; "lloraba escuchándola decir
versos, y todo en ella le parecía maravilloso". Pero el idilio duró sólo unos meses,
interrumpido trágicamente por una atroz enfermedad, a la que alude un tanto crípticamente
su biógrafo: "A fines de aquel mismo año Schwob fue operado por vez primera. Cuatro
operaciones más hubo de sufrir posteriormente, a causa de un mal misterioso, que los
médicos diagnosticaban de modo diverso. Schwob, a partir de ese momento, fue ya un
inválido, condenado a arrastrar una vida lán-guida y precaria, mutilado, herido
irremediablemente en su dignidad de hombre, en un amor que le dió, sin embargo, la fuerza
heroica de sobrevivirse. Después de aquella primera operación, Marguerite Moreno, que le
cuidó hasta el final con la más perfecta abnegación, fue ya una verdadera hermana de
caridad a la cabecera de su lecho de enfermo. "Ella me ha consolado de todo —decía
Schwob—; vivo sólo por ella y para ella."
Con el comienzo de su terrible dolencia, sumido por ella en el estupor intermitente
de los hipnóticos y analgésicos, termina la obra de creación de Schwob, que circunscribe en
adelante su actividad a trabajos de erudición y de crítica. Su vida no ofrece ya otro suceso
saliente que el viaje que hace a Samoa en 1901- 1902, siguiendo la pista del recuerdo de
Stevenson, cuya obra amó tanto. Acompañado tan sólo de Ting, su fiel criado chino, pues
Marguerite Moreno fue retenida en Francia por sus obligaciones profesionales de sociétaire
del Théátre Frangais, estuvo a punto de morir durante el viaje de una neumonía. Pero el
reposo definitivo no llega hasta el 26 de Febrero de 1905, en París.
La personalidad humana de Marcel Schwob no fue menos singular y atractiva que la
artística. Pocos hombres tuvieron en tal grado el don de la simpatía humana y de la amistad,
la capacidad de gozarse en el talento ajeno, la sagacidad de descubrirlo y la inclinación a
favorecerlo. Los testimonios de sus contemporáneos a este respecto Son concluyentes y
abundantes. Véase, por ejemplo, lo que Paul Valéry le escribe en 1895: "Si he tenido la
suerte de escribir algo que pueda merecer su aprobación, a usted se lo debo en absoluto.
Usted es casi la única persona que me ha estimulado sincera y lúcidamente".
Otros nos han dejado una impresión vivida y fidedigna del hombre y su influjo. En
1891, Jules Renard escribe en su Diario: "Ayer, Schwob estuvo en casa hasta las dos de la
mañana. Me pareció como si tomara entre sus dedos finos mi cerebro y le diera vueltas,
exponiéndolo a la luz. Hablaba de Esquilo, comparándolo con Rodin. Analizaba los Siete
contra Tebas y la rivalidad de Eteocles y Polinices y la manera geométrica, arquitectural, en
que esta obra se halla compuesta: tantos enemigos contra tantos, tantos versos, diez por
ejemplo, para cada jefe... La lámpara se apagó de repente, y tuve que encender las bujías
del piano. El rostro de Schwob quedó en la sombra. Siento que este hombre va a ejercer
sobre mí una influencia enorme". (Schwob fue, por otra parte, quien le movió a publicar
L'Écornifleur y le animó con su elogio y su consejo). Y en otra ocasión anota: "Cuando le
dice a uno que algo está bien, sus ojos tienen un leve parpadeo, como unos labios que
rezaran".
Francis Jammes, a su vez, nos dice, con motivo de una visita a Schwob en 1895: "Su
voz era la más melodiosa que oí nunca. Su saber era extraordinario, pero tenía el don de
ponerse al alcance de uno". Y tres años más tarde, cuando Schwob le devuelve la visita en
su agreste retiro de Orthez, nos traza el siguiente retrato: "Sus ojos eran de una maravillosa
limpidez, color de agua de mar gris, con un punto tan negro y tan vivo en el centro que se
veía casi lo que iba a decir antes de oírlo. La nariz era un tanto carnosa, en pico de gaviota,
vista de perfil, como la de muchos israelitas. Se había afeitado el bigote. Tenía el labio
inferior abultado, la barbilla voluntariosa, la oreja tendida, siempre alerta. Andaba un poco
encorvado, apoyándose en un bastón y llevándose de cuando en cuando a la boca, con
ademán anguloso y cohibido, una pipa corta de cartón piedra. Volví a oír aquella voz dulce,
que tanto me llamara la atención 1a primera vez, de una extraña dulzura, lo mismo cuando
hablaba de los sucesos más triviales, que en su boca dejaban de serlo, que cuando, durante
un paseo que dimos por la playa me leía traduciendo del latín sin titubeo y en un francés
inimitable leyendas de la espiritualidad más elevada”.
André Gide corrobora esta impresión en su Diario, donde apunta, a propósito de
Schwob: “seguramente que no era hermoso, pero su mirada tenía una dulzura encantadora,
en perfecta armonía con el timbre de su voz. Su amabilidad era exquisita y ponía el mayor
interés en dirigir la curiosidad intelectual de sus amigos hacia aquello que a su juicio podía
satisfacerla mejor. No olvidaré que él fue quien me hizo leer Ibsen".

Vies Imaginaires comenzó a publicarse en Le Journal, en julio de 1894, apareciendo


en libro en 1896.
Los otros libros originales de Marcel Schwob publicados en vida son:
Coeur double, cuentos, 1891. — Le Roi au masque d'or, cuento, 1892. — Le Livre
de Monelle, 1894. — Mimes, poemas en prosa (sugeridos en cierto modo por los Mimos de
Herondas), 1894. — La Croisade des Enfants, narraciones (que participan de la narración y
del poema en prosa), 1895. — Spicilege (críticas y ensayos), 1896. — Mceurs des
Diurnales (ensayo y disparatario del periodismo, publicado bajo el seudónimo de Loyson
Bridet), 1903. — La Lampe de Psyché (que incluye Le Livre de Monelle, Mimes y La
Croisade des Enfants, añadiendo un cuento: L'Étoile de bois, de 1897), 1903.

En 1928 apareció en las Éditions Bernouard, París, dirigida por Pierre Champion,
una edición crítica y definitiva de sus Obras Completas, en 10 volúmenes in-8, de los
cuales 4 inéditos. Se recogen en ella, además de las obras mencionadas y de la traducción
de Macbeth, Hamlet (versión estrenada por Sarah Bernhardt), la novela de Daniel De Foe
Molí Flanders y el drama de Marión Crawford Francesca de Rimini, los Écrits de Jeunesse,
Lettres a sa famille, Voyage á Samoa, Chroniques, Lettres parisiennes y Mélanges
d'histoire litteraire et de linguistique.
Para el conocimiento detallado de su vida y obra, véase el excelente libro de Pierre
Champion: Marcel Schwob et son temps, que lleva en Apéndice unas interesantes cartas de
Jules Renard, Paul Claudel, Colette y Francis Jammes.
Ésta es la primera obra de Marcel Schwob que aparece en castellano.
R. B.
VIDAS IMAGINARIAS
Prefacio

El arte de la biografía

La ciencia histórica nos deja en la incertidumbre- bre por lo que al individuo se


refiere. Tan sólo nos revela aquellos puntos que le relacionan con los hechos y acciones de
orden general. Nos dice que Napoleón estaba enfermo el día de la batalla de Waterloo, que
conviene atribuir la excesiva actividad intelectual de Newton a la continencia absoluta de
su temperamento, que Alejandro estaba ebrio cuando mató a Klitos y que la fístula de Luis
XIV pudo ser la causa de algunas de sus decisiones. Pascal razona sobre la nariz de
Cleopatra, en caso de que hubiera sido más corta, o sobre el grano de arena en la uretra de
Cromwell. Todos estos hechos individuales no tienen otro valor que el de haber modificado
los acontecimientos o podido desviar su curso. Causas reales o posibles, conviene dejarlas a
los sabios.
El arte es todo lo contrario de las ideas generales; sólo describe lo individual, sólo
propende a lo único. En vez de clasificar, desclasifica. Al fin y al cabo, nuestras ideas
generales podrían ser muy bien idénticas a las que gobiernan la vida del planeta Marte, y
tres líneas que se cortan constituyen un triángulo en todos los puntos del universo. Pero
examinad una hoja de árbol, con sus nervaduras caprichosas, sus matices variados por la
sombra y el sol, la leve henchidura provocada por la caída de una gota de lluvia, la picadura
causada por un insecto, la huella plateada de un caracol diminuto, el primer dorado mortal
del otoño en cierne; buscad una hoja exactamente igual a ésta en todas las selvas y bosques
de la tierra: ¿a que no la encontráis? No hay ciencia capaz de determinar con precisión el
tegumento de un folíolo, los filamentos de una célula, la curva de una vena, la manía de una
costumbre, las sinuosidades de un carácter. Que un hombre tenga la nariz torcida, un ojo
más alto que otro, la articulación del brazo nudosa; que acostumbre comer a tal hora un
alón de pollo, que prefiera la malvasía al Cha- teau-Margaux: he ahí lo que no tiene
paralelo en el mundo. Thales habría podido perfectamente decir, lo mismo que Sócrates:
TNQ0I 2EATT0N, pero no se habría frotado la pierna en la prisión del mismo modo, antes
de beber la cicuta. Las ideas de los grandes hombres son el común patrimonio de la
humanidad; lo único realmente privativo de ellos son sus singularidades y sus manías. El
libro que describiese a un hombre con todas sus anomalías sería una obra de arte
comparable a una de esas estampas japonesas en que se ve eternamente la imagen de una
menuda oruga vista en una ocasión, a una hora determinada del día.
Las historias no nos cuentan ninguna de estas cosas. En la burda colección de
materiales que nos suministran los testimonios de la época, abundan poco los rasgos
singulares e inconfundibles. Los biógrafos antiguos son especialmente parcos en ellos.
Apreciando tan sólo la vida pública y la gramática, nos transmitieron únicamente, de los
grandes hombres, sus discursos y los títulos de sus libros. Fue el propio Aristófanes quien
nos proporcionó la satisfacción de saber que era calvo; y si la nariz roma de Sócrates no
hubiese servido para ciertas comparaciones literarias, si su costumbre de caminar con los
pies descalzos no hubiese formado parte de su sistema filosófico de menosprecio por el
cuerpo, no habríamos conservado de él más que sus interrogatorios de moral. Los
comadreos de Suetonio no son sino polémicas rencorosas. El buen genio de Plutarco hizo a
veces de él un artista; pero no supo comprender la esencia de su arte, puesto que imaginó la
posibilidad de "paralelos" —¡como si dos hombres adecuadamente retratados, y descritos
en todos sus detalles, pudieran semejarse!— Nos veremos, pues, reducidos a consultar
Ateneo, Aulo Gelio, los escoliastas, y Diógenes Laercio, que creyó haber compuesto una
especie de historia de la filosofía.
El sentimiento de lo individual se ha desarrollado algo más en los tiempos
modernos. La obra de Boswell sería perfecta si no hubiese juzgado necesario el citar en ella
la correspondencia de Johnson y el intercalar algunas digresiones sobre sus libros. Las
Vidas de las personas eminentes de Aubrey son más satisfactorias. Aubrey tuvo, sin duda
alguna, el instinto de la biografía. ¡Lástima que el estilo de este excelente anticuario no esté
a la altura de su concepción! Su libro habría sido el eterno solaz de los espíritus avisados.
Aubrey no sintió jamás la necesidad de establecer una relación entre los detalles
individuales y las ideas de orden general. Le bastaba que otros hubiesen consagrado a la
celebridad a aquellos hombres que le interesaban. La mayor parte del tiempo, no se sabe si
se trata de un matemático, de un estadista, de un poeta o de un relojero. Pero todos ellos
presentan su rasgo único, que le diferencia para siempre entre los hombres.
El pintor Hokusai esperaba llegar, cuando tuviera ciento diez años, al ideal de su
arte. En ese momento, decía, cada punto, cada línea trazados por su pincel estarían llenos
de vida, vivirían por sí mismos. Y, por vida, entiéndase individualidad. Nada más
semejante entre sí que los puntos y las líneas: la geometría se funda en este postulado. Pero
el arte consumado de Hokusai exigía que nada fuera más diverso y diferente entre sí. De
modo parejo, el ideal del biógrafo sería el diferenciar minuciosamente la persona de dos
filósofos que hubiesen inventado, poco más o menos, la misma metafísica. De ahí que
Aubrey, que se atiene exclusivamente a los hombres, no haya alcanzado la perfección, pues
es evidente que no supo realizar la milagrosa transformación que esperaba Hokusai, de la
semejanza en la diversidad. Pero verdad es que Aubrey no llegó a la edad de ciento diez
años. No obstante, es en extremo estimable, y él mismo se daba cuenta del alcance de su
libro. "Recuerdo, dice en su prefacio a Anthony Wood, una frase del general Lambert: that
the best of men are men at the best 1, de lo cual encontraréis diversos ejemplos en esta tosca
y apresurada colección. Así, estos arcanos no deberán ser sacados a luz sino dentro de unos
treinta años, más o menos. Conviene, en efecto, que el autor y los personajes (semejantes
en esto a los nísperos) se hayan podrido antes."
Quizás podrían descubrirse, en los predecesores de Aubrey, algunos rudimentos de
su arte. Así, Diógenes Laercio nos cuenta que Aristóteles llevaba sobre el estómago una
bolsa de cuero llena de aceite caliente, y que, después de su muerte, se encontraron en su
casa una porción de ollas de barro. Jamás sabremos lo que Aristóteles hacía con toda esta
cacharrería. Y el misterio de ello es tan placentero como las conjeturas a que nos abandona
Boswell con respecto al uso que podría hacer Johnson de las cáscaras secas de naranja que
solía llevar en los bolsillos. Aquí, Diógenes Laercio se eleva casi a la sublimidad del
inimitable Boswell. Pero, en uno como en otro, son placeres bastante raros. Mientras que
Aubrey nos los proporciona como quien dice en cada línea. Milton, nos dice, "pronunciaba
la letra R muy dura". Spenser "era muy bajito, llevaba los cabellos cortos, una breve
gorguera alechugada y puños vueltos muy estrechos". Barclay "vivía en Inglaterra, allá por
los años tempore R. Jacobi. Era en aquel entonces un hombre provecto, barbicano, y

1
"Que los hombres mejores no son, a lo sumo, sino hombres".
llevaba un sombrero con una gran pluma, cosa que escandalizaba a algunas personas de
costumbres austeras". A Erasmo "no le gustaba el pescado, aunque nacido en una ciudad
pesquera". En cuanto a Bacon, "ninguno de sus servidores se atrevía a comparecer ante él
sin que las botas que llevaba fueran de cuero de España; pues inmediatamente percibía el
olor del cuero de becerro, que le era muy desgradable". El doctor Fuller "se absorbía de tal
manera en su trabajo que, paseando y meditando antes de la cena, se comía un pan de un
penique sin darse cuenta de ello". Acerca de Sir William Davenant hace la siguiente
observación: "Estuve en su entierro; iba en un ataúd de nogal. Sir John Denham aseguraba
que era el ataúd más hermoso que había visto nunca". A propósito de Ben Jonson, escribe:
"He oído decir a Mr. Lacy, el actor, que solía llevar una capa parecida a la de los cocheros,
con aberturas bajo los sobacos". Véase lo que le llama la atención ni William Prynne: "Su
manera de trabajar era la siguiente. Se ponía un largo bonete picado que le caía lo menos
dos o tres pulgadas sobre los ojos, sirviéndole de pantalla para protegerlos de la luz, y cada
tres horas, aproximadamente, su fámulo le traía un pan y un jarro de cerveza para refocilar
su espíritu; de suerte que trabajaba, bebía y mascujaba su pan, y esto le entretenía hasta la
noche, que hacía una comida en regla". Hobbes "se volvió completamente calvo en su
vejez, a pesar de lo cual acostumbraba a estudiar, en su casa, con la cabeza descubierta,
asegurando que jamás se resfriaba, pero que, en cambio, le costaba gran trabajo el impedir
que las moscas vinieran a posársele en la calva". No nos dice nada de la Oceana de James
Harring- ton, pero sí nos cuenta que el autor, "el año del Señor de 1660, fue enviado preso a
la Torre, donde le tuvieron algún tiempo, y más tarde al castillo de Portsey. Su estancia en
estas prisiones (siendo como era un gentilhombre de gran ánimo y de carácter arrebatado)
fue la causa procatártica de su delirio, o de su locura, que no fue furiosa, pues conversaba
bastante razonablemente y era de trato muy agradable; pero dio en la fantasía de que su
sudor se convertía en moscas y a veces en abejas, ad cetera sobrius; e hizo construir un
pabellón versátil, de tablas, en el jardín de Mr. Hart (frente a St. James Park) para hacer la
experiencia. Volviéndolo en dirección al sol, se sentaba frente a él; luego, mandaba traer
sus colas de zorra para espantar y exterminar todas las moscas y abejas que pudieran
presentarse; en seguida, cerraba las vidrieras. Pero como solamente hacía esta experiencia
durante la estación cálida, siempre había alguna que otra mosca que lograba disimularse en
las hendiduras y en los pliegues de los cortinajes. Al cabo de un cuarto de hora, poco más o
menos, el calor hacía salir de su escondite una mosca, o dos, o más, en algunas ocasiones.
Y'he aquí que nuestro hombre exclamaba: "¿No estáis viendo claramente que las muy
condenadas salen de mí?"
He aquí lo que nos dice de Meriton: "Su verdadero nombre era Head. Mr. Bovey lo
conocía sobradamente. Nacido en..., fue librero en Lit-tle Britain. Había vivido entre los
bohemios. Sus ojos saltones le daban un aire picaresco. Podía adoptar la forma que se le
antojaba. Hizo bancarrota dos o tres veces. Por último, ya al filial de su vida, se hizo
librero. Se ganaba la villa emborronando papel. Le pagaban 20 chelines la hoja. Escribió
varios libros: The English Rogue, The Art of Wheadling2, etc. Se ahogó yendo por mar a
Plymouth, allá por 1676, de edad aproximadamente de 50 años".
Y no hay que dejar en el tintero su biografía de Descartes:

Meur Renatus Des Cartes

2
El Truhán inglés, El Arte de Engaitar.
"Nobilis Gallus, Perroni Dominus, summus Mathematicus et Philosophus, natus
Turonum, pridie Calendas Apriles 1596. Denatus Holmiae, Calendis Februarii, 1650.
(Encuentro esta inscripción al pie de su retrato por C. V. Dalen.) Cómo hubo de pasar el
tiempo en su juventud y por qué método llegó a tanta sabiduría, cuéntalo al mundo en su
tratado titulado Del Método. La Sociedad de Jesús se glorifica de que le haya cabido a la
Orden el honor de su educación. Vivió varios años en Egmont (cerca de La Haya), donde
aparecen datados algunos de sus libros. Era un hombre demasiado discreto para embarazar
su vida con mujer; pero, siendo hombre, tenía los deseos y apetitos de un hombre; de ahí
que mantuviese a una garrida moza, de buena condición, a la que amó con constancia y que
le diera varios hijos (dos o tres, me parece). Sería más que singular que, procediendo de tal
padre, no hubiesen recibido una instrucción cabal. A tal extremo llegaba su sabiduría que
todos los sabios venían a visitarle, y muchos de ellos le rogaban que tuviera a bien
enseñarles sus instrumentos (en aquel tiempo la ciencia matemática se hallaba
estrechamente vinculada al conocimiento de los instrumentos). Entonces, tiraba de un cajón
de la mesa, y les mostraba un compás con una de las patas rota, y a modo de regla una hoja
de papel doblada en dos".
Es evidente que Aubrey tuvo perfecta conciencia de su trabajo. No vaya a creerse
que desconocía el valor de las ideas filosóficas de Descartes o de Hobbes. Pero no era eso
lo que le interesaba. Por otra parte, como nos recuerda muy justamente, ¿no hubo de
exponer el propio Descartes su método a los hombres? Tampoco ignora que Harvey
descubriera la circulación de la sangre; pero prefiere anotar que este grande hombre pasaba
sus insomnios paseándose en camisa, que tenía una letra pésima, y que los médicos más
célebres de Londres no habrían dado un maravedí por sus recetas. Es indudable que, en su
fuero interno, considera habernos informado abastanza sobre Francis Bacon una vez que
nos ha dicho que tenía la mirada viva y delicada, y los ojos color de avellana, semejantes a
los de la víbora.
Hay que reconocer, sin embargo, que no es un artista tan consumado como Holbein.
No sabe fijar para la eternidad un individuo por sus rasgos particulares sobre un fondo de
semejanza con el ideal. Da vida a unos ojos, a una nariz, a una pierna, al gesto de sus
modelos; pero no sabe animar la figura entera. El viejo Hokusai comprendió perfectamente
que había que llegar a individuar incluso lo más general. Aubrey no tuvo la misma
perspicacia. Si el libro de Boswell cupiera en diez páginas sería la obra de arte esperada. El
buen sentido del Dr. Johnson se compone de los tópicos y lugares comunes más vulgares;
expresado con la singular vehemencia que Boswell ha sabido pintarnos, adquiere una
calidad única en el mundo. Sólo que este pesado catálogo se parece demasiado a los propios
diccionarios del Doctor; y, al igual de éstos, podría extraerse de él una Scientia
Johnsoniana, con su índice y todo. Boswell no tuvo el valor estético de seleccionar.
El arte del biógrafo consiste precisamente en la selección. No tiene por qué
preocuparse de ser exacto; su cometido es crear en un caos de rasgos humanos. Leibnitz
dijo que, para hacer el mundo, Dios escogió lo mejor entre los posibles. El biógrafo, como
una divinidad inferior, sabe escoger entre los posibles humanos el que es único. No debe
equivocarse con respecto al arte, del mismo modo que Dios no se equivocó con respecto a
la bondad. En éste, como en aquel caso, es preciso que el instinto de ambos sea infalible.
Pacientes demiurgos han reunido para el biógrafo ideas, gestos, ademanes, acontecimientos.
Su obra se encuentra en las crónicas, las memorias, las correspondencias y los escolios. En
medio de este fárrago informe, el biógrafo tría y espiga el material suficiente para modelar
una forma a ninguna otra semejante. No es indispensable que sea idéntica a la que fuera
creada antaño por un Dios superior, con tal de que sea única, como toda genuina creación.
Desgraciadamente, los biógrafos se han imaginado las más de las veces que eran
historiadores. Y nos han privado así de algunos retratos admirables. Han supuesto que
solamente la vida de los grandes hombres era susceptible de interesarnos. Pero el arte es
absolutamente ajeno a este orden de consideraciones. A los ojos del pintor, el retrato de un
desconocido por Lucas Cranach tiene tanto valor como el retrato de Erasmo. No es el
nombre de Erasmo lo que hace que este cuadro sea inimitable. El arte del biógrafo
consistiría en dar a la vida de un mísero farandulero igual valor que a la del mismo
Shakespeare. Es un bajo instinto el que nos hace observar con complacencia la parvedad
del esternomastoideo en el busto de Alejandro, o el mechón sobre la frente en el retrato de
Napoleón. La sonrisa de Monna Lisa, de la que nada sabemos (¡quién sabe si se trata de una
faz masculina!), es más misteriosa. Una mueca dibujada por Hokusai nos sugiere más
profundas meditaciones. Y tengo para mí que, si se nos ocurriera tentar el arte en que
descollaron Boswell y Aubrey, en vez de describir minuciosamente al más grande hombre
de nuestra época, o de anotar las características de los más gloriosos del pasado, habríamos
de narrar con el mismo celo las existencias singulares y únicas de los hombres, fueran éstos
divinos, mediocres o criminales.
Empédocles

Dios supuesto
Nadie sabe cuál fue su nacimiento, ni cómo vino a la tierra. Apareció súbitamente cerca de
las doradas riberas del río Acragas, en la hermosa ciudad de Agrigento, poco después de
aquel año en que mandara Jerjes flagelar el mar con cadenas. La tradición refiere tan sólo
que su abuelo se llamaba Empédocles, pero nadie hubo de conocerle. Es posible que
convenga entender por ello que era hijo de sí mismo, como realmente cumple a un dios.
Pero sus discípulos aseguran que, antes de recorrer en el resplandor de su gloria los campos
de Sicilia, había pasado ya cuatro existencias en nuestro mundo, siendo, sucesivamente,
planta, pez, ave y doncella. Llevaba un manto de púrpura, sobre el cual caían sus largos
cabellos, ciñéndole las sienes una diadema de oro, en los pies unas sandalias de bronce, y
en la mano unas guirnaldas trenzadas de lana y de laureles.
Con la imposición de sus manos curaba a los enfermos, y subido en un carro, la
cabeza levantada hacia el firmamento, recitaba versos, con acento pomposo, a la manera
homérica. Una gran muchedumbre le seguía y se prosternaba ante él para escuchar sus
poemas. Bajo el cielo radiante que ilumina los trigales, los hombres venían de todas partes
al encuentro de Empédocles, con los brazos cargados de ofrendas. Y ante él permanecían
extasiados, palpitantes, mientras él les cantaba la bóveda divina, hecha de cristal, la masa
de fuego incandescente que llamamos sol, y el amor, que todo lo contiene, semejante a una
vasta esfera.
Todos los seres, decía, no son sino fragmentos dispersos de esa esfera de amor, en la
cual hubo de insinuarse el odio. Y lo que llamamos amor es el deseo de unirnos y fundimos
y confundirnos, como estuviéramos en otro tiempo, en el seno del dios globular que la
discordia quebrara. E invocaba el día en que la divina esfera se henchiría, después de todas
las transformaciones de las almas. Pues el mundo que conocemos es obra del odio, y su
disolución será obra del amor. De este modo, iba Empédocles cantando por las ciudades y
los campos; y sus sandalias de bronce, labradas en Laconia, tintinaban en sus pies, y el
tañido de los címbalos precedía sus pasos. Mientras tanto, de las fauces del Etna brotaba
una columna de humo negro que proyectaba su sombra sobre Sicilia. 
Semejante a un rey del empíreo, caminaba Empédocles, revestido de púrpura y
ceñido de oro, mientras los pitagóricos rampaban a su alrededor envueltos en sus míseras
túnicas de lino y calzados con sandalias de papiro. Decíase que tenía el poder de sanar la
pitaña, disolver los tumores y sacar los dolores del cuerpo; suplicábanle que hiciera cesar
las lluvias y tormentas, y más de una vez hubo de conjurar la tempestad desde la cima de un
alcor. Un día, en Selinonte, ahuyentó la fiebre desviando el curso de dos ríos y haciéndolos
desembocar en un tercero; y los habitantes de Selinonte le adoraron, levantándole un
templo, y acuñaron medallas con su efigie frente a frente de la del dios Apolo.
Otros pretenden que fue adivinador, aleccionado por los magos de la Persia, que
poseía el arte de la nigromancía y la ciencia de las hierbas que trastornan el juicio y
provocan la demencia. Un día, comiendo en casa de Ankhitos, un frenético se precipitó en
la estancia, con la espada en alto. Empédocles se incorporó, extendió el brazo y cantó los
versos de Homero sobre el nepentes, que lleva consigo el olvido y la insensibilidad. E,
inmediatamente, la virtud del nepentes se apoderó del frenético, dejándolo inmóvil, como
petrificado, con la espada en suspenso, inmémore y sin conciencia, como si hubiese bebido
la dulce ponzoña mezclada en el vino espumoso de una crátera.
Los enfermos venían hacia él de las ciudades, y de continuo le rodeaba una
muchedumbre de infortunados. Las mujeres no tardaron en acrecer su séquito. A porfía,
besaban la fimbria de su manto. Una de ellas se llamaba Panthea y era hija de un noble
patricio de Agrigento. Destinada al culto de Artemisa, huyó lejos de la fría estatua de la
diosa y consagró su virginidad a Empédocles. Nadie vio en ellos, sin embargo, los signos
del amor, pues Empédocles no se despojaba en ningún momento de su insensibilidad
divina. No profería palabra que no fuera en el metro épico y en dialecto jonio, aunque el
pueblo y sus fieles se servían del dórico tan sólo. Todos sus gestos eran sagrados. Cuando
condescendía a inclinarse sobre los hombres era para bendecirlos o sanarlos. La mayor
parte del tiempo permanecía silencioso. Jamás ninguno de los que le seguían consiguió
sorprenderlo dormido. Solemne y majestuoso: tal le vieron siempre los humanos.
Panthea iba vestida de lana fina y de tisú de oro. Sus cabellos, peinados a la moda
suntuosa de Agrigento, donde la vida transcurría muellemente. Llevaba los senos sujetos en
un estrobo rojo, y las suelas de sus sandalias perfumadas. Era de cuerpo hermoso y
cenceño, de tez fresca y deseable. Sería aventurado decir si Empédocles la amaba
realmente, o si tan sólo sentía piedad de ella. 
Súbitamente, el viento de Asia trajo la peste a la campiña siciliana. Muchos
hombres fueron tocados por el dedo negro de la plaga. Ni aún las bestias escaparon de ella,
y sus carroñas sembraban las praderas y caminos, con las fauces abiertas hacia el cielo y las
costillas agujereando la zalea.
Y he aquí que Panthea fue también presa del mal. Bruscamente, cayó a los pies
mismos de Empédocles y dejó de respirar. Los que la rodeaban levantaron el cuerpo y
bañaron sus miembros rígidos con vino y lo ungieron con aromas y especias. Desanudaron
el estrobo rojo que retenía sus senos tiernos y la envolvieron con las vendas rituales. Una
cinta a modo de barbillera mantuvo cerrada su boca, y sus ojos opacos parecían ahondarse
por momentos.
Empédocles la miró un instante, y desciñéndose de las sienes el círculo de oro lo
puso sobre la frente de la muerta. Luego, colocó sobre sus senos la guirnalda de laurel
profético, cantó unos versos nuevos sobre la migración de las almas, y le ordenó por tres
veces que se levantara y anduviese. La muchedumbre asistía al conjuro, empavorecida. Y,
al tercer llamamiento, Panthea salió del reino de las sombras, y su cuerpo se animó y puso
en pie, a pesar de las vendas funerarias que lo sujetaban. Y el pueblo comprendió que
Empédocles tenía también potestad sobre la muerte.
Pysianactes, padre de Panthea, sabedor de lo ocurrido, vino y adoró al nuevo dios.
Por orden suya, se levantaron mesas a la sombra de los árboles, a fin de ofrecerle las
libaciones usuales. A un lado y otro de Empédocles, los esclavos levantaban en alto sus
antorchas. Los heraldos proclamaron, lo mismo que en los misterios, el silencio solemne.
Súbitamente, al mediar la tercera vigilia, apagáronse las antorchas y la noche envolvió a los
adorantes. Y se oyó, en medio de las tinieblas, una gran voz que clamaba: "¡Empédocles!"
Y, al hacerse de nuevo la luz, Empédocles había desaparecido. Y los ojos de los hombres
no volvieron ya a verle.
Un esclavo contó, lleno de espanto, que había visto un fulgor rojo surcando las
tinieblas sobre la cumbre del Etna. Los fieles escalaron las laderas áridas de la montaña, a
la luz mortecina del alba. El cráter del volcán vomitaba un haz de llamas. Sobre el reborde
poroso de lava que circunda el abismo ardiente, se encontró una sandalia de bronce
retorcida por el fuego.
Eróstrato

Incendiario
La ciudad de Éfeso, donde naciera Eróstrato, se extendía junto a la desembocadura del
Caystro, con sus dos puertos fluviales, hasta los muelles del Panormo, desde donde se
alcanzaba a ver sobre el mar de un azul cobalto la línea brumosa de Samos. Rebosaba la
ciudad de oro y de estofas, de lanas y de rosas, desde que los magnesios, pese a sus
mastines de guerra y a sus esclavos lanzadores de jabalinas, habían sido vencidos en las
riberas del Meandro, desde que Mileto la magnífica fuera arruinada por los persas. Era una
ciudad de molicie, donde se festejaba a las cortesanas en el templo de Afrodita Hetaira. Los
efesios vestían túnicas amórginas, transparentes, vestiduras de lino hilado a la rueca y
teñido de violeta, de púrpura y de croco, sarapides color de manzana reineta, blancos y
rosados, telas de Egipto color de jacinto, con los destellos del fuego y los matices
cambiantes del mar, y calasiris de Persia, de trama apretada, ligera, de fondo escarlaa
salpicado de granos de oro en forma de copelas.
Entre la montaña de Prion y un alto acantilado abrupto, divisábase, a orillas del
Caystro, el gran templo de Artemisa. Ciento veinte años habían sido precisos para
construirlo. Vastas pinturas al fresco decoraban sus estancias interiores, cuyo artesonado
era de ébano y ciprés. Las pesadas columnas que lo sostenían habían sido embadurnadas de
minio. El camarín de la diosa era reducido y de forma oval. En el centro, erguíase una
piedra negra prodigiosa, cónica y reluciente, incrustada de lúnulas doradas, que era en
realidad la propia Artemisa. El altar triangular estaba tallado igualmente en una piedra
negra. Varias mesas en torno, hechas de losas negras, aparecían perforadas con agujeros
simétricos para dejar correr la sangre de las víctimas. De los muros, pendían anchas espadas
de acero, con puño de oro, que servían para abrir las gargantas, y el pavimento de madera
bruñida estaba sembrado de vendas ensangrentadas. La ingente piedra sombría tenía dos
mamas enhiestas y puntiagudas. Tal era la Artemisa efesia. Su divinidad se perdía en la
noche de los hipogeos egipcios, y su culto se desenvolvía con arreglo a los ritos persas.
Poseía un tesoro propio encerrado en una especie de colmena pintada de verde, cuya puerta
piramidal aparecía erizada de clavos de bronce. Allí, entre los anillos, las monedas y los
rubíes, yacía el manuscrito de Heráclito, que proclamara el reinado del fuego. El mismo
filósofo lo había depositado en la basa de la pirámide, al tiempo de ser ésta construida.
La madre de Eróstrato era violenta y orgullosa. Nunca se supo quién fue su padre.
Erótrato hubo de declarar, más tarde, que era hijo del fuego. Su cuerpo se hallaba marcado,
bajo la tetilla izquierda, con una media luna, que pareció inflamarse cuando le aplicaron la
tortura. Las mujeres que asistieron a su nacimiento predijeron su consagración a Artemisa,
bajo cuyo signo parecía haber venido al mundo. Era colérico y obcecado, y permaneció
virgen. Su rostro estaba como corroído por líneas obscuras y su tez era negruzca. Desde su
infancia gustó de permanecer al pie del alto acantilado, en las proximidades del Artemision.
Miraba atentamente pasar las procesiones de ofrendas. A causa de la ignorancia en que se
estaba sobre su linaje, no pudo llegar a ser sacerdote de la diosa, a la que ge consideraba
predestinado. El colegio sacerdotal se vio obligado a prohibirle repetidamente la entrada del
santuario, por haberse empeñado en levantar el pesado velo que ocultaba a Artemisa, lo que
le hizo concebir un rencoroso despecho, jurando en su fuero interno descubrir el secreto
que pretendían vedarle.
El nombre de Eróstrato se le antojaba a ningún otro comparable, del mismo modo
que su propia persona le parecía superior a todo el resto de la humanidad. Se dio a codiciar
ardientemente la gloria. Primero, siguió las lecciones de los filósofos que enseñaban la
doctrina de Heráclito; pero éstos, al fin y al cabo, ignoraban la parte esotérica, que se
hallaba encerrada en la celdilla piramidal del tesoro de Artemisa. Eróstrato tuvo, pues, que
contentarse con conjeturar el pensamiento del maestro. Curtiendo su ánimo, se avezó al
desprecio de las riquezas que le rodeaban. Su repugnancia por las cortesanas era extremada.
Todos creyeron que reservaba su virginidad para la diosa. Pero Artemisa no se compadeció
de él. El colegio de la Gerusia, a cuyo cargo estaba la custodia del templo, acabó por
considerarlo peligroso. El sátrapa permitió que le desterrasen a los suburbios. Vivió en la
ladera del Koressos, en una cueva excavada por los antiguos. Desde allí, acechaba durante
la noche las lámparas sagradas del Artemision. Hay quien supone que unos iniciados persas
venían a platicar con él. Pero lo más probable es que su destino le fuera revelado de
improviso.
Efectivamente, cuando le aplicaron la tortura, confesó haber comprendido
súbitamente el sentido de la frase de Heráclito: el camino de lo alto, y por qué el filósofo
enseñara que el alma mejor es la más seca y más encendida. Atestiguó que su alma, en este
respecto, era la más perfecta, a tal punto que había sentido la necesidad de proclamarlo así
públicamente. No dio a su acto otra causa que el ansia de gloria y el goce de oír pronunciar
su nombre Afirmó que su reinado habría sido realmente el único absoluto, puesto que no se
le conocía padre y Eróstrato habría sido coronado por Eróstrato, añadiendo que era hijo de
su obra, y su obra la esencia del mundo; de suerte que, en último término, habría sido a la
vez rey, filósofo y dios, único entre los hombres.
El año 356, la noche del 21 de julio, no habiendo ascendido la luna en el cielo, y habiendo
el deseo de Eróstrato adquirido una fuerza irresistible, resolvió violar la cámara secreta de
Artemisa. Deslizóse, pues, por la senda del monte hasta la ribera del Caystro y subió las
gradas del templo. Los sacerdotes custodios dormían junto a las lámparas sagradas.
Eróstrato cogió una de ellas y penetró en la nao.
Un intenso olor de aceite de espicanardo impregnaba el aire. Las aristas negras del
artesonado de ébano brillaban en la sombra. El óvalo de la estancia se hallaba dividido por
una cortina de tisú de oro y púrpura que ocultaba a la diosa. Eróstrato, jadeante de
voluptuosidad, la arrancó de un tirón. Su lámpara iluminó el cono terrible de mamas
erectas. Eróstrato las acarició con ambas manos y besó ávidamente la piedra divina. Luego,
dio una vuelta a su alrededor, y sus ojos tropezaron con la pirámide verde donde estaba el
tesoro. Aferrando los clavos de bronce de la puertecita, arrancó ésta de cuajo. Sus dedos se
sumergieron entre los joyeles vírgenes. Pero sólo cogió el rollo de papiro en que Heráclito
inscribiera sus versos. A la luz de la lámpara sagrada los leyó, y todo le fue revelado.
En seguida, exclamó: "¡El fuego, el fuego!"
Acercando la mecha encendida de la lámpara a la cortina de Artemisa, le pegó
fuego. La estofa ardió primero lentamente; luego, debido a los vapores del óleo aromático
de que estaba impregnada, la llama fue creciendo y subió, azulosa, hacia los artesonados de
ébano. El terrible cono reflejaba los fulgores del incendio.
El fuego se enroscó a los capiteles de las columnas, rastreó a lo largo de las
bóvedas. Una tras otra, las placas de oro consagradas a la poderosa Artemisa fueron
cayendo con estrépito sobre las baldosas. Luego, el haz fulgurante irrumpió sobre la
techumbre, iluminando el acantilado. Las tejas de bronce cedieron.
Eróstrato se erguía en medio del resplandor, clamando su nombre a la noche.
Todo el Artemision fue pronto una hacina roja en el centro de las tinieblas. Los
guardianes apresaron al criminal. Tuvieron que amordazarle para que dejara de gritar su
propio nombre y, atado de pies y manos, fue encerrado en los sótanos hasta que concluyó el
incendio.
Artajerjes envió inmediatamente la orden de someterlo a la tortura. Por más que
hicieron, no confesó sino lo que dicho queda. Las doce ciudades de Jonia prohibieron, bajo
pena de muerte, transmitir el nombre de Eróstrato a las edades futuras. Pero el murmullo lo
ha hecho llegar hasta nosotros.
La misma noche en que Eróstrato quemó el templo de Éfeso, vino al mundo
Alejandro, rey de Macedonia.
Crates

Cínico
Nació en Tebas, fue discípulo de Diógenes, y conoció también a Alejandro. Su padre,
Ascondas, era rico y le dejó a su muerte doscientos talentos. Un día, que había ido a ver una
tragedia de Eurípides, al aparecer sobre la escena Telefo, rey de Misia, vestido de andrajos
y con la cesta de los mendicantes, comprendió súbitamente que había descubierto al fin su
vocación. Y, poniéndose en pie en medio del teatro, anunció con voz fuerte que distribuiría
a quien los quisiera los doscientos talentos de su herencia y que, de allí en adelante, los
harapos de Telefo le bastarían. Los tebanos rompieron a reír y se agolparon delante de su
casa. Crates, sin embargo, reía de mejor gana aún que ellos. Arrojándoles por la ventana su
dinero y sus muebles, tomó un manto de lienzo tosco y un zurrón, y se puso en camino.
Ya en Atenas, vagó por las calles, descansando con la espalda adosada contra un
muro, entre el estiércol. Puso en práctica cuanto aconsejara
Diógenes, excepción hecha del tonel, que se le antojó superfluo.
En opinión de Crates, el hombre no era un caracol, ni un paguro. En puras carnes,
vivió en medio de la inmundicia, recogiendo en su zurrón los mendrugos de pan, las
cortezas de frutas medio rosigadas, las olivas podridas y los restos de pescado que lograba
encontrar en los basureros. Solía decir que este zurrón suyo era una ciudad vasta y
opulenta, sin parásitos ni cortesanos, y que producía todo el tomillo, los ajos, los higos y el
pan que necesitaba su señor. De este modo, Crates llevaba a cuestas su patria y se
alimentaba de ella.
Nunca se inmiscuía en los negocios públicos, ni aun para hacer mofa de ellos, ni
afectaba escarnecer a los reyes. En más de una ocasión hubo de desaprobar aquella pulla de
Diógenes, que, habiendo gritado un día: "¡Hombres, acercaos!", golpeó con su vara a los
que lo hicieran, diciéndoles: "He llamado a los hombres y no a sus excrementos." Crates
fue siempre indulgente con los hombres. Nada era para él motivo de pesadumbre ni
preocupación. Los males del cuerpo le eran familiares; cubierto de llagas y pústulas, lo
único que sentía era no ser lo bastante flexible para poder lamérselas, como hacen los
perros. Deploraba también la necesidad de absorber alimentos sólidos y de beber agua.
Pensaba que el hombre debía bastarse a sí mismo, sin ayuda exterior alguna. Consecuente
con esta idea, y a fin de ahorrar en lo posible todo esfuerzo, se abstuvo en absoluto de
lavarse. Contentábase, cuando el exceso de mugre le molestaba, con restregarse contra un
muro, habiendo observado que tal era el procedimiento de aseo de los asnos. Hablaba
raramente de los dioses, y apenas si pensaba en ellos, teniéndole sin cuidado su existencia y
sabiendo sobradamente que nada podían, ni en bien ni en mal, hacerle. Reprochábales, sin
embargo, el haber hecho voluntariamente desgraciados a los hombres, volviendo el rostro
de éstos hacia el cielo y privándoles de lu facultad que tienen la mayoría de los animales de
caminar en cuatro patas. Ya que los dioses decidieron que había que comer para vivir,
pensaba Crates, debieron cuando menos volver el rostro de los hombres hacia tierra, donde
crecen las raíces, pues ¿quién podría alimentarse de aire o de estrellas?
La vida no fue generosa con él. Contrajo la pitaña, a fuerza de exponer sus ojos al
polvo acre del Ática. Una dolencia de la piel desconocida cubrió su cuerpo de bubas.
Rascábase con las uñas, que jamás recortaba, observando que así obtenía un doble
provecho, pues las desgastaba al par que aliviaba su prurito. Sus cabellos, nunca
escamondados, llegaron a semejarse a un fieltro espeso, que le protegía eficazmente del sol
y de la lluvia.
Cuando Alejandro vino a verle, no le zahirió con procacidades ni agudezas,
limitándose a contemplarle con mirada indiferente, como si no estableciese diferencia
alguna entre el rey y la muchedumbre que le circundaba. Crates no tenía, realmente, una
opinión precisa sobre los grandes de este mundo. En el fondo, le tenían tan sin cuidado
como los dioses. Solamente los hombres le interesaban, y la manera de pasar la existencia
con la mayor simplicidad posible. Las amonestaciones de Diógenes, lo mismo que su
pretensión de reformar las costumbres, hacíanle reír. Crates se consideraba infinitamente
por encima de tamañas menudencias. Parafraseando la máxima inscrita en el frontón del
templo de Delfos, decía: "Vive tú mismo". La idea de un conocimiento o ciencia cualquiera
se le antojaba absurda. Para él no había más objeto digno de estudio que las relaciones de
su cuerpo con lo que le era necesario, y trataba constantemente de reducirlas a lo más
indispensable. Diógenes mordía como los perros, pero Crates vivía como los perros.
Tuvo un discípulo, de nombre Metroclo. Era un acaudalado mancebo de Maronea.
Su hermana Hiparquia, noble y hermosa, se enamoró de Crates. Hay más de un testimonio
de tal pasión, y de que Hiparquia vino en busca de Crates, con el propósito de entregarse a
él. La cosa parece imposible, pero es segura. Nada consiguió disuadirla: ni la suciedad del
cínico, ni su miseria, ni la abyección de su vida pública. Crates la previno de que vivía a la
manera de los perros, en medio de la calle y rebuscando los huesos en los montones de
basura. La advirtió que, si se unía a él, su vida en común estaría siempre a la vista de todos
y que hasta la poseería públicamente, si le asaltaba el deseo de ello, exactamente como
hacen los perros con las perras. Hiparquia asintió a todo. En vano intentaron retenerla sus
padres: ella les amenazó con matarse; y los padres se compadecieron de ella. Abandonó,
pues, el burgo de Maronea, desnuda, con los cabellos sueltos, colgándole a la espalda,
cubierta tan sólo por un retazo de tela desteñida y remendada, y vivió de allí en adelante
con Crates, compartiendo en un todo su vida. Dicen que tuvieron un hijo, Pasicles; pero no
hay la certidumbre de ello.
Esta Hiparquia fue, según parece, bondadosa con los necesitados, y compasiva:
acariciaba con sus manos a los enfermos; lamía sin la menor repugnancia las heridas
sangrantes de los que sufrían, convencida de que eran para ella lo que son las ovejas para
las ovejas, lo que son los perros para los perros. Si hacía frío, Crates e Hiparquia se
acostaban al lado de los menesterosos y trataban de comunicarles parte del calor de sus
cuerpos. Prestábanles, en suma, la ayuda silenciosa que los animales se prestan entre sí. Por
otra parte, no sentían la menor preferencia por ninguno de los que se acercaban a ellos.
Bastábanles que fueran seres humanos.
He aquí cuanto ha llegado a nosotros con respecto a la compañera de Crates,
ignorándose cuándo murió y cómo. Su hermano Metroclo admiraba también a Crates y le
imitaba. Pero no tenía tranquilidad. Aquejábanle de continuo unas flatulencias violentas,
que no lograba contener. Desesperado, resolvió morir. Pero Crates se enteró de su desgracia
y quiso consolarle. Habiendo comido antes una medida entera de altramuces, se fue a ver a
Metroclo. Le preguntó si era la vergüenza de su dolencia lo que a tal punto le afligía. A lo
cual hubo de contestar Metroclo que, en efecto, tal era su desventura, y que no se sentía con
ánimos para soportarla más tiempo. Crates, entonces, hinchado hasta casi reventar por los
altramuces, soltó una Serie interminable de sonoras ventosidades delante de su discípulo,
asegurándole que la naturaleza sometía a todos los hombres a la misma incomodidad. A
renglón seguido, le reprochó el haber sentido vergüenza de los demás, y le señaló su propio
ejemplo. Luego, soltó todavía, para terminar, algunos vientos, y tomando de la mano a
Metroclo lo llevó consigo.
Ambos permanecieron juntos largo tiempo, en medio de las calles de Atenas, sin
duda en compañía de Hiparquia. Hablaban poco; no se avergonzaban de nada. Aunque
rebuscando en los mismos montones de basura, los perros parecían respetarlos. Es posible
que, de haberse sentido apremiados por el hambre, habrían acabado por pelearse con ellos a
dentelladas. Pero los biógrafos no nos dicen nada a este propósito. Sabemos que Crates
murió viejo; que había acabado por no moverse del mismo sitio, acostado bajo el cobertizo
de un almacén del Pireo, donde los marineros resguardaban los fardos de mercancías; que
dejó de vagar en busca de un hueso que roer, no queriendo realizar ni aun el esfuerzo de
llevarse la mano a la boca, y que, un día, lo encontraron muerto, momificado por el ayuno.
Séptima

Hechicera
Séptima fue esclava bajo el sol africano, en la ciudad de Adrumeto. Y su madre Amoena
fue esclava, y la madre de ésta esclava también, y todas ellas fueron hermosas y de tez
obscura, y los dioses infernales les revelaron el secreto de los filtros de amor y de muerte.
La ciudad de Adrumeto era blanca y las piedras de la casa en que vivía Séptima eran
de un rosa trémulo. Y la arena de la playa estaba sembrada de pechinas, que arrastra
consigo el mar tibio desde las tierras de Egipto, en el paraje en que las siete bocas del Nilo
arrojan siete limos de color distinto. En la casa junto al mar en que vivía Séptima, oíase
morir la franja plateada del Mediterráneo y, a su pie, un abanico de líneas azules
centelleantes se desplegaba hasta el ras del cielo. Las palmas de las manos de Séptima
estaban teñidas de oro, y las puntas de las uñas pintadas de carmín; sus labios trascendían a
mirra y sus párpados, ungidos de bálsamo, temblaban dulcemente. En esta guisa andaba 
por el camino de los suburbios, llevando a la casa de los servidores un canasto lleno de
largos panes flexibles.
Séptima se enamoró de un mancebo libre, Sextilio, hijo de Dionisia. Pero el amor no
les es permitido a los que conocen los misterios subterráneos, sometidos como se hallan al
adversario del amor, que se llama Anteros. Y así como Eros dirige el centelleo de los ojos y
aguza la punta de las flechas, así Anteros desvía las miradas y embota los dardos. Es un
dios benévolo, que tiene su sede entre los muertos. No es cruel, como el otro. Dispensa el
nepentes que da el olvido. Y, sabiendo que el amor es el más terrible de los dolores
terrestres, odia el amor y lo sana. Sin embargo, es impotente para ahuyentar a Eros de un
corazón por él ocupado. Lo que hace, entonces, es apoderarse del corazón del otro. De esta
manera, Anteros lucha contra Eros. Y he ahí por qué Sextilio no pudo amar a Séptima.
Pues, apenas hubo Eros llevado su antorcha al seno de la iniciada, Anteros, iracundo, hizo
presa en el corazón del hombre.
Séptima conoció el poderío de Anteros en los ojos expresivos de Sextilio. Y cuando
el estremecimiento purpúreo del ocaso invadió el horizonte, salió al camino que va de
Adrumeto hasta el mar. Era un camino apacible, donde los enamorados comen frutas
escarchadas y beben vino de dátiles, sentados sobre las lápidas bruñidas de las tumbas. La
brisa oriental difunde su perfume a través de la necrópolis. Entre los muertos
embalsamados que reinan todavía desde el fondo de sus sepulturas en torno de Adrumeto,
dormía Phoinissa, hermana de Séptima, esclava como ella y fenecida a los dieciséis años,
antes de que ningún hombre hubiese respirado su olor. La tumba de Phoinissa era angosta
como su cuerpo. Tocando casi su frente estrecha, la losa de piedra detenía su mirada vacua.
De sus labios ennegrecidos se exhalaba aún el vapor de los aromas en que la habían
macerado. Sobre su mano virginal brillaba un anillo de oro verde incrustado con dos rubíes
pálidos y turbios. Sumida en su sueño estéril, parecía soñar eternamente en todas las cosas
que no había conocido. 
Bajo la blancura lactescente de la luna nueva, Séptima se tendió junto a la tumba
angosta de su hermana, sobre la tierra impasible. Lloró, lastimando su rostro contra la
guirnalda esculpida. Y, acercando su boca al conducto por donde se vierten las libaciones,
su pasión se exhaló en palabras.
—¡Oh hermana —decía—, abandona tu sueño
para oírme! La lámpara que alumbra las primeras horas de los muertos se ha
apagado. Tú dejaste resbalar de tus dedos la ampolla de cristal coloreado que te dimos. El
hilo de tu collar se ha roto y las cuentas de oro se han esparcido en torno de tu cuello. Nada
nuestro es tuyo ya, y aquél que lleva un milano sobre su cabeza te posee. ¡Escúchame, tú
que tienes la facultad de llevar mis palabras! Ye a la celda que sabes, e implora a Anteros.
Implora a la diosa Háthor. Implora a aquel cuyo cadáver despedazado llevaron en un cofre
las olas del mar hasta Byblos. ¡Hermana, ten piedad de un dolor desconocido! ¡Por las siete
estrellas de los magos de Caldea te conjuro! ¡Por las potencias infernales que se invocan en
Cartago, Iaó, Abriao, Salbáal, Bathbáal, acoge mi súplica! Haz que Sextilio, hijo de
Dionisia, se consuma de amor por mí, Séptima, hija de nuestra madre Amoena. ¡Haz que
arda en la noche; que me busque junto a tu sepultura, oh Phoinissa! ¡O bien condúcenos a
ambos a la morada de tinieblas, oh poderosa! Ruega a Anteros que hiele nuestro aliento, si
es que ha de negar a Eros la facultad de encenderlo. Muerta perfumada, acoge la libación de
mi voz. ¡Achrammachalala!
Apenas hubo concluido, la virgen embalsamada se incorporó y penetró bajo tierra.
Y Séptima, avergonzada, corrió entre los sarcófagos. Hasta la hora del alba
permaneció en compañía de los muertos, espiando la luna fugitiva, ofreciendo su seno a la
salada mordedura del viento marino. Los primeros destellos dorados del día la acariciaron.
Luego, se encaminó de nuevo hacia Adrumeto, y su larga camisa azul ondeaba tras ella.
Mientras tanto, Phoinissa, erguida, rígida, erraba por los círculos infernales. Y aquel
que lleva un milano sobre su cabeza no acogió su súplica. Y la diosa Háthor permaneció
indiferente, inmóvil en su vaina policroma. Y Phoinissa no acertó a encontrar a Anteros,
puesto que no conocía el deseo. Pero en su corazón marchito sintió la compasión que los
muertos sienten por los vivos. Y la segunda noche, a la hora en que los cadáveres son
libertados a fin de que puedan acudir a los conjuros y encantaciones, Phoinissa holló con
sus pies atados las calles de Adrumeto.
Acostado en su lecho, el rostro hacia arriba, Sextilio reposaba, respirando
acompasadamente y estremecido de vez en vez por los suspiros del sueño. Y Phoinissa,
muerta, envuelta en sus vendas funerarias impregnadas de aromas, se sentó junto a él. No
tenía visceras ni cerebro; pero habían vuelto a colocar en su pecho su corazón momificado.
Y, en este instante, Eros luchó contra Anteros, y se apoderó del corazón embalsamado de
Phoinissa. Inmediatamente, Phoinissa deseó el cuerpo de Sextilio, deseó que su cuerpo
reposara entre el suyo y el de su hermana Séptima, en la mansión de las tinieblas.
Lentamente, con ademanes pausados, Phoinissa posó sus labios pintados sobre la
boca viva de Sextilio, y la vida se escapó de él como una burbuja. Luego, fue a la celda de
esclava de Séptima, y la tomó de la mano. Y Séptima, dormida, cedió a la presión de sus
dedos. Y el beso de Phoinissa y la mano de Phoinissa, hicieron morir aquella noche, casi en
el mismo instante, a Séptima y Sextilio. Tal fue el fúnebre resultado de la lucha de Eros
contra Anteros; y las potencias infernales recibieron a la vez a una esclava y a un hombre
libre.
Sextilio yace en la necrópolis de Adrumeto, entre la hechicera Séptima y su
hermana virgen Phoinissa. El texto de la encantación se halla inscrito sobre la placa de
plomo, enrollada y atravesada con un clavo, que la hechicera deslizara en el conducto de las
libaciones de la tumba de su hermana.
Lucrecio

Poeta
Lucrecio hizo su aparición en una gran familia, desde hacia tiempo retraída de la vida civil.
Sus primeros días recibieron la sombra del negro pórtico de una alta mansión construida en
la montaña. El atrio era severo y los esclavos mudos. Desde su infancia vivió en un
ambiente de desprecio a la política y a los hombres. El noble Memmius, que tenía su misma
edad, soportó, en el agreste retiro, los juegos que Lucrecio le impuso. Juntos se asombraron
ante las arrugas de los árboles viejos y espiaron el estremecimiento de las hojas bajo el sol,
como un velo verdegay de luz salpicado de motas de oro. Atisbaban el lomo rayado de los
cerdos salvajes que hozaban la tierra. Pasaban a través de los enjambres vibrantes de abejas,
y por encima de las interminables legiones en marcha de las hormigas, cuya formación
procuraban no perturbar.
Un día, desembocando de un tallar frondoso, se encontraron en medio de una ancha
plazoleta, rodeada de viejos alcornoques, plantados tan apretadamente, que su círculo abría
en el cielo un pozo de azur. Un reposo indecible reinaba en este refugio. Teníase la
impresión de encontrarse en un camino ancho y claro que se remontara hacia las alturas del
aire divino. Lucrecio sintió en sí la bendición de los espacios en calma.
En compañía siempre de Memmius, abandonó el templo sereno de la selva para
estudiar en Roma la elocuencia. El viejo patricio que gobernaba la alta mansión le puso un
profesor de griego y le conminó a que no volviese hasta que poseyera cabalmente el arte de
menospreciar las acciones de los hombres. Lucrecio no volvió a verle. Murió a poco,
solitario, execrando el tumulto de la sociedad humana. Cuando Lucrecio regresó a la alta
mansión abandonada, habitada ya tan sólo por los esclavos mudos, traía consigo una mujer
africana, hermosa, bárbara y perversa. Memmius había vuelto a casa de sus padres.
Lucrecio había visto la lucha de las facciones sanguinarias, las guerras de los partidos y la
corrupción política. Pero sólo un hecho contaba para él en aquel instante, relegando el resto
a plano secundario: estaba enamorado.
Al principio, su vida fue un perfecto deleite. La mujer africana permanecía horas y
horas re- costada contra las tapicerías de los muros, la masa undosa de sus cabellos negros
cayéndole en cascada sobre los hombros y el seno. Cuando se reclinaba en el lecho para el
sueño o el amor sus miembros tenían las líneas indolentes y gráciles de un animal libre de
la selva. Rodeaba las cráteras de vino espumante con sus brazos flexibles cargados de
esmeraldas translúcidas, y bebía lentamente, echando muy atrás la cabeza. Tenía un modo
extraño de levantar en el aire un dedo y sacudir la frente. Sus sonrisas venían de un
manantial profundo y tenebroso como los ríos de África. En lugar de hilar la lana, la
desgarraba pacientemente, en vedijas menudas que revolaban en torno de ella.
Lucrecio anhelaba ardientemente fundirse a aquel cuerpo magnífico. Abrazaba con
frenesí sus senos metálicos y adhería sus labios como una sanguijuela a los labios violáceos
de ella. Las palabras de amor pasaron de uno a otro, fueron suspiradas, les hicieron reír y se
desgastaron. Tocaron el velo sutil y opaco que separa a los amantes. Su voluptuosidad
cobró mayor furia y deseó cambiar de persona. Llegó hasta la extremidad aguda en que se
difunde en torno de la carne, sin penetrar hasta las entrañas. La africana se retrajo en su
corazón forastero. Lu- creció se desesperó de no poder realizar el amor. La mujer se fue
tornando sombría, altanera, silenciosa, semejante al atrio y a los esclavos. Lucrecio acabó
estableciendo sus reales en la sala de los libros.
Fue allí donde un día, casi por azar, desenrollaron sus dedos el rollo en que un
escriba copiara en tiempo lejano el tratado de Epicuro.
Inmediatamente, comprendió la diversidad de las cosas de este mundo, y la
inutilidad de esforzarse hacia las ideas. El universo le pareció semejante a aquellos copos
de lana que los dedos buidos de la africana hacían revolar en torno de ella. Los racimos de
abejas y las columnas de hormigas y la trémula urdimbre de la fronda fueron para él
agrupaciones de agrupaciones de átomos. Y en todo su cuerpo sintió un pueblo invisible y
discorde, ávido de disgregarse. Y las miradas le parecieron rayos más sutilmente carales, y
la imagen de la mujer bárbara un hermoso mosaico coloreado; y sintió que la finalidad del
movimiento de esta infinitud era triste y vana. Del mismo modo que contemplara en otro
tiempo las contiendas cruentas de las facciones romanas y sus tropeles de clientes armados
y vociferantes, contempló ahora el girar incesante de los rebaños de átomos teñidos por la
misma sangre y que se disputan de continuo una obscura supremacía. Y vio que la
disolución de la muerte no era sino la liberación de estas turbas turbulentas que se
precipitan sin tregua hacia mil otros movimientos inútiles.
Y he aquí que cuando Lucrecio hubo concluido de leer el rollo de papiro, donde las
palabras griegas se entretejían unas a otras al igual de los átomos del mundo, transpuso el
pórtico negro de la alta mansión de sus antepasados y se adentró en la selva. Y distinguió
entre los árboles el lomo rayado de los cerdos salvajes hocicando como siempre la tierra.
En seguida, atravesando el espeso tallar, se encontró bruscamente en medio del templo
sereno de la selva, y sus ojos se sumergieron en el pozo azul del cielo. Y allí fue donde
hubo de implantar el centro de su reposo.
Desde allí contempló la pululante inmensidad del universo: todas las piedras, todas
las plantas, todos los árboles, todos los animales, todos los hombres, con sus colores, con
sus pasiones, con sus instrumentos, y la historia de estas cosas diversas, y su nacimiento, y
sus dolencias, y su muerte. Y, entre la muerte total y necesaria, percibió claramente la
muerte única de la africana, y lloró.
Sabía que las lágrimas provienen de un movimiento particular de las glándulas
diminutas que tenemos bajo los párpados y que son agitadas por una procesión de átomos
procedentes del corazón, cuando el corazón mismo se siente impresionado por la sucesión
de imágenes coloreadas que se desprenden de la superficie del cuerpo de una mujer amada.
Sabía que el amor era exclusivamente motivado por el ímpetu de unos átomos empeñados
en unirse a otros átomos. Sabía que la tristeza causada por la muerte es la más falaz de las
ilusiones terrestres, puesto que la muerta había dejado de ser desgraciada y de sufrir,
mientras el que la lloraba se afligía por sus propios males y pensaba tenebrosamente en su
propia muerte. Sabía que no queda de nosotros ningún doble simulacro para llorar sobre el
propio cadáver, tendido a sus pies. Pero, aunque conociendo exactamente la tristeza y el
amor y la muerte, y que no son sino imágenes vanas cuando se las contempla desde el
espacio en calma en que cumple guarecerse, continuó llorando, y deseando el amor, y
temiendo la muerte.
Y he aquí por qué, al regresar a la alta mansión sombría de los antepasados, se
acercó a la hermosa africana, ocupada en cocer un brebaje sobre un brasero de bronce. Pues
también ella había reflexionado en sus adentros, y sus pensamientos se habían remontado a
la fuente misteriosa de su sonrisa. Lucrecio contempló maquinalmente el brebaje, todavía
hirviente en el cuenco de metal. El líquido se fue aquietando poco a poco, y pronto su
superficie fue semejante a un cielo turbio y verde. Y la hermosa africana sacudió Su frente,
haciendo revolar en torno sus cabellos negros, y levantó en el aire un dedo. Lucrecio,
entonces, bebió el filtro. E, inmediatamente, su razón se anegó, y todas las palabras griegas
del rollo de papiro se borraron de su memoria. Y, por vez primera, estando loco, conoció el
amor; y aquella misma noche, habiendo sido envenenado, conoció la muerte.
Clodia

Matrona impúdica
Era hija de Appius Claudius Pulcher, cónsul. Ya de pocos años, se distinguió de sus
hermanos y hermanas por el brillo flagrante de sus ojos. Tercia, su hermana mayor, casó
muy joven; la menor cedió dócilmente a todos los caprichos de Clodia. Sus hermanos, Apio
y Cayo, mostrábanse ya avaros de las ranas de cuero y las carrozas de cáscara de nuez que
les regalaban a guisa de juguetes; y más tarde hubieron de mostrarse igualmente tacaños de
sus sestercios. Pero Clodio, hermoso y femenino, fue compañero de sus hermanas. Clodia
las persuadía, con miradas ardientes, a que lo vistieran con una túnica de mangas, ceñida
bajo el seno por un cinturón de seda, y a que lo tocaran con una redecilla de hilo de oro;
luego, cubríanlo con un velo color de fuego y lo llevaban a los aposentos interiores, donde
se acostaba en el mismo lecho que ellas tres. Clodia era su preferida, pero tomó también la
virginidad de Tercia y de la menor.
Teniendo Clodia dieciocho años, murió el padre. Clodia permaneció, sin embargo,
en la casa Solariega del Monte Palatino. Apio, su hermano, administraba el dominio, y
Cayo se preparaba a la vida pública. Clodio, siempre delicado e imberbe, seguía
acostándose entre sus hermanas, a ambas de las cuales daba el nombre de Clodia. Las dos
comenzaron secretamente a ir a los baños con él. Les daban un cuarto de as a los esclavos
vigorosos que les daban masaje, y luego se lo hacían devolver. Clodio era tratado lo mismo
que sus hermanas, y en presencia de éstas. Tales fueron sus placeres antes del matrimonio.
La más joven casó con Lúculo, que se la llevó a Asia, donde guerreaba contra
Mitrídates. Clodia tomó por marido a su primo Metelo, varón honesto y obtuso. En aquellos
tiempos de motines, tenía un espíritu conservador y limitado. Clodia no podía soportar su
terquedad y su falta de entendimiento. Soñaba ya cosas nuevas para su bien amado Clodio.
César comenzaba a alborotar los espíritus. Clodia juzgó que era ya tiempo de acabar con él.
Hizo que Pomponio Ático le trajera a Cicerón. La sociedad que la rodeaba era burlona y
elegante. Junto a ella se encontraba a Licinio Calvo, al joven Curión, apodado la
"doncellita", a Sexto Clodio, que hacía todos sus encargos, a Egnacio y su pandilla, a
Catulo de Verona y a Celio Rufo, que estaba enamorado de ella. Metelo, siempre
morosamente sentado en un rincón, apenas si desplegaba los labios. Se contaban
interminablemente las anécdotas escandalosas de César y Mamurra.
Poco más adelante, Metelo, nombrado procónsul, partió para la Galia Cisalpina.
Clodia quedó sola en Roma con su cuñada Mucia. Cicerón, entretanto, se había dejado
fascinar por los grandes ojos estuosos de Clodia. Hasta pensó en la posibilidad de repudiar
a su esposa Terencia, suponiendo que Clodia no tendría inconveniente en abandonar a
Metelo. Pero Terencia descubrió la intriga y consiguió atemorizar a su marido. Cicerón,
medroso de suyo, renunció a sus propósitos. Pero Terencia exigió más, y Cicerón tuvo que
romper con Clodia.
El hermano de ésta trabajaba mientras tanto, aconsejado por Clodia. Por orden de
ella, hizo el amor a Pompeya, la esposa de César. La noche de la fiesta de la Buena Diosa,
sólo debían quedar las mujeres en casa de César, a la sazón pretor, correspondiendo por
consiguiente a Pompeya ofrecer el sacrificio. Ayudado por Clodia, vistióse Clodio, tan
acostumbrado desde niño a los disfraces, de tañedora de cítara, y en esta guisa entró en casa
de Pompeya. Una esclava le reconoció. La madre de Pompeya dio la alarma, y el escándalo
fue mayúsculo. Clodio trató de defenderse, jurando que, precisamente a aquella misma
hora, se encontraba en casa de Cicerón. Pero Terencia obligó a su marido a negarlo, y
Cicerón no tuvo más remedio que declarar contra Clodio.
Desde aquel momento, Clodio quedó perdido entre los patricios. Su hermana
acababa de trasponer la treintena, pero su llama interior la abrasaba más imperiosamente
que nunca. Se le ocurrió la idea de hacer que un plebeyo adoptara a Clodio, a fin de que
éste pudiera llegar a ser tribuno del pueblo. Metelo, que había regresado ya, adivinó sus
proyectos y se burló de ella. En aquel tiempo, no teniendo ya a Clodio entre sus brazos, se
dejó amar por Catulo. Metelo acabó por parecerle odioso a ambos, y su esposa resolvió al
fin librarse de él. Un día, que volvía muy cansado del Senado, le ofreció un cordial. Metelo
bebió y cayó muerto en el atrio.
Una vez libre, Clodia abandonó la casa de su marido y volvió a encerrarse con
Clodio en su mansión familiar del monte Palatino. Su her- mana huyó entonces de casa de
Lúculo y vino a reunirse con ellos. Reanudaron alegremente su vida a tres, y ejercitaron su
odio.
Para empezar, Clodio, convertido en plebeyo, fue designado como tribuno del
pueblo. A pesar de su gracia femenina, tenía la voz fuerte e incisiva. Obtuvo que Cicerón
fuera desterrado; mandó arrasar su casa ante sus propios ojos, y juró la ruina y muerte de
todos sus amigos. César era a la sazón procónsul en las Galias y no podía hacer nada. No
obstante, Cicerón ganó ciertos sufragios por mediación de Pompeya, y logró que lo
llamaran a Roma al año siguiente. El furor del joven tribuno fue extremado. Atacó
violentamente a Milón, amigo de Cicerón, que comenzaba a postular el consulado.
Apostado una noche a la vuelta de una esquina, intentó matarlo, derribando a los esclavos
que llevaban las antorchas. Lo peor era que el favor popular de Clodio iba menguando
rápidamente. Se empezaban a cantar sin rebozo coplas obscenas alusivas a sus relaciones
con Clodia. Cicerón los denunció en un discurso violento, en que se calificaba a Clodia de
Medea y de Clitemnestra. La rabia de los dos hermanos acabó por estallar, arrastrando todo
vestigio de prudencia. Clodio quiso incendiar la casa de Milón, y los esclavos de éste lo
mataron a palos en las tinieblas.
Su muerte desesperó a Clodia. En vano había pasado de los brazos de Catulo a los
de Celio Rufo, y de éstos a los de Egnacio, cuyos amigos la habían llevado por la noche a
las tabernas más inmundas; su único amor real había sido Clodio. Por él había envenenado
a su esposo. Por él, en interés suyo, había atraído y seducido a otros hombres. Muerto él,
puede decirse que su vida carecía de objeto.
Sin embargo, todavía era hermosa y ardiente. Y aún conservaba una casa de campo
en la vía de Ostia, y unos jardines en Baies, a orillas del Tíber. Hastiada de la vida urbana,
se refugió en éstos, e intentó distraerse bailando danzas lascivas con sus mujeres. Pero todo
resultó inútil. Su espíritu no se apartaba un punto del recuerdo de los estupros de Clodio, al
que veía siempre imberbe y femenino. Recordaba cómo un día le habían apresado unos
piratas de (Milicia, que usaron repetidamente de su cuerpo delicado. También le volvía a la
memoria una cierta taberna a la que fuera en su compañía. El frontis de la puerta estaba
todo ennegrecido con carbones, y los hombres que bebían en el interior exhalaban un olor
acre y tenían el pecho velludo.
Estos recuerdos la llevaron de nuevo a Roma.
Desde las primeras horas de la noche solía vagar por las encrucijadas y callejas de
los barrios populares. Sus ojos conservaban el mismo resplandor procaz. Nada conseguía
apagarlo, a pesar de todas las tentativas que hiciera para ello, habiéndolos expuesto durante
horas a la lluvia, y llegado hasta acostarse en el lodo. Visitó los baños públicos y los
ergástulos; las cuevas en que los esclavos juegan a los dados y los sótanos en que se
embriagan los cocheros. Frecuentó los garitos y los lupanares. Acechó en las esquinas a los
transeúntes, musitándoles al oído la promesa de voluptuosidades quiméricas. Murió al
amanecer de una noche de bochorno asfixiante, víctima de una treta que más de una vez
practicara en su juventud, cuando iba a los baños públicos con Clodio y la hermana. Un
batanero que la había pagado con un cuarto de as, la aguardó a la salida para recobrarlo, y a
las primeras luces del alba la estranguló. Luego, arrojó el cadáver, sin cuidar siquiera de
cerrarle los ojos, a las aguas legamosas del Tíber.
Petronio

Novelista
Nació en aquellos días en que los saltimbanquis, vestidos de verde, hacían saltar los
puercos amaestrados a través de un aro de llamas, en que los porteros barbudos, de túnica
cereza, sentados a la entrada de las villas, ante los mosaicos galantes, desgranaban los
guisantes y alubias de la cena en una bandeja de plata, en que los libertos, repletos de
sestercios, solicitaban en las ciudades de provincias las funciones edilicias, en que los
recitadores cantaban poemas épicos al final de los festines, en que el lenguaje se hallaba
todo él mechado de términos de ergástula y de ampulosas redundancias venidas del Asia.
Su infancia transcurrió en medio de tales elegancias. Jamás se ponía dos veces una
misma vestidura de lana de Tiro. La vajilla y los cubiertos de plata caídos al suelo del atrio,
eran mandados barrer junto con los residuos. Las comidas estaban compuestas de manjares
delicados e inesperados, y los cocineros variaban sin cesar la arquitectura de las viandas.
No había
que asombrarse si, al cascar un huevo, se encontraba dentro de un becafigo, ni que
temer partir una estatuilla imitada de Praxiteles y esculpida en hígado de pato. El gis que
sellaba las ánforas había sido diligentemente dorado. Cajitas de marfil índico encerraban
perfumes estuosos con destino a los invitados. Los aguamaniles eran de plata fabrida, y el
agua en ellos, levemente coloreada, mediante un oculto dispositivo brotaba en un pequeño
surtidor, en el momento oportuno. Las copas de cristal irisado representaban toda suerte de
monstruos. Al coger ciertas urnas, las asas se quebraban entre los dedos y los flancos se
abrían derramando flores naturales pintadas a mano. Pájaros del África, de todos los
colores, piaban y gorjeaban en doradas jaulas. Tras las rejas empotradas en los muros,
monos de faz canina, procedentes de Egipto, ensordecían con sus gritos. En receptáculos
preciosos, rampaban extraños reptiles de escamas rutilantes y ojos estriados de azul.
Así vivió Petronio, en la molicie, pensando que el aire mismo se henchía de aromas
por sí solo para su deleite. Al llegar a la adolescencia, una vez que hubo guardado su
primera barba en un cincelado cofrecillo, comenzó a mirar en torno suyo. Un esclavo, de
nombre Syrus, que había servido en el circo, le reveló un mundo hasta entonces
desconocido.
Petronio era bajito, de tez cetrina, y bizqueaba de un ojo. No era de raza noble.
Tenía manos de artesano y un espíritu cultivado. De ahí le vino su afición a modelar las
palabras y a inscribirlas. Estas palabras no se asemejaban a nada de cuanto los antiguos
poetas habían imaginado. Pues se esforzaban en expresar lo que rodeaba a Petronio. Y no
fue sino bastante más tarde cuando hubo de nacer en él la enfadosa ambición de componer
versos.
Conoció pues a los gladiadores bárbaros y a los charlatanes de las encrucijadas; a
los hombres macilentos de mirada rapaz que acechan de soslayo las legumbres y los cuartos
de carne en los puestos callejeros, escamoteándolos al menor descuido; a los mancebos
rizados que pasean cogidos de la mano de los senadores; a los viejos de lengua expedita que
discurren interminablemente de los asuntos públicos en las esquinas; a los lacayos lascivos
y a las meretrices en boga, a los mesoneros ladinos y los traficantes fraudulentos, a los
poetas hampones y las fámulas picaras, a las sacerdotisas equívocas y los soldados
desertores. A todos ellos observaba con su ojo bizco, registrando minuciosamente sus
modos y manejos. Syrus le condujo a los baños de esclavos, las celdas de las prostitutas y
los antros subterráneos en que los comparsas del circo se ejercitaban con sus gladios de
madera. En su compañía visitó los cementerios de extramuros, a la hora en que los lémures
y los vampiros se deslizan con pie ingrávido entre las tumbas. Y Syrus le contó las historias
de los hombres que mudan de piel y otras extrañas consejas que los negros, los sirios y los
soldados que custodian las cruces del suplicio se pasaban de boca en boca.
Al cumplir los treinta, Petronio, ávido de aquella libertad diversa, comenzó a
escribir una historia de esclavos libertinos y vagabundos. Reconoció sus costumbres entre
las transformaciones del lujo; reconoció sus ideas y su lenguaje entre las conversaciones
pulidas de los festines. Solo, ante su pergamino, de codos sobre una mesa de odorífera
madera de cedro, fue trazando con la punta de su cálamo las aventuras de un populacho
ignorado. A la luz de sus altos ventanales, bajo las pinturas del artesonado, evocó en su
imaginación las teas fumosas de las hosterías, las grotescas trifulcas nocturnas, con sus
molinetes de candelabros, blandir de espetones, cerraduras forzadas a hachazos por los
siervos de la justicia, mugrientos camastros pululantes de chinches; y, a la mañana
siguiente, las reprensiones de los procuradores de ilotas, en medio de una barahunda de
míseros, vestidos con retazos de viejas esteras y toda suerte de guiñapos.
Dícese que, una vez conclusos los dieciséis libros de su invención, mando llamar a
Syrus, para leérselos, y que el esclavo holgaba y reía a carcajadas, palmeándose los muslos.
En aquel mismo instante, concibieron el proyecto de llevar a la práctica las aventuras
imaginadas por Petronio. Tácito refiere que éste fue árbitro de las elegancias en la corte de
Nerón, y que Tigelino, celoso, hizo que le mandasen la orden de muerte. Pero la aserción es
de todo punto errónea. Petronio no expiró delicadamente en un baño de mármol,
murmurando epigramas lascivos. La verdad es que huyó con Syrus, y terminó su vida
recorriendo los caminos.
Su apariencia física le facilitó considerablemente el disfraz. Alternativamente, Syrus
y Petronio llevaron a la espalda el saco de cuero que contenía su ropa y sus denarios. Se
acostaban al raso, junto a los terromonteros de cruces, y se dormían vislumbrando en medio
de la noche el melancólico parpadeo de las lamparillas fúnebres. Comieron pan agrio y
aceitunas resecas. Ignórase si robaron. Fueron magos ambulantes, titiriteros de aldea y
compañeros de soldados trashumantes. Petronio olvidó en absoluto el arte de escribir
apenas vivió la vida que había imaginado. Tuvieron amigos mozos, que les hicieron
traición, después de haberles sonsacado el último as. Desengañados del amor, se entregaron
a todas las liviandades con unos gladiadores fugitivos. Fueron barberos y mozos de termas.
Durante varios meses, vivieron de los panes funerarios que hurtaban de los sepulcros.
Petronio amedrentaba a los transeúntes con su ojo bizco y su tez obscura, que se les
antojaba de mal agüero. Una noche, desapareció. Syrus creyó encontrarlo en el cubil
nauseabundo de una ramera greñuda que acababan de conocer. Pero un destazador beodo le
había degollado con su cuchilla, mientras yacían juntos, en mitad del campo, sobre las losas
de una sepultura abandonada. 
Sufrah

Geomántico
La historia de Aladino refiere, por error, que el mago africano fue envenenado en su palacio
y que arrojaron su cuerpo renegrido y agrietado por la fuerza del tósigo a los perros y las
alimañas. Ahora bien, si es cierto que su hermano se dejó engañar por esta apariencia y,
habiendo re-vestido la túnica de la santa Fátima, fue inexorablemente apuñalado, no es
menos cierto que el mogrebí Sufrah (pues tal era el nombre del mago) fue adormecido tan
sólo por la omnipotencia del narcótico, logrando escapar más tarde por una de las
veinticuatro ventanas de la sala, mientras Aladino besaba tiernamente a la princesa.
Apenas hubo tocado tierra, descendiendo cómodamente por una de las cañerías de oro que
servían de desagüe a la gran terraza, el palacio desapareció súbitamente, quedando Sufrah
Solo en medio de las arenas del desierto. Ni siquiera le quedaba una de las botellas del vino
de África que fuera a buscar a la bodega, a instancias de la pérfida princesa. Desesperado,
sentóse a meditar bajo el sol ardiente, y sabiendo que la extensión de los tórridos arenales
que le rodeaban era infinita, se cubrió la cabeza con el manto, y esperó la muerte. No poseía
ya talismán alguno; ni aromas para hacer sufumi- gaciones; ni siquiera una varita danzante
que pudiera indicarle un manantial oculto, capaz de apaciguar su sed. Y llegó la noche, azul
y caliente, que calmó un poco la inflamación de sus ojos. Ocurriósele, entonces, la idea de
trazar sobre la arena una figura de geomancía, y preguntarle si estaba destinado a perecer en
aquel desierto. Marcó con sus dedos las cuatro grandes líneas, compuestas de puntos, que
se hallan colocadas bajo la advocación del Fuego, el Agua, la Tierra y el Aire a la
izquierda, y del Mediodía, el Oriente, el Occidente y el Septentrión a la derecha. Y, al
extremo de esas líneas, colacionó los puntos pares e impares, a fin de componer la primera
figura. Con no poca alegría, vio que era la figura de la Fortuna Mayor, de donde colegía
que acabaría por escapar al peligro, debiendo aquella primera figura ser colocada en la
primera mansión de astrología, que es la mansión del que solicita. Y, en la mansión que se
llama "Corazón del cielo", volvió a encontrar la figura de la Fortuna Mayor, lo que le
demostró que triunfaría y sería glorioso. Pero en la octava mansión, que es la de la Muerte,
vino a colocarse la figura del Rojo, que anuncia la sangre o el fuego, lo que es de presagio
siniestro. Cuando hubo levantado las figuras de las doce mansiones, sacó de ellas dos
testigos, y de éstos un juez, a fin de estar seguro de que la operación había sido calculada
con exactitud. Y la figura del juez fue la de la Prisión, de donde conoció que encontraría la
gloria, con gran peligro, en un lugar apartado y secreto.
Seguro de no morir en seguida, Sufrah reflexionó. No podía abrigar la esperanza de
reconquistar la lámpara, que había sido transportada con el palacio al centro de China. Sin
embargo, pensó que jamás había tratado de averiguar quién era el verdadero dueño del
talismán y el antiguo propietario del gran tesoro y del jardín de los frutos preciosos. Una
segunda figura geométrica, que leyó siguiendo las letras del alfabeto, le reveló los
caracteres S. L. M. N., que trazó sobre la arena, y la décima mansión vino a confirmar que
se trataba de un rey. Inmediatamente, comprendió Sufrah que la lámpara maravillosa había
formado parte del tesoro del rey Salomón. Entonces, estudió atentamente todos los signos,
y la Cabeza del Dragón le indicó lo que buscaba, pues aparecía unida por la Conjunción a la
Figura del Mancebo, que representa las riquezas escondidas en la tierra, y a la de la Prisión,
en la que puede leerse la posición de los hipogeos.
Y Sufrah palmoteo de alegría, pues la figura geomántica indicaba que el cuerpo del
rey Salomón había sido conservado en aquella misma tierra de África, y que aún llevaba en
el dedo su sello todopoderoso, que confiere la inmortalidad terrestre; de tal modo, que hacía
miles y miles de años que el rey debía dormir en su sepultura. Lleno de júbilo, Sufrah
esperó el alba. Pero, antes, en medio de la obscuridad, vio pasar a los rapaces Ba-da-ui,
saqueadores de caravanas, que Se compadecieron de su abandono cuando les imploró,
dándole para reparo de sus fuerzas un saquito de dátiles y una calabaza llena de agua.
Al rayar la aurora, Sufrah se puso en camino hacia el lugar designado. Era un paraje
árido y pedregoso, entre cuatro montañas peladas, erguidas como dedos hacia los cuatro
puntos cardinales. Una vez allí, trazó en el suelo un círculo, pronunciando ciertas palabras;
y la tierra se estremeció y abrióse, dejando ver una ancha losa de mármol con un anillo de
bronce en el centro. Sufrah empuñó el anillo e invocó tres veces el nombre de Salomón.
Inmediatamente, la losa se levantó, y Sufrah descendió al subterráneo por una angosta
escalera tallada en la roca viva.
Dos canes de fuego se precipitaron fuera de dos nichos opuestos, y sus fauces
vomitaban llamas. Pero Sufrah pronunció el nombre mágico, y los canes flamígeros
desaparecieron. En seguida, llegó a una puerta de hierro, que giró en silencio sobre sus
goznes, apenas la hubo tocado. Recorrió un largo corredor de muros de pórfido. A uno y
otro lado ardían con una luz eterna grandes candelabros de siete brazos. Al fondo del
corredor, había una vasta sala cuadrada, cuyas paredes eran de jaspe. En el centro de ella,
un brasero de oro iluminaba con luz vivísima la escena. Y, sobre un lecho tallado en un
solo diamante, y que semejaba un bloque de fuego congelado, yacía supino un anciano
venerable, de luengas barbas plateadas, la frente ceñida por una corona resplandeciente. A
su lado, se veía un grácil cuerpo momificado, cuyas manos se extendían aún para estrechar
las del rey; pero el calor de los besos se había apagado. Y, sobre la mano pendiente del rey
Salomón, distinguió Sufrah el anillo con el sello mágico.
Arrastrándose sobre las rodillas, rampó Sufrah hasta llegar al lecho y, levantando la
arrugada mano, hizo deslizar de ella el anillo, que colocó en su dedo.
Inmediatamente, cumplióse la obscura predicción geomántica. El sueño de
inmortalidad del rey Salomón quedó roto. En un segundo, su cuerpo se desmoronó,
quedando reducido a un puñado de huesos blancos y bruñidos que las manos delicadas de la
momia parecían proteger aún. Pero Sufrah, fulminado por el poder de la figura del Rojo en
la mansión de la Muerte, vomitó en una oleada bermeja toda la sangre de su vida y cayó en
el sopor de la inmortalidad \terrestre. Con el sello del rey Salomón en el dedo, se tendió
sobre el lecho de diamante, preservado de la corrupción durante miríadas de años, en el
lugar apartado y secreto que le había permitido descubrir la figura de la Prisión. La puerta
de hierro volvió a cerrarse sobre el corredor de pórfido, y los canes flamígeros velaron de
allí en adelante el sueño del geómago inmortal.
Frate Dolcino

Herético
Aprendió a conocer las cosas santas en la iglesia de Orto San Michele, donde su madre
acostumbraba levantarle en alto a fin de que pudiera tocar con sus manitas las hermosas
figuras de cera colgadas ante la Santa Virgen. La casa de sus padres confinaba con el
Baptisterio. Tres veces por día, al alba, a mediodía, al anochecer, veía pasar dos hermanos
de la orden de San Francisco encargados de mendigar el pan de puerta en puerta. La gente
les daba los mendrugos sobrantes y ellos los guardaban en una canasta. Muchas veces, el
rapaz los había seguido hasta la puerta del convento. Uno de estos monjes era muy anciano,
habiendo sido ordenado, según aseguraba, por el propio San Francisco. Prometió al
muchacho enseñarle a hablar a los pájaros y a todas las bestezuelas inocentes de los
campos. Pronto Dolcino se pasó el día entero en el convento. Cantaba con los frailes, y su
voz era fresca. Cuando tocaba la campana para pelar las legumbres, les ayudaba con todo
fervor en la tarea. El cocinero Roberto le prestaba un viejo cuchillo mellado y le permitía
fregar las escudillas con su tobaja. Gustábale en extremo a Dolcino contemplar en el
refectorio la pantalla de la lámpara, sobre la cual se veía pintados a los doce Apóstoles, con
sandalias de madera en los pies y una esclavina cubriéndoles los hombros.
Pero su mayor deleite era salir con los hermanos cuando iban a mendigar de puerta
en puerta, con su canasta bien tapada por un lienzo. Un día que caminaban así, a la hora en
que el sol estaba en lo más alto del cielo, les negaron la limosna en varias casas que
bordeaban el río. El calor era intenso, y los hermanos se sentían aguijados por la sed y el
hambre. De repente, se vieron en un patio que no conocían, y Dolcino estuvo a punto de
gritar de sorpresa al dejar en tierra la canasta. Pues aquel patio, en un todo distinto a los
demás, se hallaba tapizado de una tupida cortina de hiedra y vid silvestre y reinaba en él un
frescor apacible que hacía aún más delectable la suave claridad verdosa que tamizaba el
emparrado. Leopardos de piel mosqueada traveseaban mansamente con otros animales de
ultramar y un grupo de doncellas y mancebos, ricamente vestidos, tañían acordadamente
violas, tiorbas y laúdes, tan ensimismados en la melodía, que se les hubiera dicho ajenos a
cuanto les rodeaba. Otros mozos y adolescentes de ambos sexos, en pie o sentados en tierra,
escuchaban absortos. Palabra alguna turbaba la divina calma, y la melodía, cada vez más
dulce a los oídos, parecía remontarse en el aire. Los hermanos, atónitos, no dijeron nada;
escucharon también en silencio, sin osar la menor pregunta, pero su hambre y su sed se
sintieron satisfechos. A duras penas, haciendo un gran esfuerzo, decidiéronse a partir; y he
aquí que al volverse, desde la orilla del río, no vieron ya puerta ni abertura alguna en el
tapial. Creyeron que era una visión de nigromancía, o un ardid del Maligno, hasta que
Dolcino descubrió la canasta, que apareció colmada de panes blancos y tiernos, como si
Jesús, con sus propias manos, hubiese de nuevo multiplicado las ofrendas.
De este modo fue revelado a Dolcino el milagro de la mendicidad. Sin embargo, no
entró en la Orden, habiendo recibido de su vocación una idea más alta y singular. Los
hermanos le llevaban en su compañía por los caminos, cuando iban de un convento a otro,
de Bolonia a Módena, de Parma a Cremona, de Pistoia a Luca. Y fue en Pisa, durante una
de estas excursiones, cuando se sintió poseído de la verdadera fe. Dormía una mañana sobre
la cresta de una de las murallas del palacio episcopal cuando vino a despertarle un son de
clarín. Un tropel de niños, con palmas y cirios encendidos en la mano, rodeaban en medio
de la plaza a un hombre de aspecto agreste que soplaba con todas sus fuerzas en una
trompeta de bronce. Dolcino creyó ver a San Juan Bautista. El hombre en cuestión tenía
unas grandes barbas negras, iba vestido con un cilicio obscuro, marcado con una ancha cruz
roja, que le cogía desde el cuello a los pies, y una espesa zalea le ceñía los lomos. Con voz
terrible, clamó: Laudato et benedetto et glorificato sia lo Paire; y los niños repitieron en
coro; luego, añadió: sia lo Fijo, y los niños repitieron igualmente; terminando, coreado del
mismo modo: sia lo Spiritu Sancto. En seguida, cantó con ellos: ¡Alleluia, alleluia, alleluia!,
y después de haber sonado de nuevo la trompeta, comenzó a predicar. Su palabra era áspera
como el vino de la montaña, pero atrajo misteriosamente a Dolcino. Desde aquel día,
dondequiera que el monje del cilicio tocó su trompeta, Dolcino vino a admirarlo,
envidiando su género de vida. Era un ignorante, poseído de un extraño frenesí; no sabía casi
una palabra de latín y, para ordenar la penitencia, gritaba: ¡Penitenzagite! Pero anunciaba
siniestramente las predicciones de Merlín y de la Sibila, y del abate Joachim, que aparecen
en el Libro de las Figuras; profetizaba que el Anticristo había venido al mundo bajo la
forma del emperador Federico Barbarroja, que su ruina era inminente y que las Siete
Ordenes se elevarían en breve tras él, según la interpretación de las Escrituras. Dolcino le
siguió hasta Parma, donde descendió sobre él la inspiración de lo alto, que le permitió
penetrar todos los misterios.
El Anunciador precedía a Aquel que debía venir, el fundador de la primera de las
Siete Ordenes. Sobre la piedra elevada de Parma, desde donde hacía largos años los
potestades hablaban al pueblo, Dolcino proclamó la nueva fe. Para vivir con arreglo a ella,
había por lo pronto que vestirse con una esclavina de lienzo blanco, como los Apóstoles
pintados sobre la pantalla de la lámpara, en el refectorio de los Hermanos Menores.
Aseguraba que no era suficiente el bautizarse; y, a fin de volver por entero a la inocencia de
la infancia, se mandó hacer una cuna, hizo que le envolvieran en pañales y pidió el seno a
una lugareña, que lloró de devoción. Con objeto de poner a prueba su castidad, suplicó a
una burguesa que persuadiera a su hija de que se acostase toda desnuda contra él. Mendigó
hasta llenar un saco de monedas, y las distribuyó a los pobres, los ladrones y las mozas de
partido, declarando que no era preciso seguir trabajando, sino que, antes bien, debía vivirse
a la manera de los animales en los campos. Roberto, el cocinero del convento, se escapó de
éste para seguirle y darle de comer en una escudilla, que robara a los pobres hermanos. Las
gentes piadosas creyeron que habían vuelto los tiempos de los Caballeros de Jesucristo y
los Caballeros de Santa María, y de aquellos que siguieran antaño, errantes y arrebatados, a
Gerardino Secarelli. Agolpábanse en torno de Dolcino, boquiabiertos, murmurando
extasiadamente: "¡Padre, padre, padre!" Pero los Hermanos Menores hicieron que lo
arrojasen de Parma. Una doncella de noble linaje, Margherita, corrió tras él por el camino
de Plasencia. Dolcino la cubrió con un sayal de estameña marcado con una gran cruz,
semejante al suyo, y la llevó consigo. Los porqueros y vaqueros les contemplaban desde la
orilla de los ejidos. Algunos abandonaron sus animales y vinieron a ellos. Unas mujeres
cautivas que los hombres de Cremona habían mutilado bárbaramente, cortándoles la nariz,
les imploraron y siguieron también. Llevaban el rostro oculto por un lienzo, y aprendieron
con avidez lo que Margherita hubo de enseñarles. Por último, se establecieron en un monte
frondoso, no lejos de Novara, y practicaron la vida en común. Dolcino no preceptuó regla
ni orden alguna, seguro como estaba de que tal era la doctrina auténtica de los Apóstoles y
de que la caridad pura no había menester de reglamentaciones. Los que querían, se
alimentaban de las bayas de los árboles; los que deseaban algo más, mendigaban por las
aldeas; unos pocos, robaban ganado y lo sacrificaban a hurtadillas.
La vida de Dolcino y Margherita era libre y sencilla, bajo la luz del sol y a la vista
de todos. Pero las gentes de Novara no lo entendieron así. Los campesinos se quejaban de
los robos, y del escándalo y mal ejemplo que suponía aquella vida en promiscuidad.
Al fin, se mandó venir de fuera una banda de hombres armados, con la que cercaron
el monte. Los Apóstoles fueron expulsados de la región. En cuanto a Dolcino y Margherita,
los ataron sobre un jumento, con el rostro vuelto hacia la grupa, y los condujeron así hasta
la plaza mayor de Novara. Por orden de la justicia, fueron quemados en la misma hoguera.
Dolcino pidió tan solo una gracia: que les permitieran conservar en el suplicio, en medio de
las llamas, como los Apóstoles pintados sobre la pantalla, Sus esclavinas blancas.

Cecco Angiolieri

Poeta rencoroso
Cecco Angiolieri nació rencoroso, en Siena, el mismo día que Dante Alighieri en Florencia.
Su padre, enriquecido en el comercio de las lanas, se inclinaba hacia el Imperio. Desde la
infancia, Cecco se sintió celoso de los grandes, los despreció, y musitó oraciones. Muchos
de los nobles no querían ya someterse al Papa. Sin embargo, los gibelinos habían acabado
por ceder. Pero, entre los mismos güelfos, existían los Blancos y los Negros. Los Blancos
no repugnaban a la intervención imperial. Los Negros continuaban fieles a la Iglesia, a
Roma, a la Santa Sede. Cecco tuvo el instinto de ser Negro, quizás porque su padre era
Blanco.
Casi desde su primer vislumbre de razón le había odiado. A los quince años,
reclamó su parte del patrimonio, como si el viejo Angiolieri hubiese muerto. La negativa le
irritó, y abandonó inmediatamente la casa familiar. Desde aquel instante, no cesó de
quejarse al cielo y a cuantos se resignaban a oírle. A pie, por el camino real, vino a
Florencia. Los Blancos reinaban todavía en ella, aun después de haber logrado expulsar a
los gibelinos. Cecco mendigó su pan, poniendo por testimonio la crueldad paterna y acabó
por alojarse en el tugurio de un zapatero remendón, que tenía una hija. Se llamaba
Becchina, y Cecco creyó amarla.
El zapatero era un hombre sencillo, devoto de la Virgen, cuyas medallas y
escapularios llevaba encima, lo que entendía le daba derecho a emplear la peor clase de
cuero en sus composturas y remiendos. Antes de acostarse, cada noche, conversaba con
Cecco sobre la sublime teología y las excelsitudes de la gracia, a la luz de una candela de
resina. Becchina lavaba los platos, y sus cabellos estaban siempre enmarañados. Solía hacer
burla de Cecco porque éste tenía la boca torcida.
Por aquel tiempo, más o menos, comenzó a difundirse por Florencia el rumor de la pasión
extremada que sintiera Danti degli Alighieri por Beatrice, la hija de Folco Rico vero de
Portinari. Los que eran un tanto letrados, sabíanse de memoria las canciones que
compusiera en su loor. Cecco las oyó recitar y no se recató para censurarlas acerbamente.
—¡ Oh Cecco! -le di j o entonces Becchina-, te burlas de ese Dante, pero seguramente no
sabrías
escribir en honor mío unos versos semejantes.
—Lo veremos —repuso Angiolieri, riendo sardónicamente.
Para empezar, compuso un soneto, en el que criticaba el metro y el sentido de las canciones
de Dante. En seguida hizo unos versos en loa de Becchina, que no sabía leerlos y que
rompía a reír cuando Cecco se los declamaba, pues encontraba irresistibles sus amorosos
visajes.
Cecco era más pobre y desvalido que una rata de iglesia. Pero amaba con furor a la
Madre de Dios, lo que era causa de que el zapatero se mostrase con él indulgente. Ambos
visitaban en secreto a algunos míseros eclesiásticos, a sueldo de los Negros. Éstos parecían
esperar mucho de Cecco, que hacía a veces el efecto de un iluminado, pero no disponían de
pecunia con que socorrerle. Así, a pesar de su fe, a todas luces loable, el zapatero tuvo que
casar a Becchina con un vecino acaudalado, Barberino, que vendía aceite de oliva y otras
clases de óleos. "¡Y los óleos pueden ser sagrados!", decía piadosamente el zapatero, para
excusarse. Las bodas se hicieron, poco más o menos, al mismo tiempo que las de Beatrice
con Simone de Bardi. Cecco imitó el dolor de Dante.
Pero Becchina no murió. El 9 de junio de 1291, día en que se cumplía el primer aniversario
de la muerte de Beatrice, Dante, ensimismado, se puso a dibujar distraídamente sobre una
tableta, buscando alivio a su dolor. Y he aquí que, sin proponérselo, resultó haber dibujado
un ángel cuyo rostro era en un todo semejante al de la bienamada. Once días más tarde, el
20 de junio, Cecco Angiolieri, aprovechando la oportunidad de hallarse ocupado Barberino
en el Mercado del aceite, obtuvo de Becchina el favor insigne de besarla en la boca, y
compuso sobre la ocasión un soneto inflamado. Pero el odio no disminuía en Su corazón.
Anhelaba oro al par que amor. No pudo obtenerlo de los usureros y, esperando
Sonsacárselo al padre, marchó a Siena. Pero el viejo Angiolieri le negó al hijo hasta un vaso
de aguapié, y le puso en la puerta de calle sin el menor miramiento, ni querer escuchar
razones.
Antes de salir, sin embargo, Cecco alcanzó a ver sobre la mesa un saco de florines
recién acuñados. Era la renta de Arcidosso y de Mon- tegiovi. Andrajoso, polvoriento,
Cecco se sentía morir de cansancio y de hambre, al par que de ira. Aquella misma noche,
no obstante, emprendió el camino de vuelta a Florencia, pero Barberino, al verle en guisa
tan desastrada, le puso también a la puerta de su tienda.
Cecco se dirigió entonces al tugurio del zapatero remendón, al que encontró cantando un
himno a María, a la luz oscilante de una tea. Ambos se abrazaron y lloraron tiernamente. Al
terminar las letanías, Cecco le dijo al zapatero el odio terrible y desesperado que profesaba
al autor de sus días, que amenazaba vivir tanto como el Judío Errante Botadeo. Un
sacerdote que entraba en aquel momento para platicar sobre las necesidades del pueblo, le
persuadió de que aguardase su liberación en el estado monástico, y le condujo a una abadía,
donde le dió una celda y un hábito viejo. El prior le impuso el nombre de fray Enrique. En
el coro, durante los cantos nocturnos, tocaba con la mano las losas desnudas y frías como
él. La rabia le apretaba la garganta cuando pensaba en las riquezas de su padre, al que
probablemente no llegaría a heredar nunca. Sentíase tan mísero y desprovisto de todo, que a
veces hasta envidiaba a los vaciadores de letrinas.
Otras veces, el frenesí de la soberbia se apoderaba de él. "Si yo fuese el fuego —
pensaba—, quemaría el mundo; si fuera el viento, lo arra- wiría con el huracán; si fuera el
agua, lo «negaría en el diluvio; si fuera Dios, lo hundiría i n el espacio; si fuera el Papa, no
habría ya paz Imjo el cielo; si fuera el Emperador, cortaría las cabezas a la redonda; si fuera
la Muerte, iría en busca de mi padre... Si fuera Cecco... no desearía más..." Pero ya no era
sino Frate Arrigo. Estos accesos de orgullo duraban poco, y el rencor prevalecía de nuevo
en su alma. Habiéndose procurado una copia de las canciones a Beatrice, las comparó
pacientemente con sus versos a Becchina. Un monje trashumante le dijo que Dante hablaba
de él con desdén. Entonces, Cecco buscó los medios de vengarse. La superioridad de sus
sonetos a Becchina le parecía evidente. Las canciones a Bice (prefería darle su nombre
familiar, creyendo rebajarla de este modo) eran abstractas e incoloras; las suyas estaban,
por el contrario, llenas de enjundia y de color. Primero, envió unos versos injuriosos a
Dante; luego, imaginó el denunciarlo al buen rey Carlos, conde de Provenza. Pero, como
nadie se cuidara de sus poesías ni de sus cartas, acabó por darse cuenta de su impotencia.
Finalmente, cansado de alimentar su rencor en la inacción, colgó el hábito, volvió a ponerse
su jubón usado, su camisa zurcida y su caperuza desteñida por las lluvias, y tornó a
implorar la asistencia de los Hermanitos que trabajaban por los Negros. Una gran alegría le
esperaba. Dante había sido desterrado; sólo quedaba en Florencia una con- fusión de
partidos obscuros y sin fuerza. El zapatero remendón susurraba humildemente a la Virgen
el próximo triunfo de los Negros. Cecco Angiolieri olvidó a Becchina en su voluptuosidad.
Vivió en medio del arroyo, alimentándose de mendrugos remojados; corrió a pie tras los
enviados de la Iglesia que iban a Roma o volvían a Florencia. Tanto hizo, que, al fin,
acabaron por comprender que podía servir de algo. Corso Donati, jefe furibundo de los
Negros, de regreso en Florencia, y poderoso, lo empleó en compañía de otros reclutas del
arroyo. La noche del 10 de junio de 1304, una turba de cocineros, tintoreros, forjadores,
frailes y mendigos, invadió el barrio noble de Florencia, en el que se elevaban las suntuosas
mansiones de los Blancos. Cecco Angiolieri blandía la antorcha resinosa del zapatero
remendón, que le seguía a cierta distancia, admirando los decretos celestiales. Incendiaron
el barrio entero, y Cecco tuvo la íntima satisfacción de pegar fuego con su propia mano a la
casa solariega de los Cavalcanti, que habían sido amigos dilectos del Alighieri. Aquella
noche, sació su sed de odio en el fuego. Al día siguiente, envió nuevos versos injuriosos a
Dante "el lombardo", a la sazón en la corte de Verona. Y aquel mismo día llegó a ser, al fin,
Cecco Angiolieri, como viniera deseando desde hacía tantos años: su padre, tan cargado de
años como Enoch o Elias, había pasado a mejor vida.
Cecco corrió a Siena y, descerrajando las arcas, sumergió sus manos en los sacos de
florines nuevos, acariciándolos durante horas y no cesando de repetirse en sus adentros que
ya no era el pobre fray Enrique, sino Cecco Angiolieri, de noble linaje, señor de Arcidosso
y de Montegiovi, más rico que Dante y mejor poeta. En seguida, pensó que era un mísero
pecador y que había deseado la muerte de su padre. Arrepintiéndose amargamente,
garrapateó ipso facto un soneto pidiendo al Papa una cruzada contra todos aquellos
desalmados que se atrevieran a insultar a sus padres. Ávido de confesarse, volvió
apresuradamente a Florencia, y volando a casa del zapatero, le abrazó largamente,
suplicándole que intercediera por él cerca de María. Y, corriendo a la tienda del vendedor
de ceras santas, compró un enorme cirio, que el zapatero encendió fervorosamente. De
hinojos ante él, los dos lloraron y rezaron a Nuestra Señora. Hasta altas horas de la noche se
oyó la voz plácida del zapatero, que, transportado de santa alegría, no cesaba de cantar los
laudes de la Virgen y de enjugar las tiernas lágrimas de su amigo.
Paolo Uccello

Pintor
Su verdadero nombre era Paolo di Dono; pero los florentinos le llamaron Uccello, o sea:
Pablo el Pájaro, a causa del gran número de pájaros figurados y de animales pintados que
llenaban su casa; pues era demasiado pobre para poder adquirir y sostener animales vivos.
Hasta se dice que hubo de ejecutar, en Padua, un fresco de los cuatro elementos, en el que
dio por atributo al aire la imagen del camaleón. Pero, como jamás había visto ninguno, lo
representó como un camello panzudo con las fauces abiertas. (Ahora bien, explica Vasari,
el camaleón es semejante a un lagarto pequeño y enjuto, en tanto que el camello es un
animal grande y desgarbado.) Pero Uccello no se preocupaba de la realidad de las cosas,
sino de su multiplicidad y del infinito de las líneas; de suerte que pintaba campos azules, y
ciudades carmesíes, y jinetes revestidos de negras armaduras sobre caballos de color de
ébano y belfo llameante, blandiendo lanzas proyectadas como rayos de luz hacia todos los
puntos del cielo. Solía también dibujar mazoc- chi, que son círculos de madera forrados de
paño, que se colocan sobre la cabeza de manera que los pliegues de la tela, echada hacia
atrás, caen rodeando el rostro. Uccello los imaginó de todas formas, cuadrados,
puntiagudos, piramidales, cónicos, romboidales, según las apariencias todas de la
perspectiva, de manera que las distintas combinaciones del mazocchio le suministraban un
mundo de combinaciones. Y el escultor Donatello le decía: "¡Ah, Paolo; dejas la substancia
por la sombra!"
Pero el Pájaro proseguía su obra paciente, entrecruzando líneas y círculos, sumando
ángulos, dividiendo polígonos y examinando a todas .as criaturas bajo todos sus aspectos.
Con frecuencia visitaba a su amigo el matemático Gio- vanni Manetti, para preguntarle la
interpretación de los problemas de Euclides; luego, se encerraba en su casa, y cubría sus
tablas y vitelas de figuras geométricas. Trabajaba con ahinco en el estudio de la
arquitectura, haciéndose ayudar por Filippo Brunelleschi; pero no era con la intención de
construir. Limitábase a observar las direcciones de las líneas, desde los cimientos hasta las
cornisas, y la convergencia de las rectas en sus intersecciones, y el modo en que las
bóvedas y los arcos descansaban en sus claves, y el escorzo en abanico de las vigas
maestras en ciertas construcciones. Representaba también todos los animales y sus
movimientos, y los ademanes y gestos de los hombres, a fin de reducirlos a sus líneas
esenciales.
Luego, semejante al alquimista que se inclina sobre sus crisoles en persecución de la
piedra filosofal, Uccello vertía todas las formas en el crisol de las formas. Las reunía y
combinaba y fundía y refundía, a fin de obtener su transmutación en la forma simple,
esencial, de que dependen todas las demás. Tal era la razón de que Paolo Uccello viviera
como un alquimista en el fondo de su casucha. Creyó que podría transmutar todas las líneas
en un solo aspecto ideal. Intentó concebir el universo creado tal como se reflejaba en el ojo
de Dios, que ve brotar todas las figuras de un centro complejo. En torno de él vivían
Ghiberti, della Robbia, Brunelleschi, Donatello, todos ellos orgullosos y en posesión de su
arte, haciendo burla del infeliz Uccello y de su locura de la perspectiva, compadeciendo su
casa llena de arañas y horra de provisiones. Pero Uccello les superaba de con mucho en
ambición y en soberbia. A cada nueva combinación de líneas, esperaba haber descubierto el
secreto de crear. La meta a que propendía su esfuerzo no era la imitación, sino la capacidad
de desarrollar soberanamente todas las cosas, y la extraña serie de tocas que trazaba le
parecía más reveladora que las espléndidas figuras de mármol del gran Donatello.
Así vivía el Pájaro, semejante en todo a un ermitaño, absorto, sin casi darse cuenta
de lo que comía y bebía, saliendo apenas de su casa, y cuando lo hacía, tan sólo para vagar
por los contornos de la ciudad, observando el zigzag de los pájaros en el cielo y el juego
inextricable de las frondas. Un atardecer, paseando por una pradera solitaria, junto a un
círculo de viejas piedras hundidas en la hierba, vió de repente a una doncellita que reía, la
frente ceñida de una corona de flores silvestres. Llevaba una túnica hasta los pies, de color
delicado, sujeta al talle por una cinta de seda, y sus movimientos eran flexibles como los
tallos de las flores que Sus dedos entretejían en guirnalda. Su nombre era Sel- vaggia, y sus
labios sonrieron suavemente a Uccello. Éste anotó maquinalmente la inflexión de su
sonrisa. Y, cuando ella le miró, observó las menudas líneas curvas de sus pestañas, y el
redondel de sus pupilas, y la comba de sus párpados, y la trama sutil de sus cabellos, e hizo
describir en su imaginación a la corona que le ceñía la frente un sinfín de posiciones. Pero
Selvaggia nada supo de ello, pueá tan sólo tenía trece años. Casi sin saber lo que hacía,
tomó a Uccello de la mano, y lo amó. Era hija de un tintorero de Florencia, y huérfana de
madre. Una segunda mujer vino a la casa, y trató con crueldad a Selvaggia, llegando hasta
pegarla. Uccello la condujo consigo a su taller.
Selvaggia se pasaba el día acurrucada ante el muro sobre el que Uccello trazaba,
infatigablemente, las formas universales. Jamás comprendió que Uccello pudiera preferir el
perderse en aquel laberinto de líneas rectas y curvas a contemplar el tierno rostro que se
levantaba hacia él. Por la noche, cuando Brunelleschi o Manetti venían a estudiar con
Uccello, ella se dormía, al pie de las líneas entrecruzadas, en la zona de sombra que dejaba
a su alrededor la luz de la lámpara. Al amanecer, se despertaba antes que Uccello, y se
regocijaba de sentirse rodeada por todos aquellos pájaros y animales pintados. Uccello
dibujó sus labios y sus ojos, y sus cabellos, y sus manos, y fijó todas las actitudes de su
cuerpo; pero no hizo su retrato, como solían hacer los otros pintores cuando amaban a una
mujer. Pues el Pájaro no conocía el goce de limitarse a la persona individual; no
permanecía en un solo lugar; antes bien, quería cernirse, en su vuelo, por encima de todos
los lugares. Y las formas de las actitudes de Selvaggia fueron arrojadas en el crisol de las
formas, con todos los movimientos de los animales, y las líneas de las plantas y las piedras,
y los rayos de la luz, y las ondulaciones de los vapores terrestres y de las olas del mar. Y,
sin acordarse para nada de Selvaggia, Uccello parecía permanecer eternamente inclinado
sobre el crisol de las formas.
Mientras tanto, no había qué comer en casa de Uccello. Selvaggia no se atrevía a
decirlo a Donatello ni a los demás. Calló, y murió. Uccello representó la rigidez de su
cuerpo, y la unión de sus manitas descarnadas, y la línea de sus pobres ojos cerrados. No
supo que estaba muerta, del mismo modo que no había sabido que estaba viva. Pero arrojó
estas nuevas formas entre todas las que hasta entonces recogiera.
El Pájaro envejeció, y nadie comprendía ya sus cuadros. No se veía en ellos sino
una confusión de curvas. No se reconocían ya, en aquella maraña, ni hombres, ni plantas, ni
animales, ni nada que proviniese de la tierra. Desde hacía muchos años trabajaba en su obra
suprema, que escondía celosamente a todas las miradas. Debía abarcar todas sus
investigaciones, cuya imagen visible sería, según su concepción. Era Santo Tomás
incrédulo palpando la llaga de Cristo. Uccello terminó su cuadro a los ochenta años.
Mandó, entonces, llamar a Donatello, y lo descubrió reverentemente ante él. Y Donatello
exclamó: "¡Oh Paolo, vuelve a cubrir tu cuadro!" El Pájaro interrogó al gran escultor; pero
éste no quiso decir nada más. De suerte que Uccello comprendió que había realizado el
milagro. Pero la verdad es que Donatello no había visto sino un confuso amasijo de líneas.
Pocos años después, encontraron a Paolo Uccello muerto de inanición sobre su
camastro. Su rostro estaba radiante de arrugas. Sus ojos, fijos en el misterio revelado. En el
puño, apretado con fuerza, se encontró un redondelito de pergamino cubierto de líneas
entrelazadas, que iban del centro a la circunferencia, y volvían de la circunferencia al
centro. 
Nicolás Loyseleur

Juez
Nació el día de la Asunción, y tuvo siempre una especial devoción a la Virgen.
Acostumbraba invocarla en todas las circunstancias, grandes y pequeñas, de su vida, y no
podía oír su nombre sin que se le arrasaran los ojos de lágrimas. Después de haber
estudiado en un sotabanco de la calle Saint-Jacques, bajo la férula de un clérigo
hambriento, en compañía de tres mozalbetes que rezongaban el Donat y los salmos de la
Penitencia, aprendió laboriosamente la Lógica de Okam. De este modo, llegó a ser en edad
temprana bachiller y licenciado en letras. Las venerables personas que le instruían
observaron en ól una gran dulzura y una unción rarísima en un mozo de sus años. Sus
condiciones corporales le ayudaban, por otra parte, a ello, y las palabras, al pasar
despaciosamente entre los labios grasos, salían como ungidas en un unto de reverencia. En
cuanto obtuvo su licenciatura de teología, la Iglesia le tomó de la mano, y puede «Iccirse
que no le dejó ya de ella. Ofició primero en la diócesis del obispo de Beauvais, que advirtió
sus cualidades y se sirvió de él para avisar a los ingleses que sitiaban Chartres diversos
movimientos e iniciativas de los capitanes franceses. A los treinta y cinco años,
aproximadamente, le hicieron canónigo de la catedral de Rouen. Allí conoció y se hizo gran
amigo de Juan Brui- llot, canónigo y chantre, con el cual salmodiaba las letanías en loor de
María.
Su adoración a ésta era tan exclusivista, que no podía menos de reprochar en
ocasiones a otro canónigo de su capítulo, Nicole Coppequesne, su enfadosa predilección
por Santa Anastasia. Nicole Coppequesne no se cansaba de admirar que una doncella tan
honesta y discreta hubiese seducido a un prefecto romano hasta el punto de hacerle adorar,
en la cocina, las marmitas y sartenes, que besaba con fervor, de manera que su rostro,
tiznado por el hollín, se volvió semejante al de un demonio. Pero Nicolás Loyseleur le
mostraba el superior poderío de María, cuando realizaba milagros como aquél en que
devolviera la vida a un monje que se había ahogado. A decir verdad, era un monje lúbrico y
poco estimable, pero que jamás había dejado de reverenciar a Nuestra Señora, a cuya
indulgencia se encomendaba cotidianamente en sus preces. Una
noche, al levantarse para ir a sus malas obras, no olvidó, sin embargo, al pasar por
delante del altar de Nuestra Señora, la genuflexión de rigor y la sólita jaculatoria in mente.
Su lubricidad hizo que se ahogara aquella misma noche en el río; pero los demonios no
lograron llevárselo, y cuando los monjes sacaron su cuerpo del agua, al día siguiente,
volvió a abrir los ojos, reanimado por la clemencia de María. "¡Ah!, esta devoción a
Nuestra Señora es un remedio selec- lísimo -—Suspiraba nuestro canónigo—, y una
persona discreta y venerable como vos, Coppequesne, debe sacrificarle el amor de
Anastasia."
La gracia persuasiva de Nicolás Loyseleur no fue echada en olvido por el obispo de
Beauvais cuando comenzara a instruir en Rouen el proceso do Juana la Lorenesa. Vestido
con ropilla corta, como corresponde a los laicos, y oculta la tonaura bajo un capirote, se
hizo introducir en la reída circular y angosta, bajo una escalera, don- <le habían encerrado a
la cautiva.
—Jeannette —dijo, permaneciendo en la somlirit—, me parece que es Santa
Catalina la que me envía hacia vos.
—Y, en nombre de Dios, ¿quién sois vos, para que así vengáis? —preguntó Juana.
- Un pobre zapatero de Greu —repuso Nico-
El 24 de mayo, Juana fue conducida al cementerio de Saint-Ouen, donde la hicieron
subir sobre un cadalso de mampostería. Junto a sí, habiéndole de cuando en cuando al oído,
mientras Guillermo Erart la sermoneaba, encontró a Nicolás Loyseleur. Al ser amenazada
con la hoguera, palideció como una muerta. Nicolás, entonces, al par que la sostenía, para
que no cayera al suelo, guiñó un ojo a los jueces y aseguró: "abjurará". Paternalmente, le
condujo la mano para que trazara una cruz y un redondel al pie del pergamino que le
tendían. Luego, la acompañó al interior, tranquilizándola con la voz y el ademán,
estrechando los dedos finos de ella entre los suyos sarmentosos.
—La jornada ha sido buena, Jeannette; habéis merecido bien del Señor, y habéis
salvado vuestra alma. Tened confianza en mí, Jeannette, pues, si así lo queréis, recobraréis
vuestra libertad. Vestid nuevamente vuestras ropas de mujer; haced cuanto se os ordene; de
otro modo, correréis peligro de muerte. Pero, si hacéis lo que os digo, seréis salva y, lejos
de sufrir mal alguno, recibiréis un gran bien: la Iglesia todopoderosa os protegerá y cobijará
bajo sus alas.
Aquel mismo día, después de la cena, vino a verla en su nueva prisión, una cámara
interior del castillo, a la que se llegaba subiendo ocho escalones. Nicolás se sentó sobre el
lecho, junto al cual se veía un grueso madero y empotrada en él una pesada cadena de
hierro.
—Jeannette —le dijo—, ya véis cómo Dios y Nuestra Señora os han hecho en este
día una gran merced, puesto que os han recibido en la gracia y misericordia de nuestra
Santa Madre la Iglesia. Será menester que os conforméis humildemente a las sentencias y
ordenanzas de los jueces y personas eclesiásticas, abandonando para siempre vuestras
anteriores imaginaciones, pues de otro modo sería la Iglesia la que os abandonara para
siempre. Mirad, aquí tenéis unas ropas honestas de mujer. Ponéoslas, Jeannette, y mandad
en seguida que os corten esos
cabellos a guisa femenina.
Cuatro días después, Nicolás entró furtivamente, ya de noche, en la estancia de
Juana y le robó la camisa y el zagalejo que le trajera. Cuando le anunciaron que había
vuelto a vestir el atavío masculino, se dolió entrañablemente:
—¡Ay!, no cabe duda: relapsa es y caída sin
remisión en el mal.
Y, en la capilla del arzobispado, repitió las
palabras del doctor Gilíes de Duremort:
—Nosotros, los jueces, no tenemos sino que 
declarar herética a Juana y abandonarla a la justicia secular, encareciéndole que la
trate con indulgencia.
Antes de que la llevaran al lúgubre cementerio, vino a exhortarla en compañía de
Juan Toutmouillé.
—¡Oh Jeannette! —le dijo—, no ocultéis más tiempo la verdad; pensad ahora tan
sólo en la salvación de vuestra alma. Creedme, hija mía: cuando os encontréis de nuevo
ante la asamblea, humillaos y, prosternándoos en tierra, haced confesión pública. ¡Que sea
pública, Jeannette, humilde y pública, para medicina y salvación de vuestra alma!
Y Juana le rogó que, llegado el momento, tuviera la bondad de recordárselo, pues
temía no tener valor para ello delante de tanta gente.
Nicolás permaneció en la plaza para verla quemar. En esta ocasión se manifestó
bien claramente su extraordinaria devoción a la Virgen. En cuanto oyó las invocaciones de
Juana a Santa María, comenzó a llorar a lágrima viva. A tal punto le conmovía el solo
nombre de Nuestra Señora. Los soldados ingleses creyeron que la compadecía, y le
abofetearon' y persiguieron, espada en alto. Si no llega a intervenir el conde de Warwick, lo
degüellan. Apenas si tuvo tiem-
po de montar en el caballo del conde y escapar lo más de prisa que pudo.
Durante largos días vagó por los caminos de Francia, no atreviéndose a volver a
Normandía y temiendo encontrarse con las gentes del rey. Por último, llegó a Basilea. En
medio del puen-te de madera que separa las casas de remates puntiagudos y tejas estriadas
en ojivas, sintió de repente como un deslumbramiento ante el rebrillar del Rhin; le pareció
como si se estuviese ahogando, al igual del fraile lúbrico del cuento, en las aguas glaucas
que se arremolinaban en torno de los pilares del puente; la palabra: "¡María!" se atragantó
en su gaznate, y murió con un sollozo. 
Katherine la encajera

Ramera enamoradiza
Nació hacia mediados del siglo xv, en la calle de la Pergaminería, cerca de la calle de San
Jacobo, durante un invierno tan desapacible, que los lobos corrían a través de París sobre la
nieve. Una mujeruca, de nariz muy colorada bajo su capirón, la recogió y la crió. Los
primeros años, puede decirse que los pasó jugando bajo los soportales con Perrenette,
Guillemette, Ysabeau y Jehanneton, que llevaban unos zagalejos cortos y sumergían sus
manitas plagadas de sabañones en los arroyos, para atrapar pedazos de hielo. También se
entretenían en mirar a los fulleros que hacían trampas a los transeúntes en el juego de tablas
que llaman San-Merry. Y acechaban, bajo los sobradillos, las tripas en sus cubas de
madera, los largos embutidos oscilantes, los garfios de hierro en que cuelgan los carniceros
los grandes cuartos de carne. Junto a San Benito, donde están los escritorios públicos,
escuchaban chirriar las plumas y, por la noche, soplaban los candiles en las narices mismas
de los escribientes, a través de las troneras de las tiendas. En el Puente Chico hacían burla
de las pescaderas, corriendo en seguida como alma que lleva el diablo a esconderse tras las
esquinas de la calle de las Tres Puertas. Luego, sentadas sobre el brocal de la fuente,
parloteaban hasta la bruma del anochecer.
Así pasó su primera infancia Katherine, antes de que la vieja la hubiese enseñado a
sentarse ante una almohadilla de encajera y urdir pacientemente los hilos de todos los
bolillos. Más tarde, trabajó en un obraje de paños, mientras Jehanneton, por su parte, se
hacía capironera, Perrenette lavandera, Ysabeau guantera, y Gui- llemette, la más
afortunada de todas, salchichera, oficio que cuadraba como ningún otro a su carita colorada
y siempre reluciente, que se hubiera dicho untada con Sangre fresca de puerco. En cuanto a
los que habían jugado al San-Merry, iniciábanse a la sazón en otras empresas; unos,
estudiaban en la montaña de Santa Genoveva; otros, barajaban el naipe en Trou-Perrette, o
entrechocaban las jarras de vino de Aunis en la Posada del Pino, o se peleaban en la
hostería de Margarita la Gorda. A la hora de mediodía se les veía entrar en la taberna, por la
puerta de la calle de las Habas, y a la hora de medianoche esquivarse por la puerta de la
calle de los Judíos. Katherine, mientras tanto, entretejía los bolillos de su encaje, y las
noches de verano tomaba la serena en el banco de la iglesia, donde estaba permitido reír y
charlotear.
Katherine llevaba una camiseta de tela cruda y una sobreveste de color verde; adoraba los
perifollos y arrequives, y detestaba particularmente ese rodete en la cabeza que distingue a
las doncellas que no son de sangre noble. Tenía también una marcada afición a los tostones
de plata, y aún más a los escudos de oro. Tal fue el motivo de que se abarraganara con
Casin Cholet, alguacil en el Chátelet, que, so capa de su oficio, ganaba muy buenos dineros.
Con frecuencia cenaba en su compañía en el hostal de la Muía, frente a la iglesia de la
Marina; y muchas noches, después de la cena, Casin Cholet se entretenía en ir a robar
gallinas a los recoveros que tienen sus corrales al otro lado de los fosos de la ciudad. Las
escondía bajo su gran tabardo, y las vendía muy bien a la Machecroue, viuda de Arnoul,
garrida vendedora de averío, con puesto en el mercado.
Como la vieja de la nariz purpúrea hacía tiempo que se pudría en el osario de los
Inocentes, Knthcrine pensó que no había en realidad motivo para persistir en su oiicio de
encajera. Casin Cholet encontró para su manceba un aposento, cerca de las Tres Doncellas,
y allí venía a visitarla casi todos los días, al anochecer. No le vedaba, desde luego, que se
mostrara a la ventana, las mejillas blanqueadas de albayalde y los ojos agrandados con
carboncillo; y todos los platos rameados, así como las jarras y tazas, en que ofreciera
Katherine de comer y beber a los visitantes que pagaban como Dios manda, habían sido
escamoteados por Casin Cholet en la taberna de los Cisnes, o la hostería del Plato de
Estaño, de las que fuera asiduo parroquiano. No obstante, desapareció bruscamente un día
en que, apurado de dinero, había pignorado las arracadas de filigrana de Katherine. Sus
compinches dijeron a ésta que había sido mandado azotar por orden del preboste. El caso es
que Katherine no volvió a verle. Sola, sin tener ya que ganarlo para nadie, sin ilusiones y
sin ánimos, se dedicó de lleno a la prostitución, viviendo un poco por doquiera.
Primero, aguardó a la puerta de las tabernas, aceptando dócilmente a los que la
llevaban a los taludes de los fosos, al pie del Chátelet, o contra las rejas del colegio de
Navarra. Más tarde, cuando arreció demasiado el frío, una vieja celestina la hizo entrar en
una mancebía. Vivió en un cuartito encalado, con cortinas de percal, bajo las órdenes de
una patrona inflexible. Le dejaron su nombre de Katherine la Encajera, aunque ya no hacía
encaje, pues algún nombre había que darle, y aquel era pintoresco y la diferenciaba de las
otras. Algunos días, le daban permiso para pasearse, con la condición de que estuviera de
vuelta a la hora en que solía empezar a ir la clientela. Y Katherine vagaba por las calles,
pasando y repasando por delante de los talleres de la guantera y la chapironera, y más de
una vez hubo de permanecer atisbando y envidiando los encendidos mofletes de la sal-
chichera, entronizada como una deidad cruenta entre los embutidos y los pemiles de
puerco. Luego, volvía a la mancebía, alumbrada desde la puesta del sol por unas candelas
de luz rojiza cpie se derretían lentamente en sus palmatorias de cobre.
Un día, Katherine se cansó de vivir en un aposento cerrado, y huyó a los caminos.
Acabó, a poco, por olvidarse de que había sido encajera, y hasta de que había vivido en
París. Fue como esas criaturas que merodean por los contornos de las ciudades,
satisfaciendo el deseo transeúnte «obre la cuneta de los caminos o las tumbas de
los cementerios. Estas infelices acaban por no tener otro nombre que el que conviene a su
físico. Así, Katherine recibió el apodo de Hocico. Durante el día, caminaba por los prados;
llegada la noche, acechaba al borde de los sembrados. Hocico aprendió en esta vida muchas
cosas que aún no conociera. ¿Dónde estaban ya los testones de plata, los escudos de oro? Y
menos mal si, acabada la faena, le arrojaban alguna moneda de cobre. Vivió míseramente,
de pan y queso, y sólo muy de tarde en tarde cataba el vino, si alguno de sus compañeros
nocturnos la invitaba. Sin embargo, tuvo algunos amigos desgraciados, que le susurraban
de lejos: "¡Hocico! ¡Hocico!", y, como aún quedaba en su corazón un vago rescoldo, los
amó.
Su mayor tristeza era oír las campanas de las iglesias y capillas; pues Hocico no
había olvidado del todo aquellas noches de junio en que, vestida con su verde zagalejo, se
sentaba en los bancos del pórtico sagrado. Era el tiempo en que envidiara acerbamente el
atavío de las doncellas nobles. Pero he aquí que, ahora, ni aun rodete ni chapirón tenía ya.
La cabeza descubierta, aguardaba su pan, sentada en una dura losa. Y, en medio de la
nocturna soledad del cementerio, añoraba las candelas rojizas de la
mancebía, y las cortinas de percal del aposento encalado, mejores que el lodo espeso en que
se hundían sus pies.
Una noche, un rufián que se jactaba de soldado, degolló a Hocico para robarle su
bolsa. Pero no encontró bolsa alguna.
Alain el Galán

Soldado
Sirvió al rey Carlos vil desde la edad de doce años, como arquero, habiendo sido raptado
por unos hombres de guerra en la llanura de Normandía. He aquí la manera en que tuvo
lugar el rapto. Mientras se incendiaban las granjas, se desollaban las piernas de los
labriegos que se atrevían a resistir y se revolcaba a las zagalas sobre los catres
desvencijados, Alain, a la sazón un rapaz de pocos años, se había agazapado en el fondo de
un tonel a la entrada del lagar. Los hombres de guerra volcaron el tonel y encontraron al
rapaz, que se llevaron con ellos. Despojándole de Sus ropas campesinas, lo ataviaron, por
orden del capitán, con una jaque- tilla de cuero y una caperuza, reliquia de la batalla de
Saint-Jacques. Perrin Godin le enseñó a empulgar el arco y a fijar con precisión su cuadrillo
en el blanco. De Burdeos pasó a Angulema y del Poitou a Bourges; vió Saint-Pourgain,
donde en aquel entonces tenía sus reales el rey; franqueó las marcas de la Lorena, visitó
Toul, volvió a Picardía, entró en Flandes, atravesó San Quintín, torció hacia la Normandía
y, durante veintitrés años, recorrió Francia en compañía armada, trabando conocimiento
con el inglés Jehan Poule-Gras, que le enseñó a jurar por Godon, a Chiquerello el
Lombardo, que le reveló la manera de curar el fuego de San Antonio, y a la moza Ydra de
Laón, que le enseñó a bajarse las bragas.
En Ponteau del Mar, su compañero Bernardo de Anglades le convenció de que
repudiasen las ordenanzas reales, asegurándole que vivirían a sus anchas, embaucando a los
incautos con los dados cargados que llaman "gurdos". Así lo hicieron, sin despojarse de sus
arreos militares, simulando jugar entre sí, sobre un tambor roba-do, junto a los muros del
camposanto. Un ex sargento descarriado, Pierre Empongnart, se hizo mostrar las sutilezas
de su juego y les predijo que no tardarían en ser cogidos con las manos en la masa,
aconsejándoles que, si llegare el caso, jurasen con todo desparpajo que eran clérigos, a fin
de escapar a las gentes del rey y reclamar la jurisdicción de la Iglesia; para lo cual bastaría
con que se tonsurasen la parte superior de la cabeza y renunciasen a ciertos detalles
profanos de su atavío. Él mismo les hizo la tonsura con las tijeras consagradas y les ayudó a
farfullar los siete Salmos y el versículo de Dominus pars. Luego, cada cual echó por su
lado, Bernardo con Bietrix la Clavera, y Alain con Loreneta la Candelera. 
Como Loreneta deseara una hopalanda de paño verde, Alain acechó la taberna del Caballo
Blanco en Lisieux, donde bebieran una jarra de vino. Volviendo a ella a la sobrenoche,
saltó la tapia del huerto e hizo un agujero en el muro con su jabalina, por el que se deslizó
en el interior, donde? hubo de encontrar siete escudillas de estaño, un capirote rojo y un
anillo de oro. Jaquet el Grande, ropavejero de Lisieux, se los cambió sin dificultad por una
hopalanda de paño verde.
En Bayeux, Loreneta se hospedó en una casita pintada, donde se decía que estaban
instalados los baños calientes para las mujeres, y la dueña rompió a reír cuando Alain quiso
llevársela otra vez consigo. Acompañándole hasta la cancela, candil en mano, y en la otra la
piedra de calzar la puerta, le amenazó con frotarle con ella los hocicos si, por su mala
suerte, se le ocurría armar gresca. Alain, enfurecido, le dió un empe-llón y echó a correr, no
sin arrancarle antes del dedo lo que hubo de parecerle una sortija preciosa, aunque más
tarde, debidamente examinada
por quien correspondía, resultó ser de cobre sobredorado, con un cabujón de vidrio
ordinario.
Luego, Alain vagó a la ventura, topándose en el mesón del Papagayo, de
Maubusson, con su antiguo compañero de armas Karandas, sentado ante una cazuela de
tripas con otro sujeto, desconocido para Alain, que resultó llamarse Jehan Petit. Karandas
llevaba aún su guja, y de la cintura de Jehan Petit colgaba una bolsa de agujetas, a la vista
bien repleta. Después de comer, decidieron ir los tres juntos a Senlis, atravesando el
bosque. Se pusieron en camino bien entrada la tarde, y cuando se encontraron en mitad del
bosque, ya en tal obscuridad que apenas alcanzaban a verse uno a otro, Alain empezó a
renquear, como si de repente le aquejase un dolor a la pierna, y se rezagó unos pasos. Jehan
Petit marchaba delante, en pos de Karandas, que se decía conocedor de la región. Entonces,
en medio de las sombras, Alain le hundió su jabalina entre los hombros, mientras Karandas,
volviéndose, le desplomaba su guja sobre el cráneo. Jehan Petit cayó a tierra sin un grito, y
Alain, a horcajadas sobre el cuerpo, le abrió con su daga el cuello de oreja a oreja. En
seguida, rellenaron de hojas secas la herida, a fin de que no quedase un charco de sangre en
el camino. En ese instante, lució la luna a través de un claro en el follaje. Alain cortó las
agujetas del cinturón y desanudó los cordones de la bolsa, que contenía dieciséis doblas de
oro y treinta y seis par- pallas. Guardándose las doblas, y la jabalina en alto, arrojó la bolsa
con las patacas a Karandas. Y allí se separaron uno de otro, Alain tirando hacia levante, y
Karandas, blasfemando y dándose a los demonios, hacia poniente.
Alain el Galán, no atreviéndose a pasar por Senlis, se dirigió, dando un rodeo, hacia
la ciudad de Rouen. Pero he aquí que una mañana, después de haber pasado la noche al
reparo de un seto vivo, se vio bruscamente rodeado por unos corchetes montados de la
justicia, que le esposaron y condujeron a la cárcel. Sin embargo, en el momento de ir a
entrar, aprovechando un descuido de los guardias, pudo esconderse tras la grupa de un
caballo y, corriendo como un galgo, logró ganar la cercana iglesia de San Patricio, no
parando hasta que se hubo abrazado al altar mayor. Los corchetes, respetando el derecho de
asilo, no se atrevieron a pasar del pórtico. Sintiéndose ya en franquía, Alain recorrió
libremente las naves y el coro, admirando con ojos encandilados por la codicia los ricos
cálices cincelados y las vinajeras de plata, buenas para fundir. A la noche siguiente tuvo
dos compañeros: Denisot y Marignon, ladrones como él y como él necesitados de asilo. A
Marignon le faltaba una oreja, cercenada al ras del cráneo. Los tres se sentían hambrientos
y habrían dado el Paraíso por un trago de aguardiente. A la tercera noche, intolerablemente
aguijados por el hambre, salieron de la iglesia y cayeron en manos de la gentualla de
justicia. Recordando los consejos de Empongnart, Alain adujo a gritos su condición de
clérigo, más por desgracia había olvidado arrancar sus bocamangas.
Tratando de reparar el error, pidió ir a un sitio excusado, y allí descosió
apresuradamente su jaqueta y escondió las mangas entre el excreiyento. Pero los
calaboceros advirtieron al preboste, y éste mandó venir a un barbero, que rapó de arriba
abajo la cabeza de Alain, con objeto de borrar la tonsura. Los jueces rieron festivamente del
desastrado latín de sus salmos; y por más que juró haber sido confirmado de un cachete por
un obispo, cuando tenía diez años, no logró acabar su paternóster. Como corresponde, pues,
a un lego, le aplicaron el tormento, primero sobre el caballete pequeño y luego sobre el
grande. Atenazado, molido, quebrantados los huesos y el cuerpo todo transido de dolores,
confesó sus crímenes; al menos, los que recordaba. El lugarteniente del preboste pronunció
allí mismo, sin más trámite, la sentencia. Atado a la carreta, fue arrastrado hasta las forcas y
colgado. Su cuerpo permaneció expuesto un mes, a guisa de ejemplo, curtido por el sol y la
intemperie. El verdugo heredó su jaqueta sin mangas y un hermoso chaperón de paño fino,
bordeado de cebellina, que robara en una hostería de campanillas.
Gabriel Spencer

Actor
Su madre fue una ramera, de nombre Flum, que vivía al fondo de Rottenrow, Pickedhatch,
en un pisito de techo bajo y aposentos angostos. Un capitán, con los dedos cargados de
sortijones de cobre, y dos galanes, de indumentaria un tanto descuidada, venían a verla
después de la cena. Hospedaba consigo a tres damiselas, cuyos nombres eran,
respectivamente, Poli, Dolí, y Molí, tan repulidas y melindrosas que no podían soportar el
olor del tabaco. No era, pues, extraño que, huyendo de él, abandonasen con frecuencia la
tertulia de la sala y se retirasen a sus habitaciones personales, generalmente acompañadas
por algún caballero de edad madura, no sin haber apurado antes, para contrarrestar el hedor
de las pipas, un buen vaso de vino de España aromoso y tibio. (labriel permanecía
acurrucado bajo la campana de la chimenea, viendo asar las manzanas que se cebaban
luego en las jarras de cerveza. También frecuentaban la casa algunos actores, de aspecto
muy diverso, pero todos con un aire de familia, que permitía reconocerlos a primera vista.
Eran, en su mayoría, comediantes modestos, sin puesto fijo, que vivían a salto de mata, de
los bolos que hacían en provincias, y que no se atrevían a entrar en las grandes hosterías
frecuentadas por las compañías regulares. Algunos, declamaban en estilo altisonante,
engallando la cabeza y enarcando el brazo sobre la cadera; otros, los que no habían pasado
de comparsas, hablaban en voz más queda, pero caminaban también con arrogancia. Todos
ellos hacían buenas migas con Gabriel, que les admiraba con entusiasmo, y en sus ratos
perdidos le enseñaban sonoras tiradas de tragedia y chocarrerías de truhán. Un día, le
regalaron un antifaz de terciopelo negro, un puñalejo de madera y un pedazo de tela
carmesí, rematado por un galón dorado, todo desteñido. Y Gabriel pudo ya pasearse por el
recibimiento y los pasillos, declamando a grito pelado los versos aprendidos, el guiñapo
rojo colgado de los hombros a modo de manto real y blandiendo un tizón de la chimenea a
guisa de antorcha, mientras mamá Flum, su triple papada tremante de admiración, seguía
con mirada alerta los escarceos de su precoz unigénito.
Poco después, los faranduleros empezaron a llevarle con ellos a la Cortina Verde, en
Shoreditch, desde cuya galería pudo estremecerse a su sabor ante los accesos de rabia del
diminuto comediante que aullaba, echando espumarajos por la boca, el papel de
Hyerónimo. También vio al viejo rey Leir, mesándose sus barbas blancas, arrodillarse ante
su hija Cordelia para pedirle perdón por su injusticia. Un patán imitaba las locuras de
Tarleton, y otro, envuelto en una sábana, aterrorizaba al príncipe Amlet. Sir John Old-
castle hacía reír a todo el mundo con su enorme panza, sobre todo cuando tomaba del talle a
la posadera y, entreteniéndola con sus carantoñas y cucamonas, insinuaba delicadamente
sus dedazos en la escarcela de bucarán que le colgaba de la cintura. El bufón cantaba
canciones, que el tonto no comprendía nunca, y un clown, tocado con un gorro blanco,
asomaba a cada momento la cabeza por la cortina al fondo del tablado, para hacer muecas y
visajes. Había también un juglar con monos amaestrados, y un hombre vestido de mujer
que, a juicio de Gabriel, se asemejaba bastante a mamá Flum. Al final de la función, venían
los pertigueros y le ponían un ropón de dril, gritando que iban a llevarlo a Bridewell.
Al cumplir Gabriel los quince, observaron los actores de la Cortina Verde que era
un mancebo singularmente agraciado y de formas delicadas, y se les ocurrió que podría
representar los papeles de mujer. Mamá Flum le peinaba cada día hacia atrás sus cabellos
negros, y no escatimaba la pomada para mantenerlos suaves y lustrosos. Aparte de esto,
tenía la piel muy fina, los ojos grandes y garzos, las cejas altas y arqueadas, los labios bien
dibujados, y mamá Flum le había abierto las orejas para prender en ellas dos gruesas perlas
falsas. Ingresó, pues, en la compañía del duque de Nottingham, y tuvo hermosos trajes de
tafetán y de damasco, con lentejuelas, de tisú de plata y oro, cotillas ajustadas y pelucas de
cáñamo teñido, con largos bucles cayéndole sobre los hombros. Le enseñaron a pintarse y
usar de los afeites de escena. Al principio, se ruborizaba cuando subía al estrado; pero
pronto se habituó a ello, y aprendió a hacer los arrumacos de uso en respuesta a las
galanterías. Poli, Dolí y Molí, que Flum trajo consigo una noche, declararon con grandes
risotadas que era cabalmente una mujer y, al terminar la función, quisieron ayudarle a
desvestirse. Luego, le llevaron consigo a la casa de Picked-hatch, y mamá Flum le hizo
poner uno de sus trajes, para darle una broma al capitán de turno, que, acomodándose de
buen grado a la chanza, le hizo mil protestas galantes, llegando hasta pasarle al dedo una
sortija sobredorada con un chatón de vidrio.
Los mejores camaradas de Gabriel Spenser eran William Bird, Edward Juby y los
dos Jeffes. Éstos, decidieron, un verano, formar una compañía con actores a la sazón sin
trabajo, para dar funciones en los pueblos y aldeas. Viajaban en un carromato cubierto, que
les servía también de dormitorio durante la noche. Una tarde, en el camino de
Hammersmith, a punto de ponerse el sol, surgiendo de la cuneta como por esco-tillón, les
salió al encuentro un hombre, pistola en mano.
—¡La bolsa o la vida! —les dijo—. Soy Gamaliel Ratsey, salteador de caminos, por
la gracia de Dios, y no me gusta esperar.
A lo cual repusieron, quejumbrosamente, los dos Jeffes:
—El único dinero que tenemos, seor Gamaliel, son estas monedas de mentirijillas
que nos sirven para la escena, pues somos unos pobres actores errantes, como Vuestra
Merced puede darse cuenta.
—¿Actores? —exclamó Gamaliel Ratsey—. ¡Estupendo! Yo no soy un ladrón
vulgar ni un bandolero; y, aunque no muy letrado, siempre protegí las artes y fui aficionado
al teatro. Como que, si no me inspirase cierto respeto el viejo 
Derrick, que de seguro no vacilaría en hacerme subir cierta escalera y ponerme al
cuello cierta corbata de cáñamo, podéis tener la seguridad de que no saldría de esas
tabernas de la orilla del río en que soléis sazonar la plática con vuestro ingenio. Sed, pues,
los bienvenidos. La noche se anuncia buena. Levantad vuestro tablado, y representadme
vuestra mejor comedia. Gamaliel Ratsey os escuchará. La cosa no es ordinaria, y podréis
contarla luego, aderezándola a vuestra guisa.
—Pero es que vamos a tener que gastar algunas candelas, y las candelas^uestan
dinero, —alegaron tímidamente los dos Jeffes.
—¿Candelas? —repuso noblemente Gamaliel. —¡Y quién se preocupa del coste de
las candelas! Como Isabel es reina en la ciudad, así Gamaliel Ratsey es aquí rey. Y como
rey habrá de trataros. Ahí van cuarenta chelines.
Los actores descendieron temblando de la carreta.
—¿Y qué desea Vuestra Majestad que le representemos? —preguntó Bird.
—A fe mía, —acabó por decir Gamaliel—, una buena comedia en que se luzca esta
damisela, y bien melancólica. Se me antoja que debe resultar encantadora en Ofelia. Aquí
cerca hay
flores de digital... verdaderos dedos de muerto. Vaya, pues, por Amlet. Me agradan
bastante los humores de esta composición. Si yo no fuera Gamaliel, representaría de buen
grado el papel de Amlet. Comenzad; y no os equivoquéis en las suertes de esgrima, ¡oh mis
excelentes troya- nos, oh mis valientes corintios!
Se encendieron las linternas, y comenzó la obra, que Gamaliel siguió con atención
religiosa hasta el final.
—Bien representado —dijo, poniéndose en pie—. Gracias, hermosa Ofelia. Gracias
a todos. Podéis iros, actores del rey Gamaliel. Su Majestad está satisfecha.
Luego, desapareció en la obscuridad.
Pero he aquí que, al ponerse de nuevo en marcha el carro, casi al rayar la aurora, se
vió de nuevo a Gamaliel en mitad del camino, pistola en mano.
-—Gamaliel Ratsey, salteador de caminos — dijo con prosopopeya—, viene a
recobrar los cuarenta chelines del rey Gamaliel. ¡Vamos, presto! Y gracias por el
espectáculo. Decididamente, los humores de Amlet me complacen en extremo. Hermosa
Ofelia: mis más reverentes saludos.
Los dos Jeffes, que guardaban el dinero, se inclinaron ante la fuerza. Gamaliel
saludó con gran dignidad, y partió al galope.
Después de esta aventura, la farándula regresó a Londres. Se dijo que un bandolero
había estado a punto de secuestrar a Ofelia en traje de escena y en peluca. Una manfla
llamada Pat King, menuda y regordeta, que solía frecuentar la Cortina Verde, aseguró que
la cosa no la sorprendía lo más mínimo. Flum la invitó a su casa, para que conociera a
Gabriel. Pat lo encontró atractivo y lo besó tiernamente. Luego, volvió cada vez más a
menudo. Pat era amiga de un obrero cocedor de ladrillos, que, hastiado de su oficio,
abrigaba la ambición de trabajar como actor en la Cortina Verde. Se llamaba Ben Jonson, y
se mostraba muy envanecido de su instrucción, habiendo recibido las órdenes menores y
aprendido un poco de latín. Era un hombretón fornido, con la cara llena de costurones de
escrófula, y el ojo derecho más alto que el izquierdo. Tenía la voz recia y tronitruante. Este
coloso había sido soldado en los Países Bajos, y era de carácter arrebatado, montando en
cólera por cualquier futesa. Una noche siguió a Pat Kinp, y al sorprenderla con Gabriel,
cogió a éste por la piel del cogote, lo mismo que se coge a un gato, y le llevó poco menos
que a rastras hasta la pradera de Hoxton, donde el infortunado Gabriel se vió obligado a
hacerle frente, espada en mano. Flum, que viera lo ocurrido, le había colgado del cinto un
acero diez pulgadas más largo. Gracias a ello alcanzó a pinchar el brazo de Ben Jonson,
pero éste le pasó de parte a parte, atravesándole el pulmón. Gabriel murió allí mismo, sobre
la hierba, vomitando sangre. Flum corrió en busca de las gentes de justicia, y Ben Jonson,
jurando como un condenado, fue conducido a Newgate. Flum esperaba que lo ahorcasen.
Pero recitó sus salmos en latín, haciendo ver que era de la clerecía, y solamente le marcaron
la mano con un hierro candente.
Pocahontas

Princesa
Pocahontas era la hija única del rey Powhatan, que recibía el homenaje de sus vasallos
sentado en un trono semejante a un lecho y cubierto de un gran manto hecho de pieles de
ratón almizclero, con los rabos colgando a guisa de fleco. Fue criada en una casa tendida
toda de petates, en medio de sacerdotes y mujeres que llevaban la cabeza y los hombros
pintados de bermellón y la entretenían con sonajeros de cobre y cascabeles de serpiente.
Namontak, un fiel servidor, cuidaba de la princesa y ordenaba sus juegos y recreos.
Algunas veces, la llevaban a la selva, a orillas del gran río Rappahanok, y treinta vírgenes
desnudas bailaban ante ella para distraerla. Iban teñidas de colores diversos y ceñidas de
hojas verdes, llevaban sobre la cabeza unos cuernos de buco, y una piel de nutria en torno
del talle, y agitando en el aire sendas macanas, saltaban alrededor de una hoguera
crepitante. Concluida la danza, esparcían las brasas y reconducían a la princesa a la luz de
los tizones encendidos.
El año 1607, el país de Pocahontas se vio invadido por los europeos. Hidalgos
arruinados, picaros y buscadores de oro, desembarcaron en la ribera del Potomac, y
construyeron unas chozas de estacas para guarecerse. Dieron al grupo de chozas el nombre
de Jamestown, y bautizaron su colonia con el de Virginia. Ésta, por otra parte, no fue
durante bastantes años sino un mísero fuerte de adobes construido en la bahía de
Chesapeake, en medio de los dominios del gran rey Powhatan. Los colonos eligieron
presidente al capitán John Smith, que en su mocedad corriera la aventura hasta el país de
los turcos. Los colonos pasaron durante largo tiempo considerables privaciones, vagando al
azar por los peñascales de la costa y sustentándose de mariscos y del queso que a veces
obtenían de los indígenas por trueque.
En un principio, fueron recibidos con gran ceremonia. Un sacerdote indígena, que
ostentaba en torno de los cabellos anudados en trenzas menudas una corona de pelos de
gamo teñida de rojo y abierta como una corola, tocó ante ellos una flauta de caña. Todo su
cuerpo estaba pintado de carmesí, el rostro de azul, y la superficie de la piel tachonada de
lentejuelas de plata. Con faz impasible se sentó en cuclillas nobre un tapete, después de
haber tañido la flau- ln, y fumó una pipa de tabaco.
En seguida, otros indígenas, pintados de ne- g ro, rojo o blanco, y algunos de dos
colores, le formaron en columna cuadrada, y danzaron y (•untaron ante su ídolo Oki, hecho
de pieles de ncrpiente rellenas de musgo y ornadas con cadenas de cobre.
Pero, pocos días más tarde, explorando el c.ipitán Smith las orillas del río en una
canoa, fue súbitamente asaltado y hecho prisionero. Atado, de manera que no pudiese
escapar, fue Novado, entre alaridos terribles, a un edificio «le forma alargada, donde le
custodiaron cuaren- ln salvajes. Los sacerdotes, todos esta vez con l"B ojos pintados de rojo
y el rostro ennegrecido cruzado por grandes barras blancas, trazaron un doble círculo en
torno del hogar de la prisión ron harina y granos de trigo. Luego, John Smith fue conducido
a la cabaña del rey. Powhatan li.ibía endosado su manto de pieles, y los que Ir rodeaban
tenían la cabellera adornada con plu-món de ave. Una mujer trajo al capitán agua Imi a
lavarle las manos, y otra se las enjugó ron un puñado de plumas. Mientras tanto, dos
gigantes rojos depositaron dos piedras lisas a lo* pies de Powhatan. Y el rey levantó la
mano, significando que John Smith iba a ser acostado sobre aquellas piedras, y que le
aplastarían la cabeza a golpes de maza.
Pocahontas no tenía más que doce años, y avanzaba tímidamente el rostro entre los
consejeros embadurnados. Sin embargo, a pesar de su timidez, no pudo menos de exhalar
un gemido y, precipitándose hacia el capitán, puso la cabeza contra su mejilla. John Smith
tenía veintinueve años, un poblado mostacho, de guías bien derechas, la barba en abanico y
una expresión aquilina. Le dijeron que la doncella que le acababa de salvar la vida era hija
del rey y se llamaba Pocahontas. Pero éste no era su verdadero nombre. El rey Powhatan
hizo la paz con John Smith y lo dejó en libertad.
Una año más tarde, el capitán Smith acampaba con su gente en la selva fluvial. La
noche era muy obscura; una lluvia penetrante cubría todo otro ruido. De repente,
Pocahontas tocó en el hombro al capitán. Había atravesado, sola, las tinieblas espantables
de la selva virgen. Rápidamente, le susurró al oído que su padre proyectaba atacar a los
ingleses para matarlos mientras estuvieran cenando. Le suplicó que huyera, si tenía en algo
la vida. El capitán Smith le ofreció cintas y abalorios; pero ella replicó, llorando, que no se
atrevía. Y huyó, de nuevo sola, II través de la selva.
Al año siguiente, los colonos dejaron caer en desgracia al capitán Smith; y, en 1609,
no tuvo más remedio que embarcarse para Inglaterra. I Ina vez allí, compuso diversos libros
sobre la Virginia, explicando la situación de los colonos y contando sus aventuras. Hacia
1612, un cierto capitán Argall, que había ido a traficar con los potomacs (tal era el nombre
del pueblo del rey Powhatan), raptó por Sorpresa a la princesa Pocahontas, guardándola
como rehén en una nave. El rey, su padre, se enfureció y reclamó con uhinco; pero no le fue
devuelta. Así hubo de languidecer, cautiva, hasta el día en que un hidalgo de noble cuna,
John Rolfe, se prendó de ella y la desposó. Las nupcias tuvieron lugar en abril de 1613.
Dícese que Pocahontas confesó MI amor a uno de sus hermanos, que vino a verla, los
esposos llegaron a Inglaterra en el mes de junio de 1616, despertando una gran curiosidad
entre la buena sociedad, que no se retrajo de visitarla. La reina Ana, por su parte, la acogió
tiernamente y ordenó que grabasen su retrato. Kl capitán John Smith, que se disponía a
regresar a Virginia, vino a hacerle la corte antes de embarcarse. No la había visto desde el
1608.
Pocahontas contaba ahora veintidós años. Cuando entró el capitán, ella volvió la
cabeza y escondió el rostro entre sus manos, sin querer contestar a su marido ni a sus
amigos y permaneciendo luego a solas durante dos o tres horas. Pasado este tiempo, mandó
llamar al capitán y, levantando esta vez los ojos hacia él, le dijo:
—Vos prometisteis a Powhatan que lo vuestro sería igualmente suyo, y él hizo con
vos lo mismo. Como extranjero que erais en su tierra, le llamabais padre; como extranjera
que soy en la vuestra, os llamaré también así.
El capitán Smith arguyó entonces sobre la etiqueta, aduciendo que ella era hija de
rey.
Pero ella repuso:
—Vos no temisteis venir al país de mi padre, aunque con ello le asustasteis, a él y a
todas Sus gentes... excepción hecha de mí. ¿Temeréis, acaso, que os llame padre aquí?
Pero, sea como fuere, yo os llamaré padre, y vos me llamaréis hija, y seré para siempre del
mismo país que vos... Allá, en mi tierra, me dijeron que habíais muerto . ..
Y reveló en voz muy queda a Smith que su verdadero nombre era Matoaka. Los
indios, temiendo que se apoderasen de ella por maleficio, habían dado a los extranjeros el
nombre apócrifo de Pocahontas.
John Smith partió para Virginia y no volvió a ver más a Matoaka. Ésta adoleció de
un mal extraño en Gravesend, a comienzos del siguiente año; palideció, y murió. No había
cumplido aún los veintitrés.
Su retrato lleva esta inscripción en exergo: Matoaka alias Rebecca filia potentissimi
principis l'owhatani imperatoris Virginiae. La infortunada Matoaka aparece en él con un
chapeo alto de fieltro adornado con dos hileras de perlas, un ancho cuello de encaje muy
tieso, y un abanico de plumas. El rostro es oblongo, enjuto, como aguzado: los pómulos
salientes, y los ojos muy grandes y muy dulces.
Cyril Tourneur

Poeta trágico
Tourneur fue fruto de la unión de un dios desconocido con una prostituta. Encuéntrase la
prueba de su origen divino en el ateísmo heroico que le hizo sucumbir. Su madre le
transmitió el instinto de la rebeldía y de la lujuria, el miedo a la muerte, el estremecimiento
de la voluptuosidad y el odio a los reyes; de su padre, le vino el amor a la corona, el orgullo
de reinar y el júbilo de la creación; uno y otro le dieron la afición a la noche, a la luz roja y
a la sangre.
Ignórase la data exacta de su nacimiento; pero es indudable que vino al mundo un
día negro, en un año pestilencial.
Ninguna protección celeste veló sobre la ramera lasciva, preñada por un dios, pues
su cuerpo se cubrió con las manchas de la peste pocos días antes del alumbramiento, y la
puerta de su cubil fue marcada con la cruz roja de los pestíferos. Cyril Tourneur hizo su
entrada en el planeta al son de la carraca de los sepultureros; y como su padre había
desaparecido en el cielo común de los dioses, una carreta verde arrastró el cadáver de su
madre hasta la fosa común de los hombres. Cuéntase que las tinieblas eran tan espesas que
el enterrador tuvo que iluminar la entrada de la casa contaminada con una tea de resina;
otro cronista asegura que la niebla que cubría el Támesis (en cuyas aguas se bañaban los
cimientos de la casa) se rayó de escarlata, y que de las fauces de la campana de alarma se
exhaló la voz de los cinocéfalos. Parece, por último, fuera de duda que un lucero llameante
y sanguinolento, circundado de un halo fuliginoso, se manifestó sobre el triángulo del
tejado, y que el recién nacido hubo de mostrarle el puño cerrado por la ventana, mientras el
cometa sacudía sobre él su cauda de fuego. De este modo entró Cyril Tourneur en la vasta
concavidad de la noche cimeria.
Es imposible descubrir lo que pensó o hizo hasta la edad de los treinta, cuáles
fueron los síntomas de su divinidad latente, ni cómo se convenció de su propia realeza. Una
nota obscura y asustada contiene la lista de sus blasfemias. Declaraba que Moisés no había
sido más que un juglar, y que un llamado Heriots era más hábil que él. Que el principio
fundamental de la religión no era otro que el mantener a los hombres en el terror. Que
Cristo merecía realmente la muerte mucho más que Barrabás, a pesar de ser éste un ladrón
y asesino. Que si él, Cyril Tourneur, emprendiese el fundar una nueva religión, la basaría
sobre un sistema muy superior al establecido, y que el Nuevo Testamento era de un estilo
repugnante. Que tenía tanto derecho a acuñar moneda como la reina de Inglaterra, y que
conocía a un tal Poole, preso en Newgate, expertísimo en la aleación de los metales, con
ayuda del cual esperaba un día acuñar oro con su propia efigie. Un alma piadosa ha tachado
sobre el pergamino otras afirmaciones más tremendas. 
Pero estas palabras fueron recogidas por una persona vulgar. Los actos de Cyril
Tourneur revelan un ateísmo más vindicativo. Le representan vestido con una larga túnica
negra, en la cabeza una corona resplandeciente de doce estrellas, un pie sobre el globo
celeste y en la diestra, levantada hacia el cielo, el globo terrestre. Solía vagar por las calles
en las noches de peste y de tormenta. Era de una palidez cérea y sus ojos brillaban como
dos turíbulos. Hay quien afirma que tenía en el costado derecho la marca de un sello
extraordinario; pero no fue
posible comprobarlo después de su muerte, ya que nadie alcanzó a ver sus despojos.
Tomó por concubina a una prostituta del Bankside, que solía rondar por las callejas
de la orilla, y la amó fielmente. Era muy joven- cita, de cabellos rubios y expresión
inocente, y se ruborizaba con facilidad. Cyril Tourneur le puso el nombre de Rosamunda, y
tuvo de ella una hija, a la que amó tiernamente. Un día, Rosamunda murió trágicamente,
por haber fijado en ella los ojos un príncipe. Se sabe que bebió en una copa transparente un
veneno color de esmeralda.
Fue entonces cuando en el alma de Cyril Tourneur se mezcló el espíritu de venganza
a la soberbia. Nocturno, recorrió todo el Mail, con el cortejo real, sacudiendo una antorcha
de crines inflamadas, a fin de iluminar al príncipe emponzoñador. El odio a toda autoridad
le crispó de allí en adelante los labios y las manos. Poniéndose en acecho en las
encrucijadas, espió el paso de los viandantes, no para robar a los ricos, sino para matar a los
reyes. Los príncipes que desaparecieron por aquel entonces, fueron iluminados por la
antorcha de Cyril Tourneur, y matados por su mano.
Se emboscaba en los caminos reales, junto a las canteras y los hornos de cal. Elegía
su víctima en el séquito, se ofrecía a alumbrarla a través del terreno accidentado, la
conducía hasta la boca del pozo y, apagando bruscamente su antorcha, la precipitaba en el
abismo. En seguida, inclinado sobre el borde, lanzaba unos cuantos pedruscos grandes para
aplastar los gritos. Y durante el resto de la noche, sentado junto al horno, cuya boca
proyectaba un resplandor rojizo que hacía pensar en los fuegos avernales, velaba el cadáver
que se con-sumía allá en lo hondo, en su lecho de cal viva.
Cuando Cyril Tourneur hubo saciado su odio a los reyes, se sintió poseído del odio
a los dioses. El aguijón divino que llevaba en sí le incitó a crear. Pensó que podría fundar
una generación en su propia sangre, y propagarse como un dios sobre la tierra. Miró a su
hija, y la encontró virginal y deseable. Para realizar sus designios a la faz del cielo, no halló
lugar más significativo que un cementerio. Se juró desafiar la muerte y crear una nueva
humanidad en medio de la destrucción determinada por el mandato divino. Las viejas
osamentas que le rodeaban le ayudarían, por contraste, a crear una osatura perfecta y dotada
de eterna juventud.
Cyril Tourneur poseyó a su hija sobre la losa de una sepultura.
El fin de su vida se pierde en un resplandor obscuro. Ignórase qué mano nos
trasmitió la Tragedia del Vengador y la Tragedia del Ateo. Una tradición pretende que el
orgullo de Cyril Tourneur hubo de acrecentarse aún. Mandando elevar un trono en su negro
jardín, solía sentarse en él, coronado de oro, bajo el rayo. Algunas personas le vieron, y
huyeron empavorecidas por los largos airones azules que parecían coronar su frente. Leía
un manuscrito de los poemas de Empédocles, que nadie ha logrado ver después. A menudo
expresaba su admiración por la muerte de Empédocles. Y el año en que desapareció fue de
nuevo un año de peste. El pueblo de Londres había buscado refugio en las barcazas
amarradas en medio del Támesis. Un meteoro espantable evolucionó bajo la luna. Era un
globo de fuego blanco, animado de una siniestra rotación. Se dirigió hacia la morada de
Cyril Tourneur, que pareció encenderse en destellos metálicos. El hombre vestido de negro
y coronado de oro aguardaba en su trono la llegada del meteoro. En ese momento, estalló,
como en las batallas teatrales, una lúgubre alarma de clarines. Y Cyril Tourneur fue
envuelto por un gran fulgor de roja sangre volatilizada. Invisibles clarines, levantados hacia
el firmamento clamaron en medio de la noche una fanfarria fúnebre. Así fue precipitado
Cyril Tourneur hacia un dios desconocido en el sombrío vórtice del cielo. 
William Phips

Pescador de tesoros
William Phips nació en 1651, junto a la desembocadura del río Kennebec, en medio de las
forestas fluviales, cuyos enormes troncos atraían a los constructores de navíos. En una
mísera aldea del Maine, viendo serrar las cuadernas marinas, soñó por vez primera en un
destino azaroso. La incierta claridad del Océano que líate las costas de la Nueva Inglaterra
le trajo el centelleo del oro sumergido y de la plata ahogada bajo la arena. Creyó en la
riqueza del mar y anheló obtenerla. Aprendió a construir bajeles y, habiendo logrado una
relativa holgura, vino a Boston. Su fe era tan obstinada que no rosaba de repetir: "Un día
mandaré una nave del Rey y tendré una hermosa casa de ladrillo en la Avenida Verde de
Boston".
En aquel tiempo, yacían en el fondo del Atlántico una porción de galeones
españoles cardados de oro. El rumor de esta riqueza naufragada llenaba el alma de Phips.
Supo que un gran navío se había ido a pique cerca del Puerto de la Plata y, liquidando en
dinero contante cuanto poseía, partió para Londres, a fin de equipar una nave. Asedió al
Almirantazgo a instancias y solicitudes. Al fin, después de no poco bregar, le dieron el
Rosa de Argel, que montaba dieciocho cañones, y en 1687 se hizo a la vela hacia lo
desconocido. En ese momento, tenía treinta y seis años.
Noventa y cinco hombres tripulaban el Rosa de Argel, entre los cuales un primer
maestre, Adderley, oriundo de Providencia. Cuando supieron que Phips se dirigía hacia
Hispaniola no cupieron en sí de gozo. Pues Hispaniola era la isla de los piratas, y el Rosa de
Argel les parecía un buen navío. Como primera medida, al llegar a un islote arenoso del
archipiélago, Se reunieron en consejo, con el propósito de organizarse como cumple a unos
gentileshombres de fortuna. Pero Phips, que se encontraba por azar en la carena
examinando una avería, oyó todo el complot. Sin perder momento, corrió a la cabina del
capitán, le ordenó que cargara los cañones y, dirigiéndolos contra la tripulación rebelde,
todavía en tierra, los dejó abandonados en aquel paraje desierto, haciéndose de nuevo a la
mar con unos pocos marineros fieles... El maestre de Providencia, Adderley, ganó sin
embargo a nado el Rosa de Argel y logró, a fuerza de protestas de arrepentimiento, que
Phips le readmitiera a bordo.
Atracaron a Hispaniola con mar tranquilo, bajo un sol de fuego. Phips empezó a
recorrer las playas, preguntando por el navío naufragado medio siglo antes a la vista del
Puerto de la Plata. Al fin, encontró a un viejo español que se acordaba de ello y pudo
designarle el arrecife. Era un escollo alargado, pulido por las mareas, cuyos flancos
desaparecían en el agua clara hasta el temblor más profundo. Adderley, inclinado sobre la
borda, reía contemplando los menudos remolinos de las olas. El Rosa de Argel dio
lentamente la vuelta al arrecife, pero en vano todos los hombres registraban con la mirada
la profundidad transparente. Phips, en pie a proa, entre las dragas y los garfios, pateaba de
impaciencia. Una vez más dio el barco la vuelta al arrecife, pero el fondo marino parecía en
todas partes lo mismo, con sus surcos concéntricos de arena y sus ramos de algas
sumergidas fluctuando al vaivén de las corrientes. Cuando el Rosa de Argel comenzaba la
tercera vuelta, el sol se hundió en el horizonte y el mar se ennegreció bruscamente.
Más tarde, se puso todo fosforescente. "¡Ahí están los tesoros! ¡Miradlos!", gritaba
Adderley en medio de la noche, el dedo tendido hacia el oro trémulo de las olas. Pero el
alba tórrida se levantó sobre el océano en calma, mientras el Rosa de Argel continuaba
recorriendo impertérrito su órbita. Durante ocho días consecutivos hubo de recorrerla
pacientemente. Los ojos de los tripulantes embrollaban ya las imágenes a fuerza de escrutar
la limpidez marina. Como empezasen a faltar los bastimentos no hubo más remedio que
partir. Aunque bien a su pesar, Phips dió la orden, y el Rosa de Argel comenzó a virar. En
ese momento, Adderley distinguió prendida a un flanco del escollo una curiosa alga
blanquecina, que el agua estremecía, y sintió el antojo de ella. Un indio saltó al mar y la
arrancó, trayéndosela a Adderley. Era muy pesada, y sus raíces enmarañadas parecían
estrechar un pedrusco. Adderley la sopesó, y golpeó las raíces sobre el puente, para
desembarazarlas de su peso. Y he aquí que un objeto brillante rodó por la cubierta. Phips
lanzó un grito. Era un lingote de plata, que muy bien valía sus trescientas libras. Atónito,
Adderley balanceaba maquinalmente el alga blanquecina. Inmediatamente, todos los indios
se zambulleron. En pocas horas, el castillo de proa quedó cubierto de sacos duros,
petrificados, incrustados de poliperos y recubiertos de conchas y moluscos. Los
despanzurraron con un cortafrío y un martillo, y por las aberturas se escaparon los lingotes
de oro y plata y las monedas acuñadas. "¡Alabado sea el Señor!" —exclamó Phips—.
"¡Nuestra fortuna está hecha!" El tesoro valía en total unas trescientas mil libras esterlinas.
Adderley no cesaba de repetir: "¡Y todo ello salió de la raíz de una mísera alga!" Murió
loco, en las Bermudas, pocos días después, balbuceando esta frase.
Phips convoyó su tesoro. El rey de Inglaterra le hizo Sir William Phips y le nombró
Gran Sheriff de Boston. Phips se mandó construir en la Avenida Verde una suntuosa
mansión de ladrillo rojo, y se convirtió en un personaje. Él fue quien mandó la campaña
contra las posesiones francesas y quien tomara la Arcadia al señor de Meneval y al
caballero de Villebon. El rey le nombró Gobernador de Massachussetts, capitán general del
Maine y de la Nueva Escocia. Sus arcas rebosaban de oro. Habiendo levantado todos los
fondos a la sazón disponibles en Boston, emprendió el ataque contra Quebec. Pero la
empresa fracasó y la colonia quedó arruinada. Entonces, Phips emitió papel moneda. 
A fin de provocar un alza de su valor, cambió contra aquel papel todo su oro
líquido. Pero la fortuna le había vuelto definitivamente la espalda. El curso del papel bajó, y
Phips lo perdió todo, quedando pobre, plagado de deudas y acechado por sus enemigos, que
no podían perdonarle sus anteriores triunfos. Su prosperidad no había durado, en total, más
que ocho años. Partió para Londres, en la miseria, y por si ello fuera poco, apenas
desembarcó fue detenido, a instancia de la firma Dudley & Brenton, que le era acreedora
por veinte mil libras. La policía le condujo desde el muelle a la prisión de Fleet.
Sir William Phips quedó encerrado en una celda desnuda. No conservaba otra
propiedad que el lingote de plata que le trajera la gloria, el lingote del alga blanquecina.
Acosado por la fiebre y la desesperación, la muerte hizo presa en él sin trabajo. No
obstante, aun allí hubo de asediarle su sueño de tesoros. El galeón del gobernador español
Bobadilla, cargado de oro y plata, había naufragado por aquel entonces cerca de Bahamas.
Phips mandó llamar al alcaide de la prisión. La fiebre y el frenesí de la esperanza le habían
descarnado, dejándole en los puros huesos. Tendiendo al alcaide, en su
mano esquelética, el lingote de plata, susurró en el estertor de la agonía:
—Dejadme bucear; aquí tenéis uno de los lingotes de Bo.. .ba.. .di.. .lia.
Luego, expiró. El lingote del alga blanquecina sirvió para pagar el ataúd.
El capitán Kidd

Pirata
Los cronistas no se han puesto de acuerdo acerca de la razón que hizo dar a este pirata el
nombre del cabritillo (kid). La orden por la cual S. M. Guillermo III, rey de Inglaterra, le
confirió, en 1695, el mando de la galera La Aventura comienza con las palabras: "A nuestro
fiel y bien amado capitán William Kid, comandante, etc., etc.: Salud." Pero parece seguro
que ya entonces era un nombre de guerra. Unos dicen que, elegante y refinado como era,
acostumbraba a llevar siempre, lo mismo en el combate que en la maniobra, unos guantes
finos de cabritilla, con vueltas de encaje de Flandes; otros aseguran que, en sus matanzas
más atroces, solía decir: "yo, que soy más tierno y sin hiel que un cabritillo recién nacido";
otros aun, pretenden que encerraba el oro y los joyeles en sacos flexibles, hechos de piel de
cabrito, y que adquirió esa costumbre el día en que saqueó un navío cargado de azogue, con
el que llenó mil bolsas de cuero, que todavía yacen sepultadas en la ladera de un altozano
de las islas Barbadas. Baste saber que su pabellón de seda negra llevaba bordada una
calavera y una testa de cabrito, y que en su sello aparecían grabados los mismos signos. Los
que buscan los innumerables tesoros que escondiera en las costas de Asia y de América,
suelen hacer caminar delante de ellos un cabrito negro, que se supone debe balar al llegar al
sitio en que el capitán enterrara su botín; pero la verdad es que hasta ahora nadie ha
conseguido encontrar nada. El mismo Barba Negra, que había sido informado por un
antiguo marinero de Kid, Gabriel Loff, no encontró en las dunas sobre las cuales se ha
edificado hoy Fuerte Providencia más que algunas gotas esparcidas de azogue, rezumadas a
través de la arena. Por otra parte, todas estas excavaciones son inútiles, pues, como se
recordará, el propio capitán Kid declaró que sus escondrijos permanecerían eternamente
ignorados, "a causa del hombre del balde ensangrentado". Kid, en efecto, sufrió la obsesión
de este hombre toda su vida, y por él sin duda se hallan guardados y defendidos los tesoros
de Kid desde la muerte de éste.
Lord Bellamont, gobernador de las Barbadas, irritado por el enorme botín de los
piratas en las Indias Occidentales, armó la galera La Aventura y obtuvo del rey que la
pusiera al mando del capitán Kid. Desde hacía tiempo estaba Kid celoso del célebre Ireland,
que saqueaba todos los convoyes; de manera que hubo de prometer al gobernador de
bonísima gana que lo apresaría, a él y a sus compañeros, trayéndolos para que fueran
debidamente ejecutados. La Aventura montaba treinta cañones y ciento cincuenta hombres.
Primero, Kid tocó en Madera, para aprovisionarse de vino; luego en Buenavista, para
embarcar sal; por último en Santiago, donde acabó de bastecerse. De aquí puso proa hacia
el Mar Rojo, a cuya entrada, en el golfo de Aden, hay un islote que llaman la Llave de la
Puerta.
Allí fue donde el capitán Kid reunió a sus compañeros y les mandó izar el pabellón
negro con la calavera. Todos juraron sobre un hacha de abordaje obediencia absoluta a las
ordenanzas y usos de la piratería. Todos los hombres tenían derecho a voto, así como a las
provisiones frescas y los licores espirituosos. Los juegos de naipes y el juego de los dados
estaban prohibidos. Las luces y candelas debían ser apagadas a las ocho de la noche. Si un
hombre quería beber más tarde de esta hora, tenía que hacerlo en cubierta, al aire libre y en
medio de la obscuridad. Por ningún concepto se recibiría a bordo mujer ni mozalbete
alguno. El que introdujese de contrabando a una u otro, sería condenado a muerte. Los
cañones, pistolas y cuchillas debían ser acicalados y pulidos con el mayor esmero. Las
discusiones y pendencias se ventilarían en tierra, a sable y pistola. El capitán y el
contramaestre tendrían derecho a dos partes; el maestre, el timonel y el cañonero mayor a
una y media; los demás oficiales a una y cuarta. Los músicos descansarían el domingo.
El primer barco con que toparon era holandés, mandado por el Schipper Mitchel.
Kid izó el pabellón francés y le dio caza. El barco arboló inmediatamente los colores
franceses; en vista de lo cual el pirata le interpeló en francés. El Schiper llevaba a bordo a
un francés, que respondió en su idioma. Kid le preguntó si llevaba pasaporte. El francés
contestó que sí. "Pues, ¡voto al cielo!, que en virtud de vuestro pasaporte os diputo capitán
de esa nave", exclamó Kid. Y, acto seguido, lo mandó colgar de una verga. Luego, mandó
venir a los holandeses uno por uno. Los interrogó y, simulando no entender el flamenco,
dictaminó en cada caso: "Francés: ¡a la plancha!" Ataron un tablón sobre la borda, con uno
de los extremos sobresaliendo varios pies de ella, y todos los holandeses, en cueros,
aguijados por la punta del cuchillo del timonel, tuvieron que recorrerlo y que saltar al mar.
En ese momento, el cañonero mayor, de nombre Moor, levantó la voz: "Capitán —
gritó—, ¿por qué matáis a estos hombres?" Moor estaba ebrio. El capitán Kid se volvió y,
asiendo un balde que encontró a mano, se lo estampó en la cabeza. Moor se desplomó, con
el cráneo hendido. El capitán Kid mandó lavar el balde, al cual se habían adherido algunos
cabellos y un poco de sangre coagulada. Ningún hombre de la tripulación se atrevió ya a
mojar el fregajo en aquel balde, que quedó amarrado al empalletado.
Desde aquel día, el capitán Kid se vio perseguido por el hombre del balde. Cuando
apresó el bajel morisco Queda, tripulado por indostánicos y armenios, con diez mil libras de
oro, ni hacerse el reparto del botín, el hombre del balde apareció sentado sobre los ducados.
Kid lo vio y juró como un condenado. Para recobrar el aplomo, bajó a su cabina y apuró
varias tazas de bambú. Luego, volvió al puente y mandó tirar el balde al mar. Otro día,
después del abordaje del rico navío mercante el Mocco, como no se encontraba a mano con
qué medir las partes de oro en polvo que le correspondían al capitán, "¡un balde lleno!":
dijo una voz detrás del capitán. Éste, desenvainando su sable, tajó furiosamente el aire,
echando espumarajos de rabia. Luego, mandó colgar a todos los tripulantes del Moceo. Sus
hombres, sin embargo, parecían no haber oído nada.
Cuando el asalto al Golondrina, Kid, una vez verificado el reparto, bajó a acostarse
en su litera. Al despertar, como se sintiera bañado en sudor, llamó a un marinero para que le
trajese agua con que lavarse. El hombre se la trajo en una cubeta de hojalata. Kid le miró
fijamente, saltándosele los ojos de las órbitas, y aulló: "¿Es ésa una manera de conducirse
digna de un gentilhombre de fortuna? ¡Miserable!, ¿por qué me traes un balde lleno de
Sangre?" El marinero huyó, aterrado. Kid hizo que lo desembarcaran, dejándolo
abandonado en un islote, con un fusil, un botellín de pólvor§ y una bombona de agua. Y si,
desde entonces, enterró su botín en distintos lugares, lo más recónditos posible, fue por la
convicción en que estaba de que todas las noches el cañonero asesinado venía a vaciar con
su balde el pañol del oro, para tirarlo al mar.
Al fin, un día Kid cayó prisionero, frente a las costas de Nueva York. Lord
Bellamont lo envió a Londres. Fue condenado a la horca, y colgado en el muelle de la
Ejecución, con su casaca roja y sus guantes. En el momento en que el verdugo le hundió
sobre los ojos el gorro negro, el capitán Kid se debatió frenéticamente, gritando: "¡Voto
al...! ¡Ya sabía yo que acabaría poniéndome su balde sobre la cabeza!" El cadáver,
ennegrecido y reseco, se balanceó, colgado de sus cadenas, durante más de veinte años.
Walter Kennedy

Pirata iletrado
El capitán Kennedy era irlandés y no sabía leer ni escribir. Llegó al grado de teniente, a las
órdenes del gran Roberts, por su talento en la tortura. Poseía como nadie el arte de retorcer
una cuerda en torno de la frente de un prisionero, hasta hacerle saltar los ojos, o de
acariciarle delicadamente el rostro con unas hojas de palmera inflamadas. Su reputación
quedó consagrada en el juicio que se celebrara, a bordo del Corsario, de Darby Mullin,
acusado del crimen de traición. Los jueces se sentaron contra el habitáculo del timonel, ante
un gran bol de ponche, con pipas y tabaco en abundancia; y la vista comenzó. Disponíanse
a votar la sentencia, cuando uno de los jueces propuso el fumar aún otra pipa antes de la
votación. Entonces Kennedy se puso en pie, retiró la pipa de su boca, escupió en tierra y
habló en estos términos: —¡Por los clavos de Cristo! El diablo me lleve, señores y
gentileshombres de fortuna, si no ahorcamos como cumple a mi viejo camarada 
Darby Mullin. ¡Bravo muchacho, a fe mía, y un hidep... quien se atreva a negarlo!
Juntos la hemos corrido y juntos repartimos más de un golpe, y no querría más a un
hermano, ¡caracho! Pero yo conozco a Darby, y sé que no es un capón y que, mientras viva,
maldito si habrá de arrepentirse, ¡qué p... a! De manera que lo mejor que podemos hacer es
colgarlo pronto y bien, como corresponde a un buen cristiano, ¡re...córcholis! Y, con la
venia de la compañía, voy a echar a su salud un trago de lo fino.
Este discurso pareció admirable, digno de las más ilustres oraciones militares de la
antigüedad, y el gran Roberts no tuvo sino elogios para él. Desde aquel día, Kennedy sintió
crecer su ambición. Frente a las Barbadas, y como Roberts se hubiese alejado demasiado en
una chalupa persiguiendo a un navio portugués, Kennedy obligó a sus compañeros a
elegirle capitán del Corsario, y comenzó a cazar por cuenta propia. Pillaron y echaron a
pique una porción de bergantines y galeras, cargados de azúcar y de tabaco del Brasil, sin
contar las pepitas y el oro en polvo y las sacas de escudos y doblones. Su pabellón era de
seda negra, con una calavera, un reloj de arena y dos tibias cruzadas; y, debajo, un corazón
rematado por un dardo, del que caían tres gotas de sangre. En esta guisa, toparon con una
pacífica chalupa de Virginia, cuyo capitán, de nombre Knot, era un cuáquero devoto. Este
santo varón no llevaba a bordo ni ron, ni pistola, ni sable, ni cuchilla; menudo, regordete,
iba vestido con un levitón negro, que le llegaba casi a los talones, y tocado con un sombrero
de alas muy anchas del mismo color. 
—¡Por los clavos de Cristo! —exclamó el capitán Kennedy—, he aquí un hombre
cabal, y de buen humor, como a mí me gustan. ¡Guárdense todos de hacer el menor daño a
mi amigo el señor capitán Knot, que viste de manera tan divertida!
Mr. Knot se inclinó en acción de gracias, murmurando modosamente: "Amén."
Los piratas hicieron valiosos regalos a Mr. Knot, ofreciéndole treinta moidoros, diez
rollos de tabaco del Brasil, varios sacos de azúcar de caña y de café, y una bolsita con
esmeraldas. Mr. Knot lo aceptó todo de muy buen grado, saludando afablemente.
—No hay impedimento que lo vede, sobre todo cuando los presentes recibidos son
hechos de corazón y se tiene el propósito de hacer de ellos el uso que Dios manda. ¡Ah,
pluguiera al cielo que todos nuestros amigos que surcan esos mares estuviesen animados de
parejos sentimien- tos! El Señor acepta todas las restituciones. Son, por así decirlo, los
miembros del becerro y las partículas del ídolo Dagon lo que así le ofrecéis en sacrificio,
amigos mios. Dagon reina aún en estas tierras profanas, y su oro despierta malas
tentaciones.
—¡Qué Dagon ni qué niño muerto! —repuso Kennedy—. ¡Cierra el pico, y toma lo
que te dan, re... córcholis, y bébete esa copa!
Pero si Mr. Knot, inclinándose modestamente, aceptaba cuanto le ofrecían, en
cambio hubo de rehusar el cuartillo de ron.
—Señores y amigos ... —comenzó.
—¡ Gentileshombres de fortuna, por los clavos de Cristo! —gritó Kennedy.
—Señores y amigos gentileshombres —reanudó Mr. Knot—, los licores fuertes son,
por así decirlo, aguijones de tentación, que nuestra carne endeble no podría soportar.
Vosotros, amigos míos...
—¡Gentileshombres de fortuna, caracho! — aulló Kennedy.
—Vosotros, amigos míos y afortunados gentileshombres —continuó Mr. Knot—,
que estáis, por así decirlo, curtidos por largas pruebas contra el Tentador, es posible, y hasta
probable quizás, que no sintáis incomodidad alguna con elle, pero la gran mayoría de los
hombres, que no disfrutan de vuestra constitución privilegiada, es
casi seguro que se verían seriamente afectados...
—¡AI diablo los afectados! —vociferó Kennedy—. Este hombre habla muy bien,
pero yo bebo mejor. No obstante, él nos llevará a la Carolina, a ver a esos amigos suyos
que, según parece, poseen otros miembros de ese becerro que dice. ¿No es cierto, señor
capitán Dagon?
—Así será —contestó el cuáquero—, pero mi nombre es Knot.
Y se inclinó una vez más, las anchas alas de su sombrero estremecidas por el viento.
El Corsario ancló en una ensenada conocida del hombrecito de Dios, que se
despidió afablemente de los piratas, llevándose los regalos y prometiendo volver en breve
con sus amigos. Y, en efecto, aquella misma noche volvió con una compañía de soldados
que le diera por escolta Mr. Spotswood, gobernador de la Carolina. El hombrecito de Dios
juró a sus amigos, los afortunados gentileshombres, que era simplemente para evitar que
introdujeran en aquellos países inocentes Sus licores de perdición. Y cuando fueron
arrestados los piratas, les exhortó piadosamente:
—¡Aceptad de buen grado, amigos míos, todas las mortificaciones, y el Señor os lo
tendrá en cuenta!
—¡Por los clavos de Cristo que tienes razón,
grandísimo bigardo: mortificación es la palabra! —juró Kennedy.
Le pusieron en la barra, a bordo de un transporte que se dirigía a Londres, a fin de
que lo juzgaran en la metrópoli y fuera mayor la ejem- plaridad del escarmiento. Oíd Bailey
le recibió en su seno. Firmó todos sus interrogatorios con una cruz, que era a cuanto
alcanzaba su pendo- Iismo. Su último discurso fue pronunciado en el muelle de la
Ejecución, donde la brisa marina balanceaba suavemente los cadáveres amojamados de
otros gentileshombres de fortuna que le precedieran en el camino de la gloria.
—¡Por los clavos de Cristo, que me hacen gran honor! —exclamó Kennedy,
examinando a los ahorcados—. Según he oído, van a colgarme al lado del capitán Kid.
Aunque le faltan los ojos, me parece que debe ser ése. Solo él habría podido llevar una
casaca de paño rojo tan rico. ¡Y había que ver el garbo con que la llevaba! Kid fue siempre
un hombre distinguido. ¡Y que escribía! ¡Más letras que un bachiller tenía el bergante!
Excusa, capitán —y Kennedy saludó respetuosamente el cuerpo reseco de la casaca roja—;
pero, al fin y al cabo, y aunque sin letras, también se ha sido gentilhombre de fortuna, ¡qué
caracho!
El Mayor Stede Bonnet

Pirata de fantasía
Mayor Stede Bonnet era un hidalgo retirado del ejército que vivía explotando sus
plantaciones, en la isla de Barbados, allá por el año de 1715. Sus campos de caña de azúcar
y sus cafetales le daban una renta saneada, y podía permitirse el placer de fumar el tabaco
por él mismo cultivado. Hubo de casarse muy joven, pero no fue afortunado en la vida
conyugal, y dicen que su mujer le había trastornado el seso. Su manía, en todo caso, no le
dominó hasta traspuesta la cuarentena, y en un comienzo sus vecinos y sus servidores se
acomodaron indulgentemente a ella.
La manía del Mayor Stede Bonnet consistía en despreciar las fuerzas de tierra,
exaltando en cambio desaforadamente la marina. Los únicos nombres que le venían a la
boca, entre hiperbólicas loas, eran los de Avery, Charles Vane, Benjamín Hornigold y
Edward Teach. Todos ellos eran, a su juicio, ardidos navegantes y hombres hazañosos,
conocidos de un cabo a otro del mar de las Antillas; y si, por casualidad, alguno de 
sus interlocutores se atrevía a calificarlos tímidamente de piratas, hete a nuestro
Mayor que, inflamándose, argüía:
—¡Alabado sea el Señor por haber permitido a los tales piratas, como vos los
llamáis, el dar ejemplo de la vida sencilla y en común que era la vida de nuestros abuelos!
En aquellos tiempos no había allegadores de caudales, ni guardianes de mujeres, ni
esclavos que proveyeran el azúcar, el algodón o el índigo.. Un dios generoso dispensaba
todas las cosas, repartiendo a cada hombre la porción que le correspondía. Y ésa es la razón
de que admire y tenga en la más alta estima a aquellos hombres libres que comparten entre
sí todos los bienes y viven de consuno la existencia de los compañeros de fortuna.
Recorriendo sus plantaciones, no era raro que el Mayor se detuviese ante uno de sus
trabajadores y, luego de contemplarle unos instantes en silencio, le dijera:
—¿No te valdría más, grandísimo zopenco, el estar arrumando en la bodega de
cualquier urca o bergantín los fardos de esa planta miserable que riegas aquí con tu sudor?
Casi todas las noches, el Mayor reunía a sus servidores en los cobertizos que servían
de almacenes, donde les leía, a la luz de un candil, mien- tras las moscardas de color
zumbaban en torno, las grandes hazañas de los piratas de Hispaniola y de la isla de la
Tortuga. Pues unos volantes impresos informaban de sus rapiñas a las granjas y aldeas de la
comarca.
—¡Admirable Vane! —comentaba el Mayor—. ¡Corajudo y magnífico Hornigold,
verdadero cuerno de la abundancia rebosante de oro! ¡Sublime Avery, cargado con las
preseas del Gran Mogol y del rey de Madagascar! ¡Y qué no podríamos decir de ti, oh
incomparable Teach; que supiste gobernar sucesivamente catorce mujeres y librarte luego
de ellas, y que allá, en tu bienaventurada ínsula de Okerecok, has imaginado entregar cada
noche la última, que sólo cuenta diez y seis abriles, a tus mejores compañeros de armas, y
ello por pura generosidad, por grandeza de alma y ciencia del mundo! ¡Ah, dichoso el que,
siguiendo vuestros pasos gloriosos, pueda beber su ron contigo, excelso Barba Negra,
capitán del Revancha de la Reina Ana!
Los servidores del Mayor escuchaban estos discursos boquiabiertos y sin chistar, y
sus palabras eran tan sólo interrumpidas por el leve ruido mate que hacían las lagartijas al
caer del techo, asustadas por la voz tronitosa del Mayor y relajadas por el miedo las
ventosas de sus patitas. Acto seguido, el Mayor, candil en mano, trazaba en el suelo con su
bastón todas las maniobras navales de aquellos eximios capitanes y amenazaba con la ley
de Moisés (que es como llaman los piratas el castigo de cuarenta azotes) a todo el que no
comprendiese la excelencia de la táctica filibustera. 
Finalmente, el Mayor Stede Bonnet no pudo resistir más su pasión; y, habiendo
comprado una vieja chalupa, de cinco cañones por banda, la equipó con todos aquellos
adminículos que requería el ejercicio de la piratería, tales como arcabuces, machetes,
escalas, planchas, garfios, hachas de abordaje, Biblias (para prestar jura-mento), barricas de
ron, linternas, hollín para ennegrecerse la cara, pez, mechas que hacer arder entre los dedos
de los pies de los mercaderes ricos, y gran abundancia de pabellones negros con la blanca
calavera, los dos fémures cruzados y el nombre del navio: La Revancha. Luego, mandó
subir a bordo sin previo aviso a setenta de sus servidores, y se hizo a la mar, de noche,
rumbo al Oeste, rasando San Vicente, con propósito de doblar el Yucatán y desvalijar las
costas hasta Savannah (adonde, desgraciadamente, no hubo de llegar).
El Mayor Stede Bonnet ignoraba en absoluto cuanto atañía al mar. Así, no tardó en
perder el poco seso que le quedaba entre la brújula y el astrolabio, confundiendo artimón
con artillería, trinquete con trinchera, botavante con botasilla, botalón con botafuego,
carroñada con carriño, escotilla con escobillón, cargar los cañones con cargar las velas... En
suma, a tal punto le agitaron los términos desconocidos y el movimiento inusitado del mar,
que habría acabado por volver la proa hacia Barbados, si no le hubiese sostenido y
acicateado el anhelo glorioso de izar el negro pabellón a la vista del primer barco. Por otra
parte, contando con el producto inmediato del pillaje, no había embarcado provisiones. De
manera que, acuciado por la necesidad, y como se pasara la primera noche sin haber topado
con ninguna urca, a la mañana siguiente el Mayor Stede Bonnet decidió atacar una aldea.
Formando todos sus hombres sobre cubierta, les distribuyó machetes y hachas de
abordaje, exhortándoles a la máxima ferocidad; luego, mandó traer un cubo de hollín y,
ennegreciéndose con él la cara, les ordenó que le imitaran, cosa que hicieron, no sin la
hilaridad y las cuchufletas del caso.
Por último, considerando, si mal no recordaba, que convenía estimular a la
tripulación con alguna bebida alcohólica habitual a los piratas, les hizo ingurgitar a cada
uno pinta y media de ron mezclado con pólvora, ingrediente que, a su juicio, no podía dejar
de ejercer los efectos más explosivos. Los servidores del Mayor obedecieron ; pero,
contrariamente a los usos de la piratería, su rostro no pareció inflamarse de furor. Lejos de
ello, no habían transcurrido más que unos instantes cuando, precipitándose bastante al
unísono hacia la borda, hubieron de ofrecer la estimulante mixtura al mar perverso.
Después de lo cual, habiendo casi embarrancado La Revancha en la costa de San Vicente,
desembarcaron poco menos que tambaleándose.
La hora era matinal, y las caras asombradas de los aldeanos no incitaban
precisamente al furor. Ni el corazón mismo del Mayor se sintió particularmente
predispuesto a los alaridos. Hizo, pues, altaneramente la compra de unos sacos de arroz,
unas banastas de legumbres secas y unas libras de puerco salado, que pagó (al auténtico
modo piratesco y con magnífica largueza, juzgó en sus adentros) con dos barricas de ron y
una maroma vieja. Después de lo cual, sus hombres consiguieron, no sin gran trabajo, poner
de nuevo a flote La Revancha; y el Mayor Stede Bonnet, ufano de su primera conquista, se
hizo nuevamente a la vela.
Todo aquel día y la noche toda hubo de navegar, sin rumbo fijo, ignorando hasta el
viento que le empujaba. Al rayar la aurora del segundo día, habiéndose adormecido contra
la bitácora, bastante embarazado por su machete y su bocacha, el Mayor Stede Bonnet fue
despertado por el grito de: —¡Ah de la chalupa!
Y distinguió a cosa de un cable el bauprés de un navio balanceándose sobre las olas.
Un hombre de barba muy cerrada y negra como la pez aparecía de pie en la proa. Un
banderín negro ondeaba en el mástil.
—¡Izad nuestro pabellón de muerte! —rugió el Mayor Stede Bonnet.
Y, acordándose de que su título era de los ejércitos de tierra, decidió ipso facto,
siguiendo ilustres ejemplos, adoptar otro. Sin la menor vacilación, respondió pues:
—Chalupa La Revancha, tripulada por el capitán Thomas y sus compañeros de
fortuna.
A lo que el hombre de las barbas repuso, riendo jocosamente:
—¡Bien hallado, compañero! Podremos navegar de conserva. Y venid a beber un
trago de ron a bordo del Revancha de la Reina Ana.
El Mayor Stede Bonnet comprendió en seguida que había topado con el capitán
Teach, Barba Negra, el más famoso de sus héroes. Pero su alegría fue menos viva de lo que
en otra oportunidad habría imaginado. Tuvo una vaga intuición de que iba a perder su
independencia piratesca. Cabizbajo, pasó a bordo de la nave de Teach, que le recibió con
extremada gentileza, copa en mano.
—Compañero —le declaró Barba Negra—, tu persona me place infinito; pero
navegas con imprudencia. Y, si me haces caso, capitán Thomas, te quedarás en este barco,
que es de toda confianza, y mandaré dirigir tu chalupa por ese excelente muchacho y
marino expertísimo que se llama Richards. Así, podrás disfrutar a bordo del navío de Barba
Negra, y sin quebraderos de cabeza, la vida libre y placentera que corresponde a un
gentilhombre de fortuna.
El Mayor Stede Bonnet no se atrevió a rehusar. Le aliviaron, para mayor comodidad
suya del trabuco y el machete, y prestó juramento sobre el hacha (pues Barba Negra no
podía ver ni en pintura la Biblia), en vista de lo cual le fue asignada su ración de galleta y
ron y su porción en las presas futuras. El Mayor no se había nunca imaginado que la vida
de los piratas estuviese tan reglamentada. Por otra parte, a los sinsabores de la navegación,
que ya le habían quebrantado un tanto, vinieron a añadirse los arrebatos y desplantes de
Barba Negra, que tuvo que soportar sin protesta. ¡Caprichos y singularidades del destino!
Habiendo salido de Barbados gentilhombre, a fin de jugar a la piratería, vióse obligado a
ser pirata de veras a bordo del Revancha de la Reina Ana.
Hizo esta vida durante tres meses, en el curso de los cuales asistió a su superior en
trece presas; luego, encontró la manera de volver a su propia chalupa, La Revancha, aunque
desde luego bajo el mando de Richards. En lo que, después de todo, tuvo suerte, pues, a la
noche siguiente, Barba Negra fue atacado a la entrada de la isla de Okerecok por el teniente
Maynard, que llegaba de Bathtown. Barba Negra pereció en la lucha, y el teniente Maynard
ordenó que le cortaran la cabeza y la amarrasen a la punta de su bauprés; cosa que fue
hecha tan pronto como dicha.
El infortunado capitán Thomas huyó hacia la Carolina del Sur, y todavía navegó
tristemente unas semanas. El gobernador de Charlestown, advertido de su paso, delegó al
coronel Rhet para apresarlo en la isla de Sullivan. El capitán Thomas, cansado y
desencantado de la aventura, se dejó apresar sin resistencia. Fue llevado a Charlestown con
gran aparato, bajo el nombre de Mayor Stede Bonnet, que reasumió tan pronto como pudo.
Permaneció en prisión hasta el 10 de noviembre de 1718, día en que le tocó comparecer
ante la corte de justicia del Vice-Almirantazgo. El Presidente de ella, Nicolás Trot, le
condenó a muerte, endilgándole de añadidura el siguiente discurso:
—Mayor Stede Bonnet: estáis convicto de dos acusaciones de piratería; pero sabéis
de sobra que habéis pillado, por lo menos, trece buques. De manera que podríais ser objeto
de otras once acusaciones. Dos nos bastarán, sin embargo, puesto que son contrarias a la ley
divina que ordena: No hurtarás (Éxodo, 20, 15), y el apóstol San Pablo declara
expresamente que los ladrones no heredarán el reino de Dios (I, Corintios, 6, 10). Pero
también sois culpable de homicidio; y los asesinos (prosiguió Nicolás Trot) tendrán su parte
en el lago ardiente de fuego y azufre que es la muerte segunda (Apo- cal., 21, 8). ¿Y quién
de nosotros morará con el fuego devorador; quién podrá habitar con las llamas eternas?
(Isaías, 33, 14). ¡Ah!, Mayor Stede Bonnet, razón tengo para temer que los principios de la
religión con que alimentaron vuestra juventud no hayan sido corrompidos por vuestra vida
licenciosa y vuestra excesiva aplicación a la literatura y a la vana filosofía de estos tiempos;
pues si vuestro deleite hubiese estado en la ley del Eterno y en ella hubierais meditado
noche y día (Salmos, 1, 2), habríais encontrado que la palabra de Dios era una lámpara a
vuestros pies y lumbrera en vuestro camino (Salmos, 119, 105). Pero siempre hicisteis
precisamente lo contrario. No os queda, pues, otro remedio que poner vuestra esperanza en
el Cordero de Dios, que quita los pecados del mundo (San Juan, I, 29), que ha venido para
salvar lo que se había perdido (San Mateo, XVIII, 11), y prometido no echar fuera al que
venga a él (San Juan, VI, 37). De suerte que, si queréis volver a él, aunque tarde, como los
obreros de la undécima hora en la parábola de los viñadores (San Mateo, XX, 6, 9), podrá
todavía recibiros. Considerando lo cual, este tribunal sentencia (concluyó solemnemente
Nicolás Trot) que seáis conducido al lugar de la ejecución y colgado por el cuello hasta que
sobrevenga la muerte.
El Mayor Stede Bonnet, habiendo escuchado con compunción el discurso del
Presidente de la Corte, fue ahorcado el mismo día, en Charles- town, reo de homicidio,
robo y piratería. 
MM. Burke & Hare

Asesinos
Mister William Burke se elevó de la condición más humilde a una fama eterna.
Nació en Irlanda y debutó en la vida como zapatero. Ejerció este oficio durante varios años
en Edimburgo, donde hizo amistad con Mister Haré, sobre el cual tuvo una gran influencia.
No cabe la menor duda de que, en la comandita de MM. Burke & Haré, la facultad
inventiva y simplificadora correspondió a Mr. Burke. Pero sus nombres son tan
inseparables en el arte como los de Beaumont y Fletcher, pongamos por caso. Juntos
vivieron, juntos trabajaron y juntos fue-ron apresados. Mr. Haré no protestó jamás contra el
favor popular que hubo de distinguir más particularmente a la persona de Mr. Burile. Un
tan perfecto desinterés no ha recibido su recompensa. Fue Mr. Burke quien legó su nombre
al procedimiento particularísimo que había de llevar a los dos colaboradores a las candilejas
de la celebridad. El monosílabo burke3 vivirá largo tiempo aún en boca de los hombres
mientras la persona de Haré habrá acabado de sumirse en el olvido injusto que aguarda a
los trabajadores modestos.
Mr. Burke parece haber puesto en su obra la fantasía de la isla verde en que naciera.
Su alma debió sin duda templarse en las narraciones y apólogos del folklore. Percíbese, en
su empresa, como un lejano relente de las Mil y una Noches. Semejante al califa andariego
errando por los jardines nocturnos de Bagdad, sintió la comezón de aventuras misteriosas,
de personajes enigmáticos y de extrañas historias. Semejante también al esclavo negro de la
gran cimitarra, no encontró más digna conclusión a la voluptuosidad que la muerte ajena.
Pero donde se advierte su originalidad anglosajona es en el partido práctico que logró sacar
de los vagares de su imaginación de celta. Cuando su goce artístico había terminado, ¿qué
es lo que hacía el esclavo negro con aquellos a quienes degollara? Con una barbarie
absolutamente árabe, los descuartizaba y conservaba las postas en salmuera. ¿Qué provecho
sacaba de ello? Ninguno, ya que no se atrevía a expenderlas, ni tenía el estómago lo
bastante sólido para consumirlas personalmente. Mr. Burke le fue infinitamente superior.
En cierto modo, Mr. Haré le sirvió de Dinarzada; pues, según parece, el poder de
invención de Mr. Burke hubo de sentirse especialmente estimulado por la presencia de su
amigo. La fertilidad de su imaginación les permitió alojar en una buhardilla las más
pomposas visiones y ensueños. Mr. Haré vivía en un aposento reducido, allá en el sexto
piso de un caserón de Edimburgo, habitado por empleados y rentistas modestos. Un canapé,
un gran cajón y unos pocos utensilios de tocador componían casi todo el ajuar. Sobre un
velador cojo, veíase una botella de whisky y tres vasos desportillados. Por regla general,
Mr. Burke no recibía más que una persona a la vez, y jamás la misma. No podía decirse que
se tratase de amigos íntimos, y apenas si, en realidad, pasaban de la categoría de recién
conocidos, pacíficos transeúntes, de temperamento afable, invitados a la vuelta de una
esquina, cuando la humedad y la melancolía del anochecer predisponen al diálogo y hacen
apetecible la absorción de un tónico reparador. Mr. Burke no era de elección fácil, y en
ocasiones se veía obligado a vagar por las calles largo rato, escrutando las fisonomías con
insaciable curiosidad. A veces, sin embargo, elegía al azar. En todo caso, siempre iniciaba
el coloquio con la exquisita cortesía que habría podido desplegar Harún-Al-Raschid. El
desconocido acababa por escalar los seis pisos del desván de Mr. Haré. Una vez en él, le era
cedido el canapé, como asiento más confortable, y se destapaba una botella de buen whisky
de Escocia. Mr. Burke le interrogaba infatigablemente acerca de su vida y milagros,

3
Monosílabo en la prosodia inglesa.
animándole a explayarse sobre los más triviales incidentes de su existencia. Mr. Burke era
un auditor realmente incansable; pero el relato era siempre interrumpido antes del alba por
Mr. Haré. El procedimiento de interrupción de Mr. Haré era invariablemente el mismo, y de
índole en extremo imperativa. Para interrumpir la narración, Mr. Haré acostumbraba pasar
al otro lado del canapé y aplicar sus dos manos sobre la boca del narrador. Al mismo
tiempo, Mr. Burke venía a sentarse sobre su tórax. En esta posición, ambos soñaban
inmóviles, durante algunos minutos, en el posible final de la historia, que ya no sabrían
nunca. De este modo, Mr. Burke y Mr. Haré pusieron punto final a muchas historias que
tampoco conocerá ya el mundo.
Una vez definitivamente suspendido el cuento, con el aliento del cuentista, MM.
Burke & Haré exploraban el misterio. Desnudando al descono- cido, examinaban
minuciosamente sus despojos, contaban su dinero, admiraban sus joyas, si las llevaba, y
leían con toda atención sus cartas, j Algunas de estas correspondencias no dejaban de tener
su interés. Luego, ponían a enfriar el cuerpo en el cajón grande mencionado anteriormente.
Y aquí Mr. Burke mostraba la capacidad práctica de su espíritu.
Importaba que el cadáver estuviese lo más fresco posible, pero no tan reciente que
aún permaneciese tibio, si es que se quería sacar de la aventura, además del placer, la
utilidad que correspondía.
En aquellos primeros años del siglo, los médicos estudiaban con pasión la anatomía;
pero, debido a los principios religiosos a la sazón predominantes, experimentaban grandes
dificultades para procurarse los cuerpos que la disección requería. Mr. Burke, con su
natural clarividencia, se había dado cuenta de aquella restricción impuesta a la ciencia por
el fanatismo, y había resuelto ponerle remedio, al menos en la medida de sus fuerzas. No se
sabe bien cómo, había trabado amistad con el venerable y sabio
Dr. Knox, profesor en la facultad de Edimburgo. Quizás Mr. Burke había seguido
algunos cursos públicos de Medicina, aunque indudablemente su imaginación le inclinaba
más hacia las aficiones artísticas. En todo caso, es seguro que hubo de prometer al Dr.
Knox el ayudarle a subsanar aquella limitación tan funesta al progreso de las ciencias. Por
su parte, el Dr. Knox se comprometió a remunerarle su trabajo. La tarifa iba disminuyendo
progresivamente desde los cuerpos de la gente moza hasta los cuerpos de los ancianos.
Éstos interesaban mediocremente al doctor Knox —en cuya opinión coincidía plenamente
con Mr. Burke— pues, por lo general, tenían menos imaginación. El Dr. Knox no tardó en
sobresalir y hacerse célebre entre todos sus colegas por su ciencia anatómica. MM. Burke
& Haré gozaron de la vida en dilettanti. Sin duda corresponde a esta época el período que
podríamos llamar clásico de su existencia.
Pero el genio inquieto y fecundo de Mr. Burke le arrastró pronto más allá de las
normas y reglas de aquella tragedia por él concebida y predeterminada, en que había
siempre una narración y un confidente. Mr. Burke evolucionó por sí solo (pues sería pueril
alegar influencia alguna de Mr. Haré) hacia una especie de romanticismo. No bastándole ya
el decorado del desván de Mr. Haré, inventó el procedimiento nocturno en medio de la
bruma. Los numerosos imitadores de Mr. Burke han empañado considerablemente la
originalidad de su manera. Pero he aquí la auténtica tradición del maestro.
La fecunda fantasía de Mr. Burke había acabado por cansarse de los relatos
eternamente semejantes de la experiencia humana. Jamás el resultado había correspondido
a su expectación, y constantemente se había sentido defraudado. Llegó al punto de no
interesarse ya sino en el aspecto real, para él siempre diverso, de la muerte. Localizó el
drama entero en el desenlace. La calidad de los actores se le importó ya un ardite. Los fue
recogiendo al azar, sin parar la atención en ellos. El accesorio único de su nuevo teatro era,
por otra parte, una máscara bien untada de pez por el reverso, lo que quitaba ya toda
importancia a la fisonomía que pudiera estar llamada a encubrir. Mr. Burke salía las noches
de niebla espesa, con la máscara en la mano. Mr. Haré, como es natural, le acompañaba.
Mr. Burke esperaba en una esquina al primer transeúnte; cuando éste iba a llegar a su
altura, echaba a andar delante de él y, a los pocos pasos, en el momento oportuno,
volviéndose bruscamente le aplicaba la máscara sobre el rostro. Inmediatamente, MM.
Burke & Haré se apoderaban, cada uno por un lado, del correspondiente brazo del actor. La
máscara forrada de pez presentaba la simplificación genial de ahogar a un tiempo los gritos
y la respiración. Además, era trágica. La bruma esfumaba los ademanes del papel. Algunos
actores parecían mimar la embriaguez. Terminada la escena, MM. Burke & Haré tomaban
un cab, en cuyo interior desvalijaban al individuo en cuestión; Mr. Haré se quedaba
estudiando los despojos, y Mr. Burke subía un cadáver fresco y en perfecto estado al Dr.
Knox.
Y aquí dejaremos, disintiendo en esto de la mayoría de los biógrafos, a MM. Burke
& Haré en la plenitud de su gloria. ¿A qué destruir un tan hermoso espectáculo
acompañándoles penosamente hasta el final de su carrera, revelando sus desfallecimientos y
sus decepciones? Mejor será evocarlos siempre tal como se nos aparecen en este momento,
vagando por las calles londinenses, en medio de la niebla, con su máscara letal en la mano.
Pues el final de sus vidas fue vulgar y semejante a tantos otros. Parece que uno de ellos fue
ahorcado y que el Dr. Knox tuvo que abandonar la facultad de Edimburgo. Mr. Burke no ha
dejado otras obras.
FIN

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