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BOLERO

DE PASIÓN
ANTOLOGÍA DE CUENTOS
EDICIONEZETINA
BOLERO DE PASIÓN
ANTOLOGÍA DE CUENTOS

DISTRIBUCIÓN ELECTRÓNICA GRATUITA

EDICIONESZETINA
COLECCIÓN DETONADORES UNO
CONTENIDO

Presentación Daniel Zetina 4

La escena del amor Ariel Alejo 7


La coronación María Gabriela Dumay 9
Capitulación José Manuel Ortiz Soto 12
Duelo Edith Esquivel Eguiguren 13
Mi mejor amiga Bernardo Monroy 15
La lluvia en mis ojos Paloma Bougeois Garrido 19
El último beso del abuelo Rocato 21
La vida en un recuerdo Víctor Marcos Hernández 23
Carnicera Coral Ochoa 25
Las tardes son mariposas Sebastián Guerra Soto 27
El mismo baile taciturno Jesús Toledo 29
El amor viaja en zapatillas azules Gabriela Zavaleta 31
Fiera Pablo MendozA 33
La mudanza del amor Efraín Riquelme Mastache 35
De camino a la costumbre Mónica Puyhol 37
Y reflejada tú Francisco Oliver 43
Correspondencia Andrés Galindo 47
El beso Lorena Aguilar 50

Besos robados Jorge del Moral 54


BESOS ROBADOS BESOS ROBADOS BESOS ROBADOS BESOS ROBADOS PRESENTACIÓN

Daniel Zetina

El mexicano Jorge del Moral (1900-1941)


compuso Besos robados, un bolero ro-
mántico, apasionado, cursi. Con base en
esta canción a finales de octubre de 2012
publiqué una Convocatoria exprés a tra-
vés de facebook para que los amigos de
EdicioneZetina escribieran un cuento entre
cien y trecientas palabras.
Recibí diferentes colaboraciones, aquí
incluidas, de autores de lo más diverso. En
casi todos los casos se cumplió la exten-
sión, excepto en dos caso, que consideré
pertinentes. Otro caso particular es el de
un cuento en verso.
Se trata de un ejercicio de motivación
a la escritura, promoción de la lectura y
búsqueda de lectores y de un paso aún
temeroso hacia el mundo del libro en so-

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porte virtual. Esta antología solo se distribuirá
electrónicamente a través de redes sociales y
correos electrónicos de forma gratuita.
¿Cuántos lectores tendrán estos cuentis-
tas? Lo ignoro y probablemente no haya un
medidor exacto para ello. Acaso contaremos
con la información de envíos de los autores y
la promoción hacia lectores potenciales, pero
una vez en la red global será imposible saber
cuántos usuarios descargarán el archivo PDF y
lo leerán. Espero que recibamos algunas opi-
niones de este experimento, el primero en su
tipo en los ocho años de EdicioneZetina.
Cada cuento expresa las obsesiones y esti-
lo de su autor, que en menos de una semana
redactó y dio el visto bueno a los cambios que
propuse en busca de la unidad de sentido.
Solo un texto no es resultado de esta convo-
catoria, se trata de “El beso” de Lorena Aguilar.
Decidí incluirlo porque el tema es afín y por su
calidad literaria.
Al final de la antología encontrarás la letra
de la canción que fungió como detonador, así
como un enlace con la exquisita interpretación
del tenor Rolando Villazón, quien entre otras

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cosas ha difundido composiciones mexicanas
a lo largo del mundo.
Debo aclarar que no se trata propiamente
de un libro digital, pues para lograr dicha de-
nominación haría falta un proceso diferente en
la edición y el soporte de la obra.
El tiempo nos dirá a dónde llegaron estos
cuentos y si despertaron en alguien el deseo
de dar o recibir besos robados, esos que “sa-
ben mejor”.

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La escena del amor

Ariel Alejo

Tres de la mañana. Hace un frío de la chingada


y estoy pensando tomarme un café en cuan-
to regrese a la oficina. Bajo de la camioneta,
abro la cajuela, saco camilla y sábanas blan-
cas. Pelayo ya está tomando fotos, hincado y
rascándose los huevos. Me dice “Está grueso,
cabrón, nomás asómate, pinche violencia”. Me
vale madre. Bajo por una vereda y encuentro
a Rosalinda, con el cubrebocas puesto y los ca-
bellos chinos desordenados. “Son cuatro, güey.
Y todos bien chavitos”. No entiendo una sola
palabra. Nunca le pongo atención. Siempre
me distraen las tetas balanceándose detrás de
su bata, los jeans ajustadísimos que frecuente-
mente dejan ver sus calzones y la rayita de sus
nalgas. “Que son cuatro, pendejo. Mira”. Y me
señala, con un dedito perfecto, los bultos que
están entre los huizaches. “Uno tiene el tiro de

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gracia, los demás están mutilados, no llevan
más de tres horas muertos”. La veo arquear
las cejas, sacar un escalpelo y dar una vuelta
sobre la pila de cadáveres. Huelo su perfume
cuando se detiene a mi lado. “Qué poca madre
¿no?”, dice con su voz ronca. Estoy de acuerdo.
Jamás la contradigo. La veo trabajar mientras
mi corazón late con fuerza. Es mi oportunidad.
Volteo hacia la carretera y no veo a Pelayo.
Abajo sólo nosotros. No seas puto, digo. Es
hora, ya, como vas, cabrón, llégale. Pero no le
digo nada. La situación exige otro acercamien-
to, de manera que la tomo de la mano, pego
su cuerpo al mío y le planto un besote chingón,
de esos que quitan el aliento. El cubrebocas no
es un obstáculo pues ella corresponde. Luego,
sin decir nada, me toma de la mano y contem-
pla el panorama. Yo pienso que en estos días,
cualquiera puede ser una escena de amor, in-
cluso donde hubo un crimen.

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La coronación

María Gabriela Dumay

Sería un día hermoso en Besotitlán, los prime-


ros rayos del sol se apresuraban a espantar las
sombras. Los ciudadanos se levantaban con-
tentos, varios se entusiasmaban pensando que
esa podría ser su jornada de gloria.
Como cada año, ese día se reunirían para
coronar al beso más importante, el más be-
llo, el más memorable. Todos los candidatos
se sentían merecedores del premio. Para cau-
sar una buena impresión vistieron sus mejores
galas. Habían sido nominados por sus admi-
radores y amigos y así, elegantemente atavia-
dos, se presentaron frente al jurado, un jurado
compuesto por los besos más antiguos, tanto
que ya se habían convertido en leyenda… ahí
estaban el triste beso de Judas que siempre
vestía de negro y nunca miraba a la cara, pero

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también el dulce beso del príncipe que desper-
tó a la Bella Durmiente.
Y por fin llegó la hora, los cuatro candidatos
fueron llamados uno a uno.
—¿Por qué crees merecer el premio? —le
preguntaron a un beso joven de sexo feme-
nino.
—Porque soy el beso más puro y más dicho-
so —respondió—, soy el primer beso que da
una madre al hijo recién nacido.
Los espectadores aplaudieron. Luego pasó
un beso masculino con cabellos largos y facha
de poeta.
—Yo —dijo— soy el beso ardiente y amo-
roso que se da a la mujer amada en el que se
entregan alma y corazón.
Nuevos aplausos, y otro beso femenino ocu-
pó el lugar frente al jurado, tenía el aspecto de
una mujer de mediana edad, delgada y frágil.
—Yo soy el beso que nunca se olvida, el úl-
timo beso que da una madre al hijo que ago-
niza.
Los espectadores aplaudieron, algunos te-
nían lágrimas en los ojos. Por último pasó un

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beso muy joven, parecía una muchachita que
recién dejaba la adolescencia.
—¿Y tú? —le preguntaron.
—No sé —respondió—, a mí me robaron.
Fue un muchacho el que puso sus labios sobre
los míos, así no más, sin preguntar, sin pedir
permiso. Al contacto de sus labios los míos se
abrieron, el mundo se llenó de música y colo-
res y un suave perfume de flores lo envolvió
todo. Pero sí… yo soy un beso robado…
Los presentes aplaudían de pie mientras el
presidente del jurado ponía una corona de flo-
res sobre la cabeza del beso sonrojado.

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Capitulación

José Manuel Ortiz Soto

Nunca la amé. Lo nuestro fue sexo, bueno o


malo según las circunstancias. Visto así, los
dos ganamos o los dos perdimos. Pero ella no
piensa lo mismo y adonde quiera que vaya ex-
hibe las facturas del amor que, dice, malgastó
conmigo. No sé ni qué decir. Durante el tiempo
que estuvimos juntos, nunca consideré sumar
orgasmos, dividir momentos compartidos den-
tro y fuera de la cama, multiplicar sonrisas ob-
sequiadas… ¿Y qué decir del dinero que gasté
en comidas, gasolina para el auto, alcohol y
habitaciones de paso? Reconozco que no quie-
ro confrontar la realidad vivida con los sueños
perdidos, pues vistos así, en pedazos, ninguno
de los dos somos nosotros. Y de los besos ro-
bados, gracias a Dios, ya no se acuerda.

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Duelo

Edith Esquivel Eguiguren

Todo estaba perdido, aunque los dos se siguie-


ran escribiendo cuentos y poemas. Pero ella no
se hacía a la idea de perderlo. Adoraba releer
sus poemas mentirosos y hacerle poemas so-
bre lo mentirosos que eran aquellos versos.
Ya por esos días él se paseaba con la nueva
novia, anunciando en los más recientes versos
que su relación había sido un niño muerto des-
de el principio. Ella estaba de acuerdo y quería
hacer el ritual mortuorio para aquel infante.
El lugar perfecto eran las tertulias literarias,
adonde él iba sin novia y donde el amorío pla-
tónico continuaba, pues en un duelo de poe-
mas que todos los asistentes conocían como
autobiográficos, habían entrado en la etapa de
reproches y desamor. Él leyó un poema acerca
de la ternura que le despertaban los zapatos

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gastados de ella y ella uno sobre el niño muer-
to que necesitaba entierro.
Con el eco de la última palabra del último
verso se acercó a él y, señalando la boca, le
dijo “Creo que tienes algo ahí, permíteme y te
lo quito”. Así logró que se pusiera a una altura
cómoda y le robó lo que tenía en los labios: un
beso húmedo. Después él la llamó por teléfo-
no una o dos veces, pero todo seguiría perdi-
do, porque esos besos son obras de arte que
no sirven para nada pero, cuando se recuer-
dan, la vida parece menos triste y el duelo por
los amores perdidos menos doloroso.

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Mi mejor amiga

Bernardo Monroy

Creo que todos los gays tenemos a una mejor


amiga, que nos cuenta su vida, sus más ínti-
mas confidencias y sus frustraciones, y como
a los dos nos gustan los hombres, sabemos
aconsejarnos mutuamente. El problema es
cuando esa amiga está muerta, es un alma en
pena que desfigura la cara de los hombres con
sus propias manos. Allí sí la situación cambia,
vamos.
Estoy frente a mi computadora, checando
las noticias del día. Todos los medios de la ciu-
dad y las redes sociales locales hablan de lo
mismo: es el décimo asesinato en lo que va de
la semana. Todas las víctimas son hombres de
entre dieciocho y treinta años, y los cadáve-
res presentan las mismas características: fue-
ron espantados hasta morir y les desfiguraron
sus rostros con sus propias manos. Al lado del

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cuerpo hay una grabadora, un ipod, una com-
putadora o un reproductor de MP3 reprodu-
ciendo Besos robados de Jorge del Moral. Se
especula desde crímenes del narcotráfico has-
ta de un asesino serial… nada más lejos de la
realidad.
Quisiera escribir en algún blog o en algún
comentario de Facebook la verdad, pero eso
sería delatar a mi mejor amiga, además de que
nadie me creería. ¿Si te digo que una leyenda
urbana asesinó a una persona no me enviarías
a un hospital psiquiátrico o me correrías de tu
casa a escobazos, como hace la típica señora
con el loquito de la colonia? Yo sí.
Laura era mi mejor amiga hace un año, has-
ta que fue violada y asesinada por su novio (ex
novio, a estas alturas). Encontraron su cadáver
en la carretera León-Lagos con heridas graves
en sus órganos sexuales. El velorio y el entierro
fueron terribles… pero más terrible fue que esa
misma noche me visitó su fantasma mientras
veía pornografía en la computadora. Estaba
completamente desnuda, tenía el cuerpo azul
y sangre seca en la entrepierna. De súbito, en
mi computadora se empezó a escuchar: “beso

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robado, beso de amor, bésame con un beso
robado porque son los que saben mejor…”
cosa que no me asombró, porque siempre le
gustó esa canción. En eso siempre diferimos,
yo como buen marica prefiero las que cantan
los de Glee. Laura me dijo que se iba a ven-
gar, y que sería nuestro pequeño secreto. Le
dije que de todos modos nadie me creería, y
que tenía que forjarse una buena imagen de
leyenda urbana.
Así somos todos los gays con nuestras ami-
gas: nos gusta ayudarlas a favorecer su ima-
gen: algunos las maquillan, otros les hacen
pedicure, hay quienes les enseñan reglas de
etiqueta… y yo, como buen fanático del géne-
ro de terror, le enseñé como convertirse en una
leyenda urbana digna de ser temida.
—Muy bien, Laurita, chula, vamos a ver,
muñeca: primero, la gente tiene que hablar de
ti, como en Lo prohibido, de Clive Barker (que
también es joto), el cuento en que se basaron
para hacer Candyman. Luego necesitas una
imagen aterradora, acá tipo Yamamura Sa-
dako en El aro de Koji Suzuki o Samara, que es
como se llama esa pinche zorra copiona en la

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versión gringa. Para terminar, vamos a incluirle
un toque mexicano, así que habrá referencias
a Jorge del Moral que tanto te gusta y a La
Llorona porque eres un alma en pena. Bueno,
hermosa, ya. Vete a espantar.
Y no es por presumir, pero las cosas salie-
ron a la perfección gracias a mis consejos y
mi buen gusto. El primero en morir fue su ex
novio, que terminó desollado y con su pene
en la boca. Los asesinatos sucedieron poco a
poco, todas las víctimas son esposos o novios
golpeadores. Por toda la ciudad se habla de
la leyenda urbana, ya que corrí rumores que
se expandieron como a pólvora… pero en le-
yenda se queda. Laura acaba de llegar a mi
habitación atravesando el muro. Arroja sobre
el teclado de mi laptop un par de ojos y labios
humanos.
—¡No mames, Laura! —susurro mientras
con mi antebrazo hago a un lado las partes hu-
manas—. ¡No hagas eso que es de mal gusto!
—Con este ya van once —dice.
Sin más sigo checando mi cuenta de Face-
book mientras Laura flota por mi habitación.
Es mi amiga y por lo tanto, no me espanta.

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La lluvia en mis ojos

Paloma Bougeois Garrido

Llovía, truenos y relámpagos iluminaban las


calles. Me encontraba completamente mojado,
mis zapatos parecían dos lagos, mis ropas
escurrían, mi mandíbula temblaba, el frío
me tenía entumido de pies a cabeza. Seguía
caminando bajo la lluvia, los autos me mojaban
aún más, pero todo eso no importaba. Yo estaba
feliz. Dos días atrás al fin había salido con
Julieta, la chica más asombrosa de la facultad.
Todo había resultado de maravilla.
Fuimos a comer y a dar un paseo por la plaza.
Ella suspiró tan lento y profundo que hizo que
nuestras miradas se perdieran en el fondo de
nuestros ojos, navegando por las aguas místicas
del alma, sin querer regresar a la realidad,
buscando algo, perdiéndonos en el otro. Nuestras
manos se entrelazaban y en nuestra mente surgía
una misma pregunta, una pregunta enamorada.

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Nos mirábamos fijamente, mientras nuestras
mentes se llenaban de dudas, de intrigas, de
deseos. En nuestros labios palpitaban preguntas
enamoradas, sólo deseaban decir amor. La
temperatura subía en tintes de fiebre de loca
pasión. Mis labios sintieron calor, ¡un beso
robado!
Ella me besó, un beso que se llevó, pero es
cierto que son los que más sabor le dan a esos
momentos.
—Bésame —le susurré al oído—, que al
besarme me has dejado un perfume de nardos
y un romance de amor.
Sólo quería que me siguiera besando. Besos
cuando muera la tarde, besos que juran amor,
besos que han hecho que mi pecho se agite
por tanta locura de amor.
Seguía lloviendo pero el recuerdo me
mantenía caliente. Me mojaba pero ya no me
importaba más eso. Sentí una mirada y solté
una carcajada.
—¿De qué te ríes? —dijo una voz a mis
espaldas, era ella, mi amada Julieta. En ese
momento paró de llover.

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El último beso del abuelo

Rocato

Resulta que Rolando Villazón, de México, y


Anna Netrebko, de Rusia, fueron considerados
hace unos dos que tres años como la mejor
pareja operística del planeta, un gran orgullo
para los mexicanos, pero con la pena de que
nadie se enteró. Y resulta que las dos cantan-
tes que más le han encantado al abuelo Ra-
fael, las únicas que su peso lo valen en oro,
fueron y han sido Lucha Reyes y María Grever,
las demás no valen ni un cacahuate, decía una
y otra vez. Y también resulta que la canción
que más le ha enloquecido al Viejo, como le
dice mi papá José María al abuelo Rafael, es
precisamente la de Besos robados de Jorge del
Moral, compositor más que olvidado. Y para
celebrar los noventa años del abuelo Rafael se
me ocurrió llevarlo a escuchar al más grande
tenor mexicano, el mismísimo Villazón, a un

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teatro que está en la colonia Roma, en la calle
de Puebla, a media cuadra de la famosa Romi-
ta. Abrió el telón con Júrame, y todo era fue un
gran deleite para el Viejo que parecía por de-
más extasiado, muy excitado, cercano al clímax
total, como dicen algunos sexólogos, cuando
el propio gran cantante anunció Besos robados
y que comienza con aquello de “Un suspiro,
una mirada…” Todo iba de perlas, cuando es-
cucho algo parecido a un suspiro junto con dos
palabras que después pude entender. Automá-
ticamente volteo a ver al abuelo Rafael, que se
toca en ese momento el pecho y deja escapar,
musita, pues, “María Grever”. Así concluyó sus
días mi amado abuelo Rafael, dedicándole su
último suspiro a su querida y venerada cantan-
te, hace precisamente hoy dos años, por eso
repito tanto esa canción.

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La vida en un recuerdo

Víctor Marcos Hernández

Esa mañana prepara su café con dos cuchara-


das de azúcar. Escucha aquella canción que le
trae recuerdos. Lee su periódico y como siem-
pre encierra las palabras que más le gustan.
Se detiene en una nota que comenta:
—Cuánto ha subido el litro de gasolina,
¿verdad amor? Lo bueno que nunca compra-
mos carro.
Prosigue su lectura pero regresa al tema:
—Claro, con esa mirada ya sé lo que estás
pensando, no tienes que decir nada: Si hubiera
tenido carro jamás te habría conocido. ¡Quién
iba a decir que nos veríamos por primera vez
en la parada del camión!
Corta otro pedazo de panque, da otro sorbo
al café y encierra otra palabra, siempre con la
sensación de que su mujer lo mira fijamente:

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—¿Cuánto tiempo salimos antes de que
nos diéramos el primer beso? ¿Cuatro meses?
Bueno, era joven e inexperto: ¡ya discúlpame!
¡Siempre con la misma historia de que me tar-
dé mucho! Pero no podrás negar que la espera
hizo que ese fuera el mejor beso de todos.
Termina su café y el panque. Mira fijamente
por la ventana el reflejo de su mujer:
—No me di cuenta cuán enamorado estaba
de ti hasta esa tarde. Éramos dos jovencitos
que amaban por primera vez y en el corazón
del árbol no podían faltar las iniciales entre-
lazadas. Fue cuando te entregué la flor que
llevaba, ¿recuerdas?… ¡Te tuve que robar el
beso, si no jamás me habrías dejado dártelo!
Luego miró que el reflejo en la ventana se
iba borrando mientras la canción terminaba
con aquellas palabras: “que tus besos me han
hecho/ que se agite en mi pecho/ con locura
el amor”. Ahora sólo podía robarle un beso en
el recuerdo, donde ella permanecía tan viva y
tan muerta.

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Carnicera

Coral Ochoa

¿Qué hago ahora con el corazón que llevo en


el pecho?, este cuerpo que tengo entre los bra-
zos, carne caliente sobre el mostrador, él me
miraba desde chiquilla… nunca le importó mi
mandil lleno de sangre o los collares de híga-
dos que hacía para jugar con los gatos, que no
fuera a la escuela y supiera manejar un cuchil-
lo mejor que él, nunca le importó… mostraba
su lista, me miraba tiernamente y rozaba mi
mano con su índice.
Mi abuela me levantaba cada mañana de
domingo para besar a las gallinas, puercos,
vacas y demás animales que se ofrecerían ese
día en la carnicería del pueblo. Abrazaba a los
animales, calientitos del alba y me los acurru-
caba contra el pecho. Mi abuela me indicaba
con un cerrar de ojos y yo los besaba… veía

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como caían lentamente al piso. Mi abuelita ex-
clamaba con aquella voz dulce, pero firme
—Así no sufren.
Nunca besé a nadie más que a mis abuelos.
Ellos con pañuelo en mano permitían que cada
noche les diera un beso, después limpiaban su
mejilla con éter y alcanfor. Vi por mucho tiem-
po a mi abuela con una roncha enorme en su
mejilla que comenzó a gangrenar con la edad,
pero siempre optimista me decía:
—Alguien será tu antídoto, mi niña.
Con mi abuelo era diferente
—Muchacha del demonio, ve a darle un
beso a la muerte para que nunca me lleve —yo
me reía mucho, hasta que me pidieron que me
despidiera de ellos, que ya estaba buenecita y
sabía perfectamente el negocio de la familia.
Los besé suavemente y esperé a que cerraran
los ojos, mis viejos.
Yo sabía que llevaba la muerte en los labios,
tú ignorante… sólo querías robarme un beso…
nunca besé a nadie más después de ti, sangre
caliente y somos dos.

26
Las tardes son mariposas

Sebastián Guerra Soto

Cuajada de nubes, la tarde caía detrás del cris-


tal. Nardo se enjuagaba las manos antes de
limpiar las mesas del café. Había en el aire un
olor angustioso, como si un racimo de desti-
nos soltados al aire hubiera sido regado por
la ciudad. Nardo esperaba recoger el destino
siempre anhelado. Sobre la última mesa que
quedaba por limpiar se alegró de encontrar
un libro olvidado. Un libro de poemas con el
nombre de Francisco Hernández en la porta-
da. Brincó de felicidad: ¿quién habría ojeado
sus páginas? ¿Será acaso que aquella tarde
sería diferente? Abrió la tapa y en la prime-
ra página escribió un fragmento de un poe-
ma de Elsa Cross: “¿Dónde estás ahora, esta
primavera tarde que pienso en ti?” Más abajo
puso su nombre y su teléfono, no fuera a per-
derse nuevamente. Como un conjuro, el tin-

27
tinear de la puerta anunció la presencia de un
joven. Se sentó en la mesa más cercana a la
barra y pidió un americano. El choco miró a
Nardo, ella se mordió el labio. Por accidente
dejó caer un beso en la taza de café. Entregó
el americano a su chico, le mordiscó la mirada
con los ojos. Al probarlo él se quemó los labios,
Nardo sonrió, ambos sonrieron. Afuera, la voz
de Rolando Villazón se abrazaba a la noche
cantando Besos robados. El chico se levantó y
preguntó por un libro de Francisco Hernández
que había olvidado por la tarde. Nardo sin-
tió una ligera melancolía al desprenderse de
aquellos poemas. El chico sonrió y abandonó
el café. Tras cerrar el local, Nardo corrió a su
casa. Al llegar, escuchó que el teléfono sona-
ba. Se apresuró a abrir, llegó hasta él, suspiró
hondo antes de levantar el auricular. La tarde
todavía revoloteaba en su estómago.

28
El mismo baile taciturno

Jesús Toledo

Siempre has sido mi pareja de baile favorita…


¿Te he dicho lo mucho que me gusta tu cabello
negro? Creo que sí, no lo recuerdo muy bien.
De no ser así, quiero decírtelo ahora. Pero, no
sólo me enloquece eso de ti, sino también la
suavidad de tus manos, la templanza de tus
ojos y sobre todo lo que más disfruto de vos
son esos labios que provocan besos robados,
imprevistos y varados en el tiempo. Bésame
y por favor trata junto conmigo de formar un
solo ser… ¿Sabes? Mi pecho al verte parecie-
ra que va a reventar. En esta tarde, amor, en-
vuélveme en tus brazos y no me sueltes como
siempre. ¿Por qué lo haces, por qué te vas?
No importa, tan sólo quiero que me digas algo
pues tu silencio me asfixia. Te extraño… quiero
confesarte que he perdido la noción tempo-
ral, no sé qué hago aquí: entre muros y tejidos

29
blancos, barrotes gruesos y rayos de sol agoni-
zantes que traspasan la ventana. ¿Qué cosas
digo?... Perdóname… sí, perdóname por lo del
automóvil. Era de noche y las luces del otro
vehículo entorpecieron mi visión y así fue que
terminamos bañados de sangre en aquel cam-
po. Róbame un beso, róbame, llévate mi vida
y conduce mi alma junto a la tuya, sácame de
este encierro porque en cuanto te marches la
locura volverá a dominarme. ¡Contéstame!
¡No! No pongas esa cara, no te vayas, no me
dejes en este naufragio de tinieblas una vez
más, continuemos bailando… no permitas que
esta tarde muera sin mí.

30
El amor viaja en zapatillas azules

Gabriela Zavaleta

Ella estaba de espaldas, su lacio cabello caía


sobre sus estrechos hombros, tenía puesto un
vestido de un color que nadie recuerda. Cami-
naba por la vereda del parque paseando toda
su belleza en unas zapatillas azules. Moría la
tarde. El hombre desaliñado que la observaba
desde el otro lado del parque se acercó a ella.
Sin pensar, la tomó por la cintura y de un jalón
fundió su boca con la de ella, que no lo recha-
zó, puesto que su aliento le inflamó de amor el
corazón. Separándolo de sí se abrió el pecho
diciéndole:
—Tengo una historia llena de besos robados
y vendidos, de caricias podridas y de heridas.
Él la tomo de la mano y le dijo al oído:
—No sé quién eres ni cómo te llamas ni me
importa, solo vámonos hacia donde sea —y se
encaminaron hacia los callejones.

31
Abordaron un cochecito. Dentro, él dice:
—Soy Fabián y ¿tu?
Ella mordiéndose los labios le contesta entre
dientes:
—Regina —luego encendió la radio y un ci-
garro.
Sonaba una canción, ella tarareaba “Bésa-
me con un beso robado porque son los que
saben mejor”. Él obedeció al canto, se giró ha-
cia ella y la beso con loca pasión. La fiebre
del amor invadió el ambiente. Fabián perdió la
noción y el equilibrio, entre sus manos la tenía
a ella, la radio decía “Bésame que al besarme
has dejado un perfume de nardos y un roman-
ce de amor”. Ese perfume que dicen acompa-
ña a la muerte los llevó al abismo. Nadie supo
del amor que viajaba en zapatillas azules. Y
allá a donde van los que se aman sonará eter-
namente Besos robados en la voz de Regina y
Rolando Villazón.

32
Fiera

Pablo MendozA

A las fieras que no he soltado

¡Claro que tengo un plan!: robarle un beso,


dicen que son los que mejor saben. Sucedió
en aquel extraño ocaso, nunca se supo si mo-
ría la tarde o nacía la noche. Recordaba. Esa
pasión que por ella sentía se había tornado en
enfermedad exigiendo pronta cura. Ese beso
sería el fármaco aliviador… perdía la cordura.
Trabajaba ella en la vieja y única botica del
barrio. Con el pretexto de verla ya se había
inventado toda clase de malestares. Ella la
guardiana de su salud, él un hipocondriaco
más, idealizaba. Tendrá que ser contundente,
rápido, pero mortal. Hacía planes. Un beso es
un animal vivo, uno salvaje en mi caso, es me-
nester soltarle las cadenas o ese cautiverio me
hará trizas el corazón. Un beso a la medida.

33
Se desesperaba. Es el momento, si responde
este beso será mía toda la vida, si no toda la
vida pensaré en ella. Se imponía condenas. El
ocaso trajo consigo espesa neblina casi pal-
pable, perfumada suavemente de esperanza y
azares. Esperaba recargado en la pared, me-
tros adentro de la bocacalle. El barrio quieto.
Se rompió la quietud por los apresurados pa-
sos que ella daba. Aquel beso convertido en
fiera acechaba. La única jaula era la espera.
Se impacientaba. Inmóvil permanecía, ella pa-
saba. Olvidando toda caballerosidad, la hizo
volverse de un suave tirón de uno sus hom-
bros. Saliva tragó. Se miraron, reflejándose en
las pupilas. Ardió el mundo, desató cadenas:
“Señorita, explíqueme todas las cosas, lo que
somos y lo que seremos, en un beso que sea
eterno”. No esperó respuesta, pego sus labios
a los suyos. Los forcejeos cedieren, las uñas
dejaron de clavarse en el pecho de él. Solos en
el mundo. Dos fieras en tregua. Duró minutos,
horas, días, no se sabe. Se separaron. Silencio. 
Afirmaba: es verdad, saben mejor los besos ro-
bados... un segundo antes de una contundente
y bien puesta bofetada. Se sobaba.

34
La mudanza del amor

Efraín Riquelme Mastache

A Yolanda, la chica casi ciega de gruesos len-


tes, que no olvidaba el beso de Galindo a los
dieciséis, aunque muy en el fondo supiera
que aquello había sido una broma cruel, no
le importaba que fuera un muchacho burlón
y no hubiera cambiado en los siguientes diez
años, ella seguía enamorada de su olor y de
su voz, lo buscaba en el cine, en la plaza, y en
las fiestas, preguntaba por él en cada oportu-
nidad, había pensado a diario en él. Un jue-
ves de agosto caminaba como en estampa
antigua por las banquetas del zócalo cuando
se lo dijeron: Galindo se casaría ese día con
otra mujer. Eso le destrozó el corazón. Enton-
ces empezó a buscar su perfume en todos los
lugares, pero apenas lo imitó pobremente con
flores y esencias. Seguía sin su voz, la voz que
la había enamorado antes del beso. Yolanda

35
caminaba cerca de un teatro cuando escuchó
la música, bella música que no reconocía, Ro-
lando Villazón cantaba Besos robados. Se dio
cuenta de que por fin había encontrado la voz,
y más aún, con una canción que definía su his-
toria, “Beso robado, beso de amor”, escuchó y
se olvidó del perfume. “Bésame, que al besar-
me has dejado un perfume de nardos y un ro-
mance de amor”, decía la canción. Ahora sólo
le importaba la voz que cantaba aquella her-
mosa melodía que ahora era suya. Bailó sobre
la banqueta, con la gracia de las mariposas en
primavera, la canción que ya nunca dejó de
sonar.

36
De camino a la costumbre

Mónica Puyhol

Tengo sesenta y nueve años. El miércoles fui


al mercado. Hace cinco años que tengo que
hacer mis compras, cocinar mi comida y llevar
mi ropa a la lavandería. Hace nueve años que
no uso un puto traje. He perdido la costumbre.
Mi mujer falleció. Concha la asistenta también.
No tuve hijos. Sólo me queda un sobrino que
vive al borde del abismo en una meseta Tibe-
tana de Ladakh, en Cachemira. Vino a Méxi-
co hace dos años y me invitó a ir a vivir con
él. Qué chingados voy a hacer yo trepado en
aquellos cerros. Le dije que lo pensaría. Que-
dó de llamarme cada mes. Nunca lo ha hecho.
Compré un kilo de jitomates (tienen vitamina
C que evita la moquera), medio kilo de bistec
(de res, por supuesto, el puerco tiene muchas
toxinas) y una penca de plátanos (tienen potasio
y ayudan a que el corazón no se me espachurre

37
demasiado). Caminaba de regreso al departa-
mento. Miraba las copas de los fresnos cente-
narios de Coyoacán y el aletear de las cócoras
cuando desde el alféizar de una desvencijada
ventana una jovencita de melena caracoleada
me llamó con el dedo índice. ¿Es a mí?
Eché una mirada alrededor para cerciorar-
me. Había un montón de personas yendo y vi-
niendo. Me detuve, limpié con una de las ori-
llas de mi chaleco los anteojos grasientos. Me
los puse. Di vuelta hacia el mercado fingiendo
que me iba. Más adelante di la vuelta otra vez
y pasé de nuevo frente a la ventana. Lo mismo:
la chica me llamaba. ¿Entonces?, ¡es a mí!
Su dedo no dejaba de encogerse hacia ella.
No parecía estar en peligro. ¿Se quedaría en-
cerrada? ¿Necesitará algo? ¡Uf!, otra vez el
dedo. Crucé la pinche avenida con esta ciática
de mierda que me tiene caminando lerdo des-
de hace meses.
Sosiégate, hombre, no pasa nada… no ren-
quees ahora, cuida tu porte. Allá voy. Primero
muerto que dejar de ser caballero. Pero, ¿qué
carajos dices?, la niña debe necesitar algo no
a “alguien”. ¿Me lavé la boca? Luego se me

38
olvida hasta tomar el titipuchal de pastillas que
me recomienda el médico. Sí, sí me la lavé
mientras veía las noticias. ¿Me puse loción?
¡Puta! ¡Cuidado con el auto! ¡Cabrón!, ¿qué no
ves que estoy pasando? Y todavía este zoquete
me llama anciano… ¡Anciana, tu puta madre!
Creo que no me puse loción. Clara tenía que
recordármelo todos los días antes de salir al
trabajo. Qué chingados me iba a poner loción
hoy si nada más venía al mercado y después,
como todos los días, a estar encerrado en mi
casa. Ah, pero eso sí, me bañé. Bañado como
Dios manda y con zapatos viejos pero lustro-
sos. ¿Sigue ahí la niña? Sí, con todo y dedo.
Cómo lo mueve… ¡Qué insistente, madre mía!
Ya voy, niña, ya llego. Una bolsa se rompió.
¡Los plátanos ya se me cayeron! No me voy a
detener ahora. Que los aplasten, total, luego
compro más.
El hombre logró cruzar la maléfica avenida.
Detuvo su marcha frente al pórtico azul. La al-
daba de latón con forma de mano descansaba
sobre un rosetón en medio de la puerta apoli-
llada de madera. El olor a orines de gato detuvo
su trote. ¿Qué haces aquí, Manuel? Pues no lo

39
sé… Igual y hasta una obra de caridad. Siguió
hasta la escalera al centro de la vecindad. Subió
con el mismo miedo y delirio con el que antes
subía a visitar a chamacas que besuqueaba y
toqueteaba mientras estaban solas en sus ca-
sas. A buena hora se me cayeron los plátanos.
El potasio me vendría bien en este momento.
Siento que el corazón va a reventarme.
Caminó tocando puertas, nadie contestó.
Halló la última: estaba abierta. La luz del me-
dio día como un hachazo trozaba en franjas la
pequeña estancia. Detrás del manto blancuzco
donde flotaban pequeñísimas galaxias de pol-
vo estaba ella, burilando sin piedad el paisaje.
¡Desnuda, totalmente desnuda!
Su pequeño cuerpo era una gota de leche
en los ojos de Manuel y en la punta de su len-
gua que dejaba de ser páramo para volver-
se púa. A tres metros, el hombre podía oler lo
que hacía años no olfateaba. Vellos escasos y
castaños lo invitaban a entrar hasta el fondo.
Sus pechos de valquiria, investidos por cerezas
esponjadas y purpúreas, subían y bajaban im-
pacientes, y su boca… húmeda puerta de sor-
bos de locura.

40
¡Vámonos, Manuel, debe estar loca! Pero,
¿cómo loca?, si es una niña. Entonces el loco
eres tú. ¡Vámonos que puede venir alguien!
Además, ¿qué puedes hacer con ella? Un si-
lencio le subió por las piernas. La chiquilla
cruzó la cascada de fosforescencias solares y
Manuel tragó un enorme y erizado agüero.
Sobre su boca sintió el beso largo, lenguoso
y pluvial de la joven amazona. El viejo, bauti-
zado con las gotas escasas de un semen que
había muerto con el tiempo, abrazó a la mu-
chacha de arriba abajo, de abajo a arriba, con
ese temblor de niño que se le quedó dentro.
Como quien da una profunda calada al ciga-
rro, aspiró el perfume de mujer que a la niña
le escurría por el cuerpo y por el higo almiba-
rado de su sexo. Los dedos artríticos de Manuel
con dificultad irguieron su forma para volverse
estiletes y hendir las carnes blandas y cerradas
de la adolescente.
Con el primer chillido el hombre abrió los
ojos. El rugido anciano de una mujer postrada
en un colchón amarillento se escapó del cuar-
to contiguo: “Ya estás otra vez con tus cosas,
chamaca. ¡Qué castigo el mío de haber reco-

41
gido a una retrasada!” Las manos de Manuel
retrajeron sus dedos de la gruta donde nada-
ban, soltó a la chica. Ella con ojos dormilones
y extraviados le sonrió. Manuel, fiel a su cos-
tumbre, salió huyendo de aquella casa y hasta
la ciática olvidó.
Quiso esconderse del mundo y de sí mismo.
Largo rato callejeó por desconocidas serpien-
tes pavimentadas. Se recompuso. Sonreía ne-
gando con la cabeza. Pensó en voz alta: ¡Claro
que sí, carajo!, ¡me la puse!, ¡cómo chingados
no!, ¡la loción!, ¡claro que me la puse! Lue-
go volvió al mercado. Repuso los plátanos
que perdió de camino a sus costumbres… a la
aventura empapada y pelirroja que le dejó sus
manos con olor y sabor a sangre nueva.

42
Y reflejada tú

Francisco Oliver

Era un poste
jodido
donde tres tipos se mataron
al estamparse de briagos
tapizado con esos
carteles de bailes
tejido de alambres y
lazos pa días de tianguis
los cables chillaban
cuando la hielera
comenzaba turno
la gente pasaba rezando
por todo lo que
en la cuadra había.

Era un poste jodido


y recargada tú

43
Eran zapatos
muy chicos
con correas y hebilla
que se enredaban
a la pantorrilla
pisaban basura
tiritaban frió
y uno de ellos presumía
tapas y suela
buenas y nuevas
para que anduvieran
alfombras y pisos
de los marmoleados
de los que rechinan
eran zapatos muy chicos
y adentro tú

Era un vestido
barato
cortado por la buena mano
de doña Gertrudis
no brillaba ni
hacia ningún gesto
la lentejuela
zurcida al pecho

44
se encargaba de esto
ya tenía más
puestas que el bolso
que dice Chanel
sin pagar impuestos
eso si combinaba
con el poste.
Y lo que traías puesto
era un vestido barato
y abajo tu

Era una noche


de briagos
perdidos en calles
buscando desvelos
repleta de bares
Buscando carteras
abiertas pa todos
oscura y creída
de que tenía vida
por mugres anuncios
que alumbran entradas
cerca de tu poste que desde
aquel choque conoció
penumbra que

45
a ti te cobija
era una noche
de briagos
y afuera tú.

Eran unos ojos


llorados
que sabían lo que era
una noche más fría
con una silla vacía
se caían de viejos más
viejos que tu alma
vieron cómo te miraban
y vieron como los mirabas
con dos parpadeos
y se dieron tiempo
de buscar tu sombra
que da el carro nuevo
que no llevaban prisa
de levantar a Nadia
eran unos ojos llorados
y reflejada tú.

46
Correspondencia

Andrés Galindo

Hace tiempo que he querido contar esta histo-


ria. Algún investigador explicará en un posible
futuro que no había querido referir la presente a
causa de un pudor que, debo aclarar, es infun-
dado.Tendría yo tres años de edad cuando Ra-
fael Serrano, mi padre, desapareció una noche
de 1985. Crecí oyendo a mi madre contar las
historias de locura y suicidio que poblaban las
anécdotas de mi familia. Muchos años después,
ya mayor, encontré una extraña carta dirigida a
mi padre, era breve e incluía un epígrafe:

Bésame con un beso robado,


porque son los que saben mejor.

Amor, sé que debido al tiempo y al espacio


que nos separan nuestro encuentro se segui-
rá postergando todavía más. No sabes cuán
amarga y triste me resulta nuestra separación,

47
apenas diluida por el constante flujo de nuestra
correspondencia.
Tengo tantas cosas que me gustaría com-
partir contigo. Me gustaría enseñarte el nuevo
gramófono Stromberg Carlson. Pasaríamos
alguna tarde degustando un Créme Brûlèe…
Son tantas cosas las que me gustaría ha-
cer contigo. Quisiera escucharte, sentirte y…
Recuerda que siempre seré tuya, que estaré
esperándote.
Eugenia Franco
Ciudad de México, 1940

El avispado lector desconfiará de las fechas.


Tras fatigar a mi madre con constantes inte-
rrogatorios, al fin supe que mi padre nació en
1955, es decir, quince años después de la fe-
cha de la extraña misiva. En el sobre amari-
llento todavía se alcanzaba a leer la dirección
del remitente: Calle Soledades 1909, Centro,
Ciudad de México.
Me dirigí al lugar, era un edificio viejo y su-
cio. Llamé un par de veces a una puerta de
madera que terminó abriéndose sola. Curioso,
entré. Después de un pequeño patio con una

48
fuente, como en muchas construcciones de la
época, había un patio mayor.
A pesar de ser un patio gris, pobre y car-
comido por el tiempo, el ambiente estaba pe-
netrado por un fuerte olor a nardos. Apenas
crucé el umbral de lo que me pareció la ha-
bitación principal comenzó a escucharse una
vieja melodía. Entonces me perdí como en un
laberinto de polvo, de tiempo y soledad.
Pasadas mis divagaciones, salí corriendo del
antiguo edificio. Todo parecía haber cambia-
do, los hombres todos iban con traje y som-
brero, las mujeres llevaban largos vestidos an-
ticuados. Me llamó la atención una mujer con
vestido rojo que era cuestionada por un grupo
de gendarmes. Vi pasar un Ford 1940.
Me sentía perdido y desconcertado. Busqué
un lugar para sentarme. A una cuadra de ahí
encontré un pequeño café con sillas sobre la
acera. Me senté y comencé a escribir.

Andrés Galindo
Ciudad de México, 1940, 2012

49
El beso

Lorena Aguilar

Y la muerte no tendrá dominio.


Aunque las gaviotas no griten más en su oído
Ni las olas estallen ruidosas en las costas;
Aunque no broten flores donde antes brotaron ni levanten
Ya más la cabeza al golpe de la lluvia;
Aunque estén locos y muertos como clavos,
Las cabezas de los cadáveres martillearan margaritas;
Se romperán al sol hasta que el sol se rompa,
Y la muerte no tendrá dominio.
Dylan Thomas

Cuando el halo de fuego se ahogó entre las


aguas dejando una estela de sangre en el
horizonte, el pueblo de Tal salió de cacería.
Cada hombre con su antorcha, machete, pala
o tridente se amontonaba en la fila, dispuesto
a vengar el ultraje que se tendió como niebla
sobre las casas que duermen arrulladas por
olas. El párroco iba al frente, marchando
como a pulso de tambores sin más arma que

50
una Biblia; murmuraba el pasaje sobre la
destrucción de Sodoma y Gomorra, mientras
la plebe bufaba entre sudores fríos.
Apenas la moneda plateada se abrió paso
entre las nubes con su rostro de virgen y
máscara de loca, los furores se acrecentaron
al impacto de una puerta. La madera hecha
astillas cedió paso al crucifijo y el machete que
arrancaron de su lecho a un hombre desnudo.
¿Quién sería el incauto que intentara
enseñar algo a la gente de Tal?, ¿quién tan
soberbio de evidenciar su ignorancia?, ¿quién
pudiera robar besos a la sombra y dormir con
el espíritu en calma? Para la comunidad estaba
claro: sólo el mismísimo demonio.
Los hombres lo tocaron (pero no del modo
en que lo haría su amante), todos lo tocaron
sin los dedos sensibles. Lo tocaron con los
puños, con la uñas y los hierros. Le extirparon
los miembros y las entrañas, le desgarraron
el corazón, pero no pudieron desgarrar sus
devociones; le arrancaron la cabeza, pero no
pudieron arrancar sus pensamientos. Alguno
se ocupó de poner los restos en un cesto y la
tierra se bebió la sangre por cubrir el rastro.

51
Reanudaron la marcha con los zapatos
lodosos y las manos mojadas. Reconocieron su
destino cuando el gusto se les llenó de azúcar
y envolvió su olfato el aroma de pan recién
horneado.
Él estaba de espaldas al mostrador cuando
la turba se abalanzó dentro de la tienda, como
lo hiciera cada domingo por la noche con el
fin de alcanzar los últimos panquecillos para
la merienda.
—Ya estoy cerrando —dijo mientras apagaba
el fogón, y le tomó unos segundos notar que no
era miel, sino un dejo amargo lo que buscaban
esa noche.
Todo hombre lo penetró sin hombría, lo
tomaron con espátulas y cuchillos hasta saciar
sus ansias, le cortaron la cabeza y la pusieron
con la de su amante para izarlas sobre una
pica al centro de la plaza.
Cuando el primer gallo entonó su réquiem,
aún brillaban las estrellas lacrimosas, sin
embargo, todo el pueblo se reunió en la plaza
para atestiguar el final de los depravados.
Un joven se dispuso a clavar la primera
cabeza, pero cuando la sacó del cesto sintió

52
asco: estaba asida a la otra por los labios. La
gente miró desconcertada. Otro hombre se
ofreció a separarlas, pero por más que jalaba no
lograba desunirlas… Eran Salomé y Jokanaan
uno y otro, presos del beso necrófilo, exquisito.
Varios intentos fracasaron y al dies irae
del segundo gallo, un aura cálida invadió el
ambiente oprimiendo los pechos, evidenciando
el crimen. De entre la multitud surgió una voz
quebradiza:
—Paren el forcejeo, por piedad, ¡deténganse!
—Y la muchedumbre confundida pareció estar
de acuerdo.
El pueblo de Tal concedió esta última
complicidad a dos cabezas, este breve deleite
póstumo, y las arrojaron a la primera luz donde
la marea es alta, para que la sal limpiara su
conciencia.

53
BESOS ROBADOS BESOS ROBADOS BESOS ROBADOS BESOS ROBADOS BESOS ROBADOS

Jorge del Moral

Un suspiro
una mirada
dos manos que enlazadas están

Una pregunta enamorada


los labios solamente amor dirán

Y en una fiebre de loca pasión


un beso ardiente mi boca sintió

Beso robado
Beso de amor

Bésame con un beso robado


porque son los que saben mejor

Bésame que al besarme has dejado


un perfume de nardos
y un romance de amor

Bésame cuando muera la tarde

Bésame si me juras amor

Bésame, que tus besos me han hecho


que se agite en mi pecho
con locura el amor...

54
La canción Besos robados, en la interpretación de Ro-
lando Villazón, incluida en su álbum “México”, editado
por Gramophone, puede escucharse en:

www.youtube.com/watch?v=YI4xGzRNFUo
Edición única • Noviembre de 2012

©
Ariel Alejo, María Gabriela Dumay, José Manuel Ortiz Soto,
Edith Esquivel Eguiguren, Bernardo Monroy, Paloma Bougeois
Garrido, Rocato, Víctor Marcos Hernández, Coral Ochoa, Se-
bastián Guerra Soto, Jesús Toledo, Gabriela Zavaleta, Pablo
MendozA, Efraín Riquelme Mastache, Mónica Puyhol, Francis-
co Oliver, Andrés Galindo, Lorena Aguilar
©
EdicioneZetina, diseño editorial

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tores, quienes son responsables de la originalidad de su obra.
No pueden reproducirse sin la autorización de los mismos.

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BOLERO DE PASIÓN
ANTOLOGÍA DE CUENTOS
Se editó el 12 de noviembre de 2012
cuando se cumple el aniversario número 361
del nacimiento de Sor Juana Inés de la Cruz
Se aprovechó la tipografía Futura Md BT
Los folios se compusieron en 12 pts
Alabado sea el cuento virtual

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