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Fascinación.
De un tiempo a la fecha he notado que me fascina la gente joven. Se trate de
chicos o chicas, mi admiración es asexual. El solo mirarlos me causa un placer
irremplazable. Sus movimientos, gestos, esa fingida indiferencia ante todos y
todo. Me gusta disfrutar de sus facciones, su piel lozana y fresca, los labios
ligeramente humedecidos por la lengua. Tan perfectos, bellos y encantadores.
Yo solo mirando, sin moverme, sosteniendo la respiración ante la maravilla.
Como las alas de una preciosa mariposa aleteando delante de mis ojos en cámara
lenta.
En particular, me gusta más aún cuando los miro y ellos vagan por el mundo sin
saber lo hermosos que son, y lo son por muchas razones, una, mi favorita,
quizás, es que lo son por toda esa juventud que cargan como si se tratase de cualquier cosa, toda esa energía.
Sin darle casi ninguna importancia.
Como un pañuelo mal guardado en el bolsillo trasero del pantalón, la mitad de fuera, esperando a que algún
extraño en un descuido te lo saque sin darte cuenta. De un jalón.
Si, de un tiempo a la fecha los prefiero jóvenes, se trate de chicos o chicas.
Me fascina mirarlos. Estén vivos o muertos.
Tú como yo.
De la mano todo el día Daniela y Ana corrían por el patio y el interior de la gran
casona. La niña llenaba de constantes mimos a su muñeca de trapo, su padre recién
la había traído de su último viaje. Con pedazos de telas finas que sobraban de la
hechura de sus propios vestidos, la niña confeccionaba en pequeño una réplica para
su compañera.
La hora de la comida era también una cosa digna de contemplar.
La mamita amorosa le daba pequeños bocados a la muñeca con una cuchara de palo
diminuta.
Para ir a la cama, ambas se cepillaban el largo cabello y los dientes.
Una cubría a la otra con el extremo de la cobija.
El apego de Daniela a su nuevo tesoro, se debía al escaso o casi omiso caso que hacia de ella su madrastra.
Una mujer hermosa y joven, más preocupada por que sus enaguas estuviesen bien almidonadas que de la falta
de atención que denotaba la niña.
Daniela nunca conoció a su madre a suerte que la pobre muriera en el parto.
La nueva madrastra, que no había sido la única, constantemente alentaba a la niña a jugar fuera de formas
nada gentiles o amorosas. Por ello el apego a su Ana.
El padre había olvidado comprar boletos para el teatro, una actividad imperdible para la nueva madrastra que
enseguida comenzó a dar muestras de berrinche.
Desde luego que una de ellas era desquitar su enojo con la niña.
A la hora de la cena, el ambiente era algo pesado, el padre evitaba la charla y cualquier confrontación en la
mesa. Por otro lado la mujer se esmeraba en hacer notar que aun seguía disgustada, gritando a los criados que
ponían aprisa la mesa y servían la comida.
- ¡Siéntate bien!
- ¡Quita los codos de la mesa!
- ¡Cómete los vegetales!
Se lucía la madrastrilla con cada movimiento que hacia la pequeña involuntariamente.
Al marchar a su recamara, Daniela se sentó con su querida Ana sobre las piernas, acomodo un plato de su
juego de té y se acercó una cuchara.
Daniela le daba bocados a su criatura para que esta comiera. Poco a poco, la cuchara subía y bajaba con más
fuerza. La boca de la niña se fruncía, igual que su ceño.
- ¿Pero por que no comes, Ana?
- ¿Que, no te gusta la comida?
- ¿No esta buena para una niña mimada como tú?
- Dime...¿Por que no comes?
La muñeca volvió la cabeza hacia la niña y se escuchó una vocecita que le respondía.
- Por que no tengo dientes.
Regreso a casa.
Hurgando el bolsillo de mi abrigo saco la llave de su casa,
la misma que me diera dos años atrás y que he cargado
conmigo desde entonces. Le daba miedo imaginar que un
día podía caer en la ducha o por las escaleras, y que los
vecinos notarían su ausencia y encontrarían su cadaver,
cuando ya estuviera en avanzado estado de
descomposición.
Un miedo ridículo viniendo de alguien que se ocupó toda
la vida de llamar la atención, y de rodearse de gente que
revolotéa a su alrededor como lo hacen las moscas sobre
la mierda.
Entré por la puerta principal con toda la calma hasta
llegar a la cocina, ahí la encontré de espaldas con su
mandíl de mariposas.
~Con que guisando eh?
Llevándose la mano al pecho y agitada me dijo ~Pero que susto me has
dado! Bien podrías haber llamado. Tienes hambre? Llegas en buen
momento, acabo de terminar tu favorito: Asado. Siéntate que te atiendo.
~Ya, deja que me lave las manos, ya vengo.
Me miré en el espejo de su baño, un baño que me conocía quizás mejor
que yo. La mirada que me devolvía mi reflejo me erizo la espalda. Cuando
se ha acumulado tanto rencor por tanto tiempo, el mismo aire se convierte
en un barro espeso que vuelve dolorosa la propia respiración.
De vuelta en la cocina la encontré con la vista dentro de la cazuela.
Al sentir mis pasos se ha vuelto hacía mí con esa sonrisa odiosa de toda la
vida. ~Te lavaste las manos y no te has sacado los guantes?.
No le dí tiempo de nada, tomé uno de sus cuchillos y se lo enteré en el
pecho hasta escuchar los huesos tronar.
~Tú tienes la culpa! Tú me lo quitaste! Tú mataste a papá! Te odio!
Ella aún sorprendida, me dirige una mirada de compasión maternal y
tristeza, mientras su estúpido mandíl de mariposas se llena de sangre.
~Pero Mariana, hija...estas loca!
~Estamos mamá, estamos.
Mariachi aquí ¡
En el número 12 de la calle del Olmo Ernesto miraba
a su madre y a sus tias andar de un lado para el otro
de la enorme casona con el pañuelo en la mano y
lloriqueando. Lupe la única criada de la casa se
encargaba de tapar los espejos de la habitación con
grandes sabanas blancas. María la madre de Ernesto
le había encargado estar atenta para detener el reloj
en el momento preciso. La puerta principal no dejaba
de sonar por los parientes interesados en dar el último
adiós a la anciana abuela; así como para saber algo
sobre el testamento.
El medico de cabezera no se apartaba del lado de
doña Eulalia; tomando los signos vitales de cuando en
cuando y suministrando morfina para que el pobre
cuerpo ya cansado no sufriera de más.
Ernesto y sus primos no sabían realmente lo que
estaba por venir, que era todo eso de las tias lloronas
y los espejos tapados. Los tios que nunca venían de visita ahora contaban chistes en el
corredor.
Era como una fiesta sin ser fiesta.
Las manos de Lupe abrieron el enorme reloj de pie y detuvieron las manecillas a las
siete menos cinco.
El galeno entrego unos papeles a María y se retiró muy serio. No le dio paletas a
ninguno de los niños como era su costumbre.
Fue una de las tías quién cubrió el azulado rostro de la pobre abuela.
Justo al lado, en la calle del Olmo número 11, Manuel escuchaba el llanto de su
primogénito, la partera salio para anunciarle que se trataba de un sano y rosado
varoncito.
Lleno de gozo Manuel mando a traer mariachis para festejar a su hijo y dar las gracias
a su mujer.
Al arribar a la calle del Olmo y ver tanta multitud, los mariachis no sabían si entrar en
el 11 o en el 12.
¿Pa' que?
Esta semana se ha ganado las palmas de entre las más difíciles que
me han tocado sortear entre las tormentas de mis océanos internos.
De un sin avisar me llegaron oportunidades. y eso de tener que tomar
decisiones así en dos minutos es no solo difícil, sino hasta doloroso.
Te dueles y te apenas por ser un pobre diablo que no sabe decidir lo
que será de su futuro próximo o lejano.
Pero, como consuelo (como hace todo idiota), me imagino que a todos nos sucede así
cuando nos llegan de golpe tantas cosas, buenas, malas y las peores.
El martes…no, ¿era miércoles?, no, seguro fue el martes, venía de regreso del trabajo como
cada tarde, con el calor inmundo que ha hecho estas tardes empapando mi pecho que se
pegaba a la camisa inevitablemente. El paisaje urbano que poco a poco se va convirtiendo
en rural me venia prodigando un poco de calma a especie de caricia muy necesitada. Ver
grandes llanos verdes y uno que otro animalillo pastando, me devolvía al mundo donde
habitan todos los demás.
Por eso decidí mudarme hasta acá, aunque mi camino al trabajo se haya alargado, no
importa, mis tardes, de hecho mis días siguen antojándoseme tan largos que ¿Qué mas da?
El casi inservible autobús en que venía se detuvo como lo hace mil veces a lo largo del
camino para subir o bajar gente, cuando mi mirada perdida se posó sobre un pobre
muchacho. Era muy joven, quizá unos veintitantos o treinta años, tirado en el suelo
incómodamente, la mitad sobre la acera y la otra abajo. En los escasos segundos que duró la
parada del autobús en aquella esquina, pude notar que el chico sufría un ataque.
No estaba mal vestido ni sucio, tenía el cabello recién cortado, seguramente se había
afeitado por la mañana. Junto a él se encontraba una mochila de lona color negra con vivos
en rojo.
Sus jeans mostraban una fresca mancha de orina. Y el pobre joven sufría leves
convulsiones mientras sus ojos se perdían hacia atrás.
Las personas pasaban a su lado sin siquiera mirarlo, seguro pensaban que se trataba de un
inmundo borrachín que en lugar de estar trabajando para alimentar a sus hijos, se había ido
a la pulqueria del lugar a hincharse hasta caer sobre la acera tan indecorosamente.
No pude creer que nadie se acercara a prestarle auxilio, que nadie pudiese notar la
diferencia entre un chico de clase trabajadora y un borracho mal oliente.
Hubiese parado el autobús para brincar y ayudar al joven, pero para su pinche mala suerte,
el único observador abordo es un cobarde, que no tiene ni puta idea de que hacer con su
propia vida.
El factor sorpresa.
Entre semana por lo regular a las cuatro de la tarde el
andén del metro estaba tan a reventar, como un
mercado de pulgas el sábado por la mañana. Los codos
de la gente se golpeaban a veces con suavidad, otras
con una completa y notable falta de cortesía; todo con
tal de ganar algún espacio lo mas cercano posible a la
llegada del tren y a la puerta del mismo.
Con su bastón para ciegos caminó entre los bolsos de
mano, los portafolios y los empellones. Logró abrirse
paso y llegar hasta la misma orilla del andén. La punta
negra y redondeada por el desgaste acaricio varias veces la línea lisa que marca el límite
seguro para los pasajeros.
La punta del bastón jugueteaba con la línea de color amarillo de brillantes azulejos,
mientras su mente viajaba imaginándose que entre tanta gente nadie lo notaria, podría
tratarse de un accidente común. La multitud, la cercanía al borde, la inquietud de los otros
por estar cerca, la precipitada llegada del tren.
El buen hermano
Acostumbrado como estaba a las constantes mudanzas,
Héctor limpiaba con marcado desgano el polvo de su
colección de aviones a escala, y de pequeños soldaditos,
antes de envolverlos y meterlos en una caja de cartón.
En realidad no comprendía bien a que se dedicaba su padre, solo sabia que tenían que
cambiar de casa muy seguido; aunque no le molestaba ser siempre el nuevo de la clase, y
nunca se había quejado de tal inestabilidad, le daba cierta nostalgia mirar las fotos que le
tomaran de bebe en casa de sus abuelos, y que guardaba celosamente bajo la almohada.
Una casa y unos abuelos a los que apenas recordaba pero que le dolía haber dejado atrás.
Otra vez el ritual de despegar con toda la paciencia del mundo sus pegotines de colección
de las puertas interiores del closet, para repegarlas en las de la nueva casa.
Hasta que su madre apareció con cara sombría en la puerta de su habitación para anunciarle
que a donde se mudarían esta vez, no se les tenía permitido llevar mascotas. Adiós señor
Gonzáles.
El señor Gonzáles había sido su gato y compañero fiel desde que ambos eran apenas unos
críos. ¿Cómo podría abandonarlo?
Si había sido el señor Gonzáles la única razón por la que todas las anteriores mudanzas no
habían significado casi nada, él hacia soportable cualquier traslado. No importaba a donde
fuera la familia si su pinto bigotón podía siempre acurrucarse sobre su regazo.
Su madre había intentado calmarlo diciéndole que podían dejarle el gato a la señora Pita,
una anciana vecina que ya poseía unos cuantos.
Sin parpadear
Durante una guerra civil en Corea, cierto general avanzaba
implacablemente con sus tropas, tomando provincia tras
provincia, y destruyendo todo lo que encontraba a su paso. El
pueblo de una ciudad, al saber que el general se aproximaba -
y habiendo oído historias de su crueldad- huyó a una
montaña cercana.
Las tropas encontraron las casas vacías. Después de mucho buscar, descubrieron a un
monje zen que había permanecido en el lugar. El general ordenó que viniese ante su
presencia, pero el monje no obedeció.
Furioso, el general fue donde se encontraba el monje.
-¡Tú no debes de saber quién soy yo! -rugió-. ¡Yo soy quien puede atravesar tu pecho con
mi espada, sin parpadear siquiera!
El maestro zen se volvió hacia él y le respondió serenamente:
-Usted tampoco debe de saber quién soy yo. Yo soy aquel que puede ser atravesado por una
espada, sin parpadear siquiera.
Al escuchar esto, el general se inclinó, hizo una reverencia, y se retiró.
EL OJITO
La mamá salió a ver qué pasaba fuera, mientras Saulis estaba agitada e
impresionada.
Saulis corriendo se escondió bajo su cama. La mamá pensó que Saulis mentía pero en
realidad Saulis había visto los abogados de su padre, los cuales venían a buscar a la
pequeña Saulis para que se fueran con ellos.
FIN
– Moraleja del cuento: Aunque los niños muchas veces tienen fantasías, también hay
que confiar en ellos.
Había una vez un gato muy dormilón que se pasaba los días y las tardes enteras
echado en el sofá. Siempre se preguntaban que es lo que hacía para quedar tan
exhausto, pero nadie lo veía haciendo otra cosa que no fuera descansar.
Una noche su dueño tuvo la idea de ir a buscarlo y ver si también dormía toda la
noche, pero mientras bajaba la escalera pudo verlo… ahí estaba él, sentado frente al
acuario, viendo cómo dormía la tortuga. Sólo se quedó allí mirando en silencio a su
gato, despierto y sereno estaba cuidando el sueño de su amiga tortuga.
Al día siguiente pudo verlo como de costumbre, durmiendo en el sofá y entonces pudo
comprender el porqué de su sueño durante el día, pero no notó que la tortuga también
lo cuidaba desde su sitio.
FIN
El conejito soñador
Había una vez un conejito soñador que vivía en una casita en
medio del bosque, rodeado de libros y fantasía, pero no
tenía amigos. Todos le habían dado de lado porque se
pasaba el día contando historias imaginarias sobre hazañas
caballerescas, aventuras submarinas y expediciones
extraterrestres. Siempre estaba inventando aventuras
como si las hubiera vivido de verdad, hasta que sus
amigos se cansaron de escucharle y acabó quedándose solo.
Las historias del conejito eran increíbles y le permitían vivir todo tipo de
aventuras. Se imaginaba vestido de caballero salvando a inocentes
princesas o sintiendo el frío del mar sobre su traje de buzo mientras
exploraba las profundidades del océano.
UN CONEJO EN LA VÍA
Daniel se reía dentro del auto por las gracias que
hacía su hermano menor, Carlos. Iban de paseo con
sus padres al Lago Rosado. Allí irían a nadar en sus
tibias aguas y elevarían sus nuevas cometas. Sería un
día de paseo inolvidable. De pronto el coche se
detuvo con un brusco frenazo. Daniel oyó a su padre
exclamar con voz ronca:
El auto inició su marcha de nuevo y la madre de los chicos encendió la radio, empezó a
sonar una canción de moda en los altavoces.
- Cantemos esta canción, dijo mirando a los niños en el asiento de atrás. La mamá comenzó
a tararear una canción. Pero Daniel miró por la ventana trasera y vio tendido sobre la
carretera el cuerpo de un conejo.
- Bueno, está bien- dijo el padre dándose cuenta de su error. Y dando vuelta recogieron al
conejo herido.
Pero al reiniciar su viaje fueron detenidos un poco más adelante por una patrulla de la
policía, que les informó de que una gran roca había caído sobre la carretera por donde iban,
cerrando el paso. Al enterarse de la emergencia, todos ayudaron a los policías a retirar la
roca.
Gracias a la solidaridad de todos pudieron dejar el camino libre y llegar a tiempo al
veterinario, que curó la pata al conejo. Los papás de Daniel y carlos aceptaron a llevarlo a
su casa hasta que se curara
Unas semanas después toda la familia fue a dejar al conejito de nuevo en el bosque. Carlos
y Daniel le dijeron adiós con pena, pero sabiendo que sería más feliz en libertad.
FIN
El papel y la tinta
Había una hoja de papel sobre una mesa, junto a otras
hojas iguales a ella, cuando una pluma, bañada en
negrísima tinta, la manchó completa y la llenó de
palabras. “¿No podrías haberme ahorrado esta
humillación?”, dijo enojada la hoja de papel a la tinta.
“Tu negro infernal me ha arruinado para siempre”. “No
te he ensuciado”, repuso la tinta. “Te he vestido de
palabras. Desde ahora ya no eres una hoja de papel sino
un mensaje. Custodias el pensamiento del hombre. Te
has convertido en algo precioso”. En ese momento,
alguien que estaba ordenando el despacho, vio aquellas hojas esparcidas y las juntó para
arrojarlas al fuego. Sin embargo, reparó en la hoja “sucia” de tinta y la devolvió a su lugar
porque llevaba, bien visible, el mensaje de la palabra. Luego, arrojó el resto al fuego.
La ratita blanca
El hada soberana de las cumbres invitó un día a todas las hadas
de las nieves a una fiesta en su palacio. Todas acudieron
envueltas en sus capas de armiño y guiando sus carrozas de
escarcha. Sin embargo, una de ellas, Alba, al oír llorar a unos
niños que vivían en una solitaria cabaña, se detuvo en el
camino. El hada entró en la pobre casa y encendió la chimenea.
Los niños, calentándose junto a las llamas, le contaron que sus padres hablan ido a trabajar
a la ciudad y mientras tanto, se morían de frío y miedo. –“Me quedaré con vosotros hasta
que vuestros padres regresen”, prometió. Y así lo hizo, pero a la hora de marcharse,
nerviosa por el castigo que podía imponerle su soberana por la tardanza, olvidó la varita
mágica en el interior de la cabaña.
El hada de las cumbres miró con enojo a Alba. “No solo te presentas tarde, sino que además
lo haces sin tu varita? ¡Mereces un buen castigo!” Las demás hadas defendieron a su
compañera en desgracia. –“Sabemos que Alba no ha llegado temprano y ha olvidado su
varita. Ha faltado, sí, pero por su buen corazón, el castigo no puede ser eterno. Te pedimos
que el castigo solo dure cien años, durante los cuales vagara por el mundo convertida en
una ratita blanca”. Así que si veis por casualidad a una ratita muy linda y de blancura
deslumbrante, sabed que es Alba, nuestra hadita, que todavía no ha cumplido su castigo.
La gratitud de la fiera
Androcles, un pobre esclavo de la antigua Roma, en un descuido de
su amo, escapó al bosque. Buscando refugio seguro, encontró una
cueva y al entrar, a la débil luz que llegaba del exterior, el joven
descubrió un soberbio león. Se lamía la pata derecha y rugía de vez en
cuando. Androcles, sin sentir temor, se dijo: -“Este pobre animal debe
estar herido. Parece como si el destino me hubiera guiado hasta aquí
para que pueda ayudarle. Vamos, amigo, no temas, te ayudaré”. Así,
hablándole con suavidad, Androcles venció el recelo de la fiera y
tanteó su herida hasta encontrar una flecha clavada profundamente. Se
la extrajo y luego le lavó la herida con agua fresca.
Durante varios días, el león y el hombre compartieron la cueva hasta
que Androcles, creyendo que ya no le buscarían se decidió a salir.
Varios centuriones romanos armados con sus lanzas cayeron sobre él
y le llevaron prisionero al circo. Pasados unos días, fue sacado de su
pestilente mazmorra. El recinto estaba lleno a rebosar de gentes ansiosas de contemplar la
lucha. Androcles se aprestó a luchar con el león que se dirigía hacia él. De pronto, con un
espantoso rugido, la fiera se detuvo en seco y comenzó a restregar cariñosamente su
cabezota contra el cuerpo del esclavo. –“¡Sublime! ¡Es sublime! ¡César, perdona al esclavo,
pues ha sometido a la fiera!” -gritaban los espectadores. El emperador ordenó que el
esclavo fuera puesto en libertad. Sin embargo, lo que todos ignoraron era que Androcles no
poseía ningún poder especial y que lo que había ocurrido no era sino la demostración de la
gratitud del animal.
Secreto a voces
Gretel, la hija del Alcalde, era muy curiosa. Quería
saberlo todo, pero no sabía guardar un secreto. –“¿Qué
hablabas con el Gobernador?”, le preguntó a su padre,
después de intentar escuchar una larga conversación entre
los dos hombres. –“Estábamos hablando sobre el gran
reloj que mañana, a las doce, vamos a colocar en el
Ayuntamiento. Pero es un secreto y no debes divulgarlo”.
Gretel prometió callar, pero a las doce del día siguiente
estaba en la plaza con todas sus compañeras de la escuela
para ver cómo colocaban el reloj en el ayuntamiento. Sin embargo, grande fue su sorpresa
al ver que tal reloj no existía. El Alcalde quiso dar una lección a su hija y en verdad fue
dura, pues las niñas del pueblo estuvieron mofándose de ella durante varios años. Eso sí, le
sirvió para saber callar a tiempo.
Santilin
Santilin es un osito muy inteligente, bueno y
respetuoso. Todos lo quieren mucho, y
sus amiguitos disfrutan jugando con él porque
es muy divertido.
Le gusta dar largos paseos con su compañero,
el elefantito. Después de la merienda se reúnen
y emprenden una larga caminata charlando y
saludando a las mariposas que revolotean
coquetas, desplegando sus coloridas alitas.
Siempre está atento a los juegos de los otros animalitos. Con mucha paciencia
trata de enseñarles que pueden entretenerse sin dañar las plantas, sin pisotear el
césped, sin destruir lo hermoso que la naturaleza nos regala.
Un domingo llegaron vecinos nuevos. Santilin se apresuró a darles la bienvenida y
enseguida invitó a jugar al puercoespín más pequeño.
Lo aceptaron contentos hasta que la ardillita, llorando, advierte:
- Ay, cuidado, no se acerquen, esas púas lastiman.
El puercoespín pidió disculpas y triste regresó a su casa. Los demás se quedaron
afligidos, menos Santilin, que estaba seguro de encontrar una solución.
Pensó y pensó, hasta que, risueño, dijo:
- Esperen, ya vuelvo.
Santilin regresó con la gorra de su papá y llamó al puercoespín.
Le colocaron la gorra sobre el lomo y, de esta forma tan sencilla, taparon las púas
para que no los pinchara y así pudieran compartir los juegos.
Tan contentos estaban que, tomados de las manos, formaron una gran ronda
y cantaron felices.
FIN
Sara y Lucía
Érase una vez dos niñas
muy amigas llamadas Sara y Lucía. Se
conocían desde que eran muy pequeñas y compartían siempre todo la una con la
otra.
Un día Sara y Lucía salieron de compras. Sara se probó una camiseta y le pidió a
su amiga Lucía su opinión. Lucía, sin dudarlos dos veces, le dijo que no le gustaba
cómo le quedaba y le aconsejó buscar otro modelo.
Entonces Sara se sintió ofendida y se marchó llorando de la tienda, dejando allí a
su amiga.
Lucía se quedó muy triste y apenada por la reacción de su amiga.
No entendía su enfado ya que ella sólo le había dicho la verdad.
Al llegar a casa, Sara le contó a su madre lo sucedido y su madre le hizo ver que
su amiga sólo había sido sincera con ella y no tenía que molestarse por ello.
Sara reflexionó y se dio cuenta de que su madre tenía razón.
Al día siguiente fue corriendo a disculparse con Lucía, que la perdonó de
inmediato con una gran sonrisa.
Desde entonces, las dos amigas entendieron que la verdadera amistad se basa en
la sinceridad.
Y colorín colorado este cuento se ha acabado, y el que se enfade se quedará
sentado.
FIN
El elefante fotógrafo
Había una vez un elefante que quería ser
fotógrafo. Sus amigos se reían cada vez que le
oían decir aquello:
- Qué tontería - decían unos- ¡no hay cámaras de
fotos para elefantes!
- Qué pérdida de tiempo -decían los otros- si aquí
no hay nada que fotografíar...
Pero el elefante seguía con su ilusión, y poco a
poco fue reuniendo trastos y aparatos con los
que fabricar una gran cámara de fotos. Tuvo que hacerlo
prácticamente todo: desde un botón que se pulsara con la
trompa, hasta un objetivo del tamaño del ojo de un elefante, y
finalmente un montón de hierros para poder colgarse la cámara
sobre la cabeza.
Así que una vez acabada, pudo hacer sus primeras fotos, pero su
cámara para elefantes era tan grandota y extraña que paracecía una
gran y ridícula máscara, y muchos se reían tanto al verle aparecer,
que el elefante comenzó a pensar en abandonar su sueño.. Para
más desgracia, parecían tener razón los que decían que no había nada
que fotografiar en aquel lugar...
Pero no fue así. Resultó que la pinta del elefante con su cámara
era tan divertida, que nadie podía dejar de reir al verle, y usando
un montón de buen humor, el elefante consiguió divertidísimas e
increíbles fotos de todos los animales, siempre alegres y contentos,
¡incluso del malhumorado rino!; de esta forma se convirtió en el
fotógrafo oficial de la sabana, y de todas partes acudían los
animales para sacarse una sonriente foto para el pasaporte al
zoo.
Los últimos dinosaurios
En el cráter de un antiguo volcán, situado en lo alto del
único monte de una región perdida en las selvas tropicales,
habitaba el último grupo de grandes dinosaurios
feroces. Durante miles y miles de años, sobrevivieron a
los cambios de la tierra y ahora, liderados por el gran
Ferocitaurus, planeaban salir de su escondite para volver a
dominarla.
Ferocitaurus era un temible tiranosaurus rex que había
decidido que llevaban demasiado tiempo aislados, así que
durante algunos años se unieron para trabajar y derribar las paredes del
gran cráter. Y cuando lo consiguieron, todos prepararon
cuidadosamente sus garras y sus dientes para volver a atermorizar
al mundo.