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HISTORIAS

El peor desayuno del mundo (Worse breackfast ever).


Era una mañana fría de invierno cuando amanecí en ese pequeño cubículo de hospital,
una cortina verde roída cubría la mitad de la vista que tenía
del resto de la enorme habitación que compartía con otras
cinco camas. Recordaba el día anterior claramente, me
había internado por la tarde al romper fuente y esperé un
rato antes de pasar al quirofano para dar a luz a mi primer
hijo.
Mamá me había echado de casa meses antes sin
preguntarme si quiera si el padre del bebé nos quería o si
teníamos a donde ir, que comer.
De todas formas yo moría de ganas por que ella estuviera
conmigo y fuera compañera de mi embarazo, del
crecimiento de su nieto. Pero no fue así.
Llegué sola al hospital y dí todos los datos que me parecieron prudentes, los datos de
"aquel" por si algo malo pasaba. Para que le llamaran y supiera. Por si le interesara
saber que habría sido de nosotros. Si estábamos bien.
Quise estirarme para recibir el sol pero no pude, me sentía muy cansada y debilitada,
la fuerte luz que inundaba toda la habitación me resultaba incómoda. Me trajeron el
desayuno, un pan de caja todo seco envuelto en una servilleta, peras en almíbar que
no sabían a nada, algo blancuzco que parecía huevo pero sabía a pescado, dos galletas
duras y un atole frío.

Finalmente vino una enfermera con un pequeño bulto en brazos.


-Este es tu hijo, lo traje para que intentes darle de comer.
Casi de inmediato lo desvestí, le revisé todo su cuerpecito, dedos, pies, rodillas, orejas,
todo estaba en su lugar, mi bebé era una creación hermosa y perfecta con olor a
galletas recién horneadas. Ese olorcillo dulzón pero suave que te llega a la sala desde
la cocina una tarde de Abril.

Fascinación.
De un tiempo a la fecha he notado que me fascina la gente joven. Se trate de
chicos o chicas, mi admiración es asexual. El solo mirarlos me causa un placer
irremplazable. Sus movimientos, gestos, esa fingida indiferencia ante todos y
todo. Me gusta disfrutar de sus facciones, su piel lozana y fresca, los labios
ligeramente humedecidos por la lengua. Tan perfectos, bellos y encantadores.
Yo solo mirando, sin moverme, sosteniendo la respiración ante la maravilla.
Como las alas de una preciosa mariposa aleteando delante de mis ojos en cámara
lenta.
En particular, me gusta más aún cuando los miro y ellos vagan por el mundo sin
saber lo hermosos que son, y lo son por muchas razones, una, mi favorita,
quizás, es que lo son por toda esa juventud que cargan como si se tratase de cualquier cosa, toda esa energía.
Sin darle casi ninguna importancia.
Como un pañuelo mal guardado en el bolsillo trasero del pantalón, la mitad de fuera, esperando a que algún
extraño en un descuido te lo saque sin darte cuenta. De un jalón.
Si, de un tiempo a la fecha los prefiero jóvenes, se trate de chicos o chicas.
Me fascina mirarlos. Estén vivos o muertos.

Tú como yo.
De la mano todo el día Daniela y Ana corrían por el patio y el interior de la gran
casona. La niña llenaba de constantes mimos a su muñeca de trapo, su padre recién
la había traído de su último viaje. Con pedazos de telas finas que sobraban de la
hechura de sus propios vestidos, la niña confeccionaba en pequeño una réplica para
su compañera.
La hora de la comida era también una cosa digna de contemplar.
La mamita amorosa le daba pequeños bocados a la muñeca con una cuchara de palo
diminuta.
Para ir a la cama, ambas se cepillaban el largo cabello y los dientes.
Una cubría a la otra con el extremo de la cobija.
El apego de Daniela a su nuevo tesoro, se debía al escaso o casi omiso caso que hacia de ella su madrastra.
Una mujer hermosa y joven, más preocupada por que sus enaguas estuviesen bien almidonadas que de la falta
de atención que denotaba la niña.
Daniela nunca conoció a su madre a suerte que la pobre muriera en el parto.
La nueva madrastra, que no había sido la única, constantemente alentaba a la niña a jugar fuera de formas
nada gentiles o amorosas. Por ello el apego a su Ana.
El padre había olvidado comprar boletos para el teatro, una actividad imperdible para la nueva madrastra que
enseguida comenzó a dar muestras de berrinche.
Desde luego que una de ellas era desquitar su enojo con la niña.
A la hora de la cena, el ambiente era algo pesado, el padre evitaba la charla y cualquier confrontación en la
mesa. Por otro lado la mujer se esmeraba en hacer notar que aun seguía disgustada, gritando a los criados que
ponían aprisa la mesa y servían la comida.
- ¡Siéntate bien!
- ¡Quita los codos de la mesa!
- ¡Cómete los vegetales!
Se lucía la madrastrilla con cada movimiento que hacia la pequeña involuntariamente.
Al marchar a su recamara, Daniela se sentó con su querida Ana sobre las piernas, acomodo un plato de su
juego de té y se acercó una cuchara.
Daniela le daba bocados a su criatura para que esta comiera. Poco a poco, la cuchara subía y bajaba con más
fuerza. La boca de la niña se fruncía, igual que su ceño.
- ¿Pero por que no comes, Ana?
- ¿Que, no te gusta la comida?
- ¿No esta buena para una niña mimada como tú?
- Dime...¿Por que no comes?
La muñeca volvió la cabeza hacia la niña y se escuchó una vocecita que le respondía.
- Por que no tengo dientes.

Regreso a casa.
Hurgando el bolsillo de mi abrigo saco la llave de su casa,
la misma que me diera dos años atrás y que he cargado
conmigo desde entonces. Le daba miedo imaginar que un
día podía caer en la ducha o por las escaleras, y que los
vecinos notarían su ausencia y encontrarían su cadaver,
cuando ya estuviera en avanzado estado de
descomposición.
Un miedo ridículo viniendo de alguien que se ocupó toda
la vida de llamar la atención, y de rodearse de gente que
revolotéa a su alrededor como lo hacen las moscas sobre
la mierda.
Entré por la puerta principal con toda la calma hasta
llegar a la cocina, ahí la encontré de espaldas con su
mandíl de mariposas.
~Con que guisando eh?
Llevándose la mano al pecho y agitada me dijo ~Pero que susto me has
dado! Bien podrías haber llamado. Tienes hambre? Llegas en buen
momento, acabo de terminar tu favorito: Asado. Siéntate que te atiendo.
~Ya, deja que me lave las manos, ya vengo.
Me miré en el espejo de su baño, un baño que me conocía quizás mejor
que yo. La mirada que me devolvía mi reflejo me erizo la espalda. Cuando
se ha acumulado tanto rencor por tanto tiempo, el mismo aire se convierte
en un barro espeso que vuelve dolorosa la propia respiración.
De vuelta en la cocina la encontré con la vista dentro de la cazuela.
Al sentir mis pasos se ha vuelto hacía mí con esa sonrisa odiosa de toda la
vida. ~Te lavaste las manos y no te has sacado los guantes?.
No le dí tiempo de nada, tomé uno de sus cuchillos y se lo enteré en el
pecho hasta escuchar los huesos tronar.
~Tú tienes la culpa! Tú me lo quitaste! Tú mataste a papá! Te odio!
Ella aún sorprendida, me dirige una mirada de compasión maternal y
tristeza, mientras su estúpido mandíl de mariposas se llena de sangre.
~Pero Mariana, hija...estas loca!
~Estamos mamá, estamos.

Mariachi aquí ¡
En el número 12 de la calle del Olmo Ernesto miraba
a su madre y a sus tias andar de un lado para el otro
de la enorme casona con el pañuelo en la mano y
lloriqueando. Lupe la única criada de la casa se
encargaba de tapar los espejos de la habitación con
grandes sabanas blancas. María la madre de Ernesto
le había encargado estar atenta para detener el reloj
en el momento preciso. La puerta principal no dejaba
de sonar por los parientes interesados en dar el último
adiós a la anciana abuela; así como para saber algo
sobre el testamento.
El medico de cabezera no se apartaba del lado de
doña Eulalia; tomando los signos vitales de cuando en
cuando y suministrando morfina para que el pobre
cuerpo ya cansado no sufriera de más.
Ernesto y sus primos no sabían realmente lo que
estaba por venir, que era todo eso de las tias lloronas
y los espejos tapados. Los tios que nunca venían de visita ahora contaban chistes en el
corredor.
Era como una fiesta sin ser fiesta.
Las manos de Lupe abrieron el enorme reloj de pie y detuvieron las manecillas a las
siete menos cinco.
El galeno entrego unos papeles a María y se retiró muy serio. No le dio paletas a
ninguno de los niños como era su costumbre.
Fue una de las tías quién cubrió el azulado rostro de la pobre abuela.
Justo al lado, en la calle del Olmo número 11, Manuel escuchaba el llanto de su
primogénito, la partera salio para anunciarle que se trataba de un sano y rosado
varoncito.
Lleno de gozo Manuel mando a traer mariachis para festejar a su hijo y dar las gracias
a su mujer.
Al arribar a la calle del Olmo y ver tanta multitud, los mariachis no sabían si entrar en
el 11 o en el 12.

¿Pa' que?
Esta semana se ha ganado las palmas de entre las más difíciles que
me han tocado sortear entre las tormentas de mis océanos internos.
De un sin avisar me llegaron oportunidades. y eso de tener que tomar
decisiones así en dos minutos es no solo difícil, sino hasta doloroso.
Te dueles y te apenas por ser un pobre diablo que no sabe decidir lo
que será de su futuro próximo o lejano.

Pero, como consuelo (como hace todo idiota), me imagino que a todos nos sucede así
cuando nos llegan de golpe tantas cosas, buenas, malas y las peores.
El martes…no, ¿era miércoles?, no, seguro fue el martes, venía de regreso del trabajo como
cada tarde, con el calor inmundo que ha hecho estas tardes empapando mi pecho que se
pegaba a la camisa inevitablemente. El paisaje urbano que poco a poco se va convirtiendo
en rural me venia prodigando un poco de calma a especie de caricia muy necesitada. Ver
grandes llanos verdes y uno que otro animalillo pastando, me devolvía al mundo donde
habitan todos los demás.

Por eso decidí mudarme hasta acá, aunque mi camino al trabajo se haya alargado, no
importa, mis tardes, de hecho mis días siguen antojándoseme tan largos que ¿Qué mas da?

El casi inservible autobús en que venía se detuvo como lo hace mil veces a lo largo del
camino para subir o bajar gente, cuando mi mirada perdida se posó sobre un pobre
muchacho. Era muy joven, quizá unos veintitantos o treinta años, tirado en el suelo
incómodamente, la mitad sobre la acera y la otra abajo. En los escasos segundos que duró la
parada del autobús en aquella esquina, pude notar que el chico sufría un ataque.

No estaba mal vestido ni sucio, tenía el cabello recién cortado, seguramente se había
afeitado por la mañana. Junto a él se encontraba una mochila de lona color negra con vivos
en rojo.

Sus jeans mostraban una fresca mancha de orina. Y el pobre joven sufría leves
convulsiones mientras sus ojos se perdían hacia atrás.

Las personas pasaban a su lado sin siquiera mirarlo, seguro pensaban que se trataba de un
inmundo borrachín que en lugar de estar trabajando para alimentar a sus hijos, se había ido
a la pulqueria del lugar a hincharse hasta caer sobre la acera tan indecorosamente.

No pude creer que nadie se acercara a prestarle auxilio, que nadie pudiese notar la
diferencia entre un chico de clase trabajadora y un borracho mal oliente.

Si no fuese yo quien notó lo evidente, si yo fuese otro.

Hubiese parado el autobús para brincar y ayudar al joven, pero para su pinche mala suerte,
el único observador abordo es un cobarde, que no tiene ni puta idea de que hacer con su
propia vida.

El factor sorpresa.
Entre semana por lo regular a las cuatro de la tarde el
andén del metro estaba tan a reventar, como un
mercado de pulgas el sábado por la mañana. Los codos
de la gente se golpeaban a veces con suavidad, otras
con una completa y notable falta de cortesía; todo con
tal de ganar algún espacio lo mas cercano posible a la
llegada del tren y a la puerta del mismo.
Con su bastón para ciegos caminó entre los bolsos de
mano, los portafolios y los empellones. Logró abrirse
paso y llegar hasta la misma orilla del andén. La punta
negra y redondeada por el desgaste acaricio varias veces la línea lisa que marca el límite
seguro para los pasajeros.

La punta del bastón jugueteaba con la línea de color amarillo de brillantes azulejos,
mientras su mente viajaba imaginándose que entre tanta gente nadie lo notaria, podría
tratarse de un accidente común. La multitud, la cercanía al borde, la inquietud de los otros
por estar cerca, la precipitada llegada del tren.

El buen hermano
Acostumbrado como estaba a las constantes mudanzas,
Héctor limpiaba con marcado desgano el polvo de su
colección de aviones a escala, y de pequeños soldaditos,
antes de envolverlos y meterlos en una caja de cartón.

Regadas por el suelo de su habitación ya había varias cajas


selladas y rotuladas. Juguetes, ropa de cama, libros, zapatos.

En realidad no comprendía bien a que se dedicaba su padre, solo sabia que tenían que
cambiar de casa muy seguido; aunque no le molestaba ser siempre el nuevo de la clase, y
nunca se había quejado de tal inestabilidad, le daba cierta nostalgia mirar las fotos que le
tomaran de bebe en casa de sus abuelos, y que guardaba celosamente bajo la almohada.
Una casa y unos abuelos a los que apenas recordaba pero que le dolía haber dejado atrás.

Otra vez el ritual de despegar con toda la paciencia del mundo sus pegotines de colección
de las puertas interiores del closet, para repegarlas en las de la nueva casa.

Todo parecía lo mismo que todas las veces pasadas.

Hasta que su madre apareció con cara sombría en la puerta de su habitación para anunciarle
que a donde se mudarían esta vez, no se les tenía permitido llevar mascotas. Adiós señor
Gonzáles.

El señor Gonzáles había sido su gato y compañero fiel desde que ambos eran apenas unos
críos. ¿Cómo podría abandonarlo?

Si había sido el señor Gonzáles la única razón por la que todas las anteriores mudanzas no
habían significado casi nada, él hacia soportable cualquier traslado. No importaba a donde
fuera la familia si su pinto bigotón podía siempre acurrucarse sobre su regazo.

Su madre había intentado calmarlo diciéndole que podían dejarle el gato a la señora Pita,
una anciana vecina que ya poseía unos cuantos.

Pero eso no servia de consuelo.

Abandonar a tu mejor amigo, a tu único mas mejor amigo no es de gente. No se le deja un


niño a un anciano que apenas puede cuidar de si mismo. El señor Gonzáles y Héctor eran
de la misma edad, eran como hermanos.

“Es un niño igual que yo”

Sin parpadear
Durante una guerra civil en Corea, cierto general avanzaba
implacablemente con sus tropas, tomando provincia tras
provincia, y destruyendo todo lo que encontraba a su paso. El
pueblo de una ciudad, al saber que el general se aproximaba -
y habiendo oído historias de su crueldad- huyó a una
montaña cercana.
Las tropas encontraron las casas vacías. Después de mucho buscar, descubrieron a un
monje zen que había permanecido en el lugar. El general ordenó que viniese ante su
presencia, pero el monje no obedeció.
Furioso, el general fue donde se encontraba el monje.
-¡Tú no debes de saber quién soy yo! -rugió-. ¡Yo soy quien puede atravesar tu pecho con
mi espada, sin parpadear siquiera!
El maestro zen se volvió hacia él y le respondió serenamente:
-Usted tampoco debe de saber quién soy yo. Yo soy aquel que puede ser atravesado por una
espada, sin parpadear siquiera.
Al escuchar esto, el general se inclinó, hizo una reverencia, y se retiró.

Todo es cuestión de tiempo


Un judío ortodoxo se acercó al rabino Wolf:
-¡Los bares están llenos, y las personas se pasan la
madrugada entera divirtiéndose!
El rabino nada respondió.
-Los bares están llenos, las personas pasan la noche en claro
jugando a las cartas, ¿y usted no dice nada?
Es bueno que los bares estén llenos -fue el comentario de
Wolf-. Todo el mundo, desde el principio de la creación,
siempre ha deseado servir a Dios. El problema es que no
todos saben la mejor manera de hacerlo. Intenta ver lo que
te parece pecado como si se tratara de una virtud. Estas
personas que pasan la noche en claro están aprendiendo a
permanecer despiertas y a persistir en algo. Cuando se
perfeccionen en eso, todo lo que tendrán que hacer es volverse hacia Dios. ¡Y qué magní-
ficos siervos serán ellos entonces!
-Es usted muy optimista -dijo el hombre.
-No se trata de eso -respondió Wolf-. Se trata de entender que cualquier cosa que hacemos,
por más absurda que nos parezca, puede conducirnos al camino. Todo es cuestión de
tiempo.

La sospecha que transforma al ser humano


El folclore alemán cuenta la historia de un hombre que, al
despertar, se dio cuenta de que su hacha había desaparecido.
Furioso, pensando que su vecino se la había robado, se pasó el
resto del día observándolo.
Vio que tenía maneras de ladrón, andaba furtivamente como un
ladrón y susurraba como un ladrón que pretende esconder su
robo. Estaba tan convencido de su sospecha, que decidió entrar
en casa, cambiarse de ropa, e ir a la comisaría a poner una
denuncia.
Nada más entrar, sin embargo, encontró el hacha -que su mujer
había colocado en otro lugar. El hombre volvió a salir, examinó
nuevamente a su vecino, y comprobó que andaba, hablaba y se comportaba como cualquier
persona honesta.
CUENTOS
DANIEL Y LAS PALABRAS MAGICAS

Te presento a Daniel, el gran mago de las


palabras. El abuelo de Daniel es muy aventurero y
este año le ha enviado desde un país sin nombre,
por su cumpleaños, un regalo muy extraño: una
caja llena de letras brillantes.
En una carta, su abuelo le dice que esas letras
forman palabras amables que, si las regalas a los
demás, pueden conseguir que las personas hagan
muchas cosas: hacer reír al que está triste, llorar de alegría, entender cuando no
entendemos, abrir el corazón a los demás, enseñarnos a escuchar sin hablar.
Daniel juega muy contento en su habitación, monta y desmonta palabras sin cesar.
Hay veces que las letras se unen solas para formar palabras fantásticas, imaginarias, y
es que Daniel es mágico, es un mago de las palabras.
Lleva unos días preparando un regalo muy especial para aquellos que más quiere. Es
muy divertido ver la cara de mamá cuando descubre por la mañana un buenos
días, preciosa debajo de la almohada; o cuando papá encuentra en su coche un te
quiero de color azul.
Sus palabras son amables y bonitas, cortas, largas, que suenan bien y hacen sentir
bien: gracias, te quiero, buenos días, por favor, lo siento, me gustas.
Daniel sabe que las palabras son poderosas y a él le gusta jugar con ellas y ver la cara
de felicidad de la gente cuando las oye. Sabe bien que las palabras amables son
mágicas, son como llaves que te abren la puerta de los demás.
Porque si tú eres amable, todo es amable contigo. Y Daniel te pregunta: ¿quieres
intentarlo tú y ser un mago de las palabras amables?
FIN
El cohete de papel
Había una vez un niño cuya mayor ilusión era tener un
cohete y dispararlo hacia la luna, pero tenía tan poco
dinero que no podía comprar ninguno. Un día, junto a
la acera descubrió la caja de uno de sus cohetes
favoritos, pero al abrirla descubrió que sólo contenía
un pequeño cohete de papel averiado, resultado de un
error en la fábrica.
El niño se apenó mucho, pero pensando que por fin
tenía un cohete, comenzó a preparar un escenario
para lanzarlo. Durante muchos días recogió papeles de todas las formas y colores, y
se dedicó con toda su alma a dibujar, recortar, pegar y colorear todas las estrellas y
planetas para crear un espacio de papel. Fue un trabajo dificilísimo, pero el resultado
final fue tan magnífico que la pared de su habitación parecía una ventana
abierta al espacio sideral.
Desde entonces el niño disfrutaba cada día jugando con su cohete de papel, hasta que
un compañero visitó su habitación y al ver aquel espectacular escenario, le propuso
cambiárselo por un cohete auténtico que tenía en casa. Aquello casi le volvió loco de
alegría, y aceptó el cambio encantado.
Desde entonces, cada día, al jugar con su cohete nuevo, el niño echaba de menos su
cohete de papel, con su escenario y sus planetas, porque realmente disfrutaba mucho
más jugando con su viejo cohete. Entonces se dio cuenta de que se sentía mucho mejor
cuando jugaba con aquellos juguetes que él mismo había construido con esfuerzo e
ilusión.
Y así, aquel niño empezó a construir él mismo todos sus juguetes, y cuando
creció, se convirtió en el mejor juguetero del mundo.
El árbol mágico
Hace mucho mucho tiempo, un niño paseaba por un prado en cuyo
centro encontró un árbol con un cartel que decía: soy un árbol
encantado, si dices las palabras mágicas, lo verás.
El niño trató de acertar el hechizo, y probó
con abracadabra,supercalifragilisticoespialidoso, tan-ta-ta-chán, y
muchas otras, pero nada. Rendido, se tiró suplicante,
diciendo: "¡¡por favor, arbolito!!", y entonces, se abrió una gran
puerta en el árbol. Todo estaba oscuro, menos un cartel que
decía: "sigue haciendo magia". Entonces el niño dijo "¡¡Gracias, arbolito!!", y se
encendió dentro del árbol una luz que alumbraba un camino hacia una gran
montaña de juguetes y chocolate.
El niño pudo llevar a todos sus amigos a aquel árbol y tener la mejor fiesta del
mundo, y por eso se dice siempre que "por favor" y "gracias", son las palabras
mágicas

EL OJITO

Un día común, Saulis se despertó y salió corriendo.

– ¡Mami!, ¡mami!. – Dijo gritando Saulis.


– ¿Qué pasa nena?. – Contestó la mami de Saulis.
– Hay dos hombres vigilando la casa. – Dijo Saulis.
-¿Qué cosas dices Saulis?. – Respondió su mami.

La mamá salió a ver qué pasaba fuera, mientras Saulis estaba agitada e
impresionada.

– ¡Oh no! ¡Saulis corre!!. – Gritó su mamá.

Saulis corriendo se escondió bajo su cama. La mamá pensó que Saulis mentía pero en
realidad Saulis había visto los abogados de su padre, los cuales venían a buscar a la
pequeña Saulis para que se fueran con ellos.

Finalmente todo quedó en un susto y todos siguieron viviendo felices.

FIN

– Moraleja del cuento: Aunque los niños muchas veces tienen fantasías, también hay
que confiar en ellos.

– Valores del cuento: Confianza. Comprensión.


EL GATO DORMILON

Había una vez un gato muy dormilón que se pasaba los días y las tardes enteras
echado en el sofá. Siempre se preguntaban que es lo que hacía para quedar tan
exhausto, pero nadie lo veía haciendo otra cosa que no fuera descansar.

Una noche su dueño tuvo la idea de ir a buscarlo y ver si también dormía toda la
noche, pero mientras bajaba la escalera pudo verlo… ahí estaba él, sentado frente al
acuario, viendo cómo dormía la tortuga. Sólo se quedó allí mirando en silencio a su
gato, despierto y sereno estaba cuidando el sueño de su amiga tortuga.

Al día siguiente pudo verlo como de costumbre, durmiendo en el sofá y entonces pudo
comprender el porqué de su sueño durante el día, pero no notó que la tortuga también
lo cuidaba desde su sitio.

FIN

El conejito soñador
Había una vez un conejito soñador que vivía en una casita en
medio del bosque, rodeado de libros y fantasía, pero no
tenía amigos. Todos le habían dado de lado porque se
pasaba el día contando historias imaginarias sobre hazañas
caballerescas, aventuras submarinas y expediciones
extraterrestres. Siempre estaba inventando aventuras
como si las hubiera vivido de verdad, hasta que sus
amigos se cansaron de escucharle y acabó quedándose solo.

Al principio el conejito se sintió muy triste y empezó a pensar que sus


historias eran muy aburridas y por eso nadie las quería escuchar. Pero pese
a eso continuó escribiendo.

Las historias del conejito eran increíbles y le permitían vivir todo tipo de
aventuras. Se imaginaba vestido de caballero salvando a inocentes
princesas o sintiendo el frío del mar sobre su traje de buzo mientras
exploraba las profundidades del océano.

Se pasaba el día escribiendo historias y dibujando los lugares que


imaginaba. De vez en cuando, salía al bosque a leer en voz alta, por si
alguien estaba interesado en compartir sus relatos.

Un día, mientras el conejito soñador leía entusiasmado su último relato,


apareció por allí una hermosa conejita que parecía perdida. Pero nuestro
amigo estaba tan entregado a la interpretación de sus propios cuentos que
ni se enteró de que alguien lo escuchaba. Cuando acabó, la conejita le
aplaudió con entusiasmo.

-Vaya, no sabía que tenía público- dijo el conejito soñador a la recién


llegada -. ¿Te ha gustado mi historia?
-Ha sido muy emocionante -respondió ella-. ¿Sabes más historias?
-¡Claro!- dijo emocionado el conejito -. Yo mismo las escribo.
- ¿De verdad? ¿Y son todas tan apasionantes?
- ¿Tu crees que son apasionantes? Todo el mundo dice que son
aburridísimas…
- Pues eso no es cierto, a mi me ha gustado mucho. Ojalá yo supiera saber
escribir historias como la tuya pero no se...

El conejito se dio cuenta de que la conejita se había puesto de repente muy


triste así que se acercó y, pasándole la patita por encima del hombro, le
dijo con dulzura:
- Yo puedo enseñarte si quieres a escribirlas. Seguro que aprendes muy
rápido
- ¿Sí? ¿Me lo dices en serio?
- ¡Claro que sí! ¡Hasta podríamos escribirlas juntos!
- ¡Genial! Estoy deseando explorar esos lugares, viajar a esos mundos y
conocer a todos esos villanos y malandrines -dijo la conejita-
Los conejitos se hicieron muy amigos y compartieron juegos y escribieron
cientos de libros que leyeron a niños de todo el mundo.

Sus historias jamás contadas y peripecias se hicieron muy famosas y el


conejito no volvió jamás a sentirse solo ni tampoco a dudar de sus
historias.

UGA LA TORTUGA. CUENTO INFANTIL SOBRE LA PERSEVERANCIA

- ¡Caramba, todo me sale mal!, se lamenta


constantemente Uga, la tortuga.
Y es que no es para menos: siempre llega tarde, es la
última en acabar sus tareas, casi nunca consigue premios
a la rapidez y, para colmo es una dormilona.
- ¡Esto tiene que cambiar!, se propuso un buen día, harta
de que sus compañeros del bosque le recriminaran por su
poco esfuerzo al realizar sus tareas.
Y es que había optado por no intentar siquiera realizar actividades tan sencillas como
amontonar hojitas secas caídas de los árboles en otoño, o quitar piedrecitas de camino hacia
la charca donde chapoteaban los calurosos días de verano.
- ¿Para qué preocuparme en hacer un trabajo que luego acaban haciendo mis compañeros?
Mejor es dedicarme a jugar y a descansar.
- No es una gran idea, dijo una hormiguita. Lo que verdaderamente cuenta no es hacer el
trabajo en un tiempo récord; lo importante es acabarlo realizándolo lo mejor que sabes,
pues siempre te quedará la recompensa de haberlo conseguido.
No todos los trabajos necesitan de obreros rápidos. Hay labores que requieren tiempo y
esfuerzo. Si no lo intentas nunca sabrás lo que eres capaz de hacer, y siempre te quedarás
con la duda de si lo hubieras logrados alguna vez.
Por ello, es mejor intentarlo y no conseguirlo que no probar y vivir con la duda. La
constancia y la perseverancia son buenas aliadas para conseguir lo que nos proponemos;
por ello yo te aconsejo que lo intentes. Hasta te puede sorprender de lo que eres capaz.
- ¡Caramba, hormiguita, me has tocado las fibras! Esto es lo que yo necesitaba: alguien que
me ayudara a comprender el valor del esfuerzo; te prometo que lo intentaré.
Pasaron unos días y Uga, la tortuga, se esforzaba en sus quehaceres.
Se sentía feliz consigo misma pues cada día conseguía lo poquito que se proponía porque
era consciente de que había hecho todo lo posible por lograrlo.
- He encontrado mi felicidad: lo que importa no es marcarse grandes e imposibles metas,
sino acabar todas las pequeñas tareas que contribuyen a lograr grandes fines.
FIN

EL NIÑO Y LOS CLAVOS


Había un niño que tenía muy, pero que muy mal carácter. Un día, su padre
le dio una bolsa con clavos y le dijo que cada vez que perdiera la calma,
que él clavase un clavo en la cerca de detrás de la casa.
El primer día, el niño clavó 37 clavos en la cerca. Al día siguiente, menos,
y así con los días posteriores. Él niño se iba dando cuenta que era más fácil
controlar su genio y su mal carácter, que clavar los clavos en la cerca.
Finalmente llegó el día en que el niño no perdió la calma ni una sola vez y
se lo dijo a su padre que no tenía que clavar ni un clavo en la cerca. Él
había conseguido, por fin, controlar su mal temperamento.
Su padre, muy contento y satisfecho, sugirió entonces a su hijo que por
cada día que controlase su carácter, sacase un clavo de la cerca.
Los días se pasaron y el niño pudo finalmente decir a su padre que ya había sacado todos
los clavos de la cerca. Entonces el padre llevó a su hijo, de la mano, hasta la cerca de detrás
de la casa y le dijo:
- Mira, hijo, has trabajo duro para clavar y quitar los clavos de esta cerca, pero fíjate en
todos los agujeros que quedaron en la cerca. Jamás será la misma.
Lo que quiero decir es que cuando dices o haces cosas con mal genio, enfado y mal
carácter, dejas una cicatriz, como estos agujeros en la cerca. Ya no importa tanto que pidas
perdón. La herida estará siempre allí. Y una herida física es igual que una herida verbal.
Los amigos, así como los padres y toda la familia, son verdaderas joyas a quienes hay que
valorar. Ellos te sonríen y te animan a mejorar. Te escuchan, comparten una palabra de
aliento y siempre tienen su corazón abierto para recibirte.
Las palabras de su padre, así como la experiencia vivida con los clavos, hicieron que el
niño reflexionase sobre las consecuencias de su carácter. Y colorín colorado, este cuento se
ha acabado.
FIN
CARRERA DE ZAPATILLAS

Había llegado por fin el gran día. Todos los animales


del bosque se levantaron temprano porque ¡era el día
de la gran carrera de zapatillas! A las nueve ya estaban
todos reunidos junto al lago.
También estaba la jirafa, la más alta y hermosa del
bosque. Pero era tan presumida que no quería ser
amiga de los demás animales.
La jiraba comenzó a burlarse de sus amigos:
- Ja, ja, ja, ja, se reía de la tortuga que era tan bajita y tan lenta.
- Jo, jo, jo, jo, se reía del rinoceronte que era tan gordo.
- Je, je, je, je, se reía del elefante por su trompa tan larga.
Y entonces, llegó la hora de la largada.
El zorro llevaba unas zapatillas a rayas amarillas y rojas. La cebra, unas rosadas con moños
muy grandes. El mono llevaba unas zapatillas verdes con lunares anaranjados.
La tortuga se puso unas zapatillas blancas como las nubes. Y cuando estaban a punto de
comenzar la carrera, la jirafa se puso a llorar desesperada.
Es que era tan alta, que ¡no podía atarse los cordones de sus zapatillas!
- Ahhh, ahhhh, ¡qué alguien me ayude! - gritó la jirafa.
Y todos los animales se quedaron mirándola. Pero el zorro fue a hablar con ella y le dijo:
- Tú te reías de los demás animales porque eran diferentes. Es cierto, todos somos
diferentes, pero todos tenemos algo bueno y todos podemos ser amigos y ayudarnos cuando
lo necesitamos.
Entonces la jirafa pidió perdón a todos por haberse reído de ellos. Y vinieron las hormigas,
que rápidamente treparon por sus zapatillas para atarle los cordones.
Y por fin se pusieron todos los animales en la línea de partida. En sus marcas, preparados,
listos, ¡YA!
Cuando terminó la carrera, todos festejaron porque habían ganado una nueva amiga que
además había aprendido lo que significaba la amistad.
Colorín, colorón, si quieres tener muchos amigos, acéptalos como son.
FIN

UN CONEJO EN LA VÍA
Daniel se reía dentro del auto por las gracias que
hacía su hermano menor, Carlos. Iban de paseo con
sus padres al Lago Rosado. Allí irían a nadar en sus
tibias aguas y elevarían sus nuevas cometas. Sería un
día de paseo inolvidable. De pronto el coche se
detuvo con un brusco frenazo. Daniel oyó a su padre
exclamar con voz ronca:

- ¡Oh, mi Dios, lo he atropellado!


- ¿A quién, a quién?, le preguntó Daniel.
- No se preocupen, respondió su padre-. No es nada.

El auto inició su marcha de nuevo y la madre de los chicos encendió la radio, empezó a
sonar una canción de moda en los altavoces.

- Cantemos esta canción, dijo mirando a los niños en el asiento de atrás. La mamá comenzó
a tararear una canción. Pero Daniel miró por la ventana trasera y vio tendido sobre la
carretera el cuerpo de un conejo.

- Para el coche papi, gritó Daniel. Por favor, detente.


- ¿Para qué?, responde su padre.
- ¡El conejo, le dice, el conejo allí en la carretera, herido!
- Dejémoslo, dice la madre, es sólo un animal.
- No, no, para, para.

- Sí papi, no sigas - añade Carlitos-. Debemos recogerlo y llevarlo al hospital de animales.


Los dos niños estaban muy preocupados y tristes.

- Bueno, está bien- dijo el padre dándose cuenta de su error. Y dando vuelta recogieron al
conejo herido.
Pero al reiniciar su viaje fueron detenidos un poco más adelante por una patrulla de la
policía, que les informó de que una gran roca había caído sobre la carretera por donde iban,
cerrando el paso. Al enterarse de la emergencia, todos ayudaron a los policías a retirar la
roca.
Gracias a la solidaridad de todos pudieron dejar el camino libre y llegar a tiempo al
veterinario, que curó la pata al conejo. Los papás de Daniel y carlos aceptaron a llevarlo a
su casa hasta que se curara
Unas semanas después toda la familia fue a dejar al conejito de nuevo en el bosque. Carlos
y Daniel le dijeron adiós con pena, pero sabiendo que sería más feliz en libertad.

FIN

El papel y la tinta
Había una hoja de papel sobre una mesa, junto a otras
hojas iguales a ella, cuando una pluma, bañada en
negrísima tinta, la manchó completa y la llenó de
palabras. “¿No podrías haberme ahorrado esta
humillación?”, dijo enojada la hoja de papel a la tinta.
“Tu negro infernal me ha arruinado para siempre”. “No
te he ensuciado”, repuso la tinta. “Te he vestido de
palabras. Desde ahora ya no eres una hoja de papel sino
un mensaje. Custodias el pensamiento del hombre. Te
has convertido en algo precioso”. En ese momento,
alguien que estaba ordenando el despacho, vio aquellas hojas esparcidas y las juntó para
arrojarlas al fuego. Sin embargo, reparó en la hoja “sucia” de tinta y la devolvió a su lugar
porque llevaba, bien visible, el mensaje de la palabra. Luego, arrojó el resto al fuego.

La sepultura del lobo


Hubo una vez un lobo muy rico pero muy avaro.
Nunca dio ni un poco de lo mucho que le sobraba.
Sin embargo, cuando se hizo viejo, empezó a
pensar en su propia vida, sentado en la puerta de
su casa. Un burrito que pasaba por allí le
preguntó: “¿Podrías prestarme cuatro medidas de
trigo, vecino?”. “Te daré ocho, si prometes velar
por mi sepulcro en las tres noches siguientes a mi
entierro”. “Está bien”, dijo el burrito. A los pocos
días el lobo murió y el burrito fue a velar su sepultura. Durante la tercera noche se le unió el
pato que no tenía casa. Y juntos estaban cuando, en medio de una espantosa ráfaga de
viento, llego el aguilucho y les dijo: “Si me dejáis apoderarme del lobo os daré una bolsa de
oro”. “Será suficiente si llenas una de mis botas”, le dijo el pato, que era muy astuto.
El aguilucho se marchó para regresar enseguida con un gran saco de oro, que empezó a
volcar sobre la bota que el sagaz pato había colocado sobre una fosa. Como no tenía suela y
la fosa estaba vacía no acababa de llenarse. El aguilucho decidió ir entonces en busca de
todo el oro del mundo. Y cuando intentaba cruzar un precipicio con cien bolsas colgando de
su pico, cayó sin remedio. “Amigo burrito, ya somos ricos”, dije el pato. “La maldad del
aguilucho nos ha beneficiado. Y ahora nosotros y todos los pobres de la ciudad con los que
compartiremos el oro nunca más pasaremos necesidades”, dijo el borrico. Así hicieron y las
personas del pueblo se convirtieron en las más ricas del mundo.

La ratita blanca
El hada soberana de las cumbres invitó un día a todas las hadas
de las nieves a una fiesta en su palacio. Todas acudieron
envueltas en sus capas de armiño y guiando sus carrozas de
escarcha. Sin embargo, una de ellas, Alba, al oír llorar a unos
niños que vivían en una solitaria cabaña, se detuvo en el
camino. El hada entró en la pobre casa y encendió la chimenea.
Los niños, calentándose junto a las llamas, le contaron que sus padres hablan ido a trabajar
a la ciudad y mientras tanto, se morían de frío y miedo. –“Me quedaré con vosotros hasta
que vuestros padres regresen”, prometió. Y así lo hizo, pero a la hora de marcharse,
nerviosa por el castigo que podía imponerle su soberana por la tardanza, olvidó la varita
mágica en el interior de la cabaña.
El hada de las cumbres miró con enojo a Alba. “No solo te presentas tarde, sino que además
lo haces sin tu varita? ¡Mereces un buen castigo!” Las demás hadas defendieron a su
compañera en desgracia. –“Sabemos que Alba no ha llegado temprano y ha olvidado su
varita. Ha faltado, sí, pero por su buen corazón, el castigo no puede ser eterno. Te pedimos
que el castigo solo dure cien años, durante los cuales vagara por el mundo convertida en
una ratita blanca”. Así que si veis por casualidad a una ratita muy linda y de blancura
deslumbrante, sabed que es Alba, nuestra hadita, que todavía no ha cumplido su castigo.

La aventura del agua


Un día que el agua se encontraba en el sober bio mar sintió el
caprichoso deseo de subir al cielo. Entonces se dirigió al fuego y le
dijo: -“¿Podrías ayudarme a subir más alto? El fuego aceptó y con su
calor, la volvió más ligera que el aire, transformándola en un sutil
vapor. El vapor subió más y más en el cielo, voló muy alto, hasta los
estratos más ligeros y fríos del aire, donde ya el fuego no podía
seguirlo. Entonces las partículas de vapor, ateridas de frío, se vieron
obligadas a juntarse, se volvieron más pesadas que el aire y cayeron
en forma de lluvia. Habían subido al cielo invadidas de soberbia y
recibieron su merecido. La tierra sedienta absorbió la lluvia y, de esta
forma, el agua estuvo durante mucho tiempo prisionera en el suelo,
purgando su pecado con una larga penitencia.

La gratitud de la fiera
Androcles, un pobre esclavo de la antigua Roma, en un descuido de
su amo, escapó al bosque. Buscando refugio seguro, encontró una
cueva y al entrar, a la débil luz que llegaba del exterior, el joven
descubrió un soberbio león. Se lamía la pata derecha y rugía de vez en
cuando. Androcles, sin sentir temor, se dijo: -“Este pobre animal debe
estar herido. Parece como si el destino me hubiera guiado hasta aquí
para que pueda ayudarle. Vamos, amigo, no temas, te ayudaré”. Así,
hablándole con suavidad, Androcles venció el recelo de la fiera y
tanteó su herida hasta encontrar una flecha clavada profundamente. Se
la extrajo y luego le lavó la herida con agua fresca.
Durante varios días, el león y el hombre compartieron la cueva hasta
que Androcles, creyendo que ya no le buscarían se decidió a salir.
Varios centuriones romanos armados con sus lanzas cayeron sobre él
y le llevaron prisionero al circo. Pasados unos días, fue sacado de su
pestilente mazmorra. El recinto estaba lleno a rebosar de gentes ansiosas de contemplar la
lucha. Androcles se aprestó a luchar con el león que se dirigía hacia él. De pronto, con un
espantoso rugido, la fiera se detuvo en seco y comenzó a restregar cariñosamente su
cabezota contra el cuerpo del esclavo. –“¡Sublime! ¡Es sublime! ¡César, perdona al esclavo,
pues ha sometido a la fiera!” -gritaban los espectadores. El emperador ordenó que el
esclavo fuera puesto en libertad. Sin embargo, lo que todos ignoraron era que Androcles no
poseía ningún poder especial y que lo que había ocurrido no era sino la demostración de la
gratitud del animal.
Secreto a voces
Gretel, la hija del Alcalde, era muy curiosa. Quería
saberlo todo, pero no sabía guardar un secreto. –“¿Qué
hablabas con el Gobernador?”, le preguntó a su padre,
después de intentar escuchar una larga conversación entre
los dos hombres. –“Estábamos hablando sobre el gran
reloj que mañana, a las doce, vamos a colocar en el
Ayuntamiento. Pero es un secreto y no debes divulgarlo”.
Gretel prometió callar, pero a las doce del día siguiente
estaba en la plaza con todas sus compañeras de la escuela
para ver cómo colocaban el reloj en el ayuntamiento. Sin embargo, grande fue su sorpresa
al ver que tal reloj no existía. El Alcalde quiso dar una lección a su hija y en verdad fue
dura, pues las niñas del pueblo estuvieron mofándose de ella durante varios años. Eso sí, le
sirvió para saber callar a tiempo.

Santilin
Santilin es un osito muy inteligente, bueno y
respetuoso. Todos lo quieren mucho, y
sus amiguitos disfrutan jugando con él porque
es muy divertido.
Le gusta dar largos paseos con su compañero,
el elefantito. Después de la merienda se reúnen
y emprenden una larga caminata charlando y
saludando a las mariposas que revolotean
coquetas, desplegando sus coloridas alitas.
Siempre está atento a los juegos de los otros animalitos. Con mucha paciencia
trata de enseñarles que pueden entretenerse sin dañar las plantas, sin pisotear el
césped, sin destruir lo hermoso que la naturaleza nos regala.
Un domingo llegaron vecinos nuevos. Santilin se apresuró a darles la bienvenida y
enseguida invitó a jugar al puercoespín más pequeño.
Lo aceptaron contentos hasta que la ardillita, llorando, advierte:
- Ay, cuidado, no se acerquen, esas púas lastiman.
El puercoespín pidió disculpas y triste regresó a su casa. Los demás se quedaron
afligidos, menos Santilin, que estaba seguro de encontrar una solución.
Pensó y pensó, hasta que, risueño, dijo:
- Esperen, ya vuelvo.
Santilin regresó con la gorra de su papá y llamó al puercoespín.
Le colocaron la gorra sobre el lomo y, de esta forma tan sencilla, taparon las púas
para que no los pinchara y así pudieran compartir los juegos.
Tan contentos estaban que, tomados de las manos, formaron una gran ronda
y cantaron felices.
FIN

Sara y Lucía
Érase una vez dos niñas
muy amigas llamadas Sara y Lucía. Se
conocían desde que eran muy pequeñas y compartían siempre todo la una con la
otra.
Un día Sara y Lucía salieron de compras. Sara se probó una camiseta y le pidió a
su amiga Lucía su opinión. Lucía, sin dudarlos dos veces, le dijo que no le gustaba
cómo le quedaba y le aconsejó buscar otro modelo.
Entonces Sara se sintió ofendida y se marchó llorando de la tienda, dejando allí a
su amiga.
Lucía se quedó muy triste y apenada por la reacción de su amiga.
No entendía su enfado ya que ella sólo le había dicho la verdad.
Al llegar a casa, Sara le contó a su madre lo sucedido y su madre le hizo ver que
su amiga sólo había sido sincera con ella y no tenía que molestarse por ello.
Sara reflexionó y se dio cuenta de que su madre tenía razón.
Al día siguiente fue corriendo a disculparse con Lucía, que la perdonó de
inmediato con una gran sonrisa.
Desde entonces, las dos amigas entendieron que la verdadera amistad se basa en
la sinceridad.
Y colorín colorado este cuento se ha acabado, y el que se enfade se quedará
sentado.
FIN

El elefante fotógrafo
Había una vez un elefante que quería ser
fotógrafo. Sus amigos se reían cada vez que le
oían decir aquello:
- Qué tontería - decían unos- ¡no hay cámaras de
fotos para elefantes!
- Qué pérdida de tiempo -decían los otros- si aquí
no hay nada que fotografíar...
Pero el elefante seguía con su ilusión, y poco a
poco fue reuniendo trastos y aparatos con los
que fabricar una gran cámara de fotos. Tuvo que hacerlo
prácticamente todo: desde un botón que se pulsara con la
trompa, hasta un objetivo del tamaño del ojo de un elefante, y
finalmente un montón de hierros para poder colgarse la cámara
sobre la cabeza.
Así que una vez acabada, pudo hacer sus primeras fotos, pero su
cámara para elefantes era tan grandota y extraña que paracecía una
gran y ridícula máscara, y muchos se reían tanto al verle aparecer,
que el elefante comenzó a pensar en abandonar su sueño.. Para
más desgracia, parecían tener razón los que decían que no había nada
que fotografiar en aquel lugar...
Pero no fue así. Resultó que la pinta del elefante con su cámara
era tan divertida, que nadie podía dejar de reir al verle, y usando
un montón de buen humor, el elefante consiguió divertidísimas e
increíbles fotos de todos los animales, siempre alegres y contentos,
¡incluso del malhumorado rino!; de esta forma se convirtió en el
fotógrafo oficial de la sabana, y de todas partes acudían los
animales para sacarse una sonriente foto para el pasaporte al
zoo.
Los últimos dinosaurios
En el cráter de un antiguo volcán, situado en lo alto del
único monte de una región perdida en las selvas tropicales,
habitaba el último grupo de grandes dinosaurios
feroces. Durante miles y miles de años, sobrevivieron a
los cambios de la tierra y ahora, liderados por el gran
Ferocitaurus, planeaban salir de su escondite para volver a
dominarla.
Ferocitaurus era un temible tiranosaurus rex que había
decidido que llevaban demasiado tiempo aislados, así que
durante algunos años se unieron para trabajar y derribar las paredes del
gran cráter. Y cuando lo consiguieron, todos prepararon
cuidadosamente sus garras y sus dientes para volver a atermorizar
al mundo.

Al abandonar su escondite de miles de años, todo les resultaba nuevo, muy


disitinto a lo que se habían acostumbrado en el cráter, pero siguieron con
paso firme durante días. Por fin, desde lo alto de unas montañas vieron
un pequeño pueblo, con sus casas y sus habitantes, que parecían
pequeños puntitos. Sin haber visto antes a ningún humano, se lanzaron
feroces montaña abajo, dispuestos a arrasar con lo que se encontraran...
Pero según se acercaron al pueblecito, las casas se fueron haciendo más y
más grandes, y más y más.... y cuando las alcanzaron, resultó que eran
muchísimo más grandes que los propios dinosaurios, y un niño que
pasaba por allí dijo: "¡papá, papá, he encontrado unos dinosaurios en
miniatura! ¿puedo quedármelos?".

Así las cosas, el temible Ferocitaurus y sus amigos terminaron siendo


las mascotas de los niños del pueblo, y al comprobar que millones de
años de evolución en el cráter habían convertido a su especie en
dinosaurios enanos, aprendieron que nada dura para siempre, y que
siempre hay estar dispuesto a adaptarse. Y eso sí, todos demostraron ser
unas excelentes y divertidas mascotas.

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