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TEORÍA DE LA HISTORICIDAD (FILOSOFÍA. HERMENEIA) (SPANISH EDITION)

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TEOR
DE HISTORICID

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TEORÍA DE LA HISTORICIDAD (FILOSOFÍA. HERMENEIA) (SPANISH EDITION)

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F I L O S O F Í A

[ h e r m e n e i a ]

directores

Manuel Maceiras Fafián


Juan Manuel Navarro Cordón
Ramón Rodríguez García

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TEORÍA DE LA HISTORICIDAD (FILOSOFÍA. HERMENEIA) (SPANISH EDITION)

..
TEOR
DE HISTORICID

Mariano Alvarez Gómez

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TEORÍA DE LA HISTORICIDAD (FILOSOFÍA. HERMENEIA) (SPANISH EDITION)

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© Mariano Álvarez Gómez

© EDITORIAL SÍNTESIS, S. A.
Vallehermoso 34
28015 Madrid
Tel 91 593 20 98
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ISBN: 978-84-975691-2-5

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penales y el resarcimiento civil previstos en las leyes, reproducir, registrar
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Saturnino Alvarez Turienzo, en la búsqueda común de un tiempo mejor.


,

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TEORÍA DE LA HISTORICIDAD (FILOSOFÍA. HERMENEIA) (SPANISH EDITION)

Prólogo

1 Introducción
1.1. Historicidad e historia

1.2. La historicidad en relación con los hechos históricos

1.3. La historicidad como referida a la narración

1.4. Teoría de la historicidad y filosofía

1.5. Hechos históricos y categorías de pensamiento

1.6. Sobre la "deducción" de las categorías

l. 7. Cuestiones sobre el sentido de la historia

2 El lugar propio de la historicidad. La pregunta por el


suieto de la historia
"

2.1. Individuo e historia

2.2. El último reducto de la trascendentalidad y del lógos: Kant


y Hegel

2.3. Poder ser y poder hacer. Insuficiencia de los sujetos


individuales. ¿Quién hace la historia?

2.4. Lo contingente en la historia. La ineludible referencia a las


,

categortas

2.4.1. Cardcter real de la historia

2. 4.2. La negación como factor del proceso histórico

2.4.3. El límite en cuanto dimensión constitutiva

2. 5. Facticidad e historicidad

3 La temPoralidad como elemento básico


....

3.l. Conexión de los diferentes modos del saber histórico con la


temporalidad
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3.2. Temporalidad e historicidad

3.3. Las dimensiones de lo histórico

3.3.1. El �Presente como olvido �


v como memoria del �
Pasado; como

anticipación

v como efusión del Jfuturo

3.3.2. El �Pasado como mero �Pretérito, como remanente v como


J

Potencial Jfuturo

3.3.3. El �
futuro como simple
l.
futuro, como l.Porvenir

v como apertura
., :L

de �Posibilidades

3.4. Dialéctica de las dimensiones históricas

3.4.1. DesPresencialización

3.4.2. Crítica del historicismo. Revisión de las tres clases de historia


Pro�Puestas �Por Nietzsche

3.4.3. Sentido �
v sinsentido de la utoPía

3.5. Finitud y temporalidad

4 Configuración de la historicidad
4.1. Estructura ontológica

4.1.1. Continuidad o identidad del �Proceso histórico

4.1.2. DePendencia

causal de los acontecimientos o la identidad

como resultado de la acción

4.1.3. Conexión o imPlicación



de los acontecimientos

4.2. Modalidades básicas del acontecer desde la perspectiva del


presente histórico

4.2.1 . El �Pasado como lo necesario de la historia

4.2.2. El �Pasado como coniunto


T
de Posibilidades en razón de la
1

libertad

4.2.3. Lo �Posi-

ble �
v lo imPosible
:1.
en la historia

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4.2. 4. Cardcter contingente de lo posible que llega a existir

4.2.5. Simultaneidad de lo necesario .,V de lo contingente

S R�Rexión final sobre la relación entre historia y sistema

Bibliografía

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TEORÍA DE LA HISTORICIDAD (FILOSOFÍA. HERMENEIA) (SPANISH EDITION)

Prólogo

e las palabras queda con frecuencia, a falta de un significado claro y


preciso, lo que simplemente sugieren. A la palabra historicidad, que desde el siglo
XIX se utiliza con desigual fortuna, asociamos varias cosas; en primer lugar la idea
del cambio de todas las grandes cuestiones que directa o indirectamente afectan al
hombre. La forma de entender la vida, el significado y alcance de la verdad, la
concepción del arte, la religión y el sentido que a ella va unido o el modo de
ejercer la política han pasado por tantas y tan profundas transformaciones, sobre
todo en los dos últimos siglos, que al fin se puede llegar a pensar que el cambio
afecta no sólo a estas o aquellas manifestaciones, sino a la realidad humana en lo
que esencialmente la constituye.

La aparición del término historicidad tiene que ver en parte con este fenómeno,
más concretamente con la forma en que las transformaciones, inducidas en buena
medida por la acción del hombre, revierten en su propio modo de ser. Sin
embargo, en paralelo a estos cambios ha discurrido otro fenómeno, no tan
llamativo pero no menos importante por su índole y por sus efectos. El hombre,
además de producir y sufrir hondas transformaciones, las ha ido interiorizando y
como consecuencia ha ido profundizando en el conocimiento de sí mismo. Esto
viene ya de antiguo: "Muchas cosas asombrosas existen y, con todo, nada más
asombroso que el hombre", dice Sófocles por boca del Coro en Antígona. Lo que
ante todo provoca asombro es "la destreza que el hombre encamina unas veces al
bien, otras veces al mal" . Lo que acontece, especialmente el paso de la Edad
Moderna a la Contemporánea, son transformaciones, llevadas a cabo sobre todo
por esa destreza humana, que no son comparables ni en cantidad ni en calidad a
aquellas de que habla Sófocles, tampoco obviamente en lo que al mal se refiere.
Cuanto mayor es el asombro del hombre ante sí mismo, tanto más insistente es la
pregunta que él se plantea: ¿qué es el hombre? Ello quiere decir que, a la vez que
concernido por los cambios, el hombre se reafirma tanto más en su propio ser. El
proceso histórico, que en todo caso representa un paso del hombre hacia delante, es
simultáneamente un paso hacia el fondo de sí mismo. Lo transitorio, que implican
los cambios, va unido a lo imperecedero de lo que es un "sí mismo" permanente;
lo que una y otra vez se revela como diferente es inseparable de lo siempre idéntico.

La historicidad sugiere también la idea de que la historia sigue, firme e


insobornable, su marcha, sin que los individuos, implicados en ella y afectados por
ella, puedan hacer nada por modificar, y menos aún por detener su curso. Es como
si el hombre tuviera la necesidad de hacer historia y como si, esto supuesto, dadas de
antemano las circunstancias en las que se encuentra, no pudiera sino llevar a cabo
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lo que viene prescrito en la lógica misma de los acontecimientos. Es cierto sin duda
que el peso de la historia sobre los individuos ha existido desde siempre y que su
influencia sobre lo que éstos piensan y hacen es, en determinados aspectos, cada vez
mayor. Pero no es menos cierto, a su vez, que el carácter que tal influencia tiene
está hoy en gran medida determinado por el desarrollo científico-técnico, que tiene
su origen en la propia actividad humana.

Por esta razón el hombre se sabe y se sien te, cada vez en mayor medida,
responsable, no ya de aquello de lo que él es agente de forma inmediata -lo cual
es obvio-, sino también de aquello que simplemente le acontece. Cada vez es
menos convincente el recurso al poder del destino, porque cada vez es mayor la
conciencia que el individuo tiene de su responsabilidad en lo que es el curso de los
acontecimientos históricos. Todo acontece como si él no existiera, puesto que la
historia le precede y seguirá su curso, cuando él haya dejado de existir. Pero nada
en la historia es, simultáneamente, posible, ni tan siquiera pensable, al margen de la
acción de los individuos, singulares y concretos, revestidos de su biografía y
protagonistas insustituibles de su propia vida.

La historicidad se vincula en tercer lugar, hoy especialmente, con la


representación de que la historia es un proceso de sucesivas rupturas, que no se
caracteriza en consecuencia por ningún tipo de continuidad. Los cambios, inducidos
por el desarrollo tecnológico, son tan drásticos que su resultado pone en marcha
,

formas de vida que poco o nada parecen tener que ver con las anteriores. Este es
uno de los motivos por el que se ha propagado la idea de que la historia no cuenta
o de que el hombre ya no tiene historia. Esto, sin embargo, coexiste con el
fenómeno llamativo de que la historia suscita un interés cada vez mayor y de que
su interpretación provoca encendidas polémicas. Ello presupone que el hombre, pese
a sus diferencias con el pasado, se reconoce en él, lo ve como su pasado, como una
dimensión esencial de su realidad. Lo cual implica que en la historia la continuidad
juega un papel considerable, que es preciso pensar junto con el grado de
discontinuidad que le corresponde.

Por último, la capacidad que ha llegado a adquirir hoy el hombre para


objetivar cuantas cosas le salen al paso le ha llevado a hacer lo propio no sólo con
los acontecimientos históricos, sino con la interpretación de los mismos. De ahí se
pasa fácilmente a considerar la historia como un juego en el que las piezas se
ajustan en cada caso en función de los intereses del momento. Es cierto que las
interpretaciones de la historia varían en razón del cambio de perspectiva,
condicionado por la misma historia y porque ésta, debido a su complejidad,
representa un fondo inagotable de posibilidades. Pero lo que no se puede eludir es
el hecho de que los acontecimientos se producen en un tiempo determinado, que
posee siempre en cada caso una estructura necesaria, que forzosamente impone
límites al "libre juego" de la fantasía. Por esta razón, entre otras, es insustituible la
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labor rigurosa del buen historiador.

Estas cuestiones, y otras afines, nos han hecho ver la conveniencia de abordar el
tema de la historicidad mediante el recurso a las categorías propias del pensamiento,
de acuerdo con la interpretación que en cada caso demandan los acontecimientos

mismos.

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TEORÍA DE LA HISTORICIDAD (FILOSOFÍA. HERMENEIA) (SPANISH EDITION)

Introducción

I.I. Historicidad e historia

Mi exposición de la historicidad va a tener un carácter sistemático. Renuncio a


historiar el proceso que ha seguido el empleo de ese término, desde Hegel, que fue el
primero en utilizarlo, pasando por el conde de Yorck y Dilthey, hasta su culminación
en Heidegger y las interpretaciones, también críticas, que a partir de aquí se han
hecho.

Como aproximación al concepto, que tendrá que concretarse y ampliarse a lo


largo de este libro, se define historicidad como el conjunto de condiciones que
permiten pensar la historia. No se refiere pues directamente a la historia entendida
como la serie, total o parcial, de acontecimientos: como res gestae, ni tampoco a la
exposición de aquellos, a la historia rerum gestarum, que los propios especialistas no
tienen fácil definir. La definición que de la Historia Universal dio en su día un
autor, de nombre ya olvidado, decía así: "Exposición fiel y ordenada de los hechos
verdaderos y memorables que han influido en el destino del género humano". Más
reciente, sucinta y en consonancia con ciertas tendencias es la caracterización de la
historia como narración interpretativa del acontecer; y más convencional aún es
considerarla como el relato objetivo de los hechos del pasado. Salvadas las diferencias,
sean de matiz o de intención, la historia como disciplina hace referencia a hechos
que han acontecido o están aconteciendo; tiene que ver por tanto, por mas

importancia que se reconozca a la interpretación, con acontecimientos que han


tenido lugar objetivamente (sobre los diferentes temas y aspectos de esta cuestión, cf.
Hernández Sandoica, 2004: 47 - 1 78).

La historicidad pretende desarrollar las categorías que nos hacen posible la


comprensión de los hechos. No es tarea propia del historiador, que tiene ante sí
acontecimientos que se propone comprender, y no las categorías en que se apoya
para ello. Aunque la historicidad se distingue tanto de los acontecimientos históricos
como de la exposición de los mismos, tiene que ver con ambas cosas y no es por
tanto ajena a los hechos mismos ni tampoco a ninguna de las formas con las que
nos referimos a ellos.

1.2. La historicidad en relación con los hechos históricos

Con los hechos se relaciona en cuanto que, al considerarlos, estamos presuponiendo

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de una u otra forma, no sólo que provienen de otros, sino que en sí mismos son
portadores de un significado, y en ese sentido poseen su propia peculiaridad y
consistencia, así como que se proyectan en otros acontecimientos e influyen en ellos.
Historicidad es el concepto que polariza las diferentes perspectivas con que se nos
presentan los hechos. Es decir, bajo historicidad entendemos aquello en virtud de los
cual los hechos son lo que son, provienen de otros y a su vez, por cuanto son lo
que son, poseen algún tipo de influencia en lo que va a acontecer después.

Además, estos diferentes aspectos tienen una marcada individualidad. Pues los
hechos históricos, lejos de provenir de otros hechos de un modo genérico, provienen
de hechos que tienen una singularidad insoslayable, sin que quepa la escapatoria de
que puesto que esto tiene lugar y es así respecto de todo tipo de proveniencia, no
podemos eludir el carácter genérico; no cabe tal escapatoria, porque si bien los
hechos son siempre éstos y por tanto a todos ellos se les aplica el concepto de un
"esto", lo que en cada caso ha acontecido es diferente de cualquier otro aconteci­
miento. Por tanto, el acontecimiento que proviene de los anteriores es también
diferente.

Nos encontramos así ante una perplejidad o si se quiere ante un enigma, pues
para decir algo de los hechos ponemos en juego su proveniencia y, por otra parte, al
ser los hechos netamente diferentes de cuanto los precede, no se pueden explicar en
razón de esos precedentes. El enigma está en que, al referirnos a los hechos nos es
obligado volver la mirada a aquello de donde provienen y, al mismo tiempo,
percibimos que se resisten, en razón de su propia individualidad, a dejarse explicar
por lo que les precede. Y esto mismo puede decirse, si se supone que, en su pro­
yección sobre acontecimientos venideros, los hechos van a tener este o aquel efecto,
claramente determinable. Si se mantiene el mencionado criterio de la individualidad,
no podremos predecir cómo van a repercutir en los venideros los hechos del pasado
o del presente.

Y sin embargo, al referirnos a los hechos históricos, previamente a adoptar la


actitud de los historiadores, operamos con una doble hipótesis: que los hechos están
dotados de una individualidad irreducible y, al mismo tiempo, que en su explicación,
tenemos que contar con lo que implica en concreto su proveniencia de hechos
pasados. Tanto lo uno como lo otro lo podemos atribuir a la historicidad. Según este
aspecto, por historicidad podemos entender aquel principio en virtud del cual los
hechos históricos son en cada caso lo que son, es decir, están dotados de una
identidad propia y, por otra parte, provienen de otros hechos, sin los cuales no
existirían ni tampoco tendrían la índole o modo de ser que les es propia.

El ejemplo que puede proponerse en este caso es lo que tiene lugar en la


relación entre padre e hijo. Sin el padre el hijo ni existiría ni tendría tampoco estas
o aquellas características, tanto que ni siquiera tiene sentido preguntarse cómo sería

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esa persona si su padre o su madre fueran otros. Carece de sentido, porque


estaríamos hablando de otra persona. Salvadas las diferencias y las distancias, esto es
aplicable a la relación entre los hechos históricos. Cabe decir incluso, sin que en ello
haya contradicción alguna, que ambos extremos se acentúan en este caso. Pues tenien­
do en cuenta que en el caso que nos ocupa los factores son mucho más numerosos y
variados, la complejidad es también mucho mayor. Lo cual se traduce, por una
parte, en que, al ser mayores las influencias, cada hecho histórico es especialmente
deudor de otros hechos históricos; pero por otra parte, al tener que recoger en sí tal
cantidad y variedad de influjos, forzoso es que, para ser él mismo, tenga que
poseer una individualidad tanto más acusada, sobre todo, porque los hechos históricos
presuponen la acción libre como factor primordial. El ejemplo antes mencionado de la
relación entre padre e hijo en el ámbito humano pone ya de relieve el carácter
irreductiblemente individual del hijo, no obstante ser esencial lo que le debe al
padre. Sin embargo, la conformación del hijo es un proceso biológico y por
consiguiente necesario. Los hechos históricos, por el contrario, en cuanto que se deben
a acciones libres, poseen una individualidad radicalmente acusada. Ciertamente ni
existirían ni serían lo que son sin aquellos otros hechos de los que proceden, pero
bajo aquel aspecto según el cual surgen de acciones libres, es como si aparecieran sin
determinación alguna, gratuitamente, desde el fondo de la nada.

Con ello hemos avanzado lo que entendemos por historicidad, en cuanto referida
a los hechos históricos, tal como lo hemos enunciado más arriba: aquello en virtud de
lo cual los hechos históricos son lo que son, provienen de otros y, a su vez, poseen
algún tipo de influencia en lo que va a acontecer después. Es por tanto, bajo este
aspecto, una suerte de principio inmanente a los hechos mismos. No se trata de un
concepto abstracto, dotado de caracteres determinados o perfiles definidos, que luego
aplicamos a los hechos, para hacer ver que responden a lo que aquel concepto
postula. Historicidad son, en esa dimensión a que nos estamos refiriendo, los hechos
mismos, en cuanto dotados de una estructura que remite a aquello de lo que
provienen, poseen su propia consistencia y se proyectan en otros hechos venideros.

I. 3. La historicidad como referida a la narración

Referida, no a los hechos mismos, sino a su narración o exposición, es decir, a un


tipo de reflexión, especificada por los hechos que pretende comprender e interpretar,
la historicidad tiene una función determinada. Se distingue claramente de la historia
en cuanto narración de hechos, puesto que no se refiere a éstos. Su tarea no es
captar, catalogar, interpretar, etc. hechos determinados por más interesante y útil que
le resulte conocerlos, tanto más cuanto que en la vida ordinaria nadie puede
prescindir de tomar en consideración estos o aquellos hechos. La tarea de la
historicidad como reflexión de reflexión, tiene como objetivo aclarar las categorías
que el historiador emplea para interpretar los hechos.
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¿No conoce ya el historiador esas categorías? Depende de lo que se entienda por


conocimiento. Si por tal se entiende saber a qué atenerse en la utilización de sus
propios conceptos, es obvio que el historiador conoce, más aún, tiene que conocer
y es él quien propiamente conoce. Sólo puede saber hacer, escribir historia quien de
hecho la escribe, aunque la recíproca no sea cierta, pues ni mucho menos es siempre
verdad que quien se ocupa de la tarea de escribir historia haga verdadera historia.
En este como en tan tos otros campos, el aprendizaje dura muchos años, por no decir
toda la vida. Y sólo una labor prolongada e intensa puede proporcionar
conocimientos importantes, sólidamente fundados. Pero si para escribir historia es
imprescindible saber emplear los conceptos adecuados para ello, no está dicho que el
historiador tenga una idea clara sobre el significado de esos conceptos, al igual que
nadie puede ser un buen científico, si no se atiene a lo que exige el principio de
no-contradicción, sin que sea tarea del científico exponer el significado de ese
principio. Más aún, lo normal es que "lo sabido, justo porque es sabido, no es cono­
cido" (cf Hegel, 1 988: 25) es decir, las cosas que de puro sabidas nos resultan
familiares, no son propiamente conocidas, pues son el presupuesto de lo que
conocemos. Al historiador, al igual que a cualquier otro especialista -y cuanto más
especialista es, tanto más - le ocurre que, habituado al empleo de sus categorías, no
vuelve sobre su significado, lo mismo que un buen cirujano no necesita, mientras
está llevando a cabo una operación, preguntarse por la índole de los instrumentos
que utiliza y cuya aptitud da por supuesta. No lo necesita y tampoco lo debe hacer,
puesto que es el buen resultado de la operación lo que le debe ocupar plenamente
en ese momento. Un historiador sabe, mejor que sabemos los demás, que los
hechos históricos se suceden unos a otros. Pero no es necesario que se pregunte por
el significado de la sucesión como tal; la da simplemente por supuesta. Sabe igual-
mente que unos acontecimientos influyen en otros, pero no t1ene por qué volver, en

términos generales, sobre el significado y alcance de esa influencia. Le basta con


exponer de qué modo unos acontecimientos están presentes en otros que son
posteriores. Y menos aún tiene el historiador que preguntarse por el significado del
principio de causalidad y su aplicación concreta en este caso.

Otro aspecto que tiene que ver expresamente con la historia es el tiempo y su
curso según sus tres momentos consabidos de pasado, presente y futuro. Ni siquiera
tiene el historiador, dándolo por sabido, que hacerse cuestión del tiempo ni de su
implicación en los hechos históricos. Le b asta con saber y dar por supuesto que
los hechos acontecen en el tiempo y que esto no es banal, sino que tiene una gran
importancia, tanta que no se pueden considerar los hechos pasados como si
estuvieran ocurriendo en el presente y menos aún tiene sentido forzar aquellos y tras­
ladarlos a la situación actual. Para saber esto no es necesario más que dejarse llevar
por el sano ejercicio de la razón. Menos aún necesita el historiador entrar en la
ardua discusión de la relación entre temporalidad e historicidad, que por lo demás es

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TEORÍA DE LA HISTORICIDAD (FILOSOFÍA. HERMENEIA) (SPANISH EDITION)

un problema apenas esbozado en la segunda mitad del siglo XIX y ampliamente


desarrollado en el siglo XX.

El concepto de historicidad, en cuanto reflexión sobre el tipo de reflexión que es


ya la historia como actividad que narra e interpreta el acontecer, es un caso más de
la relación entre un tema filosófico y los correspondientes conocimientos empíricos.
En concreto, la historicidad tiene como tarea exponer reflexivamente las categorías
con las que la historia opera y verlas por tanto en su implicación y desarrollo. Es
una tarea propia y específica de la filosofía, puesto que del historiador esperamos
que nos ofrezca, por el procedimiento y según los métodos que considera opor­
tunos, una interpretación aceptable de los acontecimientos; en cambio no es tarea
suya - y si la lleva a cabo, lo haría no como historiador exponer
sistemáticamente las categorías a priori en que se sustenta, las que son condiciones de
posibilidad del pensamiento histórico.

¿Es entonces la teoría de la historicidad una especie de ciencia auxiliar de la


Historia? Eso dependerá de si el historiador considera necesario o pertinente recurrir a
esa reflexión característica de la historicidad. De suyo no la necesita, al igual que
para hacer bien la digestión no es necesario saber biología o para conducir bien un
coche no es necesario saber de mecánica, a menos que se pretenda que las nociones
elementales que para ello se exigen merecen el sabio y respetable nombre de
conocimientos mecánicos. Y al revés, poseer tales conocimientos no es en modo algu­
no suficiente para practicar la "habilidad" de conducir, al igual que quien sabe a la
perfección cómo funciona el aparato digestivo no tiene con ello la más mínima
garantía de que el suyo le funcione bien en un momento dado. Y a la postre, antes o
después, se dará cuenta de que de nada le sirve su caudal de conocimientos. Viene a
cuento esta referencia "escatológica", porque es absolutamente cierto que la historia,
en cuanto proceso de hechos o acontecimientos, seguirá imperturbable su curso, sin
que le rocen tan siquiera ni los conocimientos de los historiadores ni cuantas
consideraciones se puedan hacer sobre la historicidad. Lo que a todos nos importa
en este asunto son los hechos históricos, a los que es posible acceder, con más o
menos éxito, mediante rigurosos métodos científicos. Aquí no disponemos de esa
"cientificidad", porque ni nos ocupamos de los hechos como tales, en la forma en
que de ellos se ocupan los historiadores, ni tampoco nuestra reflexión se centra en
las teorías con que aquellos construyen su interpretación, aunque una teoría de la
historicidad de una u otra forma está mediada por ellas, pues también aquí importa la
referencia a los hechos históricos, sobre los cuales los historiadores ponen abundantes
interpretaciones a nuestra disposición. Se confluye en un mismo lugar, pero el camino
que lleva a él es diferente en ambos casos.

I 4
· · Teoría de la historicidad y filosofía

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TEORÍA DE LA HISTORICIDAD (FILOSOFÍA. HERMENEIA) (SPANISH EDITION)

Tanto en su referencia a los hechos mismos como en su ocupación con las


aportaciones de los historiadores, la teoría de la historicidad va buscando algo que no
es aprehensible, puesto que lo que intenta desvelar no son los hechos mismos ni las
diferentes historias, sino las condiciones de posibilidad tanto de aquellos como de
estas. En definitiva, es lo que siempre ha acorrido con el objeto de cualquier
consideración filosófica, el cual es real, incluso sumamente real, pero no está a la
vista y en ese sentido no es inmediato para nosotros; y como condición de
posibilidad de la historia en cuanto narración interpretativa de los acontecimientos,
la Teoría de la historicidad, en su función de exponer las categorías en que a priori
se apoya aquélla, tiene que ver con algo próximo, tanto que por ser previo a la
acción de historiar los acontecimientos, no lo tenemos a la vista. Con razón se
puede decir de ese objeto inaprehensible de la teoría de la historicidad lo que del
objeto de la filosofía primera dijo Aristóteles: que es algo siempre buscado y siempre
objeto de duda (Aristóteles, 1 990: VII, 1 ; 1 028 b, 3, 323) . Esto mismo lo expone con
especial precisión Hegel que, entre otras cosas, es tal vez el mejor comentarista de
Aristóteles:

Todas las demás ciencias distintas de la filosofía tienen objetos tales que son
admitidos de forma inmediata por la representación y debido a ello son también
presupuestos como aceptados al comienzo de la ciencia, al igual que las
determinaciones, consideradas como exigidas en el proceso ulterior, son tomadas de
la representación.

Tal ciencia no tiene que justificarse respecto de la necesidad del objeto de que
trata. A la Matemática en general, a la Geometría, a la Aritmética, a la Ciencia
del Derecho, la Medicina, la Zoología, la Botánica, etc. se les reconoce que
presuponen que hay magnitud, espacio, número, derecho, enfermedades, plantas,
etc.; es decir, estas cosas están aceptadas por la representación como existentes; a
nadie se le ocurre dudar del ser de tales objetos y exigir que desde el concepto se
demuestre que tiene que haber, en y para sí, magnitud, espacio, etc.,
enfermedad, el animal, la planta . . . El comienzo de la filosofía tiene, por el
contrario, la incomodidad de que su objeto está por de pronto sujeto a la duda
y a la disputa, l. según su contenido, puesto que, si ha de ser presentado no sólo
a la representación, sino como objeto de la filosofía, no se encuentra en la
representación, incluso es opuesto a ella según el modo de conocimiento, y el repre­
sentar debe ser trascendido más bien mediante la filosofía. 2. Según la forma, el
objeto está expuesto a la misma perplejidad, porque al comenzar es un objeto
inmediato, pero según su naturaleza es de tal índole que se debe exponer como
algo mediado y debe ser conocido mediante el concepto como necesario, y al
mismo tiempo no pueden ser presupuestos como conocidos el modo de
conocimiento y el método, pues su consideración cae dentro de la filosofía misma

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TEORÍA DE LA HISTORICIDAD (FILOSOFÍA. HERMENEIA) (SPANISH EDITION)

(1 960 : §§ 1-3, 19-2 1 ) .

Al referirse a una serie de ciencias particulares y sus correspondientes objetos,


Hegel no menciona la historia y los acontecimientos, lo cual, además de no ser
imprescindible, puede deberse a que por entonces esa ciencia aún no estaba
constituida. Pero lo que dice es válido sin duda también en este caso. Los aconte­
cimientos, objeto de la historia en cuanto ciencia que los considera e investiga, están
ahí, le vienen dados a la representación, o es ésta la que se los hace presentes.
Representan un foctum innegable, cuya necesidad le viene impuesta a la
representación. Cabe decir que se muestran a sí mismos ante la representación como
"

actividad cognoscitiva. Esta tiene plena conciencia de que los hechos como tales
están ahí: la guerra de las Galias, las conquistas de Alejandro, las campañas de
Napoleón, por mencionar sólo algunos ejemplos que, de tanto ser citados, pueden
parecer triviales. Al decir que la necesidad de los hechos se impone a la representación
y que, en este sentido, es previa a cualquier intento de demostración, no estamos
hablando de la categoría de necesidad como contrapuesta a la de contingencia tal
como veremos en su momento. No estamos diciendo que los hechos históricos han
tenido que acontecer, en el sentido de que ni siquiera cabe pensar que pudieran no
haber ocurrido. Pero, aun admitiendo que pudieron no haber sucedido, una vez que
se han producido están ya ahí como hechos inamovibles, necesarios en este aspecto.
Cosa distinta es cómo la Historia aborda esos hechos en un intento de
comprenderlos, cómo los selecciona previamente, etc. El problema para la Historia no
es la existencia de los hechos, innegable puesto que estamos rodeados, y en ocasiones
acosados por ellos. El problema es más bien de qué forma la Historia se enfrenta a
ellos. En esto, por más que se precisen los métodos y se especialicen las escuelas, por
más también que se contrasten opiniones y corrientes, no va a lograrse nunca
unanimidad en los criterios y menos igualdad de resultados.

Con la teoría de la historicidad la situación es muy diferente. También aquí


cuentan los hechos y se cuenta con ellos, pero no bajo el punto de vista de que
están ahí de modo irreversible, sino en cuanto que dan que pensar en general, a
cualquiera que tiene que ver con ellos, a los historiadores como a los que no lo son,
a cualquiera para quien los hechos son, por unos motivos u otros, una cuestión
importante. A partir de aquí es preciso tratar tres cosas, distintas, y a la vez
relacionadas entre sí: l . bajo qué condiciones podemos pensar los hechos históricos
o acontecimientos, 2. qué alcance tienen esas condiciones o categorías y qué tipo de
exposición requieren; 3. y cómo esas condiciones a priori se relacionan
coherentemente entre sí, formando un sistema, con cuya palabra no pretendemos sino
dar expresión a la elemental exigencia de que haya coherencia de las partes entre sí y
con el todo, sin que esto presuponga que sólo puede haber un tipo de sistema ni
que el sistema esté previamente dado y simplemente haya que incorporarlo, puesto
que es el resultado de un proceso, en concreto de la exposición que de él se haga.

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Pero coherencia tiene que haber.

I. 5. Hechos históricos y categorías de pensamiento

Previamente nos hemos referido por separado a los dos aspectos de los que se ocupa
la teoría de la historicidad: los hechos mismos por una parte y las categorías con que
los pensamos por otra. En la formulación que acabamos de hacer ambos aspectos
van unidos. Y es que en efecto lo están. Pues si nos referimos a los hechos es en
cuanto que los pensamos y, al pensarlos, nos servimos de determinadas categorías. Son
aspectos sin duda distintos, puesto que, supuesta la existencia de acontecimientos,
podemos pensarlos o no, al igual que podemos referirnos a ellos de una forma
diferente a la que implica el pensamiento filosófico, por ejemplo, mediante la poesía, o
podemos, como es habitual, referirnos a ellos en los términos exigidos por la Historia
y no mediante las categorías que intenta exponer la filosofía.

Limitándonos a nuestra tarea, el pensamiento de los acontecimientos implica la


unidad de los dos aspectos mencionados por algo tan sencillo como lo siguiente: si
nos planteamos la cuestión sobre qué son o en qué consisten los acontecimientos
forzosamente tendremos que recurrir a lo que llamamos modos de pensar o
categorías. Más clara aún, si cabe, es la implicación recíproca, ya que para que el
pensamiento de los hechos no se mueva en el vacío, forzosamente ha de orientarse
hacia esos mismos hechos.

Esto nos sitúa ante una idea que viene siendo patrimonio común de la filosofía
desde sus comienzos: la identidad de pensamiento y ser. Lo mismo es el pensar y
aquello por razón de lo cual es el pensamiento, afirma Parménides (Fr. 8 , 34, en Diels
1 964: II, 238). En su aplicación al tema que nos ocupa, esto significa que aquello
que podamos pensar con sentido sobre los acontecimientos se ajusta forzosamente a
lo que postulan las normas o categorías de la acción de pensar dichos
acontecimientos. Por lo cual, lo pensado, es decir, el resultado de tal acción, en cuan­
to que expresa aquello por razón de lo cual es el pensamiento, es idéntico al ser de
lo pensado en cuanto pensado.

No se pretende pues que los acontecimientos sean lo mismo que la acción de


pensarlos, sino sólo que lo que podemos pensar sobre ellos con verdad, y por tanto
reproduciendo su ser, no es sino el resultado de aplicar a los acontecimientos las
categorías de las que el pensar mismo dispone y por las que se rige. El pensamiento
no llegará ni mucho menos a expresar todo lo que los acontecimientos son
verdaderamente. Se equivocará sin duda también con frecuencia en su empeño. Pero lo
que podamos pensar y decir con sentido sobre los acontecimientos no puede estar
fuera de lo que representa pensarlos. Y por otra parte, y como consecue ncia: si bien
es cierto que podemos equivocarnos sobre el significado de los acontecimientos, sin
embargo, debido a que el ser en general - en este caso el acontecer - es aquello por

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razón de lo cual es el pensamiento siempre la acción de pensar se verá impulsada a


conocer la verdad, corrigiendo así sus deficiencias y errores, puesto que sólo del ser,
del acontecer, el pensar recibe su legitimidad y su validez. El ser es la instancia
obligada del pensar, lo cual implica que pensamiento, en sentido riguroso y estricto,
sólo puede darse como intento de desvelamiento del ser, o del acontecer en el caso
que nos ocupa. No entramos ahora en la cuestión de si, además de la verdad del
acontecer, tenemos que ver también, en términos generales, con el acontecer de la
verdad, en el sentido de que, tal como pusieron de relieve tanto Heidegger como
Gadamer, la verdad, entendida como desvelación, es un acontecer, incluso el
acontecer fundamental. Sí puede en todo caso tener cierta utilidad recordarlo, en
cuanto que la reflexión sobre los acontecimientos históricos desborda el ámbito de la
propia historia.
• •

Pero volviendo a la identidad del pensar de los acontecimientos con los


acontecimientos, en cuanto que el ser de éstos sólo lo podemos captar en virtud de
que los pensamos y, a su vez, el pensar de los acontecimientos sólo es verdadero y
auténtico en cuanto que se atiene con precisión y rigor a los acontecimientos mis­
mos, tal identidad originaria de pensar y ser o pensar y acontecer, nos proporciona el
criterio básico para plantear las cuestiones, cuyo desarrollo se propone un teoría de
la historicidad.

La identidad de pensar y acontecer como punto de partida implica que al


acontecer se accede preguntando mediante formas o categorías de pensamiento. No
estamos simplemente ante los acontecimientos y les preguntamos. Los acontecimientos,
sin más, desnudos, son mudos, opacos. Sólo contestarán si les preguntamos de forma
inteligente, y esa inteligencia sólo nos la proporcionan las categorías del pensamiento.
De otro modo las respuestas que nos den las preguntas serán sólo el eco de nuestra
propia voz, de la de cada uno y por tanto serán disparates en el sentido etimológico
de la palabra, es decir, cosas separadas entre sí y por tanto sin conexión alguna;
incluso puede tener, como de hecho lamentablemente ocurre hoy, ese otro
significado que el término disparar tiene: proyectar violentamente cosas, en este caso
opiniones, que poco o nada tienen que ver entre sí. En común tienen sólo el origen
o punto de arranque, pero al salir disparadas, están destinadas a separarse cada vez
más entre sí. Lo que con frecuencia tiene lugar hoy es que en torno a un mismo
acontecimiento se elaboran opiniones que, además de no tener nada que ver entre sí,
son esgrimidas, a veces violentamente, unas contra otras. Puede ser incluso que, en
casos así, se invoque el pensamiento, pero eso es algo así como invocar el nombre de
Dios en vano. En realidad sólo hay un instrumento válido de la filosofía, el pensar
(cf. Hegel, 1 968: §3 , 22) y éste es coherente y sistemático, es decir, recoge e integra
las diferencias en su propia unidad en lugar de dispararlas al azar y proyectarlas lejos
de sí.

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1.6. Sobre la "deducción" de las categorías

Tomando pues como punto de partida el acontecer, la primera pregunta que se


plantea por sí misma es cómo surgen los acontecimientos. Se trata, en general, de
acontecimientos que, atendiendo a su origen, son humanos, fruto de acciones
humanas. De momento no restringimos la pregunta a esos acontecimientos que, por su
importancia y alcance, suelen ser considerados como objeto de la historia,
prescindiendo de los criterios que se aplican a la hora de hacer esa distinción. En
cualquier caso, por importantes y excepcionales que sean los acontecimientos, caen
dentro de la pregunta general aquí planteada, puesto que también ellos son
resultado de acciones humanas de forma tan radical que si tales acciones no
existieran, tampoco existirían los acontecimientos en cuestión.

A primera vista parece que el sujeto de esas acciones son siempre individuos y
según eso el origen de los acontecimientos habría que buscarlo en ellos. Pero esto,
que en un primer momento parece obvio, no está exento de sus dificultades. Sin
los individuos no hay ciertamente historia y en ese sentido la pregunta por el
origen de los acontecimientos lleva espontáneamente, en un primer momento, a
considerar a los individuos como los verdaderos sujetos de la historia. Sin embargo, a
poco que se reflexione, se percibe que esto es problemático, pues los individuos,
s implemente como tales, es decir, distintos y aislados unos de otros, no existen.
Existen siempre en relación con otros individuos y, en mayor o menor medida,
como dependientes de ellos o como proyectándose en ellos, en definitiva como
formando grupo con ellos, constituyendo una comunidad más o menos amplia.
Los individuos pertenecen por lo general a un pueblo, son miembros de una
nación, etc. A esto se añade una consideración igualmente elemental. Con
independencia de cómo hay que considerar a los individuos para que sean
válidamente considerados como sujetos de la historia, es innegable que no sim­
plemente generan o producen historia, sino que se encuentran ante una historia ya
constituida, lo cual no es sólo una fuente de posibilidades para ellos, sino también
un factor determinante que hace que su acción forzosamente se oriente de una
forma concreta, sin que esto prejuzgue si el individuo es o no libre y en qué
medida lo es.

Cuando hablamos de hechos históricos tendemos a considerar que éstos podían


no haber existido, precisamente porque y en cuanto que han surgido de determinadas
acciones humanas que nos parecen tan contingentes como variables. Pero si algo de
verdad hay en esto, no es menos cierto que las acciones humanas están situadas en
un lugar del espacio y en un momento del tiempo y que como tales están altamente
condicionadas en razón de las circunstancias que de tal situación resultan. Todo ello,
junto con otros aspectos, hace que la cuestión del sujeto de la historia, aparte de

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ineludible, sea más compleja de lo que aparece a primera vista.

Ya el planteamiento de la pregunta por el sujeto de la historia nos predispone a


formular la conveniencia de exponer tres categorías que, en terminología kantiana,
corresponden al punto de vista de la cualidad: realidad, negación y límite ( cf. Kant,
1 956, A 80, 1 1 8) . Ese punto de vista lo consideramos aquí como útil, pero también
en todo caso como subsidiario, ya que de lo que se trata no es de proyectar desde
fuera determinadas categorías sobre el acontecer, sino de tomar éste como hilo
conductor con el objetivo de ver cómo, supuesta una noción genérica de esos
términos, tienen aquí un perfil y un significado muy peculiares. Para empezar, el
acontecer es una realidad sui generis en el sentido de que, si bien no es posible
eludirlo, se caracteriza por su cambio permanente y en este sentido por una especie
de inconsistencia que fue la causa de que los griegos no le concedieran relevancia
suficiente para que mereciera ser objeto de consideración científica:

Lo que es transitorio no puede ser conocido por demostración; no puede ser


objeto de ciencia; puede únicamente ser un asunto de {'aisthesis': de percepción,
mediante la cual la sensibilidad humana capta el momento fluyente, en cuanto
fluye. Y es esencial para el punto de vista griego que esta percepción sensible
momentánea de cosas que cambian de momento en momento no puede ser una
ciencia o el fundamento de una ciencia (Collingwood, 196 1 : 2 1 ) .

El carácter cambiante de lo histórico deja abiertas varias cuestiones, sobre todo en


qué medida se puede afirmar que la historia se rige por principios o normas válidas
de forma general. Y, si bien es cierto que para esa cuestión la filosofía ha encon­
trado respuestas a partir de Hegel, ello no significa que no sea preciso aclarar la
índole de realidad de lo histórico. Igualmente, en conexión con esta categoría de
realidad, surge también la pregunta por el significado que en este caso tiene la
categoría de negación. Pues no es sólo que los acontecimientos, como cualquier otra
cosa u objeto, implicaran no ser lo otro, lo diferente y que además esa negación que
se presupone en la consideración de cualquier cosa, incluso de Dios mismo, se basa
en la consideración del propio ser.

Respecto de lo histórico se trata sobre todo de que la negación es inherente,


intrínseca, ya que en la medida en que lo histórico deviene, es constitutivamente
procesual. Es decir, paradójicamente lo histórico tiene que estar negando su ser para
poder ser. En consecuencia la categoría de límite ha de tener en este caso también su
peculiaridad. Pues de una parte tiene que poseer lo histórico, como cualquier otro
objeto, un perfil definido. De no ser así, no podríamos referirnos a ello con sentido.
De otra parte, sin embargo, ese perfil es fluctuante y borroso, porque lo suyo es pasar
de una situación a otra, de un modo de ser a otro, incluso del ser al no ser. Esto se
presta fácilmente a la arbitrariedad por parte de quien interpreta los hechos. Pero
éstos exigen un rigor tanto mayor a la hora de pronunciarse sobre su significado.
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El límite puede durar más o menos, presentar además un número variable de


perspectivas que nos permiten verlo y juzgarlo desde diferentes puntos de vista. Pero
el límite tiene que existir siempre que pretendamos decir algo sobre algo.

El carácter real de la historia, unido a la intensidad de la negación y del límite


que le es propio, presenta además, hoy especialmente, una paradoja singular. Si
preguntamos por el lugar de la historia, es decir, por el ámbito en que se realiza,
nuestra atención puede polarizarse en puntos que, a la vez que diferentes, sabemos que
tienen que ver entre sí. Hablamos, por ejemplo, de historia mundial o de historia
universal sin reparar en la diferencia que pueda sugerir la utilización de ambas
denominaciones. Si atendemos al objeto, los hechos históricos, esas denominaciones
englobarían todos los acontecimientos, cuya existencia se debe a la actividad humana.
Es decir, nos estaríamos refiriendo al conjunto de acontecimientos humanos. Si
atendemos a la disciplina misma estaríamos pensando en la narración de esos mismos
acontecimientos, por supuesto sólo de aquellos que son considerados como más
significativos según sean los puntos de vista que se adoptan como criterios. Existe
además de esta historia universal, una historia particular - más bien habría que
hablar de un número indefinido de historias particulares - que hace referencia a los
acontecimientos de un sector determinado dentro de la historia universal, a los
acontecimientos que circunscriben la Historia de un Pueblo, de una Nación, de un
Estado, etc.

La división en este campo se ha convertido en un tanto aleatoria según sea el


ámbito por el que se interesan el estudio y la investigación. De nuevo tenemos que
ver aquí con los dos niveles mencionados: el de los acontecimientos y el de la
narración de los mismos. Pero en la circunscripción - que no en la existencia - de
los acontecimientos que se consideran relevantes influye de tal forma la perspectiva
que se adopte que la concreción de la historia particular es variable y oscila
permanentemente, en mayor medida que cuando se trata de la historia universal,
porque la presión de los intereses sobre la opinión puede ser especialmente intensa.
Un pueblo, por ejemplo, puede parecernos irrelevante en el conjunto de los
acontecimientos que afectan a la humanidad. Puede parecer así y puede ser además
efectivamente así. Y sin embargo puede al mismo tiempo concitar en sí el interés
público mundial y aparecer como si fuera el centro mismo del mundo. Pero aparte
de esta particularización que tiene que ver con la distribución de la población en el
mundo y por consiguiente con la geografía, con áreas culturales determinadas, como
la cultura hindú, azteca, etc. hay también otro tipo de particularidad de carácter
temático, que en su propio ámbito puede tener alcance universal o particular. Hay
una historia de la economía, de gran importancia en la existencia y en el desarrollo
de los acontecimientos que afectan a la humanidad, pero que a su vez se puede
considerar como circunscrita a pueblos, territorios, naciones, etc.

Existe pues una historia universal y hay infinitas historias particulares. Sobre el
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carácter apriorístico que esto tiene, pese a su diversidad aparentemente inabarcable,


diremos luego algo. Digamos antes que, además de la historia universal y la historia
particular, existe también - háblese de ella o no - la historia singular, que a su vez
puede entenderse en un doble sentido. Según el primero de ellos, la perspectiva es la
misma que la de la particularidad que incluye una pluralidad indefinida, pero vista
reflexivamente bajo el punto de vista de lo que tal realidad particular representa en la
construcción de la universalidad misma, así como recíprocamente también bajo el
punto de vista de la forma como la universalidad se hace presente en la
particularidad. Pues es obvio que lo particular no puede concebirse como existiendo al
margen o con independencia de lo universal. Esta consideración viene sugerida por el
propio Kant que caracteriza la categoría de totalidad, que está en correspondencia
estricta con los juicios singulares, como la pluralidad considerada como unidad (Kant,
19 56: B 1 1 1 , 1 22) . Esto es importante por lo siguiente. La unidad o universalidad es
vacía si no se la ve como diversificada en una serie de manifestaciones o dimensiones
particulares, pero éstas a su vez se nos revelan como inconsistentes si no están
enraizadas en la unidad o universalidad. Cabe decir que ésta es una consideración
monadológica, en cuanto que cada historia particular es vista como reflejando y
haciendo presente en sí a la propia historia universal.

Pero hay otro sentido de la historia singular, menos tenido en cuenta, pero no
menos importante. La consideración se refiere en este caso a sectores particulares, que
respecto de los individuos en su significado estricto son universales. El pueblo español,
por más particular que sea en el conjunto de la historia universal, es un contenido
universal, común, respecto de los individuos, de los españoles que integran ese
pueblo español. La consideración se refiere a los individuos en el sentido más
estricto, como personas de carne y hueso en expresión tan reiterada por Unamuno.
Son además todos ellos verdaderos protagonistas de la historia, pues sin su acción, en
la casi totalidad de los casos silenciosa y anónima, la historia misma no existiría, mas
,

aún, carecería de toda sustentación y de cualquier sentido. Estaríamos pues ante una
radicalización del sentido anterior. Recordando la caracterización kantiana, totalidad
sería no simplemente la pluralidad de dimensiones o aspectos parciales considerada
como unidad, sino la pluralidad ilimitada e inabarcable de individuos, que con su
acción ininterrumpida tejen y destejen permanentemente lo que llamamos la historia.

¿Por qué razón son categorías a priori las que acabamos de mencionar? Si las
anteriores lo eran porque vienen exigidas desde la lógica interna del acontecer, este
segundo grupo de categorías se desprende del objeto en que se sitúa el acontecer. Las
.
categonas a pnon son categonas necesarias, y teniendo en cuenta que el acontecer
.
, ,

afecta al hombre como tal, los tres niveles que acabamos de distinguir, lejos de
responder una simple catalogación metódica, expresan una exigencia a priori y por
tanto necesaria de la consideración de lo histórico y sus acontecimientos. La historia
tiene que ser universal porque versa sobre el hombre que, como tal, se reconoce a

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sí mismo en todo lo que es humano, sea como efecto de la acción del hombre, como
expresión de su modo de vida, o de la decidida afirmación, consciente o inconsciente,
de la voluntad de permanencia. Atapuerca, por ejemplo, tiene, al margen de la
propaganda o de otros intereses coyunturales, una connotación específica que sería
inútil buscar en otro tipo de hallazgos. Percibimos oscura, pero certeramente, que en
lo que fueron e hicieron nuestros antepasados, por más remotos e irrecuperables que
nos resulten sus modos de vida, están prefiguradas cosas que tienen que ver con
nuestro destino. Las pinturas que dejaron grabadas los guanches en sus cuevas nos
interesan porque no podemos por menos de considerarlas como algo nuestro.

Tiene razón y peso la opinión del clásico: Homo sum: humani nil a me alienum
puto (Terencio) . Lo cual está en la línea de la afirmación de Hegel: "Este [hombre]
singular es todos [los hombres] singulares" (Hegel, 1 987: 255 y s.). En segundo lugar
historia universal es ipso Jacto, en razón de su finitud, una historia particular. Es la
misma en todo tiempo y lugar y por eso es universal, pero justamente en cuanto que
forzosamente ha de realizarse en un tiempo y lugar, no puede ser nunca lo mismo y
sólo puede constituirse en cada caso como algo que tiene un sello particular y único,
y por tanto irrepetible en rigor. Y si son individualizadas, en el sentido de únicas e
irrepetibles, todas las historias particulares, con más razón lo serán las historias
singulares en el sentido últimamente expuesto. Pues los individuos concretos, en
cuanto sujetos agentes y pacientes de la historia, en cuanto personas que viven su
propia historia, a veces con indiferencia, en ocasiones con emoción y en otras con
tristeza o con indignación, son el fundamento sobre el que la historia sin más, tanto
la general como la particular, se construye, los múltiples ejes que la hacen girar y
que generan los grandes cambios de la misma. La mayoría de esas cosas son
silenciadas por las grandes historias, porque tampoco es posible reproducirlas, pero
están ahí y son determinantes. Y ya es bastante si el historiador nos recuerda su
existencia y nos hace llegar su aliento.

Las categorías mencionadas, que tienen que ver con el origen o existencia de la
historia, sea bajo el aspecto de la cualidad o más bien el de la cantidad son, no
obstante, caracterizaciones extrínsecas que representan una cierta aproximación al
significado de los acontecimientos históricos, en cuanto que señalan al lugar y al
ámbito en que se hallan los acontecimientos. Nos fuerzan a preguntarnos por el
constitutivo de los acontecimientos, pero no nos lo manifiestan.
• •

Para acceder a ese constitutivo tenemos que responder a las siguientes


• •

cuestiones: de qué elemento o materia está hecho lo histórico, los acontecimientos


mismos; y respecto a la historia, en cuanto narración del acontecer, con la
determinación de ese elemento estaría igualmente dado el horizonte desde el cual nos
podemos aproximar a lo que constituye los acontecimientos. Desde siempre - no
sólo desde que lo mencionara Aristóteles ( cf 1 990; VIII, 1 , 1 042 a-b; 4 1 0-4 1 4) -
aquello de que una cosa está hecha - tal es la caracterización más elemental de la
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materia pertenece a la esencia de la misma cosa. La respuesta que podemos adelantar


aquí a esta primera pregunta y cuya verdad se hará manifiesta, en su momento, a lo
largo de la exposición, es que el tiempo es el elemento de la historia, de los
acontecimientos y que, en consecuencia, el horizonte para acceder a su significado,
desde una perspectiva estrictamente filosófica no puede ser otro que el que venga
postulado por la relación entre las tres dimensiones temporales de pasado, presente y
futuro.

La consideración de ambos aspectos: del tiempo como elemento de lo histórico y


de la implicación de las dimensiones temporales como horizonte de la narración
histórica la haremos posteriormente. Lo que sí podemos adelantar aquí es algo que
pone de relieve la importancia de optar por este planteamiento. Por una parte, si el
tiempo es el elemento de que se hacen los acontecimientos y no simplemente aquello
en que éstos tienen lugar o están colocados, entonces lo histórico es un proceso
irreversible. No podemos, si nos atenemos al rigor lógico que el tiempo postula, pensar
los acontecimientos como siendo en un tiempo diferente de aquel que les ha
correspondido. De ahí que sea, en el mejor de los casos, inadecuado proceder como
si lo que es pasado se dejara cambiar de lugar. Hay una imaginación que se puede
permitir jugar con el tiempo en el campo de la ficción pero hay también un
pensamiento del tiempo que, justo en cuanto que es a priori, no puede sino atenerse
a lo que la lógica interna, y por tanto la necesidad del tiempo postula.

Una cosa en apariencia tan frágil y fugitiva como el tiempo pudiera en algún
momento inducir a creer que hay un margen muy amplio para concebir los
acontecimientos que se han ido gestando en el devenir. Nada más ajeno a la
realidad. Hay otras muchas cosas que se pueden cambiar: se puede desviar, al menos
parcialmente, el curso de los ríos, desplazar de algún modo las montañas (basta
pensar en el hecho portentoso de Las Médulas). Y sobre todo se pueden llegar a
destruir muchas cosas que parecían indestructibles. El tiempo, en cambio, como
uno de los modos esenciales de la naturaleza misma, es intocable; y con el tiempo
también la historia, en cuanto está hecha de aquel. Por otra parte, el hecho de que
el propio tiempo imponga un rigor en su concepción va unido a una considerable
riqueza y variedad en la implicación de las diferentes dimensiones histórico-tempo­
rales. Ya bajo una simple y elemental consideración aparece claro que el pasado
histórico tiene un peso sobre el presente, como a su vez que el presente anticipa en
alguna manera el futuro, a la vez que una determinada expectación ante el porvenir
hace que tengamos un cierto protagonismo en los acontecimientos ya antes de que
éstos tengan lugar. Por la lógica del acontecer mismo. Pero además esto permite un
juego de posibilidades, tan variado como riguroso, en la narración.

El tiempo como materia o elemento esencial de la historia condiciona de modo


determinante la configuración intrínseca de la misma. Es obvio, en primer lugar, que
para que el lenguaje sobre algo, también por tanto sobre la historia, sea posible y
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tenga sentido es necesario que ese algo sea identificable como tal y por tanto que
goce de la correspondiente permanencia. Cuando se trata de cosas que cambian de
forma, a la vez que se percibe que hay un fondo que sigue siendo el mismo, esto no
parece representar un problema insoluble. Pero ante los acontecimientos históricos, que
se caracterizan por el cambio, esto parece ser más dificil. No obstante, si nos atenemos
a las que son exigencias radicales, y por tanto irrenunciables del pensamiento,
tendremos que tener presenta la afirmación, tan rotunda como bien fundamentada de
Kant: "Sólo lo permanente (la sustancia) cambia; lo mudable (das Wandelbare) no
sufre cambio (Veranderung) alguno, sino una modificación (Wechsel), ya que algunas
determinaciones desaparecen y otras aparecen'' (Kant, 1 956: A 1 87, 239 y s.). Tiene
que haber pues continuidad en la historia. Con todo, puesto que los cambios en la
historia son tan profundos - o así al menos son percibidos - tiene que haber alguna
forma de conciliar la continuidad con la aparente ruptura, la identidad con la
diferencia en este campo concreto.

Sea como fuere la forma que reviste la continuidad en la historia, habrá que dar
razón de los cambios que tienen lugar en el complejísimo proceso de los
acontecimientos, es decir, habrá que hacer referencia a los factores que los producen.
Con lo cual estamos enfrentados una vez más con lo que representa el principio de
causalidad, se utilice o no esta expresión. A menos que se mantenga, contra toda
lógica, que los acontecimientos surgen de la nada o se dé por válido que nunca hay
ni puede haber nada nuevo bajo el sol, será preciso pensar que todo acontecimiento
tiene una causa - o un complejo de causas - correspondiente. Como entendemos
que la historia es un asunto humano, lo más obvio parece ser pensar que la causa de
los acontecimientos históricos hay que buscarla en la acción humana. Pero ¿es esto
tan obvio? Cada acción humana - con el efecto correspondiente - se diluye ante
nuestra mirada en el mar inabarcable e insondable de otras acciones, infinitas en
número e incomprensibles en la serie de efectos y de consecuencias, que generan.

Y no sólo eso. Las acciones humanas, aunque no identificables con la naturaleza,


tampoco son separables de ella. Lo que, a veces sin pensar demasiado, tendemos a
identificar como simple acción humana, no es con frecuencia otra cosa que el preci­
pitado de una serie de circunstancias, donde tiempo y lugar, accidentes atmosféricos o
imprevisibles encuentros, hacen que lo que puede presentarse como resultado de
factores simplemente humanos, de hecho termine presentándose y haciéndose valer
como algo de signo muy diferente. Y sin embargo, se sigue hablando, contra toda
evidencia racional, de que tal y cual acontecimiento - no importa cuan grande sea su
importancia - se debe únicamente a una acción determinada. Así la historia de
Roma y con ello del mundo se habría debido a la decisión de César de pasar el
Rubicón con sus legiones, o la batalla de Waterloo la habría perdido Napoleón
sólo porque aquel día se encontraba indispuesto.

Todos tendemos a hablar en términos parecidos de los acontecimientos más


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graves, a pesar de saber, a poco que reflexionemos, que las cosas son mucho más
complejas. Por más difícil, sin embargo, que sea explicar los acontecimientos por
referencia a sus causas, es ineludible abordar este planteamiento. La razón, ya
aludida, es que el surgimiento de algo, que comienza a existir en un momento dado,
no se puede entender sin la referencia al factor o a los factores que lo han originado.
Es tanto más necesario tenerlo en cuenta cuanto que asistimos a la extraña paradoja
de que, si bien por una parte se da por supuesto que los acontecimientos tienen
sus causas, al mismo tiempo se tiende sin embargo a simplificar esto en exceso. La
continuidad peculiar de la historia no la podemos comprender como algo que está
simplemente ahí, sino que sus acontecimientos son lo que son en cuanto
originándose de algo previo a ellos mismos. Por consiguiente, esa dependencia
causal no es simplemente algo sin lo que la continuidad histórica no se da. Es
además pieza fundamental de la misma.

Junto con la continuidad y la causalidad hay una categoría más en lo que se


puede considerar como estructura ontológica de la historicidad y que proporciona o
expresa - según sea la perspectiva bajo la que se considere - un vigor especial,
incluso culminación y sentido último. Leibniz y Kant nos enseñaron, cada uno de
ellos a su modo, a contemplar la realidad en general bajo el punto de vista de que
todo está en todo. Kant formula esta idea, en la tercera analogía de la experiencia:
"Todas las sustancias se hallan, en cuanto que son simultáneas, en una comunidad
completa, es decir, en una acción recíproca" (Kant, KrV A 2 1 1 ) . En KrV B 256,
precisa Kant, que se trata de "todas las sustancias en cuanto que pueden ser
percibidas como simultáneas en el espacio". La referencia al tiempo está
considerada únicamente como simultaneidad, pero ello es resultado de la acción
recíproca de las sustancias entre sí. Por tanto, si la acción recíproca se da, no sólo
bajo el aspecto de la simultaneidad, en definitiva de la presencia, sino en todo lo
que implica el tiempo mismo, entonces la comunidad dinámica de los
acontecimientos entre sí se extiende a todos ellos.

Y tiene que ser as1, no propiamente porque ello sea coherente con la
1

concepción kantiana, o se derive incluso de ella, sino porque viene postulado por la
índole misma del acontecer. Pues si como hemos indicado, el ser del acontecer no se
puede desvincular de su originación en otros acontecimientos, hablar de los
acontecimientos en cuanto condicionándose causalmente unos a otros, lleva en
buena lógica a la idea de que forzosamente tienen que formar entre sí una especie
de comunidad. Y al contrario, si vemos los fenómenos históricos desde el punto de
vista de su distensión en el tiempo, esto no tendría sentido sino en cuanto que unos
influyen en otros y en razón de eso se hacen presentes en ellos, es decir, en cuanto
que en definitiva todos se hacen efectivamente presentes en todos. Veremos, en
consecuencia, cuando nos ocupemos explícitamente de ello, que la "globalización"
viene exigida por el proceso de los acontecimientos como tal. Esta "deducción", por

Quedan 29 minutos en el libro 7%


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el momento meramente provisional, de las categorías que rigen la estructura


ontológica de los acontecimientos habrá de ser expuesta de forma concreta en su
lugar.

Queda abierto además otro campo, también desde la perspectiva del tiempo,
pero ahora centrado en las categorías de la modalidad. A poco que reflexionemos nos
salen al paso estas categorías. Los acontecimientos históricos, en cuanto que ya han
tenido lugar y pertenecen por consiguiente al pasado son necesarios, puesto que no
pueden ya no ser. Sin embargo en sí mismos, como efecto de una acción humana,
son susceptibles de ser considerados como contingentes, como hechos que pueden
tanto ser como no ser. Es esta consideración la que le lleva a Kierkegaard a la refle-
xion siguiente, entre otras:
• 1 •

Lo que ha sucedido ha sucedido, no puede ya cancelarse, así pues, no puede


cambiarse . . . ¿Es ésta la inmutabilidad de la necesidad? La inmutabilidad del pasado
se ha producido por un cambio, por el cambio del devenir, pero tal inmutabilidad
no excluye todo cambio, porque no la ha excluido, pues cualquier cambio está
[dialécticamente respecto del tiempo] únicamente excluido en cuanto que queda
excluido en cada instante. Si quiere considerarse lo pasado como necesario,
entonces ello tiene lugar en cuanto que se olvida que ha devenido; ¿pero debería
ser también necesario tal olvido? ( 1 959: 9 1 ) .

Se tiene la impresión de que hay algo de verdad en esta consideración


kierkegaardiana, pero no tanta como para pensar que el pasado puede en algún
momento dejar de ser como de hecho fue. En todo caso introduce una variante que
insta a perfilar con precisión la índole modal de los acontecimientos pasados.

Una perplejidad similar, aunque de signo opuesto, produce la reflexión sobre la


posibilidad y la imposibilidad. Los hechos históricos, antes de acontecer, tienen que
ser posibles. En caso contrario, es decir, si fueran imposibles, no podrían existir y
por tanto no llegarían a acontecer. Pero en la noción de posible parece estar incluida
la posibilidad tanto de acontecer como de no acontecer. El "dos de Mayo" antes de
acontecer fue según esto posible en ese doble sentido y por tanto, al igual que
aconteció, pudo no acontecer. Es así como se juega con este concepto de posibilidad.
Sin embargo, esto es así de fácil solamente en una primera aproximación abstracta.

En primer lugar la necesidad se cierne ya sobre los acontecimientos futuros en un


sentido general e indeterminado que podría tener la formulación siguiente o similar:
es necesario que en el futuro sigan aconteciendo hechos históricos - a menos, cabría
añadir, que el futuro del hombre sea de pronto imposible. Esto supuesto, tendrán más
probabilidad de existir los acontecimientos que previsiblemente estén más
condicionados por lo ya acontecido. Y así se puede ir afinando más y más hasta no
dejar apenas resquicio alguno a la posibilidad de existir o no existir, de ser de un

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modo determinado o ser de otro. Esto se plantea ya sin necesidad de adoptar la


actitud radical de los megáricos que en definitiva niegan toda posibilidad de ser o no
ser, ya que presuntamente según ellos todo deviene necesariamente. Sin embargo, a
menos que no se quiera reconocer al lenguaje y a la acción, y por supuesto a la
libertad su campo propio, o dicho de otro modo, a menos que vivamos en un estado
de permanente ensoñación, habrá que seguir contando con el concepto de posibilidad,
no sólo con relación al pasado, en cuanto que consideramos que pudo ser o no ser,
sino con relación al pasado en cuanto conjunto de posibilidades de cara a la
actuación en el futuro.

La categoría de contingencia está igualmente vinculada al acontecer. Puede


entenderse en un doble sentido: como equivalente al concepto de posibilidad, pues de
hechos que aún no han acontecido pero pueden acontecer decimos a veces que son
contingentes. Pero más frecuentemente aplicamos este concepto a cosas o
acontecimientos ya existentes, o bien en cuanto que han podido ser de otro modo, o
bien en cuanto que siendo lo que de hecho son, pueden dejar de ser simplemente o
dejar de ser del modo como son. De hecho, la mayoría de los acontecimientos
humanos - por tanto, de los históricos también - si no todos, están en tal situación.
S i han tenido un comienzo, es lógico que tengan también un fin. O como dijera
Hegel, respecto de las cosas finitas en general: "la hora de su nacimiento es la hora
de su muerte" (Hegel, 1990: 1 26). En este caso se dan la mano lo necesario y lo
contingente. Pues de una parte los hechos, en cuanto que han acontecido ya, entran a
formar parte necesaria de la realidad, pues es imposible pensar que no hayan
existido, incluso cuando han dejado de existir. Pero el que estén afectados por la
contingencia y por tanto, al tiempo que existen, en trance de desaparición incita a
considerarlos no simplemente en lo que son, sino al mismo tiempo también, como
_,

material de construcción para otros acontecimientos en el futuro. Este es el signo


trágico fundamental de todo cuanto acontece: que de un lado, por el hecho de ser
reivindica que se lo considere en lo que es y, de otro, su propio destino lo lleva
corriente abajo camino de su destrucción. Con lo cual uno forzosamente se pregunta
por el sentido del acontecer, una pregunta que incluye otra, que es previa: la de si
aquello que acontece es propiamente.

I. 7· Cuestiones sobre el sentido de la historia

En relación con el sentido de la historia surgen varias cuestiones, que no tienen que
ver con las categorías, orientadas a determinar lo que son los acontecimientos, sino con
su razón de ser o su "para qué", con aquello por mor de lo cual el flujo del acontecer
eXIste.

Es claro que se puede negar tal razón de ser, pero eso sólo se podrá hacer en
buena lógica si previamente se ha planteado la pregunta misma. Pues por de pronto

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vemos que todo lo que nos rodea es para algo, tal vez, ante todo, para sí mismo: es
o bien para contribuir al ser de los otros seres o bien para reafirmarse a sí mismo y
crecer en su propio ser; que ostente un lugar neutro en la realidad, que sea para nada
es algo que no se compagina bien con nuestro modo de vivir y de sentir, y menos
hoy, por cuanto el pensamiento "ecológico" nos lleva por principio a fomentar el ser
de todo cuanto existe. Y aunque esto tenga, incluso exija, modos y grados de
llevarse a cabo, lo que parece más bien claro es que, si las cosas son para nada, lo
que de ahí se desprende es su deslegitimación y por tanto su arbitraria destrucción,
puesto que simplemente estorban e impiden que otras cosas sean.

Decimos "arbitraria" destrucción, porque el hecho de que las cosas caminen hacia
su desaparición por sus pasos contados es algo completamente distinto de que las
cosas queden reducidas a mero objeto manipulable. Y a la inversa, el hecho de que las
cosas - singularmente las que nos ocupan, los acontecimientos - pugnen como por
salir a la existencia, y no simplemente por perseverar en ella según la conocida
expresión de Spinoza: "Cada cosa, en cuanto está en ella, se esfuerza por perseverar en
su ser" ( 1 967: III, 6, 272), es un indicio de que el ser mismo está dotado de
sentido. Pues difícilmente puede concebirse sentido mayor y más pleno que el
,

consistente en la reafirmación del propio ser. Esta sería pues la primera cuestión, la
relativa a la legitimidad de la pregunta por el sentido. Por lo demás, la Filosofía de la
Historia nace con concepciones que tienen esta pregunta en el centro de sus
consideraciones, como es el caso de Vico, Schiller y Hegel. Pero de aquí se desprenden
otras, que vamos poco menos que a enumerar simplemente.

l . La historicidad como concepto aparece en época reciente, cuando está apenas


constituida la historia como disciplina académica y por tanto se encuentra aún en la
fase de legitimarse y consolidarse. Desde mi punto de vista el término historicidad
surge de un interés por buscar un sentido último a la historia misma, tal como se
desprende de las reflexiones tanto de Hegel como de Dilthey y del conde Yorck (cf.
Von Renthe-Fink, 1 968: 69 y ss., 79 y ss., 96 y ss., 1 07). Pero hay una razón
ulterior, más honda, de por qué esto es así, que de entrada cabe caracterizar como el
cuidado que, aunque sea aun instintivamente, el hombre tiene ante la historia por
la preocupación de que ésta se le vaya de las manos. Aquí la pregunta por el sentido
va unida a la pregunta por el qué hacer con lo histórico y por tanto la cuestión
teórica se transforma en una cuestión eminentemente práctica.

La transformación de la realidad, como consecuencia del desarrollo vertiginoso de la


ciencia y de la técnica ha traído igualmente como consecuencia un cambio drástico de
las formas de vida y de las convicciones fundamentales. Uno de los rasgos de este cam­
bio ha sido la extraordinaria y, en gran parte, forzada movilidad geográfica que
implica, ya por sí solo, un extrañamiento de los hábitos de vida. Heidegger, en el
replanteamiento más radical de su filosofía después de la publicación de Sein und
Zeit, llevado a cabo en Beitriige zur Philosophie. Vóm Ereignis, plantea ciertamente el
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tema de la historicidad desde la mirada puesta en la "esenciación" {Wésung) del ser


mismo (Heidegger, 1 989: 32), pero la forma concreta en que esto se debe llevar a
cabo viene exigida por la situación en que la historia misma ha colocado al
hombre:

La historicidad [está] pensada aquí como una verdad, aclarante ocultamiento


del ser como tal. El pensar inicial [está concebido] como histórico, es decir,
cofundante de historia en la disposición que se dispone.

El dominio sobre las masas tornadas libres (es decir, sin suelo y egoístas) tiene
que ser erigido y mantenido con las cadenas de la "organización". ¿Puede, en este
camino, lo así "organizado" crecer profundizando en sus fundamentos originarios?
¿No sólo poner diques y encauzar lo masivo, sino transformarlo? Tiene todavía esta
posibilidad, en absoluto, una perspectiva [de realizarse] a la vista de la creciente
"artificiosidad" de la vida, que facilita e incluso organiza esa "libertad" de las masas,
el acceso discrecional de todo para todos? Nadie debe infravalorar el hacer frente al
incontenible desarraigo, el ordenar detenerse; es lo primero que tiene que acontecer.
¿Pero garantiza ello -y ante todo garantizan los medios, justamente necesarios para
tal proceder también la transformación del desarraigo en un arraigo? [cursiva del
autor.]

Aquí se requiere aún otro dominio, uno [que está] oculto y retenido, aislado y
silencioso. Aquí tienen que ser preparados los venideros, quienes crean nuevos
sitios en el ser mismo, desde los cuales acontece de nuevo una permanencia en la
contienda de tierra y mundo.

Ambas formas de dominio - fundamentalmente diferentes uenen que ser


queridas y al mismo tiempo afirmadas por los sabedores [los filósofos o


pensadores] . Aquí está al mismo tiempo una verdad, en la que se presiente la
esencia del ser: la escabrosidad esenciante en el ser adentrándose en la suma
singularidad y la más llana generalización (Heidegger, 1989: 6ly s.)

No aducimos este texto, ni en general ningún otro, como exhibición de una


opinión autorizada que sea preciso seguir, sino por de pronto, como muestra de que
las reflexiones heideggerianas sobre la historicidad - al igual que cualesquiera otras si
son auténticas - no son elucubraciones abstractas al margen de la realidad. Reflejan
por el contrario una contienda en torno a la posibilidad de una verdadera orientación
ante los nuevos problemas, en cierto modo cada vez más graves que el desarrollo de la
vida trae consigo. Que la praxis es un elemento determinante es obvio, en un sentido
reduplicativo. Pues se da por supuesto, en este texto de Heidegger, que en las masas se
ha operado ya una profunda transformación, que él caracteriza como desarraigo
(Entwurzelung), que es preciso a su vez transformar en camino hacia un nuevo arraigo
(Verwurzelung). Dejemos de lado esta metáfora, ya un tanto desgastada, tanto más,
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cuanto que, con independencia de los resultados de esos programas de búsqueda de


nuevas raíces, el hecho es que nos encontramos ante un desarraigo global, mucho más
amplio y radical de lo que pensara Heidegger, ahora sí verdaderamente incontenible y
que tiene su muestra inequívoca en las emigraciones masivas de seres humanos. La
referencia a Heidegger no pretende entrar en los interrogantes que suscita su texto, sino
sólo recordar que la praxis es un tema insoslayable. Sin embargo, aunque como decía­
mos más arriba, ha sido la historia misma, en una especie de vuelta sobre sí, la que
por su propio despliegue ha suscitado la cuestión de la historicidad como resultado de
tener que cuidarse de la marcha misma de los acontecimientos ante el peligro de una
desviación irreversible, los problemas que deben ser debatidos son en cierto modo los
de siempre. Al igual que la praxis existió desde siempre, mucho antes de que se
teorizara a fondo sobre ella, la historicidad es relativamente nueva como concepto,
pero no como realidad.

2. Esto es preciso tenerlo en cuenta respecto de otra cuestión que conecta


también con la anterior. La praxis es ante todo trabajo y la producción consiguiente.
Y de entrada son las relaciones de producción las que mueven la historia. Pero esto
pudiera distraer la atención respecto de la situación concreta y terminar
convirtiéndose en un asunto abstracto, que se debate solo cuando en la sociedad se
producen fenómenos que llaman la atención. Aquí interesa más directamente un triple
hecho que tiene que ver con la praxis y con el trabajo.

En primer lugar lo que mueve al hombre, y con ello a la historia, de una forma
esencial, son sus intereses. Esto es algo tan claro como que el ser del hombre se
despliega en su actividad, que a su vez se orienta siempre por intereses bien
determinados. Por eso los intereses no son nunca algo sobrevenido o añadido al ser
humano, sino estrechamente vinculado con él. Hegel supo ver este aspecto:

Las leyes y los principios no viven ni prevalecen inmediatamente por sí


mismos. . . Para que yo haga y realice algo, es preciso que ello me importe; necesito
estar en ello, encontrar satisfacción en realizarlo, es preciso que ello sea mi interés.
Interés significa ser en ello, estar en ello. Un fin por el que debo trabajar tiene
que ser de algún modo también mi fin, aunque el fin para el que trabajo tenga
otros muchos, según los cuales no me importe nada. . . Quien trabaja por una
cosa, no está sólo interesado en general, sino que está interesado en ella (Hegel,
1 955: 82; cf. Gaos, 8 1 ) .

No deja de ser llamativo que sea Hegel, que tanto acentúa el interés universal en
sus diferentes formas, quien de este modo subraye el carácter insoslayable del interés
particular. Curioso es además que incluso en los casos en que esto se admite en
general como válido para la especie humana, uno se resiste por lo comun a reconocer
,

que él también actúa esencialmente por intereses particulares. Tal vez esto exija otro
tipo de explicaciones.
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Una segunda nota, vinculada al papel de los intereses, es que estos generan
conflictos, de forma esencial, por tanto inevitable, y permanente. Que es así, lo
sabemos por la historia misma y por la experiencia. Y para evitar que nos podamos
olvidar de ello están los medios de comunicación, aunque éstos por lo general no nos
ayuden apenas nada a conocer las raíces de los conflictos, no por falta de capacidad
sino porque la precipitación les lleva a sustituir la frialdad y el rigor del análisis
por la aplicación a hechos concretos de esquemas ideológicos, que poco o nada
contribuyen al esclarecimiento de la verdad, o por el más simple prejuicio maniqueo
a la hora de emitir juicios.

Pero aparte de que la historia y la experiencia nos dicen mucho sobre esos
conflictos, tal vez haya que reconocer, guste o no, que son inevitables, incluso que
son a priori necesarios para que el hombre tienda a superar formas de vida en que
tal vez se sienta muy cómodo, pero en las que está expuesto al riesgo del anqui­
losamiento. La naturaleza humana no parece estar hecha para estabilizarse
permanentemente en unos mismos ciclos de comportamiento que se repiten
indefectiblemente como en cualquier otra especie animal. En último término con la
aparición de la modernidad parece que se ha tomado conciencia de que el hombre
está destinado a avanzar más allá de situaciones establecidas. Otra cuestión es
determinar si este avance representa un verdadero progreso o no. Respecto de la
índole del conflicto fue Kant quien ideó una de las más logradas formulaciones:

El medio de que se sirve la Naturaleza para llevar a cabo el desarrollo de todas


sus disposiciones es el antagonismo de las mismas dentro de la sociedad en la
medida en que ese antagonismo acaba por convertirse en la causa de un orden legal
de aquellas disposiciones. Entiendo aquí por antagonismo la insociable sociabilidad
de los hombres, esto es, el que su inclinación a vivir en sociedad esté unida a una
resistencia completa que amenaza constantemente con disolver esa sociedad. Que tal
disposición subyace a la naturaleza humana es algo bastante obvio. El hombre
tiene una tendencia a socia/izarse, porque en tal estado siente más su condición de
hombre al percibir el desarrollo de sus disposiciones naturales. Pero también tiene
una fuerte inclinación a individua/izarse (aislarse), porque encuentra
simultáneamente en sí mismo la insociable cualidad de querer regirlo todo según
su parecer y, como se sabe propenso a oponerse a los demás, cuenta con hallar esa
misma resistencia por doquier. Pues bien, esta resistencia es aquello que despierta
todas las fuerzas del hombre y le hace vencer la inclinación a la pereza e,
impulsado por la ambición, el afán de dominio y la codicia, le lleva a procurarse
una posición destacada entre sus congéneres, a los que no puede soportar, pero de
los que tampoco puede prescindir [ . . . ]. Sin aquellas propiedades, verdaderamente
poco amables en sí, de la insociabilidad, de la que nace la resistencia que cada
cual ha de encontrar necesariamente con sus pretensiones egoístas, todos los

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talentos quedarán eternamente ocultos en su germen, en medio de una arcádica


vida de pastores donde reinarían la más perfecta armonía, la frugalidad y el
intercambio de favores, de suerte que los hombres serían tan bondadosos como las
ovejas que apacientan, proporcionando así a su existencia un valor apenas mayor
que el detentado por su animal doméstico y, por lo tanto, no llenaría el vacío de
la creación respecto a su destino como naturaleza racional [ . . ] El hombre quiere
. .

concordia, pero la naturaleza sabe mejor lo que le conviene a su especie y quiere


discordia (Kant, 1964d: 37-39; cf. Roldán y Rodríguez, 8-10).

Análogamente a lo que previamente indicamos a propósito del extenso texto de


Heidegger, también aquí nos interesa subrayar una idea, en este caso el carácter
conflictivo de la historia. Que quedan aquí otras cuestiones abiertas es obvio, pero en
todo caso parece aceptable la hipótesis de la índole conflictiva de la naturaleza
humana en su quehacer histórico.

Aparte de este aspecto, el conflicto, el "antagonismo", aunque constitutivo, tiene


en cada caso concreto que tener una solución, lo cual implica que o bien tiene
directamente un sentido, es decir, se orienta a un fin, o bien ha de buscarlo
simplemente, lo cual equivale de forma implícita al menos, a que tiene que haber un
sentido, a no ser que la salida del conflicto sea hacia cualquier cosa, que no sea un
objetivo, lo cual es extraño al texto de Kant.

3 . Llama especialmente la atención que en esta consideración kantiana el mal


parece estar justificado. Pues quien tiene razón en lo referente al curso de la historia
no son las intenciones particulares de los hombres por más nobles que sean - ¿y
qué cosa más noble que la concordia? - sino la intención de la naturaleza, que dicta
e impone dicho curso. Y la naturaleza no quiere concordia, sino discordia que surge
de la tendencia a satisfacer, sin límites prefij ados, las aspiraciones más egoístas de los
individuos, como son la ambición, el afán de poder y la codicia. Kant se hace eco
aquí, haciéndolo al mismo tiempo suyo, de un lugar común que por ejemplo aparece
casi con las mismas palabras en Agustín. Pero en Agustín se trata de tendencias
negativas, que por sí mismas no tienen justificación alguna y cuya explicación queda
remitida al orden de la providencia.

La lectura del texto de Kant nos lleva por el contrario a considerar que se trata
de un comportamiento que, además de necesario, es un bien en sí mismo. Y con
todo no dejamos de ver aquí un mal, por más agudo y profundo que nos resulte el
ingenio de Kant al justificarlo. Pues es obvio que del egoísmo -a través de esas formas
de actuación - Hegel va a dar un paso más allá de Kant y sin declarar como simples
males esas actuaciones, pero sin ocultar tampoco, por otra parte, que vienen
acompañadas de toda suerte de males, llega no simplemente a considerar
empíricamente la existencia de estos o aquellos males y a buscar en ese nivel la
superación de los mismos, sino a plantear el problema del mal y a intentar construir

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a partir de aquí una Teodicea (cf. Álvarez Gómez, 2004: 143 y ss.).

Al menos habrá que reconocer que el planteamiento como tal está justificado,
más aún, es necesario si no es que el bullicio elevado a los cuatro vientos bajo el
lema, políticamente correcto, del fin de la metafísica, ha cercenado incluso el
reconocimiento de la metafísica como disposición natural, algo que Kant mismo, el
crítico más solvente conocido hasta ahora de las falsas pretensiones de aquella,
considera como una dimensión indeleble del ser humano. El planteamiento del
problema del mal, más allá de la actitud quejumbrosa ante toda suerte de males,
responde a la aspiración, que debe culminar en certeza, de que el mal no tenga
,

nunca, ni siquiera allí donde es más radical, la última palabra. Esta es también la
intención de Hegel al plantear el problema (cf. 1 9 5 5 : 80 y ss. ) . El bien que debe
resultar de la existencia de un mal gobierno no es el mal gobierno, sino la
superación del mismo, lo cual debe suponer que se ha logrado instaurar una
situación, mejor que la que dio origen a aquél. Sirva este mero ejemplo para aludir
al marco intelectual en que se plantea el problema del mal.

4. Ya el simple planteamiento del problema del mal implica la referencia al


concepto de bien, bajo un doble aspecto. Por una parte no podemos juzgar que algo
es malo - de forma ontológica o moral - sino por comparación con el concepto
de lo que es bueno, al menos de lo que entendemos que sería bueno en el caso
concreto. Por otra parte, el planteamiento en cuestión tiene sentido en orden a la
superación del mal mediante la consecución de un bien determinado. Pero el
concepto de bien, al igual que el concepto de ser, se dice de muchas maneras.
Incluso tratándose del bien hay una razón sobreañadida. Pues, además de su dimensión
ontológica, en la que tiene tanta amplitud como el concepto de ser, el bien está
,

presente en todo el campo de la Etica. Bien es verdad que todo lo que es bueno
posee también un tipo de entidad y bajo ese punto de vista no cabe decir que haya
algo a lo que no sea aplicable el concepto de ser. Pero dejando de lado ahora estas
reflexiones, que tendrían su lugar propio en otro ámbito, es cierto que con relación a
la historia el concepto de bien tiene concreciones muy marcadas y determinantes,
como la justicia.

Si preguntamos por lo que impulsa a los hombres a moverse y obrar en la


historia tal vez haya que responder con dos conceptos: la libertad y la justicia. El
sentimiento de justicia puede ser tan fuerte que lleve incluso al hombre a arriesgar
su propia vida. Por justicia entendemos - se ha entendido siempre - no sólo lo que
está prescrito en las leyes que emanan de la autoridad competente, Sin duda esto es
válido y a nadie que tenga buen sentido se le ocurrirá decir que sea lícito
desobedecer la ley que prescribe pagar impuestos. Pero esto no es suficiente. No lo
es en general y menos aún en la historia. Basta tener en cuenta que uno de los
elementos más determinantes de su proceso han sido las guerras entre naciones o

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estados, lo cual supone la existencia de normas vinculantes contradictorias entre sí. Al


margen de si hay o no guerras justas, hay una cuestión previa. La justicia no puede
estar representada por las partes contendientes, cuando éstas son incompatibles entre
sí. Pero la guerra también es un principio que tiene un campo amplísimo y puede
aplicarse a la relación entre padres e hijos, entre amos y esclavos o entre gobernantes
y súbditos, y todo ello tiene como móvil fundamental la aspiración a lograr lo que es
suyo.

La apetencia del bien como aspiración al cumplimiento de lo que es justo está en


la base, hoy muy explícita, de la exigencia de que la vida humana se atenga a los
valores. Probablemente esta exigencia surge de la quiebra de los grandes valores, lo que
Nietzsche caracterizó como estado de ánimo psicológico (cf Nietzsche, 1 9 66: III, 676 y
ss.), que sin embargo consideró como provisional, porque la vida no puede persistir sin
valores, uno de los cuales, el mayor tal vez, y el que es de todo punto irrenunciable
es la justicia ( cf. Nietzsche, 1 966: I, 729). Uno de los propósitos más importantes
sin duda en la consideración de la historia es según la opinión de Nietzsche, pero
también en términos generales, la decidida voluntad de ver de qué secreta manera la
justicia lo rige todo y logra hallar en todo acontecimiento un sentido (cf II, 8 1 4 y
s.). En cierto aspecto es Nietzsche más radical que el propio Hegel, en cuanto que el
cumplimiento de la justicia no depende de ningún criterio humano y se sustrae a la
medida que pudiera pretender aplicar cualquier creencia o convicción particular.

Tal vez sea la lectura de los griegos, en este caso de los grandes trágicos, la que
despertó en Nietzsche el interés por la marcha justiciera de la historia, cuya fría
consideración nos enseña que su sentido no puede consistir en ajustarse a lo que
proponen y determinan los hombres. De ahí la permanente enseñanza de Antígona,
quien ante la pregunta de Creonte de por qué ella se había atrevido a transgredir los
decretos que prohibían dar sepultura a su hermano contesta:

No fue Zeus el que las ha mandado publicar, ni la justicia que vive con los
dioses de abajo la que fijó tales leyes para los hombres. No pensaba que tus
proclamas tuvieran tanto poder como para que un mortal pudiera transgredir las
..

leyes no escritas e inquebrantables de los dioses. Estas no son de hoy ni de ayer, y


nadie sabe de dónde surgieron (Sófocles, 1 9 8 1 : 265).

Quien pretende que el sentido de la historia estriba en sus opiniones subjetivas


está juzgado de antemano. Verá sorprendido que el viento de la historia pronto las
hace desaparecer. Y sin embargo no nos podemos sustraer a la tarea, subjetiva en uno
de sus aspectos, de seguir buscándolo en algún lugar, fuera de nuestro horizonte
inmediato.

5 . Pero esto no significa que nos movamos en un terreno abstracto, lejano a los
más vivos y más inmediatos intereses humanos. La figura de Antígona nos sigue

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resultando hoy más cercana que la de ningún legislador o gobernante, porque sus
palabras nos señalan el camino para llegar a lo que las simples leyes no nos permiten
descubrir. En su aplicación más concreta esto tiene que ver con la aplicación a la
historia de los conceptos de totalidad y progreso. Este último ha sido criticado con
razón si se pretende que todo lo nuevo representa un avance positivo. Los dos
últimos siglos prueban que la simple instauración de la idea de progreso, que las
más diversas tendencias han reivindicado para sí, ha sido una verdadera catástrofe,
justamente porque para nada se ha tenido en cuenta lo que la justicia exige: la
salva-guardia de los intereses de los individuos y la comunidad de la que forman parte,
los pueblos y las naciones, de aquellos intereses que son además comunes a las
naciones mismas en su mutua relación; en definitiva, de lo que es una totalidad
viviente y armónica, abierta al futuro y a la vez consciente de la pervivencia de la
tradición.

6. La realización de esa idea exige el poder bajo un doble aspecto. La realidad es,
en sí misma, poder. Bajo este primer aspecto el poder es un a priori de cualquier
realidad, que tiene en su "poder ser" la condición inmanente para ser, como
magníficamente expuso Nicolás de Cusa (cf 1 973: 4 y ss.). Pero es otro el aspecto que
cuenta más en la historia: la capacidad de perseguir objetivos comunes por parte de
pueblos y naciones, conjuntando intereses contrapuestos, así como de imponer,
contra la opinión y tendencias de los particulares, objetivos determinados. Como
consecuencia de esta doble función: proponer objetivos e imponer normas y acciones
puede decirse, remedando una conocida frase de Hegel, que nada grande se ha
conseguido en la historia sin poder, y tampoco nada grande se ha conseguido sin
dolor, porque el poder fuerza a los individuos a cumplir lo que en muchos casos se
opone a sus propias tendencias, incluso a sus derechos. Hay una obligada relación,
con frecuencia muy tensa, entre poder y derecho, pues por una parte el poder
necesita el derecho para que aquél se pueda ejercer mejor, pero por otra parte es
necesario el derecho para poner límites a la arbitrariedad del poder. Todo eso, que se
admite fácilmente en el nivel de la política, no es válido sin más, cuando de los
acontecimientos históricos se trata. La historia que conocemos no ha sido al parecer
nunca ajena al ejercicio de un poder que contraviene derechos establecidos. Pero es
además la propia historia la que en muchos casos legitima ese tipo de actuaciones.

En todo caso, sin embargo, ese poder que se establece violentamente ha


necesitado siempre, para establecerse, del propio derecho. Entre poder y derecho hay
pues en la historia una relación, que es a priori, puesto que no se puede pensar el
poder sin un derecho que lo legitime, como tampoco es pensable un derecho sin el
poder que garantice su realización.

7. Por último, dentro del apartado sobre el sentido de la historia es obligado


hacer referencia a la libertad. Hay, sin duda, diferentes formas de entenderla, pero
está presente, tanto en la modernidad como en la posmodernidad, igualmente como
Quedan 26 minutos en el libro 11%
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una especie de apriori. La libertad viene exigida, por así decirlo, desde abajo y desde
arriba. Los individuos, protagonistas esenciales de la historia, reivindican para sí,
cada vez en mayor medida, determinados derechos, que garanticen su libertad e
incluso fuerzan, si es preciso, el reconocimiento de los mismos. Los estados, que
detentan el poder, se sustentan a su vez sobre el reconocimiento de las libertades y
son ellos mismos, cada vez más libres, en cuanto que se legitiman en nombre de la
libertad y actúan por mor de la misma.

Pero hay, aparte de esta reflexión inicial, dos aspectos que requieren especial
atención. De una parte la relación entre libertad y necesidad. Hegel lo formuló de un
modo inequívoco y paradójico a la vez:

La historia universal es el progreso en la conciencia de la libertad - un


progreso que tenemos que conocer en su necesidad (Hegel, 1955: 63, Gaos, 68).

Es una formulación paradójica, por cuanto libertad y necesidad no parecen


compatibles. Tiene, sin embargo, mucho a su favor, en cuanto que son tantos los
condicionantes de todo aconcimiento que algún tipo de necesidad parece ineludible
admitir en el proceso histórico. Por otra parte, desde el comienzo la historia se ha
ido haciendo en un largo proceso de diferenciación de culturas, mentalidades, formas
de vida, sistemas de pensamiento, etc. Ello hace que en mirada retrospectiva, se haga
necesario incorporar a la consideración de la historia las ideas de diferencia y de
tolerancia: diferencia, por cuanto objetivamente ha tenido lugar la mencionada
diferenciación; tolerancia, porque es la actitud que corresponde al reconocimiento de la
diferencia. Ambos aspectos han existido siempre, pero se han hecho valer, no por
casualidad, sobre todo en nuestros días. Tanto la existencia de la diferencia como su
reconocimiento, son un postulado de la libertad misma.

De los diversos problemas planteados en esta introducción pasamos a exponer los


que consideramos que son la base sobre la que se puede construir lo demás.

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TEORÍA DE LA HISTORICIDAD (FILOSOFÍA. HERMENEIA) (SPANISH EDITION)

El lugar propio
de la historicidad.
La pregunta p or el sujeto
d e la historia

1 término "lugar" lo entendemos aquí en un sentido análogo al que emplea


Heidegger al referirse al lugar de la verdad:

La tesis según la cual el "lugar" (Ort) genuino de la verdad es el j uicio, no


sólo apela injustificadamente a Aristóteles, sino que, por su contenido significa
además un desconocimiento de la estructura de la verdad. El enunciado no sólo
no es el "lugar" primario de la verdad, sino que, al revés, en cuanto modo de
apropiación del estar al descubierto y en cuanto forma de ser-en-el-mundo, el
enunciado se funda en el descubrir o, lo que es lo mismo, en la aperturidad del
ser-ahí. La "verdad" más originaria es el "lugar" del enunciado y la condición
ontológica de posibilidad para que los enunciados puedan ser verdaderos o falsos
(descubridores o encubridores).

La verdad, entendida en su sentido más originario, pertenece a la constitución


fundamental del ser-ahí (Heidegger, 1963: 226).

La aplicación a la historicidad sería la siguiente. Tendemos a pensar, por una


parte, que los hechos que consideramos como históricos, no sólo porque tuvieron
lugar, sino porque fueron muy relevantes e influyeron en otros acontecimientos,
son lo originariamente histórico. Y a su vez, tendemos a pensar igualmente que lo
que nos dicen los buenos libros de historia sobre los acontecimientos son la última
y auténtica verdad que acerca de ellos podemos conocer. Sin restar un ápice a la
importancia de lo uno y de lo otro, podemos en ambos casos hacer una pregunta
ulterior. ¿A qué se debe que el ser humano genere acontecimientos, en los que se ve
objetivado a sí mismo hasta el punto de que en todo o en parte interpreta su
propio ser por referencia a tales acontecimientos? E igualmente; ¿qué les lleva a los
historiadores a formular enunciados perentorios sobre el significado y el alcance de
los mismos? Las preguntas tienen sentido. Pues podría pensarse que el hombre
desarrolla su actividad, sin otorgar a unos hechos más importancia que a otros, e
incluso sin otorgársela a ninguno, sin mostrar interés por dejar huellas tras de sí.
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Parece que no fue así. Los antepasados de las cuevas de Altamira pueden no
haber pensado nada especial cuando fueron haciendo las famosas pinturas.
Instintivamente llevaron a cabo algo importantísimo que ha servido para descifrar
en parte sus hábitos de vida y también para que nosotros nos admiremos de lo
que el hombre, en una fase tan primitiva, carente de todos los medios de que hoy
dispone, es capaz de proyectar en su fantasía. Y en lo que se refiere a la historia
como narración interpretativa del acontecer, el hecho por ejemplo, de que la "toma
de Toledo", por parte de Alfonso VI, "el año 1 0 8 5'' , sea un acontecimiento clave
"en el proceso reconquistador", o que "la derrota de las Navas de Tolosa ( 1 2 1 2)" sea
el "pórtico del derrumbe de todo el islam de la cuenca del Guadalquivir"
(Domínguez Ortiz, 2000: 62 y 64), pueden ser consideradas como afirmaciones
sólidas y autorizadas por parte de los expertos en Historia de España - afirmaciones
ampliamente compartidas por lo demás - pero dejan abierta la pregunta acerca de
la perspectiva que hace posibles estas valoraciones. Un historiador del islam puede
tender a valorar los hechos de modo muy diferente o simplemente a pasarlos por
alto.

En definitiva, la generación de determinados acontecimientos presupone un signo


de apertura a la realidad misma, a la vez que una determinada narración
interpretativa de aquella es fruto de una predisposición a concebir el significado de
los acontecimientos bajo puntos de vista próximos y concretos que, a la vez que
orientan la investigación, no necesariamente son objeto de reflexión por parte del
historiador mismo.

Tanto la determinación de aquello que hace que los acontecimientos se produzcan


o no, se constituyan de un modo u otro en razón del signo de apertura del hombre
a su realidad circundante, como la perspectiva bajo la cual los acontecimientos se
revelan a quien los contempla como tales, es decir, como hechos que reclaman ser
considerados como relevantes, e igualmente el punto de vista que, más allá o más
acá de consideraciones parciales, permite a un autor construir una visión de la
historia que tiene rango filosófico, éstos son tres asuntos en los que a la postre no se
puede ahondar lo suficiente.

De ahí que frente a modos de pensar inveterados nos encontramos a veces con
sorpresas. Tendemos a pensar por ejemplo que la consideración propiamente
filosófica de la historia es una aportación de la modernidad. Pero La Ciudad de
Dios de Agustín es ya una creación que no cabe considerar como meramente
teológica, y ha dado pie a consideraciones estrictamente filosóficas, como por
ejemplo ha sabido ver K. Lowith ( 1 959: 1 48 y ss.). Y más aún por su nitidez
filosófica resulta el caso de Ibn Jaldun ( 1 339-1 406), quien en su monumental obra
Al-Muqaddimah defiende tesis muy similares a las de Hegel, entre otras, que "los
imperios, así como las personas, tienen su propia vida" (Jaldun, 1 977: 348 y ss. ) , o

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que "cuando la decadencia de un imperio se inicia, nadie la detiene" (op. cit. : 526 y
ss.). En un luminoso ensayo titulado "Abenjaldun nos revela el secreto" destaca
Ortega y Gasset, entre otras cosas, por una parte que desde su visión cíclica y
organicista - los pueblos y los estados son como seres vivos - el autor norteafricano
sería capaz de asumir, sin inmutarse a la vez que rebatir, las modernas teorías sobre
el cambio y el progreso, puesto que todo vuelve s1empre a un m1smo punto que
• •

permanece inalterado; y por otra parte, tiene también claro que toda concepción
de la historia sólo posee sentido si descansa sobre una idea certera de lo que es la
sociedad (Ortega y Gasset, 1 966: II, 672 y ss. ) .

Esta observación, un tanto marginal a propósito del lugar propio de la historicidad,


tiene la finalidad de llamar la atención sobre el hecho, al parecer incuestionable, de
que ni los acontecimientos ni la narración de los mismos se producen al azar, sino
que surgen de un fondo que permanece siendo el mismo, a pesar de cuantas
oscilaciones pueda haber en el reconocimiento y valoración del acontecer mismo.

La referencia al sujeto de la historia es convencional y soy además consciente de


navegar contra corriente. En las pasadas décadas se ha proclamado con cierta
solemnidad la muerte del sujeto, además de otras muertes: muerte de Dios - la más
antigua, tanto que, no obstante afirmarla, siguen hablando de Dios contra toda lógica
quienes le declaran inexistente-, muerte del hombre, de la Metafísica, de la
Filosofía . . . Parece que una actitud necrofílica ha invadido esta parte del mundo en
que sus moradores se ven a sí mismos en el ocaso. Tal vez esto les ha destinado a
vivir abocados al final. Respecto de la muerte del sujeto se supone que no puede
perdurar mucho tiempo. Cuando menos, es poco serio que, a la vez que nos vemos
rodeados a diario de las muertes verdaderas de quienes son víctimas de asesinatos,
haya quien siente como axioma la muerte del sujeto. No se trata, sin embargo, de
dejar de lado lo que hay en todo ello de motivación digna de ser tenida en cuenta.
En mi opinión es Foucault quien deja claro lo que merece ser considerado en este
asunto:

Con anterioridad a toda existencia humana, a todo pensamiento humano


[Foucault se refiere a Lévi-Strauss y a Lacan, asumiendo sus afirmaciones] existiría ya
un saber, un sistema que redescubrimos... ¿En qué consiste ese sistema anónimo
sin sujeto? ¿Quién piensa? El "yo" ha estallado". Estamos ante el descubrimiento
del "hay". Hay un se. .. toda su conducta (la de las personas) está regida por una
estructura teórica, un sistema que cambia con los tiempos y las sociedades, pero
que está presente en todos los tiempos y en todas las sociedades ... ¡es el humanismo
quien es abstracto! Todos estos suspiros del alma, todas esas reivindicaciones de la
persona humana, de la existencia son abstractas, es decir, están separadas del mundo
científico y técnico que es a fin de cuentas nuestro mundo real [ ... ] ( 1 9 9 1 : 33 y
SS. ) .

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Lo que se quiere decir cuando se habla del fin o muerte del sujeto es que, lejos
de ser él el protagonista de lo que hace, y muy especialmente de la historia, obedece
a sistemas que son previos al sujeto mismo, que en este sentido deja de serlo. La
parte de la verdad que hay en estas afirmaciones es que existen sistemas que poseen
un peso innegable sobre nuestras conductas. La tarea de la filosofía ha consistido
siempre en remontarse, más allá de las apariencias, a lo que es verdaderamente real.
Y no es casual que Foucault invoque como autoridad los sistemas del siglo XVII,

que lo fueron verdaderamente. Sin embargo, sus autores no sólo no olvidaron, sino
que tuvieron muy presente que cada cosa individual, y tanto más el hombre concreto,
posee su propia esencia (cf. Spinoza, 1967: III, prop. VII; Domínguez, 133). Leibniz
no duda en reconocer a cada individuo, junto con su inserción en el universo,
carácter substancial:

Cada substancia singular expresa todo el universo a su manera, y en su


noción están comprendidos todos sus acontecimientos con todas sus circunstancias
y toda la serie de cosas exteriores (Leibniz, 1 970: 44).

Leibniz subraya que las sustancias individuales están y actúan en un orden


establecido, rigurosamente regulado, pero acentúa también al máximo la consistencia
propia de cada sustancia individual. Por otra parte, Marx, cuya autoridad es invocada
por los corifeos del predominio absoluto del sistema, también por Foucault, se
expresa inequívocamente a favor del papel determinante de los individuos en el
campo de la historia: "Los hombres hacen ellos mismos su propia historia" ( 1 975:
1 1 5).

Los presupuestos con los que comenzamos, no son arbitrarios, no son dogmas,
son presupuestos reales, de los que sólo se puede abstraer en la imaginación. Son
los individuos reales, su acción y sus condiciones de vida materiales, tanto las que
se encuentran previamente, como las producidas por su propia acción. Estos
presupuestos son pues contrastables por un procedimiento puramente empírico. El
primer presupuesto de toda la historia humana es naturalmente la existencia de
individuos humanos vivientes. La transformación de la historia en historia
universal no es una acción meramente abstracta de la "autoconciencia", del espíritu
.
del mundo o por lo demás de un fantasma metafísico, sino una acc1on
,

completamente material, empíricamente comprobable, una acción de la que cada


individuo proporciona la demostración, tal como él vive y se relaciona, come,
bebe y se viste. Y por último "las circunstancias hacen a los hombres, al igual que
los hombres hacen las circunstancias (Marx, 1953: 346-347; 365 y 368) .

No se trata de entrar en una más bien estéril polémica sobre si Marx dijo una
cosa u otra, si bien es un tanto problemático que se le quiera convertir en un
representante de las tesis estructuralistas. Más bien, puesto que se pretende hacer de

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los individuos un mero reflejo de las leyes que los preceden, bastaría preguntar qué
pueden ser o representar las leyes al margen de los individuos mismos, dónde están
y cuál es su estatus ontológico. Separar las leyes de los individuos, en que son
efectivas, no pasa de ser una trampa del pensamiento abstracto en un sentido
negativo:

La ley no está [ . . ] más allá del fenómeno, sino que está en él presente de
.

modo inmediato; el reino de las leyes es el reflejo tranquilo del mundo existente o
fenoménico. Pero más bien son ambas cosas una totalidad y el mundo existente es
él mismo el mundo de las leyes (Hegel, 1 999: 1 3 1 ) .

Las leyes están en los individuos y es la índole misma de éstos la que no es


pensable sin la presencia y eficacia determinante de las leyes, porque de otro modo se
disolverían en el caos. Aceptando que de la historia no tiene sentido hablar sin
referencia a los hombres que la sufren y protagonizan, ¿en calidad de qué actúa el
hombre?

2. r . Individuo e historia

Que los individuos constituyen un capítulo especial en la génesis y desarrollo de los


acontecimientos y que por tanto deben ser considerados por la historia en cuanto
narración interpretativa, parece obvio de entrada por diferentes razones.

No se puede negar, en primer término, que los acontecimientos, lejos de sobrevenir


por sí mismos, son el resultado de la acción de estos o aquellos individuos. Podrá decirse
por ejemplo que el descubrimiento de América no es casual y que antes o después iba
a tener lugar y que en cualquier caso las circunstancias en que pudiera tener lugar
tenían que ser mínimamente favorables. Pero al fin quien descubrió el nuevo mundo
fueron Cristóbal Colón y los que le acompañaron en la empresa. Sabemos además que
su acción fue el fruto de una larga y concienzuda preparación en la que Colón tuvo
que hacer gala de sus conocimientos y de su ingenio hasta lograr el apoyo de la
Corona de Castilla. Tan vinculado nos parece ese hecho a la acción de un hombre
determinado que podemos imaginarnos, con sentido, qué habría podido ocurrir si no
hubiera existido Colón o si él no hubiera tenido interés alguno en la aventura de
descubrir nuevos mundos, o si, iniciado el viaje, hubiera sucumbido a las tormentas.

Es cierto que a posteriori es fácil decir que tales preguntas no tienen sentido
porque a la postre cuenta lo que de hecho ocurrió. Pero esto es tanto como eludir la
cuestión a que nos estamos refiriendo. A menos que se diga que todo está regido por
un destino ciego y que por tanto ocurrió lo que forzosamente tenía que ocurrir, si
dirigimos la mirada a los hechos en su desnudez, el papel de los individuos se nos
antoja esencial. Tal vez Aníbal había llegado en su proeza al límite de sus
posibilidades y por eso su victoria en Cannas no le fue tan provechosa. Pero también

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podemos imaginar que pudo muy bien haber llevado su victoria hasta el final
conquistando Roma, lo cual habría supuesto un curso completamente diferente de la
historia. Con ello no hemos rozado siquiera la cuestión de si los individuos fueron
libres o no para obrar de un modo diferente, o si por ejemplo las circunstancias no
daban más de sí. Tal planteamiento adolece a su vez de falta de consistencia, porque
las circunstancias que son relevantes para la acción de los individuos no están
constituidas al margen o con independencia de los propios individuos. Aquí es válida
la afirmación de Marx de que las circunstancias hacen a los hombres y los hombres
a su vez hacen las circunstancias.

El papel de los individuos nos parece tanto más relevante y esencial si tenemos
en cuenta la diversidad de estratos y niveles en que se mueve y agita la historia: el
militar, el social, el político, el económico o el religioso, por nombrar sólo algunos de
los que son considerados como muy importantes. En lo militar quien al fin detenta el
mando es uno sólo, aunque todos los demás sean necesarios. Como es sabido,
Aristóteles se planteó la cuestión de quién era más determinante, el ejército o el
general y, desde la sensatez que distingue al estagirita, opinó que este último (Aris­
tóteles, 1 990, Met., XII, 9, 1 07 5 a, 1 1 - 1 5 ; 640) . Las grandes y decisivas campañas
militares que asociamos a la figura de Julio César entendemos que él no simplemente
las representa, sino que las protagoniza con pleno derecho. Su grandeza es de tal
magnitud que incluso sus más decididos detractores no pueden menos de reconocerla.
Hume, que está convencido de que César perjudicó mucho a las Islas Británicas,
piensa que un argumento contundente a favor del poder de la providencia divina
habría sido que Dios hubiera suscitado una tormenta tal que, al atravesar César y
su ejército el canal de la Mancha, todos se hubieran ahogado. En el extremo opuesto
están por ejemplo Hegel, que ve en César a uno de los grandes individuos de la
historia universal, junto con Alejandro Magno y Napoleón (cf. Hegel, 1 95 5 : l OO) y
Ortega y Gasset, entusiasmado con la figura del gran político y general (cf. Ortega,
entre otros lugares OC, I I , 499 y ss., 546 y ss.; III, 5 5 y ss.; IX, 96 y ss.).

Lo militar es una de esas dimensiones en las que más se puede cuestionar o


debilitar el papel del individuo. Así por ejemplo es muy fácil decir que la Segunda
Guerra Mundial no la podían ganar sino los aliados, y sobre todo los
norteamericanos porque su poder económico era enorme, infinitamente superior al
que ostentaban los países del Eje. Sin duda fue así, pero no sólo fue por eso, porque
tampoco se trata de negar el papel activo que tuvieron generales como Eisenhower o
Montgomery. Por la parte contraria, pese a que al final los alemanes se llevaron la
peor parte, parece que nadie duda en reconocer el valor de las campañas del mariscal
Rommel en el Norte de África, algo que también da que pensar en el sentido de que,
en medio de tantos avatares negativos, puede haber algo positivo digno de recordar
por unos y otros. Por lo que se refiere a la Guerra Civil española está resultando, al
parecer, muy fácil silenciar, ignorar o simplemente negar la dirección quien llevó a

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cabo la campaña hasta el resultado final, como si la guerra al fin no la hubiera


..

ganado nadie o incluso hubiera sido cosa de un destino ciego. Este es uno de tantos
casos, relativamente frecuentes en la historia, en los que los hechos muestran su rostro
tan fijo como inamovible.

Pero el carácter individual que se advierte en el campo militar, aunque destaca


sobre todo en épocas de guerra, se puede proyectar también posteriormente a los
tiempos de paz, sobre todo si las guerras han sido duraderas. Tal vez esto se deba a
que personas que vivieron y protagonizaron la fase de la destrucción, tienen un
sentido más justo de lo que conviene a la hora de poner en marcha y de encauzar
la reconstrucción. Algo debe significar el hecho de que tanta gente les dé su
confianza, como ocurrió por ejemplo en la posguerra con Eisenhower y De Gaulle.

El peso de los individuos se deja notar muy bien en el campo de la política,


sobre todo cuando es necesario tomar decisiones importantes en momentos
especialmente difíciles que muy bien cabe considerar como de encrucijada
histórica. En estos casos queda muy arraigada e indeleble - al menos por mucho
tiempo - la conciencia de que tales acontecimientos están no simplemente asociados,
sino unidos a lo que en su día hicieron determinadas personas. De lo acontecido
en España y de sus protagonistas a partir de 1 975 no voy a decir nada porque está
ya casi todo dicho.

Vamos a referirnos muy brevemente a un hecho, relativamente lejano ya en el


tiempo, que para muchos tuvo un gran significado, aunque hoy prevalece, tengo la
impresión, una valoración muy distinta en determinados sectores. Estoy pensando
en John Fitzgerald Kennedy, presidente de los Estados Unidos de América por muy
breve tiempo, desde el 20 de enero de 1961 al 22 de noviembre de 1 963, día en que
fue asesinado. Para los jóvenes de entonces - para muchos, sin duda no para los
que ya eran "sabios" y tenían la clave de todo - aquel político, joven también, con
un aire de novedad y de audacia, representó una auténtica revelación. Inolvidable,
para cuantos estábamos entonces en Alemania, su discurso ante el muro de Berlín
el 26 de junio de 1 963, como impresionante fue también en octubre del año
anterior su actitud de firmeza durante los largos días que duró la llamada crisis de
los misiles en la isla de Cuba. Fueron días vividos con especial preocupación por la
población de Alemania, donde se temía que la guerra fría llegara a caldearse más de
lo soportable. No, quienes lo vivimos, no lo podemos olvidar. Y por eso su brutal
y absurdo asesinato nos dejó de pronto sin habla. La marcha silenciosa de
antorchas de los estudiantes de Múnich ante el consulado de Norteamérica fue
espontánea. No decíamos nada apenas, porque todo era claro. Simplemente
estábamos.

Me he permitido esta licencia extraacadémica. Pero si Hegel se permite algo


similar cuando por ejemplo se pronuncia sobre las catástrofes del pasado o sobre los

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que él llama "grandes individuos de la Historia Universal", espero que mis palabras no
produzcan un efecto disonante en la consideración del tema que ahora nos ocupa.
Pretendía sólo decir que el lugar que ocupan determinados individuos en la Historia
es irreemplazable. Fue así porque así se pensó y creyó que era. Posteriormente toda
una serie de intérpretes pretendieron hacernos ver que sólo las estructuras son lo
determinante, pero las estructuras no son nada sin las personas que las soportan y
pro tago n1zan.

Hay una contradicción muy significativa en las ideologías políticas que


proclaman que cuentan no los individuos sino los programas, que emanan
presuntamente no de individuos, sino de entidades anónimas y sin rostro - como
comité central, dirección nacional o similares - y, como prolongación y actualización
de esos programas, las directrices del partido que los sustentan. La contradicción está
en que luego esas mismas organizaciones, que pretenden ser expresión de lo
sistemático, caen en la aberración del "culto a la personalidad", como tan
reiteradamente se ha visto a lo largo del siglo XX y se sigue viendo en nuestros días.
La absolutización de un sólo individuo supone ciertamente el no reconocimiento de
todos los demás y la negación de su libertad, pero es significativa porque es una
muestra de que no se puede eludir de hecho la referencia básica al individuo como
tal. En un libro sobre Mao se lee acerca de que los individuos como tales no cuentan,
entre otras cosas:

El control fue haciéndose cada vez más omnipresente y con él la pérdida de


libertad en todos los frentes: de expresión, de movimiento, laboral, informativa. Se
establecía un sistema nacional de conserjes formado por los llamados Comités de
Mantenimiento del Orden, presentes en cada fábrica, pueblo y calle, compuestos
por gente de la calle, a menudo los entrometidos más chismosos e hiperactivos,
convertidos de este modo en cómplices de la represión del régimen. El gobierno
también utilizó la campaña de "eliminación de los contrarrevolucionarios" para
actuar contra todo tipo de delitos no políticos sino comunes [ .. .] . Mao repitió en
numerosas ocasiones que estas muertes eran estrictamente necesarias. Sólo cuando
consigamos este objetivo nuestro poder podrá estar seguro (Jung Chang y
Halliday, 2006: 407).

((
eon ¡: / naturalmente a "su poder". Las frases inicial y
nuestro po der " se re1ena
final del libro dan buena idea de los polos rigurosamente complementarios de la
actividad que aquí estaba en juego:

Mao-Zedong (Mao Tse-Tung), que durante décadas ejerció un poder absoluto


sobre la cuarta parte de los habitantes de la Tierra, fue responsable de la muerte
de más de setenta millones de personas en tiempo de paz . . . Pasados diez minutos
de la media noche del 8 de Septiembre de 1 976, Mao Zedong murió. Su mente
se mantuvo lúcida hasta el final: una mente en la que sólo había lugar para un
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pensamiento (l. c., 2 1 y 768).

En otro libro sobre Mao, de orientación diferente, se pone de relieve que la


ideología no puede desconectarse de los individuos encargados de su ejecución:

El mensaje que aquí transmitimos posee una amplia significación teorética: en


una encrucijada cultural, la creación, transmisión y representación de una creencia
ideológica ha de estar sujeta a la definición e interpretación del discurso, los
símbolos, las normas y los valores que dieron forma a la óptica conceptual
determinada, por factores históricos y culturales, de un particular actor histórico. El
resultado del proceso podría conducir bien a una convergencia, bien a una
divergencia entre actores con una misma creencia ideológica (Chen Jian, 2005:
29).

Estas referencias a un caso histórico-político concreto tienen sólo una finalidad:


poner de relieve algo que debiera ser obvio, que el concepto de individuo, del
individuo concreto y por tanto de todos y cada uno, es ineludible cuando,
enfrentados a los hechos históricos, nos proponemos descifrar su significado, aunque
la individualidad se esté concibiendo, y en parte ejerciendo, de un modo perverso.
La perversión existe, bien porque la realidad social se ha trastornado objetivamente,
bien porque deliberadamente se mira para otra parte y se ignora la voz de los que no
t1enen voz.

En relación con esto, nos encontramos con dos hechos de muy difícil
explicación, que son probablemente opacos y enigmáticos. De una parte, no es
comprensible sin más que en plena época contemporánea, a lo largo del siglo XX

y cuando se suponía que el hombre occidental había llegado a un grado de


conciencia de sí mismo que le hacía inmune a toda alienación radical, se haya
dejado sojuzgar durante décadas y décadas por regímenes totalitarios, que han
supuesto la barbarie como forma de vida y de dominio. Tal vez ese grado de
conciencia no existía en realidad, tal vez la alienación existía y era tan grande que
los individuos no eran capaces de percibir su magnitud. O tal vez fueron
simplemente engañados por proclamas de partidos políticos que, una vez
instaurados en el poder, simplemente los esclavizaron. El poder que se erige en fin
de sí mismo, ha demostrado que dispone de medios para lograrlo, como son la
"propaganda totalitaria", la "organización total" y el "aparato del Estado":

En tanto que los movimientos totalitarios existen en un mundo que no es, él


mismo, totalitario, se ven forzados también a hacer lo que normalmente
entendemos por propaganda. Como tal se orienta siempre a un algo exterior, sean
los sectores no totalitarios del pueblo, sea el extranjero no totalitario (Arendt,
1996: 728 y s.).

Si se observa cómo los movimientos totalitarios organizan a los seguidores


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antes de tomar el poder llama la atención la creación de organizaciones


frentistas y la distinción entre miembros del partido y simpatizantes como medio
de organización esencialmente nuevo y original (l. c., 767).

El hecho innegable es que la represión de los individuos puede durar un tiempo


ilimitado, aunque también la experiencia nos ha mostrado que ha sido la
resistencia, muchas veces silenciosa, de los mismos individuos, largo tiempo mantenida
y transmitida de generación en generación, la que en gran parte erosiona el sistema
represor haciendo que, al menos parcialmente, se restituya su protagonismo.

El otro aspecto sobre el que simplemente quería llamar la atención es el papel


que en este asunto pueden desempeñar los intelectuales. Uno piensa que el auténtico
intelectual debería tener a la vista dos cosas -y en relación con ellas todas las demás
- por una parte debiera ser por principio crítico frente al poder, tanto más cuanto
que es bien conocido que el poder tiene una cierta tendencia a invertir o pervertir
su finalidad, convirtiéndose de medio en fin; por otra parte, debiera tener muy
presente el peligro permanente de que los entresijos del poder dejen abandonadas y
sin protección a las personas que más la necesitan. Uno entiende que debería ser
así. La experiencia pone de manifiesto que, muy especialmente en Europa, ha
ocurrido justamente lo contrario. Los intelectuales - o los que se proclaman como
tales-, lejos de adoptar una actitud crítica frente al poder, se dejan fascinar por él y
terminan siendo sus valedores. De esa fascinación es una muestra el hecho de que los
regímenes totalitarios han tenido a su servicio intelectuales que, so capa de defender
una revolución permanente, encuentran justificada la represión sistemática de
sectores enteros de la población. Como consecuencia termina perdiendo toda
credibilidad la supuesta veracidad del intelectual que, de defensor de la verdad, pasa
a convertirse en defensor de sus propios intereses, aun a costa de traicionar sus
convicciones iniciales (es en este aspecto de interés la lectura de Lévy, 1 992: 209 y
ss. , 357 y ss.).

Aparte de lo expuesto hasta el momento a favor de que los individuos tienen


protagonismo en la historia y son, en ese sentido, sujeto de la misma, cabe aducir
también el hecho de que existe el firme convencimiento de que las decisiones
importantes que tienen que ver con el gobierno de los pueblos son responsabilidad
de los gobernantes. Es un prejuicio, una especie de apriori con que se juzga su
actuación. Tanto peso tiene esta actitud que al individuo que gobierna se le imputa
responsabilidad incluso por aquellos males que no ha podido evitar. Existe un mal,
que de suyo pudo evitarse, luego tiene que haber un culpable y es un individuo el
que tiene que cargar con la culpa. En el caso del espía Guillaume, en los años 1 973
y 1974, el canciller Willy Brandt no tenía probablemente una culpa personal puesto
que él no tuvo con seguridad intención de tener a su lado a alguien que iba a poner
en grave riesgo los intereses de Alemania, pero tuvo que asumir la responsabilidad
por las consecuencias de una acción, que él no pudo controlar por completo, y
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dimitir.

Las acciones no dejan de ser individuales por el hecho de que sus efectos se
extiendan mucho más allá de lo que el propio individuo es capaz de prever y que el
mismo no asumiría, si las previera, y por tanto presumiblemente no actuaría o lo
haría de otro modo. En la expresión "radio de acción" se presupone que aquél
puede ser mayor o menor, pero nunca que el sujeto de la misma se llegue a
difuminar por completo. El adagio escolástico "actiones sunt suppositorum" - las
acciones son de los sujetos - tiene su peso, no obstante la serie de matizaciones que
se pueden hacer y de restricciones que sea oportuno tomar en consideración. El
principio no es cuestionable, a menos que con él quede desvirtuado también
cualquier posibilidad de comprender lo que simplemente acontece, pues si se insiste
en que lo determinante son las estructuras o el sistema, basta tomar en conside­
ración el hecho obvio de que todo sistema, para que funcione, necesita ser puesto a
punto por individuos. Ni se puede remitir el significado de la acción a la educación
recibida cuando el sentido de la educación es entre otras cosas preparar al educando
para que asuma la responsabilidad por sus propias acciones. Negar esto es poner
en peligro a la persona concreta, de suyo ya bastante frágil, que quedaría
simplemente sometida a las vicisitudes del azar. No se favorece a las personas
eximiéndolas de sus responsabilidades. Y menos aún se favorece a la comunidad a la
que la persona pertenece, porque la comunidad es un organismo vivo, que queda
afectado por la debilitación de cualquiera de sus miembros.

El olvido de la acción individual en lo que tiene de dimensión última e


irreductible, que no se confunde con su carácter de medio o de instrumento, viene
ya de antiguo. El platonismo de las ideas, entendidas éstas como modelos o arquetipos,
a las que la acción de los individuos se debe ajustar lleva en sí la tendencia a
reemplazar "el obrar" por "el producir".

La esperanza de poder sustituir el obrar por el producir y la degradación, a tal


esperanza inherente, de la política a un medio para la consecución de un fin
superior, situado más allá de lo político - en la Antigüedad, el fin de la protección
de los buenos frente al dominio de los malos en general y de la protección del
filósofo frente al dominio del populacho, en especial; en la Edad Media, el fin de
la salvación del alma; en la Edad Moderna, el fin de la productividad y del
progreso de la sociedad - son tan antiguos como la tradición del pensamiento
político (Arendt, 1 978: 57).

Se puede prescindir de si hay alguna simplificación en este diagnóstico. Pero la


intención fundamental, que consiste en llamar la atención sobre el riesgo que supone
el que el obrar se diluya en simple producir, es muy a tener en cuenta. Esa
intención parece subyacer también a las palabras con que Heidegger comienza su
"Carta sobre el Humanismo":
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Estamos muy lejos de pensar, de forma suficientemente decidida, la esencia del


obrar. Se conoce el obrar solamente como el efectuar un efecto. La realidad de éste
es apreciada según su utilidad. Pero la esencia del obrar es el consumar
(vollbringen). Consumar significa desplegar algo hacia la plenitud, producere.
Consumable es por ello, propiamente, sólo lo que ya es. Ahora bien, lo que ''es"
ante todo es el ser. El pensar consuma la relación del ser a la esencia del hombre
(Heidegger, 1976; cf. Álvarez Gómez, 2004: 296).

Probablemente la intención de H . Arendt no coincide en todos sus aspectos con


la de Heidegger ni lo que dicen ambos es lo que pretendo subrayar aquí: que el ser
de la acción del individuo y por ende el ser del individuo mismo no se diluye ni en
sus condicionamientos previos ni en lo que es como resultado de la complejísima e
inabarcable red de relaciones de la acción con otras muchísimas acciones. Si como dice
H. Arendt, en la tradición del pensamiento político ha existido desde la Antigüedad
la tendencia a interpretar el obrar como simple producir, también conviene recordar
aquí un texto antiquísimo del Bhagavad Gita, probablemente del siglo V a. C., en
que se resalta el carácter irreductible de la acción absoluta respecto de sus efectos:

En la acción solamente está tu tarea, no en sus frutos. No tengas por fin los
frutos de la acción ni tengas apego a la inacción (Radhakrischnan, 1958: II, 47,
136).

Para el hombre, que sólo se alegra en sí mismo, está contento consigo mismo y
encuentra satisfacción en sí mismo no hay otra cosa más que realizar (l. c., III,
17, 1 57).

Así no persigue tampoco la intención de conseguir algo en este mundo


mediante acciones que ha realizado ni mediante acciones que no ha realizado; ni
depende de cosa alguna con ningún fin (l. c., III, 1 8, 1 57).

Por ello lleva a cabo siempre, sin apego, la acción que ha de hacerse, pues
mediante la acción sin apego llega el hombre a lo más alto (l. c., III, 1 9, 1 5 8).

Ciertamente el contexto de este poema es mucho mas complejo y la


1

interpretación del mismo implica tener en cuenta puntos de vista que corresponden a
tal complejidad, como desde una consideración filosófica hizo Hegel (cf. 1 997:
1 0 1 -173) . Aquí me interesaba poner de relieve únicamente el carácter absoluto de la
acción, razón por la cual lo que de la acción misma se desprende recae sobre la
acción misma. De ahí que la decisión inicial de Arjuna de no querer entrar en
batalla, porque esto significa tanto como dar muerte a los de la propia familia, tiene
que ver con lo mismo que quiere hacer valer Krisna: que se debe considerar la
acción misma como tal y abstraerse de sus frutos, pues lo que dice Arjuna es que no
es posible separar la acción de los frutos:
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No anhelo, Krisna, la victoria, tampoco el reino ni los placeres. Qué utilidad


tenemos del reino o de la vida misma (Radhakrischnan, 1 958: I, 32).

Aquellos por los cuales el reino, los placeres y las alegrías nos parecen
deseables, esos mismos están aquí en lucha unos contra otros; y han renunciado a
su vida y a sus bienes (l. c., I, 33).

Maestros, padres, hijos, abuelos también, tíos, suegros, nietos, cuñados, y otros
parientes (l. c., I, 34).

Aunque ellos me mataran, yo no deseo matarlos (l. c., I, 35; 102-103).

El reconocimiento de ese carácter absoluto de la acción sigue de alguna manera


presente hoy, pese a la secularización, cuando tanto los que son considerados como
actores o protagonistas directos como quienes son más bien destinatarios, cuando
no víctimas, de las acciones de aquellos apelan al Tribunal de la Historia, a su
juicio definitivo. Algo debe tener a su favor tal carácter absoluto cuando, quien
más y quien menos, procura dejar a salvo para la posteridad su propio sentido de
la responsabilidad.

Abunda también en esta misma idea de reconocer el papel que les corresponde a
los individuos en el protagonismo de la historia la praxis de los historiadores mismos
y el interés de cuantos, sin ser historiadores, tenemos interés en saber "como ha
ocurrido propiamente" - wie es eigenthich gewesen-, según la conocida exigencia de
L. von Ranke (cf Schn adelbach; 1 974: 43). En las últimas décadas han tenido los
historiadores mucho más en cuenta los factores objetivos: económicos o sociales, que
debían despersonalizar la historia y darle un rango verdaderamente científico. Pero al
fin los nombres han vuelto y han reivindicado su propio papel. Los historiadores
han revisado la actitud meramente objetivista, no arbitrariamente, sino por exigencias
del mismo proceso histórico. Lo que fue relevante para Europa en la época de Carlos
V, no acertamos a entenderlo sin la acción del emperador y el papel que tuvo en
acontecimientos que fueron importantes en sí mismos y para el futuro. Como
resume uno de sus autorizados biógrafos, al morir Carlos V "los caminos de Europa
ya nunca más se verían transitados por aquel infatigable viajero; pero al menos
quedaba su sombra y su siembra. Una fecunda siembra en pro de una Europa unida"
,

(Fernández Alvarez, 1999: 354). O como se lee en la presentación del estudio de


Belenguer (2002): Carlos V fue "un gobernante que, como ningún otro, reunió en su
mano la vastedad y diversidad de un mundo cuya imagen se ha proyecto hasta el
nuestro. . . verdadero heredero último de un pasado todavía vivo" . Si Felipe II ha sido
objeto de tantas polémicas ha sido por lo que él hizo, aunque se juzgue
negativamente. Y en concreto: si se considera que El Escorial es una obra esencial en
la Historia de España, ello no se puede desvincular de las ideas y la personalidad

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del Rey (en Kamen, 1 997: 195 y ss.).

El Manual de la historia alemana - en 22 volúmenes - dirigido por Gebhardt y


que en el título de cada uno de ellos hace referencia, aparte de a asuntos políticos,
también a los económicos, sociales y culturales, sin mencionar a los actores y gestores
de los mismos, no puede menos, sin embargo, de ocuparse expresamente del papel
central que le cupo desempeñar a Bismark en su tiempo (Gebhardt, 1 973-1975: 1 6,
74 y ss. ) . En la mente de todos está igualmente que la reconstrucción alemana de la
postguerra va unida a la figura de Adenauer. La "historia alemana en el siglo XIX" de
Schnabel - en 8 tomos - es un ejemplo magnífico de cómo un historiador de oficio
puede incorporar con sentido aspectos muy variados, como son por ejemplo las
"ciencias de la experiencia'', o "Las iglesias protestantes" y "La Iglesia católica'', sin
dejar de estar atento al proceso de cambio o estabilidad, continuidad o ruptura que
siguen los acontecimientos, y sin embargo se ve también a los protagonistas
individuales en acción según el papel que en cada caso les corresponde, por
ejemplo, Bismark como político o Fichte como teórico del nacionalismo, Kant y
Goethe como clásicos del pensamiento filosófico y literario.

Es ésta una clara muestra de que se puede hacer pura y simplemente historia, a
la vez que satisfacer los intereses teóricos y prácticos que requiere una comprensión
cabal de la misma. Se salvaguarda, en todo caso, aun allí donde eso pudiera no
parecer tan claro, las tesis que aquí defendemos: que los individuos son en alguna
medida protagonistas de la historia, su causa. Por más que se sintetice, la historia
universal no se puede entender sin referencia a ellos. Grecia no es comprensible sin
Pericles, el imperio de Alejandro Magno es eso sobre todo. Cartago y su historia van
vinculados a Aníbal especialmente y la historia de Roma se debe en gran parte a la
obra de Julio César (cf Wells, 2005 : 1 08 y ss., 1 1 1 y ss., 135 y ss., 140 y ss.).

Antes de pasar al punto siguiente se van a mencionar aquí dos dificultades contra
esta idea que venimos manteniendo. La primera es la de que �'de individuis non est
scientia): La dificultad tiene a su favor que la ciencia se construye con principios y
conceptos universales que, si bien valen para los individuos y se aplican a ellos, de
ningún modo expresan lo que ellos, cada uno de por sí, son, sino sólo lo que les es
común. Sin embargo, esta cuestión que se debatió ampliamente a finales del siglo XIX

(cf Schn adelbach, 1974: 137) ha encontrado una solución satisfactoria con la ayuda,
entre otras cosas, de los instrumentos especulativos de la filosofía de Hegel. Hay
ciencias que, como la historia, existen en razón del poder y del impulso que lo
universal recibe de lo individual, paradójicamente en tanto que, al mismo tiempo, se
realiza en ello. Quede aquí simplemente indicada la respuesta. La segunda dificultad
tiene algo que ver con la primera, pero bajo el punto de vista formal es diferente. Se
trata de que la ciencia tiene que ver, además de con lo universal, con lo necesario. No
podemos menos de pensar por ejemplo que Aníbal, después de la victoria de Cannas
en Agosto de 2 1 6 a. C. tuvo la oportunidad de cambiar el curso de la historia si se
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hubiera decidido a asediar la ciudad de Roma. Se puede pensar eso (Seibert, 2004:
29; Christ, 2003: 86 y ss. ; Goldsworthy, 2002: 23 1 ) . Se puede sin embargo pensar
también que, vistas las cosas en su conjunto, las posibilidades en un sentido o en
otro no eran tan claras (cf. los autores que se acaban de citar, especialmente los dos
últimos). Si tiene sentido pensar tanto lo uno como lo otro, es porque se entiende
que no sólo el resultado de la batalla misma, sino su repercusión ulterior pudiera
haber tenido otro signo.

En resumen, los acontecimientos fueron de una determinada forma, pero fue


posible que fueran de otra. Es lo que se entiende cuando se los considera como
contingentes, es decir, como posibles de existir o no existir - ¿sin Aníbal hubiera
existido la batalla de Cannas?-, posibles también para ser de un modo o de otro -
¿con otro general habría ganado Cartago la batalla? ¿no fue posible acaso que
Aníbal mismo la perdiera?-. Preguntas similares se pueden plantear acerca de
infinidad de acontecimientos históricos. En el ejemplo que acabamos de mencionar
la pregunta es tanto más pertinente porque en aquellas fechas tanto Roma como
Cartago se encontraban en una fase de crecimiento y expansión, por lo que cabe
pensar - o al menos imaginar con sentido - que el resultado final de las Guerras
Púnicas pudo haber sido otro. Cosa completamente distinta es proyectar ese tipo de
posibilidad sobre la Guerra de Cuba, como si España hubiera tenido la más
mínima posibilidad de ganarla. Pero también aquí cabe pensar en términos
contingentes, pues dicha guerra tuvo lugar, pero también pudo no haber acontecido,
si por ejemplo los políticos españoles hubieran tenido otros objetivos más acordes
con la realidad. Parece, pues, en definitiva, que la idea de contingencia no se puede
desterrar del escenario de la historia y que esto es un notable obstáculo a su con­
sideración como ciencia.

Para una visión posmoderna, que concibe la historia como narración, que se
guía por los hechos que han tenido lugar para interpretarlos conforme a normas,
ciertamente, pero siempre entendidas de modo flexible y por relación al punto de
vista del historiador, esto no debe representar una verdadera dificultad. Lo importante
sería respetar lo contingente, en lugar de pretender una necesidad que es ajena a la
realidad que aquí se trata de interpretar. Y si hay un punto de vista a tener
rigurosamente en cuenta, sería de tipo político e ideológico, no propiamente "lógico",
ajustado a la medida que es interna a los hechos mismos. Esto, sin embargo, no
sería satisfactorio. Al menos la historia como narración debería aspirar a un rigor
similar al que se puede esperar de una encuesta que versa sobre un acontecimiento
que tiene lugar de la forma más espontánea posible, por ejemplo, unas elecciones que
se celebran en medio de un clima de libertad y de normalidad, tal como tienen lugar
en un país democrático. Se supone que los electores pueden votar una candidatura u
otra, o no votar ninguna. Es decir, estamos ante un acontecimiento que no existe

aún y que es contingente, puesto que el resultado está en principio abierto y no es

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necesario en modo alguno. Y sin embargo, las encuestas, cuando están bien hechas, es
decir, cuando se han realizado de forma rigurosa, ateniéndose a normas estrictas y
teniendo en cuenta sectores de población, circunstancias, variables, etc. son capaces de
diagnosticar lo que va a ocurrir. Un ejemplo muy llamativo fueron las elecciones a la
Presidencia de Estados Unidos que tuvieron lugar en el año 2000. Días antes de la
votación se predijo por las diferentes empresas de opinión con toda seguridad que el
candidato - Bush o Gore - que fuera al fin elegido iba a ganar por una diferencia
muy pequeña de votos. Fue así. La diferencia resultó ser mínima. Ha ocurrido algo
similar también en otros casos bien llamativos.

Tenemos pues que un acontecimiento contingente, que oscila entre una


posibilidad u otra, se puede predecir con precisión porque teniendo en cuenta todos
los datos en juego, el resultado va a ser el que corresponde a la aplicación rigurosa
..

de unas normas determinadas y muy concretas. Estas, en buena lógica, no pueden


pretender sino ajustarse al curso que objetivamente siguen los acontecimientos, los
cuales, a la vez que son contingentes, obedecen a normas necesanas, por mas que se
.
,

matice esta necesidad, diciendo por ejemplo que se trata de una necesidad
estadística. Desde una concepción posmoderna se podrá decir que la historia se ha
de escribir desde el punto de vista del h istoriador, sin pretender un carácter
estrictamente objetivo, que no es posible, y menos necesario. Se podrá decir, pero no
será porque la contingencia que es propia de la historia sea ajena a cualquier tipo
de necesidad. Si es válida la comparación con el caso, antes mencionado, de las
encuestas, en la historia contaremos con acontecimientos que, a la vez que son
contingentes, están dotados de una necesidad que permite hacer de ellos una
interpretación rigurosa. Y al igual que las encuestas se hacen a individuos, que a la
vez que actúan de modo contingente, obedecen a una cierta necesidad, el hecho de
considerar a los individuos como actores y protagonistas de la historia que actúan de
modo contingente, es compatible con la suposición de que su comportamiento
obedece a normas objetivas y por tanto no es simplemente casual.

Aunque en su momento volveremos a ocuparnos del concepto de contingencia en


relación con el de necesidad quisiera ya indicar que una de las aportaciones
especulativas de Hegel consistió en interpretar la contingencia como un momento de
la necesidad o, lo que viene a ser lo mismo, interpretar la necesidad como
..

expresándose en y a través de la contingencia (cf. Alvarez Gómez, 1 997: 279 y ss.).

2.2. El último reducto de la trascendentalidad y del lógos: Kant y Hegel

La cuestión a que ahora nos referimos se plantea mediante una doble pregunta del
modo siguiente:

a) dando ya por supuesto que los individuos son sujetos de la historia, cabe
preguntar, en primer lugar, si poseen una constitución tal que no sólo
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posibilite, sino que les exija hacer historia. La historia implica la ruptura o
superación de los modos de ser naturales, que en el resto de los seres vivos,
son simplemente naturales y, por tanto, repetitivos y cíclicos. Luego debe
haber en la propia naturaleza esa condición que hace posible que se
trasciendan los límites de la simple naturaleza. Y además, como esta superación
de la naturaleza se produce con carácter general, lo lógico es pensar que
tenemos que ver con una condición que, además de posibilitante, es exigitiva.
Esa condición sería, en relación con la historia, el último reducto en la línea
de la trascendentalidad.

b) Pero además cabe preguntar cuál es la razón de ser de que el hombre haga
historia y se caracterice, en este aspecto, por tener historia. Cabe, con otras
palabras, preguntar cuál es el "lógos" de la historia. La pregunta por esa "razón
de ser" puede parecer hoy obsoleta en más de un caso. Pero una cosa es que
lo sea, si lo es en verdad (lo que habría que plantear con precisión y discutir)
y otra muy distinta es que la pregunta misma carezca de sentido, cosa que,
como veremos, no es cierta.

Las respuestas a esa doble pregunta han de ser confluyentes según el


razonamiento siguiente. Por una parte, si hacer historia supone desbordar los límites
de la mera naturaleza, la condición de posibilidad de la historia es el trascender lo
natural, desvincularse de ello, es por tanto un liberarse de la pura y simple natu­
raleza. Es lo que podríamos considerar como una libertad negativa, si no fuera
porque la expresión no es del todo afortunada, porque pudiera sugerir una
valoración moral, o inducir a pensar que la liberación no es de suyo algo positivo. En
cuanto a la razón de ser o lógos puede hacerse la consideración siguiente: si el hombre
se siente impulsado a superar la naturaleza será porque el modo de ser natural no
responde a su esencia, a lo que su constitución le exige llegar a ser. Ese otro modo
de ser que va buscando y que constituye la razón de ser de la historia no parece que
pueda ser otro que aquel que sea capaz de satisfacer sus aspiraciones: materiales,
culturales, etc. y a ese modo de ser lo podríamos caracterizar también como
libertad, libertad positiva en este caso, en cuanto que aquí la libertad se orienta
hacia contenidos en los que está llamada a cumplirse. (Las expresiones "libertad
negativa" y "libertad positiva" se toman aquí en el sentido elemental que ellas
sugieren: como desprenderse de algo y como aspirar a algo o poseer algo en que se
realiza. Las expresiones tienen pues poco que ver con el significado que les da I.
Berlin en el contexto político en que las emplea (cf 2003: 220-235).

Conviene entrar ahora en el análisis de los puntos apuntados en este


planteamiento. En primer lugar habrá que situar en algún lugar la superación de la
naturaleza que la historia supone. Un texto de Kant puede servirnos o, si se prefiere,
introducirnos de lleno en el problema:

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La naturaleza ha querido que el hombre extraiga por completo de sí mismo


todo aquello que supera la estructuración mecánica de su existencia animal y que
no participe de otra felicidad o perfección que la que él mismo, libre del instinto,
se haya procurado por medio de la propia razón (Kant, 1964d: 36 [pág. 7 de la
traducción]).

El texto nos sumerge en una serie de preguntas: cuál es la relación entre la


naturaleza y el hombre o con otras palabras, si todo lo que hace el hombre se
inscribe dentro de la naturaleza misma; por otra parte, qué significa "sobrepasar"
(hinausgehen) en este caso, para lo cual habrá que tener claridad suficiente sobre los
términos entre los que aquel se mueve y eventualmente la relación entre ellos;
aunque el hombre tenga que extraer por completo de sí mismo lo que sobrepasa la
estructuración mecánica de su existencia animal habrá que considerar cómo la acción
de sobrepasar esa existencia revierte sobre ella; además de estas tres preguntas queda
una cuarta: en qué relación está la liberación del instinto con la perfección que se
procura la razón .

Ni estas preguntas ni las respuestas correspondientes deben distraernos de nuestro


propósito de esclarecer el lugar donde se sitúa la condición que hace posible la
historia y que implica superar la mera naturaleza.

No hay nada en el hombre que no pertenezca como parte a la naturaleza y por


tanto si en el hombre hay algo que sobrepasa su propia existencia animal, será porque la
naturaleza se supera o trasciende a sí misma. Esto podrá parecer paradójico o enigmático,
pero será preciso mantenerlo. Ello se infiere además directamente de la afirmación con
que comienza el texto. La naturaleza no podría querer nada para el hombre, si éste se
encontrara fuera de sus dominios.

Cuando Kant afirma, dándolo por supuesto, que hay algo en el hombre que
sobrepasa la estructuración mecánica de su existencia animal, no debe entenderse
ésta como punto de partida, porque ello implicaría que el punto de partida es de la
misma índole que el punto de llegada. Aquella dimensión de la naturaleza que
supera la existencia animal de ninguna manera lleva a cabo tal superación desde la
existencia originándose en ella, y menos desplegándose en virtud de ella. Tiene que
haber, sin duda, como veremos, punto de partida y punto de llegada, terminus a quo
y terminus ad quem, pero habrá que desvincularlos a ambos de la existencia animal.

No obstante esa diferenciación radical dentro de la misma naturaleza humana


entre lo que sobrepasa y aquello a lo que sobrepasa, la acción por la que esto tiene
lugar revierte sobre la propia existencia animal, transformándola y perfeccionándola:

La invención de sus productos alimenticios, de su cobijo, de su seguridad y


defensa exteriores [ . . . ] todo deleite que pueda hacer grata la vida [ . . . ] debían ser

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enteramente obra suya (Kant, 1 964d: 36 [trad., 7]) .

Hay pues un tipo de relación desconocida y oculta entre esos dos niveles en
cuanto que no está a la vista - pues es obvio que la acción de sobrepasar la
existencia animal tiene - no sólo, pero también, y en todo caso esencialmente - el
sentido de subvenir "la máxima necesidad de una existencia inicial" (l. c.). Por tanto
a la vez que existe la diferencia radical entre los dos niveles, tienen sin embargo algo
que ver entre si. Se puede decir que lo que aquí llama Kant existencia animal es ya
desde el primer momento y constitutivamente algo que no es sólo animal, pues está
como llamando y postulando, desde el vado o no ser de su extrema precariedad a la
naturaleza, para que la transforme y perfeccione mediante aquellos principios y
medios que la sobrepasan como mera existencia animal. Por eso el resultado de la
intervención del hombre sobre su propia existencia animal no la deja en su
existencia inicial. En sus reflexiones sobre la historia universal tiene pues Kant en su
mente algo muy diferente de un simple dominio sobre la naturaleza.

Que el hombre se vea libre del instinto debe tener por tanto un significado
diferente del que la expresión por sí sola sugiere. Pues ni se trata de dejar el instinto
tras de sí, tampoco - lo que estaría en estricta correspondencia con esto - de
superponerle una perfección que le fuera extraña. Con relación a su propio instinto
cabe decir que el hombre, sin dejar el ámbito de la naturaleza - cosa que no podría
hacer aunque quisiera - se crea una especie de segunda naturaleza que, sin negar el
instinto, le dota de sentido.

En relación con la segunda pregunta sobre si la superación de la naturaleza


respecto de la existencia animal, se lleva a cabo en y desde la misma naturaleza cabe
preguntar qué significa el superar o el sobrepasar. Habrá de ser por de pronto
inmanente en cuanto que la naturaleza, en tanto que quiere "que el hombre
extraiga por completo de sí mismo todo aquello que sobrepasa la estructuración
mecánica de la existencia animal", no busca otra cosa que a ella misma, aun
cuando lo haga por medio del ser humano, que ocupa un lugar único y
privilegiado. ¿No es suficiente sin embargo decir que la superación es inmanente? Lo
seria si la naturaleza fuera un todo homogéneo. Pero esto es así respecto de las leyes
generales que, como tales, se tienen que cumplir en todos los seres. En cuanto que el
hombre tiene un cuerpo pesado no puede menos de estar sometido a la ley de la
gravedad. Pero con el hombre, en lo que tiene de específico, ocurre algo singular. Es
como si la naturaleza, al dotarlo de razón y de libertad, le liberara por completo de
sí misma, de modo que a él sólo le corresponda el mérito de construirse su propio
mundo, "extrayéndolo por completo de sí mismo":

El haber dotado la naturaleza al hombre de razón y de la libertad de la


voluntad que en ella se funda, constituía ya un claro indicio de su intención con
respecto a tal dotación. El hombre no debía ser dirigido por el instinto o

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sustentado e instruido por conocimientos innatos; antes bien debía extraerlo todo
de sí mismo [ . . . ]. En este caso la naturaleza parece haberse autocomplacido en su
mayor economía y haber adaptado su equipamiento animal de un modo tan
ceñido, tan ajustado a la máxima necesidad de una existencia inicial, como si
quisiera que, cuando el hombre se haya elevado desde la más vasta tosquedad
hasta la máxima destreza, hasta la perfección interna del modo de pensar y, por
ende, hasta la felicidad (tanto como es posible sobre la tierra) a él solo le
corresponda por entero el mérito de todo ello y todo a sí mismo deba
agradecérselo, habiendo antepuesto su auto estimación racional al bienestar. . . (Kant,
1964: 36 [trad., 7]) .

Se ve claramente que hay una estricta correspondencia en el hombre entre


"extraerlo todo de sí mismo" y el que "a él solo le corresponda por entero el mérito
de todo ello". Sin embargo surge la pregunta: ¿cómo es que el mérito le corresponde
sólo al hombre, cuando a) el impulso para obrar racionalmente se lo debe a la
naturaleza, b) es la naturaleza quien le ha dotado de razón y libertad para poder
lograr lo máximo en esta vida, y e) es también la naturaleza la que le proporciona
los medios para lograr sus fines? En síntesis, ¿qué puede significar que el hombre
todo lo extrae de sí mismo y, por ende, solo a él le corresponde el mérito cuando
absolutamente todo se lo debe a la naturaleza? Pero incluso si se pretende rizar el
rizo diciendo que lo único que hace la naturaleza es poner al hombre en la soledad
consigo haciendo de ese modo que todo lo tenga que extraer de sí mismo, aun así
habría que decir que sin su sustentación en la naturaleza el hombre no sería nada ni
podría proponerse nada.

Podría tal vez pensarse que esto es suscitar viejas cuestiones y que así como
siglos atrás en la Universidad de Salamanca se debatía intensamente sobre si el
hombre dependía plenamente de Dios o si, al estar dotado de libertad, podía actuar
por su cuenta de forma que al fin el mérito fuera suyo con toda propiedad, ahora el
papel de Dios estaría asumido por la naturaleza y en consecuencia nos veríamos ante
una situación similar. Pero aunque es cierto que podría llevarse el análisis por esa
línea, en este momento no debemos perder de vista la pregunta que nos hacíamos al
comienzo, la de si el hombre tiene una constitución tal que no sólo le posibilite,
sino que le exija hacer historia. La referencia al texto es propiamente sólo un pretexto
- claro que deliberadamente asumido - para pronunciarnos al respecto y a lo que
llegamos, tanto si nos inclinamos a que la naturaleza lo dispone todo, como si es el
hombre, sin duda enraizado en la naturaleza, el que se ha de entender a solas
consigo mismo y con el mundo que crea, la respuesta a la pregunta planteada es en
todo caso la misma, pues queda afirmada la posibilidad y la exigencia de que el
hombre haga historia. ¿Y a partir de qué se puede llegar a hacer tal afirmación? A
partir de un hecho innegable, de la experiencia individual y colectiva en nuestro
mundo, sobre todo desde el comienzo de la modernidad, de que el hombre vive, cada

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vez en mayor medida, en el mundo que él mismo se construye, lo cual es ya tanto


una posibilidad como una necesidad. Pero esto plantea otras cuestiones con las que nos
ocuparemos más adelante.

Aquí nos sigue interesando la condición de posibilidad de la historia. Y nos


preguntamos: si esa condición no puede darse fuera de la naturaleza y, por otra parte
la naturaleza se supera a sí misma, en cuanto que supera en el hombre, que se
dispone a hacer historia, una dimensión tan esencial como en este caso es la exis­
tencia animal, y si además en esta su tarea el hombre lo extrae todo de sí mismo y
por ello a él solo le corresponde el mérito, ¿no será lo más lógico prescindir de la
naturaleza misma, actuar sabiendo que existe, pero como si no existiera? De hecho se
ha procedido así en buena medida, de una parte contraponiendo naturaleza e historia
y de otra considerando a la naturaleza como simple material sobre el que incide la
actividad humana en orden a configurar la vida mediante el dominio de la
naturaleza.

Esta expresión ha tenido buena fortuna presuntamente a partir de la Ilustración;


hoy no tanto, en razón de que la naturaleza ha salido por sus propios fueros y nos
ha obligado a revisar esa actitud, aunque el dominio sigue su curso. Para
comprender a fondo el alcance que ha tenido lo uno y lo otro habría que entrar por
una parte en el desarrollo de que ha gozado la diferenciación del conocimiento en
"ciencias de la naturaleza" y "ciencias del espíritu", diferenciación que sigue
existiendo bajo otras expresiones como "ciencias empíricas" y "ciencias humanas".
Incluso se ha acentuado mediante la distinción entre "ciencias duras" y "ciencias
blandas", que tiene una connotación claramente negativa para estas últimas. Por otra
parte habría que tener presente la trayectoria que ha seguido desde la Ilustración el
concepto de dominio de la naturaleza. La posibilidad de prescindir de la naturaleza se
asentaría además en la actividad de la razón, capaz de objetivar la naturaleza, y en
la libertad que le permite al hombre ser dueño de sí y de sus actos y obedecer sus
propias leyes.

No es posible sin embargo prescindir de la naturaleza. O para ser más exactos: el


hombre puede adoptar la actitud de prescindir de la naturaleza. De hecho ha
prescindido así en la medida en que ha convertido a la naturaleza en objeto de
manipulación. Pero esa actitud no significa que la naturaleza pueda dejar de estar acti­
va incluso cuando se la ignora. La referencia a Kant tiene aquí el sentido de poner a
la naturaleza misma como punto de partida de la historicidad. El hecho de que
según el propio Kant nos relacionemos con la naturaleza mediante la razón y la
libertad no es una objeción consistente, ya que razón y libertad no son sino
manifestaciones de la naturaleza, las más elevadas, si se quiere. Ello no quita peso a
la importancia que tiene la historia como tal. M ás bien debería ser lo contrario. Pues
no tendríamos que ver con una realidad sui generis, sino con un modo de ser
consistente y altamente cualificado, tanto si nos referimos a los acontecimientos,
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como si centramos la consideración en la narración o interpretación de los mismos.

Tampoco este planteamiento se opone al punto de vista de Hegel, cosa que


mencionamos aquí, porque es frecuente el error de perspectiva en esta cuestión. Es
claro que el espíritu implica una superación de la simple naturaleza, pero también el
espíritu tiene su naturaleza y la idea absoluta es el fundamento común de la
naturaleza y del espíritu. Lo recuerdo simplemente, porque ahora interesa exponer
el segundo de los aspectos expuestos al comienzo de este apartado. El uno, para el
que nos hemos inspirado en Kant, lo formulábamos como "el último reducto en la
línea de la trascendentalidad", el segundo rememora algo de lo dicho por Hegel,
rememora sólo, puesto que aquí pretendemos seguir el camino que hemos dibujado.

Al comienzo de sus lecciones sobre Filosofía de la Historia Universal decía Hegel


en 1 830, según su manuscrito, entre otras cosas:

La Filosofía de la Historia no es otra cosa que la consideración pensante de la


Historia; y el pensar no lo podemos dejar de lado en ningún momento. Pues el
hombre es pensante; en esto se distingue del animal. En todo lo que es humano:
sensación, conocimiento, apetito y voluntad - en cuanto que ello es humano y no
animal - hay un pensamiento; por consiguiente también lo hay en toda ocupación
con la Historia. . . Se trata de enunciar primero la determinación general de la
Filosofla de la Historia Universal y de hacer constar las consecuencias inmediatas que
de ahí se derivan. Con esto, la relación entre el pensamiento y lo sucedido se
iluminará por sí misma con la luz oportuna (Hegel, 1 955: 25-27; Gaos, 4 1 -42).

El único pensamiento que la filosofía trae consigo es el pensamiento de la


razón, de que la razón domina el mundo, de que por tanto también en la
historia universal las cosas han acontecido conforme a razón [ . . . ] . En la Filosofía
está demostrado, mediante el conocimiento especulativo, que la razón [ . . ] es la
.

sustancia; es, como potencia infinita, para sí misma la materia infinita de toda
vida natural y espiritual y, como forma infinita, la activación (Bettiitigung) de
este contenido suyo: la sustancia, como aquello en lo cual toda realidad efectiva
(Wirklichkeit) tiene su ser y su consistencia; potencia infinita, es decir, que la
razón no es tan impotente que sólo alcance al ideal, a lo que debe ser, y sólo
exista fuera de la realidad, quién sabe dónde, quizá como algo particular en las
cabezas de algunos hombres; contenido infinito, por ser toda esencia y verdad y
materia para sí misma, la materia que ella da a elaborar a su propia actividad.
La razón no necesita, como la acción infinita, condiciones de un material
externo, medios dados de los cuales reciba el sustento y los objetos de su
actividad; se alimenta d e sí misma y es ella misma el material que elabora. Y
así como ella es su propio presupuesto y su fin es el fin último y absoluto de
igual modo ella es la activación y la producción (Hervorbringung) del mismo desde
lo interno al fenómeno (Erscheinung), no sólo del universo natural, sino también
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del espiritual, en la historia universal. Pues bien, que esa idea (Idee) es lo
verdadero, lo eterno, lo pura y simplemente poderoso; que se manifiesta en el
mundo y que nada se manifiesta en el mundo sino ella misma, su gloria
(Herrlichkeit) y su honor; esto está, como queda dicho, demostrado en la filosofía
y, por tanto se presupone aquí como demostrado (l. c., 28 y ss.; Gaos, 43) [ . . ] .

la consideración de la historia universal ha dado y dará como resultado que ha


transcurrido conforme a razón, que ha sido el curso racional del espíritu del
mundo . . . Podríamos formular por tanto como la primera condición la de captar
fielmente lo histórico. Pero en tales expresiones generales como fielmente y
captar hay una ambigüedad. El historiógrafo corriente, medio, que cree y
pretende conducirse receptivamente, en cuanto que se entrega sólo a lo dado,
no es tampoco pasivo en su pensar. Trae consigo sus categorías y ve a través de
ellas lo existente. Lo verdadero no se halla en la superficie sensible.
Especialmente en todo lo que debe ser científico la razón no puede dormir y es
necesario emplear la reflexión. A quien mira el mundo racionalmente, él le
mira también racionalmente (1. c., 3 1 ; Gaos, 45).

Este largo texto de Hegel lo he citado aquí a sabiendas de que no goza de buena
prensa, porque si se toma en serio una concepción racional, es difícil eludirlo, a
menos que la apelación a la razón sea más bien convencional o rutinaria.

El texto produce rechazo, en una época manifiestamente posthegeliana, porque


desde ninguna de las corrientes posteriores a Hegel parece asumible nada de lo que
aquí se lee. Ni el Positivismo en sus diversas formas, ni la Filosofía analítica, ni la
Fenomenología, la Filosofía existencial o la Hermenéutica, el Racionalismo crítico o la
Teoría crítica, por no hablar de la Posmodernidad en la forma tan desdibujada en
que se ha asentado en España. Todas estas formas de pensamiento están de acuerdo
en criticar a Hegel incluso en las cosas en que, como ocurre con la Teoría crítica, la
deuda con él es manifiesta. Lo común a este distanciamiento es que su forma
hegeliana de pensar es presuntamente ajena a la experiencia.

En todo lo que tiene que ver con la consideración filosófica de la historia el


rechazo es mayor si cabe. De una parte, la Historia como disciplina adoptó en sus
comienzos una actitud reservada, cuando no decididamente escéptica, frente a la
filosofía en general. En un fragmento que L. von Ranke escribe en la década de
1 830, ya muerto Hegel, se lee:

Se ha observado con frecuencia la colisión de una filosofía inmadura con la


historia. Partiendo de ideas apriorísticas se ha concluido lo que ha tenido que
existir. Sin caer en la cuenta de que aquellas ideas están expuestas a muchas
dudas, se han puesto a buscarlas en la historia del mundo. De entre la
muchedumbre infinita de hechos se han elegido los que parecían dar fe de
aquellas ideas. A esto se ha llamado también Filosofía de la Historia (cit. por

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Stern, 1 966: 6 1 y s.).

Ranke, 25 años más joven que Hegel, era colega suyo en la Universidad de
Berlín desde 1 8 2 5 . Hegel está atento a lo que ocurre en torno a este joven profesor.
En su manuscrito de 1 828, al tratar de las "formas de escribir la historia" (Arten
der Geschichtsschreibung)) concretamente al referirse a la "historia reflexiva" le
menciona como perteneciente al grupo de quienes pretenden superar la forma
abstracta de hacer historia a base de una "fidelidad cuidadosa" a los hechos y al
número más copioso y abundante posible de detalles; en definitiva, se trataría de
exponer "todos los rasgos particulares" . Lo que hacen apenas tiene valor porque son
"incapaces de conocer totalidad alguna, un fin universar'.

Pueden contarnos muchos casos particulares conungentes, que son


históricamente exactos, pero no clarifican en nada el interés principal . . . Los rasgos


deben ser característicos, importantes, es decir, significativos del espíritu del tiempo
(Hegel, 1955: 1 5 y ss.).

Polemiza pues con Ranke y sin embargo se toma al mismo tiempo el lema que
éste consideró como fundamental, atenerse a los hechos y exponerlos tal y como han
acontecido. En su prólogo a la Historia de los pueblos románicos y germánicos desde
1494 hasta 1514, de 1 824, Ranke dejó esto claramente formulado: "El presente ensayo
quiere solamente mostrar como han sido las cosas propiamente" (wie eigentlich
gewesen) (cit. por Stern, 1 966: 60). Como hemos visto en el texto arriba citado,
Hegel asume plenamente este programa e insiste además varias veces en ello. No es la
primera vez que dos grandes maestros afirman una misma idea para luego
desarrollarla de modo muy distinto. Ranke es considerado aún hoy por muchos
como "padre y maestro de la ciencia de la Historia Moderna" (Stern, 1 966: 5 8) . El
camino que sigue es el de una laboriosa investigación empírica: fuentes, archivos, etc.:
"La base de este escrito, el origen de su material son memorias, diarios, cartas,
informes de delegaciones y narraciones de testigos oculares" (cit. por Stern, 1 966: 60).
Hegel tiene ciertamente gran curiosidad por todo tipo de información empírica, por
ejemplo, por los escritos de autores que hablan de acontecimientos que les son
inmediatos y de los que de algún modo fueron testigos, que saben expresar "las
máximas de un pueblo", como "los discursos de Pericles". Su intención no es hacer
historia tal y como la entendía Ranke y menos tal y como se ha ido consolidando
hasta el día de hoy, pese a tantas diferencias de métodos, matices, etc. Ranke es
historiador, Hegel no es historiador, es filósofo. Y, sin embargo, respecto de la historia,
que convierte en objeto de reflexión filosófica, dice no sólo que la historia como rama
especial del conocimiento, "debe captar fielmente lo que es", sino que también la
filosofía debe atenerse a lo que es y ha sido: "Hemos de tomar la historia tal como
es; hemos de proceder históricamente, empíricamente". También pues para el filósofo
vale la exigencia de "captar fielmente lo histórico", pero entiende Hegel que esto

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supone tener una idea clara de "la relación entre el pensamiento y lo sucedido":
llevar a cabo consecuentemente una "consideración pensante de la historia". Si se
quiere conocer la verdad es preciso no quedarse "en la superficie sensible" .
"

Esta es la perspectiva desde la que se puede comprender la diferencia entre


Hegel y Ranke. Éste proporciona también una "consideración pensante" de la
historia, pero en un sentido y en una dirección distintos a los de Hegel. Utilizando
términos un tanto convencionales, que exigirían muchas matizaciones, cabe decir
que la consideración de Hegel es de índole metafísicoteológica, en tanto que Ranke
piensa en un horizonte más bien kantiano en cuanto que su reflexión refleja una
actitud crítica ante la metafísica, que es deudora de la influencia de la Crítica de la
Razón Pura.

Aparte de esta diferencia de planteamiento existe una diversificación de puntos


de vista que permite hablar de concepciones del mundo y de la realidad, logrados
en ambos casos, que aquí y allá presentan aspectos coincidentes, pero que dejan a
salvo su propia forma de pensar irreductible. Ya en fecha muy lejana supo poner
esto de relieve E. Simon ( cf. 1 928: III, 1 1 9-1 94). Ranke estuvo por otra parte muy
atento a lo que representó Goethe y el Romanticismo, así como al pensamiento de
Schleiermacher y Schelling (cf. Hinrichs, 1 954). Volviendo a la diferencia de
perspectiva, tanto a Ranke como a Hegel les interesa saber cómo han sido los
acontecimientos. Pero en cuanto al método para lograrlo Ranke entiende que es
preciso atenerse a la experiencia en el sentido de analizar los datos que aquélla nos
proporciona, aunque esto es compatible en él con el desarrollo de una " Teología de
la Historia Universal" (cf. Hinrichs, 1 954: 1 6 1 -254).

Lo que por el contrario está presente en la interpretación de Hegel es que no se


puede saber cómo han sido los acontecimientos, si no se conoce el ser de los mismos,
para lo cual es necesario ir más allá de la "superficie sensible", donde según él se
mueven en general los historiadores, y preguntarse por el fundamento de los
fenómenos. Es lo que explica que desde la afirmación inicial "la razón domina el
mundo" y, por tanto, también la historia, invoque conceptos tan básicos y universales
como sustancia, forma, materia, etc. Es como una catarata de principios y conceptos
que ya entonces tenía que causar extrañeza y rechazo, y que aún hoy, por parte
incluso de estudiosos que se consideran conocedores entusiastas de Hegel, son apenas
tenidos en cuenta. Lo que hace Hegel en este caso se puede entender como una
provocación deliberada. No conozco ningún otro texto suyo en el que de forma tan
densa y en tan corto espacio nos ponga ante la estructura básica de su sistema,
precisamente para explicar algo como la historia que uno puede pensar - según qué
principios - que se puede comprender mejor utilizando un método más ajustado a
lo próximo y cercano.

Pero Hegel no sólo hace valer los conceptos fundamentales de la más alta y radical

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metafísica. Otorga a la razón que domina el mundo los atributos que según la
teología cristiana corresponden a Dios como principio y causa del mundo, y muy
especialmente a su acción creadora, en virtud de la cual lo produce todo de la nada,
lo cual es tanto como afirmar que lo produce todo de sí misma. Hegel es muy
explícito en esto:

La razón no necesita, como la acción finita, condiciones de un material


externo, medios dados de los cuales reciba el sustento y los objetos de su
actividad; se alimenta de sí misma y es ella misma el material que elabora (Hegel,
1955: 28 y s.; Gaos, 43).

Ni siquiera cabría aquí ninguna licencia hermenéutica que permita eludir la


radicalidad de estas afirmaciones, puesto que la razón, a la que se atribuye tal
capacidad creadora, es la raíz de todo concepto, siendo ella el concepto mismo en su
máxima expresión y por tanto la idea absoluta, que no admite fuera de sí nada
dotado de un rango ontológico superior.

Y así como en la teología cristiana se venía sosteniendo la tesis de que el fin de la


creación no es ni puede ser otro que la gloria de Dios, Hegel no sólo la afirma sino
que la subraya e intensifica. Según la teología cristiana la gloria pertenece a un Dios
que es en verdad trascendente y, como tal, está libre de toda contaminación mundana.
Hegel en cambio piensa que en el mundo mismo es donde se revela, se manifiesta
la razón de forma tal que en él no se manifiesta sino la razón, "su gloria y su
honor". ¿Luego todo cuanto hay en el mundo y, más concretamente en la historia,
lleva el sello de la razón y está por tanto justificado? Hegel ve en la historia la más
..

auténtica realización de lo que puede significar el concepto de Teodicea (cf Alvarez


Gómez, 2004: 143- 1 74) . Es cierto que su concepto de "realidad efectiva", en el que
llega a su cumplimiento la Teodicea, no significa que todo sea como debe ser. Pero
pese a todas esas matizaciones no deja esa tesis fundamental de chocar contra un
sentimiento fuertemente arraigado - hoy tal vez más que entonces - sobre la
gravedad y virulencia del mal en el mundo, hasta el punto de que difícilmente se
admite la viabilidad de la Teodicea desde un punto de vista estrictamente racional
(cf Estrada, 1 997: 24 1 y ss.).

Hemos mencionado estos aspectos que dificultan el planteamiento de Hegel sobre


que en la historia está activo y presente el "lógos", una razón de ser. Lo fácil es
rechazar esa tesis. Desde una posición atea o simplemente positivista se comprende;
no tanto, si de algún modo se toma en serio la idea de Dios. Pero ése no es el tema
por el momento. Se trata de si tiene sentido pretender abordar racionalmente el
problema de la historia. Si se admite que esto tiene sentido, al menos parcialmente,
es decir, que para empezar puede la razón aspirar a un conocimiento verdadero,
habrá que suponer que las categorías con las que intentamos conocer tienen su
correspondencia en la estructura de la realidad; y dando un paso más se podrá
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concluir que allí donde la razón, en cuanto dotada de las correspondientes categorías,
se ve reflejada en la realidad, lo real mismo es racional y por el contrario lo que no
cabe en tales categorías o no se ajusta a ellas no es como debe ser, no se ajusta a lo
que la razón postula y exige, y por tanto no es efectivamente real.

La frase central en el texto comentado es justamente la final: ''A quien mira el


mundo racionalmente, él le mira también racionalmente". Por de pronto esto es una
prolongación de lo que Kant mismo dice o simplemente hace. Kant, en efecto, en
su breve ensayo sobre la historia universal la contempla con los ojos de la razón y
por eso ve que en ella las cosas no acontecen al azar, sino que están ordenadas a un
fin (cE Kant, 1 964: 45 [trad., 1 7 y ss.]). Prescindiendo ahora de cuál es la finalidad
concreta, lo importante es que la finalidad o razón de ser de la historia existe.
Hegel introduce respecto de la consideración kantiana, dos aspectos, que son
esenciales: de un lado ve la historia en el marco general de su concepción del
mundo. Si el mundo es racional, la historia que es una parte del mundo lo será
también; de otro lado - y sobre todo - podemos decir que está justificado
contemplar la historia con los ojos de la razón porque y en cuanto que la historia
misma está estructurada conforme a razón; o expresado en forma negativa: la
historia - en su sentido objetivo, como serie de acontecimientos históricos - no es
un conjunto caótico de datos que posteriormente la razón, como capacidad humana,
ordena de acuerdo con las finalidades que se propone, con los métodos que
emplea y con las catego rías de que dispone.

En Kant está ya implícitamente que la historia no es fruto del azar sino que se
guía por un proyecto racional, que le es inmanente. Pero no está explicitado. En
Hegel en cambio, esto no sólo está desarrollado, sino que es prioritario. Aparece en
primer lugar, porque es, en sí, lo primero. Como deja asentado en la Ciencia de la
Lógica: "Aquello que es lo prioritario (prius) para el pensar ha de ser también lo
primero en el proceso del pensar" ( 1 990: 56) . Si no fuera así, todo podría reducirse a
un juego de palabras o incluso de "ideas" que al fin sólo responde al modo en que
nos representamos y expresamos la realidad sin que tenga que haber ningún tipo de
correspondencia con la realidad misma y, por tanto, sin que la realidad responda.

Por otra parte, sin embargo, tiene que haber también en el proceso real del
mismo conocimiento algún punto de apoyo, algún indicio que legitime esta aventura
intelectual. Y lo hay, en efecto. Hegel cuenta también con su Copérnico o con su
Newton, cuenta con la hazaña previa de Kepler. Hay sobre esto un texto muy
revelador, ya casi al fin de su introducción a las Lecciones sobre la Filosofía de la
Historia Universal. Hegel dice allí que "las peculiaridades especiales" de un pueblo,
como son "su religión, su constitución política, su eticidad, su sistema jurídico, sus
costumbres, su ciencia, su arte, sus habilidades técnicas y la orientación de su
actividad industrial, el principio particular de un pueblo" y, a su vez, "a la inversa,
aquello universal de la particularidad [es decir, lo que acaba de llamar "principio
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particular de un pueblo] se ha de extraer del detalle fáctico que nos presenta la histo­
ria y añade

que una particularidad determinada constituye, en efecto, el principio peculiar de


tal o cual pueblo es el aspecto que hay que tomar empíricamente y demostrar de
un modo histórico. Llevar esto a cabo presupone no sólo una capacidad de
abstracción bien ejercitada, sino también tener ya un conocimiento familiarizado con
las ideas; es menester estar familiarizado a priori con el círculo, por decirlo así,
dentro del cual caen los principios; tan bien como, para citar al hombre más
grande en este modo de conocer, Kepler hubo de estar familiarizado ya de
antemano con los elipses, los cubos y los cuadrados y sus relaciones a priori, antes
de poder descubrir a partir de los datos empíricos sus leyes inmortales, que
consisten en determinaciones a partir de aquel círculo de representaciones. Quien
ignore las nociones de las determinaciones elementales universales no puede
entender esas leyes, por mucho que contemple el cielo y los movimientos de las
estrellas; como tampoco habría podido descubrirlas. Este desconocimiento de los
pensamientos referentes a la configuración evolutiva de la libertad es el origen de
una parte de las censuras que se hacen a las consideraciones filosóficas sobre una
ciencia - que por lo demás procede empíricamente - a causa de la llamada
''aprioridad" y de introducir ideas en el material de dicha ciencia. Semejantes
determinaciones intelectuales aparecen entonces como algo extraño, algo que no se
encuentra en el objeto (Hegel, 1 955: 1 67 y s.; cf. Gaos, 1 89).

Este texto nos invita a hacer varias consideraciones. En primer lugar, lo que sea
"el principio peculiar de tal o cual pueblo", que posee una índole universal, ya que
está a la base de "las peculiaridades especiales", se ha de tomar empíricamente y
demostrar de modo histórico. Hegel insiste pues, al final de la introducción, en lo
que había dicho ya al comienzo de la misma: que es preciso proceder empíricamente,
en este caso históricamente. La asunción de la experiencia corresponde al
planteamiento general del pensamiento de Hegel; no es pues algo que le haya venido
sugerido por la discusión con los historiadores. La Fenomenología del Espíritu es un
ejemplo elocuente. Sin embargo, frente a otras formas de concebir la experiencia, él
entiende que ésta, lejos de ser una simple recepción de algo que está ahí, frente a
nosotros, implica el movimiento de la conciencia ejercido tanto sobre el saber, como
sobre el objeto, de forma que de él surja un nuevo objeto (Hegel, 1 988: 66); lo cual
no significa meramente que la experiencia tiene un carácter dinámico, cosa que pue­
de decir cualquiera sin temor a equivocarse, significa ante todo que la conciencia
tiene la mirada puesta en los objetos y, al mismo tiempo, se guía por su propia
manera de pensar y en último término se atiene a las estructuras lógicas ( cf.
Álvarez Gómez, 1 978: 1 04 y ss.; 150 y ss.; 1 7 1 -1 90; 202 y ss. ; 2 1 9 y ss.; 266 y ss.;
278 y ss. ) . Es lo que dice aquí de esa forma tan sucinta: "Es menester estar
familiarizado a priori con el círculo . . . , dentro del cual caen los principios" (l. c.).
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Y aquí, en segundo lugar, aparece la referencia a Kepler, cargada de sentido.


Hegel no es por supuesto Kepler, al igual que Kant no es Copérnico o Newton.
Pero tampoco se puede decir que siga sus huellas porque el nivel en que se mueve
la filosofía es distinto del de la ciencia. Pero sí hay en la obra de Kepler algo que
legitima el quehacer de Hegel. Por una parte, el resultado de la investigación de
Kepler es positivo, es un éxito del conocimiento; luego es preciso, sobre todo a la
vista de su importancia, tomarlo en consideración. Esto supuesto, lo lógico es
observar el procedimiento seguido por el científico, que se resume en que "hubo de
estar familiarizado ya de antemano con los elipses, los cubos y los cuadrados y sus
relaciones a priori". Aquí es donde Hegel ve una tarea que considera ineludible
abordar: explicar el significado y alcance que el apriori tiene para todo conocimiento
científico y desarrollar las categorías en que se expresa. Emprende esa tarea, como él
mismo dice, en la línea iniciada por Kant, que es "fundamento y punto de partida''
(Hegel, 1 990: 48n), pero es necesario mejorarlo, poniendo de relieve las categorías del
pensamiento, no simplemente en cuanto a su existencia sino en cuanto que son tales
categorías, que no se legitimarán por el hecho de que se encuentren ya en la
tradición, sino porque el pensamiento mismo las ve y, por tanto, las considera como
necesanas.

Es preciso, sobre todo, según Hegel, hacer ver que el apriori del pensamiento
guarda una correspondencia estricta con la realidad. También esto lo comprueba en
Kepler, quien descubre las "leyes inmortales" por las que se rigen los fenómenos, no
simplemente observándolos de manera inmediata, como el movimiento de las
estrellas, sino determinando los hallazgos logrados a priori, mediante su aplicación a
los fenómenos. Al sumergirse en ellos no pierden las leyes su índole propia; por el
contrario, son los fenómenos los que se elevan a un nivel muy diferente de lo que es
la inmediatez sensible y, en cuanto conocidos, aparecen como clarificados en lo que
son.

La correspondencia entre el apriori del conocimiento y las leyes de la realidad le


abre a Hegel la posibilidad de llenar de significado la identidad de pensamiento y ser
que, enunciada por Parménides, es la base sobre la que se construye el pensamiento
griego, a la vez que pone en marcha la filosofía occidental en su conjunto. Aquel
hallazgo era, sin embargo, deficiente, no porque no fuera verdad, sino porque era aún
relativamente abstracto e indeterminado. La ciencia moderna y la correspondiente
reflexión filosófica dan un paso más en lo que aquella identidad de pensamiento y ser
implica.

Seguro de cómo son las cosas en la ciencia, Hegel reivindica sus exigencias,
también por lo que se refiere al conocimiento de la historia. Pues si la naturaleza del
conocimiento verdadero es en todos los casos la misma también seguirá siendo la
misma cuando se trate del conocimiento de la historia. De ahí que en el texto arriba

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citado atribuya a simple ignorancia el hecho de pronunciarse en contra de "las


consideraciones filosóficas" en materia referente al conocimiento de la historia. Para él
esto es, además de inadecuado, sorprendente, porque la Historia como una forma de
conocimiento es una ciencia empírica y la experiencia, en cualquiera de sus
manifestaciones, presupone la aplicación de categorías, cuyo desarrollo corresponde a
la filosofía En concreto, el principio que rige los acontecimientos históricos no es otro
que la libertad, según su formulación tan frecuentemente citada: "La historia
universal es el progreso en la conciencia de la libertad" (Hegel, 1 95 5 : 63; Gaos, 74) .
Hegel en esto coincide en términos generales con Kant, por tanto no debiera resultar
extraño. Pero además, si se pone entre paréntesis el término "progreso", cabe
simplemente preguntarse qué otra cosa puede el hombre ir buscando en la historia si
no es la libertad en su significado más amplio, como es liberarse del hambre y de
todo lo que es simplemente negativo.

Si hay una personalidad de relieve y gran formato en la que cabría concretar la


polémica, implícita, de Hegel con los historiadores, ésa es Ranke. Tal vez esa
polémica no se llegó a desarrollar porque los contendientes fueron contemporáneos,
pero no coetáneos, y la diferencia generacional hace que el debate en este caso sea
poco menos que imposible. Pero esa "gigantomaquia'' habría podido ser de un
interés extraordinario y haber sentado un precedente saludable para el futuro. Tal vez
por faltar esto o algo similar las reflexiones filosóficas sobre la historia como realidad
y la historia como disciplina académica han seguido trayectorias paralelas y por
ejemplo la obra de Ortega y Gasset, Una interpretación de la Historia Universal no ha
encontrado entre los historiadores el eco que sin duda se merece, mientras que otros
debates, que a veces se presentan con tintes filosóficos, son más bien agitaciones
verbales que simplemente se pierden en el vacío.

Antes de dar por concluido ese apartado quisiera hacer una breve referencia a un
punto del extenso texto de Hegel citado más arriba que no sólo resulta chocante tal
como es la afirmación de que "la razón domina el mundo" - sino directamente
escandaloso. Me refiero a la afirmación de que la razón o la idea se manifiesta en el
mundo y, sobre todo, que en el mundo no se manifiesta otra cosa que no sea ella
misma, su "gloria" y su "honor". Esto puede resultar escandaloso especialmente hoy
día, dadas la mentalidad y la sensibilidad dominantes, porque a primera vista parece
significar que no existe el mal o no se reconoce su existencia en nombre de un
optimismo metafísico sin restricción alguna.

Por de pronto, se está refiriendo, si tomamos en consideración sus propias


explicaciones sobre su principio: "Lo que es racional es efectivamente real", a lo que es
como debe ser, no a un sinfín de cosas o acontecimientos que en la historia -y en
general, en el mundo - no merecen el nombre de realidad y por tanto ni mucho
menos son como deberían ser (cf. Hegel, 1 970b: §6, 47-49 [trad., 1 0 5 - 1 07] ) . Aparte de
esto, Hegel pinta la existencia de los males en la historia como pocos lo han
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sabido hacer, luego reconoce su existencia y por último, Hegel está en la línea ploti­
niana-agustiniana de considerar el mal como privación de bien y por tanto como
privación de realidad o lo que es lo mismo como carencia de una "perfección debida'',
es decir, de una perfección que, antológicamente hablando, debería existir y no existe.
Esta breve referencia la hemos introducido aquí para salir al paso de un
malentendido demasiado frecuente, acerca del significado del dominio de la razón en
el mundo y en la historia.

Pero hay otro aspecto importante que prepara la comprensión de lo que aún
tenemos que decir sobre el sujeto de la historia. En pocas palabras, esta no es una
1

cuestión antropológica, pues si bien los individuos juegan un papel esencial y tienen
una función insustituible, la referencia a la razón, que no es - a diferencia de lo que
ocurre en Kant - sólo una capacidad humana, sino un principio que, sin ser ajeno al
hombre, le trasciende metafísicamente, nos pone en la situación adecuada para ver
mejor la complejidad de la pregunta por el sujeto de la historia.

Damos fin a este apartado sobre "el último reducto en la línea de la


trascendentalidad y del lógos", diciendo que el texto de Kant nos ha servido para
aclarar que la condición de posibilidad de la existencia de la historia radica en la
naturaleza, en concreto en aquella dimensión de la misma capaz, como la razón, de
trascender "la estructuración mecánica de sus existencia animal". El texto de Hegel,
a su vez, nos ha servido para incorporar la idea de que si el hombre hace la historia,
en cuanto que está dotado de razón y de libertad, esto implica que en la realidad
histórica ha de haber una correspondencia con planteamientos racionales, es decir, la
historia misma ha de tener una estructura racional, así como queda sugerido igualmente
que, si en el empeño de hacer historia, el hombre como ser racional va buscando la
realización de sí mismo, esto tendrá forzosamente que ver con el asunto de la libertad.

2.3. Poder ser y poder hacer. Insuficiencia de los sujetos individuales. ¿ Quién hace la

historia?

Si decimos que los individuos hacen la historia, de pronto nos surge una duda. Pues
el concepto de individuo se nos presenta de inmediato como de algún modo
contradictorio. Podemos, ciertamente, decir que el hombre, como ser individual -y
más si se añade la connotación de ser personal, libre, etc. - tiene un carácter único,
irreducible a cualquier ser - incluso a los de su propia especie - o a cualquier
instancia, por más alta e importante que sea. Se puede decir eso y se puede
mantener sin duda alguna. Se podría afirmar incluso que es un ser absoluto, en el
sentido de que está absuelto de su vinculación a cualquier otro ser. Pero
paradójicamente advertimos también en seguida que el individuo, solo y de por sí,
no es nada. Por de pronto existe, pero no por sí solo, o mejor, en su origen y
radicalidad el individuo llega a la existencia sólo por los demás y sin que, en

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referencia a él mismo, tenga sentido alguno decir que es un bien o un mal, un don o
un perjuicio, una gracia para los demás o una desgracia. La afirmación heideggeriana
de que el hombre está arrojado a la existencia (Heidegger, 1963: 135 [trad., 159 y
s.]), es bajo el punto de vista indicado incontrovertible. Cosa distinta es que sea, de
antemano, deseado y una vez que ya existe, aceptado, cuidado y respetado. Aquí nos
referimos, de momento, a la precariedad ontológica, que es constitutiva y que, de
una forma más despiadada aún, aparece reflejada en la afirmación calderoniana: "El
delito mayor del hombre es haber nacido" (Calderón de la Barca, 2004: 90). Pero
esa condición de precariedad en el origen se proyecta sobre el curso de la existencia:

La condición de arrojado no sólo no es un ''hecho consumado", sino que


tampoco es un foctum plenamente acabado. Es propio de la facticidad de este
foctum que el ser-ahí, mientras es lo que es, se halla en el arrojamiento -im Wurf­
(Heidegger, 1963: 179 [trad., 201]).

Aunque se pinte la vida con los colores más vivamente optimistas y dejando a
un lado todo trazo grueso, valga decir, todo rasgo de patetismo, el hecho innegable
es que no sólo en el origen, sino en cualquier manifestación existencial, el
individuo, aparte de disponer de la capacidad inicial de formarse y llegar a ser él
mismo, necesita absolutamente de los demás y, por tanto, sin ellos, por sí solo no es
nada. El lenguaje, la cultura, el con junto de posibilidades para organizar y vivir su
propia vida es algo que él se encuentra y que él ni siquiera puede recibir sin los otros.
De nuevo la caracterización ontológica que ofrece Heidegger es difícilmente refutable:

El mundo del ser-ahí es un mundo en común. El ser-en es un ser-con los otros.


El ser en sí intramundano de éstos es el ser-ahí-con ( 1 963: 1 1 8 [trad., 144] ).

El ser-ahí-con queda sólo intramundanamente abierto para un ser-ahí y así


también para los seres-ahí-con, porque el ser-ahí es esencialmente un ser-con (l. c.
120 [trad., 145]).

El ser-ahí propio sólo es ser-ahí-con en el encuentro para otros, en la medida en


que tiene la estructura esencial del sercon (l. c. 1 2 1 [trad., 146]).

Esta jerga heideggeriana es, en este como en otros casos, solamente soportable en
tanto en cuanto acentúa la radicalidad con que cada ser humano se encuentra
esencialmente abierto a los demás, lo cual implica que está constitutivamente
necesitado de ellos. Es un tema sobre el que en su día se escribió mucho por parte
de diferentes autores y como es natural, con muy variados matices (Buber, 1923;
Schütz, 1 932; Sastre, 1 943), aparte de lo que representa la obra de Husserl también
.
en esta cuestlon.
,

En definitiva, lo que básicamente se quiere decir, por un procedimiento o por


otro, es que todo individuo depende esencialmente de los demás y que tal
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dependencia tiene su raíz en que cada individuo se encuentra constitutivamente


abierto a establecer relaciones con otros hombres, así como que esto es tanto más
necesario cuanto que el individuo nace cada vez más desconectado de vínculos
establecidos de antemano "por naturaleza" . Éste es uno de los presupuestos en el
tratamiento de la relación entre el individuo y el sistema (cf Fischer, 2000). El
desarraigo que, como hemos visto, es uno de los problemas desde los que hay que
entender la cuestión misma de la historicidad y su alcance, es un dato obvio que
viene dado con el desarrollo mismo de la vida.

Pero siendo cierto ese ser-con constitutivo de que habla Heidegger en Ser y
Tiempo conviene, sin embargo, precaverse de un riesgo que puede darse en la
interpretación, consistente en ver el ser del individuo como disuelto en su ser-con.
Nos exponemos entonces a negar dicho ser del individuo. Para eludir ese peligro es
necesario entender la referencia de una forma recíproca, lo que quiere decir que mi
referencia a los demás es correlativa a la referencia de los demás a mí. Según esto, el
ser del individuo no queda vacío de su propio ser por el hecho de estar esencialmente
relacionado a los demás, porque mi apertura hacia los otros es correlativa de la
apertura de los demás a mí y por consiguiente el vaciamiento que implica la
relación a los demás no es pensable sin mi donación a ellos. Más aún, el hecho de
estar necesitado de los otros implica que necesidad o indigencia llegue a su
satisfacción y por este camino al cumplimiento o realización plena de uno mismo; y
en consecuencia el sentido de la apertura a los demás es en último término la
reafirmación de uno mismo en su ser propio.

Sin embargo, aun esto es insuficiente, al menos porque es, contra lo que a
primera vista pudiera parecer, abstracto y pudiera diluirse en un nuevo e
inconsistente juego de palabras. La coexistencia con los demás se concreta en toda
una red de relaciones de mayor o menor proximidad, de mayor o menor importancia
que no siempre corre paralela a la proximidad. A veces lo lejano es más importante
que lo cercano. Pero además, las relaciones, una vez que se realizan, quedan
establecidas, de forma que el individuo no puede poner o quitar sus relaciones ad
libitum. Incluso si las relaciones se quiebran, y en este sentido desaparecen, queda
siempre el vacío, la huella negativa de las mismas que, a veces, las hace tanto más
vinculantes.

Con todo, esto no es lo más relevante para nuestro tema. Relevantes son sobre
todo las relaciones interpersonales, que o bien poseen este carácter porque son
previas y el individuo nace en ellas y desde ellas crece, o bien surgen como resultado
de las conexiones que el propio individuo se va forjando. Tengan un origen u otro
- algunas de ellas es como si hubieran estado allí desde siempre - el hecho es que
tienen un gran peso sobre nuestra existencia y difícilmente las podemos eludir.
Heidegger ha descrito este fenómeno mediante el concepto del uno o del se (man)
de una forma que se ha hecho ya clásica. Valga, entre otras posibles, la muestra
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• •

s1gu1ente:

Sin llamar la atención y sin que se lo pueda constatar, el uno despliega una
auténtica dictadura. Gozamos y nos divertimos como se (man) goza; leemos, vemos
y juzgamos sobre literatura y arte como se ve y se juzga; pero también nos apar­
tamos del "montón" como se debe hacer; encontramos "irritante" lo que se debe
encontrar irritante. El uno, que no es nadie determinado y que son todos (pero no
como la suma de ellos), prescribe el modo de ser de la cotidianidad (Heidegger,
1963: 126 y s. [trad., 15 1]).

Es uno de los diagnósticos más logrados de lo que nos ocurre a diario, incluso
cuando queremos enfrentarnos deliberadamente a esta falta de autenticidad. De ahí
que haya encontrado eco reiteradamente. El análisis sigue siendo válido, por más
que hoy se lo silencie más bien, pero es de temer que ese olvido sea interesado o
bien signo de impotencia, en cuanto que "la dictadura de la publicidad" ha llegado
a adquirir carta de naturaleza.

En la existencia cotidiana el individuo no obra por su decisión propia, libre y

responsable, sino que él es empujado y guiado por el influjo inaprensible e


imperceptible del se (man). Piensa como se piensa, obra como se obra. En la colec­
tividad anónima de este se queda allanada toda singularidad del individuo; todo se
ha hecho uniforme bajo la coacción del poder invisible e irresistible. El hombre no es
de ningún modo él mismo, sino que en él vive el se (Bollnow, 1960: 50).

De "colectividad anónima" habla Bollnow interpretando a Heidegger que


significativamente precisa que el uno o se (man) "son todos (pero no como la suma
de ellos)". Con otras palabras, aquí nos vemos confrontados con lo que, como
resultado de ello, es la masa. El ser del individuo, en cuanto que rebasa sus propios
límites, se proyecta, de forma constitutiva en el ser-con, en la coexistencia con los
demás. Y este ser-con tiende a perder sus perfiles definidos y establecidos. Basta con
que se le brinde la oportunidad. No podrá hacerlo en pequeñas comunidades,
circunscritas a los límites de una aldea. Pero el mismo hombre que ayer se tras­
parentaba con sus vecinos, con quienes lo había compartido todo: juegos, escuela,
formación religiosa, formas de trabajo y costumbres de vida, puede dar el paso,
mediante su entrada e integración en la ciudad - sobre todo si ésta es grande - a
un modo de ser distinto, como consecuencia de formas de vida muy diferentes. El
cambio puede realizarse de forma instintiva, bien por una especie de adaptación
espontánea, en el mejor de los casos, bien por una coacc1on, que puede no ser
• 1

estridente, pero que al mismo tiempo puede inocularse lentamente en el


comportamiento del individuo de manera tanto más eficaz. Hay algo que facilita las
cosas: la llamada intimidad, sin duda un gran valor y, por parte del nuevo ambiente,
el respeto a la vida privada. Es un fenómeno que tiene lugar cuando el individuo
necesita adaptarse, lo cual ha ocurrido muy frecuentemente en países altamente
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industrializados debido al trasvase masivo del campo a la ciudad. Que esto ha traído
cambios traumáticos es bien sabido. Pero es un hecho que se menciona aquí en
relación con la formación de la "masa'', en la que el individuo, por más que quiera
mantener, si lo intenta, su modo de ser, desaparece de algún modo en el anonimato
y pasa a formar parte de una colectividad anónima. Cuando el individuo nace en
medio de una colectividad de esta índole está ya adaptado de antemano, puesto que
ése es su mundo.

Ortega y Gasset describió ya, más o menos por las mismas fechas que
Heidegger, un fenómeno que continúa siendo determinante: Vivimos bajo el brutal
imperio de las masas, sentencia Ortega ( 1 998: 1 37) . Aunque sugiere una valoración
positiva, no es simplemente así:

Rechazo . . . toda interpretación de nuestro tiempo que no descubra la


significación positiva oculta bajo el actual imperio de las masas . . . Todo destino
es dramático y trágico en su profunda dimensión . . . En el nuestro, el ingre­
diente terrible lo pone la arrolladora y violenta sublevación moral de las masas,
imponente, indomable y equívoca, como todo destino ( 1 998: 1 39).

Esa significación positiva puede concretarse, al menos bajo uno de los aspectos,
en que la vida del hombre ha crecido "en la dimensión de la potencialidad" (l. c.,
1 57), en el orden intelectual o en el de los placeres. Sin embargo el carácter equívoco
de la situación se muestra en que el hombre está expuesto a riesgos muy graves,
tanto más si no logra dar con el camino adecuado, que no puede ser otro sino el
que viene impuesto por la exigencia de "ajustarse a la verdad". En el contexto en
que recuerda la esencial importancia de la verdad, hace referencia a un fenómeno
que se da bajo el imperio de las masas y que naturalmente no es en sí mismo
pos1t1vo:
• •

Bajo las especies de sindicalismo y fascismo aparece por primera vez en Europa
.

un tipo de hombre que no quiere dar razones ni quiere tener razon, stno, '

sencillamente, se muestra resuelto a imponer sus opiniones. He aquí lo nuevo: el


derecho a no tener razón, la razón de la sinrazón. Yo veo en ello la manifestación
más palpable del nuevo modo de ser las masas, por haberse resuelto a dirigir la
sociedad sin capacidad para ello (l. c., 1 8 5 y s.).

Lo que está claro es que la masa detenta un extraordinario poder, que se hace
notar en todas las manifestaciones de la vida. La relación entre masa y poder fue
objeto en su día de un penetrante estudio por parte de E. Canetti, al cual nos
vamos a referir brevemente, por cuanto el tema que nos ocupa es determinar el
sujeto de la historia, que no puede quedar circunscrito al ámbito individual, toda
vez que la presencia y el peso de la colectividad son ineludibles. Canetti menciona
varias propiedades de la masa, que tienen, todas en conjunto y cada una de ellas en

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particular, como nota característica la de referirse a la masa como un ser vivo que
posee su propia consistencia y que, dotada de una estructura y de una finalidad
determinadas, sabe muy bien qué quiere y cuáles son sus objetivos.

l. La masa siempre quiere crecer. Es decir, no quiere crecer ateniéndose a un


modelo y a una medida determinados, de forma que haya unos límites
predeterminados, que la masa no puede ni pretende rebasar. Por el contrario, "a su
crecimiento no le están impuestos límites por naturaleza". Tanto es así que
incluso allí donde se establecen límites con el fin de conservar y salvaguardar a
masas "cerradas" , que tienen objetivos precisos y determinados y se fundan y
atienen por tanto a las instituciones correspondientes, "siempre es posible el estallido
de la masa y de hecho se produce de tiempo en tiempo". No hay por ello forma de
impedir de manera definitiva el crecimiento de la masa.

2. Dentro de la masa domina la igualdad. Entiende Canetti que ésta es una


propiedad absoluta e indiscutible, nunca puesta en cuestión por la masa misma.
Hasta tal punto esto es así que podría definirse la masa como "un estado de absoluta
,

igualdad", que de suyo no tolera diferencia alguna entre sus miembros. Ese es el
presupuesto de sus propias normas. La "vivencia de la igualdad" es tan radical que de
ella emanan todas las exigencias de justicia y las mismas teorías de la igualdad.

3 . La masa ama la densidad. Aspira a la máxima densidad posible. Nada se le debe


,

interponer ni desde dentro ni desde fuera de ella misma. Este es el modo de que
pueda gozar de la mayor firmeza. Como esta densidad constituye un fin en sí mismo
la masa no debe tener nada que le haga frente y, al contrario, tenderá a imponerse
de forma absoluta e irreversible, incluso sin sopesar que sus decisiones en este
sentido puedan tener consecuencias negativas para ella misma. "El sentimiento de la
máxima densidad lo tiene en el instante de la descarga", una afirmación que
naturalmente sugiere que la masa no se detiene incluso ante las mayores catástrofes
que pudiera provocar.

4. La masa necesita una dirección. Como organismo vivo que es, la masa ha de
estar siempre en movimiento y moverse además hacia algo determinado. La dirección
ha de ser común a todos los miembros y tiene además la función precisa e
irrenunciable de fortalecer el sentimiento de igualdad. De ahí que en orden a lograr el
fin común, "que está fuera de cada individuo y que coincide para todos", no
merezcan consideración alguna, sean incluso neutralizados o directamente destruidos
,

"los fines privados y desiguales, que serían la muerte de la masa''. Esta no puede
subsistir sin fines determinados, los necesita perentoriamente porque la impulsa a
ello el miedo a su propia descomposición. "La masa subsiste mientras tenga una
meta inalcanzada". Pero, aparte de verse impulsada a proponerse incesantemente
metas, la masa tiene en sí "una tendencia oscura a moverse, que conduce a forma­
ciones de orden superior y nuevas". El significado de tendencia oscura no se nos

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explica aquí.

Puede tratarse de que la meta de la tendencia es latente o implícita y en ese


sentido desconocida, pero puede tratarse, además, de que la tendencia y su
movimiento lleva ciegamente, con la fuerza de un destino, a metas imposibles de
predecir racionalmente, pero ciertas con seguridad sonámbula (Canetti, 1980: 30 y
S.).

Mi referencia al concepto de masa tiene que ver únicamente con la cuestión del
sujeto de la historia. Tal como en ocasiones se presenta dicho concepto puede
tenerse la impresión de que sólo él es el verdadero factor determinante y de que el
individuo se limita a ser su reproducción, réplica o intérprete, en cualquier caso una
entidad secundaria, supeditada a lo que la masa prescribe e impone. Pero esta
relación no es tan sencilla y unilateral. Por de pronto el individuo es capaz de
objetivar el concepto de masa y, por consiguiente, de distanciarse frente a él, de
adoptar una determinada actitud, de liberarse en este sentido frente al mismo. Esto
no sólo lo pueden hacer un intelectual y sus lectores. Pueden hacerlo también
quienes hipotéticamente se encuentran en una situación similar, es decir, quieren
pensar por sí mismos. De hecho, el intelectual que habla de la masa se siente sin
duda movido a hacerlo porque de antemano ha percibido que la situación es más o
menos como él la describe.

La colectividad impregna a todos los individuos y nadie puede considerarse


completamente ajeno a su influencia, por más que le parezca que es así. Cada uno
puede en un momento de lucidez darse cuenta de que su comportamiento responde a
modelos y arquetipos que le vienen prefijados por la masa que en este sentido, como
dice Ortega,

es la cualidad común, es lo mostrenco social, es el hombre en cuanto no se


diferencia de otros hombres, sino que repite en sí un tipo genérico (1998: 1 32).

Respecto a cómo un determinado movimiento colectivo se ha ido inoculando en


los individuos se puede hablar de una especie de contagio, que puede parecer en
ocasiones que se produce de pronto, pero que en la mayoría de los casos es fruto de
un proceso, que viene actuando sin que la mayoría se dé cuenta de ello. Hegel
describió este fenómeno acertadamente en lo referente al fenómeno de la Ilustración,
que como tal puede ser tanto más significativo, puesto que al concepto de ilustración
asociamos la idea de que cada uno puede y debe pensar por su propia cuenta, según
la caracterización conocida que de ella había hecho el propio Kant en su breve
escrito de 1 783 bajo el título: Respuesta a la pregunta: qué es la ilustración:

Ilustración es el abandono por parte del hombre de su minoría de edad, de la


que él mismo es culpable. Minoría de edad es la incapacidad de servirse de su
entendimiento sin la dirección de otro (Kant, 1 964b: 9, 53).
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Hegel precisa, influido en esto tal vez por Diderot, que los individuos asumen la
idea de servirse de su inteligencia llevados a ello por algo que les viene de fuera y
que es una especie de contagio al que no pueden resistir:

La comunicación de la pura intelección puede compararse . . . a una expansión


tranquila, o difusión, como de un aroma en una atmósfera sin resistencia. Es una
penetrante infección, que no se hace antes observable como algo contrapuesto frente
al elemento indiferente en que se insinúa y que, por tanto, no puede ser rechazada.
Sólo cuando la infección se ha difundido ya, es para la conciencia, que se confió
despreocupada a ella. . . Así pues, tan pronto como la pura intelección es para la
conciencia ya se ha difundido; la lucha en contra de ella delata la enfermedad
acaecida; es ya demasiado tarde, y todo medio no hace más que agravar la
enfermedad, pues ha calado en la médula de la vida espiritual. . . Siendo ahora un

espíritu invisible e imperceptible, penetra a través de las partes nobles hasta el


tuétano y no tarda en apoderarse a fondo de todas las vísceras y de todos los
miembros del ídolo carente de conciencia (Hegel, 1988: 359 y ss. [trad., 320 y s.]).

El texto habla por sí solo, a la vez que sugiere bastantes consideraciones, aparte
de la que ya hemos hecho más arriba a propósito de la cita de Kant. Aquí sólo
haremos alusión a otro aspecto, el que en concreto se deriva de la forma en que el
sujeto es objetivado. Hegel no es menos ilustrado que Kant. Más aún, se vio, por las
circunstancias de su formación, inmerso de lleno en el movimiento de la Ilustración,
de modo que podía aludir, por experiencia propia, al aroma que se propaga sin
encontrar resistencia y al contagio, tan imperceptible como inevitable. Pero la forma
en que Hegel plantea y desarrolla su reflexión sobre la Ilustración le posibilita
liberarse de ella, lo cual significa tanto como asimilarla y superarla a un tiempo.

Esto es paradigmático respecto a la influencia de la colectividad sobre los individuos


en el sentido siguiente. Hay, por así decirlo, un contagio de arriba hacia abajo en
cuanto que lo común influye en mayor o menor medida, y muchas veces de forma
apenas perceptible, en cada una de las manifestaciones, de las formas de ser y de
hacer de los individuos. Pero hay también un movimiento que va de abajo hacia arriba
y que surge de conciencias individuales, haciéndose extensible a otras y así
indefinidamente a más y más conciencias, a más y más hombres concretos, de carne y
hueso, hasta constituir, en ocasiones sin que haya sido la intención inicial, un gran
movimiento que, ahora sí, aparece como dotado de autonomía y de peso propios con
influencia directa en los individuos.

Hay además otros dos aspectos principales: por una parte, la colectividad, la masa
puede tener - de hecho muchas veces tiene- una influencia enorme, incluso brutal y
destructiva sobre los individuos. Pero al fin, éstos son justamente eso: individuos y,
como tales, irreductibles, lo que implica que cada uno de ellos tiene su modo de ser

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propio y también - cuando logra la autonomía, a la que por el desarrollo normal de


su naturaleza está llamado - su forma de pensar y de actuar inconfundibles. Por eso
hay que repensar el concepto de homogeneidad o de uniformidad. Existen sin duda
contenidos homogéneos, que como tales tienen una identidad cerrada y un perfil
definido, son por ello los mismos. Pero la forma como se encuentran en los individuos
es, en cada caso, diferente, al igual que una moda es la misma y cada cual la luce a
su manera.

Este sello propio e inconfundible lo posee cada individuo, antes incluso de su


formación o de lo que se suele entender por tal. Por eso, como supo ver Hegel, un
pobre pastor o labriego, sea o no analfabeto, posee toda la dignidad humana, entre
otras cosas porque en las cosas esenciales de la vida, especialmente en las que tienen
que ver con la suya propia sabe muy bien lo que tiene que pensar y lo que debe
hacer (Hegel, 1 95 5 : 1 09).

El segundo aspecto es que dentro de lo que es la masa hay matices netamente


diferenciados, como son el económico, el social, el político, el personal o el religioso. La
mayoría de los seres humanos de un país apenas pueden tener más que vagas opiniones
sobre las leyes que rigen la economía, la complejidad de la vida social en la que
estamos inscritos, el contradictorio funcionamiento de la política, etc. Pero sí creemos
saber quiénes somos cada uno. Que lo creamos, que tengamos una determinada idea
de nosotros mismos, es lo importan te, al margen de que el camino hacia el
conocimiento de nuestra auténtica personalidad nunca puede estar definitivamente
cerrado. No parece exagerado afirmar que aún hoy sigue siendo cierto que, en
medio de las sombras que rodean su vida, todo hombre tiene claro quién es y que

ese su ser merece de antemano un reconocimiento absoluto. Este es un factum que


es idéntico con el sentimiento de la propia vida y por esa razón la lucha por el
reconocimiento es una "lucha a vida o muerte" (Hegel, 1 988: 1 3 0 [trad., 1 1 6] ) . Como
este reconocimiento está de antemano dado sólo como "concepto", es decir, como
algo que está llamado a hacerse efectivamente real, pero sin serlo aún, la lucha es, de
una u otra forma, inevitable. Y parece que la vida, valga decir, la historia no ha
dado de sí cosa mejor.

Hay otro círculo de cuestiones y problemas que no se puede decir que


pertenezcan al ámbito estrictamente individual, pero sí son proyección del individuo,


en cuanto que se siente responsable de la vida o del bienestar de otras personas:
familiares, amigos, personas a las que se siente unido con lazos profesionales, etc. Esta
responsabilidad acentúa tanto más la importancia del individuo y su papel
insustituible si es recíproca, porque los lazos si se anudan por ambos extremos son más
fuertes y por tanto más difíciles de romper también.

La diferenciación de dimensiones que son determinantes en la vida humana obliga


además a tomar en consideración la importancia que pueden tener las convicciones en

Quedan 21 minutos en el libro 26%


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cada caso concreto. Las convicciones de un experto en materia económica pueden ser
muy importantes para él y lo serán también objetivamente si son ampliamente
aceptadas y mucho más si se aplican y tienen un resultado positivo; pero en todo
caso esas convicciones son revisables y pueden por tanto ser modificadas. Ocurre
algo similar con las teorías científicas que, aparte de surgir después de un largo
proceso de planteamiento y discusión de hipótesis, necesitan a la postre una
confirmación experimental, que siempre está sometida a revisión.

El individuo puede ser y sentirse el mismo defendiendo estas o aquellas ideas o


incluso renunciando a algunas de ellas si en un momento dado las ve como
inviables. No ocurre esto con todo tipo de convicciones, como las religiosas o las
morales. Hegel que tiene muy presente que los individuos se prestan fácilmente a
seguir instintivamente, como miembros de una colectividad, a los "grandes
individuos de la historia universar' y que en determinados aspectos se ven
simplemente reducidos a la índole de medios, no duda al mismo tiempo en

reconocer en esos mismos individuos la existencia de dimensiones que tienen un


carácter absoluto y, como tales, se sustraen a una simple función medial:

Si consentimos en ver sacrificadas las individualidades, sus fines y su


satisfacción; si admitimos que la felicidad de los individuos sea entregada al
imperio del poder natural, y por lo tanto de la casualidad, a que pertenece; si nos
avenimos a considerar los individuos en general bajo la categoría de los medios,
hay sin embargo un aspecto en ellos que nos resistimos a contemplar sólo desde
ese punto de vista, incluso frente a lo más elevado, porque es algo que en ellos no
es en modo alguno subordinado, sino en sí mismo eterno y divino. Es la moralidad,
la eticidad, la religiosidad . . . El hombre es fin en sí mismo por lo divino que hay
en él; lo es por eso que ha sido llamado desde el comienzo razón y, por cuanto
ésta es activa en sí y determinante en sí misma, la libertad. Y decimos, sin poder
entrar aquí en ulteriores desarrollos, que religiosidad, eticidad, etc. tienen
precisamente en eso [en la razón y en la libertad] su suelo y su fuente y por
consiguiente son superiores por sí a la necesidad y a la casualidad externa. Pero no
ha de olvidarse que sólo hablamos aquí de moralidad, eticidad, religiosidad, por
cuanto existen en los individuos, y por consiguiente, por cuanto están entregadas a
la libertad individual (Hegel, 1955: 106 y s.; Gaos, 97 y s.).

Este texto suscita bastantes cuestiones en las que no vamos a entrar. S ólo quisiera
mencionar que la consideración del hombre como fin absoluto tiene que ver, en la
forma concreta en que Hegel lo entiende, entre otras cosas, con la importancia
determinante del Cristianismo y con la subjetividad como principio (cf. Alvarez
Gómez, 2004: 239 y s.). Aquí lo que me importa destacar es el relieve y la
importancia que para Hegel tiene el hombre individual, lo cual es tanto más
destacable cuanto que aún es relativamente frecuente la opinión de que en la

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concepción general de Hegel el individuo como tal no cuenta o tiene a lo sumo un


papel muy secundario. Pero sobre todo lo aduzco porque en relación con el tema
que estamos tratando Hegel no es un testigo sospechoso, puesto que la valoración
altamente positiva del individuo corre paralela con una valoración no menos
positiva de lo universal. La conjunción de ambas dimensiones es una cuestión aparte
....

en la que ahora no corresponde entrar (cf. Alvarez Gómez, 2002: 1 1 5 y ss.).

Abordando directamente la pregunta por el sujeto de la historia desde lo que


hemos venido viendo, es preciso decir en conclusión lo siguiente: a) los individuos
son un factor determinante, por más que en ellos estén presentes y actuantes
elementos de carácter universal o simplemente colectivo. Los individuos no se
limitan a ser vehículos transmisores de estos elementos o simples medios de su
realización. Por el contrario, gracias a la iniciativa que despliegan los individuos y
sobre todo a su libertad, lo que es genérico, por más peso que tenga, se ve forzado
a modificarse y abrirse a nuevas perspectivas. b) No menos esencial, sin embargo, es
lo colectivo, sobre todo si presenta ese marchamo impersonal y opaco de la masa.
Ni el individuo es mero medio, ni tampoco lo colectivo representa algo así como
un depósito de contenidos, de los que los individuos pueden disponer. Son por el
contrario una serie de fuerzas, de poderes que nos traen y nos llevan, nos frenan o
nos estimulan, nos iluminan o nos ciegan. En todo caso, son lo que son y actúan
como corresponde a su ser. Son poderes que están en nosotros y que no es posible
eludir. Son a veces tanto más eficaces cuanto paradójicamente mayor sensación
tenemos de ser nosotros quienes actuamos. ) Sujeto es el individuo, sujeto es
e

también la masa, pero el verdadero sujeto es el hombre, que es tanto individuo


como "superindividuo" en ningún caso superhombre-, tanto universal como
individual.

Que en el ser hombre comienza y acaba, se origina y sucumbe, tiene su inicio y


también su esplendor el ser sujeto de la historia parece obvio desde el momento en
que sin el hombre no existe el fenómeno histórico que incluye tanto el acontecer
como la narración interpretativa del mismo. El animal, por más elevado que se
encuentre en la escala zoológica, por más perspicaz que sea su "espíritu", no tiene
historia porque no nos ha dejado -y presumiblemente no nos va a dejar - una
interpretación de sí mismo, nos deja huellas, pero no vestigios. Y probablemente ésta
es una de las diferencias que señalan un límite infranqueable entre el hombre y el
animal (para una discusión sobre este tema en general, cf. Peder y Wild, 2005).

No obstante, hay en el hombre algo que le impulsa a autotrascenderse y que sin


dejar de pertenecerle le desborda. Antes nos hemos referido a la naturaleza y a la
razón al hilo de textos de Kant y de Hegel respectivamente. Hay otros conceptos
paralelos a éstos como la "esencia originaria'' que se revela en la historia según
Schelling. De alguno de ellos se hablará a lo largo de esta exposición, bajo el punto
de vista de algo en lo que el hombre está enraizado o hacia lo que está proyectado
Quedan 21 minutos en el libro 27%
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y que sin ser idéntico con él no es tampoco diverso de él.

Que el sujeto de la historia es el hombre en cuanto aúna en sí esa doble


dimensión de individualidad y de universalidad, con ser algo cierto, es sin embargo
indeterminado, puesto que el resto de actividades humanas supone también esa
conjunción de momentos o dimensiones, que por tanto habrá de irse concretando al
exponer las categorías por las que se estructura el acontecer. Por otra parte el hecho
de que esas dos dimensiones estén aunadas en el hombre no significa que esa unión
sea armónica. Por lo que se sabe, tal armonía no ha existido nunca, especialmente
en el campo de la historia, en el que la guerra y la devastación han sido elementos
siempre presentes y determinantes del proceso del acaecer. Y el problema, si se trata
de cómo espantar el fantasma de la guerra, no presenta hoy una solución más fácil
que en el pasado, porque los equilibrios entre los diferentes factores que están en
juego son extremadamente frágiles.

Limitándonos al planteamiento por el que hemos optado se advierte que la


situación es notablemente paradójica, pues por una parte los individuos se reafirman
cada vez con más energía, en cuanto que van cobrando progresivamente conciencia y
sentimiento de sí mismos, de lo cual es muestra el debate en torno a los derechos
humanos (cf. Tugendhat, Lohmann, Wildt, Wellmer, Okin, Shul, en Gosepath y
Lohmann, 1 9 98, respectivamente, 48 y ss.; 62 y ss.; 1 24 y ss.; 265 y ss.; 3 1 0 y ss.;
343 y ss.). Por otra parte, el peligro que tenemos todos de vernos envueltos en una
conflagración mundial, sin que individualmente podamos hacer nada para evitarlo,
sigue existiendo, si no es mayor aún que en las pasadas décadas.

¿Quién hace en conclusión la historia? El hombre, que no es nunca ni sólo


individuo ni sólo entidad colectiva, ni sólo un ser egoísta ni sólo ser social, ni sólo
político o religioso. Es el hombre como intersección de lo uno y de lo otro, de ser
individual y de ser comunitario, así como ca-presencia en él de muy diferentes
elementos: el económico, el lingüístico, etc. ¿Quién pasó el Rubicón? Julio César sin
duda, pero él con sus legiones y porque la situación en Roma le era propicia. Y al
revés: ¿qué o quién está detrás de un estado de opinión, que parece anónima? Sin
duda grupos de interés - poderes fácticos-, protagonizados por determinadas
personas.

2.4. Lo contingente en la historia y la ineludible referencia a las categorías

Al hablar de la historia pensamos en acontecimientos que existieron y adquirieron


una configuración determinada, pero pensamos también que esos acontecimientos
pudieron no haber existido o haber resultado de otro modo o haberse logrado sólo
a medias. Con esta actitud mental ante el pasado, el concepto heideggeriano de
"repetición" (Wiederholung)) que toma de Kierkegaard, cobra importancia. El hombre,
como ser-ahí, puede retrotraerse en la historia y verse a sí mismo en una situación

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del pasado, en la que se generaron determinados acontecimientos. De cara ante tal


situación el hombre piensa que, al igual que se produjeron estos hechos, pudieron
haberse producido otros, porque había en aquel momento o instante (Augenblick)
otras posibilidades latentes que han quedado ocultas. Ése es el juego del
pensamiento con el pasado al que nos sentimos atraídos, presuntamente porque
creemos que las cosas pudieron - tal vez debieron - ser de otro modo. Lo que no se
le ocurre a Heidegger es pensar que nos es posible colocarnos ante el pasado desde un
momento temporal que no sea el presente, como si fuera posible considerar como no
existente lo ocurrido entre el momento en cuestión y el actual o como si pudiéramos
comenzar de nuevo. Esto que a modo de sugerencia mencionamos simplemente aquí
nos corresponde verlo detenidamente en su lugar. Nos interesaba ahora referirnos a que
algo que se baraja como vaga posibilidad por parte del pensamiento cotidiano ha
sido objeto de seria reflexión filosófica (cf. Thurnher, 2000: 60 y s.).

Pensar que acontecimientos del pasado podrían no haber existido o haber sido de
otro modo equivale a pensar que esos acontecimientos son contingentes. Del paso
del Rubicón se sigue hablando porque se considera muy importante: César consiguió
lo que se proponía, tal vez mucho más de lo que él era capaz de imaginarse, en
cuanto que su decisión - se cree - cambió el curso de la historia o le dio un nuevo
giro, en cuyas consecuencias él difícilmente podía pensar. Pero también queda en el
aire la pregunta sobre qué habría acontecido si César no toma esa decisión, o la toma
en circunstancias adversas, o si la decisión la toma otro y la lleva a cabo de forma
desafortunada. Sobre la batalla de Cannas vienen a la imaginación preguntas similares:
¿qué habría acontecido si ganada la batalla, decide Aníbal atacar directamente
Roma y desarticula la estructura entera del enemigo? ¿Cabe pensar que el futuro de
Occidente habría sido totalmente distinto? En lo que fue la guerra de los cristianos
contra los musulmanes en la Península Ibérica se considera - esto es un tópico -
que la batalla de la Navas de Tolosa en Julio de 1 2 1 2 tuvo una importancia
decisiva, aunque esto algunos expertos lo matizan y bajo algún punto de vista lo
cuestionan, sin negar en todo caso que sí fue importante (cf. García Fitz, 2005: 537
y ss.). Cabe aquí también pensar en la posibilidad opuesta, es decir, en que el islam
hubiera ganado, posibilidad sustentada en que su poder continuó siendo estable
durante bastantes años después de aquella batalla. En lo que fue y representó -y sobre
todo en las consecuencias que tuvo - el Tercer Reich continúa siendo habitual
relacionar este fenómeno con la persona de Hitler. Cabe aducir que en la medida
en que esto se considera vinculado esencialmente a una persona nada parecería más
contingente, pues contingente es por principio toda persona. Si además se tiene en
cuenta que determinados comportamientos, como el de Papen y otras "decisiones
fatídicas" (Evans, 2005: 326 y ss. ; 329 y ss.), podían no haberse producido, la llegada
de Hitler al poder habría sido imposible o, cuando menos, muy improbable.

Lo anterior hace referencia, en términos generales, a una forma de pensar

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habitual por parte de quienes no son expertos en historia y también a veces de


historiadores de profesión. De hecho la forma como hoy se entiende la llamada
''memoria histórica" se apoya con frecuencia en el juego de las posibilidades latentes
del pasado. Podemos pensar que todo en la historia ha sido contingente, en el
sentido de que, al igual que aconteció, pudo no acontecer. Y sin embargo es real,
tanto que está ya ahí con carácter definitivo y no se puede "desrealizar" en modo
alguno. Es más o menos importante y está más o menos presente - aunque no se
puede establecer una equiparación entre ambas cosas-, pero en cualquier caso su
carácter radicalmente real - absoluto en este aspecto - es innegable. Ya nada ni
nadie lo podrá borrar. Como reza un adagio latino: factum nequit fieri infectum. Tal
vez tenga que ver con esto también la referencia bíblica al libro de la vida ( cf.
Daniel 12,1) en el sentido genérico de que ya nada de cuanto ha acontecido puede
desaparecer. Aunque la mayoría de ellos se hundan en el olvido de la conciencia
finita, para la conciencia infinita todo absolutamente va a estar presente y esto es la
máxima garantía de su indefectible realidad.

Pero qué significa que la historia tiene carácter real. Al margen del aspecto que
acabamos de mencionar, según el cual todo lo acontecido, por irrelevante que sea,
es indeleble, hay otro aspecto que vincula lo que simplemente ha acontecido con
aquello que se convierte en objeto de narración interpretativa, porque se entiende
que para el hombre, desde la perspectiva en que se reflexiona sobre ello, tiene un
significado relevante, si bien es obvio que sobre esto se ha frivolizado mucho y a
cualquier hecho se le pone la etiqueta de histórico, aunque poco después des­
aparezca definitivamente de la conciencia. Admitiendo que es preciso reconocer
una cierta flexibilidad en la valoración que adjudica un significado relevante a los
acontecimientos, mantenemos que ése es el criterio orientador para reconocer si lo
acontecido merece o no el calificativo de histórico. Hechas estas consideraciones
previas expondremos las categorías a las que nos lleva la consideración de lo histórico
• • •

en cuanto acontecimiento contingente.

2.4. r. Carácter real de la historia

No siempre ha merecido la historia una consideración filosófica, por su carácter


contingente, efímero y también mudadizo, que es como parece que es preciso
entender la valoración aristotélica de que la historia ni en su significado objetivo ni
en el subjetivo - es decir, en cuanto que se refiere a los sucesos como tales o en
cuanto que expresa más bien la narración de los mismos - remonta el ámbito de lo
particular, lo cual implica que no tiene un contenido universal y por tanto no puede
ser objeto de una consideración científica. Refiriéndose propiamente a la poesía hace
Aristóteles, por contraste, una consideración sobre la historia:

Y también resulta claro por lo expuesto que no corresponde al poeta decir lo

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que ha sucedido (ta ')'EVó¡..tcva), sino lo que podría suceder, esto es, lo posible
según la verosimilitud o la necesidad. En efecto, el historiador y el poeta no se
diferencian por decir las cosas en verso o en prosa (pues sería posible versificar
las obras de Herodoto, y no serían menos historia en verso que en prosa); la
diferencia está en que uno dice lo que ha sucedido, y el otro, lo que podría
suceder. Por eso también la poesía es más filosófica y elevada que la historia;
pues la poesía dice más bien lo general (,;á Ka8óA.ov), y la historia, lo particular
(,;á KaS' éKacr,;ov). Es general a qué tipo d e hombres les ocurre decir o hacer
tales o cuales cosas verosímil o necesariamente, que es a lo que tiende la
poesía, aunque luego ponga nombres a los personajes; y particular, qué hizo o
qué le sucedió a Alcibíades (Aristóteles, 1 974: 9, 1 45 1a 36-39; 1 4 5 1 b 1-7, 1 56-8).

Antes de hacer una breve consideración sobre este texto, quisiera citar otro que se

encuentra líneas adelante en este mismo apartado:

De esto resulta claro que el poeta debe ser artífice de fábulas (¡..tú 8rov) más
que de versos, ya que es poeta por imitación e imita las acciones. Y si en algún
caso trata cosas sucedidas, no es menos poeta; pues nada impide que algunos
sucesos sean tales que se ajusten a lo verosímil y a lo posible (ouva,;á), que es el
sentido en que los trata el poeta (op. cit. 1 4 5 1 b 28-32, 160) .

Sobre estos textos quisiéramos hacer las siguientes consideraciones. De una parte
cabe preguntar por qué para los griegos no tuvo la historia el peso que fue
adquiriendo a lo largo del período moderno. Aunque éste es un tema para debatir y
que presenta diferentes caras y aspectos, al menos se pueden proponer dos hipótesis
probables. La primera es que tomando pie en el texto de Kant, previamente citado,
según el cual "la naturaleza ha querido que el hombre extraiga por completo de sí
mismo todo aquello que sobrepasa la estructuración mecánica de su existencia
animal" (Kant, 1 964d: 9 , 36 [trad., 7]) , este principio se ha desarrollado hasta tal
punto, como consecuencia sobre todo del progreso de la ciencia y de la técnica, que
el hombre tiene que buscar en aquello mismo que él hace, no los criterios y las nor­
mas, pero sí su configuración concreta en el campo de lo que él mismo hace. Por
ello la historia se ha ido convirtiendo en algo que, más allá de un simple elenco de
sucesos, proporciona posibilidades ineludibles para orientarse en la vida. De ahí el
sentido profundo del siguiente texto de Ortega:

En suma, que el hombre no tiene naturaleza, sino que tiene [ . . ] historia. O lo


.

que es igual: lo que la naturaleza es a las cosas, es la historia - como res gestae -
al hombre. Una vez más tropezamos con la posible aplicación de conceptos teo­
lógicos a la realidad humana. Deus, cuí hoc est natura quod fecerit. . . dice san
Agustín. Tampoco el hombre tiene otra "naturaleza" que lo que ha hecho
(Ortega, 1966: VI, 4 1 ) .

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La segunda hipótesis viene sugerida en este mismo texto. Los conceptos teológicos
son no sólo los referentes al conocimiento, naturaleza y acción de Dios - que son los
que ahí se mencionan-, sino los específicamente cristianos, que suponen la
humanización de Dios y la divinización del hombre, en la que Hegel mismo ve un
reconocimiento de la dignidad infinita del hombre, que se constituye en sentido
último de la historia. Esto se encuentra ya en el origen, como lo acredita la obra de
Clemente de Alejandría, y sobre todo de san Agustín, pero se explicita a partir de los
planteamientos de Joaquín de Fiore y adquiere una especial intensidad en la Edad
Moderna y en la Contemporánea, tiene una culminación en los planteamientos de
Hegel y Schelling y ha continuado con variantes diversas en el período posterior (cf.
De Lubach, 1989: 1, 355 y ss.; 1 1 , 7 y ss.; 1 54 y ss.; 3 1 7 y ss . ; 383 y ss.; 441 y ss. ) .

Por lo demás - dicho sea como brevísimo excurso - la idea de que el hombre
viene al mundo destinado a extraer por completo de sí mismo lo que le corresponde
según su capacidad racional, la encontramos esbozada en N. de Cusa al sentar la
tesis de que conocemos con precisión sólo aquello que nosotros podemos hacer, y
más ampliamente desarrollada por G. Vico, quien en perfecta coherencia con su tesis
verum estfactum, desarrolla su Filosofía de la Historia.

La segunda consideración sobre Aristóteles es que el segundo de los textos citados


parece sugerir una notable matización respecto de lo dicho en el primero, en cuanto
que si hay acciones históricas que se ajustan - o pueden ajustarse - a lo verosímil y
a lo posible, y por ello pueden ser objeto de tratamiento poético, ello supone que
tales acciones son portadoras de un contenido universal. Aristóteles, no obstante, no
asumió la historia como objeto de consideración filosófica. Es comprensible porque
no se está refiriendo a sucesos en general, sino solamente a algunos, que como
susceptibles de ser imitados se ajustan a criterios éticos o políticos desde los que se
enjuician las acciones humanas.

Este planteamiento restrictivo de Aristóteles respecto de la consideración


no-filosófica de lo histórico merece ser destacado bajo un punto de vista muy
concreto. Se trata de que según él hay que respetar ante todo la verdad de lo
acontecido, sea para exponerlo tal como ha sucedido, sea para convertirlo, con estric­
ta fidelidad a lo que ha sido, en objeto de creación poética, que es legítima, en
cuanto que lo sucedido es imitable no por efecto de la ficción, sino en razón de lo
que el acontecimiento es intrínsecamente. En efecto, merece ser esto destacado como
elemento crítico, en cuanto que la historia está siendo hoy con frecuencia tratada,
sin un ajustamiento riguroso a la verdad, en mero objeto de recreación, que en
algún caso está lograda y permite entrever, si no la verdad exacta de lo acontecido,
sí su sentido, al menos en cuanto que se nos presenta un cuadro que se acerca a lo
que pudo ser (como ejemplo de esto valgan Yourcenar, 1 982 y Corral, 2004) .

Pero no todas las reconstrucciones que se encuentran en las llamadas "novelas


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históricas" son acreedoras a este juicio positivo. Cervantes, a quien nadie ha superado
en capacidad de ficción, tenía al mismo tiempo una opinión interesante sobre lo que
debe y no debe hacer la Historia:

[ . . ] uno es escribir como poeta


. y otro como historiador: el poeta puede contar
o cantar las cosas, no como fueron, sino como debían ser; y el historiador las ha
de escribir, no como debían ser, sino como fueron, sin añadir ni quitar a la verdad
cosa alguna (Cervantes, 1 6 1 5 : II, 3, 6 1 ) .

Al margen de este breve comentario a Aristóteles puede decirse de forma general


que en la historia se van decantando como relevantes hechos que para el hombre -
su conciencia, sus vivencias, su sentido, por elemental que sea, del lugar que ocupa
en el mundo - representan algo que o bien implica un crecimiento cualitativo de lo
que es su vida o bien, por el contrario, quedan consignados por sus efectos negativos
o incluso catastróficos. Histórica fue la obra de Carlos III, en cuanto positiva;
histórica también la de Fernando VII, por pura y simplemente negativa. El
calificativo de históricos lo tienen ciertos hechos no sólo por lo que implican de
positivo; también lo pueden tener por los contenidos negativos que reportan.

Es claro que en ambos casos realidad aquí se contrapone a simple apariencia - a


lo que parece ser algo y no es nada. No necesariamente se opone al "juego de las
apariencias", que son algo real en la conciencia de quien las percibe y en muchos
casos muy influyente. F. de Quevedo supo captar esta dimensión de la realidad (cf
""

Alvarez Gómez, 1 989: 1 9 1 y ss. ) . Todo lo que influye y aporta algo nuevo al "curso
del mundo" es real (cf. Álvarez Gómez, 1 992: 52 y s.).

Real se distingue asimismo de lo meramente posible, aunque ello no significa que


lo posible no quede integrado en la historia, que en gran medida es un repertorio de
posibilidades, de entre las cuales sólo algunas llegan a ser reales. Todas ellas juegan
sin embargo un papel determinante, posibilitando o incluso forzando en algunos casos
que la realidad discurra en una línea determinada. Para decidirse a hacer algo, lo
normal es deliberar previamente en torno a un conjunto de posibilidades, de entre
las cuales luego se opta por alguna o por algunas de ellas. Antes de emprender el
viaje que conduciría al Descubrimiento del Nuevo Mundo, Cristóbal Colón y sus
asesores tuvieron que deliberar sobre diferentes rutas o itinerarios. Al final eligieron,
pero importante iba a ser no sólo que eligieran una ruta determinada, sino que para
llegar a eso tuvieron ante sí diferentes posibilidades.

Real se distingue también de lo que es sólo potencialmente, es decir, de lo que es


como poder-ser. Esa potencialidad es ya una realidad, pero sólo incohada, aún no
manifestada, sino sólo latente. Lo real aquí lo entendemos como aquello que, para
decirlo metafóricamente, ha salido a la superficie y está "puesto" entre las
incontables cosas existentes. A su vez, de entre esa infinita muchedumbre de cosas

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reales que han acontecido sólo una mínima parte se ha decantado como realmente
histórica. Al nivel propiamente histórico puede hacerse una trasposición imaginaria de
la selección que en un orden distinto hace Borges como poeta en su "Otro poema de
los dones'':
Gracias quiero dar al divino
laberinto de los efectos y de las causas
por la diversidad de las criaturas
que forman este singular universo,
por la razón que no cesará de soñar
con un plano del laberin to
[. . .]
por el firme diamante y el agua suelta
por el álgebra, palacio de precisos cristales,
por las místicas monedas de Ángel Silesio
[. .]
.

por el fulgor del fuego


que ningún ser humano puede mirar sin un asombro
[antiguo,
por la caoba, el cedro y el sándalo,
por el pan y la sal
por el misterio de la rosa
que prodiga color y que no lo ve, etc., etc.

(Borges, 2005: 936).

Análogamente, el historiador elige entre los infinitos acontecimientos, aquellos que


considera relevantes como acontecimientos y en ese sentido su actitud es creativa. Lo
será, sobre todo si es un buen historiador, en la exposición de los hechos, en la
integración dentro del conjunto, en la forma de narrar con medida la importancia
de aquellos, etc. Pero en gran parte el historiador, se esforzará por ser fiel a lo real,
porque en muchos casos los acontecimientos mismos se le imponen. Y según eso no
sería él quien elige los acontecimientos a exponer, sino que son estos quienes "eligen"
la acción expositiva del historiador y el tipo de su interpretación. Claro es que,
como siempre cabe un margen para la llamada creatividad, habrá quien tienda poco
menos que a negar la existencia de los Reyes Católicos o, cuando menos, a tergiver­
sar a capricho su importancia, haciendo así suyo lo que según Horacio, hacen a
veces los malos poetas o pintores (Horacio, 1 996: 534).

Lo potencial, en el sentido indicado, juega un papel, pues existe como algo


latente, como una dimensión subyacente cargada de un cierto peso tendencia! que
presiona sobre lo propiamente real y bajo ese aspecto es como si lo forzara a
orientarse en una dirección determinada. Pero como no ha llegado a adquirir una
configuración determinada, no ha llegado a acontecer propiamente y no se puede decir
que sea históricamente real en sentido propio. O si se quiere, es bajo la forma del
"aún no", del "noch nicht" (cf Bloch, 1 977, I: 353 y s.; 34 1 ; III: 1 3 87 y 1390 y s.),
una especie de ser intermedio entre la nada y el ser real existente. Supuestas estas
precisiones, se puede decir que hay diferentes niveles de realidad en el campo de la
historia, tomada ésta en un sentido suficientemente amplio:
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En primer lugar, los hechos históricos, entre los que hay que considerar no sólo
acontecimientos, reconocidos habitualmente por todos, como puede ser la conquista
de las Galias por J. César, a quien Hegel atribuye, por sus acciones en conjunto, haber
fundado «el teatro, que debía convertirse ahora en centro de la Historia Universal.
Conquistó las Galias, entró en contacto con la Bretaña y sobre todo con Germanía,
y descubrió un mundo nuevo" (Hegel, 1 968b: 7 1 2 [trad., 538]). Otro hecho
histórico, de signo muy diferente, a la vez que de extraordinaria influencia en todos
los órdenes, fue el descubrimiento de la Imprenta, análogamente a como la
Informática se ha convertido, en nuestros días, en un factor que transforma
incesantemente el ritmo, la intensidad y la rapidez en la generación de toda clase
de acontecimientos.

Por otra parte, la interpretación de los hechos como tales, aparte de ser
imprescindible para que éstos - al margen del peso que tienen en el curso normal
de las cosas - se hagan presentes en la conciencia del hombre, puede ser fuente de
nuevos acontecimientos. La toma de Granada, importante sin duda en sí misma, en
cuanto que en cierto modo cierra un largo capítulo de la Historia de España, que
dura siglos, se convierte, por obra de la narración histórica y también, en buena
medida, de la leyenda que en torno a aquel hecho se fue generando, en fuente de
una determinada forma de cómo el español se ha comprendido a sí mismo.

La obra de arte, tanto si se trata de la ficción literaria como de la pintura, de la


escultura o de la arquitectura puede generar también - tanto más si los que se
consideran como aspectos estrictamente artísticos están plenamente logrados - un
modo de estar ante determinados acontecimientos o figuras históricas. Los retratos del
Emperador Carlos V, realizados por Tiziano, transmiten, si mi percepción es acertada,
la impresión de que estamos ante una personalidad valiente hasta la heroicidad,
consciente de su misión y dignidad, y que incluso en su avanzada edad continúa
irradiando una serena autoridad. - El cuadro de Goya El tres de mayo de 1808 o
Los fusilamientos de la montaña del Príncipe Pío, de 1 8 14, aluden, como es sabido, a
un hecho real, la durísima represalia de los franceses contra quienes el día anterior
se habían alzado contra la invasión napoleónica. Pero, al mismo tiempo, esta obra
está llamada a ser algo así como principio y compendio de una actitud que es
tanto crítica de la brutalidad de la guerra y del sufrimiento que trae consigo como
la decisión de afrontar la muerte, si es preciso, para defender la patria amenazada
(Hughes, 2004: 349 y ss.). El Escorial, como obra arquitectónica de primer nivel, se
asocia a acontecimientos históricos, que tienen en Felipe II a su principal
protagonista, tanto que es difícil encontrar una referencia seria al Rey, por breve que
sea, que no incorpore la mención de que fue él quien lo mandó construir.

Pero su significado desborda con mucho el ámbito en el que se despliegan o


tienen su eco las gestas de Felipe I I . Algo de razón debe de tener Ortega cuando

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ve en El Escorial el emblema de la "sustancia española", del "manantial


subterráneo de donde ha salido borboteando" su historia (OC, II, 5 57) . La
repercusión que ciertas obras de arte tienen en la realidad histórica es, por lo
común, difícil de determinar, pero ello no quiere decir que no sea efectivo. Puede
trascender, incluso en importancia, a los avatares históricos más comunes, por más
ruidosos o abrumadores que éstos sean. Esto se hace patente de forma
incontestable en la sensación de vacío que provoca el temor de que determinadas
obras de arte se vean amenazadas. Allí donde en estos casos no llega el
conocimiento claro y ordenado, reacciona a veces de forma súbita el instinto
revestido de una certeza incontestable. Cuando en la primavera de 1 962 se declaró
un violento incendio en la catedral de León - hecho que fue noticia de portada en
los medios de comunicación de muchos países - los moradores de la ciudad, que
como es muy lógico apenas habrían podido decir cuatro frases sobre lo que la cate-
dral es y significa, se arrojaron literalmente a la calle, desesperados como s1

estuvieran a punto de perder algo esencial de sus propias vidas.

Esto, que es así cuando se trata de grandes monumentos históricos, con los que
las personas se sienten identificadas de forma más o menos inconsciente, ocurre
también con otro tipo de cosas, en apariencia insignificantes, pero que están
entreveradas en el alma popular, que se siente ella misma agraviada, cuando
injustamente se ve desposeída de algo que íntimamente le pertenece. Esto de
considerar a los individuos como átomos aislados y desconectados, sin patria ni
raíces, es propio de políticos irresponsables, que se creen autorizados a actuar en
nombre de una ilustración vacía y abstracta, que poco o nada tiene que ver con la
realidad misma.

De la peculiar conexión del arte con la historia misma es muestra clara la obra
cumbre de Cervantes. Es manifiesto que él no está haciendo historia. Por más que
se intentara, no se podría reconstruir la vida de la época mediante un análisis
minucioso de los dos inmortales personajes. Es al revés. Los personajes surgen del
filtro, destilación y elaboración de la realidad, en gran medida histórica, que el
poeta, en este caso Cervantes, lleva a cabo. Pero esto supone que esa experiencia
histórica de fondo existe. Sus hilos sutiles, ocultos de puro sutiles, los saben descubrir
poetas que congenian y sintonizan con el primer poeta, tal como en este caso de
nuevo ocurre con Borges, quien en el poema titulado Un soldado de Urbina se
expresa as1:
,

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Sospechándose indigno de otra hazaña


Como aquella en el mar, este soldado,
A s6rdidos oficios resignado,
Erraba oscuro por su dura España.

Para borrar o mitigar la saña


De lo real, buscaba lo soñado
Y le dieron un mágico pasado
Los ciclos de Rolando y de Bretaña.

Contemplaría, hundido el sol, el ancho


Campo en que dura un resplandor de cobre:
Se creía acabado, solo y pobre,

Sin saber de qué música era dueño;


Atravesando el fondo de algún sueño,
Por él ya andaban don Quijote y Sancho

(Borges, 2004: 878).

Una vez realizada la obra de Cervantes, El ingenioso hidalgo Don Quijote de la


Mancha es también principio y estímulo de otras formas de concebir la realidad
histórica. Unamuno y Ortega intentaron, cada cual a su modo, descifrar, nada menos
que al hilo de la ficción del genial novelista, el destino de España. Algo de verdad
habrá sin duda en su empresa.

Aparte de esos diferentes niveles de realidad a que nos acabamos de referir,


quisiéramos, por mor de la precisión, aludir a la distinción que media entre hecho y
acontecimiento, si bien ambos términos los hemos venido usando como sinónimos. Por
"hecho" entendemos aquí el precipitado de una acción, individual o colectiva.
''Acontecimiento" es propiamente el significado que acompaña al hecho. El
acontecimiento es algo inherente al hecho, pero que desborda o trasciende el alcance
inmediato de aquel, sobre todo si es medido por la conciencia que de él pudo tener
el sujeto de la acción. Por descontado lo que históricamente representa la conquista
de las Galias va mucho más allá de lo que se pudo imaginar Julio César al igual que
lo que representa el Quijote va mucho más allá de lo que pudiera imaginar
Cervantes. Por lo general, los acontecimientos van no sólo más allá de los simples y
escuetos hechos. Suelen abrirse además a múltiples y diversas direcciones posibles.

Pero hay en la historia otras dimensiones que no se ven - al menos según el


modo más habitual de contemplar la historia-, y que sin embargo son determinantes.
En su primera etapa de pensador y poeta, Unamuno habló de intrahistoria, como
equivalente de "la vida difusa popular", ya en los ensayos En torno al casticismo,
publicados primero en La España moderna, de febrero a junio de 1 895, que
""

aparecerán en volumen aparte en 1 902. Este parece ser el tema fundamental de los

mismos:

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Esto del desconocimiento de la vida difusa popular lo veo y lo toco en la


lengua, donde a lo que llamé intrahistoria corresponde el lenguaje sotoliterario o
intraliterario (Unamuno, OC, I, 1 966: 780).

Refiriéndose poco más adelante a Paz en la guerra, publicada en 1 897, dice haber
intentado "mostrar algo de la intrahistoria de mi pueblo" . La intrahistoria representa,
para el joven Unamuno, el verdadero contenido, la entraña o la interioridad de la
historia misma. Es algo así como "la revelación del ser" (op. cit. ) 790) de la historia.
Lo que llamamos historia no es sin embargo algo accidental o superficial en relación a
la intrahistoria, sino que pasa a enriquecer el núcleo de la intrahistoria misma:

Es fácil que el lector tenga olvidado de puro sabido que mientras pasan
sistemas, escuelas y teorías va formándose el sedimento de las verdades eternas de la
eterna esencia; que los ríos que van a perderse en el mar arrastran detritus de las
montañas y forman con él terrenos de aluvión; que a las veces una crecida barre la
capa externa y la corriente se enturbia, pero que sedimentado el limo, se enriquece
el campo. Sobre el suelo compacto y firme de la esencia y el arte eternos corre el
río del progreso que le fecunda y acrecienta (op. cit., 792; cf. Álvarez Gómez,
2003: 54 y ss.).

Lejos de negar la historia, Unamuno pretende, mediante el concepto de


intrahistoria, conocer el verdadero ser o esencia de la historia misma, para lo cual
considera que es imprescindible recuperar algo fundamental que, de puro sabido, se
ha olvidado: "Hay una tradición eterna, legado de los siglos, la de la ciencia y el
arte eternos; he aquí una verdad que hemos dejado morir en nosotros repitiéndola
como el Padrenuestro" (Unamuno, l. c.) . Esa tradición eterna es además una especie de
a priori, puesto que es tanto el presupuesto como la perspectiva desde los cuales el
individuo interpreta la realidad histórica.

Al igual que la intrahistoria constituye el verdadero ser de la historia y es stn


embargo habitualmente desconocida, hay cosas que yacen sepultadas en el olvido y


son, no obstante, la verdadera trama, el significado último y auténtico de lo sabido. Y
al igual que el desconocimiento de la intrahistoria lleva aparejado el desconocimiento,
no de la historia bajo el aspecto de la comprobación fáctica o empírica, pero sí de
lo esencial y por tanto de lo más importante de la misma, también el olvido
paradójico de lo mismo que se sabe y, en cuanto que se sabe, supone el desco­
nocimiento de su verdadero sentido. Pero la intrahistoria, por más que se la
desconozca, no deja por ello de existir y de tejer la trama de los acontecimientos,
como tampoco eso mismo que se olvida deja de formar el contenido fundamental del
saber.

Estas consideraciones sobre la concepción unamuniana de la intrahistoria tiene en


este contexto solamente el objetivo de poner de relieve el peso real de la historia y de
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recordar que, como en toda auténtica realidad, también en la historia es preciso


distinguir entre diferentes estratos o niveles, muy especialmente entre lo superficial y
lo profundo o entre lo apariencia! o efímero y lo sustancial o permanente. En
definitiva, estamos rozando la distinción entre los dos conceptos que son tal vez los
más relevantes en la historia del pensamiento filosófico: la distinción entre esencia y
• •

extstenCla.

2.4.2. La negación como factor del proceso histórico

Con anterioridad hemos aludido ya a la destrucción, que es una forma extrema de


negación, una especie de manifestación de la nada misma en el curso de la historia.
En rigor, ya la negación como acción judicativa, consistente en decir que algo no es
esto o aquello, es sólo una manifestación de que en la realidad el no es un factor
operante que está ahí, previamente a su empleo por nuestra parte. En relación con la
historia y su curso el no es inherente a la obra misma. Lo que se hace en la historia
está llamado a durar, a perdurar más o menos, tanto más cuanto más consistente es,
lo que no quiere decir que lo más consistente sea lo más importante, puesto que esto
es a veces de naturaleza notablemente efímera. En todo caso, la obra de la historia,
por importante o consistente que sea, no durará siempre. Está llamada a sucumbir,
no por el simple paso del tiempo, como a veces decimos, sino porque lleva en sí el
no, el germen de su propia aniquilación. Por otra parte, tal negación inmanente es,
por más decepcionante que pueda parecer, condición de que la historia pueda seguir
existiendo. El hombre tiene, sobre todo en algunas épocas - la actual es una de ellas
- la tendencia a conservar lo que ha existido, especialmente si se lo considera como
valioso. Sabemos sin embargo que no podemos contener su naturaleza fugitiva:

No se detiene nunca la caída.


Yo me desangro, no el cristal. El rito
De decantar la arena es infinito
Y con la arena se nos va la vida

En los minutos de arena creo


Sentir el tiempo cósmico: la historia
Que encierra en sus espejos la memoria
O que ha disuelto el mágico Leteo.

El pilar de humo y el pilar de fuego,


Cartago y Roma y su apretada guerra,
Simón mago, los siete pies de tierra
Que el rey sajón ofrece al rey noruego.

Todo lo arrastra y pierde este incansable


Hilo sutil de arena numerosa.
No he de salvarme yo, fortuita cosa
Del tiempo, que es materia deleznable.

(Borges, 2005: 8 1 1 ) .
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Así Borges en su poema El reloj de arena. Aunque aquí se refiere prioritariamente


a la caducidad de la vida humana, y especialmente de la vida individual de cada
uno - no he de salvarme yo . . . si bien queda también implicada la historia como tal-,
Borges no se olvida de poner de relieve el carácter de destrucción, inherente a la
historia, presente en ensayos y poemas, como en el siguiente, que lleva por título El
znstante:

¿Dónde estarán los siglos, dónde el sueño


De espadas que los bárbaros soñaron,
Dónde los fuertes muros que allanaron,
,.

Dónde el Arbol de Adán y el otro leño?

El presente está solo. La memoria


Erige el tiempo. Sucesión y engaño
Es la rutina del reloj . El año
No es menos vano que la vana historia.
Entre el alba y la noche hay un abismo
De agonías, de luces, de cuidados;
El rostro que se mira en los gastados
Espejos de la noche no es el mismo.
El hoy fugaz es tenue y es eterno;
Otro Cielo no espera, ni otro Infierno
(2005: 917; cf. Álvarez Gómez, 1990: 61-80).

Pero no es sólo cosa de poetas. Hegel, a quien no se le asocia precisamente a


actitudes patéticas, nos pinta un cuadro muy expresivo de la caducidad de la historia
en un texto que llamó poderosamente la atención de Ortega, quien por ello lo cita
parcialmente en más de una ocasión:

La visión más cercana de la historia nos muestra las acciones de los hombres,
como naciendo de sus necesidades, de sus pasiones, de sus intereses y de las
representaciones y fines que, conforme a ello, se forjan; pero también naciendo de
sus caracteres y talentos, de forma que en este espectáculo de la actividad, esas
necesidades, pasiones, intereses, etc. aparecen como los motores . . Las pasiones, los
.

fines del interés particular, la satisfacción del egoísmo son en parte lo más
violento. Su poder lo tienen en el hecho de que no respetan ninguna de las
limitaciones que el derecho y la moralidad quieren imponerles y en que la
violencia natural de la pasión es de forma inmediata más próxima al hombre que
la disciplina artificial, larga y penosa, del orden y de la moderación, del derecho y
de la moralidad. Si contemplamos este espectáculo de las pasiones y tenemos a la
vista las consecuencias de su actividad violenta, de la irreflexión que acompaña, no
sólo a ellos, sino también, y aun preferentemente, a los buenos propósitos y rectos
fines; si contemplamos el mal, la perversidad, la decadencia de los más florecientes
imperios que el espíritu humano ha producido; si miramos a los individuos con
la más honda piedad por su indecible miseria, no podemos ante tal espectáculo

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sino terminar lamentando con tristeza esta caducidad en general y - puesto que
esta decadencia no es sólo obra de la naturaleza, sino de la voluntad humana -
más aún con tristeza moral, con la indignación del espíritu bueno, si éste existe en
nosotros. Sin exageración retórica, recopilando simplemente con exactitud las
desgracias que han sufrido las creaciones nacionales y políticas y las virtudes
privadas más excelsas o, por lo menos, la inocencia, podríamos hacer de aquellos
resultados el cuadro más pavoroso y exaltar hasta el duelo más profundo y más
inconsolable, que ningún resultado conciliador puede contrapesar. Para fortificarnos
frente a ese duelo o para escapar de él, podríamos tal vez pensar: así ha sido, es
un destino, no se puede cambiar nada. Y para olvidar el disgusto que esta
dolorosa reflexión pudiera causarnos, nos refugiaríamos tal vez en nuestro sentimiento
vital, en el presente de nuestros fines e intereses, que exigen de nosotros no el
duelo por el pasado, sino nuestra actividad efectiva. También podríamos recluirnos
en el egoísmo, que está en la playa más tranquila, y disfrutar seguros desde allí
el lejano espectáculo de las confusas ruinas. Pero en tanto contemplamos la
historia como el ara, sobre la cual han sido sacrificados la dicha de los pueblos, la
sabiduría de los estados y la virtud de los individuos, surge también necesariamente
al pensamiento la pregunta: ¿a quién, a qué fin último ha sido ofrecido este
enorme sacrificio? (Hegel, 1955: 79 y s. [trad., 79 y s.]).

Disculpe el lector que haya citado un texto tan extenso de Hegel. Pero ello
obedece a una intención concreta. Por supuesto, no se cuenta de antemano con
encontrar en él tan manifiesta sensibilidad frente a las incontables catástrofes de la
historia. Eso y el hecho de que el texto, además de ser inteligible por sí mismo, es de
una más que notable belleza literaria, que pone de manifiesto el interés del propio
Hegel al pensarlo y escribirlo, es ya una razón para traerlo aquí a colación. Pero
interesa más, por extraño que pueda parecer, el aspecto que choca con la
mentali dad actual.

Nada de lo que aqu1 leemos esta en consonanc1a con el pensam1ento


• •
, ,

filosóficamente correcto, que supone varias cosas, como las siguientes:

a) dejar de lado cualquier tipo de reflexión que esté, de una manera o de otra,
condicionada por la presencia del mal en la historia; en lugar de eso habría
que hacer valer un modo de pensar, que ve en las presuntas calamidades de
la historia un dato más, que simplemente hay que explicar, bien causalmente,
en cuanto que determinados factores han llevado a tales resultados; o bien
sistemáticamente, en cuanto que más allá de estos o aquellos factores, que están
a la vista, hay estructuras que inexorablemente rigen la realidad, de forma tal
que ante ellas cualquier actitud romántica o sentimental carece de todo sentido.

b) Otra exigencia de la época, incompatible con lo que apunta Hegel, es renunciar


a la pretensión de ofrecer una visión de la historia en su totalidad. No deja de
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ser llamativa esta exigencia, cuando al mismo tiempo, la globalización es un


presupuesto para comprender el significado de los fenómenos que nos rodean.
Sin embargo "totalidad" y "globalización" son conceptos que poco o nada
tienen que ver entre sí, puesto que la globalización trabaja con la hipótesis de
que son los fenómenos mismos, en tanto que tienen que ver con la vida
humana, los que muestran tener una interdependencia, que es en buena
medida observable y, hasta cierto punto, calculable. El concepto de totalidad,
de signo hegeliano, aun no siendo ajeno a la experiencia, presupone conceptos
por los que aquella se orienta (cf. Álvarez Gómez, 1 978: 278 y ss.).

e) Más aj eno a la concepción de Hegel es, si cabe, el carácter fragmentario y


decididamente relativista de gran parte del pensamiento actual, que termina
siendo en muchos casos, la expresión de un escepticismo que reniega de ver­
dades y se atiene sólo a impresiones. Esta actitud es perfectamente compatible
con la globalización; más aún, puede ser una de sus manifestaciones, si a aquella
se la concibe como un conjunto complejo de fulguraciones e irradiaciones
fugaces, que surgen y desaparecen, sin que se les pueda asignar un
fundamento. Hegel consideró al escepticismo como el método adecuado al
proceso de conocimiento de la conciencia (cf. Álvarez Gómez, 1 978: 94 y ss.),
pero esto nada tiene que ver con el relativismo en boga, puesto que el
escepticismo de signo hegeliano está paradójicamente sostenido e impulsado
por el reconocimiento de la vigencia y presencia de la verdad absoluta. El
verdadero escepticismo pertenece intrínsecamente a la filosofía, pero no como
una incertidumbre metódica, sino como momento de una indagación que
cuestiona el punto de partida de la conciencia moderna (cf. Paredes Martín,
2006: 1 1 y ss.). Precisamente en relación con el tema de la historia resalta
tanto más la diferencia entre la concepción de Hegel y la propia de un
pensamiento hoy dominante. Entre las innumerables "novelas históricas", que
tanto han proliferado en los últimos años, las hay sin duda buenas y dignas de
ser tenidas en consideración, pero abundan sobre todo las que responden a un
pensamiento (?) circunstancial y acomodaticio. El problema no está en la
ficción, sino en que una ficción frívola y vulgar se haga pasar por realidad.
La compensación en este caso es que tales productos están destinados a
desaparecer muy pronto, aunque la frivolidad continúa.

d) Contraria al pensamiento filosóficamente correcto hoy es además la simple


cuestión acerca del sentido de la historia, que puede considerarse como
claramente afirmada en la última frase del texto citado: "¿A quién, a qué fin
último ha sido ofrecido este enorme sacrificio?" Hegel sostiene que tal fin
último existe y en cierto modo sus principales esfuerzos giran en torno a esa
convicción. Esto, sin embargo, es hoy comúnmente rechazado.

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La teleología es un concepto que ha pasado por diferentes etapas, básicamente por


dos: la de su aceptación o la de su rechazo, y es un punto de referencia válido para
señalar la línea en la que tiene su origen la modernidad, en la que los "heterodoxos"
son los que, - como Leibniz, Hegel y, a su modo, Kant - reconocieron la vigencia
de la teleología. En la medida en que el nihilismo se ha impuesto, la teleología ha
sido y es rechazada:

El nihilismo como estado psicológico tendrá que aparecer, en primer lugar, si en


todo acontecer hemos buscado un "sentido", que no está en él, de modo que quien
lo busca termina por perder el valor. Nihilismo es entonces el llegar a tomar
conciencia del dilatado despilfarro de fuerza, el tormento del ce inútilmente", la
inseguridad, la falta de oportunidad para recuperarse de algún modo, para
tranquilizarse sobre algo - la vergüenza ante sí mismo, como si uno se hubiera
engañado a sí mismo demasiado tiempo [ . . . ] . Así pues, la decepción sobre un
presunto fin del devenir como causa del nihilismo, sea respecto de un fin
• •

completamente determinado, sea, de forma general, el conocimiento de la


insuficiencia de todas las hipótesis finalistas admitidas hasta ahora, referidas a la
evolución en su conjunto (Nietzsche, 1 966: III, 676 y s.; cf. Álvarez Gómez, 1 995:
24 y ss.).

La contraposición del texto de Nietzsche al de Hegel es manifiesta, tanto más


cuanto que ambos están pensando en la actitud a adoptar ante el acontecer, si bien la
ruptura que se produce en Nietzsche tiene mucho que ver con la irrupción del
pensamiento evolucionista. Pero la referencia explícita a Nietzsche tiene aquí que ver
con el pensamiento hoy dominante y su incompatibilidad con la concepción de
Hegel, al menos desde el punto de vista de su visión teleológica. Sería con todo
equivocado decir que dicho pensamiento dominante es nietzscheano sin más. Es más
bien una mezcolanza extraña en la que coexisten elementos nietzscheanos, al lado de
otros que tienen que ver con un positivismo incapaz de construir algo nuevo o con
una ilustración tardía, de la que poco cabe esperar, porque no expone un concepto
consistente de razón. Por lo demás, hoy no es posible leer filosóficamente a
Nietzsche sin tomarse en serio las muchas páginas que Heidegger le ha dedicado. Lo
que sí tiene el pensamiento dominante es su capacidad de negar simplemente. En
este sentido ha acogido como uno de sus dogmas la negación de la teleología, sin que
- al menos aquí, en suelo español - se hayan discutido determinados intentos de
recuperar ese concepto (cf Spaemann y Low, 1 9 8 1 : 271 y ss.).

Nos interesaba señalar algunos aspectos que saldrán a relucir a partir de ahora en
el concepto de historicidad, entendida como condición de posibilidad de la
comprensión e interpretación de la historia real, también por lo que se refiere a la
teleología. Pues una cosa es el rechazo de la misma o la extrema dificultad que
existe, o con que nos encontramos, a la hora de intentar fundamentarla, y otra cosa

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es que se pretenda simplemente soslayar la pregunta por el sentido, el hecho de


que, como dice Hegel, es una pregunta que le surge al pensamiento y que, bajo ese
aspecto, es algo originario, constitutivamente vinculado a la actividad de pensar. Si la
pregunta como tal es ineludible, habrá que tomarla en consideración, incluso si al fin
hubiera que contestar negativamente a la cuestión de si existe o no un sentido
último.

Ahora nos interesa volver sobre la categoría de negación, para cuya aclaración
podemos tener en cuenta alguna de las consideraciones de Hegel sobre este
concepto, puesto que fue él quien más profundizó en su significado; pero sin perder
de vista que el interés de ésta como de las demás categorías que nos corresponderá
exponer, es hacer comprensible la historia, sacando a la luz sus condiciones de
posibilidad.

Hablando Hegel de la "negación determinada", que es la negación que encierra


verdad o negación auténtica, - pues no se conforma con negar simplemente,
abstrayendo de aquello que niega y de lo que resulta de la misma negación, - afirma
que no se queda en "la pura nada", sino que es "la nada de aquello de que proviene"
( 1 988: 62). En tal afirmación van implicados varios aspectos que se revelan como tanto
más verdaderos si se tiene en cuenta el proceso histórico tal como cada uno de
nosotros lo tiene ante sí, lo cual es por otra parte comprensible, puesto que a su
modo la Fenomenología del Espíritu o Ciencia de la experiencia de la conciencia -
según este segundo título que J. Hoffmeister consideró oportuno retener - en cuya
Introducción aparece la caracterización anteriormente citada, describe una especie de
historia de la conciencia, el proceso de su formación.

Esos aspectos son en nuestra opinión los siguientes. En primer lugar, ningún
contenido o acontecimiento es radicalmente nuevo, como si no tuviera otro soporte
que la nada, como si fuera una ((creatio ex nihilo )� Es preciso, por el contrario, verlo
como resultado de algo anterior. Pero aquí es donde la conciencia natural puede caer
en una trampa que está puesta de antemano y siempre al acecho, consistente en que,
dicho en términos generales, todo fenómeno está condicionado o causado por otro.
Esto, aun siendo válido, imprescindible además en el campo científico, es insuficiente,
por más que la historia como narración interpretativa tenga que emplear ese método
y, en principio, atenerse a él. Pero una cosa es saber que estamos ante fenómenos,
más en concreto, que los acontecimientos en la historia se dan y se producen
incesantemente, y otra cosa es saber cuál es la condición que hace posible que esto
sea as1, mas aun, que genera necesanamente esta s1tuac1on.
1 1 , • • • ,

Y aquí entra en juego el segundo aspecto incluido en la noción de negación, antes


citada. El resultado que se produce o acontece no simplemente proviene de algo
previo; implica además la desaparición de aquello de que proviene y, en este sentido,
implica su negación. Es, si se quiere, una negación ontológica. Ordinariamente se

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piensa - o se tiende a pensar en la medida en que uno se guía por la conciencia


natural - que lo que hay son simplemente realidades, dotadas, todas ellas, de una
entidad positiva y de una estructura compacta, y que la negación es una operación
cuya tarea es hacernos ver que las cosas están delimitadas entre sí, en cuanto que
unas cosas no son otras. El hecho, tan habitual, especialmente en la historia, de que
permanentemente desaparecen cosas, no llega así a ser suficientemente pensado. Es
como si las cosas desaparecieran porque alguien se las llevara del escenario en que
están. Sabemos, sin embargo, que no es así, singularmente en la historia, donde los
acontecimientos se nos muestran como destinados a su propia desaparición, según la
forma que les es propia. Se cumple en la historia, de modo especialmente llamativo
e in tenso lo que Hegel afirma con carácter general:

No sería difícil mostrar la unidad de ser y nada en cada ejemplo, en cada


realidad efectiva, en cada pensamiento. Sobre el ser y la nada hay que decir
que . . . "en ningún lugar, ni en el cielo ni en la tierra, hay algo que no contenga
en sí ambos, el ser y la nada'' (Hegel, 1990: 74 y s.).

Si la negación es inherente a los acontecimientos ello implica que aquellos, al


desaparecer, no son simplemente sustituidos o suplantados por otros, porque cada
acontecimiento lleva en sí el germen de su propia desaparición. D e ahí que ciertas
formas de entender la llamada memoria histórica, en las que lo que se esta
1

llevando a cabo es una especie de fosilización del pasado, como si fuera posible
rescatarlo tal cual fue, es de hecho una reinterpretación de la historia con fines
prefijados.

Tampoco, sin embargo, la negación de que hablamos se agota en la simple


desaparición. El tercer aspecto, en ella implicado, consiste en que el paso de una
realidad a otra, de un acontecimiento a otro, no es fortuito ni extrínseco, sino que
por una parte lo originante se perpetúa en lo originado, pero metamorfoseado, es
decir, bajo una forma de ser esencialmente distinta. A poco que se reflexione se
convendrá en que esto, a la vez que no es ajeno a la experiencia, la clarifica. Si antes
veíamos que no es posible recuperar lo acontecido tal como fue, ahora tenemos que
afirmar que tampoco es posible anularlo o cancelarlo como si nunca hubiera existido.
El modo como continúa estando presente no necesariamente ha de concebirse en
línea con lo que fue, de tal manera que lo pasado pudiera ser reconocido mediante
un simple análisis de lo presente. Más bien, puede seguir estando como inversión de
lo que fue, pero esto supone que se mantiene vinculado a aquello respecto de lo cual
es una inversión. El lenguaje es en esto bastante significativo. Después de la Segunda
Guerra Mundial se ha hablado mucho en Alemania, sobre todo en los últimos veinte
años, sobre el régimen nazi, fundamentalmente para criticarlo, cuando no para
rechazarlo ásperamente. Pero el simple hecho de hablar tanto de ese fenómeno
implica estar moviéndose en ese horizonte, aunque sea bajo la forma de la negación

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o de la inversión, de lo completamente otro. Esos críticos no son ni quieren ser


nazis naturalmente. Y no sólo no quieren serlo, sino que quieren ser algo
completamente distinto de lo que fue y representó aquello. Pero bajo la forma de no
querer ser lo que se fue, sino de querer ser algo muy distinto, se percibe, como en
una forma invertida - inevitablemente desfigurada - lo acontecido. Se cumple así,
de forma por así decirlo reduplicativa, el axioma de Ortega, según el cual:

lo que hemos sido actúa negativamente sobre lo que podemos ser . . . el "haber sido
algo" es la fuerza que más automáticamente impide serlo (Ortega, OC, VI, 37).

El recurso a un concepto como el de negación y, en parte, a la forma en que


Hegel mismo lo entiende no quiere decir que lo admitamos aquí en todos sus
matices, singularmente en el relativo a la superación, no tanto por el significado -
más complejo que lo que se supone - y que sería en términos generales asumible,
cuanto por lo que se sugiere, como si en la historia se fuera siempre a mejor o el
progreso fuera, sin más, evidente. Hay en esto sin embargo, algo que da que pensar.
No se sabe de ningún pueblo o grupo humano, por más tradicionalista que sea, que
de hecho quiera volver a ser lo que fue. Pero al mencionar este tema nos situamos ya
en otro nivel.

Hasta ahora, al introducir la categoría de negación, nos estamos moviendo


todavía en el campo de los fenómenos o de los acontecimientos, aunque esto ya se
lleve a cabo, como hemos indicado, desbordando lo que es la actividad propia de la
historia como actividad empírica. Pero llevados por el simple interés de explicar los
acontecimientos como tales, se nos abre otra dimensión, distinta y más profunda.
Basta con que simplemente nos preguntemos a qué se debe el hecho de que se
produzca la negación misma y se lleve a cabo un proceso que no tiene fin y que es
en sí mismo inacabado, ya que en él siempre se presentan nuevos contenidos a
realizar y metas, cualitativamente diferentes con frecuencia, a conseguir de forma que,
bajo este aspecto, hablar de fin de la historia (Fukuyama, 1 992) resulta poco
comprensible.

Para responder a esa pregunta aplicaremos un concepto acuñado por Hegel y afín
al de negación, aunque dotado de un mayor alcance, el concepto de negatividad, que es
probablemente el más original de su sistema, incluso terminológicamente. La negación
nos sirve para explicar una faceta de los acontecimientos; la negatividad, sin salirnos
propiamente del círculo descrito por la negación misma, nos ayuda a comprender
mejor lo que el sujeto de la historia va buscando, al negar unos tras otros, en un
proceso constante, los contenidos de la misma. Para ello podemos intentar responder a
las tres preguntas siguientes: l. hacia donde se proyecta la actividad negadora de la
historia. 2. desde dónde se gesta o dónde radica la negación, y 3. en razón de qué se
produce. Las tres preguntas concretas, en las que se despliega la pregunta general,
arriba formulada, suponemos, de momento sólo hipotéticamente, que tienen que ver

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entre sí. Lo suponemos, aunque dentro del contexto en que nos movemos, es un
factum evidente, si bien aún no comprendido, al no estar todavía desarrollado.

El contexto viene dado por lo que hemos expuesto acerca del sujeto de la
historia, que es el hombre en su doble faceta de individuo y de ser un ente que,
incluso ya en ese ámbito de la individualidad, lo desborda. Lo cual quiere decir
conviene recordarlo - que esas dos facetas, la individual y la supraindividual o
universal son dos dimensiones reales, diferentes y netamente diferenciadas entre sí en
cuanto a sus objetivos, funciones y desarrollos, pero inseparables, y rigurosamente
complementarias. No hay individuo humano que no esté inserto en el proceso mismo
de la humanidad y que sea comprensible al margen de ese proceso, al igual que la
humanidad, en cuanto que expresa a su modo lo que es común al destino de los
individuos - al margen de en qué sentido y hasta qué punto se pueden llegar a
formular esas características comunes - no existe sino como encarnada en los
diferentes individuos, infinitamente múltiples y variados; y por consiguiente si no se
la considera como incorporando en sí esa dimensión, se queda en algo plenamente
vacío . No queda por tanto otra salida sino que aquello con lo que contamos es la
intersección de esos dos órdenes de realidad.

Lo universal - en este caso, el hombre como tal o la humanidad - es vacío sin


los in dividuos; pero los individuos, al margen de lo universal, carecen de estructura y,
• •

por tanto, de orden y de orientación. Precisamente esta 1ntersecc1on se pone


1

especialmente de manifiesto en el caso de la historia, en cuyo campo tanto los


((poderes", de orden económico, social, político o religioso - es decir, las diferentes
formas en que se manifiesta la dimensión de universalidad - tienen una fuerza
innegable, a la que los individuos no pueden sustraerse, a la vez que éstos desde su
propia actividad impulsan, sin ser necesariamente conscientes de ello, los grandes
cambios históricos. Hegel tuvo una gran intuición, al incorporar de lleno este
estrato de la realidad histórica:

No acontece nada, nada se lleva a cabo, sin que los individuos, que actúan en
ello, se satisfagan también a sí mismos: son individuos particulares, es decir, tienen
necesidades, apetitos, en general intereses particulares, peculiares para ellos, aunque
comunes con otros, esto es, los mismos que otros, no diferentes, por el
contenido, de los de los otros (Hegel, 1955: 82 [trad., 8 1 ] ) .

Con ese sujeto de la historia, previo a los acontecimientos y situado más allá de
ellos - aunque ésta sea una manera figurativa y por tanto impropia de hablar, válida
sólo para centrar la atención en lo que, para utilizar una terminología kantiana,
pertenece a un orden suprasensible - tiene que ver la negatividad a que nos venimos
refiriendo para aclarar las tres preguntas antes formuladas sobre la negación: desde
dónde se produce, hacia donde se proyecta y en razón de qué tiene lugar.

Quedan 1 9 minutos en el libro 34%


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La negación se genera desde lo que es la índole misma del sujeto que, entre
otras cosas, se caracteriza por no tener puntos fijos infranqueables, ni siquiera en lo
que es él mismo. Ese sujeto no es pues un algo previo, a lo que haya que ir a
b uscar y al que haya que descubrir al margen de los fenómenos, de los acon­
tecimientos en este caso. Dicho en términos positivos, el sujeto de la historia es y se
conoce como alteridad de sí mismo. Hegel radicaliza puntos de vista de Kant y de
Fichte. La aplicación del elemento kantiano estriba en que el sujeto sólo se conoce
en tanto es capaz de objetivarse a sí mismo en contenidos determinados, o en cuanto
indirectamente se conoce a sí mismo a través de la percepción de la constitución de
objetos, que no son él mismo. La radicalización tiene lugar por parte de Hegel, en
cuanto que para él el sujeto no guarda en su recámara ningún tipo de realidad
inaccesible. Dicho de otro modo, lo que se concreta en lo otro de sí mismo es la
realidad del propio sujeto. Con lo cual, si ese estar volcado en lo otro es no sólo
permanente, sino constitutivo, no hay puntos fijos para el yo - como ya pensara
Fichte-, pero en este caso además ni siquiera el sujeto representa un punto fijo para
mismo.
.
;

SI

Podría condensarse el significado de esta manifestación originaria de la negatividad


de la forma siguiente: En virtud de la negatividad el sujeto de la historia niega y
cancela de antemano todo carácter fijo, tanto de los contenidos como de sí mismo.
Niega por tanto su presunto carácter estable y al mismo tiempo deja ver que está
vacío de todo contenido propio, a la vez que pone de manifiesto la exigencia
inmanente de buscar los contenidos en el ámbito de la alteridad, de forma sin
embargo que ninguno de esos contenidos puede adecuar la capacidad de realización
del sujeto, que por ello se ve impulsado a trascender todo contenido determinado
para volver reiteradamente a sí mismo y de nuevo iniciar la marcha hacia lo que es
otro y distinto de sí mismo.

A poco que se reflexione, en la historia presenciamos este fenómeno, que como tal
se da siempre, aunque habitualmente se encubra, bien porque la capacidad de nuestro
conocimiento sensible no puede procesar tantísima cantidad de datos como le llegan
de forma incesante, bien porque nosotros instintivamente no dej amos que el sujeto se
manifieste tal cual es y necesitamos sentirnos a nosotros mismos identificados en
figuras que muestran contornos bien definidos y estables. Respecto de la primera
posibilidad, los hechos son hoy más innegables que nunca. No sólo no somos capaces
de percibir a simple vista algo que paradójicamente se está dando ante nuestros ojos,
como es el crecimiento de una hierba en la pradera o de un joven árbol en el bosque.
Mucho menos somos capaces de percibir la existencia de ondas electromagnéticas, aun­
que sabemos que están ahí muy próximas a nosotros e infinitamente lejanas al
mismo tiempo, zumbando a nuestro alrededor de forma inaudible. El caso del sujeto
de la historia es más insólito aún. No sólo se mueve incesantemente y lo hace
además de forma imprevisible, sino que tiende a convertir aquello en que se ha
Quedan 1 8 minutos en el libro 35%
TEORÍA DE LA HISTORICIDAD (FILOSOFÍA. HERMENEIA) (SPANISH EDITION)

objetivado en simple material de ulteriores objetivaciones. Es indiferente que se lo


considere o no como sustancia. Se puede afirmar que lo es por su carácter
permanente, no sólo en cuanto que existe, sino en cuanto que posee una innegable
identidad propia, que habremos de ver aún. Difícilmente se podrá decir que lo es, si a
ese concepto asociamos el de inmovilidad.

Más propio sería decir, aunque el término no está suficientemente consolidado en


nuestro idioma para estos menesteres intelectuales, que el sujeto de la historia es, en
razón de su negatividad, espíritu. De hecho tampoco es ajeno, pues ya se habla de
"espíritu humano". El sujeto de la historia es espíritu bajo varios aspectos: por su
fuerza que, sin aparente esfuerzo, lleva a cabo las más increíbles obras en los
diferentes campos en que se manifiesta: el arte, el pensamiento, la creación de
diferentes formas de vida etc.; es espíritu también porque se regenera y se renueva
siempre de nuevo. Es como si se negara a reconocerse a sí mismo en lo que ha
logrado y necesitara imperiosamente crear cosas nuevas en qué objetivarse; es espíritu
igualmente, porque siendo el mismo y estando dotado de una identidad innegable, se
niega a aparecer como lo mismo; y es espíritu - habría que decir tal vez de modo
especial-, porque "sopla donde quiere". Su continuidad propia la podemos reconocer
sólo a posteriori, nunca la podemos predecir.

Por último, el sujeto de la historia es espíritu por aquello que siendo lo más
importante, no se deja ver: por la ubicuidad. Pero este concepto es preciso entenderlo
aquí en un sentido muy diferente del habitual, incluso en cierto modo opuesto y, sin
embargo, en un sentido propio. El modo habitual de entender la ubicuidad, consiste
en que los lugares, los diferentes ubi en que se concreta, están ya dados de
antemano. Según esto el espíritu iría ocupando lugares que ya preexisten. Esto no es
así. Precisamente en la historia se ve que el hombre se caracteriza, más que por
adaptarse a la naturaleza, por hacer que la naturaleza se adapte a él. Si tuviera lugar
lo primero, se trataría de que el hombre vaya ocupando lugares, previamente
existentes, acomodándose a ellos. En afortunada y justa consideración de Ortega:

Mi tesis es antidarwinista sin ser ingenuamente creacionista. Inadaptado a la


naturaleza, no puede el hombre realizar, sin más, en ella su humanidad, como el
mineral su "mineralizad" y el caballo su "caballidad". El hombre, como de
Hamlet decía Mallarmé, es le seigneur latent qui ne peut devenir, el gran senor
,-

escondido que no logra llegar a ser. Por eso es el hombre el único ser infeliz,
constitutivamente infeliz. Mas, por lo mismo, está todo él lleno de ansia de
felicidad. Todo lo que el hombre hace lo hace para ser feliz. Y como la naturaleza
no se lo permite, en vez de adaptarse a ella como los demás animales, se esfuerza
milenio tras milenio por adaptar a él la naturaleza, en crear con los materiales de
éste un mundo nuevo que coincida con él, que realice sus deseos (OC, IX: 583).

Aun limando hasta donde conviene algunas de sus frases de corte


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expresionista, muy del gusto de la primera mitad del siglo XX, expresa bien Ortega
esa radical versión del hombre hacia la alteridad, lo que aquí hemos considerado
""

como el grado inicial de la negatividad, o negatividad abstracta (cf. Alvarez Gómez,


1 978: 59 y ss .) en su aplicación a la historia. El hombre no se siente identificado
no sólo con la simple naturaleza, sino incluso con todo aquello en lo que se va
objetivando a lo largo de la historia y cuyos moldes se complace en romper
incesantemente. Pero hay algo más.

Es lo que tiene que ver con el segundo grado o nivel de la negatividad que
podemos llamar negatividad determinada. Responde, tal como planteábamos más
arriba, a la pregunta de hacia dónde se proyecta la negación de los fenómenos o
acontecimientos que observamos en la historia. Acabamos de ver que la negación
tiene su raíz en el hombre mismo en cuanto espíritu, toda vez que su vaciedad de
contenidos le lleva a buscarse y objetivarse en lo otro de sí mismo. Esto, sin
embargo, puede malentenderse, si se interpreta como si lo otro no tuviera nada que
ver con el sujeto, le fuera completamente extraño y por consiguiente el sujeto - el
hombre, su espíritu - se encontrara perdido en ella. D e ser así, el SUJeto carecena
. /

de todo sentido, sería incluso superfluo. Tanto se vaciaría de contenido que


terminaría por desaparecer o incluso habría desaparecido ya de antemano. No es sin
embargo así, pues lo que hay en la alteridad del espíritu, del hombre en cuanto
sujeto de la historia no es otra cosa que la exteriorización del hombre mismo, de lo
que virtualmente contiene desde el comienzo.

Pero de pronto surge una doble dificultad. Si el sujeto está vacío de contenidos
¿qué puede exteriorizar? Y por otra parte, si lo otro hay que verlo como fruto de la
exteriorización del sujeto mismo, no parece que lo otro sea tomado en serio. Más bien
quedaría cancelado como tal. En su momento hubo un gran debate en torno a este
segundo punto, que iba a provocar nada menos que la configuración última de los
grandes sistemas llamados idealistas, en cuya "lógica" interna seguimos inmersos,
aunque no nos demos cuenta de ello. Fichte había considerado lo otro en general
como mero material de la acción del sujeto, de la Thathandlung ( 1 97 1 : I , 9 1 y ss. ) .
A esto se oponen decididamente Schelling y especialmente Hegel, siendo éste uno
de los motivos que le llevaron a escribir su Escrito de la diftrencia (Diffirenzschrift)
(Hegel, 1 979: 64 y ss. [trad . , 1 1 3 y s . ] ) .

Si en lo externo no se ve otra cosa que el campo en que se exterioriza la acción


del yo, fácilmente se llega a considerar la realidad en general como algo meramente
caótico, que pudiera moldearse según los planes y las exigencias del sujeto. Implicaría
sobre todo establecer en el ámbito de la praxis un dominio despótico del
pensamiento, con el peligro consiguiente de ignorar las aspiraciones legítimas del
hombre en su condición histórica, enraizado en su tradición, perteneciente a un
pueblo y a una cultura determinados. Hay pues que entender lo externo no como
un dato amorfo o caótico sobre el que recae la acción del sujeto, sino como fruto de
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la exteriorización de este que puede no sentirse extraño en lo que es externo, porque


esto obedece también a categorías lógicas y, como tal, se atiene a determinaciones del
pensamiento (Hegel, 1 990: 1 2). En esto Hegel, lejos de razonar en abstracto o al
margen de la realidad, se atiene al sentido común - en su forma positiva, no en la
negativa, que él critica y rechaza - al sano entendimiento humano, al gesunder
Menschen verstand en su versión propiamente alemana.

Se trata simplemente de que nos mantengamos atentos a lo que ocurre cuando


nos referimos a algo externo a nosotros; y es que cuanto sobre ello digamos, y tanto
más cuanto más se ajuste a su realidad, estamos asistiendo a la vigencia de esas
"determinaciones del pensamiento, de las que hacemos uso constantemente y que nos
vienen a la boca en cualquier frase que pronunciemos '' (l. c.). Por tanto, en su
acción de relacionarse con lo otro o externo, el sujeto de la historia, el hombre se
hace otro él mismo. De ahí que en la historia tenemos que ver con el trabajo, con lo
que Hegel mismo llama el trabajo de lo negativo ( 1 988: 1 4 y s.) ; trabajo, en cuanto
que en la historia el hombre va realizando la penosa e insoslayable tarea de configurar
lo simplemente dado; negativo, en cuanto esa tarea sólo se logra mediante la negación
de la pura y simple inmediatez, en la que el hombre por de pronto se encuentra.
K. Marx supo ver y formular una de las intenciones fundamentales de Hegel, al
escribir:

Lo grande en la Fenomenología de Hegel y en su resultado final - la


dialéctica, como el principio motor y productor - es pues, por una parte, que
Hegel capta la autoproducción del hombre como un proceso, la obj etivación
como desobjetivación (Entgegenstandlichung), como exteriorización y como superación
de esta exteriorización; que él, por consiguiente capta la esencia del trabajo y

comprende al hombre objetivo, al hombre verdadero y efectivamente real, como


resultado de su propio trabajo (Marx, 1 953: 269).

Importaba dejar aquí constancia de esta breve referencia para recordar que es
nuestra intención tener muy presente la dimensión real de la historia que tiene una
de sus manifestaciones objetivas en el trabajo.

Podemos resumir este segundo aspecto de la negatividad, que se puede denominar


negatividad determinada - puesto que encuentra en cada caso su configuración en
algún objeto - diciendo que el hombre, en tanto sujeto de la historia, se ve
impulsado a llenar de contenido sus propias categorías mediante la acción y la expe­
riencia. A su vez, ese contenido es una explicitación de lo que el sujeto es
virtualmente en sí mismo. El primer aspecto de la negatividad, al que hemos llamado
negatividad abstracta, implica el segundo, puesto que la negación de la fijeza del
sujeto tiene como sentido hacerlo salir de sí, para configurarse en lo que es distinto
de él. Este segundo aspecto, a su vez, presupone el primero bajo un doble aspecto:
en cuanto que es su resultado y en cuanto que los mismos contenidos, en los que la

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exteriorización se concreta, se encuentran sometidos a la negatividad e inmersos en


un proceso en el que unas configuraciones se suceden a otras.

Aún hay un tercer aspecto de la negatividad que responde a la pregunta sobre en


razón de qué se produce la negación, o dicho más concretamente, para qué la
practica el hombre, y especialmente en el campo de la historia donde de forma tan
tenaz como persistente la ejerce: qué va buscando con ello. La respuesta inmediata no
entraña en principio dificultad, puesto que el hombre mediante su acción no puede
sino intentar ser él mismo, perseverar en su propio ser, según la conocida afirmación
de Spinoza ( 1 967: III, 6, 272 [trad. , 1 32]). La dificultad puede estar, está de hecho,
en cómo se salva la alteridad, que veíamos es propia del primer aspecto y adquiere
su configuración en el segundo, si se toma en serio esta exigencia ontológica de que
el hombre sea en todo caso él mismo. Pues el hombre tiende no simplemente a per­
severar en su ser, sino a perseverar cada vez más, es decir a profundizar en el mismo,
con la peculiaridad además de que este perseverar en el ser, profundizando en él, se
tiene que llevar a cabo, por la constitutiva índole del espíritu, como
autotransparencia} tal como es preciso entender la escueta expresión de ser-cabe-sí
(Beisichsein):

El punto más importante para la naturaleza del espíritu es la relación no sólo


de lo que él es en sí con lo que él es de forma efectiva y real (wirklich), sino de
aquello como lo que él se sabe [con otras palabras, la relación importante no es
simplemente óntica, sino onto-lógica, pues la relación se establece dentro del saber
de sí mismo, entre el sujeto y el objeto de ese conocimiento] . Este saber de sí
es, por ser esencialmente conciencia, determinación fundamental
(Grundbestimmung) de su realidad efectiva (Hegel, 1 990: 1 7; cf. 1 9 8 8 : 1 9).

En cualquier caso, para salvaguardar a un tiempo la salida de sí hacia la alteridad


y la reafirmación en su propio ser bajo la forma de la profundización en lo más
propio del mismo, el saber de sí, tiene que darse una mediación entre ambos
momentos o modos de ser. Por tanto, en contra de lo que el término parece sugerir,
la mediación en este caso no es meramente puente ni camino hacia otra cosa
distinta, sino que pertenece, como elemento constitutivo, a lo mismo de que se
predica. Por consiguiente, según este tercer aspecto de la negatividad, lo que se
produce es una mediación del sujeto de la historia consigo mismo, a la par que un
éxodo a la alteridad o una permanente alteración. Es la aplicación más obvia de la
caracterización más sucinta del espíritu como "la mediación del devenir-otro-de sí
mismo consigo mismo" (Hegel, 1 98 8 : 1 4).

Bajo otro punto de vista es importante este concepto de mediación, que va unido al
tercer aspecto de la negatividad, para comprender la historicidad. Acabamos de ver
que la mediación no es puente o camino hacia otra cosa que no sea el sujeto de la
historia, el hombre en definitiva. Además tampoco es la mediación una especie de

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soporte de un proceso indefinido, de una "mala infinitud" que hace que nada, tal
como es en sí mismo de fo rma inmediata, se mantenga en pie como si careciera de
legitimación ontológica. Se puede derivar hacia ese error por la trampa que el
lenguaje lleva en sí mismo.

La mediación no es, en contra de lo que pueda parecer, una propiedad del sujeto,
sino el sujeto mismo en su acción de mediar (vermitteln) y por tanto los contenidos
que produce, eso que está a la vista como lo inmediato, no es sino la mediación
misma en su modo de concretarse, lo que equivale a que la mediación es la
inmediatez que deviene (op. cit. ) 16) . Por eso un pueblo que tiene sentido histórico
sabe ver en lo que él como sujeto de su propia historia ha ido produciendo la
verdad de sí mismo - verdad en todo caso parcial-, que no le impide seguir
haciéndose, construyéndose. En cambio, un pueblo que carece de sentido histórico
tiene horror ante la mediación (cf. l . c.). Por eso, cuando no simplemente vive y se
deja llevar, sino que se ve confrontado con su propia realidad apenas sabe hacer otra
cosa que dar rienda suelta a la furia de la desaparición, recrearse en el vacío de
actitudes iconoclastas, como puede ser la destrucción de estatuas.

El primer aspecto de la negatividad - negatividad abstracta- se caracteriza por la


alteridad; el segundo - negatividad determinada-, por la exteriorización y el tercero
- negatividad absoluta o concreta-, por la mediación que, lejos de ser inconciliable
con la inmediatez, la produce, porque la lleva implícita; como a su vez, la
inmediatez en su devenir es la mediación misma. La inmediatez que se niega a sí
misma es la negatividad abstracta; la inmediatez en devenir y en desdoblamiento
consigo misma es la negatividad determinada; por último, la inmediatez, como
resultado del proceso de automediación, es la negatividad absoluta o concreta.

Nos hemos detenido en las diferentes perspectivas que se abren desde la negación
como categoría porque ello ayuda a comprender mejor el proceso histórico, en
primer lugar desde el nivel simplemente empírico, en el que el hecho de que unos
acontecimientos se sucedan a otros se debe a que cada uno de ellos tiene en sí el
germen de su propia negación; en segundo lugar, en lo que subyace a ese nivel
empírico, donde se trata de saber de qué modo, en su incesante movimiento, el
sujeto de la historia, el hombre, va buscando su propia realización.

2.4.3 . El límite en cuanto dimensión constitutiva

¿Cómo surge aquí esta categoría del límite? Si nos atenemos a lo dicho la respuesta
es obvia, puesto que la limitación (Einschrankung) es la realidad combinada con la
negación (KrV B 1 1 1 , 1 64, 1 22) . Esto se entiende sin más, puesto que toda realidad
no es lo que son todas las demás cosas y ese no-ser implica que cada realidad posee
un límite definido. Sin embargo, una observación previa de Kant (KrV B, 1 1 O), que
clasifica las categorías en dos clases, las matemáticas y las dinámicas, incluyendo entre

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las primeras las tres mencionadas: realidad, negación y límite - así como las
pertenecientes a la cantidad: unidad, pluralidad y totalidad- hace que parezca dudosa
la aplicación de la categoría de límite a los acontecimientos históricos que, si por
algo se caracterizan, es por la movilidad y el dinamismo. De hecho en todas
nuestras consideraciones sobre la negación ha estado presente este aspecto dinámico,
en el que la referencia a Hegel nos ha servido como uno de los puntos básicos de
orientación. Sin embargo, la observación de Kant no es por ello rechazable, puesto
que tiene a su favor algo muy elemental.

Al referirnos a los acontecimientos estamos dando por supuesto que cada uno de
ellos es éste y no otro, estando así perfectamente delimitado frente a cualquier otra
cosa. De hecho, además, así procede también la investigación empírica, sea cuando se
ocupa en general de documentos, donde la precisión ha de ser un principio
irrenunciable, sea en la descripción de hechos concretos que tienen que ver con
relaciones de unas naciones o pueblos con otros, donde ni personas ni funciones se
pueden intercambiar o confundir, a menos que uno adquiera una versión distor­
sionada de los fenómenos. Esto es válido en general para cualquier acontecimiento
histórico.

Incluso allí donde, debido a la índole de los acontecimientos como ocurre, por
ejempl o, en las batallas, hay una mezcla de unos personajes con otros - los ejércitos
enfrentados pueden llegar a parecer una y la misma cosa - es tanto mayor y más
radical la exigencia de precisar quiénes son unos y otros, qué acciones o hazañas se
deben atribuir a cada bando y a cada protagonista y - lo que tiene, por buena o
mala fortuna, una lógica férrea e incontestable - a quién ha sonreído la victoria y
quién ha tenido que sufrir la derrota, etc. No obstante, este punto de vista es a
todas luces insuficiente. Pues los acontecimientos históricos, aun teniendo cada uno de
ellos contornos perfectamente definidos, ofrecen la parti cularidad de que penetran
unos en otros. No es sólo contacto; es también, por así decirlo, irrupción. Nada tiene
que ver esto con mezcolanza o confusión, pero sí con intersección e interpenetración
de aspectos y fenómenos, y en definitiva con la viviente contradicción de que los
acontecimientos, a la vez que son ellos mismos, son también lo opuesto de sí mismos
;

y pasan a integrarse como momentos en otros acontecimientos. Este es el plantea-


miento. Hay que recurrir por tanto a una noción de límite más compleja que la que
viene sugerida por las palabras de Kant.

Podemos distinguir una doble dimensión en el concepto de límite, una que en


términos más convencionales y de sentido común puede considerarse más bien
como extrínseca a la cosa misma de que es límite en el sentido de que su función
es delimitarla o diferenciarla frente a cualquier otra cosa o, para ser más exactos,
respecto a aquella o aquellas con las cuales limita. Lo otro de algo es el no ser de algo
y bajo este aspecto es su límite (Hegel, 1 990, TW 4: 1 67). En este sentido el límite
de una cosa le viene como impuesto desde fuera por lo otro que ella no es. En esta
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misma línea pero profundizando un tanto puede decirse que el límite no


simplemente le viene impuesto a una cosa por lo otro, sino que ella misma tiene su
parte activa en la existencia del límite, en cuanto que para constituirse como un algo
tiene que negar lo otro:

La negación de su otro es sólo la cualidad del algo, pues en tanto que es este
superar (Aujheben) su otro, es algo [ . . ] el algo mismo es la negación, el cesar de
.

un otro en él; está puesto como conduciéndose negativamente contra lo otro y


conservándose con ello (Hegel, 1 990: 1 2 l y s.).

Se destaca pues bajo este primer punto de vista que algo, en cuanto limitado es
el no-ser-para-otro (1. c., 1 22). Pero a su vez, si se mira esto desde la perspectiva de lo
otro, el algo se encuentra en la misma situación y su acción de negar a lo otro para
constituirse a sí mismo es correlativa a la negación del algo por parte de lo otro,
puesto que lo otro también es un algo. En consecuencia, el límite es no solamente no
ser de lo otro, sino no ser tanto de un algo como de otro (1. c.).
"

Esta sería pues la pnmera dimensión del concepto de límite, que es más bien

estat1ca y proXIma a lo que parece entender Kant por límite, aunque aquí ya
.
, .
,

advertimos un cierto carácter dinámico, como se puede ver si hacemos la aplicación


al acontecer histórico. Cada acontecimiento se distingue o delimita frente a todo otro
acontecimiento que está lo más próximo a él, sea simultáneamente, sea
sucesivamente. En este primer aspecto, el acontecimiento en cuestión es el no ser de
"

los otros acontecimientos. Ese es su límite. Pero éste no simplemente se debe a que
existan otras cosas o acontecimientos, sino que implica que cada acontecimiento, al
constituirse como tal, lleva en sí la negación de los otros; se constituye en lo que él
es comportándose negativamente frente a lo otro que él no es y haciendo así que
"

surja el otro como tal otro. Esta puede resultar sin duda una consideración
abstracta y a su modo lo es.

Pero si ponemos la mirada en los acontecimientos históricos se nos revela como


la mar de concreta. Roma, por ejemplo, limita históricamente, en una fase de su
propia realidad, con Cartago; es así lo que no es Cartago. Pero esto significa, a su
vez, si se lo mira más concretamente, que es el límite de Cartago, en cuanto que se
comporta negativamente frente a Cartago, hasta tal punto que esa actitud, como es
bien sabido, se traduce en una lucha encarnizada de muy larga duración. D e no
haber asumido esa negación, ese enfrentamiento a Cartago, ni tan siquiera se hubiera
podido hablar, a partir de fechas tempranas, de que Roma limitaba geopolíticamente
con Cartago, puesto que ésta la habría hecho desaparecer. Pero a su vez, algo
similar se puede afirmar correlativamente de Cartago respecto de Roma. Es decir,
también Cartago es un algo que tiene en Roma su límite, no simplemente en tanto
que Roma está ahí frente a ella, sino sobre todo en tanto se comporta negativamente
frente a Roma. Al final la lucha terminó en este caso, pero no terminó en general

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para Roma. Allí donde se fijaba un límite, surgía también un enfrentamiento, que
implicaba tanto una voluntad de seguir constituyéndose y afirmándose cuanto el
hecho de seguir expuesta a la negación proveniente de los otros pueblos con los que
limitaba.

Esta primera dimensión del concepto de límite, aunque referida más bien al
aspecto que podría considerarse como estático, en cuanto que pretende dar cuenta
simplemente del ser de aquello que simplemente tiene un límite, sin embargo deja ver
ya su aspecto dinámico. Pues por una parte, ya el hecho de tener un límite implica
que el algo es y se conserva en tanto se comporta negativamente frente a cuanto lo
limita; y por otra, al tener esto lugar también correlativamente - en lo otro, que
aparece ahora como algo respecto del algo inicial, que ahora se convierte en lo otro-,
el límite lo es tanto de un algo como de su otro. El límite de Roma implica, en el
ejemplo mencionado, tanto el comportamiento negativo contra Cartago como el
comportamiento negativo de Cartago contra Roma; implica, vista la situación en
conjunto, que "el algo y lo otro tanto es como no es" (Hegel, 19 90: 1 23), lo cual no
significa que desaparezcan de algún modo, sino que su modo de ser se caracteriza
como una especie de oscilación ontológica. El ser no está garantizado a perpetuidad
y, aparte de esto, en tanto que es lo que es, es un no ser, no sólo en cuanto que no
es lo otro de sí, sino que esto otro implica que se está minando o cuestionando su
ser. Esto ya hace ver el carácter dinámico del concepto de límite.

Pero éste aparece mucho más intensamente - cabría decir, con verdadera
propiedad - desde el punto de vista de su segunda dimensión. Hegel utiliza dos
términos: Grenze y Schranke. Es difícil utilizar dos palabras distintas en nuestro
idioma para traducirlos. El primero se ha traducido por "término" y el segundo por
"límite". Así lo hace Rodolfo Mondolfo en su traducción de la Ciencia de la
Lógica. Parece que Hegel, en una primera etapa, tomó ambos términos como
sinónimos, tal como se puede desprender del contexto del texto citado en primer
lugar (Hegel, 1 99 0 : TW, 4, 1 67) aunque también cabe interpretar que lo que quiso
decir es que lo que tienen en común Grenze y Schranke - término y límite - se
dan en tanto que lo otro es el no ser de algo. Término p arece la traducción apro­
piada de Grenze, en tanto que expresa lo que en rigor media entre las cosas, en
este caso los acontecimientos. Las cosas terminan donde las otras las limitan y éstas
a su vez terminan igualmente justo en el punto y forma en que son limitadas por
....

aquellas. El término de unas señala rigurosamente el no ser de las otras. Este es el


aspecto prioritario según Hegel, si bien hemos tenido ocasión de ver de qué forma
profundiza en su significado. La importancia que tiene ese concepto en el campo
de la historia bien merece ser tomada aquí en consideración. Tanto mas cuanto
1

que esa primera dimensión se proyecta y profundiza en la segunda.

El punto de conexión de esas dos dimensiones encuentra una expresión


adecuada en el texto siguiente, entre otros: "El término propio del algo, puesto así
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por éste como un ser negativo, que al mismo tiempo es esencial, es no solamente
término (Grenze) como tal, sino límite (Schranke) )) (Hegel, 1 99 0 : 129). Como aquí
no nos interesa hacer una interpretación de Hegel, sino hacer ver el alcance que
este concepto tiene para la historicidad, nos basta con atender a lo que el texto
representa para la determinación y constitución del acontecimiento mismo. Pues de
eso: determinación (Bestimmung) y constitución (Beschaj fenheit) se trata cuando
Hegel habla de término y lo que representa este en su última raíz, que es el límite
en el sentido más riguroso y estricto. Un acontecimiento tiene los términos o con­
fines que él mismo se pone desde el ser que le es propio. Lo verdaderamente
relevante del concepto de límite es así que los confines en que la cosa limitada
termina, siendo ciertamente una dimensión negativa, representan al mismo tiempo la
forma como está cualificado el ser.

Una cosa, un acontecimiento que no llega a pro-ponerse y a hacer efectivos


unos contenidos determinados no llega a nada esencial en ese ámbito. S i no realiza
contenidos determinados que respondan a lo que es su "destino", a lo que le
corresponde ser, no está él mismo determinado como tal ser. Ciertamente no b asta
con hacer cosas al azar o de forma más o menos fortuita, cosas que en definitiva no
correspondan a lo que es esencial para el ser mismo de la cosa. Que todo, incluso lo
más disparatado, tiene que estar delimitado en el sentido más obvio y a la vez más
inmediato de la palabra, se da por supuesto. Nada, tampoco en la historia, puede
vagar en el caos de lo puramente indeterminado. Cosa completamente distinta es
que eso que se hace en el campo de la historia, responda a lo que el sujeto de la
acción - especialmente los pueblos - están llamados a ser conforme a las exigencias
de su propia esencia. Cómo se puede determinar que tal aspiración constitutiva se
realiza es sumamente difícil de saber. Los pueblos al igual que los individuos se pueden
equivocar fatalmente. Esto no es algo que deba sorprender, porque el ser no es
disponible. Nos viene dado, simplemente. Diríase que es ante todo un don.

Se puede acertar o no en corresponder a lo que de nosotros postula y exige.


Pero por ser así, sí disponemos de un criterio para saber cuándo no se acierta en
la elección y uno se desvía del camino a seguir. Por principio esto ocurre cuando
en lugar de dejarse determinar por su ser, el sujeto, en su proyección más
simplemente empírica, se erige en principio determinante de lo que debe ser, como
si de ningún modo el camino estuviera trazado de antemano. Cualquiera puede
preguntarse si la tragedia a la que se han visto arrastrados pueblos enteros no tiene
que ver con el olvido de esa reflexión elemental acerca de lo que es su propio
límite, en lugar de tender incesantemente a sobrepasar realizaciones determinadas que
no responden a lo que el sujeto por su propia índole debe ser. En todo caso,
cuando en la elección se da con los propios confines, con aquellos que responden
a la esencia del sujeto, el ser de éste está verdaderamente constituido. El sujeto de la
historia se constituye propiamente en cuanto tal, no simplemente en cuanto que tiene

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límites, sino en cuanto que se pone esos límites y además lo hace en corres­
pondencia con lo que es su esencia. Pues para que lo negativo que los confines de
un acontecimiento implican sea esencial, se requiere que aquellos sean expresión de
lo que es su propia esencia. Cuando un pueblo se encuentra ajustado dentro de los
límites que son los suyos, porque brotan sólo de sí mismos, ocurre con frecuencia
que se concentra sobre sí mismo e inicia una etapa productiva en las diferentes
manifestaciones posibles como pueden ser el arte, la literatura, la ciencia o el
pensamiento en general. Esto tiene que ver con el límite, con la adquisición, por
parte del pueblo, o del sujeto histórico en general de la determinación y
constitución que le es propia.

La noción que comúnmente se tiene del límite es en consecuencia inadecuada,


pues se lo suele considerar como mera negación - en ese sentido, como un mal
ontológico-, cuando en realidad es, bien mirado, una realidad eminentemente
positiva bajo los aspectos siguientes:

a) Es condición de posibilidad, fundamento y raíz de toda cosa, de todo


acontecimiento. Lo ilimitado es in-determinado, carece por tanto de identidad
propia. Ni siquiera de Dios se puede decir que no tenga límite alguno, pues
;

El es, en feliz expresión del Cusano, límite y fin de sí mismo, sui ipsius finis
(cf. Álvarez Gómez, 1 96 8 : 25). No es el concepto de límite como tal lo que
implica ese carácter negativo, sino el hecho de que el límite sea
imperfecto.

b) Aun cuando se trata de un límite imperfecto - el propio del acontecer lo es-,


el límite es en su orden fuente de perfección relativa, pues implica el hecho de
que la cosa limitada persevere en su ser y se reafirme en él, contradistin­
guiéndolo de todo lo demás.

e) En consecuencia el límite es expresión del modo en que está determinado o


constituido el ser de la cosa, de su individualidad.

No hay límites en general, pues cada cosa tiene sus propios límites, o
para ser más precisos, tiene su límite, puesto que al igual que cada cosa es
unitaria dentro de su complejidad, única incluso, en buena lógica también
posee un límite, aunque éste tenga muchas manifestaciones y se exprese en
infinidad de variantes. M ás que tener limitaciones, se es limitado, lo cual
implica que cada cosa, cada acontecimiento, en tanto que es, está confinado
en su propio límite y concentrado en él.

d) En razón de esto el límite no sólo es fuente de perfección en su función de


término, en cuanto hace que la cosa se contradistinga de las demás, sino que
lo es también ad intra en un doble sentido: de una parte, en cuanto que al
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poner dicha función terminativa, la cosa se expresa interna y esencialmente


como límite en el sentido más propio, tal como ya hemos indicado
reiteradamente. De otra parte -y muy especialmente - el límite es, ad intra
también, fuente de perfección, en cuanto que es la raíz de la diferenciación
interna de los elementos de que la cosa consta, de los momentos que integran
un acontecimiento. Esa delimitación o diferenciación es sumamente
importante, como ocurre en todo organismo especialmente. La historia lo es
en el sentido de que está protagonizada por seres vivos.

e) Este hecho nos lleva al último aspecto bajo el cual el límite posee un
carácter positivo. Los hombres como seres vivos que protagonizan la
historia, no sólo cumplen determinadas funciones - al igual que los demás
seres vivos en el grupo de que forman parte-. Esas funciones están además
llamadas a variar; incluso pueden representar en ocasiones un verdadero
progreso. Esto tiene su origen en que la peculiaridad del hombre en tanto
que determinado por un límite y consciente de él, está ya más allá del
mismo; no en el sentido de que cada cosa en cuanto limitada es ya un más
allá de sí misma en la medida en que tiene incorporada en sí la referencia a
lo otro: "Lo otro de un límite es justamente el más allá (Hinaus) del mismo"
(Hegel, 1 99 0 : 1 3 1 ) ; ni tampoco en el sentido en que los seres vivos en
general poseen el privilegio del dolor en cuanto que éste actualiza el
sentimiento de su mismidad que supone estar más allá de la negación que el
dolor supone (l. c . , 1 32). Lo propio del hombre y por consiguiente de su
actividad en el campo de la historia está en que además la toma de
conciencia de sus límites tiene su raíz en un modo de ser, caracterizado no
por la universalidad propia de este o aquel género, sino por la universalidad
como tal, lo que le abre a lo ilimitado e infinito, sin dejar por ello de ser
finito.

2.5. Facticidad e historicidad

Es una obviedad que hechos o acontecimientos son los contenidos básicos de la


historia y por tanto deben ser, de forma temática o no, punto de referencia de una
teoría de la historicidad. A ellos nos referimos aquí al hablar de facticidad y sobre
esta quisiéramos decir algo en su relación con la historicidad. Pero ¿es necesario
introducir un sustantivo abstracto más? ¿No basta con el empleo de los términos
hecho o acontecimiento, sobre todo si se tiene en cuenta que al introducir el
sustantivo abstracto parece que se diluye tanto más el carácter concreto de los
acontecimientos?

Comencemos por decir que, al utilizar el término facticidad, no pretendemos


decir algo así como que con él nos estamos refiriendo al conjunto de los hechos en

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la historia con la connotación tal vez de que en ellos debe centrarse tanto la
atención del historiador como el interés del filósofo. Esto, aparte de la banalidad que
implica, no pasaría de ser una recomendación. La exigencia de Ranke de ocuparse de
hechos históricos, "tal como ha sido", ha dado poco de sí y si él ocupa un lugar
relevante, ello se debe a sus aportaciones como historiador, no al establecimiento de esta
especie de principio metodológico, que por sí solo no podía conducir a ningún
resultado positivo. Ortega es muy pertinente en su crítica del más rudo empirismo:

Desde hace un siglo, gracias a la documentación, (el historiador) se siente


como un chico con zapatos nuevos. Lo propio acontece al naturalista con el
experimento [ . . . ] . Es inconcebible que existan todavía hombres con la pretensión
de científicos... que crean tal cosa [ . . . ] claro es que ningún gran físico, ningún
historiador de alto vuelo ha pensado de la manera dicha. Sabían muy bien que ni
la física es el experimento - así, sin más ni más - ni la historia el documento,
Galileo, el primero, y Ranke mismo a su hora, a pesar de que uno y otro
combaten la filosofía. Lo que pasa es que ni uno ni otro - tan taxativos en su
negación, en su justa rebeldíason igualmente precisos en su afirmación, en su
teoría del conocimiento físico e histórico. [Y continúa en nota a pie de página] . La
impureza, la imprecisión radical de Ranke [ . . . ] en las cuestiones fundamentales se
demuestra haciendo notar que toda su vida aspira a ser tenido por el anti-Hegel;
pero al escribir en sus últimos años una Historia Universal y verse obligado a
afrontar los decisivos problemas que ella plantea, dice: "¿Cómo no podría
lograrse con mayor seguridad una concepción universal siguiendo un camino
puramente histórico? No; sólo por el camino que Niebuhr inició y la tendencia
que inspiró a Hegel es posible dar cima a la tarea que se propone la Historia
Universal" (1 966: IV, 525 y s.).

Como anotación suplementaria de lo que reconoce el propio Ranke habría que


añadir que la consideración meramente empírica o histórica, en el sentido al que el
texto citado se refiere, es insuficiente no sólo para construir una historia universal,
sino también para comprender el significado de cualquier acontecimiento histórico.
Puede decirse además con toda razón que, porque la adecuada comprensión de los
hechos presupone principios y categorías, que son previas a los hechos mismos, la
propia historia universal los presupone también en todo caso. Porque si se pudiera
disponer del conocimiento preciso de los hechos en todo su alcance por la vía
meramente empírica, nada impediría hacer una reconstrucción de la historia
universal por el mismo procedimiento. El problema se plantea en éste, como en
tantos otros casos del conocimiento, porque los datos son mudos por sí solos, si no
se accede a ellos con los requisitos previos que supone todo conocimiento de la
verdad. Por más que los hechos nos afecten, nos impresionen o nos conmocionen,
nada podremos decir sobre lo que son y representan, si no adoptamos una actitud
de escrupuloso distanciamiento ante ellos.
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Pero, si no es admisible considerar los hechos históricos bajo un pnsma


estrictamente nominalista, en cuanto que no se quiere ver nada fuera de los hechos
desnudos de toda otra connotación, tampoco sería en este caso una solución
convincente el eventual recurso a un esquema platónico, en un sentido más o
menos amplio, para forzar una explicación de aquellos. Es decir, apenas se extraería
nada concreto de partir de un concepto de facticidad, cuyos contenidos habría que
intentar ver luego reflejados en los casos que la historia nos presenta. Esto no sería
aceptable por al menos tres razones:

l . Por de pronto, si se parte de un concepto de facticidad en la forma


indicada, es porque se presupone que ello nos permite predecir que los
acontecimientos históricos van a tener una estructura determinada. Es una función
de tales conceptos. Se sigue diciendo que el hombre es animal racional porque allí
donde aparecen seres que consideramos específicamente similares a nosotros, los
vemos dotados de esa doble dimensión, por más difícil que siga resultando hasta el
día de hoy determinar el significado de la misma, razón por la cual, sin rechazar
dicha caracterización del hombre, algunos, como Hegel, han querido llenarla de
contenido por el camino de la experiencia. Los hechos históricos no parecen contar
con una caracterización conceptual previa que nos permita predecir su estructura
concreta.

A lo que tenemos que estar predispuestos en la historia es a dejarnos sorprender


por acontecimientos que, para bien o para mal, desbordan todas las expectativas,
hasta el punto de que son esos los acontecimientos que suelen considerarse como
verdaderamente históricos. La caída del muro de Berlín fue uno de esos hechos
relevantes, que sorprendió a todas las cancillerías occidentales. Es claro que frente a
esto se puede hacer valer que todo ello es, por buena o mala fortuna, humano, según
los casos demasiado humano, y que por tanto si hay notas o características que valen
para lo humano en general, esas mismas características serán válidas, aunque sea con
matices, para los hechos históricos. Sin embargo esta consideración tiene muy poco
peso, porque no está centrada en lo específico del caso.

Se podrá predecir, sin miedo a equivocarse, que allá donde actúa el hombre,
habrá cosas que contar en lo bueno y en lo malo. Pero nadie habría podido
predecir - al menos cuando de ello no existía aún indicio alguno - que un
régimen como el soviético iba a durar 72 años, que en tal fecha iba a comenzar la
guerra franco-prusiana o la Primera Guerra Mundial, que tendría lugar la Guerra
Civil de España y así en infinidad de ejemplos. Es obvio que en el hombre hay
muchísimas otras cosas que tampoco son predecibles, pero de ellas no decimos que
sean hechos históricos en el sentido habitual de la expresión. Con relación a esto
estamos ahora tomando en consideración el concepto de facticidad y de él decimos
que, a diferencia de lo que ocurre con otros muchos conceptos - por supuesto, con

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el concepto de hombre - no nos permite predecir ningún acontecimiento de


aquellos con los que tenemos que ver en lo histórico. Y es ésa la razón por la que
la facticidad no tiene ni de lejos ningún rasgo de los que consideramos propios de
los conceptos "platónicos".

2. Otra razón por la que "facticidad" difícilmente puede considerarse como


concepto en ese sentido se debe a que si tenemos a la vista el conjunto de los hechos
históricos, o para ser más exactos, procuramos tenerlo, ya que tal empresa en su
totalidad es imposible de realizar; si intentamos tener ante nuestra vista un conjunto
significativo de hechos relevantes en la historia en sus más variadas manifestaciones,
difícilmente podremos establecer semejanzas entre los diferentes hechos, que nos
permitan fijar contenidos comunes a todos ellos y hablar en consecuencia de
conceptos según el significado habitual del término. El referente de facticidad son
hechos, determinados hechos, no es el hombre. Y sin embargo esos hechos son del
hombre, tal como hemos venido diciendo.

Esto significa ciertamente que la facticidad en su relación con la historicidad - al


igual que otras formas de facticidad en relación con otros modos de ser, como es
por ejemplo la índole propia de la vida humana - acentúa el carácter complejo de lo
que es el hombre, que desborda por completo cualquier pretensión de agotar su
realidad mediante conceptos, mucho menos si mediante ellos pretendemos expresar
una definición. Lo que la facticidad es se sabe ya desde hace muchos siglos, aunque
esto haya tardado siglos en aclararse de forma refleja y conceptual. Uno de esos
testimonios más fehacientes lo encontramos en la Antígona de Sófocles ( 1 98 1 : 261 y
S. ) (V. 3 3 2 y )
SS. :

Muchas cosas asombrosas existen


y, con todo, nada más asombroso que el hombre.
"

El se dirige al otro lado del blanco mar


con la ayuda del tempestuoso viento sur,
bajo las rugientes olas avanzando [ . . . ]

Poseyendo una habilidad superior a lo que


se puede uno imaginar, la destreza para
ingeniar recursos, la encamina unas veces
al mal otras veces al bien
(cf. comentario de Á lvarez Gómez, 2004: 479 y ss. ) .

No es fuera del marco de lo humano donde Sófocles localiza lo asombroso; más


aún, lo asombroso por antonomasia es el hombre. Lo asombroso se halla en medio
de quehaceres habituales, pero en relación con algún tipo de actividad en la que de
pronto nos encontramos con lo inesperado, al menos en el sentido de que nunca
partiendo de características generales podríamos llegar a ese tipo de conclusiones.
Y sobre todo, con estas consideraciones, entre otras, Sófocles predispone al tre­
mendo asombro que provoca la acción de Antígona. En la historia no todo es
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ciertamente asombroso, pero sí es cierto que tenemos que ver con un campo en el
que de forma frecuente y muy acentuada, el hombre encamina su destreza "una
veces al mal otras veces al bien". Ese tipo de facticidad con que nos encontramos
en la historia, sin estar naturalmente fuera del ámbito humano, representa una
especie de inversión desde el punto de vista de lo que puede ser la caracterización
de uno y otro ámbito. Pues no podemos inferir, como ya hemos indicado, el
significado de la facticidad partiendo de la noción general de hombre; en cambio
desde facticidad, desde la representada en alto grado por la historia, podemos
profundizar en su conocimiento, porque en razón de la historicidad, en cuanto
que ésta expresa la facticidad en la historia, se percibe que el hombre puede
llegar hasta el extremo de sus propios límites. Heidegger, el autor más autorizado
tal vez en este asunto, dice sobre la facticidad en general:

El carácter fáctico (Tatsachlichkeit) del hecho (Tatsche) del propio ser-ahí es,
desde el punto de vista ontológico, radicalmente diferente del estar presente
(Vorkommen) fáctico de una especie mineral. El carácter fáctico del factum
ser-ahí, es lo que llamamos facticidad del ser-ahí. El concepto de facticidad
encierra en sí: el ser-en-el-mundo de un ente intramundano, en forma tal que
este ente se pueda comprender como ligado en su destino (Geschick) al ser del
ente que comparece para él dentro del mundo (Heidegger, 1 963: 56).

Como ya hemos dicho en casos anteriores, el texto lo tomamos más bien como
pretexto para seguir profundizando en el tema, siempre al hilo de lo que viene
siendo nuestro planteamiento. Por ello no vamos a hacer un comentario a
Heidegger, sino una aplicación al caso de la facticidad en relación con la historicidad,
o simplemente de la facticidad histórica. A cuya finalidad vamos a tomar en
consideración los aspectos o momentos siguientes, comenzando por la indicación
final, según la cual el ser-ahí, como ente intramundano se puede comprender, bajo la
perspectiva de la facticidad o en razón de la misma, "como ligado en su destino al
ser del ente" .

Podemos decir por tanto, a tenor de esto, que la facticidad, en cuanto modo de
ser de la historicidad, que es propia del hombre, condensa en sí misma toda la
fuerza, es decir, toda la capacidad de presencia y de acción del ser mismo, con
otras palabras todo lo que hay de entidad en el mundo, al que el ser-ahí
pertenece constitutivamente, se centra en este, en cuanto que puede tener
significado para él. Esto significa que el hombre, en tanto que protagonista de la
historia se juega su propio destino en su confrontación con el ser del ente, que
comparece ante él o ante quien él comparece, pues lo uno es correlativo de lo
otro. Y si hubiera lugar para hablar aquí de lo absoluto habría que decir tanto
que lo absoluto llega a su verdadera y efectiva realidad en lo fáctico de la historia
cuanto que el hombre mediante su radicación en la facticidad de la historia llega

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al auténtico cumplimiento de lo que el destino le ha deparado.

Como concreción de esta idea, la facticidad no simplemente es considerada en


cada caso particular, sino que ella no hace sino expresar lo que es en cada uno y
para cada uno. Es la fuerza que Heidegger atribuye o confiere a un concepto que es
tan difícil de traducir en fuerza y razón precisamente de su concreción, la
Jemeinigkeit que en alemán no podría ser más expresivo y que responde a eso que
es en cada caso mío o de cada uno. Es una idea que sobrevuela todo Ser y Tiempo,
lo que revela la importancia que para Heidegger tiene el término. Ya relativamente
al comienzo de esta obra se expresa así:

El ente cuyo análisis constituye nuestra tarea lo somos en cada caso nosotros
mismos. El ser de este ente es en cada caso el mío. En el ser de este ente se las
ha este mismo con su ser. Como ente de este ser, él está confiado a su propio ser.
Es el ser mismo lo que le va en cada caso a este ente (Heidegger, 1 963: 4 1 y s.).

En su aplicación a la historia esto significa que el ser propio de la historia es


lo que es sólo en cada caso, es decir, está dotado de la máxima concreción. Queda
por ver en qué se proyecta este "en cada caso" y qué amplitud tiene el "nosotros",
como a su vez se suscita por sí misma la pregunta sobre el significado que tiene
la afirmación: "El ser del ente es en cada caso el mío". Volviendo sobre la primera
duda es claro por ejemplo que todo pueblo es un caso especial, no homologable
con ningún otro. Para cada pueblo entonces el ser será ese mismo pueblo. Y es
entonces coherente que en uno de los escritos elaborados poco después de Ser y
Tiempo Heidegger afirmara rotundamente: "La patria es el ser mismo [ Das
'Vaterland' ist das Seyn selbst] " . Claro que habría que matizar que esto sólo es
verdad si se tiene sentimiento patrio, como parece desprenderse de las
afirmaciones concomitantes y aunque en todo caso el significado de "patria" no
tiene significado obvio o inmediato:

Lo más oculto para el cotidiano ajetreo del ente y lo más vedado para la
curiosidad siempre casual y errática es "la patria". Esto no es ciertamente nada
que esté al margen, nada que yaga en algún lugar por detrás de las cosas o que
flote por encima de ellas. La "patria" es el ser mismo, que sustenta y ajusta desde
el fondo la historia de un pueblo, en tanto que es un pueblo que es ahí: la
historicidad de su historia. La patria no es una idea en sí, abstracta y
supratemporal, sino que el poeta ve la patria históricamente en un sentido origi­
nario (Heidegger, 1 980: 1 2 1 ) .

Lo que vale para esa presencia intensa del ser en lo que es algo así como la

facticidad de la patria, valdría por ejemplo análogamente para un grupo mayor o


menor, pero en todo caso perfectamente cohesionado, al que el individuo pertenece
y se siente pertenecer, hasta el punto de que en ello le va, si no la vida misma, sí al

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menos el sentido de su vida. No sería por ejemplo el caso respecto de la Universidad


en su organización y gestión actual, donde hay mucho de ajetreo, donde raramente
tiene asiento una mínima referencia al sentido de la existencia. Sobre todo es válido
lo que Heidegger afirma, de la presencia intensa del ser, respecto de cada "ser-ahí",
al que caracteriza en algún otro lugar como hombre auténtico y esencial. Sobre él
gira, cabe decir, y en él tiene su asiento el significado efectivo de lo fáctico.

Pero la facticidad encierra según Heidegger otro significado que tiene que ver
más directamente con la facticidad propia de la historia. Es lo que según el texto
citado en primer lugar representa "el cada vez" - jeweilig-, que sólo de modo
impropio se puede identificar con lo que es en cada caso, pues a esto último añade la
referencia temporal; y esto no como la simple distensión temporal en que
habitualmente se va viviendo, pero de forma tal que ningún momento parece
significar nada especial, al igual que todos en conjunto. Se trata de un "cada vez", que
no siempre se hace presente como tal y en el que cada ser-ahí se ve "como ligado en
su destino al ser del ente". Cada uno tiene su oportunidad, que le es renovada cada
vez en la situación que le está destinada.

Las reflexiones de Heidegger sobre la facticidad se pueden entender como un


eco - si se quiere, secularizado - de sus conversaciones con Bultmann sobre el kairos.
Al comentar Jn 165 7,6: "Todavía no ha llegado mi tiempo; en cambio nuestro
tiempo siempre está a mano", Bultmann caracteriza el kairos diciendo que: "es el
momento (Zeitpunkt) decisivo de la acción, rescatado del curso del tiempo (jronos)"
(Bultmann, 1 962: 220). El kairos -y más concretamente la facticidad como
dimensión histórica- no está en la línea habitual de los sucesos y por consiguiente
no puede comprenderse adecuadamente como simple sucesión, valga decir, como
mero resultado de una serie de acontecimientos de los que dependiera como efecto
en lo que es la línea de condicionamientos fenoménicos.

Está en lo que entendemos habitualmente por tiempo (jronos) , pero no es del


tiempo. Es sacado de él, resaltado y rescatado y, en ese sentido, sustraído a su curso.
La razón de que ocurra esta paradoja es que el kairos representa "el instante de la
decisión para el mundo o contra el mundo" (Bultmann, l. c.). Heidegger, que ya con
anterioridad a su etapa de Marburgo, donde colaboró intensamente con Bultmann,
había abordado el tema de la facticidad, centrándose además en el tema del "cada
vez" ("Nuestro tema es pues el ser ahí en su cada vez" [Heidegger, 1 988: 47]) , llega
con Ser y Tiempo a su madurez expositiva que se ha convertido en clásica.

A nosotros nos ha servido para comprender el caracter concreto de la


,

historicidad, que lejos de ser una idea abstracta o ajena a las cosas, es un asunto
próximo que acontece como una forma especial de vivir y considerar el tiempo. Ello
nos introduce en el capítulo central del libro.

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La temp oralidad
como elemento básico

� a temporalidad no es entendida aquí como equivalente al tiempo en cuanto


medida del movimiento según la conocida definición de Aristóteles: "Número del
movimiento conforme al antes y al después" (Aristóteles, 1 996: 125, IV, 1 1 , 2 1 9 b 1
y s.). No se refiere por tanto al tiempo uniforme, que discurre de forma para todos
igual. Tampoco se trata del modo en que nos afecta el tiempo, biológica, psicológica
o circunstancialmente. Condicionado por el desarrollo biológico, el hombre percibe de
manera bien distinta el discurrir del tiempo en sus diferentes edades: infancia,
adolescencia, juventud, madurez o ancianidad. Sobre esto se ha escrito mucho, con
carácter más o menos científico en unos casos, como resultado de la introspección o
como síntesis de lo uno y de lo otro (cf. Kas ten, 200 1 : 5 - 1 1 O).

El modo como cada uno estamos conformados psicológicamente influye a lo


largo de la vida según sean los diferentes temperamentos y caracteres. Las diferencias
en la irritabilidad o la sensibilidad por ejemplo tienen su reflejo también en las
diferentes formas como se puede tener conciencia del tiempo. Y como las
diferencias en la constitución psicológica no tienen límite, tampoco lo tienen apenas
las formas de percibir el tiempo. Las diferencias psicológicas, unidas a las
culturales, especialmente en las religiones, arrojan resultados muy diferentes en la
conciencia que se tiene del tiempo. En el judaísmo, por ejemplo, a la relación con el
tiempo, sea pasado, presente o futuro se le atribuye un gran valor. Ritos vinculados
al tiempo determinan el comportamiento diario, puesto que para los judíos
ortodoxos la distribución del día se orienta completamente por el tiempo prescrito
para las oraciones. Sabido es comúnmente además que el día séptimo o sábado,
establecido en el Génesis como día festivo, es rigurosamente observado, y en él deben
prevalecer el reposo y la paz. Filósofos j udíos consideran el sábado como tiempo
regalado por Dios y como la oportunidad de poder entregarse a un reposo completo
sin distracciones ni perturbaciones. A partir de aquí, y de otras formas judías de
entender el tiempo, puede la reflexión plantearse sus propias preguntas respecto por
ejemplo de si, con todo ello, se trata de vivir tanto más intensamente el tiempo o
más bien de dominarlo, de situarse por encima de él y trascenderlo. En todo caso,
la importancia tanto del tiempo como de la historia ha sido ya ampliamente
resaltada (cf. Rosenzweig, 1 990: 302-3 0 8 ; 374-386; Boman, 1 96 5 : 109-1 32; Von

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Rad, 1 957: II, 1 1 2 y ss.; Renckens, 1 96 1 : 7 1 y ss. , 2 1 6 y ss., 249 y ss. ) .

Peculiaridades en la concepción del tiempo encontramos igualmente en otras


religiones, como el cristianismo, el budismo y el hinduismo o el islam ( cf. Kasten,
200 1 : 1 3 8 y ss.). Las circunstancias, que acompañan la vida, son también un factor
ampliamente determinante de la forma como se tiene conciencia del tiempo. El trabajo
es una de esas circunstancias, por ejemplo, la falta de trabajo, la inseguridad en él, la
forzosidad del mismo, su carácter oneroso y nada gratificante en la mayoría de los
casos, etc.; la llamada "competitividad" de la vida actual, que genera inde­
fectiblemente una ansiedad colectiva, cada vez más alarmante; o la soledad a la que
masivamente somos confinados. Y ésta, según sea su índole, comporta una muy
diferente percepción del tiempo. En uno de los análisis recientes más lúcidos del
fenómeno de la soledad bajo los aspectos tanto antropológicos como éticos leemos,
entre otras cosas, lo siguiente:

La experiencia de la soledad se ahonda en la medida en que el hombre entra


a participar de las actitudes modernas ante el mundo, frente a las actitudes
tradicionales que le conferían una morada segura en él con el respaldo en creencias
o en ideas que sancionaban esa seguridad en legitimaciones no sometidas a última
discusión [ .. ] . Experiencia extraña, lo más extraño de la cual es que el hombre la
.

viva y piense en forma refleja, y que desde ella, como en medio de la noche,
tenga que reorientarse, edificando su problemática morada espiritual, suspensa en el
elemento de lo extraño, rota la armonía con la naturaleza y sin poder delegar su
sobrecogimiento en ningún pasado tradicional ni en ningún presente cultural
(Álvarez Turienzo, 1 983: 293 y s.).

El hecho de estar en un nuevo tipo de soledad, no solo más intensa y radical,


sino cualitativamente distinta, por cuanto tiene que ver con la pérdida ya definitiva
de raíces de sustentación y de claves de orientación que venían siendo habituales, de
puro tradicionales, tiene que traer como forzosa consecuencia una manera muy
diferente de vivir su tiempo, porque en buena medida tiene que "crearlo" y ajustarlo a
su nueva forma de vida, al igual que se ve también forzado a crear su mundo. Se
puede sin duda hacer un análisis específico de las diferentes formas de vivir la
soledad. Como mera indicación puede tomarse en consideración lo siguiente: al no
disponer de otra referencia absoluta que no sea aquella que él se puede ajustar a sus
objetivos y proyectos, se ve de pronto sin las normas de orientación que una
tradición mul tisecular le había deparado. Antes aludía al hondo significado del sábado
en la concepción judía. Algo similar ha existido en la concepción cristiana. Pero en la
medida en que la vida occidental tiene un peso especial y preponderante esto se ha
perdido o está en vías de perderse.

Nos encontramos así con una actitud cualitativamente distinta en la forma de


considerar y de vivir el tiempo. Frente a un tipo de tiempo lleno, en el que
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festividades religiosas, fiestas seculares - que tenían que ver con aquellas - y
celebraciones de distinto signo que marcaban el ritmo de vida y la distribución de los
tiempos o las diferentes horas, ha irrumpido un tiempo vacío, en que lo anterior no
ha sido reemplazado por nada. Tampoco existe indicio alguno de que se pueda
reemplazar, ni por el fuerte peso de la tradición, que ha quedado desvirtuada, ni por
la naturaleza misma, que ha terminado por resultar extraña y ausente, ni en modo
alguno por el "consenso" a favor de estos o aquellos programas de acción inmediata.
La forma de vida actual comporta un estilo extremadamente masificado y, al mismo
tiempo, irremediablemente individualizado. El consenso, siempre sujeto por lo demás
al disenso posible, vale para solucionar problemas a corto plazo, aunque sean muy
importantes. El modelo básico no es otro que el que pueda tener lugar en una
comunidad de vecinos, que paradójicamente no suelen cultivar ningún género de
vecindad, puesto que se encuentran sumamente alejados entre sí. La respuesta a una
búsqueda de sentido básico, tal como venía existiendo hasta fechas muy recientes, no
se encuentra por los traídos y llevados caminos del consenso.

Como consecuencia, en lugar de un tiempo articulado y estructurado, en el


que cada individuo encuentra - o está llamado a encontrar - su propia morada, lo
que ahora aparece de antemano es un tiempo "desolado", pues lo que de entrada se
percibe es la destrucción de lo anterior. A nadie se le puede prometer ni garantizar
nada, porque tampoco se admite que haya otra cosa que la nada misma como punto
de partida. Hegel parece haber tenido una intuición de lo que se avecinaba al dejar
sentado al comienzo de su Ciencia de la Lógica, de forma tan firme como
contundente:

Ser, puro ser, - sin ninguna otra determinación ulterior. En su inmediatez


indeterminada es sólo igual a sí mismo y no es tampoco desigual frente a lo
otro; no tiene ninguna diferencia ni dentro de sí ni hacia fuera [ ... ] . Nada, la
nada pura; es igualdad siempre consigo misma, vaciedad perfecta, carencia de
determinación y contenido. Indiferenciación en ella misma [ ... ] . El puro ser y la
pura nada son por tanto lo mismo [ ... ] . Su verdad es este movimiento del inme­
diato desaparecer de uno en el otro: el devenir (Hegel, 1 990: 7 1 y s.).

Es como si - dejando ahora de lado toda reflexión especulativa - Hegel estuviera


pensando en el oscuro destino que le esperaba al hombre del futuro, que se tiene que
poner en movimiento, sin tener a sus espaldas nada en que apoyarse. Algo similar
sugieren las duras palabras de Machado:

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Caminante, son tus huellas


el camino, y nada más;
caminante, no hay camino,
se hace camino al andar.
Al andar se hace camino,
y al volver la vista atrás
se ve la senda que nunca
se ha de volver a pisar.
Caminante, no hay camino,
sino estelas en la mar.

( 1 989: II, 575).

Palabras duras y desesperadas, si se las quiere leer así, en lugar de envolverlas en


una estética edulcorada, que sería no vacía, sino inane. Junto al tiempo vacío y al
tiempo desolado hay además un tiempo desesperanzado. Sería la tercera nota,
estrechamente vinculada a las dos anteriores. El tiempo del cristianismo, que tanto
peso ha tenido en la concepción y en la vida de Occidente, está impregnado de
esperanza, firmemente asentada en la creencia en una realidad última, que garantiza
el sentido del curso entero de la vida. En la medida en que el nihilismo ha pene­
trado en los entresijos de la vida contemporánea - y todo parece indicar que el
diagnóstico de Nietzsche está siendo certero - el tiempo de la esperanza ha quedado
radicalmente cuestionado. No es que quien esto escribe haga suya, como definitiva,
esta visión sin duda pesimista, pero el punto de partida en que nos encontramos no
se puede ni se debe eludir. De otra parte, caminar es forzoso y eso supone que todo
se puede reconstruir.

El concepto de facticidad nos ha llevado a otros dos conceptos dentro de esa


facticidad, como son lo que es "cada vez' (jeweilig), o el kairos, recuperado para la
filosofía j ustamente porque nos remite a una dimensión inteligible. En todo caso nos
hemos visto llevados al tiempo, considerado aquí como elemento básico de la
historicidad. Lo que hemos mencionado - más que expuesto - anteriormente sobre las
diferentes formas de percibir o tomar conciencia del tiempo no explican sin embargo
por qué el tiempo se ha convertido en ese elemento básico, pues tales formas o bien
están muy afectadas por lo psicológico o bien - en parte como consecuencia de eso
mismo - tiene connotaciones relativistas. Lo que se presupone en la noción de un

elemento básico es que tenga alcance y validez universales. Y esto, aun estando
siempre ahí - pues nadie será capaz de producir a capricho un universal y si de
pronto aparece es porque ya estaba - ha tenido que manifestarse en su momento,
paradójicamente cuando le ha llegado su tiempo, su hora.

El tiempo como elemento básico de la temporalidad se nos ha revelado cuando


le ha llegado su hora. Y esto tiene que ver con lo que en la primera parte hemos
visto sobre el sujeto de la historia. Dicho en pocas palabras, se trata de que el
hombre, al tener que hacer su vida y construir su propia historia, no puede llevar a
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cabo esa tarea dejándose llevar por el carácter simplemente sucesivo del tiempo
conforme a la consabida línea: pasado, presente, futuro. Es como si el hombre fuera
llevado al futuro por el peso indefectible del pasado. Pero en realidad ha llegado a
construirse en sujeto protagonista de la historia hasta tal punto que ya no le es
posible dejarse llevar simplemente hacia el futuro, sino que él se ve precisado a
proyectar, programar y anticipar su futuro. Verdad es que esto ha acontecido
siempre en mayor o menor medida, pero se ha radicalizado hasta el extremo.

El cambio que ha tenido lugar podría tal vez formularse diciendo que de hacer su
historia en el tiempo el hombre ha pasado a hacer con el tiempo su propia historia.
Según esto ya no se puede decir que la historia discurre en el tiempo como si este
fuera un simple escenario de la historia, porque el hombre ya no se puede limitar a
programar cosas de la más diversa índole en el tiempo, sino que tiene que programar
el tiempo mismo. Ello se debe, como indicaba antes, a la forma tan radical en que
no puede ya abandonarse a un proceso simplemente natural, tampoco puede verse
como proyección o prolongación de lo que ha sido, sino que se ve precisado a
construir - desde la de-construcción de lo que ha sido - lo que quiere ser y va a
ser "cada vez" y en "cada caso" en el futuro, que como dimensión temporal deja de
ser un "momento" más o menos lejano para ser algo por-venir.

El simple futuro se transforma en algo que está por venir en razón de la forma
tan radical como el hombre se ve precisado a contemplar su vida y por ende
también su historia. La consideración meramente sucesiva del tiempo: pasado, presente,
futuro sigue existiendo y teniendo el peso y la fuerza que le corresponden. Esto es tan
cierto como que vitalmente provenimos de nuestro pasado más insobornable, que es el
nacimiento, y caminamos indefectiblemente a un futuro ineludible, la muerte. Pero
esta secuencia es insuficiente. Como ser temporal el hombre ya no camina simple­
mente hacia su futuro, sino que tiene que proyectar ese futuro, que se convierte así
en por-venir, en cuanto que es lo que el hombre tiene que labrar o esculpir para sí. Es
así como el simple tiempo es temporalidad y ésta se convierte en el elemento básico
de la historia, sobre el que se construye la historicidad, o sea se establece aquello que le
impulsa al hombre a hacer una historia.

Lo que representa la temporalidad como elemento básico de la historicidad puede


inferirse a partir de un texto de Heidegger:

Volviendo a si en el advenir (zukünftig) la resolución se pone en la situación


presentizando (gegen-wiirtigend). El haber-sido (Gewesenheit) emerge del advenir
(Zukunft), de tal suerte que el advenir que ha sido (o mejor, que está siendo sido)
hace brotar de sí el presente. Este fenómeno unitario en cuanto advenir
presentizante que está siendo sido es lo que nosotros llamamos la temporalidad
(Zeitlichkeit) (Heidegger, 1 963: 326).

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Tan difícil de expresar y, sin embargo, muy fácil de entender. Es mirando al


futuro, es decir, a lo que aún no es, pero está por venir como el hombre se resuelve
a tomar decisiones, sobre todo las que son esenciales porque está en juego su propio
ser. Es mirando a ese porvenir como el hombre se pone en la situación de poder
decidir, por tanto "presentiza'' o "presencializa'' sus propias posibilidades. Y es
entonces cuando emerge no el pasado en su habitual significado, sino lo que ha sido
bajo el modo de estar-siendo. Es el hombre mismo, en cuanto que se halla a la
búsqueda de sus posibilidades, quien hace que lo que ha sido se presente, en sentido
propio y estricto, haga brotar de ese modo el presente, lo constituya.

Visto así, el fenómeno es sin duda unitario, pues el futuro deja de ser algo
lejano al ser visto como dimensión que adviene, en virtud de la resolución del ser-ahí
de tomar decisiones, que sin duda recaen en el futuro, que automáticamente pasa, sin
embargo, a constituirse en ad-venir o por-venir, que a su vez sólo puede tener
consistencia, en cuanto que presencializa las posibilidades, latentes en lo que ha
sido. Dicho tal vez de la forma más sencilla posible, pero sin duda no suficientemente
precisa: mirando al porvenir rescatamos de lo que ha sido aquellas posibilidades que
nos permiten actuar en el presente.

3 . I. Conexión de los diferentes modos del saber histórico con la temporalidad

Hay múltiples formas de narrar la historia. Por de pronto, hay dos antitéticas: la
cronológica, es decir, la narración de los acontecimientos centrada en datos, fechas,
personalidades, etc. Es lo que predomina en la obra monumental reciente bajo el
título: Historia a mano de I . Geiss, que es sin duda útil si lo que se va buscando
son referencias a hechos de diversa índole en un plano simple y estrictamente
informativo. El autor pretende llevar a cabo una "rehabilitación de los datos" (Geiss,
2002: 1 , 1 0) . No le falta razón en cuanto que deliberadamente se enfrenta a la
ideología "progresista'' que ha intentado desacreditar "la dimensión del saber histórico"
que debe tener como fundamento la cronología, que se proyecta en toda la estructura
de la obra. En ese sentido el lector, el especialista incluso, tiene a mano - el título de
la obra responde ciertamente al objetivo fundamental que su autor se ha fijado - una
amplia información sobre los más diversos hechos históricos. Si quiere por ejemplo
disponer de los principales rasgos sobre la "la guerra española de sucesión", los podrá
tener al momento (Geiss, 2002: 4, 560) . El problema con que se puede encontrar es
que si pretende lograr una visión de conjunto tanto sobre las cuestiones de diversa
índole y su interrelaciones como sobre el significado de los datos mismos, va a tener
que recurrir a otro tipo de fuentes y de documentos.

En el extremo opuesto de esta narración cronológica está la concepción de la


historia de carácter estructural o sistemático. Si nos atenemos a lo que sobre ella dice
Braudel, uno de sus principales representantes y además portavoz cualificado, los

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historiadores de dicha escuela se guían por los siguientes criterios: l . la historia debe
versar ante todo sobre las estructuras y las relaciones sociales; 2. la historia debe
procurar ser total, no en el sentido de recoger todos los hechos del pasado, sino en el
sentido de contemplarlo bajo diferentes perspectivas, que tengan en cuenta las
condiciones geográficas, económicas y psicológicas, además de sociales; 3 . en
consecuencia la historia sólo puede realizarse satisfactoriamente, si tiene un carácter
interdisciplinario; 4. como consecuencia de estar centrada en las estructuras, la
historia, en expresión de Braudel, no es historia de acontecimientos o de corta
duración, sino de "larga duración" (longue durée). Esto se debe a que lo fundamental
en la historia son las estructuras que duran mucho tiempo y respecto de las cuales lo
que llamamos hechos o acontecimientos son sólo algo superficial. En el mejor de los
casos a través de los acontecimientos habla el lenguaje de la estructura correspondiente
(cf. Braudel, 1 979: 1 74-1 94; Baberowski, 2005: 1 04-1 5 6) .

Dentro de este núcleo básico hay por otra parte matices de importancia. Febvre
sostiene que en la historia es preciso mantener la idea de que los deseos y las
acciones individuales de los hombres son constitutivos para las estructuras ( cf.
Baberowski, 2005 : 1 44) . No dice sin embargo que tengamos que ver propiamente
con dos tipos de factores: los individuos y las estructuras, sino con que aquellos están
en función de éstas. A la postre estaría en el fondo de acuerdo con lo que sostiene
Braudel sobre lo que representó Juan de Austria al frente del ejército que derrotó a
los turcos en la batalla de Lepanto: habría sido simplemente el " instrumento del
destino" (Baberowski, l. c., 1 5 0) . Con lo cual se nos remite a algo más bien bastante
común a todas las concepciones y escuelas de esa corriente. De ello es una muestra
la tesis del mismo Febvre, cuando en su monografía sobre Lutero caracteriza al gran
Reformador como un producto o reflejo de su medio, porque las nuevas ideas que
Lutero y sus seguidores representaban tenían que estar en consonancia con la
sensibilidad religiosa de la burguesía ascendente.

Esto es tan verdadero como falso, puesto que muchos sectores de la burguesía no
estaban de acuerdo con las ideas de Lutero. Pero sobre todo lo esencial de Lutero es
su obra, que es preciso leer y comprender en lo que en sí misma es y representa, es
decir, teológicamente. Sólo desde este punto de vista se puede entender que Lutero
llegara a conformar el modo de pensar y de vivir de toda una época. Al fin, la
afirmación de Febvre de que los deseos y las acciones de los hombres son constitutivas,
se reduce en este caso a que las ideas, con las que los hombres ordenan su mundo y
a las cuales están sometidos, se reflejan en cada individuo, de forma que a través de
tales ideas lo que habla es el espíritu de la época. Es decir, Febvre se vendría a
confesar hegeliano, si bien Hegel atribuye un papel mucho más relevante a los indi­
viduos. Las ideas colectivas se reflejan en lo que piensan y hacen los individuos, pero
estos influyen de forma decisiva en la conformación de las mismas ideas colectivas.
En definitiva, ese primer matiz que me proponía introducir, no cuestiona sino que

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confirma la tesis fundamental de la Escuela de los Anales.

Algo distinto ocurre con el segundo matiz, que aparece en la última fase de la
misma: la llamada Historia de las Mentalidades. Sin embargo inicialmente se puede
ver en las interpretaciones que se atienen a la existencia y al cambio de las
mentalidades un procedimiento para descubrir a través de ese medio las estructuras
económicas y sociales; lo cual implica prescindir de la fuerza motora y transformadora
que tienen las mentalidades o ideas colectivas. Pero hay otro aspecto que ha llevado a
un historiador como Aries a introducir una notable flexibilidad en la tesis central de
la Escuela de los Anales.

El punto que hizo cobrar impulso a la Historia de las Mentalidades fue la toma
de conciencia de que nuestra mentalidad ha sufrido una herida grave, tal como Ph.
Aries se ha expresado mirando retrospectivamente el proceso. En la época de la
Ilustración y del progreso industrial los hombres se han sentido seguros de la
superioridad de su época y de su concepción del mundo. No podían ver otra cultura
fuera de la suya. Pero el hombre actual se ha vuelto inseguro, se le ha hundido la
tierra bajo sus pies. Hoy reconoce la existencia de diferentes culturas donde los
historiadores clásicos sólo podían ver una y numerosas desviaciones bárbaras de ella.
La transformación en el modo de escribir la historia, que se inició con el concepto de
las mentalidades, fue según esto también una reflexión del hombre sobre la época en
la que él vivía. La historia de las mentalidades lleva así a su disolución las diferencias
epocales, porque destaca la importancia de las ideas colectivas para la vida de los
hombres. Pero de este modo el pasado se nos vuelve cercano y ya no podemos
ignorarlo. Toda una serie de concepciones, de sabidurías conforman la vida de la que
son expresión y al mismo tiempo la estructuran. Una historia de la cultura de lo social
describe el mundo tal como los hombres creían que debía estar constituido. Los
primeros historiadores de las mentalidades no tenían idea de esto. Podría decirse que
con este cambio de la mirada desapareció la historia de las estructuras y el individuo
como creador de las estructuras ha sido recuperado para la historia.

Es sorprendente comprobar de que forma algunos historiadores de las


1

mentalidades, tal vez sin ser de ello plenamente conscientes, están volviendo
parcialmente al modelo hegeliano de la concepción de la historia. Pues si tomamos
como referencia su Fenomenología del Espíritu, el sujeto de la historia, más que el "espí­
ritu del mundo", que sugiere siempre una visión monolítica cerrada, son las figuras de
la historia, todas ellas individualizadas entre sí. Verdad es que la visión de Hegel es
''diacrónica'', si nos situamos en una determinada perspectiva - la de ciertos
antropólogos franceses-, pero no corresponde en rigor a lo que piensa el mismo Hegel,
para quien por principio lo verdadero es el resultado junto con su devenir. Los
momentos de la historia están todos ellos llamados tanto a desaparecer como a
conservarse. Las figuras de la conciencia están individualizadas, al igual que lo están los
pueblos o las naciones, pero este tipo de individualidad radica en la que es propia de
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los individuos en el sentido habitual del término. La recuperación de los individuos


para la historia no significa sin embargo la neutralización de lo estructural. Lo
individual, como ya hemos indicado, va unido a lo universal y al contrario.

En todo caso, como nos hemos visto llevados a consideraciones sobre la


concepción de Hegel y, sobre todo, porque aquí tenemos que ver con una reflexión
filosófica, vamos a presentar con brevedad las diferentes formas en que según Hegel
se puede escribir la historia y su correspondiente valoración.

A) La "historia originaria'', la que han escrito historiadores como Heródoto o


Tucídides, contemporáneos y, en cierto modo, testigos de los hechos que narran. Su
tarea es hacer que quede para la representación lo que consideran esencial en los
hechos y en las situaciones históricas. De tal historia originaria se desprenden
algunas consecuencias, como son: a) el contenido no puede ser muy amplio. Su
tema esencial es aquello que se mantiene vivo en las propias vivencias y en el
interés actual de los hombres. El autor describe lo que él más o menos ha presencia­
do o por lo menos ha vivido. Son cortos espacios de tiempo, a la vez que figuras
individuales de hombres y de sucesos. Estos historiadores trabajan con intuiciones que
ellos han vivido a fondo. Son rasgos particulares y no reflexionados, con los que
pintan "un cuadro tan concreto como ellos tuvieron ante sí en la intuición o en la
narración intuitiva para llevarlo a la representación de la posteridad" (Hegel, 1 955:
6). b) El espíritu del autor y el espíritu de las acciones que narra, es uno y el
mismo. Por ello, no va a tener que incorporar por de pronto reflexiones, puesto que
"él vive en el espíritu de la cosa'', no está fuera de ella, tal como lo está la reflexión.
El hecho de que surja este tipo de historia se debe a que el espíritu de la misma cosa
la postula cuando ha adquirido un determinado grado de formación, o simplemente
cuando está en verdad formado, puesto que "un lado primordial de su vida y de
su acción es su conciencia acerca de sus fines e intereses, al igual que sobre sus
principios, un lado de sus acciones es la forma de explicarse sobre sí mismo ante los
otros, actuar sobre su representación, con el fin de mover su voluntad" (Hegel, 1955:
7). Y a continuación formula Hegel una tesis tan "actual" como la siguiente:
" Discursos son acciones entre hombres, y por cierto acciones muy esenciales y
eficaces" . Y esto llevado al ámbito de la historia significa: "Discursos en un pueblo,
de pueblos a pueblos, de los pueblos o de los príncipes, en cuanto acciones, son
objeto esencial de la historia, especialmente de la antigua'' (l. c.).

Singular importancia atribuye Hegel al hecho de que en este tipo de historia


originaria no son las propias reflexiones del autor aquello con lo que explica y expone
la conciencia del espíritu que guía al pueblo, sino que "ha de hacer que las personas
y los pueblos se expresen sobre ello, sobre lo que quieren y cómo saben lo que
quieren" (l. c.). Es esa correspondencia o, si se quiere, fusión de los discursos con las
acciones lo que da a aquellos su extraordinario valor.

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Así leemos en Tucídides los discursos de Pericles, del hombre de estado más
profUndamente formado, del más auténtico y más noble, también los de otros
oradores, delegados de los pueblos, etc. En estos discursos expresan estos hombres
las máximas de su pueblo, de su propia personalidad, la conciencia de sus relaciones
políticas, así como de sus relaciones éticas y espirituales, los principios de sus fines,
formas de actuar, -y el escritor de la historia se ha reservado para su reflexión
poco o nada y lo que les hace decir a aquellos no es una conciencia extraña, que
les haya sido prestada, es su propia formación y conciencia. Si se quiere estudiar la
historia sustancial, el espíritu de las naciones, vivir y haber vivido en ellas hay que
introducirse a fondo en tales escritos originarios de la historia, detenerse en ellos, y
uno no puede detenerse en ellos lo suficiente. Aquí tiene uno la historia de un
pueblo o de un gobierno, fresca, viva, de primera mano. Quien no quiera
convertirse precisamente en un histórico erudito, sino disfrutar de la historia, puede
quedarse en gran parte casi solamente en tales escritores (Hegel, 1 95 5 : 8).

Este texto es importante y merece ser transcrito aquí por varias razones. En
primer lugar, porque no se suele hacer. Hegel adquirió pronto fama de gran filósofo
por sus Lecciones sobre la Filosofía de la Historia Universal y en todo caso la
popularidad le llegó por este camino (Rosenkranz, 1 969: 376), pero lo que quedó
sobre todo en la conciencia o tal vez habría que decir, en el subconsciente
colectivo - fueron la concepción de la historia como progreso en la conciencia de
la libertad, la relación intrínseca de esta libertad con la dialéctica de los espíritus de
los pueblos particulares, encarnados en los estados correspondientes, el triunfo o
esplendor de la idea en todo ese proceso, al margen de lo que pueda ser el
sufrimiento o la felicidad de los individuos, así como la tesis rotunda de que la
historia universal es el juicio universal. Ante esta escenificación de la historia no sor­
prende que surgiera más de un malentendido, especialmente respecto del valor y de la
dignidad de los individuos que presuntamente no habrían sido reconocidos. Y, aunque
este malentendido ha sido denunciado ya desde el comienzo (cf. Rosenkranz, 1 969:
376 y s.), se mantiene sin embargo en buena medida. El texto que acabo de citar
abunda también en ese reconocimiento de la importancia esencial e irrenunciable del
individuo, de su acción y concretamente en lo que es el campo de la metodología.
Lo que individuos como Heródoto y Tucídides nos han transmitido tiene carácter
sustancial y es por tanto insustituible. Con ellos tiene que empezar, según Hegel,
todo aquel que aspire a adquirir un sentido, siquiera sea aproximado, del significado
profundo de la historia. Pero además esos autores, son importantes porque nos ponen
en contacto con personalidades, en las que se encarna el espíritu de un pueblo o de
una época. Tal es por ejemplo el caso en la relación que se establece entre el
Tucídides historiador y el Pericles político. Lo que en este caso quiere decir Hegel
es que un individuo transmite, en perfecta sintonía, lo que otro individuo es y
representa.
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La segunda razón de que el texto citado sea tan importante es porque hay una
identidad entre el espíritu del autor y el espíritu de las acciones que narra. El
espíritu es uno y el mismo; con ello no simplemente ocurre que el individuo nos
remite a una concepción o un contenido que propiamente le desborda, sino que el
individuo es, él mismo, esa otra dimensión, se autotransciende, es él y lo otro de sí,
no en relación interpersonal, sino en relación de persona a contenido, que representa
,

nada menos que el espíritu de un pueblo o de una época. Este es un caso para-
digmático de universal concreto, bajo un doble aspecto: de una parte porque está a
la vista de modo inmediato: lo que dice el autor individual es algo que expresa el
interés de todos; de otra parte, porque la concreción de lo universal en el individuo
se lleva a cabo desde la acción. El individuo adquiere rango universal, no
simplemente en cuanto que está ahí, sino en cuanto que obra de una forma
determinada.
,

Esta es la tercera razón de por qué el texto citado es relevante: la afirmación de


que los discursos son acciones muy esenciales y muy eficaces. Pero para que los
discursos tengan esa categoría tienen que ser expresión de lo que Hegel llama
"espíritu de la cosa'', es decir, de aquello que verdaderamente importa a todos. Con
lo cual deja fuera de consideración aquellos discursos que no lo son en verdad y a
los que además caracteriza como pura charlatanería. Pero en realidad Hegel, que
capta el problema, no lo desarrolla ni lo puede hacer probablemente, porque las
cosas ni de lejos habían llegado al punto en que se encuentran hoy, una vez que la
manipulación del lenguaje se ha desbordado en grado sumo. Hegel podría pensar que
los discursos que son pura charlatanería se desacreditan por sí mismos y son en ese
sentido "inocentes" (cf. 195 5 : 7), pero cuando se tiene la posibilidad de convertir ese
tipo de discursos en operativos y determinantes, aquellos discursos, que se presentaban
como inocentes, se revelan o pueden revelar como sumamente culpables. "Los discursos
son acciones muy eficaces" - sin duda, para lo bueno y para lo malo. La inclusión
de discursos que han tenido - al igual que otros muchosun efecto considerable aunque
sea funesto en una colección de "grandes discursos" es coherente y no tiene nada
de arbitrario (cf. Peter [s. f.]; Brodersen, 2002). Es un aspecto en el que se puede
apreciar la fragilidad y la ambivalencia del curso histórico, pendiente en buena
medida, tanto en lo positivo como en lo negativo, de la actuación de individuos
determinados.

En la historia originaria incluye Hegel libros de memorias, más los franceses


que los alemanes, por entender que aquellos son más importantes. Hoy mirando
retrospectivamente puede decirse que algunas memorias de grandes personajes
políticos del siglo XX están ya sancionadas por la historia misma como muy
importantes. Como ejemplo de ello podemos mencionar las del general De Gaulle y
las de Churchill. La gran proliferación actual de libros de Memorias, cuyo verdadero
alcance e importancia habrá de determinar la historia misma, revela dos aspectos de
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interés: de una parte, el hecho de que siguen contando con una gran aceptación por
parte del público muestra que persiste el instinto de que el testimonio de
personalidades que han sido testigos de grandes acontecimientos, sobre todo si
además han participado en ellos, tiene especial valor, porque a su modo responde a la
convicción de que, como dijera Hegel, el espíritu de los discursos y el de las
acciones referidas es el mismo. Por otra parte, es una muestra clara del
reconocimiento del papel insustituible que les corresponde a algunos individuos en la
historia. A nadie le sorprende que esas mismas personalidades sintonicen, al
expresarse sobre sus propias acciones, con esa opinión colectiva. Valga como muestra
el siguiente texto:

En la cuesta que estaba subiendo Francia, mi constante misión era guiarla


hacia lo alto, mientras que todas las voces la llamaban sin cesar para que bajase.
Al optar otra vez por escucharme, se libró del marasmo y acababa de superar la
etapa de la renovación. Pero, a partir de ahí, no tenía otra meta que enseñarle
sino la cumbre, ni otro camino que el esfuerzo (De Gaulle, 1 970: 346).

Otro aspecto de interés que puede tener para los historiadores la lectura de Hegel
es el hecho de que él ya propugnó, con su historia originaria, lo que hoy ellos
llaman "historia del presente". Pues no sólo resaltó la importancia substancial de los
discursos relativos a los acontecimientos del presente y de los libros de memorias,
que no son sino testimonios de la época en que su autor vive, sino que este
fenómeno de historiar el presente se da también en la modernidad, bajo la forma de
"informes" destinados a la "representación" sobre determinados hechos, como "sucesos
de guerra", De esos informes coetáneos resultan más tarde visiones de conjunto
relativamente completas (cf. Craig, 2006).

Esta forma de hacer y escribir historia está en conexión con la temporalidad


bajo el punto de vista del más estricto presente. Ello es - o parece - sin más posible
si se tiene en cuenta el hecho de que esa historia versa sobre el presente y se lleva a
cabo en y desde el presente. Distinta es la situación respecto de lo que sigue, pero no
totalmente.

B) A la segunda forma de escribir la historia la llama Hegel "reflexiva''. En este


caso el historiador se ocupa por completo del pasado, lo cual implica que va más allá
del presente, no sólo en cuanto al tiempo - lo cual es obvio, puesto que mantiene su
mirada dirigida al pasado-, sino también en cuanto al "espíritu'', puesto que el
historiador se enfrenta a períodos de tiempo, que inevitablemente han de tener una
""

concepción muy diferente de la que él como historiador tiene. Este tiene pues que
llevar a cabo una elaboración del material de que dispone. Esto, bajo un primer
aspecto, es obvio. Puesto que se las tiene que ver con un material ingente, por
pequeño que sea, no tiene más remedio que seleccionarlo. Pero el problema, y
también el interés, surgen bajo un segundo aspecto. Puesto que el espíritu de la época
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a la que pertenece el historiador es muy diferente del de la época historiada, son


determinantes las máximas, las representaciones, los principios que el autor mismo se
hace "en parte sobre el contenido, el fin de las acciones y de los sucesos, en parte
sobre la forma de escribir la historia'' (Hegel, 1955: 1 1).

La cuestión que se plantea se sintetiza en que el historiador, al escribir la historia


del pasado, se enfrenta a un mundo extraño y la pregunta a la que se enfrenta es
doble, o es una sola con dos aspectos distintos: a qué máximas o principios obedece
propiamente la exposición del contenido y bajo qué criterios ha de llevarse a cabo.
Lo uno es sin duda inseparable de lo otro. Hegel entiende que los franceses han
sabido dar respuesta a esta pregunta porque en razón de sus "ideas de una
formación común" han sabido elaborar criterios válidos, a diferencia de los alemanes,
capaces de inventarse teorías sobre la historia en cualquier ocasión, pero incapaces
hasta la fecha de lograr algo similar.

Esto supuesto, hay diferentes formas de llevar a término esta historia reflexiva.
La primera de ellas consiste en exponer una visión de conjunto de la historia de un
pueblo, de una región o del mundo en general. Inevitablemente estas historias tienen
que construirse sobre la primera y recopilar contenidos extraídos de escritores
originarios, o de informes lejanos o de noticias particulares (cf. l. c., 1 1). Sin embargo,
la dificultad surge ante la forma de realizar esta recopilación.

La obra entera debe y tiene que tener también una tonalidad, puesto que el
autor de la misma es un individuo de una formación determinada; ahora bien,
los tiempos, que recorre tal historia, son de formación muy diversa, al igual que
los historiadores que él puede utilizar, y el espíritu que desde quien escribe habla
en ellos, es otro que el espíritu de estos tiempos (Hegel, 1 955: 12).

Como sin proponérselo deja aquí planteado un problema fundamental de la


Hermenéutica posterior y que en Gadamer va a encontrar una respuesta, tan
metafórica como poco convincente: la fusión de horizontes (Gadamer, 1 965: 289 y s.) .
A Hegel le viene a la mente que ante esta situación hay historiadores - él menciona
a Tito Livio - que caen fácilmente en la tentación de describir con todo lujo de
detalles un tiempo pasado, que como consecuencia no puede sino resultar extraño a su
propia realidad. Hegel propone su propia solución. Frente a la tentación aludida, que
sin llegar a los excesos de Tito Livio, puede sentirse seducida por el intento de
introducirse en el interior de tiempos pasados, en la creencia de llegar como a
identificarse con ellos, Hegel establece una norma estricta, que tiene una vertiente
negativa y otra positiva. No podemos simpatizar en lo más importante con los
griegos por ejemplo, no podemos hacer nuestra su propia sensibilidad, puesto que
hay cosas que nos distancian definitivamente de ellos, como es la esclavitud. Con este
rechazo a la pretensión de lograr una empatía total con el pasado posiblemente esté
polemizando con su colega Schleiermacher. La vertiente positiva, es decir, la respuesta
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al problema arriba planteado sólo la puede proporcionar el entendimiento (Verstand).


Es preciso, dice, "abandonar más o menos la exposición individual de lo real efectivo
y ayudarse con abstracciones, extraer, recortar" (Hegel, 1 9 55: 15).

No se trata simplemente de abstraer en el sentido de dejar de lado muchos


sucesos y acciones, sino de extraer lo universal o esencial mediante el entendimiento
que es "el más poderoso extractor" (l. c., 1 4) . Claro es que por este procedimiento
la exposición puede resultar excesivamente seca y aburrida, ante lo cual más de un
historiador puede intentar dar vida a la exposición, no median te una elaboración
propia, sino mediante una fidelidad cuidadosa a toda una serie de detalles, llamada
a proporcionar una imagen de la época. Pero por este camino no se es capaz de
conocer un todo, un fin universal. Esa forma de hacer historia nos enreda en
muchas particularidades contingentes, que son

históricamente (historisch) ciertas (richtig), pero mediante ellas el interés principal


no se vuelve en nada más claro, al contrario, se vuelve confuso (Hegel, 1 9 5 5 : 1 5).

Es la forma como Hegel despacha, criticándola, la teoría de Ranke. De lo que se


trata no es de pintar toda una serie de particularidades al modo como lo hace
Walter Scott en sus novelas. Por el contrario la verdadera historia debe
proporcionarnos

cuadros de los grandes zntereses de los estados, en los cuales desaparecen las
particularidades de los individuos. Los rasgos deben ser característicos, importantes
para el espíritu del tiempo; es lo que hay que llevar a cabo de una forma superior
y más noble, es decir, haciendo que las obras políticas, las acciones, las situaciones
mismas se hagan efectivas, haciendo que sea expuesto lo universal de los intereses
con su determinidad (Hegel, 1 9 5 5 : 1 6) .

Con ello Hegel nos ha colocado en la vertiente positiva, nos ha proporcionado el


horizonte adecuado, pero no ha desarrollado esta respuesta inicial. Y sobre todo no
sabemos aún en qué relación aparece aquí la verdadera historia con el tiempo, la his­
toricidad con la temporalidad y al contrario.

La segunda forma de historia reflexiva es la pragmática, que viene impulsada por


la primera, lo cual implica que desvela el alcance y sentido de ésta. En realidad es lo
que, en general, se propone quien escribe sobre historia: proporcionar una representa­
ción "formada de un pasado [ . . . ] . Si tenemos que ver con un pasado reflexionado, con
un pasado de su espíritu, sus intereses, su formación, existe inmediatamente la
necesidad de un presente'' (Hegel, 1 955: 1 6) .

Ahora bien, puesto que esa presencia no está en este caso en la historia misma,
puesto que se trata del pasado, tal presente surge en la visión del entendimiento, en
la actividad del sujeto, en una forma de esfuerzo del propio espíritu. Por lo tanto no

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se trata de revestir los acontecimientos de una tonalidad meramente subjetiva,


tampoco de quedarse en los meros hechos, que de por sí no tienen color, son grises,
sino descubrir por debajo de los mismos un interés presente, en cuanto que es algo
esencial. Tras lo externo de los sucesos, descubrimos:

el fin de los mismos - el estado, la patria-, su concepción (Verstand), su nexo


interno. Lo universal de la relación que se da en ellos es lo que perdura, lo que
ahora es vigente y existe al igual que antes y siempre (Hegel, 1955: 16).

Por tanto, el presente con el que se ocupa esta manera de hacer historia - que
es la auténtica - no es una de las dimensiones del tiempo en cuanto distinta de
las otras dos: pasado y futuro. Es el presente de lo que siempre está presente. Sin
embargo, puesto que formalmente se trata de historia, alguna diferencia tiene que

haber entre el ayer y el hoy. Tal diferencia se refiere a la forma como lo que es
esencial y permanente se hace presente. Así el fin esencial de los sucesos que
subyace a los mismos, por más rudimentario que sea, es el estado. Este fin se da
siempre y por tanto en rigor siempre es presente. La historia tendrá que ocuparse
en concreto de la forma en que el estado se conserva hacia fuera frente a los
demás estados, al igual que hacia dentro deberá conocer su desarrollo y conformación
que implica necesariamente una serie de estadios, mediante lo cual surge lo racional,
la justicia y afianzamiento de la libertad. Esto es siempre esencial a la vez que tiene
las correspondientes variaciones según las diferentes circunstancias históricas. Eso
esencial, en su presente, de cada caso es lo que debe indagar y exponer la auténtica
historia, al margen de lo simplemente extrínseco y accesorio.

Si hay una tonalidad que dar a la infinidad de hechos, secos y grises, es lo que
aporta la visión intelectiva, no las ocurrencias subjetivas del historiador que
distorsionan lo verdaderamente histórico:

Estas reflexiones pragmáticas, por más abstractas que sean, son del modo indicado
en la realidad lo presente y lo que debe vitalizar la narración y traerla a la vida
presente. Ahora bien, que tales reflexiones sean en realidad interesantes y vivas, eso
depende del espíritu propio del escritor (Hegel, 1 955: 17).

A tenor de lo dicho es comprensible que a Hegel poco o nada le interesen


planteamientos psicológicos y moralizantes, sobre los cuales se expresa con
desprecio (cf. l. c., 1 7 y s.). Pero conviene volver brevemente sobre la tesis
principal, ya que puede quedar la impresión de que lo histórico queda neutralizado,
• •

al ser cancelado el tiempo. Tal impresión se tiene al leer textos como el s1gu1ente:
"Los sucesos son diferentes, pero esto universal e interno, el nexo es uno. Esto
supera el pasado y convierte al suceso en presente" (Hegel, 1 955: 1 8) .

Si embargo, esta impresión es inconsistente. Más aún, Hegel acentúa el carácter


único e irrepetible - en este sentido rigurosamente histórico y temporal - de los
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acontecimientos "interesantes", que son en cada caso la expresión de lo universal


stempre presente:

Cada tiempo, cada pueblo tiene circunstancias peculiares, es una situación tan
individual que es preciso que se decida en ella y desde ella y sólo en ella y desde
ella se puede decidir [ . .. ]; algo así como una memoria descolorida no tiene ninguna
fuerza en la tormenta del presente, ninguna fuerza contra la vitalidad y libertad del
presente [ . . . ] Ningún caso es completamente semejante a otro; la igualdad individual
.

no existe nunca de tal modo que lo que en su caso es lo mejor sea lo mejor también
en otro [ . .. ] cada pueblo tiene su propia situación [ . . ] . Nada es en este respecto
.

más insípido que la apelación, frecuentemente reiterada, a los ejemplos griegos y


romanos [. . .]. Nada es más diferente que la naturaleza de estos pueblos y la
naturaleza de nuestros tiempos (Hegel, 1955: 1 9).

Son pues según Hegel compatibles el presente, propio de lo universal que perdura
a través de los diferentes tiempos, y el presente propio de cada tiempo. Esto no tiene
mayor dificultad de comprensión que lo que tiene en general su obra, que no es poca.
Se puede comprender, sin embargo, si se explica la máxima del "esfuerzo del
concepto .
"

Por tanto, hay dos tipos de presencia, plenamente reconocidas. En lo que es el


tercer género de historia; la historia universal filosófica se vuelve a acentuar el
presente en el sentido de lo que perdura siempre, pero visto a la vez en su
concreción, en cuanto que reasume en sí las dimensiones especiales en que se
realiza: arte, derecho, religión, etc.

El punto de vista universal de la historia filosófica del mundo no es universal


de forma abstracta, sino concreto y presente de modo eminente, puesto que es el
espíritu que es eternamente cabe sí mismo y para el cual no hay ningún pasado
(Hegel, 1 955: 22).

Volver sobre estas consideraciones de Hegel - o similares - puede ser útil hoy, pues
según opinión de autorizados especialistas se padece una penuria intelectual en lo que
se refiere a planteamientos estrictamente teóricos en la "ciencia histórica" (cf. Koselleck,
2003: 298 y ss. ) .

3 2 Temporalidad e historicidad
. .

La temporalidad no es tiempo y la historicidad no es historia, pero sin


temporalidad no hay tiempo ni sin historicidad hay historia. Con otras palabras: la
temporalidad es la condición de posibilidad del tiempo y de los tiempos, al igual que
la historicidad es la condición de posibilidad de la historia y de las diferentes his­
torias. Y no sólo eso.

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Por de pronto partimos del hecho de que hay pasado, presente y futuro. Es
decir, partimos de que hay tiempo. En virtud de la temporalidad establecemos la
diferencia entre esos momentos o dimensiones del tiempo, a la vez que sabemos que
hay tiempo. Por tanto, la temporalidad es una toma de conciencia directamente
referida al tiempo y a sus momentos. Es un saber a qué atenerse respecto del mismo,
pero sin ese tipo de saber el tiempo es algo caótico carente de significado. Basta
recordar el desconcierto que se apodera de nosotros, no propiamente por el hecho de
olvidar algo que nos ha ocurrido o que hemos visto, etc. Eso es algo habitual y sin
embargo podemos ser o hacernos de nuevo dueños de la situación. El desconcierto
verdadero surge propiamente cuando de pronto tenemos la impresión de que no
disponemos de las coordinadas que nos permiten colocar cualquier tipo de sucesos -
que en sí pueden no significar nada especial, pero que para cada uno de nosotros
pueden ser muy relevantes - en un antes, un ahora o un después. Poder situar los
fenómenos en general y más concretamente lo que nos sucede es función de la tem­
poralidad, aunque a veces a eso se lo llame tiempo. Pero además de cumplir esta
función, la temporalidad tiene otra, no menos importante, sin la cual la anterior no
se da. Consiste en establecer - junto con la distinción de momentos temporales, en
virtud de lo cual situamos cada fenómeno en el tiempo que le corresponde: pasado,
presente o futuro - la unidad de esos mismos momentos. Es una unidad que por
de pronto hay que entender como nexo de unos momentos con otros. Lo cual viene
implicado en algo tan obvio como que el pasado no sólo antecede al presente, sino
que fuerza su llegada, al igual que el presente es ya él mismo paso hacia el futuro.
Pero además de este nexo tiene que existir un punto de vista desde el que se vea que
tiene que haber una unidad entre los diferentes momentos temporales y que sea, él
mismo no como ajeno al tiempo sino como intrínseco a él, dicha unidad. La unidad
viene postulada por una exigencia a priori de orientación en el mundo.

El yo [ . . . ] exige orientación: reclama un mundo que no se encuentre en el


indiferente estar cualquier cosa junto a cualquier otra y que no fluya en una
sucesión igualmente indiferente; un mundo pues que apuntale el firme funda­
mento de un orden externo para su orden interno, que a él siempre le acompaña
en su vivencia [ . . ] y tal fundamentación, ya que se halla en el mundo, tiene que
.

ser tempoespacial, precisamente para así poder dar fundamento a la certeza


absoluta que tiene la vivencia de poseer sus propios espacio y tiempo. De modo que
la fundamentación en cuestión debe crearle en el mundo a la vivencia tanto un
centro como un principio: centro en el espacio y principio en el tiempo
(Rosenzweig, 1 990: 208 y s. [trad., 233]).

La referencia a los tres conceptos, de mundo, espacio y tiempo es coherente en


cuanto que entre los tres existe una conexión intrínseca, dado que nos tenemos que
orientar en un mundo y dos claves fundamentales de esa orientación son el espacio

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y el tiempo. Pero aquí nos circunscribimos a lo que tiene que ver con el tiempo; y
por otra parte, no buscamos, como es la intención del autor citado, un principio - o
por mejor decir, comienzo - absoluto dentro del decurso temporal o más exactamente
histórica. Se trata simplemente de hallar dentro de los propios momentos temporales
un punto de vista capaz de conferir unidad y conexión. Y como ese punto de vista
tiene que ser inmanente a los mismos momentos temporales y a la vez es éste y no
otro, uno y único, tendrá que situarse ese punto de vista en uno de los momentos
temporales sin identificarse o confundirse con él, puesto que de otro modo no podría
aunar los tres momentos temporales. Fue Agustín quien estableció un modelo básico
sobre esta cuestión llamado a perdurar. Aduzco simplemente el texto que me parece
más significativo, sin que nos sea posible detenernos aquí a intentar una explicación
adecuada del mismo.

Lo que ahora es claro y manifiesto es que no existen los pretéritos ni los


futuros, ni se puede decir con propiedad que son tres los tiempos: pretérito,
presente y futuro; sino que tal vez sería más propio decir que los tiempos son tres:
presente de las cosas pasadas, presente de las cosas presentes y presente de las
futuras. Porque éstas son tres cosas que existen de algún modo en el alma, y fuera
de ella yo no veo que existan: presente de cosas pasadas, memoria; presente de las
cosas presentes, visión (contuitus); presente de las cosas futuras, expectación
(Agustín, 1955: 584).

Que la concepción de Agustín ha llegado a adquirir carácter paradigmático lo


vemos reconocido en estas palabras de Husserl al comienzo de su gran estudio sobre
el tiempo:

Quien se ocupe del problema del tiempo deberá estudiar a fondo, hoy, los
capítulos 14-28 de las Confesiones. Pues la época contemporánea, tan orgullosa de
su saber, no ha llegado en estas cuestiones a resultados muy brillantes que signi­
fiquen un progreso importante respecto a aquel pensador tan grave y serio en sus
luchas espirituales (Husserl, 1966: 3).

Que Husserl estudió a fondo el texto de Agustín parece claro, tanto más cuanto
que su propia concepción encaja muy bien en el horizonte de las reflexiones de
aquél. Ciertamente Husserl hace un planteamiento trascendental:

Intentamos aclarar el a priori del tiempo al investigar la conciencia del tiempo,


sacar a la luz su constitución esencial (Husserl, 1966: 34).

Esa constitución está integrada por tres momentos: "la retención" (Retention)) que
es la actividad de la memoria como capacidad de hacer patente a la conciencia el
pasado (Husserl, 1 966: 26 y ss.); la presencialización (Gegenwartigung)) que es la
actividad de la percepción en cuanto que ésta tiene la capacidad de hacer presente

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a la conciencia el ahora, que propiamente es un "límite idear' (Husserl, 1 966: 40),


puesto que el ahora propiamente se caracteriza por ser no-siendo o dejando de ser,
como ya hizo ver Agustín; por fin, la pretensión (Protention), un término bárbaro
que Husserl se inventa para expresar la actividad propia de la expectación
(Erwartung) que "pre-tiene" o anticipa el porvenir:

Cada proceso originalmente constituyente está animado por pretensiones, que


constituyen e interceptan de forma vacía lo porvenir (das Kommende) en cuanto
tal, llevándolo a su plenitud (Erfüllung) (Husserl, 1 966: 52).

El estudio de Husserl tiene toda la complejidad y riqueza que implica su


planteamiento trascendental y los desarrollos correspondientes. En ese sentido va
mucho más allá de la concepción agustiniana. Pero el modelo básico es el mismo,
pues no sólo la presencialización, sino la retención y la protensión son actividades
que se llevan a cabo desde el presente.

Si respecto del tiempo distinguimos tres dimensiones básicas, respecto de la


historia contamos con incontables formas de historia y con muchas más incontables
formas de narrarla. Si Wittgenstein nos recuerda que hay

innumerables géneros de enunciados y que además esa multiplicidad no es algo fijo


y dado de una vez por todas, sino que nuevos tipos de lenguaje nacen así como
otros envejecen y se olvidan (cf. Wittgenstein, 200 1 : 758),

podemos comprobar que este fenómeno se agranda y se agrava respecto de la


historia. Más que intentar enumerar las diferentes historias y formas de narrarla,
cabe preguntar si existe algo que no sea historiable en lo que representa su
significado para el hombre o que no nos incite incluso a historiado. Dios, de
quien pensamos que es inmutable, es susceptible de manifestarse - es decir, de ser
Dios para nosotros - de muchas maneras, incluso en relación con una y la misma
vida humana. Y muchas más son las formas de contar, interpretar, comprender, etc.
esas manifestaciones.

La historicidad no es propiamente una forma de historia ni tampoco una forma


de narrarla, pero es la condición de posibilidad de ambas, lo que pretende responder
a la pregunta acerca del porqué de la una y de la otra. Sobre eso hemos hablado
en términos generales al comienzo de esta investigación. Ahora la pregunta se
concreta en saber por qué se plantea la exigencia de buscar la condición de
posibilidad de la historia en su doble significado, pero siempre bajo el punto de
vista - que en realidad aquí se presupone - de que es el hombre quien hace la
historia y quien la narra.

La razón de la tendencia imperiosa a buscar esa condición de posibilidad no


puede ser sino que se percibe la necesidad de referir la inabarcable diversidad de

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historias y de formas de narrarlas a un punto de vista unitario que haga posible la


comprensión de aquellas. No implica esto la pretensión de llegar a comprenderlas de
hecho todas, pero sí de orientarse en medio de ellas mediante el conocimiento
suficiente. Si este conocimiento no se da, se inventa, se crea la leyenda. El
conocimiento es por ello esencialmente interesado y está centrado en garantizar la
estabilidad del momento en que el hombre vive, que no puede ser otro sino el
presente mismo. El problema está en cómo se vive ese presente; si dilata sus confines
hasta fundirse con el origen de los tiempos y si se proyecta hacia el futuro, tanto
que ve su sentido en la culminación del tiempo como tal en un final escatológico,
verdaderamente último, o si por el contrario, el presente se vive como un círculo que
cada vez se estrecha más y que la presión o pujanza de la vida fuerza a romper.
Entonces pudiera percibirse el presente histórico como dependiente de algo que aún
"

no es, no existe, pero está llamado a existir. Esta puede ser la razón por la que
Heidegger considera que la temporalidad es "la condición de posibilidad de la
historicidad" ( 1 963: 19) y que a su vez se caracteriza ella misma como esencial
proyección, de forma que el eje del tiempo según esto no es el presente sino el
porvenir: "Volviendo 'porvenideramente' a sí, la resolución se pone en la situación
persencializando" (Heidegger, 1 963: 326).

El pasado emerge del porvenir (futuro) y éste hace brotar de sí el presente. Esto
se comprende, pero no es la raíz última. Pues la razón de que el hombre esté abierto
al futuro de una forma o de otra, con mayor o menor urgencia, y de que en
determinados momentos esté como volcado hacia él depende de cómo el hombre
viva su presente y se sienta en él. Si por ejemplo el presente se percibe como vacío
hasta el punto de que no se ve modo alguno de recrearse en él, de percibirlo como
la propia casa, ni siquiera bajo la forma de recuperación o actualización del pasado,
si con otras palabras, el presente es precario e indigente, él mismo forzará la
apertura al futuro, de modo que se tenga la impresión de que éste es el centro del
tiempo mismo y la raíz o condición de posibilidad de la historia. Puede ser ésa la
situación, pero puede ser también la contraria, es decir, que el presente sea y se
perciba como tan pletórico que tienda a expandirse hacia el futuro.

Los matices pueden ser muy diferentes y las situaciones correspondientes también,
pero siempre será el presente histórico la condición de posibilidad del pasado y del
futuro históricos. En un sentido meramente óntico, de relación, si se quiere, causal, el
presente puede verse como un precipitado o resultado del pasado, pero si, además de
esto y sobre todo, se trata del significado que adquiere el pasado, esto dependerá
esencialmente de cómo el hombre se ve a sí mismo en el presente y desde qué
intereses y perspectivas vuelve su mirada hacia el pasado. Y de eso dependerá
igualmente cómo encara el futuro. Para bien o para mal, sólo en tiempos de bonanza
y de equilibrio el hombre retorna al pasado y se dirige al futuro movido por el
interés exclusivo de la verdad, y aséptico desde la perspectiva de su búsqueda.

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Incluso cuando en la historia se puede señalar un momento determinado del


pasado como especialmente relevante para todo el desarrollo histórico posterior,
porque dicho momento representa una "fundación original" (Urstiftung) de un
conocimiento que se considera como defini tivamente válido y llamado a
enriquecerse progresivamente, incluso entonces es de una importancia esencial que no
se rompa el vínculo entre la certeza de la verdad evidente, una vez descubierta, y
lo que representa su génesis:

El dogma dominante de la separación entre origen teórico-cognoscitivo y el


origen genético es [ . . ] . radicalmente equivocado. O más bien, radicalmente
equivocado es la limitación, debido a la cual precisamente los problemas más pro­
fundos y más auténticos de la historia continúan ocultos. (Husserl, 1 962: 379).

Reconociendo la plena validez de esta tesis y prescindiendo ahora de que en


determinados momentos se haya producido una fundación originaria, que haya
generado una verdad racional y objetiva, como puede ser la geometría o algún otro
tipo de conocimiento, lo innegable es que la desocultación de los auténticos
problemas depende de la actitud con que desde el presente el hombre sea capaz de
retornar al pasado e incorporar el sentido una vez logrado. El sentido se logró en un
presente determinado y sólo desde un presente, igualmente determinado, se puede
recuperar y actualizar.

3 . 3 . Las dimensiones de lo histórico

La consideración sobre temporalidad e historicidad tiene, pese a la relación que


entre ambas se puede establecer, una diferencia obvia que se debe a su vez a una
diferencia de fondo entre los referentes de ambos conceptos. El tiempo, tanto si se lo
concibe como entidad estrictamente objetiva, existente con independencia de
nuestros esquemas subjetivos, como si se ve en él, al modo de Kant, una condición
a priori de la sensibilidad, es en todo caso algo compacto, homogéneo e inalterable;
tan compacto que ni siquiera es pensable que deje de existir una fracción del
tiempo, por mínima que sea, sin tener que pensar que con ella desaparece
forzosamente el tiempo en su integridad; tan homogéneo que el tiempo discurre
siempre al mismo ritmo y con idéntica velocidad. Se nos puede hacer muy corto
o nos puede resultar interminable, pero no por ello deja de discurrir el tiempo que
marcan los diferentes instrumentos de medida del tiempo: desde el reloj de arena a
los más sofisticados relojes en la actualidad:

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Hay un agrado en observar la arcana


arena que resbala y que declina
y, a punto de caer, se arremolina
con una prisa que es del todo humana.

La arena de los ciclos es la misma


e infinita es la historia de la arena;
así, bajo tus dichas o tu pena,
la invulnerable eternidad se abisma.

No se detiene nunca la caída.


Yo me desangro, no el cristal. El rito
de decantar la arena es infinito
y con la arena se nos va la vida

(Borges, 2005: 8 1 2) .

Invulnerable y siempre el mismo es lo que nos representa "el reloj de arena"; que
nos describe Borges, en contraste con nuestra propia vida, absolutamente azarosa e
inestable. E inalterable es también el tiempo en el sentido de que no se deja
modificar ni un ápice su curso, por ejemplo poniendo en el pasado lo que es
futuro o al contrario. La imaginación podrá pretender lo que se le antoje, pero nada
va a conseguir, porque entre otras cosas, no se trata de una categoría antropológica.
Si, por ejemplo, se sostiene en el sentido kantiano que el tiempo es un a priori de
la intuición sensible, ello no significa que dependa del hombre. Se le impone por el
contrario, de forma que sólo podrá captar los fenómenos en el orden que el tiempo
mismo le prescribe. El tiempo así concebido no sería válido para una mente infinita
ciertamente, pero ello no implica que para una mente finita, como es la humana,
tenga sólo un alcance relativo.

Respecto de la historia, el punto de partida es diferente por completo. Mientras


que no cabe decir que el tiempo sea producto de la actividad humana, la historia sí
la hacen los hombres y a ellos se les atribuye con justicia en lo bueno y en lo
malo. Cosa distinta es que hagan historia necesariamente, tal como aquí hemos
defendido, o que el protagonismo recaiga más en las colectividades que en los
individuos o al contrario, pero seguirá en cualquier caso siendo cierto que la
historia es asunto humano. Por la importancia y el peso que la historia tiene para
cada individuo, que nace ya esencialmente condicionado por ella y continúa
estándolo a lo largo de toda su vida, podría tal vez decirse, haciendo un uso abusivo
de lenguaje, que es para él una especie de apriori, pero en rigor no lo es, pues la
noción de apriori implica no depender de aquello respecto de lo cual es a priori.

Partiendo de esta diferencia básica se entiende que el hombre se pueda permitir ,


por así decirlo, jugar con la historia, por ejemplo acentuar o, por el contrario,
relativizar hasta ignorar determinadas etapas del pasado; o bien centrar su atención
en ciertos fenómenos, atribuyéndoles una gran importancia, a la par que se

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desentiende de otros, que son tal vez mucho más relevantes; igualmente podría
imaginarse, con buenas razones en su opinión, que el futuro va a tener estas o
aquellas características, ninguna de las cuales se hace luego presente a la hora de la
verdad; hasta puede pasarse buena parte de su vida sumergido en su Cueva de
Montesinos particular viendo por todas partes figuras encantadas del pasado, presente o
futuro de su vida personal. Puede incluso hacer otra cosa, mucho más importante
vitalmente, aunque en parte coincidente materialmente con las anteriores: contrarrestar
un tiempo con otro: el tiempo vivido, que es invariable y con frecuencia cruel -
puesto que nos presiona o se nos echa encima o, paradójicamente, no nos da tiempo -
con el tiempo imaginado, que nos permite movernos con una cierta libertad. Tal
vez esto le ocurrió a Cervantes, que vivió un tiempo duro y cruel, en Argel primero
y luego en España, mientras probablemente soñaba inútilmente con su propia libertad,
lo que años más tarde iba a encontrar su correspondencia en la figura de Don
Quijote de la Mancha.

Este juego con los tiempos históricos tiene sin embargo un límite. Es posible en
tanto abstraemos de su inserción en lo real y la fantasía les asigna una función y un
ámbito utópicos. Si los queremos comprender, por el contrario, tenemos que
supeditarnos a lo que el propio tiempo exige: ver los acontecimientos históricos en la
red de la sucesión que les corresponde, donde hay un antes, un ahora y un después.
Cada acontecimiento está en alguno de esos momentos inexorablemente en relación
con otros acontecimientos y también con relación a un eventual espectador que lo
• •

contempla.

Aparte de que tiempo e historia tienen su condición de posibilidad respectiva, en


la temporalidad y en la historicidad, historia e historicidad tienen a su vez en la
temporalidad la condición que las hace posibles, en tanto que asigna un tiempo a
cada acontecimiento y también a la perspectiva última bajo la que se puede pensar
tanto que los acontecimientos tienen lugar como que poseen un significado
determinado. Según esto entendemos que la temporalidad es la condición que hace
posible la historicidad, pero a su vez es el presente, no el futuro como opina
Heidegger, el punto de referencia último de este proceso. Es desde el presente como
incorporamos el pasado, puesto que sólo así, es decir, haciéndonoslo presente podemos
hablar del pasado. De otro modo no podríamos siquiera mencionar su existencia.
Presuntamente una de las muchas diferencias del hombre respecto del animal es que
éste sólo tiene presente, está aherrojado a sus límites y por tanto su presente difiere
cualitativamente del presente humano, que además de lo que representa como con­
tradistinto del pasado y del futuro, posee esa otra dimensión, esencial y radicada
en la actividad trascendental del pensamiento, por la que funda tanto el pasado
como el futuro; el pasado en el sentido indicado y el futuro como resultado de la
expectación o de la prospección.

La secuencia habitual en la consideración del tiempo es: pasado, presente, futuro.


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Tiene a su favor a) que responde a un modo, habitual también, de pensar,


condensado en la doble pregunta: de dónde venimos, a dónde vamos; b) que el
pasado nos determina o condiciona y nos posibilita mirar, desde el presente, hacia el
futuro. También se puede, siguiendo a Heidegger, establecer la secuencia: futuro,
pasado, presente.

El haber-sido [pasado] emerge del futuro [por venir] , de tal manera que el
futuro que ha sido (o mejor, que está siendo sido) hace brotar de sí el presente
(Heidegger, 1 963: 326).

Tiene sin duda algo elemental y obvio a su favor, en cuanto que mirando al
futuro seleccionamos el pasado, o lo recordamos selectivamente, en orden a
interpretar y configurar nuestro propio presente.

Hemos preferido la secuencia: presente, pasado, futuro - que es la que proponen


tanto Agustín como Husserl - porque lo verdaderamente real es el presente, al menos
en el sentido concreto de que sólo desde él incorporamos el pasado y anticipamos el
futuro.

En los tres apartados que siguen van a estar sobrevolando unas palabras de
T. S. Eliot:
El Tiempo presente y el Tiempo pasado
están quizá presentes los dos en el Tiempo futuro
y el Tiempo futuro contenido en el Tiempo pasado.
Si todo Tiempo es eternamente presente
todo tiempo es irredimible.
Lo que podía haber sido es una abstracción
que queda como perpetua posibilidad
sólo en un mundo de especulación
lo que podía haber sido y lo que ha sido
apuntan a un sólo fin, que está siempre presente

(200 1 : 140-19 1 ) .

No intento seguir a Eliot y menos comentarlo, pero sintonizo con la fuerza de


su intuición; por eso reaparecerá explícita o implícitamente en más de un lugar.

3 3 I
· · · El presente como olvido y co1no memoria del pasado; como anticipación y como
efusión del futuro

Es un hecho obvio que nos olvidamos del pasado, tanto individual como
colectivamente. Más aún, la mayor parte de los hechos del pasado los tenemos
olvidados, muchos de ellos de forma defin itiva, hasta el punto de que sólo se pueden
recuperar mediante una labor de comprobación fáctica y objetiva: mediante el estu­
dio de documentos por ejemplo. Les ocurre a los individuos, a grupos sociales, a
pueblos enteros. Aunque en algunos casos el olvido sea percibido como algo
lamentable y nos urja recuperar lo olvidado porque lo consideramos simplemente

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como pérdida de algo que nos pertenece en términos generales, el olvido es necesario y
en muchos casos saludable porque es imprescindible, constitutivo incluso para la vida
humana:

A toda acción le es esencial olvidar, como a la vida de todo ser orgánico le


es esencial no sólo luz, sino también oscuridad. Un hombre que quisiera sentir
tan sólo y en todos los órdenes de modo histórico sería semejante al que se viera
forzado a prescindir del sueño o al animal que hubiera de vivir solamente de
rumiar una y otra vez. Es pues posible vivir y aun vivir felizmente, casi sin
recordar, como lo muestra el animal, pero es por completo imposible vivir sin
olvidar (Nietzsche, 1 966: I, 2 1 3).

Nietzsche no equipara el olvidar y el recordar del hombre a los del animal. Le


interesa sólo establecer una comparación para decir que desde el punto de vista
orgánico el olvido no sólo es necesario sino conveniente y altamente positivo, tanto
como negativo es no poder olvidar. El olvido lo está refiriendo Nietzsche a la historia,
es decir, conexiona la posibilidad de vivir con la necesidad de olvidar el pasado
histórico que, de otro modo, gravitaría excesivamente sobre el hombre y obstaculizaría
la iniciativa y la acción que le son propias. Bajo otro punto de vista, que
complementa el anterior, podría decirse que el predominio absoluto de la memoria,
en la que no hubiera lugar para el olvido neutralizaría la capacidad de pensar, como
pone de relieve Borges en su ficción Punes el memorioso, al que describe con estos
rasgos entre otros:

Era el solitario y lúcido espectador de un mundo multiforme, instantáneo y


casi intolerablemente preciso. Babilonia, Londres, Nueva York han abrumado con
feroz esplendor la imaginación de los hombres; nadie, en sus torres populosas o
en sus avenidas urgentes, ha sentido el calor y la presión de una realidad tan
infatigable como la que día y noche convergía sobre el infeliz lrineo, en su pobre
arrabal sudamericano. Le era muy difícil dormir [ ... ] . Había aprendido sin esfuerzo
el inglés, el francés, el portugués, el latín. Sospecho, sin embargo que no era muy
capaz de pensar. Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer. En el aba­
rrotado mundo de Funes no había sino detalles, casi inmediatos (Borges, 2005:
490).

El olvido es una actitud instintiva que se extiende a todos los niveles de la vida.
Cumple la función, entre otras, de dejar un espacio para que la vida pueda seguir
haciéndose con una elemental espontaneidad, libre del carácter opresivo de los
excesivos recuerdos. Por otra parte, aun allí donde recuerda el pasado, el hombre no
lo repite exactamente, sino que, junto a su imprescindible identidad, el pasado se
hace presente en cada caso bajo perspectivas diferentes. Nunca la vida es una mera y
estricta repetición. La afirmación: "quien olvida el pasado se ve obligado a repetirlo"
es excesiva, porque el pasado se olvida siempre porque, si se dieran las mismas
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circunstancias, se darían también los mismos hechos, y al revés, como cada tiempo
tiene indefectiblemente sus propias circunstancias, los hechos son también diferentes.

Para el presente es esencial ante todo la memoria, que necesita ciertamente del
olvido como filtro y especialmente para hacer posible que la memoria se despliegue
espontánea y libremente. Pero es la actividad de la memoria la que recupera el pasado
actualizándolo. El pasado ya no está.

¿Dónde estarán los siglos, dónde el sueño


de espadas que los tártaros soñaron,
dónde los fuertes muros que allanaron
"

dónde el Arbol de Adán y el otro Leño?


El presente está solo. La memoria
erige el tiempo . . .

(Borges, 2005: 9 1 7).

La memoria hace el prodigio de trasmutar el pasado en presente. Lo paradójico y


a la vez maravilloso es que nos lo traiga al presente, pero no confundiéndolo con el
presente, sino conservándolo, preservándolo como pasado. Maravilloso ha de ser esto
sin duda porque además la memoria, en esa acción de presencializar el pasado, lleva
a cabo una función esencial en lo que es el mantenimiento o en la reafirmación de
la identidad de la persona. La memoria es mediante este procedimiento principio
constituyente de dicha identidad, de lo cual es un signo claro el hecho de que si se
pierde la memoria imprescindible de aquellos que son puntos de referencia básicos de
nuestro propio pasado, vemos desvanecida nuestra identidad o lo que es el sustento de
la misma. Percibimos además con la lucidez del vértigo que, si desapareciera todo
recuerdo del pasado, se volatilizaría el presente y con él la conciencia de nosotros
mismos. Dicho de otro modo, la relación con el pasado, su recuperación mediante la
memoria responde a la necesidad vital de tener claves fundamentales de orientación.
Es pues necesario poder identificar el pasado como tal, presuntamente porque el
pasado es una dimensión de nuestra propia vida y por tanto, en la medida en que lo
desconocemos no nos conocemos tampoco a nosotros mismos y, si lo desconocemos por
completo, no nos conocemos en absoluto, en cuyo caso la desorientación es total. Sin
embargo, recuperar el pasado mediante la memoria, no es una simple reproducción
al modo en que ésta se da en una computadora. Es una diferencia esencial. La
memoria del pasado se lleva a cabo siempre mediante algún tipo de interpretación.
Lo que tenemos ya en el recuerdo son huellas o más exactamente vestigios, que
interpretamos al hacerlos presentes para, entre otras cosas, entendernos con los
demás.

La memoria no es acumulación, sino construcción. El contenido de la conciencia


es acto, acontecimiento. Su contenido no es conservado (Valery, en Baberowski, 2005:
1 62).

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Esta es pues una segunda paradoja de la memoria: que podamos identificar un


fenómeno, sea interno o externo como perteneciente al pasado y que sin embargo no
lo podamos hacer sino mediante alguna interpretación. La identificación del pasado
por la memoria no es pues inmediata; está mediatizada por la serie de impresiones
que hemos recibido y de las deliberaciones que hemos hecho desde la impresión

pnmera.

Las impresiones, cuando se transforman en recuerdo, ya no son las mismas. A


. . . .
la luz de un acontecimiento actual se modifican las unpres10nes ong1nanas
..

(Baberowski, 2005: 163).

No obstante, pese a todas las mediaciones es posible identificar el fenómeno


originario. Lo que quiere decir que nos es posible conocer con certeza tanto su
existencia como sus rasgos fundamentales. Esto no tiene siempre el mismo grado de
certeza ni de claridad. Respecto de algunos fenómenos, que o bien son muy relevantes
y por ello no es fácil que se olviden o bien han dejado una huella muy profunda,
puede no existir duda alguna en cuanto a todo lo que tiene que ver con el fenómeno
en sí mismo o en sus repercusiones. Cabe decir entonces que posee unos contornos
perfectamente definidos. En otros caso hay dudas respecto a determinados matices, no
a la configuración o a los rasgos fundamentales. Hay pues una gradación en las
evidencias que sustentan la certeza, pero aun en los casos en que esta certeza se haya
podido difuminar sabemos en general que los fenómenos - en el caso de la historia
los acontecimientos - son lo que han sido al margen de las dificultades que
puedan existir para precisar su identidad.

Una tercera paradoja de la memoria tiene que ver con su dependencia del
medio en que se origina. Lo normal es dar por supuesto que la memoria está
vinculada siempre a los recuerdos de individuos particulares, y que sólo a partir de
tales recuerdos individuales se componen las ideas o convicciones colectivas que for­
man una comunidad. Como tal, cabe caracterizar la opinión de Bergson ( 1 959: 54 y
s. [trad., 1 999: 64 y s.]) . Según esto se mantiene la idea del carácter individual de la
memoria. Sin embargo se ha hablado también del carácter colectivo de la memoria.
Así lo hizo Halbwachs, alumno de Bergson. La memoria colectiva no sería según él
memoria de presuntos sujetos colectivos, que como tales no recuerdan y no pueden
por ello tener memoria. Halbwachs entiende por memoria colectiva el hecho de que
según él ideas o convicciones ya existentes, que los hombres comparten entre sí, son
las que estructuran los recuerdos individuales. La cultura en la que estamos
conforma, según eso, los recuerdos que podemos tener. La razón que aduce es que
para que los recuerdos nos sean accesibles tenemos que expresarlos en palabras y
reducirlos a conceptos, tenemos que poder compartirlos; y el significado tanto de las
palabras como de los conceptos está establecido socialmente. Todo recuerdo es ya una
construcción y sólo podemos construirlo mediante las categorías de nuestro mundo.
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No puede según esto haber nunca un recuerdo puro, individual, más allá del mundo
social en el que vivimos.

En esta idea se ha insistido bajo diferentes puntos de vista y con matices de


diversa índole, todos los cuales dejan al fin la impresión de que se pretende hacer
ver que el individuo es simple transmisor del lenguaje de la sociedad. Que nosotros
no compartimos esta concepción es claro después de lo expuesto sobre el sujeto de la
historia. Pero más concretamente quisiéramos hacer dos consideraciones. Por una
parte, la influencia del medio en que nos encontramos, digamos en términos
generales, de lo social: lenguajes, pensamientos, formas de vida, comportamientos, etc.
sobre nuestra vida individual no se pude acentuar bastante y siempre se descubrirán
nuevos aspectos y dimensiones en que esa influencia se deja sentir y se puede
objetivar, científicamente incluso. Pertenecemos a una cultura, que es siempre común, y
aunque como cultura tenga un alcance más limitado que otras, no por ello su peso
es menor; hablamos un idioma común, que en nuestro caso compartimos
afortunadamente con muchos millones de personas y que, pese a ser sumamente
flexible, se rige por normas estrictas y rigurosas que conforman nuestras estructuras
mentales y nuestras formas de expresión; hemos heredado e interiorizado en el
ámbito occidental al que pertenecemos unas categorías de pensamiento que
condicionan nuestra visión del mundo; compartimos formas de vida que hemos
heredado, en las que estamos y que transmitimos a nuestros descendientes
simplemente por el hecho de practicarlas, etc. Son incontables esos modos de
influencia, como incontables son las dimensiones de la vida.

Y sin embargo, al mismo tiempo y por otra parte, en medio del idioma común,
somos nosotros quienes lo hablamos, en cada caso de una forma individual e
intransferible, con una entonación y una tonalidad propias no reducibles a ninguna
otra; y sobre todo, si los individuos dejaran de hablar el idioma, éste dejaría de
existir, se convertiría en lengua muerta. Hemos heredado formas de vida, pero somos
los individuos -y sólo los individuosquienes les conferimos vida al practicarlas. Pero
además, en relación con la tesis general de que el significado de la palabras y de los
conceptos que empleamos se halla establecido socialmente de antemano, es preciso
tener en cuenta que ese juicio es pensado y elaborado por algún sujeto individual - o
por muchos - y que sólo así puede tener vigencia. En definitiva, considerados ambos
aspectos, es preciso mantener una mínima relación dialéctica entre ambos.

El peso de lo colectivo en lo personal es innegable y cada vez se dan a conocer


nuevos aspectos de su poderosa influencia, pero al mismo tiempo ésas son nuevas
posibilidades de que el individuo dispone para lograr una comprensión, por más
limitada que sea, de su propia vida y para configurarla, en lo material y en lo ético,
dentro de su innegable finitud. Por su parte la afirmación de lo individual dentro de
lo colectivo está llamada a contribuir a que lo colectivo se enriquezca, adquiera
flexibilidad y se modifique desde dentro. También es verdad que el peso de lo
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colectivo puede ser oprimente y dificultar en extremo - si no imposibilitar - el


desarrollo o incluso la existencia de lo individual. Y al contrario, la presencia activa
y eficaz del individuo dentro del ámbito de lo universal y colectivo puede en
ocasiones ser un obstáculo para que en las relaciones entre individuos se convierta en
realidad el ideal de una siempre deseable armonía.

Pero al margen de esos posibles desequilibrios existe la interpenetración de lo


individual y de lo universal, en este caso de la memoria individual y de la memoria
colectiva, y dentro de esa interrelación hay una prioridad de lo individual.

Si por lo menos no hay uno que hace algo, tampoco se realizan las infinitas
aportaciones, a las que debemos el grueso de nuestras obras sociales. Principios,
• • •

1nst1tuctones y estructuras existen solamente en tanto los individuos actúan


(Gerhardt, 1 999: 35).

Pero en el caso del hombre y, más concretamente en relación con el tema de la


memoria, se trata de la individualidad en un sentido reduplicativo, pues se refiere al
hombre en cuanto que se conoce a sí mismo, es y se sabe autónomo, al menos
relativamente, se autodetermina y es fin de sí mismo, es autoconsciente y responsable
ante sí mismo; es legislador y realizador de sí mismo. La memoria participa de ese
núcleo fundamental que es la conciencia de sí mismo. Otra cosa es que al hacer
memoria no siempre tenemos presente ese hecho de la conciencia, que sin embargo
está operativa porque de lo contrario no tendríamos la certeza de estar recordando
algo. La memoria individual es una forma de ser consciencia de algo y, como tal,
participa de lleno en lo que Husserl considera como característico de ésta:

Conciencia es justamente conciencia de algo; su esencia, su sentido es entrañar,


por decirlo así, la quintaesencia del alma, del espíritu, de la razón. Conciencia no
es un rótulo para complejos psíquicos, para contenidos fundidos, para haces o
corrientes de sensaciones que, de suyo sin sentido, no podrían originar sentido
alguno, como quiera que se mezclasen, sino que es de parte a parte fuente de
toda razón y no-razón, de toda legitimidad e ilegitimidad, de toda verdad y
ficción, de todo valor y contravalor, de toda hazaña y villanía (Husserl, 1 950: §86,
2 1 3 [trad., 207]).

Así pues, sólo cuando la conciencia, y por tanto también la memoria, se la


concibe en esa su radical individualidad y unicidad, se la puede ver como un
principio capaz de las más altas creaciones:

Sólo de la conciencia de la unidad de mi vida brotan religión-ciencia-arte


(Wittgenstein, 1 984: I, Tagebücher 1 .8 . 16: 179).

La tercera paradoja de la memoria del pasado consiste, pues, en que, pese a su


condicionamiento por la memoria colectiva, la memoria individual logra llevar a

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cabo, a través de las mediaciones que aquélla impone, su peculiar apropiación del
pasado que nunca es auténtica si no se realiza una identificación del mismo. Hay, no
obstante, un aspecto que con frecuencia se omite o se descuida: es la relación de
proximidad entre unas conciencias individuales y otras. Es ésta la mediación originaria
de unas conciencias por otras, pero donde al mismo tiempo, a través del diálogo, el
aprendizaje o la disensión, la conciencia de cada uno va adquiriendo su perfil

prop1o.

Los prójimos, estas personas que cuentan para nosotros y para las que nosotros
contamos, están situados sobre una gama de variación de las distancias dentro de la
relación entre el sí mismo y los otros. Variación de la distancia, pero también
variación en las modalidades activas y pasivas de los juegos de distanciamiento y
aproximación que hacen de la proximidad una relación dinámica en movimiento
incesante: hacerse próximo, sentirse próximo (Ricoeur, 2000: 1 6 1 y s.).

Es éste un tema que constituye un capítulo importante de la intersubjetividad,


que es tal vez el núcleo donde puede empezar a fermentar el interés de los individuos
no sólo por lo que se halla en un plano transindividual, sino incluso por lo que
desborda los límites de la memoria, por la historia misma.

En esa trascendencia de sí misma hacia lo que es el campo propio de la historia


se plantea hoy el tema de la relación entre memoria e historia. Estando como está
en el origen del interés por la historia y siendo incluso imprescindible en lo que es
el proceso mismo de su elaboración - a todos, también a los historiadores, nos
acompaña la memoria-, ambas se distinguen netamente. La dificultad, a la hora de
precisar esta distinción, puede estar en que ambas tienen que ver con el pasado y se
refieren a él como a su campo y su objeto. Pero las posibilidades de una y otra
como fuentes de conocimiento son muy diferentes. Halbwachs, que tanta
importancia reconoce a la memoria colectiva hasta tal punto que la memoria
individual parece quedar poco menos que neutralizada, resta protagonismo a aquella,
una vez que la historia propiamente dicha aparece en escena. Según él la relación de
memoria e historia es de sucesión. Allí donde el pasado ya no es recordado ni
;

vivido, comienza la historia. Esta comienza, más en concreto, donde la tradición


cesa y la memoria colectiva se disuelve.

El pasado en sentido propio es para la historia lo que ya no está encerrado en


el ámbito a que se extiende aún el pensamiento de los grupos actuales (Halbwachs,
en Baberowski, 2005: 173).

Nora formula esta idea bajo el punto de vista de l a vida misma, de la que la
memoria es parte esencial. Al igual que la vida, la memoria es susceptible de ser
utilizada y manipulada. La historia por el contrario es la reconstrucción incompleta
de lo que ya no existe y exige, tanto más, análisis riguroso y reflexión crítica.

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La memoria lleva el recuerdo al ámbito de lo sagrado, la historia lo desaloja de


él, su tema es el desencanto. En el fondo de la historia actua una cnttca
1 1 •

destructiva de la memoria espontánea. La memoria es siempre sospechosa para la


historia y la verdadera misión de ésta consiste en destruir y desplazar la memoria.
La historia es la deslegitimación del pasado vivido (Nora, en Baberowski, 2005:
173).

En todo caso la memoria es objeto de análisis por parte de la historia. La


diferencia entre ambas en cuanto a objetivos y procedimientos no es obstáculo para
que la memoria se vea sometida a las exigencias del análisis histórico.

La perspectiva del historiador se centrará fundamentalmente en el análisis de


la memoria colectiva, y los trabajos empíricos coinciden en detectar sus principales
caracteres o atributos. Infinidad de estudios atestiguan el carácter limitado y
selectivo de la memoria, tanto individual como colectiva, su textura frágil, parcial,
manipulada y discontinua, por la erosión del tiempo, por la acumulación de
experiencias, por la imposibilidad real de retener la totalidad de los hechos y, en
todo caso, por la acción del presente sobre el pasado (Chaunu, Duby, Kantin,
por no citar más que a algunos) (Cuesta Bustillo, 1 998: 206).

Dando por supuestos el rigor y la solvencia de las investigaciones empíricas a


que se alude en el texto citado me permito como laico (idiota), formado en la
asidua lectura de Nicolás de Cusa, hacer algunas consideraciones. En primer lugar aquí
se hace referencia a la historia, en tanto que narración o reflexión crítica, en su
relación con la historia real, con los acontecimientos mismos. Tal relación es
fundamental, puesto que la fuente inmediata de los acontecimientos es la memoria,
tanto individual como colectiva. La historia como conjunto de hechos del pasado, que
se sustrae a la actividad de la memoria como tal, está también ahí gravitando sobre el
presente de una forma muy difícil de determinar y que probablemente nunca se
logrará hacer del todo transparente. Pero en cualquier caso su presencia sólo se podrá
hacer efectiva mediante algún tipo de filtro a través de la memoria, de la forma en
que ésta presencializa el pasado.

Esto a su vez nos lleva a la segunda consideración. La historia, en tanto que


narración, coexiste en un mismo espacio con la memoria, tanto colectiva como
individual, especialmente con esta última. ¿Qué es lo que el hombre normal, la
conciencia ordinaria - no la especializada, aunque ésta no es separable de aquella
- toma de la memoria y qué es lo que toma de la historia que ha aprendido o
investigado? Aun cuando los conocimientos estuvieran revestidos de una garant1a
1

de objetividad, ¿hasta qué punto ésta no sufre una cierta trasmutación al contacto
con la memoria? Y al contrario, ¿hasta qué punto la memoria, sobre todo la memoria
colectiva, que se orienta más que nada a salvaguardar la identidad del grupo o de la

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comunidad que constituye o de la que forma parte (cf. Baberowski, 2005: 1 73) se
deja contaminar por la verdad que le transmite la historia? Son cuestiones de
difícil respuesta que en todo caso requieren, para que la respuesta no esté
desenfocada, estar aten tos al curso de la vida que, de forma real, aunque parcial, se
funde con el curso de la historia misma.

Esto nos lleva a su vez a la tercera consideración relativa a la influencia que la


historia como narración, por más lograda que esté, puede tener sobre la vida,
teniendo en cuenta que tal narración carece de vida ella misma. De los discursos,
que como los de Pericles reflejan un estado de ánimo colectivo, se podrá decir que
tienen un carácter muy limitado y selectivo, pero responden al espíritu de una época
determinada. Los conocimientos que proporcionan de la historia son abstractos, si se
los compara con los conocimientos, en su mayoría problemáticos, de los que la
memoria se muestra convencida, en parte porque los identifica con la vida de la que
es portadora y que cree representar legítimamente. Esta tercera consideración, unida
a la segunda, nos coloca ante lo que son diferencias generacionales. A medida que
el pasado se distancia, deja de ser un contenido de la memoria, pero esto ocurre de
una forma desigual para unas generaciones y para otras. Para aquellas generaciones,
que no han tenido nada que ver con la Guerra Civil española, ni de forma directa
ni de forma más o menos próxima, las narraciones provenientes de quienes todavía
tienen aquellos acontecimientos en su memoria tienen que tener un significado
diferente del que es característico de la vivencia o del testimonio inmediatos. Aquí es
donde la historia, no politizada o ideologizada, sino comprometida con la verdad
y la objetividad estrictas - por más difíciles que sean de lograr - puede ejercer
una función terapéutica muy saludable.

Una última consideración a propósito del texto arriba citado es la siguiente. La


memoria no puede retener la totalidad de los hechos. Esto es obvio. Pero la historia
tampoco los retiene todos. Más aún, utiliza criterios para excluir todos aquellos
hechos que no merecen el calificativo de relevantes. Y lo que no es menos sig­
nificativo: los hechos que a la postre son reconsiderados como dignos de ser
transmitidos a la posteridad, son presentados por lo general de forma tan aséptica o
abstracta que difícilmente podrían ser reconocidos por quienes fueron testigos de los
mismos. La historia no puede menos de abstraer, aunque se refiera a muchos más
hechos que la memoria, porque abarca un ámbito temporal infinitamente más amplio.
Ante esta situación es inevitable la pregunta acerca de cuál de esas dos fuentes de
información es más rica, la historia o la memoria. Desde el punto de vista cuantita­
tivo es más rica, por más abundante, la historia. Desde el punto de vista cualitativo,
por el contrario, las cosas se presentan de un modo distinto. No podemos predecir
qué dirán, pasado el tiempo, sobre la inmigración de africanos a España, tal como en
este verano de 2006 está teniendo lugar, pero se puede conjeturar que perderá mucho
de su carácter dramático. ¿Quién habla hoy, en las historias, de la guerra de Biafra,
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un hecho ya olvidado, pero que costó, entre otras cosas, la muerte de millones de
niños? Los historiadores no lo tienen fácil a la hora de seleccionar los hechos que
deben considerarse como relevantes.

Sobre el tema del presente como memoria del pasado quisiera, por último,
destacar los aspectos que se enumeran a continuación: a) La memoria del pasado es
tanto más intensa cuanto más viva es la conciencia que un pueblo tiene de sí
mismo. b) El pueblo tiende a asentarse en algo originario que le confiere
legitimidad y de lo que comúnmente no tiene memoria. Entonces surge la
leyenda como una especie de sustituto de la memoria. La leyenda o bien inventa
hechos o bien los reviste de unas notas que no le son propias. e) La memoria es
siempre recuperación, que presupone que el pasado está perdido. Hay sin embargo
una diferencia esencial entre el pasado que, además de no-ser-ya, está olvidado y es
preciso esforzarse en recuperar, y el pasado que bien por su proximidad bien por su
importancia, se hace presente por sí mismo, siempre que la memoria se mantenga
abierta al pasado y vivamente interesada en él. Hay, según esto, una recuperación
doble; una de carácter estético o figurativo, cuando tiene que recrear un pasado ya
olvidado; y otra, que actualiza lo que por sí mismo se perpetúa, confiriéndole una
forma diferente. d) La recuperación es siempre parcial y selectiva a la vez que
requiere una intensidad mayor o menor que filosóficamente se puede expresar
mediante el concepto de grado. La diferencia entre magnitud intensiva o grado y
magnitud extensiva es importante y aunque propiamente se refieren al ámbito de
la cantidad, puede aplicarse analógicamente a otros campos, en este caso al de la
historia y la memoria y su mutua relación. En la historia, en la que se da una
acumulación enorme de datos, predomina la magnitud extensiva, en tanto que en la
memoria, donde los datos van unidos a la vivencia de los mismos, predomina la
magnitud intensiva o grado:

La magnitud intensiva o el grado es, según el concepto, distinta de la


magnitud extensiva o del quantum, y por ello hay que considerar como
inadmisible el hecho de que, como ocurre frecuentemente, no se reconozca esta
diferencia y se identifiquen sin más estas dos formas de magnitud [ . .. ] . Es la
filosofía precisamente la que insiste en distinguir lo que es diferente tanto según el
concepto como según la experiencia, mientras que por el contrario hay empíricos
de profesión que elevan la identidad abstracta a principio supremo del conocer y
cuya filosofía por ello habría que caracterizar con más razón como filosofía de la
identidad (Hegel, 1 970 y ss.: 8, § 1 03, Zus.: 2 1 6-2 1 8).

La magnitud intensiva o de grado puede darse también respecto de determinados


acontecimientos que, después de descubiertos por la historia y más allá de la
interpretación que de los mismos se hace, llegan a penetrar tan hondamente en la
sensibilidad que se transforman en contenidos de una especie de memoria histórica, a

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veces de extraordinaria amplitud. Es lo que por ejemplo ocurre con Pompeya y, en


un orden diferente, con la memoria del horror después de la Segunda Guerra
Mundial (Cuesta Bustillo, 1 998: 8 1 y ss.). Memoria e historia están aquí entre­
mezcladas: la memoria, depurada por la historia; la historia vivida intensamente por
la constitución de la memoria post factum.

A) El presente como anticipación del futuro

Esta anticipación se puede dar, en primer término, en el sentido de predecir el


futuro o de conjeturar cómo va a ser. Es una tarea que al hombre le viene impuesta
y a la que incluso se ve forzado. Quiera o no, tiene que estar pensando qué va a
ocurrir, cómo tendrá lugar esto o aquello, cómo serán las cosas. Esto es así porque
él está siendo ya futuro, tiene un pie puesto en él. Está así conscientemente, en
cuanto ser pensante. Como tal, no simplemente camina hacia el futuro o va hacia él.
Esto se puede decir de los seres vivos en general que, como por ejemplo las hormigas,
almacenan hoy granos para alimentarse mañana. Pero para ellas no existe formalmente
ni el hoy ni el mañana, son impulsadas a hacer lo que hacen en y desde un mero
presente. El hombre en cambio está abierto al tiempo como tal, lo que implica que
percibe netamente la diferencia entre el ayer, el hoy y el mañana. Como se encuentra
en esta apertura al tiempo como tal, está abierto al futuro, de forma especial además
por la razón indicada; está con un pie en él.

Es una sensación cualitativamente distinta de la que se refiere al pasado. Por más


que gravite sobre nuestro presente, tenemos la impresión de que el pasado lo
tenemos ya detrás de nosotros, mientras que en el futuro estamos entrando siempre,
en cada momento, sin que nos sea posible dar marcha atrás. De algún modo nos
situamos desde el presente ante el futuro, como ante una especie de cámara en la
que antes o después se emitirá un juicio sobre nuestra vida. Es una dimensión
esencial. Puesto que hasta ahora ese juicio no ha tenido lugar, acontecerá con
seguridad en el futuro. De ahí que sea en el futuro donde se alumbra para nosotros lo
escatológico en el sentido, no simplemente de algo que acontece por fin sino de algo
que representa la finalización o cumplimiento del proceso vital. Ese carácter de estar
constitutivamente orientado hacia el futuro es a lo que Marías llama ser futurizo:

El hecho insoslayable es que vivimos primariamente en el futuro. No soy


futuro... , sino perfectamente real y presente; pero en español hay un maravilloso
sufijo: -izo, que indica inclinación, orientación o propensión [ . . . ] yo soy futurizo:
presente, pero orientado al futuro, vuelto a él, proyectado a él (Marías, 1 973: 22)
[ ... ] . Vivir es proyectar, imaginar, anticipar; es seguir proyectando, imaginando y
anticipando; soy inexorablemente futurizo, orientado al futuro, remitido a él (1. c.,
268; cf. 48, 224, 234, 268).

El presente es también anticipación del futuro en el sentido de esquematizar,

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proyectar y tender a lo que, en razón de lo que el hombre piensa o se imagina, va


a hacer - o al menos, desea hacer - en el futuro. También esto ocurre de modo
necesario. Al hombre le acontece necesariamente el estar tendiendo activamente
hacia el futuro y por tanto, estar siendo ya en él. Está impulsado ya por la vida
y por sus circunstancias. Es ésta una dimensión profundamente paradójica, pues
por una parte, el hombre tiende a hacer cosas en el futuro, sobre todo cosas que él
mismo programa y proyecta; y al mismo tiempo, junto con este carácter ineludible,
con esta necesidad de su tendencia al futuro, el hombre tiene que poner a prueba
su libertad, ejercitarse como ser verdaderamente libre. El hombre tiene que ser
necesariamente libre.

La anticipación del futuro es una actividad teórico-práctica, en cuanto que de un


lado el hombre, en y desde su presente, se ve abocado a tener que predecir lo que va
a acontecer, para poder orientarse y, de otro lado, buena parte de lo que piensa que
va a acontecer, sobre todo en lo que le afecta a él personalmente, depende de lo que él
proyecta hacer. Como no puede menos de estar haciendo cosas y en cuanto que éstas
las debe hacer en su calidad de persona consciente e inteligente, cabe decir que su
orientación a la praxis está en la raíz de su propio modo de ser. ¿Cabe decir que la
praxis es anterior a la teoría o más bien lo contrario? Es difícil determinar lo uno y
lo otro, probablemente porque ambos se conjuntan e interpenetran y en ese sentido
son simultáneas, aunque en unos casos sea prioritario el ejercicio de una actividad y
en otros casos lo sea el de la otra.

El carácter ineludible de la anticipación no implica que las cosas vayan a ser


como se anticipan. Al contrario, las cosas pueden resultar de un modo muy diferente,
a veces opuesto y en ningún caso igual a como se han pensado, porque hay una serie
ilimitada de factores que quedan en la oscuridad en el momento de la anticipación:
circunstancias, otras personas, presencia influyente del pasado, aparte de que el cálculo
- deliberado o instintivo - de lo que va a ocurrir puede estar muy mal hecho y los
deseos estar mal orientados o ser directamente equivocados. La expresión "el hombre
propone y Dios dispone" puede referirse primariamente a este hecho elemental de que
hay un sinfín de factores cuya presencia y eficacia se nos ocultan y a la hora de la
verdad interfieren en nuestros proyectos y acciones, obstaculizándolos en unos casos,
modificándolos en otros o simplemente impidiéndolos. Pues por otra parte no parece
muy acertado teológicamente imaginarse a Dios y al hombre en competencia,
deshaciendo uno lo que pone en marcha otro. Es éste un aspecto que ha clarificado a
lo largo de su esencial obra O. González de Cardedal. Aducimos aquí, como muestra,
el siguiente texto:

A nuestra percepción moderna la primera pregunta que le surge es la de cómo


es posible que el trascendente se convierta en un elemento de este mundo, sea una
causa intrahistórica, entre en el juego de acciones y pasiones propias de los mortales

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y pecadores. La pregunta parte de una comprensión absolutizada de la finitud


frente a su origen, de la libertad creadora frente a la creante, como si Dios y
sus creaturas se comprendieran en alternativa. Para la Biblia el creador y la
creatura no pueden entrar nunca en colisión metafísica, aun cuando puedan entrar
en colisión volitiva. Dios no necesita permiso del hombre para acompañarle en la
historia, lo mismo que no necesitó permiso para acompañarle en el paso de la nada
al ser. Su presencia en la historia es prolongación, actuación y radicalización de su
acción creadora. Dios intima sus deseos, mociones e imperativos a los hombres
no como una causa física, intrahistórica más, sino dinamizando su libertad en una
dirección, orientando el juego de causas hacia una meta, invitando a las conciencias
a adherirse a algo cuyo valor, verdad y bien les aparece tan intensamente como
para que puedan ir tras ellos. Dios posibilita y excita, incita e invita (González de
Cardedal, 2006: 639 y s.).

B) El presente como efusión de futuro

Significa esto que el sujeto va buscando sus objetivos de acuerdo con sus intereses
y elude, instintiva o conscientemente, otras posibilidades, que además son sin duda
múltiples y muy variadas. Es una forma obligada de optar entre diversas
posibilidades de seleccionar y elegir unas en lugar de otras.

El individuo que a lo largo de nuestra vida llegamos a ser es sólo uno de los
varios o muchos que pudimos ser y que quedaron sin realizar como bajas
lamentables de nuestro ejercito interior. Por eso importa mucho que entremos en la
existencia muy ricos de posibilidades a fin de que luego la poda fatal que es el
destino deje siempre en nosotros potencias invulneradas y robustas. Esta
abundancia de posibilidades es el síntoma más característico de la vida pujante
(Ortega y Gasset, OC, II, 1 966: 6 1 0).

Cada ser humano lleva en torno al núcleo de su existencia efectiva un elenco


concreto, individualísimo de otras posibles vidas, suyas y sólo suyas. Y solamente
destacándolo sobre el fondo de esas biografías espectrales aparece claro y riguroso el
perfil fatal, estricto de nuestro destino (l. c., 647).

No entendemos bien la vida efectiva del prójimo si no la vamos contrastando


con la línea de otra vida suya posible, la que se obtiene restando la intervención
deformadora del azar. Pertenece a la extraña condición humana que toda su vida
podía haber sido distinta de la que fue (Ortega y Gasset, OC, VII, 473).

El porvenir es lo aún indeciso, lo que no se sabe cómo va a ser, aunque de él


se tienen siempre ciertas expectativas probables pero vagas. Si el pasado es lo que
poseemos, lo que tenemos, el futuro es por esencia lo indócil, lo que no está
nunca en nuestra mano (Ortega y Gasset, OC, IX, 654) .

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TEORÍA DE LA HISTORICIDAD (FILOSOFÍA. HERMENEIA) (SPANISH EDITION)

La consistencia del yo posee la extraña consistencia del ser futurición . . . el yo


de ustedes está ahí pronto a escucharme o a evitarme [ . . . ] (OC, XII, 2 1 2 y s.).

La elusión del futuro no se refiere al futuro mismo, sino a estas o aquellas


posibilidades que se dan en el futuro. El futuro mismo no se puede eludir.

El Destino tiene al hombre irremediablemente encadenado a la realidad y en


lucha sin tregua con ella. Es imposible la evasión. El tener que hacerse su vida y
decidir en cada instante con su exclusiva responsabilidad lo que va a hacer es como
si tuviese que sostenerla a pulso (OC VII, 468).

Estas consideraciones de Ortega, que tienen como foco de atención al hombre,


pueden aplicarse sin más a la historia. Más aún, esa reflexión tan frecuente en él, de
que el hombre es ante todo futurición, de que sólo tiene paradójicamente
consistencia en y desde lo que ya no es y en orden a lo que todavía no es, como si
el hombre estuviera permanentemente suspendido entre dos nadas, el hecho de que
tiene que estar decidiendo en cada caso lo que va a ser y que esto es cosa del
destino, que por tanto no puede eludir, aunque sí pueda y además tenga que eludir,
de cara al mismo futuro, estas o aquellas posibilidades etc., todo esto parece estar
reflejando determinadas etapas históricas, sumamente inconsistentes e inestables que a
Ortega como a tantos de sus contemporáneos les tocó en suerte vivir.

Pero la elusión en cuanto acción forzosa de tener que eludir unas posibilidades
frente a otras, tiene en cualquier caso, al margen del carácter propio de las
situaciones concretas, un aspecto dramático, que muy bien puede llegar a ser trágico.
Por una parte, una contradicción tremenda tanto en los individuos, como en las
comunidades o en los pueblos, es que no simplemente tienen que eludir estas o
aquellas posibilidades, sino que pasan por situaciones en que parecen estar viviendo
de espaldas a su futuro; como si no tuvieran posibilidad alguna de elegirlo o simple­
mente no quisieran. No es que el futuro desaparezca, ya que el hecho de negar una
cosa supone que esta existe. Pero en todo caso es ésta una de las malas j ugadas del
destino. En su forma extrema es esta una situación trágica, que no deja de
enunciarse implícitamente en afirmaciones referidas a que individuos o pueblos no
tienen futuro.

Poco o nada alivia tal situación extrema el hecho de que esta sea transitoria,
puesto que la vida es en todo caso suficientemente breve como para que tal
transitoriedad abarque en ocasiones la vida entera. Ya el hecho de que se apele tanto
y con tanta frecuencia a la esperanza es un signo de que la condición humana es
sumamente frágil, hasta el punto de que en determinados momentos todas las
posibilidades de vivir con sentido pueden desaparecer. Pero aparte de esa dimensión
trágica, la elusión de posibilidades de futuro tiene dos aspectos dramáticos que pue­
den vivirse con mayor o menor intensidad. Tanto en la vida simplemente individual
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como, en general, en la historia el hecho de ir avanzando en el proceso implica no


sólo optar por unas posibilidades frente a otras, sino dejar tras de sí éstas o aquéllas,
en la mayoría de los casos definitivamente. El decidirse por estudiar ingeniería en
lugar de medicina supone que ésta pase antes o después a dejar de ser una
posibilidad. Son infinitas las cosas, como incontables son las encrucijadas en la vida.
En los pueblos ocurre tres cuartos de lo mismo, salvadas todas las diferencias que sea
preciso. En sus relaciones internacionales, el hecho de pactar con determinados estados
puede marcar y condicionar su propio destino durante generaciones, sobre todo si le
cierra la posibilidad de relacionarse positivamente con otros. Que un pueblo oriente
sus energías en una determinada línea en detrimento de otras no dejará a su vez de
caracterizar su propia identidad en el futuro. Tiene por ello la elusión del futuro,
aun en sus formas más normales y razonables, un inevitable carácter dramático.

3 . 3 . 2. El pasado como mero pretérito, como remanente y como potencial futuro

El pasado como mero pretérito se refiere a lo que simplemente ha sido. Significa


aquello que ha dejado de ser y ya no es en modo alguno. Ocurre esto con la mayoría
de los acontecimientos, que apenas si son mencionados por la historia. Bajo la
forma de lo que en realidad fueron no son ya recuperables en modo alguno. Es algo
difícil de entender a primera vista, si se considera que sin ellos el presente no
existiría. Luego su realidad es de todo punto innegable, por más desconocidos y
olvidados que estén. En cuanto tales se nos presentan como testigos mudos de un
pasado, del que sabemos que está ahí, pero que paradójicamente, en cuanto que
tenemos que ver con él, se nos muestra como vacío en el sentido de que no estamos
en situación de proyectar nada sobre él. No obstante es sumamente real porque se
ha convertido en naturaleza.

En este caso no se trata del pasado como aquella dimensión a la que el hombre
pueda volver la mirada y en la que encuentra recursos, posibilidades que, pensadas
e interpretadas, pueden suministrar aún claves de orientación para el futuro. Algo de
lo que ese pasado representa lo pueden indicar las ruinas, cuando éstas no son más
que ruinas, como pueblos totalmente abandonados donde no queda un solo
habitante y para los que presumiblemente nadie, ni siquiera en lejanía, tiene un
recuerdo. Pero todo ese fondo oscuro y opaco, cerrado con siete llaves, es nuestro

pasado, anillos de la cadena que llega hasta nosotros sin los cuales la existencia del
hoy sería impensable. Ello quiere por tanto decir también que, en la medida en que
el hoy depende del ayer y éste es impenetrable, aquél seguirá siendo un enigma.

Algo muy distinto de este pasado en cuanto pretérito es el pasado como


remanente, como algo que permanece y queda. Es diferente del pasado antes
mencionado, que ciertamente es real, pero que no es percibido como influyendo,
como prolongándose de un modo u otro en el presente. Cuando nos referimos al

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pasado como remanente pensamos en un pasado que además de influir en el presente


es como su soporte:

Lo que pasa queda, porque hay algo que sirve de sustento al perpetuo flujo
de las cosas. Un momento es el producto de una serie que lleva en sí [ . . . ] . Es
fácil que el lector tenga olvidado de puro sabido que mientras pasan sistemas,
escuelas y teorías va formándose el sedimento de las verdades eternas de la
eterna esencia, que los ríos que van a perderse en el mar arrastran detritos de las
montañas y forman con él terrenos de aluvión; que a veces una crecida barre la
capa externa y la corriente se enturbia, pero que, sedimentado el limo, se
enriquece el campo. Sobre el suelo compacto y firme de la esencia y el arte
eternos corre el río del progreso que le fecunda y acrecienta (Unamuno 1 966:
7 9 2 ).

Al margen de la intención que persigue Unamuno con sus reflexiones y sus


metáforas, podemos incorporar lo que su texto expresa de modo directo para
destacar, en la línea que venimos siguiendo, varios aspectos. En cuanto que se
reflexiona sobre el pasado y se habla de él, se tiene conciencia del mismo. Hablar
del pasado y comprenderlo son inseparables de tener conciencia del mismo. Y
llevado esto a su propio límite, significa que tener conciencia del pasado implica ver
cómo el tiempo pasa. Y pues esta fluencia es constante, el pasado se constituye en y
mediante el hecho de pasar. Por consiguiente a la noción de pasado va unida la de su
incesante renovación. Sin embargo, esto sólo es por sí mismo insuficiente, haría incluso
imposible al propio pasado, puesto que el mero pasar significa que no queda nada de
lo que pasa, El pasado carecería de consistencia, tanto como de significado. El hecho
de poder nombrarlo y pensarlo supone que el pasado no es mera transitoriedad.

Pero tampoco esto es suficiente, en cuanto que no da razón de la entidad propia


del pasado, dado que la consideración que acabamos de hacer puede aplicarse a
cualquier tipo de entidad, también por tanto a las cosas que son pudiendo dejar de
ser. Esto en cambio no ocurre con los acontecimientos pasados que, una vez que se
han producido, son absolutamente necesarios. Nada en el cielo ni en la tierra - para
utilizar una conocida expresión de Hegel - los puede hacer desaparecer. Kierkegaard
afirma que nada de lo que ha llegado a existir es propiamente necesario, porque lo
necesario simplemente es y no llega a ser. Todo lo que llega a ser tiene su origen en
una causa libre, que lo ha producido pudiendo no haberlo hecho. A eso se debe que
lo pasado, que ha sido producido, siga siendo contingente una vez que ha sido
producido (cf Kierkegaard, 1 9 59 : 8 8 1 ) . Esto sin embargo equivale a trasladar el tipo
de entidad del origen de una cosa a la cosa misma. Nada impide que algo, que es
contingente en su origen, sea necesario una vez que existe, pues pasa a formar parte
de la realidad, más concretamente de la realidad histórica. De este modo el pasado se
constituye en algo sustancial que permanece por sí mismo, por la entidad que le es

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propia.

El pasado es además un potencial futuro en cuanto que alberga también


posibilidades. Lo que ha sido no puede ser ya de un modo distinto de como fue,
pero de su pasado el hombre puede, tanto en el orden individual como en el
histórico, extraer formas de ser potenciales, con las que labrarse su porvenir. Hay en
esto tres vertientes que convergen en un único punto. Por una parte el hombre, en
cualquiera de las formas de su existencia, no puede volver a ser exactamente lo que
fue. Un estricto conservadurismo, que intente repetir exactamente lo pasado, está
condenado al fracaso y sólo puede darse en la imaginación de quienes pretenden
instaurarlo. Como razón última de dicha imposibilidad puede considerarse el hecho
de que, en razón de la libertad, que le es constitutiva, el hombre tiene que estar
eligiendo en cada caso lo que va a ser en el futuro y, en razón de su individualidad,
lo que eligió ayer no puede ser válido, tal cual, para que lo elija hoy. Como forma
descriptiva de expresar esto mismo es válida la utilizada por Ortega: "Inexorablemente
el hombre evita ser lo que fue" (Ortega y Gasset, OC, VI, 1 966: 40).

Pero al mismo tiempo - ésta es la segunda vertiente - no puede menos de


volver la vista a su pasado, no exactamente porque no tenga otra cosa como
hiperbólicamente dice Ortega - ya que en el hombre se repite de forma cíclica e
inexorable todo aquello que tiene en común con otros seres, salvadas las diferencias
tanto específicas como individuales. No obstante tiene razón Ortega al afirmar que la
esencia del hombre no se puede entender sin mirar a su pasado, o que el pasado es
ya parte integrante de su esencia:

Lo único que el hombre tiene de ser, de naturaleza es lo que ha sido. El


pasado es el momento de identidad en el hombre, lo que tiene de cosa, lo
inexorable y fatal (Ortega y Gasset, OC, VI, 1 966: 39).

El hombre se ve obligado a ocuparse de su pasado, no por curiosidad ni


para encontrar ejemplos normativos, sino porque no tiene otra cosa (l. c., 49).

La tercera vertiente se refiere a que, no obstante ser algo que no se puede


repetir tal como ha sido, el pasado es fuente de posibilidades para el futuro, que
es ahora lo que nos interesaba subrayar.

Constantemente estamos decidiendo nuestro ser futuro y para realizarlo


tenemos que contar con el pasado y servirnos del presente operando sobre la
actualidad, y todo ello dentro del ahora; porque ese futuro no es uno cualquiera,
sino el posible ahora, y ese pasado es el pasado hasta ahora, no el de quien vivió
hace cien años (Ortega y Gasset, OC, VII, 1969: 435).

A) El enlace de pasado y futuro en el pasado futuro

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Al igual que se ha aclimatado ya la expresión futuro pasado de la que hablaremos


luego se puede hablar de pasado futuro. Con ello queremos decir que el futuro está
ya dado, escrito en el pasado. No nos referimos con ello a que, supuesta la secuencia
temporal de pasado, presente y futuro, para que el futuro sea una realidad, tienen que
transcurrir previamente el pasado y el presente y, si consideramos que éste es, según
la expresión husserliana, el límite ideal entre pasado y futuro, es decir, que tiene un
carácter absolutamente instantáneo, bastaría con decir que para que sea real el
futuro, tiene que transcurrir íntegramente el pasado. En ese sentido formal del
decurso estrictamente temporal es obvio, tanto que el pasado es condición del futuro
como que esta condición es absolutamente necesaria, en cuanto que si por un impo­
sible el pasado queda congelado y no transcurre en absoluto, ya no puede advenir el
futuro. En este caso es indiferente si el tiempo lo concebimos como previo a nuestra
percepción o si lo consideramos, en sentido kantiano, como <<una forma pura de la
intuición sensible" (Kant, KrV A 3 l, 1 956: 75), más concretamente como <<la
condición formal a priori de todos los fenómenos en general [ . . ] la condición .

inmediata de los fenómenos internos y justamente por ello, de forma mediata,


también de los fenómenos externos" (o. c., A 34, 77). A los efectos es indiferente,
porque tanto en un caso como en otro, lo que podamos concebir como pasado nos
aparece como condición necesaria del futuro. Pero aquí no estamos pensando en el
pasado temporal, sino en el pasado histórico. El primero lo podemos pensar como
vacío por completo de contenidos, el segundo por el contrario está lleno de
incontables contenidos.

Aquí la situación es muy diferente, porque la cuestión se concreta en si todo


cuanto pueda acontecer en el futuro está ya prefigurado o anticipado en el pasado
y si tal anticipación, en el supuesto de que se dé, determina el futuro. Al punto
intuimos que la respuesta no es sencilla y que como en tantos casos, depende de la
concepción que se tenga de lo real en general. Si lo pensamos como totalmente lleno
de cosas, donde todo es ser y no hay lugar alguno para el no ser o para el vacío, si
más concretamente en el caso de la historia nos imaginamos que todo el pasado son
acontecimientos que se suceden unos a otros, de forma que entre ellos hay algún
tipo de relación - de otro modo ¿cómo podría contarse con sentido la historia?-,
entonces parece obligado concluir que de algún modo lo que va a ser un futuro real
está prefigurado o anticipado en el pasado, aunque aún no sea posible determinar la
figura concreta de la presencia de ese futuro en el pasado y tal figura sólo la
podamos conocer con propiedad a posteriori, una vez que se da en el futuro real.

De hecho hay algo que habla a favor de tal presencia del futuro en el pasado. Es
tan grande la avalancha de acontecimientos que están presionando sobre nuestro
presente, es tal la sensación intuitiva de que muchísimos otros acontecimientos se
están gestando ya, latentes aún pero a su modo reales, que a la vista de estos dos
aspectos presentimos que el futuro está ya ahí, presto a aparecer en escena cuando le
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llegue el momento. Por otra parte, la concepción determinista, que tiene la


pretensión de ser válida para la realidad en general viene ya de lejos y discurre en
paralelo con el proceso del pensamiento, de vez en cuando inmiscuyéndose en él o
adquiriendo incluso la preponderancia frente a toda concepción no determinista.
Dentro del determinismo neurológico, que tanto peso e influencia tiene hoy, constituye
un capítulo especial la consideración neurológica también y en consecuencia
determinista de la historia. Y aunque en este caso concreto pudiera tal vez eludirse
de algún modo la cuestión, diciendo que el determinismo se refiere sólo al
conocimiento de los fenómenos históricos que tendría un carácter necesario, no a
los fenómenos mismos, de hecho no tiene sentido decir que el conocimiento de una
determinada realidad llega, si ha de ser verdadero, a resultados absolutamente
necesarios sin que la realidad a que se refiere tenga también una estructura
necesaria. (Sobre esta cuestión del determinismo neurológico aplicado a la historia cf.
Fried, 2004: 1 1 y ss.; Geyer, 2004: 1 34 n . ; Volker, 2004: 140 y ss.)

Con ello hemos apuntado alguna de las razones de carácter general en defensa
de la idea de que todo lo que va a acontecer en el futuro está ya prefijado en el
pasado y por tanto de que se puede hablar de un pasado futuro. Por otra parte los
acontecimientos en el presente, es decir, los que ya se van haciendo pasados, se
condensan y se precipitan en ocasiones de tal forma que, pasados unos años, no
sorprendería oír decir a historiadores de buen tino y mejores conocimientos que lo
que entonces iba a venir estaba ya preparado, si no predeterminado; de tal manera
que nadie podría pensar que los acontecimientos iban a ser fundamentalmente
otros - si en los meses o años próximos se produjera algún ataque entre naciones

no faltaría quien con posterioridad dijera que todo eso se veía venir y adujera buenas
razones para fundamentar su tesis. Al fin la historia universal vendría a convertirse
en el juicio universal, en el que según Hegel el espíritu del mundo se produce a sí
mismo, a la vez que ejerce un derecho sobre todos los acontecimientos particulares en
el proceso de la historia (cf. Hegel, 1 970: 7 §340, 503). Pero Hegel es susceptible
de una interpretación que no es la determinista y, en concreto, lo que aquí estamos
imaginando sobre el pasado futuro es diferente de lo que cabría considerar como
resultado lógico de las consideraciones que preceden. Hay otros tipos de lógica más
racionales.

Choca en efecto contra la lógica más elemental del lenguaje la idea de que hay
un pasado que es ya futuro en el sentido de que éste se halla ya prefigurado o
predeterminado en aquél. Pues si fuera así no tendría sentido hacer conjeturas sobre
diferentes acontecimientos posibles, argumentando que no sólo una de ellas es
realizable, sino también otras muchas. Si se dijera que tiene sentido hablar de
posibilidades diferentes, porque se desconoce cuál es, de entre los acontecimientos
posibles, el único realmente posible, podría contestarse que de ser así carece de
sentido este lenguaje, porque lo que es realmente posible ocurrirá presuntamente

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con seguridad, haciendo vanas e inútiles todas las demás conjeturas. Y no cabría
decir que, hablando de diferentes posibilidades, nos predisponemos a asumir la que
al fin resulte real, puesto que en razón de nuestro desconocimiento de lo que el
pasado en verdad encierra, la predisposición no podría concretarse en modo alguno.
En consecuencia la actitud más coherente sería el quietismo.

Tampoco sería esa concepción de un pasado futuro compatible con una


elemental lógica de la acción, que se proyecta siempre hacia el futuro, partiendo,
ciertamente de determinados condicionamientos, que son indiscutibles y que, como
tales, limitan su horizonte, pero que al mismo tiempo le proporcionan posibilidades
concretas con las que contar. De otro modo la acción sería repetición mecánica de lo
establecido. Esto no lo es nunca. Precisamente la historia nos pone ante la vista
cambios incesantes que a veces pasan inadvertidos y que sin embargo generan modi­
ficaciones, más o menos importantes, a veces sustanciales, otras en apariencia
accidentales, pero en todo caso reales, todas las cuales en conjunto hacen que de
pronto las cosas ya no sean como eran. Los cambios, cuando se advierten y son
vividos como tales, pueden resultar hasta espectaculares, en lo positivo o en lo nega­
tivo, pero se han ido gestando durante un tiempo mediante la colaboración de muy
diferentes factores. Nuestra tesis es que el pasado futuro existe sólo de forma latente
y potencial.

Los factores básicos que se diversifican de muy diversas maneras actualizando,


convirtiendo en realidad efectiva esas posibilidades latentes son tres: la individualidad,
la subjetividad y la libertad, que aquí no vamos a explicitar en lo que son y
representan y a cuya función en relación con el tema que ahora nos ocupa pasamos
a aludir sucintamente. Lo que vaya a ser futuro en cada caso depende de la acción,
coordinada o no; en términos históricos, de la acción simultánea de infinidad de seres
humanos, cada uno de los cuales es un individuo irreducible a cualquier otro y cuya
acción forzosamente tiene que llevar su sello inconfundible (cf Gerhardt, 1 999: 1 87 y
ss.). Esa individualidad, más o menos marcada, actúa y se proyecta como
subjetividad, una de cuyas notas características es la autorreflexión, que lleva, en un
esfuerzo irrefrenable, a saber a qué atenerse: a conocerse a sí mismo en relación con
el puesto que ocupa en la situación en que se encuentra y en la sociedad a la que
pertenece (cf Schulz, 1 979: 59 y ss.). Esa conexión intrínseca de individualidad y
subjetividad es uno de los rasgos más característicos de la era moderna y también de
la contemporánea. Y tiene bajo puntos de vista diferentes, sus representantes más
destacados en Hegel (por más que esta afirmación pueda aún sorprender) y
Nietzsche (cf. Renaut, 1 9 8 9: 20 1 y ss.; 2 1 0 y ss.). Tanto la individualidad como la
subjetividad culminan en la libertad, que sólo cobra realidad efectiva en la medida
en que cada individuo llega a ser él mismo a través de su modo de estar en el
mundo y de relacionarse con los demás.

Si se sitúa en su justo punto la proyección del pasado en el futuro de modo tal


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que éste no puede existir ni ser pensado sin aquél y no obstante posee su entidad
propia, que de ninguna manera puede reducirse a la del pasado, podemos, en el
nivel que corresponde a la historia como narración interpretativa del acontecer,
incorporar la hermenéutica en lo que tiene de esencial como método histórico. Pues
justamente la hermenéutica, en la versión que le ha dado Gadamer, subraya la
presencia efectiva del pasado en la configuración del horizonte, desde el que el
..

intérprete se apropia el pasado. Esta es la idea básica del círculo hermenéutico, cuya
formulación fundamental Gadamer reconoce en el siguiente texto de Heidegger:

El círculo [del comprender] no se debe rebajar a la condición de un circulus


vitiosus y ni siquiera a la de un círculo vicioso tolerado. En él se encierra una
nueva posibilidad del conocimiento más originario, posibilidad que, sin embargo,
sólo será asumida de manera auténtica cuando la interpretación haya comprendido
que su primera, constante y última tarea consiste en no dejar que el saber previo,
la manera previa de ver y la manera de entender previa le sean dados por simples
ocurrencias y opiniones populares, sino en asegurarse el carácter científico del tema
mediante la elaboración de esa estructura de prioridad a partir de las cosas
mismas (Heidegger, 1 963: 1 53, en Gadamer, 1 965: 251).

La forma en que Gadamer sintetiza de forma muy expresiva este pensamiento de


Heidegger es como sigue:

Cuando uno escucha a alguien o se entrega a una lectura, no es que tenga


que olvidar todas las opiniones previas sobre el contenido o todas las opiniones
propias. Solamente se le exige que esté abierto a la opinión del otro o a la del tex­
to. Pero tal apertura implica siempre que se pone la otra opinión en alguna relación
con el conjunto de las opiniones propias o que uno se pone a sí mismo en alguna
relación con aquella (l. c., 253).

Esto supone varias cosas en la actitud de la Hermenéutica hacia el pasado que


ella intenta comprender. Dando por supuesto que esta receptividad hacia el pasado
no significa ni neutralidad estricta, como si uno fuera un mero espectador, ni
tampoco una especie de autocancelación, como si uno tuviera que dejar de lado las
opiniones propias, de lo que se trata es de apropiarse con matices y cierto
distanciamiento de las opiniones previas, es decir, de hacerse cargo del modo en que
está uno de antemano predispuesto hacia lo que se intenta comprender, "a fin de que
el texto mismo se exponga en su alteridad y con ello adquiera la posibilidad de
confrontar su verdad objetiva con la propia opinión previa'' (Gadamer, l. c., 253 y
SS.).

Al igual que aquí, a lo largo de toda la obra Gadamer se está refiriendo, más que
al pasado sin más, a textos del pasado. En ese sentido sus reflexiones interesan sobre
todo a historiadores del lenguaje, de la literatura, de la filosofía, del derecho o de la

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teología por ejemplo. De hecho, una de las especialidades que más ha aprovechado
la Hermenéutica de Gadamer es la teología, lo cual no tiene nada de extraño si se
tiene en cuenta la fuente de este planteamiento. En cualquier caso, el presunto
inconveniente no es tal, de una parte porque los hechos históricos son también
textos, puesto que son recibidos en una situación concreta y su transmisión
contribuye a conformar una determinada mentalidad. Si ante algo no se es por lo
general neutral, ya de entrada en cuanto predisposición a interpretarla, es ante la
historia, precisamente porque es un texto y, como tal, nos habla desde siempre - o de
antemano - con un especial lenguaje. De otra parte, Gadamer se ocupa también de
la historia como tal de una forma coherente con el planteamiento de su obra más
importante (cf. Gadamer, 1 976: 149 y ss., 192 y ss.).

En ese planteamiento van implícitas varias consecuencias, alguna de las cuales


vamos a mencionar. Gadamer ve muy certeramente que nuestro conocimiento de la
historia está condicionado, y es relativamente original al situar los condicionamientos
en nuestros prejuicios. Desmonta el carácter presuntamente negativo de éstos, al verlos
como pre-juicios, como juicios previos que nos permiten una determinada
concepción de la realidad. Son pues inevitables condiciones de comprensión, no sólo
de lo que nos es más inmediato, sino en general, de los más diversos objetos de
conocimiento. Ello implica que la historia, de la que los prejuicios son reflejo, está
ya presente en nosotros con anterioridad al conocimiento que de ella podamos tener,
porque "en realidad no es la historia la que nos pertenece, smo que somos nosotros

quienes le pertenecemos a ella'' (Gadamer, 1 965: 26 1 ) .

Esto es tanto como rehabilitar e integrar en el conocimiento histórico a la


tradición, concebida no como simple transmisión de lo que ya ha sido, sino como
una dimensión que acontece siempre de nuevo, idéntica siempre a sí misma y a la
vez renovada y, en ese sentido, diferente en cada caso. Lo cual quiere también decir,
por su parte, que la distancia temporal que media entre el pasado que se trata de
conocer y el sujeto que conoce no es algo que haya que superar en el sentido de
cancelar o neutralizar. Esa distancia temporal es, por el contrario, productiva, en
cuanto que ha incorporado diversos puntos de vista que, analizados bajo la
perspectiva conveniente, suponen un enriquecimiento del horizonte desde el que se
puede comprender el pasado (cf. l. c., 280).

La aportación más importante de Gadamer respecto del conocimiento del pasado


histórico y de cómo en ese pasado está ya dado de algún modo el futuro, viene
expresada en el concepto de historia efectiva (Wirkungsgeschichte), en el que se
condensan el resto de sus puntos de vista. A la historia nos podemos referir como
a un objeto, pero esa historia está ya presente y actuante en nosotros incluso a la
hora de elaborar por nuestra parte el horizonte desde el que la podemos
comprender:

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De hecho el horizonte del presente se encuentra en permanente formación, en


cuanto que tenemos que poner a prueba constantemente todos nuestros prejuicios.
A esta puesta a prueba pertenece - no en último lugar - el encuentro con el
pasado y la comprensión de la tradición, de la que nosotros provenimos. El
horizonte del presente no se forma pues en modo alguno sin el pasado. No hay
pues un horizonte del presente para sí, como tampoco hay horizontes históricos
que adquirir (Gadamer, 1 965: 289).

Para expresar esta coexistencia e inseparabilidad del horizonte del presente y


horizontes del pasado utiliza Gadamer una metáfora que ha gozado de notable
fortuna:

Comprender es siempre el proceso de la fusión de tales horizontes que


presuntamente son para sí mismos (1. c.).

Esta metáfora es, sin embargo, desafortunada, porque sugiere que esas dos clases
de horizonte, pasado y presente (que es en realidad futuro), desaparecen para
constituir un único horizonte. De ser cierto, se desvirtuaría tanto el pasado como el
presente. El pasado actúa en el presente, sin dejar de ser pasado y de ser reconocido
como tal. Lo contrario supondría que quedamos absorbidos por la tradición en el
sentido del tradicionalismo más fuerte, que Gadamer por otra parte sabe eludir,
brillantemente además. El horizonte del presente no se forma sin duda al margen del
pasado, pero al mismo tiempo el presente sólo está en situación de conocer el
pasado, si se salvaguarda como tal presente. Habrá pues que mantener una dialéctica
elemental entre ambas dimensiones, dialéctica que en su versión hegeliana Gadamer
conoce y sabe aprovechar muy bien (cf l. c., 336 y ss.). Pues volver, como pretende
Tugendhat, a un planteamiento aséptico, en el que a base de aducir argumentos y
contraargumentos se llega bien al consenso, bien al disenso, respecto al pasado
histórico (cf 2003: 1 69) es lo que ya no nos resulta viable. Una cierta anticipación del
futuro en el pasado parece innegable y en tal sentido es legítimo hablar de un pasado
futuro en un sentido tanto ontológico como epistemológico.

B) El futuro pasado

La expresión fue, según parece, utilizada primero por R. Aron (cf 1 948: 1 82),
posteriormente por R. Wittram (1 966: 5), y en fecha más reciente por R. Koselleck
quien le ha dotado de un significado más concreto y más amplio. Por otra parte
parece una de esas expresiones susceptibles de ser empleadas con notable flexibilidad e
incluso arbitrariedad sin que sea apenas posible identificar un fondo común de
significado. El que le confiere Koselleck es bastante claro y preciso:

Para formular mi tesis de un modo breve y contundente: se trata en estos


siglos [de 1 500 a 1 800] de una historización de la historia, en cuyo final está

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aquella forma peculiar de la aceleración, que caracteriza nuestra modernidad.


Preguntamos por tanto por la peculiaridad de la llamada Edad Moderna. Con ello
nos limitamos a aquel aspecto, que se nos ofrece a nosotros hoy desde el futuro
correspondiente de las generaciones de entonces, dicho más brevemente, nos limi­
tamos al futuro pasado (Koselleck, 1 989: 19).

Lo que con otras palabras quiere decir el autor es que el futuro tiene un peso
cada vez mayor como consecuencia de que el mundo va siendo conformado en un
ritmo creciente por la técnica. La diferencia entre la modernidad y el medievo es, en
este sentido, manifiesta. Quienes tenemos interiorizado el modo de vida rural, en que
hemos crecido, y nos hemos tenido que adaptar a la forma de vida en la ciudad
sabemos bien por experiencia de qué se trata. Koselleck aplica un principio general
formulado por Herder quien en polémica con Kant, considera que cada cosa tiene su
• •

propto tiempo:

Propiamente cada cosa mudable tiene la medida de su tiempo en sí misma;


esta medida permanece, aun cuando no existiera ninguna otra. No hay dos cosas
en el mundo que tengan la misma medida de tiempo [ . . . ] . Hay pues (así se
puede decir con propiedad y audacia) en el universo en un tiempo determinado
muchos tiempos, incontables (cit. en Koselleck, 1 989: 1 0).

Según esta forma en que Koselleck quiere entender y acuñar la expresión futuro
pasado se trataría, con carácter general y dicho de forma no sólo breve sino muy
clara, de que cada época y cada hombre tiene una experiencia determinada de la
vida y en razón de ella también una determinada expectativa ante el futuro, al que
se lo ve, por así decirlo, pasar y sedimentarse o cristalizarse en pasado. El hombre es
así espectador de un futuro que cada vez con mayor velocidad adviene, pasa y se
convierte en pasado. Por lo demás, aquí se da por supuesto que no hay pasado que
no haya sido futuro, como tampoco hay futuro que no se convierta en pasado.
Cambian según las épocas y los individuos, la intensidad y el ritmo con que se
experimenta y se vive este fenómeno.

No es ésta la forma en que aquí entendemos la expresión futuro pasado. Más bien,
inspirándonos en ciertas consideraciones de Heidegger, que luego explicitaremos, nos
referimos a un futuro que nunca ha existido y que sólo puede ser construido
volviendo la mirada críticamente al pasado con la intención de escrutar en él las
posibilidades que nunca se han desarrollado y que ahora se trata de recuperar para
convertirlas en realidad efectiva. Cuando Heidegger habla del otro comienzo piensa que
hubo un primer comienzo, o por mejor decir, un esbozo de primer comienzo, en
Parménides y Heráclito (tal vez) que, apenas se puso en marcha, experimentó una
fundamental desviación que habría seguido su curso hasta el presente. Lo que los
pensadores originarios postularon fue pensar el ser del ente, pero éste nunca fue
pensado en realidad, sino que ha sido hasta el día de hoy objeto de persistente y fatal
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olvido.

Para su planteamiento Heidegger se apoya en el concepto de instante (Augenblick),


que contrapone al de tiempo uniforme, que se dilata de forma monótona y
persistente; el tiempo más habitual y por ende menos auténtico, el de la larga
duración (Langeweile), que puede provocar aburrimiento y fastidio debido a ese
carácter monótono. Este tiempo monótono, que es como un presente que parece durar
indefinidamente y dilatarse sin límite, sólo se puede quebrar mediante un cambio de
la estructura de la temporalidad del ser-ahí, de forma que el presente adquiera otro
carácter y pase a adquirir la determinación de instante, cuyo significado Heidegger
pretende extraer de Kierkegaard:

Lo que nosotros designamos aquí con instante es lo que por vez primera en la
filosofía Kierkegaard comprendió realmente - una comprensión, con la que por vez
primera desde la antigüedad da comienzo la posibilidad de una época com­
pletamente nueva (Heidegger, 1 983: 225).

Por época completamente nueva de la filosofía entiende Heidegger un


pensamiento que en la deliberación de la cuestión del ser no parte - como hicieron
en general los griegos y con ellos toda la filosofía occidental - de la realidad exterior,
sino - tal como él mismo ha hecho en Ser y Tiempo - de la determinación interna
de la existencia, que sólo puede ser pensada adecuadamente desde la perspectiva de
su temporalidad e historicidad.

Que Heidegger quiere conectar directamente con Kierkegaard se advierte en que


toma de él, además del concepto de instante, el de repetición (Wiederholung). Ambos
conceptos están en estrecha relación entre sí y junto con el de adelantarse de
antemano hacia la muerte (Vorlaufen in den Tod) forman una unidad estructural de la
temporalidad originaria que corresponde al ser-ahí (cf Thurnher, 2000: 60). El
concepto que sintetiza esa triple dimensión es el de ((instante que repite adelantándose"
(cf l. c.).

Lo que el maestro quiere decir en este lenguaje a primera vista tan abstruso es
aproximadamente lo siguiente. El instante es una acentuación extrema del presente
en el momento de la elección, de la auténtica decisión. ¿En que se traduce que el
presente se convierta en instante? Desde el punto de vista de la negación, en que el
ser-ahí no se deje simplemente llevar, en que no se atenga, sin criterio propio, a las
posibilidades que le vienen presentadas desde su entorno, en que no se oriente
prioritariamente por lo que piensan y hacen los demás; desde el punto de vista de
la afirmación, el instante implica que el ser-ahí se levanta de su caída en el mundo
inauténtico del se (man), de lo que se habla, se piensa y comienza a realizar su
propia finitud y, en definitiva, a tomar en serio, a la vista de la muerte, que es
posible, en cada caso y en cada momento, meditar sobre sus posibilidades más propias.

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Cuáles son en concreto las posibilidades más propias y más originarias, entre las que
el ser-ahí debe elegir, es algo que sólo se le desvela en el debate repetitivo con su
pasado, en el retorno repetitivo a su propia historia vital y a la historia de las
comunidades, formas de vida, modos de pensar y mentalidades en cuyo ámbito se
encuentra. La historia en la que estamos desde siempre y de antemano, que nos
acampana y traemos con nosotros, nos determina tanto mas Intensa y
- , •

persistentemente cuanto menos nos preocupamos de ella. Sólo si nos volvemos con
propiedad hacia ella, si la afrontamos e intentamos hacérnosla transparente, podemos
liberarnos.

Repetición (Wiederholung) en este sentido es justamente lo contrario de un mero


de nuevo, como si se tratara de reproducir algo ya acontecido. En la repetición el
presente se aleja de la transmisión acrítica del pasado en cualquiera de sus formas. El
ser-ahí alumbra en ella para sí mismo las posibilidades que le están dadas de forma
latente en toda la tradición y que hasta ahora no han sido realizadas. Al proceder
así pone de nuevo ante sí mismo esas posibilidades como posibilidades de su futuro.
De este modo la repetición ofrece la posibilidad de superar lo que ha sido trans­
mitido y llegar así a otro comienzo. En este sentido leemos en Ser y Tiempo:

La repetición de lo posible no consiste en restaurar el pasado ni en amarrar el


presente a lo ya dejado atrás. La repetición que brota de un proyectarse resuelto,
no se deja persuadir por el pasado a procurar tan sólo que ese pasado vuelva a
tener la realidad que tuvo en otro tiempo. La repetición replica más bien a la
posibilidad de la existencia que ya ha sido. Pero la réplica a la posibilidad, en el
acto resolutorio, es al mismo tiempo, en cuanto instantánea, la revocación de lo
que en el hoy sigue actuando como pasado. La repetición ni se abandona al pasado
ni aspira a un progreso. Ambas cosas son, en el instante, indiferentes para la
existencia propia. Caracterizamos la repetición como el modo de la resolución que
se hace tradición de sí misma y por obra del cual el serahí existe como destino.
Ahora bien, si el destino constituye la historicidad originaria del ser-ahí, entonces
la historia no tiene su peso esencial ni en el pasado, ni en el hoy y su nexo con
el pasado, sino el acontecer propio de la existencia, que brota del advenir
(Zukunft) del ser-ahí. (Heidegger, 1 963: 3851).

La concepción heideggeriana de la historicidad, con su referencia esencial a la


repetición y al futuro, pensado como advenir, ha encontrado su inmediata aplicación
y su corrección en varias aportaciones centrales de su filosofía, como son su
destrucción de la ontología, su reposición de la metafísica así como sus intentos de
llevar a cabo un pensar que tiene un nuevo comienzo. Se puede igualmente afirmar
que su planteamiento ha tenido influencia en el concepto de arqueología de
Foucault ( cf. Foucault, 1 970: 227 y ss.; Sauquillo, 1 989: 25 1 y ss., 3 1 9 y ss.;
Gabilondo, 1 990: 132 y ss.) o, en el tratamiento que Derrida hace de la genealogía

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como momento integral de la estrategia del desconstructivismo (Derrida, 1 967: 23 5


y ss. ; 1 9 89: 37 y ss.) . Significativamente Derrida apoyándose en Heidegger le
critica por no haber sido consecuente hasta el final (cf. 1 989: 1 1 9 y ss.).

Aquí prescindimos de tres cuestiones: si la interpretación que hace Heidegger de


Kierkegaard no estrecha, simplifica y distorsiona la concepción de este último, tal
como piensa R. Thurnher (cf. 2000: 61 y ss.). Tampoco entramos en las
implicaciones del planteamiento de Heidegger en su propia obra. Y dejamos de lado
las consecuencias que ha tenido en otros autores, que además, como es el caso de
los dos citados, han querido radicalizarlo. Nos limitamos a hacer algunas
consideraciones a partir de lo que sugieren los textos de Heidegger. Una vez más,
tomamos el texto como pretexto en orden, en este caso, a concretar lo que da de sí el
foturo pasado.

La primera pregunta que cabe hacer es en virtud de qué criterio o criterios se


pueden conocer las posibilidades que yacen latentes en el pasado y que no se han
realizado hasta ahora. Si no las podemos conocer a través de lo que es el pasado real,
considerado como aquel en el que determinadas posibilidades se han realizado, ¿qué
otra vía de acceso podemos tener? Heidegger, en La constitución onto-teo-lógica de la
metafísica, afirma que se trata de poner en práctica el paso hacia atrds:

Para nosotros el carácter del diálogo con la historia ya no es la superación


[como la concibió Hegel], sino el paso hacia atrás [ . . ] El paso hacia atrás lleva al
. .

ámbito, pasado por alto hasta ahora, a partir del cual se vuelve, por vez primera,
digna de ser pensada la esencia de la verdad (1957: 45).

Las preguntas sin embargo persisten, pues falta por determinar la índole de ese
ámbito primero al que Heidegger alude. Da la impresión de que, en su opinión, ese
ámbito, que ha permanecido oculto y olvidado, ha tenido que existir a la vista de la
profunda insatisfacción a que ha conducido la historia del pensar. Pero dicho ámbito
no posee una figura determinada y concreta. N o basta apuntar a que encontramos
indicaciones luminosas en Parménides y Heráclito, pues tales indicaciones, por sí
solas, dicen muy poco y han de ser pensadas, como de hecho intenta Heidegger
reiteradamente. Pero al hacerlo así está construyendo en realidad su propia filosofía.

Esto nos lleva a una segunda pregunta. Si el ámbito desde el que por primera
vez se hace digna de ser pensada la esencia de la verdad sólo adquiere perfil y
concreción desde una reflexión realizada en el presente -y más concretamente, la
llevada a cabo por el propio Heidegger-, la pregunta más obligada es , entre otras
alusivas al procedimiento y al método, ¿cómo se establece el nexo entre el presente y
ese que hemos llamado futuro pasado, que paradójicamente es un futuro irreal,
congelado en un punto indefinido e indefinible, que no ha adquirido figura ni
realidad efectiva alguna? El pasado que media entre ese punto del pasado que se

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antoja ser un instante fulgurante, al que ya no se puede acceder - está vado y a él


ya no se puede recurrir. El presente está igualmente vado y el futuro no existe y es
preciso construirlo. No parece sino que Heidegger proyecta sobre las tres dimensiones
históricas la desrealización que Agustín, de quien él fue asiduo lector, llevó a cabo de
las tres dimensiones temporales. La diferencia estaría, entre otras cosas, en que el
resultado no sería - como en Agustín- presente de lo pasado, presente de lo
presente y presente de lo futuro, sino futuro del pasado, futuro del presente y futuro
del futuro. Es decir, la única referencia sería el futuro - el advenir- como allí lo es
el presente.

Otra similitud, tal vez más honda, está en lo que es el asiento de las dimensiones
temporales. Y esto nos lleva a la tercera y última pregunta. Según Agustín las
dimensiones temporales tienen su raíz y fundamento en el alma:

En ti, alma mía, mido los tiempos. No quieras perturbarme; quiero decir: no
te dejes perturbar por la confusión de tus afecciones. En ti, afirmo, mido los
tiempos. La afección que en ti producen las cosas que pasan y que permanece,
cuando aquellas han pasado, es la que yo mido en su presencia, no las cosas que
pasaron, para que aquella se produjera. Es a esa misma afección a la que mido,
cuando mido los tiempos. Luego los tiempos son esa misma afección o no mido
los tiempos (Agustín, 1955: XI, 27, 36, 506 y ss.; cf. Flasch, 1 993: 3851).

Cabe decir que según Heidegger la temporalidad y la historicidad, que en


aquella se funda, no puede en último término tener su raíz sino en el pensar
mismo. Pues no existiendo aún el futuro, que está sólo por venir, y estando el
pasado y el presente exclusivamente en función del futuro, que les confiere, por así
decirlo, legitimidad, no parece sino que es preciso volver la mirada al pensar mismo,
cuya actividad sería ella sola capaz de construir el futuro y conferir así sentido al
pasado y al presente. Ahora bien, la actividad del pensar únicamente puede existir
en el presente, aunque se ejercite bien volviendo la mirada hacia el pasado, bien
dirigiéndola hacia el futuro. Y no es suficiente replicar - remedando de algún modo
a la tradición aristotélica - que si el pensar está volcado hacia su objeto que es el
futuro, es porque éste es la dimensión temporal principal, en función de la cual
están las otras dos.

Pero antes de concretar esto, quisiera simplemente aludir a que esta


desrealización de los momentos temporales, su consideración desde el punto de vista
de su no-ser o de la nada - de lo que es un claro indicio el hecho de que se
convierta al futuro, que es nada aún, en el referente esencial del tiempo - da pie a
conferir prioridad al instante (Augenblick), como punto indivisible sobre el que
descansa la creatividad. O dicho de otro modo, la actividad del sujeto se ve forzada
a ser creativa, puesto que tiene que forjarse, en el instante, su futuro, como si otra
cosa no existiera en verdad. En definitiva una actitud radical en la concepción del
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futuro pasado favorece una concepción estética del tiempo. De ello pueden ser
muestra ciertas publicaciones más o menos recientes, en las que la visión de
Heidegger tiene una presencia innegable, en cuanto que ha inspirado nuevas formas
de interpretar el mismo pasado o ha dado pie a revisarlo para sacar a la luz
aspectos, que a Heidegger le habían permanecido ocultos. En general, el instante no
lo ha descubierto Heidegger, pero la forma incisiva con la que lo ha tratado ha
abierto nuevas perspectivas para la comprensión estética del concepto de tiempo en
general (cf. Wohlfahrt, 1 9 82: 1 0 y ss. ; 1 24 y ss.; Thomsen y Holl andert, 1984: 1
y ss. , 7 y ss. ; Bohrer, 2003: 7 y ss.) .

El hecho de que al fin aparezca en primer plano el instante es muy significativo,


pues implica que en el intento de afrontar el futuro es inevitable afianzarse en el
presente según su carácter más esencial y condensado. Enfrentados a la tarea de
construir el futuro, no podemos realizarla sino sobre el fundamento de las posi­
bilidades de que disponemos. Tan innegable como es esto, lo es igualmente el hecho
de que con tales posibilidades contamos hoy y no sabemos si podemos contar mañana,
a la vez que no las tenemos al margen de lo que ha sido y sigue representando el
pasado. Y aquí es donde se nos muestra una alternativa: o bien prevalece el pasado
en el momento de dirigirnos hacia el futuro, de forma que este, sin ser mera
reproducción del pasado, se nos anticipa prioritariamente como continuidad del
mismo, o bien el pensamiento trabaja ante todo sobre la base de una desrealización
del pasado, es decir, de su transformación en materia para una programación y
construcción del futuro. La aceleración progresiva del tiempo, a la que con razón se
refiere Koselleck, hace que inevitablemente dicha desrealización sea un signo de los
tiempos y que, en ese aspecto, el futuro pasado, tal como aquí lo hemos expuesto,
esté en primer plano. Pero justamente, las urgencias, que van unidas a la aceleración,
hacen que haga acto de presencia, de modo cada vez más frecuente, el riesgo de
vértigo y de la caída en el vacío. De ella sólo puede librar una justa valoración del
pasado. Al fin, el enlace de pasado y futuro tiene que darse. Por ello, el cultivo
equilibrado de la relación entre ambos es un imperativo vital.

3 3 3
· · · El futuro como simple futuro, como porvenir y como apertura de posibilidades

Después de lo expuesto en el apartado anterior se trata ahora de fijar


conceptualmente el significado del término futuro en sus diferentes variantes
haciendo, en lo posible, abstracción de sus connotaciones respecto del presente y del
pasado.

Como simple futuro nos imaginamos una especie de depósito donde están toda
una inmensidad de cosas, fenómenos o acontecimientos, que no han tenido ni
tienen aún realidad, pero están llamados a tenerla. Tenemos además la certeza a
priori de que tal futuro está lleno de esas cosas, que cuando sean reales se unirán

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a muchísimas de las que ya son, que existen además desde fecha inmemorial -
cuando se trata de cosas que tienen que ver con el hombre, desde siempre - si no
desde la eternidad, cuando son cosas que coexisten con la naturaleza. Esa certeza
de que será así no proviene de ninguna demostración, sino de nuestro modo de ser
en el mundo y de lo que el mundo es y representa para nosotros. Si sabemos que
el pasado ha sido así y no podemos pensar que en el presente las cosas sean de otro
modo, tampoco hay nada que nos lleve a creer, en virtud de una especie de
imaginación trascendental, que en el futuro va a ser de modo diferente. Ese futuro
tiene pues para nosotros un carácter de absoluta necesidad, no porque todas las
cosas que en él vayan a existir sean necesarias, ni siquiera porque fuera
contradictorio que el ser de lo que vaya a existir sea contradictorio con su no-ser,
ya que no se puede decir que la existencia del mundo esté en contradicción con la
posibilidad de que en un momento dado deje de existir. De esa especulación no se
trata, sino de que las cosas, que vayan a llenar ese futuro, que damos por
supuesto, tendrían en su conjunto un carácter necesario.

Como sabemos que existirán infinitas cosas, pero desconocemos el tipo de


relación que mediará entre ellas, el futuro se nos muestra como un fondo por
completo oculto y desconocido, pues el conocimiento de las leyes generales que rigen
el modo de ser de las cosas y el curso de los acontecimientos no permite en modo
alguno predecir cuál va a ser la configuración concreta de aquéllas y de éstos. De ese
mundo futuro no nos cabe siquiera en buena lógica decir que vamos a ser
espectadores. Por todo ello ese simple futuro a que nos estamos refiriendo se nos
aparece como un poder absoluto, puesto que nada podemos contra él, nada
podemos sobre él, en cuanto a su estructura y desarrollo internos. Más aún, ese
poder absoluto del futuro, a la par que nuestro nulo poder frente a él, se pone
tanto más de relieve cuanto que muchísimas de las cosas que ahora coexisten con
nosotros van a continuar existiendo, por completo indiferentes ahora y después a
nuestro destino. Al menos, aunque sumergidos habitualmente en el bronco rumor de
las habladurías, podemos dejar un hueco para percibir la voz certera del poeta:

El bastón, las monedas, el llavero,


la dócil cerradura, las tardías
notas que no leerán los pocos días
que me quedan, los naipes y el tablero,
un libro y en sus páginas la ajada
violeta, monumento de una tarde
sin duda inolvidable y ya olvidada,
el roto espejo occidental en que arde
una ilusoria aurora. ¿Cuántas cosas,
limas, umbrales, atlas, copas, clavos,
nos sirven como tácitos esclavos
ciegos y extrañamente sigilosos!
Durarán más allá de nuestro olvido;
no sabrán nunca que nos hemos ido

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sobreviene algo positivo: exitoso, favorable, o todo lo contrario.

Tener buen o mal porvenir puede acontecer de dos formas muy diferentes. O
bien pasivamente, cuando los acontecimientos, sean buenos o malos, le advienen
al sujeto, sin que él haya tenido parte alguna en ello. Ha acaecido simplemente así:
por ejemplo, ha heredado una gran fortuna o ha contraído una grave enfermedad.
No podía contar con lo uno ni con lo otro. No puede decir por tanto que lo
esperaba. Más bien, se podrá decir, en el primer caso que lo deseaba -y en ese
sentido no lo excluía-, pero con un deseo hipotético porque las probabilidades de
tener el resultado deseado son nulas, y puesto que el sujeto agraciado no tiene la
menor idea de contar con alguna probabilidad. A partir de ahí hay grados
también en cuanto a la prioridad. Quien juega a la lotería sabe muy bien que las
posibilidades de que le toque son mínimas, tanto que se dice impropiamente que
sería una mera casualidad. Pero puesto que hay alguna posibilidad de que el
resultado sea positivo, se tiene ante él un deseo expectante. Cuando se trata de algo
negativo, hay también grados y matices. Pues una cosa es que alguien contraiga
una enfermedad sin que haya tenido síntoma alguno ni haya habido antecedentes
familiares, y otra diferente cuando ya existían motivos para temerlo.

Cuando a uno le sobreviene algo de forma más o menos pasiva se puede ya


decir que está implicado en ese porvenir, puesto que le afecta de lleno. Y como
en todo aquello que a uno le afecta, se puede afirmar que él es condición de que
el bien o el mal posible se convierta en real. Si nadie jugara a la lotería, no
existiría ésta; si no hubiera hombres sanos, no habría enfermedad.

Aunque un elemento de pasividad hay siempre en todo cuanto le sobreviene o le


afecta al hombre, nos interesa más destacar aquellos casos en que toma parte activa
en lo que le acontece, sobre todo si aquella es determinante. Se dice que alguien se
ha labrado una buena fortuna, porque ha trabajado asiduamente, ha sabido elegir los
objetivos en consonancia con sus aptitudes, ha superado las dificultades con éxito, ha
buscado y encontrado buenos colaboradores, etc. Se puede entonces decir que el
resultado, además de bueno, es merecido. Es claro que han tenido que jugar su papel
aspectos en los que uno no ha intervenido y que bajo ese aspecto hay una cierta
pasividad. Por ejemplo, en lo fundamental no depende de uno mismo tener buena o
mala salud, que es siempre un factor determinante. Más clara es aún la situación
cuando se trata de un asunto estrictamente ético. En este campo, la propia acción es
factor no sólo prioritario, sino determinante, y adecuado. En este sentido ya los
medievales decían que el hombre es dueño de sí mismo, de las acciones que son
propiamente humanas. Como respuesta a la cuestión de si el hombre debe obrar por
un fin Tomás de Aquino afirma:

De las acciones que el hombre ejecuta, solamente pueden llamarse humanas


aquellas que son propias del hombre en cuanto que es hombre. Ahora bien, el
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hombre difiere de las demás criaturas, que son irracionales, en que es dueño de
sus actos. Por consiguiente, solamente aquellas acciones de las que el hombre es
dueño, pueden llamarse humanas. Pero el hombre es dueño de sus actos por la
razón y la voluntad; por ello el libre albedrío se llama facultad de la voluntad y
de la razón. En consecuencia, sólo se podrán considerar como acciones
propiamente humanas las que proceden de la deliberación de la voluntad. Y si
algunas otras acciones le convienen al hombre, pueden llamarse acciones del
hombre, pero no propiamente humanas, porque no son del hombre en cuanto
que es hombre. Pero es evidente que todas las acciones que proceden de una
potencia son hechas por ella en razón de su objeto. Este objeto de la voluntad
es el fin y el bien. Es pues, necesario que todas las acciones humanas sean en
razón del fin (Tomás de Aquino, 1 952: I-II q. 1 , a. 1 , 4 1 ).

No del todo ajeno a este modo de pensar es Kant al expresar lo siguiente:

O bien un principio racional es ya pensado como si fuera ya en sí fundamento


para determinar la voluntad sin tomar en consideración posibles objetos de la
capacidad desiderativa (por lo tanto, sólo debido a la forma legal de la máxima);
en tal supuesto ese principio es ley práctica a priori y se admite que la razón pura
es práctica para sí. En ese caso la ley determina inmediatamente a la voluntad, la
acción conforme a ella es buena en sí misma; una voluntad, cuya máxima siempre
resulta conforme a esta ley, es de todo punto buena bajo cualquier aspecto y la
condición suprema de todo bien (Kant, Kp V 1 964: 6, 179 y ss.).

La mención de los imperativos morales en un contexto en que se trata del futuro


de la historia tiene aquí el sentido concreto de que el problema moral se agudiza
especialmente en relación con la historia, en cuanto que dichos imperativos tienen
una validez absoluta, a la vez que los condicionamientos que se hacen sentir en la
historia, donde convergen los intereses de cada individuo, junto con los poderes
políticos, con el curso histórico de trayectoria imprevisible, son singularmente intensos
y determinantes. Ni Tomás de Aquino ni Kant relativizan en modo alguno la vigencia
de la moral, pero ambos saben que el hombre está lastrado con el pecado original, o si
se prefiere con el mal radical y que a esta condición individual se añade la
presencia incontenible de los poderes a quienes las exigencias éticas les resultan más
bien indiferentes. En definitiva, en expresión de Kant, el hombre está hecho de madera
torcida y sólo las consecuencias funestas de lo que son sus raíces, le van a forzar, por
temor al resultado de las acciones abandonadas a sí mismas, a modificar la dirección
y adoptar actitudes más conformes con las exigencias de la razón.

Enfrentado a su futuro inmediato, el hombre no puede eludir su responsabilidad.


No ha podido nunca y según los testimonios más antiguos de que disponemos
tiene que responder ante sí mismo, ante sus descendientes y los semejantes que le
son más próximos; y tiene que responder igualmente ante lo que le viene dado y en
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lo que él mismo se encuentra y que es por ello condición de su propia existencia:


la tribu, el pueblo, etc. Pero este sentimiento de la responsabilidad se ha acrecentado y
ha experimentado, en opinión de analistas como H. Jonas, una especie de salto
cualitativo. La acción humana ha llegado a un punto en el que está en situación de
provocar su autodestrucción y, de seguir por este camino sin tomar conciencia clara de
los peligros a que está expuesta, es de temer que la catástrofe se produzca. Pues no es
sólo que disponga de armas de destrucción masiva, que la pueden desencadenar, sino
que la acción del hombre sobre el medio va generando automáticamente condiciones
ambientales que hacen cada vez más difícil la existencia de la vida sobre el planeta.

Solo el hecho de prever la desfiguración del hombre nos puede ayudar a


salvaguardar ante ella el concepto de hombre. Sólo sabemos qué es lo que está en
juego si sabemos que eso está en juego. Puesto que en este asunto se trata no sólo
del destino del hombre, sino también de su imagen; no sólo de la supervivencia_.

física, sino de mantener incólume su esencia, la Etica, que tiene que proteger
_. _.

ambas cosas, tiene que ser, además de una Etica de la prudencia, una Etica del
respeto [ante la vida se sobreentiende] . . . Desde un punto de vista ontológico se
vuelven a plantear las viejas cuestiones acerca de la relación entre el ser y el
deber, la causa y el fin, la naturaleza y el valor para anclar el deber del hombre,
que ha hecho su aparición recientemente, más allá del subjetivismo del valor, en el
ser (Jonas, 1988: 8).

Que la situación es nueva y apremiante parece un hecho constatable a tenor


del eco suscitado por este planteamiento y en general por la reiteradas llamadas a
la responsabilidad (cf. Bayertz, 1 995: 1 ) . Pero es nuestra situación, en la cual, tanto
""

por las exigencias de la Etica como por la fuerza de la historia misma no nos cabe
sino afrontar los problemas con los que nos encontramos día tras día. El estado de
arrojado de que habló Heidegger, así como la sensación de naufragio a que se refirió
Ortega en alguna de sus etapas, presenta ese aspecto negativo del abandono, pero
no menos el aspecto positivo de sentirnos estimulados a abrirnos camino o salir a
flote. A esto alude la modalidad siguiente.

B) El futuro como apertura de posibilidades

Aquí no se trata tanto de que el futuro se nos viene encima, con rostro temible
en ocasiones, prometedor en otras, sino que adviene en cuanto que lo proyectamos.
Sin embargo, lo que proyectamos con la intención de que advenga ni mucho menos
coincide siempre con lo que de hecho adviene. Nuestros planes se pueden torcer. Se
tuercen realmente en muchas ocasiones. Aquí es donde el lado oscuro del futuro al
que nos hemos referido previamente, puede entrar en juego en un sentido que o
bien no favorece nuestros propósitos o bien se opone a ellos, de tal modo que lo que
de hecho adviene es inesperado por completo, no responde en modo alguno a

nuestras expectativas.
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La expectación, que desde Agustín se viene considerando como actitud ante el


futuro, se nos muestra con una doble cara. Expectantes ante lo que vaya a acontecer
en el futuro estamos siempre - aunque de ello no seamos siempre conscientes-, puesto
que constitutivamente estamos orientados al futuro. Pero la expectación puede estar
acompañada de la incertidumbre ante lo que puede acontecer; puede por el contrario
expresarse como esperanza, bien de que lo que vaya a ocurrir, sin depender en
absoluto de nosotros, nos favorezca, porque simplemente en razón de nuestras
creencias, tenemos la confianza de que será así; y puede la esperanza ante el futuro
no ser de índole teologal y expresar ante todo la confianza en que lo que hemos
proyectado se va a realizar. En cualquiera de estos dos casos hay un supuesto previo:
que el futuro esté dotado en sí mismo de las posibilidades, que hagan viable la
realización de lo que esperamos, apoyados en la confianza bien en poderes
sobrenaturales bien en la consistencia de nuestros proyectos o en ambas cosas a la vez.
Pero tienen que existir esas posibilidades en el futuro mismo. Como el futuro, por
más próximo que esté y más fácilmente calculable que sea, nunca nos está desvelado
por completo, la esperanza puede ser muy firme, pero la certeza nunca puede ser
total. Lo que damos como seguro para mañana, no lo es de modo absoluto nunca.

Aparte de que el futuro debe estar dotado de las posibilidades necesarias para
que nuestras expectativas se cumplan y nuestros proyectos se realicen, condición
necesaria es también que por nuestra parte exista la apertura a esas posibilidades, la
cual presenta dos aspectos bien diferenciados. Por una parte la receptividad, la
capacidad de hacernos cargo de esas posibilidades. Este aspecto es obviamente una
condición necesaria, porque de otro modo las posibilidades no podrían llegar a
convertirse en realidad. Por otra parte, además de la receptividad, se requiere una
predisposición activa. También ésta es una condición necesaria, aunque puede serlo
en distintos grados. Nada se puede realizar a favor del hombre, sin que él intervenga
activamente en ello, a menos que se le quiera reducir a la índole de simple medio,
lo cual está en contradicción con la máxima de que el hombre es fin en sí mismo y
nunca mero medio.

Estas consideraciones, válidas para la acción humana en general, son aplicables más
concretamente al futuro histórico de la forma siguiente. El punto al que ha llegado el
desarrollo de la humanidad en sus diferentes manifestaciones: como pueblo, como
nación, como estado, etc. están llamadas a seguir estando presentes, incluso a
mejorar, sólo en la medida en que el hombre es capaz de hacerse cargo de las
posibilidades que el futuro le ofrece y a la vez se predisponga activamente a
convertir en realidad esas posibilidades. Los éxitos del pasado no son por sí solos
una garantía para el futuro. Eso implica que de cara al futuro es preciso estar
permanentemente alerta, porque aunque se cuente con un pasado esplendoroso y con
posibilidades halagüeñas para el futuro, de nada servirá todo eso si el hombre no se
mantiene vigilante, dispuesto a poner por obra las posibilidades que más se ajustan
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a sus aspiraciones, siempre que éstas correspondan con su propia capacidad. Con la
perspicacia, en él habitual, Ortega llamaba la atención sobre esta máxima de
conducta:

Todo el que se coloque entre la existencia en una actitud seria y se haga de


ella plenamente responsable, sentirá cierto género de inseguridad que le incita a
permanecer alerta [ . . . ] . La seguridad de las épocas de plenitud [ . . . ] es una ilusión
óptica que lleva a despreocuparse del porvenir, encargando de su dirección a la
mecánica del universo. Lo mismo el liberalismo progresista que el socialismo de
Marx suponen que lo deseado por ellos como futuro óptimo se realizará ine­
xorablemente, con necesidad pareja a la astronómica. Protegidos ante su propia
conciencia por esta idea, soltaron el gobernalle de la historia, dejaron de estar
alerta, perdieron la agilidad y la eficacia. Así, la vida se les escapó de entre las
manos, se hizo por completo insumisa y hoy anda suelta sin rumbo conocido.
Bajo su máscara de generoso futurismo, el progresista no se preocupa del futuro;
convencido de que no tiene sorpresas ni innovaciones esenciales, seguro de que ya
el mundo irá en vía recta, sin desvíos ni retrocesos, retrae su inquietud del
porvenir y se instala en un definitivo presente (Ortega y Gasset, 1 998: 160).

Tanto esta reflexión de Ortega como la anteriormente citada de H. Jonas,


coincidentes ambas en el diagnóstico acerca de la inseguridad del hombre
contemporáneo an te el futuro, se pueden completar con la idea de que el futuro se
vuelve tanto más incierto y la vida tanto más frágil cuanto mayor y más intenso es el
protagonismo que el hombre ejerce sobre el curso de la historia.

3 ·4· Dialéctica de las dimensiones históricas

Por dialéctica entendemos aquí algún tipo de implicación activa de esas dimensiones,
en cuanto que, si bien conceptualmente se distinguen y se delimitan unas frente a
otras, a la vez se interrelacionan e influyen mutuamente (sobre el método dialéctico
"

cf. Alvarez Gómez, 2002: 89-1 43) .

3 ·4· I . Despresencialización

El término es utilizado por Heidegger quien se refiere a la despresencialización del


hoy ( 1 963: 3 9 1 ) . Lo propio del presente, en cuanto que tiene la estructura del
instante, es negarse a sí mismo como tal presente y, en ese sentido,
despresencializarse. Al recordar esto, que de suyo debería ser algo obvio, la
intención subyacente es oponerse al intento - muy frecuente por lo demás- de llevar
a cabo una tabla rasa del pasado y hacer valer lo simplemente moderno. Esa
tendencia es especialmente intensa hoy, porque vivimos en una época caracterizada,
según la certera expresión ya citada de Koselleck, por una progresiva aceleración
histórica, la cual lleva fácilmente a tener la sensación de que el pasado ya no
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cuenta y por tanto no debe ser tomado en consideración . A la expresión se es


moderno o incluso, con carácter moralizador, hay que ser moderno va unida esta
connotación de romper con el pasado. Se puede ciertamente intentar -y en cierto
modo se logra - ser moderno en ese sentido radical y excluyente. Pero esto
propiamente equivale a un vaciamiento de la existencia, porque el hombre, como
ser temporal, está estructurado como integración de las tres dimensiones temporales y,
por tanto, de las tres dimensiones históricas.

De esta manera, la afirmación de la pura y simple modernidad, la instauración


del presentismo implica la negación no sólo del pasado, sino también del futuro,
porque el hoy no es más que hoy y desde él no cabe pensar - o no se debe pensar -
en otra cosa que no sea hoy mismo y en consecuencia para el mañana - que, al
existir, no puede ser sino hoy - el hoy que le corresponde no puede ser otra cosa que
su propio hoy. Es como si se estuviera postulando una especie de creación continua
porque nada tendría que ver un momento temporal con otro, ni una serie histórica
con otra. La pura y estricta modernidad, postulada como máxima, no tendría según
eso futuro alguno, pues poseería una existencia totalmente efímera. Mañana ser
moderno equivale a ser de un modo muy diferente de como se es hoy. En parte está
ocurriendo así, pues la imagen que a diario se nos transmite desde diferentes ángulos e
instancias - el mismo término instancia es por completo baladí y carente de sentido -
es que el aparecer es rigurosamente coextensivo al desaparecer. Y, sin embargo, hay un
estrato mucho más profundo, que el mencionado presentismo nos dificulta mucho
percibir. Aquí habría que hacer valer uno de los aspectos de la intrahistoria
unamuniana, que nos habla de aguas profundas, cuyo caudal permanente es el soporte
de los incesantes cambios.

Heidegger caracteriza la despresencialización como instante precursor y remitente


(cf. 1 963: 391). Es una forma de afirmar que el presente no está aislado, sino que
está vertido tanto hacia el pasado como hacia el futuro, es la "vertedera" de ambos.
Por lo primero repite el pasado en el sentido, ya indicado, de actualizarlo y, en
consecuencia, transformarlo. Por lo segundo, es precursor, anticipador del futuro. La
pregunta que aquí se plantea es si de esta manera no queda neutralizado el presente,
que parece presentarse como mera referencia al pasado y al futuro bajo diferentes
aspectos. No es así. Por el contrario, el presente se reafirma y potencia al acentuar
esa doble función: la incorporación del pasado y la proyección del futuro. Pero
entonces, se dirá, ¿dónde queda el presente? Si, como parece, dichas funciones le
vienen de fuera de él mismo. El presente posee sin embargo su propia entidad y
permanece por tanto en lo que él mismo es, ya que la incorporación del pasado y la
proyección del futuro se hace conforme a intereses, exigencias y máximas del presente

mtsmo.

A tenor de lo dicho podemos volver sobre la contundente afirmación de Borges: el


instante estd solo (2005: 9 17) . Precisamente por eso, porque lo imaginamos solo,
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podemos decir que no resiste esa soledad y se distiende hacia el pasado y el futuro.
Borges completa la afirmación anterior con la que sigue: la memoria erige el tiempo,
muy en consonancia por cierto con lo que sabemos de la concepción de Agustín. Y
tampoco es contradictorio el penúltimo verso del poema: el hoy fugaz es tenue y es
eterno (l. c.). El hoy fugaz es tenue puesto que su ser se caracteriza-por-estar-dejan­
do-de-ser; por aparecer y en el mismo momento desaparecer. Pero ese mismo hoy
fugaz nos lleva, en tanto que desaparece, a encontrarnos a la vuelta con el hoy
mismo, naturalmente bajo otra forma, metamorfoseado. Y en ese sentido es eterno.
No lo podemos eludir. La reflexión implícita en el poema de Borges es similar a las
más explícitas de Hegel:

A la pregunta ¿qué es el ahora? Contestamos por ejemplo: el ahora es la


noche [ . . . ] . Pero si ahora, este mediodía revisamos esta verdad [ . . ] tendremos
.

que decir que se ha vuelto vacía. -El ahora que es la noche - es tratado como
aquello por lo que se hace pasar, como un ente, pero se muestra más bien como
un no-ente. El ahora mismo se mantiene, sin duda, pero es como algo que no es
noche; y asimismo se mantiene con respecto al día, que él es ahora, como algo que
tampoco es día o como algo negativo en general. Por lo tanto, este ahora que se
mantiene no es algo inmediato, sino mediado, pues está determinado como algo
que permanece y se mantiene por el hecho de que otro, es decir, el día y la
noche, no es. Con ello sigue siendo, tan simplemente como antes, el ahora y, en
esta simplicidad, indiferente hacia lo que se está jugando en torno a él. Del mismo
modo que la noche y el dia no son su ser, tampoco él es día ni noche; no está en
modo alguno afectado por este su ser otro. A este algo simple, que es por medio
de la negación, que no es esto ni aquello, que es un no-esto e igualmente
indiferente respecto de ser esto o aquello, lo llamamos un universal; lo universal
es, pues, lo verdadero de la certeza sensible (Hegel, 1988: 7 1 ) .

Heidegger y Borges reflexionan ambos desde el horizonte de la finitud y por ello


su concepción general es muy diferente de la de Hegel, pero en este punto de la
despresencialización son coincidentes. Incluso Hegel la radicaliza más, al hacerla
descansar en la universalidad propia del concepto. Esto sin embargo no quiere decir
que el presente mismo, el inmediato, al que de modo directo y habitual no
referimos, quede cancelado o neutralizado, puesto que el ahora que permanece siempre,
está mediatizado por su ser otro, es decir, por ese presente inmediato.

3 .4.2. Crítica del historicismo. Revisión de las tres clases de historia propuestas por
Nietzsche

Establecer una relación clara bien fundada entre las diferentes dimensiones
históricas es uno de los temas en que se ha puesto de manifiesto la debilidad del
historicismo, tal vez porque entre otras cosas no ha considerado que, al tener la

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historia el tiempo como su elemento básico, exige un tratamiento tan riguroso como
aquél. Con otras palabras, leyendo a los historicistas se recibe la impresión de que,
según ellos, la historia es susceptible de ser manejada como uno de tantos objetos
surgidos de la actividad humana y para cuya explicación no es necesario tomar en
consideración los elementos a priori que están en juego, al margen de que los
pensemos o no.

Siguiendo en esto la orientación de H . Schn adelbach podemos admitir la


siguiente caracterización tipológica. Según una primera forma se puede ver el
historicismo como:

el positivismo práctico de las ciencias del espíritu en la investigación histórica, como


una actitud, por tanto, que se atiene exclusivamente a lo positivamente dado y
desconfía de todo lo que mediante la interpretación va más allá de él (Schn
adelbach, 1 974: 20).

La suerte del historicismo, en lo que se refiere tanto a lo que fue su origen como
a su propia índole, corre paralela, cuando se lo entiende así, a la del positivismo.
Aquí predomina la referencia a la actitud que tiene que ver con la praxis científica,
por consiguiente con el conjunto de criterios, más o menos convencionales, y de
normas, a las que se atiene el tratamiento científico de la historia. En este punto se
simplifica bastante cuando la crítica equipara esa praxis científica con el
comportamiento que la mayoría de los historiadores han seguido a partir de la
segunda mitad del siglo XIX. No sólo se simplifica, sino que es sobre todo
problemático reducir a eso el historicismo, ya que este término alude ante todo a
un ámbito tipológico. Es decir se trata de un concepto, cuyo significado hay que
conocer de antemano, antes de caracterizar como historicista un determinado
comportamiento científico. Dicho significado está ya fij ado por el uso lingüístico.

En todo caso los críticos del historicismo, en ese su primer significado


tipológico, le reprochan el hecho de cultivar la historia sólo por ella misma, de
recoger y acumular informaciones, adoptando ante la historia una actitud
contemplativa, sin relacionarla con la vida actual y sus problemas. El historicista, por
su parte, centrado ante todo en el conocimiento e interpretación de los hechos,
considerará esa exigencia de relacionar la historia con la vida como un pensamiento
ajeno a la historia y como perjudicial para la objetividad científica. Esta
caracterización tipológica del historicismo, que como hemos dicho es una especie de
positivismo práctico de las ciencias del espíritu, fue ya muy criticado por Nietzsche
en nombre de la eficacia transformadora que debe tener todo conocimiento, también
el histórico.

Ninguna generación había visto desplegarse un espectáculo tan inabarcable


como el que muestra hoy la ciencia del devenir universal, de la historia: claro que

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lo muestra sin embargo con la peligrosa audacia de su lema: fiat veritas, pereat vita.
- Representemos ahora un cuadro del proceso espiritual que con esto se produce
en el alma del hombre moderno. El saber histórico fluye, como un torrente, de
inagotables fuentes, de modo incesante; lo extraño e incoherente se impone; la
memoria abre todas sus puertas y sin embargo no está abierta lo suficiente. La

naturaleza se esfuerza al máximo por recibir, ordenar y honrar a estos huéspedes


extraños, pero ellos mismos están en lucha unos con otros y parece necesario que
ella los controle y domine para que ella misma no perezca en esa lucha. El hecho
de acostumbrarse a una situación doméstica tan desordenada, tormentosa y
conflictiva se convierte poco a poco en una segunda naturaleza, aunque sin duda
esta segunda naturaleza es mucho más débil, más inestable y mucho menos sana
que la primera (Nietzsche, 1 966: I, 231 y s.).

En un segundo uso la palabra historicismo designa:

una forma de pensamiento que se puede muy bien caracterizar como lo opuesto
al tipo de pensamiento sistemático. Invocando la variabilidad histórica y la
relatividad de todos los conceptos y normas, se niega a reconocer una sistemática
válida universal y atemporal en la interpretación científica o filosófica del mundo
(Schn adelbach, 1 974: 20 y s.).

Por tanto, esta segunda forma de historicismo responde a una actitud filosófica
dispuesta a considerar la validez de conceptos y normas solamente como algo dado
históricamente en el ámbito tanto del conocimiento como de la moral. En
consecuencia se da por hecho que términos como verda� valor moral, incluso el
término concepto significan algo diferente en situaciones diferentes. Como esto es
válido también para lo que uno mismo considera como verdadero o como ético, tal
actitud lleva en buena lógica a un escepticismo y a un agnosticismo general en
relación con la historia.

Esta segunda forma de historicismo tiene sin duda que ver con la primera,
puesto que si conceptos y normas se han de considerar sólo como datos históricos, se
sigue que los datos históricos, en términos generales, son algo primario en el orden
fáctico y no se pueden reducir a lo conceptual y normativo. Lo histórico aparece
como fundamentalmente distinto en cada caso, pero a su vez como igualmente válido
por principio (cf. Seifert, 1970: 53). La vinculación a los datos es total, puesto que la
facticidad histórica en su variedad y mutabilidad es considerada como la base no
sólo de todos los conceptos y normas, sino incluso de la elaboración conceptual de
la información histórica; y puesto que está excluido que de los datos se pueda extraer
algo universal, válido suprahistóricamente - como leyes, fines, valores - cualquier
intento de sistematización, que no quiera ser mera especulación, no pasará de ser un
reflejo de la base que representan los datos. Con tal vinculación estricta a ellos es
muy difícil que tenga éxito cualquier intento de hacer valer en este tipo de
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historicismo puntos de vista teóricos de alcance crítico. Lo lógico es que tienda a un


dogmatismo de lo dado, puesto que para él lo primero, en el sentido radical de lo
primario, son los hechos y nuestra conceptualización tiene que atenerse a ellos.

Esta segunda forma de historicismo se presenta por ello como una justificación
filosófica de la primera. En cuanto actitud filosófica es según eso un positivismo de
las ciencias del espíritu. Tiene por lo demás un carácter similar al del psicologismo y
del sociologismo que también pretenden reducir cualquier pretensión de validez
general - como son juicios lógicos, morales o estéticos - a hechos que la psicología
y la sociología tienen como tarea investigar. El reduccionismo es en el caso de este
historicismo más radical - al menos en la intención-, en cuanto que se parte de que
la base de la reducción son hechos incontrovertibles, de los que no se puede dudar.

Una tercera forma de historicismo es la representada entre otros por


E. Troeltsch, quien utiliza esta palabra, al margen de toda polémica, para
caracterizar el proceso de la "historización fundamental de todo nuestro pensamiento
sobre el hombre, su cultura y sus valores" (Troeltsch, 1 96 1 : 1 02). Este historicismo, a
diferencia de los anteriores, no es polémico, en cuanto que no afirma ni que hay que
adoptar una actitud positivista, que sólo se guía por los datos históricos y su
sistematización, ni que conceptos y normas tengan un alcance meramente relativo a la
situación en la que se han elaborado. En todo caso, sin embargo, la historización del
pensamiento en general introduce intencionadamente una transformación en la
concepción del mundo.

Esto ya se pone de manifiesto en el hecho de que Troeltsch pone al historicismo


en paralelo con el naturalismo, atribuyéndole un alcance y un significado similares.
El naturalismo liberó la explicación de la naturaleza respecto de la metafísica, en
cuanto que intenta explicar la naturaleza desde sí misma, admitiendo únicamente
modelos matemáticos y pruebas empíricas. El historicismo está llamado a llevar a
cabo una liberación similar:

Naturalismo e historicismo son las dos grandes creaciones científicas del


mundo moderno, que en este sentido fueron desconocidas para la Antigüedad y

la Edad Media, mientras que, por el contrario, las orgullosas ciencias de la


Antigüedad y de la Edad Media, la metafísica, la ética y la lógica, enraizada en las
últimas profundidades metafísicas, se han venido abajo en el mundo moderno o
se han hundido en el desierto del subjetivismo (l. c., 1 04).

Troeltsch ve pues en el historicismo una corriente muy positiva y respecto tanto


de ella como del naturalismo critica no los planteamientos, sino sólo los excesos que
se han podido producir. K. Mannheim va incluso más lejos al considerar que el his­
toricismo es la cosmovisión de la época actual.

El historicismo es un poder espiritual, con el que es p reciso debatir, se


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quiera o no . . . ; es una ineludible cuestión de conciencia del presente solucionar


los problemas del historicismo. - El historicismo se ha convertido en un poder
espiritual de alcance incalculable; es el soporte real de nuestra cosmovisión, un
principio, que no sólo organiza con mano invisible todo el trabajo de las
ciencias del espíritu, sino que penetra también a través de la vida cotidiana
( 1 970: 246).

Fue sobre todo F. Meinecke quien más positivamente se manifestó sobre el


historicismo al considerarlo como una de las revoluciones espirituales más grandes
que ha vivido el pensamiento occidental ( 1 965: 1). Del significado que para él tiene
da buena idea la caracterización siguiente, que señala además inequívocamente el
horizonte de su planteamiento:

Por de pronto el historicismo no es justamente otra cosa que la aplicación a la


vida histórica de los nuevos principios de la vida logrados en el gran movimiento
alemán, que va de Leibniz a la muerte de Goethe. Este movimiento fue conti­
nuación de un movimiento general de Occidente y su coronación le cupo en
suerte al espíritu alemán. Este espíritu ha llevado aquí a cabo la segunda de sus
grandes obras después de la Reforma. Pero puesto que, hablando absolutamente,
fueron nuevos los principios que descubrió, el historicismo significa más también
que solamente un método de las ciencias del espíritu. Mundo y vida tienen un
aspecto diferente y ponen al descubierto fundamentos más profundos, si uno se ha
acostumbrado a contemplarlos con los ojos del historicismo. Digamos aquí
brevemente lo más necesario, que debe luego desarrollarse con más amplitud en el
libro. El nervio del historicismo consiste en la sustitución de una consideración
general de la fuerzas humanas espirituales por una consideración individualizante
(Meinecke, 1 965: 2).

Dejando a un lado ese entusiasmo excesivo por lo alemán, el centro de interés


que suscita el historicismo es esa consideración individualizante que él rastrea en el
pensamiento alemán de Leibniz a Goethe, pasando naturalmente por Herder. No deja
de reconocer su importancia a la ilustración francesa, que sin embargo no pasa de
tener, al igual que la inglesa, un significado preliminar. Para él, dicho movimiento
alemán, más que culminación de la ilustración, representa una forma de pensar
completamente nueva y un intento de hacer valer el romanticismo frente al pen­
samiento francés especialmente. No es extraño que a lo largo de su voluminosa obra
no sepa muy bien qué hacer con Hegel, hacia el que no deja de sentir admiración
por otra parte.

Lo nuevo del historicismo en este tercer sentido es que pretende una


interpretación global del mundo a base de despertar la capacidad de pensar
históricamente, lo que más concretamente implica captar la dimensión histórica de
los fenómenos mismos. Esta concepción historicista se forma en el ámbito de la
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lengua y de la cultura alemana, en el tránsito del siglo XVIII al XIX, una época, que
desde el punto de vista de la historia de las ideas se caracteriza por la crítica
romántica de la ilustración, sobre todo de la del siglo XVIII. Esta ilustración había
criticado la tradición, muy especialmente la medieval, tomando como fundamento
y criterio la idea de una naturaleza humana, universal e inmutable.

Tal criterio le sirve para establecer distinciones fundamentales: entre lo natural y


lo antinatural en la sociedad humana, entre lo racional y lo irracional en las ideas de
los hombres, así como entre lo legítimo y lo ilegítimo en el ámbito normativo de la
moral y la política. A su vez, la crítica romántica a la Ilustración se dirige de lleno
contra tal criterio, a lo cual se sintió estimulada por el hecho de que los ilustrados,
por más que apelan a la naturaleza humana y coinciden en afirmar que al hombre
para ser feliz le basta con atenerse a los dictados de la misma, difieren entre sí a la
hora de determinar en qué consiste propiamente esa naturaleza humana, universal e
inmutable: en la estructura física del hombre, en las características psicológicas o en
las consecuencias que se derivan de que es un ser racional. En relación con el
problema de la historia, esa crítica tiene ciertos rasgos fundamentales.

Por de pronto, si se pone como base de la consideración de la historia la


naturaleza humana universal e inmutable, es inevitable una falta de interés por la
...

historia. Esta no puede ser más que una colección de ejemplos en los que se refleja
la eficacia de las leyes del comportamiento humano, que se pueden estudiar en la
psicología o disciplinas afines. Formular las condiciones del comportamiento humano
• •

en general es tarea de estas c1enc1as. Frente a esto el índice temporal del


comportamiento histórico no puede en consecuencia aportar ninguna dimensión
cualitativamente nueva de los objetos a investigar. La Ilustración, por consiguiente,
al elegir como base explicativa la naturaleza humana universal e inmutable, sigue el
ideal de la ciencias naturales que reducen lo mudable a lo inmutable y sus leyes. No
significa esto que la Ilustración carezca de todo sentido de la historia. Tal reproche es
un recurso meramente retórico del Romanticismo en su debate contra la Ilustración.
Pero en los ensayos de la Ilustración sobre la filosofía de la historia, como se aprecia
en Voltaire y Condorcet las características de la naturaleza humana universal son las
que establecen las condiciones inmutables de los cambios históricos:

El único fundamento de la creencia en las ciencias naturales consiste en la idea


de que las leyes generales, conocidas o ignoradas, que rigen los fenómenos del
universo son necesarias y constantes. ¿Y por qué razón habría de ser este principio
menos verdadero para el desarrollo de las facultades intelectuales y morales del
hombre que para otras operaciones de la naturaleza? En fin, puesto que unas
opiniones formadas según la experiencia del pasado sobre objetos del mismo orden,
son la única regla de la conducta de los hombres más sabios, ¿por qué habría de
prohibirse al filósofo apoyar sus conjeturas sobre esa misma base, siempre que no

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les atribuya una certidumbre superior a la que puede nacer del número, de la
constancia y de la exactitud de las observaciones? (Condorcet, 1980: 225).

El curso histórico es considerado únicamente como una progresiva manifestación


de lo que el hombre ya es en cuanto especie. Una cuestión no aclarada en este
contexto es la relativa a la influencia de la praxis humana en este proceso
evolutivo, que es valorada de diferentes formas y que hace que aquel no sea
necesariamente considerado como determinado absolutamente. Debido a estas
interferencias entre condiciones naturales y condiciones prácticas de la acción,
muchos autores piensan, ya con anterioridad a Kant, que la historia no tiene
carácter científico (cf Schn adelbach, 1 974: 24) . En todo caso, pese al indudable
relieve que se sabe reconocer a la historia, lo que no se le reconoce es la capacidad
de introducir cambios en la naturaleza humana.

Lo que en la historia es estático y permanente pertenece a la esencia del hombre,


lo dinámico corresponde solo al ámbito fenoménico, a la manifestación de aquella
esencia inmutable. Hay, no obstante, otro aspecto que es preciso salvaguardar. A pesar
de esta limitación del alcance de la historia, se mantiene por lo general que en
aquella el progreso es real. El mismo Rousseau, tan crítico con el proceso la
civilización, recurre implícitamente a ese modelo del progreso para referirse al
cambio de la sociedad. Con ello reconoce implícitamente que la situación es mejorable
y puede progresar. La misma educación, tan importante para él, carecería de sentido
si el progreso no fuera posible. Es lo que subyace a su convencimiento de la utilidad
del que tiene el conocimiento de la historia.

La Historia debe ser una de las partes principales del estudio de un hombre
honesto [ ...] . El Universo es una gran familia de la que somos todos parte; estamos
por ello obligados a conocer su situación e intereses: lo mínimo que se extienda el
poder de un particular, siempre es suficiente para volverse útil en algún lugar del
gran cuerpo del cual forma parte; si puede, lo debe indispensablemente; y si lo
debe, ¿cómo lo haría en tanto que no sepa nada de lo que ha pasado, y de lo
que pasa actualmente, y que así no conozca ni dónde sus servicios son más
necesarios, ni de qué tipo deben ser, ni cómo los debe emplear por hacerlos
ventajosos a los otros y a sí mismo? (Rousseau, 1 995: V, 487).

El hecho de que sin embargo se mantenga en la Ilustración la idea del carácter


ahistórico del ser humano se explica porque el progreso es concebido como un
proceso de participación cada vez mayor y más intenso en la esencia del hombre
que es desde siempre, como una aproximación a la misma. Es lo que se puede
extraer de la concepción de Lessing sobre el proceso de la educación, que es paralelo
al de la revelación:

Lo que es la educación en el hombre individual es la revelación en todo el

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género humano.

Educación es revelación que acontece al hombre individual, y revelación es


educación que ha acontecido al género humano y todavía le acontece [ . . . ] . La
palabra misterio significaba en los primeros tiempos del cristianismo algo com­
pletamente distinto a lo que hoy entendemos y la transformación de verdades
reveladas en verdades racionales es absolutamente necesaria, si con ello se debe
ayudar al género humano. Cuando fueron reveladas, no eran aún ciertamente
racionales, pero fueron reveladas, para que se convirtieran en verdades racionales.
Fueron en cierto modo el resultado que el profesor de aritmética adelanta a los
alumnos para que ellos, en sus cálculos, se puedan orientar de algún modo por
él. Si los alumnos se conformaran con el resultado adelantado, no aprenderían
nunca a calcular y cumplirían mal la intención, con la que el buen profesor les dio
un hilo conductor para su trabajo (Lessing, 1 978: VIII, 490 y 506).

Frente a este ideario ilustrado en la consideración de la historia ponen en juego


Moser, pero especialmente Herder, la idea de la individualidad histórica, en cuanto
concepto válido para pueblos, naciones o estados, o a su modo también para indivi­
duos particulares. La historia no se deja explicar ni comprender a base de considerar
los acontecimientos como manifestaciones de la especie humana, universal e
inmutable. Moser, que ya se inclina claramente a favor del principio de
individualidad, no lo lleva aún hasta sus últimas consecuencias. Le interesa sobre todo
resaltar el ideal alemán de la vida comunitaria, pero mantiene restos de lo que es aún
general y formal, por cuya vigencia se decide frente a las exigencias de lo
estrictamente individual (cf. Meinecke, 1 965: 3 03-35 5 , especialmente 3 4 1 ) . La
concepción de Herder está ya más claramente definida. Critica el concepto de género
humano como una mera abstracción, que es considerada como algo real, sin serlo.
En lugar de la historia concebida como una colección de ejemplos de una entidad
ahistórica, entra en escena la sucesión de individualidades que no son intercambia­
bles, ni en modo alguno reducibles unas a otras. Estas individualidades son por de
pronto espíritus del pueblo (Volksgeister), que b aj o determinadas condiciones
encarnan a la especie hombre, en cada caso de forma completamente irrepetible (cf.
Schn adelbach, 1 97 4: 25). Herder hace suyo el ideal ilustrado de la educación o de
la formación (Bildung) de la humanidad, pero en un sentido diferente bajo varios
aspectos: en primer lugar porque para llevar a cabo esa formación no es suficiente
la razón como criterio:

¿No hay en cada vida humana una edad en la cual no aprendemos nada
mediante la seca y fría razón, pero lo aprendemos todo mediante la inclinación
(Neigung), la formación según la autoridad . . ?; lo que para cada hombre particular
.

le es ineludiblemente necesario en su niñez, no es menos necesario para todo el


género humano en su niñez (Herder, 1 969: 285).

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(Land) tiene sus propias caractenstlcas e


• • .

En segundo lugar, cada pats


� �

inclinaciones, peculiares y únicas, tales como corresponde a los grandes fines de la


providencia respecto del género humano en su conjunto (l. c., 289) . En tercer lugar,
el hombre, que pertenece a la naturaleza y obedece a impulsos de la misma, se va
formando progresivamente, conforme a lo que postulan las diferentes etapas de su
desarrollo, salvaguardando en cada caso las peculiaridades concretas de cada nación y
cultura.

Lo que cabe considerar como el principio en que se sustenta la historia de la


humanidad puede verse sintetizado en el texto siguiente:

La filosofía de la historia, que persigue la cadena de la tradición, es


propiamente la historia verdadera de la humanidad, sin la cual todos los sucesos
externos del mundo son sólo nubes o figuras contrahechas y espantosas. Es
horrible el espectáculo cuando en las revoluciones de la tierra se ven sólo ruinas
sobre ruinas, comienzos personales sin fin, transmutaciones del destino sin intención
duradera. Solo la cadena de la formación convierte estas ruinas en un todo, en el
que las figuras humanas desaparecen, pero donde el espíritu del hombre vive
inmortal y permanentemente activo (Herder, 2002: III , 1 , 3 1 3).

Aparte de que aquí subyace la idea de que la historia está guiada por el plan de
la providencia - idea a la que Herder se remite con relativa frecuencia-, desde el
punto de vista inmanente de cómo discurre el proceso histórico, es de reseñar la
tradición, concebida como lo que la cadena sugiere: una serie indefinida de anillos que
se van sucediendo rigurosamente unidos entre sí. Siendo esto así, la tradición es todo
lo contrario de estatismo y estancamiento; es por el contrario un principio de
actividad y de creación de realidad. Un ejemplo claro de esto es cómo entiende Her­
der el concepto de razón, que en Ideen, su obra fundamental sobre filosofía de la
historia escrita entre 1 784 y 1 79 1 , ocupa un lugar central de todo el proceso, algo que
no es tan claro en la obra anteriormente citada de 1 774. Sobre cómo la razón surge
evolutivamente dice Herder:

O bien la razón ha tenido que ser innata para el hombre [ . . . ] o bien él tuvo
que venir débil al mundo para aprender razón, tal como ocurre ahora . . . la razón
humana [es] un nombre que en escritos recientes es utilizado como un autómata
innato, y como tal no proporciona sino un malentendido. En un sentido tanto
teórico como práctico la razón (Vernunft), no es otra cosa que algo oído
(Vernommenes), una proporción y una dirección aprendidas sobre las ideas y las
fuerzas, para las cuales [proporción y dirección] ha sido formado el hombre según
su organización y forma de vida. Una razón de los ángeles no la conocemos, al
igual que no vemos por dentro el estado interno de una criatura más profunda; la
razón del hombre es humana (Herder, 2002: III, 1 , 331).

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TEORÍA DE LA HISTORICIDAD (FILOSOFÍA. HERMENEIA) (SPANISH EDITION)

La concepción de Herder plantea algunos problemas que el pensamiento


posterior ha contribuido a solucionar, al menos en parte. Sobre ello volveremos
después de ocuparnos brevemente de la crítica del historicismo. En esta tarea nos
vemos de entrada ante una doble paradoja. Por una parte, el especial interés por la
historia surge en el Romanticismo como reacción contra la Ilustración por el carácter
abstracto y vacío que creen percibir en ésta. Sin embargo, incorporan aspectos
importan tes, esenciales incluso de aquélla, como es la idea de autonomía o de libertad.
El concepto de peculiaridad o de lo peculiar es una acentuación, en la línea de la
individualidad, de la libertad o al menos está en estrecha conexión con ella. Esa idea
es importante en Herder y de él parecen tomarla los románticos (cf Haym, 1 870:
438). Con el concepto de lo peculiar va unido el de sentimiento de lo que ese
concepto significa y el respeto (Achtung) consiguiente, implicaciones políticas
incluidas. La asunción de determinadas ideas de la Ilustración, a la vez que se
criticaban los aspectos problemáticos de la misma, puede tener su razón de ser en
que la Ilustración lleva en sí el germen de la insatisfacción en sí misma. Fun­
damentalmente a partir de ella se llegan a concretar alternativas importantes como la
que se da entre heteronomía y autonomía o entre creer y saber, las cuales terminan

generando aporías de muy difícil solución (cf Oellmüler, 1 969: 9 y ss.).

Por otra parte la inmediata percepción de las ideas de la Ilustración, así como de
sus problemas y aporías, dio lugar a intensos debates entre los propios autores
alemanes, la mayoría de ellos hoy ya apenas conocidos (cf Schneiders, 1974: 7 y ss.;
1 89 y ss.). El sentido de esta mera referencia a esa primera paradoja consiste en que
en esas corrientes de pensamiento con sus debates correspondientes están en juego al
menos dos de los conceptos presentes en nuestra investigación: la individualidad y su
articulación como dimensión ineludible en lo que es el sujeto de la historia; por otra
parte, la libertad que es inseparable del sentido de la historia. Libres creen ser los
pueblos y más aún quienes los representan; a la libertad se sienten impulsados los
individuos y en aras de la misma arriesgan incluso con frecuencia su vida.

La segunda paradoja tiene que ver con lo que representa el propio movimiento
que se conoce con el nombre de Historicismo y que tiene en E. Troeltsch y
F. Meinecke tal vez a los dos representantes y portavoces más cualificados. Ocurre
que sus obras, voluminosas por cierto, fueron muy leídas, debatidas y a la postre
duramente criticadas. Da la impresión de que esta crítica, más que una cuestión
puramente académica, fue algo que brotó del propio movimiento de la historia. Hubo
una especie de entusiasmo excesivo en torno a lo que podía significar, en alcance e
importancia, la reflexión sobre la historia, especialmente la referida al esp íritu
alemdn. Pero la realidad misma, con lo que representaron las dos guerras mundiales,
fue decisiva para que se desconfiara primero, y al fin se terminara rechazando tanto
exceso. Es cierto que los dos autores mencionados desarrollaron su actividad en el
período de entreguerras, pero el impulso iniciado decenas de años antes estaba en
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marcha y terminó orientándose hacia un punto, que ni era necesario ni estaba


previsto. La intención que anima uno de los más e importantes escritos de H. Rickert,
de 1 902, es

comprender la esencia de la formación de los conceptos históricos, en primer lugar


porque hasta ahora la lógica ha hecho muy poco para ello; en segundo lugar,
porque la intelección de la diferencia de principio entre el pensar histórico y el pen­
sar científico-natural ha resultado ser el punto más importante para la
comprensión de la actividad científica especializada, y por último, porque esta
intelección me pareció al mismo tiempo estar siendo urgentemente exigida para el
tratamiento de la mayoría de los problemas filosóficos o de las cuestiones sobre la
cosmovisión. La teoría lógica está aquí al servicio de la impugnación del
naturalismo y de la fundamentación de una filosofía idealista orientada hacia la
historia (Rickert, 1 92 1 : V) .

Nada hay en estas palabras de Rickert que no parezca digno de ser tomado en
consideración, aun por quienes siguen propugnando una actitud reduccionista en la
línea de lo que él considera propio del método científico-natural. En todo caso el
movimiento del historicismo es en su conjunto y en todas las obras y autores que de
una u otra forma lo representan, de una gran importancia, tanto que están
plenamente justificadas las palabras de F. Tessitore en la presentación de su magna
obra en varios volúmenes sobre esa corriente: "He visto con claridad la imagen de
un modelo teórico de los más relevantes e innovadores de los siglos 1 8 y 19" (Tessitore,
I, 1 99 5 : 7).

La paradoja a que ahora nos referimos es que, no obstante las críticas que se han
hecho y se siguen haciendo al historicismo, el interés que contribuyó a fomentar por
la historia y por los estudios históricos sigue vivo y actual, como lo pone de
manifiesto entre otros hechos, la efervescencia en torno a la historia que hoy se
advierte en la misma Alemania. Al igual que la crítica de la Ilustración supo, cuando
fue relevante, ser constructiva e incorporar aspectos fundamentales de aquella, la
crítica del historicismo no ha tenido como consecuencia un debilitamiento del interés
por la historia. Ha modificado la orientación de determinados puntos de vista o ha
acentuado estas o aquellas cuestiones en orden a que los resultados puedan ser más
acordes con la vida misma, con la propia historia real.

Con esta actitud constructiva señalaremos los siguientes aspectos que justamente
pueden ser objeto de crítica. Respecto de la primera forma de historicismo,
caracterizado como positivismo práctico de las ciencias del espíritu se pueden hacer las
reflexiones siguientes: l . los hechos históricos se dan ciertamente, pero no al margen
de las causas que los producen y de los fundamentos que los hacen posibles; se puede
sin duda prescindir de ambos factores, pero al precio de comprender mal los hechos
;

mismos. Estos no hablan por sí solos. 2. Los criterios o categorías desde los que se
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juzga que los hechos tienen un determinado significado histórico anteceden a


aquéllos. Luego carece de base la afirmación de que se extraen de los hechos mismos.
3. El sentido que se pueda detectar en los hechos tampoco está garantizado por su
simple existencia. Requiere una determinada actitud previa ante ellos. 4. De forma
general, con independencia de la perspectiva desde la que se aborden los hechos:
fenomenológica, metafísica, religiosa, etc., detrás de los mismos se ocultan demasiados
factores, que no son accesibles a la investigación meramente empírica. ¿No existe en
modo alguno lo que en otros tiempos se llamó espíritu de los pueblos, siendo así que
éstos intentan hacerse valer y reivindicar sus derechos? ¿No existen las mentalidades?
¿No son en mayor o menor grado determinantes las convicciones religiosas, políticas,
ideológicas, etc.?

Respecto del segundo tipo de historicismo, que relativiza hasta tal punto los
conceptos teóricos y las normas éticas que en definitiva sólo les reconocen un alcance
relativo a la situación o a los hechos a que se refieren, cabe decir: l . Por más que se
modifiquen determinadas actitudes ante la vida y en consecuencia estén sujetas a un
grado de relativización mayor o menor, esto no afecta a la exigencia de tener que
atenernos - llevados a ello por un instinto innato - a conceptos fundamentales
como son la verdad o la bondad, así como a tener que guiarnos por ciertos concep­
tos y normas en la práctica. Y, si se quiere urgir la dificultad, diciendo que la verdad
o la justicia se entienden de modo diferente según sean las situaciones o los
individuos, se puede replicar que, para que esta objeción sea siquiera inteligible será
necesario poder identificar como verdad las diferentes formas de verdad, como
justicia las diferentes formas de justicia. Luego no se puede eludir la universalidad de
significado de la verdad o de la justicia. 2. Admitamos que las formas de vida son
muy diferentes, tanto que no cabe homologadas ni compararlas. En este caso el
pretendido relativismo es sólo propio de un modo de hablar, no de las formas de
vida, que justamente tienen en la vida humana su realidad fundamental, como diría
Ortega, su foco unificante. Si la expresión diferentes formas de vida se aplica a lo que
es propio de los pueblos o culturas, habrá que contar con un concepto universal o
con varios, de una parte para poder determinar desde él la diferencia de formas de
vida, y de otra para poder establecer entre ellas algún tipo de comunicación, a la
que ni la teoría ni la praxis quieren renunciar, ni pueden aunque quieran, porque la
vida es esencialmente comunicación, incluso con aquello que difiere en tal medida
que podría parecer que ya no es posible ningún tipo de comunicación real.

Puede ciertamente hacerse valer que los conceptos como tales no tienen

consistencia en sí mismos, en cuanto que necesitan una ilustración histórica, es decir,


una clarificación mediante el conocimiento del proceso o de la génesis por la que han
llegado a constituirse, así como de las circunstancias en medio de las cuales o frente a
las cuales se han reafirmado y consolidado. Esto es indudable y cuando no se lleva a
cabo se cae en el vacío de las definiciones, tan frecuentes en las escuelas de
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pensamiento. Pero ello no quiere decir que por el hecho de que un concepto sólo se
haya llegado a clarificar en un momento histórico, sólo sea válido históricamente en
relación con una situación determinada. El concepto era ya válido en sí, es decir, de
una forma incoada o virtual, pero aún no había llegado a formarse plenamente y a
adquirir verdadera y efectiva vigencia, a ser para sí mismo en expresión de Hegel.

Respecto del tercer tipo de historicismo, caracterizado enfáticamente por


E. Troeltsch como historización fundamental de todo nuestro pensamiento sobre el
hombre, su cultura y sus valores, cabe decir que tiene de positivo lo que de positivo
tiene la clarificación de los conceptos en el sentido antes indicado. Pero no es sufi­
ciente. El pensamiento requiere por de pronto fundamentación, no necesariamente
como pretensión de que lo que se dice y piensa sobre estos o aquellos contenidos se
pueda retrotraer a un último principio o fundamento, pero sí en cuanto que debe
tener validez universal o al menos aspirar a ella. De otro modo, empezaría por no
ser comprensible aquello que se dice o se piensa. El pensamiento requiere además
una orientación definida, que puede no ser ni necesaria ni inalterable, pero sí precisa
y vinculante. Esto sin embargo no lo puede recibir de los simples datos, que aparte
de empíricos pueden ser contradictorios entre sí. Para poder orientarse en medio de
esa "jungla" de datos el pensamiento necesita criterios sólidos, que básicamente no
pueden sino ser a priori. En tercer lugar, pese a los inevitables cambios a que el
pensamiento se ve sometido en su proceso, necesita que entre las diferentes fases
pueda establecerse una coherencia. O al menos la cuestión acerca de esa coherencia
tiene pleno sentido. Por último, el debate con el pasado histórico o el cuestionamiento
del mismo, así como el debate con la propia interpretación histórica de ese mismo
pasado - que a su vez puede ser consecuencia de determinados cambios históricos -
puede ser necesario. Y el debate con el historicismo, con ese doble nivel de crisis
histórica y de interpretación de la misma, se ha producido de hecho.

El principal síntoma de la crisis [del historicismo] es la difusión del concepto


de historicismo. La gran crisis del espíritu, por la que Europa fue afectada desde la
[Primera] Guerra Mundial, es una crisis del historicismo no solamente como
fenómeno parcial, es decir, en cuanto que afectó al pensar histórico y a las
disciplinas científicas particulares de la historia, sino que es también en su carácter
fundamental, propiamente determinante, crisis del historicismo, en cuanto que
aspira a una discusión decisiva con toda la tradición histórica. La crisis es una
conmoción de todo el pensamiento que de algún modo haya de ser j uzgado
como historicista; en sus manifestaciones más externas tiende directamente a
cancelar la historización del pensamiento que tuvo lugar en el siglo XIX (Heussi,
1 932: 26 y s.).

No es necesario que se produzcan graves crisis en la realidad para refutar una


determinada forma de interpretarla, como es el historicismo. Basta con que el

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pensamiento se mantenga consciente de sus propias categorías. Puede sin embargo


pasar por una etapa prolongada de ceguera, porque su actividad se ejerce en el
tiempo y nada le garantiza verse inmune a influencias que a veces, además de intensas,
son agitadas y violentas.

El historicismo no sólo intentó constituirse en un órgano de interpretación de la


realidad tan válido como el naturalismo, sino que pretendió colocarse en el mismo
plano que éste por lo que a precisión y rigor se refiere. Es decir, siguió viendo en el
tipo de objetividad que persiguen las ciencias de la naturaleza el ideal a conseguir.
En opinión de Gadamer la raíz de las aporías del historicismo estuvo en esa
equivocada pretensión, en lugar de haber insistido en la peculiaridad del
conocimiento histórico-hermenéutico. A la pretensión de la escuela histórica,
representada paradigmáticamente, según él, por Schleiermacher y Dilthey, de captar de
forma estrictamente objetiva el pasado histórico, contrapone la fusión de horizontes a la
que ya nos hemos referido. Lo que no termina de ser satisfactorio en ambos casos es
que ninguno de ellos se da cuenta, de modo suficiente, de lo que es peculiar de
cada tiempo histórico, que hace que no nos sea posible ni desplazarnos del presente al
pasado para penetrar el significado de éste ni tampoco lograr una fusión de horizontes
porque eso supondría cuestionar la mencionada singularidad de cada una de las
dimensiones temporales.

Como ya hemos indicado, el tiempo como tal, y como consecuencia también el


tiempo histórico, está dotado de una consistencia plena, tanto que cada momento
temporal, y por extensión cada momento histórico, están dotados de una objetividad
indestructible. En razón de esa objetividad uno se puede sentir atraído a dar por
buena la crítica de K. Popper a toda pretensión de reconocer un lugar privilegiado al
método de las ciencias del espíritu (cf. 197 1 : XII, 1 14 y s.) puesto que éstas, al igual
que las ciencias de la naturaleza tienen ante todo que atenerse a la objetividad. El
problema es que, si se toma en consideración la singularidad de los acontecimientos
históricos que Popper mismo reconoce (op. cit., 1 1 5), no se podrán aplicar de modo
idéntico unas mismas categorías, como la de causalidad, a las ciencias de la natu­
raleza y a la historia.

Anteriormente hemos visto un texto en que Nietzsche critica con dureza la


acumulación de conocimientos históricos, que es de tal magnitud que se ha llegado a
constituir en una segunda naturaleza del hombre moderno, la cual sin embargo, no
obstante el peso y la influencia que tiene, es "mucho más débil e inestable y mucho
menos sana que la primera'', es decir que la vida. La crítica afecta sin duda a
cualquiera de las formas de historicismo, pues todos ellos están centrados en la
historia con tal interés e intensidad que parecen esperar de ella la respuesta a toda
suerte de problemas. Aunque el historicismo desplegó su fuerza después de
Nietzsche, su crítica ha tenido continuadores, no tanto respecto de la crítica del saber
histórico como tal, como de la ineludible articulación de la consideración de la vida
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en la reflexión sobre la historia. Dilthey y Ortega son, entre otros, pensadores


dignos de mención en este sen tido.

Por la importancia que tiene en sí misma la crítica de Nietzsche y también


porque de ella se hizo eco Heidegger, la incorporamos aquí, centrándonos para ello en
Sobre los beneficios y los perjuicios de la historia para la vida, de 1 874. La crítica no
equivale a un rechazo de la historia sin más, sino que responde al intento de
reconocerle el valor y la función que le corresponde. El planteamiento se centra en
la cuestión fundamental en consonancia con lo que sugiere ya el título del escrito. Se
"
trata de ver tanto que "la vida necesita el servicio de la historia" como que un
exceso de historia daña a lo viviente". Lo primero queda enunciado en los términos
siguientes:
• •

En tres aspectos pertenece la historia a lo viviente: como a lo activo y lo


apetente; como a lo que conserva y venera; como a lo que sufre y necesita
liberación. A esta tríada de relaciones corresponde una tríada de especies de
historia, en cuanto, que es posible distinguir una historia monumental, una historia
anticuaria y una historia crítica (Nietzsche, 1966: I, 2 1 9).

Se advierte de entrada que la actitud crítica de Nietzsche, a la que más arriba


nos referíamos, recae sobre una manera de practicar la historia en general, es decir,
en cuanto que no tiene en cuenta las exigencias de la vida. La historia es sin
embargo tan importante que, entre otras cosas, ejerce una función crítica en
beneficio de la vida.

Estos tres tipos de historia pueden servir a la vida, le pueden ser beneficiosos: el
recuerdo de lo grande, de lo monumental estimula a crear cosas grandes: "Cuando el
hombre que quiere crear cosas grandes, tiene necesidad del pasado en general, se
apodera de él mediante la historia monumental" (Nietzsche, 1 966: I, 225).

Esto tiene su fundamento en que se parte, de una u otra forma, de suponer que
lo que un día existió puede volver a existir:

¿De qué sirve al hombre contemporáneo la consideración monumental del


pasado, la ocupación con lo clásico e inusitado de otros tiempos? Deduce que lo
grande que existió una vez fue, en todo caso, posible una vez y por ello podrá
sin duda ser posible de nuevo; anda su camino con más ánimo, pues la duda que
le asalta en horas de debilidad, de si tal vez quiere lo imposible, se desvanece
(Nietzsche, 1 966: I, 221).

Nietzsche une aquí dos tipos de argumentación: la ontológica y la psicológica.


Algo similar ocurre con sus razones a favor de la historia anticuaria. La continuidad,
en cuanto conservada y garantizada por el pasado, puede contribuir a afianzar la
autoconciencia del presente, al suponer que éste se siente identificado con aquello

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que habitualmente acontece siempre:

quien a su vez persiste en lo acostumbrado y venerado desde antiguo cultiva el


pasado como historiador anticuario (Nietzsche, 1 966: I, 225).

La razón de tipo ontológico tiene por de pronto como referente lo permanente


por la ventaja que ello supone, tanto para quien se siente en armonía con ese
pasado como para quienes vendrán después:

La historia pertenece también, en segundo lugar, a quien conserva y venera, a


quien vuelve la mirada, con piedad y amor, hacia aquello en lo que él ha llegado
a ser lo que es; mediante esta piedad da gracias, en cierto modo, por su existencia.
Al cuidar con mano cuidadosa lo que subsiste desde antiguo quiere conservar para
los que van a venir después aquellas condiciones bajo las que él mismo ha venido
al mundo (l. c.).

Se advierte aquí que Nietzsche conjuga el criterio de la permanencia con el de la


continuidad y ambos con el del sentimiento de la propia identidad, proyectada en
una doble dirección: hacia el pasado, en cuanto que éste posibilita el propio
enraizamiento, como hacia el futuro, en el cual en cierto modo se perpetúa. Hace
valer también el concepto de posibilidad:

La historia de su ciudad se convierte para él [el historiador anticuario] en su


propia historia: concibe las murallas, la puerta fortificada, las ordenanzas
municipales, las fiestas populares como una crónica ilustrada de su juventud y en
todo esto se reencuentra a sí mismo: su fuerza, su trabajo, sus diversiones, sus
j uicios, sus locuras, sus malos modos. Aquí fue posible vivir - se dice a sí
mismo-, ya que es posible vivir ahora y aquí será posible vivir, porque somos
tenaces y no se nos va a derrumbar de la noche a la mañana (1966: I, 225 y s.).

Aquí vincula Nietzsche el concepto de posibilidad con el de continuidad, así


como con el proceso histórico-temporal, siendo este proceso la base de su
razonamiento implícito. Puesto que ahora - viene a decir - se puede vivir lo
suficientemente bien - y no simplemente sobrevivir-, cabe tanto pensar que también
en el pasado se pudo vivir así como conjeturar que en el futuro se podrá seguir
viviendo. Por otra parte ensancha y explicita la idea de la identidad en y mediante
lo que para el hoy representa el recuerdo del ayer; y además deja claro, que la
continuidad de lo que se ha conservado no es automática, sino que requiere de la
actividad y del esfuerzo. Otro aspecto digno de mención es que esa actitud del
anticuario suele proyectar sobre el pasado es un sentimiento que poco o nada tiene
que ver con la realidad tal como fue vivida.

Ese sentimiento anticuario de veneración del pasado tiene su más alto valor
cuando extiende un sentimiento simple y conmovedor de placer y satisfacción sobre
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estados de cosas modestos, rudos y hasta penosos en los que vive un hombre o un
pueblo ( 1 966: l, 226).

La observación es, además de acertada, importante, pues por una parte indica que
el historiador anticuario pretende guiarse exclusivamente por su afán de
objetividad, pero, por otra, de hecho reconstruye el pasado e introduce en él una
valoración, en ocasiones muy idealizada.

En cierto modo parece que fue ésta la clase de historia sobre la que Nietzsche
más reflexionó a juzgar por el modo en que se pronuncia sobre los prejuicios que
puede acarrear. Prejuicios traen consigo las tres clases de historia. Los propios de la
historia monumental se pueden resumir en los dos siguientes: En primer lugar, si su
cultivo no guarda el conveniente equilibrio con las otras y prevalece sobre ellas sale
perjudicado el propio pasado, en cuanto que "las partes enteras del mismo son
olvidadas, despreciadas y fluyen como un torrente ininterrumpido y gris en el que
solamente hechos singulares embellecidos emergen como solitarios islotes" (Nietzsche,
1 966: I, 223).

La idea implícita en este razonamiento es que la historia monumental lleva en


alguna medida consigo la absolutización de aquello que eleva a este rango o al
menos encierra ese peligro - con lo cual quedan anulados, en todo o en parte, el resto
de sucesos a los que no se considera merecedores de ese calificativo. Por otra parte,
aunque la historia monumental está llamada a estimular el intento de realizar cosas
grandes, puede sin embargo producir el resultado contrario "cuando los impotentes y
los inactivos se apoderan de ella y la manipulan'' (l. c., 223), si la utilizan para con­
traponer los grandes éxitos del pasado a los intentos del presente. Por ejemplo todo
arte, en cuanto que es presente, no es aún monumental y por ello no resiste la
comparación con el que ha sido ya consagrado por la historia. En este sentido la
referencia a lo monumental puede ahogar el espíritu creador.

Si quisiera extender al campo del arte el uso del referéndum y del sufragio
mayoritario y se obligara al artista a defenderse ante el foro de los estetas que
nada crean, se puede jurar de antemano que sería condenado; y esto no a pesar
de, sino precisamente porque sus jueces han proclamado solemnemente el canon
del arte monumental [ .. . ] mientras que todo arte que no es monumental, en
cuanto que es arte del presente, les parece en primer lugar no necesario, en
segundo lugar nada atractivo y, finalmente, carente de la autoridad de la
historia. . . No quieren que nazca la grandeza. Su procedimiento es decir: "mirad, lo
grande ya está ahí". En realidad, esta grandeza que está ahí les importa tan poco
como la que está naciendo: sus vidas dan testimonio de ello. La historia
monumental es el disfraz en el que su odio a los poderosos y grandes de su
tiempo se presenta como saciada de admiración hacia los poderosos y los grandes
de tiempos pasados; ocultos así tras ese disfraz convierten el sentido de esta

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consideración de la historia en su opuesto. Lo sepan claramente o no, actúan en


todo caso como si su lema fuera: dejad que los muertos entierren a los vivos
(Nietzsche, 1 966: I , 224 y s.).

El perjuicio que puede causar la historia anticuaría es más grave que el anterior,
pues aunque se olvide y desprecie una parte del pasado en nombre de la historia
declarada como monumental, nada puede hacer que desaparezca. En este caso, en
cambio, se ahoga en su raíz lo que está a punto de nacer. Nietzsche tiene en cuenta
la doble perspectiva: la del pasado, a la que se refiere el perjuicio anterior y la del
presente, en el que se incide el que señala ahora. Hay pues en su reflexión de
nuevo varias dimensiones: la ontológica, que se refiere al no-ser de lo que podría
llegar a ser y es impedido, la temporal, centrada en el presente, y la que cabe
considerar - de modo convencional- como antropológico social: la fuerza del
resentimiento. Se pone de manifiesto el procedimiento alusivo del gran escritor, capaz
de poner en juego en un mismo punto diferentes argumentos y niveles de
consideración.

Los perjuicios de la historia anticuaría se pueden reducir a los tres siguientes. El


primero de ellos coincide, en el contenido, con el segundo que es inherente a la
historia monumental, en cuanto que también la anticuaría, al cultivar y venerar el
pasado, considera que lo nuevo y lo que está haciéndose merece rechazo y
hostilidad ( cf l. c., 227). Hay sin embargo dos diferencias que no son sólo de matiz.
Por una parte la razón de rechazar lo nuevo no es la exaltación de una parte del
pasado, sino la exaltación del pasado como tal. Por otra parte, no necesariamente el
motivo de la actuación es el resentimiento. El segundo perjuicio a que conduce el
cultivo exclusivo del pasado es la anulación total de la vida misma:

Cuando el sentido de un pueblo se endurece de tal suerte, cuando la historia


sirve al pasado hasta el punto de minar la posibilidad de seguir viviendo, y
especialmente la vida superior, cuando el sentido histórico ya no conserva la vida,
sino que la momifica, entonces el árbol muere de un modo no natural, secándose
poco a poco desde arriba hasta las raíces y generalmente la raíz misma termina
por desaparecer (Nietzsche, 1 966: I, 228).

Nietzsche parece agotar en este punto sus recursos retóricos, que no son pocos,
para acentuar la degeneración en que se cae por falta de "la fresca vida del
presente" (l. c.). Da la impresión de que para él la historia anticuaría representa el
máximo perjuicio. Por ello sobre todo - también en menor medida por el exceso
en el cultivo de la historia monumental - se necesita de modo perentorio un tercer
modo de considerar la historia, "el modo crítico".

Para poder vivir ha de tener la fuerza, y de vez en cuando utilizarla, de


romper y disolver un pasado. Esto lo consigue llevándolo a juicio, sometiéndolo a

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un interrogatorio minucioso y, al fin condenándolo; ahora bien, todo merece ser


condenado [ . . . ] . Quien aquí juzga [ ... ] es solamente la vida, esa potencia oscura,
impulsiva, insaciablemente ávida de sí misma (Nietzsche, 1 966: I, 229).

Esto sin embargo también encierra un grave peligro que muy difícilmente se
puede eludir, porque el hombre es fruto del pasado hasta tal punto que el pasado
forma parte de su misma vida. Por ello, al atacar el pasado, el hombre se hace
fácilmente daño a sí mismo.

Este proceso es siempre peligroso, en realidad peligroso para la vida misma; y

los hombres y las épocas que sirven a la vida juzgando y aniquilando un pasado
son siempre peligrosos y están siempre en peligro ( 1 966: I, 229).

Como resultado final son claras las siguientes conclusiones: l . Las tres clases de
historia son necesarias para la vida y son también peligrosas. 2. Esa dualidad parece
inevitable, en cuanto que esas clases de historia vienen exigidas por la vida misma,
pero a su vez tienden a perpetuarse, con lo cual lo que inicialmente es un beneficio
se transforma en un perjuicio. "Cada una de las tres clases de historia está justificada
tan sólo en un terreno y en un clima; en otro cualquiera crece convirtiéndose en
una mala hierba devastadora (Nietzsche, 1966: I , 223 ) . 3. La historia por sí misma
no es perjudicial: lo es sólo "la sobresaturación histórica'' (l. c., 237).

Las reflexiones de Nietzsche son muy equilibradas y merecen ser tomadas en


consideración, tanto más cuanto que hoy día la sobresaturación histórica ha llegado
a tal punto que la historia se ha excedido a sí misma y sirve como pretexto para
manipular el pasado a capricho, a veces mediante pésimas novelas históricas.
Sorprende por ello que E. Nolte, gran historiador y notable ensayista, en la
monografía sobre Nietzsche no dedique ningún apartado a analizar el sentido de
este escrito, pues la tesis de Nietzsche es no sólo que la historia, en cuanto modo de
conocimiento, está supeditada a la vida, sino que le es necesaria. No debilita por ello,
sino que refuerza la tarea y la obra del historiador.

Heidegger, en cambio, sí reconoce a esta obra una gran importancia al considerar


que "Nietzsche ha comprendido y dicho, de un modo penetrante e inequívoco [ . . . ]
lo esencial acerca de los beneficios y perjuicios del saber histórico para la vida'', pero
anota a la vez que no ha mostrado "explícitamente la necesidad de esta tríada ni el
fundamento de su unidad" (Heidegger, 1953 : 293). En cuanto a que la historia,
como saber histórico es ambivalente y tiene tanto ventajas como inconvenientes para
la vida, ello se debe, según Heidegger, a que "ésta - la vida - es histórica en la raíz
misma de su ser y a que, por consiguiente, en cuanto fácticamente existente siempre
se ha decidido ya de antemano por una historicidad propia o impropia'' (l. c.). Y en
cuanto a la triplicidad del saber histórico y su unidad Heidegger entiende que se
deriva de la historicidad del "ser-ahí" (Dasein).

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TEORÍA DE LA HISTORICIDAD (FILOSOFÍA. HERMENEIA) (SPANISH EDITION)

Teniendo en cuenta que el ser-ahí es histórico en cuanto que es temporal y que


la temporalidad se proyecta en las tres dimensiones de pasado, presente y futuro, que
le pertenecen - constitutivamente cada una de ellas-, la triplicidad del saber
histórico se origina en síntesis del modo siguiente. En cuanto que el serahí retorna a
sí mismo, repite el pasado y está "abierto para las posibilidades 'monumentales' de la
existencia humana'' (l. c., 396). A su vez, esa apropiación repetitiva del pasado, en
cuanto que abre a nuevas posibilidades implica "la posibilidad de la conservación
venerante de la existencia que ya existió, existencia en la que se hizo manifiesta la
posibilidad ahora asumida'' (l. c., 396). Eso significa que el saber histórico, en
cuanto monumental, es ya anticuario (cf. l. c., 397). Y a su vez, en la medida en
que el hoy es interpretado desde la perspectiva del futuro, el saber histórico
comporta una crítica del presente. Dicho de una forma más técnica, a lo
Heidegger, y por supuesto mucho más complicada:

En la medida en que el hoy queda interpretado desde el comprender


venideramente-repitente de una posibilidad de existencia que se ha asumido, el
modo propio del saber histórico se convierte en la despresencialización del hoy, es
decir, en un sufriente desligarse de la publicidad cadente del hoy (Heidegger, 1 953:
397).

Las reflexiones de Heidegger son cuestionables. Por una parte pasa por alto que
Nietzsche sí ha explicitado la necesidad de las tres clases de saber histórico y el
fundamento de su unidad. La raíz de lo uno y lo otro está en la vida misma. En
definitiva, hay fundamentación en Nietzsche aunque no es la que pretende
Heidegger. Por otra parte, esa especie de deducción de la historia anticuaría a partir
de la historia monumental es ajena por completo a Nietzsche, como ya hemos visto.
Pero ni lo uno ni lo otro nos interesa ahora.

A la base de las consideraciones de Heidegger está que "El ser-ahí en cuanto


venidero existe de un modo propio en la apertura resuelta de una posibilidad que él
ha elegido" (1. c., 3 96). Lo cual quiere decir que el futuro, en cuanto por-venir, es el
eje de la temporalidad y el fundamento de la historicidad. Mi punto de vista es
distinto, como ya he expuesto. Las diferentes dimensiones temporales o son presente o
son una forma en que lo pasado y lo futuro se hacen presentes. O dicho de un modo
más aséptico, de lo pasado y de lo futuro podemos hablar sólo desde la perspectiva
presente. De pasado histórico, al igual que de futuro histórico podemos hablar sólo
por relación al presente histórico sin que por ello se disuelvan en éste, ya que
pasado y futuro no dejan de ser lo otro del presente. Esto supuesto, lo pasado lo
podemos "presencializar" bajo la forma de lo monumental o de lo anticuario, según
sea el interés por el que se orienta la actividad humana.

La historia monumental, de suyo, apunta más bien al futuro, en cuanto que,

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como dice Nietzsche, estimula la creación de grandes cosas. La historia anticuaria


intenta, más bien, retener el pasado, pero no necesariamente, puesto que puede ver
en el pasado una fuente de posibilidades para el futuro. La historia crítica, a su vez,
viene ciertamente postulada desde la perspectiva del futuro, en la medida en que
éste no admite ser considerado como mera continuación del pasado y del presente.
Sin embargo, su actividad no tiene por qué centrarse exclusivamente en desligarse
de la inautenticidad del presente, como piensa Heidegger (cf 1 963: 397) . Tiene que
ver, en no menor medida, con el pasado, en cuanto que pretende una aprop1ac1on
• • 1

del mismo, que no entorpezca el espontáneo y libre despliegue del presente. Y


también se eJerce esa historia crítica sobre el futuro, en cuanto que debe evitar

proyectarlo de forma arbitraria, desligada de las ineludibles " imposiciones" del


pasado y de las necesidades auténticas del presente.

A su vez, cada una de esas formas de hacer historia puede tener ventajas e
inconvenientes. La ventaja de la historia monumental está en estimular a realizar
cosas grandes, en cuanto que hace que los hombres tomen conciencia de que son
capaces de ello. El inconveniente puede estar en quedar embelesado en el canto a lo
monumental. La historia anticuaria presenta la ventaja de cultivar lo permanente,
que constituye una dimensión esencial de la vida; tiene el inconveniente, cuando se
cultiva unilateralmente, de quedar estancado en lo invariable. La historia crítica tiene
la ventaja de fomentar la renovación y el inconveniente de poderse quedar en lo
destructivo. Por lo demás, la razón de esta dualidad inherente a cada una de las tres
clases de historia no está en la existencia humana, según que sea auténtica e
inauténtica. Pues es obvio que el cultivo de un determinado tipo de monumentalidad
puede tener sentido en un momento dado y dejar de tenerlo en otro. Y algo análogo
puede ocurrir con las otras dos clases de historia. Paradójicamente Heidegger, que
tanto sabe de temporalidad, no la aplica en este caso correctamente.

3 4 3.
· · Sentido y sinsentido de la utopía

La referencia a la utopía en este contexto de las dimensiones históricas es en cierto


modo obligada en cuanto que, de cara al futuro, la exigencia de transformar la
realidad es, en ocasiones, tan apremiante, debido a los profundos cambios inducidos
por el desarrollo de la vida misma, que parece no haber "lugar" para las
transformaciones requeridas ni en lo transmitido por el pasado ni en lo establecido
en el presente.

Hablando de utopía se piensa en la obra del mismo título de Tomás Moro ( 1 5 1 6) ,


que nos describe un estado tan ideal como los acontecimientos que en ella se narran
(Mallafré, 1977: 1 1 -57). Pronto se pone a esta obra en relación con la República de
Platón y posteriormente con otras obras de la época moderna como son La Citta del
Sole ( 1 602) de T. Campanella y la Nova Atlantis ( 1 624) de F. Bacon. Durante un

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tiempo la obra de T. Moro es presentada como modelo a tomar en consideración


por parte de príncipes y ciudadanos, pero ya a mediados del siglo XVI Ferrarius
Montanus la critica por entender que es ajena a la realidad. Esta objeción
difícilmente afecta a la Utopía de T. Moro, quien deliberadamente construye un
modelo contrafáctico, que le sirve para criticar, por contraste, la situación real, que
censura duramente.

Durante siglos, sin embargo predomina la crítica negativa de este concepto, tanto
que "utópico" se llega a convertir en un término peyorativo. Autores tan relevantes
como Herder, Kant, Fichte, Hegel, Bentham o Comte rechazan la utopía, como la
rechazarán también, en nombre de lo postulado por la realidad misma, los que desde
otro punto de vista fueron más tarde considerados como "socialistas utópicos". Se
volverá a valorar positivamente a finales del siglo XIX y comienzos del XX como
correctivo de la realidad. Así lo intenta por ejemplo G. Landauer. Para el socialismo y
el comunismo la utopía es también, por lo general, un término peyorativo. Como
información suficientemente amplia y concreta para poder orientarse, se puede
consultar a U. Dierse (200 1 : 5 1 0-526).

Cobra nuevo impulso el concepto de utopía con la obra de E. Bloch en su


conjunto, especialmente a partir de la publicación de El espíritu de la utopía, de 1 9 1 8.
Utópico es para él todo aquello que trasciende lo simplemente dado, lo cerrado con
carácter definitivo, lo fáctico que se presenta con la pretensión de realidad última.
Lo que transciende no es aquí de índole metafísica, como si expresara una realidad
de orden por completo distinto. Es más bien algo que es preciso situar en el lugar
de lo soñado, no realizado ciertamente, pero tampoco ajeno a la realidad, ya que de
la experiencia de lo real ha surgido el sueño y de sus elementos está entretejido.
Igualmente, no se puede decir que no sea realizable en modo alguno. Por el
contrario, el hecho de que se aspire a verlo transformado en realidad invita a pensar
que hay en ello fundamentos suficientes para esperar que algún día se lo pueda ver
como real y existente.

La utopía versa por tanto no simplemente sobre algo que no es en modo alguno,
sino sobre el no-ser-aún, llamado a ser al fin, a su modo; sobre lo posible, que lejos
de ser un constructo abstracto e irreal, está ya ahí, a la mano como quien dice y, al
mismo tiempo no visible ni tangible. Siempre permanecerá este juego de cercanía y
lejanía, alejándose de nosotros siempre el horizonte, aun allí donde estábamos
convencidos de estar ya en medio de él. El Reino está cerca, pero siempre solamente
cerca y nunca definitivamente ya, de una vez por todas para nosotros. De ahí la
inevitable tensión permanente de cara al fin, siempre deseado y, a la vez,
oscuramente presentido, nunca definido con precisión y, en lo que pudieran ser sus
perfiles concretos, siempre oculto.

De ahí que una atmósfera de misterio circunda, de forma inevitable, la morada

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del hombre. Lo utópico no tiene su propio ámbito en el simple y estricto futuro,


sino en el presente. Ocurre sin embargo que hay que saber percibirlo allí donde
manifiestamente nos habla, como en la gran poesía, y cuando penetra en nuestras
facultades más intimas a través de la música. Si sabemos estar a la escucha de lo que
la realidad misma nos transmite, nos daremos cuenta de que en todas las cosas hay
un fermento utópico, que está ya posibilitando y exigiendo una nueva forma de ser
real. Utopía y realidad no se excluyen por tanto, ya que sin elementos utópicos no
es posible captar la realidad que desborda lo meramente fáctico. ¿Cómo serían
posibles por ejemplo las creaciones literarias o musicales sin esos elementos utópicos?
La utopía que elabora Bloch es concreta y se exterioriza en multitud de
manifestaciones de carácter simbólico sobre todo.

La pregunta en la línea que venimos siguiendo es si hay en las dimensiones


históricas algún elemento que posibilite la elaboración de concepciones utópicas,
entendidas como aquellas que construyen un modelo de realidad que no se
corresponde con la realidad existente. Existe ese elemento no sólo como posibilitador,
sino como impulsor de tales concepciones. Esta afirmación se funda en que, para vivir,
el hombre necesita, tanto como repetir su pasado, proyectar su futuro. Esta necesidad
se puso de manifiesto, ya con singular intensidad, al comienzo de la edad moderna y
no es por ello casual que se elaboraran entonces las utopías más conocidas, que
hemos mencionado más arriba. El hombre no puede acomodarse en la expectativa de
lo que dicte o prescriba su pasado, tampoco estar a expensas de aquello a lo que se
vea urgido por el presente. Contando con los materiales que el pasado y el presente
ponen a su disposición, tiene forzosamente que elaborar por sí mismo un esquema
de vida que, en cuanto que no es real, es utópico - literalmente, ya que no encuentra
lugar ni acomodo en la realidad.

La cuestión concreta es si, no expresando nada real, es sin embargo realizable en


su momento, total o parcialmente, en virtud de que conecta con algún elemento de
la realidad, en cuanto que responde a lo que en la realidad misma está latente. En ese
caso la utopía tiene sentido. Carece de él, por el contrario, si empieza por no
construirse a partir de las necesidades y exigencias de la realidad. La referencia
meramente crítica a lo real, es decir, la elaboración de un modelo que exprese
simplemente algo opuesto a lo establecido con lo que no sintoniza en modo alguno,
además de no tener interés en sí mismo, puede, si se fuerza su realización, producir
efectos funestos, con la consecuencia sobreañadida de que contribuye a desalentar a
quienes verdaderamente están interesados en una transformación razonable.

De este tipo de ejemplos está llena la historia, la "macrohistoria" por supuesto,


pero también la "microhistoria" de grupos, asociaciones, etc. Sólo la realidad misma
podrá decirnos si la utopía tenía sentido o no. En parte, y sólo en ocasiones, se
podrá anticipar ese sentido. No siempre, por tanto, y nunca totalmente. Aunque
tengamos la impresión de que este o aquel proyecto utópico es coherente con la
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realidad, solo su realización podrá confirmarlo definitivamente. Cuando Hegel afirma


que es la razón la que gobierna la historia, no afirma con ello su oposición a cualquier
intento de transformación de la misma, sino que ésta ha de ajustarse a los
imperativos de la racionalidad, tal como éstos se pueden extraer del curso real de las
cosas.

El descrédito de la utopía - nunca total, pues encuentra siempre adeptos - se


debe a las excesivas pretensiones de los modelos con que se construye. En este
sentido podemos distinguir, de entrada, un doble modelo: el racional y el
escatológico. El primero de ellos presenta ideas que convierte en ideales, en arqueti­
pos a los que la realidad debe ajustarse. Desde siempre se ha considerado que la
muestra típica de este modelo viene representado por la República de Platón. Aparte
del fracaso que supuso el intento de aplicarlo a la realidad, el modelo adolece de la falta
de mediación de la teoría por la praxis.

En su República Platón esbozó una verdad del todo [social], que él mismo
caracterizó como utopía. Sin embargo este estado ideal estaba concebido como
concepto a realizar y así su creador hizo el intento inútil de convertir la utopía en
realidad en Sicilia. Con ello Platón fue el primer «intelectual", que presentó un
esbozo de estado pensado en serio. Pero -y esto es característico de su concepción
de la verdad - fundamentó primero este esbozo en principios teóricos y, según su
concepción, la praxis política era luego la aplicación de estos principios a la
realidad. La especial problemática de su empeño está pues manifiestamente en su
concepción de la diferencia entre verdad teórica y verdad práctica y de su
mutua relación. A su modelo de estado le faltó la mediación con la realidad
política existente, mediación que por lo general toda verdad acerca del todo, que
aspire a una renovación de la sociedad, necesita tener (Zeltner, 1966: 1 10 y s.).

A Platón no se le puede trivializar ciertamente considerándole como utópico, y


menos aún tratándose de la República, obra con la que muy pocas realizaciones
filosóficas resisten la comparación. Haya dejado, o no, de tener aplicación desde el
punto de vista en que la utopía puede seguir teniendo sentido, el hecho innegable
es que su concepción, su forma y contenidos siguen teniendo vigencia (cf. Kersting,
1 999: 2- 1 5) . Cosa distinta son los "platónicos", singularmente los actuales. No se han
ocupado de revisar conceptualmente las posibilidades y límites de la utopía, a la
vista, por una parte, de los gravísimos acontecimientos del siglo XX y de lo que
supone el avance de la tecnología, con los incesantes cambios que produce; no han
tomado nota alguna de la inestabilidad del suelo que pisan ni de las condiciones bajo
las que las transformaciones pueden ser racionalmente aceptables. Pero, eso sí, se
proponen a sí mismos como "consejeros áulicos" sin reparar en que cuanto más grave
e importante es el asunto que se trata, tanta más inteligencia y prudencia se requiere.
No han reflexionado tampoco, salvo contadas excepciones, acerca del cuestionamiento a

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que, como consecuencia de los cambios históricos, se ha visto sometido de pronto "el
saber utópico, dominador, de los intelectuales" (Saage, 1 992: 65-1 28, 1 52 y ss.).

La insuficiencia de la concepción platónica no significa que no sea válida. Lo es


de principio a fin, pero en el campo de la utopía y de su función es de muy
difícil aplicación, porque en razón de los cambios constantes y profundos, hay que
delimitar muy bien de qué modo y hasta qué punto se pueden aplicar las ideas
expuestas por Platón, que de suyo son permanentes.

El segundo modelo mencionado, el escatológico, es de proveniencia bíblica. La


escatología se refiere a lo que tiene carácter de "ultimidad", bien en el sentido de la
consumación de la vida en lo que la religión y la piedad consideran su destino final,
bien en el sentido existencial de percibir aquí y ahora la revelación del tiempo
oportuno en orden a asentar la propia vida personal sobre bases firmes (cf
Pannenberg, 200 1 : 3 1 2-322). A ninguna de estas dos formas de escatología se refiere
el modelo escatológico de carácter utópico, pero tiene en común con ambos, sobre
todo con la primera, el hecho de que retiene la pretensión de ultimidad y de
culminación del sentido. Son las diferentes versiones que ha habido, especialmente en
el campo de la política, de instaurar el "reino de Dios" en la Tierra. Las utopías
revolucionarias que eclosionaron en el siglo XX son de ello la prueba más palpable.
Como han llevado por sus pasos contados a la catástrofe, se han juzgado a sí
mismas y han mostrado su carencia total de legitimidad. Y sin embargo, nada
garantiza que no se vuelvan a producir esos terribles excesos. Uno de los atractivos de
esas utopías es que pretenden apoyarse, según expresión de Popper, en leyes del des­
arrollo social y en la planificación correspondiente. Dada la complejidad de los hechos
sociales e históricos, nunca tales leyes pasan de tener un alcance general. De ahí que
el intento de aplicarlas con exactitud a los casos concretos lleve sin remedio al
desastre. En lugar de formular leyes del desarrollo social y de llevar su aplicación
hasta las últimas consecuencias, hay que buscar más bien "leyes de diversa índole que
pongan límites a la construcción de instituciones sociales" (Popper, 1 9 7 1 : 37) . Por
otra parte,

el resultado de la planificación social no podría llegar a ser en ninguna


circunstancia una estructura estable, porque el equilibrio de fuerzas se modificará
forzosamente (Popper, 1 97 1 : 38).

Hay sin embargo diversos factores que dificultan notablemente la llamada de


Popper a la racionalidad, como son la irrupción de lo inesperado en la historia, la
facilidad con que masas enteras se dejan fácilmente fascinar por sueños de
realización imposible o incierta, el peso que en el comportamiento humano tiene,
según el acertado diagnóstico de Nietzsche, el resentimiento, por no hablar de que la
historia de la humanidad se puede concebir, en expresión de Borges, como "historia
universal de la infamia".
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Aparte de los modelos anteriores cabe hablar de un tercero que a falta de nombre
más afortunado se puede llamar modelo procesual, porque tiene presente el proceso
histórico tal como está condicionado y, en buena medida, determinado hoy. Como
acertadamente diagnosticó Heidegger, nuestra vida está impregnada, tanto en sus
diferentes dimensiones - en cualquier caso en la dimensión histórica - por la técnica.
Por su importancia, también por su relativa nitidez, aducimos los textos siguientes:

Al menos según parece, hoy ya no necesitamos como hace años indicaciones


detalladas para echar de ver la constelación desde la que el hombre y el ser se
rozan mutuamente entre sí. Se podría pensar que es suficiente nombrar la expresión
"era atómica" para evocar la experiencia de cómo llega hoy a nuestra presencia el
ser en el mundo técnico. ¿Pero acaso podemos tomar sin más el mundo técnico y
el ser como si fueran una sola cosa? Evidentemente no, ni siquiera si representamos
este mundo como el todo en el que están encerrados juntos energía atómica,
planificación calculadora y automatización. ¿Por qué una indicación de esta índole
acerca del mundo técnico, aunque lo describiera exhaustivamente, no nos pone ya
a la vista en absoluto la constelación de ser y hombre? Porque todo análisis de
la situación se queda corto, en tanto que de antemano se interpreta el mencionado
todo del mundo técnico desde el hombre como su obra. Lo técnico, representado
en el sentido más amplio y en toda la diversidad de sus manifestaciones, tiene
vigencia como el plan que el hombre proyecta, plan que en definitiva le lleva al
hombre a decidir si quiere convertirse en esclavo de su plan o mantenerse como
señor del mismo.

Mediante esta representación de la totalidad del mundo técnico todo se


reduce al hombre y, a lo sumo, se llega a exigir una ética del mundo técnico.
Atrapados en esta representación uno se reafirma en la opinión de que la técnica
es sólo una cosa del hombre y hace oídos sordos a la llamada del ser que habla
en la esencia de la técnica (Heidegger, 1 957: 25 y s.).

Años antes, en 1 950, se había expresado ya Heidegger de forma similar:

La técnica no es lo mismo que la esencia de la técnica. Cuando buscamos la


esencia del árbol tenemos que darnos cuenta de que aquello que predomina en
todo árbol en cuanto árbol, no es a su vez un árbol que se pueda encontrar entre
los árboles.

De este modo la esencia de la técnica no es tampoco en modo alguno nada


técnico. Por eso jamás experienciaremos nuestra relación con la esencia de la
técnica mientras únicamente representemos y manejemos lo técnico, mientras nos
conformemos con lo técnico o lo eludamos. En todas partes estamos encadenados a
la técnica sin ser libres para lo contrario, tanto si apasionadamente la afirmamos o

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la negamos. Sin embargo, el peor modo en que estamos abandonados a la técnica


es aquel en que la consideramos como algo neutral, porque esta representación, a
la que hoy se rinde pleitesía de modo especial, nos hace completamente ciegos para
la esencia de la técnica ( 1 950: 1 3) .

En relación directa con estos textos diremos únicamente lo expuesto a


continuación: a) Heidegger habla como un platónico, sin serlo propiamente. La
diferencia entre la esencia de árbol y un árbol determinado pretende en cualquier caso
poner de relieve la diferencia que hay entre nuestra actitud habitual ante lo que tiene
que ver con la técnica y lo que es la esencia de la misma. b) Esa diferencia se
muestra inequívocamente en que, por lo común, nos relacionamos con la técnica
pensando que podemos disponer de ella, como si fuera en efecto "un plan que el
hombre proyecta" y del que podría prescindir, si lo propone, cuando en realidad,
estamos encadenados a la técnica y a su esencia. e) Es preciso pues un cambio de
actitud ante la técnica que comience por percibir la llamada del ser en medio de lo
que es la esencia de la técnica y no simplemente lo técnico. d) Por último, tenemos
ya indicaciones más que suficientes que nos muestran que estamos ante una
experiencia completamente nueva de cómo el ser se nos hace presente y de cómo ser
y hombre se relacionan entre sí.

De todo ello nos quedamos, reduciéndolo a síntesis, con que somos tan
dependientes de la técnica que ni siquiera nos cabe ya la posibilidad de vivir al
margen de ella. Pero por otra parte, también la técnica es a su modo dependiente del
hombre, puesto que, el ser y la técnica se rozan mutuamente entre sí; aquél está
necesitado de ésta y al contrario. Esto supone que, si bien nuestro comportamiento
ante la técnica no puede ser el que corresponde a la simple toma en consideración de
la técnica como un "plan que el hombre proyecta'', esto no supone que el hombre
pueda adoptar una actitud quietista ante la técnica y dejarse llevar simplemente por
ella. Ni debe ni le es posible, pues aun cuando viva de modo inauténtico, está
viviendo y actuando, aunque sea sin proponérselo e inconscientemente, en medio de la
esencia de la técnica.

Uno de los pensadores que más en serio se ha tomado el reto planteado por
Heidegger ha sido H. Jonas en su obra El principio de responsabilidad. Aquí vamos
a referirnos, más bien implícitamente, a alguno de los temas, que él toca, para
exponer en concreto de qué forma entendemos que aún tiene sentido hablar de
utopía. El modelo que proponemos es procesual, en cuanto que es el proceso de la
historia misma, desde su radical condicionamiento por la técnica, el que nos dicta
determinadas reflexiones básicas, que nos llevan a postular actitudes que, lejos de ser
mera continuación de lo dado o establecido, representan un contraste, una negación o
antítesis de ello. Por de pronto es innegable que el desarrollo ha llevado al hombre en
su historia a un punto en que su ser está radicalmente amenazado, no sólo porque
puede destruir su propia especie sirviéndose de los medios y de las armas que con la
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técnica ha creado; también, porque dicho desarrollo se está llevando a cabo al precio
del deterioro progresivo de la naturaleza, de la que el hombre depende esencialmente
para poder subsistir.

Desde la pregunta siempre abierta acerca de qué debe ser el hombre, cuya
respuesta está sujeta a cambio, nos encontramos, en medio del peligro total del
ahora de la historia universal, arrojados al precepto primero, que subyace siempre de
antemano a aquella pregunta, pero que hasta ahora no ha llegado a cobrar
actualidad, al precepto de que él debe existir - bien es verdad que como hombre
Gonas, 1 988: 250).

El precepto es nuevo, en cuanto que hasta ahora la afirmación de la existencia


se admitía como presupuesto implícito de cualquier otro precepto. Ahora en cambio,
hay que elevar dicha afirmación a precepto explícito, porque en medio del ''total
peligro" ha dejado de ser algo consabido y que esté justificado por sí mismo. En
terminología estrictamente ontológica esto implica que el ser mismo está
amenazado y que sólo se puede sustentar sobre la base precaria de una doble
negación: el no al no-ser.

Así pues el no al no ser -y en primer lugar al no ser del hombre - es en este


momento y por ahora - lo primero con lo que una ética de emergencia para un
futuro amenazado tiene que transformar en acción colectiva el sí al ser, que desde
la totalidad de las cosas se convierte en deber para el hombre (1. c.).

Ello supone que la responsabilidad del hombre es máxima y adquiere una


radicalidad que no ha tenido hasta ahora, pero puesto que la responsabilidad tiene
que traducirse en una acción, es ineludible el ejercicio de un poder que es inédito,
puesto que adquiere una modalidad que no ha tenido hasta ahora y que en
expresión de Jonas se concreta en un "poder sobre el poder". Es decir, el poder que
es preciso ejercer ahora y que debe brotar de la sociedad misma, está destinado no
ya a controlar el poder que el hombre ejerce sobre la naturaleza, sino a limitar ese
otro poder que por mor del progreso se ha expandido de forma ilimitada y amenaza
con destruir a la naturaleza y al hombre mismo. Esa "autoalimentada coacción del
poder hacia su progresivo ejercicio" vendría a equivaler al diagnóstico heideggeriano
de que "estamos encadenados a la técnica", pero Jonas cree, invocando el principio de
la responsabilidad, que es posible quebrar esa tendencia y al menos evitar un final
apocalíptico, al que nos estamos encaminado.

La concepción de Jonas no es ciertamente utópica. Critica por el contrario


decididamente la utopía, la marxista y la defendida por Bloch entre otros, porque la
fe ciega en la misma lleva al fanatismo (cf. l. c., 340) . Por otra parte siguen
ateniéndose, sobre todo el marxismo clásico, a la afirmación del progreso como
principio, que ha resultado ser fatal. Ambas concepciones adolecen de un error

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fundamental, el de separar "el reino de la libertad del reino de la necesidad" (l. c.,
357), por cuanto dejan campar a sus anchas al segundo, impulsado y explicitado en
el terreno de la concepción científico-técnica, pensando que se lo puede utilizar como
medio para construir el reino de la libertad, siendo así que el reino de la necesidad
ha pasado de ser medio a convertirse en fin y nos ha llevado a una situación en que
está a punto de ahogar toda libertad.

Dentro de lo que aquí considero una utopía razonable, las reflexiones de Jorras
merecen ser tenidas en cuenta. Pero su concepción adolece en mi opinión de varias
limitaciones. Pasa por alto en primer lugar simplemente me conformo con
mencionarlo - el hecho de que sus referencias históricas al concepto de responsabi­
lidad muestran bastantes lagunas (cf Bayertz, 1 995: 3-68), así como que no
aparecen bien señalados los límites de dicho concepto (cf. Birnbacher, 1 995: 143-1 80)
ni su ineludible implicación con su dimensión j urídica (cf Krawietz, 1 995:
1 84-2 1 3). Pero lo que aquí me importa señalar son otras dos carencias. Por una
parte, Jorras se atiene al modelo del Homo fober. Esto quiere decir que el principio
de responsabilidad se concreta en acción y, sobre todo, que esa acción se entiende
como una forma determinada de ejercicio de poder. Por otra parte, hace derivar lo
positivo, el sí al ser, de una negación, del no al no ser. Ambas cosas me parecen
insatisfactorias. El ejercicio del poder, además de normas y criterios, necesita de ideas
básicas a que atenerse, como pueden ser por ejemplo la bondad y la justicia. No cabe
decir que no son operativas. Lo son sin duda, lo han sido siempre que se ha sabido
delimitar y concretar su alcance. Por otra parte, lo positivo no puede surgir de la
negación de algo negativo. Dicho de otro modo, tiene sentido oponerse al no ser
desde y en virtud de una afirmación previa del ser.

La utopía que aquí propugnamos no pretende para sí ninguna originalidad. Más


bien se propone recordar que el pensamiento mismo tiene como tal una dimensión
utópica en la medida en que no puede prescindir de conceptos fundamentales como
son el ser, el bien y la verdad. El ser no es ninguno de los entes. No le podemos
asignar en ese sentido ningún lugar. Pero es inherente a los diversos entes en sus más
variadas modalidades y grados, pues todos y cada uno intentan perseverar en su ser
y ser de la forma más perfecta que les es posible. En cuanto que está en ellos, sin
duda, en palabras de Spinoza, pero cada ente se hundiría en la nada
automáticamente desde el momento en que dejara de existir el impulso general a
ser. El bien no es ninguno de los bienes. No tiene por tanto lugar alguno. Pero sin el
concepto de bien no podríamos enunciar juicio alguno sobre si las cosas son buenas
o no. Sin el bien como medida no podríamos hacer juicios comparativos sobre la
bondad de las cosas. Asimismo, nada de lo que es verdadero es la verdad misma.
Tampoco se puede pues atribuir lugar alguno a la verdad. Pero porque hay verdad
podemos decir que hay cosas verdaderas, que unas son más o menos verdaderas, etc.
Hay en todos los conceptos fundamentales, inherentes al pensamiento y a la acción,
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un excedente utópico. En la historia esto acontece a diario. Pueblos, grupos e


individuos tienden a la plenitud del ser, a lo que es mejor, a vivir en corres­
pondencia con la verdad. Es innegable que existen desviaciones, fracasos estrepitosos,
males incontables. Pero aun esto lo podemos decir porque disponemos de ese excedente
utópico de los conceptos fundamentales para poder evaluar así los acontecimientos.

3 · S · Finitud y temporalidad

Tomo de Heidegger la expresión "finitud de la temporalidad", pero intento darle un


significado diferente y, en todo caso, dejar claro que el ámbito de la temporalidad y
de la historicidad no queda circunscrito a los límites de la finitud y que el sentido
de los mismos remite a algo más allá, que no se nombra. Heidegger formula su tesis
afirmando que

la finitud de la temporalidad es el fundamento oculto de la historicidad del ser-ahí


(Heidegger, 1 963: 386).
;

En resumen quiere decir lo siguiente. El hombre está destinado a la muerte. Ese


es su futuro ineludible que le confronta con su propio origen, consistente en la
condición de estar fácticamente arrojado a la existencia. Esto, el tener que asumir su
origen, es lo que le fuerza al hombre a contar con su haber-sido y a otorgar a esta
dimensión su "peculiar primacía en lo histórico" (l. c.). La apertura hacia el futuro
bajo la forma de ser para la muerte le lleva a Heidegger a clausurar en los límites
de esos dos acontecimientos existenciales: condición de arrojado a la existencia y ser
para la muerte, el significado profundo de la historicidad.

Desde el punto de vista que hemos adoptado aquí se llega a una conclusión
distinta. El hombre es lo que es en cuanto que está y vive en el presente. Sólo
desde la forma peculiar como vive ese presente se puede explicar su relación tanto
con el pasado como con el futuro, así como la posibilidad de contemplar en
conjunto las tres dimensiones históricas. Desde su situación de arrojado - si
admitimos ese modo de hablar de Heidegger - ve a aquellos a quienes debe la
existencia y su imaginación se proyecta retrospectivamente, sin que en ello haya
lugar alguno para el error, hacia la serie de generaciones que le han precedido, de las
que conoce muy poco o apenas nada, pero de las que con total certeza sabe algo
fundamental: que están ahí, tan constitutivamente para él que sin ellas no existiría en
;

absoluto. Esta no es una conclusión fría y abstracta, excepto si, como es habitual en el
tiempo en que vivimos, vivimos encerrados en una estéril individualidad, que está
terminando por ser individualismo fanático. Como corrección de este individualismo,
valga decir, como ayuda para incorporar a nuestra perspectiva la propia irradiación en
las generaciones pasadas, que es ilustradora la lectura de Borges, quien por lo demás
nos trae al recuerdo sabidurías del pasado, especialmente la bíblica. Cuando el
evangelista Mateo se propone anunciar con toda solemnidad una nueva época, nada
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menos que el tiempo que inaugura la salvación para toda la humanidad, comienza
por establecer la genealogía de Jesús (Mt 1 , 1 - 1 7) . Presiente además el hombre,
sabiéndolo también con certeza, que en el horizonte de su propio final están haciendo
ya su aparición otras generaciones, igualmente de forma tan constitutiva que ni
siquiera se puede imaginar ese final sin la pervivencia de otros, sin la supervivencia
de generaciones futuras.

El hombre es finito ciertamente. Su destino se encierra entre esos dos


acontecimientos del nacimiento y de la muerte. Su existencia está enclaustrada en


ellos y se cierra simultáneamente sobre ellos. Es decir, nacer no es simplemente
un hecho que acontece en un momento puntual del pasado, sino que se proyecta a
lo largo de toda la existencia. La muerte, a su vez, tampoco es simplemente un
hecho que ineluctablemente tendrá lugar en un momento del futuro, pues
caminando como estamos hacia ella, la estamos anticipando inexorablemente, lo que
quiere decir que nos está condicionando. Pero eso no es todo. Pues esa finitud se
presenta como superada constitutivamente en el origen y en el final, en la forma
antes mencionada. El origen no es simplemente un estar arrojado. Eso sólo es así si
se adopta la conciencia-de-ser como criterio y medida de la existencia. El origen es
un don que debemos a quienes nos han precedido y la muerte no es la clausura de
la existencia, puesto que ya en sí misma se anuncia como una perpetuación en
nuestros descendientes, los cuales existen siempre aunque no tengamos
descendencia en el sentido habitual. La razón de ello es que en cuanto individuos
somos miembros del género humano, constitutivamente somos de las generaciones
que nos preceden y somos para las que nos seguirán. Por ello y porque no estamos
circunscritos por los límites que imponen el nacimiento y la muerte, tenemos que
hacer historia, rememorando el pasado y anticipando el futuro.

Por otra parte, la exposición del concepto de finitud, en la que tanto insiste
Heidegger y en la que aquí no vamos a entrar, exigiría una discusión a fondo de la
relación de dicho concepto con el de infinitud para, entre otras cosas, intentar aclarar
si, como piensan N. de Cusa, Descartes y Hegel, se trata de conceptos recíprocos, de
forma sin embargo que la finitud depende de la infinitud y no puede en modo
alguno ser pensada sin ella. Pero como no es el momento de debatir esta cuestión
metafísica, nos limitaremos a evocar, median te algunos textos poéticos, nuestra ten­
dencia a rebasar la estricta "finitud de la temporalidad" tal como la postula
Heidegger.

El primero de los textos es de G. Leopardi y lleva por título "El infinito":

Siempre caro me fue este yermo collado


y este seto que priva a la mirada

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de tanto espacio del último horizonte.


Mas sentado, contemplando, imagino,
más allá de él espacios sin fin,
y sobrehumanos silencios; y una quietud hondísima
me oculta el pensamiento.
Tanta que casi el corazón se espanta.
Y como oigo expirar el tiempo en la espesura
voy comparando ese infinito silencio
con esta voz: y pienso en lo eterno,
y en las estaciones muertas, y en la presente viva,
y en su música. Así que en esta
inmensidad se anega el pensamiento:
y naufragar es dulce en este mar

(Leopardi, 1 979: 1 07).

. . .
El poeta habla de espacios sin fin a los que le lleva la tmagmacton, pero
,

también podemos imaginar tiempos sin fin. Y en efecto no hay modo de imaginar
que el tiempo tenga fin, sea en el origen sea en su término. Y aunque el tiempo no
es la temporalidad, esta se encuentra penetrada por el modo como percibimos o
1

imaginamos aquél. Mucho se ha escrito sobre la diferencia entre el tiempo cósmico,


siempre uniforme, y el tiempo vivido. Y de nuevo hoy vuelve a estar el tema en el
primer plano (cf Dux, 1 989: 3 6 y ss. ; Gimmler y otros, 1 997; Zimmerli y
Sandbothe, 1 9 93; Reusch, 2004; Sandbothe, 1 998; Aschoff y otros, 1 992). Pero en
todo caso, aun supuesta esta diferencia, la forma en que imaginamos el tiempo
cósmico - que puede ser muy variada - influye notablemente en el significado que
para nosotros tiene el tiempo, en definitiva la temporalidad, y el relieve que se da a
sus diferentes dimensiones. Parece obvio que desde esa eternidad e infinitud en que
nos sitúa Leopardi la prioridad la ttene un presente que se proyecta más allá de los

límites de la finitud.

Algo similar cabe decir del texto ya citado de Eliot:

Tiempo pasado y tiempo futuro


lo que pudo haber sido y lo que ha sido
tienden a un solo fin, siempre presente

(20 0 1 : 143).

Ante esta rotundidad del poeta, que sintetiza su profunda meditación cabe
preguntar si no es verdad que todo tiempo es un presente eterno (l. c., 1 4 1 ) , en
cuyo caso se nos abre la perspectiva de la superación de la finitud de la
temporalidad. Pues en efecto, ¿de qué otro modo se nos pueden desvelar las dimen­
siones del tiempo, sino haciéndolas presentes, lo cual supone trascender cada una
de ellas, incluido el presente en su significado habitual? Rilke proclama igualmente
la superación de la finitud de la temporalidad, aunque como es obvio la concepción
de Heidegger no le podía ser conocida:

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Tú eres el porvenir, la gran aurora


sobre los llanos de la eternidad.
Tú eres canto de gallo tras la noche del tiempo [ .. ].

Eres tú la figura que siempre se transforma,


que, siempre solitaria, se eleva del destino [ . .]
.

Tú eres la más profunda esencia de las cosas,


que de su ser silencia la palabra postrera,
y se muestra a los otros, cada vez diferente:
al barco como costa y a la costa cual barco

(Rilke, 2005: 145).

En este caso, la meditación se centra en el porvenir, que pensado en su


profundidad, trasciende los límites del tiempo y se revela como esencia eterna.

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Con iguración
de la historicidad

istoricidad es un concepto que debe permitirnos considerar la historia de una


forma determinada. ¿Como qué? ¿ De qué modo pensamos de antemano el
constitutivo de la historia?

4 . 1 . Estructura ontológica

En este apartado nos vamos a referir a las categorías que confieren consistencia al
acontecer histórico. Básicamente son tres: continuidad, dependencia causal y conexión
mutua.

4.r.r. Continuidad o identidad del proceso histórico

Las consideraciones que hemos realizado en el apartado antenor sobre la


temporalidad como elemento básico de la constitución de la historicidad, sugieren


fácilmente la idea de la historia como proceso lineal, meramente sucesivo: al pasado
temporal sucede el presente y al presente sucederá el futuro. Análogamente cabe decir,
refiriéndonos a la historia: a los acontecimientos que han tenido lugar en el pasado
suceden ineludiblemente aquellos que acontecen en el presente y a éstos, a su vez,
sucederán los que vayan a acaecer en el futuro. Pero esto tiene la consecuencia
siguiente: considerar que, así como el presente sucede al pasado y el futuro sucederá
al presente, del mismo modo los acontecimientos actuales no son nada, ni siquiera
podrían haber existido, sin aquellos otros que han tenido lugar en el pasado e
igualmente, lo que va a acontecer en el futuro tampoco es siquiera concebible sin
los acontecimientos del presente. Con otras palabras, este esquema opera con la idea
de una rigurosa homogeneidad del proceso histórico, con el supuesto de que el
pasado se continúa en el presente y éste a su vez se continuará en el futuro. La
historia en su conjunto formaría según eso una totalidad en sentido estricto, en la
que cada acontecimiento histórico es uno de sus momentos, tan constitutivo e
imprescindible para la misma como lo es cada momento temporal para el tiempo en
su conjunto, hasta el punto de que, si por un imposible, desapareciera un solo
momento del tiempo, el tiempo mismo en su totalidad se hundiría en la nada.

Tal tipo de continuidad dista mucho de ser obvio en la historia, por las razones

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• •

s1gu1entes:

Los acontecimientos se suceden sin duda unos a otros. Esto nadie lo


cuestiona. El problema se plantea cuando además se da por supuesto que la
sucesión implica continuidad en el sentido elemental, pero esencial, de que
cada acontecimiento tiene que ver con los que le han precedido y él, a su
vez, se perpetuará a su modo en los que le sigan. Pues en historia tendemos
a pensar, al menos en muchos casos, que unos acontecimientos no tienen
nada que ver con otros. A ello lleva fácilmente tanto la simple idea de las
revoluciones, como las grandes transformaciones, que sin presentarse ni ser
consideradas como revoluciones nos impresionan o sobrecogen por su
importancia, sea positiva o negativa, o simplemente los cambios que con
"

regularidad tienen lugar ante nuestra vista. Ultimamente se ha llegado a


considerar, sobre todo por los políticos, este o aquel acontecimiento como
histórico, dando a entender con ello que es algo inédito e incomparable por su
• •

1mportanc1a.

Por otra parte, cada acontecimiento es, al margen de su mayor o menor


importancia, lo que es: algo estrictamente individual y, como tal, irreductible a
ninguna otra cosa, singularmente esos que son denominados históricos en un
sentido especial por ser extraordinariamente relevantes. Esta irreductibilidad
parece además confirmarse empíricamente. De una parte entre
acontecimientos muy distantes en el tiempo la comparación es poco menos
que imposible en aspectos esenciales. Hegel por ejemplo, que tanto admiraba
la vida tal como habían llegado a configurarse en Grecia consideraba que era
imposible trasponerla a la época moderna - en razón de que las diferencias de
mentalidad, de formas de vida, etc., habían llegado a ser esenciales. De otra
parte, acontecimientos, no muy distantes en el tiempo difieren sin embargo
entre sí en aspectos fundamentales. A los españoles que vivimos hoy y vivimos
también los años 5 0 o 60 del siglo pasado no nos resultaría nada fácil
establecer características comunes a aquella época y a la actual. Basta
reflexionar someramente sobre los cambios que han tenido lugar en lo
económico, lo social, lo político o lo religioso.

La historia, además, en cuanto hecha por el hombre, no solamente se


renueva, como ocurre con la vida de cualquier otra especie, sino que se
transforma cualitativamente en virtud de la índole de la razón que, como dice
Hegel, está en permanente contradicción consigo misma, que lleva, mediante un
proceso indefinido, de una forma de ser a otra. Esto lo supo poner Hegel
mismo de manifiesto en la Fenomenología del Espíritu mediante la
exposición/representación de las "figuras de la conciencia" en una especie de
gran teatro del mundo.
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Otro argumento en contra de la continuidad de la historia es la praxis


habitual que, mediante el lenguaje ordinario, parece decantarse a favor de la


desconexión de los diferentes momentos históricos. Expresiones como: ((fue así,
pero hoy es de otro modo", ((en el futuro las cosas se harán de manera
diferente" no son casuales. Son por el contrario reflejo de una praxis. En este
mismo ámbito de la praxis es muy significativo que, si bien el hombre, tanto
individual como colectivamente, planifica el futuro, sin embargo desconfía
profundamente de esa planificación. Ante el futuro nos sentimos como ante
el vacío, porque nunca podemos estar seguros de lo que aquel nos va a
deparar. Si la continuidad fuera cosa segura y si además se pudiera conocer y
predecir - lo cual presupondría que tiene consistencia - sería firme nuestra
confianza en el futuro.

La valoración que con frecuencia se hace de los acontecimientos históricos


parece avalar la tesis de la discontinuidad. Se valoran muy positivamente unos
acontecimientos y muy negativamente otros; me refiero por supuesto a
situaciones en que es uno y el mismo juez y éste es reconocido tanto por su
capacidad e información como por su voluntad de verdad. En tal caso parece
suponerse la ruptura de la continuidad, pues si un acontecimiento representara
la continuidad de otro, habría que suponer que es merecedor de idéntica
valoración en lo positivo o en lo negativo.

Por último, el concepto mismo de historia implica, de entrada, esa forma de


ver las cosas desde la discontinuidad. De lo contrario, lo que del hombre se
pudiera decir, se debería limitar a exponer lo que es su comportamiento
estrictamente animal. El hombre es histórico en cuanto que no se limita a
reproducir siempre tipos de comportamiento consabidos y modos de ser
iguales.

Y sin embargo, a pesar de estas objeciones, todo habla a favor de que en la


historia hay continuidad bajo diferentes aspectos.

a) Reconocemos en el pasado histórico la presencia de lo humano en cuanto


tal. Las diferencias, sin duda muy profundas, entre unas culturas y otras, entre unas y
otras etapas históricas no bastan a ocultar rasgos esenciales que consideramos comunes,
por lo cual las mencionadas diferencias nunca se nos muestran como algo puro y
simplemente ajeno. Cabe aplicar aquí el dicho de Terencio: Homo sum: humani nil
a me alienum puto. El interés por el conocimiento de lo humano tiene un matiz
que lo contradistingue del estudio de otras realidades que también tienen su historia
como son por ejemplo los estratos geológicos. En el conocimiento del pasado
humano el hombre vuelca su actividad porque, aparte del interés, de la pasión
incluso, que suscita todo conocimiento, en este caso tiene que ver con el
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conocimiento de sí mismo que, no obstante todas las diferencias que en él se puedan


dar, tiene que ostentar una identidad básica, una semejanza entre los elementos que
lo integran, suficiente para poder afirmar que se trata de uno y el mismo objeto.
Desde esta primera razón aducida a favor de la continuidad de la historia se puede
responder fácilmente a las objeciones previamente formuladas.

l . Es claro que los acontecimientos humanos son muy diferentes bajo múltiples
aspectos. Difieren incluso entre sí mucho más de lo que podemos pensar en
razón de su individualidad, que es insondable e irreductible. Tendemos a
igualar, a anular la mismidad de cada cosa en nombre de su igualdad con otras,
a concebir, más concretamente, cosas y acontecimientos bajo modelos generales,
que desdibujan y, en mayor o menor medida, anulan las diferencias. Pero por
otra parte tendemos también a absolutizar las diferencias existentes o que
simplemente establecemos y fijamos. Lo uno y lo otro es efecto de la
limitación de nuestro conocimiento. Ni las diferencias son tan intensas y
esenciales que puedan hacer desaparecer un fondo común ni las identidades
existentes, que engloban bajo sí una serie de acontecimientos, tienen por qué
impedir la conexión con otras identidades, dando así lugar a identidades más
amplias, capaces de acoger un mayor número de diferencias. Esta idea es una
aplicación de un aspecto esencial de la concepción del Cusano (cf. Álvarez
Gómez, 2002b: 1 7-36).

2 . Lo existen te está, sin duda, individualizado, especialmente el hombre y todo


cuanto le pertenece esencialmente. Más aún, se puede admitir que todo
individuo es único. Pero eso no implica ni que pueda existir sin los demás
individuos ni que su ser no tenga ningún tipo de similitud ontológica y de
comunicación efectiva con ella. Entre los individuos de una misma especie
esto es fácilmente comprensible, pero es así respecto de los individuos en
general. N . de Cusa, Leibniz, Kant y Hegel, entre otros, pueden
mencionarse aquí como elocuentes testigos de esta profunda verdad. A veces
nos podemos sorprender de que nuestra existencia depende de cosas que en
apariencia nos son lejanas, sólo porque no pensamos en ellas, por ejemplo
las piedras. Y por lo demás ¿ cuántos minutos podemos subsistir sin respirar?
La tierra, el aire, el agua, el fuego . . . siguen siendo nuestros elementos. ¿Y
cómo no podríamos estar en una relación de franca continuidad respecto de
tantísimos acontecimientos en los que siempre nos reconocemos, en mayor o
menor medida, a nosotros mismos? Remitiéndose a las concepciones de
Hegel, Marx y Dilthey, anota certeramente K. Acham:

La historia nos muestra a los hombres, tal como han luchado, en otras
circunstancias y con otros medios, por valores e ideales que - aun cuando son
opuestos a los nuestros- los podemos comprender porque también para aquellos
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hombres han tenido vigencia aquellas condiciones universales de la existencia


humana que representan la base de una reconstrucción racional de las acciones. No
obstante el cambio permanente de las situaciones históricas, que tienen una gran
influencia tanto respecto de la formulación como respecto de la realización de
ideales, la vigencia de condiciones elementales de la existencia humana sigue
siendo determinante para que podamos formular hasta el día de hoy algunos
supuestos y máximas antropológicos universales, que nos permiten reconstruir
proyectos humanos desarrollados en el curso de la historia - sean aquellos que
provienen de la historia de la cultura propia, sean los que provienen del pasado o
del presente de culturas ajenas ( 1 974: 264 y s.).

3. Las transformaciones históricas, las cualitativas incluso, no rompen una


continuidad básica. Permiten hablar ciertamente de saltos de una realidad a
otra, de un modo de ser a otro. Pero éste no es nunca tan radical como
pudiera parecer o percibirse. Son saltos dentro de la historia humana, por
tanto en el ámbito de lo humano y nunca fuera de él. Hoy por ejemplo no se
guerrea con lanzas, sino con armas electrónicas, pero en ambos casos se habla
de enfrentamiento, conflicto, agresión, guerra. Los conceptos no son
equivalentes, pero son los mismos, pese a las diferencias.

4. La praxis necesita, para orientarse, señalar hitos diferenciados entre sí. Somos
diferentes y necesitamos además, mediante una especie de segunda potencia,
diferenciarnos tomando conciencia de las diferencias y acentuándolas incluso
dentro del laberinto que es la vida humana cada vez en mayor medida. Pero
esas diferencias se construyen dentro de una identidad básica. Las cosas, las
personas o los acontecimientos son diferentes entre sí respecto de algo con lo
que tienen que ver. De otro modo no son siquiera pensables como tales
diferencias. Estaríamos hablando, en el mejor de los casos, de cosas diversas
que, sin embargo, para que tengan sentido tienen que ser referibles a algo
respecto de lo cual hablamos de diversidad, aun en el caso de que ese algo sea
sólo un ente de razón. De no ser así estaríamos ante lo simplemente caótico,
pero eso no es pensable ni designable.

5 . Las valoraciones, positivas o negativas, se enmarcan dentro de determinados


acontecimientos y a veces reflejan simplemente lo que ocurre en la realidad,
por ejemplo entre facciones, partidos políticos, estados o pueblos contendientes.
Las valoraciones entonces hay que analizarlas en función de los intereses que
reflejan o que simplemente se trata de defender. Solo así se podrá determinar el
grado de verdad que encierran. Frecuentemente en tales casos lo común está a
la vista, aunque no se quiera reconocer. Tenemos pues que ver con diferencias,
eventualmente tan incompatibles que tienden a destruirse, pero esa aparente
discontinuidad radica en lo humano y por tanto las diferencias, por más
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pronunciadas que sean, no hacen sino expresarlo.

6 . Por último, la historia implica ciertamente ver los acontecimientos desde la


discontinuidad, pero también desde la continuidad. Más aún, la prioridad le
corresponde a la continuidad en el sentido al menos de que es condición
...

imprescindible para poder pensar la discontinuidad. Esta, en efecto, cuando


tiene su significado histórico material, es decir, cuando, como en el caso que
nos ocupa, se refiere a contenidos, supone que entre ellos no se da - ni
puede darse - una desconexión total, porque en tal caso no tendrían el
carácter de históricos. Estamos hablando del caso en que la discontinuidad
sea la máxima pensable - de una especie de argumento ontológico en negati­
vo; pero aquí no hay conclusión posible, dado que la máxima discontinuidad
pensable se disuelve por sí misma, ya que supondría que por ejemplo entre el
acontecimiento A y el B no existe conexión posible alguna, lo cual implica
que uno de ellos no existe, puesto que en el campo de los fenómenos, es
decir, de las realidades que podemos pensar, la conexión entre ellas es
siempre posible. Es así coherente que en 1 965, fecha ciertamente ya lejana,
pero que se vivió por parte sobre todo de la juventud occidental como un
momento de crisis, el teólogo protestante Moltmann dirigiéndose a jóvenes
estudiantes se expresara en estos términos:

Si la historia se identifica como crisis del orden, entonces la tarea del


espíritu es el orden; si es experienciada como caos, la tarea es el cosmos, y si
como discontinuidad, entonces la tarea es la creación de la continuidad [ ... ] . Aho­
ra bien este intento, para tener éxito, atribuye a los acontecimientos enigmáticos
de la historia un horizonte de sentido de totalidad, [ . . . ] un trasfondo desde el que
pueden ser conocidos, nombrados y hacerse comprensibles en su contexto ( 1 965:
57).

Y H. M. Baumgartner, en línea con esta idea, sintetiza:

Creación de continuidad como tarea del espíritu, y presuposición de un


horizonte de sentido de la totalidad son de este modo elementos esenciales de la
historia y de la filosofía de la historia en su origen ( 1972: 29).

b) La primera razón que hemos formulado a favor de la continuidad radica en el


reconocimiento de que todo lo que tiene que ver con la historia ostenta el sello de
lo humano. Una segunda razón, complementaria de la primera, estriba en que lo
humano se reconoce en la historia en cuanto que progresivamente se acrecienta y
profundiza en la conciencia de lo que en aquella es humano. Es lo que de modo
tan ejemplar como genial y por ello tan difícilmente imitable lleva a cabo Hegel en
su Fenomeno logía del Espíritu. La determinación de lo que es humano, valga decir, de
lo que está en consonancia con la esencia del espíritu, se concreta en las figuras,
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en las que la conciencia se va objetivando y conociendo a sí misma. Como es bien


sabido, la conciencia de sí, en cuanto que se explicita en la memoria, es uno de
los factores - si no el más importante - en que se sustenta la identidad personal.
Basta pensar en lo que supone la pérdida de la conciencia. Quien realmente la
pierde se encuentra alienado, no es idéntico a sí mismo. Análogamente, la con­
ciencia es garante de identidad, de continuidad, para un grupo o un pueblo.

De ahí la importancia que en mitos y leyendas se confiere a la conciencia y a su


memoria. Y es comprensible que una de las tareas más importantes de aquella sea la
creación de figuras que sirven como hitos por los que se orienta la conciencia de un
pueblo en su azaroso caminar. Juzgar sobre la legitimidad de esas figuras según los
habituales criterios de verdad sólo tiene sentido y es eficaz si se hace valer un mito
más fuerte y duradero.

En la línea de lo que en la historia representa la conciencia que el hombre tiene


de sí mismo y lo que se desprende de la misma se manifiesta A. Stern:

Las situaciones históricas y las capacidades intelectuales y morales de los


hombres cambian. Lo que no cambia en el curso de la historia es el hecho de
que el hombre es un ser consciente de su existencia, de que él vive en el mundo,
de que tiene que obrar para mantenerse en la existencia, de que ama y odia, se
propaga, enferma, sufre, intenta evitar el sufrimiento, de que sabe que tiene que
morir, de que teme la muerte y al fin la sufre. Yo veo en esta condición existencial
humana la única constante en la historia (Stern, 1 967: 240).

e) La continuidad, como expresión de la identidad propia de lo histórico, es la


forma en que en este ámbito se concreta el principio de la permanencia o de la
sustancialidad. Esto a su vez no debe entenderse como un concepto abstracto, sino al
contrario, como lo más concreto en cierto modo de acuerdo con la conocida
,.

proposición de Spinoza es su Etica III, prop. 6: "Cada cosa, en cuanto está en ella,
se esfuerza en perseverar en su ser" (Spinoza, 1 967: 272 [trad. , 1 32] ) .

Esto, que vale para todo ser, cabría decir que vale tanto más para los modos de
ser como el histórico, que es constitutivamente cambiante y por tanto podría pensarse
que está en trance de dejar de ser, al tiempo que es. Razón de más para tener que
reafirmarse a sí mismo y perseverar en su ser, continuándose en él.

La idea de continuidad, que no es ajena a la reflexión filosófica sobre la historia,


a más tardar desde la concepción de Hegel, se intensifica y consolida a lo largo del
siglo XX y llega, como tema importante a considerar, hasta nuestros días como
consecuencia del fuerte impulso del historicismo bajo el punto de vista de que, en
alguna de sus versiones, que hemos mencionado ya, relativiza en extremo cualquier
manifestación histórica, por importante que sea, y por tanto promueve una fuerte
caída del interés por la tradición y, en consecuencia, por la continuidad. El especial

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interés por la continuidad de la historia surge así como reacción contra ese vacío. A
esto se añade, en un pensador como J. Burckhardt, la forma en que él vive su propia
experiencia histórica.

Para Burckhardt la guerra franco-alemana es una catástrofe europea y un


indicio de la decadencia del nexo cultural tradicional como consecuencia del
nacionalismo moderno (Schn adelbach, 1974: 49).

Se comprende que su concepción se centre en lo permanente, que se continúa


idéntico en lo fundamental a lo largo del proceso histórico, y que adopte una actitud
polémica frente a visiones de carácter evolutivo.

Nuestro punto de partida es el del centro único que permanece y es para


nosotros posible: el hombre que pacientemente se esfuerza y obra, tal como es y
ha sido siempre y seguirá siendo [ . . . ] . Los filósofos de la historia contemplan el
pasado como oposición y etapa previa respecto de nosotros, los avanzados.
Nosotros contemplamos lo que se repite, lo constante, lo típico como algo que
resuena en nosotros y que nos es comprensible (Burckhardt, s. f. : 26).

La continuidad no es sin embargo mera transmisión de la tradición. Su sentido es


evitar la ruptura con lo tradicional, a la vez que renovarlo y acrecentarlo. No estaría
según esto en oposición al progreso, sino a entenderlo como destrucción de formas
de vida pasadas e instauración de otras nuevas.

Según Burckhardt el alma y el entendimiento del hombre están ya completos


hace mucho tiempo. Pero continuidad es también más que un mero seguir adelante,
puesto que es el esfuerzo consciente por conservar nuestra herencia y renovarla,
en lugar de limitarse a recibir lo transmitido (Lowith, 1 953: 28).

No está claro de qué forma se concilian ambas cosas: continuar conscientemente


la tradición histórica y acoger los avances e innovaciones legítimas del progreso. Esto
debería ser objeto de una tarea hermenéutica que aúne extremos en apariencia
incompatibles. Innegable es en cualquier caso que su concepción de lo histórico es

una gran aportación si se la considera bajo el aspecto de sus contenidos materiales,


tal como sobre todo lo expone a partir de la segunda parte: las tres potencias:
estado, religión y cultura y su mutuo condicionamiento. En cuanto a su actitud
personal de fondo tal vez el juicio más acertado sea el de C. E. Schorske, quien tiene
en cuenta lo estético, lo cultural y lo espiritual:

Burckhardt podía ver el cambio de las configuraciones en la historia . . . con


una elegante mezcla de ironía y de asombro estético espiritual. Escéptico con
respecto al progreso, también evitó un pesimismo fatal al aceptar la historia como
algo abierto, como un escenario cambiante de creatividad y desarrollo espiritual,
paradójicamente unido a la malevolencia, la estupidez, el terror y el sufrimiento.
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Esta idea del flujo de la historia hacía posible apreciar e incluso expandir la
cultura, aun cuando se estuvieran sufriendo los traumas del desorden social y de la
derrota política (Schorske, 200 1 : 125).

Un motivo similar al que acabamos de ver en Buckhardt para acentuar la


continuidad de la historia lo detectamos también en Droysen. Consciente de la
amenaza que supone la carencia de sentido histórico emprende la reconstrucción de
la historia como tarea terapéutica para salvarla a base de hacer ver que el pasado y
el presente no son separables, sino que están relacionados entre sí.

El motivo determinante de la elaboración de una ((Histórica" como teoría de la


ciencia de la historia es para Droysen la amenaza de falta de historia del presente,
su emancipación de órdenes dados históricamente de antemano (Rüsen, 1 969: 60).

La manera de lograr esto es integrar en la realidad del presente las dimensiones


del pasado y el futuro.

Nuestro yo [ . . ] vive solamente en el momento; tras de sí, el ilimitado vacío de


.

lo que ha pasado; ante sí, el ilimitado vacío de lo que vendrá. - Pero este vacío
hacia atrás se lo llena el yo con las representaciones de lo que fue, con recuerdos
en los cuales lo pasado es no-pasado; y el vacío hacia delante se lo llena con las
esperanzas y los planes, con las representaciones de lo que él quiere realizar
mediante la voluntad o espera ver realizado por otros (Droysen, 1 974: 1 9) .

De una manera más explícita aún formula esta misma idea acerca del pasado,
cuya retención mediante el recuerdo para salvaguardar el sentido histórico le interesa
primordialmente:

Lo dado para la investigación histórica no son las cosas del pasado, pues éstas
han pasado, sino lo que de ellas hay de no pasado aún en el ahora o aquí, sean
recuerdos de lo que fue y aconteció o residuos de lo que ha sido y ha acontecido
(l. c., 327) .
.;

Este fue el motivo fundamental que le indujo a Droysen a escribir su


"Histórica'', una de las obras que mejor responden a la sensibilidad de la época y
que logra no solo desarrollar una teoría consistente de la historia, sino dejar bien
sentada la necesidad de la historia para el hombre, una especie de exposición de sus
beneficios al modo de Nietzsche, pero en un sentido más radical, por cuanto la lleva a
cabo desde las raíces ontológicas.

Las indicaciones tanto de Burkhardt como de Droysen confirman uno de los


aspectos en que en más de una ocasión nos hemos reiterado. La historia no es una
cuestión sólo para eruditos, sino que responde a una estructura originaria, consisten­
te en que el hombre hace historia para llegar a ser él mismo y la expone o escribe
para conocerse. El vacío que se produce cuando se debilita o pierde en parte la
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continuidad implica que el hombre pierde consistencia en su ser y sentido de la


orientación en su vida.

Suponiendo que es necesano admitir la existencia de la continuidad en la


historia, es conveniente recordar que su aceptación o rechazo no carece de
consecuencias. Un ejemplo manifiesto lo constituye la polémica suscitada por el trabajo
de F. Fischer (1961), que puso de relieve los factores que habían llevado al desencade­
namiento de la Primera Guerra Mundial. Esto "hirió el gran tabú nacional de los
alemanes, su culpa, relativa al menos, en el origen de la guerra de 1 9 14" (Geiss,
2003: 42).

Pero además a partir de aquí se impuso la pregunta por la continuidad del


segundo al tercer "Reich", por tanto, la continuidad de la política alemana desde
1 87 1 hasta 1 945 con sus consecuencias también en el terreno académico:

La continuidad alemana de 1 87 1 a 1 945 no se podrá exponer sin tener en


cuenta los factores económicos e histórico-sociales, por lo que la controversia en
torno a Fischer contribuyó a que se abriera camino la investigación histórico-social
de la República Federal (Geiss, 2003: 49).

¿Cuál es el hilo conductor de la continuidad? O dicho de otra forma más radical:


en qué se apoya la continuidad de forma que no sólo existe porque el hombre así lo
quiere y pone los medios adecuados para lograrlo, sino que se comporta de ese modo
porque está intrínsecamente llamado a ello y no puede menos de hacerlo? Esta
pregunta, que de forma más o menos equivalente está presente en nuestra época,
aunque no siempre formulada de modo explícito, ha recibido varias respuestas,
difícilmente conciliables entre sí, hasta el punto de que se ha llegado a afirmar que
la continuidad es un "concepto equívoco" (Baumgartner, 1 972: 48).

En el comienzo de esta galería de opiniones podemos situar a Hegel quien, sin


negar la dimensión de discontinuidad o de ruptura con la historia, como lo ponen
de manifiesto fenómenos como el de la Revolución francesa, mantiene sin embargo
que la verdad o soporte de la discontinuidad es la continuidad, en cuanto que ésta es
la que permite hablar con sentido de la pertenencia de aquella a una misma realidad
básica, llámese esta sociedad burguesa (cf. Ritter, 1 9 6 5 : 67 y s.), "el espíritu
objetivo", o de forma más concreta y más acorde con el lenguaje del propio Hegel, "
el espíritu del mundo".

En esta tarea del espíritu del mundo, los estados, pueblos e individuos se
asientan en su determinado principio particular, que en la constitución de aquellos y
en toda la extensión de los mismos tiene su explicitación y realidad efectiva. De
éstas son ellos [es decir, los estados, pueblos e individuos] conscientes y están
profundamente dedicados a su interés. Al mismo tiempo son instrumentos
conscientes y miembros de aquella tarea interna, en la que estas figuras [de nuevo,
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los estados, pueblos e individuos] desaparecen. Pero el espíritu en y para sí, prepara
y elabora el paso a un escalón superior más próximo (Hegel, 1 970: §344, TW 7,
505).

Hegel afirma que existe discontinuidad en la historia, no porque estados y pueblos


desaparecen, sino porque son figuras - un concepto fundamental en su pensamiento
- puesto que en cada figura se condensa el contenido de una realidad histórica
determinada. Con las figuras desaparece la historia misma en uno de sus modos de
ser. Luego hay discontinuidad. Pero ésta no tiene la última palabra, puesto que tanto
las figuras que desaparecen como las nuevas que aparecen tienen como soporte
sustancial, que garantiza la permanencia y por tanto la continuidad, el espíritu del
mundo. (Sobre la importancia del concepto de figura en Hegel en relación con la
historicidad cf. Álvarez Gómez, 1 978: 1 14 y ss.; Kohl, 2003: 1 9 8 y ss.).

El debilitamiento de la metafísica a partir de Hegel ha hecho que quienes están


convencidos de que es preciso mantener la idea de la continuidad en la historia
recurran a otro tipo de razonamientos. Dilthey, por ejemplo, que influye
fuertemente en las discusiones posteriores sobre el problema filosófico de la historia,
determina en buena medida la idea de continuidad en este ámbito. La historia es
por de pronto un nexo dinámico amplísimo que integra en sí otros nexos
dinámicos de menor extensión, como son "educación, vida económica, derecho, fun­
ciones políticas, religiones, sociabilidad, arte, filosofía, ciencia" (Dilthey, 1 927: 1 68).

Cada momento histórico es así un complejo de nexos dinámicos que están


integrados por partes relacionadas entre sí. El curso temporal y los cambios que en él
tienen lugar han de entenderse, por referencia a nexos dinámicos, "como un todo
continuo y, sin embargo, separable en segmentos temporales" (l. c., 1 77) .

No se puede negar que la concepción de Dilthey, además de compleja, es rica y


variada en su exposición. Pero es al mismo tiempo muy simple, en cuanto que tiene
como modelo la estructura de las vivencias, tal como ésta se da en los individuos:

La forma fundamental del nexo surge por tanto en el individuo que recoge,
en un único curso vital, presente, pasado y posibilidades del futuro. Este curso vital
reaparece luego en el curso histórico en el que están integradas las unidades vitales
(Dilthey, 1 927: 1 55).

Dilthey parte del supuesto problemático de que lo que se da en un individuo se


encuentra de modo general "mediante el comprender" - durch das Verstehen - en
los demás individuos por ajenos y extraños que sean, sin tomar por tanto en
consideración las diferencias esenciales entre individuo e individuo, sobre todo entre
individuos humanos, y muy especialmente si pertenecen a épocas históricas
diferentes. Pero más grave es la trasposición que realiza de la estructura de la
vivencia individual a las grandes entidades históricas como el estado, el arte, la cul-

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tura, la religión. Esa identificación de lo microhistórico y lo macrohistórico


como se podrían formular esos dos diferentes niveles - no parece justificada en la
concepción de Dilthey, por más brillante que sea y por grande que sea el atractivo
que aún hoy ejerce. La idea de continuidad es claramente subrayada, pero no pasa de
ser una afirmación, a la que se puede oponer fácilmente la contraria.

En contraste con esta concepción cobra especial relieve la correspondencia


entre Dilthey y el conde Paul Yorck von Wartenburg. La correspondencia va de
1 8 77 a 1 8 97, tiene pues lugar más de diez años antes de que se publicaran los
textos de Dilthey arriba citados. A lo largo de 1 5 6 cartas van desgranando ambos
una serie de opiniones de gran interés, tanto teológico como filosófico, especialmente
las que, bien directa bien indirectamente, se refieren al tema de la historia y de la
historicidad. Es uno de los puntos en que cristaliza este último concepto que tiene
una trayectoria apasionante a partir de Hegel, quien lo introduce y sin cuya
referencia explícita o implícita difícilmente se puede seguir su accidentado proceso
hasta el día de hoy (cf. Renthe-Fink, 1 96 8 : 20 y ss . y especialmente W Jaeschke,
1 99 5 : 363-373 ) . De la mencionada correspondencia quisiera destacar ahora
aquellas partes en las que Yorck se distancia de Dilthey sin que esto ponga en
cuestión que comparte con él puntos de vista fundamentales.

En primer lugar, ambos difieren acerca del alcance que se debe reconocer a los
dogmas del cristianismo, siempre en el ámbito de la confesión protestante que a su
modo comparten ambos. D ilthey que es proclive al panteísmo, en el que caben,
como momentos del mismo, ideas muy diferentes entre sí, como son las de Plotino,
Orígenes, Agustín, S coto Eriúgena, Tomás de Aquino o Spinoza, entre otros,
propone una concepción según la cual "lo infinito es viviente y móvil en dirección
a lo finito, e igualmente desde lo finito avanza un nexo vital hacia lo infinito"
(citado en Renthe-Fink, 1 968: 1 04) .

Yorck que sigue de cerca los escritos de Dilthey, con quien comparte la
convicción de que tanto la teología como la filosofía deben expresar algo esencial en
consonancia con el pulso de la vida misma, sostiene que los dogmas deben mantenerse
en su significado propio sin disolverse en esa concepción vital de signo panteísta. En
una carta de 1 5 de diciembre de 1 893 que hace el número 1 03 de la correspondencia,
se manifiesta en estos términos:

La dogmática fue el intento de una ontología de la vida superior, de la vida


histórica. La dogmática cristiana no pudo menos de ser este precipitado
contradictorio de una lucha vital intelectual, porque la religión cristiana es vitalidad
suprema [ . . . ] . Todas aquellas determinaciones dogmáticas existen aun en la
comunidad cristiana viviente. Tienen por tanto que representar un valor . . . Los
conceptos dogmáticos. . . están todos ellos extraídos de la profundidad de la
vitalidad natural. Solamente aquí se halla el fundamento de la suficiencia del
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símbolo [ . . . ] . Los símbolos están extraídos de la profundidad de la naturaleza,


porque la religión en sí misma - me refiero a la cristiana - es sobrenatural, no
antinatural (Dilthey/Yorck, 1 995: 1 5 4 y s.).

Es, en segundo lugar, digno de mención que Heidegger dedique tanta atención al
conde de Yorck en un apartado de Ser y Tiempo en el que se ocupa explícitamente
de las investigaciones de Dilthey y de Yorck sobre el problema de la historicidad.
La mención de Dilthey es muy breve y en ella Heidegger fundamentalmente se
limita a decir que el análisis que él mismo ha realizado sobre dicho concepto es "el
resultado de la aparición del trabajo de Dilthey" ( 1 963: 397). Con el conde de Yorck
la situación es distinta. Le dedica cinco páginas en las que simplemente trascribe
textos de las cartas dirigidas a Dilthey, pero con la intención de subrayar los aspectos
que más le interesan en relación con su propia concepción. Es un caso único en Ser y
Tiempo, pues con ningún otro autor Heidegger se detiene a extractar tantos textos.
Esto se explica porque, por la fecha en que se publicó la correspondencia (1 923), no
había tenido tiempo de apropiarse la concepción de Yorck, aunque sí el suficiente
para darse cuenta de su excepcional importancia. El texto que más le llama la
atención es aquel de la carta 122 en el que Yorck se distancia de Dilthey porque
entiende que las investigaciones de éste - se refiere a Ideas acerca de una Psicología
descriptiva y analítica, de 1 894 - "acentúan demasiado poco la diferencia genérica
entre lo óntico y lo histórico" (Dilthey/Yorck, 1 995: 399). Esto implica que el modo
de ser de lo histórico es diferente por completo de lo óntico, tanto que propiamente
no es.

El punto nuclear de la historicidad es que todo dato psicofísico no es [por ser


entiende Yorck aquí el ser de la naturaleza] , sino que vive (Dilthey/Yorck, 1 995:
7 1 ).

Y a su vez, porque la vida es completamente diferente del ser, por eso hay una
filosofía de la historia (cf. l. c., 223). Como Dilthey no ha acentuado
suficientemente la diferencia entre lo óntico y lo histórico se ha cerrado el camino
para comprender adecuadamente la historia y, por tanto, podemos añadir nosotros, la
continuidad de la misma. Heidegger conecta con esta especie de hallazgo que le
proporciona el conde de Yorck para proponer una radicalización que consistiría en
elaborar una concepción que haga ver que lo óntico y lo histórico se retrotraen a
"una unidad más originaria" ( 1 963: 43) . Heidegger no desarrolló esta idea en Ser y
Tiempo y tampoco, por lo que yo sé, en su filosofía posterior. Pero tiene razón sin
duda al señalar la innovación que supone la concepción del conde de Yorck. La
aplicación que podemos hacer a la cuestión que ahora nos ocupa es que, precisamente
porque lo histórico es constitutivamente cambiante, no podrá su continuidad
comprenderse al margen de un algo continuo que le sirva de soporte y sin lo cual el
propio cambio no es pensable.

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En esta misma línea de postular algo que excede el ámbito de lo estrictamente


empírico se puede considerar la forma en que Yorck concibe la filosofía de la
historia. Lo meramente óntico se da también en el campo de la historia. Esto al
parecer no lo supo apreciar Heidegger en Yorck. Es el ámbito de lo empírico, esencial
e irrenunciable. Pero más allá de esto hay otro nivel, el del apriori, en el que, en su
opinión, el mismo Dilthey se movía sin ser tal vez plenamente consciente de ello. El
texto, que se encuentra en el mismo contexto en que se afirma, frente a Dilthey, la
necesidad de una filosofía de la historia, bien merece ser transcrito aquí por su
agudeza y precisión:

Que la filosofía de la historia es posible y en qué medida lo es lo ha puesto


usted mismo de manifiesto con su proceder [ .. .]. Simplemente, no se debe concebir
la filosofía como construcción. Yo diría: sólo la filosofía de la historia es historia
como ciencia. El material histórico es preciso adquirirlo mediante investigación
empírica y llevarlo así al grado más alto de seguridad, es decir, a la probabilidad
más alta. Lo históricamente óntico, es preciso vitalizarlo mediante el movimiento
vital de quien lo conoce. Hasta aquí llega la escritura de la historia como arte. El
análisis psicológico, añadido y en cierto modo entretejido, proporciona la dignidad
de la ciencia. El material, que por de pronto es óntico, hay que aprehenderlo de
modo puramente empírico. Pero una vez que se ha traspasado el dintel archivario,
crítico-diplomático, la cualidad histórica aparece enseguida de modo eficiente y
como algo que corresponde a dicho material. Frente al carácter óntico del material
la captación del mismo acontece a priori. Pero ésta no es una aprioridad abstracta.
La apropiación es al mismo tiempo una exteriorización ampliadora, un fenómeno
más elevado de la historización del hombre (Dilthey/Yorck, 1 995: 223).

Lo psicológico es preciso entenderlo en el contexto en que se mueven Dilthey y


Yorck, como equivalente a lo filosófico. Los grados de conocimiento - conocimiento
a posteriori o empírico y conocimiento a priori o científico - responden al objetivo
de no pretender que el conocimiento del verdadero significado de la historia se quede
en el mero juego de datos empíricos, que es el reproche que tanto Yorck como Dilthey
hacen a la concepción de Ranke y sus seguidores. Pero más allá del propio Dilthey,
Yorck aboga por poner bien de manifiesto la dimensión a priori que, a la vez que es
determinante de lo a posteriori y en este sentido está "entretejido" con ello, no está en
su nivel y por ello no cabe decir que ambas dimensiones - la de lo a priori y lo a
posteriori - formen especie alguna de mezcla.

Por último, esta idea está en consonancia con alguna de las ideas expuestas en
su obra póstuma. Más en concreto me interesa la que se refiere a que ya la
religiosidad del judaísmo presuponía la historicidad de Dios.

Exclusivamente activo, exclusivamente histórico es el Dios judío. La

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historicidad que, entre religiones precristianas, distingue a la conciencia judía, está


concentrada en Dios. En él hay presente, actualidad. Al hombre religioso le queda
sólo futuro, esperanza, expectación (Yorck, 1 99 1 : 1 8) .

Pero, de forma más concreta aún, el verdadero "presupuesto de la conciencia


histórica y, con ello también, el conocimiento de la historicidad es primariamente el
punto de vista cristiano, porque es vitalidad absoluta' (Renthe-Fink, 1 968: 1 28) que
incluye una estrechísima relación esencial de vida y muerte:

La muerte es una característica de la vida y la trascendencia radical del


punto de vista más profundo de la conciencia, el punto de vista cristiano postula
la vida como una característica de la muerte (Yorck, 1 9 9 1 : 88).

Quedémonos con que Yorck afirma una doble dimensión absoluta de diferente
nivel: la aprioridad) que fundamenta el COnOCimiento de la historia en su
• •

significado último; y por otra parte, en correspondencia con esa aprioridad, "la
vitalidad absoluta' del Dios cristiano, que es pura historicidad en cuanto Dios
encarnado. Es algo que en nuestros días h a puesto de relieve, con precisión y a la
altura de los tiempos, O. González de Cardedal:

Si el cristianismo no fuera otra cosa que un teísmo más o menos matizado,


nos atreveríamos a decir que no tendría capacidad histórica, puesto que afectando
en general a todos los hombres, el hombre individual no acabaría de ver con sus
ojos y palpar con sus manos cómo de verdad lo divino le afecta a él mismo, al
individuo humano en su radical unidad sin desnaturalizado. El cristianismo implica
una doble faz: un absoluto metahistórico que llamamos Dios y un absoluto
intrahistórico que llamamos Jesús de Nazaret (2005: 526).

Yorck no convierte la continuidad en tema de su reflexión sobre la historia.


Pero esa continuidad está implícitamente afirmada, porque tanto la aprioridad en el
ámbito epistemológico, como la vitalidad absoluta en el ontológico nos ponen ante
la presencia de una y la misma realidad sin menoscabo de su índole cambiante.
Dilthey, en cambio, partidario de una teología trascendental con vistas a un
panteísmo desde el que se legitimen las diferentes cosmovisiones, no tiene tan fácil
remontar la mera sucesión histórica y proporcionar apoyo a la idea de continuidad.

Ya en el siglo XX han existido intentos de fundamentar la continuidad. Aquí


nos referimos a ellos de forma muy sumaria. M . Müller, en línea con la concepción
heideggeriana, propone una historia ontológica, que no es sino el ser mismo en
cuanto incondicionado, que se vuelve a nosotros o se distancia de nosotros,
precediendo en cuanto sentido fundamental o fundamento-sentido toda
continuidad de nuestras acciones y nuestras obras, de nuestra conciencia y de
nuestra vida (cf 1 964: 1 0 1 ) . Una fundamentación estrictamente teológica de la
continuidad de la historia propone W Pannenberg, quien apoyándose en la acción
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libre del Dios Creador, considera que mediante la radicación de "los


acontecimientos contingentes en lo que ha sido se produce la continuidad en cada
caso siempre de nuevo" ( 1 967: 7 4). Bajo una perspectiva estrictamente
fenomenológica L. Landgrebe, manteniendo también que la continuidad de la
historia "es producida en cada caso siempre de nuevo", no se re mi te a un pnnc1p1o
• • •

trascendente, sino a la estructura de la propia acción humana:

Así como la historia no tiene en sí misma su continuidad y su unidad,


porque historia solamente hay mediante el obrar de los hombres, y porque su
continuidad es producida en cada caso siempre de nuevo, allí donde el obrar rela­
ciona lo pasado a lo que se ha de realizar en el futuro, solamente se puede dicha
continuidad decidir en cada caso, en el acontecimiento del obrar con respecto al
término (Ende) en cuanto sentido (Sinn) y fin (Ziel) de lo que sucede (Landgrebe,
1968: 1 99 y ss.).

Bajo la perspectiva de la hermenéutica, por él mismo pensada y elaborada,


H. G. Gadamer hace descansar la continuidad de la historia exclusivamente en la
actividad humana. No es pues algo que discurra por sí mismo y sobre lo cual
quepa tener una certeza tranquila. Es por el contrario "una tarea que se le plantea en
toda conciencia humana de la experiencia'' y que debe llegar a su completud en la
tradición, que no se realiza por sí misma y no tiene la inocencia de la vida orgánica.

Todo lo que pasa se hunde en un olvidar, y esta acción de olvidar es lo que


posibilita retener y conservar lo que resuena en el olvido y va a dar al olvido.
Aquí está la tarea de llevar a cabo la continuidad de la historia (Gadamer,
1 976: 1 60).

Es una respuesta radical sin duda a esta cuestión de la continuidad de la historia.


Tiene a su favor el hecho incuestionable de que al escribir la historia, por más
voluntad de verdad que se tenga, es preciso llevar a cabo la tarea de reconstruir lo
dado en el acontecer. Pero aunque este modo de situarse frente al acontecer se dé no
sólo en el historiador, sino también, aunque en otro nivel, en la conciencia ordinaria,
hay siempre una mediación estrictamente objetiva de unos aconteceres con otros,
que se da por supuesta, por más que no siempre se sea consciente de ella, una
mediación en la que la conciencia, también la del historiador, es un factor entre
otros.

Tal mediación nos lleva a volver de nuevo la mirada a Droysen quien supo
poner de relieve el papel determinante que en la continuidad de la historia tiene el
nexo real de dependencia e interacción de unos acontecimientos con otros.

Vemos aquí [en la historia] un devenir constante de nuevas formaciones


individuales. Cada nueva formación no sólo es diferente de la anterior, sino que

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proviene de otras anteriores y está condicionada por ellas, de forma que las
presupone y las contiene en sí de forma ideal, las lleva adelante y en ese llevarlas
adelante hace ya referencia a la configuración ulterior que la seguirá. Es una
continuidad, en la que todo lo anterior se amplía y completa por lo posterior
(Droysen, 1 974: 1 2).

Esto nos permite pasar al apartado siguiente.

4.I.2. Dependencia causal de los acontecimientos o la identidad como resultado de la


.
acclon
"

Como hemos visto, hay diferentes teorías para explicar la continuidad, pero en cada
caso se da por supuesto que la continuidad existe, porque de otro modo no se
acierta a ver de qué modo se puede pensar la historia. Si los acontecimientos
históricos se van sucediendo unos a otros, han de tener algo que ver entre sí, a
menos que los veamos como algo caótico. Pero aún esto no sería posible, si partimos
de que se trata de verdaderos acontecimientos, ya que al menos tendrán en común
eso en virtud de lo cual los calificamos de ese modo. Las diferencias entre unos y
otros, por grandes que sean, no podrán neutralizar una identidad básica. En el caso
de Alemania, donde la cuestión de la continuidad se ha planteado con gran
intensidad, puede haber un motivo sobreañadido, además del estrictamente
académico, como sería intentar conectar con aquella tradición que se pueda
considerar como más auténtica a la vista de un pasado reciente, harto sombrío. Pero
aunque éste sea el caso, no es posible cambiar ni la perspectiva ni el lugar desde los
que esa conexión con el pasado se intenta establecer. Somos lo que somos. Es inútil
intentar imaginar para nosotros una realidad distinta de ésa, por más que nos
podamos sentir inclinados a ello. Y en esa realidad juega su papel todo lo que nos ha
precedido, incluidas las ruinas del pasado, próximo o lejano.

Por lo demás, hay algo enfermizo en el intento de continuar la historia


conectando con algún punto del pasado y procediendo como si todo lo demás no
hubiera existido. Ese empeño no es siquiera realizable, aunque el mero hecho de
intentarlo ya sea funesto. No se afirma por ello que no tenga sentido construir el
futuro en contraste con lo que ha sido el pasado. Al contrario, tal contraste es
inevitable, pero eso mismo implica que aquello de lo que nos distanciamos o, incluso
con lo que nos enfrentamos, cuenta para nosotros. Somos en este sentido nosotros
y lo otro de nosotros mismos.

Partiendo pues de que hay algún tipo de continuidad y la consiguiente


identidad propia de lo histórico surge, espontánea, la pregunta: ¿cómo se produce
esa identidad, qué factores la causan? Una cosa es la continuidad o permanencia de
la historia - que se supone que siempre tiene que darse - y otra cosa es que sea de
este o aquel signo, que tenga estos o aquellos contenidos concretos. Esto se debe -

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pensamos instintivamente - a que hay agentes que los han producido, es decir, a que
los acontecimientos concretos tienen una causa. Parece difícil no admitir que esto es
así. Dicho en positivo: eso sería lo que se ajusta a la razón según la afirmación de
Locke.

Según la noticia que perciben nuestros sentidos de las vicisitudes constantes


de las cosas no podemos menos de observar que varios particulares, tanto
cualidades como sustancias, comienzan a existir y que reciben su existencia de la
debida aplicación y operación de algún otro ser. A partir de esta observación
obtenemos nuestras ideas de causa y efecto (Locke, 1959: I, 432). "Cada cosa que
tiene un comienzo tiene que tener una causa''; esto es "un verdadero principio de
la razón" (cit. en Albrecht, 2001 : 391).

Por más obvio y racional que esta tesis parezca, sabemos que surgen dudas una
vez que se intenta aplicarla a un determinado campo. Esto ha sido repetidamente así
en el proceso del pensamiento y lo es también, de manera especial, en relación con
la historia. ¿Qué se aclara con decir que todo acontecimiento es producido por alguna
causa? ¿Contribuye ello a aclarar en alguna medida su índole? Y en el caso de que
sea así, ¿cuál es su alcance? ¿No existen para cada acontecimiento infinitas causas
que hacen poco menos que imposible lograr un conocimiento, siquiera sea
aproximado, de su significado? La simplificación a que buena parte del pensamiento
moderno ha sometido el concepto de causalidad hace que se haya poco menos que
olvidado su virtualidad, en general y especialmente en el campo de la historia. Se ha
ido imponiendo, en efecto, la idea de que la causa, entendida ahora como causa
eficiente, es válida originariamente para las ciencias de la naturaleza, porque es aquí
donde los fenómenos, tal como nos son accesibles mediante la experiencia, sólo son
pensables mediante la conexión secuencial de causa y efecto (cf. Gadamer, 1 976: 1 92) .

Respecto de la historia ha ocurrido que al hablar de "causa'' se da por


sobreentendido que se está hablando de causa eficiente, es decir, que ya en este
sentido se está procediendo de hecho como si, en cuanto a su originación, no
hubiera diferencia entre los fenómenos de la naturaleza y los de la historia. Y por
otra parte, el tratamiento de la historia se ha dejado contagiar por el ideal científico
de las ciencias empíricas de la naturaleza en cuanto que, al igual que estas, pretende
reflejar con exactitud la objetividad de los fenómenos. Que las cosas aquí distan de
estar tan claras nos lleva a volver la vista atrás, en el intento de detectar algún tipo
de causalidad que esté más en correspondencia con la índole de los acontecimientos
históricos.

Según Aristóteles, a diferencia del conocimiento de lo que viene dado de forma


inmediata en la experiencia, del hecho de que algo existe - el que algo es-, el
conocimiento de la causa encierra en sí el saber por qué algo es de esta o aquella
forma (Física l, 1 , 184 a 1 0- 14, 1996: 3), con otras palabras, por qué a una cosa le
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pertenece algo (cf. Met., VII, 17, 104 1 a 10b-1 1 , 1 990: 403-406). Para expresar esto
último Aristóteles, en orden a precisar bien lo que pretende, se sirve de la expresión
'tÍ Ka'tá 'ttUO<; que describe un campo de significación muy complejo (cf. Tugendhat,
1982: 67-120). El que algo pertenezca a algo es lo que implica saber qué es, pero para
ello es preciso saber por qué, 8ía 'tí. Aristóteles recurre con frecuencia a esta expresión
para indicar el significado de causa (cf. Física II, 7, 1 98 a 1 5 , 1 9 96: 54; Met. l, 3,
983 a 29; 1 990: 1 8) , y de su importancia para él da idea el que mediante la causa,
se define lo que la cosa es, el qué es ('tí É<J'ttU) . Quien sabe por qué se eclipsa la
luna sabe también qué es un eclipse de luna (cf. Anal. Post. l, 1 4, 79 a 23-25; II, 2,
90 a 6- 1 8; II, 1 0, 93b, 39; 1 9 88: 349, 394, 4 1 1).

La noción general de causa es por tanto el porqué, el 8ía 'tÍ, todo aquello que
hace que una cosa llegue a ser lo que es, a poseer el ser y a poseerlo de este o aquel
modo concreto. Es como la serie de filtros por los que algo tiene que pasar, antes de
existir, para llegar a existir y simultáneamente pertenecer a un modo de ser
determinado. Si se tiene esto simplemente en cuenta y luego se piensa en
acontecimientos históricos relevantes uno ya advierte, aunque sea aún de manera
confusa, que dar cuenta de ellos mediante la respuesta al por qué correspondiente
tiene que ser algo más complejo que simplemente indicar este o aquel factor. Ante un
acontecimiento de tanto alcance como la Revolución francesa, no será suficiente
explicar que en sus líneas fundamentales discurrió tal como lo concibió Robespierre,
tampoco tal como en conjunto lo idearon sucesivamente las personalidades que habi­
tualmente son consideradas como protagonistas, aunque no se tuviera en cuenta más
que el hecho de que buena parte de ellas fueron víctimas de la misma revolución,
señal de que ésta no se hallaba en sus manos; no al menos de una forma plena.
Luego no fueron causa adecuada de la misma.

Aristóteles mismo nos ayuda a clarificar el ámbito de la causalidad al distinguir


cuatro significados fundamentales en correspondencia con los cuatro modos en que se
puede responder a la pregunta acerca del porqué, aspecto este del lenguaje que en la
lectura de Aristóteles siempre está presente: ¿qué queremos decir cuando afirmamos
que algo es tal cosa? En este caso: ¿qué pretendemos básicamente decir cuando
inquirimos el porqué de algo y mediante esto queremos saber qué es ese algo?
Aristóteles distingue cuatro aspectos fundamentales, que vienen a coincidir con lo que
más adelante Alejandro de Afrodisia consideró, en un lenguaje que hizo fortuna,
como las cuatro causas: formal, final, material y final.

En éste, como en tantos otros casos, Aristóteles no duda en recurrir a ejemplos


tomados de la vida diaria ordinaria, que por tanto están a la vista de todos y cuyo
significado es también accesible por lo general. Tal es por ejemplo el caso de la
sierra. Para que ésta corte tiene que estar hecha de un material duro y resistente, por
ejemplo de hierro (cf. Met. VIII, 4, 1 044 a 28); tendrá que tener además una forma
determinada, como es estar dentada. Ha de tener una forma o configuración,
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adecuada a la función para la que se quiere destinar. Lo cual implica que la forma
que recibe la materia está en razón del fin que mediante la cosa en cuestión, en este
caso la sierra, se quiere conseguir, por ejemplo cortar leña para hacer fuego. Para que
la sierra cumpla su objetivo es imprescindible la acción que la ponga en
funcionamiento, aspecto este que según Aristóteles había olvidado Platón, quien por
ello no habría sabido cómo y por qué las ideas pueden ser causas (De gen. et corr.
II, 9, 335 b, 7-1 6; 1 987: 1 1 0 y ss.). Aparte de lo dicho son oportunas otras dos
consideraciones. De una parte, las diferentes causas, al tener un mismo efecto, han de
tener en buena lógica, y a la vez en mayor o menor grado, una estrecha relación
entre st.

Es evidente, pues, que éstas son las causas y éste su número. Y puesto que las
causas son cuatro, es propio del filósofo de la Naturaleza el conocerlas todas; y
dará una explicación de orden físico si refiere el porqué a todas ellas: la materia,
la forma, lo que mueve y el para qué son una sola cosa, y aquello-de-donde se
origina primeramente el movimiento es, en cuanto a la especie, lo mismo que
éstas [ . . . ] . De modo que da respuesta al porqué aquel que lo refiere también a la
materia, así como al qué-cosa-es y a lo que mueve en primer término (Aristóteles,
Física II, 7, 198 a 2 1 -34; 1 997: 54 y s.).

Aducimos a continuación un breve comentario de G. R Echandía a este texto


porque sintetiza acertadamente la idea de Aristóteles:

El principio eficiente del llegar a ser o de las modificaciones de una cosa está
en la forma o esencia de otra, o en ella misma en tanto que otra: la causa
eficiente del embrión es la forma del progenitor; pero también el telos de un
embrión es la forma que ha de alcanzar, la realización de sus propias estructuras:
es el llegar a ser plenamente lo que ya era: así, para Aristóteles, la esencia y la
forma sustancial es lo que hace que algo llegue a ser lo que es (Echandía, en Aris­
tóteles, 1 995: 1 59, nota 7 1 ) .

La segunda consideración se refiere a que muchos fenómenos sólo se pueden


retrotraer a la causa material, no a la forma y al fin (De part. anim. I, 1 , 642 a 2 y
s . ; De gen. anim. V, 1 , 778 a 34 y s.), por ejemplo la oxidación de los metales, en el
caso antes mencionado la oxidación de la sierra. Aparte de esto, la importancia del
concepto de causa para la concepción general de Aristóteles estriba, entre otras cosas,
en que la sustancia es considerada como causa. La sustancia y naturaleza de las
cosas, que son objeto de nuestro conocimiento, es, tal como se condensa en la
fórmula un hombre engendra a un hombre, simultáneamente causa formal, causa del
movimiento y causa final (cf. Física II, 7, 1 98 a 24-27; 1 996: 54; Met. VII, 7, 1 032 a,
22-25; 1 990: 346 y s.).

Que la sustancia es causa lo asumirán siglos más tarde Schelling y Hegel. Pero

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aquí mencionaremos ya una aplicación de lo anteriormente expuesto a la historia y,


en términos generales, por lo que se refiere a la complejidad del concepto de causa.
Su reducción a la causación eficiente se ha asentado también en la historia con
consecuencias que saltan a la vista. Cuando se producen acontecimientos históricos
que cabe caracterizar como extraordinarios en razón de sus consecuencias, sean
positivas o negativas, según que redunden en beneficio o en perjuicio de la
humanidad, es comprensible que dichos acontecimientos se vinculen a personas que
en ellos han tenido un protagonismo especial. Pero pretender hacer de eso una
explicación exclusiva es sin duda equivocado. La causalidad eficiente, sean muchos o
pocos los agentes que la llevan a cabo, no basta. Existen, sobre todo, en algún tipo
de acontecimientos también "ideas", causas por así decirlo formales, que impulsan a
la acción. Es lo que se quiere expresar cuando genéricamente se habla de ideas en
acción para indicar, por ejemplo, la defensa de la nación, la protección de un pueblo,
la expansión cultural o económica, etc.

Tampoco estas causas formales - valga decir, sistemáticasson suficientes, como


ya hizo valer Aristóteles frente a Platón. Tiene que haber objetivos o fines
determinados y concretos, que no son ajenos a las estructuras formales y que en
parte coinciden con ellas, pero que intencionalmente al menos incluyen la referencia
al tiempo en que se han de lograr. ¿Y la causa material? ¿ Dónde se sitúa en casos
como los aludidos? Tal vez en la población como una especie de fuerza instintiva
que pugna por salir hacia delante y que necesita sólo de una configuración por
parte de los tres factores antes indicados: agentes, ideas, fines. S e puede incluso
precisar más e incluir una quinta causa. El platonismo medio la llamó ejemplar o
paradigmática. Aunque las formas de vida pasadas no se repiten literalmente,
influyen a su modo cuando deliberadamente se toman como modelos a seguir. Y
aún los neoplatónicos introdujeron una sexta causa, la instrumental, que también
hace al caso. Por vía de ejemplo, aunque no es ni mucho menos el único, puede
mencionarse el armamento bélico como instrumento o como medio, sin el que
determinadas estructuras ideadas apenas se habrían podido poner en marcha. Por
otra parte, tratándose de pueblos y sociedades complejas, cabe la consideración de
Aristóteles acerca de que hay casos en que la causa material funciona por sí misma
y no se deja retrotraer a las demás causas, sobre todo cuando la materia entra en
un proceso de deterioro. Así parece que en ocasiones los pueblos o los estados
entran en una fase de decadencia tal que no hay nada ni nadie que pueda ponerlos
en pie de nuevo. Y, en definitiva, lo que pasa es que lo que el pueblo es, su
sustancia o naturaleza, aparece como polarizada en una sola dirección sea positiva o
negativa, como en el caso del deterioro.

Una mirada retrospectiva a Aristóteles nos posibilita por tanto ver la relación
entre causa y efecto desde una perspectiva más amplia que aquella a la que una
trayectoria unilateral del pensamiento nos tiene habituados. Una rememoración de

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ciertos textos de Kant es también saludable en este sentido. Su concepción representa


;

un reforzamiento de la causalidad. Esta es por de pronto una categoría del


entendimiento para expresar la dependencia del efecto respecto de la causa. El hecho
de que el concepto de causa esté fundado completamente a priori en el
entendimiento le otorga la dignidad fundamental de trascender la dimensión
meramente empírica en la que se le venía considerando hasta entonces.

Este concepto exige de todo punto que algo, A, sea de tal índole que otra
cosa, B, se siga de él necesariamente y según una regla absolutamente universal.
Los fenómenos suministran datos a partir de los cuales es posible una regla según
la cual algo sucede habitualmente, pero nunca una regla según la cual la
secuencia sea necesaria. De ahí también que a la síntesis de la causa y el efecto le
sea inherente una dignidad que no se puede en modo alguno expresar empíri­
camente y que consiste en que el efecto no sólo se añade a la causa, sino que está
puesto por ella y se sigue de ella (Kant, KrV A 9 1 ; 1 956: 1 32).

Se refuerza además la causalidad en Kant en un sentido que tiene que ver con el
tema general que nos ocupa, por cuanto la aplicación de las categorías a los
fenómenos sólo es posible si estos son subsumidos bajo la determinación trascendental
del tiempo (cf. l. c. A 1 44; 1 956: 202). Esto se traduce en que todo suceso, o todo
lo que acontece obtiene el lugar temporal que le corresponde:

Tan pronto como percibo o presupongo que en esta sucesión hay una relación
al estado previo, del cual se sigue la representación según una regla, se representa
algo como suceso o como algo que acontece, es decir, conozco un objeto al que
tengo que situar en un punto determinado del tiempo, un punto que, dado el
estado precedente, no puede sede asignado de otro modo. Así pues, cuando percibo
que algo acontece, lo primero que está contenido en esta representación es que algo
precede, ya que justamente con respecto a ese algo obtiene el fenómeno su
relación temporal, o sea, existir después de un tiempo precedente en el que no
existía aun. Pero en esta relación sólo puede obtener su punto temporal deter­
minado en cuanto que en el estado anterior se presupone algo a lo que sigue
siempre, es decir, según una regla. De ello se sigue en primer lugar que no puedo
invertir la serie y poner lo que acontece antes de aquello a lo cual sigue; se deduce
en segundo lugar que si el estado que precede está puesto se sigue indefectible y
necesariamente este suceso determinado. Con ello acontece que deviene un orden
en nuestras representaciones, en el cual lo presente (en tanto que ha llegado a ser)
remite a algún estado precedente como correlato, todavía indeterminado, de este
acontecimiento dado y con el cual se relaciona de un modo determinante en
cuanto consecuencia suya y al cual conecta necesariamente consigo en la serie del
tiempo (Kant, KrV A 198 y s.; 1 956: 249 y s.).

Ni aquí ni en este contexto, en el que expone la segunda analogía de la


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experiencia, se refiere Kant a la historia, sino a los fenómenos en general, pero se


pueden extraer algunas consecuencias que confirman lo que venimos diciendo sobre
la historicidad.

Kant vincula todo lo que acontece, también por tanto los acontecimientos
históricos, que tienen que ver con el mundo humano, con el tiempo de una forma
rigurosa y precisa. A cada acontecimiento le corresponde un punto, un sitio en la
serie temporal y ningún otro. En la medida pues en que tener un sitio
determinado en el tiempo y no otro, entraña un determinado significado habrá que
considerarlo en relación con dicho tiempo. Ahora bien, la relación temporal es
constitutiva. Pues no se trata simplemente de la nueva sucesión de momentos
temporales, sino de algo que acontece en los mismos. A la sucesión de momentos
temporales corresponde estrictamente la sucesión de determinados aconteceres:
"Cuando percibo algo que acontece, lo primero que está contenido en la
representación es que algo precede", es decir, que algo acontece antes. Y solo con
relación a ese algo que precede obtiene el fenómeno su relación temporal.

Con otras palabras, un acontecimiento no se produce simplemente en cuanto que


tiene lugar después de un momento anterior, sino porque en ese momento ha tenido
lugar otro acontecimiento. Por consiguiente, la existencia de un acontecimiento
determinado, B, presupone otro acontecimiento, al que sigue según una regla. Es
decir, no sigue simplemente porque tenga que haber algún acontecimiento previo, sea
uno u otro, sino que la secuencia está cualificada, lo cual implica que el
acontecimiento B, que está determinado como tal cosa, sigue a otro acontecimiento,
A, que está igualmente determinado como tal cosa. Y que B sigue a A según una
regla significa que sigue solamente a A. De lo cual se desprenden las dos
consecuencias que indica Kant: que la serie no se puede invertir de ninguna forma; si
pues B sigue a A es de todo punto imposible que A siga a B. Y a su vez, una vez
que A está puesto, se sigue necesariamente este acontecimiento determinado.

Esto no es tan obvio, se dirá. Pues podría pensarse que B sigue necesariamente a
A, pero no que A preceda necesariamente a B. Sin embargo el concepto de causa
implica que en ella se dé ya todo lo que se requiere para que el efecto se produzca,
de tal forma que éste no pueda aparecer como algo fortuito. Si B sigue
necesariamente a A, es porque A genera necesariamente a B. De lo contrario B no
estaría determinado en la forma en que está, no sería, con otras palabras, B sino algo
distinto en correspondencia rigurosa con las características de aquello de lo que
proviniera. El lenguaje de Kant, es duro, sin duda. Nosotros sólo podemos conocer los
acontecimientos según el orden que se establece en nuestras representaciones, en
virtud del cual existe una correlación estricta entre lo presente y el estado
precedente del que depende necesariamente y al que sigue indefectiblemente. Esta
correlación implica tanto que B está determinado por A como que A, en cuanto causa,
determina también a B, "al que conecta necesariamente consigo en la serie del
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uempo" .
.

Un texto como este exige contemplar la relación del presente con el pasado bajo
el punto de vista de la dependencia causal, lo cual implica tres cosas fundamentales:
a) situar los acontecimientos en el "sitio" de la serie temporal que les corresponde,
puesto que de otro modo no cabe ninguna explicación adecuada de los mismos,
teniendo en cuenta que en ningún otro sitio habrían podido tener lugar; b) establecer
la relación precisa de cada acontecimiento con su causa que, como tal, tiene que
estar perfectamente delimitada, aunque lo normal es que sea muy compleja y conste
de múltiples elementos o factores, cuyo conocimiento da la medida del conocimiento
que se puede llegar a tener del acontecimiento en cuestión; e) establecer la relación de
estricta necesidad que existe entre la causa y el efecto en un doble sentido o
dirección: en cuanto que el efecto está necesariamente determinado por la causa y en
cuanto que, a su vez, la causa determina de forma igualmente necesaria al efecto. Que
el cumplimiento de estos requisitos, especialmente de los dos últimos, es muy difícil,
es obvio y tal vez no se pueda lograr nunca una precisión total. Pero será muy útil
tener esto presente como esquema orientador para, al menos, no presentar como
conocimiento cierto el que no pasa de ser conjetura.

Esta concepción kantiana acerca de la causalidad no es fácilmente aplicable al


conocimiento de la historia, por su extraordinario rigor, por estar moldeada pensando
sobre todo en las ciencias empíricas de la naturaleza y no tener expresamente en
cuenta los fenómenos históricos que contempla fundamentalmente bajo otra
perspectiva y porque, se reconozca explícitamente o no, se ha ido imponiendo un
cierto escepticismo, especialmente el inspirado por Hume, que se ha abierto camino
en la consideración de la historia. Es lo que por ejemplo se detecta en la teoría
narrativa de A. C. Danto cuando reivindica la concepción del clásico inglés. Al
margen de que la causalidad según Hume no va más allá de lo que da de sí la
repetición de la experiencia que no incluye necesidad alguna,

es fácil de ver por qué a la vista de explicaciones causales en la historia queda el


sentimiento de una cierta falta de claridad y de precisión; por qué no logramos
comprobar también en la historia aquel carácter necesario en la relación de causa y

efecto, que creemos tener que percibir (Danto, 1965: 387).

Por otra parte el intento de aplicar a la historia principios generales apenas nos
lleva, como resultado, más allá de la referencia a casos que se subsumen fácilmente
bajo "principios generales de los que nos servimos en la vida ordinaria y que, una
vez son enunciables, apenas son en definitiva más que lugares comunes" (l. c., 3 86) .

Bajo este supuesto escéptico en la consideración de la historia, Danto piensa que


objetivamente la historia no nos presenta un cuadro que nos permita comprobar la
continuidad de los fenómenos. Antes bien, lo que de ella resalta es la discontinuidad

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entre los proyectos que se hacen y las series de acontecimientos que se relacionan
con ellos. Esto supuesto, la continuidad histórica no viene garantizada por la
relación causal, sino que "descansa en una construcción que a un mismo tiempo
presupone y supera la discontinuidad temporal" (Baumgartner, 1 972: 287) .

Esta concepción es similar a la que ya había formulado Simmel para quien "la
cuestión acerca de si [se da] continuidad o discontinuidad no (es) una alternativa que
haya que decidir objetivamente" (Simmel, 1 968: 36). Se puede optar por la
continuidad si lo que interesa es poner de manifiesto la afinidad que tienen unos
fenómenos con otros, o por la discontinuidad, si el interés se centra en la
peculiaridad individual que posee cada acontecimiento (cf. l. c., 35; Baumgartner,
1 972: 1 3 6 y s.).

Lo que en pocas palabras quisiéramos hacer notar sobre el intento de resolver el


asunto de la continuidad histórica mediante la narratividad, dejando de lado la
causalidad estricta, es lo siguiente. La historia es en sí misma extraordinariamente
compleja por la inabarcable cantidad y por la inimaginable variedad de elementos
y factores que la integran. Una selección es ya por ello inevitable y una cierta
construcción también a la hora de lijar el significado de los acontecimientos y
establecer las conexiones ente los mismos. Pero el criterio de la objetividad no se
puede abandonar si se pretende que la narración sea fiable. Tan variados y
múltiples como puedan ser los hechos, lo son también las conexiones causales, que
no son menos objetivas. Tarea de la investigación es descubrirlas. De otro modo, no
será posible explicar los acontecimientos: cómo y por qué surgieron, cómo y por
qué están dotados de tales características. En el abandono del rigor conceptual, que
siempre es exigente y esforzado, puede radicar la floración excesiva de la novela
histórica que por lo general apenas contribuye al esclarecimiento de los hechos.

Es cierto por otra parte que la polarización de la explicación histórica en el nexo


de causa y efecto tampoco da razón completa de la complejidad de los fenómenos.
"

Esa es la razón de haber introducido la referencia a Aristóteles. Y es el mismo Kant


quien vuelve a poner el pensamiento en marcha para que, por obra de Hegel, se
terminen asumiendo y renovando ciertas ideas aristotélicas. El planteamiento
fundamental de Kant, que hemos simplemente mencionado, se refiere a la relación
"

entre la causa eficiente y su efecto. Ese es también el horizonte en que según Kant la
razón práctica está en situación de demostrar tanto la causa que obra libremente
(Kp V, A 84s, 1 964a: 1 63) como Dios en tanto que causa del mundo (cf l. c., 224 y
s.; 254 y s.). Sin embargo, en la Crítica del juicio Kant confiere una importancia
central a las causas finales en el ámbito de las cosas de la naturaleza, que constituyen
un todo por el hecho de que cada una de tales partes es recíprocamente causa y
efecto de su forma. De este modo a su vez es posible que la idea del todo determine
la forma y el enlace de todas las partes. Un cuerpo, considerado como fin natural,
implica que sus partes se produzcan unas a otras conjuntamente y que produzcan
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simultáneamente, a partir de la propia causalidad un todo, cuyo concepto puede ser


juzgado como causa de aquel mismo todo. En razón de lo cual puede ser juzgada la
conexión de las causas eficientes al mismo tiempo como efecto debido a causas finales
(Kant, Crítica del juicio, B 29 1 , 1 964c: 8, 485). De ahí que sea legítimo aplicar en
la investigación de la naturaleza el nexus finalis junto con el nexus effectivus (cf. l. c.,
B 269, 1 964c: 8, 470). En definitiva, en los seres de la naturaleza, que no se pueden
explicar de un modo puramente mecánico, es válido aplicar el concepto de fin, que
si está en el mismo ser de la naturaleza no es simplemente un fin, sino un fin final
(l. c., B 3 8 1 , 1964c: 8, 546 y s.).

Se trata de una de las ideas que van a encontrar su ampliación y profundización


en Schelling y Hegel, reconociendo alcance explicativo a la causa final y recuperando
por este camino la causalidad propia de la misma sustancia. Según Schelling:

una vez que pasamos al ámbito de la naturaleza orgánica cesa para nosotros toda
conexión mecánica de causa y efecto. Todo producto orgánico subsiste por y para sí
mismo (fiir sich selbst), su existencia no es dependiente de ninguna otra existencia.
El organismo se produce a sí mismo, surge de sí mismo. Luego ningún
organismo avanza, sino que retorna siempre a sí mismo hasta el infinito. Así pues,
un organismo como tal no es ni causa ni efecto de una cosa exterior a él y por lo
tanto no es nada que intervenga en la conexión del mecanismo. Todo producto
orgánico lleva el fundamento de su existencia en sí mismo, pues es causa y efecto
de sí mismo. Ni una sola parte singular del mismo pudo surgir si no en este
todo, y este todo mismo subsiste solo en la acción recíproca de las partes
(Schelling, 1 967: 364).

Esta idea es ampliada por Hegel en cuanto que introduce, tal como es habitual
en él, una diferenciación y profundización de aspectos fundamentales. De una parte
la causa deja de ser algo así como una propiedad o capacidad que tiene la sustancia,
para ser por de pronto la sustancia misma.

La sustancia es causa por cuanto está reflejada hacia sí contra su paso a la


accidentalidad y de este modo es la cosa originaria, pero supera también la
reflexión hacia sí o su nueva posibilidad, se pone como lo negativo de sí misma y

de este modo produce un efecto, una realidad efectiva que de este modo es
solamente realidad efectiva puesta, pero que al mismo tiempo es necesaria por el
proceso de la causación (Hegel, 1 970: 8, 297 [trad., 239]).

La sustancia no se disuelve en lo accidental en razón de que está concentrada en


sí y vuelta sobre sí y es por tanto intensamente activa lejos de ser una especie de coto
cerrado, inmune a la acción propiamente dicha, que se desarrollaría fuera de ella. Es
por el contrario causa (Ursache) y como tal la cosa originaria. Juega Hegel de una
forma muy obvia con la etimología de causa en alemán que efectivamente no

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• • • • • •

significa SinO cosa o nginana. Pero al mismo tiempo la sustancia en cuanto


intensamente concentrada sobre sí misma es fuente de energía que se despliega y
difunde, superando de ese modo la mera reflexión hacia sí. En consecuencia la
sustancia es esencialmente activa. Lo suyo es producir un efecto, una realidad efectiva
que como tal, es decir, en cuanto efecto, es puesta, pero no de cualquier modo,
como si simultáneamente pudiera no haber sido puesta y en ese sentido fuera
accidental.

El efecto es una realidad necesaria, precisamente porque brota de la sustancia


misma. No es accidental el efecto ni en sí mismo, puesto que es una como
prolongación - prolongación eminente activa - de la sustancia. Pero no es
accidental tampoco respecto de la sustancia misma, como si le fuera indiferente o
ella

secundario producir efectos. Al contrario, la sustancia esta misma



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constitutivamente necesitada de la causación, de producir efectos. No es pues la


sustancia una especie de realidad plena que luego se difunde por sobreabundancia,
como si fuera necesario ciertamente el proceso causal, pero sobreañadido, sino que
se proyecta en el efecto, porque está necesitada de él. De ahí que sólo en el efecto
la causa es real y efectiva y es causa (l. c., 298; [trad., 240]) . Pero esto es así en tanto
que la causa es la sustancia misma.

El segundo aspecto destacado es que, como consecuencia de esa identificación de la


causa con la sustancia hay también una identidad de causa y efecto. Decir "causa" y
decir "efecto" es decir lo mismo, una tautología. La serie de efectos que en un proceso
causal se van produciendo son distintos entre sí. Es la dimensión de la causalidad
finita. Pero en el proceso hay algo que se mantiene idéntico, «la sustancia una y la
misma». La diferencia entre contenidos determinados y concretos no afecta a la
identidad del contenido básico de la sustancia que es el mismo.

Como causalidad finita tiene [la relación de causalidad] un contenido dado y se


dispersa como una diferencia extrínseca en este idéntico, que en sus determinaciones
es una y la misma sustancia (Hegel, 1 999: 1 90).

La identidad de causa y efecto, su tautología, se refiere pues al fondo común de


ambos.

Debido a esta identidad del contenido la causalidad es una proposición


analítica. Es la misma cosa que se representa una vez como causa, otra vez como
efecto, allí como subsistencia, aquí como ser puesto o determinación en un otro (l.
c., 190).

Esta tautología encuentra una dificultad en apariencia insalvable cuando la causa


está alejada del efecto. En tal caso, sin embargo, existe oculta en medio de esta
multiplicación de las causas. La identidad no desaparece por ello, pues las diferentes
y múltiples causas no son sino momentos de una y la misma cosa, es decir, de la
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misma causa originaria (cf l. c., 1 9 9).

Una fuerza y significado sobreañadidos tiene esta noción radical de causa en el


ámbito de la vida orgánica y de la espiritual. La forma habitual de entender la
relación causal como determinación extrínseca de una realidad sobre otra es ya
inadecuada respecto de la vida, "porque lo que actúa sobre el viviente está deter­
minado, modificado y transformado por éste de una manera autónoma, porque el
viviente no deja que la causa alcance a su efecto, es decir la supera como causa'' (l.
c. 1 9 1 ) .
'
Hegel menciona varios ejemplos de la citada inadecuación: que la alimentación
sea la causa de la sangre, que el clima jónico fuera la causa de las obras de
Homero o aducir la ambición de César como la causa del ocaso de la
constitución republicana de Roma. Con este ejemplo, entra Hegel ya en el campo
del espíritu que tiene mucha mayor autonomía que el simple viviente.

En la historia en general las masas y los individuos espirituales entran en el


juego y en la determinación recíproca entre ellos. Ahora bien, la naturaleza del
espíritu, en un sentido aún mucho más elevado que el carácter del viviente, en
general es más bien la de no acoger en sí a otra cosa originaria o sea, no dejar
continuar en sí causa alguna, sino interrumpirla y transformarla (l. c., 200).

El tercer aspecto, en el que culminan los dos anteriores, es que la sustancia en


tanto causa o "cosa originaria'' y su identidad a través de la serie de efectos en que
se manifiestan y en los que llega a ser causa real y efectivamente es el fin de todo el
proceso causal y como tal fin, una causa que es causa de sí misma, o cuyo efecto es,
de forma inmediata, la causa (Hegel, 1994: 1 90) .

La incorporación de estos elementos de la concepción de Hegel, coherente


como hemos visto no sólo con Kant y Schelling, sino con el propio Aristóteles, nos
da paso para hacer unas consideraciones finales sobre la dependencia causal en la
historia.

Es en primer lugar, más que cuestionable limitar la causalidad al ámbito de la


causa mecánico-eficiente, como en buena medida se tiende aún a hacer por el peso
que tiene la cosmovisión empírico-científica, tanto que con frecuencia se procede como
si no hubiera alternativa alguna a ese punto de vista. No se trata de negar la
causalidad eficiente, sino de verla como radicada en una realidad diferente y más
profunda, la realidad humana que no se circunscribe ni reduce a un determinado
esquema de interpretación. El hombre obra siempre, también en tanto que hace
historia, por fines. Estos implican ideas - formas o categorías de pensamiento -
mediante las cuales se concretan.

El hombre es, como ya expusimos en su momento, sujeto de la historia. Lo es


además, muy especialmente, como individuo. Pero hay una forma equivocada de
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concebir esta individualidad: la consistente en tomarla como si fuera punto de


partida, ajeno incluso a cualquier otra dimensión que le condicione. Que no es así, se
sabe desde siempre. Tal vez por eso no se piensa. Tenemos una esencia que nos
constituye y que nunca podremos conocer de forma adecuada, y de la que no
obstante conocemos que en tanto que es real y actuante en nosotros, hace que
desbordemos el ámbito meramente individual. Y a partir de aquí entran en juego
otros muchos elementos: intereses, pasiones, etc., que en gran medida nos llevan en
un sentido u otro.

Hacemos y tejemos la historia, seamos o no conscientes de ello. Pero no es


menos cierto que somos resultado de ella, tanto que pertenecemos a ella, tal vez con
más propiedad que lo contrario. Algo que no conocemos ni sentimos está actuando
siempre a nuestras espaldas, posibilitando nuestros pensamientos y lenguajes.
Predispuestos con todo ello volvemos la mirada a la historia, para seguir haciendo
historia. Pero siempre hay algo sustancial que no se nombra, superior y que sigue su
propio y enigmático camino. Aun cuando hacemos historia, la esencia de la historia
no la podemos hacer. La podemos configurar de algún modo y entrar así en algún
tipo de relación con ella. No está de más recordar aquí la vieja distinción entre
causa fiendi y causa essendi (Tomás de Aquino, Quaestiones De Ver. 5 , 8 ad 8 ;
S. Theol. I, 1 04, 1) o causa de la existencia y causa del ser o de la esencia. Sólo la
primera le es posible a los agentes finitos; la segunda en cambio no le es posible. Sí
en cambio pueden perfeccionar el ser ya existente. Es una distinción útil aún hoy,
por la importancia que tiene conocer nuestras posibilidades, que es tanto como
conocer nuestras limitaciones. Tendemos fácilmente a confundir la producción de la
existencia con la producción de la esencia o a imaginar que introducir cambios en el
ser de algo o perfeccionarlo de algún modo es tanto como producir el ser mismo.

Si alguien toma una decisión importante en el campo de la economía, lo que


produce no es la economía misma, sino la aplicación de la economía en un
determinado sentido. Tampoco lo que es la esencia de la economía la producen los
economistas, a no ser en un sentido impropio. Los economistas se limitan a
formular determinadas leyes económicas. Pero esas leyes tienen que ser previamente
formulables conforme a la esencia de la economía, que es previa y nunca
propiamente producida. De una forma general y más radical: el hombre es causa
de la existencia de otro hombre, nunca de su esencia. Si así fuera, sería causa de
todos los hombres, como nos recuerda Spinoza, ya que todos tenemos la misma
esencia. Se advierte pues que hay una gran limitación a la hora de obrar. Lo dicho
respecto al asunto de la economía vale para otros campos: el social, el político o el
militar, por ejemplo.

A esa limitación esencial impuesta - valga la redundancia - por la esencia de las


cosas - en nuestro caso, por la esencia de los acontecimientos históricos - se añade
otra. Actúan individuos, pero nunca aisladamente, sino individuos en cuanto
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miembros de un grupo, o en cuanto ciudadanos; en cuanto miembros, a su vez, de


un estado, una nación o un pueblo. Lo cual nos lleva a otra conclusión. Los
individuos, incluidos esos que Hegel llama grandes individuos de la historia universal,
actúan siempre en representación de algo y su eficacia es tanto mayor cuanto más se
ajusta a las exigencias de ese algo.

La actuación histórica es pues sumamente compleja, un verdadero laberinto,


recordando a Leibniz y Borges. Lo cual nos lleva a pensar en otra distinción que está
siempre en juego, aunque no se sea de ello consciente: la existente entre condiciones
y circunstancias. Para que una decisión histórica se produzca tienen que darse las
condiciones oportunas, las que se consideran como tales. Un gobernante puede querer
tomar la decisión de bajar los impuestos o de aumentar los gastos sociales o las dos
cosas al mismo tiempo. Pero tendrá que tener en cuenta las condiciones para que, en
cualquier caso, la economía siga funcionando de forma favorable.

Las circunstancias tienen un alcance más amplio. Incluyen las condiciones, pero
su radio es mucho mayor. Abarca todo eso que hoy se llama globalización, pero que
un agente histórico nunca puede penetrar y tampoco predecir.

La acción, para ser eficaz, tendrá que ajustarse a las condiciones y a las
circunstancias. Lo grave es que el efecto se produce siempre, positivo o negativo. Las
consecuencias serán favorables en un caso y desfavorables, incuso fatales, en otro.

4· r . 3 . Conexión o implicación de los acontecimientos

Inicialmente es claro que esta conexión se da. Si en razón de lo dicho anteriormente,


una causa sólo puede constituirse como causa en su efecto, es obvio que estamos ante
una conexión esencial en términos de interacción. La cosa, en términos generales, es
más obvia de lo que puede parecer. El hijo sólo lo es por la dependencia de sus
padres y éstos sólo son padres en virtud de que existe el hijo. Como texto orientador
respecto de los puntos que vamos a exponer a continuación, quisiera aducir el
siguiente de Kant, correspondiente a la tercera analogía de la experiencia, cuya for­
mulación es la siguiente: "Principio de la simultaneidad según la ley de la acción
recíproca o comunidad". Y su tesis general reza así según la primera edición de
Crítica de la razón pura: "Todas las sustancias se hallan, en tanto que son
simultáneas, en completa comunidad (es decir, en acción recíproca)". El texto que
puede tomarse como orientador y que es de fácil aplicación a la compresión de los
acontecimientos históricos dice así:

La palabra comunidad [ . ] puede significar tanto communio como commercium.


. .

La empleamos aquí en el último sentido, en el de una comunidad dinámica, sin la


cual jamás podría ser conocida ni la misma comunidad local (communio spatii) .
Es difícil advertir en nuestras experiencias que sólo las influencias continuas en

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todos los lugares del espacio pueden conducir nuestro sentido de un objeto a otro;
que la luz, que brilla entre nuestros ojos y los cuerpos celestes, produce una
comunidad mediata entre nosotros y esos cuerpos, y que prueba así su
simultaneidad; que no podemos cambiar empíricamente de lugar (percibir ese
cambio), sin que por todas partes la materia nos haga posible la percepción de los
sitios que ocupamos, y que es únicamente por medio de su influencia recíproca
como puede probarse su simultaneidad, y de ahí (aunque solo mediatamente), la
coexistencia de objetos hasta de los más lejanos. Sin comunidad toda percepción
(del fenómeno en el espacio) está desgajada de las otras, y la cadena de las
representaciones empíricas, es decir, la experiencia, comenzaría de nuevo en cada
objeto, sin que la precedente tuviera con él ni la menor conexión ni relación del
tiempo alguna (Kant, KrV A 2 1 3 y s.; 1 956: 262 y s.).

El texto se refiere directamente a la comunidad o acción recíproca que se da entre


sustancias que existen simultáneamente en el espacio. La comunidad es propia de
objetos espaciales y que además están entre sí en una relación horizontal - dicho
metafóricamente - en cuanto que coexisten simultáneamente. No nenen pues que ver, a

primera vista, con acontecimientos históricos, de los cuales muchos, incontables,


coexisten simultáneamente, pero otros, muchísimos más, existen en tiempos distintos.
Dicho de otro modo, entre ellos se da una relación diacrónica, no sólo sincrónica. Sin
embargo, el texto es aplicable a todo acontecimiento histórico, pues en él se afirma
que "la cadena de representaciones empíricas", postula la conexión de cada experiencia
con las precedentes según lo que presupone la "relación de tiempo".

En resumen, ante este texto y en relación también con lo visto previamente


podemos distinguir en los acontecimientos los siguientes modos de acción recíproca.
En primer lugar, el acontecimiento, que es causa de otro acontecimiento posterior,
está él mismo condicionado por eso mismo que produce, en ese sentido es causado
por su propio efecto, porque a su modo es idéntico con él. Lo posterior nos haría
ver en ese sentido la verdad de lo anterior, sería su verdad. Si es cierto que la
Ilustración es la causa de la Revolución francesa, ésta es la verdad en la que aquélla
se vendría a manifestar. Pero no menos cierto será que desde la reflexión sobre la
Ilustración misma, una vez que ya se sabe en qué ha derivado, se podrá detectar de
algún modo cuál es la verdad de la Revolución. Tal vez entonces, si pensamos que
no todo en la Revolución es positivo, pues "la furia de la desaparición" (Hegel,
1 988: 3 89) trae consigo muchos males, esto mismo nos lleve a considerar si éstos no
estaban ya incoados en la raíz de la misma Ilustración, a la que se tiende a
considerar como un movimiento cultural muy positivo.

En segundo lugar, puesto que todo acontecimiento histórico, por ser algo
viviente y sobre todo de orden humano, donde la razón y las convicciones éticas o
religiosas son factores tan determinantes, los efectos no pueden ser tan unívocos ni por
tanto tan fácilmente identificables, como en el ámbito científico-natural. Que la
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Revolución sea efecto de la Ilustración no excluye según esto que ésta haya podido
tener otros efectos en los que no se ha reparado y que sean incluso incompatibles
entre sí o con la misma Revolución. Y todo ello, sin anular la idea de que la Ilustra­
ción es la causa de todos ellos, lo cual supondría que es un fenómeno contradictorio
en st mtsmo.

1

En tercer lugar, la causa en el ámbito de los acontecimientos históricos y de los


fenómenos humanos en general, tiene que dejar a salvo el carácter estrictamente
individual, y como dijimos irreducible, de cada uno de ellos, lo cual implica, como
ya hemos visto, que no dejan que la causa se continúe propiamente en ellos, sino que
por el contrario hace que esa causa a su modo se interrumpa y transforme (cf
Hegel, 1 9 9 9 : 200) . Esto implica que eso que estamos habituados a llamar recepción
del pasado en y por el presente, ya en el hecho mismo de producirse está siendo
sometido a profunda revisión.

En cuarto lugar, entre los acontecimientos, simultáneos y por tanto coexistentes,


tiene que haber una interacción, ya a priori, antes incluso de que eso sea sometido a
una comprobación en la experiencia:

Esto es una influencia recíproca, es decir, una comunidad real (commercium) de


las sustancias sin la cual, por tanto, la relación empírica de la simultaneidad no
podría tener lugar en la experiencia. Por medio de este comercio (commercium), los
fenómenos, en tanto que exteriores unos a otros, y enlazados sin embargo, forman un
compuesto (compositum reale), y estos compuestos pueden darse de muchas maneras
(Kant, KrV A 2 1 5; 1 956: 263).

Nuestra época nos puede ayudar a comprender mejor lo que representa esa
comunidad dinámica de sustancias, por cuanto es uno de los fenómenos unidos a la
llamada globalización. Kant, atento siempre a todos los fenómenos que tenían lugar en
su tiempo, pudo hacerse ese tipo de reflexiones en la ciudad portuaria en la que vivía.
Aun así, entiendo que es preciso insistir en el aspecto de la irreductibilidad de las
propias sustancias, en el hecho de que por grande que sea la concatenación,
penetración y acción recíproca de acontecimientos de un mismo tiempo, cada fenó­
meno salvaguarda su individualidad de una forma radical, también allí donde
establece una red de relaciones especialmente intensa con el resto de los fenómenos.

Aparte de los mencionados modos de acción recíproca podemos señalar los


puntos siguientes respecto de la implicación de los acontecimientos históricos en
general en un plano más directamente accesible y comprobable.

l . Que los acontecimientos están conexionados entre sí lo damos por supuesto


después de lo que hemos visto, puesto que es coherente con la dependencia
causal de la que hemos hablado en el apartado anterior y con la relación
entre el pasado, el presente y el futuro históricos. Es algo además que de puro
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sabido se olvida o simplemente se desconoce, aunque esto no justifica


determinados juicios al hacer diagnósticos sobre el presente y pronósticos
acerca del futuro. Schelling afirmó con cierta solemnidad: "El pasado es
sabido, el presente es conocido, el futuro es presentido" ( Weltalte0 1 968b: 5)
pero según todos los indicios nos queda mucho por hacer y por aprender.
Sabemos por ejemplo que sin el soporte de la cultura grecorromana la historia
de Occidente es impensable y que el desconocimiento de lo que ha
representado el cristianismo coloca a futuras generaciones ante un vacío
abismal. Si el presente está conexionado con el pasado, sólo se podrá
conocer adecuadamente aquél si se acierta a apreciar este en su justo valor.

2. La conexión entre los acontecimientos no se refiere sólo a la existencia. Es


obvio que el presente histórico no existe sin el pasado, no sería siquiera
pensable sin él. Se refiere también a los contenidos. En un asunto tan
importante y decisivo como el lenguaje se advierte esto claramente. El
castellano es, por ejemplo, esencialmente deudor del latín, porque además de
tantísimos términos tomados de esa antigua lengua, la sintaxis es muy similar,
por ejemplo en lo que se refiere a la estructura entre sujeto y predicado, que
nos lleva fácilmente a creer, en relación con la aplicación a nuestro propio
caso, que somos nosotros, individualmente, los factores determinantes de todo
lo que nos afecta y por tanto de la historia misma. Tendemos obviamente
con sobrada frecuencia, a emplear la primera persona: yo hago, yo pienso,

etc. Heidegger nos ha hecho ver que existe además algo diferente, cuya
presencia no se puede soslayar, el se: se dice, se piensa, etc.; así como también
el "ello" en la expresión es gibt, equivalente en su significado a nuestro "hay'' ,
aunque dotada de un sentido más complejo. También esto último nos abre a
conexiones que trascienden el ámbito de lo inmediato y a otras implicaciones
que, aunque no sean reales aún, están posibilitadas y aun postuladas tanto por
la apertura constitutiva hacia el futuro como por las exigencias de la acción.

3 . La conexión y la implicación es especialmente fuerte e intensa, no ya bajo el


supuesto de la relación entre el pasado y el presente, sino dentro del propio
presente entre diferentes estamentos, clases, culturas, mentalidades. Espe­
cialmente fuerte e intensa porque las relaciones están en proceso de
construcción y urgen su propia realización. Lo diferente se enfrenta con
frecuencia con lo diferente, y lo uno y lo otro se ven forzados de alguna
manera a fundirse, dando origen a una nueva realidad.

4. De esa fusión que viene impuesta por el proceso de la realidad, surge como
reacción el intento de salvaguardar las diferencias que se ven amenazadas. Las
reacciones serán tanto más fuertes cuanto más amplio e intenso sea el intento
de conservar la propia identidad y, por tanto, de afirmarse frente a lo otro.
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Tales reacciones no tienen necesariamente carácter reaccionario, porque la


salvaguardia y defensa de las diferencias es compatible con que éstas se vayan
modificando y mejorando en sus contenidos. Por lo demás ya debería haber
llegado el momento de que se disipe la confusión reinante en torno a la
cuestión de la identidad y de la diferencia. Cuando se insiste en ésta, de
ordinario lo que se intenta es radicalizar la identidad, el sentimiento
identitario por ejemplo, que tiene además casi siempre un carácter excluyente. Y
si junto con esto se invocan diferencias étnicas, las consecuencias pueden ser
fatales. Es obvio que la defensa de la diferencia en este último sentido es
simplemente reaccionaria. La identidad por su parte implica en sí, cuando es
concreta, la diferencia, porque todo individuo posee su propia identidad, que
por tanto es diferente de la que es propia de cualquier otro individuo. Esto
lo supo ver lúcidamente Hegel, pero también supo ver, con no menor
claridad, que la identidad trasciende el ámbito de lo estrictamente individual.
En el caso del hombre hay un fondo insoslayable de identidad universal que
se mantiene en y a través de todas las posibles diferencias. Al fin, en una
sorprendente coincidencia del pensamiento especulativo con el sano sentido
común, la verdad sólo se da en la "unidad de la identidad con la diferencia"
(Hegel, 1 999: 30).

5 . La implicación activa de las diferentes formas de vida y culturas es de alguna


forma un capítulo dentro de la llamada globalización, sobre la cual no
tenemos la pretensión de decir nada propiamente. Tanto se habla de ella que
inevitablemente se ha convertido en un término banal. Sólo queremos aludir
a algo en relación con lo que nos ocupa en este apartado. Que "el alunizaje
de 1 969 y la mirada desde el espacio cósmico único, desde la luna, a nuestro
planeta representan probablemente la hora del nacimiento de la moderna
conciencia global" (Safranski, 2004: 1 4) , no pasa de ser un buen recurso
literario, pero es también algo más. Pues quienes presenciamos en directo las
imágenes de televisión tenemos como interiorizada una imagen diferente de la
tierra. No porque no supiéramos que era algo así como un globo, sino
porque la imagen se relaciona de algún modo con la impresión de que el
hombre tiene ese globo en sus manos y puede manejarlo como si fuera un
juguete, dominarlo o incluso destruirlo.

Al parecer se ha interiorizado, de forma bastante general, la idea - o


imagen, que tiene tanta o más fuerza - de que estamos de lleno en una
comunidad o aldea global. Para lo negativo y para lo positivo. Y tal vez
ha sido lo negativo lo que se fue imponiendo con más fuerza y antes en el
tiempo. Desde el invento de la bomba atómica vivimos bajo una amenaza
global, tanto más hoy, cuando grupos terroristas pueden tener acceso a esa

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arma y utilizarla. A este mal se añade el expolio económico e industrial de


la tierra, que pone en gran peligro la subsistencia del planeta, sin que se
tenga claro hasta la fecha cuál puede ser la solución, sobre todo cuando es
un hecho que el hombre no es ya dueño de la técnica que tiene en sus
manos. La globalización de la economía, la expansión del capital puede
celebrar grandes triunfos, pero al preciso de esquilmar la economía de
pueblos enteros, etc.

En lo positivo se mencionan hechos beneficiosos como la difusión de


las modernas ciencias de la naturaleza, la medicina y la técnica, o el
reconocimiento cada vez mayor de los derechos humanos, etc. Al mismo
tiempo el globalismo, que no es sino "la globalización que se ha hecho
normativa" (cf. Safranski, l. c., 2 1 ), es una especie de nueva "ideología
legitimante del movimiento sin trabas del capital en su búsqueda de
condiciones favorables a la rentabilidad" (l. c.), lo cual está provocando fuer­
tes reacciones en contra, que difícilmente pueden llegar a tener un alcance
compensatorio. Lo que sí queda como resultado indudablemente positivo de
la globalización es una extraordinaria movilidad y apertura. El hombre hoy,
cabe decir, se universaliza progresivamente o tiene al menos esa
posibilidad. Estamos ante una especie de conciencia cosmopolita que se va
convirtiendo en realidad. Eso supone que entre los acontecimientos
contemporáneos existe una especie de ósmosis, que sin destruir la
peculiaridad de cada uno de ellos, va poniendo de relieve y haciendo
operativo lo que en ellos hay de común. Todo esto ha de compensarse sin
embargo "con la radicación en un lugar. Podemos comunicarnos y viajar
globalmente, pero no podemos habitar en lo global. Sólo es posible habitar
aquí o allá, no en todas partes. Para indicar con énfasis especial la
radicación firme en un lugar, en alemán se usa la bella expresión Heimat
(la patria, lo doméstico)" (l. c . , 24) .

6. Este cosmopolitismo de forma de vida o estilos de comportamiento se mueve,


pese a todo, en la superficie. Queda por ver si algún día la historia hace que
se convierta en realidad un nuevo sentido de la co-pertenencia que, dejando
intactas las diferencias, permite que aflore y se consolide lo esencial común,
eso en que Goethe y Hegel, entre otros, soñaron y a lo que Unamuno en un
ensayo de 1 9 1 7 supo dar expresión:

Muchas veces hemos dicho y repetido que un poeta es tanto más universal
cuando más de su tiempo y de su pueblo es, si tiene profundidad de comprensión,
estética de expresión [ ...] . La universalidad no es el cosmopolitismo. La universalidad
no se alcanza por vía de remoción o de exclusión de diferencias, sino muchas veces
ahondando en éstas. Pero tanto que deja de serlo. Hacia dentro, hacia las raíces, se
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encuentra lo que nos es común (Unamuno 1 966: III, 1001).

4.2. Modalidades básicas del acontecer desde la perspectiva del presente histórico

En este apartado nos vamos a referir a las categorías de la modalidad en relación con
los acontecimientos históricos. Según Kant, esas categorías son las de
posibilidad-imposibilidad, existenciano existencia, necesidad-contingencia (cf. KrV, A
80, 1 956: 1 1 8), Hegel modifica este esquema, en cuanto que se centra en los
conceptos de contingencia, posibilidad y necesidad, por ese orden (cf. 1 99 9 :
1 74- 1 89 ) . Aquí tenemos a la vista los acontecimientos históricos y sólo en orden a
su comprensión consideramos las categorías de necesidad, posibilidad y contingen­
cia. El centro de estas consideraciones va a ser, en coherencia con lo expuesto
acerca de las dimensiones temporales, el presente histórico. En un sentido amplio
estaríamos de acuerdo con la idea de W Benjamin de que todo en la historia está
esencialmente referido al presente, pero no en cuanto que el momento de la acción
no sea en modo alguno deducible - de la consideración general del tiempo, se
entiende-, sino sólo decidible ( cf. Konersmann, 1 9 9 1 : 42, 1 27). Nuestro punto de
vista es bajo ese aspecto diferente por entender que lo acontecido, en cuanto que es
sabido y el futuro, en cuanto presentido - según la ya citada expresión de
Schelling ( 1 9 6 8 : 5) - se nos desvelan, en alguna medida, razón por la cual nos
parece problemático el aserto siguiente de W Benjamin:

Articular históricamente lo pasado no significa conocerlo "como verdaderamente


ha sido". Significa adueñarse de un recuerdo, tal como relumbra en el instante
de un peligro (Benjamín, 1 980: 695).

Que no se puede conocer lo histórico, "tal como verdaderamente ha sido" según


la tan citada expresión de Ranke, es algo que muy bien se puede dar por admitido,
aunque como ha hecho ver E. Heintel (cf. 1 960: 207) dicha expresión puede dar
ocasión a luminosas reflexiones. Por otra parte, se pueden interpretar dichas palabras
como una especie de idea reguladora o si se prefiere, como un ideal al que es
preciso aspirar a sabiendas de que nunca se podrá alcanzar. Pero, aunque a Ranke
hubiera que interpretarlo al pie de la letra en este caso y cuestionarle radicalmente,
no por ello se podría justificar la pretensión totalmente opuesta de que articular
acontecimientos pasados no pasa de "adueñarse de un recuerdo tal como relumbra
en el instante de un peligro" . En ese caso no habría posibilidad de salvaguardar
mínimamente la continuidad de lo histórico, aparte de que se incurre en una
contradicción si por una parte sólo se dispone de un recuerdo, que tal como se
describe tiene que ser en cada caso distinto, y al mismo tiempo, se está suponiendo
que en él se reconoce el pasado.

4.2.I. El pasado como lo necesario de la historia


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El pasado es necesario en el sentido de que es imposible que deje de existir o de ser


lo que fue. Respecto de lo primero no debería haber duda alguna, so pena de
infringir el principio de no contradicción. Responde además a lo que postula un
instinto racional elemental y que viene expresado en adagios latinos como factum
fieri nequit infectum - es imposible que lo hecho se convierta en no hecho-. Anular
el pasado contravendría el principio de nocontradicción, que en este caso se concreta
en: es imposible que lo que ha acontecido no haya acontecido, ya que es imposible
que algo sea y no sea lo que es (se supone que nos estamos refiriendo a un mismo
tiempo y a un mismo aspecto). En fecha reciente (ABC, 1 1 de mayo de 2004: 7) lo
expresaba, en otro nivel, Jaime Campmany: "La historia se rectifica en las conductas
posteriores, pero no se borra. Dice el poeta: 'Que lo que sucedió no haya pasado, cosa
que al mismo Dios es imposible"'.

Bien es cierto que ésta es una teología poco teológica, porque para Dios no hay
..

pasado y sobre todo porque la existencia del pasado depende de El y, no


..

distinguiéndose en El la acción del ser, pretender anular el pasado sería tanto como
pretender que Dios se cancelara a sí mismo. Una vez que el pasado existe es
imposible que no haya existido, sea cual fuere el punto de vista que se adopte.

Otra cosa es que sea imposible que el pasado deje de ser lo que fue. La
dificultad está en que a primera vista esto depende de un enjuiciamiento o
valoración, puesto que determinar qué ha sido el pasado depende del juicio que en
cada caso se haga y es bien sabido que los juicios son variables. Sin embargo
tampoco es posible que el pasado deje de ser lo que fue, porque aunque no sea
posible llegar a determinar en qué consiste ese contenido, lo que sí se sabe es que el
contenido existió. La existencia de algo es inseparable de la esencia o contenido de ese
algo, puesto que, sin ser lo que es, nada puede existir. Spinoza lo precisa muy bien:

Digo que pertenece a la esencia de una cosa aquello que, si se da, se pone
necesariamente la cosa, y que, si se quita, se quita necesariamente la cosa; o sea,
aquello, sin lo cual la cosa y, a la inversa, aquello que sin la cosa no puede ser ni
ser concebido (Spinoza, 1 967: 1 6 1 [trad., 77] ) .

Pero, aunque es imposible que el pasado, una vez que existe, deje de existir y
deje de ser lo que fue y en este sentido sea preciso decir que es necesario, esto no
implica que el pasado sea en sí mismo necesario. S i fuera así, eso querría
obviamente decir que el pasado no pudo menos de acontecer, tuvo que acontecer y
que es impensable que, antes de que aconteciera, fuera posible que no fuera a
acontecer. Son cosas por completo distintas. Una cosa es que lo que ha acontecido
no haya acontecido - algo imposible - y otra cosa es que lo que ha acontecido
aconteciera necesariamente y no pudiera no acontecer. Una cosa es que la historia
no se pueda borrar, y otra que eso que en ella existe y fue grabado tuvo
necesariamente que existir o ser grabado. La batalla de Stalingrado aconteció y ya
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no será posible que no haya existido, pero con ello no está dicho que tuviera que
producirse necesariamente.

Para afirmar esto último, o lo equivalente respecto de cualquier acontecimiento,


es decir, que todos ellos han tenido lugar necesariamente, es preciso que hayan
tenido lugar porque han estado "determinados según condiciones generales de la
experiencia" (Kant, KrV A 2 1 8, 1 9 56: 266) , es decir, porque una o múltiples causas
los han precedido, sin que cupiera ninguna otra posibilidad que la de su producción
y por tanto su existencia. Según eso, la guerra de Stalingrado habría tenido lugar de
modo inevitable. Y además, dada la implicación de unos fenómenos con otros, se
habría producido necesariamente tal como se produjo, sin que fuera posible otro su
resultado ni otro su proceso, sus terribles avatares, etc.

Según las teorías del determinismo radical, que no han faltado desde la
antigüedad hasta el día de hoy (cf. Kuhlen y cols., 1 972: 2, 1 50-1 57; Fried, 2004:
1 1 1 - 13 1 ; Geyer, 2004: 134-139; Volker, 2004: 1 40- 1 42), la batalla de Stalingrado se
habría producido con la misma necesidad con que caen las hojas de los árboles,
amanece a diario o un cuerpo que choca con otro produce este efecto determinado
y concreto.

Sin embargo, tal determinismo no es sin más compartido, tampoco por quien
esto escribe, porque está en contradicción con varias convicciones fundamentales,
que tienen incluso quienes defienden el determinismo: a) el enjuiciamiento moral,
que considera que los acontecimientos son, en todo o en parte, buenos o malos. Tal
juicio carece de sentido en la medida en que los acontecimientos están determinados
y no pueden ser de otro modo de como son; b) los juicios valorativos, según los
cuales los acontecimientos están bien logrados o no, instando con ello a que se
logren mejor; e) la amplitud del concepto de posib ilidad, que incluye no sólo lo
que va a ocurrir necesariamente - sin que haya ocurrido aún - sino lo que puede
ocurrir, sin que sea necesario que ocurra; d) la responsabilidad, propia o ajena, así
como la libertad que aquella presupone. No cabe pedir responsabilidad a nadie, si
todo está determinado. E igualmente, no tiene sentido alguno hablar de libertad en
tal supuesto (cf. Berlín, 2003: 25 y ss.).

Pero ¿ hay otro tipo de necesidad en la historia? En primer lugar cabe aplicar
aquí lo dicho por T. de Aquino: "No hay nada tan contingente que no tenga en sí
algo necesario" (Summa Theologiae I, 86, 3). Esto se puede aplicar en cuanto que 1 .0
todo ente, también el contingente, está necesariamente sujeto al principio de
no-contradicción en el sentido de que si es contingente, es imposible que no sea
contingente, lo cual supone que está poseído por una férrea necesidad; 2 . 0 tiene,
para ser lo que es, que poseer una estructura, ser esto y no ser otra cosa, estar pues
determinado e individualizado; 3 . o como todo ser y modo de ser, cualquier ente,
aunque no exista necesariamente, tiende sin embargo necesariamente a perseverar en su

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ser, porque ello viene exigido por su naturaleza.

Aquí preguntamos, s1n embargo, por algo que es específico de los


acontecimientos históricos. Y también es preciso tener en cuenta que estos tienen


algo de necesario bajo aspectos diferentes: a) este o aquel acontecimiento pudo no
haber tenido lugar, tal vez todos, en cuanto que son contingentes y dependen de una
voluntad libre, pero es necesario que haya historia; el hombre tiene que hacer
forzosamente historia, para poder vivir, al igual que tiene forzosamente que ser libre
para vivir con sentido. Por tanto es necesario que se produzcan acontecimientos
históricos, si no unos, otros; b) dada la conexión de unos fenómenos con otros es
difícil pensar que no exista de antemano al menos una predisposición objetiva a que
se produzcan unos acontecimientos y no otros; e) cuando ya la conexión de factores
ha llegado a un punto tal que está a punto de producirse un efecto determinado, es
muy difícil que éste se evite; "las cosas siguen su curso" se dice sabiamente en el
lenguaje corriente; d) cuando ya el efecto comienza a producirse o está en marcha, es
punto menos que imposible que se interrumpa. ¿Quién hubiera podido impedir la
Segunda Guerra Mundial, una vez iniciada?

Más concretamente interesa saber qué tipo de necesidad ejerce el pasado, en


cuanto constituido y cerrado, sobre el presente. No sólo contamos con la necesidad
del pasado en cuanto propia de algo que ha existido y por tanto ya no cabe pensar en
ello como si no hubiera existido. El pasado es además necesario en la medida en que
se proyecta sobre el presente y lo determina. Es obvio que el pasado está en nosotros
de forma irreversible: el lenguaje del pasado es ineludiblemente nuestro lenguaje, y
análogamente cabe decir otro tanto de formas de vida, mentalidad, estructura de
pensamiento, educación, etc. Nos han educado y por tanto se nos ha orientado en
una o múltiples direcciones. ¿Y qué decir de todo lo que es naturaleza en sentido
estricto: estructura somática o conformación psicológica? Lo que es pura naturaleza: lo
biológico, somático o psicológico en su fase de predisposición es un factor que
condiciona siempre de modo necesario. Es así comprensible que recientemente se
haya querido aplicar el determinismo neurológico al campo de la historia (cf. Fried,
2004: 1 1 1 y ss.). Los factores puramente naturales son diferentes de los que son
propios de la historia, porque entendemos que en el pasado histórico ha intervenido,
en mayor o menor medida, la libertad. Pero una vez que lo histórico es ya un
resultado ultimado y cerrado sobre sí, está y actúa en nosotros de forma necesaria.

La frase de Ortega: "El hombre no tiene naturaleza, sino que tiene [ . . . ] historia"
(OC, VI, 1 973: 4 1) se podría, a primera vista, entender como una simple
contraposición entre la naturaleza y la historia dada esa contraposición sintáctica.
Pero no es así, a tenor de lo que añade: "Lo que la naturaleza es a las cosas es la
historia - como res gestae - al hombre" (l. c.) . Por historia entiende aquí Ortega el
pasado histórico. De ahí que afirme poco más adelante:

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no puede aclararse el ayer sin el anteayer y así sucesivamente. La historia es un


sistema, el sistema de las experiencias humanas que forman una cadena inexorable
y única (Ortega y Gasset, 1 973: VI, 43).

Pero hay dos cuestiones que Ortega no adara: en primer lugar, cómo es que
estamos determinados por el pasado, puesto que el hombre "verá en su propio e
instantáneo hoy, actuando y viviente, el escorzo de todo el pasado humano [ . . . ] . El
pasado es el momento de identidad en el hombre, lo que tiene de cosa, lo inexorable
y fatal" (1. c., 39). Y por otra parte "haber sido algo es la fuerza que más
automáticamente impide serlo" (1. c., 37). Luego no estamos determinados por el
pasado, o mejor: el pasado nos determina a no ser pasado, nos determina, cabe decir,
a la indeterminación. Las dos clases de determinación serían en todo caso muy
diferentes. La segunda cuestión que parece quedar en el aire es cómo aprovecha el
hombre el pasado para hacer con él un proyecto de futuro. Con frecuencia habla
Ortega de que el hombre dispone de un conjunto de posibilidades y en ello tiene su
papel el pasado. ¿Pero cómo?

4.2.2. El pasado como conjunto de posibilidades en razón de la libertad

El pasado está sin duda presente y actuante en nosotros, y en mayor o menor


medida nos determina. Somos lo que somos en razón de nuestro pasado. Esto no
es una afirmación vacía. A poco que reflexionemos nos percatamos de que sin el
pasado no seríamos nada. Asumir esto no tiene nada que ver con una posición
ideológica. Es por el contrario una cuestión ontológica la que está en juego. Si nos
imaginamos que se ha borrado por completo el pasado percibimos al momento que
el presente no existiría tampoco. Sin el pasado dejaría de existir tanto el presente
temporal como el presente histórico. Por consiguiente tampoco tendríamos
posibilidad alguna de actuar.

Y sin embargo sabemos igualmente que podemos decidir libremente. No sólo


podemos; tenemos que decidir así. Esta situación constitutiva es paradójica. Pues si
somos libres parece contradictorio que no nos quede más remedio que serlo, porque
esto último nos lleva en buena lógica a negar automáticamente el hecho mismo de
la libertad. El pensamiento contemporáneo, que tanto se ha prodigado en la
afirmación y proclamación de la libertad, ha insistido en que ese fenómeno tiene
carácter de ineludible necesidad. Sartre y Ortega, tan diferentes por lo demás entre sí,
expresan esta firme convicción. Sartre extrema la paradoja a que nos referimos al
negar todo determinismo y afirmar sin solución de continuidad que el hombre está
condenado a ser libre:

El hombre está abandonado porque no encuentra ni en sí ni fuera de sí una


posibilidad a que aferrarse. No encuentra ante todo excusas. Si en efecto la

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• •

existencia precede a la esencia, no se podrá jamás explicar por referencia a una


naturaleza humana dada y fija; dicho de otro modo, no hay determinismo, el
hombre es libre, el hombre es libertad . . . Estamos solos, sin excusas. Es lo que
expresaré al decir que el hombre está condenado a ser libre (Sartre, 2002: 42 y ss.;
cf. 1943: 5 6 1 y ss.).

Ortega no es menos contundente al afirmar: "soy por fuerza libre, lo soy quiera
o no" (OC, VI, 1 973: 34). Pero al margen del tono patético que puede haber, sobre
todo en el posicionamiento de Sartre, la vinculación de la libertad con la necesidad
no es un tema nuevo. Lo encontramos en Hegel, entre otros, en un lugar tan
significativo como aquel en que con cierta solemnidad declara la importancia central
de la libertad en el proceso de la historia:

La historia universal es el progreso en la conciencia de la libertad, - un


progreso que nosotros hemos de conocer en su necesidad (Hegel, 1955: 63).

En esta cuestión de la relación entre libertad y necesidad no entramos


propiamente, aunque sí la estamos rozando, en cuanto que el pasado histórico es lo
que es de forma inamovible, necesaria por tanto, y a partir de ahí el hombre se ve
precisado a elegir una determinada forma de ser y de vivir, de construir su propio
futuro: el hombre en general, por tanto también los sujetos de la historia, sean
pueblos, estados o individuos. El futuro no está hecho de antemano, es preciso
hacerlo. Quienes defienden el determinismo tienen que distinguir, en cualquier caso,
entre fenómenos naturales - que se producen sin la intervención humana- y los
fenómenos históricos, en los que ésta es necesaria. Los primeros son en sí mismos,
predecibles, con independencia de que se hayan llegado a desarrollar los medios
adecuados para realizar la predicción; los segundos no son predecibles, porque en
razón de la libertad, que de una u otra forma se da por supuesta, los resultados
pueden ser unos u otros.

Que el pasado está vivo y actuante en el presente significa que adquiere en éste
una configuración determinada. Es así y no de otro modo. Pero esto, el hecho de
que tenga una configuración determinada no significa que implique un
determinismo, que lo que a partir de ahora ocurra, tenga que suceder necesariamen­
te, que esté determinado de antemano. Ante la configuración o las configuraciones
determinadas que ofrece el pasado, el sujeto de la historia en sus diferentes modos
concretos: individuos, estados, naciones o pueblos encuentra un ser pro-puesto. Ese ser
está pro-puesto, en cuanto que el sujeto se distancia de él y es libre así frente al
mismo, sabiendo que, por más importante y condicionante que sea lo que el pasado
le presenta, él, en tanto que sujeto, es otra cosa, posee una mismidad inalienable y en
su virtud es libre y autónomo frente a ello.

Esta actitud constitutiva del sujeto ante el pasado hace que éste no simplemente

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sea de un modo determinado, posea esa o aquella configuración, sino que, al aparecer
ante él en cuanto sujeto libre, se abra ante el mismo como un conjunto de
posibilidades. Estas posibilidades no están pues simplemente ahí, de antemano, sino
que son o se constituyen como tales en virtud de que el sujeto se sitúa ante el
pasado y se propone obrar a partir de él. Es entonces cuando el pasado no
simplemente pone a disposición del sujeto una serie de elementos o datos que están
ya, como tales, definitivamente fijados. Ofrece además posibilidades en cuanto que
el sujeto le interroga de una determinada forma y por tanto no se deja llevar ni por
lo que el pasado ya es ni tampoco por lo que él mismo es. Así pues, las
posibilidades no están ahí de antemano; aparecen en tanto que el sujeto es libre y se
sabe y se afirma como un sí mismo.

El pasado se abre en el presente como un conjunto de posibilidades, en cuanto


que el sujeto no simplemente se ve precisado a seguir viviendo, a perseverar en su
ser - esto se presupone-; no sólo en cuanto que crece y se desarrolla - esto
también lo hacen las plantas-; no sólo en cuanto que escoge instintivamente lo que
más le conviene en cada momento - esto lo saben hacer muy bien, mejor incluso,
los animales-, sino en cuanto que tiene que deliberar y decidir sobre su propio
modo de ser o sobre su forma de vida.

Lo que hace pues que el pasado represente un conjunto de posibilidades es el


sujeto mismo en el acto de afirmarse a sí mismo frente a aquél y de ser así libre
ante él mediante la actitud de convertirlo en fuente de recursos en orden a decidir
sobre lo que debe ser su futuro. Lo que con todo esto pretendemos expresar
quisiéramos aclararlo introduciendo alguna matización en un texto de Ortega. Acaba
de afirmar Ortega que "el programa vital es el yo de cada hombre, el cual ha
elegido entre diversas posibilidades de ser que en cada instante se abren ante él"
(1 973: VI, 34). Y añade a continuación:

Sobre estas posibilidades de ser importa decir lo siguiente:

l .0 Que tampoco me son regaladas, sino que tengo que inventármelas, sea
originalmente, sea por recepción de los demás hombres, incluso en el ámbito de
mi vida. Invento proyectos de hacer y de ser en vista de las circunstancias. Esto es
lo único que encuentro y que me es dado: la circunstancia. Se olvida demasiado
que el hombre es imposible sin imaginación, sin la capacidad de inventarse una
figura de vida, de "idear" el personaje que va a ser. El hombre es novelista de sí
mismo, original o plagiario.

2. 0 Entre esas posibilidades tengo que elegir. Por tanto, soy libre. Pero,
entiéndase bien, soy por fuerza libre, lo soy quiera o no. La libertad no es una
actividad que ejercita un ente, el cual aparte y antes de ejecutarla tiene un ser fijo.
Ser libre quiere decir carecer de identidad constitutiva, no estar adscrito a un ser

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determinado, poder ser otro del que se era y no poder mostrarse de una vez y
para siempre en ningún ser determinado. Lo único que hay de ser fijo y estable
en el ser libre es la constitutiva inestabilidad (Ortega y Gasset, 1 973: VI, 34).

Las consideraciones que cabe hacer en relación con el tema que nos ocupa y
más concretamente respecto de las posibilidades con las que el hombre necesita
construir su futuro son las siguientes. En primer lugar, Ortega opera a la hora de
considerar y evaluar el proceso histórico, con el modelo de una radical
discontinuidad. El pasado determina, no para construir desde él y sobre él el futuro,
sino para impedir que se vaya a repetir, ni siquiera estructuralmente, lo que ya se
hizo o simplemente aconteció. Es una especie de teología negativa aplicada a este
campo, en el sentido de que sabemos que el futuro no será nada de lo que ha sido
el pasado, porque inexorablemente el hombre evita ser lo que fue (1. c., 40) .

Esta tesis de Ortega supone otra que está implícita en ella, la de que futuro es
equivalente a novedad total. Pero en este caso resulta difícil de explicar una de las
tesis fundamentales de Ortega - ya mencionada-, la de que "la historia es un
sistema - el sistema de las experiencias humanas que forman una cadena inexorable
y única'' (1. c., 43). Pues lo que respecto del presente es futuro, en algún momento
llegará a ser pasado y por tanto formará, con el resto del pasado, parte de esa
"cadena inexorable"; es decir, estará determinado por todo el proceso anterior y en
estricta continuidad con él.

La única forma de eludir esta consecuencia sería distinguir entre la actitud


subjetiva que, frente al futuro que desconoce, se ve precisada a inventarlo y el
proceso objetivo que se desencadena a partir de la acción del sujeto, que no tiene por
qué obedecer al programa que el sujeto ha trazado. Pero esto es menos convincente
aún por dos razones: porque la programación carecería de sentido y porque la
realización del futuro se vendría a encontrar con lo que es la realidad del pasado. Es
decir, no se podría eludir la continuidad de pasado, presente y futuro por grandes
que sean las discontinuidades a lo largo del proceso. Es lo que en realidad acontece a
tenor de lo que hemos expuesto con anterioridad. Por poca y escasa que sea la
analogía entre la identidad o continuidad personal y la historia, se descubrirán
también en este caso una serie de conexiones entre los diferentes estadios históricos.
Lo que sí hace explicable lo que dice Ortega sobre la necesidad de inventar el futuro
es que esto lo escribe en una época de cambios en la que al parecer urgía divisar
una nueva tierra en el horizonte. Al fin, la historia ejerce su dictado sobre nosotros,
justo porque es la misma siempre, aunque nunca sea igual. Pero esa estructura de
rigurosa continuidad es la que nos permite extraer, del pasado, posibilidades con que
construir el futuro.

4.2.3 . Lo posible y lo imposible en la historia

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Ante la historia tenemos una doble certeza: a) que muchas cosas, que son posibles en
un tiempo determinado, no lo son en otro. La imprenta, que abre al hombre
posibilidades inéditas de expresión, de comunicación, etc. probablemente no fue
posible antes de que Gutenberg la inventase. El descubrimiento y la liberación de
la energía atómica le abren al hombre de par en par las puertas a muchas cosas,
antes impensadas e impensables. Tal vez ese descubrimiento fue posible antes, pero
con seguridad no lo fue en la larguísima época de las dinastías egipcias. Lo que hoy
es ya posible tendemos a pensar que fue imposible antes. b) No sólo eso.
Determinadas formas de vida, que fueron habituales durante un tiempo, durante
• •

siglos incluso, dejan de ser habituales en un momento dado; dejan de tener vigencia
y, como consecuencia, no son ya posibles, por ejemplo, en nuestra cultura occidental
de hoy, utilizar un arado romano, ir al mercado a lomos de caballería, etc. Todo eso,
y tantas otras cosas más, se pueden recuperar, pero no de forma auténtica, como
elemento integrante de una forma de vida, sino a lo sumo como reliquia del pasado.
Como los cambios no son simultáneos en los diferentes países y culturas, lo que en
algunos ha desaparecido puede en otros seguir existiendo aún.

Toda esa sucesión de posibilidades e imposibilidades tiene sin duda un límite,


porque el hombre es limitado por naturaleza. Lo que sin embargo nos muestra la
experiencia, la historia misma, es que su limitación es indeterminada, en cuanto que
no se sabe con exactitud dónde está el techo de sus posibilidades. Tampoco se
conocen de antemano las consecuencias que tiene o puede tener la transgresión de
determinados límites. En el ámbito humano en general, la lectura de los "trágicos"
da mucho que pensar. Las calamidades que sobrevienen en la Antígena de Sófocles se
deben a que se infringen, sobre todo por parte de Creonte, las normas de las
"'

prudencia (cf. Alvarez Gómez, 200 1 : 5 y ss.). En el ámbito más específico de la


historia, la transgresión de determinados límites produce con frecuencia efectos muy
negativos: verdaderos fracasos y retrocesos en lo que podemos considerar como
momento esencial del sentido de la historia: la libertad, que implica felicidad y
bienestar. Más aún, determinados efectos negativos, trágicos incluso, son irreversibles,
durante un tiempo al menos, mientras no desaparezca la causa que los produce, como
por ejemplo los accidentes de tráfico o el deterioro del medio ambiente.

En el curso de los acontecimientos influye por supuesto la conciencia de las


posibilidades y la actuación en consecuencia. Pero influye también la falsa conciencia
de lo que es de suyo imposible, a lo que sin embargo se considera como posible sin
más y hasta como fácil de conseguir, cuando existe el intento obstinado de lograrlo
contra toda esperanza y todo sentido. Uno de esos casos pudo ser la decisión de
Hitler de atacar Polonia, provocando la Segunda Guerra Mundial. Influye igualmente
la ausencia de toda conciencia respecto de lo que es y de lo que no es posible.

Lo posible y lo imposible tienen pues en la historia su anverso y su reverso. Son

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en muchos casos conceptos paradójicos. Hay cosas imposibles que, aun teniendo una
conciencia al menos vaga de que lo son, son apetecidas. Más aún, del hecho de que
sea así y en un momento dado se apunte demasiado alto, depende también que se
vayan superando límites, aparte de que no siempre cosas que aparecen como
imposibles lo son en realidad. Y respecto de lo posible, no siempre lo que aparece como
tal lo es en realidad: por desconocimiento, por frivolidad, por hybris o por pura y
simple necedad, que es según parece parte del destino humano:
El interior del necio es un vaso roto,
. . . .
que no retiene n1ngun conoc1m1ento . . .
,

El relato del necio es como un fardo en el camino ...


Como casa en ruinas, así la sabiduría del necio,
el conocimiento del tonto, palabras incoherentes
cadenas en los pies, es la educación para el mentecato,
como esposas en su mano derecha

(Eclesiástico, 2 1 , 14. 16, 1 8- 1 9).

Que los necios j uegan un papel funesto en la historia se habrá, supongo,


pensado, dicho y estudiado en más de una ocasión. En todo caso es innegable.
Cuando se habla del mal en la historia se suele retrotraer el problema a la
providencia, porque estamos ante el mysterium iniquitatis, sobre el que sólo puede
p ronunciarse una inteligencia infinita. Esto puede proporcionar alivio y consuelo.
En cambio, cuando se trata del mal que causan los necios, el asunto es mucho más
grave, porque es un mal evitable. Basta con no darles competencias para que hagan
y deshagan, basta con negarles el poder. La raíz del mal está en que el necio, al no
tener capacidad de discernimiento, no distingue entre lo posible y lo imposible; y
más concretamente, tiende sobre todo a considerar como posible y hacedero lo que
es imposible. El desastre es proporcional a la importancia de los asuntos que se le
confían y no hay forma de evitarlo porque el necio no tiene conciencia de su
limitación - por eso fundamentalmente es necio - y tiende a ejercer poder y
hacerse notar en la acción, porque internamente está totalmente vacío. Goethe,
maestro insuperable a la hora de encontrar fórmulas que expresan la intuición y
la cordura, da en este punto con una sentencia que difícilmente podría ser más
contundente y acertada a la vez. Lo propio del necio es que "presenta su perfecta
necedad como un todo perfecto" ( Goethe, 1 96 9 : 1 67). Con lo cual, cabe decir, no
queda resquicio alguno para poder soportarle.

Un enigma es por qué los pueblos, al igual que en tantísimos casos los
individuos, caminan obstinadamente y a sabiendas, hacia su ruina, como si no lo
pudieran evitar, cuando en realidad sí pueden. En otros casos, la decadencia se
produce de modo inevitable, cuando un pueblo o una cultura han dado ya de sí
todo lo que podían, si no absolutamente, sí en algún aspecto de la capacidad
creadora o de la eficacia en general. Hoy no resultan aceptables las explicaciones de
Spengler por su carácter biologista y fatal:

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Una cultura nace cuando un alma grande despierta de su estado anímico y

se desprende del eterno infantilismo humano, cuando una forma surge de lo


informe, cuando lo limitado y transitorio emerge de lo ilimitado y perdurable.
Florece entonces sobre el suelo de un paisaje perfectamente delimitable, al que
permanece unida como una planta. Una cultura muere cuando esa alma ha
realizado la suma completa de sus posibilidades en la figura de los pueblos,
lenguas, doctrinas de fe, artes, estados, ciencias y retorna con ello de nuevo al
alma primitiva [ . . . ] .

Éste es el sentido de todas las decadencias en la historia: cumplimiento

(Vollendung) interior y exterior, acabamiento que inevitablemente sobreviene a


toda cultura viva . . . toda cultura recorre los mismos estadios que el hombre
individual. Cada una de ellas tiene su niñez, su juventud, su virilidad, su vejez
(Spengler, 1 972: I, 1 43 y s. [trad., I, 2 1 8 y s.]).

La obra de Spengler fue una de las más leídas desde su aparición, en 1 9 1 8, hasta
al menos el final de la vida de su autor ( 1 936) y en cambio hoy es raro verla citada,
excepto cuando es cosa obligada porque se hace un balance historiográfico de las
diferentes teorías y concepciones de la historia. En su momento tuvo un éxito
extraordinario: "Este libro erudito y difícil estuvo de la noche a la mañana en b oca de
• •

todos, en poco tiempo fue objeto de muchísimas recensiones y pronunctamtentos y


se vendieron decenas de miles de ejemplares" (Nolte, 1 992: 2 1 5).

Las razones de que el interés por esta obra se haya poco menos que esfumado son,
entre otras, por una parte, el hecho de que considera a la raza como sujeto
prioritario de la historia, lo cual después de la trágica experiencia del
nacionalsocialismo y de la Segunda Guerra Mundial consiguiente provoca un
instintivo rechazo. Bien es cierto que hay quien hoy sustituye raza por etnia, que
viene a significar lo mismo. Sin embargo, las palabras tienen a veces un peso
inamovible. Por otra parte, la concepción de Spengler es declaradamente irracional y
relativista, hasta el punto de no concederles ningún valor a conceptos tan
fundamentales como verdad y justicia.

La historia universal es el juicio universal: ha conferido siempre el derecho a la


vida más fuerte, más plena, más segura de sí misma; es decir, derecho a la
existencia, sin importarle que ello sea justo para la conciencia; siempre ha sacri­
ficado la verdad y la justicia al poder, a la raza; y siempre ha condenado a
muerte a los hombres y a los pueblos, para quienes la verdad era más
importante que la acción y la justicia más esencial que el poder. Así termina el
espectáculo de una gran cultura, ese mundo maravilloso de deidades, artes, ideas,
batallas, ciudades, reasumiendo los hechos primordiales de la eterna sangre, que es
idéntica a las fluctuaciones cósmicas en sus eternos ciclos. La conciencia vigi-

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lante, clara, rica en figuras múltiples, se sumerge de nuevo en el silencioso


servicio de la existencia, como nos enseñan las épocas del imperialismo chino y

romano (Spengler, 1972: I, 1 1 94 [trad., II, 779] ).

La idea no es del todo original. La frase con que empieza el texto la enuncia,
como es bien sabido, Hegel. Pero por más analogías que se quieran establecer, la
concepción de ambos es diferente, como se encarga de poner de manifiesto el mismo
Spengler, cuyos inspiradores son Goethe y Nietzsche, a quienes a su vez interpreta de
forma muy unilateral. Hegel dista de tener una concepción biologista y, aunque
también opina que las culturas - espíritus de los pueblos - se suceden unas a otras,
ello no significa que desaparezcan simplemente, ya que quedan integradas en el
conjunto de la historia. Quedan superadas, es decir, reasumidas en un contexto
nuevo, en el que continúan estando presentes y siendo eficaces. Esto es más acorde
con la realidad. Las culturas, formas de vida, etc. tienen sus ciclos pero también es
cierto que los sujetos de las mismas, pueblos o naciones, se renuevan y terminan por
reaparecer o "reproducirse" en otras.

¿Dónde radica el juego de posibilidades e imposibilidades que acompañan el curso


de la historia? Por el carácter representacional y objetivante de nuestra mente
tendemos a pensar que están ahí como algo dado frente a la historia, cuando en
realidad no son algo distinto de la historia misma. Incluso aquí se puede producir
una cierta objetivación indebida, como si la historia, con el conjunto de posibilidades
e imposibilidades, fuera un objeto que tenemos enfrente, siendo así que ni lo uno ni
lo otro es separable de nosotros. Es la historia, somos nosotros quienes vamos des­
velando, haciendo aflorar, la complicada serie de lo posible y lo imposible.

4.2.4. Carácter contingente de lo posible que llega a existir

De las diferentes clases de lo posible podemos mencionar, para situar el problema, las
siguientes: a) lo posible como ente en potencia, en cuanto que posee en sí la tendencia
y la fuerza necesaria para llegar a ser, si se cumplen las condiciones que se requieren
para ello o no hay nada que lo obstaculice, por ejemplo un grano de trigo o una
bellota sólo pueden transformarse en planta bajo determinadas condiciones, si bien
tienen la tendencia a ello. b) Lo que puede existir y necesariamente existirá en un
momento dado. Un volcán por ejemplo entra en erupción en un momento preciso
de forma inevitable debido a la concatenación de causas y efectos, sin que haya nada
que lo pueda evitar. e) Posible es también lo que entendemos que puede tanto ser
como no ser. Uno puede tanto levantarse como permanecer sentado; ir al teatro o
quedarse en casa. En relación con la historia la mayoría de los acontecimientos no
estaban predeterminados antes de existir, podían tanto existir como no existir. Son por
ello posibles contingentes, es decir, posibles que pueden tanto realizarse como no
realizarse.

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Una vez que se realizan, ¿cuál es su carácter? Por una parte, lo que se ha
realizado, no es posible que no se haya realizado, además de formar parte del conjunto
de la realidad de modo necesario, puesto que es contradictorio pensar la historia o
hablar de historia sin tener en cuenta los hechos históricos. Sin embargo en un cierto
sentido sigue teniendo carácter contingente en cuanto que, si antes de existir era un
posible contingente, porque no era necesario al conjunto de los fenómenos, tampoco
sera en mismo necesano, una vez que ya existe, aunque su existencia nece-
, ,
. . . . .

SI

sariamente implique consecuencias. Como algo real que ya existe es una pieza de la
realidad histórica, que sin ello no sería la misma. Sin embargo sin ello la historia
sería igualmente historia y en ese sentido el fenómeno en cuestión es prescindible. Es,
pero podría no ser, puesto que pudo no haber sido. Es el aspecto que se puede
asumir de la afirmación de Kierkegaard: "Lo real efectivo no es más necesario que lo
posible" ( 1 959: 89) .

Lo imprescindible y necesario es la historia misma, en cuanto que el hombre es


constitutivamente histórico. Por otra parte, la praxis procede de este modo,
refiriéndose a acontecimientos concretos como rigurosamente históricos. La catedral de
Salamanca se construyó y nadie duda de que pudo no haberse construido, al igual
que sin ella la historia seguirá siendo historia. A nosotros, moradores de esta ciudad,
nos parece importantísima la catedral y muchísimas otras cosas, tanto que las
asociamos a la ciudad misma. Pero tampoco podríamos negar que respecto de la
historia como tal no pasan de ser efímeras. Por más importantes que a nosotros
nos parezcan, la mayoría de la gente en el mundo no tiene siquiera noción de su
• •

eXIstencia.

El problema no se centra en el carácter efímero de lo histórico, que lo tiene


siempre, aunque se trate de fenómenos muy importantes o muy duraderos. En el
poema "una brújula" nos recuerda Borges:

Todas las cosas son palabras del


idioma en que Alguien o Algo noche y día,
escribe esa infinita algarabía
que es la historia del mundo. En su tropel

pasan Cartago y Roma, yo, tú, él,


mi vida que no entiendo, esta agonía
de ser enigma, azar, criptografía
y toda la discordia de Babel.

Detrás del hombre hay lo que no se nombra,


hoy he sentido gravitar su sombra
en esta aguja azul, lúcida y leve,

que hacia el confín de un mar tiende su empeño,


con algo de reloj visto en un sueño
y algo de ave dormida que se mueve

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(Borges, 2005: 875).

Como en todo poema genial se dicen otras muchas cosas. Aquí sólo lo citamos
para aludir al carácter efímero de lo histórico, algo que es recurrente en la obra de
B orges. La cuestión es, sin embargo, si lo efímero es necesario. Aunque entendemos
que los fenómenos históricos son contingentes en cuanto que cada uno de ellos
puede ser pensado como innecesario para el curso mismo de la historia, ¿qué cabe
decir si se contemplan esos mismos fenómenos en referencia al conjunto de la
historia?

4.2.5. Simultaneidad de lo necesario y de lo contingente

El tema de la conexión de lo necesario y lo contingente (o casual) es ineludible en


general y, singularmente, en el caso de la historia. Partimos de una especie de
supuesto a priori: el de que los acontecimientos históricos son contingentes y en
ese sentido, casuales, en cuanto que al igual que se dan, podían no darse.

Esto, sin embargo, no significa que la necesidad quede eliminada. Recordamos


dos afirmaciones autorizadas, cada una de ellas en su propio nivel. De Ortega
recordamos de nuevo la frase ya citada: "La historia es un sistema, el sistema de las
experiencias humanas, que forman una cadena inexorable y única" ( 1 973: VI, 43) .
Cadena inexorable y única es una metáfora que expresa de forma clara y
contundente la necesidad. La definición de Hegel no es menos expresiva: "La historia
universal es el progreso en la conciencia de la libertad - un progreso que tenemos
que conocer en su necesidad ( 1 955: 63) ; definición que es tanto más llamativa
cuanto que une dos conceptos que podrían parecer incompatibles, libertad y
necesidad.

La forma en que aquí tenemos en cuenta la necesidad del proceso histórico, de


cuyo carácter contingente acabamos de hablar, se condensa en los puntos siguientes:

l . Aunque los acontecimientos históricos sean contingentes, el hombre es

constitutivamente - por tanto necesariamente- histórico. La historia es pues


necesaria. La casualidad o contingencia se refiere a que los acontecimientos
históricos son éstos o aquéllos pudiendo haber sido otros, no a los
acontecimientos históricos en cuanto tales. Si la historia es necesaria por ser
constitutiva, la existencia de acontecimientos determinados, los que de hecho
hay y se producen, concretan esa necesidad y en tal sentido están
vinculados a ella y son expresión de la misma. Es paradójico o dialéctico, pero
es así. La concreción es necesaria y no hay otra. (Sobre la conjunción de
,.

posibilidad, contingencia y necesidad según Hegel, cf. Alvarez Gómez, 1 997).

2. La necesidad se da también en un sentido elemental, casi intuitivo y

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absolutamente real. La historia, con toda su complejidad, gravita sobre nosotros


de forma ineludible. A partir de ahí podemos hacer estos o aquellos proyectos
libremente. Pero siempre serán proyectos a partir de lo que hay, que está
determinado en concreto y es ya - hic et nunc - imposible que lo esté de otro
modo. Querer este o aquel proyecto y realizarlo sólo puede acontecer sobre la
base de lo que nos es posible a partir de lo que hay También esto es ineludible,
necesario. Uno puede elegir entre andar por un camino o por otro, puede hacer
"camino al andar"; lo que no puede hacer es inventar el suelo sobre el que

camma.

3 . Contingencia y necesidad se dan también conjuntamente, bajo aspectos


distintos, en el sentido expuesto por Aristóteles. Es accidental - en su
significado de casual o contingente - que alguien cavando encuentre un tesoro,
o llegar a Egina, a donde no tenía intención de ir, "arrojado allí por una
tempestad" (Met. V, 30, 1 025 a, 1 5-30). Pero de todo eso ha de existir una
causa (Met. VI, 3, 1 027 a 3 1 -32) y si, en la búsqueda de la misma, "uno se
remonta a lo ya sucedido; esto (lo sucedido) está ya presente en algo; por
consiguiente, todas las cosas futuras serán por necesidad" (Met. VI, 3, 1 027 vv.
6-8; sobre el significado profundo de lo accidental y su articulación perfecta
en la doctrina aristotélica del ser, cf. Weiss, 1 967: 1 54-192). De cosas accidentales
o contingentes estamos rodeados en la vida y en la historia. Proponiéndonos
hacer una cosa, hemos llegado a un resultado inesperado. O en términos más
generales: proponiéndose el hombre modular los acontecimientos, se encuentra
de forma inesperada ante hechos con los que no contaba y que trastocan todos
sus planes, lo cual ni siquiera significa que el resultado sea negativo respecto de
lo que él mismo se había propuesto. Pero si uno se pregunta por la causa e
intenta retrotraerse al origen de lo acontecido, tendrá que reconocer que lo
meramente causal no existe.

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Re exión inal sobre


la relación entre historia
y ststema

.....,. a referencia al sistema viene de la mano de las categorías que hemos venido
exponiendo, en cuanto que implican una unidad básica en que se apoyan y se
explicitan. Por otra parte la historicidad, que

no es la sucesión de acontecimientos, sino la importancia de los mismos para el


desarrollo de la conciencia humana (Siep, 200 1 : 9 1 ) .

parece suponer que los conceptos a priori, presuntamente válidos de una vez por
todas, son incompatibles con un desarrollo temporal y, sobre todo, histórico, en
cuanto que tal desarrollo va unido a una modificación del modo de pensar en
..

general, por supuesto también en relación con la historia. Este es un problema de


difícil solución en la concepción de Hegel, como lo acreditan ciertos intentos
recientes en la línea bien de flexibilizar el carácter permanente del sistema mediante
la crítica de todo presupuesto ontológico o metafísico, fundada en la idea de que la
sistematización se ha de corregir conforme al discurso de lo social ( cf. Pinkard, 200 1 :
95 y ss.) o las exigencias de la cultura correspondiente (Stekeler-Weithofer, 200 1 ; 1 4
y ss.). Aquí no planteamos la cuestión en relación con Hegel mismo, aunque para
un tratamiento a fondo de todo lo que tiene que ver con lo sistemático, la
referencia a su obra es ineludible. Nos limitamos a hacer una breve reflexión al hilo
de lo que significa la noción elemental de sistema.

Se ha extendido el prejuicio de que el pensamiento poco o nada tiene que ver


con el sistema, porque éste encierra, estrecha y termina por ahogar a aquel, que
necesita ante todo horizontes de amplitud ilimitada y libertad de movimiento. Sin
duda, pero el horizonte del pensamiento no está simplemente ahí, sino que se abre
sólo ante la acción propia del pensar y la libertad tampoco se puede ejercer sin
normas. Por lo demás, el concepto de sistema no tiene nada que ver con el
mencionado prejuicio.

Por sistema entiendo la unidad de los diversos conocimientos bajo una idea
(Kant KrV A 832, 1 956: 748).

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¿Qué menos cabe pedir - podemos añadir nosotros-, si lo que se pretende es


conocimiento científico, que por de pronto supere lo que puede ser un conocimiento
de cosas diversas y desconectadas entre sí? Se trata, como dice el propio Kant en este
mismo contexto, no de anular el conocimiento ordinario, sino de transformarlo en
sistema, porque sólo así adquiere el rango de ciencia. Esto a su vez es tanto una tarea
como una exigencia de la razón respecto de "los actos del entendimiento" (KrV A 664,
1 956: 621). Sólo la razón puede conferir la unidad mediante la cual construye el
sistema y sólo de este modo la unidad de la razón es real y efectiva, pues lo suyo es
buscar "lo sistemático del conocimiento, es decir, la conexión del mismo a partir de
un principio" (KrV A 645, 1 956: 607) . Dicha unidad no se queda además en ese
enunciado genérico, confiere por el contrario forma y figura:

Esta unidad de la razón presupone siempre una idea, es decir la idea de la


forma de un todo del conocimiento, un todo que precede al conocimiento concreto
de las partes y que contine las condiciones para determinar a priori la posición de
cada parte, así como su relación con los demás. En consecuencia esta idea postula
la unidad completa del conocimiento del entendimiento merced a la cual este
conocimiento sea, no un agregado meramente fortuito, sino un sistema conexionado
según leyes necesarias (Kant, KrV A 645, 1 956: 607).

Esta experiencia de la razón es lógicamente algo constitutivo y por tanto


tendemos a actuar así (cf KrV A 655, 1 956: 6 1 4) , es decir, a descubrir la unidad que
subyace a los fenómenos. La convicción de Kant apenas puede ser más expresiva al
respecto. "Unidad de la razón" es tanto como "unidad del sistema'', en cuanto que se
concreta en esta:
;

esta unidad sistemática sirve a la razón [ . . . ] subjetivamente como una máxima


que extienda su aplicación más allá de todo conocimiento empírico posible
(Kant, KrV A 680, 1 956: 633) .

En síntesis y en palabras del propio Kant: "La razón humana es arquitectónica por
naturaleza, es decir, considera todos los conocimientos como pertenecientes a un posible
sistema'' (KrVA 474, 1 956: 479).

Comentando alguno de los textos que venimos citando y reduciéndolo todo


ello a una muy apretada fórmula dice Heidegger:

La razón es la facultad de ver-más-allá hacia una perspectiva, es la facultad


que forma el horizonte. De tal manera, la razón misma no es otra cosa que la
facultad del sistema y el interés de la razón está dirigido a poner de relieve la
mayor multiplicidad posible del conocimiento en la unidad más alta posible. Esta
exigencia es la esencia de la razón misma (Heidegger, 1 97 1 : 44 y s. [trad., 45]).

Nada parece ser más ajeno a la mentalidad dominante hoy que esta concepción
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de Kant, muy especialmente en lo que atañe a la reflexión, sea filosófica o no, sobre
la historia. La tarea de la razón parece haber terminado por convertirse en
legitimación de relatos a los que nada aporta y respecto de los cuales se revela como
prescindible en el fondo, pues para lo que se lleva a cabo basta con la imaginación
y, en el mejor de los casos, con los actos del entendimiento. Lo que cuenta no es la
mayor diversidad posible en la unidad más alta posible sino una simple diversidad
dentro de una unidad mínima y etérea, apenas reconocible. Así el conocimiento,
que se presentaba como filosófico, ha terminado por ser una rapsodia, lo opuesto a lo
que Kant exigía (Kr VA 832, 1 956: 748).

Los rapsodas de hoy, que incluso pretenden convertir en parte de un relato


moderno abstruso e inconsistente nada menos que la Crítica de la razón pura,
invocan, si llegan a ello, las manifestaciones de Nietzsche en contra de lo sistemático y
de la voluntad de sistema. Pero Heidegger hace notar, probablemente con toda
razón, que la renuncia al sistema según Nietzsche era en su época necesaria, "no
porque el sistema sea en sí mismo algo imposible y nulo, sino al revés, porque él es
lo más alto y esencial (Heidegger, 1 97 1 : 29 [trad., 29] ), algo que la filosofía nihilista
que en aquel momento se practicaba no era siquiera capaz de entrever.

Lo que Hegel piensa sobre el sistema está en la línea de la concepción de Kant,


que completa en algunos puntos importantes. Es por de pronto obligado mencionar
el texto, muy citado, del Prólogo a la Fenomenología del Espíritu: "La verdadera
figura en la que existe la verdad sólo puede ser el sistema científico de la misma''
( 1 9 88: 6).

Esta misma concepción la formula incorporándola a dos de la teSIS


fundamentales del propio sistema:

Que lo verdadero sólo es real y efectivo como sistema o que la sustancia es


esencialmente sujeto, está expresado en la representación que enuncia lo absoluto
como espíritu, el concepto más elevado de todos y que pertenece a la época moder­
na y a su religión (Hegel, 1 988: 1 8 y s.).

Aparte de los conceptos básicos a los que da expresión, el sistema queda


caracterizado con precisión, justamente en relación con lo que es más familiar de la
filosofía:

La ciencia de éste [lo absoluto] es esencialmente sistema, porque lo verdadero


sólo es desarrollándose dentro de sí como concreto y tomándose y reteniéndose
[todo] junto en unidad, es decir, sólo es como totalidad; y solamente mediante la
diversificación y determinación de sus distinciones puede ser la necesidad de ellos
y la libertad del todo (Hegel, 1 988: 8, 59 [trad., 1 17] ; cf. Á lvarez Gómez, 1978:
324 y s.).

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La función que tenía en Kant la unidad de la razón como raíz que se despliega
en la realización del sistema, la asume ahora en Hegel con plena propiedad el
espíritu mismo. En un fragmento de su última etapa leemos:

La filosofía del espíritu no puede ser ni empírica ni metafísica, sino que ha de


contemplar el concepto del espíritu en su desarrollo inmanente, necesario desde sí
mismo hacia un sistema de su actividad (Hegel, 1 970 y ss.: 1 1 , 524).

Esto no significa que Hegel deje de lado la propia dimensión racional, pues a la
postre la razón representa la concreción del mismo espíritu. De ahí que en nota
manuscrita dejara consignado, como una especie de programa al igual que como
tesis ya sobrentendida: "Sistema racional concepto desarrollado" (Hegel, 1 970 y ss.:
7, 79), que es tanto como decir que el sistema de la razón es el desarrollo del
concepto, y por tanto, del concepto en su grado máximo, que es el concepto del
esp1ntu.
1 •

Se puede entender, en razón de los puntos reseñados, que el planteamiento de


Hegel representa una profundización de lo enunciado por Kant. Pero hay otros
aspectos que conviene subrayar, entre los cuales me permito destacar los siguientes: l .
Hay diferentes sistemas de conocimiento que, en su proceso, representan "el
desarrollo progresivo de la verdad" (Hegel, 1 9 88: 4). Hegel se refiere a sistemas de
filosofía en los que el objeto de la reflexión es él mismo filosófico. Pero esto es
válido para todo sistema de conocimiento y también para toda aquella configuración
objetiva que, fundada de una u otra forma en el conocimiento, adquiere existencia
real. Hay muchos sistemas y muchas formas de sistema. Ha habido muchas clases de
sistemas políticos y ha existido también incluso "la sistematización del simbolismo",
como expuso A. Dempf ( 1 973: 269 y ss.), cosa que a algún puritano le puede
extrañar, porque piensa que el simbolismo elude las exigencias racionales. Sistema
hay en todo, como sistematización hay en todo lo que el hombre piensa y hace,
porque en todo ello hay razón. Lo interesante sin embargo en la afirmación antes
citada es que el sistema, lejos de ser algo cerrado que coarta el desarrollo de la
verdad, representa la forma en que ésta progresa, incluso. 2. De singular importancia
es que el carácter sistemático no se circunscribe a lo que el hombre piensa, dice o
hace y proyecta sobre la realidad, sino que la realidad misma es sistemática, lo cual
nada tiene de extraño, por cuanto la razón, raíz del sistema, "gobierna el mundo"
( 1 955: 28). En esto parece haberse visto Hegel plenamente confirmado en su etapa
de plena madurez. Ya al final, en el verano de 1 83 1 , reflexiona sobre la vida y el
mundo en general en los siguientes términos:

La esencia de la vida es, si la captamos en su verdad, un principio, una vida


orgánica del universo, un sistema viviente (Hegel, 1 970 y ss.: 17, 5 1 4).

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El mundo es un Kócr¡.o
.t <;, un sistema, en el que todo tiene relación esencial
entre sí y nada está aislado - algo ordenado en sí, donde cada cosa tiene su lugar
e interviene en el todo, subsiste mediante el todo e igualmente es activo y eficaz
para la producción, para la vida del todo (l. c., 520).

Según esto, el sistema no sólo representa el progreso de la verdad, sino que es


expresión de la belleza y del sentido. Pero lo que ahora interesa subrayar es que
sistema es tanto el conocimiento de la realidad, como la realidad; o desde lo que
ahora nos ocupa, sistema sería tanto la narración - con pretensión mínimamente
científica - de los acontecimientos históricos, como el proceso de esos mismos
acontecimientos. 3. En el texto arriba citado, en el que Hegel caracteriza de la forma
más concreta el significado de sistema, hemos visto que él vincula necesidad con
libertad (Hegel, 1 970: 8 , 59). Aparece ya esta idea en fecha temprana y tal vez la
había tomado de Schelling (cf. o. c., 2, 1 07). Comentando un texto de Sobre la
esencia de la libertad humana, en el que Schelling vuelve sobre "la conexión del
concepto de libertad con la totalidad de la concepción del mundo" (Schelling, 1 968:
282), afirma Heidegger:

La tarea de que se trata, sondear la conexión entre la libertad y el mundo en


total, es el impulso originario que lleva hacia la filosofía en general, es su
fundamento oculto [ ... ] . Con la verdad sobre el ser quiere la filosofía llegar a un
campo libre y permanece, sin embargo, atada a la necesidad del ente. La filosofía
es en sí misma un conflicto de necesidad y libertad. Y en cuanto es propio de la
filosofía, como saber supremo, saberse a sí misma, ella sacará de sí misma a la luz
ese conflicto y con ello el sistema de la libertad (Heidegger, 197 1 : 69 y ss. [trad.,
69 y s.]).

Con algún matiz podría valer esto mismo para el planteamiento de Hegel sobre
la conexión de libertad y necesidad. Sus textos, así como los de Kant, Schelling y el
mismo Heidegger podrían servir como sugerencias y apoyatura de una exposición
amplia sobre el tema de la relación entre sistema e historia, pero aquí hemos
preferido limitarnos a una breve exposición que consta sólo de los puntos siguientes:

l . El sistema aporta a la consideración de la historia la noción de totalidad


. .
respecto tanto de los acontecimientos mismos como de su 1nterpretac1on.
,

Nuestra visión más elemental de los fenómenos en general nos lleva a pensar
que están ahí en orden a algo de lo que forman parte y que contribuyen a
constituir. Nos resistimos a creer que el conjunto de los fenómenos sea caótico,
porque en tal caso no tendríamos posibilidad alguna de entenderlos. Podríamos
a lo sumo introducir desde fuera un orden que, al no tener que ver de suyo
con los fenómenos mismos, no nos posibilitaría el acceso a lo que ellos son.
Trasladando esto al ámbito de los acontecimientos históricos sabemos que,
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aunque el cuadro que nos presentan sea en extremo abigarrado y complejo, cada
uno de ellos tiene una estructura y una consistencia propias. De ahí podemos
concluir que el conjunto mismo en cuanto tal representa algo así como una
totalidad organizada. De ese presupuesto implícito partimos cuando
intentamos conocerlos. Pues siempre que conocemos ordenamos los fenómenos
de una forma determinada, es decir, los vemos bajo el prisma de totalidad a la
que pertenecen. Puede haber - hay de hecho - múltiples totalidades parciales,
pero al fin tendremos que presuponer, al menos como una especie de idea
reguladora, una totalidad que las engloba. La microhistoria supone al menos la
legitimidad de la macrohistoria que además, en la realidad, cada vez gravita
más sobre nosotros de hecho. La historia de los fragmentos remite
conceptualmente al todo del que los fragmentos forman parte.

2. La totalidad sería, sin embargo, vacía, si no se tiene en cuenta que los


fenómenos que la integran están conexionados entre sí. Respecto de los
acontecimientos históricos es algo que está a la vista. Los hechos se entrecruzan,
remiten incesantemente unos a otros, nos muestran que no existen los unos
sin los otros y que su propio ser está en correspondencia - unas veces
armónica, otras antitética- con el ser de los demás, lo cual nos hace pensar
que se da realmente una estrecha conexión de todos. Esto hace a su vez que el
conocimiento se organice bajo ese mismo supuesto y se contemplen los
acontecimientos, como previamente hemos tenido ocasión de exponer, bajo las
ideas de continuidad, conexión causal o interacción.

3 . Los dos aspectos anteriores pueden sugerir que los acontecimientos concretos
quedan diluidos en la totalidad o en la conexión con otros acontecimientos.
No debe ser así, sin embargo, porque cada uno de ellos está dotado de su
propia singularidad. Cada uno de ellos postula en consecuencia ser investigado
y conocido en lo que es en sí mismo. Está por ello plenamente justificada la
microhistoria o la historia de los fragmentos, tanto más cuanto que desde una
concepción filosófica tenemos un soporte en la visión monadológica de
Nicolás de Cusa y de Leibniz, y desde una concepción científica se han
puesto de manifiesto la riqueza insondable de lo atómico, de lo que de tan
pequeño es de suyo indivisible. Pero esto tiene una contrapartida. Lo singular
está acotado y posee un perfil propio, pero no está ni puede estar aislado. La
investigación singularizada de los acontecimientos, lejos de contemplarlos
como compartimentos separados, debe hacer posible, muy al contrario, verlos
como lo que en realidad son: puntos de vista únicos, irrepetibles e insustituibles
del universo mismo.

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