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ESTENHOUSE, LAWRENCE (1.997) Cultura y Educación. Publicaciones M.C.E.P. Sevilla (Cáp.

2: La
naturaleza de la cultura Págs. 14 a 18
LA NATURALEZA DE LA CULTURA
Al tratar de analizar la cultura, debemos partir de lo que hace y no de lo que es. La cultura sirve de medio a través
del cual las mentes humanas individuales interactúan en la comunicación. Podemos comparar esta idea de cultura
con la idea de la luz en física. Banesh Hoffmann escribe: “ Al darse cuenta de que debe haber algo que salva las
distancias entre nuestros ojos, las cosas que vemos y las lámparas que las iluminan, los griegos le dieron una
realidad objetiva y comenzaron a estudiarlo y a inventar teorías sobre ello. Cuando el científico moderno habla de
la luz, tiene presente precisamente este algo ”[1]. Sostenemos que tiene que haber un medio que salve la distancia
entre las experiencias aisladas, subjetivas, de las mentes que comunican con otras y lo identificamos con la
cultura.
Por tanto, la cultura es un campo dinámico dentro y a través del cual entran en contacto los individuos. Por decirlo
de alguna manera, está situado entre las personas que lo comparten. En cierto sentido, el hombre siempre está
solo, pero, al compartir la cultura, la soledad de uno apela al otro, que Io escucha y comprende, porque vivir en
una cultura significa ser capaz de comprender, aunque de forma parcial, la experiencia de todos los que nos
rodean. Este es el fundamento que hace posibles la simpatía y la cooperación.
Cada uno de nosotros es un yo privado, constituido por un modelo único de experiencia continua que llena el
tiempo de un momento a otro y abarca el pasado, el presente y el futuro, construyendo con ellos la unidad que
denominamos personalidad. Pero, aunque el modelo de las experiencias de uno sea único, muchos elementos de
este modelo son comunes a quienes comparten una forma de vida y un idioma. La cultura está enraizada en esas
experiencias comunes y compartidas que, por supuesto, nunca son idénticas, aunque sí apreciablemente
similares. Ninguna persona es físicamente idéntica de un año a otro; pero yo reconozco el rostro siempre
cambiante de mi amigo. De modo muy parecido, la experiencia de mi amigo y la mía tienen en común lo suficiente
para poder apreciar la semejanza. A través de la cultura común, generalizada a partir de esa semejanza, mi propia
experiencia se confirma o pone de relieve y la experiencia de otros se abre a mi simpatía.
La cultura común sirve también de fundamento para la cooperación entre las personas. Para comportarme de
forma cooperativa con respecto a alguien, tengo que poder predecir y prever sus acciones. Si quiero jugar al tenis
con él, debo partir de la base de que acepta las mismas reglas y sistema de puntuación que yo y, fundándome en
mi conocimiento de la tradición del juego, puedo incluso prever su táctica. Eso sólo puedo hacerlo si compartimos
una experiencia común del tenis, es decir, elementos de una cultura común.
Por tanto, la cultura apoya dos tipos de experiencia que son fundamentales para una comunicación y una
cooperación satisfactorias entre individuos: el reconocimiento y la previsión de los pensamientos y acciones de los
otros. La cultura nos permite percatarnos de que las experiencias subjetivas de los otros son análogas a las
nuestras y prever que las acciones de los demás se ajusten a unos principios que también aceptamos nosotros o
de los que, al menos, somos conscientes. Tenemos ideas comunes sobre el modo de sentir y de pensar de las
personas y sobre su forma de actuar.
Corno indicamos en el capítulo primero, los individuos aprenden los modelos y complejos de ideas que constituyen
la cultura y que son compartidos por el grupo.
La afirmación de que la cultura se aprende muestra de inmediato la relación entre cultura y educación. Aunque la
cultura se describe a veces como un legado social o, en expresión de Cecil Sharp, “ legado racial”, no se hereda en
el sentido ordinario. “ La sociedad precede a cualquier individuo existente "[2]. Al nacer, ingresamos en una
empresa en marcha y sólo llegamos a tener parte en sus avatares de forma madura como consecuencia de un
aprendizaje activo. Si la cultura es compleja, necesitaremos escuelas que supervisen este proceso de aprendizaje
para aseguramos de que el “legado” se transmite, en efecto, de generación en generación.
El aprendizaje es un proceso individual. Cada uno tiene que aprender por sí mismo. Pero, aunque los individuos
aprendan la cultura, ésta es, al mismo tiempo, propiedad de un grupo. Se aprende y se comparte, a la vez.
Algunos han tratado de expresar esto afirmando que la cultura es superorgá nica. Aunque se concreta en los
individuos, la mantiene el grupo, con independencia de la existencia de cualquier individuo concreto. El idioma
constituye un buen ejemplo de este aspecto de la cultura porque es, a la vez, parte de la cultura y expresión en
símbolos de la misma. Como individuos, aprendemos inglés y el inglés sólo existe en la medida en que haya
individuos que lo aprendan. Sin embargo, en un sentido real, el idioma es independiente de cualquiera de
nosotros. En consecuencia, la cultura es, a la vez, individual y social. Si esto parece un tanto paradójico, se debe
simplemente a nuestra costumbre de oponer lo individual y lo social en el razonamiento.
Como la cultura se aprende, en cierto sentido se trata de un logro psicológico que se funda en la experiencia
humana más que en objetos materiales o en modelos de conducta observados, aunque aquélla comprende a
éstos y puede inferirse a partir de ellos. Como la cultura es social, consiste en regularidades de la experiencia
psicológica entre individuos. La pauta única no es cultural, sino la recurrente, porque la cultura es compartida.
EI individuo sólo puede aprender las ideas culturales mediante el contacto con otros individuos. Su transmisión se
produce cuando las personas que viven juntas se comunican entre sí. Sobre todo, la cultura se transmite mediante
el uso de símbolos y, en especial, de los sistemas de símbolos que denominamos lenguaje. Al participar en la vida
de nuestro grupo, aprendemos nuestro idioma y la cultura que lo acompaña. El niño que aprende a hablar,
aprende al mismo tiempo las ideas presentes en su círculo familiar. Más tarde, en la escuela, el maestro lo
alimenta conscientemente con experiencias que contribuyen a su dominio del idioma y de las ideas presentes en
su sociedad; pero, incluso en la escuela, la influencia del grupo de clase tiene una importancia vital. La vida
compartida del aula es el campo abonado en el que el maestro planta sus semillas del entendimiento. Si los niños
hacen suyo lo que él tiene que ofrecerles, cumplirá efectivamente su cometido. Si lo recha zan, se enfrenta a una
dura lucha. Y “hacerlo suyo” es hacer que forme parte de su conversación y diálogo: el fundamento de la
comunicación dentro del grupo de clase.
Podemos resumir el discurso que hasta aquí hemos construido del siguiente modo: la cultura consiste en un
complejo de ideas compartidas que sirve como medio a través del cual las mentes humanas individuales interac -
túan en la comunicación. Nos permite reconocer como familiar la forma de pensar y de sentir de los demás y, por
tanto, de compartir sus sentimientos. Nos permite también predecir y, en consecuencia, prever las acciones de los
otros, por lo que podemos cooperar con ellos. Nosotros aprendemos las ideas de la cultura como individuos,
aunque no son exclusivas nuestras, sino, en cambio, compartidas con los demás. Este aprendizaje y esta
coparticipación se producen cuando cooperamos y nos comunicamos en grupos y dependen en gran medida del
idioma, con el que la cultura está íntimamente relacionada.
En consecuencia, la cultura es una cuestión de ideas, pensamientos y sentimientos. Es un fenómeno psíquico. Por
supuesto, cuando decimos esto, rechazamos el concepto de cultura material que “ comprende cosas tangibles que
han sido configuradas hasta cierto punto por el hombre –cosas, llamadas con frecuencia 'artefactos' u 'objetos
culturales', como casas, muebles, herramientas y obras de arte– ”[3]. Éstas son culturales en el sentido de que son
productos de la cultura, pero, en sí, no son cultura, porque la cultura se aprende y sólo existe en las mentes de los
hombres. Los aspectos culturales de los artefactos consisten en los valores, técnicas e información relacionados
con ellos.
No obstante, la idea de “ cultura material” puede examinarse provechosamente con más detenimiento. En esencia,
se deriva de un contexto arqueológico. Como observa Stuart Piggott, “ la reconstrucción de la prehistoria por medio
de la arqueología supone...una serie de inferencias a partir de pruebas materiales que consisten en restos
supervivientes accidentalmente de los objetos hechos o utilizados o de las estructuras construidas por las
personas del pasado”[4]. En otras palabras, inferimos parte de las formas de pensar, sentir y comportarse de las
personas a partir de los objetos materiales que crean y utilizan. Sin duda, el alcance y el horizonte de esas
inferencias es limitado, pero existe una clara relación de implicación entre los objetos materiales y la cultura que
conviene estudiar de forma algo más detallada.
La mayor parte de los objetos materiales del tipo aludido –casas, barcas, ejes, por ejemplo– constituyen pruebas
de una respuesta a una determinada oportunidad o a un reto lanzado por el medio natural. Esto indica que, en uno
de sus aspectos, la cultura es una respuesta a las condiciones de vida e insinúa lo que T. S. Eliot llama “ la
ecología de las culturas”[5]. En suma, la cultura varía con el medio natural. Al mismo tiempo, las variaciones del
medio natural no bastan para explicar todas las variaciones de la cultura. El medio impone ciertas condiciones
mínimas a las que debe acomodarse la cultura.
Pero podemos señalar otro aspecto importante cuando consideramos la cultura material. Es evidente que la
misma existencia de casas, barcas y ejes nos involucra en la transmisión de todo un conjunto de técnicas, ideas y
sentimientos asociados a estos objetos. En otras palabras, los objetos heredables pueden exigir adaptaciones de
los individuos que los utilizan. Si tenemos tractores, altos hornos y bancos, debemos sentirnos obligados a
transmitir y aprender las técnicas e ideas necesarias para su empleo eficaz. Los productos materiales de nuestra
actividad cultural sólo pueden utilizarse y adquieren significación en un contexto cultural. Este aspecto se hace
patente cuando reflexionamos en el cuadro de los bárbaros que hacen una hoguera en el suelo de mosaico de una
villa romana, equipada con equipada con un eficaz sistema de calefacción central que ellos no pueden entender ni
utilizar.
La cultura material –que supone unas respuestas tradicionales a nuestro medio ambiente y un legado de objetos
materiales cuyo uso eficaz requiere comprensión, información y técnicas– influye en la continuidad cultural.
A este respecto, los objetos materiales que tienen un contenido y un significado simbólicos, como los libros, los
cuadros y los filmes, presentan una importancia especial. Nos enfrentamos al hecho de que interactuamos con el
pasado a través de un inmenso depósito de registros escritos y de obras de arte. Estas ideas almacenadas nos
permiten entablar un diálogo entre “ lo mejor que se ha pensado y dicho” y nuestra cultura contemporánea. La
interacción con el pasado es un elemento de nuestro propio desarrollo cultural y, sin duda, una función
fundamental del sistema educativo consiste en mantener esta conversación entre el pasado y el presente.
Por tanto, la cultura debe adaptarse a las demandas del medio material y mantenerse en contacto con las ideas
conservadas del pasado. La tradición cultural debe transmitirse en los grupos sociales mediante el aprendizaje de
los individuos. En consecuencia, resulta procedente que nos preguntemos cómo se motiva el aprendizaje de la
cultura.
Los psicólogos sociales han estudiado y descrito ese proceso. La vida de cualquier grupo depende de un núcleo
de cultura común. A partir de las ideas compartidas en esta cultura, las personas elaboran un conjunto de
expectativas sobre el comportamiento de los demás y esas expectativas les sirven para regular su propia
conducta. Cualquier ruptura seria de estas expectativas perpetrada por un individuo amenaza la seguridad y la paz
mental de los demás miembros del grupo con los que interactúa. En consecuencia, el grupo acoge con aprobación
y recompensas, es decir, con sanciones positivas, la adaptación a esas expectativas y responde a las
inadaptaciones con desaprobación y castigos, o sea, sanciones negativas.
Las sanciones utilizadas por el grupo pueden ser recompensas o castigos puros, como el pago de dinero
o la violencia física, pero la expresión más habitual consiste en la aceptación o el rechazo social. Damos por
supuesto, por tanto, que nos encontramos en una situación en la que todos los miembros del grupo sienten la
necesidad de aceptación y aprobación sociales. Al percibir que la satisfacción de esta necesidad depende del
grado de adaptación a las expectativas del grupo, el individuo hace suyo, consciente o inconscientemente, el
modelo de expectativas y satisface o, al menos, tiene en cuenta esas expectativas en su conducta. Descubre que
determinadas pautas de percepción y de respuesta conducen a la estima y la aceptación sociales y que otras
llevan al oprobio y el rechazo sociales. Una situación como ésta se asemeja mucho a los modelos de aprendizaje
estudiados por los psicólogos y, mediante la experiencia de esas situaciones, el individuo adquiere los elementos
culturales.
Sin embargo, un individuo también puede aprender elementos culturales con relativa independencia de su
participación en la interacción social de un grupo. El hecho de leer a Wordsworth sólo puede interpretarse en el
sentido más artificial como la introducción del lector en el círculo social de Wordsworth, pues no experimenta las
reacciones de Wordsworth y sus amigos ante su presencia. Como la cultura se almacena en símbolos, pode mos
acceder a ella parcialmente, aunque no seamos miembros del grupo en el que se ha creado y compartido.
Ahora bien, la educación, como actividad especializada, tiene mucho que ver con este tipo de aprendizaje.
No se trata sólo de que los alumnos utilicen libros en clase. El maestro no es de por sí un amigo de sus alumnos,
sino una especie de emisario del exterior de la cultura que representa la clase. El maestro, como los libros que
utiliza, es una fuente de experiencia ajena a la del grupo al que enseña.
Él presenta al grupo determinadas ideas que éste no habría sido capaz de descubrir con facilidad por sí
mismo. En tales circunstancias, hay que hacer menos hincapié en la función del grupo corno origen de los
elementos que aprender que en persuadir al grupo para que acepte, corno si fuese suyo, el material que le
presenta un sujeto ajeno al mismo. En realidad, el problema del maestro consiste en garantizar que lo que se
aprende adquiera importancia para el grupo que lo aprende, de manera que se mantenga en el grupo mediante
sus sanciones. El grupo es importante porque mantiene los aprendizajes, no porque los inicie. El maestro trata de
enseñar a sus alumnos a que disfruten con la poesía y la comprendan. Para que su trabajo no se pierda, debe
asegurarse de que el grupo, en cuanto tal, acepte la poesía como algo con lo que se puede disfrutar y digno de
comprender. Si, en cambio, el grupo considera la poesía como mera tontería, sólo conseguirá que el niño que
demuestra su amor por la poesía reciba distintas presiones, tildándosele, quizá, de afeminado. En su cultura, no
hay sitio para la poesía y los esfuerzos del maestro serán inútiles.
La importancia de las afiliaciones de grupo en el mantenimiento de los aprendizajes se demuestra de
forma espectacular en el caso de aquellos alumnos que, habiendo alcanzado en la escuela una alfabetización
básica, más adelante vuelven a caer en el analfabetismo porque se relacionan con grupos sociales para los que
carece de importancia la alfabetización. Incluso en el mundo moderno, en el que gran parte del acervo común de
ideas puede aprenderse en los libros o de extraños, los grupos en los que participamos siguen siendo muy
importantes. La forma más fácil de mantener nuestras ideas consiste en relacionarnos con personas que piensan
de modo parecido.
Nuestros valores, ideas y formas de entender el mundo se mantienen en la interacción en grupos y están
motivados por sanciones sociales. Las proposiciones de que el mundo es redondo, de que el cielo está arriba, en
el firmamento, de que el movimiento está sometido a la inercia pueden aprenderle mediante la instrucción directa,
pero se mantienen al relacionarnos con grupos que comparten la creencia en la validez de estas proposiciones.
Del mismo modo, en último término, las técnicas de sustracción por descomposición, de la destilación del whisky o
de impresión en letra gótica las mantengan los grupos que consideran que son los mejores procedimientos. Las
interpretaciones que sugieren que una determinada ocasión permite hacer dinero, exige una vestimenta formal,
requiere que se escriba una carta o sustraer un número de otro dependen igualmente de la atmósfera de apoyo y
confirmación de un grupo.
Es evidente que la coherencia del aprendizaje de la cultura proviene de la aceptación de normas. En
cualquier grupo, las expectativas relativas a la forma de pensar, sentir y comportarse de las personas adquieren
una carga emocional que podemos describir como el sentimiento del grupo de que todos sus miembros deben
comportarse de una determinada manera. Este deber es semejante a lo que se concibe como obligación ética –
expresión tomada de la ética– y el tipo de conducta que ejerce o responde a las presiones dirigidas a inducir la
adaptación se denomina conducta “ normativa”.
De acuerdo con ello, las obligaciones o principios impuestos por las presiones sociales se han
denominado “normas”. Son, por decirlo de alguna manera, las piedras de toque mediante las que los miembros de
un grupo juzgan la conducta de los demás y los reconocen como copartícipes en el mismo.
Es posible identificar las normas o principios adscribiéndolos a grupos concretos. Sin embargo, cuando
hablamos de las normas o principios de la clase trabajadora, de los universitarios, de los futbolistas o de los
conservadores, utilizamos una especie de abreviatura. Ninguno de estos grupos es una agrupación de personas
diferente de por sí de las demás y una misma persona puede pertenecer a todas. Como dice Karl Mannheim:
En casi todas las culturas, el individuo pertenece a diversas agrupaciones. Esta múltiple participación
impide, por regla general, la preponderancia de un único atributo de la personalidad. Esto puede explicar
que la personalidad de un individuo que sólo participe en unas pocas situaciones sea más fácil de
describir que la de un hombre de mundo cuyo yo se configura en tipos más variados de relaciones,
como la familia, el club político, las amistades, el trabajo, las tertulias, las sociedades culturales, el trato
con mucha gente, etcétera[6].
Es importante concebir la cultura como un medio de gran diversidad a través del cual se establecen los
contactos sociales, en vez de considerarla como propiedad de un grupo específico concreto.
El aprendizaje de la cultura está motivado, de forma característica pero no exclusivamente, por las
sanciones. Estas sanciones se expresan como presiones en el seno de los grupos que se ejercen de acuerdo con
las normas, proporcionando así un principio dinámico de la organización del grupo. El resultado no es una mera
red de poder para el control de la conducta. El poder que se manifiesta en las presiones de grupo sirve para
establecer la coherencia de las relaciones entre hombre y hombre y para constituir una cultura estable que sirva
como fundamento de la comunicación en la vida social.

[1] Banesh Hoffmann (1963): The Strange History of the Quantum. Harmondsworth: Penguin Books (Pelican), p. 14.
[2] Carleton S. Coon (1954): The store of Man. Nueva York: Knopf, p. 5 (cit. en: Francis E. Merril – 1961 – : Society and Culture, Englewood
Cliffs, NJ, p. 114).
[3] Harry Johnson (1961): Sociology: a Systematic Introduction, Londres: Routledge & Kegan Paul, pp. 82-83.
[4] Stuart Piggot (1958): Scotland Befote History, Londres: Nelson, p. 14.
[5] T. S. Eliot (1948): Notes Towards the Definition of Culture, Londres: Faber & Faber, p. 58.
[6] Kart Mannheim (1956): Essays in the Sociology of Culture, Londres: Routledge Kegan Paul, p. 48.

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