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Y
LITERATURA
Cristian
Palacios
No
se
trata
tan
sólo
de
conjugar
dos
términos
equivalentes
y
hacerlos
entrar
en
contacto
(como
serían
Teatro
y
Cine
o
Teatro
y
Música)
sino
de
interrogar
una
relación
antigua
y
compleja
donde
se
pone
en
juego
la
misma
especificidad
de
esos
lenguajes.
El
punto
de
partida
es
la
pregunta
disparadora
¿Por
qué
si
justamente
el
rasgo
más
relevante
del
teatro
del
siglo
XX
ha
sido
su
rechazo
a
ser
subordinado
al
texto,
su
rechazo
a
ser
poco
más
que
la
"representación"
de
un
texto
previo;
por
qué,
sin
embargo,
el
otro
rasgo
igualmente
relevante,
ha
sido
la
proliferación
de
toda
una
serie
de
dramaturgias
que
se
construyen
atendiendo
a
la
plasticidad
de
la
escritura
-‐por
ejemplo,
Heiner
Muller
o
Ramón
del
Valle
Inclán-‐
atendiendo
a
lo
que
sólo
puede
verse
en
la
página
impresa
y
cuidadosamente
editada?
Es
decir,
¿por
qué
si
hoy
sabemos
que
en
teatro
lo
que
importa
no
es
el
texto,
sino
lo
que
se
hace
con
él
o
a
partir
de
él,
por
qué
sin
embargo
toda
una
generación
de
dramaturgos
se
ha
volcado
a
escribir
prestando
especial
atención
a
aquello
que
se
lee,
ampliando
los
márgenes
de
la
hoja
en
blanco
o
dejando
de
lado
los
dos
puntitos
que
separan
y
vinculan
lo
que
se
dice
del
carácter
conque
ha
de
imbuirse
aquél
que
lo
dice?
No
debemos
olvidar
que
incluso
hoy
mismo
en
nuestras
escuelas,
el
teatro
se
aprende
como
género
literario.
Y
más
allá
de
la
posible
falta
de
rigor
de
la
enseñanza
elemental,
no
deja
de
llamar
la
atención
que
la
obra
de
teatro,
a
diferencia,
por
ejemplo,
de
un
guión
cinematográfico,
no
parece
dispuesta
a
abandonar
su
pretensión
de
ser
algo
que
ha
de
leerse
también.
Todo
ello
nos
lleva
a
preguntarnos
qué
es
el
teatro
en
definitiva.
Y
ya
que
entramos
en
el
juego,
por
qué
no
preguntarnos
qué
es
lo
que
de
específicamente
teatral
tiene
el
género
literario
que
lleva
ese
nombre
y
al
revés
¿qué
hay
en
una
obra
de
teatro
que
pueda
ser
leído
en
una
página
impresa,
cómo
se
produce
esa
operación?
Y
finalmente,
para
atender
al
segundo
término
de
nuestra
investigación
¿qué
es,
también,
eso
que
llamamos
la
literatura?
1
No
digo
que
siquiera
pueda
esbozar
en
este
espacio
una
respuesta
a
alguna
de
estas
preguntas.
Pero
hay
algo
mágico
en
el
hecho
mismo
de
preguntar.
Ya
que
aunque
al
final
se
regrese
al
punto
de
partida,
o
aunque
ya
se
sepa
lo
que
quiere
saberse
al
momento
de
comenzar,
cuando
esto
sucede,
cuando
alguien
interroga
-‐
ya
sea
un
niño
el
que
pregunta
y
pone
en
jaque
al
poder,
o
ya
sea
el
poder
el
que
hace
las
preguntas,
como
en
un
interrogatorio
policial
–
cuando
esto
sucede
parece
que
algo
se
abre,
una
puerta,
un
camino
que
no
estaba
antes
allí.
Y
en
todo
esto
alguna
cosa
hay
también
de
teatral.
Resulta
bastante
significativo
que
el
primer
gran
maestro
en
el
arte
de
interrogar,
de
hacerse
preguntas,
haya
llegado
hacia
nosotros
principalmente
en
un
formato
teatral.
Sócrates
es
sobre
todo
(el
Sócrates
de
Platón
y
el
de
Aristófanes)
un
personaje
de
teatro.
Tal
vez
para
un
griego
del
siglo
cuarto
antes
de
Cristo
la
relación
entre
los
diálogos
platónicos
y
los
diálogos
que
se
daban
sobre
el
escenario,
no
fuera
tan
evidente.
Pero
sí
debía
ser
evidente
que
en
uno
y
otro
caso
se
trataba
de
imitar
la
interacción
conversacional
en
un
tipo
de
acto
de
habla
que
en
principio
espera
la
participación
de
quien
está
del
otro
lado,
sea
éste
un
público
al
que
se
arenga,
el
coro
o
un
interlocutor
al
que
se
apela.
Es
de
por
sí
bastante
extraño
que
aquél
que
dejaría
a
los
tragediógrafos
afuera
de
su
república
ideal,
utilizara
una
forma
tan
similar
a
la
de
aquellos
para
referir
las
enseñanzas
de
su
maestro.
Quizás
todo
ello
pueda
explicarse
por
el
hecho
mismo
de
que
la
pregunta
escrita
sobre
un
papel
se
encuentra
tan
inacabada
como
el
teatro
y
es
a
la
vez,
sin
embargo,
como
éste,
una
totalidad.
Paradoja
que
también
comparte
el
actor,
como
ha
dejado
asentado
Diderot,
otro
maestro
en
el
arte
de
preguntar.
En
todo
caso,
son
todas
preguntas
que
habría
que
hacerse
en
otro
momento
y
en
otro
lugar
¿es
acaso
la
dialéctica
-‐
o
el
diálogo
-‐
entre
el
texto
teatral
y
su
representación
escénica,
la
misma
que
se
da
en
el
juego
de
las
preguntas
y
las
respuestas?
¿Será
esta
dimensión
perlocutiva
(la
misma
que
deja
implícita
la
pregunta)
del
texto
teatral,
lo
que
la
diferencia
de
la
literatura?
¿Y
hacia
donde
estaría
dirigida
la
demanda,
en
el
caso
de
que
así
sea?
2
Todo
ello
podría
responderse
quizás,
volviendo
a
un
muy
famoso
texto
de
Michel
Foucault,
Lenguaje
y
literatura,
donde
en
relación
con
el
segundo
término
de
Foucault
parte
de
esta
pregunta
que
había
comenzado
a
hacerse
Sartre,
en
un
libro
muy
famoso
también,
de
qué
cosa
es
en
realidad
la
literatura,
dado
que
en
su
nombre
y
contra
su
petición
de
compromiso,
los
críticos
lo
“condenaban”.
Pues
bien,
dice
Sartre
“la
mejor
respuesta
que
cabe
darles
es
examinar
el
arte
de
escribir,
sin
prejuicios.
¿Qué
es
escribir?
¿Por
qué
se
escribe?
¿Para
quién?
En
realidad,
parece
que
nadie
ha
formulado
nunca
estas
preguntas”
(1998).
Foucault
dice
más
bien
otra
cosa.
Al
revés
que
Sartre,
él
piensa
que
esas
preguntas,
desde
que
existe
la
literatura,
no
han
dejado
nunca
de
ser
formuladas.
Porque
la
literatura
no
sería
en
el
fondo
sino
la
voluntad
de
responderlas.
Porque
la
literatura,
eso
que
para
nosotros
ha
llegado
a
ser
la
literatura,
no
comienza
a
existir
sino
un
poco
tardíamente,
hacia
fines
del
siglo
XVIII
y
comienzos
del
XIX,
y
comienza
en
el
mismo
instante
en
que
alguien
se
pregunta
¿qué
es
la
literatura?
Es
como
si
dijéramos
que
desde
hace
algún
tiempo,
no
más
de
dos
siglos,
todo
escritor
que
toma
una
pluma
(o
se
sienta
frente
a
una
computadora)
con
la
voluntad
de
escribir
una
obra,
lo
hace
con
la
intención
de
que
cada
frase
sobre
el
papel
adquiera
su
derecho
de
pertenencia
a
esa
cosa
que
se
llama
la
literatura.
Lo
que
juzga
al
escritor
y
a
la
obra,
no
es
Dios,
no
es
la
crítica,
no
es
la
belleza,
no
es
un
niño
alado
sobre
una
columna
de
fuego,
sino
la
misma
literatura.
Es
ella
la
que
va
dictando,
en
la
medida
en
que
el
escritor
se
esfuerza
por
pertenecerle,
su
propio
certificado
de
admisión.
Y
en
esto
es
en
lo
que
Cervantes
o
Sterne
difieren
de
Joyce
o
Mallarmé.
Por
supuesto
que
en
la
medida
en
que
la
literatura
ya
existe
desde
hace
dos
siglos,
Cervantes
y
Sterne
forman
parte
de
ella,
ya
eran
parte
al
momento
mismo
en
que
la
literatura
comienza
a
nacer.
Pero
ni
Cervantes
ni
seguramente
Sterne
escribían
para
ser
admitidos
en
el
interior
de
este
dispositivo
extraño,
esta
máquina
que
contiene
en
su
interior
muchas
máquinas
iguales
o
semejantes
y
que
no
avanza
en
el
tiempo
sino
a
fuerza
de
repetir
el
gesto
perlocutivo
de
demandar
una
respuesta
a
las
inquietudes
que
ella
misma
se
plantea:
3
No
estoy
seguro
de
que
la
propia
literatura
sea
tan
antigua
como
habitualmente
se
dice.
Sin
duda
hace
milenios
que
existe
eso
que
retrospectivamente
tenemos
el
hábito
de
llamar
«literatura».
Creo
que
es
precisamente
esto
lo
que
habría
que
preguntar.
No
es
tan
seguro
que
Dante
o
Cervantes
o
Eurípides
sean
literatura.
Pertenecen
desde
luego
a
la
literatura;
eso
quiere
decir
que
forman
parte
en
este
momento
de
nuestra
literatura
actual,
y
forman
parte
de
la
literatura
gracias
a
cierta
relación
que
sólo
nos
concierne
de
hecho
a
nosotros.
Forman
parte
de
nuestra
literatura,
no
de
la
suya,
por
la
magnífica
razón
de
que
la
literatura
griega
no
existe,
como
tampoco
la
literatura
latina.
Dicho
de
otro
modo,
si
la
relación
de
la
obra
de
Eurípides
con
nuestro
lenguaje
es
efectivamente
literatura,
la
relación
de
esa
misma
obra
con
el
lenguaje
griego
no
era
ciertamente
literatura
(Foucault
1996:
63-‐64)
¿Y
qué
hay
con
el
teatro,
entonces?
Podríamos
pensar
que
en
él
se
juega
una
doble
demanda,
dado
que
si
busca
pertenecer
a
la
literatura,
y
si
Foucault
está
en
lo
cierto,
la
relación
que
el
dramaturgo
establece
con
su
propio
lenguaje,
no
está
exenta
de
pagar
este
impuesto
imposible.
Pero
a
la
vez,
participa
de
una
segunda
demanda,
aquella
que
debe
tributarle
al
teatro.
Cuando
un
dramaturgo
emprende
la
tarea
de
acometer
una
obra
sabe
que
cada
palabra
está
puesta
allí
para
pertenecer
a
esa
otra
cosa
que
es
el
teatro,
pero
sabe
también,
si
lo
sabe,
que
el
teatro
no
es
representación
de
eso
que
se
escribe,
sino
presencia
de
algo
que
sin
duda
tiene
que
ver
con
eso
que
escribe,
pero
cuya
esencia
no
se
encuentra
en
la
palabra
escrita.
Más
bien
se
diría
que
en
este
caso
no
es
tanto
el
dramaturgo
el
que
pide
su
certificado
de
pertenencia
al
teatro,
sino
otra
persona.
El
que
busca
que
cada
gesto,
cada
efecto
de
luz,
cada
palabra
y
sonido
que
se
pronuncia
sobre
la
escena,
encuentre
su
razón
de
ser
en
una
obra
de
teatro,
que
se
diga
de
ella
“esto
es
teatro”
o
“he
aquí
la
teatralidad”
es
un
sujeto
fundamentalmente
colectivo,
orquestado
bajo
la
presencia
de
un
director,
oficio
que,
como
se
sabe,
no
ha
comenzado
a
existir
sino
hasta
fines
del
siglo
XIX.
De
allí
que,
imitando
el
gesto
de
Foucault,
podríamos
decir
que
tampoco
el
teatro
es
tan
viejo
como
creemos.
Que
en
realidad,
el
4
teatro
bien
podría
haber
nacido
en
el
siglo
que
no
ha
cesado
de
declarar
su
muerte.
Que
el
teatro
-‐tal
y
como
lo
entendemos
hoy
en
día-‐
es
incluso
un
poco
posterior
al
cine.
¿Qué
es
hoy
en
día
lo
propiamente
teatral,
aquello
que
debidamente
puede
llamarse
teatro?
No
un
texto
sino
su
puesta
en
escena.
Un
acontecimiento.
Acontecimiento
que
busca
ser
repetido
pero
que
es
irrepetible
a
la
vez.
Ahora
bien,
esta
idea
de
la
puesta
en
escena
como
arte,
es
contemporánea
o
incluso
algo
posterior
al
nacimiento
del
cinematógrafo.
Hasta
entonces
el
teatro
se
entendía
de
dos
maneras
que
podían
o
no
complementarse:
ya
sea
como
“representación”
de
un
texto
previo,
ya
sea
como
“espectáculo”.
El
teatro,
sabemos
nosotros
hoy,
no
se
reduce
a
ninguna
de
esas
cosas.
Es
algo
más
y
algo
menos
que
todo
eso.
Incluso
podríamos
preguntarnos
si
no
es
justamente
el
cine
quien,
al
haberle
arrebatado
al
teatro
el
monopolio
de
la
representación,
lo
ha
obligado
a
encontrarse
a
si
mismo
en
el
espacio
de
la
presencia
escénica,
lo
ha
obligado
a
preguntarse
justamente,
¿qué
cosa
es
el
teatro?
¿Cuál
es
la
diferencia
entre
un
actor
que
camina
por
un
espacio
vacío
y
un
técnico
que
hace
lo
mismo
pocos
minutos
antes
de
que
comience
la
escena?
Que
al
técnico
le
importa
francamente
muy
poco
que
lo
que
hace
sea
teatro,
que
el
técnico
no
va
a
detenerse
a
preguntar
“¿esto
que
hago,
está
siendo
teatro,
tiene
derecho
a
ser
llamado
teatro,
es
o
no
es
teatral?”
Mientras
que
un
actor
o
un
director
que
lo
dirige
o
el
actor
dirigiéndose
a
si
mismo,
no
dejan
de
preguntarse
esto
ni
un
sólo
momento.
O
más
bien
diríamos
que
en
cada
gesto
está
contenida
la
pregunta
de
si
lo
que
se
hace
es
o
no
es
teatro.
Para
un
actor
del
siglo
XVII
esta
era
una
pregunta
sin
sentido.
Lo
que
daba
su
legitimidad
al
trabajo
del
actor
era
más
bien
una
técnica
y
un
texto
que
lo
autorizaba,
una
obra
poética.
Pero
llegados
a
este
punto
volvemos
a
preguntarnos
qué
pasa
entonces
con
la
dramaturgia
¿Cuál
es
la
relación
que
une
al
texto
con
la
puesta
en
escena?
¿Cómo
se
implican,
en
qué
se
relacionan?
La
respuesta,
como
anticipamos,
no
puede
ni
siquiera
aproximarse
a
ser
definitiva.
Pero
he
aquí
un
primer
ensayo:
lo
que
“pasa”
de
una
obra
escrita
a
su
puesta
en
escena
no
es
una
comunicación,
no
es
un
volver
a
presentar
lo
que
ya
está
de
antemano
presentado.
Lo
que
hay
en
un
buen
texto
dramático
es
ante
todo
un
inacabamiento,
en
la
medida
en
que
éste
se
esfuerza,
como
se
ha
dicho,
por
pertenecer
al
teatro.
5
Pero
no
debe
olvidarse
que
un
texto
dramático,
a
diferencia
de
un
guión
de
cine,
ya
lo
hemos
dicho,
se
resiste
también
a
ser
sólo
un
proyecto.
No
puede
ser
casualidad,
creo
yo,
que
los
textos
más
productivos,
los
que
mejores
puestas
han
logrado,
son
también
los
que
más
han
sido
leídos
y
publicados.
El
texto
de
una
obra
es
con
respecto
a
ella,
algo
así
como
la
“voz”
de
la
cual
la
obra
es
cuerpo:
un
cuerpo
extraño,
efímero,
intangible,
un
cuerpo
que
se
desvanece
en
el
aire
y
que
se
diluye
al
momento
en
que
termina
la
presentación.
Lo
que
hace
un
director,
cuando
lleva
a
escena
una
obra,
no
es
comunicar
algo
que
el
texto
dice
previamente.
Es
más
bien
lo
que
el
texto
fracasa
en
decir
lo
que
el
director
consciente
o
inconscientemente
se
esfuerza
en
presentar.
La
demanda
que
el
texto
le
plantea
a
la
puesta
y
que
la
puesta
plantea
al
texto,
en
este
juego
de
preguntas
y
respuestas,
es
la
de
poder
decir
algo
que
de
ninguna
manera
esta
dicho.
Es,
al
revés
de
lo
que
generalmente
se
piensa,
lo
que
el
texto
no
dice
lo
que
importa.
Cuando
es
al
revés,
cuando
una
obra
que
ha
sido
pensada
directamente
para
la
escena
debe
escribirse
en
el
papel,
nos
encontramos
con
un
desafío
quizás
más
difícil,
dado
que
se
trata
de
encerrar
los
demonios
que
han
habitado
el
cuerpo
del
espectáculo
en
un
amuleto
que
podría
dejarlos
escapar
en
un
tiempo
por
venir.
En
este
segundo
caso,
el
dramaturgo
se
convierte
en
un
exorcista
que
debe
acometer
la
tarea
de
encerrar
al
genio
maligno
en
la
botella,
de
la
cual
podría
salir
de
un
momento
a
otro
para
gracia
o
desgracia
de
nuestros
predecesores.
Para
volver
a
la
pregunta
del
comienzo
¿qué
ha
motivado
a
los
dramaturgos,
en
el
siglo
XX,
a
prestar
especial
importancia
a
la
escritura,
borrando
incluso
las
marcas
de
aquello
que
se
reconocía
como
teatro,
los
dos
puntitos
por
ejemplo?
Creo
que
la
apuesta
que
ha
llevado
a
cabo
gran
parte
de
la
dramaturgia
contemporánea,
al
borrar
las
marcas
de
su
especificidad,
es
la
de
poner
las
cosas
de
igual
a
igual
entre
teatro
y
literatura.
Ya
que
si
el
teatro
puede
leerse
como
literatura
–
y
al
parecer
el
teatro
jamás
ha
renunciado
a
ello
–
no
faltará
para
toda
la
literatura
la
posibilidad
de
ser
leída
como
teatro.
6
La
ontología
de
la
obra
de
arte
es
que
no
puede
ser
refutada.
Nadie
puede
decir
que
Shakespeare
o
Moliere
se
“equivocaron”
sino
a
condición
de
reducir
a
Shakespeare
o
Moliere
a
una
tesis
particular,
a
la
que
sabemos
que
en
el
fondo
jamás
podrán
ser
reducidos.
No
es
que
la
tesis
no
exista,
pero
existe
sólo
como
hipótesis
de
lectura
de
la
obra.
De
hecho,
muchas
obras
inducen
hipótesis
de
lectura,
pero
casi
siempre,
en
algún
punto,
la
defraudan.
Hay
un
punto
en
que
la
obra
permanece
absolutamente
incomprendida.
Una
buena
puesta
en
escena
no
puede
olvidar
esto.
Un
director
que
cree
que
entiende
por
completo
una
obra,
creo
yo,
jamás
llegará
a
ser
un
buen
director.
Un
director
no
puede
dejar
que
su
propia
hipótesis
de
lectura
cancele
las
otras
posibles.
No
puede
dejar
que
la
obra
se
comprenda
en
todo
momento,
que
se
reduzca
a
una
tesis
particular.
En
definitiva
lo
que
un
buen
director
debe
lograr
es
crear
las
condiciones
para
que
de
una
u
otra
manera
–
para
usar
una
imagen
de
Borges
-‐
Shakespeare
se
abra
paso.
Cristian
Palacios
UBA
–
CONICET
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