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XVII
Éstas son algunas de las causas que explican cómo del optimismo
del Renacimiento(s. XVI)se pasó al pesimismo Barroco:
FELIPE III
Felipe II fue, ya lo hemos visto, uno de esos empresarios obsesivos que pretenden
controlarlo todo en su negocio, incapaces de delegar en sus subordinados. Como no se
fiaba de nadie, nunca enseñó a gobernar a su hijo. El príncipe, cuando accedió al trono,
ignoraba el oficio y prefirió descargar la pesada tarea de reinar en manos de un hombre
de confianza. Ya lo había sospechado su padre. Poco antes de morir, comentó
amargamente al marqués de Castel-Rodrigo: «¡Ay, don Cristóbal, que me temo que me lo
han de gobernar!» En efecto, como en la antigua Córdoba califal visitada por el lector
páginas atrás y ya quizá olvidada, el gobierno del Estado volvió a estar en manos de
hombres de confianza o privados, elegidos a dedo, y a menudo equivocadamente, por el
rey. Él firmaba los documentos, como su padre, pero sin leerlos previamente ni discutirlos.
Felipe III salió a su padre en lo piadoso, cristiano sincero y gran rezador, pero el parecido
se detuvo ahí porque no era trabajador y sólo le interesaban las fiestas y los saraos.
En aquel tiempo la principal preocupación de las casas reales consistía en casar a los
futuros reyes con princesas paridoras que asegurasen la sucesión de la corona. Antes de
morir, Felipe II hizo honor al sobrenombre de Rey Prudente: concertó el matrimonio de su
heredero con una prima lejana, Margarita de Austria, de trece años, hija de Carlos de
Austria. La muchacha venía de casta fértil: la madre había parido quince veces.
La nueva reina, además de fecunda (dio al rey cuatro varones y cuatro hembras), era tan
devota y pía que hasta visiones tenía.
Los dos primeros partos fueron niñas, y el tercero, el esperado varón que reinaría como
Felipe IV. Un báculo en forma de T, que, según la tradición, había pertenecido a santo
Domingo de Silos, presidía los paritorios de Margarita. La tradición de infantar en
presencia de esta venerada reliquia se transmitió durante siglos, por las sucesivas reinas
de España, hasta Victoria Eugenia. Al final, los microbios pudieron más que el santo, y
Margarita murió a los veintisiete años, de una infección puerperal, muy auxiliada, todo hay
que decirlo, por las sangrías de los médicos. Felipe, abatido, no se volvió a casar.
Vayamos ahora al gobierno. El primer valido real fue el duque de Lerma, que lo hizo tan
mal como lo pudiera haber hecho el rey en persona, si no peor. Su incompetencia era
conmovedora, pero se mantuvo en el cargo sobornando y comprando el silencio de los
que podían descubrir su ineptitud. El cohecho y la corrupción alcanzaron extremos nunca
vistos.
Se equivocaron los que pensaban que la economía del país había tocado fondo con las
tres bancarrotas de Felipe II. Todavía se podía caer más bajo, como demostró la hacienda
de Felipe III. Algunos le echan la culpa a una epidemia que causó medio millón de
muertos sólo en Castilla. Al escasear la mano de obra, se encarecieron los jornales. La
administración intentó paliarlo acuñando moneda pobre, el vellón, y la acción combinada
de problema cierto y falsa solución dispararon la inflación nuevamente, con su secuela de
bancarrota. Una vez más, las Cortes tuvieron que hacerse cargo de los platos rotos; es
decir, el pueblo, el sufrido contribuyente.
La guinda que adornó la tarta de la desastrosa política económica fue la expulsión de los
moriscos.
Morir de un calentón
Se dice que Felipe III murió prematuramente, a los cuarenta y tres años de edad, por
culpa de uno de los muchos usos absurdos que imponía el rígido protocolo de la corte
Austria. (...) Era marzo, que en Madrid puede ser mes crudo y siberiano, y habían
colocado un potente brasero tan cerca del rey que éste comenzó a sudar copiosamente
en su sillita de oro. El marqués de Tobar hizo ver al duque de Sessa que quizá convenía
retirar un poco el brasero, que «su majestad se nos está socarrando», pero, por
cuestiones de protocolo, ese preciso cometido correspondía al duque de Uceda. Buscaron
al duque de Uceda, pero se había ausentado del Alcázar, y cuando pudieron localizarlo y
traerlo, el rey estaba ya empapado de sudor. Aquella misma noche se le presentó una
erisipela que se lo llevó al sepulcro.
Hablar del protocolo de la corte Austria sería cosa de nunca acabar. Otro ejemplo bastará
para poner de relieve hasta qué absurdo extremo puede llegar el endiosamiento de las
personas. En una ocasión, un pueblo famoso por las medias que fabricaban sus
artesanos quiso regalar a la reina un lote de esta prenda, pero el presente fue rechazado
airadamente por el mayordomo real: «Habéis de saber -dijo- que las reinas de España no
tienen piernas.» En la corte Austria nadie podía volver a montar un caballo en el que
hubiese montado el rey, y la misma ley se hizo extensiva a las amantes reales, lo que
determinó que muchas de ellas, pasados los ardores del monarca, ingresaran en
conventos de clausura.
(Felipe IV tenía) la cara de alelado, la mandíbula eminente y el belfo caído que Velázquez
tanto retrató con piadosos y cortesanos pinceles.
Felipe IV fue lánguido en el trabajo, pero ardiente en los lances de Venus. En eso, en la
afición al teatro, a los bufones y a la caza se le fue todo el fuelle. Delegó en los validos la
pesada tarea de gobernar, como había hecho su padre.
Felipe IV había cumplido los dieciséis años cuando heredó el trono y ya estaba casado
desde los quince con Isabel de Borbón, una atractiva francesa, algo mayor que él. Nunca
le bastó, porque el muchacho era un obseso sexual, que buscaba compulsivamente
amantes. Se calcula que a lo largo de su vida engendró treinta y siete hijos bastardos y
once legítimos, seis con su primera mujer y cinco con la segunda, Ana María de Austria.
Sin embargo, su gran amor, si es que amó a alguien, fue una cómica famosa, María Inés
Calderón, la Calderona, cuyo hijo, Juan José de Austria, fue el único bastardo real que el
rey hizo educar como príncipe de sangre. El mozo era tan ambicioso que concibió el
desatinado plan de suceder a su padre en el trono y, para ir allanando el camino, tuvo la
desfachatez de solicitar al rey la mano de una infanta, es decir, de su hermanastra. Felipe
IV, escandalizado, lo apartó de la corte y no volvió a recibirlo.
Trescientos jamones
Felipe IV viajó al hondo sur en 1624. En lo más negro de la decadencia hispana, al rey le
dio por visitar Andalucía, y avisó al duque de Medina Sidonia que iría a cazar a sus
estados del coto de Doñana.
En aquel momento, el duque no estaba para fiestas, que andaba corto de numerario y los
dolores de gota lo tenían baldado, pero echó la casa andaluzamente por la ventana para
recibir al rey y a la corte con la prodigalidad y munificencia que cabía esperar en un
Medina Sidonia: arregló caminos, demolió casas ruinosas, adecentó estancias y proveyó
todo lo necesario para que no faltara de nada al ejército de gorrones que se le venía
encima. Durante medio mes, hospedó a mesa y mantel a cerca de dieciséis mil
cortesanos. Las cifras de la cocina son pavorosas: para satisfacer el desaforado apetito
de los visitantes no basta allegar toda la pesca de once leguas de costa y toda la caza de
veinte leguas de coto. Además, devoraron dos mil barriles de pescado de Sanlúcar,
trescientos jamones de Rute, de Aracena y de Vizcaya; mil barriles de aceitunas, la leche
de seiscientas cabras, ochenta botas de vino
añejo y gran cantidad de vino de Lucena. Cincuenta mulas no daban abasto arrimando
nieve de la sierra de Ronda para los refrescos y la conservación de las viandas.
Las jornadas cinegéticas fueron muy provechosas. El rey, intrépido cazador, apuñaló a un
jabalí cautivo mientras el animal era sujetado entre varios monteros, y abatió tres toros en
un corral, disparando con su arcabuz desde el parapeto del burladero.
La herida de Flandes estaba otra vez abierta, y el país, comido de miseria. Por ese lado,
es evidente que Olivares no estuvo acertado. ¿Y en las reformas interiores? El conde-
duque quería modernizar y fortalecer España. Para ello, había que empezar por
homogeneizar la legislación de todos los reinos, adaptándola al modelo más gobernable,
que era Castilla. Pero esto implicaba suprimir fueros y privilegios, especialmente los
fiscales, para que aragoneses, catalanes y el resto arrimaran el hombro como lo hacía
Castilla. No podía resultar. Ya se sabe cómo reacciona la gente cuando le tocan el
bolsillo.
El conde-duque bajó el listón. No acabó con la corrupción heredada del gobierno anterior,
y su intento de reformar el maltrecho sistema financiero terminó en otra bancarrota.
Cuando Carlos cumplió los catorce lo casaron con María Luisa de Orleans, sobrina del rey
de Francia, una morenaza de grandes ojos negros(...) De sus retratos y descripciones se
deduce que estaba buena («de famoso arte y cuerpo, alta proporcionadamente, airosa y
bien entallada»). Y procedía de casta paridora. ¿Qué más se puede pedir? Hubo que
solicitar dispensa al Papa porque, como de costumbre, los contrayentes eran parientes
(ella, biznieta de Felipe II).
Pasaron los meses, y la reina no se quedaba preñada. En una operación de alta política y
espionaje internacional, el embajador francés logró hacerse con unos calzoncillos usados
del monarca y los sometió al examen de dos cualificados médicos. Después de analizar
las manchas de la prenda, los galenos emitieron dictámenes opuestos. Uno dijo que el rey
podía preñar; el otro, que no. Acertó este último, porque Carlos II, aunque se casó dos
veces, no tuvo hijos. (...)
si no parís, a París.
No parió -¿qué culpa tenía ella?-, pero tampoco hubo que devolverla. La desdichada
falleció al poco tiempo. ¿Envenenada con arsénico para facilitar un nuevo matrimonio del
rey con otra más fecunda?, ¿de salmonelosis?, ¿de cólico miserere? Vaya usted a saber.
Lo único cierto es que la pobrecilla escapó de las penas de este mundo, especialmente de
la alcoba de Carlos, a los veintisiete años.
A reina muerta, reina puesta. Apenas transcurrido un mes, ya le habían buscado sustituta.
La elegida fue Mariana de Neoburgo. ¿De casta fecunda? Fecunda es poco. Estas
Neoburgo eran auténticas conejas: su madre había parido veinticuatro hijos. Carlos y
Mariana se encontraron en Valladolid, al año siguiente. Las bodas fueron sonadas: misas,
fiestas, banquetes, cucañas, corridas de toros, fuegos artificiales... (...)
Los mayores fuegos artificiales fueron los de la alcoba nupcial. Mucho ruido y nada. La
alemana era robusta, alta, de busto opulento y bien metida en kilos, pelo rojizo, rostro
pecoso, ojos azules algo saltones y larga nariz. Carlos, que esperaba una mujer tan
agraciada como la primera, se llevó una gran decepción. (...)
Carlos se dejó dominar por sus dos esposas, las cuales, a su vez, fueron manejadas por
cortesanos ambiciosos. España era una rebatiña en la que cada cual sacaba lo que podía
y nadie cuidaba del procomún. Bajó a tales niveles de desgobierno que casi podemos
decir que tocó fondo.
Mientras la salud de Carlos II iba de mal en peor, las casas reales de Europa movían sus
peones para repartirse el pastel español. Carlos II moría sin herederos directos. ¿Quién
ocuparía el trono español? (...)
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El siglo XVII fue para España un período de grave crisis política, militar, económica y
social que terminó por convertir el Imperio Español en una potencia de segundo
rango dentro de Europa. Los llamados Austrias menores -Felipe III, Felipe IV y Carlos
II- dejaron el gobierno de la nación en manos de ministros de confianza o validos
entre los que destacaron el duque de Lerma y el conde-duque de Olivares.
El duque de Lerma adoptó una política pacifista y logró acabar con todos los
conflictos heredados del reinado de Felipe II. Por el contrario, el conde-duque de
Olivares involucró de lleno a España en la guerra de los Treinta Años, en la que sufrió
graves derrotas militares.
Durante la segunda mitad del siglo, Francia aprovechó la debilidad militar española y
ejerció una continua presión expansionista sobre los territorios europeos regidos por
Carlos II. Como consecuencia de esta presión, la Corona española perdió buena
parte de sus posesiones en Europa, de modo que a principios del siglo XVIII el
Imperio español en Europa estaba totalmente liquidado.
La sociedad española del siglo XVII era una sociedad escindida: la nobleza y el clero
conservaron tierras y privilegios, mientras que los campesinos sufrieron en todo su
rigor la crisis económica. La miseria en el campo arrastró a muchos campesinos
hacia las ciudades, donde esperaban mejorar su calidad de vida; pero en las
ciudades se vieron abarcados al ejercicio de la mendicidad cuando no directamente a
la delincuencia.
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Corrupción
Aspectos Sociales
Aspectos Económicos
=> Para superar este sufrimiento: gran deseo de goce / idealización de la vida /
tendencia a la exageración / búsqueda de la perfección y el retorcimiento / contrastes
(técnica del claro-oscuro)