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c  c CONCEPTO DE TEATRALIDAD EN EL CASO DE CASTILLA.

EL ESTADO DE LA
CUESTIÓN.

¿qué entendemos por ³teatral´? Lo que, sin duda, nos llevaría a un planteamiento sobre lo dramático y a una
exigencia por establecer los límites que puedan ayudar a definir el género, con lo que tendríamos una mayor
claridad a la hora de establecer qué textos pueden ser tenidos por teatrales y cuáles no.

Características del teatro medieval.

Según Miguel Ángel Pérez Priego1 podrían resumirse de la siguiente manera:

-Es un teatro que no tiene realización textual propia y que tampoco era habitual recogerlo por escrito.

- Que nos ha llegado a través de las vías comunes de transmisión literaria de la época, cuando no la copia
ocasional y descuidada.

-Que oscila descompensadamente entre la palabra y el gesto, sin apenas acción ni trama argumental.

-Muy estático, que se resuelve o bien en gestos y un alarde visual o bien en largos parlamentos didácticos o
piadosos.

-Son obras que se muestran próximas al acto ritual.

En definitiva, las características que acabamos de reseñar sirven para hacer un retrato general del teatro de la
época. Sin embargo, ¿qué textos en concreto pueden tenerse por obras de teatro?

-Mímesis: Es necesario que los actores (al menos dos) finjan ser otras personas.

-Diálogo: Parece imposible imaginar la ausencia de diálogo en el teatro, a pesar de que, en ocasiones, contemplemos monólogos.

-Tensión dramática: Puede surgir, simplemente, de un conflicto que hay que resolver.

-Argumento: No bastan sólo los cuadros, es necesario un mínimo argumento.

-Texto: Al menos, algo que pueda ponerse por escrito tras la representación.

-Representación escénica ante un público: Es necesario un espacio distinto al que ocupe el público, aunque llegue a haber interacción. Y
es necesario, asimismo, que haya un público. Las lecturas privadas no pueden ser tenidas por teatro.

-Música: Tanto la música como el icono serían elementos optativos.

-Icono:

Pero también otros investigadores han aportado sugerencias en este terreno, como Kirby, Castro y Lorenzo, así como Stern.14
Entre ellos, Alfredo Hermenegildo llega a establecer las marcas de teatralidad. Esas marcas se denominarían
³didascalias´ y su análisis puede ayudar a la hora del estudio de los textos que, una vez realizada la
representación, intentaron fijarla documentalmente. Este autor utiliza el juego de didascalias usado en el teatro de
los siglos XVI y XVII; diferencia entre didascalias explícitas e implícitas, fundamentalmente. Entre las explícitas
encontraríamos acotaciones escénicas, las didascalias icónicas, las didascalias motrices, que indican las entradas
y salidas de los personajes, así como los desplazamientos realizados en escena y los gestos, el introito y el
argumento, etc. Entre las didascalias implícitas tendríamos las cerradas y las abiertas, en primer término y, de
nuevo las motrices, las didascalias icónicas, etc.

La frontera entre lo teatral y lo parateatral o lo puramente espectacular.

Respecto a lo que veníamos diciendo más arriba, Deyermond estima que cierto tipo de espectáculos no pueden
ser considerados como piezas teatrales. En concreto: los debates en verso, las ³sesiones juglarescas´, la épica
(algunos autores han creído ver posibilidades dramáticas en obras como el Mio Cid). Los torneos, así como los
espectáculos de corte en los que se incluyen los momos. Al respecto, menciona que estos actos podrían situarse
en la ³frontera de lo parateatral y el teatro´. Por lo que se refiere a los cancioneros del XV, Deyermond también
parece mostrarse reticente y, así, no considera como teatrales ni el Diálogo de Rodrigo de Cota, ni las Danzas de
la muerte, a diferencia de lo que opina Pellitero, que las incluye en su antología. En cuanto a otras obras,
Deyermond considera teatrales El Auto de los Reyes Magos, La representación del Nacimiento de Nuestro Señor,
La Pasión Trobada y el Auto de la Pasión. Con Juan del Encina se muestra reticente para la Égloga I. Y, al
contrario de lo que opina Gómez Moreno no incluye la Celestina en el ámbito de lo teatral pues para este crítico
resulta de capital importancia contar con algún testimonio que certifique, en cierta manera, alguna posible
representación escénica que se haya podido dar.

En definitiva, hoy por hoy, no existe un acuerdo común en cuanto a las obras que podrían constituir el corpus de teatro medieval
castellano, así nos encontramos con variantes en las diferentes ediciones que pueden manejarse al respecto. Si bien es cierto que, en la
mayoría de los casos hay acuerdo, también lo es que algunas obras parecen estar condenadas a mantenerse en un espacio frágil e
indeterminado y fronterizo entre lo puramente espectacular y lo teatral.

El problema de deslindar lo que puede ser mero espectáculo y lo que es realmente teatro resulta de una
complejidad asombrosa pues parece indudable que algunas celebraciones contienen aspectos que las hacen
claramente ³parateatrales´, como las denomina Deyermond, o ³cuasi- teatrales´, como las ha denominado algún
otro crítico. Por otra parte, ¿qué influencia han podido tener estas celebraciones en la evolución del teatro? Y más
aún: ¿cómo han podido influir en el resurgimiento de un género extinto por diferentes causas a partir del derrumbe
del Imperio Romano? Son cuestiones difíciles de resolver ya que puede decirse que el teatro clásico no sólo
desapareció, sino que en la Edad Media todo intento por hacerlo resurgir, de algún modo, fracasó debido al
desconocimiento de las técnicas de representación, lo que llevó a malinterpretaciones de obras tan aclaratorias
como puede ser la Poética de Aristóteles. Las únicas figuras que hubiesen podido mantener vivo un nexo con el
teatro griego o romano se hallaban marginadas de la sociedad, como ya vimos más arriba, los histriones y los
juglares, insuficientes para asegurar la continuidad o el retorno del género. Es posible que las formas rituales o
festivas hayan logrado impedir que sucumbiera, al menos, cierto sentido de lo espectacular, imprescindible como
mínimo, y que quizás sí hayan propiciado el interés por el teatro clásico que, ya pasado el tiempo, experimentaría
un resurgimiento a partir de un entusiasmo por las civilizaciones griega y romana en el campo de lo arqueológico.
Precisamente, los estudios arqueológicos habrían podido contribuir al conocimiento de las técnicas teatrales
antiguas15. Se hace necesario, por tanto, el conocimiento de la sociedad medieval: de lo que para ellos
significaban las festividades o los ritos que nos ocupan, y de lo que ellos entendieron más tarde por ³teatro´,
cuando ya pretendían escenificar mediante mimos y lectura en alta voz las obras clásicas.
Precisamente, y en referencia a estos interrogantes, nos ha llamado la atención la obrita de Luis García Montero16 en el que reflexiona
sobre la relación entre estas celebraciones y el fenómeno religioso contextualizado en la propia época. Ciertamente, sus reflexiones se
salen del marco establecido por el resto de los críticos y, ya sólo por eso, resultan ciertamente originales. Por otra parte, es el crítico que
más espacio parece haber dedicado a la visión sociológica, lo cual puede resultar beneficioso. Sin embargo, el resultado al que llega no
puede ser más desalentador pues a partir de sus reflexiones sociológicas, así como históricas y filosóficas, por no decir, teológicas, llega
a la conclusión de que nada hay de teatral en estas celebraciones, tanto por lo que respecta al ámbito religioso como al pagano. Y da por
buena la tesis de ausencia de teatro en Castilla durante el medievo. Veamos someramente sus argumentos.

Montero analiza la sociedad de la Edad Media y explica el papel que cada hombre representa en dicha sociedad
con respecto a Dios y a los propios hombres. Para ello, reflexiona sobre la relación de vasallaje, que la articula y
que determina la visión de la época. Así, tenemos a hombres que son vasallos de su señor feudal, pero que, a su
vez son fieles a Dios. Evidentemente, tal y como explica el autor en su obra, el concepto de fiel no es equivalente
al actual, por ello, por su vinculación con el propio sistema feudal y por su propia contextualización histórica, el fiel
a Dios, el vasallo de Cristo tiene una visión del fenómeno religioso diferente de la que un creyente actual puede
vivir. Conforme a esta particularidad, los fieles no pueden, por tanto, equivaler, en ningún caso, a lo que en la
actualidad se entiende por público, pues mientras que este último asiste a la representación como espectador de
algo que sucede ante sus ojos y que se desarrolla al margen de sí, el fiel participa en el ritual religioso inserto
plenamente en él y formando parte del mismo. Cabría preguntarse si esta reflexión no resulta aplicable a todo
fenómeno religioso, ritual o mítico, o si resulta sólo exclusivo de la sociedad medieval por sus particulares
características. En cuanto a las festividades paganas como el carnaval, la fiesta de locos, etc, el autor las
considera imprescindibles en un sistema, el feudal, que se articularía de manera dual tomando como punto de
referencia lo sagrado. En este sentido, todo se mediría con respecto a ello y tendríamos dos posibles opciones: la
del respeto hacia lo sagrado y el consiguiente acatamiento de normas sociales, etc, o su contraria, con lo que nos
encontraríamos en el terreno de lo pecaminoso. Evidentemente, en un sistema dual ambas opciones se hacen
necesarias y, por este motivo tampoco estos conceptos equivaldrían a los actuales. Por tanto, la sociedad
medieval es una sociedad en la que lo religioso constituye el pilar fundamental, presente en todos sus órdenes
incluido el de la justicia y en la que se dan de manera inextricable el respeto a las normas religiosas o su falta, lo
que acaba motivando la permisividad de las instituciones eclesiales en cuanto a ciertas celebraciones como el
Carnaval sin el que carecería de sentido la Cuaresma, por ejemplo. Esta situación también explicaría la existencia
de situaciones que hoy nos parecerían paradójicas cuando menos con respecto a fieles devotos, pero toleradas en
una sociedad en la que la justicia podía llegar a perdonar el delito cometido si el pecador se arrepentía finalmente.
En definitiva, el autor, tras este análisis de la sociedad feudal, de la visión que se tenía, en el momento, del
fenómeno religioso y atendiendo al papel que el hombre desempeñaba en tal sociedad concluye que, a pesar de
las formas que pudieran adoptar tanto las representaciones religiosas como paganas éstas jamás podrían
constituir teatro debido al significado social que las mismas tenían para la comunidad. En cierta forma, se intuye un
papel trascendente en dichas representaciones. Por este motivo, sin ir más lejos, nadie podía concebir la figura del
actor tal y como hoy se entiende este término, pues quienes participaban en dichos ³rituales´ (adoptamos este
término, aunque el autor del libro no llegue a citarlo) no llegaban a adoptar la personalidad de un ³otro´, un ente
ajeno, con cualidades diferentes de sí mismo y al que con posterioridad se lo denominó como ³personaje´17. En
una sociedad con las características descritas la vinculación entre el que representaba y el papel que
desempeñaba respondía a un criterio de identidad: no se podía representar lo que no se era porque en cierto
modo esto alteraba las categorías dispuestas por Dios, con lo que lo contrario constituía no ya un pecado, sino que
pertenecía al terreno más peligroso: el de la magia y la hechicería, el terreno alquímico, aquel en el que el ser
humano trataba de emular a Dios, por ende, el pecado más terrible. En consecuencia, aquellos hombres que más
se acercaban a lo que hoy llamaríamos actor, los histriones y juglares, aquellos que cambiaban (con todo lo que el
concepto de cambio implica en una sociedad tan estática) de personalidad y adoptaban no una distinta, sino varias
diferentes, no sólo estaban condenados desde lo religioso, sino que se hallaban apartados de la sociedad,
marginados. La Iglesia sí censuraba estos comportamientos de manera tajante, así como aquellos en los que la
procacidad en determinados festejos llegaba a extremos ciertamente intolerables. En conclusión, por todo lo
expuesto, Montero acaba por descartar como ³teatro´ todas aquellas representaciones que contendrían aspectos
que las acercarían a lo dramático: todos los festejos realizados en las iglesias, las festividades como el Carnaval,
la Fiesta de Locos, etc no supondrían más que la expresión de lo religioso en una sociedad en la que la religión lo
constituía todo. El teatro, como tal, sólo podría darse cuando apareciese el público, cuando quienes asistiesen al
evento sólo miraran en la distancia aquello que se desarrollase sin una trascendencia y que por tanto acabaría por
constituirse en espectáculo. Víctor García de la Concha18, sin embargo, sí llega a ver dramatización en la liturgia.
Y, por su parte, Gómez Moreno llega a mencionar que: ³toda ceremonia implica teatralidad; por ello, el teatro
griego tuvo también en la religión su punto de partida´19. También Alfredo Hermenegildo20 considera que toda
ceremonia contiene teatralidad.

La tesis de Luis García Montero, por tanto, reduce la complicación y nos sirve para recordar que una época nunca puede ser vista con
nuestros ojos, sino que la historia nos exige el esfuerzo de la interpretación adecuada. Sin embargo, su propuesta no acaba por resolver
el asunto ya que, aunque descartáramos ciertos eventos como teatrales, siempre nos quedarán determinadas obras que se salgan de su
función ritual y que, a pesar de todo, no contengan la forma en la que, como diría Deyermond, todos somos capaces de reconocer el
género. Y, por otro lado, nada parece que impida pensar en la posible influencia de tales fiestas religiosas y paganas en el renacimiento
del teatro.

En este punto se hace necesaria la contemplación de otro concepto clave: el concepto de espectáculo.

Algunas reflexiones sobre el concepto de espectáculo. El fasto medieval.

A pesar de la interacción entre espectáculo y teatro parece claro que ambas cosas no son la misma. Allegri21 ha
intentado definir las características principales que los distingue: mientras que en el teatro la comunidad entera se
pone en cuestión y profundiza en sus propios valores, en el espectáculo un sujeto social se erige en objeto a ser
contemplado en función de quien lo contempla y ajeno a él. Este autor considera que la actividad de histriones y
juglares sólo serían espectáculo ya que jamás adoptan el papel de actor, sino que sólo llegan a desempeñar un
papel de comunicador (aunque en ocasiones hagan ademanes de dramatización). A este respecto resulta
interesante el artículo en el que el propio Allegri reflexiona sobre la figura del actor en aquella época22. En este
sentido e hilando su reflexión con la que a su vez hace Luis García Montero y ya señalada más arriba, Allegri
intenta definir la figura del actor en el contexto social de la época. Por las características sociales de la Edad Media
sería imposible concebir un sujeto realizando las tareas del actor ya que no se daría la premisa fundamental,
necesaria para que el actor, como tal, haga su aparición. A la sociedad medieval le es extraña una figura
semejante pues resulta imposible imaginar una figura en la que se den unos rasgos determinados de personalidad
al margen del individuo mismo. En definitiva, carecen del concepto de personaje, fundamental para que la figura
del actor pueda desarrollarse. En la Edad Media todos representan aquello que son, conforme a la idea de que
Dios ha dispuesto el mundo de una determinada forma y la posibilidad de que ese orden se alterase o se cambie
resulta inaceptable. De hecho, este asunto puede ser la clave para explicar la marginación social a la que los
histriones y juglares se ven sometidos puesto que en sus papeles de comunicadores ya transgreden en cierto
modo esa idea. Que un sujeto se vista con otros ropajes de los que le corresponden por edad, sexo o condición
social; que, a su vez, hable fingiendo otros hábitos o costumbres, así como diferente voz de la que le es propia,
acaba por ser un ataque directo contra Dios y contra la comunidad en general. Pero volviendo al punto que nos
interesa, Allegri, tras estudiar la figura del actor en el medievo, concluye que los juglares e histriones sólo llegan a
hacer espectáculo y no teatro, pues como se desprende de lo dicho, no llegan a establecer un nexo con el
espectador, sino que sólo se muestran a sí mismos. En este sentido, la Edad Media carecería, propiamente
hablando, de la noción de representación al carecer, a su vez, de la noción de personaje. En definitiva, habría
perdido el enlace entre el texto y la acción espectacular. Allegri fundamenta en este aspecto (la ausencia del
concepto de personaje y, por ende, de la figura del actor) la idea de teatro pues dice textualmente: ³(«) en
resumen, perdió el nexo que mantenía unidos texto y acción espectacular, porque habría censurado la idea misma
de teatro. Esto le lleva a recomendar cautela a la hora de hablar de Teatro Medieval, ya que, propiamente dicho,
tal teatro no existiría. De hecho de haberse llegado a realizar algo parecido al teatro es más que probable que la
propia sociedad medieval no lo reconociera como tal y que para ellos el teatro religioso fuese, en cambio,
ceremonia espectacularizada.

Juan Oleza23 sí establece una relación directa entre la teatralidad profana y el fasto medieval, aunque tampoco
considera este tipo de celebraciones como teatro. Sin embargo, Pedro María Cátedra24, al referirse a los momos,
los considera como ³espectáculo dramático´. Y, en definitiva, sí los llega a insertar dentro de los parámetros del
teatro. Basa su opinión en la idea de que en los momos ³los representantes cortesanos pueden llegar a romper la
realidad con su propio deseo´.

La dramaticidad. Otro concepto clave.

El último concepto del que nos vamos a ocupar y que resulta primordial en este trabajo es el de dramaticidad. Alfredo Hermenegildo25 lo define como:
³Capacidad de albergar el enfrentamiento de unos personajes con otros o consigo mismos. Supone la invasión de unos espacios dramáticos por los
actantes pertenecientes a espacios dramáticos distintos. Surge del choque más o menos violento de los ocupantes de unos campos axiológicos con los
del campo opuesto´.

Conclusiones.

Por tanto, y para finalizar esta primera parte del trabajo puede decirse que tres conceptos resultan básicos en la
metodología de los estudios de Teatro Medieval: teatralidad, dramaticidad y espectáculo. La teatralidad como
concepto que metodológicamente favorecería los análisis destinados a determinar si una obra puede o no ser
teatral, la dramaticidad, aunque desde otro punto de vista, también contribuiría a ello. En definitiva, de lo que se
trata, como ya vimos reiteradamente a lo largo del presente trabajo, es de deslindar lo que podría ser teatro de
aquellas formas que podrían, al fin y al cabo, quedarse únicamente en mero espectáculo o fasto. Sin embargo,
esto resulta difícil debido a la ausencia de consenso por parte de los críticos que, incluso, como hemos podido
apreciar en el curso de nuestras investigaciones, llegan a utilizar casi indistintamente un término u otro. Por ello, y
ya como opinión personal a raíz de lo estudiado, me parecería sensato intentar aunar criterios metodológicos, aun
cuando las opiniones en torno a cada obra sigan siendo dispares. Establecer qué se considera teatralidad, qué
rasgos pueden definir con claridad este concepto, en qué consiste la dramaticidad, etc, podrían ayudar a deslindar
lo que realmente puede ser teatro de espectáculo o cualquier otro género (épica, cancioneros dialogados, etc) y,
por ende, a perfilar un mapa más exacto del panorama teatral en la Edad Media, lo que a su vez podría contribuir
al estudio del caso castellano en concreto.

Este trabajo comenzó con una pregunta fundamental: ¿Por qué hablamos de teatralidad al referirnos al Teatro
Medieval? Hemos intentado a lo largo de estas páginas, ofrecer un esbozo del problema castellano, así como el
sentido que cobra este concepto en él. También hemos intentado reflejar las diferentes opiniones de la crítica al
respecto y unas someras conclusiones que sólo pretenden reflejar de forma mínima el estado de la cuestión y
nuestra opinión personal al respecto. En lo que nos concierne, esperamos haber conseguido exponer esta
reproducción con cierta claridad pues no hay lugar aquí para lo oscuro, mas sí un vergel rico en voces.
Escribir teatro no es imposible, pero casi. Buen teatro, se entiende: el que atornilla el espectador a su butaca, lo
obliga a concentrarse y no lo suelta hasta el telón final. No depende de la calidad literaria (los buenos escritores se
ilusionan con la fantasía de ser, simultáneamente, buenos dramaturgos, y no es así) sino, primordialmente, de algo
difícil de definir:la teatralidad.

El imprescindible Diccionario de Patrice Pavis informa que "el concepto tiene algo de mítico, de demasiado general
y hasta de idealista". Propone entonces, entre otras definiciones, la de Roland Barthes: "Es el teatro menos el
texto, es un espesor de signos y de sensaciones que se construye en la escena a partir del argumento escrito, es
esa especie de percepción ecuménica de artificios sensuales, gestos, tonos, distancias, sustancias, luces, que
sumerge al texto en la plenitud de su lenguaje exterior". Y prosigue Pavis: "De la misma manera, en el sentido de
Artaud, la teatralidad se opone a la literatura, al teatro de texto, a los medios escritos, a los diálogos e incluso a la
narratividad de una fábula lógicamente construida".

***

El ejemplo supremo de teatralidad, como síntesis de palabra y acción (mejor dicho, de palabra que también es
acción, y viceversa), es Shakespeare. Aun así, algunas obras -"Ricardo III", para mencionar una experiencia
reciente, o "Medida por medida" (suponiendo que sea realmente de su pluma)- sufren bruscos desequilibrios,
aprovechados por sus escasos detractores (Voltaire, entre ellos) para abominar del Bardo, su tremendismo y su
independencia de cualquier preceptiva. Pero esa independencia es privilegio del genio, como también lo es el
sujetarse a la norma y extraer de ella el colmo de la expresividad: Racine.

***

¿Qué decimos entonces cuando hablamos de la "teatralidad" de un texto? Esta oposición entre un "teatro puro" y
un "teatro literario" no se fundaría, según Pavis, en criterios textuales sino "en la facultad de utilizar al máximo las
técnicas escénicas que reemplazan al discurso de los personajes y tienden a bastarse por sí mismas". Nada más
teatral que un vodevil o una tragedia (los dos géneros más difíciles), y en ambos casos se depende por completo
del texto, cuya vigencia es imprescindible. Otro tanto ocurre con los autores que fueron vanguardia en el siglo:
Ionesco, Beckett. Hasta llegar al muy actual Bernard-Marie Koltés.

Tampoco la modernidad es garantía de teatralidad. Venerables mamotretos del siglo pasado -"Tosca", "La dama
de las camelias"- tal vez resultarían insoportables para un espectador de hoy sin la música de Puccini o de Verdi.
Analizar su estructura, sin embargo, puede ser un valioso ejercicio para un dramaturgo en ciernes. Porque lo
importante es (cualquiera que fuere la técnica aplicada, lineal o fragmentaria, naturalista o fantástica) crear
situaciones, de modo de mantener y acrecentar el interés por lo que sucede en escena. Yo arriesgaría,
inmodestamente, una definición más: la teatralidad es el arte de demorar una revelación.

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