Documente Academic
Documente Profesional
Documente Cultură
Humanismo
impenitente
ANAGRAMA
Colección Argumentos
Fernando Savater
Humanismo
impenitente
Diez ensayos antijansenistas
EDITORIAL ANAGRAMA
BARCELONA
Diseño de la colección:
Julio Vivas
Ilustración: «Retrato de un joven», Botticelli, 1480, National Gallery of Art,
Washington
1. De todos modos, la expresión que da título a este libro la tomo de Jean Paul
Sartre, quien dijo en su hermosa y ambigua necrológica de Albert Camus: «Su huma
nismo impenitente, estricto y puro, austero y sensual, libraba un dudoso combate
contra los acontecimientos masivos e informes de estos tiempos.»
dad. No por una felicidad mítica, sino por una felicidad terrestre
y al alcance de todos. Se trata de arrancar al hombre de la tiranía
y de la miseria. El hombre no puede ser feliz más que cuando
asume todas sus posibilidades de hombre, es decir cuando vive
en la libertad y en el bienestar. El fanatismo, la imbecilidad, la
pobreza engendran la ignorancia, la esclavitud, la guerra. La feli
cidad es el fruto de la Inteligencia y del Coraje, la felicidad es el
fruto de la Civilización, es la nobleza y la grandeza del hombre li
bre. En lo tocante al más allá, no hay nada que esperar. Cada
uno labra su destino aquí abajo y debe hacérselo él mismo.» Pasa
adelante, amigo lector, y que lo demás sea buen ánimo y buena
suerte.
Madrid, 15 de enero de 1 9 9 0
La humanidad en cuestión
1. Escrito en 1989.
La obstinación de Filoctetes
To be human is to be in danger.
A sh l e y M o n t a g u ,
On Human Being
Empecemos por la mención de una calumnia platónica. En
el Gorgias (501 f), Sócrates y su adversario Calicles convienen en
que la tragedia es un género «elevado y admirable» pero que de
dica solamente su interés a producir placer a los espectadores; es
decir, que ni deja de cantar lo que parece grato a sus oídos, aun
que sea malo, ni se atreve a cantar lo enojoso, por útil que pu
diera llegar a resultarles. Sócrates remacha el calumnioso clavo
afirmando que tales procedimientos son, precisamente, los que
caracterizan a la «adulación». De modo que la tragedia queda
como ejemplo de retórica «aduladora, demagógica y vergonzosa»,
de esa que se opone a la oratoria realmente hermosa (en el sen
tido platónico del término, naturalmente) «la cual trata de mejo
rar todo lo posible las almas de los ciudadanos y se esfuerza con
tinuamente por comunicar los más bellos pensamientos, tanto si
van a agradar a los oyentes como si van a serles molestos» (502 f).
Como ya queda dicho, se trata de una calumnia y -viniendo
de quien viene— sin duda malintencionada: la tragedia no «ha
laga» en el sentido demagógico del término a los espectadores,
salvo que por «halagar» se entienda fomentar el interés apasio
nado por la reflexión sobre conflictos de valores. Tal reflexión
no es ciertamente sólo conceptual sino que implica conmoción
ante la suerte de los individuos que se debaten entre destino, ca
rácter y azar, sin renunciar a privilegios ni retroceder ante ame
nazas. Aristóteles desglosó esa conmoción en los sentimientos de
«temor» y «piedad»; hace poco, la profesora Martha Nussbaum ha
hablado de «la fragilidad del bien» y de la colisión entre ética y
azar en el pensamiento griego. Son aspectos de una misma rei
vindicación del género trágico como vehículo adecuado de plan
teamiento moral sin concesiones ni a la tradición edificante ni a
la «regeneración desde arriba» por imposición estatista. Hay que
atribuir sin duda a su proclividad a este último tipo de pseudoso-
lución dogmática la citada calumnia de Platón contra el género
trágico.
Lo que parece deplorar Platón es que en la tragedia puntos
de vista nada «recomendables» reciben una argumentación poé
tica impecable y que a fin de cuentas no resultan por completo
acogotados por una visión del asunto irrefutable y clara. Por su
puesto, los mejores diálogos del propio Platón adolecen de seme
jante defecto, si es que de un defecto se trata. O también podría
haberle molestado que el individuo, equivocado o no, criminal o
inocente, en la acción trágica conserve hasta el final la dignidad
fatal de su decisión sin que esta sublime obcecación le descalifi
que moralmente. En efecto, en ello y no en otra cosa reside la
penetración ética de la tragedia. Aun cuando los acontecimientos
le abrumen, aun cuando las pasiones de su carácter le ensordez
can ante las razones de los otros (se trata de ensordecer más que
de cegar, pues el personaje trágico no es que no «vea» lo que ocu
rre sino que no «escucha» las voces que le previenen o le discu
ten), el protagonista de la tragedia es ante todo alguien que se
está eligiendo sin cesar a sí mismo: hasta cuando menos o peor
delibera, siempre es deliberadamente él mismo. Lo verdadera
mente ético de la tragedia es que pone en la escena poética no al
«individuo ético» (la mayoría de los personajes trágicos no se
consideran a sí mismos «morales» o «inmorales» ni exponen sus
conflictos en ese tipo de lenguaje) sino al individuo sin más, de
cuya aparición activa resulta necesariamente una reflexión ética.
Los individuos que presenta la tragedia no resultan éticamente
inspiradores porque se los muestre bajo un sesgo determinado
sino porque su individualidad en cuanto tal -com o toda verda
dera individualidad— resulta moralmente conflictiva. El indivi
duo trágico es autoafirmativo, inconfundible, capaz de cualquier
transgresión o de cualquier veneración pero nunca satisfactoria
mente asimilable a simple «caso práctico» de ninguna ley: su tra
gedia ante todo es que es individuo por antonomasia. Lo que le
individualiza no es tanto su forma de razonar ni siquiera su ma
nera de comportarse (su «forma de ser») sino su padecimiento. El
individuo trágico es ético porque es verdaderamente individuo,
pero es individuo por su padecer. No es que sin padecer no haya
tragedia: es que sin padecer no hay individuo. Pero cuando se
juntan trágicamente individualidad y padecimiento (y no podrían
juntarse de otro modo ni separarse de ninguno) brota el mo
mento oportuno de reflexión ética, que es temor, compasión y
luego purificación de la mente. ¿Se debe a este patetismo indivi
dualizante, tan directamente antiplatónico, el que Platón se haya
sentido obligado a calumniar a la tragedia?
La eficacia individualizadora del padecimiento trágico y su
relevancia ética tienen uno de sus ejemplos más fructíferos en el
Filoctetes de Sófocles. Karl Reindhart la considera el drama de
intriga más arriesgado y profundo del teatro ático, auténtica justi
ficación artística de su género porque en Filoctetes la intriga no
brota de una acción política ni de una aventura palpitante o ex
traña (como en Eurípides) sino de la sola y única necesidad de lo
humano, cuya voluntad, duda y dolor explora. Lo que intriga en
Filoctetes es precisamente ese dispositivo que padece y se obs
tina, lo individual: un dispositivo cuya herida depende de lo de
más y cuya curación pertenece sólo a sí mismo, algo más fuerte
y más débil que cualquier apariencia general y que en el equili
brio enigmático de fuerza y debilidad alcanza su dignidad propia.
Ulises y Neptólemo llegan a la isla de Lemnos dispuestos a
recuperar el arco de Heracles y a su dueño, el arquero Filoctetes,
necesarios según el oráculo para la victoria definitiva contra
Troya. Saben que no le van a encontrar propicio a este designio
puesto que años atrás fue abandonado, herido y solo, en Lemnos
por los mismos que hoy consideran su ayuda imprescindible. Uli
ses va dispuesto a utilizar cualquier trampa para engañar al hostil
Filoctetes; en cambio el joven Neptólemo, hijo de Aquiles, de
sembarca dejando muy claro que «prefiere fracasar obrando recta
mente que vencer con malas artes». En el fondo Neptólemo es
un «alma bella» cuya rectitud de conciencia no tiene precisa
mente una consistencia adamantina: lo que reclama al proferir
altisonantemente sus principios es una coartada suficiente para
poder transgredirlos sin escrúpulos mayores. Naturalmente, U li
ses se la brindará con todo gusto y habilidad. De lo que se trata,
le explica, es de conseguir la victoria; ya habrá tiempo después
para mostrarse justos. Tras la breve desvergüenza que el día re
quiere, viene toda una larga vida en la que poder ser llamado «el
más piadoso de los mortales». Por lo demás, aclara Ulises, las pala
bras son instrumentos para conseguir los objetivos lo mismo que
las acciones, ni más ni menos. Neptólemo está decidido sin duda a
obligar por la fuerza a Filoctetes a acompañarles a Troya con su
arco, pero no se decide a engañarle a fin de lograr el mismo resul
tado. Digno de la estirpe de Aquiles, la preocupación básica de
Neptólemo es ser valiente y una de las características del valien
te es la arrojada y desdeñosa sinceridad. Ulises le convence de
que ahora tiene una ocasión de hacerse reputar por sabio y no sólo
por valiente, empleando con decisión las fintas de la palabra
lo mismo que en su momento las fintas de la espada. En algunas
ocasiones, más vale maña que fuerza; en todas, más vale que la
maña acompañe a la fuerza. Lo que Ulises ofrece a la considera
ción de Neptólemo para persuadirlo es sin duda una «razón de
estado», pero no anónima y burocrática, sino realzada de gloria y
nombradla. Y Neptólemo la acepta porque, como dice más ade
lante, «la justicia y la conveniencia le obligan a obedecer a los
que están en el poden». La justicia y la conveniencia no estaban
aún sistemáticamente opuestas entre aquellos griegos trágicos
cuyo reino —a todos los efectos- sí era de este mundo.
Muchas heridas se acumulan sobre Filoctetes: quizá la menos
grave, a pesar de constituir el origen de su desventura, sea la
mordedura de serpiente venenosa que le ha emponzoñado la san
gre. Se trata sin duda de una llaga física y bien física: supura de
forma tan pestilente que nadie puede soportar sin asco la proxi
midad del herido y causa accesos de dolor tan intensos que Filoc
tetes pega alaridos y aúlla como un perro rabioso, hasta que llega
un piadoso desmayo inducido a fuerza de puro sufrimiento. El
dramaturgo no ahorra detalles espeluznantes, fiel así a su estilo:
«Sófocles, el más cruel de los trágicos griegos, nunca rehúye la
imagen física del sufrimiento; sus héroes son como estatuas, pero
estatuas que derraman sangre de verdad y además exudan negra
pus» (Jan Kott, en El manjar de los dioses). Desde luego, esa he
rida tiene también aspectos simbólicos, dimensiones míticas: se
trata del castigo divino ante una transgresión, su situación en el
pie señala según los estudiosos enfrentamiento con deidades cró
nicas, etc... Pero ante todo aflige y humilla a la carne: sangra,
apesta, duele mucho. No es la secuela gloriosa de ningún com
bate de igual a igual, sino una especie de accidente furtivo y fa
tal, una de esas cosas que les pasan a los hombres por ser cuer
pos, un mal encuentro con alguna de esas realidades ínfimas y
hostiles que bastan para derribarnos, en suma: una miseria. A
causa de su llaga, el orgulloso arquero Filoctetes se ve convertido
no en un honroso inválido de guerra sino en un pobre y repug
nante miserable. Nos hace miserables cualquier afección de la
carne que nos compromete y aflige sin darnos ocasión de blaso
nar socialmente de ella. Miserable se siente Filoctetes, como mi
serable se siente Job con su lepra y miserable Sóren Kierkegaard
con su «astilla» clavada en la carne. Una herida miserable de ese
tipo cierra muchas puertas, pero abre otras, secretas y atroces: las
puertas de la condición humana.
Y sin embargo, según decíamos, quizá la peor herida de Fi
loctetes no sea la llaga física que sangra y supura. Hay otras: la
soledad forzosa y el rechazo por parte de los compañeros. La
mordedura de la serpiente les ha servido como un motivo de ex
clusión, con el pretexto de que no podían soportar su pestilencia
ni sus quejas. En lugar de brindar la ocasión para que la humani-
tas se ejerciese, la herida ha provocado la ruptura de los lazos de
humanidad. De aquí el rencor de Filoctetes, que no es sencilla
mente el de alguien al que se ha infligido una ofensa, sino el de
quien ve traicionada su condición misma de ser sociable, el reco
nocimiento que los demás deben a lo que a todos en común les
constituye. Aquello de que ha sido privado Filoctetes es, ante
todo, el lenguaje mismo: cuando Ulises y Neptólemo llegan a
Lemnos lo recobrará de nuevo, pero en principio para escuchar
mentiras. «¡Oh, queridísimo lenguaje! ¡Nada como recibir el sa
ludo de un hombre como tú después de tanto tiempo!»: con tales
exclamaciones recibe el miserable a quien ha sido enviado para
someterle con engaños. Filoctetes añora cuanto representa socie
dad, compañía, reconocimiento interhumano. En el desarraigo
salvaje de su aislamiento, intenta sobre todo urbanizar su suerte
aciaga por medio de un techo y de un fuego, aunque tales logros
no le curen de lo más profundo de su mal: «Verdaderamente un
techo bajo el que establecerse con fuego proporciona todo, ex
cepto el que yo deje de sufrir.» La llegada de Neptólemo, hijo de
un compañero de armas al que admira y la noticia de cuya muerte
le consterna, parece prometer todo lo que anhela: palabra, compa
ñía, comprensión para su daño y un medio de volver a la sociedad
humana. La miseria de su herida y la ruptura con sus semejantes
que ha provocado han llevado al desdichado arquero a dudar fun
dadamente de la bondad divina. Los malos sobreviven y prospe
ran, mientras que los mejores padecen y perecen: «¿Cómo hay que
entender esto y aprobarlo cuando, al tiempo que alabo las obras di
vinas, encuentro a los dioses malvados?» Es la queja de Job, la pro
testa de Kierkegaard, la lúcida e impotente rebeldía de los misera
bles. Pero ahora que hombres buenos han desembarcado en
Lemnos, quizá todo pueda finalmente repararse...
Por la vía de prometerle su reintegración a la sociedad, allá
donde podra de nuevo comer en compañía y beber ese vino de
bidamente escanciado que no ha probado desde hace diez años,
Neptólemo se gana la confianza de Filoctetes y recibe en custo
dia el anhelado arco. Filoctetes le bendice, ensalza la virtud de su
nuevo amigo y trata de ocultarle los aspectos más repulsivos y
molestos de su dolencia para que no se desanime de su buen pro
pósito de concederle pasaje de retorno en su barco. Ulises tenía
razón y las palabras seductoras han triunfado sin esfuerzo allí
donde medios más violentos hubieran fracasado probablemente.
Queda tan sólo el problema de embarcar a Filoctetes en compa
ñía de su gran enemigo y llevarle a cumplir la misión que ha de
reportar triunfo y gloria a quienes le maltrataron. Neptólemo va
cila en proseguir con el engaño y el arquero interpreta esta re
nuencia como un volverse atrás por culpa de la abominación de
su llaga. Pero no es esa repugnancia la que perturba el ánimo del
joven hijo de Aquiles: «Todo produce repugnancia cuando uno
abandona su propia naturaleza y hace lo que no es propio de él.»
A l perder la naturaleza propia, al abandonar la humanitas y sus
exigencias de juego limpio con el semejante, todo queda ya v i
ciado por la náusea: lo mismo la miseria ajena que la salud y la
victoria propias. Neptólemo quiere el triunfo, desde luego, pero
lo quiere para él, es decir: sin renunciar a su naturaleza. No
quiere vencer contra sí mismo, a costa de perderse a sí mismo.
Por otra parte, justicia y conveniencia le imponen la obediencia a
sus gobernantes y tampoco puede renunciar a ella sin desnatura
lizarse en cierto modo. Por ello intenta conciliar estas exigencias
opuestas, hablando francamente con Filoctetes y haciéndole una
propuesta razonable: le ofrece su curación y su reinstauración
plena en la sociedad a cambio de su colaboración voluntaria en
la batalla definitiva contra Troya.
Pero Filoctetes se siente profundamente dolido y traicionado.
De nuevo se utiliza contra él el abuso y la prepotencia, unidas
ahora al engaño. El momento del pacto con los adversarios y de
la componenda razonable ya ha pasado: ahora el último derecho
que le queda es decir rotunda y obstinadamente «No». ¡Hasta eso
quieren quitarle! Se emplean encarnizadamente en vencerle,
siendo como es ya un mero cadáver, «una sombra de humo»...
¡Más le valiera estar efectiva y definitivamente muerto! Las im
precaciones de Filoctetes contra la existencia que se le impone,
solicitando armas con las que quitarse la vida, exigiendo de dio
ses y hombres el alivio de la muerte, son de lo más significativo e
impresionante de la tragedia griega. Lo que Neptólemo le pro
pone es un trato decente y, desde un punto de vista meramente
práctico, muy conveniente para todos. A fin de cuentas, Filocte
tes sin duda va a mejorar, pero el privilegio del herido, del aban
donado, del rechazado, del que ha visto su humanidad pisoteada
por causa de su herida, es no querer mejorar a cualquier precio o
de cualquier modo. Avenirse a la propuesta de Neptólemo es
aparentemente más digno y ventajoso que seguir padeciendo
abandono en Lemnos o someterse a la coacción que Ulises está
dispuesto a utilizar contra él: pero Filoctetes, sencillamente, ya no
quiere. No quiere ceder; no quiere ceder su voluntad de no querer.
Se le abandonó por ser un herido apestoso e inútil para todos; por
tal causa se le negó el reconocimiento debido a la humanidad. Y
ahora él no quiere aceptar el trámite de la cura y de su utilidad
irremplazable en el ejército a fin de ganarse el derecho conviven-
cial que se le arrebató indignamente. Filoctetes quiere ahora ser
aceptado como hombre herido, como hombre que apesta, como
hombre inútil: o prefiere seguir en su isla diciendo «no» a todo. No
está dispuesto a dar su arco ni su aquiescencia para ganarse el apre
cio de los que le despreciaron. Le conviene, pero no quiere. Es ra
zonable, pero no quiere. Que los sanos, como Neptólemo, se aten
gan a la justicia y a la conveniencia, a la obediencia a quienes
tienen el poder. A Filoctetes ya no le queda más que el privilegio
hediondo y supurante de su herida: «La herida de Filoctetes es su
dignidad. La única dignidad que le resta» (Jan Kott, El manjar de
los dioses). Son los demás los que han decidido cambiar la conside
ración debida a la humanidad de Filoctetes por el asco a su herida.
Ahora la herida es la naturaleza humana misma para él: y no sabría
renunciar a ella sin sentir asco de sí mismo, como el propio Neptó
lemo tendrá que reconocer.
La actitud de Neptólemo hacia el arquero herido comienza
siendo de compasión ante su desvalimiento doloroso, pero poco
a poco se va convirtiendo en algo más tónico: en el reconoci
miento de un derecho. «Una profunda compasión por este hom
bre se ha apoderado de mí, y no ahora por primera vez, sino ya
antes», dice Neptólemo, haciéndose eco de una de las primeras
intervenciones del coro: «Yo siento compasión por él, porque,
desdichado, sin que se preocupe de él ningún mortal y sin nin
guna mirada que le acompañe, siempre solo, sufre cruel enferme
dad y se angustia ante cualquier necesidad que se le presente.
¿Cómo, cómo, desventurado, se mantiene? ¡Oh recursos de los
mortales! ¡Oh razas desgraciadas de hombres, para quienes no
existe una vida mesurada!» Es la compasión ante el sufrimiento y
la soledad de un ser desamparado, que lleva a lamentar la triste
condición humana ejemplificada en semejante «caso» y quizá a
intentar remediar la enfermedad con algunos bienintencionados
ungüentos. Pero Filoctetes no quiere ser curado ni compadecido,
no quiere que nadie le utilice como ocasión para implorar a los
crueles dioses del destino: lo que quiere es ser tratado como un
hombre. Exige que se le reconozca su derecho a obstinarse en la
negativa, a no doblegarse ante lo razonable: su derecho a los pri
vilegios de su herida y a la desmesura de quien ya una vez ha
sido depuesto sin miramientos de su condición humana. En su
terquedad atrabiliaria, Filoctetes se asemeja a los judíos milagro
samente escapados de los campos de exterminio y que niegan
cuarenta años después el beneficio de la amnistía a sus envejeci
dos verdugos. Ni el uno ni los otros quieren despertar compren
sión ni simpatía, sino que exigen que se les admita el derecho a
permanecer intratables. Poco a poco, el afable y un poco oportu
nista Neptólemo se va dando cuenta de lo que realmente está en
juego. A Filoctetes no basta con echarle una manita, ni con ofre
cerle una salida honrosa, pues ya exige el todo o nada. Filoctetes
no solicita simplemente que se pongan de su lado: reivindica su
derecho a permanecer en el suyo, aunque sea solo, aunque sea
incomprendido y antipático.
Como era de sobra previsible, Ulises no está dispuesto a con
sentirle tales exigencias. Y Neptólemo, que intenta contentar a
ambas partes, tendrá poco a poco que tomar partido. Para Ulises,
Filoctetes no es más que el reacio instrumento de un plan mucho
más vasto e importante que su simple individualidad. Se le puede
engañar, se le puede forzar, se le puede despojar de sus bienes: el
triunfo de la colectividad contra sus enemigos es más importante
que la tozuda voluntad del individuo resentido. No estoy seguro
de que Platón hubiese aceptado punto por punto los métodos de
Ulises, pero no cabe duda de que habría suscrito su razonamiento
de fondo, tal como puede leerse en Las Leyes. Ulises está dis
puesto hasta a consentir que Filoctetes permanezca en Lemnos,
renunciando a su derecho de triunfador a llevárselo por la fuerza.
Pero le arrebatará el arco, que es lo que le parece más útil: herra
mienta por herramienta, confía más en la docilidad de la inerte
que en la animada y levantisca. No quiere entrar en comunica
ción ni poco ni mucho con Filoctetes, se limita al lenguaje de las
bruscas concesiones e imposiciones. En cambio Neptólemo
quiere hacerse entender y para ello devuelve a Filoctetes lo que
le instituye como interlocutor válido: primero, su libertad y
luego su arco. A partir de ahí, en abierta oposición contra Ulises,
sigue intentando razonar con Filoctetes y convencerle por las
buenas. Pero éste no quiere atender a razones: quiere, más allá
de todo razonamiento utilitario colectivo, ser tomado en conside
ración por sí mismo. A l final, Neptólemo admite que ya no le
queda otro remedio que llevarse con él a Filoctetes y convertirse
también en un proscrito, en el cómplice de su herida. Contra
Ulises y contra el resto de sus compañeros aqueos, el hijo de
Aquiles defenderá al individuo acosado y su derecho ético a la
obstinación negativa. Por su parte, Filoctetes le promete su
ayuda y la de su arco terrible: es el apoyo de la marginación a la
marginación, del apestado veterano al recién llegado a la cuaren
tena, del solitario forzoso al que ha elegido voluntariamente la
soledad como forma de defender el derecho a la compañía.
En esta tragedia de Sófocles se condensa como puede que en
ninguna otra el conflicto entre las conveniencias públicas y la
autoafirmación no genérica, sino irrepetible y única, individual,
de lo humano. Ningún hombre puede ser excluido impunemente
del vínculo de la humanitas: el más inválido, el más repelente, el
más atrozmente herido por la miserable fatalidad, no puede ser
destituido y abandonado sin que ello traiga luego indeseables
consecuencias para la comunidad que lo margina. Aquel cuya
compañía nadie soportaba y a quien nadie se molestó en brindar
ayuda o consuelo puede ser mañana - o diez años después—el que
posea la clave para salvar a todos los demás. Pero entonces ya no
podrá ser recuperado sin más, pasando por encima de su volun
tad, so pena de volverse a reincidir en la culpa de lesa humani
dad que se intenta purgar. Para expulsar a alguien del grupo
como un desecho inútil basta la fuerza; pero para recobrarle ad
integrum al reconocimiento interhumano hay que solicitar su ad-
quiescencia y ganarse su voluntad. No basta con exponerle las
ventajas de la nueva situación que se le ofrece, ni mucho menos
se le puede engañar o coaccionar para que colabore otra vez con
los demás: uno puede dejar de ser hombre por la fuerza, pero na
die retorna por la fuerza a la humanidad. El respeto a lo subje
tivo es tal entre los griegos que ni siquiera un dios puede inter
venir para forzar el consentimiento: como bien ha señalado
Bruno Snell, en la Iliada la propia Atenea pide adquiescencia a
Aquiles en el momento de intervenir para serenar su cólera con
tra Agamenón. «Vengo del cielo a calmar tu ira, si consientes en
ello»: en tal cláusula de cortesía y respeto está la semilla del dere
cho democrático y también de la ética en tanto algo más que do-
blegamiento a la costumbre tradicional. Aquí hay algo que los
despotismos teológicos orientales nunca llegaron a conocer.
También Hércules, cuando aparece como divinidad tutelar al fi
nal de la tragedia, se dirige a Filoctetes en tono de consejo y per
suasión, nunca de manera dictatorial. Revela lo que ha de venir,
pero da por hecho que ello requiere la aceptación cordial de los
participantes en la trama del destino.
Sin embargo, lo importante es esto: que hace falta un dios
para zanjar el conflicto entre necesidad colectiva y obstinación
negativa de la individualidad ultrajada. Cuando Neptólemo se
convence de que Filoctetes no va a doblegarse a sus muy sensatos
argumentos, no le queda más remedio que elegir entre ponerse
abiertamente de su lado, con todas las consecuencias, o apoyar
las medidas coactivas con las que Ulises quiere hacer prevalecer
la conveniencia mayoritaria. Tiene que optar por el individual y
ético derecho a decir «no» o por la razón de Estado: como héroe
bien nacido, elige la primera opción. Pero el fondo del problema
sigue en cuanto tal intacto. Filoctetes es una especie de mártir
del amor propio del que brota la ética; es deseable que dicho
amor propio amplíe sus miras y se concilie con el de cada uno de
los restantes miembros de la comunidad, pero tampoco puede ser
obviado como irrelevante y simple molestia el afán obstinado del
individuo por afirmarse en la llaga que le caracteriza. Reconocer
el derecho a tal inflexibilidad es precisamente la garantía de que
el lazo comunitario quiere ser filia y no pura imposición de do
minio. Aunque la comunidad se basa en la organización del per
dón y en la mutua condescendencia, la seriedad de la libertad re
quiere el que tenga que ser admitido también como plenamente
humano quien se niega a perdonar. Aquí la individualidad ética
colisiona con la normativa jurídica y el enfrentamiento es preci
samente de los que dan su irreductible sentido a la palabra «tra
gedia». No hay salida única, lo que quiere decir que varias per
manecen abiertas o al menos queda el esfuerzo de buscarlas. El
héroe divino que cierra la obra, en su aparición definitiva, ter
mina su intervención aludiendo a algo que no es de este mundo
pero está en el mundo, algo que no nos pertenece pero a lo que
no podemos renunciar: la piedad, dice Hércules, esa piedad
griega que no es compasión cristiana sino también respeto, te
mor, veneración y secreto... «la piedad que no muere con los
mortales porque, estemos vivos o muertos, ella no perece».
La crítica jansenista del amor propio
1. Tres meses y medio después de escribir estas palabras fue liberado de su largo
cautiverio Nelson Mandela.
ha llegado efectivamente a los hombres el momento de gozar del
gran año sabático de su tarea política. Pienso, contra Hannah
Arendt, que tampoco la creación de un orden mundial efectivo por
encima de las naciones (perspectiva para ella aborrecible y para mí
discretamente deseable) acabará con la vita activa: la hará sin duda
más densa, más sofisticadamente problemática. Los maquiavelos
deberán aprender cibernéticas sutilezas... En cualquier caso, como
queda dicho, la provocativa aseveración de Fukuyama ha tenido un
efecto saludable: el respingo de horror dado por quienes no sabrían
vivir sin la ilusión de la historia, es decir sin la utópica zanahoria del
futuro colgando delante de la nariz. Estos utopistas suelen ser de los
que aborrecen los anuncios comerciales de la televisión, cuando en
verdad su visión del mundo pertenece por derecho propio al mismo
orden de gratificantes embustes. Algunos, en cambio, del discurso
histórico no querríamos conservar todo lo más sino la melancolía
trágica del pasado (creo que lo malo de Fukuyama es que no tiene
razón). Compartimos el dictamen de Joseph Brodsky: «Por alguna
razón, el pasado no irradia la inmensa monotonía del futuro. De
bido a su profusión, el futuro es propaganda. Lo mismo que la
hierba.» Para los creyentes, sin embargo, el final de la historia equi
valdría a la definitiva muerte de Dios.'
1. En realidad, la doctrina del fin de la historia no pertenece tanto a Hcgel
como a Alexandre Kójeve, cuyo genial comentario a la F en o m e n o lo gía d e l espíritu ha
marcado a varias generaciones de lectores hegelianos. Para Kójeve, el establecimiento
del gran imperio mundial —que Hegel sólo pudo vislumbrar—marca el advenimiento del
reconocimiento definitivo del hombre por el hombre; por tanto, es lícito decir que la his
toria acaba, en cuanto dialéctica violenta global, y el sabio puede dedicarse a la contem
plación metadialéctica. A tal final de la historia Kójeve no le atribuyó especiales encan
tos estéticos ni morales; en cuanto a su realización efectiva, primero creyó verla en el
ascenso imparable del estalinismo y más tarde en el de Japón. Afortunadamente, sólo la
segunda profecía guarda atisbos de vigencia. Aunque para la mayoría de los marxistas y
ex marxistas mal reciclados sea la blasfemia contra el futuro lo que les hace indignarse
ante cualquier insinuación a lo Fukuyama, no falta también otro tipo de repugnancia (del
tipo, por ejemplo, de la de Hannah Arendt ante la perspectiva de un Estado único mun
dial) que expresó muy bien Jean-Paul Sartre: «Cuando se le asigna una meta a la especie
humana y esa meta se logra, en cuanto se la considera como realidad, todo se hunde en lo
siniestro, la especie humana se convierte en hormiga. Lo dado se cierra sobre ella.»
Una prueba, por cierto que alarmante, de que la historia no está
dispuesta a dejarse morir a causa de la distensión democrática de la
política, es precisamente la cuestión que va a ocuparnos a lo largo
del resto de esta nota. En efecto, la situación actual conlleva en
cierto modo la desaparición del «enemigo exterior» como elemento
aunador de los ciudadanos de cada país. La democracia es, desde su
origen griego hasta sus fórmulas actuales, ante todo un escenario de
discordias, no la celebración de lo unánime. Se enfrentan intereses,
etnias, lenguas, religiones, placeres, enfoques de la gestión pública,
liderazgos... La diferencia entre la ortopedia totalitaria y la concu
rrencia democrática es que a los totalitarios les basta un dogma para
sentirse unidos, mientras que los demócratas cuanto más demócra
tas son más diferentes aprenden a considerarse. Antes, los países
que conocían (y padecían también, desde luego) esta bendita diver
sidad obtenían consenso unificador apelando al enemigo totalitario
extranjero (en otros estados se justificaba la coacción uniformiza-
dora recordando las asechanzas del imperialismo capitalista).
Ahora tales proclamas resultan cada vez más hueras y pronto deja
rán completamente de tener sentido, si la marea democrática sigue
ascendiendo. Y es aquí, precisamente, donde se plantea el pro
blema: al fallar los chivos expiatorios frente a los que asentar la una
nimidad política, es más que posible que comiencen a buscarse
otros nuevos en el terreno de la moral. Después de todo, el método
más acrisolado de estrechar lazos dentro de una colectividad y man
tenerla disciplinadamente unida es siempre proyectarla contra algo
o alguien, sin dejarla nunca en la contradicción multiforme de su
auténtica diversidad.
Por decirlo en pocas palabras: la pluralidad política es una con
quista que ya poseen ciertos países desarrollados y que están en vías
de conseguir otros; pero la institución efectiva de la pluralidad mo
ral es algo que aún no se ha conseguido en ninguna parte. Y cabe te
mer que el precio que se quiera hacer pagar por el establecimiento
general de la primera consista en imposibilitar de manera más o
menos explícita la segunda. Como el Estado pretende lograr siem
pre de un modo u otro franjas de consenso unánime, quizá la demo
cracia política más y más generalizada busque «naturalmente»
apoyarse en un cierto totalitarismo moral. En el fondo, se trata de
remediar de algún modo la paradoja del individualismo. Por una
parte, resulta evidente que la democracia política se funda en un in
dividualismo básico, al que además refuerza y potencia: el sistema
se apoya en las preferencias libremente expresadas de los socios, a la
vez que se compromete a respetar los derechos de cada individuo
humano en cuanto tal. La sociedad democrática no tiene finalidad
más alta que promover el bienestar de los individuos que la compo
nen del modo que parezca más conveniente en cada momento a la
mayoría y respetando los derechos fundamentales de las minorías.
El proceso de implantación democrática va deslegitimando las fi
delidades colectivas tradicionales, las antiguas pertenencias por las
que el individuo se identificaba y que le hacían sentirse uterina
mente protegido. La pertenencia necesaria y natural (querida por
Dios o impuesta por la tierra) va siendo sustituida por la participa
ción voluntaria individual, con sus concomitantes zozobras produ
cidas por las múltiples ofertas de elección y el desarraigo respecto a
grupos y creencias antes vigentes. Esta crecida del individualismo
(que no puede ser tajantemente remediada más que recurriendo al
totalitarismo, como han pretendido este siglo dictaduras de derecha
y de izquierda) despierta una doble reacción adversa, desde el punto
de vista del Estado y desde el propio individuo: en cuanto al Estado,
se siente como pérdida de la unanimidad y del interés corporativo
global en el que se basa el (supuestamente) debido orden social; en
lo tocante al individuo, éste se nota desvinculado, insustancial y
abrumado por el peso culpabilizador de una libertad cuyos efectos
indeseados ninguna instancia suprapersonal le ayuda a soportar.
Tanto el fascismo como el comunismo leninista -e n sus diver
sas variantes industriales y subdesarrolladas, vanguardistas o popu
listas, nacionalistas o imperialistas—han pretendido resolver el pro
blema del individualismo suprimiendo la democracia política inse
parablemente vinculada a él. Se trataba, hablando en la terminolo
gía acuñada por Tonnies, de volver desde la solidaridad mecánica
de la sociedad convencional a la solidaridad orgánica de la comuni
dad arcaica. Es típica en ambos casos la lucha contra la economía de
mercado que caracteriza el paso al artificialismo social y la denuncia
de los malos sentimientos «egoístas» y «hedonistas» (o «consumis
tas») a ella anejos. El experimento tardocolectivista, empero, ha fra
casado ya del todo tanto en el plano de la eficacia colectiva como de
la adhesión ciudadana, aunque sólo tras una serie de guerras, críme
nes y castraciones vitales particularmente horrendas y, sobre todo,
insólitamente numerosas en cuanto a víctimas. Ni en el plano de lo
político ni en el plano de lo económico nadie se atreve racional
mente a proponer la abolición de la democracia demoliberal, sea
con tales o cuales correctivos sociales a la altura de los tiempos
(fruto precisamente de la generalización del principio individua
lista y no de su morigeración). Pero el arraigado temor continúa in
cólume. Hasta ahora, la inmensa mayoría del planeta ha vivido so
metida a unanimismos colectivos de un orden u otro; en oriente, la
propia noción democrática del individuo es casi generalmente des
conocida, al menos en lo tocante a la práctica política. ¿Qué ocu
rrirá el día que el individualismo se generalice? ¿Podrán vivir en
China mil millones de individualistas? ¿Es imaginable siquiera una
democracia individualizante que abarque a cinco mil millones de
seres humanos?
De modo que la búsqueda de unanimidad totalitaria se va des
plazando del terreno estrictamente político al campo de la moral. Se
trata de establecer un mal prioritario en cuya celosa persecución
(tanto dentro de cada persona como en el cuerpo social exterior) se
unifique la sociedad en torno a sus dirigentes estatales. Por su
puesto, muchos de esos brotes de totalitarismo moral implican de
modo más o menos próximo una efectiva renuncia al sistema demo
crático pluralista, es decir, son preámbulo o coartada del totalita
rismo político: así ocurre con el recurso al integrismo religioso en
las teocracias fundamentalistas (el caso de Irán es un ejemplo para
digmático) o con la invocación a purezas y superioridades étnicas,
tales como los planteamientos xenófobos de los movimientos de ex
trema derecha europeos contra los inmigrantes o incluso las afirma
ciones exaltadas de algunos nacionalismos independentistas. Estos
mecanismos unanimistas implican la apelación a resortes arcaicos
previos a la declaración dieciochesca de los derechos humanos, lo
cual sin embargo no les resta modernidad o por lo menos actuali
dad. La resistencia al racionalismo igualitario y al individualismo
hedonista propios de la modernidad son la otra característica per
manente de ésta.
Pero el totalitarismo moral no tiene por qué ser incompatible
con la democracia política, como ya señaló en su día y con el len
guaje de las preocupaciones de su época el sagaz Tocqueville. A l
contrario, en sociedades muy complejas y que padecen cambios ver
tiginosos (para lo que ha sido antaño el usual ritmo histórico), la de
limitación de enemigos comunes que conciten los ánimos puniti
vos de izquierdas y derechas parece ser una reacción instintiva de
autodefensa. Los matices, por supuesto, serán salvaguardados: la
derecha tendrá por «vicio» o «pecado» lo que la izquierda designará
como «enfermedad» o «abuso antisocial». Tales distingos no alteran
el brío inquisitorial de los censores. Basta con encontrar una instan
cia reverenciada de modo suficientemente universal por unos y
otros para poder decretar la persecución del modo más «democrá
tico»... al menos según cierta concepción nada radical de lo que la
democracia implica. La fuente de totalitarismo moral hoy más ina
pelable y extendida es la que se apoya en una argumentación «cien
tífica» (como la que ayer sustentó al racismo, no conviene olvi
darlo): se trata de la invocación ritual y coactiva a la salud pública,
no como ayuda estatal legítima a una invención y búsqueda indivi
dual, sino como obligación colectiva vigilada policialmente. En la
noción de «salud pública» se reúnen los prestigios del utilitarismo y
del racionalismo, al menos en cierto grado y si no se es demasiado
exigente, con las oscuras magias y exorcismos salutíferos que lleva
ron a la quema de brujas o de esos judíos que «repartían dulces enve
nenados entre los niños» o echaban cicuta en las aguas de las ciuda
des cristianas. No hay que menospreciar que «salud» y «salvación»
(en el sentido religioso del término) sean designadas en latín y otros
idiomas por la misma palabra.
El caso más evidente de esta nueva ética totalitaria de la salud es
el fenómeno de prohibición y persecución de ciertas drogas, fuente
del atropello masivo de derechos individuales más ostentoso de las
últimas décadas y origen del gangsterismo cada vez más potente (y
económicamente rentable) del narcotráfico. Medidas como las pro
clamadas con rango de cruzada por el presidente Bush (que incluyen
hasta campos de reeducación paramilitares para cocainómanos y
fuerzas militares de intervención en países productores de sustancias
consideradas «diabólicas» en USA) jamás hubiesen sido aceptadas sin
escándalo en Europa ni en la propia Norteamérica liberal si se plan
teasen en nombre de una ideología política —por ejemplo, la persecu
ción de comunistas—pero son celebradas como sensatas y necesarias
por provenir de una ideología moral de fundamento «médico». Debe
ser el primer caso en que se asume como normal la proclamación de
que algo es moralmente degradante y satánico porque puede resultar
dañino para la salud si no se lo emplea correctamente... Aunque el
caso de las drogas sea el más escandaloso (sin duda constituye el
auténtico experimentum crucis de la sensibilidad ética de nuestra
época), el totalitarismo moral de base médica tiene otras ramifica
ciones: véase sino la moralina vertida cont ra la promiscuidad sexual
—sobre todo homosexual—con motivo del SIDA.
Como resulta obvio a poco que se resista a la tentación catastro-
fista, estas corrientes de totalitarismo moral encuentran su contra
peso -e n muchas ocasiones, cierto es, demasiado débil—en los esfuer
zos liberalizadores de individuos e instituciones en pro de un efectivo
pluralismo moral. No hay que confundir «pluralismo» con «relati
vismo» o «escepticismo» en cuestiones morales. La opción por el
pluralismo moral no sólo no descarta la universalidad sino que la
exige en esencial medida; no sólo no renuncia a la firmeza de los
principios sino que demanda tomarse éstos radicalmente en serio.
Ahora bien: ¿qué universalidad? ¿qué principios? La respuesta a es
tas preguntas parecerá menos caprichosa si se tiene en cuenta que la
propia opción por la pluralidad excluye ya de entrada un cierto tipo
de morales, a saber: las que rehúsan la coexistencia con las formas
personales de realización ética que no comparten y las que se niegan
a argumentar racionalmente sus preferencias en caso de conflicto
abierto con alguna de ellas. En una palabra, excluye a los fanáticos
exterminadores y a los iluminados por lo Inefable que no admiten
ninguna mediación de lo inteligible entre su vocación y la de los de
más. Se dará así universalidad en cuanto asunción de derechos y de
beres de humanidad, tales como derecho a la diversidad (el derecho
es lo universal, dentro del cual se da la diversidad), a la autonomía
con que reinventa en cada caso el individuo sus propias leyes (aun
que sean las más antiguas y tradicionalmente sancionadas de las co
nocidas por los hombres), a la complicidad razonable de los otros y
el deber hacia ellos de benevolencia no discriminatoria y de comu
nicación (y comprensión) activa. Los principios así instituidos con
sagran la operatividad ética de la individualidad libre, dedicada a
amarse a sí misma según su mejor saber y entender. Y consciente, a
buen seguro, de que está rodeada de otras con la misma apetencia y
a las que tiene que reconocer para, a su vez, ser reconocida en el ám
bito de lo público y de la comunicación, a fin de que así se cumpla la
más básica de las exigencias no ya humanas sino humanizadoras...
Los colectivistas y los partidarios de que sólo la solidaridad
orgánica cuenta considerarán este programa mínimo como exce
sivamente proclive a fomentar el más funesto de los males: el
egoísmo individual. Será oportuno recordarles lo que dijo Oscar
Wilde en uno de sus textos más reflexivos (El alma del hombre
bajo el socialismo): «El egoísmo no consiste en vivir como se
quiere, sino en exigir a los demás que vivan como uno.» Un go
bierno y un parlamento democráticamente elegido pueden deter
minar la política más conveniente para todos, pueden establecer
las normas jurídicas a las que se someterá el intercambio social,
pero ni deben ni en realidad pueden imponer una moral obliga
toria. Fue C. J. Jung quien señaló en cierta ocasión que «un bien
moral impuesto pierde su carácter de bien o el de moral». Re
sulta obvio que lo que aquí se reclama es el don ilustrado por ex
celencia, la tolerancia, pero éste —para no morir de impotencia
en sociedades complejas como las nuestras— necesita no sólo de
disposición positiva a tolerar sino también la negativa a no tole
rar que no se tolere. Por recurrir a dos ejemplos próximos de ám
bito europeo: ninguna invocación al pluralismo moral puede
admitir la intolerancia de un grupo ante lo que considera
«blasfemia» cuando se exterioriza como amenazas de muerte al
supuesto impío (caso de Salman Rushdie); en cambio, no está
claro que en un ámbito profesionalmente laico sea lícito prohibir
signos externos de adscripción religiosa que no supongan imposi
ción ideológica al colectivo (caso de las dos estudiantes chiítas
expulsadas de una escuela pública francesa por insistir en llevar
puesto su velo o chador). En el primer ejemplo, el tipo de respeto
exigido nada menos que bajo pena de muerte es incompatible
con valores democráticos superiores como la libertad de expre
sión y sería institucionalmente imperdonable hacerle la más mí
nima concesión; pero en el segundo no se da ninguna coacción al
colectivo y se trata de una opción asumida libremente por las
personas en cuestión, por lo que ni el laicismo de la enseñanza ni
la opinión de ciertos grupos sobre la sumisión de la mujer repre
sentada por ese velo parecen tener fuerza suficiente como para
mantener la prohibición sin incurrir en leso pluralismo.
En el fondo, se trata de tomar realmente en serio las dos ver
tientes —política y moral— de la revolución democrática: la pri
mera estriba en la participación igualitaria en la soberanía colec
tiva y la segunda en la soberanía efectiva de cada cual sobre sí
mismo. Ciertas corrientes filosóficas decretaron hace poco con se
llo de urgencia la disolución del sujeto en puros efectos sintomá
ticos de estructuras conscientes e inconscientes, cuando no lo
desdeñaron como indeseable residuo de una metafísica huma
nista que debía ser superada. Otros mantuvieron —mantienen—el
dogma del fin del individuo, ese caprichoso intento burgués para
uso de manipuladores de la conciencia colectiva y narcisista abe
rrantes. Ahora bien, el sujeto -con su correlato ético, la autono
mía—y el individuo —con su capacidad política definitoria, la in
dependencia- son requisitos inexcusables de la razón práctica sin
respeto a los cuales ésta queda entregada a los dictados estatistas,
cuando no a los organicismos apoyados en las «verdades» revela
das del linaje, de la tierra o de los dioses. El caso del gran debela-
dor moderno de la subjetividad y el individualismo, Heidegger,
y de la ineptitud ética esencial que marcó de modo indeleble la
importancia de su obra y la aporía de su vida, es el ejemplo más
notable en apoyo de esta aseveración. El imprescindible reforza
miento ético de las nociones de «sujeto» e «individuo» (que no
significa, desde luego, retornar a un acrítico sustancialismo pre-
moderno) impone una insistencia clarificadora en la responsabili
dad.’ Creo que se trata de la capacidad moral democrática por ex-
L a s h o g u e r a s d e v o l t a ir e
E l f u t u r o c o m o r e g r e so
1. Diario El País.
lerancia, como los tiranos recién derrocados. Precisamente Mich-
nik atribuye la creencia en semejante divinidad a la corrupción
introducida por el totalitarismo incluso en sus adversarios. Pero,
nos tranquiliza, hay otra cara en el catolicismo polaco, la de los
creyentes en un Dios de misericordia y no violencia, la de los fie
les a Juan Pablo II, apóstol de los derechos humanos. Y desde tal
catolicismo, aprendido en las homilías papales, se aprestan Mich-
nik y los suyos a colaborar con la Europa fundada sobre los valo
res democráticos y cristianos.
Me temo que estas precisiones no logren disipar las aprensio
nes de algunos laicos impenitentes, como un servidor. A l contra
rio, las agravan. Comprendo que polacos y checos estén particu
larmente agradecidos a la Iglesia católica por su ayuda en la tarea
de librarse de la dictadura comunista y admito que redescubran
el místico placer de comulgar fervorosamente: pero por favor,
que no sea con ruedas de molino. El componente de odio, men
tira, violencia, nacionalismo e intolerancia no son una corrup
ción introducida por el totalitarismo en la religión católica; al
contrario, son una corrupción aportada por la mentalidad cató
lica a la organización total del Estado, de la que derivan los co
lectivismos burocráticos. A lo largo de la historia, la Iglesia
nunca se ha caracterizado por su afán de liberar a nadie del po
der sino su habilidad para ejercerlo; no ha favorecido el plura
lismo, la disidencia razonada ni la tolerancia, sino que las ha per
seguido y castigado. Un repaso al educativo estudio de Gonzalo
Puente-Ojea Imperium Crucis, recientemente aparecido, puede
ilustrar sobre las incidencias de esta trayectoria. Los valores de
mocráticos y los valores cristianos no siempre se han coordinado
armoniosamente en Europa y muchas veces los primeros han te
nido que abrirse paso contra la institucionalización eclesial de los
segundos. En cuanto a Juan Pablo II, no le quiere todo el
mundo: lejos de ser un adalid de los derechos humanos, es un
predicador constante contra libertades elementales como el di
vorcio, el aborto y el uso de contraceptivos (este último sonso
nete es en los países desarrollados simplemente ridículo, pero en
los del Tercer Mundo resulta sin rodeos criminal)-, ha llegado a
solicitar la supresión de las leyes trabajosamente conseguidas que
aproximan el trato jurídico entre matrimonios y parejas no casa
das; y su celo antidictatorial no es precisamente igual cuando se
trata de enfrentarse a tiranías de derechas que a las de izquierdas,
como bien ha demostrado en Latinoamérica. Por muchas pegas
retrospectivas que se le puedan poner a la revolución francesa,
considerar dos siglos después que el mejor representante de los
derechos del hombre en la tierra es el Sumo Pontífice resulta
algo duro de digerir.
¿Cómo ha podido llegarse a una concepción tan aberrante
como la de este Europeo del Año, incapaz de comprender que
una persona pueda defender su dignidad de ciudadano libre con
tra los totalitarismos, pese a coacciones y peligros, sin necesidad
de especial inspiración divina? Sin duda tiene parte de culpa la
complicidad de la mayoría de la intelectualidad «progresista» y
«rebelde» con las aberraciones promovidas por Lenin y Stalin.
¡Cuántos volvían de sus vacaciones en Rumania o la URSS di
ciendo que aquello era «una experiencia muy interesante, aunque
con dificultades» y que la población aceptaba de buen grado la
sumisión que se le imponía, porque no tenían ansia de libertades
formales y de vil consumo como los burgueses capitalistas! ¡Pero
si hace poco se aseguraba que el Congreso de Intelectuales de
Valencia había traicionado al que tuvo lugar medio siglo antes
porque en él se había denunciado demasiado al stalinismo y poco
al imperialismo yanqui! ¡Pero si todavía hoy una tímida carta pi
diendo elecciones en Cuba despierta reacciones furibundas entre
los «progresistas» y acusaciones de pertenecer a la CIA! No es
raro que ante tales herederos de la Ilustración, los europeos ava
sallados del Este prefieran al sustituto de Inocencio III y crean
en lo milagroso cuando ven un intelectual que aúna el coraje y el
sentido común. Por otra parte, las sofisticadas paparruchas sobre
la muerte del sujeto, el fin del individuo y la arrebatada indefen
sión de cada quisque ante el sucederse automático de las episte-
mes o el fluir de los esquizos ha convertido en ingenuidad y ño
ñería cualquier intento de ética autónoma, por lo que todo el
campo moral queda administrado exclusivamente por los creyen
tes convencionales en la heteronomía religiosa. A Sajarov no le
queda más remedio que ser un farsante retrógrado o un santo.
Para muchos de los países que ahora empiezan a recuperar la
democracia, la modernización no ha tenido otro rostro que el
muy patibulario del comunismo: ¿es raro que se vuelvan antimo
dernos y que busquen en leyendas medievales la justificación de
los derechos y libertades de los que se vieron privados por los se
guidores burocráticos de la ciencia marxista? Si no han oído ha
blar de «internacionalismo» más que a los beneficiarios del impe
rialismo soviético, ¿no es explicable que se sientan peligrosa
mente nacionalistas? Por otro lado, quienes buscan la unanimi
dad moral conservadora en un mundo complejo, ya no simplifi
cado en dos nítidos bloques antagónicos, no desdeñan este
retorno a los paternalismos religiosos autoritarios. Y los ex iz
quierdistas, con el resoplido de desdén ante lo real que no aban
donan desde hace veinte años, buscan ángeles nuevos en el le
gado de Heidegger o de algún místico judeoalemán: todo antes
que condescender a la vulgaridad democrática y a la «americani
zación» del mundo. Sigue faltando la reflexión ética y civil no
mesiánica, sigue urgiendo el humanismo democrático y laico
para fines de este siglo que, como todos, ha resultado atroz.
El Estado Clínico
1. El caso del montaje policial vergonzoso contra Marión Berry, alcalde negro
de Washington, es uno de los más recientes y notables atropellos a la legalidad en
nombre de la cruzada contra el vicio.
ciones en países extranjeros por quienes no permitirían esa inge
rencia en sus viñedos californianos, por mencionar un ejemplo.
Por no hablar de los atentados a la intim idad y dignidad personal
de los registros anales o vaginales, etc... Es muy de agradecer que
ya incluso los prohibicionistas concedan que la mayoría de los
problemas sociales derivados de la Droga se remediarían con la
despenalización, pero hay que insistir en que tal medida no se
trata solamente de una cuestión pragmática, sino ante todo de
principio. Como dijo Thomas Szasz, existe un problema de la
Droga en el mismo sentido en que Hitler habló de un «problema
judío»: lo crea la persecución y el prejuicio, no la cosa en sí
misma. El uso e información de sustancias químicas es un dere
cho, que como todo derecho entraña riesgos y abusos pero no por
ello deja de ser reclamable, el derecho a la automedicación. En
cuanto tal, el llamado «problema» del «vicio» o la «inmoralidad»
de la droga no debe ponerse junto al ter rorismo o la polución at
mosférica, sino junto a otros supuestos vicios inmorales que en
realidad son derechos, tal como el respeto a la homosexualidad,
el aborto o la libertad de expresión.
Tercero, la despenalización aumentaría el número de los dro
gadictos. Quiere decirse, claro está, de usuarios de determinadas
drogas hoy difícilmente accesibles. Tales personas no son más
«enfermos» que los homosexuales o los ateos, que quede claro de
una vez por todas.1 En efecto, en un primer momento es muy
probable que personas que antes no se atrevieron a utilizar tales
productos prueben ahora: después de todo, la propaganda de la
satanización ha hecho este fruto prohibido anormalmente desea
ble. Pero, como ocurrió en el caso de la pornografía, a un interés
curioso que siguió a su despenalización lo prolongará una estabi
UN A GENEALOGIA DE LO INMORAL
1. Uno de los autores actuales que ha insistido —desde un punto de vista riguro
samente laico, claro está—en la vinculación entre actitud ética y vocación de inmorta
lidad es Agnes Heller. Para ella, la pregunta esencial de la ética es: «¿Cómo puede ser
El punto de partida es éste: llamamos cultura o civilización
al conjunto de empresas humanas que resisten o contrarrestan a
la muerte. Esta afirmación debe ser entendida en el mismo sen
tido que la definición de salud como el conjunto de funciones
orgánicas que resisten a la muerte. Tal empeño puede ser deno
minado como institución de la inmortalidad. Por «inmortalidad»
no hay que entender exclusivamente la promesa de una vida
transbiológica (religión) ni tampoco la supervivencia por medio
de la fama o la gloria, ni en general cualquier simple negación
de la muerte. La negación es la muerte misma, luego la cultura
o civilización es la negación de la negación: es decir, la afirma
ción más enérgica y radical. De lo que se trata no es de prome
ter vida perdurable —aunque esta promesa provenga sin duda de
la misma raíz que comentamos— sino de instituir aquí y ahora
vida perdurable. Por lo tanto, la cultura pone memoria y pre
sencia donde la muerte instaura olvido y desaparición; pone
sentido donde la otra pone absurdo, pone orden donde ella in
troduce el caos, pone invulnerabilidad donde la muerte abre to
das las heridas, pone placer donde ella pone insensibilidad,
pone diversión donde ella impone monotonía, pone jerarquía
donde ella manda igualdad definitiva, introduce novedad allá
que existan b uenas p e rson a s?» Y por buenas personas entiende aquellas dispuestas a
sufrir un daño injusto antes que infligirlo. Pues bien, la sensación consciente de f u g a
cid a d de la vida motiva, según Heller, nuestra tendencia a cometer fechorías. «Si fué
semos inmortales —se pregunta— ¿quién querría cometer el mal (fuera de los real
mente perversos)?» Nos aferramos a lo que nos beneficia, aun a costa de dañar a
otros, por la prisa cruel impuesta por nuestra finitud: «Por lo común hacemos lo in
debido no por miedo al sufrimiento sino por miedo a quedarnos con las manos va
cías, a perder nuestras oportunidades, a permanecer impotentes, pobres, desconoci
dos, no reconocidos, perdiendo la “oportunidad” llamada vida sin hacer pleno uso de
ella.» El virtuoso, por el contrario, actúa como si fuese inmortal sin necesidad de
serlo: «Siempre que preferimos padecer mejor que cometer algo injusto actuamos
co mo si f u é s e m o s inm orta les, aunque sabemos que no lo somos» (vid. G eneral Ethics,
ed. Basil Blackwell, 1988, cap. 10. Para una discusión de la pregunta básica de la ética
según Agnes Heller, véase el capítulo «Topología de la virtud» de mi Etica com o
a m or propio).
donde la otra cristaliza en perpetua y atroz rutina, pone abun
dancia y ostentación donde la muerte exige total despojo, busca
y procura linaje para que la muerte nunca triunfe del todo...
Dos estudiosos de la cuestión han resumido este empeño de
maneras similares: por un lado, Ernest Becker establece que
«each society is a hero system which promises victory over evil
and death» {EFE, p.124); de manera menos optimista, asegura
Géza Róheim que «la civilización es un gigantesco sistema de
intentos más o menos felices para proteger a la humanidad con
tra el peligro de la pérdida de objeto -esfuerzos formidables de
un niño que tiene miedo de quedarse solo en la oscuridad»
(OFC, III, 3).'
Pérdida de objeto: desaparición completa y definitiva de to
dos los objetos y objetivos. Por ello la cultura, contrarrestadora
de la muerte, insiste en la producción de objetos y en la pro
puesta de objetivos. Dentro de esta tarea general de la empresa
humana, la ética desempeña un papel de especial intensidad.
Desde sus comienzos, ha consistido en celebrar la íntima fibra
de resistencia y oposición a la zapa de la muerte, instando a
fuerza y gloria allí donde crecen debilidad y miedo, a compa
sión frente a lo que no la tiene con nosotros, a responsabilidad
M e t a f í s ic a d e l d in e r o
Introducción .............................................................................
I. La humanidad en cuestión ....................................... 17
II. La obstinación de F ilo c te te s...................................... 37
III. La crítica jansenista del amor propio ...................... 53
IV. Derroteros y derrotas del humanismo
contemporáneo .......................................................... 75
V. La gestión de la pluralidad m o r a l............................. 103
VI. El Estado Clínico ....................................................... 127
VII. Aproximación ala tauroética .................................... 151
VIII. La inquietud de N a rc iso ............................................. 163
IX. La institución de la in m o rta lid a d ............................. 175
X. Lo que no c r e o ............................................................. 193
D espedida................................................................................... 206