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“Los ríos son viciosos como el hombre y no se secan de vejez, sino de hastío;
y los ríos destruyen a los hombres cuando éstos se les parecen demasiado,
La calle 51 fue la Calle Real en los tiempos en que Medellín era la Villa de la Candelaria.
Comienza en la carrera Junín y baja hasta la Avenida Ferrocarril, a orillas del Río Medellín.
Las primeras familias en llegar a lo que apenas era una villa construyeron sus casas al
borde del camino y formaron un barrio lleno de caballeros de sangre española, que no
imaginaron nunca que la calle donde vivían llevaría algún día el nombre de una de las
batallas más determinantes de la Independencia: Boyacá.
De las primeras calles de una ciudad rezandera, en la que después de pecar en acto,
palabra, obra u omisión, se le prende una vela al santo que alivie la pena y garantice la
salvación del alma. En Boyacá hay una relación estrecha entre lo profano y lo sagrado. Así
como hay lugares para lo mundano, nadie puede decir que se quedó sin puesto en misa
porque la calle tiene tres iglesias en las 10 cuadras que la conforman.
Cuenta una leyenda popular que nuestros antepasados preferían desviar el trazado de la
calle por respetar la vida de un árbol, y la calle Boyacá en el cruce con Tenerife, a una
cuadra de la Iglesia de San Benito, la ratifica. La calle fue desviada en este punto por no
sacrificar un aguacate que había en una esquina. Es por esto que Boyacá se estrecha y se
amplía por algunos tramos.
En la actualidad aquellas edificaciones que en su tiempo fueron el furor de una ciudad que
abría las puertas a la modernidad son invisibles. En Medellín todo lo viejo curiosamente se
quema, se olvida, se tumba o se abandona. Es un especie de desapego material de lo que
fuimos, porque siempre miramos hacia el futuro e intentamos cambiar lo nuevo por algo
aún más nuevo.
El proceso que hay entre lo que era una calle apacible habitada por grandes señores, y lo
que es ahora, una caldera de olores, colores, sabores, sonidos y texturas a la venta, está
determinado por lo que Pedro Nel Gómez plasma en su obra como la “Historia del
desarrollo económico e industrial del departamento de Antioquia”.
El mural, ubicado en Bolívar con Boyacá, muestra el desarrollo minero y agrario, el
nacimiento de la industria textilera y la llegada del Ferrocarril. Tres aspectos que han
determinado lo que es ser antioqueño, ese instinto negociador que está materializado en la
calle.
Y fue precisamente en el Parque Berrío, lugar donde habita la obra, que nació Medellín. El
parque, fundado junto con la Iglesia de la Candelaria, fue la plaza principal desde 1649.
Funcionó durante más de un siglo como mercado público y es por eso que ahora es donde
nace el espíritu de la calle en la que todo se compra y todo se vende. La calle rezandera,
espiritual, pecadora, la de las primeras veces… en la que se peca y se le prende una vela al
santo, porque hay patrono para todo tipo de causas, de oficios y de personas.
Con el Ferrocarril venía cada día más gente, la Villa fue creciendo y las necesidades
también. Ya se había dicho esto en una salsa, “la calle es una selva de cemento”, donde solo
sobrevive el más fuerte, o en este caso, el más ingenioso. En el fondo somos un fractal, la
tradición y lo que fueron nuestros antepasados se replica una y otra vez. Somos
comerciantes por naturaleza, y las circunstancias nos han llevado a límites nunca
imaginados.
Una calle que cambia en cada cuadra, diversa, saturada y masculina. En ella se puede
encontrar todo lo que una persona de a pié necesita para vivir, “bueno, bonito y barato”.
Poco a poco la calle, igual que la ciudad, sigue cambiando.
Gustavo Bustamante López trabaja en el almacén hace tres años. Todos los días pega con
una nodriza una medallita dentro del bolsillo de su camisa. “Es el Arcángel San Miguel, el
protector. Fue el encargado se expulsar a Lucifer, el ángel traidor, de los cielos. Por eso
siempre aparece con una espada y pisando un demonio”. Este arcángel, en cualquiera de
sus presentaciones, es la imagen más vendida en el almacén. Parece que es el encargado de
velar por la seguridad de los ciudadanos, en una ciudad en la que son asesinadas más de
mil personas al año.
En el top de los más vendidos sigue la Virgen de Guadalupe que, tal vez adorada por
milagros presenciados en telenovelas, ha desplazado del ranking a otras vírgenes más
colombianas como la Virgen de Chiquinquirá. Luego viene Santa Marta, santa de los
desesperados y redentora de los casos imposibles. También está San Pancracio, para
conseguir empleo; Santo Domingo Savio, patrono de los estudiantes; San Rafael Arcángel,
cuidador de la salud; San Antonio, para conseguir novio y Santa Ana, para conseguir casa.
Algunas imágenes tienen sus épocas. La Virgen del Carmen, por ejemplo, se vende mucho
en julio; la Sagrada Familia y las figuritas de pesebre solo se venden a final de año. Hay
otras imágenes que no se venden nunca, como la Piedad (o Pietà), quizá por ser el retrato
de una madre adolorida con su hijo muerto en brazos, una invocación al dolor y la muerte,
o una imagen cotidiana que los paisas no quieren seguir viendo en su casa. Además no
hace milagros, y la clientela prefiere aquellas imágenes que contribuyan a una vida
próspera.
Boyacá es también la calle de las primeras veces. En ella confluyeron las coincidencias,
curiosidades y novedades de la calle preferida de la Villa de la Candelaria.
En los alrededores de la iglesia San Benito, funcionó el primer hospital de caridad, hacia el
año 1797.
“La Estrella” fue el primer establecimiento administrado por señoras. Era manejado por la
señora Liboria y en él se vendían toda clase de artículos perfumados.
En la esquina nororiental del cruce con Bolívar, funcionó por primera vez la Universidad
de Antioquia, llamada en ese tiempo Colegio de la nueva fundación de San Francisco. Fue
autorizado por la corona española en 1801, con Fray Rafael de la Serna a la cabeza.
La primera iluminación eléctrica fue inaugurada el 7 de julio de 1898 con 150 lámparas de
arco, todas ellas instaladas en el Parque Berrío y principales calles adyacentes. Su
inauguración provocó una especie de carnaval nocturno durante varias semanas, ya que
todos salían a la calle a “hacerle pistola” a la luna y se organizaban cabalgatas para celebrar
el acontecimiento.
El primer edificio con ascensor que tuvo la ciudad también hizo su aparición en esta calle.
El Edificio Olano, en el sector del Parque Berrío, constaba de cuatro plantas, tres grandes
locales en la parte inferior y treinta oficinas en los pisos superiores. Es recordado como el
sitio de encuentro de los mineros que llegaban a negociar o a beber en el “Café 93”, situado
en un local del primer piso.
En esta calle, en la esquina donde se cruza con Bolívar, funciona todavía Navarro Ospina,
el primer almacén en traer a Medellín neveras, lavadoras y máquinas de escribir, entre
otros electrodomésticos. Fue fundado por Hernando Navarro, el 11 de septiembre de 1952.
Almacenes El Mar, ubicado sobre Boyacá con Carabobo, fue la primera tienda grande tipo
“autoservicio que funcionó en Medellín.
Refrán popular
En la esquina donde se cruzan la carrera Junín y la calle Boyacá reposa, desde 1950, el
edificio Fabricato. La empresa textilera, que fue conocida inicialmente como “Fábrica de
Hilados y Tejidos el Hato”, fue fundada en Bello el 26 de febrero de 1920, por Carlos Mejía,
Antonio Navarro y Alberto Echavarría. Luego de recibir en la Estación Bello del Ferrocarril
cuatro vagones con maquinaria, la compañía comenzó a tejer su propia historia con 80
trabajadores, 104 telares y 3.284 husos.
La “Coleta Gloria” y el “Dril Luis” fueron los primeros productos en comercializarse, luego
vinieron el “Dril Naval”, El “Dril Córdoba” y el “Diagonal Rolo”. Diez años más tarde
salieron al mercado las toallas, las telas “escocesas”, las telas de fantasía, y ya entrando los
años 40 se empezaron a producir los primeros estampados.
En un primer momento las telas que producía Fabricato no tuvieron la acogida esperada,
pues debían competir con telas europeas de libre importación, además de otras compañías
nacionales de mayor experiencia como la Compañía Antioqueña de Tejidos o la Compañía
Colombiana de Tejidos (Coltejer). Sin embargo, con la crisis económica que dejó la
Primera Guerra Mundial, las empresas de EE.UU y Europa suspendieron sus
exportaciones y le abrieron paso a la industria nacional.
El edificio, ocupado ahora por oficinas particulares, es famoso por el llamado “crimen de
Posadita”, el misterioso asesinato de la ascensorista, cometido en 1968, al parecer, por
Abel Antonio Saldarriaga Posada, quien trabajaba en ese entonces como celador. El día del
homicidio (sábado), Ana Agudelo de 23 pasó con su hermana a recoger unos uniformes, y
según ésta, la joven nunca salió. Nunca se supo más de ella hasta que, unos días después,
del edificio comenzó a salir un olor putrefacto, cuentan algunos que hasta volaban
gallinazos sobre la Iglesia de la Candelaria. Era el cuerpo de la ascensorista que había sido
descuartizado en aproximadamente cien pedazos, que fueron encontrados por todos los
rincones.
Las abuelas también recuerdan la construcción por la vitrina de base rectangular y vidrio
ovalado que está en la entrada, y que hace cincuenta años era el grito de la moda en
Medellín. Las telas y los diseños que se veían a través de su cristal eran un imperativo a la
hora vestirse y salir a “juniniar”. Eran los tiempos de los sastres y las modistas. No había
mejor regalo que un corte de tela para mandar hacer, a la medida, un vestido con los
moldes que la textilera regalaba en su campaña de publicidad “Cósalo con Fabricato”.
Hoy, aunque no haya en la vitrina paños ni driles, y las señoritas de la alta sociedad ya no
se asomen a elegir el modelo que usarán en el próximo coctel del Club Unión, esta esquina
mantiene su esencia. San Homobono, patrono de los sastres y comerciantes de tela, y
popular en los Estados Unidos por dar prosperidad a los negocios, ha reservado con
permiso anual de la Subsecretaría de Espacio Público, este lugar para Leonel Correa. El
homenajeado vendedor de 74 años se sienta, de 8 de la mañana a 6 de la tarde, sobre un
butaquito plástico importado (de China). Le hace sombra un colorido carro con toallas,
cobijas, camisetas, camisillas, pantalones, pantalonetas, sudaderas, ciclistas y piyamas
importadas (también de China). El carro duerme en la bodega del frente, cada noche le
vale 3.000 pesos.
Hace seis años vende ropa en la esquina del edificio Fabricato. Eso sí, renueva cada año su
permiso. A su edad, la tranquilidad no tiene precio y, Dios quiera, no le toque salir un día
corriendo.
Antes de vender ropa, tenía una tienda. Antes, vendía papa y panela en la Plaza Cisneros.
Siempre ha sabido estar a la vanguardia de “lo que se vende”, y tal vez por eso el edificio
Fabricato también le ha dado permiso para vender, a su lado, enormes cantidades de ropa
que pide a una distribuidora mayorista en Japón… El Hueco.
Terminada la jornada, don Leonel regresa a su casa en el barrio La Floresta. Lleva viviendo
allí 27 años con su esposa. Vio a sus hijos crecer, hacerse profesionales, y ya siente que
cumplió su misión en la vida, por eso quiere descansar en el calor de su hogar. No olvida,
sin embargo, las noches de juventud en el viejo Guayaquil. “Yo también tuve veinte años, y
fui un lobo hambriento como todos. Todos los hombres somos malos, hágame caso”.
Virgen de la Candelaria
Entran y salen todo el día. Asisten a misa, hacen la novena, se confiesan. Gente de todas las
edades y de todos los estratos sociales. “Todos son iguales ante los ojos de dios”, dice el
dicho popular, creer en él les da paciencia. Se persignan, se miran unos a otros. El espacio
se llena de rostros taciturnos, parecen entrando en un profundo sueño. La mayoría ora con
la mirada fija en el altar o en la imagen de algún santo. Postura de hombros caídos todas
partes, los asistentes parecen resignados.
En cada una de las imponentes columnas de la iglesia, los doce pilares y los que están
alrededor hay una caja fuerte con nombre de santo, donaciones para las obras sociales,
para los pobres, para las causas imposibles…
Concentrada en el altar termina la novena a Santa Marta, para los casos imposibles, que
lleva en la mano, se aferra a ella como un náufrago a su tabla. Se acerca a la alcancía con la
mirada perdida. “Santo Cristo de la Misericordia para los pobres”, introduce $5000 y sale
del lugar.
Las velas encendidas en el lado izquierdo al Señor Caído. Arte quiteño que en ocasiones
asusta, la iglesia se encuentra decorada por esculturas hechas en Ecuador de rasgos muy
marcados, ojeras y piel oscura, que reflejan la vida de sufrimiento y entrega de los
esculpidos. En algunas se puede ver el dolor en sus gestos, sin lugar a duda impactan y
conectan al visitante, así sea mediante el miedo, con la imagen y su significado. Es algo
involuntario, muestra en esos rasgos los vestigios de una religión que habla de un dios
amoroso y misericordioso, pero también de un dios que castiga.
Por las pruebas más grandes a que fuiste sometido por el Señor,
¡OH! San Martí-n Caballero del Señor fiel Misionero, lí-brame de todo mal.
Un lugar de grandes contrastes, siguiendo el dicho popular: “el que reza y peca empata”, se
puede ver a los hombres salir de la iglesia y detenerse a comprar películas porno de todo
tipo.
Fernando Londoño Ruiz es moreno, alto, activo y vende relojes en la Boyacá. Tiene gorra
blanca, jeans desgastados y 53 años que no aparenta. Él manipula el tiempo y seduce con
su voz gruesa a los que pasan por el lugar. Ofrece los relojes mientras describe la calle,
“Boyacá es una calle muy noble y muy reconocida pero ya es la calle del porno”. Hace
aproximadamente 25 años que trabaja en el sector, y hace 12 que tiene el permiso de
Espacio Público.
-¿En cuánto es lo menos que me deja el reloj morado que me mostró ahorita?-
– Déjemelo en $7.000-
Dos señoras recién salidas de misa que caminan por este tramo de la calle, el costado norte
de la Iglesia de la Candelaria, la calle de los comerciantes. Miran las películas, en algunos
casos con la inocencia y la curiosidad de un adolescente conociendo el porno. Se detienen a
observar algunas. “Éstos en un día se deben hacer veinte violadores”, dice una entre risas al
ver la portada de una película “de peludas” que son las que más se venden en el lugar.
La gente sube y baja todo el tiempo. La calle siempre se está moviendo.
Milton Aguirre es uno de los que empezó a vender películas porno al lado de la iglesia.
Tiene 47 años y lleva 8 vendiendo diagonal a Fabricato. Es un hombre tranquilo, como un
depredador, espera que el cliente se acerque, y siempre vende algo porque se las ha visto
todas. “Una persona que sabe de lo que habla es muy convincente”. El día que más
películas vendió recogió $70.000. No le faltan los 4 o 5 clientes que siempre le compran al
menos una cada ocho días, y los que llegan preguntando por las películas de peludas, las de
lesbianas y las de mujeres embarazadas, que son las que más se venden.
En ocasiones, hay veladoras que iluminan una virgen a la que nunca se encomienda.
Siempre hay un soldado, siempre hay billetes sobre la cama. Siempre hay tacones.
En ocasiones, un gemido.
En ocasiones, un orgasmo.
El encuentro entre las calles de Boyacá y Carabobo está dispuesto para aquellos visitantes
en busca de lujuria. La resistencia por el rato de placer termina en acceder o se extiende al
renunciar a lo deseado. El atrio de la iglesia La Veracruz se hace una vitrina que exhibe
alrededor de cincuenta opciones: flacas, gordas, viejas, jóvenes, blancas, negras… para
todos los gustos.
Unas, satisfechas, han logrado introducir en medio de sus senos, algunas monedas y
billetes; otras desesperadas con el mal día, esperan que se componga la jornada aunque
eso signifique trasnochar, quizás a cambio de nada.
Yudy llega a trabajar. Esta vez a las 9:00 a.m. en medio del bullicio y de un sol que apenas
se atreve a acariciar los cuerpos que divagan de un lado a otro. “Hoy es mi día”, dice
sonriendo mientras saluda a sus amigas. Paso a paso se desplaza por toda la calle Boyacá,
llamando la atención de los transeúntes a su alrededor. Su piel morena, se conjuga con un
vestido corto y blanco que apenas logra tapar el lugar del deseo, del placer; Sus tacones
negros suenan en la calle como un tic tac de reloj, que minuto a minuto van sumando al
historial de Yudy las experiencias, alegrías, llantos y sueños no cumplidos de una mujer
que no se avergüenza de lo que es.
Ella hace parte de las cerca de 2.000 mujeres que día a día ofrecen su cuerpo en la iglesia
La Veracruz a cambio de $15.000, si el cliente es bueno, o de $8.000 cuando el día está
malo. Llevar 22 años en el lugar le ha dado el prestigio entre sus amigas, y por supuesto,
entre los clientes, que día a día separan una cita de 30 minutos para desfogar sus pasiones.
Con una oferta que se vende por sí sola, Yudy espera la llamada de un cliente, mientras
tanto, se atreve a viajar en el tiempo, reclamándole a su memoria los recuerdos de su
pasado.
“Cuando estaba muy pequeña yo siempre pasaba con mi mamá por acá. Yo miraba
fijamente a esas mujeres, las reparaba, miraba su ropa, su maquillaje, todo. Me decidí y le
pregunté a mi mamá que ellas que hacían ahí y ella me respondió que trabajaban
vendiendo sus cuerpos. Al tiempo tenía muchos problemas en mi casa y me quería
independizar, entonces vine hasta aquí, me le acerqué a una de las mujeres y le dije que yo
quería trabajar y que estaba dispuesta a todo. Y así empecé, con mucho dolor al principio,
porque solo había estado con mi noviecito, pero después me puse a pensar, si a este se lo
he regalado, ¿cómo no lo voy a vender?”
Una cantidad considerable permaneció en Guayaquil hasta 1978, fecha en la que salió el
último tren con destino a Puerto Berrío y la Estación se cerró. Con el Ferrocarril se fueron
también los transportes intermunicipales y departamentales. Esto produjo que la oferta de
putas se desplazara a otro lugar, menos protegido y menos visible para las autoridades
municipales y, en este caso, el sector de La Veracruz se convirtió en el lugar de acopio de
muchas de las putas de la Plaza Cisneros.
Han pasado 5 minutos y Yudy ha terminado su llamada. “Es un cliente que viene ahora”,
explica mientras introduce su celular en medio de los senos. Su piel esta tatuada en
diferentes lugares, algunas letras, cruces, flores, corazones. “Algunos de estos son para no
olvidar a personas importantes de mi vida”, dice, “y otros por moda”, agrega. Lo que sí ha
querido olvidar esta mujer de 32 años es la cantidad de hombres a los que les ha dado
placer. En ocasiones le pregunta a sus clientes su oficio o profesión, de esta manera ha
logrado concluir que se ha acostado con gamines y hasta con ingenieros, que pagan por
sexo oral y algunas posiciones, incluso las que para ella son incómodas y desagradables
después de tanto tiempo.
Es hora de trabajar. Se despide apresuradamente y saluda a su cliente, un señor de
aproximadamente 65 años. Juntos caminan por la calle Boyacá, en medio de santos,
campanas, devocionarios y una que otra plegaria. Entran a la residencia La cascada,
ubicada en la carrera Cundinamarca. El cliente ha pagado $20.000 por una hora, no tanto
de sexo, sino más bien de compañía y caricias que le incluyen la habitación y el condón.
Según Yudy este tipo de hombres ya pasaron por su etapa funcional. El servicio dura por lo
general media hora. Entre más rápido termine es mejor, siempre y cuando conserve su
lema “que el cliente siempre se vaya contento”.
Con Yudy trabajando el panorama continúa igual. Cada vez llegan más mujeres a trabajar.
Una que otra lanza sus manos hacia los cuerpos de los hombres pensativos o curiosos que
pasan por el lugar. Otras simplemente conversan entre sí, formando pequeñas tertulias
como si estuvieran en el tiempo del “negro Cano” dueño de una de las librerías más
importantes para la región años atrás.
En este mismo lugar de la Calle Boyacá, en la esquina nororiental del cruce con Carabobo,
El “negro Cano” propiciaba largas tertulias sobre la sociedad, la política y la economía con
personajes como Carlos E. Restrepo, Efe Gómez, Alfonso Castro y Ciro Mendía, entre
otros, hoy estos académicos han sido reemplazados por las experiencias, problemas y
aventuras de las prostitutas que han conquistado la zona y se han convertido en expertas
del sexo.
“Señor:
Bendice a quienes habitan esta casa, bendice a todo el que entra y sale de ella”
La Iglesia de San Benito fue construida en 1678 sobre Boyacá con la 56 A, en el sector que
lleva el mismo nombre. “El Lunes Santo, San Benito echaba a la calle la procesión del Buen
Pastor en la que desfilaban las acongojadas imágenes de la Santísima Virgen, la Magdalena
y todos los apóstoles. Era en estos días en los que se veía gente extraña en el barrio San
Benito, siempre tan apagado, tan pacífico, tan hogareño siempre”, cuenta Lisandro Ochoa
en su libro Cosas viejas de la Villa de la Candelaria.
Alrededor de esta iglesia se erigió el primer barrio de Medellín. Por su cercanía con el
Parque Berrío fue un lugar propicio para que los más criollos, y personalidades
importantes de la ciudad construyeran sus casas. Es así como llegó a ser, no sólo uno de los
barrios más poblados, sino también uno de los más reconocidos.
Las plantas que han crecido en la casa de Zea son un anuncio de los árboles que, entre
Tenerife y la Avenida Ferrocarril, dan sombra y sosiego a un corredor peatonal. Algunas
tiendas de ropa, uno que otro bar o restaurante, ONG’s y colegios dan señales de un tramo
menos agitado y menos saturado de la que fue la Calle Real.