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La lectura de nuestra historia de la filosofía, por el contrario, debe ser efectuada de modo
que mantenga la tensión dialéctica de los tres momentos de la temporalidad, asumiendo
la radicalidad del proceso. Esta nos exige releer el pasado desde la novedad emergente de
un futuro que se manifiesta ya como “posibilidad real” actuante en la concretez de
nuestra historia. Sólo reiterando de este modo lo sido (siempre presente en lo que está
siendo, de allí que no sea posible abolirlo ni refugiarse en cómodos “antis” con los que se
pretenda pasar el Jordán que nos exima de las culpas heredadas), podemos despejar un
nuevo horizonte de comprensión que posibilite un filosofar auténtico en nuestra América.
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La filosofía, como todo producto cultural, tiene su historia. Vamos a de-struir la aparente
obviedad de este enunciado, indagando todos los supuestos que encierra.
“Destrucción” viene del vocablo latino ‘struo’ que quiere decir “reunir, juntar, ensamblar”
y de la partícula ‘de’ que unida al término anterior significa, no aniquilamiento y ruinas,
sino “desmontar, separar, discernir”. (12)
El término alude [destrucción], pues, a la necesidad de hacer propia una historia que fue
estructurada como ajena. Como ya lo señalara Martin Heidegger, de-strucción significa
“abrir nuestro oído, liberarlo para aquello en la tradición se nos asigna como el ser del
ente”. De este modo, la tarea de-structiva nos conduce a una inédita filosofía de la
liberación, que, superando la repetición acrítica y aséptica de “temas”, asuma el riesgo de
escombrar las solidificaciones de la “tradición” y de poner en evidencia las condiciones
socio-culturales del “logos” que encubrió nuestro ser histórico. Con ello pretendemos
abrirnos paso a través de lo dado, desde nuestro hoy a la repetición de un mañana propio.
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