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Table of Contents

Nota del traductor

Agradecimientos
Introducción
Capítulo I
El modelo clásico de la racionalidad y
su debilidad

1.1. El problema de la racionalidad[1]

1.2. El modelo clásico de la racionalidad

1.2.1. Seis supuestos detrás del modelo clásico

1.2.2. Algunas dudas sobre el modelo clásico

Capítulo II
La estructura básica de la
intencionalidad:acción y significado

2.1. Conclusión

Capítulo III
El fenómeno de la brecha: del tiempo y
del yo

3.1. Ampliar la brecha

3.1.1. La definición de la brecha

3.1.2. La geografía de la brecha

3.2. Argumentos a favor de la existencia de la


brecha

3.3. La causación y la brecha

3.4. La brecha experiencial, la brecha lógica y la


brechainevitable
3.5. De la brecha al yo

3.6. La explicación escéptica del yo ofrecida por


Hume

3.7. Un argumento a favor de la existencia de un


yoirreductible, no humeano

3.8. Resumen del argumento a favor de la


existencia de un yo irreductible, no humeano

3.9. La experiencia y el yo

3.10. Conclusión

Capítulo IV
La estructura lógica de las razones

4.1. ¿Qué es una razón?

4.2. Algunos rasgos especiales de las


explicacionesde los fenómenos intencionales
4.3. Razones para la acción y razones totales

4.4. Toma de decisiones en el mundo real

4.5. Construir una razón total: una prueba para el


modeloclásico

4.6. ¿Qué es una razón para una acción?

Capítulo V
Algunos rasgos especiales de la razón
práctica: altruismo fuerte como requisito
lógico

5.1. Razones para las acciones

5.2. Construir un animal racional

5.3. Egoísmo y altruismo en La Bestia

5.4. La universalidad del lenguaje y el altruismo


fuerte

5.5. Conclusión

Capítulo VI
¿Cómo creamos razones para la acción
independientes-del-deseo?

6.1. La estructura básica del compromiso

6.2. Motivación y dirección de ajuste

6.3. La solución de Kant al problema de la


motivación

6.4. Prometer como un caso especial

6.4.1. Error número 1

6.4.2. Error número 2


6.4.3. Error número 3 (una variante más
sofisticada del número 2)

6.4.4. Error número 4

6.5. Generalizar la explicación: el papel social


de las razonesindependientes-del-deseo

6.5.1. Libertad

6.5.2. Temporalidad

6.5.3. El yo y el punto de vista de la primera


persona

6.5.4. El lenguaje y otras estructuras


institucionales

6.5.5. Racionalidad

6.5.6. Combinación de los cinco elementos


6.6. Sumario y conclusión

Apéndice del capítulo 6: razones internas y


externas

Capítulo VII
La debilidad de la voluntad
Capítulo VIII
¿Por qué no hay una lógica deductiva de
la razón práctica?

8.1. La lógica de la razón práctica

8.2. Tres modelos de razón práctica

8.3. La estructura del deseo

8.4. Explicación de las diferencias entre deseo y


creencia

8.5. Algunos rasgos especiales de las intenciones


8.6. “Quien quiere el fin quiere los medios”

8.7. Conclusión

Capítulo IX
Conciencia, acción libre y cerebro

9.1. Conciencia y cerebro

9.2. Conciencia y acción voluntaria

9.3. Libre voluntad

9.4. Hipótesis 1: el libertarismo psicológico en


sintoníacon el determinismo neurobiológico

9.5. Hipótesis 2: el sistema de causación en


sintoníacon la conciencia y la indeterminación
John R. Searle
Razones para actuar
Una teoría del libre albedrío
EDICIONES NOBEL

Premio Internacional de Ensayo

Jovellanos, 2000

John R. Searle

Razones para actuar


Una teoría del libre albedrío
© John R. Searle

© EDICIONES NOBEL, S. A.
Centro Cívico Comercial
C/. Comandante Caballero, s/n,
nivel 2, oficina 6
33005 Oviedo
www.edicionesnobel.com

Traducción: José M. Codisis Beas


ISBN: 978-84-89770-75-1

Ilustración de cubierta: Fotolia

Impresión: Cimapress
Depósito legal: AS-284/97
Prohibida la reproducción total o parcial,
incluso citando la procedencia

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transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de
sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro
Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org, si necesita fotocopiar
o escanear algún fragmento de esta obra

Hecho en España
Para Dagmar
Nota del traductor

Esta traducción dio comienzo cuando mi tutor de tesis


doctoral me recomendó la lectura de la obra Rationality
in action, de John R. Searle. Había en ella dos capítulos
que no se encontraban en la traducción al castellano
existente realizada por Luis M. Valdés Villanueva. Mi
interés por tales capítulos me llevó a traducirlos, y en el
transcurso de ese proceso descubrí que las
modificaciones respecto de la segunda edición en inglés
no sólo consistían en esos dos capítulos, sino que había
multitud de ellas dispersas en distintas ubicaciones a lo
largo del resto del libro. Poco a poco, seguí traduciendo
más y más pasajes, hasta que finalmente decidí llevar a
cabo una traducción de la obra en su totalidad.
Quiero desde aquí agradecer el apoyo que en todo
momento me brindó el profesor John R. Searle, la
confianza de mi tutor de tesis, Óscar L. González-Castán,
el respaldo de los profesores Vicente Sanfélix Vidarte y
Ramón Rodríguez García, y la dedicación prestada por
Ediciones Nobel.

José M. Codisis Beas


Madrid, 2013
Agradecimientos
Paul Valéry dice en algún lugar que un poema nunca se
termina, simplemente se le abandona a su suerte. Lo
mismo puede decirse de algunos trabajos de filosofía. Yo
más de una vez he tenido, después de haber terminado de
escribir un libro y haberlo enviado finalmente a la
editorial, el sentimiento de: “¡Si pudiera reescribirlo
desde el principio, ahora que sé cómo hacerlo!”. Pues
bien, este libro realmente lo reescribí desde el principio.
Hace unos años terminé el borrador y le di el visto bueno
para publicarlo, pero luego decidí reescribirlo en su
totalidad. Eliminé algunos capítulos por completo, añadí
otros, y reescribí algunos de los que ya existían. Ahora
que voy a enviarlo a la editorial aún sigo teniendo el
mismo sentimiento: “Si pudiera reescribirlo desde el
principio…”.
Debido en parte a este largo proceso, he contado con
más comentarios provechosos en esta edición de lo que
suele ser habitual, y me siento también más agradecido
que de costumbre hacia mis estudiantes y demás críticos.
Este material ha sido el tema de seminarios que impartí en
Berkeley, así como de numerosas lecturas en Norte
América, Europa, Sudamérica y Asia. Fue el tema de un
simposio en la conferencia sobre Wittgenstein en
Kirchberg (Austria) en el año 2000, y cuatro de los
capítulos fueron presentados en las Conferencias Jean
Nicod en París y en las Conferencias Tasan Memorial en
Seúl (Corea). Una versión más antigua de este borrador,
que incluía la mayor parte de los primeros siete capítulos,
obtuvo el Premio Internacional Jovellanos en España, y
fue publicado en español como Razones para actuar, por
Ediciones Nobel en el año 2000. Tengo una especial
deuda de gratitud con mi traductor español, Luis Valdés.
El trabajo sobre este estudio comenzó en realidad hace
unos quince años, cuando Michael Bratman me invitó a
impartir una conferencia sobre la razón práctica. Estoy en
deuda con Michael y con los otros conferenciantes por sus
críticas. Agradezco a Chris Cowell la elaboración del
índice, y les doy las gracias a todos los que leyeron y
comentaron fragmentos del manuscrito, especialmente
Robert Audi, Guido Bacciagaluppi, Berit Brogaard-
Pedersen, Winston Chiong, Alan Code, Boudewijn de
Bruin, Jennifer Hudin, Christine Korsgaard, Josef Moural,
Thomas Nagel, Jessica Samuels, Barry Smith, Mariam
Thalos, Bernard Williams, Leo Zaibert, y sobre todo a mi
esposa, Dagmar Searle, a quien dedico este libro.
Introducción
Este libro presenta lo que, con algunas salvedades, es una
teoría de la razón práctica. La principal salvedad es que
el tema es tan vasto y complejo que en un libro de estas
dimensiones sólo puedo ocuparme de ciertos problemas
centrales.
A veces trabajo mejor cuando puedo contrastar mi
punto de vista con aquellos otros que no defiendo. La
filosofía frecuentemente actúa debatiendo. En este caso, el
punto de vista contrario es una visión de la racionalidad
que saco a relucir y que creo que es la concepción
dominante en nuestra cultura intelectual. A este punto de
vista le llamo, espero que no injustamente, “el modelo
clásico”.
Al criticar el modelo clásico, critico una muy
poderosa tradición en la filosofía occidental. En este libro
indico algunas de sus limitaciones e intento superarlas.
Aunque podría parecer una crítica exacerbada debido al
hecho de enfrentarse a un modelo de racionalidad que en
varios aspectos es correcto, y que destaca el papel de la
racionalidad y la inteligencia en la toma de decisiones y
en la vida en general, mientras que a la vez lanza ataques
sistemáticos sobre la misma idea de racionalidad. Varias
formas de relativismo, algunas veces bajo la etiqueta de
“posmodernismo”, se han enfrentado a la idea de
racionalidad como tal. Se supone que la racionalidad es
fundamentalmente opresora, hegemónica, culturalmente
relativa, etc. ¿Por qué critico una muy buena teoría de la
racionalidad cuando la racionalidad como tal está ya
siendo asediada? Estoy tan consternado como cualquier
otro por estos ataques, pero no me preocupa darles
respuesta ya que no creo que puedan resultar inteligibles.
Por ejemplo, algunas veces se me ha desafiado con
preguntas como “¿Cuál es su argumento a favor de la
racionalidad?”, pero es un desafío absurdo, puesto que la
noción de “argumento” ya presupone patrones de
racionalidad. Este estudio no es una defensa de la
racionalidad, ya que la idea de una “defensa” en forma de
argumento, razones, etc., presupone constricciones de
racionalidad y, por tanto, la demanda de tal defensa es
absurda. Las constricciones de la racionalidad son
universales y se hallan integradas en la estructura de la
mente y del lenguaje, específicamente en las estructuras de
la intencionalidad y de los actos de habla. Se puede
describir el funcionamiento de estas constricciones, como
intento hacer en este libro, o criticar algunas de esas
descripciones, como también intento hacer, pero la
racionalidad como tal ni requiere, ni incluso admite, una
justificación, debido a que todo pensamiento y lenguaje, y
por tanto, todo argumento, presupone racionalidad. Se
puede debatir inteligiblemente sobre teorías de la
racionalidad, pero no sobre la racionalidad.
Este libro es una discusión en el seno de la tradición
de los estudios filosóficos de la racionalidad y un intento
de mejorar la visión predominante de dicha tradición.
En las diferentes reacciones que se dan en las
disertaciones públicas sobre estos temas, he encontrado
dos errores persistentes que personas inteligentes cometen
al respecto de lo que ellos esperan de una teoría de la
racionalidad, y quiero despejar estos errores desde el
principio. Primero, muchos creen que una teoría de la
racionalidad debería proporcionarles un algoritmo para la
toma racional de decisiones. Piensan que no sacarían
mucho partido de un libro sobre racionalidad a menos que
les ofreciera un método concreto con el que decidir si se
divorcian o no de su esposa, qué inversiones hacer en
bolsa, o a qué candidato votar en las próximas elecciones.
Por razones implícitas en el análisis que ofrezco, ninguna
teoría de la racionalidad proporcionará un algoritmo para
tomar las decisiones correctas. El propósito de una teoría
tal no es informarnos sobre cómo gestionar arduos
asuntos, sino explicar ciertos rasgos estructurales de la
toma racional de decisiones. De igual modo que una teoría
de la verdad no nos da un algoritmo para descubrir qué
proposiciones son verdaderas, una teoría de la
racionalidad no nos da un algoritmo para la creación de la
mayoría de las decisiones racionales.
Un segundo error que la gente comete sobre la
racionalidad es suponer que si los patrones de
racionalidad fuesen universales y nosotros fuéramos
agentes perfectamente racionales, entonces no existirían
desacuerdos entre nosotros. En consecuencia, suponen que
la persistencia de desacuerdos entre agentes
aparentemente bien informados y racionales muestra que
la racionalidad es de alguna manera relativa a culturas e
individuos. Pero todo eso es erróneo. Los patrones de la
racionalidad, como los de la verdad, son de hecho
universalmente válidos en individuos y culturas. Pero
dados unos patrones universales de racionalidad y
deliberación racional en los agentes, seguirán
produciéndose, de forma inevitable, importantes
desacuerdos. Asumamos patrones de racionalidad
universalmente válidos y aceptados, asumamos agentes
perfectamente racionales que operan con una información
perfecta, y encontraremos que el desacuerdo racional
seguirá teniendo lugar, ya que, por ejemplo, tales agentes
racionales probablemente posean valores e intereses
diferentes e inconsecuentes, cada uno de los cuales puede
ser racionalmente aceptable. Uno de los más profundos
errores en los supuestos de nuestro entorno social es la
idea de que los conflictos irresolubles son una señal de
que alguien ha de estar comportándose irracionalmente, o
de algo aún peor, que esa racionalidad en sí misma se
pone en entredicho.
Tradicionalmente, se ha pensado que muchos de los
asuntos tratados en este libro forman parte de la ética
filosófica, en el sentido de que son la clase de asuntos de
los que se habla en los cursos universitarios sobre “teoría
ética”. Tengo muy poco que decir sobre la ética como tal
o sobre la implicación de mis puntos de vista sobre la
teoría ética. No estoy seguro de que exista una rama
adecuadamente demarcada en filosofía llamada “teoría
ética”, pero si la hay, su necesaria presuposición consiste
en una explicación de la racionalidad en la toma de
decisiones y en el actuar. No es posible debatir
inteligentemente, por ejemplo, acerca de razones éticas
para la acción sin antes saber qué es una acción y qué es
una razón. Así que este libro, aunque no trata directamente
sobre ética, sí se ocupa de muchos de los asuntos
fundacionales de cualquier teoría ética.
Esta investigación es una continuación de mis
anteriores trabajos sobre problemas de la mente, el
lenguaje y la realidad social. Cada libro adscrito a esa
labor tiene entidad propia, si bien cada uno es parte de
una estructura filosófica global mucho mayor. Para hacer
posible que este libro tenga tal entidad propia he
resumido en el capítulo 2 algunos elementos
fundamentales de mis anteriores trabajos que ayudarán a
hacer más comprensible el presente libro.
Capítulo I
El modelo clásico de la racionalidad y su
debilidad
1.1. El problema de la racionalidad [1]

Durante la primera guerra mundial, un famoso experto en


psicología animal, Wolfgang Köhler, en estudios
realizados en la isla de Tenerife, mostró que los simios
eran capaces de llevar a cabo la toma racional de
decisiones. En un experimento típico, situó a un simio en
un entorno en el que había una caja, un palo y un racimo
de plátanos en lo alto, fuera de su alcance. Al cabo de un
rato, el simio halló la forma de conseguir los plátanos.
Colocó la caja debajo del racimo, cogió el palo, se subió
a la caja, alcanzó los plátanos con el palo y los bajó[2].
Köhler estaba más interesado en la psicología de la
Gestalt* que en la racionalidad, pero sus simios
ejemplificaban una forma de racionalidad que ha
resultado ser paradigmática en nuestras teorías. La idea es
que la toma racional de decisiones consiste en seleccionar
medios que nos permitan conseguir nuestros fines. Los
fines se ocupan exclusivamente de aquello que deseamos.
Llegamos a la situación de toma de decisiones con un
inventario previo de los fines que se desean, y la
racionalidad consiste exclusivamente en calcular los
medios para nuestros fines.
Sin duda, el simio ejemplifica un tipo de toma
racional de decisiones propio del ser humano. Pero hay un
número muy extenso de otros tipos de toma racional de
decisiones que el simio no emprende ni, presumiblemente,
podría emprender. El simio puede intentar hallar la
manera de hacerse con los plátanos ahora, pero no puede
intentar prever la manera de hacerse con los plátanos la
próxima semana. Muchas de las decisiones que tomamos
los humanos están relacionadas con la organización del
tiempo más allá del presente inmediato, algo que no
ocurre en los simios. Además, el simio no puede tener en
cuenta períodos de tiempo tan largos como para llegar a
abarcar su propia muerte. Muchas de las decisiones
humanas, de hecho, la mayoría de las decisiones más
importantes, tales como dónde vivir, qué profesión
ejercer, qué tipo de familia tener, con quién contraer
matrimonio, etc., tienen que ver con la distribución del
tiempo antes de la muerte. Se podría decir que la muerte
es el horizonte de la racionalidad humana, sin embargo,
los pensamientos acerca de la muerte y la capacidad de
hacer planes contando con ella parecen estar más allá de
las limitaciones del aparato conceptual del simio. Una
segunda diferencia entre la racionalidad humana y el caso
del simio es que los humanos nos vemos normalmente
obligados a elegir entre fines en conflicto e incompatibles.
Esto se da a veces en la toma de decisión animal —el
asno de Buridán* es un conocido caso hipotético—, pero
para el simio de Köhler lo que había era, o bien la caja, el
palo y los plátanos, o nada. La tercera limitación por parte
del simio es el no poder considerar razones para la acción
que no dependan de sus deseos. Esto es, parece que su
deseo de hacer algo con la caja y el palo sólo puede estar
motivado por el deseo previo de comer los plátanos. Pero
en el caso de los seres humanos resulta que tenemos un
número más bien extenso de razones que no son deseos.
Esas razones independientes-de-los-deseos pueden
constituir el fundamento de los deseos, pero que puedan
ser razones para nosotros no depende de que se
fundamenten en deseos. Esto es algo interesante y muy
discutido, y lo trataré con más detalle en los capítulos
siguientes. Una cuarta diferencia entre nosotros y el simio
es que parece que el simio sólo tiene una, si es que tiene
alguna, muy limitada concepción de sí mismo en tanto que
yo, es decir, en tanto que agente racional que toma
decisiones y es capaz de asumir responsabilidades en el
futuro por las decisiones tomadas en el presente, o de
asumir responsabilidades en el presente por las
decisiones tomadas en el pasado. Y una quinta diferencia,
relacionada con la anterior, es que el chimpancé, a
diferencia del ser humano, no ve en ningún caso sus
decisiones como expresiones de, o como compromisos
con, principios generales que se apliquen por igual a él
mismo y a otros yoes.
Suele decirse en estas discusiones que lo que le falta
al simio es el lenguaje. La idea, aparentemente, es que si
pudiéramos conseguir enseñarles a los simios los
rudimentos de la comunicación lingüística, dispondrían de
la totalidad de registros que se dan en el aparato de la
toma racional de decisiones y de la responsabilidad que
tenemos los humanos. Dudo mucho que esto sea así. La
simple capacidad de simbolizar no es por sí misma
suficiente para abarcar toda la gama de los procesos de
pensamiento racionales. Los esfuerzos para enseñar a los
chimpancés a usar símbolos lingüísticamente sólo han
tenido, en el mejor de los casos, resultados ambiguos.
Pero incluso si hubieran tenido éxito, creo que las formas
de emplear los símbolos que se han pretendido enseñar a
Washoe, Lana, y otros conocidos chimpancés
experimentales, son insuficientes para dar cuenta del
rango de capacidades racionales humanas que acompañan
a ciertos rasgos especiales de nuestras aptitudes
lingüísticas. Lo destacable es que la mera capacidad de
simbolizar no abarca por sí misma el abanico completo de
la racionalidad humana. Lo que es necesario, como
veremos en estas páginas, es la capacidad de disponer de
ciertos tipos de representación lingüística, y me da la
impresión de que no podemos establecer en ellos una
clara distinción entre las capacidades intelectuales
expresadas en la notación y el uso de la notación en sí. La
clave es ésta: los animales pueden engañar, pero no
pueden mentir. La capacidad de mentir es una
consecuencia de la más profunda capacidad humana de
asumir ciertas clases de compromisos, unos compromisos
en los que el animal humano impone intencionalmente
condiciones de satisfacción* sobre condiciones de
satisfacción. Si esto no se entiende ahora, no importa, lo
explicaré en los próximos capítulos.
Ciertos problemas filosóficos persistentes, como el
problema de la racionalidad, tienen una estructura lógica
característica: ¿cómo puede ser el caso que p, dado que
parece que ciertamente es el caso que q, cuando q,
aparentemente, hace ser imposible que p? El ejemplo
clásico de este modelo* es, por supuesto, el problema del
libre albedrío* (o libre voluntad*). ¿Cómo es posible que
realicemos acciones libres cuando todo acontecimiento
tiene una causa, y la determinación causal hace imposibles
a las acciones libres? Esta misma estructura lógica se
extiende a muchos otros problemas. ¿Cómo es posible que
tengamos conciencia cuando estamos compuestos
íntegramente de inconscientes pedazos de materia? Surge
el mismo problema con la intencionalidad*: ¿cómo es
posible que tengamos estados intencionales* —estados
que se refieren a objetos y estados de cosas del mundo
que están más allá de sí mismos— cuando estamos por
completo hechos de trozos de materia carentes de
intencionalidad? Y con el escepticismo*: ¿cómo es
posible que sepamos algo cuando nunca podemos estar
seguros de que no estemos soñando, sufriendo
alucinaciones, o siendo engañados por genios malignos*?
En ética: ¿cómo pueden existir valores de cualquier tipo
en el mundo cuando el mundo se compone enteramente de
hechos de valor neutral? Una variedad de esta misma
cuestión es: ¿cómo podemos saber lo que debe ser el caso
cuando todo conocimiento es sobre lo que de hecho es el
caso, y nunca podemos derivar un enunciado sobre lo que
debe ser el caso a partir de ningún conjunto de enunciados
sobre lo que de hecho es el caso? El problema de la
racionalidad, una variante de estos persistentes
problemas, puede plantearse así: ¿cómo es posible la
toma de decisiones racionales en un mundo en el que todo
acontece como resultado de fuerzas causales brutas,
ciegas y naturales?

1.2. El modelo clásico de la racionalidad

En la discusión de la racionalidad del simio señalé que en


nuestra cultura intelectual contamos con una tradición muy
específica, la de discutir la racionalidad ligada a la razón
práctica*, la racionalidad en la acción. Esta tradición se
remonta a la afirmación de Aristóteles de que la
deliberación siempre es sobre los medios, nunca sobre los
fines[3], la cual continúa con la famosa afirmación de
Hume de que “La razón es y debe ser la esclava de las
pasiones”, y con la de Kant de que “Quien quiere el fin
quiere los medios”. La tradición debe su más sofisticada
formulación a la actual teoría de la decisión matemática.
La tradición no está de ninguna manera unificada, y no me
gustaría sugerir que Aristóteles, Hume y Kant compartan
la misma concepción de racionalidad. Al contrario, hay
notables diferencias entre ellos. No obstante, hay un hilo
conductor común, y creo que, de los filósofos clásicos,
Hume es quien más claramente enuncia lo que yo he
venido llamando “el modelo clásico”. Durante bastante
tiempo tuve dudas sobre esta tradición, y voy a dedicar la
mayor parte de este capítulo a exponer algunos de sus
rasgos principales y a realizar una exposición preliminar
de algunas de mis dudas. Una forma de describir el
modelo clásico es decir que representa la racionalidad
humana como una versión más compleja de la
racionalidad del simio.
Cuando comencé a aprender algo sobre la teoría
matemática de la decisión siendo estudiante de primer
ciclo en Oxford, me parecía que ésta adolecía de un
evidente problema: al parecer, una estricta consecuencia
de los axiomas es que si valoro mi vida y valoro veinte
céntimos (veinte céntimos no es mucho dinero, pero sí
suficiente como para recogerlos de la acera, por ejemplo),
ha de existir entonces alguna posible situación en la que
apostaría mi vida por veinte céntimos. Pensé sobre ello, y
llegué a la conclusión de que no existía ninguna situación
en la que apostase mi vida por veinte céntimos, y si la
hubiera, no apostaría la vida de mi hijo por veinte
céntimos. De modo que, a lo largo de los años, he
discutido sobre esto con diversos teóricos de la decisión
reconocidos, empezando por Jimmy Savage de Ann Arbor
e incluyendo a Isaac Levi de Nueva York y, tras media
hora de discusión, llegan normalmente a esta conclusión:
“Eres manifiestamente irracional”. Bien, no estoy tan
seguro. Pienso que quizá ellos tengan un problema con su
teoría de la racionalidad. Algunos años más tarde, las
limitaciones de esta concepción de la racionalidad se me
hicieron realmente patentes (lo cual tiene cierta
importancia práctica) cuando durante la guerra del
Vietnam fui a visitar a un amigo, un alto funcionario del
Ministerio de Defensa, en el Pentágono. Intenté
persuadirle de abandonar la política que los Estados
Unidos estaba siguiendo, en particular la política de
bombardear Vietnam. Él tenía un doctorado en economía
matemática. Se fue hacia la pizarra, trazó las curvas de
análisis microeconómico tradicional, y dijo: “Allí donde
se produce la intersección de estas dos curvas, la utilidad
marginal de resistir es equivalente a la no utilidad
marginal de ser bombardeado. En ese punto, tienen que
rendirse. Todo lo que estamos suponiendo es que son
racionales. ¡Todo lo que estamos suponiendo es que el
enemigo es racional!”.
Supe entonces que estábamos en serias dificultades,
no sólo en cuanto a nuestra teoría de la racionalidad, sino
también en su aplicación práctica. Parece una locura
suponer que la decisión de hacer frente a Ho Chih Minh y
sus colegas era semejante a la decisión de comprar un
tubo de pasta dentífrica, que de lo que estrictamente se
trata es de maximizar la utilidad que se espera, si bien no
resulta fácil mostrar qué es exactamente lo erróneo de esa
suposición, y a lo largo de este libro quiero intentar
mostrar en qué consiste exactamente ese error. Como
formulación intuitiva preliminar podemos decir lo
siguiente. En la racionalidad humana, en contraste con la
racionalidad del simio, hay una distinción entre razones
para la acción, cuya única labor es la satisfacción de un
deseo u otro, y razones que son independientes de los
deseos. La distinción básica entre diferentes clases de
razones para la acción se basa en la distinción entre, por
un lado, aquellas razones que se ocupan de lo que se
quiere hacer o de lo que se tiene que hacer para conseguir
lo que se quiere y, por otro, aquellas razones que se
ocupan de lo que se tiene que hacer, al margen de los
deseos que se tengan.
1.2.1. Seis supuestos detrás del modelo clásico

En este capítulo enunciaré y discutiré seis supuestos que


constituyen buena parte de lo que he estado llamando “el
modelo clásico de la racionalidad”. No quiero sugerir que
el modelo esté unificado, en el sentido de que si uno
acepta una proposición está obligado a aceptar las demás.
Al contrario, algunos autores aceptan algunas partes y
rechazan otras. Pero quiero afirmar que el modelo forma
un todo coherente, y que, según yo lo veo, ejerce
influencia, implícita y explícitamente, en los autores
contemporáneos. Además, el modelo articula una
concepción de la racionalidad en la que yo fui educado
siendo estudiante de económicas y de filosofía moral en
Oxford. Ya entonces no me parecía una concepción
acertada, y sigue sin parecérmelo ahora.
1. Las acciones, cuando son racionales, están
causadas por creencias y deseos.
Las creencias y los deseos funcionan como causas y
como razones de nuestras acciones, y la racionalidad se
encarga en su mayor parte de coordinar creencias y
deseos para que éstos causen así acciones “de la manera
correcta”.
Es importante subrayar que el sentido aquí de
“causa”* es el normal o aristotélico de “causa eficiente”*
que tiene esa palabra, donde la causa de un
acontecimiento es lo que hace que éste ocurra. Tales
causas, en un contexto en particular, son condiciones
suficientes para que un acontecimiento ocurra. Decir que
unas creencias y deseos específicos causaron una acción
en particular se asemeja a decir que el terremoto causó
que el edificio se derrumbara.
2. La racionalidad consiste en obedecer reglas, las
reglas especiales que establecen la distinción entre
pensamiento y conducta racional e irracional.
Nuestra tarea como teóricos es intentar hacer
explícitas las reglas no explícitas de la racionalidad que,
afortunadamente, la mayor parte de las personas
racionales es capaz de seguir inconscientemente. Al igual
que alguien puede hablar castellano sin conocer las reglas
de gramática, o hablar en prosa sin saber que se está
hablando en prosa, como en el célebre caso de Monsieur
Jourdain, también alguien puede comportarse
racionalmente sin conocer las reglas que determinan la
racionalidad e incluso sin ser consciente de que se están
siguiendo tales reglas. Pero nosotros, en cuanto teóricos,
tenemos el particular objetivo de descubrir y formular
esas reglas.
3. La racionalidad es una facultad cognitiva
separada.
De acuerdo con Aristóteles y con una destacada
tradición que con él dio comienzo, la posesión de la
racionalidad es nuestro rasgo definitorio como seres
humanos: el hombre es un animal racional. Hoy en día, el
término que está en boga para referirse a una facultad es
el de “módulo”*, aunque la idea general es que los
humanos tenemos diversas capacidades cognitivas
especiales, una para la visión, otra para el lenguaje, etc., y
que la racionalidad es una de esas facultades especiales,
quizá incluso la más distintiva de nuestras capacidades
humanas. Un reciente libro llega incluso a especular sobre
las ventajas evolutivas de tener esta facultad[4].
4. Los casos aparentes de debilidad de la
voluntad*, lo que los griegos denominaban
“akrasia”*, sólo pueden presentarse cuando hay
algo erróneo en los antecedentes psicológicos de la
acción.
Puesto que las acciones racionales están causadas
por creencias y deseos, y que las creencias y deseos
causan la acción conduciéndonos de entrada a la
formación de la intención, los casos aparentes de
debilidad de la voluntad requieren una explicación
especial. ¿Cómo es realmente posible que un agente pueda
tener las creencias y deseos correctos, formarse un tipo
adecuado de intención y, aun así, no realizar la acción? La
explicación estándar es que los casos aparentes de
akrasia son todos casos en los que el agente no tiene, de
hecho, el tipo adecuado de antecedentes de la acción.
Puesto que las creencias y los deseos y, por extensión, las
intenciones, son causas, si se ordenan racionalmente, la
acción se seguirá por necesidad causal. De modo que si la
acción no se sigue ha de haber algo erróneo en las causas.
La debilidad de la voluntad ha sido siempre un
problema para el modelo clásico, y hay bastante literatura
sobre el tema[5], pero la debilidad de la voluntad aparece
siempre como algo muy extraño y difícil de explicar, algo
que sólo podría ocurrir bajo circunstancias extrañas o
extravagantes. Mi propia perspectiva, que explicaré más
tarde, es que la akrasia en los seres racionales es algo tan
común como el vino en Francia. Cualquiera que haya
intentado alguna vez dejar de fumar, perder peso o beber
menos en las grandes celebraciones sabrá de lo que estoy
hablando.
5. La razón práctica ha de comenzar con un
inventario de los fines primarios del agente,
incluyendo sus metas, deseos, objetivos y
propósitos fundamentales, los cuales no se hallan
sujetos a constricciones racionales.
Para emprender la actividad del razonamiento
práctico un agente ha de comenzar teniendo un conjunto de
aquello que quiere o valora, y entonces el razonamiento
práctico se encargará de determinar la forma de satisfacer
tal conjunto de deseos y valores. Podemos enunciar esto
diciendo que para que el razonamiento práctico tenga
algún campo en el que operar, el agente ha de comenzar
con un conjunto de deseos primarios, entendiendo deseos
en sentido lato, de tal modo que las evaluaciones
efectuadas por el agente, ya sean morales, estéticas, o de
otro tipo, cuenten como deseos. Pero a no ser que se
disponga de algún conjunto de deseos del que partir, no
habrá espacio para la razón, ya que la razón se encarga de
determinar qué más debería desearse, además de lo ya
deseado. Y esos deseos primarios no se hallan ellos
mismos sujetos a constricciones racionales.
El modelo de la razón práctica es algo parecido a lo
siguiente. Suponga que quiere ir a París y que razona
sobre cuál es la mejor manera de hacerlo. Podría coger un
barco, ir en una canoa o tomar un avión y, finalmente, tras
el ejercicio de la razón práctica, usted decide ir en avión.
Pero si ésta es la única forma en que puede operar la
razón práctica, calculando “medios” para “fines”, nos
encontramos con: primero, no puede haber razones para la
acción que no surjan de los deseos, tomados en sentido
lato. Esto es, no puede haber ninguna razón para la acción
que sea independiente-del-deseo. Y segundo, esos deseos
iniciales o primarios no pueden ser evaluados
racionalmente. La razón trata siempre los medios, nunca
los fines.
Esta afirmación, la de que no puede haber razones
para la acción independientes-del-deseo, está en el
corazón del modelo clásico. El enunciado de Hume de que
“La razón es y debe ser la esclava de las pasiones” suele
ser interpretado acorde a aquella afirmación, la cual
aparece también en muchos autores recientes. Por
ejemplo, Herbert Simon escribe “La razón es
completamente instrumental. No nos puede decir dónde ir;
como mucho puede decirnos cómo llegar allí. Es un arma
de alquiler que puede emplearse al servicio de
cualesquiera metas que tengamos, ya sean buenas o
malas”[6]. Bertrand Russell es incluso más concreto, dice
“La razón tiene un significado perfectamente claro y
conciso. Significa la elección de los medios correctos
para el fin que se quiere lograr. No tiene absolutamente
nada que ver con la elección de fines”[7].
6. El sistema total de racionalidad sólo funciona si
el conjunto de deseos primarios es consistente.
Una expresión típica de este punto de vista es la dada
por Jon Elster, “Las creencias y los deseos difícilmente
pueden ser razones para la acción, a no ser que sean
consistentes. No han de que conllevar contradicciones
lógicas, conceptuales o pragmáticas”[8]. Resulta fácil ver
por qué esto parece plausible: si la racionalidad se basa
en razonar lógicamente, no puede haber inconsistencias ni
contradicciones en los axiomas. Una contradicción
implica cualquier cosa, por lo que si alguien tiene una
contradicción en su conjunto inicial de deseos, se seguiría
cualquier cosa, o al menos así parece.

1.2.2. Algunas dudas sobre el modelo clásico

Podría continuar esta lista, y tendremos ocasión de


enriquecer la caracterización del modelo clásico en el
curso de este libro. Pero incluso esta pequeña lista nos
brinda la orientación general del concepto, y quiero abrir
la exposición ofreciendo algunas razones al respecto de
por qué pienso que cada una de esas afirmaciones es
falsa. Todo lo que llegan a hacer es describir casos
especiales, pero no ofrecen una teoría general del papel
de la racionalidad en el pensamiento y en la acción.
1. Las acciones racionales no están causadas por
creencias ni deseos. En general, sólo las acciones
irracionales y las no racionales están causadas por
creencias y deseos.
Comencemos, como punto de partida, con la idea de
que las acciones racionales son aquellas que están
causadas por creencias y deseos. Es importante recalcar
que el sentido de “causa” es el sentido ordinario de
“causa eficiente”, el de “La explosión causó el
derrumbamiento del edificio”, o “El terremoto causó la
destrucción de la autopista”. Lo que quiero decir es que
los casos de acciones en los que las creencias y deseos
previos realmente son causalmente suficientes, lejos de
ser modelos de racionalidad, son en realidad casos
extravagantes y típicamente irracionales. Son casos en los
que, por ejemplo, el agente está bajo el control de una
obsesión o una adicción y no puede hacer otra cosa que
actuar siguiendo su deseo. Sin embargo, en un caso normal
de toma racional de decisiones en el que, por ejemplo,
estoy intentando decidir a favor de qué candidato votar,
estoy ante una elección y considero varias razones para
elegir entre las alternativas que tengo disponibles. Pero
sólo puedo emprender esa actividad si supongo que mi
conjunto de creencias y deseos no es por sí mismo
causalmente suficiente para determinar mi acción. La
operación de la racionalidad presupone que hay una
brecha* entre el conjunto de estados intencionales sobre
cuya base tomo la decisión, y la toma efectiva de la
decisión. Es decir, a no ser que presuponga que hay una
brecha, no podré poner en marcha el proceso de toma
racional de decisiones. Para ver esto basta con detenerse
en los casos en los que no existe brecha, en los que la
creencia y el deseo son de veras causalmente suficientes.
Éste es el caso, por ejemplo, en el que un drogadicto tiene
un impulso muy intenso de tomar heroína, cree que lo que
tiene delante es heroína y, de modo compulsivo, lo toma.
En tal caso, la creencia y el deseo son suficientes para
determinar la acción, dado que el adicto no puede hacer
otra cosa. Pero difícilmente algo así es el modelo de la
racionalidad. Tales casos parecen estar por completo
fuera del alcance de la racionalidad.
En un caso normal de acción racional tenemos que
presuponer que el conjunto previo de creencias y deseos
no es causalmente suficiente para determinar la acción.
Esto es una presuposición del proceso de deliberación y
es absolutamente imprescindible para la aplicación de la
racionalidad. Presuponemos que hay una brecha entre las
“causas” de la acción, en forma de creencias y deseos, y
el “efecto”, en forma de acción. Esta brecha tiene un
nombre tradicional. Se denomina “libre albedrío”. Para
emprender la toma racional de decisiones tenemos que
presuponer la libre voluntad. De hecho, como veremos
más adelante, tenemos que presuponer la libre voluntad en
toda actividad racional. No podemos evitar esa
presuposición, pues incluso el rechazo a emprender la
toma racional de decisiones nos es sólo inteligible como
rechazo si lo tomamos como un ejercicio de libertad. Para
ver esto, vayamos a un ejemplo. Supongamos que alguien
entra en un restaurante y el camarero le lleva la carta.
Existe la opción de elegir entre, digamos, chuletas de
ternera y espaguetis. Esa persona no puede decir:
“Veamos, soy determinista, ce será, será. ¡Simplemente
esperaré y veré lo que pido! Esperaré a ver lo que causan
mis creencias y deseos”. Esta renuncia al ejercicio de la
libertad resulta en sí misma inteligible sólo como un
ejercicio de libertad. Kant ya apuntó esto hace mucho
tiempo: no hay manera de pensar al margen de nuestra
propia libertad en el proceso de acción voluntaria porque
el propio proceso de deliberación sólo puede
desarrollarse de acuerdo con la presuposición de libertad,
con la presuposición de que hay una brecha entre las
causas, en forma de creencias, deseos y otras razones, y la
decisión efectiva que se toma.
Si pretendemos hablar con más precisión sobre esto,
hemos de decir que hay (al menos) tres brechas. En primer
lugar, tenemos la brecha de la toma racional de
decisiones, en la que uno intenta decidir lo que va a hacer.
Ésta es una brecha entre las razones para decidirse y la
decisión efectiva que se toma. En segundo lugar, hay una
brecha entre la decisión y la acción. Del mismo modo que
las razones para la decisión no eran causalmente
suficientes para generar la decisión, tampoco la decisión
es causalmente suficiente para generar la acción. Lo
crucial aquí es que, después de habernos decidido, llega
el momento en el que tenemos que hacerlo efectivo. Y, de
nuevo, uno no puede sentarse y dejar que la decisión
cause la acción, o sentarse y dejar que las razones causen
la decisión. Por ejemplo, supongamos que has decidido
votar al candidato Álvarez. Te diriges hacia el lugar de la
votación con esta firme decisión presente, sin embargo,
una vez allí todavía tienes que hacerlo. Y a veces, debido
a esta segunda brecha, simplemente no lo haces. Por
varias posibles razones —o quizá por ninguna— no haces
aquello que habías decidido hacer.
Hay una tercera brecha que se da en el caso de las
acciones y actividades que se prolongan en el tiempo, una
brecha entre el inicio de la acción y su continuación hasta
finalizarla. Supóngase, por ejemplo, que alguien ha
decidido aprender portugués, cruzar a nado el canal de la
Mancha o escribir un libro sobre racionalidad. Hay una
primera brecha entre las razones para la decisión y la
decisión, una segunda brecha entre la decisión y el inicio
de la acción, y hay una tercera brecha entre dar comienzo
a la tarea y su continuación hasta finalizarla. Incluso una
vez que ya se ha comenzado no se puede dejar que las
causas operen por sí mismas, hay que hacer un esfuerzo
voluntario continuo para mantener el desarrollo de la
acción o de la actividad hasta su finalización.
En este momento de la discusión quiero destacar dos
puntos: la existencia del fenómeno de la(s) brecha(s) y su
papel central en el tema de la racionalidad.
¿Qué argumento existe a favor de la existencia del
fenómeno de la(s) brecha(s)? Desarrollaré estos
argumentos con más detalle en el capítulo 3. Si nos
remitimos a lo que ahora nos ocupa, podemos decir que
los argumentos más simples son los que acabo de dar.
Consideremos cualquier situación de toma de decisión y
actuación racional, y veremos que tenemos la sensación
de contar con posibilidades alternativas disponibles, y
que actuar y deliberar sólo tiene sentido bajo el
presupuesto de esas posibilidades alternativas.
Comparemos estas situaciones con aquellas en las que uno
no posee esa sensación de contar con posibilidades. En
una situación en la que se está bajo el dominio de una
furia abrumadora, en la que se está, como suele decirse,
totalmente fuera de control, no se tiene esa sensación de
poder hacer algo distinto a lo que se hace.
Otra manera de advertir la existencia de la brecha es
darse cuenta de que en una situación de toma de
decisiones se tienen a menudo varias razones diferentes
para realizar una acción, sin embargo, se actúa de acuerdo
con una y no con el resto, y se sabe, sin observación
alguna, cuál es esa razón de acuerdo con la cual se ha
actuado. Esto es un hecho destacable, y obsérvese la
curiosa locución que tenemos para describirlo: uno actúa
de acuerdo con tal o cual razón. Supóngase, por ejemplo,
que una persona tenía todo un puñado de razones para
votar tanto a favor como en contra de Álvarez en las
elecciones presidenciales. Pensaba que sería un
presidente mejor en los asuntos económicos, aunque peor
en política exterior. Le gustaba el hecho de que hubiera
sido compañero suyo en el antiguo colegio universitario,
aunque no le gustaba su estilo personal. Finalmente vota
por él porque había sido compañero suyo de colegio
universitario. Las razones no han intervenido aquí. Más
bien, esa persona ha elegido una razón y ha actuado
acorde a ella. Ha hecho a esa razón efectiva actuando
acorde a ella.
A esto se debe, por cierto, que la explicación de una
acción y su justificación puedan no ser lo mismo.
Supóngase que se le pide justificar haber votado a favor
de Álvarez. Podría hacerlo apelando a su mejor gestión de
la economía. Pero podría ser que la razón efectiva según
la cual actuó fuera que había sido un compañero de
colegio universitario en Oxford, y que ha pensado “la
lealtad a los compañeros de colegio universitario es lo
primero”. Lo destacable en este asunto es que, en un caso
normal, uno conoce sin observación alguna qué razón fue
la efectiva, ya que él la hizo efectiva. Esto es, una razón
para la acción sólo es una razón efectiva si alguien hace
que lo sea.
La comprensión del fenómeno de la brecha resulta
ineludible en el tema de la racionalidad, ya que la
racionalidad sólo puede operar en la brecha. Aunque el
concepto de libertad y el de racionalidad son
completamente diferentes, la extensión de la racionalidad
coincide exactamente con la de la libertad. El argumento
más simple a favor de esto es que la racionalidad sólo es
posible donde sea posible la irracionalidad, requisito que
comporta la posibilidad de elegir entre varias opciones
racionales e irracionales. El campo de aplicación de esa
elección es la brecha en cuestión. La afirmación de que la
racionalidad sólo puede operar en la brecha es cierta
tanto en la razón teórica como en la razón práctica, si bien
en cuanto a la razón teórica la cuestión es algo más sutil,
por lo que lo dejaré para más adelante y me concentraré
ahora en la razón práctica.
Tendré posteriormente mucho más que decir sobre el
fenómeno de la brecha y es que, en cierto sentido, el tema
de este libro es la brecha, ya que el problema de la
racionalidad es el problema sobre la brecha. Haré aquí
tan solo dos apuntes más:
El primero: ¿qué rellena a la brecha? Nada. No hay
nada que rellene la brecha: uno decide hacer algo o,
simplemente, se arma de valor y hace lo que iba a hacer, o
lleva a cabo la decisión que tomó previamente, o continúa
haciendo, o no logra continuar haciendo, el proyecto que
había emprendido.
Y el segundo: a pesar de que tenemos todas estas
experiencias, ¿no podría ser todo una ilusión? Sí, podría
serlo. Nuestras experiencias sobre la existencia de una
brecha no se autovalidan. Sobre la base de lo que hasta
ahora he dicho, la libre voluntad podría aún ser una gran
ilusión. La realidad psicológica de la brecha no garantiza
una correspondiente realidad neurobiológica. Examinaré
estos asuntos en el capítulo 9.
2. La racionalidad no consiste exclusivamente, ni
siquiera en gran medida, en seguir reglas de
racionalidad.
Volvamos a la segunda afirmación del modelo
clásico, la de que la racionalidad es un asunto que trata
con reglas y que pensamos y nos comportamos
racionalmente sólo en la medida en que pensamos y
actuamos de acuerdo con esas reglas. Cuando a la mayor
parte de los teóricos tradicionales se les pide justificar
esa afirmación, pienso que simplemente apelan a las
reglas de la lógica. Una clase obvia de caso que un
defensor del modelo clásico podría presentar sería,
digamos, un argumento modus ponens* simple:
Si llueve esta noche, el suelo se mojará.
Lloverá esta noche.
Por tanto, el suelo se mojará.
Ahora bien, si se pide justificar esta inferencia la
tentación es apelar a la regla del modus ponens: el
enunciado p, y el enunciado si p entonces q, juntos,
implican q.
p ∧ (p → q) →q
Pero esto es un fatídico error. Al decir eso, se cae en
las garras de la paradoja de Lewis Carroll*[9]. Recordaré
su contenido: Aquiles y la tortuga están discutiendo y
Aquiles dice (el ejemplo no es así, pero se llega al mismo
punto) “Si llueve esta noche, el suelo se mojará, lloverá
esta noche, por tanto el suelo se mojará”, y la tortuga
responde “Bien, escribe eso, escribe todo eso”. Y cuando
Aquiles lo ha hecho, la tortuga dice “No veo cómo
obtienes de lo que hay antes del ‘por tanto’ lo que hay
después. ¿Qué te obliga o incluso te justifica a dar ese
paso?”. Aquiles dice “Bien, ese paso se basa en la regla
del modus ponens, la regla de que p, y si p entonces q,
juntos, implican q”. “Bien”, dice la tortuga, “Entonces
escribe eso, escribe eso con todo lo demás”. Y cuando
Aquiles lo ha hecho, la tortuga dice “Bien, tenemos todo
eso escrito, pero sigo sin ver aún cómo obtienes la
conclusión de que el suelo se mojará”. “Bien, ¿no lo
ves?”, dice Aquiles, “Siempre que tengas p, y si p
entonces q, y que tengas las reglas del modus ponens, que
dicen siempre que tengas p, y si p entonces q, puedes
inferir q, entonces puedes inferir q”. “Bien”, dice la
tortuga, “Ahora simplemente escribe todo eso”. Ya se ve
hacia dónde va esto. Caeremos en un regreso al infinito.
La manera de evitar un regreso al infinito es negarse
a dar el primer paso crítico de suponer que la regla del
modus ponens desempeña algún papel en la validez de la
inferencia. La derivación no obtiene su validez de la regla
del modus ponens, sino que más bien la inferencia es
perfectamente válida tal como está sin ninguna ayuda
externa. Sería más preciso decir que la regla del modus
ponens extrae su validez del hecho de que expresa un
modelo de un número infinito de inferencias que son
independientemente válidas. El argumento efectivo no
obtiene su validez de ninguna fuente externa: si es válido,
sólo puede serlo porque las premisas entrañan la
conclusión. Gracias a que los significados de las palabras
son por sí mismos suficientes para garantizar la validez de
la inferencia, podemos formalizar un modelo que describa
un número infinito de tales inferencias. Pero la inferencia
no deriva su validez del modelo. La denominada regla del
modus ponens es sólo el enunciado de un modelo de un
número infinito de tales inferencias independientemente
válidas. Recuerde: si piensa que necesita una regla para
inferir q de p y de (si p entonces q), entonces necesitará
también una regla para inferir p de p.
Lo que vale para este argumento vale para cualquier
argumento deductivo válido. La validez lógica no se
deriva de las reglas de la lógica.
Es importante entender esto con precisión. Suele
decirse que el error de Aquiles es tratar el modus ponens
como otra premisa y no como una regla. Pero eso es una
equivocación. Incluso escribiéndolo como una regla y no
como una premisa, seguiría existiendo un regreso al
infinito. Es igualmente erróneo (de hecho, se trata del
mismo error) decir que la derivación deriva su validez
tanto de las premisas como de la regla de inferencia[10]. Lo
correcto es decir que las reglas de la lógica no
desempeñan ningún papel en la validez de las inferencias
válidas. Los argumentos, si son válidos, tienen que serlo
tal como están.
Nos resulta realmente difícil ver esto debido a
nuestra propia complejidad, ya que los logros de la teoría
de la demostración* han sido tan grandes y han dado tan
importantes frutos en campos como las ciencias de la
computación, que pensamos que el análogo sintáctico del
modus ponens es realmente lo mismo que la “regla” de la
lógica. Sin embargo, esto no es así en absoluto. Si se tiene
una regla efectiva que dice que siempre que alguien ve, o
que nuestro ordenador “ve”, un símbolo con la
configuración física:
p,
seguido por uno con la forma física:
p →q,
y alguien, o un ordenador, escribe otro con la forma
física:
q,
se tiene una regla efectiva que se puede seguir y que se
puede programar en un ordenador de tal modo que influya
causalmente en sus operaciones. Sería el equivalente en la
teoría de la demostración al modus ponens, y esto es
realmente algo significativo, ya que indica que esta regla
opera sobre lo que son sólo símbolos carentes de
significado. La regla opera sobre elementos formales no
interpretados de otra manera.
Así que nos cegamos ante el hecho de que, en el
razonamiento que se lleva a cabo en la vida real, la regla
del modus ponens no juega ningún papel justificativo en
absoluto. Podemos construir modelos* en teoría de la
demostración o sintácticos, en los que el modelo refleje
exactamente los procesos sustantivos o cargados de
contenido del razonamiento humano efectivo. Y, desde
luego, como todos sabemos, se puede conseguir mucho
con los modelos. Si se tiene la sintaxis correcta, se puede
enlazar la semántica al principio y tras un desarrollo que
se lleva a cabo por sí solo, obtendremos finalmente la
semántica correcta, puesto que se tenían las
transformaciones sintácticas apropiadas.
Existen ciertos problemas muy conocidos,
especialmente el Teorema de Gödel*, pero, si los dejamos
a un lado, la complejidad de nuestras simulaciones en
modelos de razonamiento estructurados en máquinas nos
hace olvidar el contenido semántico. Pero en el
razonamiento de la vida real, es el contenido semántico lo
que garantiza la validez de la inferencia, no la regla
sintáctica.
Hay dos importantes puntualizaciones filosóficas que
hacer respecto a la paradoja de Lewis Carroll. La
primera, a la que le he estado dando vueltas, es que la
regla no juega papel alguno en la validez de la inferencia.
La segunda es sobre el fenómeno de la brecha.
Necesitamos distinguir entre el entrañamiento* y la
validez como relaciones lógicas, por un lado, y el inferir
como una actividad humana voluntaria, por otro. En el
caso que vimos, las premisas entrañan la conclusión, por
lo que la inferencia es válida. Pero no hay nada que
obligue a ningún ser humano real a realizar esa inferencia.
La misma brecha se da tanto en la actividad humana de
inferir como en cualquier otra actividad voluntaria.
Incluso si convenciésemos a Aquiles y a la tortuga de que
la inferencia es válida tal como está y que la regla del
modus ponens no concede ninguna validez a la inferencia,
la tortuga todavía podría, de manera irracional, negarse a
realizar la inferencia, a pesar de todo. La brecha se aplica
incluso a las inferencias lógicas.
No estoy diciendo que no pueda haber ninguna regla
que nos ayude en la toma racional de decisiones. Al
contrario, existen muchas célebres reglas de este tipo, e
incluso máximas. He aquí algunas de ellas: “Un cachete a
tiempo ahorra ciento”, “Mira antes de saltar”, “El que ríe
el último ríe mejor”. Y mi favorita, “Le coeur a ses
raisons que la raison ne connaît pas”. Lo que estoy
diciendo es que la racionalidad no está constituida como
un conjunto de reglas, y que la racionalidad en el
pensamiento y en la acción no viene definida por ningún
conjunto de reglas. La estructura de los estados
intencionales y las reglas constitutivas* de los actos de
habla* incluyen ya las constricciones de la racionalidad.
3. No existe una facultad separada de la
racionalidad.
Debería estar implícito en lo que he dicho que no
puede existir una facultad separada de la racionalidad
distinta de capacidades tales como las relacionadas con el
lenguaje, el pensamiento, la percepción y las diversas
formas de intencionalidad, ya que las constricciones
racionales están incorporadas en, son internas a, la
estructura de la intencionalidad en general, y del lenguaje
en particular. Una vez que se tienen estados intencionales,
una vez que se tienen creencias y deseos, esperanzas y
temores y, especialmente, una vez que se tiene lenguaje, se
tienen ya entonces las constricciones de la racionalidad.
Esto es, si un animal posee la capacidad de formarse
creencias sobre la base de sus percepciones, la capacidad
de formarse creencias además de deseos, y la capacidad
también de expresar todo eso en un lenguaje, tendrá ya
entonces las constricciones de la racionalidad
incorporadas en esas estructuras. Clarifiquemos esto con
un ejemplo: no hay forma de poder formular un enunciado
sin comprometerse a uno mismo respecto de cuestiones
tales como “¿Es verdadero o falso?”, “¿Es consistente o
inconsistente con el resto de lo que he dicho?” Así, las
constricciones de la racionalidad no son una facultad
añadida que se suma a la intencionalidad y al lenguaje.
Una vez que se tiene intencionalidad y lenguaje, se tienen
ya los fenómenos que, interna y constitutivamente, poseen
las constricciones de la racionalidad.
Me gusta pensar en ello de esta manera: las
constricciones de la racionalidad deberían ser entendidas
de forma adverbial. Se ocupan del modo según el cual
coordinamos nuestra intencionalidad. Se ocupan del modo
según el cual coordinamos las relaciones entre nuestras
creencias, deseos, esperanzas, temores y percepciones,
con otros fenómenos intencionales.
Esa coordinación presupone la existencia de la
brecha. Presupone que los fenómenos no son, en cualquier
punto dado, causalmente suficientes para determinar la
solución racional a un problema. Pienso que podemos ver
ahora por qué esto mismo funciona tanto en la razón
teórica como en la razón práctica. Si pongo mi mano
frente a mi rostro, no aparece ninguna brecha ligada al
hecho de ver mi mano, ya que no puedo dejar de ver mi
mano frente a mi rostro, siempre que haya la suficiente luz
y mi vista sea normal. Es algo que no depende de mí. Así
que no se cuestiona si tal percepción es racional o
irracional. Pero supongamos ahora que me niego a creer
que hay una mano frente a mi rostro, incluso en una
situación como la descrita, en la cual no puedo evitar
verla. Supóngase que simplemente me niego a aceptarlo:
“Dices que hay una mano ahí pero, ¡vaya!, me niego a
aceptar esa afirmación”. En este punto surge la cuestión
de la racionalidad, y pienso que ante una situación así
diríamos que estoy siendo irracional.
Quiero subrayar algo que dije antes. Sólo hay
racionalidad allí donde exista la posibilidad de
irracionalidad. Y en el caso de las simples percepciones
puras, en bruto, no tenemos racionalidad ni irracionalidad.
Sólo entran en juego cuando existe una brecha, cuando la
existencia de los fenómenos intencionales en sí mismos no
es suficiente para causar el resultado, y estos casos son
aquellos en los que se tiene que decidir lo que se va a
hacer o a pensar.
A esto se debe que las personas cuya conducta esté
determinada por condiciones causales suficientes queden
fuera del alcance de la valoración racional. Por ejemplo,
no hace mucho me encontraba en la reunión de un comité,
y una persona hacia la que yo guardaba cierta
consideración votó de la manera más estúpida posible. Al
acabar le dije “¿Cómo puedes haber votado de esa manera
sobre este tema?”, y me contestó “Bien, simplemente es
que soy políticamente correcto de manera incurable. No
puedo evitarlo”. Su afirmación equivale a decir que su
toma de decisiones en este caso escapaba al alcance de la
valoración racional, puesto que la aparente irracionalidad
era el resultado del hecho de que no tenía elección en
absoluto, de que las causas eran causalmente suficientes.
4. La debilidad de la voluntad es una forma común
y natural de irracionalidad. Es una consecuencia
natural de la brecha.
De acuerdo con el modelo clásico, los casos de
debilidad de la voluntad son, estrictamente hablando,
imposibles. Si los antecedentes de la acción son
racionales y causales, y las causas establecen condiciones
suficientes, entonces tiene que seguirse la acción. Esto
tiene la consecuencia de que no hacer lo que uno se había
propuesto hacer sólo puede ser debido a que había algo
erróneo en el modo de establecer los antecedentes de la
acción. La intención no era el tipo correcto de
intención[11], o no se estaba del todo moralmente
comprometido con lo que se afirmaba estarlo[12].
Quiero decir, por el contrario, que no importa lo
perfectamente que se estructuren los antecedentes de la
acción, la debilidad de la voluntad será siempre posible.
Veamos cómo: en cualquier punto dado de nuestras vidas,
mientras estamos despiertos, nos enfrentamos a un rango
de posibilidades indefinidamente extenso. Puedo levantar
el brazo derecho o el izquierdo, puedo ponerme el
sombrero en la cabeza o agitarlo, puedo beber agua o no
beberla. Más radicalmente, puedo salir de la habitación e
irme a Tombuctú, ingresar en un monasterio, o hacer
cualquier otra cosa. Tengo la sensación de contar con
posibilidades indefinidas. Ahora bien, en la vida real
habrá, claro, un conjunto de restricciones establecidas por
mi Trasfondo*, por mis limitaciones biológicas y por la
cultura en la que he vivido. El Trasfondo restringe la
sensación de las posibilidades que me resultan
disponibles en cualquier tiempo dado. Por ejemplo, no
puedo imaginarme en la vida real haciendo lo que hacía
San Simeón el estilita. Él pasó treinta y cinco años subido
en lo alto de una columna, simplemente sentado en una
minúscula plataforma, todo por la gloria de Dios. Esto no
es una opción que yo pudiera considerar seriamente. Pero
sigo teniendo un rango indefinido de opciones reales que
soy capaz de percibir como opciones. La debilidad de la
voluntad surge simplemente del hecho de que en cualquier
punto el fenómeno de la brecha nos ofrece un rango
indefinidamente extenso de opciones disponibles, algunas
de las cuales nos resultarán interesantes incluso si ya
habíamos decidido rechazarlas. En el caso de las acciones
voluntarias, no es relevante cómo estructuremos las
causas de la acción en forma de estados intencionales
previos —creencias, deseos, elecciones, decisiones,
intenciones—, aun así las causas no establecerán
condiciones suficientes, lo que abre el camino a la
debilidad de la voluntad.
Entender la debilidad de la voluntad como algo
realmente extraño, extravagante, es un rasgo poco
afortunado de nuestra tradición filosófica, cuando he de
decir que pienso que es muy común en la vida real.
Dedico el capítulo 7 a este problema, así que no diré
ahora nada más sobre ello.
5. Contrariamente al modelo clásico, hay razones
para la acción independientes-del-deseo.
La quinta tesis del modelo clásico que quiero
cuestionar tiene una muy larga historia en nuestra tradición
filosófica. La idea es: un acto racional sólo puede ser
motivado por un deseo, entendiendo “deseo” en sentido
lato, de tal manera que se incluyan valores morales que
hayan sido aceptados, o diversas clases de evaluaciones
que se hayan realizado. Los deseos no tienen por qué ser
todos egoístas, pero en cualquier proceso racional de
deliberación el agente ha de contar con algún deseo
previo a tal proceso, ya que, de no ser así, no habría nada
a partir de lo cual razonar. Si no se tuviera de antemano
ningún conjunto de deseos, no habría ninguna base sobre
la que poder efectuar el razonamiento. De este modo, no
puede haber razonamiento sobre fines, sino únicamente
sobre medios. Encontramos una versión contemporánea
más elaborada de este enfoque en la obra del Bernard
Williams[13], quien afirma que no puede haber ninguna
razón “externa” para que un agente actúe. Cualquier razón
que sea una razón para el agente ha de apelar a algo
“interno” a su “conjunto motivacional”. Esto equivale, con
mi terminología, a decir que no pueden existir razones
para la acción independientes-del-deseo.
Voy a criticar este enfoque muy detalladamente en las
páginas siguientes, pero quiero exponer ahora únicamente
una crítica. Este enfoque tiene la absurda consecuencia de
que en cualquier punto dado de la vida de una persona, sin
importar cuáles sean los hechos ni lo que uno haya hecho
en el pasado o sepa sobre su futuro, nadie puede tener
ninguna razón para hacer nada, a no ser que, en un
momento concreto, haya un elemento en el conjunto
motivacional de alguien, un deseo, entendido en sentido
lato, de hacer algo, o un deseo según el cual hacer algo
constituiría un “medio” para un “fin”, esto es, un medio
para satisfacer ese deseo.
Ahora bien, ¿por qué esto es absurdo? Bien,
intentemos aplicarlo a ejemplos de la vida real.
Supongamos que alguien entra en un bar y pide una
cerveza. El camarero se la lleva y esa persona se la bebe.
Después, el camarero le da la cuenta y la persona en
cuestión dice “He buscado en mi conjunto de
motivaciones y no encuentro ninguna razón interna para
pagar la cerveza. Ninguna en absoluto. Pedir y beber la
cerveza es una cosa, encontrar algo en mi conjunto
motivacional es algo diferente. Ambas son lógicamente
independientes. Pagar la cerveza no es algo que yo desee
por mi bien, tampoco es un medio para un fin, ni es
constitutivo de ningún fin que se halle representado en mi
conjunto motivacional. He leído sobre esto al profesor
Williams, y también a Hume, he buscado cuidadosamente
en mi conjunto motivacional y ¡no encuentro en él ningún
deseo de pagar la cuenta! ¡Sencillamente, no puedo
encontrarlo! Por tanto, de acuerdo con todas las
explicaciones habituales sobre el razonamiento, no tengo
razón alguna para pagar la cerveza. No se trata de que no
tenga una razón lo bastante fuerte, ni de que tenga otras
razones en conflicto, sino de que tengo cero razones. He
buscado en mi conjunto motivacional, he recorrido todo el
inventario y no he encontrado ningún deseo que me
muestre un sólido proceso de deliberación con respecto a
la acción de pagar la cerveza”.
Este discurso nos parece absurdo debido a que
entendemos que si quien pide y bebe la cerveza está
cuerdo y es racional, al hacerlo está creando
intencionalmente una razón independiente-del-deseo, una
razón para hacer algo sin tener en cuenta lo que había en
su conjunto motivacional a la hora de actuar. El absurdo
reside en el hecho de que, según el modelo clásico, la
existencia de una razón para que un agente actúe depende
de la existencia de una cierta clase de elemento
psicológico en su conjunto motivacional, depende de la
existencia, en ese preciso momento, de un deseo,
entendido en sentido lato y, en ausencia de tal deseo, el
agente no cuenta con razón alguna, a pesar de todos los
demás hechos relacionados con él y con su historia, y a
pesar de lo que él sepa. Sin embargo, en la vida real el
mero conocimiento de los hechos externos del mundo,
tales como los de haber pedido y bebido una cerveza,
puede constituir un motivo racionalmente convincente
para pagar lo que hemos pedido.
Preguntarse cómo puede haber razones para la acción
independientes-del-deseo es una pregunta interesante y
nada trivial. Pienso que la mayoría de las explicaciones
habituales están equivocadas. Tengo la intención de
dedicar una extensa discusión a este tema en el capítulo 6,
así que lo dejaré por ahora.
Existen realmente dos vías que nos conducen a este
aspecto del modelo clásico. Por un lado, se supone que
pensamos que todo razonamiento es sobre medios, no
sobre fines, que no hay razones externas para la acción. Y
por otro lado, tomado como un corolario, el hecho de que
los fines primarios del conjunto motivacional están fuera
del alcance de la razón. Recordemos que Hume dice
también “No es contrario a los dictados de la razón
preferir la destrucción del mundo entero a un rasguño en
mi dedo meñique”. El modo de valorar una afirmación de
este tipo es siempre trasladarlo a los casos de la vida
real. Supóngase que el presidente de una nación
apareciese en televisión y dijera: “He consultado con el
gabinete ministerial y con los líderes del Congreso y he
decidido que no hay ninguna razón por la que yo haya de
preferir un rasguño en mi dedo meñique a la destrucción
del mundo entero”. Si hiciese esto en la vida real
tendríamos la impresión de que habría, en términos de la
época de Hume, “perdido la razón”. Hay algo sospechoso
en la afirmación de Hume y en la tesis general de que los
fines fundamentales de una persona pueden ser cualquier
cosa y están totalmente fuera del alcance de la
racionalidad, la tesis de que, en cuanto a los deseos
primarios, todo tiene un mismo estatus y es igualmente
arbitrario. Pienso que ésta no puede ser la manera
correcta de abordar estos asuntos.
La tesis de que no hay razones para la acción
independientes-del-deseo, de que no hay razones externas,
está estrecha y lógicamente relacionada con la doctrina de
Hume de que no se puede derivar un “debe ser” a partir
de un “es”. Veamos en qué consiste esa conexión. Los
enunciados del tipo “debe ser” expresan razones para la
acción. Decir que alguien debería hacer algo es dar a
entender que hay una razón para que lo haga. De este
modo, la afirmación de Hume equivale a sostener que los
enunciados que aseveran la existencia de razones para la
acción no pueden derivarse de enunciados sobre cómo son
las cosas. Pero cómo son las cosas significa cómo son las
cosas del mundo tal como éste existe de manera
independiente al conjunto motivacional del agente. Así
que, según esta interpretación, la afirmación de que el
cómo son las cosas del mundo no puede implicar la
existencia de ninguna razón en el conjunto motivacional
del agente (no se puede derivar un “debe ser” a partir de
un “es”) se encuentra estrechamente ligada a la afirmación
de que no hay hechos del mundo independientes del agente
que por sí mismos constituyan razones para la acción (no
hay razones externas). Hume dice, efectivamente, que no
podemos obtener valores a partir de los hechos. Williams
dice que no podemos obtener motivaciones a partir de los
hechos externos por sí mismos. El punto de conexión
reside en el hecho de que la aceptación de un valor es la
aceptación de una motivación. Como quiera que
interpretemos ambas afirmaciones, pienso que las dos son
manifiestamente falsas, y voy a procurar tratar esta
cuestión con algún detalle a lo largo del libro.
6. Las razones inconsistentes para la acción son
comunes y, de hecho, inevitables. No hay ningún
requisito racional por el que la toma racional de
decisiones haya de comenzar con un conjunto
consistente de deseos o de otras razones primarias
para actuar.
El último asunto que quiero tratar es el de la
consistencia. Al igual que ocurre con el debate sobre la
debilidad de la voluntad, esta franja del modelo clásico
—la afirmación de que el conjunto de deseos primarios a
partir del cual se razona ha de ser consistente— no sólo
me parece parcialmente falsa, sino radicalmente errónea.
Me parece que la mayor parte del razonar práctico
consiste normalmente en arbitrar entre deseos u otras
clases de razones que están en conflicto, que son
inconsistentes. Hoy, ahora mismo, quiero fervientemente
estar en París, pero también quiero fervientemente estar en
Berkeley. Esto no es una situación extravagante, al
contrario, creo que es normal tener un conjunto
inconsistente de fines. Dada la premisa adicional de que
sé que no puedo estar en Berkeley y en París al mismo
tiempo, tengo un conjunto inconsistente de deseos, y la
tarea de la racionalidad, la tarea de la razón práctica, es
intentar encontrar algún modo de intermediar entre esos
diversos objetivos inconsistentes. En el razonamiento
práctico, uno habitualmente tiene que hallar la manera de
renunciar a la satisfacción de algunos deseos para
satisfacer otros. La usual salida a este problema en la
literatura al respecto es decir que la racionalidad no se
ocupa de los deseos como tales, sino de preferencias. La
deliberación racional ha de comenzar con un esquema de
preferencias bien ordenado. El problema de esta respuesta
es que en la vida real la deliberación consiste, en gran
medida, en la formación de un conjunto de preferencias.
Un conjunto de preferencias bien ordenado es
normalmente el resultado de una acertada deliberación, y
no su precondición. ¿Qué prefiero, estar en Berkeley o en
París? Bien, tendría que pensarlo.
E incluso después de que alguien ha decidido qué
hacer, por ejemplo, “Está bien, voy a ir a París”, la
decisión en sí introduce toda clase de conflictos
adicionales. Alguien quiere ir a París, pero no quiere
hacer cola en los aeropuertos, no quiere comer la comida
que dan en los aviones, no quiere sentarse al lado de
personas que intentan poner el codo en el lugar donde él
intenta ponerlo. Y así sucesivamente. Hay toda una
multitud de hechos que uno no quiere que ocurran que, no
obstante, se sabe que ocurrirán tras tomar la decisión de ir
a París e ir en avión. Con la satisfacción de un deseo se
frustran otros deseos. Lo que quiero recalcar es que hay
una larga tradición asociada al modelo clásico según la
cual se supone que las razones inconsistentes para la
acción, tales como las obligaciones inconsistentes, son
filosóficamente extrañas o inusuales. A menudo aquellos
que participan de esta tradición intentan esquivar las
inconsistencias diciendo que algunas de las aparentemente
inconsistentes obligaciones no son en verdad tajantes
obligaciones, sino meras obligaciones “prima facie”*.
Pero la toma racional de decisiones generalmente consiste
en elegir entre razones para la acción en conflicto, y sólo
se tiene un auténtico conflicto de obligaciones cuando
todas ellas son auténticas obligaciones. Nos queda aún el
serio asunto de cómo puede haber razones para la acción
lógicamente inconsistentes pero igualmente válidas, y el
de por qué la razón práctica ha de implicar conflictos
entre tales razones válidas pero lógicamente
inconsistentes. Retomaré este asunto con más detalle en
los capítulos que vienen.
El objetivo de este capítulo ha sido presentar el tema
de este libro poniendo de manifiesto algunos de los
principios constitutivos de la tradición que quiero superar,
y enunciando, de manera preliminar, algunas de mis
objeciones a la tradición. Empezamos el capítulo con los
simios de Köhler, así que finalicemos con ellos. De
acuerdo con el modelo clásico, la racionalidad humana es
una extensión de la racionalidad del chimpancé. Somos
chimpancés sumamente inteligentes que hablan. No
obstante, pienso que hay algunas diferencias
fundamentales entre la racionalidad humana y el
razonamiento instrumental de los chimpancés. La mayor
diferencia entre los humanos y el resto del reino animal,
en lo que a la racionalidad se refiere, es nuestra
capacidad de crear, reconocer, y actuar de acuerdo con
razones para la acción independientes-del-deseo.
Examinaré éste y otros rasgos de la racionalidad humana
en el resto del libro.
[1] El lector encontrará al final del libro un glosario de algunos términos y
expresiones que aparecen en la obra de Searle. La primera vez que el término
o expresión aparece en el texto se señala con un asterisco [nota del traductor
de la primera edición].
[2] Köhler, Wolfgang, The Mentality of Apes, Routledge and Kegan
Paul, Londres, 1927 (segunda edición). Los animales en cuestión eran
chimpancés. [Edición en castellano: Experimentos sobre la inteligencia de
los chimpancés, Debate, Madrid, 1989].
[3] Alan Code me ha indicado que esta habitual atribución puede deberse
a una confusa interpretación de los auténticos planteamientos de Aristóteles.
[4] Nozick, Robert, The Nature of Rationality, Princeton University
Press, Princeton, 1993. [Edición en castellano: La naturaleza de la
racionalidad, Paidós, Barcelona, 1995].
[5] Para una antología dedicada a esta temática, véase Mortimore, G. W.
(ed.), Weakness of the Will, Macmillan St. Martin’s Press, Londres, 1971.
[6] Simon, Herbert, Reason in Human Affairs, Stanford University
Press, Stanford, CA, 1983, págs. 7-8. [Edición en castellano: Naturaleza y
límites de la razón humana, FCE, México, 1989].
[7] Russell, Bertrand, Human Society in Ethics and Politics, Allen and
Unwin, Londres, 1954, pág. viii. [Edición en castellano: Sociedad humana:
ética y política, Cátedra, Madrid, 2002].
[8] Elster, Jon, Sour Grapes: Studies in the Subversion of Rationality,
Cambridge University Press, Cambridge, 1983, pág. 4. [Edición en castellano:
Uvas amargas: sobre la subversión de la racionalidad, Edicions 62,
Barcelona, 1988].
[9] Carroll, Lewis, “What Achilles said to the Tortoise”, en Mind, 4:278-
280, abril 1985. [Edición en castellano en El juego de la lógica y otros
escritos, Alianza Editorial, Madrid, 2007].
[10] Para un ejemplo de esta afirmación véase Railton, Peter, “On the
Hypothetical and the Non-Hypothetical in Reasoning about Belief and Action”,
págs. 53-79, en Cullity, G., Gaut, B. (eds.), Ethics and Practical Reason,
Oxford University Press, Oxford, 1997, esp. págs. 76-79.
[11] Davidson, Donald, “How is Weakness of the Will Possible?”, en

Essays on Actions and Events, Clarendon Press-Oxford University Press,


Nueva York, 1980. [Edición en castellano en Ensayos sobre acciones y
sucesos, Instituto de Investigaciones Filosóficas-UNAM/Crítica, México-
Barcelona, 1995].
[12] Hare, R. M., The Language of Morals, Oxford University Press,
Oxford, 1952. [Edición en castellano: El lenguaje de la moral, UNAM,
México, 1975].
[13] Williams, Bernard, “External and Internal Reasons”, reeditado en su

Moral Luck: Philosophical Papers 1973-1980, Cambridge University


Press, Cambridge, 1981, págs. 101-113. [Edición en castellano: La fortuna
moral, UNAM, México, 1993]. Williams niega que su modelo se limite al
razonamiento de fines-medios, sin embargo, los otros tipos de casos que él
considera, tales como inventar cursos alternativos de acción, no me parece que
alteren la estructura básica de fines-medios de su modelo. Véase “Internal
Reason and the Obscurity of Blame”, reeditado en su Making Sense of
Humanity and Other Philosophical Papers, Cambridge University Press,
Cambridge, 1998, págs. 38-45.
Capítulo II
La estructura básica de la
intencionalidad:
acción y significado
He dicho en el capítulo 1 que muchos de los errores que
se dan cita en la discusión de la razón práctica se derivan
de la aceptación de una concepción errónea de la
intencionalidad, concepción a la que he llamado el
“modelo clásico”. Pero hay una segunda razón para
algunos de esos errores: los autores en cuestión casi nunca
desarrollan su labor desde una apropiada filosofía de la
intencionalidad y de la acción a partir de la cual
comenzar. Intentar escribir sobre racionalidad sin una
apropiada concepción general de la mente, del lenguaje y
de la acción es lo mismo que intentar escribir sobre
medios de transporte sin saber sobre coches, autobuses,
trenes y aviones. Por ejemplo, una pregunta que suele
hacerse es: ¿qué mantiene con la acción una relación igual
a la que la verdad mantiene con la creencia? La idea es
que si pudiésemos hacer patente el propósito de la acción,
tal y como podemos hacerlo con la relación entre creencia
y verdad, el asunto de la razón práctica quedaría entonces
más claro de una forma u otra. Pero todo esto resulta
confuso. No hay nada que mantenga con la acción una
relación como la que la creencia mantiene con la verdad,
debido a razones que espero lleguen a quedar
completamente claras cuando explique la estructura
intencional de las acciones.
En este capítulo presento, a modo de bosquejo, una
teoría general de la estructura intencional de la acción
humana, el significado y los hechos institucionales. Es
imposible entender la acción racional sin entender de
antemano qué es una acción intencional, y es imposible
entender las razones para la acción sin entender cómo
podemos los seres humanos crear compromisos y otras
entidades significativas y, con ello, también razones. Sin
embargo, resulta imposible entender estos conceptos sin
un conocimiento previo de la intencionalidad en general.
A no ser que el lector tenga lo suficientemente claros
conceptos básicos tales como modo psicológico*,
contenido intencional*, condiciones de satisfacción,
dirección de ajuste*, causación intencional*,
autorreferencialidad causal*, funciones de estado, etc., no
entenderá la exposición que viene a continuación. Lo que
digo en este capítulo es casi enteramente una repetición
del contenido de algunos de mis otros libros,
especialmente Intencionalidad[1] y La construcción de la
realidad social[2]. Para una exposición más detallada de
lo expuesto en este capítulo, así como de los argumentos
que conducen a sus conclusiones, el lector debería
consultar esos libros. Aquellos que estén familiarizados
con los argumentos de ambos libros podrán leer este
capítulo con un menor detenimiento.
No sé cómo presentar de manera eficaz el contenido
de este capítulo a no ser presentándolo, al estilo del
Tractatus*, en un conjunto de proposiciones numeradas.
1. La definición de intencionalidad: intencionalidad
es directividad.
El término “intencionalidad”, tal y como lo usan los
filósofos, se refiere a ese aspecto de los estados mentales
según el cual éstos se dirigen a, o tratan sobre, estados de
cosas del mundo más allá de ellos mismos.
“Intencionalidad” no tiene una especial relación con
“tener la intención de”, en el sentido ordinario del
castellano de, por ejemplo, “Mi intención es ir al cine esta
noche”. “Tener la intención de” es sólo una clase de
intencionalidad entre otras. De este modo, las creencias,
temores, esperanzas, deseos e intenciones, son todos ellos
ejemplos de estados intencionales, al igual que lo son
emociones tales como amor y odio, miedo y gozo, orgullo
y vergüenza. Todo estado que se dirige hacia algo distinto
de sí mismo es un estado intencional. Así, por ejemplo,
las experiencias visuales son intencionales, pero no lo son
las ansiedades no dirigidas hacia nada en concreto.
2. Los estados intencionales constan de un
contenido y un modo psicológico y, a menudo, el
contenido es una proposición completa.
Los estados intencionales normalmente poseen una
estructura análoga a la estructura de los actos de habla.
Del mismo modo que puedo ordenarte que salgas de la
habitación, preguntarte si saldrás de ella, o predecir que
lo harás, puedo asimismo esperar que salgas de la
habitación, temer que lo hagas, o desear que lo hagas. En
cada caso hay un contenido proposicional*, el hecho de
que saldrás de la habitación, que pertenecerá a uno u otro
de los diversos modos lingüísticos o psicológicos. En el
caso del lenguaje puede adoptar la forma, por ejemplo, de
pregunta, predicción, promesa u orden. En el caso de la
mente puede adoptar la forma, por ejemplo, de creencias,
temores o deseos. Debido a esto representaré la estructura
general de la intencionalidad bajo la forma:
E (p)
La “E” de esta fórmula indica el tipo de estado
psicológico, y la “p” indica el contenido proposicional
del estado. Es imprescindible hacer esta distinción ya que
el mismo contenido proposicional puede adoptar
diferentes modos psicológicos. Por ejemplo, puedo creer
que lloverá o desear que llueva y, desde luego, un mismo
modo psicológico, como la creencia, puede dar cabida a
un número potencialmente infinito de contenidos
proposicionales diferentes. Se puede creer en toda clase
de cosas.
No todos los estados intencionales tienen una
proposición completa como contenido intencional. Las
creencias y los deseos poseen proposiciones completas,
pero el amor y el odio no tienen por qué tenerlas. Se
puede, por ejemplo, simplemente amar a Marta u odiar a
Luis. Por ello, algunos filósofos se refieren a los estados
intencionales con un contenido proposicional completo
como “actitudes proposicionales”*. Pienso que esta
terminología resulta confusa, ya que sugiere que una
creencia o un deseo es una actitud hacia una proposición,
pero no es así. Si creo que Álvarez es el presidente, mi
actitud es hacia Álvarez, hacia la persona en sí, no hacia
esa proposición. La proposición es el contenido, no el
objeto, de mi creencia. Así que evitaré el término
“actitudes proposicionales”, y me referiré sólo a los
estados intencionales, distinguiendo en ellos entre los que
tengan proposiciones completas como contenidos y los
que no. De esta manera, la diferencia entre creer que
Álvarez es el presidente y odiar a Luis se representará
así:
Creer (Álvarez es el presidente)
Odiar (Luis)
3. Los estados intencionales proposicionales
poseen condiciones de satisfacción y una dirección
de ajuste.
Los estados intencionales con un contenido
proposicional pueden ajustarse o no a la realidad, y la
forma en la que se supone que se ajustan a la realidad
viene determinado por el modo psicológico. Las
creencias, por ejemplo, son verdaderas o falsas, en
función de si el contenido de la creencia se ajusta a una
realidad que existe de manera independiente. Pero los
deseos no son verdaderos ni falsos, sino que se satisfacen
o se frustran, en función de si la realidad se ajusta o se
llega a ajustar al contenido del deseo. Las intenciones,
como los deseos, no son verdaderas ni falsas, sino que se
llevan o no a cabo, en función de si la conducta de la
persona que posee la intención llega a ajustarse al
contenido de la intención. Para dar cuenta de estos hechos
necesitamos los conceptos de condiciones de satisfacción
y dirección de ajuste. Estados intencionales tales como
creencias, deseos e intenciones tienen condiciones de
satisfacción y direcciones de ajuste. Una creencia se
satisface si es verdadera, y no se satisface si es falsa. Un
deseo se satisfará si se cumple, y no se satisfará si se
frustra. Una intención se satisfará si se lleva a cabo, y no
se satisfará si no se lleva a cabo.
Además, estas condiciones de satisfacción se
representan con diferentes direcciones de ajuste, o
diferentes responsabilidades de ajuste. Por ejemplo, una
creencia puede ser verdadera o falsa, en función de si el
contenido proposicional de la creencia se ajusta de forma
efectiva o no al modo en que las cosas son en el mundo
que existe de manera independiente a la creencia. Si creo
que está lloviendo, mi creencia será verdadera y, por
tanto, satisfecha, si y sólo si está lloviendo. Puesto que la
responsabilidad de la creencia es ajustarse a un estado de
cosas del mundo que existe de manera independiente,
podemos decir que la creencia tiene la dirección de
ajuste mente-a-mundo*. La tarea de la creencia, como
parte de la mente, es representar o ajustarse a una realidad
que existe de manera independiente, y tendrá éxito o no en
función de si el contenido de la creencia que está en la
mente se ajusta o no de manera efectiva a la realidad del
mundo. Por otra parte, los deseos tienen la dirección de
ajuste opuesta a la de las creencias. Los deseos no
representan cómo las cosas son en el mundo, sino cómo
nos gustarían que fuesen. La tarea del mundo es, por así
decirlo, ajustarse al deseo. Los deseos y las intenciones, a
diferencia de las creencias, tienen la dirección de ajuste
mundo-a-mente*. Si mi creencia es falsa, puedo
arreglarlo cambiando la creencia, en cambio, si mi deseo
no se satisface, no puedo hacer que todo vaya bien
cambiando el deseo. Para conseguirlo, el mundo tendría
que cambiar y ajustarse al contenido del deseo. Por ello
digo que deseos e intenciones, a diferencia de las
creencias, tienen la dirección de ajuste mundo-a-mente.
Podemos apreciar esta distinción en el lenguaje
ordinario por el hecho de que no decimos de los deseos y
de las intenciones que sean verdaderos o falsos. Lo que
más bien decimos es que el deseo se satisface o se frustra,
o que la intención se lleva o no a cabo, en función de si el
mundo llega a ajustarse o no al contenido del deseo o de
la intención. La prueba más directa y eficaz de si un
estado intencional tiene o no la dirección de ajuste mente-
a-mundo consiste en comprobar si se puede o no decir de
él que sea verdadero o falso.
En este sentido, algunos estados intencionales, tales
como muchas emociones, no tienen dirección de ajuste, ya
que presuponen que el contenido proposicional de la
emoción ha sido ya satisfecho. Así, si estoy contentísimo
porque Francia ha ganado la Copa del Mundo de fútbol,
simplemente doy por supuesto que Francia ganó la Copa
del Mundo. Mi regocijo tiene como contenido
proposicional que Francia ganó la Copa del Mundo, y
presupongo que dicho contenido proposicional se ajusta a
la realidad. La labor del estado intencional no es
representar cómo creemos que el mundo es en realidad ni
cómo queremos que sea, sino que se presupone que el
contenido proposicional se ajusta a la realidad. En tales
casos el estado intencional tiene dirección de ajuste nula o
cero*. Podemos identificar entonces tres direcciones de
ajuste: mente-a-mundo, propia de las creencias y de otros
estados cognitivos; mundo-a-mente, propia de las
intenciones y de los deseos, así como de otros estados
volitivos y conativos; y la dirección de ajuste nula, propia
de emociones tales como orgullo y vergüenza, alegría y
desesperación. Aunque muchas emociones no tienen una
dirección de ajuste como tal, normalmente incluyen
deseos y creencias, que sí tienen direcciones de ajuste. De
esta manera, emociones como el amor y el odio pueden
desempeñar un papel en la razón práctica, dado que
contienen deseos, y estos deseos tienen una dirección de
ajuste y pueden, por tanto, motivar acciones racionales.
Este rasgo será importante en nuestra discusión sobre la
motivación.
Las nociones de condiciones de satisfacción y de
dirección de ajuste se aplican a entidades mentales y
también lingüísticas. De hecho, los parecidos existentes
con los actos de habla me guiaron a muchas de las
conclusiones a las que llegué sobre la naturaleza de la
mente. Los enunciados, como las creencias, representan
sus condiciones de satisfacción con la dirección de ajuste
palabra-a-mundo (semejante a mente-a-mundo); las
órdenes y las promesas, como los deseos y las
intenciones, representan sus condiciones de satisfacción
con la dirección de ajuste mundo-a-palabra (semejante a
mundo-a-mente).
4. Muchas entidades del mundo que no son,
estrictamente hablando, partes de la mente o del
lenguaje, tienen condiciones de satisfacción y
dirección de ajuste.
El mapa de un territorio, por ejemplo, puede ser
preciso o impreciso. Tiene la dirección de ajuste mapa-a-
mundo. Los planos de una casa que se va a construir
pueden seguirse o no. Tienen la dirección de ajuste
mundo-a-planos. Se supone que el contratista ha de
construir el edificio ajustándose a los planos. Las
necesidades, obligaciones, requisitos y deberes tampoco
son, en ningún sentido estricto, entidades lingüísticas,
pero tienen también contenidos proposicionales y
dirección de ajuste. Tienen la misma dirección de ajuste
que los deseos, intenciones, órdenes y promesas. Si, por
ejemplo, tengo la obligación de pagar algún dinero, mi
obligación quedará resuelta (satisfecha) si y sólo si pago
ese dinero. La obligación se satisface si y sólo si el
mundo cambia y se ajusta al contenido de la obligación.
Las necesidades, requisitos, compromisos y deberes
tienen, como las obligaciones, una dirección de ajuste que
requiere que el mundo cambie y se ajuste a la necesidad,
requisito, compromiso o deber, para que éstos puedan ser
así satisfechos.
Me gusta usar metáforas muy simples, y representar
fenómenos tales como creencias, enunciados y mapas
sobrevolando el mundo, señalando al mundo que
representan. Pienso así en la dirección de ajuste lenguaje-
a-mundo, o mente-a-mundo, como yendo hacia abajo. Y a
veces represento esa dirección de ajuste con una flecha
hacia abajo. En consecuencia, los deseos, intenciones,
órdenes, promesas, obligaciones y compromisos tienen la
dirección de ajuste mundo-a-mente, o mundo-a-lenguaje.
Pienso en esa dirección de ajuste como algo señalando
hacia arriba, y la represento con una flecha hacia arriba.
Para evitar estas aparatosas expresiones, algunas veces
simplemente diré “descendente”* o “ascendente”*,
respectivamente, y otras simplemente dibujaré una flecha
hacia abajo o hacia arriba.
No puedo sobredimensionar la importancia que esta
más bien árida discusión posee en la comprensión de la
racionalidad. La clave para comprender la racionalidad
en la acción es comprender las relaciones del fenómeno
de la brecha con la dirección de ajuste ascendente.
5. Los estados intencionales a menudo operan
causalmente por medio de un género especial de
causación, la causación intencional, y algunos de
ellos tienen la causación incorporada en sus
condiciones de satisfacción. Tales estados son
causalmente autorreferenciales.
El concepto general de causación es el de algo que
hace que otro algo distinto ocurra. Así, en un ejemplo
clásico, la bola de billar A golpea a la bola de billar B,
causando su movimiento. A veces se dice que esta clase
de causación es sólo uno género de causación, la
“causación eficiente”, siguiendo a Aristóteles, y se supone
que existen al menos otros tres géneros que son, en
terminología de Aristóteles: causa formal*, causa final* y
causa material*. Yo pienso que toda esta discusión
conduce a errores. Sólo hay un género de causación, y es
la causación eficiente. No obstante, en la causación
eficiente hay una importante subcategoría que tiene que
ver con la causación mental. Se trata de casos en los que
algo causa un estado mental, o en los que un estado mental
causa algo diferente a ese estado. Y dentro de la
subcategoría de la causación mental hay todavía otra
subcategoría, la de la causación intencional. En el caso
de la causación intencional, un estado intencional, o causa
sus condiciones de satisfacción, o es causado por las
condiciones de satisfacción de un estado intencional.
Dicho de otra manera, en el caso de la causación
intencional, o un estado intencional causa el propio estado
de cosas que representa, o el estado de cosas que
representa causa ese estado intencional. Por ejemplo, si
quiero beber agua, mi deseo de beber agua puede causar
que yo beba agua, dándose así un caso de causación
intencional. El deseo tiene el contenido que yo beba agua,
y ese deseo causa el hecho de que yo beba agua (aunque
debemos recordar aquí que, por supuesto, en tales casos
de acción voluntaria, por lo general, se da el fenómeno de
la brecha). Si veo que el gato está en la alfombra,
entonces el hecho de que el gato está en la alfombra causa
esa misma experiencia visual, parte de cuyas condiciones
de satisfacción es que el gato esté en la alfombra. La
causación intencional es cualquier relación causal entre un
estado intencional y sus condiciones de satisfacción, en la
cual o el estado intencional causa sus condiciones de
satisfacción o sus condiciones de satisfacción causan el
propio estado intencional.
Tal y como encontramos la noción de dirección de
ajuste fundamental para entender los modos según los
cuales la intencionalidad y el mundo real se relacionan el
uno con el otro, me parece que necesitamos también la
noción de dirección de causación*. Si estoy sediento y
bebo agua para calmar mi sed, entonces mi sed, que entre
otras cosas es un deseo de beber agua, tendrá la dirección
de ajuste (ascendente) mundo-a-mente. El deseo de beber,
si se satisface, lo será por un cambio en el mundo, de tal
modo que el mundo se ajuste al contenido del deseo, en
este caso, el deseo de que yo beba agua. Pero si mi deseo
causa que yo beba agua, entonces la relación causal entre
mi deseo y mi beber es de mente-a-mundo. Mi deseo en la
mente causa (por supuesto, dejando ahora la brecha a un
lado) que yo beba agua en el mundo. En este caso, la
dirección de ajuste mundo-a-mente es equiparable a la
dirección de causación mente-a-mundo. En el caso de la
percepción visual, por ejemplo, la dirección de ajuste y la
dirección de causación son diferentes. Si la experiencia
visual es, como suele decirse, verídica, entonces la
experiencia visual se ajustará al mundo, y tendremos una
exitosa dirección de ajuste mente-a-mundo. Pero si la
experiencia visual verdaderamente se satisface, el estado
de cosas que estoy percibiendo en el mundo ha de causar
la misma experiencia visual gracias a la cual percibo
dicho estado de cosas. En este caso, la dirección de ajuste
mente-a-mundo es equiparable a la dirección de causación
mundo-a-mente.
Este ejemplo ilustra una subclase especial de casos
de causación intencional, en los que una parte de las
condiciones de satisfacción del estado intencional en
cuestión consiste en que tal estado haya de funcionar
causalmente él mismo en la composición de sus
condiciones de satisfacción, si ese estado ha de ser
satisfecho. Así pues, en el caso de las intenciones, a
diferencia de los deseos, la intención no se lleva a cabo
de forma efectiva a no ser que la intención cause por sí
misma la propia acción que se representa en el contenido
de la intención. Si la acción posee una causa diferente,
entonces la intención no se llevará a cabo. En tales casos
podemos decir entonces que las condiciones de
satisfacción del estado intencional son causalmente
autorreferenciales[3]. Los casos de estados intencionales
que son causalmente autorreferenciales son: experiencias
perceptivas, recuerdos e intenciones. Vayamos en ese
orden. En el caso de la experiencia perceptiva, la
experiencia será satisfecha sólo si el mismo estado de
cosas que supuestamente se percibe causa esa misma
experiencia perceptiva. Por ejemplo, si veo que el gato
está en la alfombra, el contenido intencional de la
experiencia visual es:
Experiencia visual (el gato está en la alfombra, y el
hecho de que el gato esté en la alfombra causa esta
experiencia visual).
Esta fórmula se lee así: estoy teniendo ahora una
experiencia visual cuyas condiciones de satisfacción son
que el gato esté en la alfombra, y el hecho de que el gato
esté en la alfombra está causando esta experiencia visual.
Obsérvese que necesitamos distinguir entre lo que
realmente se ve y las condiciones totales de satisfacción
de la experiencia visual. Lo que realmente se ve es el
hecho de que el gato está en la alfombra, pero las
condiciones totales de satisfacción de la experiencia
visual incluyen un componente causalmente
autorreferencial. Es importante subrayar que no se ve
realmente la causación —veo un gato y una alfombra, y
veo al primero sobre la segunda—. En todo caso, para
que se pudiera hacer eso tendría que haber un componente
causal en las condiciones totales de satisfacción de la
experiencia visual, y ese rasgo lógico es el que trato de
reflejar con la fórmula anterior.
Los recuerdos también son, de modo similar,
autorreferenciales. Si recuerdo que ayer me fui a comer al
campo, entonces las condiciones de satisfacción son,
primero, que fui ayer a comer al campo y, segundo, que el
hecho de que fuera ayer a comer al campo cause ese
mismo recuerdo. Obsérvese que en el caso de la
percepción y de la memoria tenemos la dirección de
ajuste mente-a-mundo, y la dirección de causación mundo-
a-mente. En la percepción y en la memoria, que yo vea
cómo es el mundo realmente, o que recuerde cómo era, y
que de ese modo se alcance una dirección de ajuste
mente-a-mundo, se debe únicamente a que el hecho de que
el mundo sea o haya sido de esa manera causa que yo
tenga esa experiencia perceptiva y ese recuerdo,
lográndose de ese modo la dirección de causación mundo-
a-mente. La dirección de ajuste mente-a-mundo se alcanza
en virtud de una exitosa dirección de causación mundo-a-
mente.
Asimismo, encontramos autorreferencialidad causal
en la estructura de la intención y de la acción. Veámoslo
acudiendo a un caso muy simple. Tengo un conjunto de
creencias y deseos, y cuando estoy razonando sobre esas
creencias y deseos llego a una intención. A esas
intenciones que se forman antes de una acción las llamo
intenciones previas*. Por ejemplo, supóngase que en una
reunión quiero votar por una moción que ha sido
propuesta, y creo que puedo votar a favor de la moción
levantando mi brazo derecho. Me formo así la intención
previa de levantar mi brazo. El contenido intencional de
la intención previa de levantar mi brazo puede
representarse de esta manera:
Intención previa (que levante mi brazo y que esta
intención previa cause que levante mi brazo).
Esta fórmula se lee así: tengo una intención previa
cuyas condiciones de satisfacción son que levante mi
brazo, y que esta misma intención previa causa que
levante mi brazo.
La intención previa ha de distinguirse de lo que he
denominado la intención-en-la-acción*. La intención-en-
la-acción es la intención que tengo mientras estoy
realizando la acción de forma efectiva. En este caso,
cuando llega el momento de votar y el presidente dice
“Todos aquellos que estén a favor que levanten su brazo”,
actuaré de acuerdo con mi intención previa, y tendré así
una intención-en-la-acción cuyas condiciones de
satisfacción son que esa misma intención-en-la-acción
cause el movimiento corporal de que mi brazo se levante.
Podemos representar esto de esta manera:
Intención-en-la-acción (mi brazo se levanta y esta
intención-en-la-acción causa que mi brazo se levanta).
Esta fórmula se lee así: tengo una intención-en-la-
acción cuyas condiciones de satisfacción son que mi brazo
se levante, y que esta misma intención-en-la-acción cause
que mi brazo se levante.
En castellano corriente el término más próximo a
intención-en-la-acción es “intentar”. Si alguien tiene una
intención-en-la-acción, pero no logra alcanzar sus
condiciones de satisfacción, al menos lo intentó. En un
caso típico de acción premeditada en el que actúo de
acuerdo con una intención previa como cuando levanto mi
brazo, la estructura de todo el proceso es que, en primer
lugar, me formo una intención previa (cuyas condiciones
de satisfacción son que tal intención previa cause la
acción completa), y después realizo la acción completa, la
cual consta de dos componentes, la intención-en-la-acción
y el movimiento corporal (la condición de satisfacción de
la intención-en-la-acción es que tal intención cause el
movimiento corporal).
Por supuesto, no todas las acciones son
premeditadas. Muchas de las acciones que hacemos las
llevamos a cabo de manera completamente espontánea. En
esos casos tengo una intención-en-la-acción, pero no una
intención previa. Por ejemplo, algunas veces simplemente
me levanto y paseo por la habitación cuando estoy
pensando en un problema filosófico. Doy mi paseo por la
habitación de manera intencional, a pesar de no tener
ninguna intención previa. Mis movimientos corporales
están causados en ese caso por una intención-en-la-acción
en desarrollo, pero no había intención previa.
6. Las estructuras intencionales de la cognición y
de la volición son cada una un reflejo exacto de la
otra, con direcciones de ajuste y direcciones de
causación que van en sentido contrario.
Si empezamos con la acción y la percepción
podemos ver simetrías y asimetrías. Las percepciones
constan de dos componentes. En el caso de la visión, por
ejemplo, una percepción consta de una experiencia visual
consciente, junto a un estado de cosas percibido. Así, si
veo que el gato está en la alfombra, tengo entonces la
experiencia visual y su correspondiente estado de cosas
del mundo, que el gato está en la alfombra. Además, si la
experiencia visual ha de ser satisfecha, su componente
causalmente autorreferencial ha de satisfacerse: el estado
de cosas del mundo que estoy percibiendo ha de causar la
propia experiencia de percibir. La acción humana es
perfectamente equiparable a esto, aunque con direcciones
de ajuste y de causación opuestas. De esta manera, una
acción intencional realizada con éxito consta de dos
componentes, una intención-en-la-acción y, normalmente,
un movimiento corporal. Si levanto mi brazo al realizar
una acción humana, hay entonces una intención-en-la-
acción, que tiene como condiciones de satisfacción que mi
brazo se levante y que esa misma intención-en-la-acción
cause que mi brazo se levante. Los dos componentes de la
acción intencional realizada con éxito son la intención-en-
la-acción y el movimiento corporal.
Las simetrías y asimetrías de las relaciones entre
percepción y acción son las esperadas en la cognición y
en la volición en general. Vimos antes que los estados
cognitivos de percepción y memoria tienen dirección de
ajuste mente-a-mundo y dirección de causación mundo-a-
mente. Pero la intención previa y la intención-en-la-acción
tienen direcciones de ajuste y de causación opuestas.
Tienen dirección de ajuste mundo-a-mente y dirección de
causación mente-a-mundo. Esto es sólo otra manera de
decir que la intención se lleva a cabo únicamente si el
mundo llega a ser de la forma en que la intención lo
representa y la intención causa que el mundo sea de esa
forma. Así, para ser satisfecha, la intención ha de alcanzar
una dirección de ajuste mundo-a-mente y una dirección de
causación mente-a-mundo. La intención se satisfará sólo si
funciona causalmente por sí misma para alcanzar la
dirección de ajuste mundo-a-mente. En tal caso, logramos
la dirección de ajuste ascendente en virtud sólo de la
dirección de causación descendente. Un modelo típico de
acción premeditada es formarse una intención previa
sobre la base de creencias y deseos. La intención previa
es una representación de una acción completa, y la acción
completa consta de dos componentes, la intención-en-la-
acción y el movimiento corporal. Si la intención previa se
lleva a cabo, causará la intención-en-la-acción, la cual a
su vez causará el movimiento corporal. El compendio
total de la estructura formal de las relaciones entre
cognición y volición se representa en la tabla 2.1.
Las intenciones en la acción pueden ser o no
conscientes. Cuando son experiencias conscientes, las
llamo “experiencias de actuar”, y creo que esto que llamo
experiencias de actuar es lo que William James llama el
sentimiento del “esfuerzo”[4].
[1] Searle, John R., Intentionality: An Essay in the Philosophy of
Mind, Cambridge University Press, Cambridge, 1983. [Edición en castellano:
Intencionalidad. Un ensayo de filosofía de la mente, Tecnos, Madrid,
1992].
[2] Searle, John R., The Construction of Social Reality, The Free
Press, Nueva York, 1995. [Edición en castellano: La construcción de la
realidad social, Paidós, Barcelona, 1997].
[3] El reconocimiento del fenómeno de la autorreferencialidad causal se
remonta bastante atrás. Fue advertido, por ejemplo, por Kant en su discusión
de la causalidad de la voluntad. Quien empleó por primea vez esta
terminología, si no me equivoco, fue Gilbert Harman, “Practical reasoning”, en
Review of Metaphysics, 29, 1976, págs. 431-463.
[4] William James, The Principles of Psychology, Volume II, cap. 26,

Henry Holt, Nueva York, 1918. [Edición en castellano: Principios de


psicología, FCE, México, 1989].
7. La deliberación conduce típicamente a la acción
intencional mediante las intenciones previas.
En un caso simple en el que las únicas razones sean
creencias y deseos, podemos decir que la reflexión sobre
creencias y deseos, con sus diferentes direcciones de
ajuste, conduce a una decisión, es decir, a la formación de
una intención previa, con dirección de ajuste ascendente y
dirección de causación descendente. La intención previa
tiene como condición de satisfacción causar una acción.
La acción consta de dos componentes, la intención-en-la-
acción y el movimiento corporal, y la intención-en-la-
acción tiene como condición de satisfacción causar el
movimiento corporal. Así que la secuencia en el caso de
una acción premeditada es:
La deliberación causa una intención previa, la cual
causa una intención-en-la-acción que, a su vez, causa el
movimiento corporal. La acción completa consta de la
intención-en-la-acción y del movimiento corporal. El
modelo puede entonces representarse de la siguiente
manera, en la que las flechas expresan la relación causal:
Deliberación sobre creencias y deseos → intención
previa → intención-en-la-acción → movimiento corporal
(acción = intención-en-la-acción + movimiento corporal).
En el caso de la volición, la dirección de ajuste de
los estados causalmente autorreferenciales es siempre
mundo-a-mente, y la dirección de causación es siempre
mente-a-mundo. En el caso de la cognición, la dirección
de ajuste de los estados causalmente autorreferenciales es
siempre mente-a-mundo, y la dirección de causación es
siempre mundo-a-mente. La intención se satisfará, y con
ello se alcanzará la dirección de ajuste mundo-a-mente,
sólo si la intención funciona causalmente por sí misma
para dar lugar a ese ajuste. Las percepciones y los
recuerdos se satisfarán, y con ello se alcanzará la
dirección de ajuste mente-a-mundo, sólo si el mundo
causa por sí mismo esas mismas percepciones y
recuerdos. Vemos así que la dirección de ajuste mente-a-
mundo se alcanzará únicamente en virtud de la dirección
de causación mundo-a-mente.
8. La estructura de la volición incluye tres brechas.
Una vez se tienen presentes las diferencias en la
dirección de ajuste y en la dirección de causación, la
principal asimetría entre la estructura formal de la
cognición, por un lado, y la volición, por otro, es que la
volición contiene brechas. “La brecha” es el nombre
general que he empleado para designar el fenómeno según
el cual normalmente nosotros no experimentamos que en
las fases que siguen nuestras deliberaciones y acciones
voluntarias se den condiciones causalmente suficientes, ni
que se establezcan tampoco condiciones causalmente
suficientes entre una fase y la siguiente. Podemos,
atendiendo a los propósitos de este libro, segmentar la
experiencia continua del fenómeno de la brecha de la
siguiente manera. En la estructura de la deliberación y de
la acción existe una primera brecha entre las
deliberaciones y las intenciones previas que son el
resultado de las deliberaciones. Así, si estoy deliberando
sobre si votar o no a favor de una moción, hay una brecha
entre las razones que tengo en pro y en contra de votar a
favor de la moción, y la decisión efectiva, la formación
efectiva de una intención previa, de votar a favor de la
moción. Hay además una segunda brecha entre la intención
previa y la intención-en-la-acción, esto es, una brecha
entre decidir hacer algo e intentar de forma efectiva
hacerlo. No hay tal brecha entre la intención-en la-acción
y el movimiento corporal. Si estoy intentando de forma
efectiva hacer algo, y lo logro, mi intento tiene que haber
sido causalmente suficiente para lograrlo. La tercera
brecha está en la estructura de las intenciones-en-la-
acción que se prolongan temporalmente. Cuando tengo la
intención-en-la-acción de emprender algún modelo
complejo de actividad, tal como escribir un libro o cruzar
a nado el canal de la Mancha, el inicio de la intención-en-
la-acción original no es por sí mismo suficiente para
garantizar la continuidad de esa intención-en-la-acción
hasta la finalización de la actividad. De este modo, en
cualquier fase del proceso de llevar a cabo una intención-
en-la-acción hay una tercera brecha. Además, si se trata
de algún acto que se prolonga en el tiempo, como cruzar a
nado el canal de la Mancha o escribir un libro, mi
intención previa continúa siendo causalmente efectiva a lo
largo de todo lo que dure la actividad. Esto es, tengo que
continuar haciendo un esfuerzo para realizar hasta el final
el modelo de acción que originalmente diseñé en la
formación de la intención previa[1].
9. Las acciones complejas tienen una estructura
interna según la cual el agente tiene la intención de
hacer algo “por-medio-de” la realización de algo
distinto, o “en-tanto-que” realiza algo distinto.
Estas dos relaciones son, respectivamente, causales
y constitutivas.
He estado hablando como si uno simplemente
realizara una acción, digamos, como si tal cosa. Sin
embargo, excepto para acciones simples como levantar el
brazo, las acciones humanas son más complejas y poseen
una compleja estructura interna. Normalmente, uno hace
algo en-tanto-que realiza algo distinto, o por-medio-de la
realización de algo distinto. Uno enciende la luz mediante
la pulsación del interruptor, o dispara el arma cuando
aprieta el gatillo, por ejemplo. Incluso en el sencillo
ejemplo que di anteriormente, uno vota en tanto que
levanta su brazo. No hay dos acciones, levantar el brazo y
votar, sino sólo una acción: votar en tanto que se levanta
el brazo. La estructura interna de la acción es muy
importante en el tema de la razón práctica, ya que a
menudo la decisión consiste en elegir la relación por-
medio-de o la relación en-tanto-que a la hora de alcanzar
la meta que se persigue. En el sencillo ejemplo del simio
que discutimos en el capítulo 1, éste conseguía los
plátanos mediante un ligero empujón con el palo. Las dos
principales formas estructurales en la estructura interna de
las acciones son la relación causal por-medio-de, y la
relación constitutiva en-tanto-que. Si disparo el arma por
medio de mi acción de apretar el gatillo, la relación es
causal. Apretar el gatillo causa que el arma se dispare. Si
voto en tanto que levanto mi brazo, la relación es
constitutiva. En ese contexto, levantar mi brazo significa
votar. En el caso de la relación por-medio-de, la relación
entre los componentes de la acción es de causación:
pulsar el interruptor causa que la luz se encienda; cuando
encendí la luz por medio de la pulsación del interruptor,
tenía una intención-en-la-acción compleja, la de que esta
intención-en-la-acción causara la pulsación del
interruptor, la cual, a su vez, causaría que la luz se
encendiese. Pero cuando levanté mi brazo para votar, que
mi brazo se elevase no causaba que yo votara, más bien
que mi brazo se elevase constituyó mi votar. En ese
contexto, el movimiento corporal constituyó o contó como
la acción en cuestión. En las acciones complejas que se
prolongan durante largos períodos de tiempo, estas
relaciones llegan a ser muy complejas. Consideremos el
hecho de escribir este libro. Trabajo en él sentado ante mi
ordenador y escribiendo mis pensamientos. Estos actos no
causan que se escriba el libro, sino que son constitutivos
de sus diferentes estadios. Cuando, por otro lado, pulso
las teclas del ordenador, mis acciones causan que el texto
del libro aparezca en la pantalla.
Otra idealización que he estado empleando es hablar
como si todas las acciones fuesen casos de intenciones-
en-la-acción que causan movimientos corporales. Aunque,
claro, hay también acciones mentales, por ejemplo, sumar
de memoria. Y hay acciones negativas, por ejemplo,
abstenerse de fumar. Hay también, como he mencionado
más arriba, acciones que se prolongan en el tiempo tales
como escribir un libro o entrenarse para una carrera de
esquí. Creo que la explicación que he dado, con las
distinciones entre intenciones previas e intenciones-en-la-
acción, y la distinción entre la estructura interna de las
relaciones causales por-medio-de y de las relaciones
constitutivas en-tanto-que, dará debida cuenta también de
todos esos casos.
10. El significado consiste en la imposición
intencional de condiciones de satisfacción sobre
condiciones de satisfacción.
Si, por ejemplo, un hablante dice “Está lloviendo”, y
con esa expresión quiere decir que está lloviendo,
entonces las condiciones de satisfacción de su intención-
en-la-acción son dos, la primera, que la intención-en-la-
acción cause la expresión de la oración “Está lloviendo”,
y la segunda, que la propia expresión posea la condición
de satisfacción con una dirección de ajuste descendente,
que esté lloviendo. En el caso del significado del
hablante, éste crea una forma de intencionalidad
imponiendo intencionalmente condiciones de satisfacción
sobre algo que él ha generado intencionalmente, como
puedan ser sonidos proferidos con su boca o marcas en un
papel. Produce una expresión intencionalmente, y en ello
se incluye la intención adicional de que esa expresión
posea ella misma condiciones de satisfacción.
Este procedimiento del lenguaje natural humano es
posible gracias al hecho de que las palabras de las
oraciones del lenguaje cuentan con una forma de
intencionalidad que se deriva de la intencionalidad
intrínseca, o independiente-del-observador, de los agentes
humanos. Y esto nos sitúa en el siguiente punto.
11. Necesitamos distinguir entre intencionalidad
independiente-del-observador e intencionalidad
dependiente-del-observador.
He estado hablando sobre la intencionalidad de la
mente humana. Pero hay atribuciones intencionales a
elementos distintos a la mente que son literalmente
verdaderas, en las que la intencionalidad depende de la
intencionalidad de la mente intrínseca, o independiente-
del-observador. En el caso del lenguaje es donde esto se
vuelve más obvio, se puede decir que las palabras y las
oraciones tienen significado, y el significado es una forma
de intencionalidad. Ésta es la diferencia entre que yo diga
“Tengo hambre”, lo cual literalmente me atribuye
intencionalidad a mí, y que diga “La oración en francés
‘J’ai faim’ significa ‘Tengo hambre’”. Al atribuir
significado a la oración, le he otorgado una forma de
intencionalidad. Pero la intencionalidad de la oración en
francés no es, por así decirlo, intrínseca, sino que se
deriva de la intencionalidad de los hablantes de francés.
De este modo, diré que hay una distinción entre la
intencionalidad independiente-del-observador de mi
estado mental de tener hambre, y la intencionalidad
dependiente-del-observador, o relativa-al-observador,
de las palabras y oraciones en francés, inglés, castellano y
otros idiomas. Hay una tercera forma de atribuciones
intencionales que no es independiente-del-observador ni
relativa-al-observador, y que no es literal en absoluto.
Estoy pensando en algo como cuando atribuimos memoria
a un ordenador o deseo a una planta. Se trata de una
manera inocente de hablar. Si digo “Mis plantas están
sedientas de agua” nadie se confundirá pensando que les
estoy literalmente atribuyendo intencionalidad. A estas
atribuciones las denominaré atribuciones de
intencionalidad metafóricas, o atribuciones de
intencionalidad “como-si”. Aunque no estoy con ello
atribuyendo un tercer género de intencionalidad; se trata
más bien de que plantas, ordenadores y otra multitud de
cosas se comportan como si tuvieran intencionalidad, de
tal modo que podemos hacer estas atribuciones
metafóricas “como-si”, a pesar de que no tengan,
literalmente hablando, intencionalidad alguna.
12. La distinción entre objetividad y subjetividad
es realmente una combinación de dos distinciones,
una ontológica y otra epistémica.
Podemos usar la distinción entre formas de
intencionalidad relativas-al-observador e independientes-
del-observador para hacer una distinción adicional que
será importante en posteriores argumentaciones. La noción
de objetividad y el contraste entre objetividad y
subjetividad aparecen a menudo en nuestra cultura
intelectual. Buscamos verdades científicas que sean
“objetivas”. Pero sobre estas nociones pesa una enorme
confusión que necesitamos despejar. Necesitamos
distinguir entre objetividad y subjetividad ontológicas,
por un lado, y objetividad y subjetividad epistémicas, por
otro. Unos ejemplos aclararán la distinción. Si digo que
tengo un dolor, me atribuyo a mí mismo una experiencia
subjetiva. Esa experiencia subjetiva tiene una ontología
subjetiva, ya que existe únicamente cuando es
experimentada por un sujeto consciente. En ese sentido,
dolores, cosquilleos y picores se diferencian de montañas,
moléculas y glaciares en que las montañas, etc., tienen una
existencia objetiva, o una ontología objetiva. La distinción
entre subjetividad y objetividad ontológicas no es la
misma que la distinción entre subjetividad y objetividad
epistémicas. Si digo “Rembrandt pasó toda su vida en
Holanda”, ese enunciado es epistémicamente objetivo
puesto que podemos determinar su verdad o falsedad sin
hacer referencia a las actitudes o impresiones de los
observadores. Pero si digo “Rembrandt fue el pintor más
importante que vivió en Amsterdam”, eso ya sería, como
suele decirse, cuestión de opiniones. Es epistémicamente
subjetivo ya que su verdad no puede ser establecida al
margen de las actitudes subjetivas de los admiradores y
detractores de las obras de Rembrandt y otros pintores de
Amsterdam. Podemos decir, según esta distinción, que
todos los fenómenos relativos-al-observador incluyen un
elemento de subjetividad ontológica. El hecho de que algo
signifique algo como una oración en francés depende de
las actitudes ontológicamente subjetivas de los hablantes
de francés. Pero, y esto es lo decisivo, la subjetividad
ontológica no implica necesariamente subjetividad
epistémica. Podemos tener un conocimiento
epistemológicamente objetivo sobre los significados de
las oraciones en francés y en otros idiomas, aunque esos
significados sean ontológicamente subjetivos. Esta
distinción nos resultará crucial más adelante, cuando
descubramos que muchos de los rasgos del mundo que
motivan las acciones racionales son, de modo similar,
ontológicamente subjetivos pero epistémicamente
objetivos.
13. La intencionalidad colectiva posibilita la
creación de hechos institucionales. Los hechos
institucionales se crean conforme a reglas
constitutivas de la forma “X cuenta como Y en el
contexto C”.
La intencionalidad puede no ser sólo individual,
como en “Mi intención es ir al cine”, sino también
colectiva, como en “Nuestra intención es ir al cine”. La
intencionalidad colectiva capacita a grupos de personas a
crear hechos institucionales comunes, tales como los
relacionados con el dinero, la propiedad, el matrimonio,
el gobierno y, sobre todo, el lenguaje. En tales casos, la
existencia de la institución capacita a individuos o a
grupos de individuos a imponer funciones a los objetos
que éstos no pueden realizar en virtud de su estructura
física por sí sola, sino sólo en virtud del reconocimiento
colectivo de que el objeto tiene un cierto estatus y, con ese
estatus, una función especial. A estas funciones las
denomino “funciones de estatus”, y tienen normalmente la
forma “X cuenta como Y en C”. De este modo, tal o cual
secuencia de palabras cuenta como una oración en
castellano, tal o cual pedazo de papel cuenta como un
billete de cinco euros en España, tal o cual posición
cuenta como un jaque mate en ajedrez, o una persona que
cumpla tales o cuales condiciones cuenta como el
presidente de España. Estas funciones de estatus se
diferencian de las funciones físicas en que un objeto como
pueda ser un destornillador realiza su función física en
virtud de su estructura física, mientras que las oraciones
del castellano, los jaque mate, el dinero o los presidentes
sólo pueden realizar sus funciones si se reconoce
colectivamente que tienen un cierto estatus y, con ese
estatus, una función.
La combinación de realidad institucional, creada ella
misma por la imposición de funciones de estatus de
acuerdo con la regla constitutiva “X cuenta como Y en C”,
junto con una forma especial de función de estatus, en
concreto, la imposición de significado, capacita a los
seres humanos individuales a crear ciertas formas de
razones para la acción independientes-del-deseo.
Examinaremos este fenómeno con detalle en el capítulo 6.
Ahora sólo quiero subrayar lo siguiente. Hemos visto que
el significado consiste en la imposición de condiciones de
satisfacción sobre condiciones de satisfacción (punto 10),
lo cual se halla combinado con la cuestión de que los
hechos institucionales se crean dentro de los sistemas
institucionales, de tal modo que un agente impone una
función a una entidad cuando tal entidad no puede realizar
esa función sin alguna clase de aceptación colectiva o
reconocimiento de esa función. La conjunción de ambos
factores nos permite ver cómo, en la realización de un
acto de habla tal como hacer una aserción o una promesa,
el hablante crea un nuevo conjunto de condiciones de
satisfacción, y este nuevo conjunto de condiciones de
satisfacción es el resultado de la creación de un hecho
institucional, por ejemplo, el hecho de que el hablante ha
realizado una aserción, o una promesa, al oyente.
14. La intencionalidad funciona sólo para
determinar condiciones de satisfacción en contraste
con un Trasfondo de aptitudes preintencional o no
intencional.
Además de la estructura intencional de la cognición y
de la volición, necesitamos explicar que el sistema
completo de intencionalidad funciona, que los estados
intencionales determinan condiciones de satisfacción,
únicamente en contraste con un Trasfondo de aptitudes,
capacidades, tendencias y disposiciones que poseen los
seres humanos y los animales, las cuales no se componen
de estados intencionales. Para que yo pueda formarme la
intención de cruzar la habitación, cepillarme los dientes, o
escribir un libro, tengo que ser capaz de cruzar la
habitación, cepillarme los dientes o escribir un libro, o al
menos tengo que presuponer que soy capaz de hacerlo.
Pero mis aptitudes no consisten ellas mismas en estados
intencionales adicionales, si bien las aptitudes son
capaces de generar estados intencionales. Pienso en mis
aptitudes, capacidades, tendencias y disposiciones como,
ontológicamente hablando, un conjunto de estructuras
cerebrales. Esas estructuras cerebrales me capacitan a
activar el sistema de intencionalidad y a hacerlo
funcionar, pero las capacidades producidas en las
estructuras cerebrales no consisten ellas mismas en
estados intencionales.
El Trasfondo es importante para entender la
estructura de la racionalidad de varias formas que
escapan al alcance de este libro. Los casos aparentes de
relativismo cultural de la racionalidad se deben
generalmente a diferentes Trasfondos culturales. La
racionalidad como tal es universal. En este punto de la
exposición, quiero llamar la atención sobre el hecho de
que el sistema de intencionalidad no es, por así decirlo,
completamente intencional de arriba a abajo. Además del
sistema de intencionalidad tenemos que suponer que los
agentes tienen un conjunto de aptitudes que no consisten en
estados intencionales adicionales. A estos conjuntos de
aptitudes los he etiquetado sin más, en mayúscula, como
“el Trasfondo”.
15. La intencionalidad-con-una-c ha de distinguirse
de la intensionalidad-con-una-s*.
La intencionalidad-con-una-c es esa propiedad de la
mente, y, por extensión, del lenguaje, según la cual los
estados mentales y los actos de habla se ocupan de, o se
refieren a, objetos y estados de cosas. La intensionalidad-
con-una-s es esa propiedad de los enunciados, y de otros
tipos de representaciones, según la cual éstos no superan
ciertas pruebas de extensionalidad. Las dos pruebas más
reveladoras son la sustitutividad de las expresiones
correferenciales sin pérdida o alteración del valor de
verdad (a veces denominada Ley de Leibniz*) y la
generalización existencial. Por ejemplo, el enunciado
“Edipo quiere casarse con Jocasta” no supera la prueba
de sustitutividad, ya que junto al enunciado “Jocasta es
idéntica a su madre”, no permite la inferencia “Edipo
quiere casarse con su madre”. El enunciado es intensional
respecto a la sustitutividad. Los enunciados que no
superan la prueba de sustitutividad son a veces
denominados referencialmente opacos. El enunciado
“Edipo está buscando la ciudad perdida de Atlantis” no
permite la inferencia existencial “Existe una ciudad
perdida de Atlantis”, que Edipo puede estar buscando,
incluso si lo que busca no existe. Por tanto, el enunciado
no supera la prueba de la generalización existencial. La
intensionalidad es importante en el tema de la razón
práctica ya que, entre otras razones, los enunciados de
razones para la acción son típicamente intensionales-con-
una-s.

2.1. Conclusión

Pido disculpas al lector por la aridez y velocidad de esta


discusión. Voy a necesitar este material en los próximos
capítulos, y no me parece acertado pedir a mis lectores
que lean primero todos mis otros libros. Así que los he
resumido lo suficiente como para ofrecer el armamento
necesario con el que hacerse cargo de los siguientes
capítulos. Ya tenemos material suficiente para advertir
que la muy común búsqueda en los escritos sobre la razón
práctica de algo que sea a la acción intencional lo que la
verdad es a la creencia resulta inútil desde el principio.
La creencia es un estado intencional con condiciones de
satisfacción. Si esas condiciones se satisfacen, se dice
que la creencia es verdadera. Las creencias tienen la
dirección de ajuste mente-a-mundo. Pero la acción
intencional consta de dos componentes, una intención-en-
la-acción y un movimiento corporal. Las acciones como
tal no tienen condiciones de satisfacción. Más bien, cada
intención-en-la-acción tiene una condición de
satisfacción, y si se satisface causará el movimiento
corporal o algún otro fenómeno que constituya el resto de
la acción. Así que la acción se realizará con éxito si y
sólo si se satisface la intención-en-la-acción. Pero además
de esa condición de satisfacción, no hay ninguna
condición de satisfacción adicional para las acciones
como tal. Cuando una acción es premeditada, esto es,
cuando hay una intención previa, la existencia de la propia
acción, en tanto que causada por la intención previa,
constituirá las condiciones de satisfacción de la intención
previa. Tanto la intención previa como la intención-en-la-
acción tienen la dirección de ajuste mundo-a-mente. Las
acciones son, de hecho, las condiciones de satisfacción de
las intenciones previas, del mismo modo que los
movimientos corporales son las condiciones de
satisfacción de las intenciones-en-la-acción. Pero como
he mencionado anteriormente, no todas las acciones
requieren una intención previa, y es que no todas las
acciones son premeditadas. Todas las acciones requieren
una intención-en la-acción, es más, podemos definir una
acción humana como cualquier evento complejo que
incluye una intención-en-la-acción como uno de sus
componentes. En los capítulos que vienen nos ocuparemos
de comprobar cómo los agentes racionales pueden
organizar sus contenidos intencionales y sus
representaciones de hechos del mundo para formar así
intenciones previas e intenciones-en-la-acción
racionalmente motivadas.
[1] No me fijé en esto cuando escribí Intencionalidad. En ese libro
sostenía que la intención previa dejaba de existir una vez que da comienzo la
intención-en-la-acción. Sin embargo, eso es un error. La intención previa puede
continuar siendo efectiva a lo largo de toda la realización del acto en cuestión.
Este error me fue señalado por Brian O’Shaughnessy.
Capítulo III
El fenómeno de la brecha: del tiempo y
del yo
3.1. Ampliar la brecha

La existencia del fenómeno de la brecha nos deja con


algunos interrogantes. He aquí uno: al explicar las
acciones ofreciendo razones, normalmente no citamos
condiciones causalmente suficientes. Pero si esto es así,
¿cómo puede entonces la explicación realmente explicar
algo? Si los antecedentes causales son insuficientes para
determinar la acción, entonces ¿cómo citándolos se puede
explicar por qué aconteció una acción en lugar de alguna
otra que era también posible, dado el mismo conjunto de
causas previas? La respuesta a esa pregunta tiene
profundas implicaciones, y voy a intentar desarrollar
algunas de ellas en el curso de este capítulo.
Mi primer objetivo será intentar establecer, más allá
de cualquier duda razonable, que realmente existe un
fenómeno de la brecha tal como aquel del que he estado
hablando. Para hacerlo, tengo que dar una definición más
precisa de la brecha y decir más sobre su geografía. Mi
segundo objetivo será responder a la pregunta que acabo
de plantear y extraer alguna de las implicaciones de la
respuesta. Argumentaré que para dar cuenta de los
fenómenos de la brecha tenemos que presuponer un
concepto del yo no humeano, irreductible, así como
ciertas relaciones especiales entre el yo y el tiempo, en lo
que a la razón práctica se refiere.

3.1.1. La definición de la brecha

De la brecha se pueden desprender dos descripciones


equivalentes, una orientada hacia adelante y otra hacia
atrás. Hacia adelante: la brecha es ese rasgo de nuestra
toma de decisión y actuación conscientes por el cual
sentimos decisiones y acciones futuras y alternativas como
causalmente disponibles para nosotros. Hacia atrás: la
brecha es ese rasgo de la toma de decisión y actuación
conscientes por el cual el agente no experimenta que las
razones que preceden a las decisiones y a las acciones
establezcan condiciones causalmente suficientes para dar
lugar a las decisiones y a las acciones. En lo que se
refiere a nuestras experiencias conscientes, la brecha se
da cuando las creencias, deseos, y otras razones no se
experimentan como condiciones causalmente suficientes
para formar una decisión (la formación de una intención
previa); la brecha también se da cuando la intención
previa no establece una condición causalmente suficiente
para una acción intencional; y, por último, se da asimismo
cuando el inicio de un proyecto intencional no establece
condiciones suficientes para su continuación o
finalización.
3.1.2. La geografía de la brecha

Estas tres manifestaciones de la brecha ilustran su


geografía básica. En primer lugar, cuando alguien toma
decisiones racionales, existe una brecha entre el proceso
deliberativo y la propia decisión, en el cual la decisión
consiste en la formación de una intención previa. En
segundo lugar, una vez que alguien se ha decidido a hacer
algo, esto es, que se ha formado una intención previa,
existe una brecha entre la intención previa y el inicio
efectivo de la acción en el comienzo de una intención-en-
la-acción. Y, en tercer lugar, siempre que alguien se halla
realizando algún modelo de actividad que se prolonga en
el tiempo, como yo ahora mientras estoy escribiendo este
libro, existe una brecha entre, por un lado, las causas en
forma de intención previa para realizar la acción y la
intención-en-la-acción y, por otro, la realización efectiva
de la actividad compleja hasta su finalización. Por lo que
respecta a las acciones que se prolongan temporalmente,
dadas incluso las intenciones previas y el inicio de la
acción en la intención-en-la-acción, uno todavía tiene que
continuar intentando llevarlas a cabo, uno tiene que seguir
tales acciones por sí mismo. Estas tres brechas pueden ser
vistas como diferentes aspectos del mismo rasgo de la
conciencia, ese rasgo según el cual no se experimenta que
nuestras experiencias conscientes de decisión y nuestras
experiencias conscientes de actuación (el ejercicio de la
voluntad, el sentimiento consciente del esfuerzo
—todo lo cual son nombres que apelan a lo mismo—)
tengan condiciones causales psicológicamente suficientes
que hagan que tales experiencias tengan lugar.

3.2. Argumentos a favor de la existencia de la


brecha

Hay, me parece, tres tipos de escepticismo que uno podría


sostener respecto de la brecha. Primero, quizá haya
descrito erróneamente la conciencia en cuestión. Tal vez
no exista tal brecha. Segundo, incluso si la hay, quizá en
todo caso la psicología inconsciente se anteponga a la
experiencia consciente de libertad. Las causas
psicológicas pueden ser suficientes para determinar todas
nuestras acciones, incluso si no somos conscientes de
tales causas. Y tercero, incluso si somos psicológicamente
libres, esta libertad podría ser epifenoménica. La
neurobiología subyacente podría determinar todas
nuestras acciones. No hay, después de todo, brechas en el
cerebro. En este capítulo doy respuesta al primero de
estos tres tipos de escepticismo, y en el capítulo 9 discuto
el tercero. No tengo nada que decir sobre el segundo
porque no lo considero algo serio. Se dan, efectivamente,
algunos casos en los que nuestras acciones están
determinadas por causas psicológicas inconscientes —por
ejemplo, los casos de hipnosis—, pero resulta increíble
que todas nuestras acciones sean como actuar bajo un
trance hipnótico. Discuto brevemente este asunto en otro
libro[1], y no diré nada más sobre ello aquí.
La demostración más simple de lo que estoy
describiendo como los especiales elementos causales y
volitivos de la brecha estriba en el siguiente experimento
mental, basado en la investigación de Wilder Penfield[2].
Él descubrió que al estimular el córtex motor de sus
pacientes con un microelectrodo podía causar
movimientos corporales. Cuando se les preguntaba, los
pacientes siempre decían “Yo no hice eso, lo hizo usted”
(pág. 76). Así que la experiencia del paciente de, por
ejemplo, haber levantado su brazo mediante la
estimulación del cerebro llevada a cabo por Penfield es
completamente diferente a su experiencia de levantar
voluntariamente su brazo. ¿Cuál es la diferencia? Bien,
para responder a esto imaginemos los casos de Penfield a
gran escala. Imaginemos que todos mis movimientos
corporales durante un cierto período de tiempo están
causados por un científico que estudia el cerebro que está
enviando ondas electromagnéticas a mi córtex motor.
Resulta así bastante claro que esa experiencia sería
totalmente distinta de una acción voluntaria y consciente
normal. En este caso, como en el de la percepción,
observo lo que me está ocurriendo. En un caso normal, yo
hago que ocurra. El caso normal cuenta con dos rasgos.
En primer lugar, causo el movimiento corporal intentando
levantar mi brazo. El intentarlo es suficiente para causar
que el brazo se mueva. No obstante, en segundo lugar, las
razones para la acción no son causas suficientes para fijar
tal intento.
Si miramos esto con lupa encontramos que la acción
consta de los dos componentes que describí en el capítulo
2, la intención-en-la-acción (el intentar), que cuando es
consciente es la experiencia consciente de actuar, y el
movimiento corporal. La intención-en-la-acción es
causalmente suficiente para producir el movimiento
corporal. Si levanto mi brazo, la intención-en-la-acción
causa que el brazo se eleve. Pero en un caso normal de
acción voluntaria, la intención-en-la-acción no tiene por sí
misma condiciones previas psicológica y causalmente
suficientes, y cuando digo que la acción completa carece
de condiciones suficientes es porque la intención-en-la-
acción carece de ellas. Ésta es la manifestación de la
brecha de la libertad humana. En el caso normal, la
experiencia de actuar causará el inicio del movimiento
mediante condiciones suficientes, pero esa experiencia en
sí (la experiencia del intentar, que William James llamó el
sentimiento del “esfuerzo”) no tiene condiciones causales
psicológicas suficientes en los casos libres y voluntarios.
En el primer capítulo mencioné brevemente un
segundo argumento: creo que la manifestación más radical
de la brecha en la vida real se muestra en el hecho de que
cuando se tienen varias razones para realizar una acción,
o para elegir una acción, se puede actuar de acuerdo con
sólo una de ellas, se puede seleccionar la razón de
acuerdo con la cual se actúa. Por ejemplo, supongamos
que tengo varias razones para votar a favor de un cierto
candidato político. Aun contando con ello, puedo no votar
a favor de ese candidato por todas esas razones. Puedo
votar a favor de ese candidato por una razón y no por
ninguna de las otras. En tal caso puedo saber, sin
necesidad de observación, que he votado a favor del
candidato por una razón en particular y no por ninguna
otra, aun sabiendo que contaba también con esas otras
razones para votar a favor de él. Ahora bien, esto es un
hecho sorprendente y deberíamos tenerlo en cuenta. Hay
varias razones actuando sobre mí, pero sólo una de ellas
es realmente efectiva y yo selecciono la que será
efectiva. Es decir, en lo referente a la conciencia de mis
propias acciones, mis diversas creencias y deseos no
causan que me comporte de una determinada manera. Más
bien, selecciono el deseo de acuerdo con el cual actúo. En
pocas palabras, decido cuál de las múltiples causas será
efectiva. Esto sugiere una hipótesis fascinante que también
plantearé en los próximos capítulos. Si pensamos en las
razones de acuerdo con las cuales actuamos como razones
efectivas, entonces descubrimos que, en lo tocante a la
acción racional libre, todas las razones efectivas son
hechas efectivas por el agente, en la medida en que elige
aquellas de acuerdo con las cuales actuará.
Cuando digo que “seleccionamos” las razones de
acuerdo con las cuales actuar, o que “hacemos” efectivas
a las razones, no quiero decir que haya actos separados de
seleccionar o de hacer que algo siga en marcha. Si los
hubiera, podríamos enseguida construir argumentos
circulares de regreso al infinito sobre hacer el hacer y
seleccionar las selecciones[3]. Lo único que quiero decir
es que al actuar libremente de acuerdo con una razón, en
dicho acto se ha seleccionado esa razón, y se la ha hecho
efectiva.
Un tercer modo, más indirecto, de argumentar a favor
de la existencia de la brecha es fijarse en que la
racionalidad sólo es posible allí donde la irracionalidad
es posible. Pero la posibilidad de cada una de ellas
requiere libertad. Así que sólo es posible comportarse
racionalmente si se es libre de elegir alguna de entre
varias posibles opciones, y si se tiene abierta la
posibilidad de comportarse irracionalmente.
Paradójicamente, el presunto ideal de una máquina
perfectamente racional, el ordenador, no es en absoluto un
ejemplo de racionalidad, ya que un ordenador está por
completo fuera del ámbito de la racionalidad. Un
ordenador no es racional ni irracional, puesto que su
conducta está enteramente determinada por su programa y
por la estructura de su hardware. Únicamente puede
decirse que un ordenador es racional en un sentido
relativo-al-observador.

3.3. La causación y la brecha

Para examinar la relación del fenómeno de la brecha con


la causación, nos centraremos en la brecha ensartada en la
estructura efectiva de las acciones voluntarias. Cuando
llevamos a cabo acciones voluntarias conscientes,
generalmente tenemos la sensación de contar con
posibilidades alternativas. Por ejemplo, ahora mismo
estoy sentado frente al ordenador, escribiendo las
palabras que aparecen en la pantalla. Aunque podría estar
haciendo un sinfín de otras cosas. Podría levantarme y dar
un paseo, leer un libro o escribir unas palabras distintas a
las que escribo. Supongamos que usted está leyendo estas
líneas sentado en una silla. A no ser que algo sea
radicalmente inusual en esa situación —que esté, por
ejemplo, atado con correas a la silla o paralizado—, usted
también tiene la sensación de que podría estar haciendo un
sinfín de otras cosas. Podría leer algo distinto, llamar por
teléfono a un viejo amigo o salir a tomar una cerveza, por
mencionar sólo unas pocas posibilidades. Esta sensación
de posibilidades alternativas está del todo incorporada en
la estructura de las acciones humanas comunes, y nos da la
convicción —o quizás la ilusión— de libertad. No
sabemos cómo es la vida consciente en los animales, pero
la neurofisiología de los animales superiores se halla tan
próxima a la nuestra que tenemos que suponer que las
experiencias típicas de la acción voluntaria humana son
compartidas por muchas otras especies.
Si tuviésemos la vida de árboles o piedras
conscientes, capaces de percibir nuestro entorno pero
incapaces de iniciar ninguna acción por nosotros mismos,
no tendríamos las experiencias que nos llevan a la
convicción de nuestra propia libre voluntad. No toda
experiencia, ni siquiera las experiencias de nuestros
propios movimientos, incluye esta sensación de libertad.
Si actuamos bajo el dominio de una emoción poderosa,
como una completa furia, no tenemos la sensación de que
podríamos haber hecho algo distinto. Todavía peor, si
todo está totalmente fuera de nuestro control, si nos hemos
caído de un edificio, o si nuestro cuerpo está
inmovilizado, no tenemos la sensación de posibilidades
alternativas, al menos no de posibilidades alternativas
relativas al movimiento físico.
En la percepción, en contraste con la acción, no
tenemos nada parecido a esa sensación de posibilidades
alternativas que nos resultan disponibles. Al contrario,
damos por sentado que nuestras experiencias perceptivas
se fijan por la combinación de cómo es el mundo y de
cómo somos nosotros. Por ejemplo, si miro las teclas del
ordenador, no depende de mí lo que veo. Aunque hay un
elemento de voluntariedad en la percepción (por ejemplo,
en las percepciones intercambiables de la Gestalt puedo
optar libremente por ver ahora una figura como un pato y
luego como un conejo), en un caso como el de mirar las
teclas considero que las experiencias visuales que tengo
están enteramente determinadas por factores tales como la
estructura del teclado, las condiciones de iluminación y
mi aparato perceptivo. Por supuesto, siempre puedo girar
mi cabeza, pero eso es una acción voluntaria, no un acto
de percepción. Obsérvese el contraste entre la libertad de
la acción y la naturaleza determinista de la percepción.
Las letras que estoy ahora haciendo aparecer en la
pantalla del ordenador dependen de mí para ser generadas
en este preciso instante, y puedo generar otras a voluntad,
mientras que las letras que veo en el teclado están fijadas
por la física del aparato. ¿Pero qué significa decir que
tenemos una sensación de libertad? ¿Cuáles son las
implicaciones de esa sensación?
Otro rasgo omnipresente en nuestras experiencias es
la experiencia de la causación. En la acción y la
percepción conscientes a menudo experimentamos
nuestras relaciones con el mundo como causales en su
propia estructura. En la acción nos experimentamos a
nosotros mismos actuando causalmente sobre cosas que
están fuera de nosotros, y en la percepción
experimentamos cosas del mundo actuando causalmente
sobre nosotros. Surge aquí la anomalía presentada por la
experiencia de la acción voluntaria: la sensación de
libertad en la acción voluntaria es la sensación de que las
causas de la acción, aunque efectivas y reales en forma de
razones para la acción, resultan insuficientes para
determinar que la acción ocurrirá. Puedo decir por qué
estoy haciendo lo que estoy haciendo ahora, pero diciendo
ese por qué no estoy intentando ofrecer una explicación
causalmente suficiente de mi conducta, porque si lo
hiciera la explicación sería irremediablemente
incompleta. Sólo podría ser una explicación causal
parcial de mi conducta, ya que al especificar esas causas,
no estoy mostrando lo que considero que son las
condiciones causalmente suficientes. Si alguien me
pregunta “¿Por qué escribes este razonamiento?”,
respondería “Quiero explicar algunos rasgos peculiares
de la acción voluntaria”. Esa respuesta, que es completa y
aceptable como explicación de mi conducta, podría ser
sólo parte de una explicación causal de mi presente
conducta, ya que no especifica una causa que sea
suficiente para determinar mis presentes acciones.
Incluso si especificara todos los detalles de mis creencias
y deseos para explicar lo que estoy haciendo, incluso
dado ese conjunto total de causas, mi conducta no estaría
aún completamente determinada, y yo tendría todavía la
sensación de que podría haber hecho algo diferente. La
consecuencia de esto es que la explicación de nuestra
propia conducta posee un peculiar rasgo: las
explicaciones que habitualmente damos cuando
enunciamos las razones de nuestras acciones son
explicaciones causales no suficientes. No muestran que lo
que ocurrió tenía que ocurrir.
Como vimos en el capítulo 1, suele decirse que las
acciones están causadas por creencias y deseos, pero si
por “causa” se entiende algo que implique “causalmente
suficiente”, entonces, en lo que a nuestra experiencia
común de acción voluntaria se refiere, esa afirmación es
simplemente falsa. En Intencionalidad[4] intenté explicar
algunas de las sorprendentes analogías entre la estructura
intencional de fenómenos cognitivos tales como creencia,
memoria y percepción, por un lado, y fenómenos volitivos
tales como deseo, intención previa y acción intencional,
por otro. He resumido algunos de estos rasgos básicos de
la estructura de la intencionalidad en el capítulo 2 del
presente libro. Lo que ese capítulo muestra es que, en lo
referente a la estructura formal de la intencionalidad,
incluyendo la causación intencional, la cognición y la
volición son reflejos exactos la una de la otra. Estas
relaciones se ilustran en la tabla del capítulo 2. Pienso
que las analogías son correctas, pero en este momento
quiero llamar la atención sobre una diferencia: la volición
incluye la brecha, mientras que la cognición no la incluye.

3.4. La brecha experiencial, la brecha lógica y la


brecha
inevitable

Supongamos que estoy en lo cierto con lo dicho hasta


ahora: hay una brecha que se experimenta, y que se define
en relación con la causación intencional, si bien esa
experiencia es la de ausencia de condiciones causales
suficientes. Me parece que alguien podría sencillamente
decir: “¿Y qué? Tienes esas experiencias, pero de
momento no se ha dado ninguna razón por la que debamos
preocuparnos de ellas o por la que podrían no ser sino
ilusiones del sistema. También tenemos experiencias de
color, pero hay quienes piensan que la física ha mostrado
que el color es una ilusión. Una ilusión que no podemos
evitar tener, pero una ilusión al fin y al cabo. ¿Por qué
habría de ser el fenómeno de la brecha algo diferente?”.
Si tenemos en cuenta todo lo que hasta este punto he
dicho, la brecha podría ser una ilusión, aunque a
diferencia de la creencia en la existencia ontológicamente
objetiva de los colores, es una creencia a la que no
podemos renunciar. El interés de la discusión no es mera
“fenomenología”. Tenemos que presuponer que hay
realmente una brecha, que la fenomenología se
corresponde con la realidad, siempre que emprendemos
elecciones y decisiones, y no podemos evitar elegir ni
decidir. Puedo renunciar de manera inteligible a mi
creencia en la realidad y en la existencia objetiva de los
colores como algo existente además de la reflexión de la
luz, sin embargo, no puedo de la misma forma renunciar a
mi creencia en la realidad de la brecha.
Estoy proponiendo estas tres tesis:
1. Tenemos experiencias de la brecha del tipo que he
descrito.
2. Tenemos que presuponer la brecha. Tenemos que
presuponer que los antecedentes psicológicos de muchas
de nuestras decisiones y acciones no establecen
condiciones causalmente suficientes para tales decisiones
y acciones.
3. En la vida normal consciente no se puede evitar
elegir ni decidir.
He aquí el argumento a favor de (2) y (3): si
realmente pensase que las creencias y los deseos fuesen
suficientes para causar la acción podría entonces sentarme
tranquilamente y contemplar cómo se despliega la acción,
tal y como lo hago cuando me siento y contemplo la
acción que discurre en una pantalla de cine. Pero no
puedo hacer eso al tomar decisiones racionales ni al
actuar racionalmente. Tengo que presuponer que el
conjunto previo de condiciones psicológicas no era
causalmente suficiente. Además, hay aquí un argumento
adicional a favor del punto (3): incluso si llegara a
convencerme de la falsedad de la tesis de la brecha, aún
tendría que, a pesar de todo, emprender acciones y, de ese
modo, ejercer mi propia libertad en cualquier caso.
Supongamos que llego a convencerme de que la brecha no
existe. No importa, todavía tengo que hacer algo, y al
hacer algo estoy ejerciendo mi propia libertad, al menos
en lo que a mi experiencia de la brecha se refiere. Como
vimos en el capítulo 1, incluso el rechazo a ejercer la
libertad sólo resulta inteligible para mí como agente si lo
considero un ejercicio de libertad.
Por ejemplo, si se sostienen a la vez las dos tesis
siguientes caeremos en algún tipo de inconsistencia
práctica:
1. Estoy intentando ahora decidirme sobre a quién
votar en las próximas elecciones.
2. Considero que las causas psicológicas que ahora
mismo actúan sobre mí son causalmente suficientes para
determinar a favor de quién voy a votar.
La inconsistencia se pone de manifiesto en el hecho
de que si realmente creo en (2), entonces no parece tener
sentido realizar el esfuerzo que se da en (1). La situación
sería semejante a la de tomar una pastilla la cual estoy
seguro que curará por sí misma mi dolor de cabeza, e
intentar además algún esfuerzo psicológico adicional a los
efectos de la pastilla. Si realmente creo que la pastilla es
suficiente, entonces lo racional es sentarse y dejar que
surta efecto.
Supongamos que creo en la doctrina de que las
acciones racionales están causadas por creencias y
deseos. Supongamos, como una fantasía de ciencia
ficción, que existen unas pastillas que inducen creencias y
deseos. Supongamos ahora que quiero que alguien haga
algo de manera racional. Quiero que vote a favor del
candidato demócrata siguiendo alguna razón, así que le
doy unas pastillas rojas, las cuales le abren al deseo de
votar al candidato que él piensa que sería el mejor para la
economía, y le doy unas pastillas azules, que le convencen
de que es el candidato demócrata el mejor para la
economía.
Bien, ¿puedo simplemente sentarme y observar cómo
operan las causas? ¿Se trata sencillamente de algo
parecido a poner dinamita bajo un puente, encender la
mecha y contemplar cómo el puente vuela por los aires?
No. Tampoco en este caso se trataría de algo así, pues
supongamos que pretendo inducirme a mí mismo a votar a
favor de los demócratas, por lo que me tomo ambas
pastillas, la roja y la azul. Tras un par de semanas podría
pensar “Bien, las pastillas han funcionado. He llegado a
creer que el candidato demócrata es el mejor para la
economía y he llegado a querer un candidato que sea
bueno para la economía”. Sin embargo, aún no es
suficiente. Todavía tengo que decidir a quién voy a votar,
lo cual presupone que las causas no son suficientes.
En resumen, tenemos la experiencia de libertad,
hemos de presuponer libertad siempre que tomamos
decisiones y realizamos acciones, y no podemos evitar
tomar decisiones ni llevar a cabo acciones.

3.5. De la brecha al yo

En el caso de la acción voluntaria, las causas psicológicas


no requieren el efecto. ¿Qué lo requiere entonces? En el
nivel psicológico, nada. El efecto no es necesario, es
voluntario. Lo que hace a una acción ser una acción
psicológicamente libre es precisamente que las causas
psicológicas previas no sean suficientes para causarla.
Quizás en un nivel diferente de descripción, quizás en el
nivel de sinapsis* y neurotransmisores*, las causas sean
suficientes para los movimientos corporales, pero en el
nivel de descripción de la acción intencional, la
definición de una acción libre (voluntaria, racional,
consciente) es la de que no tiene antecedentes
psicológicos causalmente suficientes. El error es pensar
que hemos de encontrar algo que requiera el efecto. Eso
es erróneo. El efecto es la intención-en-la-acción
consciente, esto es, la experiencia de actuar.
¿Pero qué significa decir que el efecto es voluntario
y no necesario? ¿Qué podría significar? En los ejemplos
que hemos visto, suponemos que estoy decidiéndome a
hacer algo y que, a continuación, lo hago. Las razones
para la acción no son causalmente suficientes, y estoy
operando conforme a la presuposición de que no son
causalmente suficientes. ¿Cómo describir entonces lo que
está ocurriendo? ¿Cómo se lleva a cabo la acción si nada
rellena la brecha? La inteligibilidad de nuestro operar en
la brecha requiere un concepto irreductible del yo.
Ésta es una afirmación importante para la posterior
argumentación de este libro y quiero intentar aclararla y
justificarla. Para empezar, hagamos de nuevo el contraste
con la percepción. Cuando veo algo, realmente no tengo
que hacer nada. Si mi aparato perceptivo está intacto y
estoy debidamente situado, simplemente tengo
experiencias perceptivas. Mi secuencia de experiencias
incluye una que no estaba allí previamente. Pero eso es
todo. Supongamos ahora que estoy intentando decidir lo
que hacer. No puedo simplemente esperar y observar lo
que ocurre. En realidad, tengo que hacer algo, aunque sólo
sea decidirme. Cuando abro mi armario para ver si mi
camisa está ahí, no tengo nada que hacer excepto mirar, el
resto opera por sí solo. Pero para ponerme la camisa
tengo que hacer, en efecto, un esfuerzo. Tengo que tener
una intención-en-la-acción. La inteligibilidad de ese
proceso, junto con su resultado, requiere la postulación de
una entidad que no se requiere en la percepción. ¿Por
qué? Bien, tengo que hacerlo, simplemente no ocurre por
sí solo.
Necesitamos distinguir entre:
1. El acto simplemente ocurre.
2. Yo realizo el acto.
(1) no es una descripción correcta de una acción
humana voluntaria. Dicha acción no simplemente ocurre.
Más bien, (2) es lo correcto: tengo que realizar el acto
para que ocurra. ¿Pero no es (2) una afirmación causal?
En toda afirmación causal siempre preguntamos “¿Qué
causa exactamente qué?” Y en este caso no hay respuesta a
esa pregunta. ¿Era algún rasgo mío el que, junto con mis
creencias y deseos, fue suficiente para generar la acción?
Quizá, pero si es así, eso no forma parte de la experiencia
de actuar, ya que no puedo sentarme y dejar que tal rasgo
haga su trabajo. Tengo que, como suele decirse, decidirme
y, entonces, realizar el acto. Que tome la decisión y que
realice el acto no significa que hubiera algún
acontecimiento en mí que junto con mis razones fuese
causalmente suficiente para tomar esa decisión y realizar
esa acción.

3.6. La explicación escéptica del yo ofrecida por


Hume

Voy ahora a examinar estas cuestiones con cierto detalle.


Con la mayor de las reticencias he tenido que llegar a la
conclusión de que no podemos dar sentido a la brecha, al
razonamiento, a la acción humana y a la racionalidad en
general, sin un concepto irreductible, esto es, no humeano,
del yo. Retomo ahora el problema del yo, y puesto que el
argumento necesita desarrollarse cuidadosamente diré
algo sobre el problema tradicional del yo en filosofía y
sobre su concepción neohumeana, la cual resulta más o
menos aceptada por nuestra tradición filosófica y, hasta
hace poco, incluso por mí.
El yo es uno de los conceptos más escandalosos en
filosofía. No hay nada erróneo en el concepto del yo que
encontramos en el habla común. Cuando, por ejemplo,
decimos “Me he cortado yo mismo”, o “La autocompasión
es un vicio”, el concepto de “yo” es sólo una abreviatura
de los oportunos pronombres personales y otras
expresiones referidas a personas y animales. No reviste
carga metafísica alguna. Pero en filosofía, este concepto
ha sido empleado para llevar a cabo varias tareas
significativas, y no todas ellas pueden justificarse. Entre
los conceptos metafísicos del yo en filosofía están:
1. El yo es el portador de la identidad personal a
través del tiempo. Soy la misma persona en el momento t2
que era en t1 porque el yo es el mismo. La identidad del
yo da cuenta de la identidad de la persona.
2. El yo es realmente lo mismo que el alma. Por
tanto, ya que el alma es diferente al cuerpo, el yo puede
sobrevivir a la destrucción del cuerpo. Mi cuerpo es una
cosa, y mi alma o yo es algo distinto. El cuerpo es mortal,
el alma o yo es inmortal.
3. En relación a (1), el yo es lo que me hace ser la
persona que soy. Hay una cierta entidad dentro de mí que
constituye mi identidad como persona y que me distingue
de las demás personas, y eso es mi yo. Según esta
concepción, el yo es constitutivo de mi carácter y mi
personalidad.
4. El yo es el portador de todas mis propiedades
mentales. Además de mis pensamientos, sentimientos, etc.,
hay un yo que tiene todos esos pensamientos y
sentimientos.
No hay duda de que existen otras tareas llevadas a
cabo por el yo. Pero muchos filósofos, entre los que me
encuentro, no pudimos dar con una razón suficiente para
postular la existencia de un yo como algo añadido a la
secuencia de experiencias y al cuerpo en el que éstas se
dan. Esta clase de escepticismo sobre el yo se inspira en
Hume. Como él indicó, cuando dirijo la atención hacia mi
interior, encuentro pensamientos y sentimientos concretos,
pero nada adicional al estilo de un yo. El yo, de acuerdo
con Hume, es simplemente un haz de experiencias, nada
más. Creo que lo crucial en Hume no es simplemente que,
como cuestión de hecho, no encuentre un yo cuando dirijo
la atención hacia mi interior, sino más bien que no hay
nada que pueda ser considerado como la experiencia del
yo, ya que cualquier experiencia que se tuviera sería tan
solo otra experiencia. Supóngase que tuviera una
experiencia constante que acompañara a todas mis otras
experiencias. Supóngase que tuviera la experiencia
continua de una mancha amarilla en mi campo visual.
Supóngase que perdurase durante toda mi vida. ¿Es eso un
yo? No, es sólo una mancha amarilla. No sólo no hay
experiencia del yo, sino que no podría haberla, ya que
nada puede satisfacer lógicamente las constricciones que
acompañan al concepto metafísico del yo.
La explicación humeana del yo como un simple haz
de percepciones necesita una revisión, al menos en algún
aspecto, para dar cuenta de una objeción hecha por Kant.
Todas mis experiencias en un punto temporal dado me
llegan como parte de un campo consciente unificado. Mi
vida consciente tiene lo que Kant, con su habitual talento
para las expresiones pegadizas, denominó “la unidad
transcendental de apercepción”. Lo que creo que quería
decir es esto: no tengo únicamente la sensación de la
camisa sobre mi espalda o del sabor de la cerveza en mi
boca, sino que tengo ambas sensaciones como parte de un
único campo consciente unificado. Hume pensaba que
cada percepción era algo separado y distinto, pero eso no
puede ser cierto, ya que en tal caso no podríamos
distinguir entre una conciencia que tenga diez experiencias
—el roce de la camisa, el sabor de la cerveza, la visión
del cielo, etc.— y diez conciencias diferentes, cada una
con su correspondiente experiencia. Así que tenemos que
insistir en que en cualquier punto temporal dado todas las
experiencias que uno tiene se hallan unidas formando
parte de un único campo consciente. Pero el campo
consciente no nos ofrece un yo añadido a dicho campo
consciente. Lo que hay es únicamente un campo consciente
unificado en continuo desarrollo, discurriendo a través del
tiempo, y cada fracción de tiempo del campo consciente
es una unidad de todos sus distintos componentes. Algunos
de los estados conscientes del campo consciente serán
recuerdos de acontecimientos anteriores pertenecientes a
la secuencia histórica de estados conscientes. Algunos
serán incluso sentimientos que yo particularmente
describiría como el sentimiento de como qué* es ser un
yo. Pero todavía no podemos localizar ningún yo añadido
a la secuencia de experiencias.
Querría añadir a esta concepción humeana revisada
del yo la afirmación de que el cuerpo es imprescindible
para disponer de la secuencia de experiencias
conscientes. En esta fase no necesitamos preocuparnos de
si el requisito de un cuerpo es un requisito empírico o una
cuestión lógica. El asunto ahora es tan solo que la
secuencia de estados conscientes ha de tener alguna
realización física. Incluso si soy un cerebro en una
cubeta*, tiene que seguir siendo como mínimo un cerebro
físico, y si yo he de tener experiencias del mundo,
entonces mi cerebro ha de mantener algún tipo de
interacción causal con el mundo.
Tenemos así la actualizada explicación neohumeana
del yo: soy un cerebro en un cuerpo en contacto causal con
el mundo. El cerebro es capaz de causar y sustentar
campos conscientes unificados, y los estados conscientes
de tales campos incluirán experiencias de recuerdos de
experiencias conscientes anteriores. Es cierto que hay
algo que se siente como ser un yo, pero es sólo un
sentimiento igual que cualquier otro, y no reviste carga
metafísica alguna. La existencia de tal sentimiento no
garantiza por sí misma ninguna identidad a través del
tiempo y, por lo que sé, puede haber un gran número de
otras personas que tengan sentimientos de un tipo idéntico
a los míos en cuanto a como qué es ser un yo. En resumen,
el “yo” es por completo reductible a elementos más
simples. Consta de sentimientos conscientes, incluyendo
recuerdos y un sentido de “yo-idad” (sin duda, incluye
también multitud de falsas creencias sobre el yo), que
están causados por, y producidos en, un sistema físico que
existe de forma continua, el de un cerebro que forma parte
de un cuerpo. De acuerdo con la perspectiva neohumeana,
además de todo eso, simplemente no hay nada como el
yo. Fin de la historia sobre el yo.

3.7. Un argumento a favor de la existencia de un yo


irreductible, no humeano

Dejemos por un momento todas nuestras consideraciones


humeanas a un lado y reflexionemos sobre cómo los seres
humanos toman decisiones y llevan a cabo acciones en la
brecha. Supongamos que estoy en una votación y el
presidente dice “Todos aquellos que estén a favor de la
moción que levanten su brazo derecho”. Yo levanto mi
brazo. Realizo la acción de votar a favor de la moción
levantando mi brazo derecho. Ahora bien, ¿qué causó que
yo realizase la acción de levantar mi brazo derecho?
Puedo dar una explicación causal parcial exponiendo la
razón de mi acción. Quería votar a favor de la moción
porque estaba a favor de ella y creía que al levantar mi
brazo derecho estaba votando a favor de ella. En ese
contexto, levantar mi brazo significaba votar a favor de la
moción.
Hasta aquí todo bien, pero como hemos visto
repetidas veces, las razones no constituyen condiciones
causalmente suficientes. Así que ¿cómo saltamos la
brecha desde mis razones en forma de causas
psicológicas, a la realización efectiva de la acción? Hay
dos posibilidades que mencioné anteriormente y que
describo ahora más detalladamente:
1. La acción no tiene una explicación suficiente de
ningún tipo. La acción sencillamente ocurrió. No tenía
causas psicológicas previas causalmente suficientes, por
lo que, como evento psicológico, fue sólo un hecho
arbitrario o aleatorio.
2. La acción tiene una explicación psicológica
suficiente, incluso si carece de condiciones psicológicas
previas causalmente suficientes. Realicé la acción por una
razón. Lo hice por una razón, a pesar de que esa razón no
fijara una causa previamente suficiente.
La tesis (1) no puede ser correcta. La acción no era
un hecho aleatorio o arbitrario que simplemente ocurrió
de repente. De hecho, la amenaza de (1) es lo que muchos
compatibilistas, incluyendo, por cierto, a Hume, usan
como argumento a favor del determinismo. A no ser que el
acto estuviese determinado, dicen, ha de haber sido un
hecho arbitrario o aleatorio, algo de lo que uno no es en
absoluto responsable. Pero la acción no era arbitraria ni
estaba determinada. Hemos visto ya razones para rechazar
el determinismo psicológico. Necesitamos rechazar
también su aparente alternativa, la aleatoriedad y la
arbitrariedad.
Así que la posibilidad (2) ha de ser correcta. ¿Pero
eso qué significa? En realidad, aquí hay dos cuestiones.
En primer lugar, suponiendo que la tesis de la brecha sea
correcta, ¿qué significa decir que yo, una persona, realizó
una acción por una razón? ¿Cuál es la forma lógica de la
afirmación de que Y realizó la acción A debido a la razón
R? Por formular la pregunta en su forma tradicional: ¿qué
hecho se corresponde con la afirmación de que Y realizó A
debido a R? Y en segundo lugar, ¿cómo puede una
afirmación de esa clase, la cual especifica la razón por la
que realicé la acción, ser una explicación suficiente, si la
razón no determina la acción? ¿Qué clase de explicación
es una con un gran agujero? Parece que una respuesta
apropiada a la primera pregunta ha de brindar una
respuesta a la segunda.
Gran parte de mi debate con el modelo clásico se
concentra precisamente en este punto. En el modelo
clásico la brecha no tiene cabida. La explicación de la
acción nos exige cuantificar sólo acontecimientos y
establecer relaciones causales entre ellos: el
acontecimiento de la acción A fue causado por los
acontecimientos C y D, las creencias y los deseos del
agente (por cierto, resulta bochornoso que las creencias y
los deseos no sean acontecimientos, algo a lo que
frecuentemente se le resta importancia diciendo que las
auténticas causas son los comienzos de las creencias y los
deseos, o los acontecimientos que causaron las creencias
y los deseos)[5]. Muchos filósofos que rechazan varios
aspectos del modelo clásico están todavía bajo sus garras
debido precisamente a esta cuestión. Así, Thomas Nagel,
uno de los más contundentes críticos de ciertos aspectos
del modelo clásico, argumenta que si aceptamos la
brecha, entonces la ausencia de condiciones causalmente
suficientes en la determinación de una acción nos
conduciría forzosamente a la conclusión de que hay un
elemento de aleatoriedad en la realización de las acciones
libres, y nuestras explicaciones resultarían baldías dado
que no citarían condiciones suficientes. Como escribe
Nagel, tal explicación “no puede explicar precisamente lo
que se supone que iba a explicar: por qué hice lo que hice
en lugar de otra alternativa que me fuese causalmente
disponible”[6]. Un gran número de buenos filósofos[7] han
propuesto una respuesta a esto, pero no es acertada. Es la
siguiente: la causa de la acción soy yo. Yo, la persona que
realiza la acción, soy su causa. Por tanto, no hay ninguna
brecha causal. La persona es la causa. En algunas
versiones, hemos de pensar en tal causación personal
(“causación del agente”, “causación inmanente”) como un
género muy especial de causación. Según la explicación
de Chisholm, necesitamos distinguir la causación del
agente, que él llama “causación inmanente”, de la
causación común entre acontecimientos, la “causación
transeúnte”. En otras explicaciones, hemos de pensar
sencillamente que la persona es una causa como cualquier
otra. Pero en ambas versiones la brecha causal se rellena
por una persona actuando como causa.
Creo que esta respuesta es algo peor que una
filosofía incorrecta, es mal castellano. Una constricción
sobre el concepto de causación es que siempre que un
objeto x se cita como causa ha de haber algún rasgo o
propiedad de x, o algún acontecimiento que implique x,
que funcione causalmente. No tiene sentido decir, tout
court, que el objeto x causó tal o cual acontecimiento. Por
ejemplo, si digo “Mario causó el fuego”, es una forma
rápida de decir algo como “Que Mario encendiese la
cerilla causó el fuego”, o “La falta de atención de Mario
causó el fuego”. La expresión original, “Mario causó el
fuego”, sólo es inteligible si se considera sujeta a alguna
complementación de ese tipo. ¿Pero cuál se supone que es
la complementación en “Causé mi acción de levantar mi
brazo”? Obsérvese que tiene mucho sentido responder a
“¿Qué causó que tu brazo se levantara?” diciendo: “Yo
causé que mi brazo se levantara”. Y es que en este caso
entendemos eso como una forma abreviada de “Causé que
se levantara al levantarlo”. Aquí es mi intención-en-la-
acción lo que funciona causalmente para hacer que mi
brazo se levante. Tiene también mucho sentido decir “Mi
deseo de votar a favor de la moción causó que mi brazo se
levantara”. Pero eso es sólo citar una razón, lo cual nos
deja con la misma brecha que hemos estado intentando
rellenar en vano.
Así pues, ¿cuál es la interpretación correcta de (2)?
El primer paso para comprender (2) es ver que para su
comprensión se requiere una noción muy especial de
actuación. El haz humeano, incluso si está unificado y
forma parte de un cuerpo, no es suficiente. Se tiene que
contar con un agente animal. En este sentido, algo es un
agente si y sólo si es una entidad consciente con la
capacidad de iniciar y llevar a cabo acciones conforme a
la presuposición de libertad. Esto parece algo trivial, y
debe serlo, pero no resulta baladí, ya que implica que tal
haz no es suficiente para actuar. Un agente es más que un
haz. De acuerdo con la concepción humeana, el haz es
sólo una secuencia de fenómenos naturales, es parte de la
secuencia de causas eficientes y efectos del mundo. Pero,
en este sentido, un agente requiere ser más que un haz o
que ser parte de él. ¿Por qué? Porque la intención-en-la-
acción no es sólo un acontecimiento que ocurre por sí
mismo. Sólo puede darse si un agente está haciendo algo
de forma efectiva o, al menos, si lo está intentado. La
actuación requiere una entidad que pueda
conscientemente intentar hacer algo.
Pero hasta ahora no hemos explicado todavía cómo o
por qué podemos o debemos aceptar explicaciones
causales no suficientes. Así que demos un paso más. Dado
que el agente tiene que ser capaz de tomar decisiones y de
realizar acciones sobre la base de razones, la misma
entidad que actúa como agente ha de tener capacidad de
percepción, creencia, deseo, memoria y razonamiento. Por
usar la jerga de antaño, el concepto de actuación fue
introducido para dar cuenta de la volición, pero la misma
entidad que posee volición ha de ser también conativa y
tener cognición. El agente, en definitiva, tiene que ser un
yo. Al igual que la actuación ha de añadirse al haz de
percepciones para dar cuenta de cómo los haces que
forman parte de un cuerpo pueden emprender acciones
libres, también el hecho de ser un yo ha de añadirse a la
actuación para dar cuenta de cómo los agentes pueden
actuar racionalmente.
La razón de que podamos aceptar racionalmente
explicaciones que no citan condiciones suficientes es
que entendemos que son explicaciones sobre yoes
racionales en su calidad de agentes. De este modo, las
siguientes tres oraciones se asemejan en su sintaxis
superficial, pero su semántica subyacente, tal como la
entendemos dadas nuestras presuposiciones de Trasfondo,
revela importantes diferencias.
1. Levanté mi brazo porque quería votar a favor de la
moción.
2. Tuve un dolor de estómago porque quería votar a
favor de la moción.
3. El edificio se derrumbó porque el terremoto dañó
los cimientos.
(1) es perfectamente aceptable como explicación, a
pesar de no citar condiciones suficientes, porque la
entendemos en contraste con la presuposición de
Trasfondo de la existencia de yoes racionales que actúan
de acuerdo con razones conforme a la presuposición de
libertad. Para ver esto, podemos comparar (1) con (2).
Dadas nuestras presuposiciones de Trasfondo, (2) se
interpreta como (3). Funciona como una explicación
porque, en ese contexto, presenta condiciones causalmente
suficientes, y la racionalidad y la libertad no aparecen por
ningún lado. Tener un dolor de estómago no es un caso de
actuar de acuerdo con una razón.
¿Pero por qué hemos de aceptar explicaciones de la
forma (1) si no citan condiciones causalmente suficientes?
Si hay una brecha en la explicación, parece entonces que
el acontecimiento tenía un componente de aleatoriedad.
No se ha explicado por qué ocurrió ese acontecimiento y
no algún otro. ¿Cómo responder a la objeción de Nagel?
La clave de esa respuesta es fijarse en que la pregunta
“¿Por qué lo hiciste?” demanda un tipo de respuesta
totalmente diferente al de la pregunta “¿Por qué ocurrió?”.
Quiero ahora explicar esa diferencia. El primer paso es:
contemplamos siempre fenómenos tales como la conducta
racional y su explicación desde el punto de vista de la
primera persona*, puesto que tienen una ontología de
primera persona. Sólo existen desde el punto de vista de
la primera persona. Y desde ese punto de vista no se
cuestiona ni que las razones no sean causalmente
determinantes y ni que, aun así, la explicación sea
perfectamente suficiente tal como se presenta. Explica
tanto por qué hice lo que hice, como por qué hice eso y no
otra alternativa que me resultara causalmente disponible.
Es suficiente porque cita la razón que yo, como un yo
racional, hice efectiva al actuar de acuerdo con ella.
Ofrece una respuesta por completo suficiente a la pregunta
“¿Por qué lo hiciste?” sin implicar “Es causalmente
imposible que algo distinto pudiera haber ocurrido”.
Ofrece una respuesta suficiente a la pregunta ya que
responde precisamente a las preguntas “¿Por qué?” y
“¿Por qué hiciste eso y no otra cosa?”. Y no es un
requisito de una respuesta de ese tipo ofrecer condiciones
causales determinantes. La brecha causal no implica una
brecha explicativa. Con la pregunta “¿Por qué hiciste
eso?” no se pregunta “¿Qué causas eran suficientes para
determinar tu acción?”, sino más bien “¿De acuerdo con
qué razón o razones actuaste, como un yo racional?”. Y la
respuesta a esa pregunta se explica no mostrando de qué
forma el acto, como un acontecimiento natural, era
inevitable dadas las causas previas, sino mostrando cómo
un yo racional operó en la brecha. En un tono
wittgensteniano diríamos: éste es el modo en que se juega
el juego de lenguaje de explicar acciones, y no
supongamos que haya de jugarse de acuerdo con las reglas
del juego de lenguaje de las explicaciones que se dan en
la mecánica clásica. La razón de que el juego de lenguaje
de explicar acciones ofreciendo razones se juegue de
modo diferente es que los hechos efectivos registrados
por los enunciados realizados en este juego de lenguaje
poseen una forma lógica diferente a la de los enunciados
causales comunes.
El requisito de Nagel tal como se presenta es en
realidad ambiguo. El requisito de que yo explique por qué
realicé un acto en lugar de otro igualmente posible puede
significar tanto que (a) enuncio la razón de acuerdo con la
cual actué, en cuyo caso enuncio la razón que explica esa
acción y que excluye otras que me eran causalmente
disponibles. O podría significar que (b) enuncio las
causas de un acontecimiento, mi acción, las cuales
explican por qué ese acontecimiento tenía que ocurrir y
que ningún otro acontecimiento podría haber ocurrido. La
objeción de Nagel plantea un problema sólo si suponemos
que el requisito (b) ha de satisfacerse si ha de ser una
explicación. Pero eso sería una equivocación. El sentido
pertinente de la pregunta “¿Por qué lo hiciste?” es el de
preguntar por la razón o razones de acuerdo con las
cuales se actuó.
Por supuesto, como Nagel indica, ofrecer una razón
no responde por sí mismo a por qué uno actuó de acuerdo
con esa razón y no con alguna otra razón que se tuviera
disponible. Pero ésa es otra cuestión. Con “¿Por qué lo
hiciste?” se nos pregunta inicialmente por la razón o
razones de acuerdo con las cuales se actuó. Siempre se
puede continuar preguntando en esa misma línea. “¿Por
qué era apropiada esa razón para ti?”. Continuar con esa
serie de preguntas hará patentes más brechas, pero la
explicación ha de tener un final en algún punto. Y esto no
muestra una insuficiencia en la respuesta a la primera
pregunta, la cual es susceptible de ulteriores preguntas.
El requisito de que se enuncien las razones de
acuerdo con las cuales se actúa requiere la referencia a un
yo. Las condiciones de verdad de oraciones de la forma
“Y realizó el acto A debido a la razón R” requieren no
sólo la existencia de acontecimientos, estados
psicológicos, y relaciones causales entre ellos, sino que
también requieren un yo (el cual es algo más que un
agente), que hace efectiva a una razón al actuar de acuerdo
con ella. Varios filósofos, quizá especialmente Korsgaard,
han propuesto que en las acciones voluntarias nosotros
creamos nuestros yoes. Si es así, éste es un concepto del
yo completamente diferente del que estoy ahora
desgranando. Dichos autores deben querer decir que
creamos nuestro carácter y personalidad. La cuestión que
yo estoy desarrollando no es que la acción cree un yo,
sino que la acción presupone un yo.
En el modelo clásico, la explicación de la acción
requiere sólo la cuantificación de los eventos. De este
modo, la forma lógica de “Y realizó A debido a su
creencia y deseo” se lee así:
Hay algún a tal que a es un hacer de A por Y, hay
algún b tal que b es una creencia, hay algún c tal que c es
un deseo, y (los inicios de) b y c causaron a.
La aparente referencia a un yo es sólo una manera de
identificar un acontecimiento testimonial.
En la explicación que yo estoy proponiendo, la forma
lógica de “Y realizó A debido a la razón R” es bastante
más de lo que parece a primera vista:
Hay un a tal que a = yo Y, hay un b tal que b = acción
testimonial A, hay algún c tal que c = razón R, a realizó b,
y en la realización de b, a actuó de acuerdo con c.
Obsérvese que la referencia a un yo no es
descartable. Aún no he explicado lo que es una “razón
para la acción” ni lo que significa actuar de acuerdo con
una razón. Esto lo veremos en el siguiente capítulo.
Estamos yendo paso a paso, y en este capítulo sólo estoy
intentando aclarar que la forma de las explicaciones de la
acción racional no es la de la causación entre
acontecimientos, sino que se requiere un concepto
irreductible del yo.
¿Qué hace a mi análisis ser mejor que el del modelo
clásico? Hay varios argumentos, pero el único que vamos
a considerar cuenta con dos premisas. Admitamos que:
1. Las explicaciones de razón normalmente no citan
condiciones causalmente suficientes.
2. En casos normales, estas explicaciones son por
completo suficientes tal cual son.
Sabemos que (2) es verdadero acudiendo a ejemplos
de primera persona. Puedo decir exactamente por qué vote
a Álvarez, a pesar de que las razones que dé no me
obliguen a hacerlo. Para explicar (2), dado (1), tenemos
que introducir la noción de actuar de acuerdo con una
razón. El rasgo especial de las explicaciones de razón es:
3. El requisito de la explicación de razón de una
acción es el requisito del enunciado de la razón de
acuerdo con la cual el agente actuó.
Sobre la base de (3) podemos obtener (4):
4. Tales explicaciones requieren el concepto de un
agente capaz de actuar de acuerdo con una razón, y
cualquier agente de ese tipo es un yo, en el sentido que
trato de elucidar.
El hecho de que nos inclinemos a suponer que todas
las explicaciones han de ajustarse al modelo
preconcebido de causación de las bolas de billar es una
limitación de nuestra sensibilidad de Trasfondo, que estoy
ahora intentando superar. Intento explicar las condiciones
de la particular forma de inteligibilidad de este juego de
lenguaje.
Demos ahora un paso más en la argumentación.
Sólo para un yo puede algo ser una razón para la
acción.
Hasta ahora hemos identificado una brecha
experiencial y un yo que opera en esa brecha. Pero el yo
opera en esa brecha sobre la base de razones. Por ello,
surge la cuestión de ¿qué es una razón, y qué hecho
convierte algo en una razón? Tendré más que decir sobre
las razones en los próximos dos capítulos, pero por ahora
resulta claro que para que algo sea una razón que pueda
operar en la deliberación y en la acción, ha de ser una
razón para un agente. Digámoslo con una mayor precisión.
Hay multitud de razones para actuar que uno desconoce.
Por ejemplo, antes la gente tenía una razón para comer pan
integral de trigo —previene el beriberi— sin saber que
tenían esa razón. Pero tal razón no puede tener ningún
papel en la deliberación. En la deliberación, una razón ha
de estar en posesión de un agente para funcionar como tal.
Éste es un rasgo adicional del yo, y también un argumento
a favor de su existencia. A la vez, ya que las razones
pueden ser cognitivas —como las creencias y las
percepciones—, el yo ha de consistir en algo más que la
capacidad de actuar, algo más que la mera volición. Una
misma entidad ha de poder operar con razones cognitivas
y ha de poder también decidir y actuar sobre la base de
esas razones.
Dicho todo esto, podemos avanzar hasta el siguiente
paso. Si suponemos la existencia de un yo consciente e
irreductible que actúa sobre la base de razones conforme
a las constricciones de la racionalidad y de acuerdo con
la presuposición de libertad, podemos ahora otorgar
sentido a la responsabilidad y a todas las nociones afines
a ella. Puesto que el yo opera en la brecha sobre la base
de razones para tomar decisiones y realizar acciones, es
el yo el lugar de la responsabilidad.
Éste es un argumento distinto a favor de de la
existencia de un yo irreductible. Para que podamos
asignar responsabilidad, ha de existir una entidad capaz
de asumir, ejercer y aceptar responsabilidad.
Entenderemos esto mejor si introducimos la noción de
tiempo. La noción de responsabilidad sólo tiene sentido si
podemos asignar ahora responsabilidad por acciones que
ocurrieron en el pasado. Se me hace ahora responsable de
lo que hice en un pasado lejano. Pero esto sólo tiene
sentido si existe alguna entidad que sea el agente de la
acción en el pasado y que a la vez sea también mi yo
presente. Esa entidad es lo que he estado llamando “el
yo”. Obsérvese que no soy de la misma manera
responsable de mis percepciones. Las percepciones tienen
efecto sobre mí, pero no tengo que dar cuenta de ellas,
mientras que sí doy cuenta de mis acciones.
Sólo de un yo en el sentido que hemos explicado
podemos decir que es responsable, culpable, censurable,
digno de crédito, recompensa o castigo. Estas atribuciones
son diferentes a las de “es bien parecido”, “tiene dolor” o
“mira el coche que se aproxima”. El primer conjunto
requiere un concepto irreductible del yo para ser
inteligibles. El segundo, no.
Razonar es un proceso del yo a lo largo del tiempo
y, en la razón práctica, razonar está
fundamentalmente relacionado con el tiempo.
La introducción de la noción de tiempo nos permite
comprobar que la racionalidad en la acción se ocupa
siempre de un agente que razona conscientemente en el
tiempo, conforme a la presuposición de libertad, sobre
qué hacer ahora o en el futuro. En el caso de la razón
teórica, se ocupa de qué aceptar, decidir o creer; en el
caso de la razón práctica, se ocupa de qué acciones
realizar. Vemos así que, en algún sentido, todo
razonamiento es práctico, ya que todo se deriva de hacer
algo. En el caso de la razón teórica, el hacer es
normalmente una cuestión de aceptar una conclusión o una
hipótesis sobre la base de un argumento o de una prueba.
De esta manera, la razón teórica es un caso especial de la
razón práctica. La diferencia entre razón teórica y práctica
estriba en la dirección de ajuste de la conclusión: mente-
a-mundo en el caso de extraer una conclusión a partir de
una evidencia o de premisas, y mundo-a-mente en el caso
de formar una decisión y, por tanto, una intención, sobre la
base de ciertas consideraciones. Esto tiene importantes
consecuencias adicionales: el razonamiento práctico no es
sólo algo que se da en el tiempo, sino que trata sobre el
tiempo, en el sentido de que es el razonamiento presente
de un yo acerca de lo que ese yo va a hacer ahora o en el
futuro. Así que una vez introducida la noción de tiempo
vemos que el yo se requiere como lugar de la
responsabilidad de las acciones pasadas y como sujeto de
la planificación de acciones presentes y futuras. Cuando
hago planes ahora sobre el futuro, el sujeto que planifica
es el mismo yo que va a realizar la acción en el futuro. La
estructuración del tiempo, que es una parte primordial de
la razón práctica, presupone un yo.

3.8. Resumen del argumento a favor de la existencia


de un yo irreductible, no humeano

Paso 1. La existencia de acciones voluntarias e


intencionales requiere un agente consciente que actúa. De
no ser así, la acción sería un acontecimiento que
simplemente ocurre. Ni un haz humeano, ni una “persona”
strawsoniana[8] que tenga propiedades tanto mentales
como físicas, ni siquiera una persona al estilo de
Frankfurt[9] que tenga deseos de segundo orden sobre sus
deseos de primer orden, son por sí mismos suficientes
para dar cuenta del actuar.
Paso 2. Sin embargo, es lógicamente posible ser un
agente y no ser un yo. Para ser un yo, la entidad que actúa
como agente ha de tener la capacidad del razonamiento
consciente sobre sus acciones. En general, ha de ser una
entidad con capacidad de percepción, memoria, creencia,
deseo, pensamiento, inferencia y cognición. La capacidad
de actuar no es suficiente para la acción racional. El
agente ha de ser un yo.
Paso 3. El paso crucial: hay un rasgo lógico especial
en las explicaciones de la acción racional. Interpretadas
como explicaciones causales, no funcionan. Las causas no
son suficientes para explicar la acción. No obstante, las
explicaciones de la acción racional son por completo
suficientes tal cual son. Su inteligibilidad requiere que no
pensemos que citan las causas que determinan un
acontecimiento, sino que citan las razones de acuerdo con
las cuales actuó un agente racional consciente. El agente
es un yo. Capacidad de actuar más sistema de
racionalidad es igual a individualidad.
Paso 4. Una vez que tenemos un yo como agente de la
acción, podemos dar cuenta de multitud de otras nociones
problemáticas, concretamente de la responsabilidad y sus
conceptos afines de reproche, culpa, abandono,
recompensa, castigo, alabanza y condena.
Paso 5. La existencia del yo da cuenta de la relación
entre la actuación y el tiempo. Un mismo yo ha de ser
responsable de las acciones que realizó en el pasado y ha
de ser capaz de hacer planes sobre el futuro. Todo
razonamiento se da en el tiempo, y el razonamiento
práctico trata sobre el tiempo, en el sentido que he
intentado explicar.

3.9. La experiencia y el yo

¿Cuál es la relación entre el yo que he descrito, una


entidad pura y formalmente caracterizable definida por
una lista específica de rasgos, y nuestras experiencias
conscientes efectivas? ¿Estamos en algún sentido
poniendo en duda la conclusión de Hume de que no hay
experiencia del yo? ¿Qué podemos decir, en definitiva,
sobre este “yo”? Hasta ahora, nada. Un requisito formal
de la acción racional es que ha de haber un yo que actúa,
de igual modo que no es un requisito formal de la
percepción que sea un agente o un yo quien perciba. Por
consiguiente, la explicación humeana del yo como una
secuencia de impresiones e ideas, incluso actualizada de
tal forma que incluya un cuerpo físico con todas sus
disposiciones, no recoge el requisito fundamental de la
actuación racional, es decir, la individualidad.
La clave para responder a esta cuestión reside en el
examen de la estructura de nuestra propia conciencia,
puesto que la primera condición del yo es la de ser capaz
de tener conciencia. Según la explicación que estoy
presentando, el yo no es una experiencia ni un objeto que
se experimente. Cuando, por ejemplo, miro una mesa,
tengo una experiencia visual, y hay una mesa que es el
objeto de tal experiencia. En cambio, no hay ninguna
experiencia del yo ni ningún objeto que se experimente
como el yo. Más bien, el “yo” es simplemente el nombre
de aquella entidad que experimenta sus propias
actividades como algo más que un haz pasivo. Es propio
de mi experiencia consciente que yo emprenda la
deliberación y la acción, que tenga percepciones, que
acuda a mis recuerdos durante la deliberación, que tome
decisiones, que las lleve a cabo (o que no consiga
hacerlo), o que me sienta satisfecho o insatisfecho,
culpable o inocente, en función del discurrir de todas
aquellas actividades. La línea que estoy siguiendo aquí es,
en cierto sentido, la fina línea entre el escepticismo de
Hume y la pre-teórica e ingenua perspectiva de que cada
uno de nosotros es consciente de sí mismo como un yo. Lo
que quiero poner de manifiesto es que aunque el yo no sea
el nombre de una experiencia ni el de un objeto de
experiencia, hay, no obstante, una secuencia de rasgos
formales de nuestras experiencias que son constitutivas de
nosotros mismos como yoes.
¿Cómo podemos estar seguros de que el aparente
requisito de la postulación de un yo no es sólo una ilusión
gramatical incrustada en nosotros a través de la estructura
sujeto-predicado de las oraciones? ¿No estamos
reificando algo para disponer de un objeto al cual pueda
referirse el “yo” cuando decimos “Yo decidí votar a favor
de Álvarez”? No. Porque el requisito gramatical es el
mismo incluso cuando no estoy haciendo nada.
Consideremos “Yo veo la rosa”. En lo que a
fenomenología se refiere, se pueden describir los hechos
fenomenológicos diciendo “Esta secuencia de
experiencias incluye ahora la de una rosa”. Pero no se
recoge el rasgo activo de la decisión diciendo que esta
secuencia de experiencias incluye ahora una decisión,
porque la decisión fue algo que yo hice, una acción
llevada a cabo por mi parte, mientras que la experiencia
de la rosa se recibió de forma pasiva.
¿Pero no estaremos postulando un homúnculo que
viva en la brecha y que tome nuestras decisiones por
nosotros? ¿Y no conduce esto a un regreso al infinito? No,
porque somos nosotros los que vivimos en las brechas y
tomamos las decisiones.
La postulación de un yo no requiere que tengamos
ninguna experiencia del yo. Aclaremos esto con una
analogía. Siempre que vemos algo tenemos una
experiencia visual, y para explicar tal experiencia visual
tenemos que postular un punto de vista a partir del cual
tiene lugar la experiencia, a pesar de que el punto de vista
no sea una experiencia ni algo que se experimente. Por
ejemplo, para explicar que tengo la experiencia visual del
Océano Pacífico tengo que postular que esa experiencia lo
es desde un cierto punto de vista en el espacio, a pesar de
que cuando veo el Pacífico no vea el punto de vista desde
el cual lo veo y de que el punto de vista no sea parte de la
experiencia de verlo. De manera similar, la experiencia
de las acciones libres requiere un yo, a pesar de que el yo
no sea una experiencia ni un objeto que se experimente.
Así pues, Lichtenberg estaba equivocado. No hemos
de decir “Se piensa” en lugar de “Yo pienso”. Si pensar
es un proceso voluntario activo, ha de haber un yo que
piense.

3.10. Conclusión

¿Qué es entonces el yo? En sus propios términos, Hume


estaba seguramente en lo cierto. Si por “yo” queremos
decir algún conjunto de experiencias, tales como los
dolores, o algo que sea objeto de nuestras experiencias,
como la mesa que tengo frente a mí, entonces no hay tal
cosa. Para dar cuenta de la actuación racional hemos de
postular un yo que combine la capacidad de racionalidad
y la de actuación. Los rasgos del yo pueden enunciarse
así:
Hay un x tal que:
1. x es consciente.
2. x persiste a través del tiempo.
3. x opera con razones, conforme a las constricciones
de la racionalidad.
4. x, operando con razones, es capaz de decidir,
iniciar y llevar a cabo acciones, conforme a la
presuposición de libertad.
5. x es responsable de, al menos, parte de su
conducta.
En este argumento se halla implícito un resultado que
quiero hacer explícito ahora, puesto que será de cierta
importancia en los capítulos siguientes. El tema de la
racionalidad no es el de las estructuras formales de los
argumentos, y mucho menos el de la utilidad marginal y
las curvas de indiferencia. El tema central de discusión en
una teoría de la racionalidad es la actividad de los seres
humanos (y, presumiblemente, la de algunos otros
animales, algo de lo cual nos han convencido los simios
de Köhler), los yoes, de emprender el proceso del
razonamiento. De igual modo que el tema central de la
filosofía del lenguaje no es el de las oraciones ni el de las
proposiciones, sino los actos de habla, el tema de la
filosofía de la racionalidad es la actividad del
razonamiento, una actividad de yoes conscientes
dirigida hacia un objetivo.
[1] Searle, John R., Minds, Brains and Science, Harvard University
Press, Cambridge, MA, 1984, véase el cap. 6. [Edición en castellano: Mentes,
cerebros y ciencia, Cátedra, Madrid, 2001].
[2] Penfield, Wilder, The Mystery of the Mind, Princeton University

Press, Princeton, 1975, págs. 76-77. [Edición en castellano: El misterio de la


mente, Pirámide, Madrid, 1977].
[3] Gilbert Ryle es conocido por estos tipos de argumentos regresivos en
contra de la teoría tradicional de la acción. Véase su The Concept of Mind,
Harper and Row, Nueva York, 1949. [Edición en castellano: El concepto de lo
mental, Paidós, Barcelona, 2005].
[4] Searle, John R., Intentionality: An Essay in the Philosophy of
Mind, Cambridge University Press, Cambridge, 1983, véase el cap. 3, esp.
pág. 79. [Edición en castellano: Intencionalidad. Un ensayo de filosofía de
la mente, Tecnos, Madrid, 1992].
[5] Davidson, Donald, “Actions, Reasons, and Causes” reeditado en
Essays on Actions and Events, Clarendon Press-Oxford University Press,
Nueva York, 1980, págs. 3-19. [Edición en castellano en Ensayos sobre
acciones y sucesos, Instituto de Investigaciones Filosóficas-UNAM/Crítica,
México-Barcelona, 1995].
[6] Nagel, Thomas, The View from Nowhere, Oxford University Press,
Nueva York, 1986, págs. 116-117. [Edición en castellano: Una visión de
ningún lugar, FCE, México, 1996]. Preocupaciones similares han sido
expresadas por Strawson, Galen, “Libertarianism, Action, and Self-
Determination”, reeditado en O´Connor, T. (ed.), Agents, Causes, and
Events: Essays on Indeterminism and Free Will, Oxford University Press,
Nueva York, 1995, págs. 13-32.
[7] Por ejemplo, Korsgaard, Christine, The Sources of Normativity,
Cambridge University Press, Cambridge, 1996 [Edición en castellano: Las
fuentes de la normatividad, Instituto de Investigaciones Filosóficas-UNAM,
México, 2000], y Chisholm, Roderick, “Human Freedom and the Self”, en
Watson, Gary (ed.), Free Will: Oxford Readings in Philosophy, Oxford
University Press, Oxford, 1982, págs. 24-35. Creo que Chisholm abandonó
posteriormente esta perspectiva.
[8] Strawson, P. F., Individuals: An Essay in Descriptive Metaphysics,

Methuen, Londres, 1959, págs. 87-116. [Edición en castellano: Individuos:


ensayo de metafísica descriptiva, Taurus, Madrid, 1992].
[9] Frankfurt, Harry G., “Freedom of the Will and the Concept of a
Person”, en Journal of Philosophy, enero 1971, págs. 5-20.
Capítulo IV
La estructura lógica de las razones
¿Qué es una razón para una acción? Se supone que esta
pregunta es tremendamente complicada, tanto que Phillipa
Foot llegó a escribir: “Estoy segura de que no entiendo la
idea de una razón para actuar, y me pregunto si alguien la
entiende”[1]. ¿Pero por qué tiene que ser tan complicado?
Después de todo, ¿no tratamos con razones para la acción
todos los días? ¿Cómo puede ser un misterio? En un estilo
wittgensteniano podríamos decir: nada está oculto.
Bien, nada está oculto y no hay duda de que la
respuesta está a la vista. No obstante, tenemos que mirar
para encontrarla, y descubriremos que la respuesta era
más compleja de lo que nos habíamos imaginado.
Podemos deducir de los capítulos previos que cualquier
entidad que sea una razón para la acción poseería ciertos
rasgos formales. Por ejemplo, su existencia y su actividad
tendrían que ser consistentes con la brecha. Esto es,
tendría que ser algo que pudiera motivar racionalmente
una acción de tal forma que un yo-agente pudiese actuar
de acuerdo con ella, aunque no causara la acción
mediante condiciones suficientes. Además, parece que
tendría que tener un contenido que estuviese lógicamente
relacionado de ciertas formas específicas con los
contenidos de una intención previa y de una intención-en-
la-acción (cada una de ellas con dirección de ajuste
ascendente) para las cuales es una razón. ¿Pero cómo
exactamente? Todo esto resulta bastante impreciso, y
pienso que no podremos decir nada muy significativo
hasta que no allanemos el terreno prudentemente. Así que
comencemos preguntando ¿cómo puede algo ser una razón
para algo y, en cualquier caso, qué es una razón para algo?
Un buen modo de comenzar es fijarnos en el uso corriente
de las oraciones que contienen la palabra “razón” y
términos afines tales como “explicación”, “por qué” y
“debido a”. El proyecto inicial es preguntar ¿conforme a
qué condiciones un enunciado E enuncia una razón R para
un fenómeno F? Cuando tengamos la respuesta a eso
podremos entonces dar el siguiente paso, consistente en
preguntar ¿conforme a qué condiciones E enuncia R para
que una persona posea un estado intencional, tal como una
creencia o un deseo? Y, ya que las intenciones previas y
las intenciones-en-la-acción son estados intencionales, si
podemos responder a la pregunta sobre los estados
intencionales en general, dicha respuesta posiblemente
nos guíe hacia la respuesta sobre los casos particulares en
los que se tiene la intención de hacer algo. Y esa
respuesta, si es que llegamos a obtenerla, sería ya una
respuesta a la pregunta “¿conforme a qué condiciones E
enuncia una razón R para que un agente Y realice un acto
A?”, ya que una razón para tener la intención de hacer algo
o para intentar hacerlo es, si las circunstancias se
mantienen, una razón para hacerlo.
Una razón es siempre una razón para un agente, por
lo que parece que estamos intentando completar el
siguiente bicondicional:
Un enunciado E enuncia una razón R para que un
agente Y realice un acto A si y sólo si...
Pero incluso esta formulación parece dejar
demasiada holgura, en primer lugar, porque no distingue
entre buenas y malas razones, entre aquellas razones que
son racionalmente aceptables y aquellas que no lo son. En
segundo lugar, porque nuestra explicación de las razones
ha de distinguir, cosa que esa formulación no hace, entre
aquellas razones que se le presentan disponibles al agente
y aquellas que no. Se puede tener una buena razón para
hacer algo sin conocerla. Por ejemplo, durante mucho
tiempo la gente tenía una buena razón para no fumar —
fumar provoca cáncer— sin saber que la tenían. Y, en
tercer lugar, el uso de la aparente expresión referencial
“acto A” es, en el mejor de los casos, engañoso, dado que
en el momento de planificar un acto futuro, aún no existe
tal acto y, de hecho, puede que nunca llegue a existir. Así
que una razón para una acción futura es una razón para
realizar un acto de un cierto tipo A. Probemos con una
formulación distinta del bicondicional:
Un agente racional Y considera correctamente que un
enunciado E enuncia una razón válida R para que Y realice
un acto del tipo A si y sólo si...
En este capítulo veremos más adelante que incluso
esta manera de formular la cuestión no es la acertada.
Como de costumbre, en filosofía el gran problema es dar
con la formulación correcta de la cuestión. Y, en lo que
ahora nos ocupa, seguimos dando tumbos.
Obsérvese que estos enunciados de razón son
relacionales según tres aspectos. Por un lado, cualquier
razón que se especifique es una razón para algo más. Nada
es una razón por sí mismo. Por otro lado, las razones para
la acción son relacionales por partida doble, puesto que
son razones para que un yo-agente realice una acción. Por
último, si las razones han de operar en la deliberación,
han de ser conocidas por el yo-agente. En resumen, para
operar en la deliberación, una razón ha de serlo para un
tipo de acción, ha de serlo para un agente, y ha de ser
conocida por dicho agente. Tales enunciados son
típicamente intensionales-con-una-s, puesto que no
permiten la inferencia de que aquello para lo que la razón
es una razón realmente exista. Se puede tener, por
ejemplo, una razón para realizar una acción que no se
acabe nunca realizando. Posteriormente diremos algo más
sobre la intensionalidad.

4.1. ¿Qué es una razón?


La noción de razón está hilvanada con, al menos, otras
tres nociones, y las cuatro sólo pueden entenderse juntas
formando una familia. Las otras nociones son “por qué” y
“debido a”, y “explicación”. Enunciar una razón es dar
una explicación o parte de una explicación. Las
explicaciones se dan como respuesta a la pregunta “¿Por
qué?”, y una fórmula apropiada para dar una razón es
“debido a...”. A la pregunta “¿Por qué es el caso que p?”,
la respuesta “Porque es el caso que q” da la razón de por
qué p, si es que q realmente explica, o explica
parcialmente, p. De ahí que todas las razones sean razones
“por qué”. Tanto “razón” como “explicación” son
nociones de logro en el sentido de que puede haber buenas
o malas razones/explicaciones, pero si una presunta
razón/explicación es en realidad bastante mala, de ninguna
manera logrará entonces ser ni una razón ni una
explicación.
“Debido a” es una conectiva oracional no-veritativo-
funcional. Conecta oraciones completas. “¿Por qué?”
también emplea frases enteras. El requisito de las
oraciones completas queda oculto por el hecho de que a
veces, en la gramática superficial de la oración, la
pregunta “¿por qué?” incluye una expresión o una frase
simple, y la respuesta “debido a” incluye un sintagma
preposicional. Pregunta: “¿Por qué ahora?”, o “¿Por qué
la barba?”. Respuesta: “Debido a Marta”, o “Debido a la
pereza”. Sin embargo, en todos estos casos hemos de
entender la expresión más corta como la abreviatura de
una oración completa. Por ejemplo, “¿Por qué te vas?”,
respuesta: “Porque Marta me necesita”. “¿Por qué te estás
dejando barba?”, respuesta: “Porque soy demasiado
perezoso para afeitarme”.
La sintaxis de las preguntas “¿por qué?” y de las
respuestas “debido a”, cuando se explica detalladamente,
requiere siempre una oración completa y no sólo un
sintagma nominal. Esta observación sintáctica supone dos
consecuencias semánticas. La primera es que la
especificación de explanans y explanandum ha de tener
un contenido proposicional completo, y la segunda es que
ha de haber algo fuera del enunciado correspondiente a
ese contenido. Los enunciados de razón son enunciados y,
por tanto, entidades lingüísticas, actos de habla con
ciertas clases de contenidos proposicionales, pero las
razones en sí mismas y aquello para lo que éstas son
razones no son típicamente entidades lingüísticas. Con
algunas importantes excepciones que enseguida
mencionaré, el enunciado de una razón sólo puede dar una
buena o adecuada explicación si tanto el enunciado de
razón como la oración que especifica lo que va a ser
explicado son, de hecho, verdaderos. Pero entonces, lo
que hace que el enunciado y la oración sean verdaderos
será algo independiente del lenguaje. Así, ante la pregunta
“¿Por qué el estado de California tiene más terremotos
que ningún otro estado?”, la respuesta “California es el
estado con más fallas sísmicas” puede ser una explicación
sólo si California tiene, efectivamente, más terremotos
que ningún otro estado, si es el estado con más fallas
sísmicas, y si esas fallas están causalmente relacionadas
con los terremotos. Hay un término general para describir
aquellos rasgos del mundo que hacen verdaderos a
enunciados u oraciones, o en virtud de los cuales
enunciados y oraciones son verdaderos, y ese término es
“hecho”. Una explicación es un enunciado o un conjunto
de enunciados. Pero una razón no es un enunciado ni un
conjunto de enunciados, y aquello para lo que la razón es
una razón tampoco es un enunciado ni un conjunto de
enunciados, sino que más bien, en los casos que hemos
considerado, el explanans y el explanandum son hechos.
Un hecho es una razón sólo en cuanto es un hecho para una
razón, y una razón es una razón para ese hecho sólo si se
halla en una relación de explicación con tal hecho[2].
Resulta entonces tentador pensar que todas las
razones son hechos. Sin embargo, ¿qué ocurre con los
casos en los que me equivoco respecto de los hechos pero
puedo aún ofrecer una explicación? Pregunta: “¿Por qué
llevas un paraguas?”. Respuesta: “Porque está lloviendo”.
Pregunta y respuesta cumplen el requisito del contenido
proposicional, pero supongamos que estoy equivocado y
no está lloviendo. No importa, hay una explicación
verdadera implícita en mi contestación. Al realizar mi
enunciado expresé la creencia de que está lloviendo, y
esa creencia puede ser una razón para mi acción incluso si
tal creencia es falsa. En tales casos podemos decir que el
hecho en el que yo creía es la razón de mi acción o que mi
creencia es la razón de mi acción. Además, puedo tener
una razón para realizar una acción que realmente no acabe
realizando nunca, pero si expongo la razón como una
explicación, entonces ésta puede ser una explicación de
mi intención de realizar la acción, incluso si la intención
nunca llega a realizarse. Lo que tales ejemplos sugieren es
que tanto las razones como aquello para lo que éstas son
razones pueden ser hechos del mundo o estados
intencionales tales como creencias, deseos e intenciones.
Por ejemplo, la explicación de por qué dije que
California tiene más fallas sísmicas puede ser que yo
creyera que tenía más fallas sísmicas. Y mi creencia
puede ser una razón para mi acción, al margen de que la
creencia sea verdadera. La condición formal para que una
entidad sea una razón es que ha de disponer de una
estructura proposicional y ha de equivaler a un enunciado
de razón[3].
Estos ejemplos sugieren la hipótesis de que todas las
razones son entidades proposicionalmente
estructuradas: pueden ser hechos del mundo, tales como
el hecho de que esté lloviendo, o pueden ser estados
intencionales proposicionales, tales como mi deseo de
no mojarme. Pueden ser también entidades
proposicionalmente estructuradas que no sean ni hechos
ni estados intencionales, entidades tales como
obligaciones, compromisos, requisitos o necesidades.
Este rasgo de la ontología de las razones explica el hecho
sintáctico de que los enunciados de razón requieran una
cláusula “que”, o alguna otra forma equivalente, que
expresará una proposición completa. No tenemos en
castellano ninguna palabra con la que nombrar a entidades
de este tipo. “Hecho” y “factivo” son demasiado
indicativos de la verdad como para designar a las
creencias, que pueden funcionar como razones para
alguien incluso cuando sean falsas, y a los hechos del
mundo. “Proposición” y “entidades proposicionalmente
estructuradas” resultan muy celosamente indicativos de
entidades lingüísticas e intencionales. Propongo usar el
viejo término gramatical “factitivo” (factitive) para
designar a las entidades que tengan una estructura
proposicional, ya sean estados intencionales, hechos del
mundo, o entidades que no sean ni lo uno ni lo otro, como
las obligaciones. Entenderé por “entidad factitiva”[4]
cualquier entidad que tenga una estructura proposicional,
una estructura especificada por una cláusula “que”. Todas
las razones son entidades factitivas o, para abreviar,
factitivos. De esta manera, el hecho de que esté lloviendo,
mi creencia de que está lloviendo, mi deseo de que llueva,
o mi necesidad de que llueva, pueden ser razones. Pero la
lluvia en sí no puede ser una razón. Lo que quiero
destacar aquí no es la simple cuestión de que todos los
enunciados tienen que expresar proposiciones, sino más
bien que la especificación de una razón es
fundamentalmente proposicional, y que la propia razón, la
propia entidad en sí misma, posee una estructura factitiva
o proposicional. En tales entidades factitivas se incluyen
no sólo hechos del mundo, como el de que esté lloviendo,
sino también creencias, deseos, necesidades,
obligaciones, compromisos y una multitud de otras
entidades factitivas.
Así, por ejemplo, ante la pregunta “¿Por qué llevas
un paraguas?” puedo dar los siguientes tipos de
respuestas:
1. Está lloviendo.
2. Creo que está lloviendo.
3. No quiero mojarme.
4. Tengo la obligación de hacerlo.
5. Necesito estar seco.
Todos estos enunciados especifican entidades
factitivas, en el sentido que he descrito. La primera, si es
verdadera, enuncia el hecho de que está lloviendo. Pero
creencia, deseo, obligación y necesidad son también
factitivos. Algunas razones representan otras entidades
factitivas. Así, una creencia representa un hecho del
mundo, pero la creencia puede ser una razón para algo
incluso si no es verdadera, o lo que es lo mismo, incluso
si no existe el correspondiente hecho del mundo.
¿Por qué las razones han de tener una estructura
factitiva? No lo sé. Mi conjetura es que se tiene que ser
capaz de razonar con razones, y sólo se puede razonar con
lo que posea una estructura proposicional.
Nuestra siguiente pregunta es: ¿qué hace a una
entidad factitiva ser una razón para algo distinto de ella?
Si contamos con lo que acabamos de decir, esto equivale
a preguntar: ¿según qué condiciones se halla tal entidad en
una relación de explicación con algo distinto de ella? Por
un lado, hay un género de entidades factitivas, las razones,
y, por otro, hay otro género de entidades factitivas que
necesitan explicación, el cual puede incluir hechos acerca
de casi todo, desde guerras hasta terremotos, y también
entidades factitivas como deseos, creencias, etc. Podemos
explicar los componentes de este segundo género
enunciando ciertos componentes del primero. ¿Y qué
rasgos de los componentes del primer género les permiten
explicar los componentes del segundo? La diversidad de
las relaciones de explicación se corresponde con la
indefinida diversidad de explicaciones que pueden darse
de los fenómenos (causales, lógicas, justificativas,
estéticas, legales, morales, económicas, etc.). ¿Qué hay de
común en todos estos fenómenos, si es que lo hay, más
allá del simple rasgo de ofrecer explicaciones? No lo sé,
y quizá no tengan nada en común. Podría parecer que las
explicaciones forman una familia, en el sentido de
Wittgenstein, creada por parecidos familiares. Hay un
número enorme de diferentes tipos de relaciones de
explicación, pero hay un elemento formal común que
aparece transversalmente en muchos de ellos, el elemento
de la modalidad: la familia modal incluye por qué algo
tenía que ser o tenía que ocurrir, o podía haber, o tenía
que haber, o debería tener que haber, ocurrido. La
relación de explicación incluye hacer que algo ocurra,
causar, requerir, hacer lo más probable, justificar, llevar a
cabo, hacer algo con el objetivo de o en aras de..., etc.
Pienso que la noción más primitiva de todas ellas es la de
hacer que algo ocurra, y que nuestras formas
paradigmáticas de explicaciones son las explicaciones
causales. La manera más común de hacer que algo ocurra
es causar que ocurra, y la manera más común de explicar
algo es especificar sus causas.
Puesto que el poder explicativo de los enunciados de
razón depende de cómo se describa la explicación de los
fenómenos, los enunciados de razón son no extensionales.
No se trata sólo de que la conectiva “debido a” sea no
extensional, sino de que la sustitutividad falla en los
enunciados de razón. Los enunciados de razón son, dicho
brevemente, intensionales-con-una-s no sólo respecto a la
generalización existencial, sino también respecto a la
sustitutividad.
Consideremos:
California tiene más terremotos que cualquier otro
estado debido a que California es el estado con más fallas
sísmicas.
Esto, junto con el enunciado de identidad:
El estado con más fallas sísmicas es el estado con
más estrellas cinematográficas,
no permite la inferencia:
California tiene más terremotos que cualquier otro
estado debido a que California es el estado con más
estrellas cinematográficas.
El fallo de sustitutividad* en tales enunciados de
razón es una consecuencia del hecho de que el poder
explicativo del enunciado depende de cómo se describan
los fenómenos en cuestión, depende de la forma que se les
dé o del modo de presentarlos. Si la especificación del
aspecto explicativo —en este caso, el aspecto
causalmente efectivo— no se mantiene bajo la sustitución
de expresiones correferenciales, entonces la verdad no se
mantendrá.
Hace años existían debates acerca de si las razones
son causas. Siempre pensé que esos debates eran confusos
debido a que no tenían en cuenta las obvias diferencias
gramaticales entre los enunciados de razón y los
enunciados causales. Las causas son típicamente
acontecimientos, mientras que las razones nunca son
acontecimientos. Se puede dar una razón enunciando una
causa, pero de ello no se sigue que la razón y la causa
sean lo mismo. Para aclarar esto, acudamos a un ejemplo.
1. ¿Por qué la autopista elevada de Oakland se
derrumbó?
Esta pregunta demanda una explicación y, por tanto,
una razón. Se responde normalmente especificando una
causa, por ejemplo:
2. El terremoto de Loma Prieta causó daños en los
cimientos.
(2) nos ofrece una razón apropiada y, por tanto, una
explicación. Lo hace especificando una causa del
derrumbamiento. El terremoto, el daño en los cimientos y
el derrumbe de la autopista son tres acontecimientos
causalmente relacionados. El terremoto causó el daño, y
el daño causó el derrumbamiento. (2) especifica esa
secuencia y, de ese modo, es una explicación del tercer
acontecimiento. El enunciado de la razón que enuncia los
hechos ofrece una explicación. La causa del
derrumbamiento es un acontecimiento, el terremoto. La
razón del derrumbamiento es el hecho de que hubo un
terremoto que dañó los cimientos. El enunciado del hecho
especifica la causa, pero la causa no es la misma entidad
que la razón.
Ya hemos avanzado algo, aunque no mucho: las
razones son entidades con una estructura factitiva.
Explicar es un acto de habla consistente en ofrecer
razones. El enunciado de una razón será explicativo sólo
si la propia razón se halla en una o más relaciones de
explicación con aquello para lo que es una razón. Bien,
incluso este pequeño avance nos ha revelado un
interesante resultado. Aunque el enunciado de una razón a
menudo especifica una causa, eso no significa que en tales
casos la causa sea idéntica a la razón, ya que las razones
son siempre entidades factitivas y las causas son
acontecimientos, no hechos.

4.2. Algunos rasgos especiales de las explicaciones


de los fenómenos intencionales

Cuando introducimos explicaciones de fenómenos


intencionales tales como acciones, creencias, deseos o
esperanzas, o como guerras, políticas económicas,
aventuras amorosas o novelas, introducimos un
componente nuevo, la racionalidad, y la demanda de
explicaciones racionales normalmente viene acompañada
de una demanda de justificación. Los fenómenos
intencionales están sujetos a las constricciones de la
racionalidad, y la demanda de explicación de un fenómeno
intencional —una creencia, un deseo, una acción, etc.—
normalmente equivale a pretender averiguar cómo éste es
racional y cómo se justifica. Es decir, cuando pedimos una
explicación preguntando “¿Por qué lo hiciste?”, “¿Por qué
crees eso?”, “¿Por qué esperas eso?”, “¿Por qué lo
quieres?” —así como “¿Por qué estás enamorado de
ella?”, “¿Por qué fuiste a la guerra?”, “¿Por qué bajaste el
tipo de interés?” o “¿Por qué escribiste esa novela?”—
estamos haciendo preguntas que no pertenecen sólo a la
familia “¿Qué hizo que eso ocurriera?”, sino también a la
de “¿Qué justificación hay para que eso ocurra?” y “¿De
acuerdo con qué razones actuaste?”. La racionalidad en
los fenómenos intencionales no es lo mismo que la
justificación, puesto que un estado intencional puede no
estar justificado sin ser por ello irracional. Podría
comprar acciones en bolsa por “un presentimiento” sin
que ese presentimiento justificase de ninguna manera mi
elección, pero mi acción no sería por ello necesariamente
irracional. La racionalidad y la justificación son nociones
normativas, pero la racionalidad abarca mucho más que la
justificación. En general, los estados intencionales
justificados son racionales, pero no todos los estados
intencionales racionales están justificados.
¿Por qué con la introducción de razones explicativas
de los fenómenos intencionales se introducen
automáticamente las categorías normativas de
racionalidad y justificación? Porque es constitutivo de los
fenómenos intencionales estar sujetos a tales normas.
Estar sujeto a criterios racionales de valoración es algo
interno y constitutivo de los fenómenos intencionales,
del mismo modo que ganar y perder son constitutivos de
juegos como el fútbol. No se tienen primero creencias,
esperanzas, deseos e intenciones, y después, de manera
externa a ellos, se introducen formas racionales de
valoración; más bien, tener creencias, etc., es ya tener
fenómenos que están sujetos a tales normas. Además,
diferentes formas de intencionalidad tienen sus propias
formas de normatividad. Por ejemplo, se supone que las
creencias son verdaderas, y por esa razón están sujetas a
constricciones especiales de racionalidad y justificación
que incluyen, por ejemplo, la evidencia, otras razones en
pos de la verdad, y la consistencia. La racionalidad
requiere que no se puedan sostener deliberadamente
creencias inconsistentes, si bien no requiere tal requisito
en el caso de los deseos: se puede racionalmente querer
que p y querer que no p.
Al igual que con cualquier otro fenómeno empírico
real del mundo real, pueden darse explicaciones causales
directas de los fenómenos intencionales que no tengan
nada que ver con la racionalidad ni con la justificación.
Por ejemplo, “Juan cree que es Napoleón debido a una
conmoción cerebral”. Tal explicación es una explicación
causal, pero no ofrece ninguna razón que justifique la
creencia de Juan o que muestre que ésta es racional. Nos
da la razón causal según la cual él tiene esa creencia, pero
no nos da su razón para mantener dicha creencia. La
peculiaridad de los fenómenos intencionales es que, en
virtud de su propia naturaleza, se hallan también sujetos a
las constricciones de la racionalidad, y parte de esas
constricciones les obliga a estar sujetos a la demanda de
justificación.
Todas las buenas razones explican, y toda
explicación consiste en dar razones. Esto ha de entenderse
muy bien. Se pueden tener razones que justifiquen creer
algo o haber hecho algo, a pesar de que el enunciado de
tal justificación no nos presente la razón por la que se
cree eso, o por la que se hizo eso. Las razones que
justifican mi acción y que, de ese modo, explican por
qué era la acción correcta a realizar, pueden no ser las
mismas que las razones que explican por qué, de hecho,
la realicé. De esta forma, si tengo que justificar mi voto a
favor de Álvarez, podría decir que estaba justificado a
votar por él porque era el candidato más inteligente. Pero
con eso no he respondido a la pregunta de por qué voté a
favor de él. Podría justificar mi voto diciendo que es el
candidato más inteligente, a pesar de que la razón de
acuerdo con la cual actué fuese que se trata de un antiguo
compañero de copas, lo cual nada tiene que ver con la
inteligencia. En tal caso, la justificación que puedo dar de
mi acción no llega a ser una respuesta a la pregunta “¿Por
qué lo hiciste?”. Veámoslo con un caso de mayor
gravedad. Muchas de las discusiones públicas acerca de
si Truman estaba justificado para lanzar la bomba atómica
no giraban en torno a las razones de acuerdo con las que
actuó, sino en torno a si el acto estaba justificado, si se
trataba de algo bueno, teniendo todos los factores en
cuenta. Todos los enunciados de razón son explicaciones,
pero lo que quiero subrayar es que la explicación de por
qué algo debía haberse hecho o es algo bueno que se
haya hecho no siempre es la misma que la de por qué de
hecho se hizo. En este libro nos ocupamos principalmente
de las explicaciones que explican por qué algo ocurrió, de
las explicaciones que enuncian las razones de acuerdo con
las que el agente actuó o actuará. Estamos interesados en
las justificaciones sólo en la medida en que explican
también por qué el agente actuó o actuará. Por
consiguiente, distinguiré entre justificaciones y lo que
llamaré “explicaciones justificativas”. La justificación no
siempre explica por qué algo de hecho ocurrió, pero una
explicación de lo ocurrido, ya sea justificativa o no, tiene
que explicar por qué eso ocurrió. Una subclase de
explicaciones que realmente lo son es, por tanto, la de las
explicaciones justificativas.
Hasta ahora hemos encontrado cuatro géneros de
explicación de los estados intencionales:
1. Explicaciones causales directas. Ejemplo: Juan
cree que es Napoleón debido a una conmoción cerebral.
2. Explicaciones de razón de por qué algo ocurrió.
Ejemplo: Juan votó a favor de Álvarez porque éste es su
antiguo compañero de copas.
3. Explicaciones justificativas. Ejemplo: Juan estaba
justificado a votar a favor de Álvarez porque éste era el
candidato más inteligente, y ésa es la razón por la que le
votó.
4. Justificaciones que no son explicaciones de por
qué el acto ocurrió. Ejemplo: Juan estaba justificado a
votar a favor de Álvarez porque éste era el candidato más
inteligente, a pesar de que esa no fuera la razón por la
que, de hecho, le votó.
Con todo esto presente, quiero señalar ahora un
punto crucial: la introducción de constricciones
normativas sobre las explicaciones de razón en cuanto a
por qué tuvo lugar algún fenómeno intencional no deja
fuera a las constricciones causales. Debido a la brecha,
las causas de las acciones y de muchos otros fenómenos
intencionales no presentan normalmente condiciones
suficientes, por lo que en una formulación más precisa
deberíamos decir: por lo que respecta a los fenómenos
intencionales, las constricciones normativas sobre la
explicación de por qué ocurrió una acción, por qué un
agente adoptó una creencia, por qué un agente formó un
deseo, por qué un agente se enamoró, etc., no eliminan
la constricción causal de que una explicación de por qué
el agente lo hizo ha de enunciar las razones que fueron
efectivas para dicho agente. Puede haber explicaciones
causales de fenómenos intencionales que no sean
racionales, pero no puede haber explicaciones racionales
sobre por qué ocurrió algún fenómeno intencional que no
incluyan la noción de eficacia causal. En el caso de las
acciones, el agente hace efectiva a una razón al actuar de
acuerdo con ella. En el caso de la creencia, el agente
adopta la creencia gracias a una razón que acepta. Y en el
caso de los deseos motivados, el agente forma el deseo
sobre la base de una razón. Así pues, por ejemplo, ante la
pregunta “¿Por qué has votado a favor del candidato
demócrata?”, alguien podría decir “Se trata simplemente
de una obsesión irracional que tengo. No puedo evitarlo,
fui siempre educado para votar a los demócratas”. Con
ello se está ofreciendo una explicación causal, pero no
una explicación racional y, mucho menos, justificativa. Sin
embargo, si alguien dice “Voté al candidato demócrata
porque ese partido apoyará más a los sindicatos, y yo
estoy comprometido con el apoyo a los sindicatos”, para
que tal explicación sea una explicación racional de su
acción, ha de ser también una explicación causal. El
agente actúa de acuerdo con la creencia y el compromiso.
Se pueden dar justificaciones no causales de los
fenómenos intencionales, pero en la medida en que la
justificación no enuncie una razón que sea causalmente
efectiva, no dará una explicación de por qué ocurrieron
esos fenómenos intencionales. Esto se aplica tanto a las
creencias, deseos y emociones, como a las acciones.
Para resumir: hasta ahora he hecho tres afirmaciones
significativas. La primera, todas las razones son entidades
factitivas que se hallan en una o más relaciones
explicativas con aquello para lo que son razones. La
segunda, los fenómenos intencionales están, además,
sujetos a ciertas constricciones normativas. Y la tercera,
si hemos de explicar por qué alguien hizo algo o por qué
posee ciertos fenómenos intencionales, esas
constricciones normativas no eliminan la constricción
causal. Las razones y la racionalidad, para ser
explicativas, han de funcionar causalmente (dejando
aparte ahora la brecha, claro). La peculiaridad de los
fenómenos intencionales es que admiten tanto
explicaciones causales no normativas como explicaciones
normativas. Pero las explicaciones normativas, a la hora
de explicar la existencia del fenómeno intencional, han
de ser asimismo causales. Los fenómenos no
intencionales, como los terremotos, admiten únicamente
explicaciones no normativas. Por ello, las justificaciones
de un fenómeno intencional no son siempre explicaciones
de por qué éste ocurrió. Así que, repitámoslo, tenemos al
menos cuatro géneros de casos. Uno, el de las
explicaciones causales no intencionales; por ejemplo, “Se
cree Napoleón debido a una conmoción cerebral”. Otro,
el de las explicaciones racionales sobre por qué ocurrió
algo que no están orientadas a la justificación. El tercero,
el de las justificaciones sobre por qué ocurrió algo que
explican también por qué eso ocurrió. Y el cuarto, el de
las simples justificaciones, que no explican por qué algo
ocurrió.

4.3. Razones para la acción y razones totales

Todo lo visto hasta ahora en este capítulo ha servido para


allanar el terreno. Ahora tenemos que concentrarnos en la
parte constructiva. El núcleo del argumento de este
capítulo se encuentra en este apartado, y para contar con
la máxima claridad voy a exponer el argumento en una
serie de pasos numerados. Comienzo con algunas de las
cuestiones que traté en los dos apartados anteriores.
1. Las razones son proposicionales y relacionales.
Para que una entidad sea una razón ha de tener una
estructura proposicional y ha de estar relacionada con
algo más que posea también una estructura proposicional
y para lo cual dicha entidad es una razón. De este modo,
todas las razones son razones únicamente en relación con
aquello para lo que son razones. Esta simple y gramatical
cuestión tiene la consecuencia de que, en lo que a la
intencionalidad se refiere, una razón es siempre una razón
para un estado intencional. Es una razón para creer una
proposición, una razón para tener un deseo, una razón para
formar una intención previa, o una razón para una
intención-en-la-acción, esto es, una razón para realizar de
forma efectiva una acción. En el caso especial de las
razones para la acción, una razón es también una razón
para que cierta persona realice un acto, y si la razón ha de
operar en la deliberación, tendrá que ser conocida por el
agente.
2. Las razones son entidades factitivas. Las razones
para mi acción pueden ser hechos del mundo, como el de
que esté lloviendo, pueden ser estados intencionales con
una estructura factitiva, como las creencias y deseos, o
pueden ser entidades factitivas del mundo, como los
deberes, obligaciones y compromisos, los cuales tienen
dirección de ajuste ascendente.
3. Hemos de diferenciar las razones externas de las
internas. Una razón externa, con mi terminología, es una
entidad factitiva del mundo que puede ser una razón para
un agente, incluso si éste no conociera tal entidad, o
incluso si tuviera conocimiento de ella pero rehusara
reconocerla como una razón. Así, el hecho de que esté
lloviendo, o el de tener una obligación, son razones
externas. Para que una razón externa opere en la
deliberación efectiva, ha de estar representada por algún
estado intencional interno del agente. El agente cree que
está lloviendo, o el agente reconoce su obligación. En una
situación racional ideal, hay un ajuste entre las razones
internas y las externas, puesto que en la medida en que
haya razones externas que jueguen un papel en la
deliberación, estarán representadas como razones internas
en la mente del agente. La deliberación del agente sólo
puede operar según razones internas, pero las razones
internas suelen ser razones válidas únicamente porque
representan razones externas. Por ejemplo, si decido
llevar un paraguas porque creo que está lloviendo, mi
creencia es una razón interna, pero es una razón válida
únicamente si se corresponde con una razón externa, sólo
si está, efectivamente, lloviendo.
4. Una razón para una acción sólo es una razón si es
una razón total o es parte de una razón total. Dije que las
razones para la acción son relativas al menos de tres
maneras, pero hay una cuarta manera que requiere
igualmente nuestra atención: un enunciado es un enunciado
de una razón para la acción sólo en la medida en que está
sistemáticamente relacionado con otros ciertos
enunciados. Esto puede apreciarse acudiendo a algún
ejemplo. Mi razón para llevar un paraguas es que creo que
va a llover. Pero mi razón sólo es una razón porque es
parte de una razón total que incluye cosas tales como mi
deseo de no mojarme y mi creencia de que si llevo un
paraguas no me mojaré.
Una razón total es un conjunto de entidades
factitivas. Pueden ser creencias, deseos o hechos
del mundo, como el hecho de que esté lloviendo, o
el de tener la obligación de ir a Salamanca. Así que
en respuesta a la pregunta “¿Por qué llevas un
paraguas?”, puedo decir algo como “Va a llover”,
“Creo que va a llover” o “No quiero mojarme”.
5. Una razón total podría ser, en principio,
completamente externa. Por ejemplo, alguien podría tener
una razón para tomar cítricos sin disponer de ninguno de
los estados intencionales pertinentes. Supongamos que es
un hecho que los cítricos contienen vitamina C; la
vitamina C previene el escorbuto; el escorbuto es una
enfermedad terrible. Todo esto podrían ser los elementos
de una razón total para tomar cítricos, incluso para quien
no supiera nada sobre ninguno de ellos o para quien se
mostrase indiferente ante la enfermedad.
¿En qué sentido puede decirse que una razón
total completamente externa es una razón para un
agente si no pudiera de ningún modo motivar al
agente? La respuesta es que el poder motivacional
de una razón externa se define de manera
contrafáctica*: si el agente tuviera los
conocimientos adecuados, es decir, si conociera
cuáles son sus necesidades de salud, si supiera
cómo satisfacerlas, entonces, si fuese racional, las
reconocería como razones para la acción. Así que,
aunque existe un ajuste ideal entre las razones
externas y las internas, nos sigue haciendo falta
distinguir entre ambas. Un agente perfectamente
racional podría actuar racionalmente de acuerdo
con una creencia racionalmente justificada que
resultara ser falsa, y un hecho del mundo podría ser
una convincente razón para que un agente actuase,
incluso cuando éste no tenga conocimiento del
hecho en cuestión, o sí lo tenga pero se negara a
reconocerlo como una razón.
6. Para operar en la deliberación racional, y en los
procesos racionales que conducen a la acción, todo
elemento de una razón total externa ha de ligarse a un
elemento interno. Es decir, los hechos que constituyen la
razón externa han de ser creídos, conocidos, reconocidos,
o de cualquier otra manera aceptados, por el agente en
cuestión. Así, una necesidad para la salud, una obligación,
o el hecho de que esté lloviendo, sólo pueden operar en la
deliberación que motiva una acción si el agente en
cuestión cree, o de cualquier otra manera reconoce, el
hecho del que se trata. Que vaya a llover puede ser para
mí una razón para llevar un paraguas, al margen de que yo
conozca el hecho de que va a llover. Pero tal hecho sólo
puede jugar un papel en mis deliberaciones si soy
consciente del mismo. Además, la creencia de que va a
llover desempeñará el mismo papel en mi deliberación
sea o no verdadera tal creencia. Esto hace que parezca
que lo que realmente importa no sea el hecho en sí, sino la
creencia. Pero eso es un error. La creencia ha de
responder a los hechos. Es más, en algunos casos la
racionalidad puede requerir una creencia antes que otra.
Si miro por la ventana y veo que está lloviendo, sería
irracional por mi parte, si ninguna circunstancia cambia,
que me negase a creer que está lloviendo.
Podría parecer que estamos aquí bajo la
amenaza de un regreso al infinito: la racionalidad
requiere la creencia, pero la adquisición de la
propia creencia requiere racionalidad. ¿Por qué
esto no nos aboca a un regreso al infinito?
7. Para mostrar por qué estos casos no nos llevan a
un regreso al infinito, necesito introducir el concepto de
racionalidad reconocedora. La racionalidad puede
requerir que, bajo ciertas condiciones epistémicas, hechos
del mundo tales como haber contraído una obligación,
tener una cierta necesidad, o encontrarse a expensas de
algún tipo de peligro, etc., sean simplemente reconocidos
por el agente, a pesar de no existir ningún proceso
racional ni ninguna actividad de deliberación que
conduzca al resultado racional. La adquisición de un
estado intencional racional no siempre requiere un
proceso racional de deliberación ni, en realidad, ningún
otro proceso en absoluto.
Podemos ver que estas adquisiciones son
racionales contrastándolas con sus denegaciones
irracionales. Efectivamente, una forma común de
irracionalidad es la llamada “denegación”, en la
que el agente niega persistentemente algo yendo en
contra de una aplastante evidencia. Por ejemplo,
tuve una vez un amigo que era alcohólico. Durante
mucho tiempo se negaba persistentemente a admitir
que lo era. Él tan solo pensaba que le gustaba beber
un poco más de lo que le gustaba al resto. Otros
ejemplos son casos en los que las personas
simplemente rehúsan reconocer las obligaciones
que han contraído, o rehúsan creer que han sido
traicionados, o que se encuentran en peligro. El
meollo de tales ejemplos es que las actitudes
irracionales son desviaciones respecto del simple
reconocimiento racional de los hechos. Pero el
reconocimiento racional de los hechos no requiere
necesariamente deliberación. Puedo simplemente
mirar y ver que un camión se está abalanzando
sobre mí, o mirar por la ventana y ver que está
lloviendo. En ambos casos reconozco que tales
hechos me proporcionan razones para la acción.
Así que la racionalidad requiere, en casos de este
tipo, que yo crea que está lloviendo o que un
camión se está abalanzando sobre mí, pero no tengo
que emprender un proceso de deliberación racional
para llegar a esas conclusiones racionales. Muchas
razones internas se basan en el reconocimiento
racional de una razón externa. El reconocimiento
racional de una razón externa en muchos casos no
requiere ninguna deliberación adicional. En la
racionalidad reconocedora no hay por qué proceder
necesariamente paso a paso.
8. El conjunto de elementos factitivos que constituyen
una razón total ha de contener al menos un elemento que
tenga la dirección de ajuste mundo-a-mente. Llamemos
“motivadores”* a estos elementos que poseen la dirección
de ajuste mundo-a-mente y que son al menos
potencialmente capaces de operar en las razones totales:
toda razón total ha de contener al menos un motivador.
¿Por qué? Porque en la deliberación sobre las acciones, la
racionalidad se encarga de encontrar modos de satisfacer
motivadores. El argumento más simple con el que afirmar
que una razón total ha de contener al menos un motivador
es que una razón total ha de ser capaz de motivar
racionalmente a un agente. Una razón total tiene que
proporcionar un fundamento racional para una intención
previa de realizar la acción o para una realización
intencional de la acción. Para conseguirlo, ha de existir
alguna entidad en la razón total que tenga la dirección de
ajuste mundo-a-mente, y que proporcione el fundamento
para la dirección de ajuste mundo-a-mente de la intención
previa y de la intención-en-la-acción.
Cuando el motivador sea un hecho
epistémicamente objetivo del mundo, como el de
que un agente tenga ciertas necesidades o ciertas
obligaciones, el motivador externo sólo podrá
operar en la deliberación si se reconoce como tal
por el agente. Y, por repetir lo que indiqué en el
apartado anterior, la racionalidad reconocedora
puede requerir que el agente reconozca al
motivador como tal motivador. Quien se niega a
reconocer que hay un camión que se le echa
encima, situándole en una situación de grave
peligro físico es, en lo que a eso respecta,
simplemente irracional, incluso aunque no haya
pasado por un proceso de deliberación. Pero lo
decisivo en esta discusión es que para que los
motivadores externos operen en la deliberación han
de ser reconocidos como tales por el agente.
Los motivadores pueden ser externos o
internos. Los deseos, por ejemplo, son motivadores
internos, y las necesidades y obligaciones son
motivadores externos. Sin embargo, los
motivadores externos, repito, sólo pueden operar
en la deliberación en la medida en que se
representan como motivadores internos. Una razón
total interna para la acción ha de contener al menos
un motivador reconocido.
9. El requisito de que el razonamiento contenga un
motivador es verdadero para la razón teórica y para la
práctica. Supongamos entonces que creo que p y que si p
entonces q. ¿Qué tiene todo eso que ver con mi aceptar,
reconocer o creer que q? Si las creencias son sólo objetos
neutros, conjuntos de relaciones causales acordes a una
teoría en boga (aunque equivocada), entonces ¿por qué yo,
este yo, debería preocuparme de q? La respuesta es que
una creencia es un compromiso con la verdad. Y cuando
tengo una creencia estoy comprometido con todas sus
consecuencias lógicas. A su vez, un compromiso es un
motivador externo independiente-del-deseo, el cual tiene
la dirección de ajuste mundo-a-mente. Ésta es la auténtica
razón por la que no hay distinción de principio en este
aspecto entre la razón práctica y la teórica. La razón
teórica es aquella rama de la razón práctica que se ocupa
de las razones para aceptar, reconocer, creer y aseverar
proposiciones.
10. La lista de los motivadores a primera vista
parece desalentadoramente heterogénea. Incluye
motivadores internos como deseo, esperanza, temor,
vergüenza, orgullo, indignación, honor, ambición, amor y
odio, por no mencionar hambre, sed y placer. E incluye
motivadores externos como necesidades, obligaciones,
compromisos, deberes, responsabilidades y requisitos.
Obsérvese que ambos conjuntos de motivadores son
factitivos en el sentido que expliqué anteriormente.
11. Los motivadores externos son entidades factitivas
del mundo. Conforme a las descripciones que los
identifican como motivadores externos, las descripciones
dadas en términos como “necesidad”, “obligación”,
“compromiso”, “requisito”, “deber”, etc., son siempre
relativos-al-observador. Únicamente en relación con la
intencionalidad humana algún estado de cosas del mundo
puede identificarse, por ejemplo, como una necesidad
para la salud. La relatividad del observador implica
subjetividad ontológica, pero no implica necesariamente
subjetividad epistémica. Lo que esto quiere decir es que
la ontología de los fenómenos relativos-al-observador
incluye siempre alguna referencia a la intencionalidad de
los observadores en cuestión. Por consiguiente, la
ontología es subjetiva. Sin embargo, resulta del todo
posible que los enunciados acerca de entidades
ontológicamente subjetivas posean objetividad
epistémica. Puede ser un hecho objetivo que yo tenga una
cierta necesidad para mi salud, aunque su identificación
como “necesidad” sea relativa-al-observador.
Estamos ante un aspecto importante, así que lo
desgranaremos con un ejemplo. Supóngase que
tengo un cierto nivel de vitamina C en mi cuerpo.
Esto es no es más que un hecho en bruto,
independiente-del-observador, sobre mí mismo.
Pero supóngase que dicho nivel resulta insuficiente
para prevenir alguna enfermedad, por lo que
(a) Necesito más vitamina C.
Ahora bien, ¿qué hecho se corresponde con la
afirmación de que necesito más vitamina C? ¿Qué
hechos son constitutivos de ese hecho? Los hechos
en bruto del mundo son cosas tales como que tengo
un cierto nivel de vitamina C en mi cuerpo, que mi
cuerpo tiene ciertos procesos causales y que el
nivel de vitamina C es insuficiente para mantener
esos procesos. Juntos, estos hechos constituyen la
necesidad y, bajo esa descripción de “necesidad”,
tienen la dirección de ajuste ascendente. Esto lo
muestra el hecho de que una necesidad puede
cumplirse o satisfacerse, pero no ser verdadera o
falsa. Una necesidad se cumple o se satisface si y
sólo si el mundo llega a ajustarse al contenido
proposicional de la necesidad. El hecho en bruto
del mundo de que tengo un cierto nivel de vitamina
C no tiene dirección de ajuste. Pero ese hecho es
suficiente para constituir un motivador relativo-al-
observador: necesito más vitamina C. Y bajo la
descripción “necesito”, el hecho es un motivador
capaz de operar como una razón para la acción.
El enunciado (a) enuncia un hecho que es una
razón para la acción. Esa razón es un motivador
externo, mi necesidad. Las necesidades son
relativas-al-observador. Sólo en relación a mi
salud o a mi supervivencia tengo una necesidad de
ese tipo. A pesar de que la necesidad sea relativa-
al-observador y, por tanto, ontológicamente
subjetiva, es un hecho epistémicamente objetivo
sobre mí que tengo tal necesidad, esto es, no es
simplemente un asunto de opinión que yo tenga esa
necesidad, es un hecho médico puramente objetivo.
12. Los motivadores independientes-del-deseo,
conforme a sus descripciones como motivadores, siempre
tienen la dirección de ajuste ascendente mundo-a-
motivador. Por ello, su reconocimiento según estas
descripciones, esto es, su reconocimiento como
motivadores, es ya su reconocimiento como razones para
la acción. El agente no tiene que, primero, reconocer una
obligación y, después, determinar que tiene una razón para
la acción, ya que reconocer algo como una obligación es
ya reconocerlo como un motivador en el sentido que
hemos explicado.
13. La racionalidad en la toma de decisiones incluye
al menos los siguientes tres elementos. En primer lugar, el
reconocimiento de los distintos motivadores, tanto
externos como internos, y una valoración de sus
respectivos pesos. Supongamos que prometo ir a tu fiesta
el próximo miércoles por la noche. Tengo la clara
obligación de ir a tu fiesta, y esa obligación es una razón
independiente-del-deseo que no tiene nada que ver con mi
deseo de ir a tu fiesta. Pero supongamos también que ir a
tu fiesta va muy en contra de mis intereses, que si lo hago
no podré cerrar un acuerdo comercial y perderé toda mi
fortuna. Este interés es un motivador externo opuesto con
cuyo peso también hay que contar. A menudo, los filósofos
morales sostienen, como Kant, por ejemplo, que si los
intereses egoístas se ven las caras con el deber, éste
siempre tendría que triunfar. Pero eso me parece
sencillamente ridículo. Hay muchos casos en los que tengo
una obligación menor, como la de ir a tu fiesta, y también
intereses muy fuertes que están en conflicto con tal
obligación. No veo ninguna razón por la que el motivador
independiente-del-deseo deba triunfar siempre.
En segundo lugar, ha de haber un correcto
reconocimiento y una correcta valoración de los
hechos no motivacionales que intervienen en el
caso. Por ejemplo, tengo que poder saber cómo voy
a ser capaz de cumplir todas mis distintas
obligaciones. ¿Me resulta incluso físicamente
posible cumplir todas las obligaciones con las que
me he comprometido? En líneas generales,
podemos dividir esos hechos no motivacionales en
dos clases. Aquellos que tienen que ver con la
relación “por-medio-de” y el “en” de la relación
“en-tanto-que”, en el sentido explicado en el
capítulo 2. En castellano corriente, estos hechos se
encargan de la manera de satisfacer los
motivadores y de lo que significa satisfacer los
motivadores. Llamémoslos, respectivamente,
efectores* y constituyentes*. Y de nuevo tenemos
que distinguir entre efectores y constituyentes
internos y externos. Un simple ejemplo aclarará
estas distinciones. Suponga que yo le debo algún
dinero (motivador externo). Suponga que yo lo sé
(motivador interno). Suponga que puedo saldar esta
deuda yendo en coche a su casa y dándole el dinero
(efector y constituyente externos). Suponga que yo
sé todo esto (efector y constituyente internos). Al
saber todo eso yo podría decidir ir a su casa y
darle el dinero (razón práctica).
Los efectores y los constituyentes internos son
siempre creencias. Son creencias sobre cómo hacer
algo causalmente (efectores), o sobre cómo hacer
algo significa hacer algo más (constituyentes). En
tanto que creencias, los efectores y los
constituyentes internos se hacen cargo de cómo son
las cosas en el mundo real. Tienen la dirección de
ajuste descendente. De este modo, son razones
válidas para la acción sólo en la medida en que se
correspondan con hechos reales del mundo. El
hecho de que pueda disparar el arma apretando el
gatillo es un efector externo. Por ello, si tengo una
razón para disparar el arma, tengo entonces una
razón para apretar el gatillo. El efector externo será
efectivo en mi razonamiento sólo si existe su
correspondiente efector interno, mi creencia de que
apretando el gatillo puedo disparar el arma.
Esta combinación de rasgos, la existencia de
los motivadores y el reconocimiento de los hechos
que intervienen en el caso, es lo que provoca la
ilusión de que, de alguna manera, todo
razonamiento es de medios-fines, o de creencia-
deseo. Los motivadores proporcionan los fines
(que se desean), y los hechos no motivacionales
proporcionan los medios (en los que se cree). Pero
esta perspectiva desdibuja la distinción entre
motivadores internos y externos y, en consecuencia,
desdibuja la distinción entre razones para la acción
dependientes-del-deseo e independientes-del-
deseo. El gran abismo que existe entre nosotros y
los chimpancés, en lo que a la razón práctica se
refiere, es que nosotros tenemos la capacidad de
crear, reconocer y actuar de acuerdo con razones
para la acción independientes-del-deseo. En la
historia de la filosofía occidental el gran
rompecabezas de la racionalidad ha sido siempre
el de ¿cómo es posible que un agente pueda ser
racionalmente motivado por una razón
independiente-del-deseo? Y es que si toda acción
es, en algún sentido, la expresión de un deseo de
realizar esa acción, ¿de dónde proviene entonces el
deseo si la razón de acuerdo con la cual el agente
está actuando ni es ella misma un deseo ni está
cimentada sobre otros deseos? ¿Cómo pueden las
razones independientes-del-deseo proporcionar
racionalmente el fundamento de un deseo? La
respuesta que el modelo clásico da a estas
preguntas es que el agente ha de tener algún deseo
primordial o de orden superior para actuar de
acuerdo con esas razones independientes-del-
deseo. Así que el agente ha de tener algún deseo
general de decir la verdad, de mantener sus
promesas, o de cumplir sus obligaciones. Pero esto
ha de ser una manera errónea de contemplar la
cuestión, puesto que implica que en casos en los
que el agente no tenga esos deseos de orden
superior, no tendrá razón alguna para decir la
verdad, cumplir sus obligaciones o mantener sus
promesas. Lo que necesitamos mostrar es cómo el
mero hecho de que un agente reconozca algo como
un enunciado, una promesa, u otra forma de
obligación, es ya la base de una motivación. ¿Cómo
es eso posible? La respuesta rápida es que todo
esto tiene la dirección de ajuste ascendente, y
reconocer que ciertas clases de entidades factitivas
poseen una dirección de ajuste ascendente y tienen
al agente como sujeto del contenido proposicional,
es ya reconocer una razón para actuar de acuerdo
con ese contenido proposicional. Discutiré este
asunto más detalladamente en el capítulo 6.
El tercer elemento en la toma racional de
decisiones, una vez articulada la razón total, es
valorar el conjunto de motivadores y de hechos no
motivacionales de tal manera que se llegue a una
decisión. Me parece que la teoría de la decisión
ofrece una explicación asombrosamente superficial
de esto porque supone que se tiene de antemano un
esquema de preferencias bien ordenado, y que tan
solo se trata de hacer estimaciones de probabilidad
sobre cómo alcanzar el nivel más alto de mi escala
de preferencias. Sin embargo, la auténtica
dificultad estriba en establecer dicho esquema de
preferencias. La mayor parte de las dificultades en
la deliberación racional estriba en decidir lo que
realmente se quiere, y lo que realmente se quiere
hacer. No se puede dar por sentado que el conjunto
de lo que se quiere está bien ordenado antes de la
deliberación. Además, no es cierto que todos los
motivadores se encuentren en un mismo nivel[5].
Según el modelo clásico, damos por hecho
que el conjunto de fines está dado antes de la
deliberación. Estos fines son, en general, algo que
el agente desea. La deliberación consiste entonces
en seleccionar los medios para esos fines, las
formas de satisfacer los deseos. En la mayoría de
las explicaciones se cuenta con que el conjunto de
los deseos es consistente. Según la explicación
contraria que yo propongo, todo esto es
irremisiblemente erróneo. La parte realmente
complicada de la razón práctica es la que se
encarga de determinar qué son los fines, para
empezar. Algunos de ellos son deseos, pero otros
son razones para la acción independientes-del-
deseo racionalmente convincentes. Para estos
fines, la razón es el fundamento del deseo, y no el
deseo el fundamento de la razón. Es decir, una vez
que alguien ve que tiene una razón para hacer algo
que, por otro lado, no quiere hacer, puede ver
también que debería hacerlo y, a fortiori, que
debería querer hacerlo. Y algunas veces, aunque
desde luego no siempre, ese reconocimiento nos
llevará a querer hacerlo.
Además, incluso después de haber
determinado los motivadores, las razones para la
acción, tanto las dependientes-del-deseo como las
independientes-del-deseo, el conjunto rara vez es
consistente. No puedes hacer todo lo que quieres
hacer, ni todo lo que deberías hacer. Así que hay
que disponer de algún modo de valorar la solidez
relativa de los motivadores. Pero incluso llegando
a resolver ese problema de manera racionalmente
satisfactoria, seguiría sin ser posible perfilar una
clara distinción entre fines y medios, ya que
algunos de los medios incluyen fines en sí mismos y
otros interfieren con otros fines. Por tomar el tipo
de ejemplo más sencillo, si uno de nuestros fines es
ahorrar dinero, descubriremos a la vez que el
medio de muchos de nuestros otros fines es gastar
dinero.
Quiero esclarecer todo esto en las páginas que
siguen, aunque voy antes a exponer algunos ejemplos.
4.4. Toma de decisiones en el mundo real

En un caso típico como el mío ahora, en el que intento


distribuir mi tiempo para escribir este libro, cuento con
una serie de motivadores en conflicto que intervienen en
el caso. Tengo la obligación de terminar este libro. Pero
tengo otros escritos pendientes que he de terminar antes.
Considero que esta obra es más importante, y he
prometido tener el manuscrito listo en una fecha
descabelladamente temprana. Mi obligación de escribir
este libro entra en conflicto con mi obligación de escribir
otros dos artículos pendientes para este mismo mes. Por
otro lado, tengo sólo una muy vaga idea de lo que he de
hacer con este manuscrito y algunos de los otros escritos
pendientes parece que serán más fáciles de terminar.
Espero que me paguen más por este libro que por los
artículos. Tengo también compromisos docentes y
familiares que tengo que cumplir incondicionalmente. Por
ejemplo, tengo que dar clases en mis cursos
universitarios, y tengo que aparecer por casa a la hora de
cenar. Hacer filosofía es gratificante, pero también lo son
multitud de otras cosas, y no puedo hacerlas todas.
Así es como funciona la razón práctica en la vida
real. Advirtamos que no puedo establecer perfilar una
clara distinción entre obligación y deseo, ni entre fines y
medios. Por lo general, no tendría esas obligaciones si no
hubiese querido tenerlas y si no quisiera hacer lo que me
obligan a hacer. Mis deseos dieron lugar a esas
obligaciones. ¿Escribir este libro es un fin o es un medio?
La respuesta es, en sentidos diferentes, tanto lo uno como
lo otro. Pero ¿cuál es la máxima de mi acción?, y ¿no
debería comprobar si puede ser pretendida como una ley
universal? De nuevo, puedo formarme muchas máximas
diferentes, unas universalizables, otras no, lo cual no
parece importar mucho. La idea de que para ser un agente
racional en ese caso tendría que tener primero un esquema
de preferencias bien ordenado y, a continuación, hacer
estimaciones de probabilidad sobre qué cursos de acción
maximizan mi utilidad esperada, resulta ridículamente
implausible.
No obstante, en todo este aparente caos intencional,
en realidad hay un cierto orden, y la aspiración de la
razón práctica es hacer más nítido y ampliar dicho orden.
Llegamos así al primer problema relevante: ¿cómo
pueden los hechos del mundo, tales como tener un bajo
nivel de vitaminas, o expresar ciertas palabras, constituir
un motivador racionalmente convincente? Bien, algunos
de esos hechos, bajo algunas descripciones, son ya
motivadores. De esta forma, cierta expresión es una
promesa y, por ello, la asunción de una obligación. Un
bajo nivel vitamínico es una deficiencia y, por ello, una
necesidad. La racionalidad reconocedora puede requerir
que reconozca mis deficiencias y necesidades según esas
descripciones y que, de ese modo, las reconozca como
motivadores. ¿Pero cómo? ¿No necesito ningún otro deseo
previo para cumplir mis obligaciones o para satisfacer
mis necesidades de salud? Dije antes que los principios
de la racionalidad reconocedora pueden requerir que
ciertos hechos externos sean reconocidos como
motivadores externos y, de esa manera, representados
como motivadores internos. Pero hay que decir algo más
sobre los principios de la racionalidad reconocedora.
Dije que no se daba ningún regreso al infinito, aunque
¿por qué no? ¿No se necesitaría un motivador para el
motivador? ¿Y no llevaría esto a otra clase de regreso al
infinito?
El hecho obvio de que sólo puedo embarcarme en el
razonamiento con lo interno a mi mente no es inconsistente
con la afirmación de que el reconocimiento de hechos
objetivos del mundo puede ser racionalmente requerido, a
la vez que puede proporcionar fundamentos racionales
externos para motivadores internos.

4.5. Construir una razón total: una prueba para el


modelo
clásico

Si admitimos entonces que una razón total ha de contener


estos tres tipos de elementos, ¿cómo construimos,
valoramos y actuamos de acuerdo con una razón total
exactamente? Quiero considerar un caso de la vida real,
puesto que ilustra la diferencia entre la postura que yo
propongo y el modelo clásico. Creo que el ejemplo que
voy a dar es un ejemplo de irracionalidad, si bien el
modelo clásico no puede describir su irracionalidad.
Cuando estaba impartiendo clases en Dinamarca
había una estudiante que fumaba una gran cantidad de
cigarrillos. Le indiqué que fumar era muy malo para su
salud. Sí, ella estaba de acuerdo, lo era. Bien, le dije
“¿Por qué sigues fumando entonces?” Me dijo que no se
preocupaba por su salud, que aceptaba sin ningún
problema morir mucho más joven de lo que podría, pero
que en ese momento quería fumar. En ese momento estaba
queriendo realmente hacer algo que sabía que tendría la
consecuencia de morir a los sesenta años. Le hice ver que
cuando tuviera sesenta años no querría morir a esa edad y
que se arrepentiría de haber fumado ahora. Ella estaba de
acuerdo en que sí, cuando tuviera sesenta años no querría
morir a esa edad y se arrepentiría de haber fumado a los
veinte, pero en ese momento, a la edad de veinte años,
cuando tenía que tomar la decisión, aceptaba sin ningún
problema morir a los sesenta años, y es que era en ese
momento cuando tenía que tomar la decisión de fumar o no
fumar.
El interés del caso reside en que ella estaba de
acuerdo con todos los hechos que yo le indiqué. Estaba de
acuerdo en que fumar probablemente la mataría a los
sesenta años, que según se fuese aproximando a esa edad
se arrepentiría de haber fumado, que llegado ese punto no
querría morir por haber fumado, sin embargo, a pesar de
todo, justo en ese preciso momento y lugar, al tener que
tomar la decisión de si fumar o no fumar, lo racional para
ella era fumar, ya que quería fumar justo en ese preciso
momento y lugar. Es decir, no reconocía que existiera
ningún tipo de irracionalidad. Al contrario, insistía en que
su conducta era completamente racional, que lo racional
para ella en ese momento era fumar.
De acuerdo con el modelo clásico, su acción era,
efectivamente, completamente racional. Sus creencias y
deseos le permitían conseguir la máxima satisfacción de
sus deseos, dadas sus creencias, al fumar. Es verdad que
podía tener algunos deseos ulteriores que no se
satisfarían, pero esos deseos no podían desempeñar papel
alguno en la toma racional de decisiones en la que se
encontraba inmersa en ese momento, ya que tales deseos
ni siquiera existían en ese momento. Además, no tenía en
ese momento deseos de segundo orden sobre aquellos
futuros deseos, los cuales le resultaban por completo
indiferentes. No pensaba “Desearé tal o cual cosa en el
futuro, así que deseo desearla ahora”. Los deseos futuros
que esperaba tener no desempeñaban para ella ningún
papel en absoluto.
Si acudimos a la versión de Williams del modelo
clásico, tendríamos que decir que nos encontramos ante un
caso de perfecta racionalidad, ya que ella actuaba sólo de
acuerdo con razones internas y las razones internas no
incluían ninguna preocupación sobre sus próximos
cuarenta años. Cualquier cosa que pudiera decirle para
alentarla a dejar de fumar tendría que apelar a una razón
externa, a algo que se hallara fuera de su presente
conjunto motivacional y, debido a ello, siguiendo el
modelo de Williams, eso no podría atribuírsele a su
racionalidad. Había, en términos de Williams, un “sólido
proceso de deliberación” desde su conjunto motivacional
existente hasta la actividad de seguir fumando, y no había
ningún sólido proceso de deliberación desde su conjunto
motivacional existente hasta la actitud de no fumar. En el
modelo clásico, el suyo era un caso de perfecta
racionalidad.
Pienso que con este caso se nos hace patente de
manera cristalina las limitaciones del modelo clásico,
puesto que se trata de un caso en el que alguien tiene que
tomar una decisión en el momento presente, y una decisión
racional requiere actuar de acuerdo con una razón
independiente-del-deseo. ¿Por qué era su conducta
irracional exactamente? No creo que se trate de algo
complicado. La irracionalidad se deriva del hecho de que
el mismo yo que toma la decisión es el que morirá a los
sesenta años. No basta con decir que en ese momento ella
no tenía deseos sobre sus deseos futuros y que, de hecho,
no tenía deseos sobre su futuro. El problema es que,
racionalmente hablando, debería haber tenido deseos
sobre su futuro, ya que con su conducta en el momento
presente ella está, a la vez, satisfaciendo y destruyendo
uno y el mismo yo. Obsérvese que no estoy afirmando que
la “gratificación postergada” sea siempre la elección
racional. Me resulta claro que hay algunos tipos de
satisfacción en el momento presente por cuyo logro
merece la pena arriesgar la vida. En un caso así, se puede
construir una razón total, para lo cual hay que poner en
una balanza la satisfacción presente y el riesgo de
suspensión de futuras esperanzas. Pero no es éste el caso.
En este caso no se compensaba la conveniencia de fumar
ahora con la no conveniencia de morir más tarde. La
cuestión es que, según el modelo clásico, la no
conveniencia de morir más tarde no cuenta en absoluto, ya
que no viene representada como parte del conjunto
motivacional.

4.6. ¿Qué es una razón para una acción?

Nuestra pregunta original, la de qué es una razón para una


acción, se ha transformado. Como hemos visto, una razón
para la acción es cualquier entidad factitiva que sea un
elemento de un conjunto que constituya una razón total.
Así que el objetivo del análisis es el concepto de razón
total. ¿Qué es entonces una razón total?
Una razón total para la acción ha de tener los
siguientes componentes. En primer lugar, ha de tener uno o
más motivadores racionales. ¿Qué hace a un motivador
ser racional? Formalmente hablando, se puede decir que
un motivador racional ha de ser un deseo racional o algún
motivador racional externo, como una obligación, un
compromiso, un deber, un requisito o una necesidad. Por
ejemplo, mi deseo de almorzar y mi necesidad de
vitaminas son motivadores racionales. Pero mi repentino
impulso de darle un mordisco a esta mesa no es un
motivador racional. Para operar en la decisión racional,
los motivadores han de ser reconocidos como tales por el
agente.
En segundo lugar, salvo en casos muy simples en los
que se pueda satisfacer el motivador realizando una
acción básica tal como levantar el brazo, una razón total
ha de incluir un conjunto de efectores y constituyentes.
Estas entidades factitivas tienen que hallarse en una
relación con los motivadores según la cual dichas
entidades generen de manera eficiente la satisfacción del
motivador (en tal caso se trata de los efectores), o
constituyan la satisfacción del motivador (en tal caso se
trata de los constituyentes). La deliberación racional
consiste entonces en valorar los motivadores prestando
atención a su validez y a los conflictos entre motivadores,
y en valorar los efectores y los constituyentes de tal forma
que se genere la satisfacción máxima de los motivadores
con el mínimo desgaste de otros motivadores a la hora de
satisfacer a los efectores y los constituyentes. Dicho en
castellano corriente, para pensar racionalmente sobre lo
que hacer, se tiene que determinar lo que realmente se
debería hacer y, a continuación, determinar cuál es la
mejor manera de hacerlo sin frustrar una multitud de otras
cosas que se quieren, o se deben, hacer.
Ahora podemos, a la luz de la discusión, retornar a
nuestra pregunta original del apartado I y reformularla así:
Un agente racional X considera correctamente que
un conjunto de enunciados E, compuesto por los
enunciados individuales e , e , e , ..., enuncia una
1 2 3

razón total válida para él mismo, con la que


realizar un acto del tipo A, si y sólo si:
1. Cada uno de los elementos de E, e , e , e , etc., es
1 2 3

verdadero, y es considerado por X como verdadero.


2. E incluye el enunciado de, al menos, un motivador
racional, y ese motivador racional es reconocido como tal
por X. Los motivadores racionales, como vimos
anteriormente, pueden ser externos o internos; pueden, por
ejemplo, ser deseos u obligaciones, pero si la obligación
ha de operar internamente, tiene que ser reconocida como
tal por el agente.
3. X considera que E no enuncia condiciones
causalmente suficientes para la realización de la acción A.
Aquí es donde se da la brecha. Para que X emprenda la
toma racional de decisiones, ha de suponer que tiene en
sus manos una auténtica elección.
4. X considera que alguno de los enunciados de E
enuncia efectores o constituyentes (o ambos) para los
motivadores.
5. La valoración racional de las relaciones entre los
motivadores en conflicto, y los diversos requisitos de los
efectores y los constituyentes, son suficientes para
justificar la elección de A como una decisión racional, una
vez que se ha tenido todo en cuenta, dado E.
Hasta aquí, esta caracterización es puramente formal.
No hemos dicho aún qué hace racional a un motivador, o a
qué se debe que la racionalidad reconocedora pueda
requerir que un agente haya de reconocer un hecho externo
como un motivador, o cuáles son los procedimientos
gracias a los cuales se supone que valoramos los distintos
motivadores, constituyentes y efectores, para llegar así a
una decisión racional. Retomaré algunas de estas
cuestiones en los próximos capítulos. No obstante,
formularé de antemano una advertencia: una teoría de la
racionalidad no nos dará por sí misma un algoritmo para
la toma racional de decisiones. Una teoría de la
racionalidad no nos dará un algoritmo para la toma
racional de decisiones más de lo que una teoría de la
verdad nos lo da para averiguar qué proposiciones son
verdaderas. Una teoría de la verdad nos habla de lo que
significa decir que una proposición es verdadera, y una
teoría de la racionalidad nos hablará de lo que significa
decir que una acción fue racional.
[1] Citado en Cullity, G. y Gaut, B. (eds.), Ethics and Practical Reason,
Oxford University Press, Oxford, 1997, pág. 53.
[2] Los entusiastas de los actos de habla (benditos sean todos ellos) se

preguntarán sin duda por qué no hago simplemente un análisis del acto de
habla de explicar. Después de todo, explicar algo es un acto de habla. La razón
es que tal análisis no nos ofrecería respuestas a las preguntas para las que
queremos respuesta en esta discusión. “Explicar” no nombra una fuerza
ilocucionaria separada. Las explicaciones son típicamente conjuntos de actos
de habla asertivos, pero para que sean auténticas explicaciones han de ser
verdaderas y los hechos que las hacen verdaderas han de hallarse en
relaciones de explicación con aquello que supuestamente explican. Así, ningún
análisis de los actos de habla responderá por sí mismo a las preguntas a las que
necesitamos dar ahora respuesta.
[3] Para una interesante defensa de la tesis de que todas las razones son

hechos, véase Raz, Joseph, Practical Reason and Norms, Hutchinson,


Londres, 1975, cap. 1. [Edición en castellano: Razón práctica y normas,
Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1991].
[4] “Factitive” es un término de la lengua inglesa usado en gramática
para caracterizar ciertos verbos que necesitan tomar como su complemento un
objeto o una proposición; ver, saber o pensar son ejemplos típicos. Existe
también en castellano el término “factitivo” que, de acuerdo con el
Diccionario de la Real Academia Española, se dice “del verbo o perífrasis
verbal cuyo sujeto no ejecuta por sí mismo la acción (sic), sino que la hace
ejecutar por otro u otros”. Dado que Searle introduce por estipulación el
término “factitive” con un significado especial, lo traduzco por “factitivo”,
advirtiendo que ello conlleva que dicho término ha de tomarse aquí sólo con el
significado que se le estipula [nota del traductor de la primera edición].
[5] Hay una anécdota que se cuenta sobre un reconocido teórico de la
decisión. Se le ofreció un interesante puesto de trabajo en otra universidad, el
cual le resultaba tentador, aunque estaba sumamente comprometido con la
universidad en la que estaba trabajando. Fue a discutir con un amigo si debía
aceptar o no. Su amigo le hizo ver que ya que él era un famoso teórico de la
decisión, debía ser capaz de aplicar su teoría de la decisión para tomar esa
decisión. Lo que su amigo no sabía es que la teoría de la decisión, en su mayor
parte, sólo se aplica después de que las partes complicadas de la decisión ya
han sido tomadas.
Capítulo V
Algunos rasgos especiales de la razón
práctica: altruismo fuerte como requisito
lógico
5.1. Razones para las acciones

He venido insistiendo en que en la investigación de la


racionalidad deberíamos concentrar nuestra atención en el
razonamiento como una actividad en la que toman parte
los yoes efectivos, en lugar de centrarnos en la
racionalidad como un conjunto abstracto de propiedades
lógicas. Si lo hacemos, seguramente en cualquier
actividad del razonamiento nos encontraremos con una
colección de fenómenos intencionales y con un yo que
trata de organizarlos para producir así otro estado
intencional como producto final. En la razón teórica, el
producto final es una creencia o la aceptación de una
proposición; en la razón práctica, es una intención previa
o una intención-en-la-acción. Una consecuencia del
análisis de la intencionalidad de la acción que mostré en
el capítulo 2 es que las acciones tienen contenidos
intencionales. Así que no resulta en absoluto misterioso
que las acciones puedan ser el resultado de un proceso de
razonamiento. Al igual que la razón teórica concluye en
una creencia o en la aceptación de una proposición, la
razón práctica concluye en una intención previa de actuar
o en una acción efectiva (la cual tiene el contenido
intencional de una intención-en-la-acción). A menudo,
aunque no siempre, éstas vienen precedidas por la
formación de un deseo secundario. Por ejemplo: miro
fuera y llego a la conclusión de que va a llover. Dado mi
deseo primario de no mojarme y otras de mis creencias,
me formo el deseo secundario de llevar mi paraguas, la
intención previa de llevar mi paraguas, y salgo de casa
llevando un paraguas. Cada uno de estos últimos tres
pasos, incluyendo la acción misma, tiene un contenido
intencional motivado por los pasos previos. He oído a
algunos mofarse de la aparentemente pintoresca
afirmación de Aristóteles de que una acción puede ser la
conclusión de un “silogismo práctico”*. Aristóteles estaba
en lo cierto, los que se mofaban eran los equivocados.
He estado subrayando en qué sentido la razón teórica
es un caso especial de la razón práctica: decidir qué
creencias aceptar o rechazar es un caso especial de
decidir qué hacer. Aunque tanto la razón teórica como la
práctica conducen a una brecha en la que el agente
simplemente tiene que actuar, las razones para actuar son,
en muchos aspectos, diferentes de las razones para creer.
Las razones para creer admiten una prueba concluyente,
mientras que no es así en el caso de las razones para
actuar. Esto es una consecuencia de la diferencia en la
dirección de ajuste. En este apartado pretendo examinar
alguno de los rasgos especiales de las razones para la
acción y sus consecuencias para la razón práctica. ¿Qué
hay de especial en las razones para la acción? ¿Cuál son
las diferencias entre las razones para hacer algo y las
razones para creer o aceptar algo? En ambos casos
tenemos un conjunto de contenidos intencionales con las
direcciones de ajuste ascendente y descendente. Los
elementos con dirección de ajuste descendente se supone
que son verdaderos, por lo que se hacen cargo de los
estados de cosas del mundo. ¿Qué tipo de elementos
tenemos con dirección de ajuste ascendente y de qué se
hacen cargo? En el caso de la razón teórica, la respuesta
es relativamente fácil. Tener una creencia es estar
comprometido con su verdad, de tal modo que si estoy
realizando algo en el seno de la razón teórica sobre la
base de mis creencias, estoy comprometido con la verdad.
El compromiso tiene la dirección de ajuste mundo-a-
mente o ascendente, y el compromiso con la verdad
proporciona una razón para la aceptación de las
proposiciones verdaderas. Decir que algo es verdadero
implica que debería ser creído. Para expresarlo más
detalladamente: supóngase que quiero saber si creo que p.
Supóngase que tengo una prueba concluyente de que p es
verdad. Ya que la creencia conlleva un compromiso con la
verdad y que el compromiso tiene la dirección de ajuste
ascendente, yo debería creer (aceptar, reconocer o
admitir) que p.
Tanto la razón práctica como la teórica están sujetas
a constricciones racionales, pero las razones para la
acción poseen algunos rasgos especiales adicionales. En
primer lugar, las razones para la acción tienen un género
de estatus de primera persona que las razones para creer
no tienen. Las razones para creer tienen típicamente la
forma de evidencia o prueba de la verdad de la
proposición que se cree, y la verdad es impersonal. La
verdad es una razón para que alguien crea. Sin embargo,
por lo que respecta a la acción, incluso si la razón es una
razón para alguien, las razones para la acción han de
apelar todavía a algo interno o de primera persona, algo
que no ocurre con las razones para creer. Una vez que se
ha establecido la verdad no hay ninguna cuestión
adicional en cuanto a si debería ser creída, puesto que
tener la creencia de que p es verdadera ya es tener la
creencia de que p. Pero debido a la diferencia en la
dirección de ajuste entre creencia e intención, no hay nada
análogo a la verdad en el caso de las razones para actuar.
En la razón teórica, las razones correctas nos facilitan una
creencia que es verdadera. En la razón práctica, las
razones correctas nos facilitan una intención que es...
¿qué? No hay ningún x tal que la intención sea a x lo que
la verdad es a la creencia. Todo el mundo tiene una razón
para buscar su autoconservación, prosperidad, autonomía,
y todo un amplio conjunto de otras metas deseables. Pero
nada de esto se halla en relación a la acción como la
verdad se halla en relación a la creencia, ya que en todo
caso la meta ha de estar representada por los contenidos
intencionales del agente como una meta separada. En el
caso de la creencia, la meta de la verdad está incorporada
en la creencia. Ninguna meta está incorporada en las
razones para actuar, en las intenciones previas ni en las
intenciones-en-la-acción.
En segundo lugar, las razones para actuar mantienen
una relación especial con el tiempo, distinta a la que
mantienen las razones para creer. Las razones para actuar
siempre miran hacia delante, y esto es cierto incluso en
casos en los que damos razones sobre por qué un agente
actuó como lo hizo en el pasado. Una presente razón para
actuar es siempre una razón por la que un yo realiza una
acción ya sea ahora o más adelante. Una pasada razón
para actuar fue una razón en el pasado por la que un yo
realiza esa acción en ese momento o más adelante.
Hay un tercer punto relacionado con los dos
anteriores. Las razones para la acción han de ser capaces
de motivar una acción. Si la razón que se da es sobre por
qué se realizó una acción pasada, entonces la razón tiene
que haber funcionado causalmente en la realización de la
acción, ya que tiene que haber sido la razón de acuerdo
con la cual actuó el agente. Si la razón lo es de una acción
futura, entonces ha de ser una razón de acuerdo con la cual
puede actuar el agente. Pero decir esto es decir que la
razón es actual o potencialmente efectiva, ya que la noción
de actuar de acuerdo con una razón es, como vimos, la
noción de hacer efectiva a la razón con la realización de
la acción. En el capítulo anterior recalqué el rasgo
motivacional de las razones para sostener que toda razón
total ha de contener al menos un motivador.
¿Qué clases de factitivos pueden ser los
motivadores? La respuesta a esta pregunta ofrecida por el
modelo clásico es demoledoramente simple: todos los
motivadores son deseos, entendiendo “deseo” de manera
tan amplia como para incluir algo como las metas, fines u
objetivos del agente. La razón es y debería ser la esclava
de las pasiones. Los autores recientes son un tanto
confusos al mencionar lo que incluiría la lista de las
entidades motivacionales, y hablan generalmente de “pro-
actitudes” (un término inventado, según creo, por Patrick
Nowell-Smith)[1] y de “conjunto motivacional subjetivo”
(Williams)[2], si bien la idea general está bastante clara.
Sin algún tipo de estado psicológico interno semejante al
deseo, los procesos de razonamiento jamás podrían
producir una acción. Los chimpancés de Köhler sirven
como modelo. Sin el deseo nunca habrían pasado de
quedarse en el suelo.
¿Por qué confían tanto en este modelo los teóricos
clásicos? Bueno, su simplicidad es atractiva y hace que
sus rasgos sean formalizables de forma muy sencilla en
teoría de la decisión. Aunque hay también poderosas
razones filosóficas en su apoyo. En primer lugar, en la
vida real hay muchos casos así. Los más simples son
aquellos en los que la razón es simplemente una cierta
clase de deseo. “¿Por qué estás bebiendo agua?” Porque
estoy sediento. Otro tipo de caso es aquél donde hay algún
hecho que el agente cree que le llevará a la satisfacción
de su deseo. “¿Por qué estás bebiendo agua?” Porque me
quitará el dolor de cabeza. La historia completa es: quiero
que se me quite el dolor de cabeza, creo que beber agua
me quitará el dolor de cabeza, por tanto, quiero beber
agua. En tal caso, el deseo de beber agua es él mismo un
deseo motivado, motivado por otro deseo y por una
creencia acerca de cómo satisfacer ese deseo.
Otro argumento a favor del modelo clásico consiste
en que en la estructura de la deliberación efectiva la
conclusión ha de ser algún estado intencional semejante al
deseo, como un deseo secundario, una intención previa o
una intención-en-la-acción. ¿Y de dónde puede provenir
racionalmente ese estado si no es de un deseo anterior?
Sin un deseo o una pro-actitud como punto de partida, no
parece haber manera de que la deliberación pueda
concluir racionalmente en un deseo o en un estado
intencional semejante al deseo.
La objeción obvia a la afirmación del modelo
clásico de que sólo los deseos pueden motivar es que
existen muchas razones para la acción motivacionalmente
efectivas, tales como las obligaciones, que no son deseos.
“¿Por qué estás bebiendo agua?” “Porque estoy sujeto a la
obligación de hacerlo. Se lo prometí a mi esposa”.
El teórico clásico da la misma respuesta a todos
estos ejemplos. La obligación que uno tiene, por ejemplo,
es sólo una razón para la acción debido a que uno desea
cumplir con sus obligaciones. Uno de los puntos centrales
de desacuerdo entre mi concepción y el modelo clásico
reside precisamente en este tema. Según mi punto de vista,
la obligación es —o al menos puede ser— la razón para
un deseo efectivo (esto es, un deseo de acuerdo con el
cual actúa el agente), y no un deseo previo que funciona
como una razón en la eficacia de la obligación. Retomaré
este asunto en el siguiente capítulo.
Un cuarto rasgo de las razones para actuar es que si
la razón se toma como una razón para la realización de
una acción libre, no podrá ser considerada por el agente
como causalmente suficiente. Si éste piensa que no tiene
opción alguna, entonces no podrá pensarse a sí mismo
actuando libremente de acuerdo con una razón. En el caso
de las acciones humanas, debido al fenómeno de la
brecha, la razón puede ser una buena o adecuada razón sin
proporcionar condiciones causalmente suficientes para el
acto. Y, más importante aún desde el punto de vista del
agente, la razón no ha de ser vista como causalmente
suficiente. Como observé en capítulos anteriores, la
aplicabilidad del concepto de racionalidad en la toma de
decisiones presupone la libre elección. De hecho, para los
agentes racionales la libre elección es tan necesaria como
suficiente en la aplicabilidad de la racionalidad. La libre
elección implica que el acto es valorable racionalmente, y
la valoración racional implica libre elección. Podría
parecer que hay abundantes contraejemplos a esta
afirmación. “¿Qué sucede con el drogadicto que no puede
dejar de drogarse pero que, no obstante, es capaz de
ejercer la racionalidad al seleccionar los medios
racionales, en lugar de los irracionales, para satisfacer su
ansiedad?”. Pero incluso este caso apoya la idea general,
puesto que estamos suponiendo tácitamente que el
drogadicto puede elegir los medios para satisfacer su
irrefrenable deseo. Es decir, en la medida en que
consideramos que el agente actúa racionalmente estamos
suponiendo en esa medida que está haciendo elecciones
libres, incluso aunque el proyecto global de satisfacer su
adicción no sea una cuestión de libre elección para él y,
por lo tanto, caiga fuera del alcance de la racionalidad. La
brecha es un rasgo tanto del razonamiento sobre lo que
creer como del razonamiento sobre lo que hacer. No
obstante, juega un papel especial en el razonamiento sobre
lo que hacer, tal y como he intentado describir.
Así pues, para resumir: además de las dos
constricciones generales de racionalidad (junto con la
justificación), y de la brecha, las cuales se aplican a las
razones para creer y a las razones para hacer, hay al
menos tres rasgos especiales más en las razones para la
acción. Son, de forma especial, de primera persona, están
fundamentalmente dirigidas hacia el futuro, y son
fundamentalmente motivacionales en el sentido de que han
de ser capaces de motivar una acción. Por decirlo de
forma grandilocuente, llamemos a estas cinco condiciones
racionalidad, libertad, subjetividad, temporalidad y
causación.
¿Por qué debería mantenerse todo esto unido como lo
hace? ¿Por qué existen estas conexiones? En cierto modo,
no creo que sea una cuestión complicada. La racionalidad
es un fenómeno biológico. La racionalidad en la acción es
ese rasgo que capacita a los organismos, con cerebros lo
suficientemente grandes y complejos como para tener yoes
conscientes, a coordinar sus contenidos intencionales, de
manera que produzcan mejores acciones que las derivadas
de una conducta azarosa, del instinto, los tropismos, o
actuando según impulsos. Para lograr las ventajas
biológicas de la conducta racional, el animal tiene que
tener sus propios motivos conscientes (subjetividad),
algunos de los cuales tienen que mirar hacia adelante
(temporalidad), ser capaces de motivar la conducta real
en forma de movimientos corporales (causación), y
hacerlo conforme a la presuposición de libertad que opera
en la brecha (libertad). “Razón práctica” es el nombre de
esa capacidad de coordinación. Realmente, estos rasgos
no son lógicamente independientes: los dos primeros,
subjetividad y temporalidad, se siguen del tercero,
causación motivacional. Un motivo tiene que ser el motivo
de alguien (subjetividad) para actuar en el momento
presente o en el futuro (temporalidad).
La conexión entre la racionalidad y la brecha de
libertad es la siguiente: la racionalidad sólo se aplica
donde hay libre elección, ya que la racionalidad ha de
ser capaz de crear una diferencia. Si mis acciones están
real y completamente causadas por mis creencias y
deseos, de tal forma que yo realmente no pueda hacer otra
cosa, entonces no tengo elección, y la racionalidad no
puede generar diferencia alguna en mi conducta. Si estoy
bajo las garras de condiciones causalmente suficientes, no
habrá espacio para la deliberación y mi acción caerá
fuera del alcance de la valoración racional. Además, un
requerimiento de justificación sólo tiene sentido en
aquellos casos en los que al agente se le abren
posibilidades alternativas.

5.2. Construir un animal racional

Para ilustrar el papel y el carácter especiales de la razón


práctica, me gustaría presentar el siguiente experimento de
pensamiento. Imaginemos que alguien está diseñando y
construyendo un robot que sea un “animal racional”. El
meollo del experimento de pensamiento es ilustrar las
relaciones lógicas entre ciertos rasgos cruciales de la
existencia humana. Seamos lo que seamos, somos también
los productos, al menos metafóricamente hablando, de una
cierta clase de ingeniería. No creo que sea la ingeniería
divina de la historia creacionista, sino más bien, hasta
donde sabemos, la ingeniería “como-si”, metafórica y no
intencional, de los procesos evolutivos. En cualquier
caso, somos el resultado de un cierto conjunto de
procesos que han estado guiados por ciertos tipos de
necesidades de diseño. Dado que somos productos de
ingeniería, aunque sea sólo una ingeniería “como-si”, el
objetivo de que nos preguntemos cómo podrían diseñarse
seres racionales es el de averiguar qué hemos de incluir
en el diseño para averiguar qué se puede llegar a
conseguir a consecuencia de lo que se incluya. ¿Qué se
requiere como rasgo efectivo del diseño y qué se consigue
sin ese requisito? (Muchas de las preguntas en la historia
de la filosofía están recogidas, dicho sea de paso, en esta
pregunta). Debido a que la racionalidad no es ni una
facultad o módulo separado, sino más bien un rasgo
interno de otras capacidades cognitivas y volitivas, creo
que tendremos que acabar introduciéndola en el seno de la
mayoría de las facultades mentales humanas, aunque no en
todas, para poder contar así con una “máquina”
capacitada para la racionalidad.
El primer rasgo que ha de introducirse en el robot es
la conciencia. Se tiene que construir un cerebro en el
robot que tenga el poder que tienen los cerebros humanos
de causar y ser el asiento de estados de conciencia y
sensación internos, cualitativos, unificados y subjetivos.
Sin conciencia no se puede entrar en absoluto en el juego
de la racionalidad. Pero la conciencia perceptiva pasiva
no es suficiente. Se necesita la conciencia activa del
actuar. Esto es, se necesita construir un ser que sea capaz
de iniciar acciones conscientemente. Y, para ello, el robot
ha de tener intenciones y deseos. Esto es debido a que ha
de ser capaz de querer hacer aquello que intente hacer.
Así que, como mínimo, hemos de tener una máquina con
capacidad de percepción, acción y deseo. Además, si las
acciones van a ser acciones racionales, el robot tiene que
ser capaz de tomar parte en la deliberación. Este requisito
es una cuestión de mayor calado de lo que podría parecer
a primera vista. No veo cómo un robot pudiera tomar
parte en la deliberación sin poseer una muy buena parte
del aparato humano y animal de la intencionalidad. En
primer lugar, ha de tener la capacidad de almacenar
información en forma de recuerdos, y esta capacidad de
memoria será una fuente de creencias. En segundo lugar,
ha de tener la capacidad de coordinar tanto la dirección-
de-ajustadores descendente (creencias, percepciones,
etc.) como la dirección-de-ajustadores ascendente
(deseos, inclinaciones, etc.), en una corriente consciente
de pensamiento. Esto es, no basta contar con
percepciones, recuerdos, deseos e intenciones, el robot
debe también ser capaz de poner todo ese mecanismo a
trabajar en una secuencia consciente de pensamientos
deliberativos. Ha de ser capaz de pensar que debido a que
acontece tal o cual cosa, y a que quiere esto o lo otro,
tendrá que hacer tal acto y no otro, incluso realizando
tales reflexiones sin palabras. Para que pudiera disponer
de todo este aparato de intencionalidad ha de tener lo que
(en el capítulo 2) denominé el Trasfondo, un conjunto de
capacidades preintencionales que le capaciten a
interpretar y aplicar sus propios estados intencionales.
Por último, la corriente de pensamiento del robot ha de
ser capaz de culminar con decisiones y acciones
posteriores.
De esta forma, lo que hemos tenido que añadir al
robot después de otorgarle conciencia ha sido algo del
todo fundamental: el robot ha de tener fenómenos
perceptivos conscientes, fenómenos conativos conscientes
(deseos) y fenómenos volitivos conscientes (intenciones
previas e intenciones-en-las-acciones), y ha de tener una
capacidad para la deliberación consciente cuyo resultado
sean decisiones y acciones, con todo el mecanismo que tal
proceso deliberativo conlleva. Según mi manera de
describir el asunto, hemos construido ya las experiencias
de la brecha en el robot. Y al disponer de todos esos
rasgos ya tiene, como observé en el capítulo 3, un yo en el
sentido que describo. Empleando mi terminología, la
individualidad aparece sin más en cuanto se tenga un ser
intencional consciente capaz de emprender acciones libres
sobre la base de razones. Se nos plantea ahora de modo
inmediato una cuestión crucial. Una vez que el robot tiene
todo eso, ¿tiene ya el mecanismo necesario para la toma
racional de decisiones en su vertiente completamente
humana? No del todo. Hasta ahora no hemos construido un
robot humanoide sino, podríamos decir, un chimpancé
artificial. Para conseguir las facultades de la toma de
decisión humana necesitamos introducir otros ciertos
rasgos.
Una vez que se tienen estados y procesos mentales
conscientes e inconscientes, junto con una dirección-de-
ajustadores descendente (percepciones, recuerdos,
creencias, etc.) y ascendente (deseos, inclinaciones,
intenciones, etc.), y que se tiene la capacidad de coordinar
todo esto en una corriente de pensamiento consciente que
concluya con la toma de decisión, el siguiente elemento
imprescindible que hay que introducir en el robot es, sin
duda, el lenguaje. Es importante concretar exactamente
qué rasgos del lenguaje se requieren para constituir un
agente racional. Un animal no requiere lenguaje alguno
para tener estados intencionales simples como hambre o
sed, y no ha de tener siquiera un lenguaje para tomar
decisiones simples, ni necesita realmente un lenguaje para
emprender un razonamiento instrumental simple como el
que los chimpancés de Köhler llevaron a cabo. Sin
embargo, para disponer de una plena y avanzada
racionalidad, son primordiales ciertos rasgos del lenguaje
muy específicos. No todos los rasgos de los lenguajes
humanos naturales son primordiales para la racionalidad.
Por ejemplo, los procesos de pensamiento racional no
requieren los nombres de los colores, la voz pasiva o los
artículos determinados. Pero una completa racionalidad
humana necesita ciertos recursos lingüísticos básicos. En
primer lugar, nuestro robot ha de contar con la estructura
de los actos de habla básicos que ponen en contacto
lenguaje y realidad, ya sea con la dirección de ajuste
palabra-a-mundo o con la de mundo-a-palabra. Ha de
tener, como mínimo, la capacidad de representar cómo
son las cosas del mundo (asertivos*), cómo se intenta
lograr que otros actúen en el mundo (directivos*), y cómo
se compromete él a sí mismo a actuar en el mundo
(compromisorios*). Además, ha de tener igualmente la
capacidad de comunicar todo esto a otros poseedores de
lenguaje. El lenguaje es tanto para pensar como para
hablar, pero si nos centramos en el hablar, hemos de tener
un lenguaje que sea público y que capacite al robot a
comunicarse con los demás. Puesto que estamos
construyendo este robot, por así decirlo, a nuestra propia
imagen, lo construiremos con la capacidad de
comunicarse con nosotros. Además, me parece que el
robot ha de tener algún conjunto de dispositivos con los
que representar relaciones temporales. Si va a ser capaz
de hacer planes para el futuro, algo característico de la
razón práctica, tendrá que ser capaz de representar el
futuro y su relación con el presente y el pasado. ¿Qué más
necesitaría? Bien, pienso que tendría que disponer de
algún modo de articular relaciones lógicas. No es
necesario que tenga precisamente nuestro inventario de
vocabulario lógico, pero sí algún modo de indicar la
negación, la conjunción, la implicación y la disyunción.
Además, me parece que necesitaría también algún
conjunto, por mínimo que fuese, de términos
metalingüísticos con los que valorar el éxito y el fracaso
en la consecución de la dirección de ajuste y la
coherencia lógica. Por lo que en dicho conjunto ha de
haber algo que incluya “verdadero” y “falso”, “válido” e
“inválido”, “exacto” e “inexacto”, “pertinente” y “no
pertinente”. Ahora que le hemos conferido toda esta
porción de lenguaje podríamos también darle un nombre.
Llamémoslo “La Bestia”.
En el transcurso de la construcción de todo este
sistema representacional, el de las representaciones
mentales y lingüísticas, tendremos que haber dado a la
Bestia el mecanismo necesario para aplicar estas
representaciones a situaciones concretas e interpretar las
representaciones que le lleguen desde otras fuentes. Estas
capacidades, las de aplicar e interpretar representaciones,
constituyen lo que he venido llamando el “Trasfondo”.
Se presenta aquí el meollo del experimento de
pensamiento: una vez que La Bestia tiene todo esto, tiene
ya el sistema básico de rasgos distintivamente humanos de
los procesos racionales de pensamiento y de conducta
racional. Tiene una forma de racionalidad que va bastante
más allá de la de los chimpancés racionales que tratamos
en el capítulo 1. En concreto, una vez que La Bestia tiene
la capacidad de realizar actos de habla y la posibilidad de
albergar razones para la acción independientes-del-deseo,
tendrá cierta e inevitablemente el requisito de las razones
para la acción independientes-del-deseo, ya que casi todo
acto de habla incluye un compromiso de algún u otro tipo.
Son conocidos los ejemplos de actos de habla como
prometer, donde el hablante se compromete a llevar a
cabo un curso futuro de acción, el aseverar, que
compromete al hablante con la verdad de la proposición
aseverada, y las órdenes, que comprometen al hablante
con la creencia de que la persona a la que se le da la
orden sea capaz de cumplirla, con el deseo de que pueda
hacerlo y con permitirle que lo haga. Dicho brevemente,
lo que la gente ha pensado como elemento distintivo del
prometer, esto es, el compromiso o la obligación,
impregna efectivamente casi todos los actos de habla. Las
únicas excepciones en las que puedo pensar serían los
expresivos* simples como “¡Ay!”, “¡Maldición!” o
“¡Hurra!”, e incluso éstos comprometen al hablante con el
tener determinadas actitudes.
Un extraño rasgo de nuestra tradición intelectual, de
acuerdo con el cual ningún conjunto de enunciados
verdaderos que describa cómo son las cosas del mundo
puede nunca implicar lógicamente un enunciado sobre
cómo tales cosas deberían ser, consiste en que la propia
terminología con la cual se enuncia la tesis, la refuta. Así,
por ejemplo, decir que algo es verdadero, es ya decir que
debería ser creído, es ya decir que, si las circunstancias
se mantienen, no debería ser negado. La noción de
inferencia válida es la de que si p puede inferirse
válidamente a partir de q, entonces alguien que asevere p
no debería negar q, alguien que esté comprometido con p
debería reconocer su compromiso con q.
El meollo del experimento de pensamiento puede
también expresarse del modo siguiente: una vez que se
tiene el aparato de la conciencia, intencionalidad y un
lenguaje lo suficientemente rico para realizar los diversos
tipos de actos de habla y expresar las diversas relaciones
lógicas y temporales, entonces ya se tiene el aparato
necesario para la racionalidad. La racionalidad no es un
módulo o facultad añadida. Ya está incorporada en el
aparato que hemos descrito. Es más, en tal aparato está ya
incorporado algo mucho más rico que la racionalidad
instrumental, o de medios-fines, ya que tenemos la
posibilidad, de hecho, el requisito, de las razones para la
acción independientes-del-deseo, o externas.
Hemos incluido en la Bestia las experiencias de la
brecha. ¿Pero le hemos otorgado auténtica libre voluntad,
o sólo la ilusión de libre voluntad? Hay al menos dos
diferentes posibilidades. Por un lado, podríamos engañar
a la pobre Bestia haciendo sus mecanismos subyacentes
totalmente deterministas. De esta manera, tendría la
ilusión de libre voluntad, gracias a que experimenta la
brecha, pero realmente su comportamiento estaría
enteramente preprogramado por medio de mecanismos
completamente deterministas. Otra posibilidad muy
distinta es que su experiencia consciente de toma de
decisiones en el seno de la brecha se correlacione con un
elemento indeterminista en la implementación del
hardware que sea mantenido a lo largo del tiempo en el
nivel consciente de toma de decisiones. Examinaré ambas
posibilidades, en lo que a seres humanos reales se refiere,
en el capítulo 9.
5.3. Egoísmo y altruismo en La Bestia

¿Y qué decir de los temas favoritos de los filósofos


morales, egoísmo y altruismo? ¿De qué forma se hallan en
nuestro robot? Aún no hemos incorporado explícitamente
en La Bestia ni egoísmo ni altruismo. En nuestra cultura
intelectual tomamos al egoísmo y al interés propio como
no problemáticos, mientras que consideramos que el
altruismo y la generosidad requieren una explicación
especial. En cierto sentido esto es correcto, en otro es
erróneo. Es correcto suponer que La Bestia preferirá la
satisfacción de sus deseos a su frustración, y que preferirá
el alivio de sus dolores a su intensificación. Si las
circunstancias se mantienen, esto es parte de lo que se ve
envuelto al tener un deseo o un dolor. Y el interés respecto
a nuestros propios deseos, etc., se parece al egoísmo. No
obstante, en otro sentido es erróneo pensar que el egoísmo
no es problemático, pues la satisfacción de los deseos no
nos habla del contenido de los deseos, y hasta ahora no
hemos dicho nada sobre el contenido de los deseos de La
Bestia. Bien podría suceder que La Bestia encontrara los
deseos altruistas tan naturales como los deseos egoístas.
Con lo que hasta ahora hemos dicho, La Bestia podría
preferir la prosperidad de los demás a la suya propia.
Así que añadamos otro componente a nuestra Bestia.
Supóngase que la programamos para buscar lo que
vagamente voy a llamar el “interés propio”.
Incorporaremos en nuestra Bestia la preferencia por la
supervivencia antes que la extinción, y una preferencia
por su propio interés respecto de aquello que no entra en
sus intereses, esto es, suponemos que La Bestia no quiere
llegar a ser herida, dañada, víctima de una enfermedad,
marginada o aniquilada. Una vez que La Bestia tiene un yo
y un interés propio, si tiene asimismo una concepción del
tiempo, tal y como hemos estipulado, entonces será capaz
de planificar su futura supervivencia y prosperidad. Esto
es, si el yo tiene intereses, si persiste a lo largo del
tiempo, y si es un agente que emplea racionalidad,
entonces será racional para el yo hacer planes ahora para
asegurar sus intereses en el futuro, incluso aunque no tenga
ningún deseo presente de hacer lo que ahora sea necesario
para asegurar sus intereses en el futuro. De este modo,
tenemos ahora dos formas de razones para la acción
independientes-del-deseo, o externas. Por así decirlo, hay
compromisos que, habitualmente, se hacen a otros, pero
que también puede uno hacerse a sí mismo, y hay razones
prudenciales.
El interés propio racional de nuestro ilustrado robot
no es algo que venga sin más, si bien no requiere
demasiada inversión tecnológica más allá de lo mínimo
necesario para la conciencia, la intencionalidad y el
lenguaje. Si La Bestia tiene necesidades, intereses, la
capacidad de reconocer tales necesidades e intereses, un
yo, y una conciencia de su yo que se expande al futuro, no
es mucho añadir dotarlo de una motivación para actuar
ahora, a fin de que cuide de sus intereses en el futuro.
Llegamos ahora a un punto crucial: ¿tiene La Bestia
alguna base racional para preocuparse por los intereses
de los demás? ¿Cuál es la relación entre el interés propio
que hemos incorporado en ella y el altruismo que hemos
omitido? El enfoque común de esta cuestión por parte de
los filósofos morales es el de intentar construir el
altruismo a partir del egoísmo. Si lo entiendo bien, hay al
menos tres maneras de hacer esto. La primera, imaginar
que lo hacemos simplemente como una tarea de ingeniería.
Dotamos de altruismo a nuestra Bestia, tal y como la
hemos dotado ya de egoísmo. Éste es un modo de
interpretar a los sociobiólogos. La idea es que estamos
inclinados genéticamente hacia ciertas formas de
altruismo, y se supone que somos capaces de dar cuenta
de la base genética del altruismo mediante factores como
la selección de grupo o de afinidad. El altruismo es sólo
una inclinación natural y, en la medida en que puede ser
completamente efectiva, lo puede ser como cualquier otra
razón interna. Nuestra Bestia tiene simplemente la
inclinación de preocuparse de los intereses de los demás.
La segunda, y más interesante, Thomas Nagel[3] ha hecho
el esfuerzo de mostrar la similitud formal existente entre
las razones prudenciales y las razones altruistas.
Considerar los intereses de los demás posee una base tan
racional como considerar los propios intereses futuros. Y
la tercera y última, se ha hecho el esfuerzo dentro de la
tradición kantiana, muy especialmente por Christine
Korsgaard[4], de derivar el altruismo a partir de la
autonomía. Si, debido a mi autonomía o mi libertad, tengo
que querer mis propias acciones, y si la voluntad está
sujeta a constricciones de generalidad por las que se me
requiere racionalmente que cada cosa que quiera deba ser
capaz de quererla como una ley universal, entonces se me
requerirá racionalmente tratar a los demás como mis
iguales en la esfera de la moral, debido a las leyes
universales que aplicaré por igual a ellos y a mí.
Hay algo correcto en estos tres enfoques, pero
también algo insatisfactorio. Si sólo siento una inclinación
hacia el altruismo, entonces hablamos de algo demasiado
frágil como para formar las bases de la razón práctica por
lo que respecta al altruismo. La inclinación hacia el
altruismo no tiene ningún poder vinculante especial. A
menudo uno no siente tales inclinaciones, y mucha gente
siente inclinaciones contrarias, tales como la inclinación
hacia el sadismo, la crueldad o la indiferencia. Según
esto, el altruismo sería sólo una inclinación entre otras.
¿Qué tiene de especial la inclinación de ayudar a los
demás? Volvamos a la analogía de Nagel entre prudencia
y altruismo. La parte que me parece verdadera es ésta: una
vez que tengo conciencia, que tengo yo, y que soy capaz
de emplear el lenguaje, ya estoy comprometido con la
existencia de otras conciencias y yoes a la par que
conmigo mismo. ¿Cómo exactamente? Que haya algo
como mi yo consciente sólo tiene sentido para mí si es
diferente de otros componentes del universo. Si hay un yo
ha de haber un no-yo. Y si las entidades no-yo del
universo incluyen entidades con las cuales me comunico
en la realización de actos de habla, entonces he de
presuponer que algunos de los no-yoes del universo son
agentes conscientes con una yoidad igual a la mía. Así que
soy un yo entre otros. Pero queda aún abierta la pregunta
¿por qué debo preocuparme por los demás? Hay,
efectivamente, una similitud formal entre la preocupación
por mi futuro yo y la preocupación por otro yo: en ambos
casos tengo que considerar los intereses de entidades que
no están presentes en mi conciencia ahora mismo, cuando
tomo las decisiones. Sin embargo, existe una drástica
asimetría: en el razonamiento prudencial, el yo del que me
preocupo soy yo mismo. Esto es, el yo que toma las
decisiones y lleva a cabo las acciones es idéntico al
beneficiario de las decisiones y acciones. En el
razonamiento altruista tal identidad se pierde. No
pretendo aquí hacer justicia al sutil argumento de Nagel.
Simplemente expongo una dificultad que encuentro en él
antes de tratar otro argumento a favor de la misma
conclusión para, a continuación, presentar el mío.
Volvamos a examinar la explicación kantiana de
Korsgaard sobre cómo la autonomía genera universalidad
y la universalidad genera altruismo. Su solución se
presenta como una interpretación de los puntos de vista de
Kant y dice así: Kant argumenta que (1) tenemos que
actuar conforme a la presuposición de nuestro propio
libre albedrío. A continuación, afirma que (2) el libre
albedrío, si va a ser auténtico albedrío, ha de estar
determinado de acuerdo con una ley. Dado que, por
consiguiente, (3) el libre albedrío tiene que estar
determinado conforme a su propia ley (por 1), resulta que
(4) el imperativo categórico* es una ley del libre
albedrío[5]. El paso discutible aquí es el segundo. ¿Por qué
el ejercicio de mi libre albedrío en la toma de decisiones
ha de requerir forzosamente alguna clase de ley? ¿Por qué
no puedo decidir libremente lo que hacer sin más?
Ciertamente, no se ha presentado hasta ahora ningún
argumento a favor de que tenga que haber una ley para que
yo pueda tomar decisiones racionales libres.
Para responder a esta objeción, Korsgaard traza una
analogía con la causación. Según ella, la causación tiene
dos componentes, la noción de hacer que algo ocurra, y la
noción de ley. Requerimos el segundo componente, una
ley, porque no podríamos identificar adecuadamente un
caso de algo que hace que alguna cosa ocurra si no
pudiéramos tomarlo conforme a una ley causal. Esto es,
ella piensa que la regularidad es necesaria para la
identificación de la causación. A continuación, afirma que
la causación de la voluntad es exactamente análoga a la
causación en general. Pues si voy a actuar según mi
propio libre albedrío, entonces soy yo la causa de mis
acciones. Pero en ese caso he de ser capaz de distinguir
entre que yo cause la acción, y que algún deseo o impulso
que está en mí cause que mi cuerpo se mueva. Tengo que
verme a mí mismo como algo distinto de mis impulsos y
deseos de primer orden. Y en este caso, para que las
acciones puedan ser auténticamente mis acciones, esto es,
para que puedan provenir de mí mismo, en lugar de ser
sólo expresiones de mis deseos de primer orden, tengo
que actuar de acuerdo con algunos principios universales.
De este modo, la ley que creo para mí mismo es del todo
análoga a las leyes de la causación. No podríamos
identificar los actos como actos de un yo a menos que
sean llevados a cabo conforme a algún principio
universal. Para que las acciones puedan ser llamadas
realmente mis acciones resulta que he de ser un agente que
crea leyes. De hecho, sólo porque imponemos principios
volitivos universales a nuestras decisiones podemos decir
que tenemos realmente un yo. El yo está constituido por
estas decisiones universalizadas. Para Korsgaard la frase
clave es, según creo, la siguiente: “Pues si todas mis
decisiones fuesen particulares y anómalas, no habría
diferencia identificable entre mi actuar y una colección
de impulsos de primer orden que fuesen causalmente
efectivos en, o a través de, mi cuerpo. Y entonces no
habría ningún yo —ninguna mente, ningún uno mismo—
que fuese quien realizara el acto” (pág. 228).
Creo que este argumento no funciona. La noción
básica de causación es, efectivamente, la de hacer que
algo ocurra. Y es verdad que para identificar tales casos,
tenemos que presuponer regularidad. Pero éste es un
requisito epistémico, no es un requisito ontológico
respecto de la propia existencia de la causación. No hay
autocontradicción al imaginar causas que ocurren sin
ejemplificar regularidades universales. Podríamos no ser
capaces de establecer con certeza que algún
acontecimiento fue realmente la causa de algún otro, a no
ser que el experimento fuese repetible, a no ser que
pudiésemos comprobar el caso individual viendo si
ejemplificaba una regularidad. Pero ésa es una cuestión de
salir de dudas, no de la propia existencia de la relación en
virtud de la cual una cosa hace que otra ocurra. Los
ejemplos de la vida real aclaran la distinción entre
causación y regularidad. Cuando, por ejemplo,
investigamos las causas de la Primera Guerra Mundial,
estamos intentando explicar por qué ocurrió. No estamos
buscando regularidades universales. Tenemos que hacer
una presuposición de Trasfondo de al menos un cierto
grado de regularidad para poder llevar realmente a cabo
la investigación, y sin la posibilidad de condiciones
causalmente suficientes y experimentos repetibles nunca
podremos estar completamente seguros de nuestra
respuesta. Pero este requisito de regularidad es un
requisito epistémico para la identificación de causas, no
es un requisito ontológico respecto de la propia existencia
de la relación por la que un acontecimiento hace que otro
suceda.
Ciertamente, el requisito de regularidad es un
requisito epistémico que afecta a casi cualquier noción
que tenga aplicación en el mundo real. Para identificar
algo como una silla, una mesa, una montaña o un árbol,
tengo que presuponer algún tipo de regularidad en sus
características o usos. La regularidad resulta básica en la
identificación de un objeto como una silla, pero no
deberíamos decir basándonos en ello que la noción de
silla contiene en realidad dos componentes, un objeto que
sirve para que la gente se siente, y un principio regular.
Deberíamos decir más bien que una silla es un objeto que
la gente usa para sentarse y, al igual que otros conceptos
referidos a objetos, causas, etc., el concepto de silla
requiere una presuposición de regularidad como
Trasfondo.
Si ampliamos la relación de regularidad a la
causación en el caso de los seres humanos, podemos decir
que, desde el punto de vista de la tercera persona* es,
efectivamente, un requisito epistémico de mi
reconocimiento de las decisiones de alguien como
realmente sus propias decisiones, en contraste con su
conducta caprichosa e imaginaria, que tengan algún tipo
de orden o regularidad. Pero de esto no se sigue que para
que sean sus decisiones hayan de proceder de una ley
universal que esa persona forja para sí misma. Es decir, el
pasaje que he citado establece una falsa dicotomía entre
actuar según impulsos, el cual se supone que no es libre, y
actuar de acuerdo a una ley universal, la cual sí es libre.
Pero actuar de acuerdo con un impulso puede ser tan libre
como actuar de acuerdo con una ley universal. Korsgaard
dice que no habría diferencia identificable entre un acto
no libre y un acto caprichoso si todos los actos de una
persona fuesen caprichosos. Pero si esto es cierto, sigue
tratándose sólo de un punto de vista epistémico de tercera
persona. Mirándome a mí desde fuera, alguien podría no
ser capaz de decir cuál de mis acciones era
verdaderamente libre si yo actuase siempre según
impulsos. Pero desde el interior, desde el punto de vista
de la primera persona, actuar de acuerdo con un impulso
puede ser tan libre como actuar de acuerdo con una
reflexión seria. Algunas personas muy cautas se disuaden
siempre a sí mismas de actuar de acuerdo con sus
impulsos, mientras que los espíritus libres frecuentemente
permiten que sus impulsos los muevan. La experiencia de
la brecha puede ser la misma en ambos casos. Y lo uno es
todo lo constitutivo del yo que pueda ser lo otro, ya que en
ambos casos se requiere un yo para tomar la decisión de
qué hacer.
El argumento de Korsgaard presupone (1) que para
que el yo tome de verdad decisiones, ha de tomarlas de
acuerdo con un principio universal, y esa presuposición a
su vez presupone (2) que actuar de acuerdo con un
principio es, de alguna manera, constitutivo del yo.
Descarto ambas afirmaciones. Kant estaba equivocado: la
acción libre no requiere actuar de acuerdo con una ley
creada por uno mismo. Y el yo que participa de la acción
libre no requiere principios universales para ser un yo. Al
contrario, tanto la conducta consecuente como la
caprichosa que se dan en la brecha requieren, como
sostuve en el capítulo 3, un yo preexistente. Dicho
brevemente, no existe ningún requisito lógico según el
cual, para que mis actos sean actos libres, y libremente
elegidos por mí mismo, tengan que ejemplificar principios
universales. Mis actos pueden ser absolutamente
caprichosos sin dejar por ello de ser actos libres.
No es éste el lugar para intentar dar un diagnóstico
completo del poderoso argumento filosófico de Korsgaard
pero, dicho muy brevemente, pienso que la fuente de su
error es que busca algo que rellene la brecha. Quiere que
el yo sea la causa de las acciones libres. Si se acepta ese
requisito, entonces, realizando unas ciertas suposiciones
corrientes, se sigue el resto. Los pasos son los siguientes.
(1) Las acciones libres son causadas por el yo. (2) Pero el
yo, al causar, ha de ejemplificar una ley, y las únicas leyes
que podría ejemplificar son las creadas por él. (3) Al
crear una ley, el yo se crea a sí mismo como un yo.
Lo que yo hago es negar todo esto. Si por “causa” se
entiende “condiciones causalmente suficientes”, entonces
las acciones libres no son causadas por nada. Esto es lo
que las hace libres. Dicho más detalladamente, lo que
hace que una acción sea libre en el nivel psicológico es
que no tiene condiciones psicológicas previas
causalmente suficientes (véase en el capítulo 3 la
argumentación). El yo realiza el acto, pero no causa el
acto. Nada rellena la brecha.

5.4. La universalidad del lenguaje y el altruismo


fuerte

Bien, evaluemos en qué punto nos encontramos. Estamos


intentando responder a esta pregunta: dado que La Bestia
ha sido programada para cuidar de sus propios intereses,
¿existe algún requisito lógico que realmente le haga
prestar atención a los intereses y necesidades de los
demás? Las palabras “altruista” y “egoísta” van de un
lado a otro sin poseer una definición del todo clara, de
modo que intentaremos definirlas para esta discusión. En
cierto sentido, un egoísta es alguien que sólo se preocupa
de sus propios intereses, y un altruista es alguien que se
preocupa por los intereses de los demás. Pero tales
definiciones enturbian una crucial distinción. Un altruista
podría ser alguien que está naturalmente inclinado a
preocuparse de los intereses de los demás, pero para tal
altruista actuar de forma altruista es simplemente actuar
de acuerdo con una inclinación entre varias. Le gusta
ayudar a los demás igual que le gusta, por ejemplo, beber
cerveza. Llamemos a esto el sentido débil de altruismo.
Pero hay un sentido más fuerte de altruismo al que
estamos intentando llegar. Un altruista en este sentido es
alguien que reconoce el interés de los demás como una
razón válida para actuar, incluso en los casos en los que
no tiene tal inclinación. La cuestión es: ¿existen razones
para la acción que sean altruistas, independientes-del-
deseo y racionalmente vinculantes? Un altruista en el
sentido fuerte es alguien que reconoce que hay razones
independientes-del-deseo y racionalmente vinculantes
para él por las cuales actuar según los intereses de los
demás. Tanto Nagel como Kant-Korsgaard han ofrecido
argumentos en apoyo del requisito racional del altruismo
en este sentido fuerte. Los sociobiólogos sólo responden a
la pregunta por el sentido débil. He negado tanto los
argumentos de Nagel como los de Kant-Korsgaard. No
obstante, pienso que sus conclusiones son correctas, y que
Kant-Korsgaard acierta al ver que el problema pivota
sobre la generalidad. Dando por sentado que La Bestia y
nosotros mismos tenemos razones para comportarnos de
modo egoísta, ¿hay un requisito de generalidad que amplíe
esas razones a otras personas de un modo vinculante para
nuestra conducta? Pienso que sí lo hay.
La generalidad requerida para sustentar el altruismo
fuerte está incorporada ya en la estructura del lenguaje.
¿Cómo exactamente? Recorramos los diferentes pasos
para ver cómo el lenguaje introduce las formas de
generalidad racionalmente requeridas. Tanto mi perro
como yo podemos ver que un hombre está en la puerta,
esto es, ambos podemos tener una experiencia visual que
describo con palabras como “ver que un hombre está en la
puerta”. Pero hay una gran diferencia, si con el lenguaje
digo que veo un hombre en la puerta, estoy comprometido
con un tipo de imperativo categórico semántico que no
encuentra semejanza en el caso del perro. Cuando digo
“Eso es un hombre”, estoy comprometido con la
afirmación de que alguna entidad exactamente igual a ésa
en los aspectos pertinentes es también correctamente
describible como “un hombre”. Por decirlo en la jerga
kantiana: las aserciones están vinculadas por el
imperativo categórico semántico, la máxima que guía la
aserción puede ser deseada por quien la hace como una
ley universal que vincula a todos los hablantes. Y tal
máxima viene dada por las condiciones de verdad de la
proposición aseverada. En el caso descrito, un objeto que
tiene los rasgos oportunos satisface las condiciones de
verdad de “hombre”.
Cuando se hace una aserción de la forma a es F, la
racionalidad requiere que uno sea capaz de desear que
todo el que se halle en una situación similar pueda
aseverar que a es F. Esto es, ya que el predicado es
general, su aplicación requiere que cualquier usuario
reconozca su generalidad. Cualquier usuario del lenguaje,
empleando la formulación kantiana, tiene que ser capaz de
desear una ley universal de aplicación en casos similares
pertinentes[6].
Además, este imperativo, a diferencia de alguno de
los de Kant, cumple de modo efectivo la condición de
Kant de que la persona no sincera o deshonesta se vea
envuelta en alguna clase de autocontradicción cuando
pretende desear su máxima como una ley universal. De
esta forma, si miento al decir “Eso es un hombre”, no
puedo desear una ley universal según la cual, en una
situación similar, cualquiera pudiera decir “Eso es un
hombre”, ya que si lo hiciera, la palabra “hombre” dejaría
de tener el significado que tiene. Esto es, no puedo de
forma consecuente aunar mi deseo de que mi expresión
sea mentira con mi deseo de que el contenido semántico
se aplique universalmente de acuerdo con el imperativo
categórico semántico.
Esto equivale a decir, prescindiendo del aparato
kantiano, que cualquier aserción hecha por un hablante H
de la forma a es F, compromete a H con una
generalización universal: para cualquier x, si x es en lo
pertinente de tipo idéntico a a, entonces x se describe
correctamente como “F”. No estamos hablando aquí de
relaciones de entrañamiento entre proposiciones, sino más
bien de aquello con lo que un hablante se compromete
cuando realiza un acto de habla.
Además, el requisito de generalidad se aplica a los
demás. Si estoy comprometido con reconocer ejemplos
similares como casos que también son ejemplos de
hombres, mi compromiso con un lenguaje público
requiere que piense que otras personas deberían también
reconocer el caso descrito y otros similares como casos
de ejemplos de hombre. Esto es, la generalidad está
incorporada en la estructura del propio lenguaje y, de
hecho, cuando ésta acontece en la aplicación del lenguaje,
parece como si obtuviéramos un “debe ser” a partir de un
“es” dondequiera que miremos. Del hecho de que un
objeto se describa certeramente como “un hombre”, se
sigue que uno debería aceptar a los objetos similares
pertinentes también como hombres, y que otras personas
deberían aceptar eso como un hombre, y también a los
objetos similares pertinentes. Es imposible usar el
lenguaje sin estos compromisos. He dicho esto de manera
grandilocuente, pero se trata de una consecuencia trivial
de la naturaleza del lenguaje y de los actos de habla.
La manera por la que obtenemos generalidad en el
seno de las razones para la acción en la forma de
altruismo fuerte es, simplemente, fijarse en que el
requisito de generalidad que opera en predicados tales
como “hombre”, “perro”, “árbol” y “montaña” opera
también en “tiene una razón para la acción” y otros
motivadores. Mostraré esto con un ejemplo. Supóngase
que tengo un dolor y que busco aliviar mi dolor. Hay una
diferencia entre buscar aliviar mi dolor y que mi perro
alivie su dolor lamiendo su herida. ¿Cuál es la diferencia?
Al menos ésta: puedo acomodar mi dolor conforme a
ciertas generalizaciones universales, simplemente
caracterizándolo con una palabra como “dolor”. Esto es,
lo que nos encontrábamos en la discusión de la palabra
“hombre” lo hay ahora con la palabra “dolor”. Si afirmo
“Esto es un dolor”, estoy comprometido con la afirmación
“Para todo x, si x es en lo pertinente igual a esto, x es un
dolor”.
La generalidad del lenguaje, dadas ciertas
suposiciones de sentido común sobre mis propios
intereses, generará altruismo fuerte. Lo expondré primero
de una forma intuitiva y lo reformularé después de una
forma semántica. Intuitivamente, parece razonable suponer
que si algo me duele tengo una razón para querer aliviar
mi dolor. Sentir este grado de dolor me acarrea sentir la
necesidad de aliviarlo. Mi necesidad de aliviar el dolor
es para mí una razón para aliviar mi dolor, e incluso creo
que los demás, si cuentan con la capacidad y la
oportunidad, tienen una razón para ayudarme a aliviar mi
dolor. Pero no puedo creer que tengan una razón para
ayudarme sin comprometerme yo mismo con la creencia
de que, de igual manera que los pronombres se invierten,
me veo obligado a reconocer que tengo igualmente una
razón para ayudarlos. Me resulta racional querer que los
demás me ayuden, debido a que yo ahora necesito ayuda.
Pero entonces, para ser consistente, si ellos necesiten
ayuda yo estaré comprometido con el reconocimiento de
la existencia de su necesidad como una razón para
ayudarles.
El modo en que la generalidad del lenguaje opera
para generar altruismo fuerte es éste:
1. Tengo dolor, por tanto, digo “Tengo dolor”.
Debido a que he dicho “Tengo dolor”, estoy
comprometido por el requisito de generalidad a reconocer
que, en una situación similar, tú tendrías dolor. Puesto que
“dolor” es un término general del lenguaje, las
condiciones de verdad se aplican indistintamente a ti o a
mí. Estoy comprometido a aplicar la oración abierta “X
tiene dolor” a cualquier objeto que satisfaga exactamente
esas condiciones.
2. Mi dolor genera una necesidad. Puesto que tengo
dolor, necesito ayuda. Soy consciente de mi dolor y de mi
necesidad. Por lo que digo “Necesito ayuda porque tengo
dolor”. Ahora bien, obsérvese que esto no ha de
interpretarse como una petición de ayuda. No se trata de
un acto de habla indirecto*, sino más bien de un enunciado
que yo hago sobre mí mismo. El mismo requisito de
generalidad se aplica de nuevo. Estoy ahora
comprometido a reconocer que en una situación similar,
con los pronombres invertidos, si tienes dolor necesitarás
ayuda. Estoy comprometido a aplicar la oración abierta
“X necesita ayuda dado que tiene dolor” en cualquier
situación idéntica del mismo tipo.
3. Tengo dolor, necesito ayuda y creo que mi
necesidad de ayuda es una razón para que me ayudes. De
este modo, supóngase que digo “Debido a que tengo dolor
y necesito ayuda, tienes una razón para ayudarme”. Sigue
vigente aquí el mismo requisito de generalidad. Estoy
comprometido de manera universal, para cualquier
situación que sea en lo pertinente idéntica a la siguiente:
Para todo x, y para todo y, si x tiene dolor y
necesita ayuda por ello, entonces y tiene una razón
para ayudar a x.
Pero esto me compromete a reconocer que
cuando tienes dolor tengo una razón para ayudarte.
Obsérvese que estamos hablando aquí de los
compromisos de los hablantes al realizar actos de
habla. No nos ocupamos ahora de la verdad ni de
las relaciones de entrañamiento entre proposiciones,
sino de aquello con lo que el hablante está
comprometido cuando realiza un tipo de afirmación
como el descrito.
El meollo de la presente discusión es que una vez
que hemos programado a La Bestia tal y como vimos, esto
es, además de las capacidades mentales básicas, le
otorgamos la brecha, el interés propio y el lenguaje, con
ello le hemos dado ya una base lógica suficiente para el
altruismo fuerte. Obsérvese además que no se requiere
ninguna metafísica dura. No es necesario ningún mundo
nouménico* ni ningún imperativo categórico kantiano.
Todo lo que este argumento requiere es que nosotros, los
demás y La Bestia podamos hablar castellano o algún otro
lenguaje y podamos hacer afirmaciones razonables
relativas a nuestro interés propio. Afirmamos, por
ejemplo, que nuestras necesidades son algunas veces una
razón para que alguien nos ayude.
Pero ¿no podríamos anular el argumento diciendo,
por ejemplo, que nuestro caso es especial? Yo merezco un
trato especial, no acorde al de los demás. Uno puede
hacer siempre tal afirmación, sin embargo, hacerla va más
allá de la semántica de las expresiones indéxicas*. No hay
nada en la semántica de “yo”, “tú”, “él”, etc., que anule el
muestrario de las condiciones de verdad de “dolor”,
“necesidad”, “razón”, etc. No estoy intentando eliminar la
posibilidad de las peticiones especiales o la mala fe. La
historia del mundo está llena de personas, tribus, clases,
naciones, etc., que mienten al solicitar el derecho a un
privilegio especial, y nada de lo que yo diga hará que
dichas personas dejen de hacerlo. Lo que quiero decir
más bien es que la constricción de universalidad que nos
lleva del egoísmo al altruismo fuerte está ya incorporada
en la universalidad del lenguaje. Todo lo que tenemos que
suponer es que La Bestia tiene ciertas actitudes razonables
orientadas en su propio interés en cuanto a sus relaciones
con otros seres conscientes, y que está preparada para
enunciarlas con el lenguaje. Una vez que La Bestia o
cualquiera está preparado para decir “Tienes una razón
para ayudarme porque tengo dolor y necesito ayuda”,
entonces está comprometido, en situaciones de tipo
idéntico, a aplicar cuantificadores universales a la
oración abierta “y tiene una razón para ayudar a x dado
que x tiene dolor y necesita ayuda”, debido a que el uso
de los términos generales compromete al hablante a la
aplicación de esos términos en situaciones que compartan
los rasgos generales que tenía la situación inicial. El
lenguaje es, por su propia naturaleza, general.
Respecto a que uno puede resistirse a aceptar esta
conclusión, pienso que tal resistencia se deriva de otro
error muy extendido en nuestra cultura, la idea de que el
lenguaje no puede tener tal importancia porque no consiste
más que en meras palabras. ¿Cómo puede la mera
expresión de palabras comprometerme con algo? He
encontrado esta misma resistencia una generación atrás,
cuando mostré cómo derivar un “debe ser” de un “es”[7].
Muchos comentaristas señalaron que el mero hecho de que
expresara unas palabras no puede comprometerme a nada.
Ha de haber algún principio moral añadido implicado, o
algún respaldo en las instituciones del lenguaje. ¡O algo!
Tendré más que decir sobre estos problemas en el
siguiente capítulo, aunque por el momento podemos decir
que el problema no es ver cómo una expresión de
palabras puede comprometerme a algo, sino ver cómo
algo distinto de la expresión de palabras podría
comprometerme. Las formas paradigmáticas del
compromiso con cursos de acción se hallan en la
realización de los actos de habla.

5.5. Conclusión
He tenido tres objetivos principales en este capítulo. He
intentado describir algunos rasgos especiales de las
razones para la acción, he intentado describir qué rasgos
son necesarios para que un yo-agente sea capaz de ejercer
la racionalidad, y he intentado derivar los principios del
altruismo fuerte a partir de la universalidad del lenguaje,
en conjunción con suposiciones de sentido común sobre el
interés propio.
¿Qué implicaciones tienen estos argumentos y los de
los capítulos precedentes para el modelo clásico de la
racionalidad? Podríamos decir que el modelo clásico está
diseñado para chimpancés extremadamente inteligentes.
No se ocupa de ciertos rasgos especiales de la
racionalidad humana, particularmente aquellos rasgos
especiales que son hechos posibles, y realmente
requeridos, por la institución del lenguaje. Hasta ahora he
hablado de tres maneras en las que el modelo clásico
sencillamente no logra dar cuenta de ciertas
características muy extendidas de la toma racional de
decisiones.
1. El modelo clásico no puede dar cuenta del
razonamiento prudencial a largo plazo, en el que las
consideraciones prudenciales no se representan en el
conjunto motivacional en curso del yo en cuestión. El
ejemplo de la fumadora danesa fue diseñado para ilustrar
este punto.
2. El modelo clásico no puede dar cuenta de la
racionalidad reconocedora, en la que el yo consciente
reconoce un motivador independiente-del-deseo como
aquello que facilita la razón de la acción. El chimpancé
puede presumiblemente reconocer fuentes inmediatas de
peligro u objetos deseables tales como comida, pero no
puede reconocer de esa manera entidades factitivas tales
como obligaciones, compromisos o necesidades a largo
plazo.
3. El modelo clásico no puede dar cuenta de las
implicaciones de la universalidad del lenguaje. Dada tal
universalidad, unida a ciertas suposiciones corrientes
sobre las clases de razones que uno acepta para sí mismo,
se sigue el altruismo fuerte.
En el capítulo siguiente veremos:
4. La creación intencional de razones
independientes-del-deseo por parte de las acciones
intencionales conscientes del yo.
[1]
Nowell-Smith, Patrick, Ethics, Penguin Books, Londres, 1954, pág.
112. [Edición en castellano: Ética, Verbo Divino, Estella (Navarra), 1977].
[2] Williams, Bernard, “External and Internal Reasons”, reeditado en su
Moral Luck: Philosophical Papers 1973-1980, Cambridge University
Press, Cambridge, 1981, págs. 101-113. [Edición en castellano: La fortuna
moral, UNAM, México, 1993].
[3] Nagel, Thomas, The Possibility of Altruism, Princeton University
Press, Princeton, 1970. [Edición en castellano: La posibilidad del altruismo,
FCE, México, 2004].
[4] Korsgaard, Christine, The Sources of Normativity, Cambridge
University Press, Cambridge, 1996. [Edición en castellano: Las fuentes de la
normatividad, Instituto de Investigaciones Filosóficas-UNAM, México, 2000].
[5] Ibíd., págs. 221-222.
[6] Por supuesto, ni en mi caso ni en el de Kant la capacidad de desear

una ley universal requiere que el agente piense que sería bueno que todo el
mundo se comportara como él lo hizo. Ésa no es en absoluto la cuestión. Sería,
como mínimo, aburrido y tedioso que todo aquel en mi situación dijera “eso es
un hombre”. El núcleo del imperativo categórico es lógico; no hay ningún
absurdo lógico en mi deseo de la máxima de la acción como una ley universal
vinculante para todos los hablantes.
[7] Searle, John R., “How to Derive ‘Ought’ From ‘Is’”, en
Philosophical Review, vol. 37, enero 1964, págs. 43-58.
Capítulo VI
¿Cómo creamos razones para la acción
independientes-del-deseo?
6.1. La estructura básica del compromiso

La capacidad más destacable de la racionalidad humana, y


aquello por lo que principalmente difiere de la
racionalidad del simio, es la capacidad de crear y actuar
de acuerdo con razones para la acción independientes-
del-deseo. La creación de tales razones consiste siempre
en la cuestión de un agente que se compromete a sí mismo
de varias maneras. El modelo clásico no puede dar cuenta
de la existencia ni del poder vinculante racional de tales
razones y, de hecho, la mayoría de los autores enmarcados
en la tradición clásica niegan que exista algo así. Hemos
visto que la prudencia a largo plazo constituye ya una
dificultad para el modelo clásico, pues según éste un
agente sólo puede actuar racionalmente si lo hace en
orden a un deseo que tenga en ese preciso momento. En el
caso de la fumadora danesa vimos que un requisito de la
racionalidad puede ser el hecho de que un agente que
carece del deseo de actuar de cierta manera en un
momento concreto según sus consideraciones prudenciales
a largo plazo, tenga, no obstante, una razón para actuar de
esa manera. El modelo clásico no puede dar cuenta de tal
hecho. Según este modelo, el soldado que hace estallar
sobre sí mismo una granada de mano para salvar las vidas
de sus compañeros está exactamente en la misma
situación, racionalmente hablando, que el niño que
prefiere chocolate a vainilla cuando elige un helado. El
soldado prefiere la muerte, el niño prefiere chocolate. En
cada caso, la racionalidad es sólo una cuestión de
incrementar la probabilidad de alcanzar el nivel más alto
en la escala de preferencias.
Sin embargo, no me gustaría que tales casos heroicos
hicieran parecer que la creación de, o el actuar de
acuerdo con, razones para la acción independientes-del-
deseo, fuese algo extraño o inusual. Pienso que creamos
razones independientes-del-deseo cada vez que decimos
algo. En este capítulo vamos a examinar una extensa clase
de casos en los que creamos tales razones. Es importante
enunciar desde el principio cuál es el problema. En un
sentido amplio de “querer” y “desear”, toda acción
intencional es la expresión o la manifestación de un querer
o desear realizar esa acción. Desde luego, cuando voy al
dentista para que me empaste una muela no siento ningún
impulso, enormes ganas, pasión, posterior añoranza,
Sehnsucht, placer o inclinación, de que me la empaste, sin
embargo, a pesar de todo, eso es lo que en ese preciso
momento quiero hacer. Quiero que empasten mi muela. Tal
deseo es un deseo motivado o secundario. Está motivado
por mi deseo de que mi muela no se caiga. Ahora bien, ya
que toda acción intencional es la expresión de un deseo,
surge la cuestión siguiente: ¿de dónde proceden esos
deseos? De acuerdo con el modelo clásico, sólo puede
haber dos posibilidades: o deseo realizar la acción por sí
misma, o la realizo en virtud de algún otro deseo que
poseo. Bebo esta cerveza porque quiero beber cerveza o
lo hago para satisfacer otro deseo; por ejemplo, deseo
mejorar mi salud y creo que beber esa cerveza contribuirá
en ello. No hay más posibilidades. Según esto, la
racionalidad se basa exclusivamente en satisfacer deseos.
Suena un poco tosco decir que toda acción racional
se lleva a cabo para satisfacer un deseo, y por ello resulta
interesante apreciar las muchas dificultades que
atraviesan los teóricos de la tradición clásica cuando se
sientan a describir la motivación. ¿Cómo describen
exactamente la motivación racional? Bernard Williams,
que piensa que no puede haber razones externas y que
todo acto racional ha de apelar a algo perteneciente al
conjunto motivacional S del agente, se ve obligado a decir
esto sobre los contenidos de S:

“He hablado sobre S principalmente en términos de deseos, y esta


terminología puede usarse, formalmente, para todos los elementos de S.
Sin embargo, de esa forma quizá olvidemos que S puede contener cosas
tales como disposiciones de evaluación, modelos de reacción emocional,
lealtades personales y diversos proyectos, que pueden ser llamados, en
abstracto, compromisos del agente (cursivas mías)[1]”.
Podemos encontrar una bifurcación similar en la
caracterización que Davidson hace de las “pro-actitudes”.
Dice esto: “Siempre que alguien hace algo por alguna
razón, se le puede caracterizar por ello como (a) teniendo
algún genero de pro-actitud hacia acciones de un cierto
tipo, o (b) creyendo (o sabiendo, percibiendo,
observando, recordando) que su acción es de ese tipo”[2].
Y de ese conjunto de pro-actitudes extrae lo siguiente. Se
trata de algo que el agente “quería, deseaba, valoraba,
apreciaba, consideraba un deber, algo benéfico,
obligatorio o agradable” (misma página, cursivas mías).
El problema de esta lista, y la de Williams, es que borra
la distinción entre razones para la acción dependientes-
del-deseo e independientes-del-deseo. Borra la distinción
entre lo que uno quiere hacer y aquello que uno tiene que
hacer lo quiera o no. Querer o desear algo es
completamente distinto de considerarlo como algo
“obligatorio” o como un “compromiso” que uno ha de
llevar a cabo al margen de los deseos que se tengan. ¿Por
qué Williams y Davidson no nos dicen qué es un
compromiso o una obligación? ¿Es sólo otro deseo,
“formalmente” hablando?
Pienso que la razón por la que ambos autores
parecen tener aquí dificultades es que pretenden equiparar
las razones para la acción independientes-del-deseo, que
obviamente existen, con los deseos. Y el modo en que lo
hacen es sugerir que si entendemos de manera muy amplia
el conjunto que incluye los deseos, entonces los
compromisos de una persona, sus obligaciones, etc., son
realmente elementos pertenecientes al mismo conjunto que
los deseos. Pienso que esto borra la crucial distinción que
estoy intentando hacer entre deseos y razones para la
acción independientes-del-deseo. ¿Por qué existe tal
distinción? Seguramente, la gente puede querer cumplir
sus obligaciones y mantener sus promesas. Sí, pero esto
no es como querer helado de chocolate. Quiero chocolate
y quiero mantener mi promesa. ¿Cuál es la diferencia? En
el caso de la promesa, el deseo se deriva del
reconocimiento de la razón independiente-del-deseo,
esto es, de la obligación. La razón es anterior al deseo y
al fundamento del deseo. En el caso del chocolate el
deseo es la razón.
Los puntos en disputa en este capítulo son la
existencia, la naturaleza, la creación, y el funcionamiento
de las razones para la acción independientes-del-deseo.
Necesito dar una explicación de las razones para la
acción independientes-del-deseo que cumpla las
siguientes condiciones de adecuación:
1. La explicación ha de ser completamente
naturalista. Es decir, ha de mostrar cómo son posibles la
creación y el funcionamiento de tales razones en el caso
de bestias biológicas como nosotros. Somos diferentes de
los chimpancés, pero nuestras capacidades son una
extensión natural de otras capacidades de los primates.
No ha de haber ningún llamamiento a algo trascendental,
no biológico, nouménico o sobrenatural. Estamos
sencillamente hablando de ciertas capacidades de bestias
biológicas sudorosas como nosotros.
2. Necesito especificar el mecanismo que nos
capacita a crear razones para la acción independientes-
del-deseo.
3. Necesito explicar de qué manera, como parte de
tal mecanismo, la gente lo hace, cómo se crean tales
razones. Necesito enunciar exactamente la estructura
lógica de la intencionalidad que subyace a la creación de
razones para la acción independientes-del-deseo.
4. Necesito explicar cómo la sola racionalidad hace
a tales razones ser vinculantes para el agente. ¿Por qué
razón racional el agente ha de tener en cuenta sus
compromisos y obligaciones? ¿Por qué no puede
simplemente ignorarlos?
5. Necesito explicar cómo el reconocimiento
racional de tales razones es suficiente para la motivación:
cómo tales entidades pueden fundamentar racionalmente
deseos secundarios siendo ellas mismas independientes-
del-deseo.
6. Necesito explicar cómo el mecanismo y la
intencionalidad usados para responder a las condiciones
(1)-(5) son suficientes para la creación y el
funcionamiento de tales razones. No hay necesidad de
ayuda alguna procedente de principios generales, reglas
morales, etc. Esto es, las respuestas a (1)-(5) han de
explicar cómo se crean las razones para la acción
independientes-del-deseo y cómo funcionan sin el auxilio
de principios morales sustantivos. Las razones
independientes-del-deseo tienen que ser, por así decirlo,
autosuficientes.
Cualquiera que esté familiarizado con la historia de
la filosofía occidental pensará que me he fijado una tarea
extenuante. Sé de críticos que describen esta clase de
tarea como sacar un conejo de una chistera. Pero creo que,
en realidad, si podemos olvidarnos del modelo clásico y
de toda la tradición que engloba, la respuesta a nuestros
problemas, aunque compleja en detalle, es más bien
simple en su estructura básica.
Es importante, no obstante, que enmarquemos la
explicación en el nivel correcto, ya que existen diferentes
niveles en los que se puede responder a estas preguntas.
Hay un nivel “fenomenológico” en el que describimos
cómo le parecen las cosas al agente cuando emprende una
conducta racional socialmente comprometida, y hay un
nivel social o “societario” en el que debatimos sobre las
instituciones sociales implicadas en la creación de tales
razones para la acción independientes-del-deseo al
explicar cómo tales instituciones están estructuradas y qué
funciones desempeñan en la sociedad entendida en su
sentido más amplio.
Diré algo sobre estos niveles más adelante, pero
quiero empezar analizando el nivel de intencionalidad
más básico y simple. Es, digamos, el nivel atómico previo
a los niveles moleculares de la fenomenología y la
sociología. En secciones posteriores introduciré más
detalles sobre el compromiso, la sinceridad e
insinceridad, y el papel específico de las instituciones
humanas. Pero al comienzo es importante dejar claras las
formas más simples y primitivas de los compromisos
humanos. ¿Cuáles son las condiciones de satisfacción de
los fenómenos intencionales involucrados en la creación
de compromisos? Supongamos que tenemos un hablante y
un oyente, ambos capaces de hablar y entender un lenguaje
común. Supongamos que dominan las instituciones
dedicadas a crear enunciados, peticiones, promesas, etc.
En los tipos más simples de actos de habla, aquellos en
los que el hablante hace, por ejemplo, una aserción, una
petición o una promesa, impone condiciones de
satisfacción sobre condiciones de satisfacción. ¿Cómo
exactamente? Examinemos cuidadosamente el ejemplo de
hacer una aserción y veamos lo que encontramos.
Supongamos que un hablante emite una oración, por
ejemplo, “Está lloviendo”, y supongamos que pretende
hacer la aserción de que está lloviendo. Su intención-en-
la-acción es, en parte, producir la expresión “Está
lloviendo”. Esa expresión es una de las condiciones de
satisfacción de su intención. Pero si no sólo está
emitiendo la oración, sino que realmente está diciendo
que está lloviendo, si efectivamente quiere decir que está
lloviendo, entonces ha de pretender que la expresión
satisfaga las condiciones de verdad, las condiciones de
satisfacción con dirección de ajuste descendente de que
está lloviendo. Esto es, su intención de significado es
imponer condiciones de satisfacción (es decir,
condiciones de verdad) sobre condiciones de satisfacción
(la expresión). Su expresión tiene ahora una función de
estatus, representa, verdadera o falsamente, el estado de
cosas correspondiente al tiempo meteorológico. Y el
hablante no es neutral respecto de la verdad o la falsedad,
porque su afirmación es una afirmación que aspira a la
verdad. Tal imposición de esa clase de función de
estatus, de condiciones de satisfacción sobre
condiciones de satisfacción, es ya un compromiso. ¿Por
qué? Porque la aserción era una acción intencional libre
del hablante. Se comprometió al afirmar que estaba
lloviendo y, por ello, está ahora comprometido con la
verdad de la proposición aseverada. Cuando impone
intencionalmente condiciones de satisfacción sobre
condiciones de satisfacción, al estilo de una aserción,
asume la responsabilidad de que aquellas condiciones
sean satisfechas. Y ese compromiso es ya una razón para
la acción independiente-del-deseo. Por ejemplo, el
hablante ha creado ahora una razón para aceptar las
consecuencias lógicas de su aserción, para no negar lo
que ha dicho, para ser capaz de facilitar evidencia o
justificación de lo que ha dicho, y para hablar de forma
sincera cuando lo dice. Todo esto es el resultado de las
reglas constitutivas para hacer aserciones, y el hablante
recurre a esas reglas cuando impone condiciones de
satisfacción sobre condiciones de satisfacción. La
creación de compromisos crea razones para la acción
independientes-del-deseo, y el compromiso ya está
incorporado en la estructura del acto de habla. Al hacer
una aserción, el hablante presenta una proposición con
dirección de ajuste descendente. Su aserción de que está
lloviendo será verdadera o falsa dependiendo de si
realmente está lloviendo. Pero el compromiso que asume
será satisfecho sólo si el mundo es realmente de la manera
que él dice que es, sólo si está lloviendo.
Hasta ahora hemos considerado sólo aserciones,
pero realmente todas las formas estándar de actos de
habla con contenidos proposicionales completos incluyen
la creación de razones para la acción independientes-del-
deseo, debido a que la imposición intencional de
condiciones de satisfacción compromete u obliga al
hablante de varias maneras. Incluso las peticiones y las
órdenes, aunque su contenido proposicional se refiera a
las condiciones impuestas sobre el oyente más que sobre
el hablante, comprometen también al hablante de varias
maneras. Si, por ejemplo, te ordeno que salgas de la
habitación, me comprometo a permitirte salir de la
habitación y a querer que salgas de la habitación.
¿Qué es entonces un compromiso? La manera de
responder a esta pregunta consiste en observar la
estructura lógica de los compromisos. Los compromisos
son entidades factitivas que reúnen nuestra condición para
ser razones para la acción. Un compromiso tiene un
contenido proposicional y una dirección de ajuste
ascendente. De este modo, si tengo el compromiso de ir a
Barcelona la próxima semana, el contenido proposicional
es “que vaya a Barcelona la próxima semana”, y la
dirección de ajuste es ascendente. El compromiso se
satisface sólo si el mundo cambia para ajustarse al
contenido del compromiso, sólo si efectivamente voy a
Barcelona. Sin pretender ofrecer “condiciones necesarias
y suficientes” podemos decir que un compromiso es la
adopción de un curso de acción o decisión (u otro
contenido intencional; uno puede, por ejemplo, tener un
compromiso con creencias o deseos), en donde la
naturaleza de la adopción proporciona una razón para
llevar a cabo dicho curso de acción. Así, por ejemplo, yo
estoy comprometido con la práctica de la filosofía. Y este
compromiso me da una razón para seguir incluso en los
días difíciles en los que nada sale como uno espera. De
manera similar, uno puede estar comprometido con la fe
católica o con el partido socialista. Cuando Paula dice
que Jaime no quiere “comprometerse”, quiere decir que él
no está dispuesto a adoptar una postura que le dé una
razón para continuar con cierta conducta y ciertas
actitudes. Tales razones son independientes-del-deseo,
aunque esto nos lo oculta el hecho de que los tipos de
compromiso que he descrito son compromisos para hacer
aquello que, en cualquier caso, uno puede querer hacer.
En este capítulo me ocuparé principalmente de una forma
especial de compromiso, aquella en la que uno crea un
compromiso con otra persona mediante la imposición de
condiciones de satisfacción sobre condiciones de
satisfacción.
Una vez que vemos la estructura lógica de los
compromisos, resulta más fácil ver cómo podemos crear
un compromiso al realizar un acto de habla. No todos los
compromisos se crean a través de la realización de un
acto de habla. Por ejemplo, uno puede comprometerse con
cierta actitud simplemente adoptando la firme intención de
continuar con dicha actitud, pero lo que estoy ahora
mismo considerando es el género de compromisos que se
crean públicamente, normalmente enfocados hacia otras
personas. Podemos crear tal compromiso para nosotros
mismos imponiendo condiciones de satisfacción sobre
alguna otra entidad. Es más difícil ver cómo funciona esto
para los asertivos que para los compromisorios, ya que en
el caso de una aserción estamos imponiendo a la
expresión unas condiciones de satisfacción con dirección
de ajuste descendente, esto es, estamos haciendo una
afirmación verdadera. Pero hacer una afirmación
verdadera es también imponer compromisos sobre
nosotros mismos. Al hacer una aserción asumimos la
responsabilidad de la verdad, la sinceridad, y la
evidencia. Y tales responsabilidades, al igual que los
compromisos en general, tienen dirección de ajuste
ascendente. Estas responsabilidades se cumplen si el
mundo es tal que la expresión es verdadera y si el
hablante es sincero y dispone de evidencia respecto de su
aserción.
¿Pero por qué tales compromisos, obligaciones y
responsabilidades vinculan al agente? ¿Por qué no puede,
racionalmente hablando, simplemente ignorarlos? ¿Por
qué no son constructos sociales como lo son otros?
Porque el hablante mantiene una relación especial con sus
propias aserciones, dado que las crea como sus propios
compromisos. Se ha vinculado a sí mismo, libre e
intencionalmente, con la asunción de sus compromisos.
Puede ser indiferente a la verdad de las aserciones de otra
persona, puesto que no se ha comprometido a sí mismo
con ellas. Pero no puede ser indiferente a la verdad de sus
propias aserciones, precisamente porque son
compromisos suyos.
¿Y cómo puede tal compromiso abstracto e
independiente-del-deseo dar lugar a un deseo secundario?
¿Cómo puede motivar? Bien, pregúntese a sí mismo
¿cómo la evidencia, la demostración e incluso la verdad
motivan por sí mismas a alguien a creer algo que no
quiere creer? Por ejemplo, muchos no querían creer en el
teorema de Gödel porque destruía sus proyectos de
investigación. Pero una vez que reconocieron la validez
de la demostración no tenían, racionalmente hablando,
elección. Reconocer la validez de la demostración es ya
reconocer una razón para aceptarla, y reconocer una razón
para aceptarla es ya reconocer una razón para querer
aceptarla. La lección a extraer de este caso, y de otros que
consideraremos, es que las razones independientes-del-
deseo motivan del mismo modo que lo hacen otras
razones. Una vez que se reconoce algo como una razón
válida para actuar, esto es, una vez que se reconoce una
entidad factitiva, de la que uno mismo es sujeto, y que
tiene una dirección de ajuste ascendente, ya se ha
reconocido como fundamento para querer hacer lo que uno
está comprometido a hacer. Mi deseo de decir la verdad o
de mantener mi promesa se deriva del hecho de que
reconozco que estoy haciendo un enunciado o de que he
hecho una promesa, de que los enunciados y las promesas
crean compromisos y obligaciones, y de que se espera que
yo cumpla mis compromisos y obligaciones, del mismo
modo que mi deseo de que me empasten una muela se
deriva de mi reconocimiento de que necesito impedir que
se caiga y de mi deseo de preocuparme por mis
necesidades de salud.
Se tiende a suponer que la manera en que las razones
dependientes-del-deseo motivan deseos secundarios no es
problemática. Pero la manera en que las razones
dependientes-del-deseo motivan no es ni más ni menos
problemática que la manera en que motivan las razones
independientes-del-deseo. Reconozco que mi deseo de
que mi muela no se caiga es una razón para que me la
empasten y, por tanto, una razón para querer que me la
empasten. Reconozco también que el hecho de que deba
dinero es una razón para devolverlo, y, por tanto, una
razón para querer devolverlo. En cada caso, el
reconocimiento de una entidad factitiva válida de la que
uno mismo es sujeto, y que tiene dirección de ajuste
ascendente, es una razón para realizar una acción y, por
tanto, una razón para querer realizar la acción.
Lo que dificulta observar que no hay nada
especialmente problemático en cómo las razones
independientes-del-deseo pueden motivar se deriva en
parte de la tendencia en nuestra tradición a pensar que la
motivación ha de ser un asunto relacionado con
condiciones causalmente suficientes. Un punto débil de
nuestra tradición es el de suponer que cualquier
explicación de la motivación ha de mostrar cómo la
acción se sigue de manera necesaria, cómo el agente ha de
realizar la acción si realmente dispone de las razones
correctas. Ese error se deriva de no lograr reconocer la
brecha. Podría reconocer mi necesidad de que me
empasten la muela, o podría reconocer mi obligación y,
aun así, no actuar de acuerdo con ninguna de ambas
razones. Así pues, en una explicación de la fuerza
motivadora de las razones para la acción independientes-
del-deseo, no estamos intentando mostrar que éstas causan
las acciones mediante condiciones suficientes. No lo
hacen. Como tampoco lo hacen otras racionales razones
para la acción.
Un paso imprescindible para comprender la
motivación es clarificar las relaciones entre el punto de
vista de la tercera persona y el de la primera persona.
Desde el punto de vista de la tercera persona, toda
sociedad tiene un conjunto de estructuras institucionales, y
los miembros de esa sociedad están, de varios modos, y
ante los demás, vinculados por las estructuras deónticas
que se hallan en el seno de esas estructuras
institucionales. Están vinculados como esposos, esposas,
ciudadanos, contribuyentes, etc. Pero con lo dicho hasta
aquí no se ha dicho nada sobre el punto de vista de la
primera persona. ¿Por qué yo, como un yo consciente,
debería preocuparme lo más mínimo de lo que otros
piensen que yo estoy sujeto u obligado a hacer? La
respuesta es que desde el punto de vista de la primera
persona, yo, actuando en el seno de esas estructuras
intencionales, puedo crear voluntaria e intencionalmente
razones independientes-del-deseo para mí mismo. Las
estructuras intencionales me posibilitan hacer esto, pero
—y éste es el punto crucial— las obligaciones,
compromisos y otros motivadores que de este modo pueda
crear no se derivan de la institución, sino de mi
intencional y voluntaria asunción de tales obligaciones,
compromisos y deberes. Debido a este hecho, el
reconocimiento de esos motivadores se me puede requerir
racionalmente como agente consciente que soy. Esto es
obvio en el caso de las promesas, e igualmente verdadero,
si bien menos obvio, en el caso de los enunciados. Una
vez que he emitido la oración “Prometo”, no me es
posible decir “Sí, lo dije, pero no veo por qué eso
significa hacer una promesa”, y una vez que he hecho la
promesa no me es posible decir “Sí, hice una promesa,
pero no veo por qué eso me coloca bajo una obligación”.
De forma similar, si dije “Está lloviendo” no me es
posible decir “Sí, lo dije, pero no veo por qué eso
significa hacer un enunciado”, y una vez que he hecho un
enunciado no me es posible decir “Sí, hice un enunciado,
pero no veo por qué eso es algo que me comprometa con
su verdad”.
Hasta ahora he presentado, de manera más bien
rápida, una visión general de los principales argumentos
que presentaré en este capítulo. Los he tratado sólo a un
nivel básico, atómico. Más adelante pasaremos a niveles
superiores y volveré a plantear con más detalle el
argumento sobre cómo las razones independientes-del-
deseo pueden motivar acciones. Veamos cómo la
explicación de las aserciones presentada hasta ahora
reúne nuestras condiciones de adecuación.
1. La explicación es completamente naturalista.
Nuestras capacidades son una extensión de capacidades
animales más primitivas, especialmente de los primates.
Los simios tienen la capacidad de la intencionalidad, pero
no tienen la capacidad de tener el segundo nivel de
intencionalidad, en el cual se pueden imponer condiciones
de satisfacción sobre condiciones de satisfacción. No
tienen la capacidad de asumir un compromiso con la
verdad de la proposición de que, pongamos por caso, esté
lloviendo, imponiendo condiciones de satisfacción sobre
condiciones de satisfacción. Además, no tienen
instituciones creadas socialmente gracias a las cuales
podemos hacer todo eso de formas reconocibles por otros
miembros de nuestra especie y que, por tanto, nos
capacitan a comunicar esos compromisos a otros
miembros de nuestra especie.
2. El mecanismo que usamos para la creación de
razones para la acción independientes-del-deseo es el
conjunto de reglas constitutivas de los actos de habla y su
realización en la estructura semántica de los lenguajes
humanos efectivos. Cualquier lenguaje lo bastante rico
como para permitir al hablante llevar a cabo una aserción,
una orden, o una promesa, servirá para esa tarea. En la
vida real el hablante y el oyente se verán típicamente
envueltos en otras estructuras institucionales, tales como
el dinero, la propiedad, las naciones-estado o los
matrimonios. Las estructuras, tanto lingüísticas como no
lingüísticas, son complejas. Pero no son misteriosas, y las
he descrito detalladamente en otros escritos[3].
3. Las razones para la acción independientes-del-
deseo se crean imponiendo condiciones de satisfacción
sobre condiciones de satisfacción. Todas las imposiciones
de este tipo son compromisos, y todos estos compromisos
crean razones para la acción independientes-del-deseo.
Allí donde la condición de satisfacción hace referencia al
hablante, como en el caso de un voto o de una promesa, y
el contenido proposicional especifica alguna acción
voluntaria del hablante, hay una creación explícita de una
razón para la acción independiente-del-deseo en la
imposición de esas condiciones de satisfacción. En el
caso de la aserción, el compromiso con la acción es sólo
implícito, aunque, no obstante, es un compromiso.
Imponer condiciones de satisfacción sobre lo expresado
impone compromisos sobre el hablante.
4. Los compromisos que uno asume son vinculantes
para él porque son sus compromisos. Esto es, al hacer
libre e intencionalmente una aserción, lo que conlleva un
compromiso con su verdad, no es racionalmente posible
decir que se es indiferente a su verdad, sinceridad,
consistencia, evidencia o entrañamiento. La racionalidad
reconocedora es suficiente. Uno tiene simplemente que
reconocer sus propios compromisos, que él mismo ha
creado, y sus consecuencias lógicas.
5. La razón de que tales razones puedan motivar es
que se han creado como motivadores. Es decir, uno ha
creado una entidad factitiva con un contenido
proposicional que tiene la dirección de ajuste ascendente,
la cual le vincula. Debido al ejercicio de la propia
voluntad, al imponer condiciones de satisfacción sobre
condiciones de satisfacción, uno vincula su voluntad en el
futuro en relación a aquellas condiciones. Esto resultará
más obvio cuando consideremos las promesas, pero casi
todos los actos de habla tienen un componente de
promesa. Durante bastante tiempo los filósofos intentaron
tratar a las promesas como una clase de aserción. Sería
más preciso pensar en las aserciones como una clase de
promesa de que algo ocurre.
6. Obsérvese que hemos enunciado la respuesta a las
condiciones (1)-(5) sin referencia a ningún principio
sustantivo externo. Principios tales como “Deberías decir
la verdad”, “No deberías mentir”, o “Deberías ser
consistente en tus aserciones”, son internos a la noción de
aserción. No se necesita ningún principio moral externo
para tener los compromisos pertinentes. El compromiso
con la verdad está incorporado en la estructura de la
intencionalidad de la aserción.

6.2. Motivación y dirección de ajuste

Hasta ahora he dado una explicación básica de cómo


alguien puede crear compromisos y ser motivado por
ellos. En este apartado quiero añadir algunos detalles
más. Francamente, la explicación dada hasta ahora no me
parece muy discutible, ni siquiera sugerente. Pero tengo
que decir que se enfrenta a enormes resistencias. ¿Por
qué? Gran parte de la resistencia procede de nuestra
peculiar tradición filosófica, según la cual una
explicación de ese tipo es imposible. De acuerdo con la
tradición, ha de haber una distinción estricta entre hecho y
valor, entre “es” y “debe ser”. Esta tradición ha producido
un sinfín de libros sobre el lugar de los valores en un
mundo de hechos y las fuentes de la normatividad en un
mundo así. Esa misma tradición contiene una obsesión
poco saludable respecto de algo llamado “ética” o
“moralidad”, y los autores rara vez se interesan realmente
por las razones para la acción, mientras que se muestran
siempre muy impacientes por tratar su asunto favorito de
la ética. Consideran que los hechos no son problemáticos,
y que los valores sí requieren una explicación. Sin
embargo, si pensamos cualquier asunto desde el punto de
vista de bestias biológicas sudorosas como nosotros,
veremos que la normatividad está más o menos por todas
partes. El mundo se compone, efectivamente, de hechos
que son en gran medida independientes de nosotros, pero
una vez que empezamos a representar esos hechos, con
una u otra dirección de ajuste, ya tenemos normas, y estas
normas vinculan al agente. Toda intencionalidad tiene una
estructura normativa. Si un animal tiene una creencia, la
creencia está sujeta a las normas de verdad, racionalidad
y consistencia. Si un animal tiene intenciones, esas
intenciones pueden tener éxito o fallar. Si un animal tiene
percepciones, tales percepciones pueden tener éxito o no
a la hora de proporcionarnos información certera sobre el
mundo. Y el animal no puede ser indiferente a la verdad,
el éxito o la precisión, puesto que los estados
intencionales en cuestión son los estados de ese mismo
animal. Si tú tienes una creencia, yo puedo ser indiferente
respecto de la verdad o falsedad de tu creencia, pero si yo
tengo una creencia no puedo de la misma manera ser
indiferente, ya que se trata de mi creencia, y el requisito
normativo de la verdad está incorporado en la creencia.
Desde el punto de vista del animal no es posible salir de
la normatividad. La desnuda representación de un es le da
al animal un debe ser.
Lo que es especial en los animales humanos no es la
normatividad, sino más bien la capacidad humana para
crear, mediante el uso del lenguaje, un conjunto público
de compromisos. Los humanos hacemos esto al realizar
actos de habla públicos en los que el hablante impone
intencionalmente condiciones de satisfacción sobre
condiciones de satisfacción. Estos actos de habla son
posibles gracias a la existencia de estructuras
institucionales que el hablante usa para realizar actos de
habla significativos y para comunicarlos a otros
hablantes/oyentes. Con el uso de este mecanismo el
hablante puede asumir compromisos cuando impone
condiciones de satisfacción sobre condiciones de
satisfacción. De hecho, no hay forma de evitar asumir
compromisos. El acto de habla de aseverar es un
compromiso con la verdad, el acto de habla de prometer
es un compromiso con una acción futura. Ambos parten
del hecho de que el hablante impone condiciones de
satisfacción sobre condiciones de satisfacción. Los actos
de habla comprometen al hablante con el segundo conjunto
de condiciones de satisfacción. En el caso de una aserción
se compromete con la verdad de la aserción; en el caso de
una promesa se compromete a llevar a cabo el acto que ha
prometido realizar.
Una vez se crea una motivación, su reconocimiento
proporciona una razón interna para la acción. Es
importante aclarar este punto. La aceptación de algún
motivador externo, por disparatado que resulte, puede
ofrecer al agente una razón interna para una acción. Si
irracionalmente llego a estar convencido de que hay un
tigre escondido bajo mi mesa, he aceptado entonces la
existencia de un peligro y, por consiguiente, tengo una
razón para actuar, por irracional que mi razón pueda ser.
Lo crucial de las razones para la acción independientes-
del-deseo es, no obstante, que su aceptación se requiere
racionalmente como asunto de la racionalidad
reconocedora, una vez que el agente ha creado, libre e
intencionalmente, la razón en cuestión.
Consideremos el caso que he discutido anteriormente
en el que hice el enunciado de que está lloviendo.
Siempre que hago un enunciado tengo una razón para
hablar con sinceridad. ¿Por qué? Porque un enunciado es
simplemente un compromiso con la verdad de la
proposición expresada. No hay brecha alguna entre hacer
un enunciado y comprometerse con su verdad. Esto es, no
hay dos rasgos independientes del acto de habla, uno,
hacer un enunciado, y otro, comprometerme con su
verdad, lo único que hay es hacer el enunciado, lo cual es,
eo ipso, un compromiso con su verdad. Supóngase que
alguien me pregunta “¿Qué tiempo hace fuera?”, y yo digo
“Está lloviendo”. Con ello me he comprometido con la
verdad de la proposición de que está lloviendo. Mi
compromiso con la verdad resulta más obvio en casos en
los que estoy mintiendo. Si no creo realmente que esté
lloviendo, pero miento y digo “Está lloviendo”, mi
expresión se me hace inteligible como una mentira
precisamente porque entiendo que la expresión me
compromete con la verdad de una proposición que no creo
que sea verdadera. Y la mentira puede tener éxito como
mentira precisamente porque tú consideras que estoy
haciendo un enunciado y, por tanto, comprometiéndome
con la verdad de la proposición expresada. Algo parecido
se puede hacer con los errores. Supóngase que no estoy
mintiendo, sino que estoy auténticamente equivocado. He
dicho sinceramente que está lloviendo, sin embargo, no
está lloviendo. En tal caso, hay todavía algo erróneo en mi
acto de habla, a saber, que es falso. ¿Pero por qué eso es
erróneo? Después de todo, para toda proposición
verdadera hay una falsa. Es erróneo porque el objetivo de
un enunciado es ser verdadero, y éste no lo logra porque
es falso. Cuando hago un enunciado me comprometo con
su verdad, y en este caso mi error hace que mi
compromiso falle.
El modelo clásico no puede dar cuenta de estos
simples hechos de ninguna manera. Se ve obligado a decir
que hay dos fenómenos separados, la institución de la
realización de enunciados y, a continuación, como algo
externo a eso, el principio de que uno ha de intentar decir
la verdad. ¿Qué razón tengo para intentar decir la verdad
cuando hago un enunciado? El teórico clásico está
obligado a decir que no tiene en absoluto ninguna razón
en virtud exclusivamente del hecho de realizar el
enunciado. La única razón que yo podría tener sería que
sintiese que mentir acarrearía malas consecuencias, que
sostuviera un principio moral, el cual es lógicamente
independiente de hacer un enunciado que afirme que la
falsedad es algo erróneo, que simplemente sintiera cierta
inclinación a decir la verdad, o que tuviera alguna otra
razón externa para hacer el enunciado. En el modelo
clásico, tales razones son independientes de la naturaleza
de la realización de enunciados como tal. Yo estoy
afirmando, por el contrario, que no hay manera de
explicar lo que es un enunciado sin explicar que el
compromiso con la verdad es interno a la realización de
enunciados.
¿Pero por qué el compromiso con la verdad es
interno a la realización de enunciados? ¿Por qué la
institución de la realización de enunciados no podría ser
diferente, de tal modo que hagamos enunciados pero no
nos comprometamos con su verdad? ¿Qué tiene de raro el
compromiso? Bien, en algún sentido uno puede realizar
actos de habla sin sus compromisos normales. Esto es lo
que ocurre en las obras de ficción. En las obras de ficción
nadie considera al autor responsable de la verdad de las
afirmaciones que hace en el texto. Entendemos estos casos
como derivados o parasitarios de formas más
fundamentales, en las que los compromisos lo son
respecto de las condiciones de verdad de la expresión
efectiva. Pero, por repetir la pregunta, ¿por qué? Y la
respuesta se sigue de la naturaleza del propio significado.
La razón por la que estoy comprometido con la verdad de
la afirmación de que está lloviendo cuando digo que está
lloviendo es que, al producir la expresión de que está
lloviendo, he impuesto intencionalmente ciertas
condiciones de satisfacción sobre esa expresión.
Suponiendo que no estoy sólo practicando mi
pronunciación, ensayando para una actuación, o recitando
un poema, cuando afirmo seriamente que está lloviendo,
estoy comprometido con la verdad de la proposición, ya
que he impuesto intencionalmente el compromiso con esa
verdad sobre la expresión cuando impuse
intencionalmente las condiciones de satisfacción de que
esté lloviendo sobre las condiciones de satisfacción de mi
intención-en-la-acción de que esa intención-en-la-acción
produzca los sonidos “Está lloviendo”. Y, repitámoslo, lo
que hace posible que haga esto de una manera accesible
públicamente es que soy uno de los participantes en la
institución humana del lenguaje y de los actos de habla.
Quiero aplicar ahora alguna de estas lecciones a la
razón práctica tal como se la interpreta más
tradicionalmente. En muchos casos de razón práctica, uno
crea una razón ahora para realizar un acto en el futuro.
Creo que la única manera de entender cómo la acción
racional voluntaria puede crear razones para acciones
futuras es observar el asunto de cerca. Consideremos las
clases de casos que ocurren en la vida cotidiana.
Supóngase que entro en un bar y pido una cerveza.
Supóngase que bebo la cerveza y llega la hora de pagarla.
Ahora la cuestión es, dando por sentado el mero hecho de
que con mi conducta he procurado estar sujeto a la
obligación de pagar la cerveza, ¿he de tener además una
razón independiente de este hecho, tal como un deseo de
pagar la cerveza, o algún otro elemento apropiado de mi
conjunto motivacional, a fin de tener una razón para pagar
la cerveza? Esto es, para saber si tengo una razón para
pagar la cerveza, ¿tengo que escudriñar primero mi
conjunto motivacional para ver si encuentro algún deseo
de pagar la cerveza, o para ver si tengo ciertos principios
generales relacionados con pagar la cerveza que he
bebido? Me parece que la respuesta es que no. En tal
caso, al pedir la cerveza y beberla cuando me la trajeron,
he creado ya intencionalmente un compromiso u
obligación de pagarla, y tales compromisos y
obligaciones son especies de razones.
Es un despropósito del modelo clásico no poder dar
cuenta de un caso tan obvio como el descrito. Al igual que
en el caso de decir la verdad, el defensor del modelo
clásico está obligado a decir que tengo una razón para
pagar la cerveza sólo si puedo localizar el deseo
pertinente en mi “conjunto motivacional”. En oposición a
esto, quiero afirmar que en esta situación he creado una
razón para pagar la cerveza simplemente al pedirla y
beberla.
¿Cuáles son exactamente los rasgos formales de la
situación que me han capacitado para crear tal razón?
¿Cuáles son exactamente las condiciones de verdad de la
afirmación: el agente A tiene una razón independiente-del-
deseo para realizar el acto X en el futuro? ¿Qué hecho
respecto del agente hace que sea el caso que posea tal
razón? Bien, una clase de hecho que sería suficiente es: el
agente A ha creado para él mismo una razón
independiente-del-deseo para realizar el acto X en el
futuro. Así que ahora nuestra pregunta se reduce a: ¿cómo
hace uno para crear algo así? Ya he respondido a esta
pregunta como una pregunta lógica sobre condiciones de
satisfacción, pero considerémosla ahora
“fenomenológicamente”. ¿Qué impresión tenía el agente A
cuando pidió la cerveza? Bien, si yo soy el agente, la
manera que tengo de ver la situación es: estoy realizando
ahora un acto en el que estoy intentando conseguir que el
camarero me traiga una cerveza entendiendo que estoy
bajo la obligación de pagarla si me la trae. Pero si ésa es
la intención entonces, al realizarla, si el camarero me trae
la cerveza, he hecho que sea el caso el tener yo ahora una
obligación y, por tanto, una razón, que será para mí una
razón para actuar en el futuro, y esa razón que ahora creo
será independiente de mis otros futuros deseos. En tal
caso, una condición suficiente para que un acto cree una
razón para mí es que yo procure que tal acto cree una
razón para mí.
El mecanismo formal mediante el cual creo una
obligación es por completo análogo al mecanismo formal
mediante el cual creo un compromiso en el caso de la
realización de enunciados. En este caso, sin embargo,
imponía a mi expresión unas condiciones de satisfacción
con una dirección de ajuste ascendente. Asumí la
obligación de hacer algo. Esto es difícil de ver porque no
lo hago explícitamente en la expresión. Tan solo dije
“Tráeme una cerveza”, y esa expresión tiene como
condiciones de satisfacción, con dirección de ajuste
ascendente, que el oyente ha de traerme una cerveza. Pero
la total comprensión de la situación, que tendremos
ocasión de examinar en detalle cuando consideremos el
prometer, consiste en que he impuesto también
condiciones de satisfacción sobre mí mismo, sobre mi
conducta futura. Y las he impuesto en la forma de una
obligación condicional. Las obligaciones tienen dirección
de ajuste ascendente, o mundo-a-obligación. La
obligación se satisface o se cumple sólo si el mundo
cambia según la conducta de la persona que tiene la
obligación, para ajustarse al contenido de la obligación.
Las obligaciones son, por tanto, una especie de
motivadores externos. Su existencia es epistémicamente
objetiva aunque, puesto que son creadas siempre por seres
humanos, y existen sólo en relación a las actitudes de los
seres humanos, son ontológicamente subjetivas. Y como
hemos tenido ocasión de ver repetidas veces, la
subjetividad ontológica no implica subjetividad
epistémica. Puede ser una simple cuestión de hecho que
yo esté bajo una obligación, incluso aunque la creación y
la existencia de la obligación sean relativas-al-
observador.
La presuposición de la libertad del agente es crucial
en el caso tal como lo he descrito. Desde el punto de vista
de la primera persona, al asumir libremente crear una
razón para mí mismo, he manifestado ya un deseo de que
tal o cual cosa sea una razón para mí. He vinculado ya mi
voluntad en el futuro mediante el libre ejercicio de mi
voluntad en el presente. Al final, todas estas preguntas han
de tener respuestas triviales. ¿Por qué algo es una razón?
Porque la he creado como una razón. ¿Por qué es una
razón para mí? Porque la he creado libremente como una
razón para mí.
En la discusión sobre el fenómeno de la brecha en
los capítulos 1 y 3 vimos que todas las razones efectivas
son creadas por el agente. Pero la peculiaridad de la
creación de razones independientes-del-deseo para
acciones futuras consiste en que yo ahora, mediante el
ejercicio de una razón efectiva, he creado una razón
potencialmente efectiva para mí con la que actuar en el
futuro. La tradición filosófica plantea el problema al
revés. El problema no es “¿Cómo pueden existir razones
independientes-del-deseo para mí?”, sino más bien
“¿Cómo podría ser una razón para mí, sea cual sea su
género, algo que yo no he creado como una razón para mí,
incluyendo las razones independientes-del-deseo?”. En la
realización de una acción voluntaria hay una brecha entre
las causas y la realización efectiva de la acción, y la
brecha se supera simplemente cuando realizo la acción; y
en ese caso, la realización de la acción es ella misma la
creación de una razón para una acción posterior.
Por lo que respecta a la motivación, en el caso que
he descrito la razón puede ser el fundamento del deseo y
no a la inversa. En castellano ordinario, la descripción
correcta del caso es “Quiero pagarlo porque tengo
obligación de hacerlo”. Y la conexión entre razón,
racionalidad y deseo es la siguiente: el reconocimiento de
algo como una obligación vinculante es ya el
reconocimiento de algo cuya ontología es la de un
motivador externo, esto es, una entidad con dirección de
ajuste ascendente. Reconocer la validez de tal entidad es
ya reconocer una razón para actuar. Y el reconocimiento
de algo como una razón para actuar es ya el
reconocimiento de ese algo como una razón para desear
realizar la acción.

6.3. La solución de Kant al problema de la


motivación

Kant, en La fundamentación de la metafísica de las


costumbres[4], se enfrentó a un problema formalmente
similar al que estoy discutiendo. Mi problema es ¿cómo
pueden las razones independientes-del-deseo motivar
acciones de forma efectiva, si toda acción es la expresión
de un deseo de realizar esa acción? Kant formula su
problema de esta forma: “¿Cómo puede ser práctica la
razón pura?”. Y lo explica diciendo que se trata de la
cuestión de por qué podemos tener interés en el
imperativo categórico. Un interés es aquello en virtud de
lo cual la razón se convierte en práctica, es decir, se
convierte en una causa que determina la voluntad de
actuar. Pienso que la respuesta de Kant a esta pregunta es
inadecuada. Esto es lo que dice: “Si vamos a querer
acciones para las cuales la razón por sí misma prescribe
un ‘debe ser’ a un ser racional, si bien susceptible de
sensibilidad, hay que reconocer que resulta necesario que
la razón tenga el poder de infundir un sentimiento de
placer o satisfacción en el cumplimento del deber y, por
consiguiente, que posea un género de causalidad según el
cual poder determinar la sensibilidad de acuerdo con
principios racionales” (pág. 128). Así pues, según el
punto de vista de Kant, la razón pura tiene que causar un
sentimiento de placer, y sólo debido a ese sentimiento de
placer somos realmente capaces de actuar conforme a los
dictados de la razón pura. Kant admite que nos resulta
totalmente ininteligible cómo la razón pura puede causar
tal sentimiento de placer, ya que sólo podemos descubrir
relaciones de causa y efecto entre los objetos de
experiencia, y la razón pura no es un objeto de
experiencia.
Pienso que éste es un mal argumento. Kant afirma que
no podemos actuar de acuerdo con razones para la acción
independientes-del-deseo, a menos que, de una manera u
otra, obtuviéramos un “sentimiento de placer” al actuar
así. Pienso que Kant no logra entender la dirección de
ajuste. Esto es, pienso que podemos realizar muchas
acciones en las que no hay “sentimiento de placer”, sino
tan solo el reconocimiento de que tenemos una razón
válida para llevarlas a cabo. No tengo por qué tener un
“sentimiento de placer” cuando hago que me empasten una
muela, del mismo modo que no tengo por qué tener ese
mismo sentimiento cuando mantengo mis promesas. Podría
obtener alguna satisfacción del que me empasten una
muela o del cumplimiento de mi promesa, pero no es
lógicamente necesario tener un sentimiento de ese tipo
para que me empasten la muela o para mantener mi
promesa. De acuerdo con el punto de vista que estoy
presentando, el reconocimiento de la validez de la razón
es suficiente para motivar la acción. No se necesita tener
ningún placer, deseo o satisfacción adicionales. La
motivación para realizar la acción es precisamente la
motivación para querer realizar la acción.
Éste es un punto absolutamente crucial, tanto para la
argumentación de Kant como para la de este libro, e
incluso para el debate sobre el modelo clásico en general.
Kant, aunque ataca al modelo clásico desde diversos
frentes, acepta uno de sus peores rasgos. Kant supone que
no podría, en este mismo instante, realizar intencional y
voluntariamente una acción, a no ser que, en este mismo
instante, tuviese un “sentimiento de placer” en la
realización de esa acción. Si toda acción realmente se
consuma para satisfacer un deseo, y si toda acción es ella
misma la expresión de un deseo de realizar esa acción,
entonces ha de haber satisfacción de algún deseo en la
realización de cualquier acción. Pero esto es un nido de
confusiones que voy a procurar aclarar. Consideremos en
primer lugar los casos en los que una acción se lleva a
cabo para satisfacer un deseo. Hago que me empasten la
muela para satisfacer mi deseo de evitar que se caiga.
Consigo que me la empasten porque en ese momento
quiero que me la empasten. Pero de ello no se sigue en
absoluto y en ningún sentido la necesidad de ningún
“sentimiento de placer” en mi acción intencional. El deseo
primario de que mi muela no se caiga puede motivar el
deseo secundario de que me la empasten el cual, a su vez,
puede motivar la acción. Pero el placer o la satisfacción
que obtengo al tener mi muela reparada ni se traslada a la
actividad de empastar la muela ni hay necesidad de que
así sea. Éste es un caso en el que tengo una razón
dependiente-del-deseo para desear algo, pero el modo en
el que la razón dependiente-del-deseo fundamenta el
deseo secundario es exactamente el mismo en el que una
razón independiente-del-deseo fundamenta un deseo
secundario. Mi deseo de mantener mi promesa se deriva
del hecho independiente-del-deseo de que he hecho una
promesa y tengo, por tanto, una obligación. Sin embargo,
no es más necesario que yo derive un sentimiento de
placer al mantener mi promesa para que yo realice
intencionalmente la acción de mantener mi promesa, de lo
necesario que es que yo derive un sentimiento de placer
del que me empasten la muela para que yo satisfaga mi
deseo primario de que mi muela no se caiga. El error de
Kant explicita por completo un error que en la mayor
parte de los autores de la tradición clásica sólo se halla
implícito. Si toda acción es la expresión de un deseo de
realizar esa acción, y toda acción exitosa deriva en la
satisfacción del deseo, parece entonces que lo único que
puede motivar una acción es la satisfacción de un deseo,
esto es, un sentimiento de placer. Pero esto es una falacia.
Del hecho de que toda acción sea, efectivamente, la
expresión de un deseo de realizar esa acción, no se sigue
que toda acción se lleve a cabo con el propósito de
satisfacer un deseo, ni se sigue que las acciones puedan
estar motivadas sólo por la satisfacción del deseo, en el
sentido de un sentimiento de placer.

6.4. Prometer como un caso especial

En las discusiones sobre estas cuestiones se suele invertir


una gran cantidad de tiempo en el prometer, pero estoy
intentando destacar aquí que el fenómeno de las razones
independientes-del-deseo creadas por un agente es algo
bastante extendido. Sin tener esto presente no se podría
empezar a entender la vida social, siendo el prometer sólo
una clase pura y especial de caso. No obstante, la historia
de los debates sobre el prometer es reveladora, y seré
capaz de explicar mejor aquello a favor de lo que estoy
argumentando si explico la obligación de mantener una
promesa y expongo alguno de los errores más comunes. La
pregunta es: ¿qué razón tenemos para mantener una
promesa? Y la respuesta obvia es: las promesas son, por
definición, una creación de obligaciones, y las
obligaciones son, por definición, razones para la acción.
Hay una pregunta complementaria: ¿cuál es la fuente de la
obligación de mantener una promesa?
No hay forma de que el modelo clásico pueda
explicar el hecho de que la obligación de mantener una
promesa es interna al acto de prometer, de igual modo que
el compromiso con decir la verdad es interno al acto de la
realización de enunciados. Esto es, prometer es, por
definición, la asunción de la obligación de hacer algo. La
tradición está obligada a negar ese hecho, pero para
negarlo, los defensores del modelo clásico se ven
obligados a decir algunas cosas extrañas, y yo creo que
erróneas. Ofrezco en este apartado una breve lista de los
errores más comunes con los que me he encontrado.
Hay tres afirmaciones comunes, aunque yo creo que
erróneas, de las que podemos deshacernos rápidamente.
La primera es suponer que hay alguna obligación moral
especial de mantener una promesa. Al contrario, si uno
piensa sobre ello verá que, estrictamente hablando, no
existe ninguna conexión especial entre prometer y
moralidad. Que, por ejemplo, te prometa ir a la fiesta que
has organizado, es una obligación social. Que sea también
una obligación moral dependerá de la naturaleza del caso,
pero en la mayoría de las fiestas a las que acudo no se
trataría de una obligación moral. A menudo hacemos
promesas en las que se ve envuelto algún asunto moral
serio, pero no hay nada en el prometer como tal que
conlleve que cualquier promesa incluya realmente asuntos
morales. No hay nada en la práctica del prometer como tal
que garantice que toda obligación de mantener una
promesa será lo bastante seria como para ser considerada
una obligación moral. Se pueden hacer promesas sobre
asuntos que sean moralmente triviales.
Un segundo error, relacionado con el anterior, es el
de suponer que si alguien promete hacer algo dañino no
hay obligación alguna de mantener la promesa. Pero esto
es obviamente erróneo. El modo correcto de describir
tales casos es decir que ciertamente se tiene la obligación
de mantener la promesa, aunque tal obligación resulte
superada por la dañina naturaleza del acto prometido.
Esto puede probarse por el método del acuerdo y la
diferencia: hay una diferencia entre la persona que ha
prometido realizar el acto y la persona que no lo ha
prometido. La persona que ha hecho la promesa tiene una
razón que no tiene la persona que no la ha hecho[5].
El tercero, y creo que el peor de los tres errores, es
suponer que la obligación de mantener una promesa es
sólo una obligación prima facie, en contraste con una
rotunda y completa obligación. Esta postura se formuló
(por Sir David Ross[6]) para intentar eludir el hecho de
que las obligaciones se hallan habitualmente en conflicto y
con frecuencia no pueden cumplirse todas. Cuando una
obligación A se antepone a una obligación B, dice Ross, B
es sólo una obligación prima facie, no una tajante y franca
obligación. He argumentado en detalle en otro lugar[7] que
esta postura es confusa y no repetiré aquí los argumentos,
sólo diré que el hecho de que B sea superada por alguna
obligación más importante no muestra que B no fuese una
obligación férrea, incondicional, etc. Para empezar, no se
puede superar algo si realmente no hay nada que superar.
“Prima facie” es un modificador epistémico de oraciones,
no un predicado de tipos de obligación, y posiblemente no
sea un término apropiado para describir el fenómeno de
las obligaciones en conflicto, en el cual una obligación es
superada por otra. La teoría de las “obligaciones prima
facie” es algo peor que mala filosofía, es mala gramática.
Creo que los siguientes son los errores graves más
comunes sobre la obligación de mantener una promesa,
derivados todos ellos en sus diversas formas de la
aceptación del modelo clásico:

6.4.1. Error número 1

La obligación de mantener una promesa es una cuestión de


prudencia. La razón para mantener una promesa es que de
no hacerlo no se confiará en mí en el futuro cuando haga
promesas.
Como es bien conocido, Hume sostuvo este
planteamiento. Pero está sujeto a una objeción decisiva e
igualmente conocida. Según esa explicación, en los casos
en los que ninguna persona viva conoce mi promesa, yo no
estaría en absoluto bajo la obligación de cumplirla. La
promesa en el lecho de muerte, hecha en privado por el
hijo a su moribundo padre, no incluiría, según esta
perspectiva, obligación alguna ya que el hijo no tiene
necesidad de contarle a nadie la promesa que ha hecho.
Además, ¿por qué no se confiará en mí en el futuro?
Sólo porque asumí una obligación y no la he cumplido. El
incumplimiento de las obligaciones como fundamento de
la desconfianza es muy diferente al mero hecho de las
expectativas frustradas. Por ejemplo, Kant daba sus
célebres paseos con una regularidad tal que sus vecinos
podían ajustar sus relojes gracias a ello. Sin embargo, si
en alguna ocasión dejó de dar su paseo a la hora esperada,
pudo con ello haber decepcionado, pero no haber
generado desconfianza como sí lo haría alguien que
reniegue de sus obligaciones. En el caso del prometer, la
desconfianza no resulta sencillamente de la frustración de
una expectativa, sino del hecho de que quien promete dio
su palabra.

6.4.2. Error número 2

La obligación de mantener una promesa se deriva de la


aceptación de un principio moral por el cual uno debería
mantener sus propias promesas. Sin tal aceptación el
agente no tiene razones, excepto quizás razones de
prudencia, para mantener una promesa.
El error aquí es el mismo que encontramos en el caso
del compromiso con la verdad cuando realizamos un
enunciado. El modelo clásico intenta hacer que la
obligación de las promesas sea externa al acto de
prometer, pero entonces se torna imposible explicar lo
que es una promesa, así como se torna imposible explicar
lo que es un enunciado si se intenta hacer que la relación
entre enunciar y comprometerse con la verdad del
enunciado sea puramente externa. Esto es, la respuesta
decisiva a esta objeción estriba en destacar que las
relaciones entre el prometer y las obligaciones son
internas. Una promesa es, por definición, un acto
consistente en asumir una obligación. No es posible
explicar lo que es una promesa a no ser en términos de
asunción de una obligación.
Del mismo modo que vimos, en el caso de la
realización de enunciados, que el compromiso con la
verdad se pone de manifiesto de forma más evidente
cuando una persona miente deliberadamente, en el caso
del prometer podemos mostrar que la obligación es
interna al acto de prometer de una forma más evidente en
el caso de una persona que hace una promesa insincera.
Supongamos que hago una promesa insincera, una
promesa que no tengo intención de cumplir. En tal caso,
mi acto de engañar me resulta totalmente inteligible, y
puede ser visto más tarde por la persona a la cual he
hecho la promesa como un acto deshonesto, precisamente
porque se entiende que cuando hice la promesa me estaba
vinculando a mí mismo, estaba asumiendo la obligación,
de hacer lo que prometí hacer. Cuando hago una promesa
no estoy lanzando una conjetura o haciendo una predicción
sobre lo que va a ocurrir en el futuro, sino que más bien
estoy vinculando mi voluntad respecto de lo que yo voy a
hacer en el futuro. Mi deshonesta promesa me resulta
inteligible como una promesa en la que asumo una
obligación sin ninguna intención de cumplir la
obligación que he asumido.

6.4.3. Error número 3 (una variante más sofisticada del


número 2)

Si las obligaciones fuesen realmente internas al prometer


entonces la obligación de mantener una promesa tendría
que derivarse de la institución del prometer. El hecho de
que alguien haga una promesa es un hecho institucional, y
cualquier obligación tendría que derivarse de la
institución. Pero entonces, ¿qué le impide a cualquier
institución estar en esa misma situación? La esclavitud es
una institución como pueda serlo el prometer. Por lo que,
si el criterio de que las promesas crean razones
independientes-del-deseo fuese correcto, el esclavo
tendría entonces una obligación, como también la tiene
quien hace una promesa, lo cual es absurdo. Esto es,
considerar independiente-del-deseo al hecho de prometer
conduce a resultados absurdos y, por tanto, ha de ser
falso. El modo correcto de tratar estos temas es darse
cuenta de que la institución es, efectivamente, el
fundamento de la obligación pero sólo porque, al margen
de la institución, aceptamos el principio de que uno
debería cumplir sus propias promesas. A menos que uno
esté a favor de la institución, la apoye de alguna manera o
la evalúe favorablemente, no existiría obligación al
prometer. Lo habitual es que hayamos sido educados para
mantener nuestras promesas y, así, adoptar una actitud
favorable hacia esa institución, por lo que no nos damos
cuenta de que nuestro apoyo a tal institución es la fuente
imprescindible de la obligación. En tanto que
instituciones, el prometer y la esclavitud están al mismo
nivel; la única diferencia, en lo referente a nuestro actual
debate, es que da la casualidad de que pensamos que lo
uno es bueno y lo otro malo. Pero la obligación no es
interna al acto de prometer, deriva externamente de la
actitud que tenemos hacia tal acto. La única manera de que
la obligación al prometer pueda ser creada es que
aceptemos el principio “No debes romper tus promesas”.
Esta objeción resume la perspectiva del modelo
clásico sobre este problema. La respuesta más simple ante
ella es: la obligación de mantener una promesa no se
deriva de la institución del prometer. Cuando hago una
promesa, la institución del prometer es sólo el vehículo,
la herramienta que uso para crear una razón. La obligación
de mantener una promesa se deriva del hecho de que al
prometer creo, libre y voluntariamente, una razón para mí
mismo. El libre ejercicio de la voluntad puede vincular a
la voluntad, y esto es un asunto lógico que no tiene nada
que ver con “instituciones”, “actitudes morales” o
“declaraciones evaluativas”. Por ello es por lo que el
esclavo no tiene ninguna razón para obedecer al
propietario de esclavos, a no ser razones prudenciales.
No ha vinculado su voluntad por medio del ejercicio de su
libertad. Visto desde fuera, el esclavo puede parecer
exactamente un trabajador contratado. Ambos podrían
recibir incluso la misma gratificación. Pero a nivel interno
es completamente diferente. El trabajador contratado ha
creado para sí una razón que el esclavo no ha creado.
Pensar que la obligación de prometer se deriva de la
institución del prometer es tan erróneo como pensar que
las obligaciones que contraigo cuando hablo castellano
han de derivarse de la institución del castellano: salvo
que piense que el castellano es, de algún modo, algo
bueno, no me encuentro bajo ninguna obligación cuando lo
hablo. Según el modelo clásico, la obligación de mantener
una promesa es siempre algo externo a la promesa misma.
Que tenga la obligación de mantener una promesa sólo
puede ser debido a que (a) pienso que la institución del
prometer es algo bueno, o a que (b) mantengo un principio
moral según el cual uno debería mantener sus propias
promesas. Hay una refutación simple de ambas posturas:
tienen la consecuencia de que, en ausencia de cualquiera
de esas condiciones, no habría ninguna obligación de
mantener una promesa. Así pues, para alguien que no
pensara que la institución del prometer era algo bueno, o
para alguien que no mantuviera el principio moral de que
uno debería mantener sus propias promesas, no existiría
razón alguna para mantener una promesa. Creo que esto es
absurdo, y he estado señalando este absurdo en distintos
lugares a lo largo de este libro.
6.4.4. Error número 4

Hay realmente dos sentidos de todas estas palabras tales


como “promesa”, “obligación”, etc., uno descriptivo y
otro evaluativo. Cuando usamos estas palabras en un
sentido descriptivo, estamos simplemente informando de
hechos, y no respaldando de modo efectivo razones para
la acción. Cuando las usamos en un sentido evaluativo,
hay algo más implicado que la sola enunciación de
hechos, dado que en este caso hemos de hacer algún juicio
moral, y tales juicios morales no pueden seguirse nunca de
los hechos en sí mismos. Así que, en realidad, hay una
ambigüedad sistemática en toda la discusión. La
ambigüedad entre los significados descriptivos y
evaluativos de las palabras.
Seré muy breve en mi respuesta a este cuarto error.
No hay tales dos sentidos de esas palabras, como no los
hay de “perro”, “gato”, “casa” o “árbol”. Por supuesto,
uno siempre puede usar las palabras de tal forma que no
impliquen los compromisos habituales. En lugar de decir
“Esto es una casa” puedo decir “Esto es lo que llaman
‘una casa’”, en cuyo caso no me comprometo en modo
alguno con la cuestión de si eso es realmente una casa
(aunque me comprometa con otras personas al llamarla
así). Ahora bien, de manera similar, si digo “Hizo una
promesa” o “Contrajo una obligación”, puedo poner entre
comillas las palabras “promesa” y “obligación” y, así,
eliminar el compromiso que acompaña al significado
literal de las palabras. Pero esta posibilidad no muestra
que haya dos sentidos en ninguna de esas palabras o que
haya alguna ambigüedad en su uso literal. El significado
literal de “promesa” es tal que alguien que haya hecho una
promesa ha contraído con ello la obligación de hacer
algo. Intentar postular sentidos adicionales de tales
palabras es esquivar el tema.

6.5. Generalizar la explicación: el papel social de


las razones
independientes-del-deseo

He intentado describir hasta ahora en este capítulo lo que


he denominado la estructura atómica de la creación de
razones para la acción independientes-del-deseo, y he
discutido algunos de los rasgos especiales de las
aserciones y de las promesas haciendo hincapié en la
crítica de la tradición filosófica en cuanto a su discusión
de la institución del prometer. He discutido brevemente
también el “nivel fenomenológico” de las razones para la
acción independientes-del-deseo, en el que uno actúa
entendiendo que tal acción creará para uno mismo una
razón para hacer algo en el futuro. Quiero ahora intentar
enunciar una explicación más general, en un nivel superior
al de la estructura atómica, del papel que juegan las
razones independientes-del-deseo en la vida social en
general. Entre otras cosas, pretendo explicar por qué la
creación de razones independientes-del-deseo por parte
de yoes libres y racionales, que están en posesión de un
lenguaje y que operan dentro de estructuras
institucionales, es algo muy extendido. Hablamos de lo
que ocurre cuando alguien se casa, pide una cerveza en un
bar, compra una casa, se matricula en una facultad o pide
una cita con su dentista. En tales casos, se recurre a una
estructura institucional de tal modo que se crea una razón
para uno mismo con la que hacer algo en el futuro
independientemente de que se tenga o no en el futuro el
deseo de hacer tal cosa. Y se trata de una razón para uno
ya que la ha creado voluntariamente como una razón para
uno.
Una explicación general del papel de las razones en
la racionalidad práctica incluye la comprensión de, al
menos, estos cinco rasgos:
(1) Libertad. (2) Temporalidad. (3) El yo y el punto
de vista de la primera persona. (4) El lenguaje y otras
estructuras institucionales. (5) Racionalidad.
Veámoslos en ese orden.

6.5.1. Libertad
He argumentado ya que la racionalidad y la presuposición
de libertad son coextensas. Una y otra no son lo mismo, si
bien las acciones serán racionalmente valorables si y sólo
si son acciones libres. La razón de la conexión es ésta: la
racionalidad ha de ser capaz de establecer una
diferencia. La racionalidad sólo es posible donde hay una
auténtica elección entre varios cursos de acción
racionales e irracionales. Si el acto se halla
completamente determinado, entonces la racionalidad no
puede establecer ninguna diferencia. Ni siquiera entra en
juego. La persona cuyo acto está exclusivamente causado
por creencias y deseos, al estilo del modelo clásico, está
actuando de manera compulsiva, totalmente fuera del
alcance de la racionalidad. Pero la persona que
libremente actúa de acuerdo con esas mismas creencias y
deseos, que de forma libre las convierte en razones
efectivas, actúa dentro de la esfera de la racionalidad. La
libertad de acción, la brecha y la aplicabilidad de la
racionalidad son coextensas.
Al actuar libremente, se puede, mediante la
imposición de condiciones de satisfacción sobre
condiciones de satisfacción, crear una razón que para mí
será una razón para hacer algo en el futuro, sin tener en
cuenta que me apetezca hacerlo cuando llegue el momento.
La capacidad de vincular la voluntad en el momento
presente puede crear una razón para un acto futuro sólo
debido a que se trata de una manifestación de libertad.

6.5.2. Temporalidad

Los enunciados de la razón teórica carecen de tiempo


gramatical, mientras que los enunciados de la razón
práctica lo tienen de modo inherente. “Voy a hacer el acto
A porque quiero que ocurra B” es básicamente una
referencia al futuro, a la manera en que “La hipótesis H
está corroborada por la evidencia E” básicamente carece
por completo de tiempo gramatical. Es atemporal aunque,
desde luego, en los ejemplos particulares puede hacer
referencia a situaciones históricas particulares. Para los
animales no humanos realmente sólo hay razones
inmediatas, ya que sin lenguaje no es posible desarrollar
líneas temporales.

6.5.3. El yo y el punto de vista de la primera persona

En los casos que consideraremos, es fundamental saber


que estamos examinando la estructura lógica de la
conducta de yoes racionales que se ocupan de la creación
de razones para ellos mismos. Ningún punto de vista
externo o de tercera persona puede explicar los procesos
por los que un agente libre puede crear una razón ahora
que le vinculará en el futuro, al margen de cómo pueda él
sentirse en el futuro.

6.5.4. El lenguaje y otras estructuras institucionales

Para crear razones independientes-del-deseo un agente


tiene que tener un lenguaje. Uno puede imaginar seres
prelingüísticos primitivos imponiendo condiciones de
satisfacción sobre condiciones de satisfacción. Pero la
creación sistemática de tales razones, y su comunicación a
otras personas, requiere tipos de dispositivos simbólicos
convencionales propios de los lenguajes humanos.
Además, las relaciones sociales requieren que seamos
capaces de representar las relaciones deónticas
implicadas en la creación de razones para la acción
independientes-del-deseo, y también necesitamos el
lenguaje a fin de organizar el tiempo de la manera que se
requiera. Esto es, hemos de tener modos de representar el
hecho de que la presente acción que uno realiza crea una
razón para una acción futura, y hemos de tener modos
lingüísticos de representar las relaciones temporales y
deónticas en cuestión.
Además del lenguaje en sentido estricto, es decir,
además de actos de habla tales como la realización de
enunciados o el prometer, existen estructuras
institucionales extralingüísticas que operan también en la
creación de razones independientes-del-deseo. Así, por
ejemplo, sólo si una sociedad tiene la institución de la
propiedad puede haber razones independientes-del-deseo
relacionadas con la propiedad, y sólo si una sociedad
tiene la institución del matrimonio puede haber razones
independientes-del-deseo relacionadas con la institución
del matrimonio. Lo importante, sin embargo, que debe
subrayarse una y otra vez, es que la razón no se deriva de
la institución, sino que más bien la institución proporciona
el marco, la estructura, dentro de la cual uno crea la razón.
La razón se deriva del hecho de que el agente vincula su
voluntad por medio de un acto libre y voluntario.

6.5.5. Racionalidad

Para que la práctica de crear razones independientes-del-


deseo pueda ser socialmente efectiva, ha de ser efectiva
en virtud de la racionalidad de los agentes implicados.
Sólo porque soy un agente racional puedo reconocer que
mi conducta previa ha creado razones para mi conducta
presente.

6.5.6. Combinación de los cinco elementos

Intentemos ahora aunar los puntos anteriores en una


explicación general. Para comenzar, ¿cómo podemos
organizar el tiempo? La respuesta obvia es que hacemos
cosas ahora que conseguirán que ocurran en el futuro otras
que no habrían ocurrido si no hubiéramos actuado ahora.
Es por esto por lo que ajustamos nuestros despertadores.
Sabemos que tenemos una razón para levantarnos a las
seis de la mañana, pero también sabemos que a esa hora
no seremos capaces de actuar de acuerdo con esa razón
porque estaremos dormidos. Así que ajustando el
despertador ahora haremos posible el actuar en el futuro
de acuerdo con una razón. Pero supongamos que no tengo
un despertador y que tengo que intentar que otra persona
me despierte. ¿Cuál es la diferencia entre ajustar un
despertador a las seis de la mañana y pedirle a alguien
que me despierte a esa hora? En ambos casos hago algo
ahora para despertarme mañana a las seis de la mañana.
La diferencia es que en el caso del despertador sólo se
crean causas, mientras que en el segundo caso se crean
nuevas razones para la acción. ¿Cómo? Bien, hay
diferentes tipos de casos. Si desconfío de la persona en
cuestión podría decir “Si me despiertas a las seis de la
mañana te daré cinco euros”. En ese caso he hecho una
promesa, la promesa condicional de dar cinco euros a la
otra persona que, si acepta la oferta, habrá prometido
despertarme con la condición de que le pagaré esos cinco
euros. Esto es lo habitual en los contratos. Cada parte
hace una promesa condicional, sujeta a recibir un
beneficio de la otra parte.
En un caso más realista, sencillamente obtengo de
alguien la promesa de que me despertará. Digo “Por
favor, despiértame a las seis de la mañana”, y esa persona
dice “De acuerdo”. En ese contexto, ha hecho una
promesa incondicional y ha creado una razón
independiente-del-deseo.
En un tercer tipo de caso no se necesita hacer
ninguna promesa. Supongamos que desconfío
completamente de la persona en cuestión, pero sé que
cada día se prepara el desayuno a las seis de la mañana.
Simplemente, coloco toda la comida del desayuno de tal
forma que no pueda acceder a ello sin despertarme. Por
ejemplo, lo llevo a mi habitación y cierro la puerta. Para
preparar el desayuno tendrá que llamar a mi puerta y
despertarme. Así, en este tercer tipo de caso se crea
también una razón para despertarme, si bien es una razón
prudencial o dependiente-del-deseo. Él tendrá que razonar
diciendo: “Quiero desayunar, pero no puedo preparar el
desayuno a no ser que lo despierte, por tanto, le
despertaré”.
Estos tres métodos podrían, de vez en cuando,
funcionar igualmente bien, pero quiero llamar la atención
sobre lo extraño del tercer caso. Si el único modo por el
que podríamos lograr cooperación por parte de otras
personas fuese colocarlas en una situación en la que,
independientemente de nosotros, quieran hacer lo que
nosotros queramos que hagan, entonces la mayoría de las
formas de vida social humana sería imposible. Para que
podamos organizar el tiempo sobre una base social es
necesario que creemos mecanismos con los que
justificar las expectativas razonables sobre la conducta
futura de los miembros de la comunidad, incluidos
nosotros mismos. Si sólo tuviésemos deseos, a la manera
de los simios de Köhler, nunca seríamos capaces de
organizar el tiempo de forma que nos permitiera organizar
nuestra propia conducta y coordinarla con otros yoes.
Para organizar y coordinar nuestra conducta, necesitamos
crear una clase de entidades que tendrán la misma
estructura lógica que los deseos, pero que serán
independientes-del-deseo. Necesitamos, dicho
brevemente, crear una clase de motivadores externos que
nos proporcionen una razón para la acción, esto es, un
contenido proposicional con una dirección de ajuste
ascendente y con el agente como sujeto. La única manera
en que tales entidades pueden ser vinculantes para yoes
racionales es precisamente que los yoes racionales las
creen libremente como vinculantes para ellos mismos.
Volvamos al papel del lenguaje y de otras estructuras
institucionales. Hay muchos rasgos de los hechos
institucionales que requieren análisis; he intentado hacer
un análisis de varios de ellos en otro lugar y no lo repetiré
aquí[8]. Hay, no obstante, un rasgo que resulta básico para
la presente discusión. En el caso de los hechos
institucionales, las relaciones normales entre
intencionalidad y ontología se invierten. Lo normal es que
lo que es el caso sea lógicamente anterior a lo que parece
que es el caso. De este modo, entendemos que el objeto
parece ser pesado porque entendemos lo que es para un
objeto el ser pesado. Sin embargo, en el caso de la
realidad institucional, la ontología se deriva de la
intencionalidad. Para que algo sea dinero, la gente tiene
que pensar que lo es. Pero si muchos piensan que es
dinero, tienen las actitudes oportunas y actúan acorde a
ellas, y si ese algo satisface todas esas otras condiciones
establecidas por tales actitudes, tales como que no sea
falsificado, entonces es dinero. Si todos pensamos que
cierta clase de cosa es dinero y cooperamos usándolo,
teniéndolo en cuenta y tratándolo como tal, entonces es
dinero. En este caso, “parece” es anterior a “es”. No
puedo exagerar la importancia de este fenómeno. Los
ruidos que salen de mi boca, vistos como parte de la
física, son más bien triviales ráfagas acústicas. Pero
tienen rasgos destacables. En concreto, pensamos que son
oraciones del castellano y que su articulación conforma
actos de habla. Si todos pensamos que son oraciones y
actos de habla, y si todos cooperamos usándolos,
interpretándolos, teniéndolos en cuenta, respondiendo ante
ellos y, en general, tratándolos como oraciones y actos de
habla, entonces son como los usamos, como los tenemos
en cuenta, tratamos e interpretamos. (Estoy siendo muy
breve al hacer estas consideraciones. No quisiera sugerir
con ello que estos fenómenos sean, en modo alguno,
simples). En tales casos creamos una realidad
institucional otorgándole a una realidad bruta un cierto
estatus. Las entidades en cuestión —dinero, propiedad,
gobierno, matrimonio, universidades y actos de habla—
poseen todas un nivel de descripción en el que resultan
ser fenómenos físicos brutos como las montañas y las
ventiscas. Pero debido a la intencionalidad colectiva
imponemos estatus sobre ellas y, con esos estatus,
imponemos funciones que no podrían realizar sin tal
imposición.
El siguiente paso es observar que en la creación de
estos fenómenos institucionales también podemos crear
razones para la acción. Tengo una razón para preservar y
mantener los poco interesantes trozos de papel que hay en
mi cartera, porque sé que son más que simples trozos de
papel. Son valiosas porciones de la moneda del estado
español. Esto es, dada la estructura institucional, hay
conjuntos enteros de razones para actuar que no podrían
existir sin ella. Así, “parece ser el caso” puede crear un
conjunto de razones para la acción, ya que lo que parece
ser el caso (entendido adecuadamente) es el caso, por lo
que respecta a la realidad institucional. Si pido prestado
dinero a alguien, pido una cerveza en un bar, me caso o
entro a formar parte de un club, uso estructuras
institucionales para crear razones para la acción, y las
razones existen dentro de esas estructuras institucionales.
Pero lo visto hasta ahora no responde a nuestra
pregunta crucial, ¿cómo podemos usar tales estructuras
para crear razones independientes-del-deseo? Tengo muy
buenas razones para querer dinero, pero todas ellas son
dependientes-del-deseo, ya que se derivan de los deseos
que tengo de cosas que puedo comprar con dinero. ¿Pero
qué sucede con las obligaciones que tengo de pagar
dinero, de pagar mis deudas a otras personas, o de
cumplir mis promesas de entregar dinero en tales o cuales
ocasiones? Si un grupo de personas crea una institución
cuya única función es que les dé dinero, no tendré
obligación alguna de hacerlo, ya que aunque puedan haber
creado lo que piensan que es una razón, ello no es, no
obstante, una razón para mí. Así pues, ¿cómo puedo usar
la realidad institucional para crear razones
independientes-del-deseo para mí?
En este punto tenemos que introducir los rasgos de
libertad y del punto de vista de la primera persona.
Nuestra cuestión ahora es cómo puedo crear una razón
para mí mismo, una razón que me vinculará a mí en el
futuro, aun cuando pueda no tener en ese momento ningún
deseo de hacer aquello para lo cual creé una razón. Pienso
que la cuestión resulta imposible de responder si uno mira
a los fenómenos desde el punto de vista de la tercera
persona. Desde tal punto de vista, alguien hace una serie
de ruidos con su boca. Dice “Prometo despertarte a las
seis de la mañana”. ¿Cómo puede eso crear una razón que
vincule su voluntad? La única forma de responder a esta
pregunta es observar, desde el punto de vista de la
primera persona, lo que pienso que está pasando, lo que
estoy intentando hacer, cuál es mi intención cuando hago
esos sonidos con mi boca. Y tras observar el asunto desde
el punto de vista de la primera persona podemos, creo,
advertir la solución a nuestro enigma. Cuando digo
“Prometo despertarte a las seis de la mañana”, me veo a
mí mismo creando libremente un tipo especial de razón
independiente-del-deseo, una obligación para mí, la de
despertarte a las seis de la mañana. En esto consiste todo
el asunto del prometer. De hecho, eso es una promesa. Se
trata de la creación intencional de cierta clase de
obligación —y tales obligaciones son, por definición,
independientes de los posteriores deseos del agente—.
Sin embargo, todo lo que he dicho hasta este momento es
que hice ruidos con ciertas intenciones, y que por tener
esas intenciones me parece que tal o cual es el caso. Pero
¿cómo pasamos de “Me parece que es el caso” a “Es el
caso”? Para responder a esta pregunta tenemos que acudir
a lo que he dicho sobre las estructuras institucionales. Es
característico de estas estructuras que el parece sea
anterior al es. Si me parece que estoy creando una
promesa, ya que ésa fue mi intención al hacer lo que hice,
y te parece que te han hecho una promesa, y si todas las
demás condiciones (que no enumeraré aquí pero que he
enumerado detalladamente en otro lugar)[9], si todas las
demás condiciones de posibilidad de creación de una
promesa están presentes, entonces he creado una promesa.
He creado intencionalmente una nueva entidad, que me
vincula en el futuro; hablamos de una razón independiente-
del-deseo para mí, dado que la he creado como tal libre e
intencionalmente.
La capacidad de vincular la voluntad ahora crea una
razón para un acto futuro sólo porque es una manifestación
de mi libertad en el momento presente. Dije antes que esto
muestra por qué el esclavo no tiene ninguna razón para
obedecer al propietario de esclavos, a no ser razones
dependientes-del-deseo, incluso aunque el que promete y
el esclavo actúen dentro de las estructuras institucionales.
Las únicas razones que tiene el esclavo son razones
prudenciales. El esclavo nunca hizo uso de libertad alguna
al crear una razón para él mismo con la que actuar. Para
ver cómo un agente puede crear razones para actuar
externas dentro de la estructura institucional, resulta
básico fijarse en que dentro de la estructura institucional
existe la posibilidad de que el agente cree libremente
razones para él mismo. No puede cuestionarse el hecho de
que sea una razón para él porque él la ha creado libre y
voluntariamente como una razón para él mismo. Ahora
bien, esto no equivale a decir, claro, que sea una razón
que se anteponga a todas las demás razones. Al contrario,
sabemos que en cualquier situación de la vida real es
probable que haya un extenso número de razones en
conflicto a favor o en contra de realizar una acción.
Cuando llega el momento, el agente puede todavía tener
que sopesar su promesa con toda clase de otras razones en
conflicto para hacer algo o no.
Hemos considerado hasta ahora cuatro rasgos: el
tiempo, las estructuras institucionales, el punto de vista de
la primera persona y la libertad. Retomo ahora la quinta,
la racionalidad. La capacidad de actuar racionalmente es
un conjunto general de aptitudes que incluye elementos
como la capacidad de reconocer y operar con
consistencia, la inferencia, el reconocimiento de la
evidencia y muchos otros. Los rasgos de la racionalidad
relevantes en la presente discusión tienen que ver con la
capacidad de operar de diversas formas con razones para
la acción. Quiero que esto suene algo vago en este
momento puesto que aclararlo será nuestra siguiente e
imprescindible tarea.
Supóngase que he actuado libremente con la
intención de crear una razón independiente-del-deseo para
mí, supóngase que he reunido todas las condiciones (sobre
prometer, pedir una cerveza, o lo que sea), de tal modo
que he logrado realmente crear esa razón. Entonces,
cuando llega el momento, ¿qué necesito para reconocer
que existe tal razón? Suponiendo que conozco todos los
hechos, la racionalidad reconocedora es suficiente para
reconocer que la creación previa de la razón resulta ahora
vinculante. Lo importante es que uno no tiene que tener
ningún principio moral adicional en relación al prometer
o al tomar una cerveza para entender que la razón que se
creó en el pasado como una razón vinculante para el
momento presente es precisamente una razón vinculante en
el momento presente. Es una completa inconsistencia
lógica dar por sentados todos los hechos relacionados con
la creación y continuación de la obligación y, después,
negar que se tenga una razón para actuar.

6.6. Sumario y conclusión

En este capítulo me he interesado en mostrar cómo los


seres humanos pueden crear razones para la acción
independientes-del-deseo, y estar motivados a actuar
acorde a ellas. ¿Qué hechos se corresponden con la
afirmación de que el agente ha creado tal razón, y cuáles
con la afirmación de que tal razón es una forma racional
de motivación para la acción? He intentado discutir estas
cuestiones en tres niveles. El primero, y más básico, el de
la estructura atómica de la intencionalidad fundamental,
por la cual un agente puede comprometerse a sí mismo
imponiendo condiciones de satisfacción sobre
condiciones de satisfacción. El segundo, el nivel de la
“fenomenología”, en el que se discute cómo es esto visto
por al agente. El modo en que esto es visto por el agente
es el de asumir compromisos mediante el ejercicio libre e
intencional de su voluntad, de tal manera que vincula su
voluntad en el futuro, teniendo así una futura razón para
una acción que será independiente de su deseo de realizar
tal acción. Y el tercer nivel es el de la sociedad en
general; ¿cuáles son las funciones sociales de tener tales
sistemas de razones para la acción independientes-del-
deseo?
Los hechos básicos que se corresponden con las
afirmaciones de que los humanos pueden crear razones
independientes-del-deseo, y estar motivados a actuar
acorde a ellas, son:
1. Ha de existir una estructura suficiente para la
creación de tales hechos institucionales. Estas estructuras
son invariablemente lingüísticas, aunque pueden incluir
también otras instituciones. Tales estructuras nos
capacitan para comprar una casa, pedir una cerveza,
matricularse en una universidad, etc.
2. Dentro de esas estructuras, que el agente actúe con
las intenciones adecuadas será suficiente para la creación
de razones independientes-del-deseo. Concretamente, si el
agente actúa con la intención de que su acción pueda crear
tal razón, y se dan las circunstancias adecuadas, habrá
creado una razón. La intención decisiva es la intención de
que sea una razón. La razón no se deriva de la institución;
la institución proporciona sólo el vehículo para la
creación de tales razones.
3. La forma lógica de la intencionalidad en la
creación de tales razones es invariablemente la
imposición de condiciones de satisfacción sobre
condiciones de satisfacción. El caso más puro, por así
decirlo, de la creación de una razón para la acción
independiente-del-deseo, es la promesa. Prometer es, sin
embargo, algo peculiar entre los actos de habla, en cuanto
a que quien hace la promesa es el sujeto del contenido
proposicional, y en cuanto a que hay un componente
autorreferencial impuesto sobre las condiciones de
satisfacción. Las condiciones de satisfacción de la
promesa no son sólo que el hablante haga algo, sino que lo
haga porque hizo la promesa de hacerlo. Hay, por tanto, un
componente autorreferencial en el prometer, y este
componente autorreferencial no existe en otros ciertos
tipos de actos de habla. No existe, por ejemplo, en las
aserciones.
4. Una vez que se ha creado la obligación, un
requisito de la racionalidad reconocedora es que el agente
pueda reconocerla como vinculante respecto de su
posterior conducta. La obligación tiene la estructura de las
razones para la acción. Es una entidad factitiva con la
dirección de ajuste ascendente, y con el agente como
sujeto.
5. Una vez que se ha creado una razón para la acción
independiente-del-deseo válida, tal razón puede motivar
el deseo de realizar la acción, al igual que el
reconocimiento de cualquier otra razón puede motivar el
deseo de realizar la acción. Reconocer una razón válida
para hacer algo es ya reconocer una razón válida para
querer hacerlo.

Apéndice del capítulo 6: razones internas y


externas

Me he opuesto a la afirmación de Bernard Williams de


que no existe algo como las razones externas, de que todas
las razones para un agente tienen que ser internas a su
conjunto motivacional. Sin duda, podrían realizarse varias
objeciones a esta postura, aunque el principal motor de mi
objeción ha sido que pueden existir hechos externos al
conjunto motivacional del agente, así que la racionalidad
requiere que el agente reconozca estos hechos como
razones para actuar, incluso si no hay nada en su conjunto
motivacional en ese momento que le disponga a
reconocerlas como razones. Los dos tipos de hechos en
los que me he centrado son los hechos sobre la prudencia
a largo plazo y los de la existencia de razones
independientes-del-deseo, tales como las obligaciones
asumidas por el agente.
Una última característica de la doctrina del
internalismo merece una mención especial. Hay
interpretaciones del internalismo en las que la afirmación
de que no existen razones externas se presenta como
tautológicamente verdadera, y no querría que se pensara
que estoy en desacuerdo con ello. El problema es que las
versiones tautológicas verdaderas pueden ser fácilmente
interpretadas como versiones sustantivas, lo cual es falso
(no estoy sugiriendo que en Williams se dé esta
confusión). Y en este apéndice voy, muy brevemente, a
enunciar las versiones tautológicas y a contrastarlas con
las versiones sustantivas.
El argumento básico del internalismo es que un
agente sin razones internas no tendría nada desde dónde
razonar. Una razón externa, por definición, es aquella
que es externa para el agente y, por consiguiente, no
podría emplearse para razonar desde ella. Un corolario de
este argumento, y en algún sentido el modo más eficaz de
enunciarlo, es que no podríamos explicar las acciones del
agente en términos de sus razones a no ser que fueran
razones internas, ya que sólo una razón interna puede
motivar de forma efectiva al agente a actuar. Así que hay
dos argumentos estrechamente relacionados en el
internalismo, uno acerca de los procesos de razonamiento
y otro sobre la motivación. Cada uno de ellos admite una
formulación tautológica y, desde luego, no estoy en
desacuerdo con la formulación tautológica.
Tautología A, razonamiento: para razonar
mentalmente sobre la base de una razón, el agente ha de
tener una razón mental desde la que razonar.
La versión tautológica de la tesis motivacional es la
siguiente:
Tautología B, motivación: para estar motivado
mentalmente por una razón, el agente ha de tener una razón
mental que le motive.
Ambas tautologías admiten una reformulación
sustantiva que no me parece tautológica, sino falsa. En lo
que a racionalidad se refiere, esta reformulación
sustantiva encarna el desacuerdo entre internalista y
externalista.
Tesis sustantiva A: para que cualquier hecho o
entidad factitiva R sea una razón para el agente X, R debe
ser ya parte de, o estar representado en, el conjunto
motivacional C del agente X.
Y la versión no tautológica de B es:
Tesis sustantiva B: todas las motivaciones racionales
son deseos, entendidos en sentido lato, tal y como
Williams describe C.
Las versiones sustantivas del internalismo están
directamente sujetas a contraejemplos. La tesis A tiene la
inmediata consecuencia de que los hechos relacionados
con las razones para la acción independientes-del-deseo
de un agente, tales como cuestiones sobre los intereses
prudenciales a largo plazo, o sobre compromisos y
obligaciones, no pueden ser razones para la acción, ni
siquiera cuando el agente sea consciente de tales hechos, a
menos que según su conjunto motivacional esté dispuesto
a actuar acorde a ellos. La tesis B tiene la inmediata
consecuencia de que en ningún momento de la vida del
agente, y para ningún acto del tipo T, el agente poseerá
ninguna razón para realizar ningún acto del tipo T, salvo
que el agente tenga algún deseo —en sentido lato— en un
instante preciso, tanto de realizar un acto del tipo T como
el deseo de algo respecto de lo cual exista un sólido
proceso de deliberación desde tal deseo hasta la
realización de un acto del tipo T como medio de satisfacer
ese deseo. Hemos visto varios casos en los que esto es
falso, casos en los que el agente tiene una razón para
realizar una acción incluso aunque estas condiciones no se
satisfagan.
Así que la disputa entre el internalista y el
externalista versa sobre la existencia de razones para la
acción independientes-del-deseo. La cuestión es: ¿existen
razones en las que la sola racionalidad requiera que éstas
sean reconocidas como motivaciones por parte del agente,
apelen o no tales razones a algo relativo al conjunto
motivacional del agente? Según el internalista, todas las
razones para la acción han de estar basadas en deseos,
entendidos en sentido lato. Según el externalista, existen
algunas razones para la acción que pueden por sí mismas
ser el fundamento del deseo de hacer algo, pero que en sí
mismas ni son deseos ni están basadas en deseos. Por
ejemplo, puedo tener el deseo de cumplir mi promesa
porque lo reconozco como una obligación, sin que sea el
caso que la única razón de querer cumplirla fuese tener
previamente el deseo de cumplir todas mis promesas.
Williams a veces habla como si el reconocimiento de
una obligación sea ya una razón interna para la acción. Sin
embargo, esa afirmación es ambigua. Decir que A sabe
que tiene una obligación deja cabida al menos a dos
distintas posibilidades.
1. A sabe que tiene una obligación, la cual reconoce
como una razón válida para actuar y, por tanto, como una
razón para querer actuar.
2. A sabe que tiene una obligación, pero le importa
un bledo. Nada en su conjunto motivacional le
predisponer a actuar de acuerdo con ella.
Ahora la disputa entre el internalista y el externalista
se pone de manifiesto en el hecho de que para el
externalista hay en ambos casos razones para la acción.
De hecho, en ambos casos hay razones para la acción
independientes-del-deseo. En cambio, para el internalista
sólo en el caso (1) hay una razón para la acción. Además,
según el externalista, el caso (1) está mal descrito por el
internalismo. El internalista piensa que el reconocimiento
de una obligación vinculante como una razón válida es ya
un deseo para la acción. El externalista piensa que dicho
reconocimiento es el fundamento de un deseo, el cual es
en sí mismo una razón para la acción independiente-del-
deseo.
En estos casos me parece que el defensor del punto
de vista internalista podría argumentar que la razón
externa puede, aun así, funcionar sólo si el agente tiene la
capacidad de reconocerla como una obligación
vinculante. Y esto conduce a la tercera versión tautológica
del internalismo:
Tautología C: en el ejercicio de sus capacidades
disposicionales internas, para que un agente reconozca
una razón externa como una razón, el agente tiene que
poseer la capacidad interna de reconocerla como una
razón.
Pero esto es fácilmente reinterpretado en una versión
sustantiva no tautológica, la cual es falsa:
Sustantiva C: para que cualquier hecho externo pueda
ser una razón para un agente, el agente ha de tener la
disposición interna de reconocerla como una razón.
Es fácil ver cómo se puede confundir lo sustantivo
con lo tautológico, cuando son ámbitos completamente
distintos. En la versión tautológica se dice simplemente
que para ejercer una capacidad el agente ha de tener dicha
capacidad. En la versión sustantiva se dice que nada es
una razón válida a no ser que el agente esté dispuesto a
reconocerla como tal, y eso, como he argumentado, es
erróneo. Parte del concepto de racionalidad es que pueden
existir razones independientes-del-deseo, razones que
resulten vinculantes para un agente racional, al margen de
los deseos y disposiciones de su conjunto motivacional.
[1] Williams, Bernard, “External and Internal Reasons”, reeditado en su
Moral Luck: Philosophical Papers 1973-1980, Cambridge University
Press, Cambridge, 1981, pág. 105. [Edición en castellano: La fortuna moral,
UNAM, México, 1993].
[2] Davidson, Donald, “Actions, Reasons and Causes”, en White, A.
(ed.), The Philosophy Of Action, Oxford University Press, Oxford, 1968, pág.
79.
[3] Searle, John R., Speech Acts. An Essay in the Philosophy of

Language, Cambridge University Press, Cambridge, 1969. [Edición en


castellano: Actos de habla. Un ensayo de filosofía del lenguaje, Cátedra,
Madrid, 2007]. Expresion and Meaning, Cambridge, Cambridge University
Press, 1979. Intentionality: An Essay in the Philosophy of Mind, Cambridge
University Press, Cambridge, 1983. [Edición en castellano: Intencionalidad.
Un ensayo de filosofía de la mente, Tecnos, Madrid, 1992]. The
Construction Of Social Reality, Basic Books, Nueva York, 1995. [Edición en
castellano: La construcción de la realidad social, Paidós, Barcelona, 1997].
[4] Kant, Inmanuel, Groundwork of the Metaphysics of Moral,

Harper Torchbooks, Nueva York, 1964. [Edición en castellano:


Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Espasa-Calpe, Madrid,
1994].
[5] En derecho, un contrato para hacer algo ilegal se considera nulo y
vacío y no se puede instar su cumplimiento ante un tribunal. Esto no es debido
a que no haya ningún contrato, sino a que la ley lo vacía de contenido.
[6] Ross, W. D., The Right and the Good, Oxford University Press,
Oxford, 1930, pág. 28. [Edición en castellano: Lo correcto y lo bueno,
Sígueme, Salamanca, 1994].
[7] Searle, John R., “Prima Facie Obligations” en Zak van Straaten (ed.),

Philosophical Subjects: Essays Presented to P. F. Strawson, Oxford


University Press, Oxford, 1980, págs. 238-260.
[8] Searle, John R., The Construction of Social Reality, Nueva York,
The Free Press, 1995. [Edición en castellano: La construcción de la realidad
social, Paidós, Barcelona, 1997].
[9] Searle, John R., Speech Acts. An Essay in the Philosophy of
Language, Cambridge, Cambridge University Press, 1969, cap. 3. [Edición en
castellano: Actos de habla. Un ensayo de filosofía del lenguaje, Cátedra,
Madrid, 2007].
Capítulo VII
La debilidad de la voluntad
Algunas veces, de hecho, bastante a menudo, se pasa por
un proceso de deliberación, se toma una decisión
meditada, formando así una intención incondicional y
firme de realizar algo, y cuando llega el momento, debido
a la debilidad de la voluntad, no se hace. Ahora bien, si la
relación entre deliberación e intención es causal, y
racional o lógica, es decir, si los procesos racionales
causan intenciones y si las intenciones causan a su vez
acciones por medio de la causación intencional, entonces,
¿cómo puede haber auténticos casos de debilidad de la
voluntad?¿Cómo puede haber casos en los que un agente
se forme una intención completamente férrea,
incondicional, de hacer algo, en los que nada le impida
llevar eso a cabo, y que aun así, sin embargo, no lo haga?
Resulta asombroso que muchos filósofos piensen que algo
así es imposible, y han propuesto ingeniosos argumentos
para mostrar esa imposibilidad, así como que los
aparentes casos de debilidad de la voluntad son realmente
casos de algo distinto. Sin embargo, ¡vaya!, no es sólo
posible, sino bastante común. He aquí, por ejemplo, un
tipo de caso muy corriente: un estudiante se forma la firme
e incondicional intención de trabajar en su ejercicio
trimestral el jueves por la tarde. Nada le impide trabajar
en ello, pero cuando llega la medianoche resulta que ha
pasado la tarde viendo la televisión y bebiendo cerveza.
Tales casos, como puede atestiguar cualquier educador, no
son en absoluto inusuales. De hecho, deberíamos insistir
en que una condición de adecuación de cualquier
explicación de la debilidad de la voluntad, lo que los
griegos llamaban akrasia, consiste en tener en cuenta el
hecho de que la akrasia es muy común en la vida real y
que no conlleva errores lógicos. En capítulos anteriores
descubrimos que hay una brecha entre las intenciones y las
acciones, y esta brecha nos proporcionará la explicación
de la debilidad de la voluntad.
Ahora bien, ¿cómo puede ser posible la akrasia?
Démosle la vuelta a la cuestión y preguntemos ¿por qué
alguien dudaría o incluso se sentiría perplejo ante su
posibilidad, siendo tan común en la vida real? Pienso que
el error básico, y es un error con una larga historia en la
filosofía, consiste en malinterpretar las relaciones entre
los antecedentes de una acción y su realización. Hay una
larga tradición en filosofía según la cual, en el caso de la
acción racional, si los antecedentes psicológicos del acto
están organizados, esto es, si son el tipo correcto de
deseos, intenciones, juicios de valor, etc., entonces el acto
ha de continuar necesariamente. De acuerdo con algunos
autores, es incluso una verdad analítica que el acto
continuará. Una exposición típica de la idea de necesidad
causal la encontramos en J. S. Mill:

... voliciones hacen en realidad, es seguir determinados


antecedentes morales con la misma uniformidad, y (cuando tenemos
suficiente conocimiento de las circunstancias) con la misma certeza que
los efectos físicos se siguen de sus causas físicas. Estos antecedentes
morales son deseos, aversiones, hábitos y disposiciones, combinados con
circunstancias externas capacitadas para emplazar a aquellos incentivos
internos a la acción... Una volición es un efecto moral, que sigue las
correspondientes causas morales tan certera e invariablemente como los
efectos físicos siguen sus causas físicas[1].

Pienso que está claro que cualquiera que sostenga tal


enfoque va a encontrar en la debilidad de la voluntad un
problema, ya que si las causas son del género oportuno,
entonces la acción debería seguirse por necesidad causal.
Hay una tradición en la filosofía analítica del siglo XX
según la cual realmente nunca se dan casos puros de
debilidad de la voluntad y según la cual es imposible que
puedan darse. De acuerdo con la explicación de R. M.
Hare[2], que el agente actúe en contra de sus propias
convicciones morales muestra que realmente no tenía la
convicción moral que decía tener. De acuerdo con la
explicación de Davidson[3], si el agente actúa en contra de
sus intenciones, entonces es que realmente no tenía una
intención incondicional de realizar la acción. Tanto Hare
como Davidson sostienen variaciones de la idea básica de
que alguien que hace una cierta clase de juicio evaluativo
a favor de hacer algo tiene entonces que hacerlo
necesariamente (a no ser, claro, que algo se lo impida,
etc.).Por consiguiente, según esta perspectiva, si la acción
no se realiza, se sigue entonces que el juicio evaluativo
del tipo pertinente simplemente no estaba presente. Esto
significa, siguiendo a Davidson, que el juicio era sólo un
juicio prima facie o de valor condicional y, siguiendo a
Hare, que la evaluación en cuestión no fue una evaluación
moral.
El patrón general en todos estos casos es suponer que
si los antecedentes de la acción están racionalmente
estructurados de cierta manera, entonces la acción se
seguirá por necesidad causal. Así, Davidson defiende los
dos siguientes principios:
(P1) Si un agente quiere hacer a más de lo que
quiere hacer b, y se cree a sí mismo libre para hacer tanto
a como b, entonces, si puede hacer intencionalmente a o b,
hará intencionalmente a. (Ibíd., pág. 23).
y
(P2) Si un agente estima que sería mejor hacer a que hacer
b, entonces querrá hacer a más de lo que querrá hacer b.
(Ibíd.).
Tomadas a la vez, implican que un agente que
considera que sería mejor hacer a que hacer b, si puede
hacer intencionalmente a o b, hará intencionalmente a.
Estos dos principios parecen ser inconsistentes con el
principio de que hay actos de voluntad atenuada, el cual
Davidson enuncia así:
(P3) Hay acciones incontinentes. (Ibíd.).
Esto es, hay acciones en las que el agente considera
que sería mejor hacer a que b, se cree a sí mismo libre
para seguir una u otra opción, y, no obstante, hace
intencionalmente b en lugar de a.
La solución de Davidson a la aparente paradoja es
decir que los casos en los que el agente aparentemente
actúa en contra de su mejor juicio al hacer b en lugar de a
son realmente casos en los que el agente no hizo un juicio
incondicional, según el cual el mejor curso de la acción
era hacer a. El planteamiento de Hare es ligeramente más
complejo, pero la idea básica es la misma. Su idea es que
si aceptamos un imperativo, o una orden, entonces por
necesidad causal se sigue que nuestra aceptación de ese
imperativo conducirá a la realización de la acción y,
según este criterio, aceptar un juicio moral es aceptar un
imperativo. Hare escribe: “Propongo que la prueba para
saber si alguien emplea o no el juicio ‘Debería hacer X’
como un juicio de valor, consista en preguntar ‘¿Reconoce
o no reconoce que si asiente a tal juicio ha de asentir
también a la cláusula ‘Déjame hacer X’?’”[4] Asimismo,
escribe “Es una tautología decir que no podemos asentir
sinceramente a una orden de segunda persona dirigida a
nosotros mismos, y al mismo tiempo no realizarla, si se
da la ocasión de llevarla a cabo y si está (física y
psicológicamente) en nuestra mano actuar así”[5].
Encontramos en ambos autores la idea de que los
antecedentes causales apropiados de la acción han de
causar la acción, de ahí que aparentes casos de akrasia
sean realmente casos en los que había algo erróneo en las
causas de la acción en forma de estados psicológicos
previos.
En realidad, todos estos autores niegan la existencia
del fenómeno de la brecha, por ello es por lo que el
problema de la debilidad de la voluntad se presenta ante
ellos de forma cruda y por lo que se ven obligados a
negar, tanto implícita como explícitamente, que existan
realmente casos tales como los de akrasia, estrictamente
hablando. Así que la profunda disputa entre la tradición y
mi postura gira en torno a la brecha. El modelo clásico
niega la existencia de la brecha. Yo, al contrario, pienso
que la brecha es un hecho obvio de nuestra vida
consciente. He presentado argumentos a favor de la
existencia de la brecha en capítulos previos y no los
repetiré aquí. En este capítulo quiero adoptar un
planteamiento diferente. Considero el planteamiento de
Hare-Davidson de la akrasia como un tipo de reducción
al absurdo de este rasgo del modelo clásico. Según mi
postura, en el caso de las acciones libres, no importa qué
tipo de antecedentes tenga la acción —juicios morales,
juicios de valor incondicional, intenciones firmes e
incondicionales, lo que se prefiera—, la debilidad de la
voluntad es siempre posible. Por lo que si se llega a la
conclusión de que no es posible, se habrá cometido un
error y se tendrá que volver atrás y revisar las premisas
que llevaron a ese error. En este caso, la falsa premisa es
la negación de la brecha. El estudio de Davidson es el
más reciente, así que centraré en él la mayor parte de mi
atención.
¿Cuál es exactamente la tesis de que hay acciones de
voluntad atenuada? Esto es, necesitamos enunciar la tesis
de forma que nos aclare si es o no realmente inconsistente
con (P1) y (P2). Davidson lo enuncia de esta forma:
(P3) Hay acciones incontinentes.
¿Pero qué es una acción “incontinente”? En una
interpretación normal, me parece que la tesis es que ante
ciertos actos el agente considera incondicionalmente que
sería mejor hacer a que hacer b, cree que es capaz de
hacer ambas opciones por igual, y, no obstante, hace
intencionalmente b en lugar de a. Pienso que esta tesis,
ciertamente inconsistente con la conjunción de (P1) y
(P2), es verdadera. Davidson niega que lo sea y afirma
que en los casos aparentemente “incontinentes” lo que
realmente está ocurriendo es que el agente no consideró
de manera incondicional que era mejor hacer a que b, sino
que más bien sólo hizo un juicio condicional, o prima
facie, según el cual a era mejor que b. Consideró que a
era mejor que b “una vez que se ha tenido todo en cuenta”,
donde, de acuerdo con Davidson, “una vez que se ha
tenido todo en cuenta” no significa literalmente “una vez
que se ha tenido todo en cuenta”, sino simplemente algo
como “según un cierto conjunto de consideraciones que
resulta que el agente tiene en cuenta”.
Lo primero en lo que fijarse en la tesis de Davidson
es que no ofrece ningún argumento independiente que
indique que el agente de voluntad atenuada no pueda
realizar un juicio evaluativo incondicional que favorezca
la realización de cualquier otra acción que no sea la que
lleva a cabo. Esto es, no ofrece ninguna razón
independiente que apoye dicha tesis, ni se han examinado
casos con los que mostrar que sólo tuvo lugar un juicio
condicional. Más bien, las nociones de prima facie y
evaluaciones condicionales se presentan como una forma
de superar la aparente inconsistencia entre (P1), (P2) y
(P3). Si en el caso de las acciones de voluntad atenuada el
agente no hizo un juicio incondicional que favoreciera
realizar la acción que no realizó, sino sólo un juicio
prima facie, del tipo “una vez que se ha tenido todo en
cuenta”, entonces la inconsistencia desaparece. Por ahora
(P3) se lee como:
(P3b) A veces un agente realiza un juicio
condicional, prima facie, según el cual sería mejor hacer
a que hacer b, cree que es capaz de hacer ambas opciones
por igual, y hace intencionalmente b.
Con tal interpretación, (P1), (P2) y (P3) son
consistentes.
¿Cuál es entonces el estado lógico de la solución? Lo
que se pretende defender es que todas las acciones de
voluntad atenuada van precedidas de juicios de valor
condicional (o intenciones condicionales, Davidson los
toma como sinónimos). A simple vista, esto parece una
hipótesis empírica: hay una correlación total entre la
experiencia de la debilidad de la voluntad y la creación
de juicios de valor no incondicionales, sino
condicionales. Aunque si se supone que esto pretende ser
una hipótesis empírica, lo que resulta ser es una
increíblemente ambiciosa afirmación hecha sobre la base
de una escasa o inexistente evidencia empírica.
Incluso aparte del hecho de que no se ofrece ningún
argumento independiente con el que afirmar que el agente
de voluntad atenuada no hizo un juicio incondicional,
queda aún otro problema peor por resolver, el de que, al
margen de cuál sea la forma del juicio, un agente puede,
con todo, adolecer de debilidad de la voluntad. Un agente
puede decir “Pienso incondicionalmente que a es mejor
que b” y, sin embargo, hacer b en lugar de a. El único
modo que veo de salir de aquí es convertir en circular el
argumento, establecer el criterio según el cual el hecho de
que una persona haga o no un juicio incondicional sea lo
mismo que el hecho de que realice realmente o no la
acción de manera intencional. El círculo estriba en: la
tesis es que todas las acciones de voluntad atenuada están
precedidas de intenciones no incondicionales, sino
condicionales. El argumento de esta tesis es que las
acciones eran de voluntad atenuada, por lo que han de
haber estado precedidas de una intención no
incondicional, sino condicional, ya que si hubieran estado
precedidas de una intención incondicional, la acción
habría tenido que tener lugar. Creo que este círculo está
implícito en el artículo de Davidson. Para él, un agente
hace intencionalmente algo si y sólo si mantiene un férreo
juicio evaluativo incondicional que favorezca hacer ese
algo. Esto se sigue simplemente de su concepción de que
en casos en los que el agente dice que a es mejor que b, a
pesar de lo cual hace intencionalmente b en lugar de a, el
juicio no puede haber sido incondicional. Sin embargo,
esto nos libra de la sartén para llevarnos al fuego, puesto
que es obviamente falso, en cualquier sentido ordinario en
el que se entienda la creación de férreos juicios
evaluativos incondicionales, que sea imposible hacer tal
juicio y no hacer después lo que considera como lo mejor
que hacer. De hecho, ése es precisamente el problema de
la debilidad de la voluntad. Es habitual que uno haga un
férreo juicio incondicional y que luego no haga aquello
que considera lo mejor que hacer. Davidson resuelve
sencillamente el problema de la debilidad de la voluntad
diciendo sin más que en todos esos casos el agente fracasa
en la creación de un férreo juicio incondicional.
Mi diagnóstico de lo que está ocurriendo es que lo
que parece una afirmación empírica —todos los casos de
debilidad de la voluntad son casos de juicios de valor
condicionales— no es realmente empírica. Más bien,
Davidson da por sentado que (P1), (P2) y (P3) son
ciertos, y que ni (P1) ni (P2) ocasionan problemas, por lo
que debe haber una interpretación de (P3) que la haga
consistente con (P1) y (P2). La afirmación sobre los
juicios de valor condicionales conforma tal
interpretación.
Sin embargo, esta solución tiene consecuencias
absurdas, que explicaré con detalle ahora. Consideremos
la clase de casos de debilidad de la voluntad que se dan
habitualmente en la vida real. Supongamos que decido,
tras haber considerado todos los hechos que vengan al
caso y que yo conozca, que es mejor para mí no beber
vino en la cena de esta noche, porque después de cenar
quiero trabajar un rato sobre la debilidad de la voluntad.
Pero supongamos que finalmente bebo vino cenando. El
vino que se servía parecía bastante tentador, y en un
momento de debilidad, lo bebí. Según la explicación de
Davidson, ésta es la suma total de mis estados
intencionales que intervienen en este caso:
1. Hago un juicio condicional: una vez que he tenido
todo en cuenta, es mejor no beber vino.
2. Hago un juicio incondicional: es mejor beber vino.
Y, lo que acabó ocurriendo, bebí el vino.
¿Qué falla en esta explicación? Es simplemente falso
decir que he de haber hecho algún juicio de valor
incondicional según el cual era mejor beber vino. Bebí el
vino, no hay más. Ello es lo que convierte a mi acción en
un caso de debilidad de la voluntad. Bebí el vino en
contra de mi juicio incondicional de que era mejor no
beberlo. Así que la falsa afirmación de que mi intención
de hacer lo correcto pudo no haber sido incondicional,
sino que debió haber sido sólo prima facie o condicional,
se halla ligada a la otra falsa afirmación de que cuando
hice lo erróneo tuve que haber hecho un juicio
incondicional según el cual tal actuación era en ese
momento la correcta. Ambas afirmaciones son erróneas.
Puedo hacer un juicio de valor incondicional y aun así, en
un acto de voluntad atenuada, hacer algo que vaya en su
contra, sin que mi acto de voluntad atenuada necesite ir
acompañado de ningún juicio que me muestre que tal
actuación era la correcta.
El problema de la debilidad de la voluntad no es
cómo conciliar dos juicios aparentemente inconsistentes,
sino más bien el de ¿cómo es que habiendo hecho
únicamente un juicio se puede actuar en contra de él? Y la
respuesta es que no hay que hacer otro juicio para actuar;
se puede, simplemente, actuar. Esto es, en este tipo de
caso, hay una intención-en-la-acción sin intención previa
ni deliberación previa.
Lo que toda esta discusión evidencia es que la
conjunción de (P1) y (P2) es falsa. No es cierto que todo
lo que uno juzga como lo mejor que hacer quiera
realmente hacerlo, como tampoco lo es, cuando uno está
decidido y realmente quiere hacer algo, que, por ello,
necesariamente lo haga. Hay muchas acciones a las que
juzgo como lo mejor que hacer, y acciones que realmente
quiero hacer, sin embargo, en realidad no las llevo a cabo,
a pesar de tener tanto la capacidad como la oportunidad
de hacerlas.
Pienso que la frase clave en el artículo de Davidson
es la siguiente: “Si r es la razón de alguien para sostener
que p, entonces su sostener que r ha de ser, creo, una
causa de su sostener que p. Pero, y esto es lo crucial aquí,
su sostener que r puede causar su sostener que p sin que r
sea su razón; ciertamente, el agente puede incluso pensar
que r es una razón para rechazar p”[6]. Intentemos aplicar
esta explicación al ejemplo de beber el vino. Sostengo un
conjunto de razones r, y estas razones me hacen sostener
que es mejor beber el vino, p. Sin embargo, tales razones
me hacen sostener que es mejor beber el vino sin
constituir de modo efectivo una razón para beber el vino.
De hecho, en mi caso pienso que son una razón para
rechazar la afirmación de que es mejor beber el vino.
No encuentro esto ni siquiera remotamente plausible
como una explicación de lo que ocurrió cuando, en un
momento de debilidad de la voluntad, bebí vino en contra
de mi mejor juicio. Pienso que una explicación mucho más
plausible, que expondré con más detalle más adelante, es
que sostuve un juicio incondicional según el cual lo mejor
era no beber el vino, aunque cuando tuve delante el vino
lo encontré tentador, y simplemente no pude resistir la
tentación.
¿Cómo nos hemos metido en este lío? Davidson,
junto con muchísimos otros filósofos[7], piensa que en el
caso de las acciones motivadas racionalmente existe
alguna clase de conexión causalmente necesaria entre los
antecedentes psicológicos de la acción y su realización
intencional, o al menos la pretensión intencional de
realizar la acción, de tal forma que la acción se sigue de
sus antecedentes por algún tipo de necesidad causal. Pero
esto es un error. Con ello se niega la existencia de la
brecha. Una vez que se niega la existencia de la brecha, se
cae en todos los problemas que hemos estado examinando,
en particular, en el problema de que la debilidad de la
voluntad, estrictamente hablando, se torna imposible.
En respuesta a estas conclusiones de que los
antecedentes psicológicos apropiados conducen a la
acción en cuestión por necesidad causal, preguntémonos
¿existen efectivamente tales casos?, ¿existen casos en los
que los antecedentes psicológicos sean causalmente
suficientes para producir la acción? Me resulta del todo
obvio que se dan muchos de estos casos, sin embargo, en
ellos normalmente no hay libre voluntad, sino que más
bien corresponden al tipo normal de acción voluntaria.
Así, por ejemplo, un drogadicto bien podría tener
antecedentes psicológicos en su uso de las drogas que
fuesen causalmente suficientes para garantizar dicho uso,
simplemente porque es incapaz de evitarlo. En tales
casos, como vimos con anterioridad, no hay brecha al
estilo que ya conocemos. La acción está en verdad
causalmente determinada por causas psicológicas
previamente suficientes. Tenemos ahora, por cierto, una
muy buena evidencia de que esas causas psicológicas se
asientan en su correspondiente neurobiología. Cuando una
persona ansía la satisfacción de su adicción, el sistema
mesolímbico dopaminérgico se activa. Este sistema se
extiende desde la amígdala y el cíngulo anterior al
extremo de ambos lóbulos temporales. Su activación es,
de acuerdo al menos con algunas perspectivas actuales, el
correlato neurológico de la conducta adictiva.
En casos normales, podemos hacer la obvia objeción
de que se puede hacer cualquier tipo de juicio evaluativo
y, no obstante, no actuar siguiendo ese juicio. El problema
de la akrasia, para repetirlo, es que si dejamos a un lado
los casos de adicción, coacción, obsesión, etc., entonces
un antecedente cualquiera, siempre que se describa de una
forma en la que no se dé nada por sentado que entrañe de
forma trivial la realización de la acción, permitirá
siempre a cualquier agente racional completamente
consciente contar con el antecedente (por ejemplo, un
juicio moral relevante, una intención incondicional, o
cualquier otra cosa) y, aun así, no actuar de acuerdo al
contenido de tal antecedente. Y es más, esto no es un
hecho aislado. Ocurre continuamente. Basta preguntar a
cualquiera que haya intentado perder peso, dejar de fumar
o cumplir sus buenos propósitos cada nuevo año.
En su forma más cruda, el error que hace parecer
problemático que pueda haber akrasia se deriva de una
concepción errónea de la causación. Si, por ejemplo,
pensamos en la causación según el modelo de bolas de
billar golpeándose unas a otras, o el de ruedas de
engranaje interactuando entre sí, entonces parece
sencillamente imposible que pudiéramos tener causas sin
efectos. Si las intenciones causan la conducta, que la
intención estuviera presente y que el agente no
emprendiera la acción que tenía la intención de realizar
sólo puede deberse a que alguna otra causa interfirió, a
que no se trataba del tipo de intención que pensábamos
que era, o a algo por el estilo.
Pero la causación intencional es, en ciertos aspectos
importantes, distinta de la causación de las bolas de
billar. Ambos son casos de causación, pero en el caso de
los deseos y las intenciones, en el caso de acciones
voluntarias normales, una vez que las causas están
presentes, éstas no obligan aún al agente a actuar; el
agente tiene que actuar de acuerdo con razones o de
acuerdo con su intención. En el caso de la acción
voluntaria hay, como vimos en los capítulos 1 y 3, una
brecha, una cierta holgura, entre el proceso de
deliberación y la formación de una intención, y otra
brecha entre la intención y la realización efectiva.
En lo que a la intencionalidad se refiere, es mejor
pensar desde el punto de vista de la primera persona. Pues
bien, ¿como qué es para mí formar una intención y no
actuar a continuación de acuerdo con ella? ¿Se me impide
siempre actuar de acuerdo con ella?, ¿estoy siempre
obligado por causas, conscientes o inconscientes, a actuar
en contra de mi intención? Claro que no. Bien, ¿resulta
siempre en tales casos que la intención era de algún modo
defectuosa, condicional o inapropiada, que no era una
intención férrea, incondicional, sin restricciones, sino
sólo una intención prima facie, condicional? Una vez más,
claro que no. Es posible, como todos sabemos, que una
intención sea tan fuerte e incondicional como se quiera,
que nada interfiera, y que aun así la acción no se lleve a
cabo.
Para ver cómo acontece la akrasia tenemos que
recordar cómo transcurren las acciones en los casos
normales, en los que no hay akrasia. Cuando me formo
una intención, aún me resta actuar acorde a esa intención
que he formado. No puedo simplemente sentarme y
esperar que la acción ocurra, como sí puedo hacer en el
caso de las bolas de billar. Pero desde el punto de vista
de la primera persona, el único ángulo que realmente
importa aquí, las acciones no son únicamente cosas que
pasan, no son sólo acontecimientos que ocurren, más bien,
desde ese punto de vista de la primera persona, son cosas
que se hacen; son, por ejemplo, emprendidas, iniciadas o
realizadas. Decidirse a hacer algo no es suficiente, uno
aún tiene que hacerlo. Es en esta brecha entre intención y
acción donde encontramos la posibilidad, de hecho, la
inevitabilidad, de al menos algunos casos de debilidad de
la voluntad. A causa de la inevitabilidad de los deseos en
conflicto y otros motivadores, para la mayor parte de las
acciones premeditadas existirá la posibilidad de que
cuando llegue el momento de realizar la acción, el agente
se encuentre a sí mismo haciendo frente a deseos de no
hacer aquello que había decidido hacer.
¿Como qué serían las cosas si la akrasia fuera
realmente imposible? Imaginemos un mundo en el que una
vez que una persona se ha formado la intención
incondicional de realizar una acción (y ha satisfecho
cualesquiera otras condiciones previas que nos
encarguemos de especificar, tales como formar un férreo
juicio de valor que favorezca su realización, darse una
orden moral a sí mismo para llevarla a cabo, etc.), la
acción se siguiese por necesidad causal, salvo que otra
causa superase el poder causal de la intención, o que la
intención se debilitase y perdiese su poder de causar la
acción. Si efectivamente fuese así como el mundo
funcionara, no tendríamos que actuar de acuerdo con
nuestras intenciones, podríamos, por así decirlo, esperar
que ellas actuasen por sí solas. Podríamos sentarnos y ver
cómo transcurren los hechos. Pero no podemos hacer eso,
siempre tenemos que actuar.
La akrasia es, dicho brevemente, un síntoma de
cierta clase de libertad, y la entenderemos mejor si
examinamos esa libertad más a fondo. Según una cierta
concepción clásica de la toma de decisiones alcanzamos,
de vez en cuando, un “punto de elección”, un punto en el
que se nos presenta un rango de opciones entre las que
podemos, y a veces tenemos, que elegir. Frente a esta
concepción, quiero proponer que en cualquier momento
normal de nuestras vidas, en el que seamos conscientes y
estemos despiertos, se nos presenta un rango de opciones
indefinido, es más, estrictamente hablando, infinito.
Estamos siempre en un punto de elección, y las elecciones
son infinitas. En este momento, mientras escribo este
capítulo, puedo mover los dedos de los pies, mover la
mano izquierda, la mano derecha, o partir hacia Tombuctú.
La experiencia de cualquier acción normal, consciente y
libre encierra la posibilidad de no realizar esa acción,
sino alguna otra en su lugar. Muchas de esas opciones
serán imposibles por infructuosas, indeseables o incluso
ridículas. Pero dentro del rango de posibilidades habrá un
puñado que realmente nos gustaría hacer, por ejemplo,
tomar otra copa, irnos a la cama, dar un paseo o,
simplemente, dejar de trabajar y leer una novela.
Existen muchas diferentes formas de akrasia, si bien
un modo en el que ésta suele presentarse es el siguiente:
como resultado de la deliberación nos formamos una
intención, pero dado que siempre tenemos un rango
indefinido de opciones disponibles, cuando llega el
momento de actuar según nuestra intención, varias de las
otras opciones pueden resultarnos atractivas o motivarnos
según otros factores. Para muchas de las acciones que
llevamos a cabo por alguna razón, existen razones para no
realizar esa acción, sino otra distinta en su lugar. A veces
actuamos en base a esas razones y no en base a nuestra
intención original. La solución al problema de la akrasia
es así de simple: casi nunca contamos con una sola opción
disponible. Al margen de una resolución concreta, otras
opciones continúan siendo atractivas.
Podría parecer problemático entonces que alguna vez
actuásemos de acuerdo con nuestro mejor juicio con todos
esos requerimientos en conflicto pesando sobre nosotros.
Pero en absoluto es tan problemático si recordamos por
qué tenemos deliberación e intenciones previas. Gran
parte de su labor es regular nuestra conducta. Una
conducta cuerda no es simplemente un haz de actos
espontáneos, motivado cada uno de ellos por las
consideraciones del momento. Lo que más bien hacemos
es introducir un cierto orden en nuestras vidas y
capacitarnos a nosotros mismos a satisfacer la mayoría de
nuestras metas a largo plazo mediante la formación de
intenciones previas a través de la deliberación.
Resulta frecuente trazar semejanzas entre akrasia y
autoengaño y hay, de hecho, ciertas similitudes. Una forma
característica de akrasia es la de deber frente a deseo, así
como una forma característica de autoengaño es la de
evidencia frente a deseo. Por ejemplo, el amante se
engaña a sí mismo respecto de que su amada le es fiel a
pesar de la flagrante evidencia de lo contrario porque
quiere creer desesperadamente en su fidelidad. Pero hay
ciertas diferencias cruciales entre akrasia y autoengaño
que principalmente tienen que ver con la dirección de
ajuste. La persona de voluntad atenuada puede dejar que
todo repose en la superficie. Puede decirse a sí mismo
“Sí, sé que no debería fumar otro cigarrillo y he tomado la
firme resolución de dejarlo pero, a pesar de todo, deseo
fervientemente fumarme uno, así que, en contra de mi
mejor juicio, voy a fumarme uno”. Pero quien se
autoengaña no puede decirse a sí mismo “Sí, sé que la
proposición que creo es sin duda alguna falsa, pero deseo
fervientemente creerla, así que, en contra de mi mejor
juicio, voy a continuar creyéndola”. Tal actitud no es
autoengaño, es simplemente irracional y quizás incluso
incoherente. Para satisfacer el deseo de creer lo que sabe
que es falso, el agente ha de anular el conocimiento.
“Akrasia” es el nombre de un cierto tipo de conflicto
entre estados intencionales en el cual el lado incorrecto
sale victorioso. “Autoengaño” no es tanto el nombre de
ningún tipo de conflicto, sino más bien una forma de evitar
el conflicto, anulando el lado poco grato. Es una forma de
encubrimiento de un conflicto, que en algunos casos
incluso sería una inconsistencia, la cual no se podría
seguir manteniendo si se la desenmascarase. La forma del
conflicto es:
Tengo la abrumadora evidencia de que p (o quizá
incluso sé que p), pero deseo fervientemente creer que no
p.
Tal conflicto no puede ser ganado por el deseo si se
presentara de esa forma. Si el deseo es lo que gana, el
conflicto requiere su propia anulación. Por ello se trata de
un caso de autoengaño. La akrasia es una forma de
conflicto, pero no una forma de inconsistencia o de
incoherencia lógicas. El autoengaño es un modo de
encubrir lo que sería una forma de inconsistencia o de
incoherencia si se le desenmascarase. Por estas razones el
autoengaño requiere de forma lógica la noción del
inconsciente. La akrasia, en cambio, no. La akrasia se
complementa a menudo con el autoengaño como vía para
hacer desaparecer el conflicto, por ejemplo, el fumador se
dice a sí mismo “Fumar no es realmente tan malo para mí,
y además, la afirmación de que provoca cáncer nunca ha
sido demostrada”.
Podemos resumir estas diferencias diciendo que la
akrasia y el autoengaño no son realmente similares en su
estructura.
La akrasia tiene típicamente la forma:
Es mejor hacer A y he decidido hacer A, pero estoy,
voluntaria e intencionalmente, haciendo B.
No hay aquí ningún absurdo o inconsistencia lógicos,
aunque sí hay un conflicto entre razones para la acción
inconsistentes, a la vez que el acto es irracional en la
medida en que el agente actúa intencional y
voluntariamente de acuerdo con una razón que cree que es
una razón errónea según la cual actuar.
El autoengaño tiene típicamente la forma:
El agente posee el estado consciente: creo que no p.
Y posee los estados inconscientes: tengo la abrumadora
evidencia de que p y deseo fervientemente creer que no p.
De este modo, el autoengaño supone irracionalidad y,
en algunos casos, incluso inconsistencia lógica. Sólo
puede existir si alguno de sus elementos es anulado desde
la conciencia.
En las acciones de voluntad atenuada el yo actúa
acorde a una razón que ese mismo yo considera que no es
la mejor razón según la cual actuar, y actúa contra la
misma razón que ha juzgado como la mejor razón según la
cual actuar. Son muchas las diferentes formas que este
modelo puede adoptar, y muchos los diferentes grados de
debilidad de la voluntad. Resulta tentador pensar que en
casos de debilidad de la voluntad el yo es superado por
algún deseo intenso, de tal forma que el deseo acorde al
cual actúa el yo facilita una condición causal realmente
suficiente para actuar. No hay duda de que tales casos
existen, si bien no es lo habitual. Lo habitual es que la
brecha tenga lugar tanto en la acción de voluntad atenuada
como lo tiene en la acción de firme voluntad. Tomé otro
vaso de vino a pesar de que mi juicio era que no debería
haberlo tomado. Pero que tomara el vaso de vino no era
algo más obligado, forzado o determinado de lo que era
mi acción de firme voluntad cuando sí actué de acuerdo
con mi mejor juicio. La brecha es —o puede ser— la
misma en ambos tipos de caso. Y a esto se debe que el
acto de voluntad atenuada sea, en alguna medida,
irracional. Contar seriamente con la posibilidad de elegir
la opción equivocada cuando sé que tal opción es la
equivocada es un signo de mi irracionalidad. Creo que la
metáfora de “debilidad” resulta del todo acertada en estos
casos, ya que el tema en cuestión es el yo. El tema en
cuestión no es la debilidad de mis deseos o de mis
convicciones, sino el de mi propia debilidad al llevar a
cabo las decisiones que he tomado.
De acuerdo con la explicación que he dado, el
problema de la debilidad de la voluntad no es un
problema serio en filosofía. Lo es sólo si elaboramos un
conjunto erróneo de supuestos sobre los antecedentes
causales de la acción. No obstante, resulta esclarecedor
en la medida en que nos permite apreciar la brecha desde
un diferente punto de vista. La pregunta, sin embargo, aún
sigue ahí: ¿cuál es o podría ser la realidad neurobiológica
de la brecha? Dejo esta cuestión para el último capítulo.
[1] Mill, J. S., The examination of Sir William Hamilton’s Philosophy,
citado en O’Connor, T. (ed.), Agents, Causes and Events: Essays on
Indeterminism and Free Will, Oxford University Press, Nueva York, 1995,
pág. 76.
[2]Hare, R. M., The Language of Morals, Oxford University Press,
Oxford, 1952. [Edición en castellano: El lenguaje de la moral, UNAM,
México, 1975].
[3]
Davidson, Donald, “How Is Weakness of the Will Possible?”, en
Essays on Actions and Events, Clarendon Press-Oxford University Press,
Nueva York, 1980. [Edición en castellano en Ensayos sobre acciones y
sucesos, Instituto de Investigaciones Filosóficas-UNAM/Crítica, México-
Barcelona, 1995].
[4] Hare, R. M., The Language of Morals, Oxford University Press,
Oxford, 1952, págs. 168-169. [Edición en castellano: El lenguaje de la moral,
UNAM, México, 1975].
[5] Ibíd., pág. 20.
[6] Davidson, Donald, “How Is Weakness of the Will Possible?”, en
Essays on Actions and Events, Clarendon Press-Oxford University Press,
Nueva York, 1980, pág. 41. [Edición en castellano en Ensayos sobre acciones
y sucesos, Instituto de Investigaciones Filosóficas-UNAM/Crítica, México-
Barcelona, 1995].
[7] Por ejemplo, Peter van Inwagen, “When Is the Will Free?”, en
O’Connor, T. (ed.), Agents, Causes and Events: Essays on Indeterminism
and Free Will, Oxford University Press, Nueva York, 1995.
Capítulo VIII
¿Por qué no hay una lógica deductiva de
la razón práctica?
8.1. La lógica de la razón práctica

Se nos suele decir que la razón práctica es el


razonamiento sobre lo que hacer, y la razón teórica el
razonamiento sobre lo que creer. Pero si esto es así,
debería parecernos desconcertante que no tengamos una
explicación general aceptada de la estructura lógica
deductiva de la razón práctica, del mismo modo que,
aparentemente, sí la hay para la razón teórica deductiva.
Después de todo, los procesos que nos permiten entender
cómo optimizamos la consecución de nuestros objetivos
parece ser tan racional como los procesos que nos
permiten entender las implicaciones de nuestras creencias,
así que ¿por qué nos parece que una tiene una poderosa
lógica y la otra no? Aristóteles, de una forma u otra,
inventó el silogismo teórico y, aunque en general haya
sido menos influyente, también inventó el silogismo
práctico. ¿Por qué no hay una teoría aceptada del
silogismo práctico del mismo modo que hay una teoría
aceptada del silogismo teórico y de la lógica deductiva en
general?
Para ver en qué consiste el problema, repasemos
cómo aparentemente se resuelve en la razón teórica.
Necesitamos distinguir las cuestiones relativas a las
relaciones lógicas de las cuestiones de la psicología
filosófica. Los grandes avances en lógica deductiva se
llevaron a cabo cuando, en el siglo XIX, Frege separó las
cuestiones de la psicología filosófica (las “leyes del
pensamiento”) de las cuestiones de las relaciones lógicas.
Después de Frege, parece que si contamos con las
relaciones lógicas correctas debería ser relativamente
sencillo desarrollar una psicología filosófica. Por
ejemplo, una vez que entendemos las relaciones de
consecuencia lógica entre las proposiciones, muchas de
las cuestiones concernientes al ámbito de la creencia
resultan bastante simples. Si sabemos que la conjunción
de las premisas “Todos los hombres son mortales” y
“Sócrates es un hombre” entraña la conclusión “Sócrates
es mortal”, entonces ya sabemos que quien cree en esas
premisas está comprometido con esa conclusión, que
quien sabe que esas premisas son ciertas está justificado
para inferir la verdad de la conclusión, etc. En pocas
palabras, en la razón teórica parece haber un conjunto
bastante sólido de analogías entre nociones “lógicas”
tales como premisa, conclusión o consecuencia lógica,
por un lado, y nociones “psicológicas” tales como
creencia, compromiso o inferencia, por otro. La razón de
este sólido conjunto de analogías es que los estados
psicológicos tienen contenidos proposicionales y, por
tanto, heredan ciertos rasgos de las relaciones lógicas
entre proposiciones. Puesto que la consecuencia lógica es
lo que garantiza la verdad, y que la creencia es un
compromiso con la verdad, los rasgos de la consecuencia
lógica pueden ser proyectados sobre los compromisos de
la creencia. Si q es la consecuencia lógica de p, y yo creo
que p, entonces estoy comprometido con la verdad de q.
El principio tácito que tan bien ha operado en la lógica
asertórica es que si contamos con las relaciones lógicas
correctas, entonces la mayor parte de la psicología
filosófica se ocupará de sí misma.
Ahora bien, suponiendo que aceptamos la distinción
entre las relaciones lógicas y la psicología filosófica, ¿en
qué le afecta esto a la razón práctica? ¿Cuáles son las
relaciones lógicas en la razón práctica y de qué forma
intervienen en la psicología filosófica? Algunas de las
preguntas sobre relaciones lógicas serían: ¿cuál es la
estructura lógica formal de un argumento práctico? En
concreto, ¿podemos obtener una definición de validez
formal para la razón práctica como podemos hacerlo para
la razón “teórica” deductiva? ¿Presenta la lógica práctica
las mismas reglas de inferencia que la lógica asertórica o
requiere otras diferentes? Las cuestiones de la psicología
filosófica de la deliberación afectarían a muchos de los
asuntos que hemos venido discutiendo en este libro,
especialmente el carácter de los estados intencionales en
el razonamiento práctico, su relación con la estructura
lógica de la deliberación, sus relaciones con la acción, y
sus relaciones con las razones para la acción en general.
¿Qué clases de estados intencionales aparecen en la
deliberación y cuáles son las relaciones entre ellos? ¿Qué
clases de cosas pueden ser razones para la acción? ¿Cuál
es la naturaleza de la motivación, y cómo la deliberación
motiva de forma efectiva la acción?
A la luz de nuestra distinción entre teoría lógica y
psicología filosófica, la cuestión que nos estamos
preguntando es “¿Existen modelos formales de validez
práctica, tales como que la aceptación de las premisas de
un argumento práctico válido nos compromete con la
aceptación de la conclusión, al estilo de lo que
típicamente ocurre en la razón teórica?”. Hemos visto que
en la razón teórica la creencia en las premisas de un
argumento válido nos compromete con la creencia en la
conclusión. ¿Podríamos obtener compromisos similares
con deseos e intenciones como conclusiones en la razón
práctica? Creo que el objetivo de una lógica formal de la
razón práctica tendría que ser obtener un conjunto de
formas válidas de inferencia práctica; y una prueba para
un proyecto de este tipo sería comprobar si el agente que
acepta las premisas de una inferencia práctica
presuntamente válida estaría comprometido a desear o
pretender la conclusión de la misma forma que el agente
que acepta las premisas de una inferencia teórica válida
está comprometido a creer la conclusión.

8.2. Tres modelos de razón práctica

Para empezar, consideremos algunos intentos de enunciar


una estructura lógica formal de la razón práctica. Limitaré
la discusión al denominado razonamiento de medios-fines,
dado que la mayoría de los autores sobre el tema se
adscriben a la tradición del modelo clásico y piensan que
la razón práctica se ocupa de la deliberación sobre
medios para conseguir fines. Por extraño que parezca, no
resulta del todo fácil ni carente de controversia enunciar
la estructura formal del razonamiento de medios-fines, y
no hay un acuerdo general sobre lo que ello sea. En la
literatura filosófica hay una desconcertante variedad de
modelos formales de tales razonamientos, e incluso
desacuerdos básicos sobre los que se supone que son sus
componentes particulares. ¿Son estos componentes
deseos, intenciones, permisos, imperativos, normas,
noemata[1], acciones, o qué si no?[2] Pienso que el motivo
de esta variedad es que los autores en cuestión se
enfrentan con el hecho de que los componentes que
intervienen en el razonamiento son factitivos, los cuales
pueden adoptar diferentes formas. Muchos filósofos
hablan con una más bien sospechosa elocuencia sobre el
modelo creencia-deseo de explicación y deliberación,
¿pero cuál se supone que es exactamente la estructura de
este modelo? Anthony Kenny sugiere que la estructura de
la razón práctica es por completo diferente a la de la
razón teórica. Pone el siguiente ejemplo:
Voy a estar en Londres a las 16:15,
si cojo el tren de las 14:30 estaré en Londres a las
16:15,
así que cogeré el tren de las 14:30[3].
Ya que las premisas presentan ambas direcciones de
ajuste, podemos en general representar la forma del
argumento con la siguiente simbología, empleando “↑” y
“↓” para las direcciones de ajuste ascendente y
descendente, respectivamente, y “F” y “M” para fines y
medios:
↑ (F).
↓ (Si M entonces F).
Por tanto, ↑(M).
Cuando uno tiene creencias y deseos como
“premisas” este modelo de inferencia puede representarse
así:
Desear (Conseguir F).
Creer (Si hago M conseguiré F).
Por tanto, Desear (Hacer M).
Sin embargo, parece que esto podría no ser correcto,
ya que dos premisas con esta forma sencillamente no nos
comprometen a aceptar la conclusión. No es un
compromiso con un deseo, y mucho menos con una
intención, lo que se obtiene como conclusión en esta
forma de argumento. Para apreciar esto, obsérvese que
muchos de los Fs que uno puede pensar son
completamente triviales y que muchos Ms son ridículos.
Por ejemplo, quiero que este vagón de metro esté menos
concurrido, y creo que si mato a todos los pasajeros lo
estará. Esto no me compromete a desear matar al resto de
pasajeros. Por supuesto, se podría dar forma a un deseo
homicida respecto de un vagón colmado de pasajeros,
pero parece absurdo afirmar que la racionalidad me
compromete con un deseo de matar sobre la sola base de
mis otras creencias y deseos. A lo sumo, este modelo
podría dar cuenta de posibles motivaciones para formar
un deseo. Alguien que disponga de las apropiadas
creencias y deseos tendrá un posible motivo para desear
M. Pero no existe ningún compromiso hacia tal deseo.
Se dice a veces que este modelo falla debido a que
no hay relación de entrañamiento entre los contenidos
proposicionales de las premisas y la conclusión. En
efecto, basta con detenerse en los contenidos
proposicionales para ver que la inferencia cae en la
falacia de la afirmación del consecuente. Algunos
filósofos sostienen que la forma común de la razón
práctica se encuentra en aquellos casos en los que el
medio es una condición necesaria para alcanzar el fin.
Esto (o alguna de sus variantes) es lo que defienden:
↑ (Conseguir el fin F).
↓ (La única manera de conseguir F es mediante el
medio M. A veces enunciado como “M es una condición
necesaria de F”, o “para conseguir F, he de hacer M”).
Por tanto, ↑(Hacer M).
En este caso, la satisfacción de las premisas
garantiza la satisfacción de la conclusión, pero la
aceptación de las premisas no nos compromete aún con un
deseo o una intención respecto a la conclusión. Si
pensamos en este modelo en términos de ejemplos de la
vida real nos parecerá entonces imposible que sirva como
explicación general de la razón práctica. En general, hay
bastantes medios, la mayoría de ellos ridículos, para
conseguir un fin, y en el extraño caso de que sólo haya un
medio, puede que sea tan absurdo como para quedar por
completo al margen de la cuestión. Especifiquemos
algunos de los fines que podamos tener: querer ir a París,
ser rico o casarse con un republicano. Bien, en el caso de
ir a París, por ejemplo, existe una buena cantidad de
formas de hacerlo. Podríamos andar, nadar, ir en avión, en
barco, en kayak o en cohete; podríamos construir un túnel
bajo tierra o hacer escala en la Luna o en el Polo Norte.
En casos muy extraños puede haber un único medio hacia
un fin. Que yo sepa, no hay una manera rápida de eliminar
los síntomas de la gripe excepto la muerte. Por tanto,
según el modelo que describimos, si deseo eliminar mis
síntomas gripales inmediatamente y creo que la única
forma de hacerlo es la muerte, entonces estoy
comprometido a desear mi muerte. Este modelo, como el
anterior, apenas puede aplicarse. La mayoría de los
razonamientos de medios-fines no versan sobre
condiciones necesarias, e incluso cuando lo hacen, desear
el fin no nos compromete a desear los medios[4].
En el primero de estos ejemplos no había relación de
entrañamiento entre los contenidos proposicionales de las
premisas y la conclusión, sin embargo, en el segundo sí la
había. El hecho de que esas relaciones de entrañamiento
no generen un compromiso con un deseo secundario
revela un importante contraste entre la lógica de las
creencias por sí sola y la lógica de las combinaciones
creencia-deseo. Si creo que p y que (si p entonces q),
entonces estoy comprometido con la creencia de que q.
Pero si quiero que p y creo que (si p entonces q), no estoy
comprometido a querer que q. Ahora bien, ¿a qué se debe
esta diferencia? Cuando entendamos esto, habremos
recorrido un largo camino hacia la comprensión de lo que
hace que no resulte plausible la lógica de la razón
práctica.
Intentemos de nuevo construir un modelo lógico
formal de la razón práctica. Generalmente, cuando
tenemos un deseo, una intención o un objetivo, no
buscamos simplemente cualquier medio, ni tampoco un
único medio, sino el mejor medio (según Aristóteles, se
busca el medio “mejor o más sencillo”). Y si somos
racionales, cuando no existe un buen medio, o al menos
uno razonable, hemos de renunciar por completo al
objetivo. Además, no se tiene un único objetivo, pero
siendo racionales, valoramos y seleccionamos nuestros
propios objetivos a la luz de... bien, ¿de qué? Tendremos
que regresar a este punto más tarde. Mientras tanto,
supongamos que hemos seleccionado concienzudamente
un objetivo y que lo hemos evaluado como razonable.
Estamos seguros de querer ir a París, esto es, “lo hemos
decidido”, intentamos imaginar la mejor manera de llegar
allí y decidimos que la mejor manera de ir es en avión.
¿Hay un modelo formal plausible de la lógica del
razonamiento de medios-fines en un caso así?
La forma del argumento parece ser:
Desear (Ir a París).
Creer (La mejor manera de ir, una vez que he tenido
todo en cuenta, es en avión).
Por tanto, Desear (Ir en avión).
Si separamos las cuestiones de las relaciones lógicas
de las cuestiones de la psicología filosófica —tal y como
ya mencioné previamente— vemos que desde un punto de
vista lógico este argumento, tal y como se presenta, es
entimemático. Para ser formalmente válido, requeriría una
premisa adicional de este tipo:
Desear (Si voy a París lo hago de la mejor manera,
una vez que he tenido todo en cuenta).
Si añadimos esta premisa, el argumento es válido
según los estándares de la lógica clásica. Supongamos que
P = Ir a París, Q = Ir de la mejor manera posible, y R = Ir
en avión. Entonces su forma es:
P
P→Q
Q↔R
∴R
Y a pesar de que el argumento no garantiza la verdad,
ya que dos de sus premisas y su conclusión no tienen
valores de verdad, ello no es relevante puesto que el
argumento garantiza la satisfacción, y la verdad es sólo un
caso especial de satisfacción. La verdad es la satisfacción
de las representaciones con la dirección de ajuste
palabra-a-mundo.
Pero una vez más, como en los ejemplos anteriores,
parece que las relaciones lógicas no se proyectan sobre la
psicología filosófica de la manera adecuada. No está nada
claro que una persona racional que posea todas esas
premisas haya de tener, o esté comprometida a tener, el
deseo de ir en avión. Por otra parte, para hacerlo
plausible, tuvimos que introducir una dudosa premisa
acerca de querer hacer las cosas “de la mejor manera, una
vez que se ha tenido todo en cuenta”. De hecho, parece
como si cualquier intento de enunciar formalmente la
estructura de un argumento práctico de este tipo requiriera
en general una premisa así, pero no está del todo claro lo
que esto significa. ¿Qué se entiende por “la mejor
manera” y por “una vez que se ha tenido todo en cuenta”?
Nótese además que tales premisas no tienen correlato
alguno en los casos habituales de la razón teórica. Para
llegar a la conclusión de que Sócrates es mortal
razonando a partir de la creencia de que todos los
hombres son mortales y de que Sócrates es un hombre, no
se necesita ninguna premisa sobre lo mejor que pueda ser
creído, una vez que se ha tenido todo en cuenta.
He procurado llevar a cabo un intento comprensible
de encontrar un modelo lógico formal de la concepción
tradicional del razonamiento de medios-fines, concepción
que se remonta a Aristóteles, y esto es lo mejor que puedo
ofrecer. He intentado también facilitar un enunciado de su
estructura formal, el cual me parece ser una mejora
respecto de otras versiones que he visto. No obstante,
pienso que desgraciadamente todo ello sigue siendo
insuficiente. Después de varios intentos fallidos he
llegado a regañadientes a la conclusión de que es
imposible obtener una lógica formal de la razón práctica
que dé cuenta de los hechos de la psicología filosófica.
Para mostrar por qué es esto así, hablaré a continuación
de la naturaleza del deseo. El principal rasgo del deseo
que nos interesa en la presente discusión es que posee la
dirección de ajuste ascendente. La mayoría de los rasgos
que especificaré como rasgos del deseo lo son también de
otros factitivos con dirección de ajuste ascendente tales
como obligaciones, necesidades, compromisos, etc. Sin
embargo, en aras de la simplicidad enunciaré la mayor
parte de este asunto en términos de deseo y más tarde lo
extenderé a otros factitivos con dirección de ajuste
ascendente.

8.3. La estructura del deseo

A fin de comprender los puntos débiles de mi revisada


lógica del razonamiento práctico, y para comprender las
dificultades generales de una lógica formal del
razonamiento práctico, tenemos que examinar algunos
rasgos generales del deseo y también, en especial, las
diferencias entre deseos y creencias. Emplearé la
explicación general sobre la intencionalidad que di en el
capítulo 2, así como otros rasgos de la teoría de la
intencionalidad que expuse en el libro que lleva ese
mismo nombre[5]. Concretamente, voy a suponer que, al
contrario que en la gramática superficial de las frases
sobre el deseo, todos los deseos cuentan con
proposiciones completas como contenidos intencionales
(de esta forma, “Quiero tu coche” significaría algo como
“Quiero tener tu coche”); que los deseos tienen la
dirección de ajuste mundo-a-mente, mientras que las
creencias tiene la dirección de ajuste mente-a-mundo; y
que los deseos no tienen las restricciones sobre los
contenidos intencionales que sí tienen las intenciones. Las
intenciones han de referirse a las acciones presentes o
futuras del agente y han de tener autorreferencialidad
causal incorporada en su contenido intencional. Los
deseos no poseen tal condición causal, y pueden referirse
a algo pasado, presente o futuro. Además de esto, voy a
suponer que los estudios comunes sobre la distinción de
re/de dicto[6] son desgraciadamente confusos, como lo es
la postura de que los deseos son intensionales-con-una-s.
La distinción de re/de dicto debidamente interpretada es
una distinción entre tipos de frases sobre deseos, no entre
tipos de deseos. La afirmación de que todos los deseos,
creencias, etc., son en general intensionales es
simplemente falsa. Las frases sobre deseos, creencias,
etc., son en general intensionales. Los deseos y creencias
no son en general ellos mismos intensionales, aunque
puedan serlo en raros y contados casos[7].
Cuando se desea un estado de cosas para satisfacer
algún otro deseo, lo mejor es tener presente que cada
deseo es parte de un deseo mayor. Si quiero ir a mi
despacho a recoger mi correo hay, en efecto, un deseo
cuyo contenido es simple: yo quiero (ir a mi despacho).
Pero ello es parte de un deseo mayor cuyo contenido es:
yo quiero (recoger mi correo yendo a mi despacho). Las
intenciones comparten este rasgo. Si tengo la intención de
hacer a para hacer b, entonces tengo una intención
compleja cuya forma es ‘yo tengo la intención’ (de hacer b
mediante a). Diré algo más sobre esto posteriormente.
El primer rasgo del desear (querer, anhelar, etc.), por
el cual se diferencia de la creencia, es que mientras que
un agente puede consistente y deliberadamente querer que
p y querer que no p, no puede, en cambio, consistente y
deliberadamente creer que p y creer que no p. Y esta
afirmación es más sólida que la de que un agente puede de
forma consistente tener deseos no susceptibles de
satisfacción simultánea debido a rasgos que él desconoce.
Por ejemplo, Edipo puede querer casarse con una mujer
que responda a la descripción “Mi prometida” y no querer
casarse con una mujer que responda a la descripción “Mi
madre”, aun cuando de hecho exista una mujer que
satisfaga ambas descripciones. Sin embargo, lo que yo
sostengo es que puede de forma consistente tanto querer
casarse con Jocasta como no querer casarse con Jocasta,
ambas acorde a una misma descripción. Los casos
normales en los que esto se manifiesta son aquellos en los
que él cuenta con ciertas razones para querer casarse con
ella y con ciertas razones para no querer hacerlo. Por
ejemplo, podría querer casarse con ella —porque,
digamos, la encuentra hermosa e inteligente—, y a la vez
no querer casarse con ella —porque ronca y chasquea sus
nudillos—. Tales casos son comunes, pero también es
importante destacar que una persona podría encontrar
unos mismos rasgos deseables y no deseables
simultáneamente. Él podría considerar su belleza e
inteligencia exasperantes a la vez que atractivas, o su
ronquido y su costumbre de chasquear los nudillos
entrañables a la vez que repulsivos (podemos imaginarle
diciéndose a sí mismo: “Es maravilloso que ella sea tan
hermosa e inteligente, pero al mismo tiempo resulta un
tanto tedioso, se sienta ahí con su hermosura e inteligencia
a lo largo del día, y es exasperante oír su ronquido y sus
nudillos chasqueando, aunque a la vez hay algo entrañable
en ello, es tan humano”). Así es la condición humana.
La posibilidad de mantener racional y
consistentemente deseos inconsistentes tiene la
desagradable consecuencia lógica de que el deseo no se
adscribe a la conjunción[8]. De esta forma, si deseo que p
y deseo que no p, de ello no se sigue que deseo que (p y
no p). Por ejemplo, quiero ahora mismo estar en Berkeley,
y también en París, pero al saber que se trata de deseos
inconsistentes no estoy racionalmente comprometido con
querer estar ahora mismo simultáneamente en Berkeley y
en París.
Para comprender la posibilidad de mantener de
manera racional y consistente deseos inconsistentes, y sus
consecuencias para la razón práctica, necesitamos
ahondar un poco más. Es habitual, y creo que en gran
medida acertado distinguir, como lo hace la concepción
clásica, entre deseos primarios y secundarios o derivados.
Lo que le digo a mi agente de viajes, “Quiero comprar un
billete de avión”, es literalmente cierto. Pero no siento
ningún placer, ansia, inmensas ganas ni pasión por los
billetes de avión —son sólo “medios” para “fines”—. Un
deseo que es primario respecto a un deseo puede ser
secundario respecto a otro. Mi deseo de ir a París es
primario respecto a mi deseo de comprar un billete de
avión, y es secundario respecto a mi deseo de visitar el
Louvre. La distinción deseo primario/secundario estará
entonces siempre en relación con alguna estructura en
virtud de la cual un deseo esté motivado por otro deseo o
por algún otro motivador. Ésta es precisamente la imagen
incorporada en la concepción clásica de la razón práctica.
En tales casos, como acabo de señalar, la especificación
completa del deseo secundario hace referencia al deseo
primario. No sólo quiero comprar un billete, quiero
comprar un billete para ir a París.
Una vez comprendemos el carácter de los deseos
secundarios podemos ver que hay al menos dos vías según
las cuales agentes por completo racionales pueden formar
deseos en conflicto. En primer lugar, como indiqué
anteriormente, un agente puede simplemente poseer
inclinaciones en conflicto. Pero, en segundo lugar, puede
formar deseos en conflicto a partir de conjuntos
consistentes de deseos primarios y de creencias sobre los
mejores medios de satisfacerlos. Consideremos el
ejemplo de un hombre que razona que quiere ir a París en
avión. Esta persona tiene el deseo secundario de ir en
avión, motivado por el deseo de ir a París y por la
creencia de que la mejor manera de ir es en avión. Pero la
misma persona podría haber construido la siguiente
inferencia práctica: no quiero hacer nada que me
provoque náuseas o me aterrorice, e ir a cualquier sitio en
avión me provoca náuseas y me aterroriza, por tanto no
quiero ir a ningún sitio en avión y, por extensión, no
quiero ir a París en avión. Es muy fácil enunciar esto
siguiendo el modelo del razonamiento práctico que sugerí
más arriba: una vez que he tenido todo en cuenta, la mejor
manera de satisfacer mi deseo de evitar las náuseas y el
miedo es no ir a París en avión. Ya que esto puede ser
enunciado como una fracción del razonamiento práctico,
parece que la misma persona, haciendo uso de dos
cadenas independientes de razón práctica, puede
racionalmente formar deseos secundarios inconsistentes
a partir de un conjunto consistente de sus efectivas
creencias y de un conjunto consistente de deseos
primarios. Un conjunto consistente de “premisas”
generará deseos secundarios inconsistentes como
“conclusiones”. Esto no es un rasgo paradójico o
incidental del razonamiento a partir de creencias y deseos,
es más bien la consecuencia de ciertas diferencias básicas
entre la razón práctica y la teórica.
Examinemos estas diferencias más a fondo: en
general, es imposible tener un conjunto de deseos, ni
siquiera un conjunto consistente de deseos primarios, sin
tener, o sin estar al menos racionalmente motivado a tener,
deseos inconsistentes. O, precisando este punto un poco
más: si se toma el conjunto de deseos y creencias de una
persona en algún punto concreto de su vida, y se
determina qué deseos secundarios pueden estar
racionalmente motivados a partir de sus deseos primarios,
admitiendo la veracidad de sus creencias, se encontrarán
deseos inconsistentes. No sé cómo demostrar esto, pero
ciertos ejemplos pueden resultar ilustrativos.
Consideremos el ejemplo de ir a París en avión. Incluso
aunque los aviones no me provocaran náuseas ni me
aterrorizaran, aun así no quiero gastar dinero, no quiero
sentarme en aviones, no quiero comer comida de avión, no
quiero hacer cola en los aeropuertos, no quiero sentarme
junto a personas que ponen su codo donde estoy
intentando poner el mío. Y, de hecho, no quiero hacer todo
un sinfín de otras cosas como precio, literal y figurado,
con el que satisfacer mi deseo de ir a París en avión. La
misma línea de razonamiento que puede llevarme a formar
el deseo de ir a París en avión puede también llevarme a
formar el deseo de no ir a París en avión.
Una posible respuesta a esto, implícita al menos en
parte de la literatura al respecto, es invocar la noción de
preferencia. Prefiero ir a París en avión y estar incómodo
que no ir a París en avión y permanecer cómodo. Pero
esta respuesta, aunque aceptable en sí misma, implica
erróneamente que las preferencias se dan antes que el
razonamiento práctico cuando, sin embargo, me parece
que normalmente son el resultado del razonamiento
práctico. Y ya que las preferencias organizadas son
productos habituales de la razón práctica, no pueden ser
tratadas como presupuesto universal de la razón práctica.
Así como es un error suponer que una persona racional ha
de tener un conjunto consistente de deseos, también lo es
suponer que las personas racionales han de tener un rango
organizado de (combinaciones de) deseos previos a la
deliberación.
Esto nos lleva a la siguiente conclusión: incluso si
limitamos nuestro análisis del razonamiento práctico a
casos de medios-fines, vemos que la razón práctica
consiste fundamentalmente en la resolución de deseos en
conflicto y de otros tipos de motivaciones en conflicto
(esto es, factitivos con dirección de ajuste ascendente),
mientras que la razón teórica no consiste
fundamentalmente en la resolución de creencias en
conflicto. El razonamiento práctico normalmente se ocupa
de intermediar entre deseos, obligaciones, compromisos,
necesidades, requisitos y deberes que se hallan en
conflicto. Por ello, en nuestro intento de ofrecer una
explicación plausible de la concepción clásica de la
inferencia práctica, necesitábamos el paso de querer ir de
“la mejor manera, una vez que se ha tenido todo en
cuenta”. Tal paso es característico de cualquier
reconstrucción racional de un proceso de razón de
medios-fines, ya que “mejor” significa simplemente lo que
de mejor manera concilia todos los deseos en conflicto y
cualesquiera otras motivaciones pertinentes. Sin embargo,
esto tiene también la consecuencia de que la formalización
de la concepción clásica que ofrecí es básicamente una
simplificación del problema, ya que no se ha analizado lo
fundamental: ¿cómo llegamos a la conclusión de que esto
o aquello es “la mejor manera, una vez que se ha tenido
todo en cuenta”, y cómo conciliamos las conclusiones
inconsistentes de los conjuntos en conflicto derivados de
esas derivaciones válidas?
Si para continuar sólo pudiésemos atenernos a la
concepción clásica del razonamiento sobre medios para
fines, llegar a una conclusión del argumento que pudiera
constituir la base de la acción nos obligaría a pasar por
todo el conjunto de otras cadenas de inferencia para
encontrar así algún modo de solucionar los desarreglos
entre las razones en conflicto. La concepción clásica
opera sobre el principio correcto de que cualquier
medio hacia un fin deseable es deseable al menos en la
medida que nos conduce hacia el fin. Pero el problema
es que en la vida real cualquier medio puede ser, y
normalmente lo será, no deseable por toda otra clase de
motivos, y el modelo no tiene forma de mostrar cómo se
resuelven estos conflictos.
La cuestión enseguida se complica cuando nos
detenemos en otro rasgo de los deseos, que ya señalamos
de pasada. Una persona que cree que p y que (si p
entonces q), está comprometida con la verdad de q, pero
una persona que desea que p y cree que (si p entonces q)
no está comprometida a desear q[9]. Se puede querer que p
y creer que (si p entonces q) sin comprometerse a querer
que q. Por ejemplo, no hay nada lógicamente erróneo en
que una pareja que desee tener relaciones sexuales crea
que de esa manera ella se quedará embarazada a pesar de
no querer que eso ocurra.
Podemos resumir lo dicho sobre el deseo y la
distinción entre deseo y creencia de esta manera: los
deseos poseen dos rasgos especiales que les impiden
contar con una lógica formal de la razón práctica análoga
a nuestra supuesta lógica formal de la razón teórica. El
primer rasgo lo podríamos denominar “la necesidad de la
inconsistencia”. Todo ser racional en la vida real está
abocado a tener deseos inconsistentes y otros tipos de
motivadores. El segundo podríamos llamarlo “la no
separabilidad del deseo”. Los conjuntos de creencias y
deseos como “premisas” no comprometen necesariamente
al agente a tener un consecuente deseo como “conclusión”,
ni siquiera en casos en los que los contenidos
proposicionales de las premisas entrañan el contenido
proposicional de la conclusión. Estas dos tesis recorren
juntas un largo camino para explicar el hecho de que no
haya en la literatura filosófica ningún estudio
mínimamente plausible de la estructura lógica deductiva
de la razón práctica.
La moraleja es: que yo sepa, la búsqueda de una
estructura lógica deductiva formal de la razón práctica
está desencaminada. Los modelos tienen poca o nula
aplicación, y únicamente se pueden disponer para su
aplicación en la vida real banalizando el rasgo
fundamental de la deliberación práctica: la conciliación
de los deseos en conflicto y las razones para la acción en
conflicto en general, y la formación de deseos racionales
sobre la base de tal conciliación. Siempre podemos
construir un modelo deductivo de cualquier fracción de
razonamiento, pero cuando un rasgo básico del
razonamiento contiene p y no p —como en “quiero que p,
y quiero que no p”, o en “estoy obligado a llevar a cabo p,
y estoy obligado a llevar a cabo no p”— la lógica
deductiva se vuelve confusa, ya que no puede abordar
tales inconsistencias. Los modelos pretenderán que no
existan inconsistencias o que éstas se resuelvan (“de la
mejor manera, una vez que se ha tenido todo en cuenta”).
La primera de estas vías es la que siguen los modelos que
critiqué al principio, y la segunda es la de mi versión
revisada. La posibilidad, de hecho, la inevitabilidad, de
deseos, obligaciones, necesidades, etc., contradictorios,
hace confusa a la concepción clásica como modelo de la
estructura de la deliberación. Es más, incluso si damos
rodeos a la cuestión hasta el punto de banalizar el
problema, seguiremos aun así sin poder obtener el
compromiso con un deseo como conclusión del
argumento. El modus ponens simplemente no funciona en
las combinaciones de deseo/creencia para producir el
compromiso con el deseo de la conclusión.
¿Funciona el modus ponens para las combinaciones
de deseo/deseo? No es éste el asunto habitual del
razonamiento de medios-fines, aunque es importante
considerar la cuestión. Me parece que si se quiere que p y
se quiere que si p entonces q, se está comprometido a
querer que q, aunque, no obstante, se podría a la vez
querer racionalmente que no q. De esta manera, yo podría
querer ser muy rico y, en materia de política social, querer
que los muy ricos tengan una muy elevada tasa de
impuestos, lo cual, lógicamente hablando, me compromete
con el deseo de, si llego a ser rico, tener una muy elevada
tasa de impuestos. En realidad, no obstante, estoy
comprometido con tal deseo, pero al mismo tiempo no
quiero tener una muy elevada tasa de impuestos. Así que
estoy comprometido con un deseo que resulta
inconsistente con otro deseo que también poseo.

8.4. Explicación de las diferencias entre deseo y


creencia

Ahora bien, ¿a qué responden estas diferencias? ¿Qué hay


en la psicología filosófica del deseo que lo haga
lógicamente tan diferente a la creencia? Bien, cualquier
respuesta a esto ha de ser tautológica y, por tanto,
decepcionante, pero, en cualquier caso, vamos a verla.
Tanto los deseos como las creencias tienen
contenidos proposicionales y una dirección de ajuste,
también ambos representan sus condiciones de
satisfacción, y ambos lo hacen según unos ciertos
aspectos. Así que, ¿cuál es la diferencia que explica las
distintas propiedades lógicas de deseos y creencias? La
diferencia nace de dos rasgos relacionados, la diferencia
en la dirección de ajuste y la diferencia en el compromiso.
La labor de las creencias es representar cómo son las
cosas (dirección de ajuste descendente), y el poseedor de
una creencia está comprometido con la verdad de tal
creencia. En la medida en que la creencia cumpla o no su
labor será, respectivamente, verdadera o falsa. La labor
de los deseos no es representar cómo son las cosas, sino
cómo nos gustaría que fuesen. Y los deseos pueden acertar
al representar cómo nos gustaría que las cosas fuesen,
incluso si las cosas no resultan ser de la manera que nos
gustaría que fueran. En el caso de la creencia, el
contenido proposicional representa un cierto estado de
cosas como realmente existente. Pero en el caso del
deseo, el contenido proposicional no cumple la función de
representar un estado real de cosas, sino más bien un
estado deseado de cosas, que puede ser real, inexistente,
posible, imposible, o de cualquier otro modo. Tal
contenido proposicional representa el estado de cosas
según los aspectos que el agente encuentra deseables. No
hay nada erróneo en los deseos insatisfechos, en tanto que
deseos, mientras que sí lo hay en las creencias
insatisfechas, en tanto que creencias, concretamente, que
son falsas. Éstas fracasan en su labor de representar cómo
son las cosas. Los deseos cumplen su labor de representar
cómo nos gustaría que las cosas fuesen, incluso en casos
en los que las cosas no son de la manera que nos gustaría
que fueran, esto es, incluso cuando no se cumplen sus
condiciones de satisfacción. Por así decirlo, cuando mi
creencia es falsa, es la creencia la que falla. Cuando mi
deseo no se cumple, es el mundo el que falla.
Los dos rasgos lógicos del deseo, inconsistencia y no
separabilidad, se derivan de este subyacente rasgo del
deseo: los deseos son inclinaciones hacia estados de
cosas (reales, posibles o imposibles) según unos ciertos
aspectos. El hecho de que uno pueda sentirse inclinado y
no inclinado hacia el mismo estado de cosas ateniéndose a
un mismo aspecto no necesariamente supone
irracionalidad. Y el hecho de que uno se sienta inclinado
hacia un estado de cosas ateniéndose a un cierto aspecto,
unido al conocimiento de las consecuencias de la
existencia de ese estado de cosas, no garantiza que, siendo
racional, uno vaya a sentirse inclinado hacia tales
consecuencias.
Pero intentar establecer paralelismos con la creencia
no funciona. Las creencias son convicciones de que los
estados de cosas existen según unos ciertos aspectos. Pero
uno no puede racionalmente estar convencido tanto de que
un estado de cosas existe como de que no existe
ateniéndose a un mismo aspecto. Y el hecho de que uno
esté convencido de la existencia de un estado de cosas
ateniéndose a un cierto aspecto, unido al conocimiento de
las consecuencias de la existencia de ese estado de cosas,
garantiza que, siendo racional, uno estará convencido de
(o al menos comprometido con) tales consecuencias. Es
importante destacar que estos rasgos de la creencia se
siguen de dos de sus características: la dirección de ajuste
descendente y el compromiso. Contar únicamente con la
dirección de ajuste descendente no es suficiente. De este
modo, las hipótesis que se pueden diseñar sobre cómo
podrían ser las cosas tienen también dirección de ajuste
descendente. Sin embargo, se puede de manera consistente
y racional albergar hipótesis inconsistentes, mientras que
no se puede consistente y racionalmente mantener
creencias inconsistentes, lo cual se debe a que las
creencias, no como las hipótesis (aunque ambas tienen
dirección de ajuste descendente), poseen el rasgo
adicional del compromiso.
Estos rasgos del deseo son característicos de otras
clases de representaciones con la dirección de ajuste
mundo-a-palabra. Los rasgos de inconsistencia y no
separabilidad se aplican a las necesidades y a las
obligaciones, así como a los deseos. Se pueden tener de
manera consistente necesidades y obligaciones
inconsistentes, sin necesitar forzosamente las
consecuencias de mis necesidades ni estar obligado a
llevar a cabo las consecuencias de mis obligaciones. No
resulta difícil encontrar ejemplos de todos estos
fenómenos. Podría necesitar tomar alguna medicina para
aliviar una serie de síntomas, pero necesitar a la vez
evitar esa medicina puesto que hace que otros síntomas
empeoren. Tengo la obligación de impartir mi clase en la
universidad, aunque también tengo la obligación de dar
una conferencia en otra universidad, porque así lo prometí
un año antes. Necesito tomar una aspirina para evitar
enfermedades cardíacas, pero la aspirina afecta a mi
estómago, así que necesito evitar la aspirina. Ana tiene la
obligación de casarse con Alberto porque ella lo
prometió, aunque casarse con Alberto hará infelices a sus
padres, y ella no tiene la obligación de hacer infelices a
sus padres. Resulta sorprendente, por cierto, que gran
parte de la opacidad referencial* de todos estos
conceptos, “obligación”, “necesidad”, etc., se halle
desatendida en la literatura al respecto.
Como objeción a esta explicación se podría decir
“Bien, cuando creo en algo, lo que creo es que es
verdadero. Por tanto, si creo en algo y sé que no puede ser
verdadero a menos que algo más también lo sea, entonces
mi creencia y conocimiento han de comprometerme
asimismo con la verdad de ese algo más. Sin embargo,
¿por qué no ocurre lo mismo en el caso del deseo?
Cuando quiero algo lo que quiero es que algo pueda
ocurrir o sea el caso, pero si sé que no puede ocurrir ni
ser el caso a menos que algo más ocurra o sea el caso,
entonces he de estar sin duda comprometido a querer ese
algo más”. Pero tal equivalencia se desmorona. De querer
perforar tu muela para realizar un empaste, y de saber que
hacerlo causará dolor, simplemente no se sigue que yo
esté en modo alguno comprometido a causar dolor, y
mucho menos que esté comprometido a querer causarlo. Y
la prueba de esta distinción es muy simple: si fracaso al
causar dolor, una de mis creencias será, por tanto, falsa,
pero ninguno de mis deseos habrá sido con ello
insatisfecho.
Cuando quiero algo, lo quiero sólo según unos
ciertos aspectos. “Sí, pero cuando creo algo lo creo
también sólo según unos ciertos aspectos. Las frases sobre
la creencia son igual de opacas que las frases sobre el
deseo”. Sí, no obstante, hay una diferencia: cuando se
desea algo según unos ciertos aspectos, tales aspectos
son, generalmente, lo que lo hacen deseable.
Efectivamente, las relaciones entre los aspectos y las
razones para desear son muy diferentes que en el caso de
la creencia, ya que la especificación de las razones para
desear algo es ya, en general, una especificación del
contenido del deseo; pero la especificación de las
pruebas sobre cuya base sostengo una creencia no es ella
misma, en general, parte de la especificación de la
creencia. La relación existente entre las razones para
creer y las proposiciones creídas es diferente a la
existente entre los contenidos de las razones para querer y
la proposición que representa el contenido del deseo,
puesto que en general los enunciados de las razones para
querer enuncian parte de lo que uno quiere. Si se quiere
algo por una razón, entonces esa razón es parte del
contenido de lo que se desea. Por ejemplo, si quiero que
llueva para que mi jardín crezca, entonces quiero tanto
que llueva como que mi jardín crezca. Si creo que lloverá
y creo que la lluvia hará crecer a mi jardín, entonces creo
tanto que lloverá como que mi jardín crecerá. Pero hay
todavía una diferencia decisiva. Si quiero que llueva para
que mi jardín crezca, entonces mi razón para querer que
llueva es parte del contenido global del deseo complejo
en su conjunto. Por otro lado, mi razón para creer que
lloverá y que la lluvia hará crecer mi jardín tiene que ver
con datos meteorológicos, con la fiabilidad de las
predicciones climatológicas y con la relevancia de la
humedad en favorecer el crecimiento de las plantas. Todas
estas consideraciones cuentan como pruebas de la verdad
de mi creencia, aunque no son en sí mismas el contenido
de la propia creencia. Sin embargo, en el caso de mi
deseo, el papel de las razones no es en absoluto el de ser
pruebas, ya que las razones enuncian los aspectos según
los cuales se desea el fenómeno en cuestión. Las razones
son, en pocas palabras, parte del contenido del deseo
complejo.
En resumen, las creencias tienen la dirección de
ajuste mente-a-mundo, y el poseedor de la creencia está
comprometido con el ajuste realmente existente, es decir,
está comprometido con la verdad de la creencia. Los
deseos tienen la dirección de ajuste mundo-a-mente, y el
poseedor de un deseo no necesita estar comprometido con
el hecho de resultar siempre satisfecho. La labor del
deseo no es representar cómo las cosas son, sino cómo
nos gustaría que fuesen. Es la idea de “el compromiso con
cómo son las cosas” lo que bloquea la simple posibilidad
de sostener conscientemente creencias contradictorias, y
lo que requiere un compromiso con las consecuencias de
nuestras creencias, pero ni tal bloqueo ni tal requisito se
producen cuando se trata de cómo nos gustaría que las
cosas fuesen. A pesar de ciertas semejanzas formales, la
creencia es en realidad radicalmente distinta del deseo,
tanto en sus rasgos lógicos como fenomenológicos.
Por estas razones, es engañoso pensar en la razón
teórica como un razonamiento acerca de lo que creer, a la
manera en que pensamos en la razón práctica como un
razonamiento acerca de lo que hacer. Lo que uno debe
creer depende de lo que sea el caso. El razonamiento
teórico, por tanto, sólo es de forma derivada un
razonamiento acerca de lo que creer. Se ocupa,
principalmente, de lo que sea el caso —lo que, dadas
ciertas premisas, ha de ser el caso—. Además, podemos
ver ahora que es engañoso pensar incluso que haya una
“lógica” de la razón teórica. Hay sólo una lógica —la que
se ocupa de las relaciones lógicas entre, por ejemplo, las
proposiciones—. La lógica nos dice más sobre la
estructura racional de la razón teórica que lo que nos dice
sobre la estructura racional de la razón práctica, ya que
hay una estrecha relación entre las constricciones
racionales de la creencia y las relaciones lógicas entre
proposiciones. Esta relación proviene del hecho de que,
por repetirlo, las creencias están llamadas a ser
verdaderas. Pero no hay tal estrecha relación entre la
estructura del deseo y la estructura de la lógica. Debido a
la dirección de ajuste ascendente de los deseos, puedo y
tengo que tener deseos en conflicto incluso después de que
todos los hechos se produzcan.

8.5. Algunos rasgos especiales de las intenciones

Me he estado centrando en los deseos, pero las


intenciones son, en importantes aspectos, diferentes a los
deseos. Al igual que los deseos, las intenciones tienen la
dirección de ajuste ascendente, pero, a diferencia de los
deseos, su objeto es siempre el agente y son causalmente
autorreferenciales. Mi intención sólo se lleva a cabo si
actúo llevando a cabo dicha intención. Por ello, las
intenciones tienen una constricción lógica bastante
diferente a la del deseo. Es lógicamente inconsistente
tener intenciones inconsistentes, del mismo modo que no
es lógicamente inconsistente tener deseos inconsistentes.
Las intenciones están diseñadas para causar acciones, y
debido a esto no pueden operar si son inconsistentes. Esta
prohibición respecto de la inconsistencia es compartida
por otros motivadores causalmente autorreferenciales,
tales como órdenes y promesas, a pesar de que éstos
posean también la dirección de ajuste mundo-a-mente. Es
correcto —hasta cierto punto— que un hablante diga
reflexivamente “Deseo que te vayas y deseo que te
quedes”. Pero es irracional que diga simultáneamente
“¡Vete!” y “¡Quédate!”, como también lo es formarse las
intenciones simultáneas de irse y quedarse, o hacer las
promesas simultáneas de irse y quedarse. No se pueden
tener de manera consistente intenciones inconsistentes, ni
hacer promesas inconsistentes o formular órdenes
inconsistentes, ya que las intenciones, las órdenes y las
promesas están diseñadas para causar acciones, y no
puede haber acciones inconsistentes. Por la misma razón,
las intenciones, las órdenes y las promesas comprometen
al agente con la creencia de que la acción es posible, sin
embargo, no es posible llevar a cabo dos acciones
inconsistentes. En general, los deseos y las obligaciones
no están sujetos a tal condición. Se puede mantener deseos
inconsistentes y se puede estar sujeto a obligaciones
inconsistentes.
¿Nos ofrece este rasgo la posibilidad de un principio
de independencia en las intenciones? Si tengo la intención
de que p y creo que si p entonces q, ¿estoy comprometido
a tener la intención de que q? Pienso que no. No obstante,
la pregunta es más capciosa de lo que podría parecer a
primera vista y, puesto que está relacionada con el famoso
principio de Kant, volveré ahora a hablar de Kant.

8.6. “Quien quiere el fin quiere los medios”

Ningún debate de la lógica de la razón práctica estaría


completo sin hacer al menos alguna mención a la famosa
doctrina de Kant según la cual el que quiere el fin quiere
los medios. ¿Nos proporciona esto un principio lógico
deductivo de la razón práctica? Es decir, ¿el enunciado
“Quiero el fin F” me compromete lógicamente con
“Quiero el medio M”, al menos en los casos en los que M
sea una condición necesaria para conseguir F? ¿Sería esto
equivalente a la forma en que “Creo que p” me
compromete con “Creo que q” en los casos en que q sea
una consecuencia lógica de p?
Bien, todo esto depende de lo que queramos decir
con “voluntad”. En una interpretación completamente
normal, esta doctrina es simplemente falsa, por razones
que he presentado anteriormente. Si por querer se entiende
tener un deseo muy intenso o una pro-actitud hacia algún
futuro curso de acción en el que uno sea capaz de
participar, entonces simplemente no es cierto que cuando
uno quiera un fin esté lógicamente comprometido a querer
los medios con los que llegar a él. Como ya sugerí, podría
darse el caso de que, por una u otra razón, los medios
resulten totalmente fuera de lugar. Yo quiero
encarecidamente acabar con mis síntomas de gripe, pero
la única manera de eliminar tales síntomas, no existiendo
una cura conocida, es el suicidio, sin embargo, nada de
eso importa, yo no me veo de esa forma comprometido a
querer suicidarme.
Así que si interpretamos “voluntad” como deseo, el
principio de Kant se declara falso. Pero supongamos que
lo interpretamos como intención, ya sea como intención
previa o como intención-en-la-acción. Supongamos que
tengo la intención previa de hacer F y creo que hacer M es
una condición necesaria para hacer F. ¿Estoy
comprometido con la intención de hacer M? Me parece
que necesitamos distinguir entre tener un compromiso para
hacer algo que sé que me conducirá a hacer M y tener un
compromiso para hacer intencionalmente M. Obviamente,
del hecho de tener la intención de hacer F y de saber que
hacer F necesariamente me lleva a hacer M, se sigue que
tengo el compromiso de hacer intencionalmente eso que
me conducirá a M. Pero no necesito por ello tener en
absoluto compromiso alguno con la realización
intencional de M. Consideremos nuestro anterior ejemplo
sobre mi intención de reparar tu muela. Tenemos como
premisas:
Tener la intención de (Reparar tu muela).
Creer (Si reparo tu muela te causo dolor).
Pero no estoy con ello comprometido con la
conclusión:
Tener la intención de (Causarte dolor).
Una intención me compromete con un curso de
acción, pero no me compromete a hacer todo aquello que
sé que está involucrado en la realización de la intención
original. Así, el hecho de tener la intención de llevar a
cabo p y tener la creencia de que si p entonces q no me
compromete a tener la intención de llevar a cabo q. El
argumento en el que se apoya esta afirmación, acudiendo
al citado ejemplo, es el de que cuando te causo dolor, no
lo hago intencionalmente, sino sólo como una
consecuencia de mi acción intencional. Y, a su vez, el
argumento en el que esto reposa es el de que causarte
dolor no es parte de las condiciones de satisfacción de mi
intención ni está implicado por las condiciones de
satisfacción de mi intención, ya que aunque no consiga
causarte dolor, seguiré consiguiendo lo que estaba
intentando hacer. Cuando reparo tu muela puedo tener la
firme creencia de que hacerlo te causará dolor, pero no
estoy por ello comprometido con la intención de causarte
dolor. Y la prueba concluyente consistiría en preguntar
qué significa tener éxito o fracasar. Si fracaso al causarte
dolor, no es mi intención original lo que ha fallado; más
bien, una de mis creencias ha resultado ser falsa. Así que,
simplemente, lo habitual no es, en general, que el que
quiera un fin (en el sentido de tener una intención para
lograr ese fin) quiera por ello todo lo que se sabe que
acontecerá como parte de la consecución de esa intención.
No obstante, hay un tipo de caso en el cual el
principio de Kant es verdadero. Supongamos que tengo la
intención-en-la-acción de reparar tu muela, y supongamos
que tengo también la creencia de que la condición
necesaria de hacerlo es que yo intencionalmente perfore
tu muela. Este caso difiere del anterior en que perforar tu
muela no es parte colateral de repararla, mientras que
causarte dolor sí es parte colateral de reparar tu muela.
Ahora se trata, más bien, de un medio que ha de ser
pretendido para que la intención original pueda ser
llevada a cabo. De esta manera, hay una interpretación
normal del principio de Kant en la que éste resulta ser
correcto, que es la siguiente:
Si tengo la intención de conseguir un fin F, y sé que
para conseguir F he de hacer intencionalmente M,
entonces estoy comprometido a tener la intención de hacer
M. En este sentido, sí creo que “el que quiere un fin” está
comprometido a querer los medios.

8.7. Conclusión

La moraleja de este debate puede expresarse muy


brevemente. La lógica deductiva se ocupa de las
relaciones lógicas entre proposiciones, predicados,
conjuntos, etc. En sentido estricto, no existe algo tal como
una lógica deductiva de la razón práctica, pero entonces,
en sentido estricto, no existe algo tal como una lógica
deductiva de la razón teórica. Debido a la combinación de
compromiso y dirección de ajuste en las creencias, es
posible obtener en lógica deductiva un esquema de las
relaciones lógicas que se dan en la razón teórica, algo que
no es posible en el caso de la razón práctica. ¿Por qué
esta diferencia? Hay dos importantes aspectos en los que
el deseo no es similar a la creencia. El deseo tiene la
dirección de ajuste ascendente, y una persona con un
deseo no está comprometida con la satisfacción de dicho
deseo, mientras que una persona que sostiene una creencia
sí está comprometida con la verdad de dicha creencia.
Con esto se tienen en cuenta los dos rasgos del deseo que
indicamos anteriormente, la necesidad de la
inconsistencia y la no separabilidad del deseo. Las
intenciones se aproximan un poco más a la creencia, dado
que incluyen un compromiso con la satisfacción de la
intención. No obstante, quien tiene una intención no está
comprometido a tener la intención de llevar a cabo todas
las consecuencias de la realización de su intención. Dicha
persona estará comprometida únicamente con aquellos
medios que hayan de ser necesariamente pretendidos para
lograr sus fines. Por estas razones, no habrá una “lógica
deductiva de la razón práctica”, ni siquiera en el acotado
sentido en el que vemos que sí es posible disponer de una
lógica deductiva de la razón teórica.
[1] Plural de noema. Término griego empleado especialmente por
Husserl con el que referirse, no al acto intencional en sí del pensar o noesis,
sino al contenido intencional objetivo del pensar —ideas, conceptos—, al
aspecto objetivo de la vivencia pensada por la reflexión en sus diferentes
modos de darse, ya sea a través de la percepción, la memoria o la imaginación
[nota del traductor].
[2] Para una buena panorámica de lo escrito hasta mediados de la
década de 1970, véase Aune, Bruce, Reason and Action, D. Reidel Publishing
Company, Dordrecht-Holland, 1977, cap. 4, págs. 144-194.
[3] Kenny, Anthony, Will, Freedom and Power, Barnes and Noble,

Nueva York, 1976, pág. 70.


[4] Aune, Bruce, Reason and Action, considera que el primer modelo es
inadecuado por razones similares a las que yo he propuesto, a pesar de lo cual
no llega a apreciar que el mismo tipo de objeciones resulta aplicable al segundo
modelo.
[5] Searle, John R., Intentionality: An Essay in the Philosophy of
Mind, Cambridge University Press, Cambridge, 1983. [Edición en castellano:
Intencionalidad. Un ensayo de filosofía de la mente, Tecnos, Madrid,
1992].
[6]
La distinción de re/de dicto consiste en la atribución de diferentes
actitudes proposicionales en los enunciados intensionales. Al margen de que
esta distinción resulte controvertida y de que pueda ser aplicada en diferentes
ámbitos (sintáctico, semántico, lógico, etc.) o contextos (conocimiento,
creencia, deseo, etc.), en términos generales, en una interpretación de re el
contenido referencial de un enunciado apunta al enunciado como tal [nota del
traductor].
[7] Para una discusión acerca de la intensionalidad-con-una-s y de la
distinción de re/de dicto, véase Searle, John R., Intentionality: An Essay in
the Philosophy of Mind, Cambridge University Press, Cambridge, 1983, caps.
7 y 8. [Edición en castellano: Intencionalidad. Un ensayo de filosofía de la
mente, Tecnos, Madrid, 1992].
[8] Con la expresión “el deseo no se adscribe a la conjunción” (“desire is
not closed under conjunction”) se quiere decir que la conjunción de dos o más
deseos no necesariamente da lugar a otro deseo (se puede desear abrir la
ventana o cerrarla, pero no abrirla y cerrarla). La expresión simbólica sería
“Un conjunto E compuesto por los elementos e1, e2, e3..., que cumplen
ciertas condiciones, se adscribe a una relación R cuando la totalidad de dichos
elementos e1, e2, e3... mantienen entre sí una relación del tipo R, la cual
conforma un nuevo deseo que a su vez cumple las condiciones para ser un
elemento más del conjunto E” [nota del traductor].
[9] Por supuesto, no se está comprometido con una creencia en el
sentido de que se haya de haber realmente formado la creencia de que q. Se
podría creer que p y que (si p entonces q) sin haber pensado nada más sobre
ello (alguien podría creer que 29 es un número impar que no es divisible por 3,
5, 7, ni 9, y que un número que satisfaga esas condiciones es primo, sin haber
llegado nunca a formular realmente la conclusión, esto es, sin haber formado la
creencia, de que el número 29 es primo).
Capítulo IX
Conciencia, acción libre y cerebro
9.1. Conciencia y cerebro

La mayor parte de este libro trata sobre el fenómeno de la


brecha y sus implicaciones en el estudio de la
racionalidad. La brecha es un rasgo de la conciencia
humana y, en ese sentido, este libro trata sobre la
conciencia. La brecha es ese rasgo de la conciencia de las
acciones voluntarias según el cual las acciones se
experimentan en ausencia de condiciones causales
psicológicas suficientes que las determinen. Esto es parte
de lo que se entiende al decir que son, al menos
psicológicamente, acciones libres. No cabe duda de que
la brecha es psicológicamente real, ¿pero es además de
eso empíricamente real? ¿Es neurobiológicamente real? Si
la libertad humana realmente existe, ha de ser un rasgo de
una función cerebral. El objetivo de este capítulo es
acomodar una explicación de la conciencia volitiva, o
conciencia de la acción libre, como parte de una
explicación de la conciencia en general y, a su vez,
acomodar tal explicación como parte de una explicación
de las funciones cerebrales.
Puesto que vamos a meternos de lleno en la discusión
de un tradicional problema filosófico, sería buena idea
dar un paso hacia atrás y preguntarnos por qué todavía nos
encontramos con tal problema. Dije en el capítulo 1 que
estos problemas normalmente se presentan cuando nos
hallamos ante un conflicto entre dos enfoques
aparentemente inconsistentes, sin que nos sea posible
renunciar a ninguno de ellos. En este caso, la creencia en
la libre voluntad se basa en nuestras experiencias
conscientes de la brecha, sin embargo, contamos también
con el supuesto metafísico fundamental de que el universo
es un sistema físico cerrado completamente determinado
por las leyes de la física. ¿Qué hacer? Lo primero en lo
que fijarnos es que las más fundamentales leyes de la
física, al nivel de la mecánica cuántica, no son
deterministas. En segundo lugar, las leyes de la física
realmente no determinan nada. Las leyes son un conjunto
de enunciados que describen las relaciones entre varias
magnitudes físicas, y a veces tales enunciados describen
condiciones causalmente suficientes en situaciones
concretas, y a veces no. Y en tercer lugar, la afirmación de
que el universo es un sistema físico cerrado, en la medida
en que posee un significado del todo claro, es una
proposición que, durante siglos, hemos tomado como
verdadera por convención. Tan pronto como pensamos
que algo existe realmente en el mundo empírico y lo
entendemos siquiera de una forma un tanto vaga, lo
llamamos “físico”. Como partes del mundo real, la
conciencia, la intencionalidad y la racionalidad son
fenómenos “físicos”, como cualquier otro. Estas
reflexiones no resuelven nuestro problema, pero podrían
indicarnos cómo pensar en ello siguiendo vías menos
restrictivas. Comencemos preguntándonos cómo se adecua
la conciencia en el universo “físico”.
Aproximadamente, en los últimos diez años una
cierta concepción de la conciencia y de su relación con el
cerebro ha ido surgiendo, convirtiéndose en la más
aceptada por todos en filosofía y en neurociencia. Se
opone profundamente tanto al dualismo como al
materialismo, tal y como ambos han sido tradicionalmente
interpretados. En concreto, se opone a aquellas
concepciones de la conciencia que intentan negar la
irreductible subjetividad de los estados conscientes, o que
intentan reducir la conciencia a conducta, a programas de
ordenador o a estados funcionales de un sistema. Aunque
esta concepción de la conciencia se esté convirtiendo en
la más aceptada por todos, todavía resulta controvertida.
Según esta concepción, la conciencia es un fenómeno
biológico real, compuesto por estados sensitivos internos,
cualitativos, subjetivos y unificados, de estados de vigilia,
de pensamientos y de sentimientos. Tales estados
comienzan cuando despertamos por la mañana tras haber
dormido sin soñar, y continúan a lo largo de todo el día,
hasta que nos sumimos de nuevo en un estado
inconsciente. Los sueños son, desde esta perspectiva, una
forma de conciencia, si bien en muchos aspectos son
diferentes de la conciencia normal durante la vigilia. De
acuerdo con esta concepción, los rasgos clave de la
conciencia son los de ser, de ciertas maneras que ahora
explicaré, cualitativa, subjetiva y unificada. Para cada
estado consciente hay una cierta sensación cualitativa
ligada a ese estado. Hay algo que es como, o que se siente
como, encontrarse en un estado de ese tipo. Esto es tan
válido para los pensamientos, tales como el de que dos
más dos son cuatro, como lo es para el sabor de la
cerveza, el olor de una rosa o la visión del azul del cielo.
Todos los estados conscientes, ya se trate de percepciones
o de procesos de pensamiento, son, en el sentido que
intento explicar, cualitativos. Son además subjetivos,
entendiendo por ello que sólo existen en tanto que se
experimentan por un sujeto humano o animal. Y tienen un
rasgo adicional que es importante destacar: las
experiencias conscientes, tales como el sabor de la
cerveza o el olor de una rosa, siempre forman parte de un
campo consciente unificado. No puedo ahora mismo, por
ejemplo, únicamente sentir la presión de la camisa sobre
mi espalda, saborear el café en mi paladar, o ver la
pantalla de ordenador que tengo delante; no obstante,
cuento con todo eso como parte de un único campo
consciente unificado.
¿Cuál es la relación entre la conciencia, así definida,
y los procesos cerebrales? A esto se le conoce como el
tradicional problema mente-cuerpo. Creo que en su
vertiente filosófica (aunque no, desafortunadamente, en su
vertiente neurobiológica), el problema mente-cuerpo tiene
una solución bastante simple: todos nuestros estados de
conciencia están causados por procesos neuronales de
bajo nivel en el cerebro, siendo ellos mismos rasgos del
cerebro. Esto puede verse muy claramente en el caso de
los dolores. Mis dolores actuales están causados por una
serie de disparos neuronales que comienzan al final de los
nervios periféricos y continúan hasta la médula espinal, a
través del tracto de Lissauer, del tálamo y otras regiones
basales del cerebro. Algunos de ellos se extienden dentro
del córtex sensorial, especialmente en la Zona 1, y
finalmente este proceso me hace sentir un dolor. ¿Qué son
estos dolores? Los dolores en sí mismos son simplemente
rasgos cerebrales de alto nivel o de sistema. Las
experiencias subjetivas y cualitativas de dolor del campo
consciente global están causadas por procesos
neurobiológicos en el cerebro y en el resto del sistema
nervioso central y son, en sí mismas, en cuanto elementos
del campo unificado de conciencia, rasgos del sistema de
neuronas y de otras células que constituyen el cerebro
humano.
¿Qué son exactamente los procesos neuronales que
causan estas experiencias conscientes? Actualmente
desconocemos la respuesta a esa pregunta. Estamos
haciendo algunos progresos, pero vamos despacio. Hoy
por hoy existen, que yo sepa, al menos dos enfoques del
problema de la conciencia y, para introducirnos en el tema
principal de esta discusión, tengo que decir algo sobre
cada uno de ellos. Al primer enfoque lo llamo “el enfoque
de los bloques de construcción”. La idea es que nuestro
campo consciente consta de una serie de componentes
separados, que son las experiencias conscientes
individuales. Estos elementos constituyen la totalidad de
dicho campo, de la misma manera que los bloques de
construcción de una casa conforman dicha casa. El
supuesto que está detrás del proyecto de investigación de
los bloques de construcción es que si pudiéramos saber
exactamente cómo funciona incluso uno solo de los
elementos, cómo, por ejemplo, experimentamos
visualmente el color rojo, eso podría ofrecernos la clave
del problema de la conciencia en su conjunto, ya que los
mecanismos que dan lugar a las experiencias conscientes
de rojo presumiblemente se parecerían a los mecanismos
por los cuales se producen las experiencias de sonidos o
sabores. La idea es encontrar el correlato neuronal de la
conciencia (CNC) de las experiencias sensoriales
individuales, y generalizar en base a ellas una explicación
de la conciencia en general.
Por razones que he intentado explicar en otros
escritos[1], pienso que el enfoque de los bloques de
construcción es erróneo. Cada uno de los elementos se da
únicamente en un sujeto que es ya consciente. No creo que
podamos descubrir, por ejemplo, los mecanismos que
producen conciencia intentando descubrir los mecanismos
que producen la experiencia de rojo, puesto que sólo un
sujeto que es ya consciente puede tener la experiencia de
rojo. Lo que este enfoque predeciría es que, si se pudiese
originar el CNC para un único elemento, para, pongamos
por caso, la experiencia de rojo, entonces un sujeto no
consciente experimentaría repentinamente un destello de
rojo y ningún otro estado consciente. Esto es una hipótesis
empírica posible, pero me parece muy poco probable,
dado lo que sabemos sobre el funcionamiento del cerebro.
Veo mucho más probable llegar a comprender cómo el
cerebro causa conciencia si pudiésemos encontrar la
diferencia entre el comportamiento neurofisiológico de un
cerebro no consciente y un cerebro consciente. Lo que
realmente nos gustaría saber es ¿cómo empieza un sujeto a
ser consciente? Una vez que el sujeto es consciente,
pueden inducirse experiencias particulares que
modificarán el ya existente campo consciente unificado.
Hay otra línea de investigación, a la que llamo
“enfoque del campo unificado”. En lugar de pensar en la
conciencia como compuesta por una serie de pequeños
ladrillos, o por bloques de construcción, tendríamos que
tomarnos en serio la unidad de la que hablé anteriormente
y pensar en el campo consciente completo como una
unidad. Tendríamos que pensar en las entradas
perceptivas individuales no como creando conciencia,
sino como modificando una conciencia preexistente. De
esta forma, en lugar de buscar, por ejemplo, el CNC de
rojo, tendríamos que intentar encontrar las diferencias
entre el cerebro consciente y el cerebro no consciente.
En la explicación que yo estoy dando, los tres rasgos
que mencioné, cualidad, subjetividad y unidad, no son tres
rasgos distintos, sino diferentes aspectos de un mismo
rasgo. Una vez que una experiencia es cualitativa, en el
sentido que he explicado, ha de ser subjetiva, ya que la
noción de cualidad de la que estamos hablando es la de
aquello que es experimentado por un sujeto. Y una vez que
las experiencias son subjetivas y cualitativas, están
necesariamente unificadas. Esto puede de nuevo
apreciarse gracias a un experimento mental. Si imaginas tu
actual estado de conciencia quebrado en diecisiete
pedazos, no estás imaginando un único campo consciente
con diecisiete partes, sino que estás imaginando diecisiete
campos de conciencia diferentes. Cualidad, subjetividad,
y unidad no son rasgos diferentes, son más bien aspectos
de un único rasgo, y ese rasgo es la esencia misma de la
conciencia.
9.2. Conciencia y acción voluntaria

Cuando examinamos la naturaleza del campo consciente


descubrimos un hecho destacable. Hay una destacable y
radical diferencia entre el carácter cualitativo de las
experiencias perceptivas y el carácter cualitativo de las
acciones voluntarias. En el caso de las experiencias
perceptivas, yo soy un recipiente pasivo de experiencias
que están causadas por el entorno externo. Así, por
ejemplo, si coloco mi mano frente a mi cara, no depende
de mí que yo vea o no una mano. El aparato perceptivo y
los estímulos externos son suficientes por sí mismos para
causar en mí la experiencia visual de mi mano frente a mi
cara. No tengo elección en este asunto, las causas son
suficientes para producir esa experiencia.
Si, por otro lado, decido levantar mi mano derecha
sobre mi cabeza, ello sí depende de mí por completo.
Depende de mí que yo levante mi mano derecha o mi
mano izquierda, cuánto levante cada una de ellas, etc.
Simplemente, la acción voluntaria posee un sentido
consciente diferente al de la percepción. No estoy, por
supuesto, sugiriendo que no haya elemento de
voluntariedad alguno en la percepción. Pienso que sí lo
hay. Por ejemplo, en las fichas intercambiables de la
Gestalt uno puede cambiar a voluntad su propia
percepción, y ver un conejo donde antes veía un pato, y
viceversa. En este momento, sólo pretendo llamar la
atención sobre algunos de los rasgos destacables de la
acción voluntaria que se hallan en claro contraste con la
experiencia de la percepción.
La brecha que hemos estado analizando se presenta
únicamente en el caso de la acción voluntaria. Primero,
hay una brecha entre las razones para una decisión y la
decisión, segundo, una brecha entre la decisión y su
ejecución, y tercero, una brecha entre el inicio de la
acción y su continuación hasta finalizarla. En realidad,
pienso que estas tres brechas son manifestaciones del
mismo fenómeno, ya que todas ellas son manifestaciones
de la conciencia volitiva.
Como vimos en el capítulo 3, la estructura lógica de
la explicación del comportamiento humano, según la cual
el agente actúa voluntariamente de acuerdo con una razón,
requiere que postulemos un yo irreductible. A este
concepto puramente formal del yo podemos añadirle
ahora el hecho de que el yo así interpretado requiere el
campo unificado de conciencia. Habíamos postulado un
yo para hacer inteligible el fenómeno de las acciones
racionales libres. Pero un yo así postulado requiere un
campo consciente unificado. El yo no es idéntico al
campo, pero sus operaciones, según las cuales él toma
decisiones sobre la base de razones y actúa llevando a
cabo tales decisiones, requieren un campo unificado que
incluya elementos cognitivos, tales como las percepciones
y los recuerdos, y que incluya también elementos
volitivos, tales como las deliberaciones y las acciones.
¿Por qué? Bien, si imaginamos la mente como un haz
humeano de percepciones inconexas, no hay forma de que
el yo pueda operar sobre dicho haz. Para que el yo
intervenga en la toma de decisiones tendría que existir un
yo diferente para cada diferente elemento de ese haz de
percepciones.

9.3. Libre voluntad

Quiero aplicar ahora lo que hasta aquí hemos aprendido a


la discusión del tradicional problema del libre albedrío.
Sin duda, existen muchos sentidos diferentes de “libre
albedrío” y “determinismo”; pero, en lo que nos ocupa, el
problema de la libertad de la voluntad está vinculado a
aquellas partes del campo consciente en las cuales
experimentamos la brecha. Estos casos son los
tradicionalmente denominados como “volitivos”. No se
cuestiona que tengamos experiencias del tipo que he
venido llamando experiencias de la brecha; es decir,
experimentamos nuestras propias acciones voluntarias
normales de tal forma que tenemos la sensación de contar
con posibilidades alternativas de acción que nos resultan
disponibles, y también la de que los antecedentes
psicológicos de la acción no resultan suficientes para fijar
la acción. Adviértase que, según esta explicación, el
problema de la libre voluntad aflora únicamente en lo
relativo a la conciencia, en concreto, la conciencia
volitiva o activa, no la conciencia perceptiva.
¿Cuál es entonces el problema de la libertad de la
voluntad exactamente? La libre voluntad suele tomarse
como opuesta al determinismo. La tesis del determinismo
respecto de las acciones consiste en que cada acción está
determinada por condiciones previas causalmente
suficientes. Para toda acción, las condiciones causales de
la acción en ese contexto son suficientes para producir tal
acción. De este modo, en lo referente a las acciones, nada
podría ocurrir de modo diferente a como de hecho ocurre.
La tesis de la libre voluntad, algunas veces llamada
“libertarismo”, enuncia que, al menos en algunas
acciones, las condiciones causales previas de la acción no
son causalmente suficientes para producir esa acción.
Haber reconocido que la acción ocurrió, y que ocurrió por
una razón, no impide sostener que, dados los mismos
antecedentes causales de la acción, el agente podría haber
hecho algo diferente a lo que hizo.
El planteamiento contemporáneo más ampliamente
aceptado en el tema de la libre voluntad se conoce como
“compatibilismo”. El planteamiento compatibilista
sostiene, si entendemos adecuadamente sus términos, que
la libertad de la voluntad es del todo compatible con el
determinismo. Decir que una acción está determinada es
simplemente decir que posee causas como cualquier otro
acontecimiento, y decir que es libre es simplemente decir
que se haya determinada por cierto tipos de causas, y no
por otros. Así, si alguien me pone una pistola en la cabeza
y me dice que levante las manos, mi acción no es libre;
pero si levanto las manos como cuando voto, digamos,
“libremente”, o “por mi propia libre voluntad”, entonces
mi acción es libre. Sin embargo, en ambos casos, tanto en
el caso de votar como en el de la pistola en mi cabeza, mi
acción está por completo causalmente determinada.
Pienso que el compatibilismo sencillamente no
entiende el problema de la libre voluntad. Tal y como lo
he definido, el libertarismo es definitivamente
incompatible con el determinismo. Repitámoslo, el
determinista dice: “Toda acción está precedida por
condiciones causalmente suficientes que determinan esa
acción”. Mientras que el libertarista sostiene la negación
de eso: “En algunas acciones las condiciones causales
previas no son suficientes para determinar la acción”.
Pienso que, sin duda, existe un sentido de los
términos “libre” y “determinado” en el cual el
compatibilismo es correcto. Cuando, por ejemplo, la gente
marcha por las calles ondeando pancartas reclamando
“libertad”, no suelen estar muy interesados en las leyes de
la física. Ellos normalmente quieren menos restricciones
gubernamentales sobre sus acciones, o algo parecido; y no
están interesados en los antecedentes causales de sus
acciones. Pero este sentido de “libertad”, que quiere decir
ausencia de restricciones externas, es irrelevante en el
problema de la libertad de la voluntad, tal como lo he
presentado. No me es posible imaginar ningún problema
filosófico interesante sobre la libre voluntad al cual
aporte el compatibilismo alguna respuesta significativa.
Llegamos a la convicción de la libertad de la
voluntad, según yo la entiendo, gracias a las experiencias
de la brecha. De esta manera, el problema de la libertad
de la voluntad puede ser planteado así: ¿qué realidad se
corresponde con esas experiencias? Si admitimos que
experimentamos nuestras acciones como carentes de
condiciones psicológicas previas causalmente suficientes,
¿por qué tendríamos que tomarnos en serio este hecho
psicológico? ¿No es posible que la base neurobiológica
de la psicología sea causalmente suficiente para
determinar la acción, a pesar de que el nivel psicológico
por sí mismo no sea causalmente suficiente? ¿Y no
podrían existir causas psicológicas inconscientes que
determinasen el acto? Incluso admitida la realidad
psicológica de la brecha, nos queda aún una cuestión por
resolver sobre la libre voluntad. ¿Cuál es exactamente y
qué podríamos hacer exactamente para resolverlo?
Para aclarar totalmente el problema, consideremos el
siguiente ejemplo. Supongamos que se me ofrece elegir en
el momento t entre dos copas de vino, un Borgoña y un
1

Burdeos, situados en una mesa frente a mí. Supongamos


que encuentro a ambos interesantes, y que después de diez
segundos, en el momento t , me decanto por el Borgoña,
2

alargo la mano, levanto la copa de la mesa y bebo un


trago. Denominaremos a esto Acto A, y supondremos que
éste comienza en t y que continúa durante unos pocos
2

segundos hasta t . En aras de la simplicidad, vamos a


3

suponer que no hay brecha de tiempo psicológica entre la


decisión y su ejecución. En el instante en el que me decidí
por el Borgoña en t , la intención-en-la-acción comenzó y
2

cogí la copa. (En tiempo real, por supuesto, hay una


brecha de tiempo de aproximadamente 200 milisegundos
entre el comienzo de mi intención-en-la-acción y el
comienzo efectivo de los movimientos musculares).
Supongamos también que ésta fue una acción voluntaria
con una brecha: no estaba bajo el control de una obsesión
ni de ninguna otra causa suficiente que determinara la
acción. Simplemente, en este ejemplo estipulamos que no
existían causas psicológicas inconscientes suficientes para
determinar la acción. Mi acción era libre en el sentido de
que las causas psicológicas, conscientes e inconscientes,
que operaban sobre mí no eran suficientes para determinar
el Acto A. ¿Qué significa esto exactamente? Al menos lo
siguiente. Una completa especificación de todas las
causas psicológicas que operaban sobre mí en t , con todo
1

su potencial causal, incluyendo cualesquiera leyes


psicológicas pertinentes en el asunto, no sería suficiente
para garantizar que yo realizaría el Acto A bajo cualquier
descripción. Dichas causas fallarían al garantizar no sólo:
“JRS elegirá el Borgoña”, sino también: “Este brazo se
moverá en esta dirección y estos dedos agarrarán este
objeto”. En este sentido, las causas psicológicas en t son
1

diferentes a las causas físicas comunes. Si mientras me


dirijo hacia la copa de Borgoña, dejo caer
inadvertidamente una copa vacía fuera de la mesa, una
descripción de las causas que operan sobre esa copa a
partir del momento del choque entre mi brazo y la copa sí
sería suficiente para garantizar que la copa caerá al suelo.
Dije antes que todos estos procesos psicológicos
están causados por, y producidos en, el cerebro. Así, en t ,
1

mi percepción consciente de las dos copas de vino, y mis


reflexiones conscientes sobre sus respectivas virtudes,
fueron causadas por procesos neurobiológicos de nivel
inferior en el cerebro y producidas en la estructura del
cerebro. He aquí ahora el problema: contando con que no
hay nuevos datos de entrada en el cerebro, tales como
percepciones adicionales, ¿eran los procesos
neurobiológicos que acontecían en mí en t causalmente
1

suficientes para determinar el estado global de mi cerebro


en t ? ¿Y era el estado global de mi cerebro en t suficiente
2 2

para causar la continuación de los procesos cerebrales


que ocurrieron entre t y t ? Si es así, hay entonces una
2 3

descripción del Acto A según la cual éste posee


condiciones previas causalmente suficientes, ya que en el
estado de mi cerebro en t los neurotransmisores causaban
2

el comienzo de las contracciones musculares que


constituían el componente corporal del Acto A, y la
continuación del proceso de t a t era suficiente para
2 3

causar la continuación de las contracciones musculares


hasta la finalización de la acción en t . El problema de la
3

libertad de la voluntad se reduce a esto: suponiendo que


no se introducen en el cerebro nuevos estímulos externos
pertinentes, ¿era el estado del cerebro en t , 1

neurológicamente descrito, causalmente suficiente para


determinar el estado del cerebro en t , y era el estado en t
2 2

suficiente para alcanzar el estado en t ? Si la respuesta a


3

esta pregunta es afirmativa, para éste y para todos los


otros casos similares pertinentes, no tenemos entonces
libre voluntad. La brecha psicológicamente real no se
corresponde con ninguna realidad neurobiológica y la
libertad de la voluntad es una enorme ilusión. Si la
respuesta a esta pregunta es negativa, entonces, dados
ciertos supuestos sobre el papel de la conciencia,
tenemos realmente libre voluntad.
Ahora bien, ¿por qué todo se reduce a eso? Porque el
estado del cerebro en t era suficiente para causar los
2

movimientos musculares en el comienzo de la acción, y


los estados cerebrales de t a t eran suficientes para
2 3

prolongar los movimientos musculares hasta la


finalización de la acción. Una vez la acetilcolina golpea
las láminas finales del axón de las neuronas motoras,
entonces, dando por sentado que el resto del aparato
fisiológico está funcionando normalmente, los músculos
se moverán por simple necesidad causal. Las dos
primeras brechas se dan antes del comienzo de los
movimientos musculares, y la tercera brecha se da entre el
comienzo de la acción y su continuación hasta finalizarla.
La brecha es un fenómeno psicológico real, pero si es un
fenómeno real que crea una diferencia en el mundo, ha de
tener un correlato neurobiológico. Como cuestión
neurobiológica, la realidad de la brecha viene a ser: ¿son
los estados cerebrales de t a t suficientes para que cada
1 3

estado determine el siguiente estado según condiciones


causalmente suficientes? El problema de la libertad de la
voluntad es un problema serio en la neurobiología, basado
en las relaciones de ciertos tipos de conciencia con
procesos neurobiológicos. Si hay una cuestión realmente
interesante, es la cuestión científica sobre la causación de
ciertos tipos de acciones conscientes. Voy a procurar a
continuación examinar esta cuestión cuidadosamente y
llegar al fondo de la misma.
9.4. Hipótesis 1: el libertarismo psicológico en
sintonía
con el determinismo neurobiológico

Para empezar, tenemos que recordar lo que hasta ahora


sabemos. Todos nuestros estados de conciencia están
causados por procesos neurobiológicos del tipo “inferior-
superior” en el cerebro. Tales estados pueden causar por
sí mismos posteriores estados conscientes o movimientos
corporales, dado que se asientan en la neurobiología. De
esta forma, en casos en los que no haya brechas, la
causación izquierda-derecha a lo largo del tiempo en el
nivel superior mantiene una total correlación con una
causación izquierda-derecha a lo largo del tiempo en el
nivel inferior. Por ejemplo, mi intención-en-la-acción está
causada por procesos de nivel inferior en el cerebro. A su
vez, esto causa que mi brazo se levante. Los procesos
neurobiológicos que causan la intención-en-la-acción, a su
vez, causan una serie de cambios fisiológicos que causan
y producen los movimientos de mi brazo. Estas relaciones
son las habituales en cualquier sistema que cuente con
niveles de descripción causalmente reales. Así, un motor
de coche tiene el mismo conjunto de relaciones formales.
Ningún epifenomenalismo es el resultado de tales
relaciones. La intención-en-la-acción es tan causalmente
real como la solidez del pistón. Además, no hay
sobredeterminación causal. No estamos hablando de
secuencias causales independientes, sino más bien de las
mismas secuencias causales descritas en distintos niveles.
De nuevo, la comparación con el motor de coche lo ilustra
muy bien. Podemos describir la causación al nivel de las
moléculas o podemos describirla al nivel de pistones y
cilindros. No se trata de secuencias causales
independientes, sino de la misma secuencia causal
descrita en niveles diferentes.
En estudios previos[2] representé estas relaciones que
conforman la acción voluntaria en forma de un
paralelogramo semejante al siguiente:
causa
Intención-en-la-acción Movimiento corporal

C&P C&P
causan
Disparos neuronales Cambios psicológicos
En el nivel superior, la intención-en-la-acción causa
el movimiento corporal, en el nivel inferior, los disparos
neuronales causan cambios psicológicos, y en cada punto
el nivel inferior causa y produce (C & P) el nivel
superior. Así representado, el conjunto de la estructura es
determinista en cada estadio.
¿Y qué ocurre con los casos en los que hay una
brecha, qué ocurre cuando, por ejemplo, delibero y
después tomo una decisión? Creo que al menos hay dos
posibilidades. La primera posibilidad (hipótesis 1) es: la
indeterminación en el nivel psicológico se correlaciona
con un sistema completamente determinista en el nivel
neurobiológico. De este modo, aunque tenemos una brecha
psicológica entre las razones para la acción y la decisión,
no tenemos ninguna brecha en el nivel neurobiológico
entre la realización neurofisiológica de las razones para la
acción en forma de creencias y deseos, y la posterior
realización neurofisiológica de la decisión. Sería algo así:
causa (con brechas)
Deliberación sobre razones Decisión

C&P C&P
causan
Disparos neuronales Disparos neuronales
En este caso, la brecha da lugar a una asimetría entre
el paralelogramo de la acción voluntaria y el de la
cognición. Esto se puede apreciar al comparar la decisión
y la acción con la memoria. Supongamos que contemplo
una escena violenta, digamos, un accidente de coche, y
que posteriormente tengo el recuerdo de tal accidente.
Pasé por un acontecimiento psicológico, la experiencia
perceptiva, y ese acontecimiento psicológico sirvió de
base causal suficiente para el posterior acontecimiento
psicológico del recuerdo del incidente que presencié.
Pero sabemos que todo esto se hace posible gracias a que
tenemos una secuencia de condiciones causalmente
suficientes en la neurobiología. La percepción efectiva,
neurobiológicamente hablando, es suficiente para registrar
huellas de recuerdos en la memoria a corto y largo plazo,
mediante las cuales recuerdo el acontecimiento
psicológico. Esto es decir, en el caso de la cognición,
ejemplificado aquí en la relación entre percepción y
memoria, que las condiciones suficientes en el nivel
superior, o psicológico, están correlacionadas con
condiciones suficientes en el nivel inferior, o
neurofisiológico. Se obtiene así un paralelogramo
perfecto. En el caso de la volición, en contraste con lo que
ocurre en la cognición, no se obtiene tal paralelogramo,
sino que la indeterminación psicológica coexistiría con el
determinismo neurobiológico.
Si es así como la naturaleza funciona, tendríamos
entonces alguna clase de compatibilismo. El libertarismo
psicológico sería compatible con el determinismo
neurobiológico. Los procesos psicológicos, a pesar de
estar ellos mismos causados por procesos neuronales de
bajo nivel, no serían, sin embargo, condiciones causales
suficientes de los posteriores hechos psicológicos de la
acción intencional. En t , los procesos psicológicos por
1

los cuales decido qué copa de vino tomar están por


completo causalmente determinados por procesos
neuronales de bajo nivel, por causación del tipo “inferior-
superior”. En t me decido por el vino de Borgoña. Esa
2

decisión, de nuevo, está totalmente fijada por causación


“inferior-superior”, a pesar de que haya una brecha en el
nivel psicológico entre mi reflexión de acuerdo a razones
y mi decisión. De t a t , los componentes del movimiento
2 3

muscular del acto A, el llevar el vino de mi mano a mi


boca, están causados por procesos neurobiológicos, por
causación del tipo “inferior-superior”, a pesar, otra vez,
de que haya una brecha en el nivel psicológico entre el
inicio de la acción y su continuación hasta finalizarla. Así
que tenemos brechas en el nivel psicológico, pero no hay
brechas en forma de causación “inferior-superior” entre el
nivel neurobiológico y el nivel psicológico, ni hay
tampoco brechas en el nivel neurobiológico entre
cualquier estado del sistema y el siguiente estado del
sistema. Esto nos situaría ante el determinismo fisiológico
en sintonía con el libertarismo psicológico[3].
No obstante, este resultado es intelectualmente muy
poco gratificante puesto que, en una palabra, es una forma
modificada de epifenomenalismo, en el que los procesos
psicológicos de toma racional de decisiones no ocurren
realmente. La totalidad del sistema es determinista en el
nivel inferior, y la idea de que el nivel superior posea un
elemento de libertad es simplemente una ilusión del
sistema. Me parece tener en t la opción de elegir entre el
1

Borgoña y el Burdeos, y que las causas que actúan sobre


mí no son suficientes para determinar la elección. Pero me
equivoco. El estado global del cerebro en t es 1

completamente suficiente para determinar tanto cada


movimiento corporal como cada proceso de pensamiento
de t a t y de t a t . Si la hipótesis 1 es verdadera,
1 2 2 3

entonces cada movimiento muscular y cada pensamiento


consciente, incluyendo la experiencia consciente de la
brecha, la experiencia de la toma de decisión “libre”, está
completamente fijada de antemano; y lo único que
podemos decir sobre el indeterminismo psicológico en el
nivel superior es que nos presenta una sistemática ilusión
de libre voluntad. La tesis es epifenomenalista en este
sentido: hay un ámbito de nuestras vidas conscientes, el de
la toma de decisión racional y el de intentar llevar a cabo
la decisión, según el cual experimentamos la brecha y sus
procesos como si generasen una falla causal en nuestra
conducta, cuando en realidad no generan fisura alguna.
Los movimientos corporales seguirán siendo exactamente
los mismos al margen de cómo aquellos procesos se
desarrollen.
Tal vez sea esto lo que ocurra pero, si así fuera, creo
que la hipótesis va en contra de todo lo que sabemos
sobre evolución. Tendría la consecuencia de que el
increíblemente elaborado, complejo, sensible y, sobre
todo, biológicamente costoso sistema humano y animal de
toma racional y consciente de decisiones, resultaría en
realidad totalmente indiferente para la vida y la
supervivencia de los organismos. El epifenomenalismo es
una tesis posible, aunque resulta absolutamente increíble
y, de tomarlo en serio, supondría un cambio en nuestra
cosmovisión, esto es, en nuestra percepción de cómo es
nuestra relación con el mundo, y lo haría de manera más
radical que cualquier otro cambio anterior, incluyendo la
revolución copernicana, la teoría de la relatividad
einsteiniana, y la mecánica cuántica.
¿Por qué la hipótesis 1 haría a la conciencia más
epifenoménica que cualquier otro rasgo de alto nivel de un
sistema físico? Después de todo, la solidez del pistón de
un motor de coche queda íntegramente explicada por el
comportamiento de las moléculas, sin que eso confiera
solidez epifenoménica. La diferencia es: las
características fundamentales de la solidez intervienen en
el funcionamiento del motor, pero las características
fundamentales de la toma consciente de decisiones, la
experiencia de la brecha, no intervendría en absoluto en la
actuación del agente. Los movimientos corporales habrían
sido los mismos, al margen de las experiencias de la
brecha.

9.5. Hipótesis 2: el sistema de causación en


sintonía
con la conciencia y la indeterminación

En el enfoque alternativo (hipótesis 2), la ausencia de


condiciones causalmente suficientes en el nivel
psicológico se correlaciona con una semejante carencia
de condiciones causalmente suficientes en el nivel
neurobiológico. ¿Pero qué podría significar esto? ¿Qué
esquema se supone que podría representar una hipótesis
así? Me parece que en este punto tenemos que hacer un
examen crítico de los supuestos incorporados en nuestra
representación esquemática, con las metáforas de
“inferior-superior”, “arriba-abajo”, “niveles de
descripción”, etc. Pienso que con ello se demostrará la
insuficiencia de este enfoque. El problema es que la idea
de que la conciencia es un rasgo de alto nivel o
superficial del cerebro nos da la imagen de una
conciencia semejante a la pintura de la superficie de una
mesa. De esa forma, la cuestión de la causación del tipo
“arriba-abajo” e “inferior-superior” consiste en situarse
arriba o abajo. Todo eso es erróneo. La conciencia no es
más en la superficie del cerebro de lo que es la liquidez
en la superficie del agua. Más bien, la idea que estamos
intentando expresar es que la conciencia es un rasgo del
sistema. Es un rasgo del sistema en su conjunto y está
presente —literalmente— en todos los lugares pertinentes
del sistema, de la misma manera que el agua en un vaso es
líquida en cualquier parte del vaso. La conciencia no se
da en una sinapsis individual más de lo que se da la
liquidez en una molécula individual. Pero, entonces, la
idea de diferentes niveles discurriendo en paralelo, tal y
como se representa en nuestro esquema, es incorrecta. El
sistema se mueve por entero al mismo tiempo. Lo que
tenemos que suponer, si creemos que nuestra experiencia
consciente de libertad no es una completa ilusión, es que
la totalidad del sistema avanza hacia la toma de decisión y
hacia la puesta en práctica de la decisión en acciones
reales, y que la racionalidad consciente en el nivel
superior se da en todo el camino hacia abajo, lo que
significa que el sistema entero se mueve de manera causal,
si bien no descansa sobre condiciones causalmente
suficientes.
A fin de preguntarnos cómo podría la brecha operar
en la neurobiología, tenemos que ser claros sobre cómo lo
hace en la psicología consciente. En el caso de la realidad
consciente, nada rellena la brecha. Una persona
simplemente se decide a hacer algo, y entonces
simplemente actúa. Estos hechos nos resultan inteligibles
únicamente si postulamos un agente racional consciente,
capaz de reflexionar de acuerdo a sus propias razones, y
de actuar posteriormente sobre la base de tales razones.
Soy reacio a emplear la jerga tradicional, pero
anteriormente argumenté que esa postulación equivale a la
postulación de un yo. Sólo si postulamos un yo consciente
podemos entender la acción consciente, libre y racional.
Pero tal postulación sólo tiene sentido en relación al
hecho de un campo consciente unificado de subjetividad.
No es posible dar cuenta del yo racional exclusivamente
en términos de un haz humeano de percepciones
inconexas. Así que esta segunda hipótesis no significa que
se produzca una escisión entre la indeterminación en el
nivel psicológico y la determinación en el nivel
neurobiológico, sino más bien que el sistema avanza por
entero al mismo tiempo, y lo hace como un sistema
racional y consciente, el cual, en lo que a su ontología de
tercera persona se refiere, se compone por completo de
elementos neurobiológicos; y la carencia de condiciones
causalmente suficientes en el nivel psicológico recorre
todo el camino hacia abajo. Esto nos resultará menos
problemático si nos hacemos eco de que nuestro apremio
por no pasar del nivel neuronal es simplemente una
cuestión de prejuicios. Si continuamos bajando hasta el
nivel de la mecánica cuántica, entonces podría resultar
menos sorprendente que tengamos tal ausencia de
condiciones causalmente suficientes.
En algún lugar, Sperry emplea un ejemplo de
causación “arriba-abajo” que una vez califiqué de endeble
pero que ahora me resulta instructivo. Imaginemos una
molécula individual en una rueda que está girando. Toda
la estructura de la rueda y sus movimientos como rueda
determinan los movimientos de la molécula, aun cuando la
rueda esté compuesta por tales moléculas. Y lo que es
cierto para una molécula es cierto para todas ellas. Los
movimientos de cada molécula están influidos por el
sistema, aun cuando el sistema se halle compuesto
íntegramente por esas moléculas. La forma correcta de
pensar en esto no es tanto la de “arriba-abajo”, sino la de
un sistema de causación. El sistema, como tal, tiene
efectos causales en cada elemento, aun cuando el sistema
esté compuesto por esos elementos. De manera similar, en
la hipótesis 2, el sistema, como sistema consciente, puede
tener efectos sobre los elementos individuales, las
neuronas y las sinapsis, aun cuando el sistema esté
compuesto de ellos. Cada molécula de un líquido está
influida por la liquidez del sistema, a pesar de que no se
trate de objetos, sino de moléculas. Cada molécula de un
sólido está influida por la solidez del sistema, a pesar de
que no haya objetos, sino moléculas. De manera similar,
en el cerebro consciente, cada neurona perteneciente a las
partes conscientes del sistema puede verse influenciada
por la conciencia del cerebro, a pesar de que no se trate
de objetos, sino de neuronas (con células gliales, etc.).
De este modo, si la hipótesis 2 es correcta, tenemos
que suponer que la conciencia del sistema tiene efectos
sobre los elementos del sistema, incluso aunque el sistema
esté compuesto de esos elementos, de la misma manera
que la solidez de la rueda tiene efectos sobre sus propias
moléculas, incluso aunque la rueda esté compuesta de
moléculas. Hasta aquí todo bien, pero la analogía entre el
sistema de causación de la rueda y el sistema de
causación del cerebro consciente se desmorona en este
punto: el comportamiento de la rueda está totalmente
determinado, pero el comportamiento del cerebro
consciente, en la hipótesis 2, no lo está. ¿Cómo podría
ocurrir esto? ¿Cómo funcionaría exactamente la
neurobiología en una hipótesis de este tipo? Desconozco
la respuesta a esta pregunta, pero me llama la atención el
hecho de que muchas de las explicaciones dadas en
neurobiología no postulen condiciones previas
causalmente suficientes. Por ejemplo, por tomar un caso
muy conocido, el potencial de disposición discutido por
Deecke, Scheid, Kornhuber y Libet[4] no es causalmente
suficiente para determinar la acción posterior, tal y como
se subraya en la discusión de Libet sobre cómo la
conciencia podría afectar a la operación del potencial de
disposición. Paradójicamente, estos experimentos a veces
se utilizan para, de un modo u otro, presentar argumentos
contra la libertad de la voluntad en tales casos. No me
parece que esta conclusión sea la que impliquen los datos,
y me apartaré brevemente del tema ahora para describir
este asunto.
Lo que ocurre es lo siguiente. El sujeto se forma la
intención previa consciente de mover su dedo, sacudir su
muñeca, o algo así, cada cierto tiempo. Es una decisión
consciente y libre. Sobre esa base, mueve
conscientemente su dedo de vez en cuando, y antes de
cada movimiento del dedo se da una cierta activación en
el cerebro, en forma de potencial de disposición,
susceptible de ser registrada en el cuero cabelludo. En
estos casos, el potencial de disposición precede al
conocimiento consciente de la intención-en-la-acción en
aproximadamente 350 milisegundos. ¿Cómo podría ser
esto una amenaza para la libre voluntad? Libet describe el
caso dando de alguna manera por sentada la cuestión
cuando dice “El inicio del acto voluntario libre parece
dar comienzo en el cerebro de manera inconsciente,
claramente antes de que la persona conscientemente sepa
que quiere actuar” (pág. 51). Las expresiones “inicio” y
“sepa que quiere actuar” pueden llevarnos a error. He
aquí otro modo de describir el caso: el sujeto
conscientemente adopta la actitud de mover los dedos y,
por lo tanto, sabe qué clases de acciones quiere poner en
práctica cuando toma esa decisión. El cerebro se prepara
inconscientemente para cada movimiento antes del inicio
consciente del movimiento. No sé de nadie que sostenga
que esa activación cerebral no guarde relación con la
decisión consciente previa, ni tampoco de nadie que
sostenga que tal activación sea una causa suficiente para
determinar el posterior movimiento voluntario del dedo.
La descripción de Libet se presta por sí misma a la
interpretación de que el potencial de disposición marca el
comienzo de la acción. Pero eso no es cierto. Suele haber
aproximadamente 350 milisegundos entre el potencial de
disposición y el comienzo de la intención-en-la-acción, y
otros 200 milisegundos hasta el comienzo del movimiento
corporal. En cualquier caso, ateniéndonos a los datos
disponibles, la existencia del potencial de disposición no
es causalmente suficiente para la realización de la acción.
Hasta donde yo sé, no sabemos lo suficiente sobre la
neurobiología de la acción intencional en su conjunto
como para tener una teoría completa del papel del
potencial de disposición en la causación de la acción.
Pero parece claramente prematuro suponer que la
existencia del potencial de disposición demuestra en
algún sentido que no disponemos de libre voluntad.
Resultan más interesantes los casos en los que el
cuerpo empieza realmente a moverse antes de que el
sujeto sea consciente de cualquier intención-en-la-acción
de moverlo. Son famosos los ejemplos del corredor que
empieza a correr antes de poder haber escuchado
conscientemente el pistoletazo de salida, o el del jugador
de tenis cuyo cuerpo empieza a moverse hacia la pelota
que le llega antes de poder haber registrado
conscientemente la trayectoria de la pelota en su sistema
visual. En ambos casos, el cuerpo empieza realmente a
moverse antes de que el sujeto perciba conscientemente el
estímulo que desencadena el movimiento. No obstante,
ninguno de estos casos amenaza la idea de que en estas
situaciones contamos con acciones voluntarias libres. En
ambos casos el sujeto, como resultado de un
entrenamiento y una práctica constantes, ha consolidado
unas vías neurales que son activadas por los estímulos
perceptivos antes del comienzo de la conciencia. Dicho
llanamente, el sujeto está jugando al tenis o participando
en una carrera por su propia libre voluntad, y si pretende
mostrar algo de destreza en tales actividades, en ciertas
situaciones clave su cuerpo ha de ser capaz de moverse
antes de que él perciba conscientemente el estímulo que
desencadena el movimiento. Existe la tentación de
equiparar todo estos casos —el del potencial de
disposición y el del atleta entrenado— a los tipos de
movimientos “reflejos” en los que el agente no dispone
realmente de libre voluntad. Por ejemplo, si
accidentalmente toco una estufa caliente retiraré mi mano
antes de sentir dolor. Pienso que en este caso las
condiciones previas son suficientes para causar el
comienzo de la acción. Pero los casos anteriores son
totalmente diferentes a éste. Tanto en el del potencial de
disposición como en el del atleta entrenado, los
movimientos dependen de tener una intención previa
consciente —mover mi dedo, jugar al tenis, participar en
una carrera, etc.—, y se puede anular esa intención en
cualquier momento. En el caso de la estufa caliente no hay
intención previa, yo no podía no haber movido mi mano.
Demos un paso más en la investigación. ¿Cómo
pensamos que son las relaciones entre los microelementos
y ese rasgo del sistema que resulta ser la conciencia? En
las formas pasivas de conciencia, como la percepción, la
totalidad de los rasgos de los microelementos en
cualquier punto dado ha de ser suficiente para determinar
el estado consciente en ese punto. ¿Y qué sucede con la
conciencia volitiva, la clase de conciencia en la que se da
la brecha? Me parece que se mantendría el mismo
principio. La totalidad de los rasgos de los microniveles
pertinentes —neuronas, sinapsis, microtúbulos, etc.—
sería suficiente para, de forma exclusiva, fijar el estado
consciente en ese punto, incluyendo la conciencia volitiva.
Creo que abandonar este principio nos abocaría a aceptar
alguna variedad de dualismo. Tendríamos que pensar en la
conciencia como desencadenada de su base
neurobiológica. Tendríamos que renunciar incluso a las
más sencillas formas de superveniencia, a la idea de que
cualquier cambio en la conciencia ha de estar
correlacionado con un cambio neurobiológico[5]. El asunto
en el que hemos de seguir insistiendo es que la conciencia
no es algo adicional al cerebro. Es simplemente un estado
en el que se encuentra el sistema neuronal, de igual modo
que la solidez de la rueda no es un elemento adicional a la
rueda, además de las moléculas. Es simplemente un estado
en el que se encuentran las moléculas.
Sin embargo, cuando insistimos en que los rasgos del
sistema han de ser exclusivamente fijados por los
elementos del sistema, no estamos con ello renunciando a
la libre voluntad, ya que la brecha se da a través del
tiempo. La brecha no se da entre el actual estado de mis
neuronas y mi actual estado consciente, sino entre lo que
está ocurriendo ahora en los componentes volitivos
conscientes del sistema cerebral en su conjunto y lo que
va a ocurrir a continuación.
Además, cabe advertir que al plantear la hipótesis de
una secuencia causal que no se manifiesta en cada etapa
por medio de condiciones causalmente suficientes, no
estamos postulando aleatoriedad. ¿Por qué no?
Recordemos que dije que deberíamos tomar a la
conciencia como un campo unificado consciente, siendo la
experiencia de la volición consciente un aspecto crucial
de ese campo consciente. La hipótesis que se propone
según lo visto hasta ahora es que hemos de pensar en la
actuación racional como un rasgo del campo consciente
global. Hemos visto que, en el nivel psicológico, la
actuación racional puede ofrecer explicaciones causales
de fenómenos que no son deterministas en su forma. Si la
actuación racional se produce en estructuras
neurobiológicas que tienen también estas propiedades,
que son ellas mismas la estructura subyacente de dicha
actuación racional, entonces los procesos neurobiológicos
carecerían de condiciones causalmente suficientes, pero
no por ello llegarían a ser aleatorios. Estarían dirigidos
por la misma actuación racional que opera como un rasgo
del sistema.
Así que la hipótesis de la brecha como hipótesis
neurobiológica se reduce a esto: el campo unificado de
conciencia es un fenómeno biológico como cualquier otro.
Se explica por completo según procesos neurobiológicos.
Entre esos procesos, están aquellos que causan y producen
conciencia volitiva, la conciencia del deliberar, elegir,
decidir y actuar. Dados ciertos supuestos sobre la
naturaleza de tales procesos, su existencia requiere un yo.
El yo no es una entidad del campo, pero determina un
conjunto de constricciones formales en el funcionamiento
de dicho campo (como vimos en el capítulo 3). Si
acudimos a nuestro ejemplo, el fenómeno neurobiológico
de la libertad de la voluntad presenta tres principios:
1. En cualquier punto temporal t , la totalidad del
1

estado consciente del cerebro, incluyendo la conciencia


volitiva, está completamente determinada por el
comportamiento de los microelementos pertinentes.
2. El estado del cerebro en t no es causalmente
1

suficiente para determinar el estado del cerebro en t y en


2

t.
3

3. El tránsito del estado en t al estado que se da en t


1 2

y en t puede ser explicado sólo mediante rasgos del


3

sistema en su conjunto, concretamente por la actividad del


yo consciente.
Una forma de comprender la diferencia entre estas
dos hipótesis es aplicarlas a la fantasía de ciencia ficción
de nuestro robot imaginario “La Bestia”, que construimos
en el capítulo 5. En ese capítulo imaginamos que
construíamos un robot consciente, susceptible de
experimentar la brecha, tal como hacemos nosotros. Pero
ahora nos preguntamos de qué forma nos ocuparíamos de
la libre voluntad como problema de ingeniería, como
problema de diseño en el que se correlacionan conciencia
y tecnología. Si construimos el robot de acuerdo con la
hipótesis 1, construiríamos una máquina totalmente
determinista; de hecho, podríamos construirlo conforme a
los habituales modelos de sistemas computacionales en
ciencia cognitiva, ya sean sistemas tradicionales o
conexionistas. La máquina se diseñaría para admitir datos
de entrada en forma de estímulos sensoriales, que
procesaría según su programación y su base de datos,
generando salidas en forma de movimientos musculares.
En una máquina así, la conciencia podría existir, pero no
jugaría ningún papel causal o explicativo en el
comportamiento del sistema. Esto es, tras haber
construido un sistema completamente determinista,
podríamos disponerlo de tal forma que, por causación del
tipo “inferior-superior”, tuviera experiencias conscientes
que responderían a las fases de sus operaciones de bajo
nivel. Tal sistema podría sufrir ansiedad e indecisión en el
nivel superior, aunque todo ello sería epifenoménico. El
mecanismo del nivel inferior determinaría por completo el
posterior comportamiento del sistema. Es más, podríamos
incluso conocer todo ese mecanismo y que el sistema no
resultara predecible, puesto que podríamos incluir ciertos
elementos aleatorios en el hardware que harían a su
comportamiento impredecible, a pesar de que la
conciencia seguiría siendo epifenoménica. La conciencia
existiría, aunque simplemente de manera testimonial.
En la hipótesis 2 tenemos una clase de labor de
ingeniería radicalmente diferente. De acuerdo a la
hipótesis 2, la totalidad de la organización del campo
consciente unificado interviene de manera fundamental en
el funcionamiento del sistema. La estructura y
comportamiento de los microelementos en cualquier punto
temporal dado es suficiente para determinar el carácter de
la conciencia en ese momento, pero no es suficiente para
determinar el siguiente estado del sistema. El siguiente
estado del sistema viene determinado únicamente por la
toma consciente de decisiones, la cual es un rasgo del
sistema en su conjunto. Como problema de ingeniería, no
tengo ni idea sobre cómo podríamos arreglárnoslas para
construir algo así, y es que, en cualquier caso, actualmente
no tenemos ni idea de lo que hay que hacer para construir
un robot consciente.
Admitida la realidad psicológica del fenómeno de la
brecha, me parece que son dos las formas posibles de
explicación de la conducta humana que resultan más
probables. En primer lugar, el indeterminismo psicológico
coexiste con el determinismo neurobiológico. Si esta tesis
es verdadera, la vida racional libre es por completo una
ilusión. La otra posibilidad es que el indeterminismo
psicológico se halle en armonía con el indeterminismo
neurobiológico. He intentado mostrar que ésta es al menos
una posibilidad empírica. Si alguna de estas dos
posibilidades resultase ser verdadera, no tengo ni idea de
cuál podría ser. Quizá una tercera posibilidad que ni
siquiera podemos imaginar resulte ser la verdadera. Estas
dos hipótesis son las que yo puedo proponer si sigo
tajantemente las líneas de investigación sugeridas por lo
que sabemos a partir de nuestra propia experiencia y por
lo que sabemos sobre el cerebro.
Sinceramente, no encuentro intelectualmente
interesante ninguna de las dos hipótesis. La hipótesis 1
resulta reconfortante en cuanto a que nos permite tratar el
cerebro como tratamos cualquier otro órgano. Tomamos al
cerebro como un sistema completamente determinista,
como el hígado o el corazón. No obstante, la hipótesis 1
no se acomoda fácilmente a lo que sabemos sobre
evolución. Según esta hipótesis, hay un sumamente
elaborado y costoso sistema consciente, el sistema de la
toma racional de decisiones, que no juega ningún papel
causal en el comportamiento del organismo, puesto que el
comportamiento se halla del todo fijado en el nivel
inferior. De acuerdo a este planteamiento, no supone
ventaja evolutiva alguna disponer de un sistema
consciente y racional de toma de decisiones, fruto de un
largo período de evolución, extremadamente costoso
biológicamente hablando, y que ocupa la mayor parte de
nuestras experiencias conscientes. Además, la ilusión de
la toma racional de decisiones, según esta hipótesis, no
sería como otras ilusiones que sí poseen realmente alguna
ventaja evolutiva. Por ejemplo, suponiendo que el color
sea una ilusión del sistema, el hecho de disponer, no
obstante, de la capacidad de distinguir objetos en base a
su color constituye una gran ventaja evolutiva para un
organismo. Sin embargo, en la hipótesis 1 la toma racional
y consciente de decisiones no aporta ventaja evolutiva de
ningún tipo.
Por su parte, la hipótesis 2 tampoco se acomoda
fácilmente al modo en que concebimos la biología. El
problema no es que la hipótesis 2 nos haga pensar que la
conciencia juega un papel causal del tipo “arriba-abajo”
en el comportamiento de los microelementos, ya que,
como rasgo del sistema, la conciencia se comporta como
cualquier otro rasgo del sistema. Al fin y al cabo, cuando
decimos que la conciencia influye en otros elementos,
realmente sólo nos referimos a cómo los elementos se
influyen unos a otros, ya que la conciencia es por
completo una función del comportamiento de los
elementos. Del mismo modo, cuando decimos que el
comportamiento de la rueda influye en sus moléculas, sólo
nos estamos refiriendo a cómo las moléculas se influyen
unas a otras. Así que el problema en la hipótesis 2 no es
que conlleve una conciencia de causación del tipo
“arriba-abajo”. Ése es un problema de fácil solución. El
problema es averiguar cómo la conciencia del sistema
podría proporcionar a dicho sistema una eficacia causal
que no sea determinista. Y no basta decir que podríamos
aceptar la aleatoriedad de las explicaciones de la
mecánica cuántica que no sean deterministas. Se supone
que la racionalidad consciente no hereda la aleatoriedad
de la mecánica cuántica. Más bien, se supone que la
racionalidad consciente es un mecanismo causal que se
desarrolla causalmente, aunque no sobre la base de
condiciones previas causalmente suficientes.
Efectivamente, según algunas explicaciones, una de las
funciones de la célula es superar la inestabilidad de la
indeterminación cuántica en los niveles subcelulares.
No he intentado resolver el problema del libre
albedrío, sino tan sólo enunciar en qué consiste
exactamente, así como las vías más probables para su
posible solución.
[1]
Searle, John R., “Consciousness”, en Annual Review of
Neuroscience, 2000, vol. 23, págs. 557-578.
[2] Searle, John R., Intentionality: An Essay in the Philosophy of
Mind, Cambridge University Press, Cambridge, 1983, pág. 270. [Edición en
castellano: Intencionalidad. Un ensayo de filosofía de la mente, Tecnos,
Madrid, 1992].
[3] Dije que esto es una forma de compatibilismo, aunque difiere del
compatibilismo tradicional en que la versión tradicional postula determinismo en
cada nivel. Esta versión postula el indeterminismo psicológico en sintonía con el
determinismo neurobiológico.
[4] Deecke, L., Scheid, P., Kornhuber, H. H., “Distribution of readiness
potential, pre-motion positivity and motor potential of the human cerebral
cortex preceding voluntary finger movements”, en Experimental Brain
Research, vol. 7, 1969, págs. 158-168. Libet, B., “Do We Have Free Will?”, en
Journal of Consciousness Studies, 6, nº 8-9, 1999, págs. 47-57.
[5] No soy amigo del concepto de superveniencia. Su uso indiscriminado

es un indicio de confusión filosófica, puesto que ese concepto oscila entre la


superveniencia causal y la superveniencia constitutiva. Pero queremos
preservar la sencilla idea subyacente de que cualquier cambio en la conciencia
ha de ser advertido mediante un cambio neurobiológico. Para profundizar en
esto, véase mi Rediscovery of the Mind, MIT Press, Cambridge, MA, 1992,
págs. 124-126. [Edición en castellano: El redescubrimiento de la mente,
Crítica, Barcelona, 1996].
Glosario
Por Luis M. Valdés Villanueva

Actitudes proposicionales. Son ejemplos de actitudes


proposicionales la creencia de que la hierba es verde,
el deseo de que mañana sea fiesta, el temor de que
mañana tenga que ir a trabajar o la intención de pasar
el próximo fin de semana esquiando. En los ejemplos
anteriores podemos distinguir entre el tipo de actitud
—creencia, deseo, temor o intención— y el contenido
—que la hierba es verde, que mañana es fiesta, que
mañana tenga que ir a trabajar o que pase el próximo
fin de semana esquiando—. La expresión “actitud
proposicional” fue acuñada por Bertrand Russell y
estaba diseñada para dar cuenta de que en tales casos
teníamos una actitud hacia un contenido o proposición.
La terminología ha sobrevivido aunque, en la mayoría
de los casos, ya no está conectada con la explicación
de Russell.
Acto de habla. En una situación de comunicación
lingüística normal, en la que un hablante profiere una
serie de sonidos (o signos escritos) ante un oyente, se
realizan muchos tipos de actos que van desde mover
los músculos, las mandíbulas y la lengua hasta,
pongamos por caso, aburrir o dar una alegría a un
interlocutor. Típicamente, el hablante se habrá referido
a alguien o algo y, necesariamente, también habrá
intentado enunciar algo, habrá hecho una pregunta, una
promesa, habrá dado el pésame o saludado a la
persona que lo escucha, etc., etc. John Austin (1911-
1960) denominó a este último tipo de actos “actos
ilocucionarios”, que son aquellos en los que se hace
algo más que meramente decir algo: al proferir una
expresión lingüística, además de decir algo, siempre
se hacen otras cosas como enunciar, preguntar,
prometer, dar el pésame, saludar, etc., etc. John Searle
ha desarrollado esta concepción (véase Actos de
habla, Cátedra, Madrid, 1979) bajo el prisma de que
la unidad mínima de la comunicación lingüística —el
asiento del significado— no es la palabra, ni siquiera
la oración, sino el acto ilocucionario que se realiza al
emitir una expresión lingüística. La teoría de los actos
de habla, uno de los núcleos desde el que se ha
desarrollado la pragmática lingüística, tiene hoy en día
capital importancia en infinidad de campos del saber
que incluyen, por citar sólo unos pocos, la lingüística,
la ética, la teoría de la acción, la filosofía del lenguaje
y de la mente, el derecho, la psicología o la
sociología.
Acto de habla indirecto. Normalmente cuando
proferimos una oración declarativa, por ejemplo “La
nieve es blanca”, realizamos mediante ella un
enunciado. El modo verbal indica convencionalmente
que la fuerza con la que proferimos esa oración es la
de una aserción. Pero muchas veces el asunto no es tan
sencillo. Si, en una cena, digo a la persona que está a
mi lado “¿Puedes pasarme la sal?” aunque,
literalmente hablando, se trate de una pregunta sobre
sus capacidades para mover saleros, lo más normal
(exceptuando casos como, por ejemplo, que tenga su
brazo escayolado) es que se trate de una petición de
que me pase la sal. En estos casos tenemos una oración
con determinada fuerza literal (la de una pregunta) y
determinada fuerza indirecta (la de una petición). Pues
bien, si de hecho hacemos una petición al hacer una
pregunta estamos ante un acto de habla indirecto.
Akrasia. El término griego akrasia, que suele traducirse
por “ausencia de autocontrol”, se utiliza también para
designar el fenómeno conocido como debilidad de la
voluntad. Este concepto tiene interés en el campo de la
ética —una forma de akrasia tiene que ver con la
aparente imposibilidad que tienen algunas personas
para obrar de acuerdo con lo que creen que es lo
correcto— pero también en el campo de la filosofía de
la acción. A este respecto, existe una serie de
concepciones de la acción intencional —que se
remontan, al menos, hasta el Protágoras de Platón—
que defienden que la akrasia simplemente no es
posible. Entiéndase bien, no es que nieguen que, de
hecho, mucha gente obre en contra de sus propios
principios morales o en contra de sus intereses a corto
o largo plazo. Lo que afirman es que cuando alguien
actúa aparentemente en contra de ellos, y sabe que hay
alternativas que podría haber ejecutado, tiene que
existir algún tipo de deficiencia en el juicio que tal
persona hace de la valoración relativa de sus acciones.
“Nemo sponte sua pecat” (“Nadie peca
voluntariamente”) es la divisa clásica de esta
concepción.
Asertivos. Dentro de la taxonomía de los actos de habla
propuesta por Searle, la clase de los asertivos es
aquella que intenta representar cómo es el mundo y
tiene dirección de ajuste palabras-a-mundo. Incluye
típicamente los enunciados, pero también las
conjeturas, predicciones, informes, recordatorios, etc.
Asno de Buridán. Jean Buridán (c. 1295-1356) defendió
—dentro de su teoría acerca de la relación entre la
voluntad y la razón— cierto determinismo moral de
acuerdo con el cual es necesario que cualquier hombre
elija aquello que se presenta ante su razón como el
bien mayor. Sin embargo, la voluntad puede siempre
demorar la elección hasta que la razón haya hecho el
examen, todo lo riguroso que ella decida, de las
implicaciones de tal elección. Esto llevó al
planteamiento del célebre problema del “asno de
Buridán” que muere de inanición ante dos fardos de
paja de idénticas dimensiones. Tal ejemplo no
aparece, dicho sea de paso, en los escritos que nos han
llegado de Buridán y es bastante probable que se trate
de una refutación de su teoría de la voluntad.
Autorreferencialidad causal. Imaginemos el caso
siguiente: estoy viendo un manzano delante de mí,
estoy teniendo una experiencia visual. Ahora bien, el
contenido intencional de esta experiencia visual que,
para ser satisfecho, exige que haya ante mí un
manzano, exige también que el hecho de que haya un
manzano frente a mí sea precisamente la causa de esa
experiencia visual. Así, el contenido intencional de
esta experiencia visual exige, como parte de sus
condiciones de satisfacción, que la experiencia visual
esté causada por el estado de cosas percibido. De este
modo, el contenido de la experiencia visual es
autorreferencial. ¿En qué sentido? El contenido
intencional de la experiencia visual se especifica
completamente dando las condiciones de satisfacción
de la experiencia visual —que hay un manzano frente a
mí—, pero no cualquier manzano, sino precisamente el
mismo que causa la experiencia visual. Así pues, el
enunciado de las condiciones de satisfacción hace
referencia a la propia experiencia visual.
Brecha. En la explicación que Searle da de la
racionalidad el fenómeno de la brecha (gap) hace
referencia a la presuposición de que el conjunto de
creencias y deseos que un agente pueda tener
previamente a la realización de la acción, no es
causalmente suficiente para determinar la acción. Esta
presuposición es el si ne qua non para poder hablar de
toma racional de decisiones.
Causa. Tradicionalmente se entiende por “causa” aquello
que produce otra cosa distinta, el efecto, y que resulta
explicado por ella. El efecto puede ser un cambio en
algo que ya existe, por ejemplo: una estatua es el
resultado de los cambios que sufre un bloque de
mármol. Pero dentro de la teología cristiana el efecto
puede ser también un objeto completamente nuevo. En
el caso de Aristóteles, por ejemplo, cuando el cambio
es demasiado radical —por ejemplo, el paso de una
larva a una mariposa— y estamos autorizados a darle
un nombre nuevo, hablamos de “generación”. La
filosofía y la ciencia modernas, sin embargo, han
considerado esta concepción tradicional como
demasiado antropomórfica y han tendido a
reemplazarla por conceptos como el de variación
concomitante o secuencia invariable. Hume es célebre
en este sentido por haber defendido en su Enquiry que
causas y efectos son simplemente meros cambios que
observamos en conjunción constante, y por haber
considerado como mera superstición la creencia en los
poderes causales.
Causa eficiente. En la doctrina aristotélica, la causa
eficiente (causa quod) es “el principio del cambio”,
aquello en virtud de lo cual éste se produce.
Causa final. Por causa final (causa ut) se entiende el
propósito o finalidad del cambio.
Causa formal. La causa formal es aquello en lo que
resulta el cambio producido. Así, un bloque de mármol
que se convierte en una estatua adquiere la forma o las
propiedades distintivas de la estatua.
Causa material. La causa material es aquello en lo que
se impone el cambio. De esta manera, una estatua se
produce imponiendo cambios sobre un trozo de
mármol.
Causación intencional. La causación intencional tiene
lugar cuando la relación causal ocurre como parte del
contenido intencional.
Cerebros en cubetas. Famosa parábola filosófica
debida a Hilary Putnam (véase Putnam, H., Razón,
verdad e historia, Tecnos, Madrid, 1988). Dice así:
uno de nosotros —¿por qué no usted mismo que está
leyendo esto ahora?— ha sufrido una operación a
manos de un científico salido de una novela gótica. A
resultas de ella, su cerebro está ahora en una cubeta
llena de sustancias que lo alimentan y mantienen vivo.
Esa porción de su cuerpo está conectada a un potente
ordenador que le envía impulsos eléctricos que
producen en su cerebro la ilusión de que todo es
perfectamente normal. Hasta es posible que a usted se
le haga creer que está leyendo ahora esta increíble
historia sobre cerebros en cubetas, ¡a usted, que no es
más que un cerebro en una cubeta! Además ¿por qué
todos los seres humanos no podrían ser cerebros en
cubetas controlados por una computadora gigante que,
a su vez, controla nuestro científico? Las ilusiones que
todo este dispositivo genera podrían muy bien estar
coordinadas de modo que surgiese la ilusión de que
existe un “mundo exterior”, que tenemos relaciones
con otras “personas”, “objetos”... etc. No existe en
verdad el mundo exterior, pero todo sucede como si
existiera. Putnam utiliza esta parábola para poner de
manifiesto las diferencias entre dos grandes
concepciones filosóficas: el realismo interno y el
realismo metafísico, y concluye utilizando su teoría de
la referencia, según la cual es imposible que podamos
tener pensamientos cuyo contenido sea “somos
cerebros en una cubeta”.
Como qué. “Como qué” traduce la expresión inglesa
“what it is like”, que Thomas Nagel puso en
circulación en un famoso artículo de 1974 titulado
“What Is It Like to Be a Bat?” (“¿Como qué es ser un
murciélago”?). En este artículo, Nagel defiende que
ningún análisis reduccionista puede dar cuenta del
fenómeno de la conciencia puesto que para los
organismos que tienen conciencia hay algo que es
irreductiblemente subjetivo, el como qué es ser ese
organismo. En apoyo de su tesis, Nagel indaga si
podemos imaginar como qué es ser un murciélago que
se desplaza por ecolocalización. Concluye que ninguna
cantidad de información física nos lo permitiría.
Ciertamente puedo imaginarme lo que sería que yo me
comportase como un murciélago, pero no puedo
imaginarme lo que es para un murciélago experimentar
lo que es ser un murciélago (el como qué es ser un
murciélago).
Compromisorios. En la taxonomía de los actos de habla
propuesta por Searle, los compromisorios son la clase
de actos de habla en la que el hablante se compromete
a actuar sobre el mundo de determinada manera. La
dirección de ajuste es mundo-a-palabras e incluyen
típicamente las promesas, pero también los votos, las
amenazas, las garantías, etc.
Condiciones de satisfacción. La noción de condiciones
de satisfacción se aplica, de acuerdo con Searle, tanto
a los actos de habla como a los estados intencionales.
En el caso de los actos de habla decimos que logran o
no encajar con la realidad según una dirección de
ajuste particular. Así, un enunciado se satisface si y
sólo si es verdadero, una orden se satisface si y sólo si
se la obedece, una promesa se satisface si y sólo si se
cumple, etc. Pero esta noción de satisfacción se aplica
también a los estados intencionales. Así, mi creencia
es satisfecha si y sólo si las cosas son tal como las
creo; mi deseo se satisface si y sólo si las cosas llegan
a ser como deseo que sean, o mis intenciones se
satisfacen si y sólo si se llevan a cabo.
Contenido intencional. “Contenido intencional” es la
expresión que usa Searle para referirse a los
contenidos de los actos intencionales. Ha de
distinguirse, sin embargo, entre estados intencionales
como la creencia, cuyo contenido tiene que ser
expresable siempre por medio de una proposición
completa (Searle sugiere utilizar la expresión
“contenido proposicional” para este tipo de casos), y
aquellos que, como amor y odio, no necesitan ser
expresados de esa manera.
Contenido proposicional. Consideremos las oraciones
siguientes: (1) Juan bebe; (2) ¿Bebe Juan?; (3) ¡Juan,
bebe! Típicamente (1) está asociada con la realización
del acto de habla de aseverar que Juan bebe, (2) con
el acto de habla de preguntar si Juan bebe y (3) con el
acto de habla de ordenar a Juan que beba. De acuerdo
con Searle, en (1)-(3) podemos distinguir un marcador
de fuerza ilocucionaria —aquello que indica qué acto
se realiza en cada caso (aseverar, preguntar y ordenar
en nuestros ejemplos)— y un contenido proposicional
que es, en este caso, el contenido de la aserción, la
pregunta y la orden. En (1)-(3) hacemos cosas distintas
con el mismo contenido proposicional pues decimos
de lo mismo (del individuo Juan) la misma cosa
(beber).
Constituyentes. Searle denomina “constituyentes” a un
tipo de hechos no motivacionales que influyen sobre el
razonamiento práctico y que tienen que ver con aquello
en lo que consiste satisfacer un motivador. Pueden ser
internos o externos, y los constituyentes internos son
siempre, como los efectores, creencias.
Contrafáctico. “Si César no hubiera pasado el Rubicón,
no habría caído la República Romana” es un ejemplo
de condicional contrafáctico, un enunciado del tipo
“si... entonces” cuyos componentes son contrarios a
los hechos. La diferencia con otros condicionales se
percibe si comparamos nuestro ejemplo anterior con
uno de los llamados condicionales indicativos: “Si
César no pasó el Rubicón, entonces algún otro lo
hizo”. Los condicionales contrafácticos se usan
típicamente en la explicación de la acción (“No te lo
dije porque, si lo hubiera hecho, se habría enterado
todo el mundo”), en los análisis de las disposiciones y,
por ejemplo, las leyes científicas se suelen distinguir
de las generalizaciones accidentales porque sólo las
primeras soportan contrafácticos.
Debilidad de la voluntad. Véase Akrasia.
Dirección de ajuste. La mejor manera de ilustrar la
noción de “dirección de ajuste” es por medio de un
ejemplo utilizado por Elisabeth Anscombe en su libro
Intention [Blackwell, Oxford, 1957]. Imaginemos el
caso siguiente: un hombre va al supermercado con una
lista que le ha dado su mujer y que contiene las
palabras “aceite, azúcar, vino y patatas”. Se pasea por
las estanterías con un carrito, en el que va depositando
cada uno de los productos de la lista. Supongamos
también que un detective lo sigue y va anotando en su
libreta los nombres de los productos que nuestro
comprador selecciona. Al final, cuando ambos salen a
la calle llevarán dos listas idénticas. Ahora bien, sus
funciones son completamente distintas. En el caso de
nuestro hombre, el propósito de la lista es hacer que el
mundo se ajuste a lo que está escrito (dirección de
ajuste mundo-a-palabras), mientras que en el caso del
detective el propósito de su lista consiste en que sus
términos encajen con el mundo (dirección de ajuste
palabras-a-mundo). La diferencia puede verse
fácilmente si examinamos en qué consiste un error en
cada uno de los casos y cómo corregirlo. Si el
detective se da cuenta más tarde de que nuestro
comprador se ha llevado pasta en vez de azúcar,
pongamos por caso, sólo tiene que tachar de su lista
“azúcar” y sustituir este término por “pasta” para
lograr el ajuste. Pero si al llegar a casa nuestro hombre
descubre que ha comprado pasta en vez de azúcar no
puede corregir su error (lograr el ajuste) sustituyendo
en su lista “azúcar” por “pasta”.
Dirección de ajuste ascendente. Véase dirección de
ajuste mundo-a-mente.
Dirección de ajuste descendente. Véase dirección de
ajuste mente-a-mundo.
Dirección de ajuste mente-a-mundo. Las creencias
tienen típicamente la dirección de ajuste mente-a-
mundo, puesto que el objeto de la creencia tiene que
ver con que su contenido intencional se ajuste al
estado de cosas del mundo que tal contenido
representa.
Dirección de ajuste mundo-a-mente. Los deseos y las
intenciones tienen típicamente la dirección de ajuste
mundo-a-mente. Son intentos de que el mundo se ajuste
al estado de cosas representado por sus contenidos
intencionales.
Dirección de ajuste nula (o cero). Hay casos en los
que el objetivo de un estado intencional no es ni
representar el mundo tal como es ni como se quiere
que sea. De este modo, si estoy contento porque me ha
tocado la lotería, pongamos por caso, presupongo que
el contenido que representaría “Me ha tocado la
lotería” encaja ya con la realidad. Tales actos de habla
carecen de dirección de ajuste.
Dirección de causación. Paralelamente a la dirección
de ajuste, Searle introduce la noción de dirección de
causación para explicar cómo se relacionan la
intencionalidad y el mundo real. Así, si tengo hambre y
tomo un bocado para calmarla, mi hambre tendrá una
dirección de ajuste mundo-a-mente puesto que mi
deseo de comer se satisface por un cambio en el
mundo. Pero la relación causal entre mi deseo y el que
yo coma tiene la dirección de causación mente-a-
mundo. En el caso de, por ejemplo, la percepción
visual, tenemos una relación diferente. Si no estoy
sufriendo una alucinación, mi percepción visual tendrá
una dirección de ajuste mente-a-mundo. Ahora bien,
para que la percepción visual se satisfaga tiene que
suceder que el estado de cosas del mundo cause mi
experiencia visual de ese estado de cosas. Con ello, en
este caso, la dirección de causación es mundo-a-
mente.
Directivos. Dentro de la taxonomía de los actos de habla
de Searle, la clase de los directivos incluye los modos
de representar cómo se intenta que los oyentes actúen
sobre el mundo. Tienen dirección de ajuste mundo-a-
palabras e incluyen típicamente las órdenes, pero
también los ruegos, peticiones, sugerencias,
recomendaciones, etc.
Efectores. Searle denomina “efectores” a un tipo de
hechos no motivacionales que influyen sobre el
razonamiento práctico y que tienen que ver con cómo
se satisface un motivador. Pueden ser externos o
internos, pero los efectores internos son siempre
creencias. Todo efector externo, para ser efectivo en el
razonamiento, tiene que tener un efector interno
asociado.
Entrañamiento. Término usado especialmente por los
lógicos para señalar la relación que se da entre las
premisas y conclusión de un argumento. Cuando la
conclusión se sigue efectivamente de las premisas,
esto es, cuando no puede suceder que si las premisas
son verdaderas la conclusión sea falsa, se dice que las
premisas entrañan la conclusión. Correlativamente, si
la conclusión no se sigue de las premisas, se dice que
las premisas no entrañan la conclusión. No se debe
confundir esta noción con la de implicación “si...
entonces” interpretada veritativo-funcionalmente.
Escepticismo. Es difícil dar una definición simple de
“escepticismo” en filosofía. Aunque puede decirse, de
manera general, que el escepticismo defiende la
imposibilidad del conocimiento, sin embargo, es más
exacto afirmar que el término “escepticismo” cubre
una gran variedad de puntos de vista. Efectivamente,
hay escépticos universales que mantienen que ninguna
de nuestras creencia es cierta, pero también los hay
que defienden que ninguna de ellas está justificada o
que, por ejemplo, ninguna de ellas es más razonable
que su negación. Pero también hay escépticos por lo
que respecta al tipo de creencia que rechazan —hay
escépticos respecto de las creencias provenientes de
la memoria, o basadas en la inducción, por citar sólo
dos ejemplos— y los hay por lo que respecta al tema
de las creencias objeto de su ataque —hay escépticos
por lo que toca a las creencias sobre el mundo
exterior, sobre la existencia de otras mentes o sobre
los valores—.
Estado intencional. Muchos estados y acontecimientos
mentales, aunque no todos, se dice que son
intencionales. Así, las creencias, los deseos, los
temores, etc., son intencionales, mientras que el
nerviosismo o la ansiedad no lo son. La clave para
distinguir un estado intencional de otro estado mental
que no es intencional es la siguiente. Siempre que
tengo un estado mental intencional puedo decir sobre
qué versa ese estado: mi creencia es mi creencia de
que tal y tal, mi deseo es el deseo de que tal y tal... y
así sucesivamente, pero mi nerviosismo y mi ansiedad,
por poner sólo un par de casos, no tienen que versar
sobre nada, aunque vayan acompañados de creencias y
deseos. En general, los estados intencionales se
relacionan con los objetos y estados de cosas sobre
los que versan por medio de la representación, de
manera semejante a como los actos de habla
representan objetos y estados de cosas.
Expresiones indéxicas. Son expresiones indéxicas
aquellas palabras y expresiones cuya interpretación
depende del contexto en el que se usan. Así, por
ejemplo “yo” tiene como referencia la persona que
habla, “ahora” tiene como referencia el momento
temporal en que se emite, etc. Este tipo de expresiones
contrastan con aquellas como, por ejemplo, “la capital
de Asturias”, cuya referencia no varía con el contexto.
Las expresiones indéxicas incluyen, además de los
ejemplos citados, palabras como “aquí”, “hoy”,
“mañana”, pronombres demostrativos como “éste”,
posesivos, y expresiones como “este libro” o “mi
madre”.
Expresivos. Dentro de la taxonomía de actos de habla
propuesta por Searle, los expresivos son aquellos en
los que se expresa determinado aspecto psicológico
respecto de los hechos representados en el contenido
proposicional. Carecen de dirección de ajuste e
incluyen las felicitaciones, condolencias,
agradecimientos, condenas, etc.
Fallo de sustitutividad. Véase “Opacidad referencial”.
Genio maligno. Hipótesis famosa utilizada por
Descartes. En nuestra juventud, mantenía él, nos
formamos una gran cantidad de prejuicios que
dificultan un uso correcto de nuestra razón. Por eso, si
queremos usarla de forma recta, debemos de
desprendernos de todos ellos y empezar desde cero.
Las Meditaciones presentan una serie de argumentos
que ponen en entredicho todas las creencias que nos
habíamos formado hasta llegar a la hipótesis del genio
maligno que, caso de que su posibilidad se admitiese,
nos impediría incluso abjurar de nuestras creencias
anteriores.
Gestalt. Se trata de un movimiento teórico en psicología
que empezó con el siglo XX y cuyos fundadores fueron
los psicólogos alemanes Max Wertheimer, Wolfang
Köhler y Kurt Koffka. Por Gestalt entendían un todo
organizado cuyas partes encajan, como algo opuesto a
un conjunto de piezas distribuidas al azar. El principio
de Wertheimer “lo que sucede a una parte del todo está
determinado por las leyes intrínsecas del todo” lo
aplicaron particularmente, junto con la doctrina de que
nuestras experiencias tienen la misma estructura que
sus procesos cerebrales subyacentes, a la psicología
de la percepción.
Imperativo categórico. Kant dividió los imperativos
éticos (téngase en cuenta que imperativo equivale aquí
a algo parecido a “prescripción”, del tipo “no
robarás”) en hipotéticos o condicionales y categóricos
o absolutos. Un ejemplo de los primeros sería
“Considera siempre toda la evidencia disponible a fin
de evitar aserciones falsas”, que equivaldría a un
condicional del tipo “Si quieres evitar aserciones
falsas, considera siempre toda la evidencia
disponible”. Un imperativo categórico es del tipo “Sé
amable”, donde sólo se determina la voluntad sin
referencia a los efectos. Sin embargo, cuando se habla
del imperativo categórico se hace referencia
tradicionalmente al imperativo categórico de Kant
como fuente de los demás imperativos categóricos y
que, en una de sus versiones, dice así: “Obra sólo de
acuerdo con la máxima por la cual puedas al mismo
tiempo querer que se convierta en ley universal”.
Intencionalidad. La intencionalidad es la capacidad que
tienen los estados y los acontecimientos mentales de
versar sobre objetos o estados de cosas del mundo.
Las creencias, deseos, esperanzas, temores... etc., son
típicamente estados mentales que tienen esta
propiedad: cuando uno cree, desea, espera o teme, uno
tiene necesariamente que creer, desear, esperar o temer
algo. Ciertamente, cuando uno tiene una intención, tal
intención versa también sobre algo y, por lo tanto, las
intenciones son también estados intencionales. Pero las
intenciones sólo son uno entre muchos posibles
estados intencionales. Avicena pasa por ser el primer
filósofo que, en la Edad Media, llamó la atención
sobre este fenómeno. El filósofo austríaco Franz
Brentano fue quien en el siglo XIX, al caracterizar la
intencionalidad como el apuntar por parte de la mente
hacia un objeto (que no tiene por qué existir), dio
forma a los tratamientos contemporáneos de la
intencionalidad.
Intención-en-la-acción. Las intenciones en la acción
son, de acuerdo con la concepción de Searle, las que
se tienen mientras se realiza una acción de forma
efectiva. Pueden ir precedidas, aunque no
necesariamente, de intenciones previas.
Intención previa. Las intenciones previas son las que se
forman antes de la acción. Se trata de aquellos casos
en los que un agente sabe qué es lo que va a hacer
porque ya tenía de antemano la intención de hacerlo.
No todas las intenciones son intenciones previas.
Particularmente, no lo son las intenciones-en-la-
acción.
Intensional-con-una-s. “Intensional” e
“intensionalidad” han de distinguirse claramente de los
términos, que suenan de modo parecido, “intencional”
e “intencionalidad”. Si tengo la oración compuesta (1)
“La nieve es blanca y la hierba es verde”, que es
verdadera (puesto que los dos miembros de la
conjunción lo son), puedo sustituir el primer miembro
por otra verdad, por ejemplo por la oración, también
verdadera, (2) “El azufre es amarillo”, y obtener una
nueva oración verdadera (3) “El azufre es amarillo y
la hierba es verde”. Tenemos aquí un contexto
extensional en el que vale la ley de Leibniz: “Son
idénticos los que pueden sustituirse entre sí salva
veritate”. Ahora bien, una oración se dice que es
intensional-con-una-s cuando para ella no vale tal ley.
Así, (4) “Jorge IV quiso saber si Walter Scott era el
autor de Waverley” es intensional dado que, puesto
que es verdad que (5) “Walter Scott es el autor de
Waverley”, si sustituimos idénticos por idénticos en
(4) obtendríamos la falsedad (6) “Jorge IV quiso saber
si Walter Scott era Walter Scott”. Y, ciertamente, Jorge
IV quería saber si Sir Walter Scott era el autor de la
serie Waverley, pero no tenía interés alguno por el
principio de identidad.
Ley de Leibniz. Véase “Intensional-con-una-s”.
Libre albedrío/Libre voluntad. Bajo el rótulo “libre
albedrio” se discuten tradicionalmente dos grandes
cuestiones. ¿En qué consiste actuar libremente? y ¿en
qué consiste ser moralmente responsable de las
propias acciones? Estas dos preguntas, a las que se
han dado respuestas absolutamente dispares a lo largo
de la historia de la filosofía, están obviamente
relacionadas. En efecto, a pesar de que la libertad para
actuar no sea condición suficiente para ser moralmente
responsable, sí es una condición necesaria.
Modelo. En lógica contemporánea se denomina
“modelo” a una interpretación dada de un conjunto de
fórmulas bien formadas del lenguaje objeto para la que
todos los miembros del conjunto son verdaderos.
Modo psicológico. Del mismo modo que en la teoría de
los actos de habla se distingue entre el contenido
proposicional y la fuerza ilocucionaria (por ejemplo:
“Juan fuma”, “¡Juan, fuma!” y “¿Fuma Juan?” tienen
todas ellas el mismo contenido pero diferentes fuerzas
ilocucionarias —aserción, orden y pregunta
respectivamente—), en los estados intencionales
Searle distingue entre el contenido y el modo
psicológico con que éste se presenta. Así puedo creer
que Juan fuma, desear que Juan fume u odiar que Juan
fume. En todos esos casos tengo un mismo contenido
representativo con tres modos psicológicos diferentes:
creencia, deseo y odio, respectivamente.
Módulo. Hasta hace relativamente poco tiempo se
aceptaba casi sin discusión que no era posible
establecer distinciones claras entre teoría y
observación, dado que nuestras percepciones estaban
“contaminadas” por nuestras creencias y expectativas.
Sin embargo, recientes investigaciones de psicólogos y
neurólogos parecen indicar que el procesamiento de la
información perceptiva tiene lugar en módulos
“informacionalmente cerrados” sin ninguna o muy poca
influencia por parte de nuestros estados cognitivos.
Jerry Fodor ha defendido esta posición [The
Modularity of Mind, The MIT Press, 1983] para la
percepción y el lenguaje.
Modus Ponens. Se trata de un argumento de la forma “Si p
entonces q; p; por consiguiente q”. También se utiliza
como nombre de la regla de inferencia de la que son
ejemplos argumentos como el anterior.
Motivadores. Para que un agente pueda ser motivado
racionalmente su razón total para realizar una acción
tiene que contener al menos un elemento con dirección
de ajuste mundo-a-mente. Tal elemento es denominado
por Searle “motivador”. Los motivadores pueden ser
internos (como, por ejemplo, los deseos) o externos
(como, por ejemplo, las obligaciones).
Neurotransmisores. Grupo de sustancias químicas que
participan en la sinapsis estimulando a las neuronas
vecinas de modo que faciliten la circulación de los
impulsos nerviosos.
Noúmeno. En la filosofía de Kant “noúmeno” es un
término técnico para designar lo que queda más allá de
la experiencia posible de acuerdo con la estética y
analítica trascendentales.
Obligación prima facie. W. D. Ross distinguió en 1930
[Ross, W. D., The Right and the Good, Oxford
University Press, Oxford, 1930] entre obligaciones
prima facie (u obligaciones pro tanto) y obligaciones
absolutas (all-in duties). De acuerdo con la distinción
de Ross, una obligación prima facie es aquella que
involucra alguna consideración moral importante y
que, por consiguiente, puede ser vencida por
obligaciones morales de mayor peso. Así, por
ejemplo, teniendo en cuenta que se debe decir la
verdad, a veces podría ser aceptable mentir (por
ejemplo en el caso de un médico respecto de un
enfermo) si la mentira causase un bien mayor que decir
la verdad. Una obligación absoluta es una obligación
una vez considerados todos los aspectos del caso,
particularmente todas las obligaciones prima facie.
Esta distinción permite explicar (su éxito es otro
asunto) los conflictos entre obligaciones. Las
obligaciones absolutas pueden satisfacerse siempre, de
acuerdo con esta concepción. Los conflictos entre
obligaciones son siempre conflictos aparentes entre
obligaciones prima facie. Decir la verdad es una
obligación prima facie, así como causar el mayor bien
posible al enfermo, y ambas parecen estar en conflicto.
Pero el conflicto entre ellas sólo es aparente. Una vez
considerados todos los aspectos no hay conflicto: sólo
la obligación absoluta de hacer algo. Y en este caso
puede no ser decir la verdad.
Opacidad referencial. Se denominan contextos opacos,
o se dice que hay opacidad referencial, o fallo de
sustitutividad, en aquellas expresiones en las que no
vale la ley de Leibniz. Véase “Intensional-con-una-s”.
Paradoja de Lewis Carroll. La historieta de Lewis
Carroll, “Lo que la tortuga le dijo a Aquiles”, intenta
clarificar la distinción entre reglas de inferencia y
premisas. Cuando presentamos un cálculo lógico
tenemos que asumir que estamos realizando una
actividad de segundo orden (metalingüística) que exige
signos que no son parte del cálculo. Aquiles va
demasiado deprisa y no distingue entre el lenguaje del
cálculo (el lenguaje objeto) y el metalenguaje o
lenguaje en el que el cálculo se presenta. Por eso la
sagaz tortuga puede seguir insistiendo una y otra vez en
sus preguntas.
Primera persona. Searle utiliza la expresión “primera
persona” tanto ontológicamente —como calificativo de
entidades— como epistemológicamente —esto es, al
hablar del conocimiento de entidades—. Así, los
dolores o las alegrías, pero también algunas razones
para actuar, tienen ontología de primera persona. No
obstante, y éste es un punto importante en toda la
argumentación de Searle, la ontología de primera
persona no implica que sólo puedan ser conocidas por
el agente, esto es, no implica que tengan también
epistemología de primera persona.
Razón práctica. Se entiende usualmente por “razón
práctica” el razonamiento usado para guiar la acción.
Se contrapone a la razón teórica, que es el
razonamiento que se usa como guía del pensamiento.
Reglas constitutivas. Establezcamos la distinción
siguiente: las reglas regulativas son aquellas que
regulan formas de conducta que existen de manera
antecedente e independiente de las propias reglas. Son
ejemplos de reglas regulativas las reglas de etiqueta o
de “buena educación”. Pero las reglas constitutivas no
regulan meramente la conducta para las que son reglas;
son las que crean o definen nuevas formas de conducta.
Así, las reglas del ajedrez o del fútbol crean la
posibilidad de dar un jaque mate o de marcar un gol.
Son, en este sentido, constitutivas de tales actividades.
Del mismo modo, los actos de habla sólo son posibles
dentro del marco que proporcionan sus reglas
constitutivas.
Silogismo práctico. Se entiende comúnmente por
“silogismo práctico” el razonamiento que lleva a
conclusiones del tipo “Debes hacer tal y tal” (a
diferencia del teórico: “Todos/algunos son tal y tal”).
Así: “Todos los que tienen dinero deben dar limosna al
mendigo que se la pida”, “Este hombre que me pide
limosna es un mendigo”, “Tengo dinero”, por
consiguiente “Debo dar limosna a este hombre”.
Sinapsis. Se denomina sinapsis a una unión neuronal, el
lugar de transmisión de los impulsos nerviosos
eléctricos entre dos neuronas. Hay dos tipos de
sinapsis, la eléctrica y la química.
Teorema de Gödel. Por “Teorema de Gödel” se suele
entender un resultado publicado por Kurt Gödel
(1906-1978) en 1931 bajo el título “Über formal
unentscheidbare Sätze der Principia Mathematica und
verwandter Systeme I” [“Sobre proposiciones
formalmente indecidibles de los Principia
Mathematica y sistemas afines, I”, Valencia,
cuadernos Teorema, 1981]. Dice así: en cualquier
sistema formal que sea adecuado para teoría de
números existe una fórmula (verdadera, se añade
algunas veces) tal que no es demostrable ni ella ni su
negación. Es, como se dice técnicamente, indecidible.
A este resultado se lo denomina también algunas veces
“Primer Teorema de Gödel”. Un corolario de lo
anterior —al que se suele denominar simplemente
“Teorema de Gödel” o “segundo Teorema de
Gödel”— es que la consistencia de tal sistema formal
no puede demostrarse dentro del sistema.
Teoría de la demostración. La teoría de la
demostración es la parte de la teoría de los sistemas
formales —esto es, los lenguajes formales con un
sistema deductivo— que procede con el sólo aparato
deductivo, sin necesidad de asignar interpretaciones al
lenguaje en cuestión —esto es, sin asignar a los
elementos del lenguaje propiedad semántica alguna—.
Tercera persona. Searle utiliza la expresión “tercera
persona” tanto ontológicamente —como calificativo de
entidades— como epistemológicamente —esto es, al
hablar del conocimiento de entidades—. Así, por
ejemplo, los objetos materiales o la conducta de las
personas tienen ontología de tercera persona. Estos
ejemplos contrastan con los dolores o las alegrías,
pero también con algunas razones para actuar, que sólo
tienen ontología de primera persona. No obstante, y
éste es un punto importante en toda la argumentación
de Searle, los objetos que tienen ontología de primera
persona pueden tener epistemología de tercera
persona, esto es, la subjetividad ontológica de algunos
objetos no impide su conocimiento público.
Tractatus. El Tractatus Logico-Philosophicus de
Wittgenstein fue publicado por vez primera en
Alemania en 1921 [traducción castellana en Madrid,
Alianza Editorial, 1987 (con varias ediciones)] y es
una obra con una estructura un tanto extraña (a tal
estructura es a la que hace referencia Searle). Consta
de siete proposiciones principales numeradas
correlativamente y después de cada una de ellas
aparecen un conjunto de proposiciones cada una de las
cuales es, a su vez, un comentario de la que la precede.
Trasfondo. En la filosofía de la mente de Searle el
término “Trasfondo” se refiere a un conjunto de
prácticas y suposiciones preintencionales que, ni son
estados intencionales, ni son parte de las condiciones
de satisfacción de los estados intencionales. Los
estados intencionales sólo determinan sus condiciones
de satisfacción respecto de tal Trasfondo. La idea que
está detrás del concepto de Trasfondo consiste en que
no es cierto que las configuraciones neurológicas
determinen ellas solas los estados mentales con sus
contenidos, sino que sólo pueden hacerlo respecto de
un Trasfondo de capacidades mentales no
representacionales. Aunque yo y un hombre de las
cavernas pudiésemos tener la misma configuración
neurológica, la que corresponde a mi deseo de ir al
cine, el hombre de las cavernas no podría querer ir al
cine. Su deseo no puede determinar las mismas
condiciones de satisfacción que el mío porque,
simplemente, no dispone del Trasfondo del que yo sí
dispongo.
Índice onomástico y temático

A
Acción
autorreferencialidad causal en la, 48
causas de la, 87-94
estructura de la, 48-57
razones para la (véase Razones, para la acción)
voluntaria, 73-76
y conciencia (véase Conciencia, y acción)
y la relación “en-tanto-que”, 55-57
y la relación “por-medio-de”, 55-57
Acción voluntaria. Véase Conciencia, y acción
Actitudes proposicionales, 40
Actos de habla, 24, 61, 159, 186, 188, 194, 197, 199, 227
Actuación. Véase Yo
Akrasia. Véase Debilidad de la voluntad
Altruismo, 161-178
altruismo fuerte y lenguaje, 169-178
Aristóteles, 7, 11, 45, 148, 257, 264, 266
Autoengaño. Véase Debilidad de la voluntad, y autoengaño
Autorreferencialidad. Véase Causación intencional
B
Brecha, 15-20, 23-26, 44, 67-102, 157, 169
argumentos a favor de la, 69-73
como libertad de la voluntad (véase Libre voluntad)
definición de la, 68
tres tipos de, 17, 54-55, 68-69, 294-296
y causación, 73-76
y conciencia (véase Conciencia, y la brecha)
y creación de compromisos, 203
y debilidad de la voluntad (véase Debilidad de la voluntad, y la brecha)
y el yo (véase Yo)
y percepción, 80-81
y razones, 153, 192
y volición, 77-79

C
Campo consciente unificado. Véase Conciencia, campo unificado de
Carroll, L., 20, 23
Causación, 44-45, 73-76, 153-154, 165-169
“arriba-abajo”, 308-318
formas de, 88
sistema de, 308-309
y debilidad de la voluntad, 247
Causación “arriba-abajo”. Véase Causación, “arriba-abajo”
Causación intencional, 44-50
Cognición
estructura intencional de la, 50-52
Compromiso, 181. Véase también Razones independientes-del-deseo
condiciones de satisfacción del, 186-188
estructura lógica del, 188-189
público, 197
y actos de habla, 159-160, 173-176, 189-200
Conciencia, 155-157, 291
campo unificado de, 83-84, 294, 296, 308, 314-316
como un rasgo del sistema, 307, 318
en el universo físico, 290
enfoque de los bloques de construcción, 292-293
y acción, 294-296
y cerebro, 292-318
y el yo, 99, 308
y la brecha, 289-290, 294-308, 312-316
y libre voluntad (véase Libre voluntad)
Condiciones de satisfacción, 40-57
sobre condiciones de satisfacción, 6, 57, 186-188, 193-195, 197
Constituyentes, 132, 141-143
Contenido de un estado intencional, 39-40
Creencia y deseo, 5, 10, 15-20, 28-32, 87, 117, 132, 156-157. Véase también
Deseo, en contraste con la creencia; Razones, creencias y

D
Davidson, D., 183-184, 237-238, 240-245
“Debe ser” derivado de “es”, 31-32, 159-160, 196-197. Véase también
Razones independientes-del-deseo
Debilidad de la voluntad, 11-12, 26-28, 235-236
argumentos contra la, 236-240
causas de la, 249-250
defensa de la, 240-248
y autoengaño, 250-252
y la brecha, 239-240, 245-246, 248-249, 252-253
Deecke, L., 310
Deliberación, 16, 53-54, 124-125, 134-135, 141-142, 152, 156-157, 249-250,
259-261, 274-275
Denegación, 125-126
Deseo, 7, 156-157, 184. Véase también Creencia y deseo
en contraste con la creencia, 267-274, 275-281, 285-286
en contraste con la intención, 281-282
estructura lógica del, 266-275
(in)consistencia del, 14, 268-270, 274, 277
motivado o secundario, 182, 190-191, 206, 270-271
no separabilidad del, 274, 277-278
razones como fundamento del, 203-204
Determinismo. Véase Libre voluntad
Dirección de ajuste
en las razones, 126-128, 148-149
en los actos de habla, 158
en los estados intencionales, 40-57
en los motivadores, 130, 196-204

E
Efectores, 132, 141-143
Egoísmo. Véase Altruismo
Elster, J., 14
Entidades factitivas, 111-136, 260
Epifenomenalismo, 305-306, 315
Estados intencionales, 24-25, 39-63, 106
Experiencia. Véase Yo, y experiencia
Explicación, 108-116
de los fenómenos intencionales, 116-121
frente a justificación (véase Justificación; Explicaciones justificativas)
y normatividad, 119-121
Explicaciones justificativas, 119

F
Fines. Véase Creencia y deseo; Razón práctica
Foot, P., 105
Frege, G., 258

H
Hare, R. M., 237-240
Hechos, 109-111. Véase también Entidades factitivas
Hechos institucionales. Véase Intencionalidad, colectiva; Razones
independientes-del-deseo, y hechos institucionales
Hume, D., 7-8, 13, 31-32, 81-86, 99, 101, 210

I
Imperativo categórico, 165, 170-172
Intención. Véase Deseo, en contraste con la intención
Intención-en-la-acción, 49-50, 71, 106, 147-148
Intencionalidad, 156. Véase también Estados intencionales
colectiva, 60-61
e intensionalidad-con-una-s (véase Intensionalidad-con-una-s)
observador (in)dependiente, 57-58
y el Trasfondo, 61-62
Intencionalidad colectiva. Véase Intencionalidad, colectiva
Intenciones previas, 48-50, 106, 147-148, 250
Intensionalidad-con-una-s, 62-63, 108, 114
Interés propio, 161-162

J
James, W., 51, 71
Juicio condicional frente a incondicional, 237-244
Justificación, 116-118. Véase también Razones

K
Kant, I., 7, 16, 83, 131, 165, 168, 170-171, 204-207, 282-285
Kenny, A., 261
Köhler, W., 3-5
Chimpancés de Köhler, 3-6, 34, 102, 151, 157, 159, 177, 220
Kornhuber, H. H., 310
Korsgaard, C., 93, 163-170

L
Lenguaje, 5, 24-26, 157-159
Libertad, 153-154. Véase también Razones independientes-del-deseo, y
libertad; Libre voluntad
Libet, B., 310-311
Libre voluntad, 16, 73-76, 296-318
como libertarismo, 297-298, 301-305
frente a determinismo, 160-161, 297-298, 301-306
y compatibilismo, 297-298, 304-305

M
Mecánica cuántica, 290, 308, 318
Memoria, 48, 156
Mill, J. S., 236
Modelo clásico de racionalidad, 7-34, 87-96, 133-135, 138-140, 150-152, 177-
178
problemas con el, 14-34
supuestos fundacionales del, 9-14
y compromiso, 181-182, 201
y debilidad de la voluntad, 239-240
y enunciados de verdad, 199
y prometer, 207-213
y razones independientes-del-deseo, 205
Modo psicológico, 39-40
Modus ponens. Véase Racionalidad, y lógica
Motivadores, 126-136, 137-138, 141-143, 150-151, 195, 202
Movimientos reflejos, 312
Muerte, 4

N
Nagel, T., 87, 91-92, 163-164, 170
Normatividad. Véase Explicación, y normatividad
Nowell-Smith, P., 151

O
Objetividad, 58-60, 128-129
Obligaciones, 33-34, 130-131, 152, 184, 200-204, 230-231. Véase también
Compromiso; Promesas

P
Paradoja de Lewis Carroll, 20-21, 23
Penfield, W., 70
Percepción, 47, 74-75, 80-81, 156-157
Potencial de disposición, 310-312
Pro-actitudes, 151, 183
Promesas, 207-214
Psicología filosófica, 258-259, 265-266
Punto de elección, 249
Punto de vista (de primera persona frente al de tercera persona), 192
y debilidad de la voluntad, 247-248
Punto de vista de la primera persona. Véase Punto de vista (de primera
persona frente al de tercera persona)
Punto de vista de la tercera persona. Véase Punto de vista (de primera
persona frente al de tercera persona)

R
Racionalidad
a lo largo del tiempo, 96-97
como facultad cognitiva, 11, 24-26
constricciones de la, 24-26
construir un animal racional, 155-161, 315-316
e irracionalidad, 25-26, 73, 125-126
el problema de la, 7-8
en la toma de decisiones, 130-136
en simios, 3-6
reconocedora, 125-128
y la explicación de los fenómenos intencionales, 116-121
y lenguaje, 5
y libertad (véase Brecha; Libre voluntad)
y lógica, 20-24
y razones, 153-154, 218
Racionalidad reconocedora. Véase Racionalidad, reconocedora
Rasgo del sistema. Véase Conciencia, como un rasgo del sistema
Razón práctica, 147-178. Véase también Razones; Deseo
como razonamiento de medios-fines, 260-266, 272-273
estructura lógica de la razón práctica en Kant, 282-285
lo implausible de una estructura lógica de la, 257, 259-266, 274-275, 280-281,
283-286
Razón teórica. Véase Razones, teóricas
Razonamiento de medios-fines. Véase Creencia y deseo; Razón práctica
Razones
como causas, 115
creencias y, 110-112
definición de, 111
e intensionalidad-con-una-s, 114
estructura proposicional de las (véase Entidades factitivas)
explicación y (véase Explicación)
externas (véase Razones internas frente a razones externas)
inconsistentes (véase Razones y deseos inconsistentes)
independientes-del-deseo (véase Razones independientes-del-deseo)
internas (véase Razones internas frente a razones externas)
motivadores en las (véase Motivadores)
para creer, 149-150
para la acción, 85-97, 105-143, 147-154
preferencias y, 33-34
razones totales (véase Razones totales)
teóricas, 128, 147-154, 257-258
y hechos, 109-111 (véase también Entidades factitivas)
y justificación (véase Justificación)
y racionalidad, 153-154
y tiempo, 150, 216-217, 218-220
Razones dependientes-del-deseo. Véase Deseo, motivado o secundario
Razones externas. Véase Razones internas frente a razones externas
Razones independientes-del-deseo, 170-176. Véase también Razones internas
frente a razones externas
condiciones de adecuación de una teoría de las, 184-185
creación de, 201-227
Kant y las, 204-207
niveles explicativos en las, 186
y el yo, o el punto de vista de la primera persona, 217, 223-224
y hechos institucionales, 220-223, 224-225, 226-227
y lenguaje, 217-218, 220
y libertad, 216, 223-224
y racionalidad, 218, 225
y temporalidad, 216-217, 218-220
Razones internas frente a razones externas, 28-32, 122-124, 228-232. Véase
también Razones independientes-del-deseo
argumentos sustantivos a favor del internalismo, 229-232
argumentos tautológicos a favor del internalismo, 228-229, 231-232
Razones totales, 123-128, 141-143
Razones y deseos inconsistentes, 32-34
Reglas, 10-11, 20-24
Responsabilidad, 95-96
Ross, D., 209
Russell, B., 14

S
Scheid, P., 310
Significado, 57
Silogismo práctico, 148
Simon, H., 13
Sistema de causación. Véase Causación, sistema de
Sperry, R., 308
Subjetividad, 58-60, 129, 153-154, 202

T
Temporalidad, 153-154, 216-217, 218-220
Teoría de la decisión, 134, 151
Teoría de la decisión matemática, 6-7
Tiempo. Véase Racionalidad, a lo largo del tiempo; Razones, y tiempo;
Temporalidad
Toma de decisiones, 130-136
Trasfondo, 27, 61-62, 90, 94, 156, 159

V
Verdad, 148-150, 159, 265
en los actos de habla, 198-200
Volición. Véase Acción; Brecha, y volición; Libre voluntad

W
Williams, B., 29, 32, 139-140, 151, 183-184, 228-230

Y
Yo, 5, 101-102, 157, 169. Véase también Interés propio
argumentos contra la teoría humeana del, 85-102, 308
la actuación y el, 89-90, 97-98
teoría humeana del, 81-85
y conciencia (véase Conciencia, y el yo)
y experiencia, 98-101
y razones independientes-del-deseo, 217-218
Índice

Agradecimientos IX

Introducción XIII

Capítulo I. El modelo clásico de la racionalidad y su debilidad 1


1.1. El problema de la racionalidad 3
1.2. El modelo clásico de la racionalidad 7
1.2.1. Seis supuestos detrás del modelo clásico 9
1.2.2. Algunas dudas sobre el modelo clásico 14

Capítulo II. La estructura básica de la intencionalidad: acción y


significado 35
2.1. Conclusión 63

Capítulo III. El fenómeno de la brecha: del tiempo y del yo 65


3.1. Ampliar la brecha 67
3.1.1. La definición de la brecha 68
3.1.2. La geografía de la brecha 68
3.2. Argumentos a favor de la existencia de la brecha 69
3.3. La causación y la brecha 73
3.4. La brecha experiencial, la brecha lógica y la brecha
inevitable 77
3.5. De la brecha al yo 79
3.6. La explicación escéptica del yo ofrecida por Hume 81
3.7. Un argumento a favor de la existencia de un yo irreductible,
no humeano 85
3.8. Resumen del argumento a favor de la existencia de un yo
irreductible, no humeano 97
3.9. La experiencia y el yo 98
3.10. Conclusión 101

Capítulo IV. La estructura lógica de las razones 103


4.1. ¿Qué es una razón? 108
4.2. Algunos rasgos especiales de las explicaciones de los
fenómenos intencionales 116
4.3. Razones para la acción y razones totales 121
4.4. Toma de decisiones en el mundo real 136
4.5. Construir una razón total: una prueba para el modelo
clásico 138
4.6. ¿Qué es una razón para una acción? 141

Capítulo V. Algunos rasgos especiales de la razón práctica: altruismo fuerte


como requisito lógico 145
5.1. Razones para las acciones 147
5.2. Construir un animal racional 155
5.3. Egoísmo y altruismo en La Bestia 161
5.4. La universalidad del lenguaje y el altruismo fuerte 169
5.5. Conclusión 177

Capítulo VI. ¿Cómo creamos razones para la acción independientes-


del-deseo? 179
6.1. La estructura básica del compromiso 181
6.2. Motivación y dirección de ajuste 196
6.3. La solución de Kant al problema de la motivación 204
6.4. Prometer como un caso especial 207
6.4.1. Error número 1 209
6.4.2. Error número 2 210
6.4.3. Error número 3 (una variante más sofisticada del
número 2) 211
6.4.4. Error número 4 214
6.5. Generalizar la explicación: el papel social de las razones
independientes-del-deseo 215
6.5.1. Libertad 216
6.5.2. Temporalidad 216
6.5.3. El yo y el punto de vista de la primera persona 217
6.5.4. El lenguaje y otras estructuras institucionales 217
6.5.5. Racionalidad 218
6.5.6. Combinación de los cinco elementos 218
6.6. Sumario y conclusión 226
Apéndice del capítulo 6: razones internas y externas 228

Capítulo VII. La debilidad de la voluntad 233

Capítulo VIII. ¿Por qué no hay una lógica deductiva de la razón


práctica? 255
8.1. La lógica de la razón práctica 257
8.2. Tres modelos de razón práctica 260
8.3. La estructura del deseo 266
8.4. Explicación de las diferencias entre deseo y creencia 275
8.5. Algunos rasgos especiales de las intenciones 281
8.6. “Quien quiere el fin quiere los medios” 282
8.7. Conclusión 285

Capítulo IX. Conciencia, acción libre y cerebro 287


9.1. Conciencia y cerebro 289
9.2. Conciencia y acción voluntaria 294
9.3. Libre voluntad 296
9.4. Hipótesis 1: el libertarismo psicológico en sintonía con el
determinismo neurobiológico 301
9.5. Hipótesis 2: el sistema de causación en sintonía con la
conciencia y la indeterminación 307

Glosario 319

Índice onomástico y temático 341

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