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EL PENSAMIENTO POLÍTICO-FILOSÓFICO DEL ISLAM


Paralelamente al pensamiento cristiano se desarrolla, en la época que
corresponde a la Edad Media occidental, y principalmente en los siglos
que separan el fin del período patrístico y el florecimiento cultural del
siglo XIII, una especulación de altos vuelos entre los musulmanes y los
judíos de los amplios espacios dominados por el Islam. Esta especulación
suele estudiarse en función de la profunda influencia que ejerció sobre
la escolástica cristiana (principalmente como vehículo del aristotelismo)
pero en la perspectiva copernicana, que es la nuestra, merece ser
considerada en sí misma y sus valores propios. Por la situación del
pensador musulmán o judío entre una doctrina religiosa que invocaba
reiterada predilección de la humana convivencia y su mejor disciplina, una
filosofía del derecho en sentido más estricto se desarrolló ya en las distintas
escuelas jurídicas. Su vehículo fue una literatura cuyo valor ha sitio
parangonado con el de la jurisprudencia romana, si bien la esencial
vinculación del derecho a la religión hace que sea propiamente como el
equivalente de la canonística cristiana medieval.
Si el Corán era la fuente revelada de todo derecho (que en el Islán se
confunde de la manera más estrecha con la moral y la religión, a semejanza
de lo que ocurre en el Antiguo Testamento), se le completó pronto con la
«tradición» o «costumbre del Profeta» (kadiz, sunna), es decir, el comentario
auténtico que constituían los dichos y hechos del Profeta. La insuficiencia
práctica de ambas regulaciones para un imperio como el islámico,
heterogéneo a consecuencia de su prodigiosa expansión, suscitó una
elaboración doctrinal mediante el recurso al «consentimiento unánime» de
la comunidad musulmana (ichma) y la «analogía» (quiyas), la cual se
subsumía en el concepto más amplio de «equidad» (ray) o referencia
razonadí al caso concreto en su singularidad. La distinta valoración del
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papel respectivo de unas y otras fuentes dio lugar desde un principio a una
serie d escuelas, cuatro de las cuales se han mantenido hasta hoy con la
consideración de ortodoxas.
La escuela hanefí, de perdurable influencia en el Imperio Otomano, fue
fundada por Abuhanifa, de origen persa (nacido en Cufa, murió en 767),
que enseñó en Basora. Abrió ampliamente la puerta a la equidad y por ende
a la actividad racional del juez. Con él la tradición pasó a un segundo plano,
quedando subordinada a la analogía.
Las consideraciones de equidad quedan, por el contrario, limitadas y se
amplía el papel del consentimiento unánime, en la escuela malequí, que debe
su nombre a Malic ben Anas (Malik Ibn-Anas, m. 795), de Medina, y se ha
mantenido en el norte de África y la India musulmana. Los malequitas, por
otra parte, introdujeron el criterio de la «utilidad pública».
Para la escuela xafei, la noción más importante es la de «causa» o raíz de
la ley, lo que podríamos llamar «espíritu de la ley», cuya indagación permite
resolver los casos no previstos. De ahí un retroceso del Corán y de la
tradición en su sistema de fuentes. La había fundado Mohamed ben Idris as
Xafei (m. 820), de Gaza, que actuó en La Meca, Medina, Bagdad y Egipto,
país en el que sigue predominando su doctrina.
La cuarta escuela ortodoxa se aparta en cambio de las anteriores por un
rigorismo tradicionalista que se atiene a la letra de la ley y rechaza el
recurso al ray. Se trata de la escuela hanbalí, así llamada por remontarse a
Ahmed ben Hanba! (Ibn-Hanbal, 780-855), de Bagdad. La tendencia por él
instaurada se intensifica en la escuela dahtrí, de Áhu Soleiman Daud (815-
883), de Cufa, que enseñó también en Bagdad y tuvo un brillante epígono en
España en el famoso Abenhazam (Ibn (Hazamm de Córdoba (994-1063).
Abenhazam, por otra parte, es autor del Libro de los caracteres y la
conducta, lleno de reflexiones psicológicas y morales de acento estoico.
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Como también ocurriría en los canonistas cristianos, un aspecto


importante de esta literatura jurídica eran los problemas de las relaciones
con los ««infieles» (en este caso, los no-musulmanes) y especialmente de la
guerra con ellos («guerra santa», jikad o yihad). Los preceptos
correspondientes constituyen lo que se ha llamado un «derecho canónico
externo». Su elaboración doctrinal arranca de la obra de Mohamed as-
Saibani (m. en 809), Los grandes modos de proceder, que ha llegado hasta
nosotros por la reproducción comentada que de ella hizo Abu Bakr
Mohammed as-Sarahsi (m. en 1090). Ambos pertenecen a la escuela hanefí.
El papel de Saibani en el mundo jurídico del Islam ha motivado el que se
comparase, en el siglo pasado, con el que tuvo Hugo Grocio en la génesis de
la doctrina del derecho internacional en Occidente. Sólo la necesidad o la
utilidad autorizará la interrupción del estado de guerra con los infieles que
no acepten el credo musulmán (con la excepción de los «pueblos del Libro»
—judíos y cristianos- sometidos a tributo); los tratados que con ellos se
concluyan, si bien limitados en el tiempo, han de cumplirse, sobre la base de
la fidelidad a la plabra dada.
Sí de la teoría del derecho y de sus fuentes comprobamos nuevamente la
conexión con lo Religioso. No hay en la concepción islámica más autoridad
que la de Dios, Ala, de quien los gobernantes terrenales son como la sombra.
Muerto Mahoma, cuya vocación profética no podía repetirse, se instauró,
sobre la base del consentimiento de la comunidad musulmana
suficientemente representada, el califato como expresión institucional del
gobierno teocrático. El califa, sucesor o representante del Profeta, y llamado
también sumo sacerdote, reúne todos los poderes, siendo su función
primordial la de guardar la ley de Dios y hacer que se respete y difunda en el
prójimo. Esta última exigencia fue llevada a cabo con un celo misional
ayudado en la fuerza de las armas: la guerra contra los infieles era un deber
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religioso, y sólo se impuso el requisito previo de una triple amonestación a la


conversión en el caso de las «gentes del Libro», judíos y cristianos.
Dada esta concepción teocrática del poder, la unidad religiosa del mundo
que el Islam persigue implica la unidad política, o sea, un Estado-Iglesia
universal que pareció prefigurado en el imperio de los Omeyas. Pero es
sabido que el califato fue perdiendo su primitivo papel hasta quedar
reducido al meramente religioso, mientras pasaban a ejercer el poder
efectivo príncipes y caudillos no califas (sultanes y emires). Surgió así un
califato irregular que el derecho musulmán sólo acepta de facto para que no
sufra menoscabo el principio de la unidad musulmana.
La institución del califato por el consentimiento de la comunidad
musulmana implicaba que el deber de obediencia de los súbditos no es
incondicional. El gobernante queda sometido a la ley divina y sólo es
legítimo en cuanto no se aparta de ella. De ahí el reconocimiento unánime de
un derecho de resistencia de la comunidad, que puede ir hasta la deposición
del monarca y, en el caso del usurpador, de su muerte. Era natural
que insistiesen especialmente en esta limitación del poder político y religioso
del califas sectas disidentes. Pero es de sumo interés que comprobaron en
alguna de ellas, una vez más, el escepticismo filosófico que conduce al
absolutismo político-religioso: según los batinitas o tal imitas, que veían
en la moral un simple freno para el vulgo, la imposibilidad de alcanzar la
verdad impone una determinación autoritaria de lo que sea procedente,
aceptada como instancia infalible.
En función de la concepción musulmana tradicional del califato y sus
vicisitudes institucionales, surgieron tratados jurídico-políticos, de los que
los pueblos del libro –judíos y cristianos sometidos a tributo, puede
considerarse como prototipo el que escribiera Mauerdi, bajo el título de
Reglas del poder o Reglas del mando. De un carácter más moralizador, en
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cambio, son los manuales de prudencia política y buen gobierno que en el


Islam son la réplica de los espejos de príncipes cristianos4. Ya hemos
apuntado que al margen de las discusiones propiamente religiosas y
políticas, nació entre los árabes un pensamiento vigoroso, llamado a influir
poderosamente sobre la especulación cristiana. Este pensamiento llegó a su
mayor florecimiento en Persia y España. En sentido estricto, sólo se llamaba
«filósofos» a los seguidores de Aristóteles, mejor conocido a partir del siglo
IX como consecuencia de la fundación de una escuela de traductores en
Bagdad (832): el primero a quien se aplicó el término fue Alkindi (al-Kindi,
siglo ix).
La inspiración platónica de la antigua filosofía política arábiga se pone
bien de manifiesto en Alfarabí (al-Farabi, m. 950), conocido bajo este
nombre por ser oriundo del distrito de Farab, en el Turquestán.
Denominado el «segundo maestro» por su saber enciclopédico, consagró
Alfarabí a los problemas de nuestra disciplina los tratados de La ciudad
ideal (o La ciudad virtuosa) y El gobierno de la ciudad. La ciudad tiene como
fin racionalizar la vida humana para que pueda perfeccionarse en la ver-
dadera felicidad. La necesidad imperiosa que los hombres tienen unos de
otros da lugar a una serie de comunidades que, iniciándose con la familia,
culminan en las perfectas y autosuficientes de la ciudad y el pueblo instalado
en un territorio, con tendencia a abarcar la sociedad universal de cuantos
viven en la tierra. La autoridad se funda en la sabiduría, que ha de asociarse
a la fuerza. Apoyado así el gobierno en el consejo del sabio, se convierte en
guía moral de los súbditos, con lo que revive en Alfarabí la concepción
pedagógica de la política, tan acentuada en Platón. A la ciudad ideal o
virtuosa se contrapone la ciudad del error, que erige en fin supremo algún
bien meramente parcial, como la riqueza, el placer sensible, los honores, etc.
La justicia se funda, a la manera platónica, en la verdad objetiva, conocida
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por la razón, no en la opinión subjetiva, fruto de los sentidos.


También Avicena (Ibn-Sina, 980-1037) cultivó todas las ciencias,
especialmente la medicina, y dejó una obra de considerables dimensiones.
Era oriundo de la región de Bojara (Bokhara, Persia), y ejerció cargos
políticos. Ya es mayor en su filosofía jurídica y política la influencia de Aris-
tóteles, unida a una teoría del profetismo de signo aristocrático.
La ciudad surge de la necesidad de un intercambio de servicios, y en ella
la acción de la minoría de los mejores permite a la multitud alcanzar aquel
mínimum de perfección requerido por la condición humana. Los guías
naturales del pueblo son los grandes solitarios, que gracias a su aislamiento
logran participar en mayor medida que los demás de la razón universal;
pero su mensaje ha de adaptarse a la mediocridad general, y sólo tiene, por
tanto, carácter práctico. La especulación no dejará nunca de ser privilegio
de unos pocos. Las leyes y medidas humanas de gobierno han de
atemperarse a la ley por antonomasia, constituida por el Corán; y el
gobierno, para ser legítimo, requiere además el consentimiento de la co-
munidad, expreso (elección) o tácito (sucesión legítima). Con Alfarabí, exige
Avicena del gobernante sabiduría y capacidad efectiva de mando. Con la
tradición musulmana, defiende la resistencia al poder injusto, que según él
puede llegar hasta el tiranicidio, en el supuesto de haber sido ocupado por la
fuerza.
Si la sombra del Estagirita se proyecta sobre las consideraciones de
Avicena en torno a la desigual posición de gobernantes y gobernados, no
está menos presente en el trasfondo de otros aspectos de su pensamiento
jurídico. La razón, llamada a ordenar el sistema de las necesidades desde
una perspectiva unitaria, no está sólo diversamente distribuida entre los
hombres: lo está también entre los pueblos. De ahí que Avicena, como
Aristóteles, sostenga la natural preeminencia de ciertas comunidades
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humanas sobre otras, y el consiguiente derecho de conquista en favor del


pueblo superior. Para el musulmán, esta guerra justa equivale a la guerra
santa, fundada en el deber que la ciudad más perfecta tiene, de llevar por el
buen camino a la que permanece sumida en el error. La guerra justa (santa),
como la pena en el ordenamiento interno, aparece así como un instrumento
al servicio de la unidad del orden divino, frente a las fuerzas disolventes que
la amenazan.

6. Alfarabf y Avicena encarnaban un racionalismo helenizante que no


dejaba de pmKur^r en Jo< círculos más apepa<1->s a la ortodoxia corá-
nica. r,xponeme de f-tc recelo fue la reacción en sentido tradicionalista de
Algazcl (al-Gaxali' 1058-1111). De origen persa, Algazcl cultivó suce-
sivamente la mística,'el derecho y la filosofía, para finalmente entregarse,
después de una crisis de conciencia, a Ja ascítica y la predicación. Su obra
más famosa es la que M. Asín Palacios titula en castellano Ciega y prematura
precipitación dedos filósofos, la Destructio phtlosophorum. según clásica
traducción latina'. Pero Algazel tiene para nosotros especial importancia por
la amplitud de sus consideraciones filosófico-jurídicas, en obras como La
balanza y la Sinopsis de la ciencia de los fundamentos del derecho.
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El pensamiento de Alpazel se caracteriza por su antirracionnlismo y su


concepto voluntarista de Dios. Denuncia la vanidad de los esfuerzos
humanos para aprehender la realidad de manera puramente intelectual;
acentúa en Dios el 'primado de la voluntad absolutamente imprevisible;
antepone la fe a la razón en el conocimiento. En consonancia con estas
premisas, el derecho divino positivo revelado en el Corán es para Algazel el
único válido. Algazel incluye su estudio entre las disciplinas prácticas {las
ciencias del corazón, como la teología y la exégesis sagrada, en contra-
posición a las ciencias de la razón: matemáticas, astronomía, física, etc.).
Hace de la intención el criterio esencial de la valoración ética. También para
él es educativo e! fin del derecho. La autoridad se funda en la sabiduría
unida a la fortaleza, pues no podrá ser señor de los demás quien no logre
serlo de sí mismo. El jefe político es de esta suerte, además, maestro y
reformador de las costumbres, en el sentido del ideal teocrático islámico.
Pero es notable el hecho de que en un punto importante Algazel se aleje de la
tradición islámica más arraigada: el relativo a la resistencia al poder_
opresor. Algazel limita el derecho de resistencia ante la consideración de la
necesidad del estado de hecho, por cuanto el trastorno producido, o el
peligro de anarquía, pueden resultar peores que el propio gobierno injusto.
El orden social es el supuesto de toda moralidad y religión; tiene, en
consecuencia, valor de medio para alcanzar la perfección que sólo éstas
pueden proporcionar.
Peculiar acento tienen las disposiciones de Algazel en torno a la autoridad
y la obediencia. El corazón del hombre sólo se somete por amor. Tendiendo
todos los hombres, como tienden, a la dominación, llegan a someterse unos a
otros por el amor, el cual no brota de la razón, y sí de un juicio, una opinión
o una creencia: por esta vía aceptamos en los demás lo que a sus ojos es
denominación, pero para nosotros es servicio. Baste este pálido resumen
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para sugerir lo que el maestro de arabistas españoles, M. Asín Palacios,


llamara en la obra ya clásica, el «sentido cristiano» de la espiritualidad de
Algazel.
7. En el siglo xn es España, bajo el impulso del califato de Córdoba, el
centro intelectual del mundo musulmán. La filosofía, con hombres como
Avempace, Abentofail y sobre todo Averroes, vuelve al racionalismo de
inspiración helénica, anterior a Algazel.
Avempace (Ibn Bayya, m. 1138), nacido en Zaragoza, es autor del famoso
Régimen del solitario, conocido antes sólo por un resumen en hebreo, pero
cuyo texto árabe poseemos hoy, y ha sido traducido por M. Asín Palacios. El
solitario es el que, superando las contingencias que le rodean, aspira a
realizar la ciudad ideal, la comunidad ajustada a las exigencias de la razón.
Ello es decir que el solitario no es un individuo replegado sobre sí mismo, y
cabe incluso que esté constituido por toda una ciudad, si sus miembros se
apartan colectivamente de la común corrupción. Los solitarios constituyen
de esta suerte los brotes de los que podrá emerger la ciudad ideal, ya
presente en sus corazones. Su distanciamiento con respecto a la realidad
social circundante no es insolidaridad, sino por el contrario, prueba de una
sociabilidad más profunda. «Así corno en el orden metafíisico el ser no
consiste en el modo actual, presente y limitado del acto, sino que el ser
auténtico es la forma final, así también en el orden social la naturaleza social
del hombre no consiste absolutamente en la sociabilidad actual, presente y
limitada de la sociedad imperfecta, sino en la sociabilidad final entre todos
los ciudadanos de la ciudad ideal perfecta» (M. Cruz Hernando?). De todos
modos, el estado presente de la sociedad trac consigo c\ que el solitario de
Avempace, como el sabio del antiguo estoicismo, repudie ciertos vínculos
sociales. Reaparece, pues, el rasgo aristocrático que ya antes hemos visto
asomar en e! pensamiento del Islam, y que viene a ser en verdid un* de sus
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constantes, como a continuación vamos a comprobar nuevamente.


Aristocrática es, en efecto, lj dixtrina política de Abcntofail (Aben
Tofail, Ibn Tufail); llarn.íd'» Abubachcr por ios escolásticos medievales
(antes de 1110-118?).-Medico, como t.intos predecesores suyos árabes en el
cultivo de la íiiosofíja, era natural de Guadix y desempeñó altos carpos en la
corte de los almohades, introduciendo en ella a Averroes. Es conocido sobre
todo por una novela filosófica de intenciones no muy claras: El hijo vi'
viente del vigilante',(traducida al hebreo y luego al latín bajo el título de
Phüoíophtis aiitodidactus), en h que se describe el desarrollo intelectual
de un niño que désele su nacimiento se halla aislado en una isla desierta.
Su ulterior contacto! con el mundo le lleva a la conclusión de que la per
fección, que implica desdén para con lo mundanal, es privilegio de unos
pocos. Como otros pensadores árabes, sostiene Abentofai! que no hay opo
sición entre la filosofía y la religión, pero al mismo tiempo subraya, como
otros también, el carácter ante todo práctico de ésta, necesaria para conte
ner al vulgo. i;
. !Í . ' '
8. Abcntofail ríos ha conducido al coloso del pensamiento arábigo: Ibn
Roschd o Benrokd (Abcnroxd) que el Occidente latino llamó Averroes (1126-
1198). Avcrrtjes había nacido en G'irdoba de una familia de juristas, y su
formación enciclopédica le situaba en la linca de los mejores de su pueblo.
Desempeñó cargos públicos y cayó algún tiempo en desgracia por motivos
sin duda políticos a la vez que religiosos, sin que por ello quepa poner en
duda la sinceridad de su fe. También Averroes unió el cultivo de la medicina
al de la filosofía. Su principal título de gloria son sus comentarios a las obras
de Aristóteles (especialmente a la Metafísica y, en relación más inmediata
con nuestra disciplina, a la Etica nicomaquea y la Retórica; no conoció, en
cambio, la Política). Junto a ellos conviene mencionar aquí una refutación de
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Algazel (la Destructio ¿estructionis}, y un comentario de la República de


Platón. Ni en el príncipe de los aristotélicos árabes dejaría, pues, de
percibirse, como por este título se advierte, el eco de Platón en lo que atañe a
la teoría de la humana comunidad. Ha de quedar al margen de nuestras
consideraciones la significación general de la filosofía de Averrocs, hoy
todavía objeto de discusión entre los especialistas del pensamiento
musulmán. Baste señalar que implicó la plena, y en lo posible directa
recepción del aristotclismo en la filosofía musulmana, y un poderoso
esfuerzo para integrarlo en la cosmovisión religiosa del Islam. Antepuso así
Avcrroes la autoridad del Estagiritn a la de Avicena, que era la mayor entre
sus correligionarios y ha seguido manteniéndose en un primer plano
posteriormente. En este aspecto la acción de Averroes fue análoga a la que
poco después, y en gran parte sobre sus huellas, llevaría a cabo Santo Tomás
de Aquino en el Occidente cristiano. La rápida traducción de sus obras al
latín le aseguró una influencia decisiva sobre la escolástica, especialmente en
el sector del llamado «averroísmo latino» (que también se extenderá al
ámbito de la filosofía política), si bien es de advertir que éste rebasará no
pocas veces las posiciones del pc'ns.ulor cordobés. Este aupe del averroísmo
entre los escolásticos del Occidente cristiano, que contrasta con la falta de
eco que tuvo en el pensamiento musulmán posterior, confiere a nuestro
juicio a Averroes entre el Islam y la Cristiandad medieval un lugar que
recuerda el de Filón de Alejandría entre el judaismo helenístico y la
patrística.
9. Fundamenta Averroes en Aristóteles una concepción finalista del
mundo que. apoya el orden moral y su jerarquía de bienes en el orden on-
tológico del ser. Es también de signo aristotélico su intelectualismo ético. Por
cuanto el hombre tiene como vocación específica el saber, éste cons-tituve la
clave de su felicidad. En consonancia con la primacía de las virtudes
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intelectuales, desarrolla el Comentarista su teoría de la comunidad política y


de la autoridad, en las que destaca el papel educativo. La ciudad, que para
Avcrroes como para Aristóteles implica unidad en la diversidad, hace
posible una vida esclarecida, gracias a la comunión de esfuerzo de sus
miembros. De ahí la enérgica repulsa de la tiranía, que quebranta el orden
comunitario, poniéndolo al servicio de una parte. El gobierno pertenece por
naturaleza al mejor, y la política es el arte supremo, pues nutrida ¿£ teoría,
trata sin embargo de realizar virtudes prácticas. Como el Estagíri ta,
distingue Averroes en el ordenamiento de la ciudad lo justo por naturaleza
de lo que sólo es tal por humana decisión. Más interesante es su recepción de
la distinción aristotélica entre las funciones legislativa, ejecutiva y judicial,
por cruzarse con la concepción islámica del carácter definitivo de la
legislación de Mahoma: la función legislativa quedó perfeccionada en el
Corán y la tradición, a los que sólo hay que interpretar debidamente.
Averroes sigue a Platón en la teoría de las formas de gobierno, ins
pirándose en el esquema de la República: después de la ciudad ideal vie
ne la ciudad ambiciosa, que sólo busca la gloria y la fama; la ciudad plu
tocrática, para la cual Ja riqueza lo es todo; la ciudad democrática, donde
campea la licencia; la tiranía, gobierno veleidoso de uno, fruto espontáneo
del desorden anterior. i |
Pero cJ «ristoteÜsmo vuelve, uniéndose a la tradición musulmana, en la
teoría de la guerra de Averroes, que recuerda jla de un Aviccna, si bien es
más vacilante en sus .ipÜcaciones prácticas. E| (gobierno de los mejores es
un principio de validez general, cuyo instrumerjto, en la relación de los
pueblos entre sí, es U fuer/a. La guerra justa aparece una vez más, en el
pensador cordobés, como una prolongación natural del derecho de castigar,
corregir o educar, que es propio del auténtico gobernante, y asegura el
debido predominio de ios mis aptos.
13

1 :
• -' ' •
10. Si con el cordobés Averroes, que cierra el ciclo del pensamiento clásico
del Islam (es sintomático que ejerciera mayor influencia entre los cristianos
que entre sus correligionarios), éste había dado la medida de su capacidad
especulativa, qucd.tba reservado a un historiador tunecino el an-j ticiparse,
dos siglos más tarde, con asombrosa lucidez, a las concepciones! más
logradas de la sociología moderna. Abcnjaldún (Ibn Jaldun, Ibn Khal-j dun,
1332-1406), cuya agitadísima carrera política en el norte de África, Egipto y
los sultanatos de Oriente refleja la inestabilidad y desintegración del mundo
musulmán de entonces, es tanto más notable como pensador social, cuanto
que se yergue solitario, sin filiación intelectual conocida. En medio de
innumerables vicisitudes, que le pusieron en contacto con Pedro el Cruel y
Tamerlán en ambos extremos del orbe musulmán, supo Aben-jaldún, en los
Prolegómenos a su Historia universal, que escribió durante un respiro de
cuatro años, cerca de Oran (1375-79), dejar a la posteridad un monumento
literario que, según el autorizado juicio de A. J. Toynbee, es comparable a la
obra de un Tucídides y un Maquiavclo por la amplitud y profundidad de su
perspectiva como por su germina pujanza intelectual, y encierra «una
filosofía de la historia que es sin duda la obra más grande en este género que
jamás haya creado mente alguna en cualquier tiempo o lugar». Esta
afirmación de Toynbee no parecerá exagerada a quienes se hayan asomado
a los Prolegómenos, cuyo interés actual ponen de manifiesto traducciones,
antologías y estudios críticos recientes.
Hemos dicho que Abenjaldún es ante todo un filósofo de la historia, por lo
que queda algo al margen de nuestras consideraciones. Baste indicar que
tuvo la intuición genial de la radica! interdependencia de los factores todos
de una cultura, y de la importancia esencial que para ésta ofrece el modo de
vida, la ocupación fundamental del grupo. Aun cuando asigna un destacado
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papel a los factores naturales (especialmente al clima) en la vida de las


colectividades, da sin embargo más relevancia a los factores sociales,
condicionados por el género de existencia del respectivo grupo. Abenjaldún
fijó especialmente su atención en la distinción entre las poblaciones nómadas
y las sedentarias, sean éstas urbanas o rurales. La índole de la vida en
desiertos y estepas crea en los nómadas una solidaridad colectiva peculiar
qu: les conduce a someter una y otra vez a los sedentarios; pero las nuevas
condiciones del contorno social actúan en los descendientes, debilitándola.
Así llegó, a la vista del escenario histórico que le era familiar, a su
afirmación de que los Estados fundados en tales conquistas no suelen
mantenerse más allá de la tercera generación. Para Aben-ja'dún, por otra
parte, el supuesto del ejercicio del poder no es la sabiduría, sino la
benevolencia del jefe para con los que le siguen y su capacidad para
proteger a los subditos. Señala asimivno el efecto desmoralizador de la
opresión sobre el pueblo que la sufre. También vio Abcnjaldún la relación
entre el aumento de la población y el de la riqueza, con el consiguiente
incremento de la acción del hombre sobre el medio. Sean cuales fueren las
causas, hay en Abenjaldún una simpatía para con los nómadas, que re-
cuerda de alguna manera la que ya en Tácito y en Salviano advertimos con
respecto a los germanos. Es interesante comprobar que poco tiempo des-
pués, el descubrimiento y creciente uso de las armas de fuego pondría fin al
anterior papel histórico de los nómadas. Como Aristóteles en relación con la
polis, hizo así Abenjaldún la apología del ethos del nomadismo en lo que ya
era su hora crepuscular.
En un plano histórico general, considera Abenjaldún la naturaleza hu-
mana y su psicología suficientemente permanente para establecer leyes
sociales generales y prever incluso los sucesos futuros. Pero esta idea
encuentra su complemento en la de una dinámica de la vida social, unida a
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la de un proceso natural de crecimiento y decadencia, del que el hombre sólo


puede alterar más o menos el ritmo. Lo único que no cambia es la ley dada
por Dios a su creación. Con esta referencia a un centro divino fijo por
encima del devenir, concilia el pensador norteafricano el relativismo
sociológico con la axiología absoluta de su religión monoteísta, a dife rencia
de un Tucídides, un Polibio, un Maquíakjelo, que adscriben el residuo
humanamente irracional de toda historia á 'una Fortuna veleidosa. El
trasfondo religioso musulmán se advierte tambifin en la decisión con que
Abenjaldún caracteriza a la monarquía como jlk forma de gobierno más
natural. Comparando agudamente el islamismo'¿on el cristianismo en este
punto, señala cómo la unión de lo político y lo (religioso en el califato era
consecuencia de la obligatoriedad de la guerra santa para los musulmanes y
la ¡ unidad de acción que ésta implica. Los imperial se apoyan en la
religión, • única potencia capaz de suscitar la solidaridad sc<jial suficiente
en un ámbito mayor
«Un africano genial, de mente tan clara y
verdad Abenjaldún.
de un griego» (J. Ortega y Gasset): eso fue «i
El pensamiento judaico
11. La especulación de foi judío* di«ímiriaios en el mundo islámico está
muy influida por la fhíivilrruna (algunas, de sus obras más importantes se
redactaron primero en árabe), y como ella, alcanza su mayor florecimiento
en los siglos xr y xn, también en España. Pero la tradición religiosa,
plasmada en el Talmud (la «Doctrina'»), redactado hacia eJ año 500, es aquí
más actuante que entre los árabes filósofos.
Dos grandes pensadores asocian b especulación y la poesía religiosa
según la mejor tradición de su pueblo. Salomón Ibn Gabirol, más cono
cido como Avicebrón o Avcnccbrol (1020/21-1069/70), oriundo de Mála
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ga, es autor de la célebre Fons riUe, muy leída en tierras cristianas, y de la


Corona Je rey, que representa al universo como una gran monarquía bajo
el gobierno absoluto de Dios. Jehuda Halcvi (ha-Levi, hacia 1080-1140),
de Castilla, acusa la influencia de Algazel y comparte sus reservas con res
pecto a la mera razón y su manifestación histórica más cuajada, la filosofía
griega. ':!
• ' '.-.-. - . '"
12. La filosofía del judaismo medieval culminó en la obra de Moisés
ben Maimón, o Maimónidcs (1135-120-1), natura! de Córdoba, como Ave-
rroes. Maimónides, que también cultivó la medicina, hubo de emigrar a
Marruecos a raí/ de la conquista de la ciudad por los almohades (1148) y su
intolerancia, y luego a Egipto, donde se estableció (fue medico de Saladino) y
murió.
En lo religioso, fue Maimónides el gran ordenador y exegeta de la
Tradición y de la Ley. Destacan a este respecto su Comentario ¿e la Michna,
en árabe (1158-68), ya vertido en parte al hebreo en vida del autor, y los
catorce Libros Je la Ley o Recopilación de la Ley (1170-80). Esta última
codificación llegó por su autoridad a tener fuerza de ley en España y en
Oriente, y ha sido¡ punto de partida de las compilaciones posteriores.
Su obra filosófica principal es el tratado Guía de perplejos o Doctor de
perplejos. Escrito en árabe (Dalaíat al-Hairin) h. 1190, fue pronto traducido
al hebreo (Moreh Nebt<ckirn) por Samuel Ibn Tibbon, y al latín '. Pro-
fesando una armonía entre la revelación y la razón, comparte con Averroes
la veneración por Aristóteles y lo convierte en la mayor autoridad filosófica.
Sigue de cerca al Estagirita en su ética, principalmente en la teoría de las
virtudes y del justo, medio. A esta influencia aristotélica se debe en particu-
lar el que considere a la ley no sólo como imperativo fundado en la voluntad
de Dios, sino también como expresión de un orden natural, aprehen-sible
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por la razón. Con ello reservaba Maimónides a la idea de ley natural un sitio
junto a la ley divina positiva, tradicional en el judaismo.
También en este aspecto ejerció Maimónides un papel de primer plano en
la configuración ulterior del judaismo, rebasando socialmente su irradiación
el círculo de las escuelas y dando lugar a una religiosidad racional que
superó las críticas que en nombre de una estrecha ortodoxia se le dirigieron.
Espinosa seguirá influido por él, y para muchos correligionarios la actitud
de Maimónides constituiría un puente entre la tradición judía y el saber
secular del Occidente moderno. No fue menor, por otra parte, el impacto de
Maimónides sobre el pensamiento cristiano, y en primer termino sobre San
Alberto y Santo Tomás de Aquino.

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