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Manejar la victoria

Se requiere que los derrotados acepten el veredicto de las urnas y se mantengan en el juego.
Eduardo Posada Carbó
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Por: Eduardo Posada Carbó

17 de agosto 2018 , 12:00 a.m.

‘El consentimiento del perdedor’. Con este nombre se conoce una de las teorías más interesantes sobre la
consolidación de las democracias. Muy simple: para que estas salgan adelante, se requiere que los derrotados
acepten el veredicto de las urnas y se mantengan en el juego.
La simpleza de la proposición abre un interrogante complejo. En palabras de Adam Przeworski: “¿Cómo
ocurre que las fuerzas políticas que pierden en una contienda aceptan el resultado y continúan
participando en vez de subvertir las instituciones democráticas?”.

Un ejemplo famoso es la derrota de Gore en las elecciones norteamericanas de 2000. A pesar de las dudas
sobre el triunfo de Bush, tras la decisión de la Corte, Gore asintió al veredicto. Este es un hecho, no una
explicación. Entenderlo exige saber qué condiciona el comportamiento del electorado, los líderes y sus
partidos.

Un grupo de politólogos, encabezados por Christopher Anderson, ha puesto a los perdedores en el centro de la
indagatoria democrática. Su respuesta invita a reflexionar sobre los valores ciudadanos, las instituciones que
moldean el comportamiento de los perdedores y el contexto histórico bajo el cual se desenvuelven (Losers’
Consent, Oxford, 2005).
A la teoría del ‘consentimiento del perdedor’ habría que enfrentarle, pues, su contraparte, llámesela ‘la
humildad del ganador’.
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En otras palabras, para Anderson y sus colegas, la resiliencia o, más aún, el buen éxito de las democracias
dependen en gran parte de las actitudes de la oposición, la fuerza derrotada en las urnas. Ello no quiere decir
que sobre la oposición recaiga exclusivamente la responsabilidad respecto del curso de las democracias.

Tal sería el caso de las oposiciones de extrema, desleales por principio a las formalidades democráticas. Pero,
en últimas, los grados de confianza que los perdedores mantengan en la democracia dependen de la existencia
de instituciones justas, en cuya construcción los ganadores (léanse ‘los gobiernos’) tienen por lo general
mayor peso.

A la teoría del ‘consentimiento del perdedor’ habría que enfrentarle, pues, su contraparte, llámesela ‘la
humildad del ganador’.

La historia colombiana está llena de ejemplos para poner a prueba la teoría de Anderson y sus colegas. El que
suelo preferir nos remite a las elecciones de 1836-1837, las primeras en nuestra historia, cuando el Gobierno
(Santander) perdió la presidencia y les entregó el poder a sus opositores (Márquez).

Lo sucedido durante el nuevo cuatrienio, con su desemboque de inestabilidad, no puede atribuírsele a la falta
inicial del ‘consentimiento del perdedor’. Quienes perdieron aceptaron la derrota. Con Santander fuera de la
presidencia, se inauguró la oposición moderna en Colombia, desde la tribuna parlamentaria y la prensa. Pero
el gobierno ganador llegó con ganas de arrasar, humillando a los derrotados en la burocracia y en las
siguientes elecciones.

No estamos en la década de 1830. Las instituciones colombianas han abierto hoy nuevos espacios para la
oposición, incluyendo curules en el Congreso para los perdedores –un incentivo, sería de esperar, para que los
de la oposición apreciaran mejor la tribuna parlamentaria en vez de preferir la política de la calle–.

Pero aquel ejemplo sirve para advertir que el ‘consentimiento del perdedor’ depende muchas veces de la
‘humildad de los ganadores’. Anderson y sus colegas lo reconocen cuando observan las exigencias del
compromiso democrático: ganadores dispuestos a asegurar que los perdedores no estén muy descontentos y
perdedores que asienten al derecho de gobernar de los ganadores.

Las democracias exigen tanto manejar bien las victorias como consentir las derrotas. Solo así perdura
el círculo virtuoso que les da vida: los ganadores de hoy serán los perdedores de mañana, y viceversa.

EDUARDO POSADA CARBÓ


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