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Aún más profundamente incidiría en la figura tradicional del sacerdocio católico un proceso que
desembocase en el acceso de las mujeres al presbiterado. Este tema encierra un notable potencial
conflictivo, que se manifiesta en muchos debates cargados de sentimiento. Por eso mismo tiene menos
sentido silenciarlo oficialmente, descartarlo como inoportuno o ya «solucionado» definitivamente. Es
preciso adoptar una postura abierta ante tales conflictos elementales, abordarlos por vía argumentativa y
buscar caminos que respondan al evangelio, tengan credibilidad para nuestro tiempo y contemplen a la vez
con realismo la situación en la Iglesia.
La primera razón que menciona el documento romano para no permitir el acceso de las mujeres al
sacerdocio es la tradición ininterrumpida de la Iglesia desde el comienzo hasta el presente. El escrito
magisterial ve aquí el argumento decisivo: «La Iglesia no ha admitido nunca que las mujeres pudiesen
recibir válidamente la ordenación sacerdotal o episcopal. El texto invoca así el hecho de la tradición
unánime, pero deja de lado las razones insuficientes y discriminatorias de esa tradición. Considera, además,
este hecho como algo permanentemente normativo para la Iglesia, porque ésta imita de ese modo a su
Señor: «La Iglesia, por fidelidad al ejemplo de su Señor, no se siente autorizada a admitir a las mujeres a la
ordenación sacerdotal. Este texto nos ofrece ya la segunda razón: la conducta de Jesús. Por una parte, Jesús
se distanció claramente, en su actitud hacia las mujeres, de los usos mucho más restrictivos de su entorno;
por ejemplo, se relacionó en público con mujeres discriminadas (Mt 9, 20ss; Lc 7, 37ss; Jn 4, 27; 8, 11);
había mujeres entre sus seguidores (Lc 8, 2s); fueron mujeres los primeros testigos de la resurrección y ellas
fueron enviadas por Jesús a los otros discípulos (Mt 28, 7ss; Jn 20, 11ss). Sin embargo, Jesús no llamó a nin-
guna mujer entre los apóstoles, y la Iglesia en su tradición vio en esto una legitimación decisiva para no
admitir a las mujeres en el ministerio eclesial (como institución sucesora del apostolado).
Los propios apóstoles siguieron a Jesús en este punto y, a pesar de la estrecha colaboración de las mujeres
en la comunidad (por ejemplo, Rom 16, 3-16 menciona expresamente a mujeres y hombres que
«trabajaban» para la comunidad; cf. también Flp 4, 3; Hch 18, 26), no encomendaron a ninguna mujer el
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Tomado de: KEHL, Medard, La Iglesia. Eclesiología católica, Salamanca, Ediciones Sígueme, 1996.
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anuncio oficial y público del evangelio. Esto aparece confirmado expresamente por Pablo en 1 Cor 14, 34, y
en la carta post-paulina 1 Tim 2, 11ss.
El escrito de la Congregación romana argumenta que esta praxis de Jesús y de la Iglesia primitiva es la base
normativa para la Iglesia y su tradición en estos términos: no es cierto que ese comportamiento se explique
únicamente por el contexto socio-cultural de la época; al contrario, la conducta general de Jesús y los após-
toles, de especial deferencia hacia la mujer, induciría a traspasar también en este punto las barreras de los
convencionalismos y llamar a las mujeres al ministerio apostólico o de dirección eclesial. Como no es este el
caso, tiene que haber unas razones más profundas que las puramente históricas que avalan esta conducta
ion una obligatoriedad suprahistórica. El escrito no menciona estas hipotéticas razones.
2. Discusión
¿Qué decir en síntesis sobre este razonamiento? Hay que señalar en primer lugar que la declaración se
muestra muy cauta sobre la fuerza y el valor de los argumentos. Reconoce que la referencia exegética al
ejemplo de Jesús no posee una «evidencia inmediata» y que para comprender el sentido último de la
misión de Jesús y de la sagrada Escritura «no basta la exégesis simplemente histórica de los textos». Es
decir, sólo leyendo la sagrada Escritura a la luz de la tradición eclesial y considerando esta tradición en su
rechazo de la ordenación de mujeres como normativa, es válida la argumentación. Pero el decidir si este
rechazo pertenece realmente a la figura permanentemente normativa y no al contenido históricamente
cambiante de la tradición, incumbe a la Iglesia misma y se concreta mediante el servicio de su magisterio:
En último análisis, es la Iglesia la que, a través de la voz de su magisterio, asegura en campos tan variados el
discernimiento acerca de lo que puede cambiar y de lo que debe quedar inmutable. Cuando cree no poder
aceptar ciertos cambios es porque se siente vinculada por la conducta de Cristo; su actitud, a pesar de las
apariencias, no es la del arcaísmo, sino la de la fidelidad: no puede comprenderse verdaderamente más que
bajo esta luz. La Iglesia se pronuncia, en virtud de la promesa del Señor y de la presencia del Espíritu santo,
con miras a proclamar mejor el misterio de Cristo, de salvaguardarlo y de manifestar íntegramente la
riqueza del mismo.
a) Fidelidad al Señor
Por entender su praxis tradicional en el tema de la ordenación de la mujer como fidelidad a la conducta de
Jesucristo y de la comunidad apostólica primitiva, la Iglesia considera esa praxis como vinculante. Por eso no
se siente autorizada a modificarla en el momento presente. Pero esto no tiene por qué ser una decisión
definitiva, que excluya cualquier cambio en el futuro. Es perfectamente posible que el proceso de la
«correcta distinción entre elementos variables e inmutables» de la tradición, que se desarrolla ahora y
continuará en toda la Iglesia en diálogo con el magisterio, lleve a concluir que la Iglesia guarda fidelidad a su
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Señor e incluso, en un sentido más profundo, conserva mejor su intención fundamental y su misterio si
modifica la praxis anterior.
Pero tan pronto como la joven Iglesia, después de pentecostés, franquea el territorio de Israel, este tema no
desempeña ya estructuralmente ningún papel; no se restablece el grupo de los Doce (1) como tal, y se
suman nuevos «apóstoles» (por ejemplo Santiago, el hermano del Señor, y Pablo). Por eso, esta acción
profética de Jesús, ligada a su situación de anuncio del reino de Dios, situación modificada después de su
muerte y resurrección, y del envío del Espíritu, no puede constituirse en modelo para la cuestión de si sólo
los varones, o también las mujeres, pueden asumir el servicio de los «Doce» o de los apóstoles. Si la Iglesia,
después de pentecostés, al pasar al mundo helenístico, acogió a gente no judía (2) para la «sucesión
apostólica», lo cual supuso una «ruptura» mucho mayor con la acción simbólica de Jesús referida
originariamente a Israel, es difícil comprender teológicamente por qué no puede modificarse también el
tercer elemento de esa acción simbólica y no pueden, por tanto, las mujeres (3) asumir este servicio. Y esta
cuestión se plantea justamente en un momento en que la Iglesia afronta el reto de una situación histórica y
cultural nueva, una situación que no está ya marcada por la imagen androcéntrica del ser humano ni por las
estructuras de una sociedad patriarcal, sino que se mueve en todos los ámbitos de la vida hacia una
relación de igualdad entre mujer y hombre. Por eso, el rechazo de este desafío invocando la conducta de
Jesús, difícilmente puede entenderse teológicamente como fidelidad al Señor (¡y a la Iglesia primitiva, tan
cambiante!). Se impone la impresión de que actúa aquí un «arcaísmo» incapaz (al menos en parte) de
desligarse de la imagen androcéntrica del mundo y del hombre.
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creación (así 1 Tim 2, 12ss) que responde a la tradición exegética judía de la época (cf. Eclo 25, 24), pero que
en modo alguno debe ser determinante para nuestra idea cristiana de la creación del hombre y la mujer.
Recibimos de Cristo un criterio muy diferente, que relativiza las prácticas culturales y sociales, para la
comprensión de la antigua tradición yahvista de la creación y de la caída en pecado (Gn 2, 4-3, 24): «Todos
vosotros sois, por la fe, hijos de Dios en Cristo Jesús; porque todos, al bautizaros vinculándoos a Cristo, os
revestisteis de Cristo. Ya no hay judío ni griego, esclavo ni libre, varón y mujer, pues vosotros hacéis todos
“uno” en Cristo Jesús; y si sois de Cristo, sois descendencia de Abrahán, herederos conforme a la promesa»
(Gal 3, 26ss). Esta unidad de todos los que creen en Cristo, fundamental para la convivencia eclesial (cf. tam-
bién Mt 12, 48ss; Jn 1, 13), no anula las diferencias sino cualquier superioridad, supuestamente «querida
por Dios», de un pueblo, una raza, un estamento o un sexo.
Que este «ser uno» en Cristo debe reflejarse sacramental y estructuralmente en el ministerio eclesial, es
una exigencia teológica perfectamente razonable. No se trata de nivelar las vocaciones, servicios y carismas
ni las peculiaridades de los pueblos, razas y sexos en la Iglesia. Al contrario, la unidad en Cristo posibilita el
aporte de toda su diversidad y variedad; pero de tal manera que por razón de la pertenencia natural a un
pueblo, una raza o un sexo, las personas no pueden ser excluidas de una determinada vocación en la Iglesia.
Si esas premisas naturales o sociales quedaron relativizadas muy pronto en la Iglesia en lo concerniente a
las razas, pueblos, estamentos y clases, de suerte que los «griegos» o «paganos» y los «esclavos» (una vez
manumitidos) podían recibir un ministerio eclesial, ¿por qué no también, finalmente, en lo concerniente a
las mujeres, mencionadas igualmente en Gal 3, 26ss? Si no cabe utilizar hoy, a este respecto, el ejemplo de
Jesús como razón teológica suficiente (cf. supra), sólo restan, a mi juicio, las razones socioculturales, que en
los últimos tiempos han perdido fuerza.
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Iglesia adopte como criterio un rasgo diferenciador de tipo natural, concretamente el sexo, únicamente en
el tema del ministerio, pare- ce obedecer, más que a razones teológicas, a razones histórico- culturales.
e) Pasos necesarios
Así las cosas, yo veo como única salida para el futuro que la Iglesia se sume con cautela, pero
decididamente, al proceso de la conciencia creyente que ya está en marcha desde hace algunos decenios,
en el sentido de dejar abierto el camino del ministerio a las mujeres. Y esto debería hacerse sobre la base
de un «consenso de fe» que tenga en cuenta tanto la doctrina teológica y vinculante sobre el ministerio
eclesial como la presente situación de la Iglesia en una era pos-androcéntrica.
Un primer paso podría ser el superar de una vez la oposición, tan tenaz, pero carente de todo fundamento
teológico y pastoral, a que las mujeres sirvan de acólitas en la misa. También es importante animar a las
mujeres, frente a muchas resistencias emocionales dentro de la comunidad o por parte de determinados
sacerdotes, a ejercer regularmente el servicio de lectoras y distribuidoras de la comunión, de predicadoras y
colaboradoras en la comunidad. La conciencia hermenéutica en la lectura de la sagrada Escritura significa
un progreso decisivo para la propia comunidad; esa conciencia debe formarse en los círculos bíblicos
organizados en forma de cursos regulares, y consiste básicamente en la convicción de que el conocimiento
de la Biblia y la fidelidad a sus palabras no deben confundirse con una adhesión fundamentalista al sentido
literal (generalmente aislado) de determinados pasajes, sino que exigen traducir a nuestro presente la
verdad incondicional de un texto históricamente condicionado. Hagamos referencia por último a la
posibilidad, esperemos que próxima, del diaconado de la mujer, que tuvo su puesto en la tradición eclesial y
que el documento romano no aborda explícitamente. Dada la urgencia de toda la problemática del
ministerio, este tema merece ser objeto de reflexión en la línea del Sínodo conjunto de los obispados de la
República Federal de Alemania (1975), tanto a nivel teológico como histórico y canónico, para abrir
finalmente las puertas a su implantación. Para la actual y futura «trasmisión de la fe» a los niños y jóvenes
por la madre y la abuela, es muy importante que sus comunidades y sus responsables entablen un diálogo
sereno y desapasionado sobre todas estas cuestiones, que se decidan sinceramente a buscar, en una
comunicación paciente y libre de temores, una forma de ministerio eclesial que pueda ser ejercida
igualmente por mujeres y hombres
Este capítulo, como todo el libro, fue escrito en 1991. Después ha aparecido la carta apostólica «Ordinatio
sacerdotalis» (22 de mayo de 1994), en la que el papa Juan Pablo II ha recogido y confirmado la
argumentación de «Inter insigniores». Las frases decisivas suenan así: «Si bien la doctrina sobre la
ordenación sacerdotal, reservada sólo a los hombres, sea conservada por la tradición constante y universal
de la Iglesia, y sea enseñada firmemente por el magisterio en los documentos más recientes, no obstante en
nuestro tiempo y en diversos lugares se la considera discutible, o incluso se atribuye un valor meramente
disciplinar a la decisión de la Iglesia de no admitir a las mujeres a la ordenación. Por tanto, con el fin de
alejar toda duda sobre una cuestión de gran importancia, que atañe a la misma constitución divina de la
Iglesia, en virtud de mi ministerio de confirmar en la fe a mis hermanos (cf. Lc 22, 32), declaro que la Iglesia
no tiene en modo alguno la facultad de conferir la ordenación sacerdotal a las mujeres, y que este dictamen
debe ser considerado definitivo por todos los fieles de la Iglesia»