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OBRAS COMPLETAS DE «
vRIOS OCTA/IO BUNGE

^NA
NARRACIONES W FANTÁSTICAS &

ESPASA-CALPE.S.A
MADRID ^
LA SIRENA
( N A R R A C I O N E S F A N T Á S T I C A S )
OBRAS COMPLETAS DE GARLOS OCTAVIO BUNGE

CIENTÍFICAS:
Historia del Derecho argentino. (Dos tomos.)
El Derecho.
Casos de Derecho penal.

Estudios Jurídicos.
Estudios Filosóficos.
Estudios Pedagógicos.

La Educación. (Tres tomos.)


Nuestra América.
Sarmiento.

LITERARIAS:

La Novela de la Sangre. (Novela.)


Los Envenenados. (Novela.)
Los Colegas. (Teatro.)

El Sabio y la Horca. (Narraciones ejemplares.)


La Sirena. (Narraciones fantásticas.)
El Capitán Pérez. (Narraciones vulgares.)
OBRAS COMPLETAS DE C. O. BUNGE

LA SIRENA
(NARRACIONES FANTÁSTICAS)

ESPASA-CALPE, S. A.
MADRID
1 9 2 7
ES PROPIEDAD

Talleres ESPASA-CALPE, S. A., Ríos Rosas, 24.—MADRID


LA SIRENA
(TRÍPTICO)
I

L A APARICIÓN DE L A SIRENA

Mar del Plata, 15 de enero de 1903.

Vine a Mar del Plata deseoso de pasar una temporada


de descanso, para reponer las fuerzas físicas y morales
gastadas durante el año en la lucha por la vida. Y, tenta-
do por una mala inspiración, desafiando el azar, jugué,
jugué grandes sumas, jugué sumas mayores que todo mi
peculio, y perdí, ¡perdí siempre! Un destino ciego e impla-
cable me perseguía.
Hace varias noches, preocupadísimo por mi precaria
situación, me encaminé a la playa después de comer.
Con las manos en los bolsillos y el cigarro en la boca, ab-
sorto en mi pensamiento, seguí lentamente por la orilla
del mar. El acaso me llevó al torreón del Monje, donde,
cansado y abatido, me'senté en una piedra.
Escuchaba yo el murmullo de las olas, cuando sor-
prendió mis tímpanos una nota cristalina y sordamente
prolongada, como si saliera del seno del océano. Luego se
oyeron dos o tres notas más, siempre llenas de misterio.
Por último, la extraña voz pareció subir a flor de agua y
vibrar en el límpido aire de la noche. Diríase que una ha-
bilísima cantante se ensayaba en una ligera cadencia, dos
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o tres trinos in crescendo, y, para terminar, en una serie


de notitas staccato, que parecían las perlas de un collar
desgranándose sobre una bandeja de plata.
Corrióme un escalofrío por todo el cuerpo y levanté la
cabeza. Mis ojos, fosforescentes de terror a lo desconocido,
escrutaron las tinieblas. La voz había callado. El cielo,
sin una sola estrella, estaba negro como un abismo. En la
playa no se notaba ningún indicio de vida. Las embrave-
cidas olas del mar azotaban la base del torreón, tan de-
sierto como un castillo en ruinas donde vagaran ánimas
impenitentes... Esperé un buen rato que se reanudara el
canto, y, cansado de esperar en vano, regresé al hotel a
acostarme.
A la siguiente mañana me despertó el camarero, pre-
guntándome si iría en seguida a bañarme en el mar, como
de costumbre. Yo rechacé violentamente semejante indi-
cación, como si el baño de mar tuviera para mí el peligro
de un baño de fuego... Es que, siendo jugador, soy supers-
ticioso, y pensaba en las antiguas leyendas de sirenas que
se enamoraban de simples mortales, los fascinaban con
sus cantos, los atraían con sus encantos, y los sumergían
en el fondo del océano, arrebatándoles la vida con una ca-
ricia.
Todo el día tuve en el oído la enigmática voz. Hacía-
me el efecto de un llamado del Amor y de la Muerte. Y,
aunque estuve tentado de consultar a un amigo sobre el
caso, preferí callarme, temiendo que se me tuviese por
loco. No era necesario, por otra parte, explicar mi actitud
preocupada y taciturna, pues todos se la explicaban por
mis considerables pérdidas en el juego.
En cuanto llegó la noche me encerré en mi habitación,
dispuesto a no exponerme a escuchar de nuevo la voz de
la Sirena. Mas, contra toda mi voluntad, como arrastra-
LA SIRENA 9

do por ese misterioso instinto que lleva a las falenas a


quemarse las alas en la luz, fui otra vez a la orilla del mar,
a sentarme en una peña al pie del torreón. Y esperé, sin
percibir más que el interminable ronquido del océano,
minutos que me parecían horas, horas que me parecían
siglos...
En un reloj lejano dio la media noche. Transcurrieron
todavía algunos instantes, y, cuando iba ya a retirarme,
electrizóme el eco lejanísimo de unos gorjeos que pare-
cían vibrar bajo el agua... Como no se acentuara el mur-
mullo, apenas perceptible con el ruido de las olas, me
eché de bruces en la arena y apliqué el oído a la orilla...
¡Oh efecto maravilloso! Ahí abajo, hondo, muy hon-
do, cantaba una potente voz de mujer la más rara me-
lodía...
Aunque convencido de que semejantes notas no po-
dían ser producto ni de la garganta ni de la técnica hu-
manas, registré los alrededores del torreón, con el propó-
sito de averiguar si en alguna parte se escondía algún
hombre o mujer, para sorprender al transeúnte con el
milagroso canto. Pero, a pesar de que la luna estaba en-
vuelta en nieblas, pude comprobar que no se veía ningún
barco en el mar, que no había ni un alma en la tierra...
Volvíme al casino como en la noche anterior, volví al
hotel, volví a mi aposento, y volvióme a despertar, a la
mañana siguiente, el mozo, para preguntarme si iría a to-
mar mi baño de mar... Mas no volví a excusarme, sino
que fui al mar y me lancé al agua con mi traje de baño,
como llevado por fatal atracción. Y, a pesar de que nunca
me aventuro a internarme nadando cuando el oleaje está
bravo, esta vez me interné, sin atender a los fuertes gritos
con que me llamaban los bañistas desde la orilla y desde
el muelle, advirtiéndome que mi vida corría grave riesgo...
10 C. O. BUNGE

A distancia parecióme reconocer las formas bellísimas


de una Sirena que avanzaba majestuosamente hacia mí,
cortando el busto la líquida superficie, como la proa de
un buque. Dirigíme yo también hacia ella... Nadé, nadé
cuanto pude, me faltaron las fuerzas, y perdí el conoci-
miento...
Viendo ahogarme, la copiosa concurrencia de la ram-
bla y de la playa — según se me dijo después — lan,zó de-
sesperadas voces de auxilio. Tocóse la campana de alarma.
Y dos guardias de la costa corrieron a un bote, fueron a
donde veían aparecer y desaparecer mi cabeza pálida y
moribunda, arrojóse allí uno al agua, y me salvaron...
Cuando volví de mi desmayo, estaba cómodamente
instalado en mi lecho del hotel. Rodeábanme personas so-
lícitas, encantadas de verme con vida. Y, entre ellas, mis
dos salvadores...
Supe entonces que los dos hablaban de la milagrosa
intervención de una mujer, una nadadora incógnita de
poderosa belleza, que me tomó en los brazos cuando me
ahogaba, me sostuvo hasta que ellos llegaran a socorrer-
me, y desapareció luego en el mar como un delfín...
Nadie creyó a los guardias la historia de la nadadora,
nadie, excepto yo... ¡Yo sabía que era ella, ella, la Sirena!
Y sentí el pecho lleno de ternura al pensar que debía agra-
decerle la vida.
Pasé el día en cama, con fiebre, delirando. No obstan-
te, en cuanto llegó la noche, vestíme y salí con el sigilo y
la premura de un escapado de presidio... Fui, naturalmen-
te, a sentarme junto al torreón de la orilla del mar, cre-
yéndome un enamorado que acude a una cita.
Como en las veces anteriores, hacia media noche, el
extraño canto surgió del fondo del abismo...
Descálceme, y, agazapándome contra las piedras como
LA SIRENA II

un cazador en acecho, me dirigí hacia el punto de la costa


de donde parecía venir la voz... Bajo el fantástico pleni-
lunio descubrí allí el más extraordinario espectáculo: ¡una
Sirena, una verdadera Sirena de carne y hueso, que se pei-
naba con peine de nácar los cabellos de oro, cantando,
sentada sobre una alta peña, a la orilla del mar!
Al verme aparecer y adelantar hacia ella con los bra-
zos extendidos, con el ardor del amante que halla a su
amada después de larga ausencia, clavó en mí la azul mi-
rada de sus pupilas..., ¡ y se lanzó de cabeza al agua, como
una rana!
Al verla sumergirse bajo las ondas, corrí frenético a
lanzarme en su persecución... Pero la Sirena emergió a
poca distancia; me hizo con las manos elocuente signo de
que esperara, y, sacando todo el busto sobre el agua, ha-
blóme con un acento tan exótico y una voz tan vibrante,
que apenas pude comprender las siguientes palabras:
— ¡Detente, desgraciado!
Con trémulo acento de pasión, repuse:
— ¡No puedo! No puedo vivir sin ti... Corro hacia ti...
— ¡Detente! — repitió ella —. ¿No ves que corres ha-
cia una muerte segura?
— Moriré en tus brazos...
— ¡No, no!... Espérame... Yo iré a la costa... — me
dijo, nadando, en efecto, hacia la orilla.
Ya muy cerca de mí, se detuvo y preguntó:
— ¿Llevas armas?
Lleno de sorpresa, le contesté:
— Ninguna.
— ¿Me juras por tu honor no hacerme daño?
— Lo juro por mi Dios y por mi patria.
Oído esto, rióse casi imperceptiblemente la Sirena, su-
bió a la playa, y se arrastró apoyándose en las manos y
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culebreando con su larga cola pisciforme, como una foca


o un lobo marino.
Iba yo a balbucir una loca declaración de amor; mas,
al verla, de la cola a la cabeza, se paralizó mi lengua y mi
sangre se heló en las venas... ¿Era este monstruo, con su
largo apéndice natatorio, con su coriácea piel de ballena,
con su aspecto fiero y silvestre, el bello ideal que forjara
la fantasía humana y soñase yo en un sueño de amor?...
Cierto es que el perfil parecía griego, que las facciones
eran correctas y propias de una mujer joven, ¡pero qué
mujer tan grande y tan fría!
— Ya lo ves — me dijo ella, sonriendo con horrible
sonrisaperro — . La realidad no es hermosa como la le-
yenda.
— Yo creía — murmuré — en la Sirena de la antigua
mitología, la del cuento alemán de la Ondina y de la no-
vela inglesa titulada Miss Waters...
— ¡Patrañas, hijo mío, patrañas!
Vivamente picada mi curiosidad, atropelláronse en mi
boca una serie de peguntas:
— ¿Dónde vive usted?... ¿Cuáles son sus costumbres?
¿De qué se alimenta?... ¿Cómo ha aprendido a hablar la
lengua de los hombres?...
— ¿Quieres hacerme lo que ustedes llaman..., creo
que un «reportaje»?... — preguntó la Sirena, siempre rién-
dose con la doble hilera de sus dientes blancos, enormes,
antes propios de una fiera carnívora que de un ser huma-
no — . Pues te diré que las sirenas vivimos en grutas y en
cavernas escondidas en la costa del mar...
— ¿Por qué se esconden ustedes?
— ¡Bah!... Porque tememos a los hombres, y nos ho-
rripila la idea de que algún día puedan pescarnos y exhi-
birnos vivas en sus jardines zoológicos, o bien en sus mu-
LA SIRENA 13

seos, disecadas y embalsamadas. Para ahuyentarlos, da-


mos pábulo a la leyenda y los mantenemos a distancia,
en el temor de vernos y en la duda acerca de nuestra ver-
dadera existencia.
— ¿Cómo conocen ustedes tan bien a los hombres?...
¿Son ustedes inmortales?...
— ¿Inmortales?... ¡Qué disparate!... Pero somos, creo,
los animales de vida más larga. Vivimos más que el ele-
fante, unos cinco a seis siglos. Tenemos, pues, tiempo de
aprender mucho, mucho, hasta las distintas lenguas que
hablan los hombres, y sus costumbres, y sus ideas...
— Pero ¿cuál es la lengua de ustedes?
— Es el canto, el canto que acabas de sorprender.
— ¿Cómo aprendió usted el español?
— Lo sé desde que vinieron a estas playas los prime-
ros conquistadores. Me lo enseñaron, en pago de molus-
cos que les llevaba para que se alimentasen, dos náufra-
gos a quienes abandonó en una roca solitaria, castigán-
dolos por haberse rebelado, un navegante portugués que
se llamaba Magallanes. ¡El hombre es un animal muy
cruel!...
Hizo aquí una pausa la Sirena, y continuó luego, como
ganosa de terminar:
— ¿Y qué más quieres saber?... ¿De qué nos alimen-
tamos? De algas y mariscos. ¿Si formamos pueblos o
grandes colectividades? No; vivimos en familias cortas.
¿Si es antigua nuestra estirpe? Muy antigua es, y harto
anterior al hombre. Más todavía; desde que apareció el
hombre sobre la tierra, nuestra raza viene decayendo y
degenerando. Tal vez se extinga muy pronto.
Hizo la Sirena una nueva pausa, que yo interrumpí di-
ciéndole:
—Todo esto es muy verosímil; lo confieso... Pero lo
14 C. O. BUNGE

que yo no entiendo es cómo su raza persiste y se multipli-


ca... Los animales superiores son todos sexuados; en cada
especie o raza hay machos y hembras... Sin embargo, yo
no sé que haya sirenos; todos los animales de su sangre
son femeninos, es decir, sirenas... A no ser que tengan us-
tedes amores con los hijos de los hombres...
— ¡Amores con los hijos de los hombres!... ¡Qué bar-
baridad!... Nosotras tenemos nuestros maridos, maridos
de nuestra raza, de nuestra sangre: ¡los tritones!
— Los tritones son seres obscuros e ignorantes —
aventuré tímidamente — , mientras que las Sirenas...
— Te he dicho que nuestra raza está en decadencia
desde hace muchos siglos, y, como toda raza degenerada,
produce hembras superiores a los machos...
— Superiores, sí, mas no tan diferentes como son las
sirenas de los tritones...
— Siempre habrá menos diferencia entre nosotras y
nuestros maridos, que las que se observan entre las hem-
bras y los machos en ciertas especies animales, sobre todo
en los insectos...
Fijo, sin embargo, en mi idea, insistí:
— Esos náufragos que han enseñado a las sirenas los
idiomas de los hombres, ¿no les enseñaron también su
manera de amar?
Rióse otra vez la Sirena con su horrible risa bestial, y
exclamó:
— Acaso alguna vez un pobre náufrago haya preten-
dido poseer a una sirena... Pero, dime con franqueza: ¿po-
drías tú tener ahora amores conmigo? ¿No te repugna mi
aspecto de pez, mi olor marino, mi frialdad, mi piel hú-
meda, gruesa y resistente?... Aunque no tuviera mi trato
el peligro del medio ambiente en que vivo, ¿aceptarías tú
mi mano?
LA SIRENA

Y, al decir esto, tendió una ancha y poderosa mano,


con uñas como garras, y, entre los dedos, horresco refe-
rens, ¡unas rugosas membranas natatorias, como las que
los unen en las patas de las aves acuáticas!
— Fíjate bien—añadió ella vivamente, meneando la
cola a modo de abanico — . El canto de la Sirena atrae por
el amor al misterio, a lo desconocido, al infinito... Así,
después de revelado ese misterio, ese desconocido, ese in-
finito, tal amor debe apagarse... ¡Confiésalo! ¿No es ver-
dad que, una vez que me has visto de cerca, una vez que
conoces mi verdadera existencia animal, has dejado de
quererme con tu antigua ansia de muerte?...
Pensándolo bien, yo agaché la cabeza en señal de
asentimiento.
— ¡Te he curado, pues, de un mal sueño! A riesgo de
perjudicar a mi raza, te libré de una muerte horrible, cual
lo es la del ahogado. Ya no me queda más que despedir-
me de ti, y huir...
Dicho esto, arrojóse otra vez la Sirena al agua, se
zambulló, sacó la cabeza, agitó los brazos en señal de des-
pedida, y desapareció entre las ondas del mar...
Vila yo alejarse sin mucho sentimiento, me puse de
pie, hundí mis manos en los bolsillos y volví al casino sil-
bando entre dientes... Semiolvidado ya de mi aventura —
pues que no soy curioso ni naturalista — , pensaba, al ca-
minar, cómo procedería para pagar mi deuda al empre-
sario del casino y mantener en próspero estado mis ne-
gocios.
II

L A PESCA DE L A SIRENA

A bordo del*John Blackstone»,


anclado en Port-Stanley, 20 de
febrero de 1904.

Nunca hubiera creído que el destino o las circunstan-


cias pudieran hacer de mí un escritor o un periodista,
pues, aunque amo la buena lectura, detesto la tarea de
escribir, hasta mis cartas comerciales, cuya redacción,
por lo general, encomiendo a mis dependientes. Sólo el
extraordinario caso ocurrido hace ya algunos años, de
haber reporteado a una Sirena en la playa de Mar del
Plata, pudo impulsarme a componer la interview, para
dejar constancia del encuentro... Pero he aquí que el
caso extraordinario se repite, y que las circunstancias
o el destino vuelven a hacerme, por accidente, a mí, el
incansable y feliz comerciante y especulador en tierras,
a mí, don Jerónimo Robbio, de la casa Robbio, Penares
y Compañía, otra vez un escritor o un periodista...
Los lectores de mi interview a una Sirena en Mar del
Plata creerían, seguramente, que se trataba de una fá-
bula, más o menos bien o mal trazada... ¡Y he aquí que
se acerca el momento de que la experiencia y la ciencia
LA SIRENA 17

humanas comprueben indubitablemente la morfología,


la fisiología y las costumbres de la especie Sirena, así
como se conocen las de otra especie animal cualquiera,
por ejemplo, el felis leo!
Voy a explicar mi afición, narrando el hecho que aca-
bo de presenciar. Nada me importa que ahora me ta-
chen de visionario o de mentiroso, en pasajero menos-
cabo de mi crédito comercial; tan seguro estoy de que
muy en breve se sabrá a todas luces la verdad, la verda-
dera verdad. Entonces triunfaré y me reiré de los in-
crédulos. Rira bien, como dice el refrán francés, qui rita
le dernier!
Recordaréis, lectores, que en la temporada balnea-
ria de 1903 jugué febrilmente en Mar del Plata, perdien-
do mi fortuna y algo más. Brevemente os diré ahora que,
después he conseguido trabajar y especular con tanta
suerte y ahinco, que pagué todas mis deudas y me en-
cuentro en próspera situación pecuniaria. Pero mis es-
fuerzos y cavilaciones para ganar dinero me dejaron
otra vez, a fines del año pasado, un tanto débil y nervio-
so. Por esto me recetó el médico que tomara aire de mar.
Temeroso de la tentativa de jugar que provoca en los
espíritus inquietos el dolce jar niente de los balnearios,
no quise volver a Mar del Plata. ¿Dónde procurarme,
pues, el recetado aire de mar? Me aconsejaron un via-
jecito a Europa, mas mis negocios no me permitían una
ausencia prolongada. De ahí que, puesto que no me ma-
reo a bordo — ni en las alturas, diré de paso —, me
resolviera a navegar por los mares del Sur.
Llegué hasta Punta Arenas, donde me encontré con
un subdito de S. M. B., mister George Phillips, de la
firma Phillips Brothers and Oompany, importante casa
comercial de importación y exportación, establecida
L A SIRENA. - 2
i8 G. O. BUNGE

en Londres y en Buenos Aires. Perfecto caballero, hom-


bre instruido y de agradable trato, mister Phillips fué
siempre excelente amigo mío. Tuve así un gran placer
en encontrarle. Venía del Pacífico, en viaje de negocios,
a bordo del vapor de carga John Blackstone, fletado a
Buenos Aires por su casa de comercio.
Como si el John Blackstone fuera su yacht, invitóme
mister Phillips a seguir viaje con él, -poniendo a mi dis-
posición un cómodo camarote y una mesa «menos mala»
que las de los vapores de pasajeros. Iríamos a las islas
Falkland, visitaríamos después dos o tres puertos de la
costa patagónica, y, en febrero, regresaríamos a la ca-
pital argentina.
De mil amores acepté la amable invitación. Agrá
dábame el viaje, la compañía de mister Phillips, la co-
modidad del buque y hasta la idea de tratar con algunos
pescadores de lobos marinos, que entregarían a mi amigo
una buena cantidad de pieles, ofrecidas en venta a su
casa comercial.
Después de una borrascosa travesía, llegamos a
Port-Stanley, puerto y capital de las islas Malvinas. Es-
peraba allí al buque una buena carga de pieles, y a mis-
ter Phillips, para saldar cuentas, un joven escocés, em-
presario o capitán de una cuadrilla de pescadores en los
mares del Sur.
El día de nuestra llegada, como hacía buen tiempo,
pedí al escocés que me llevase a pescar en su barca Kitty.
Accedió él graciosamente, aunque advirtiéndome que
no encontraríamos por aquel lado nada que valiese la
pena, salvo alguno que otro tiburón, cuya pesca no ca-
rece de interés para el viajero.
Invité a mister Phillips a acompañarnos; pero re-
husó. Dijo que prefería quedarse a bordo del John Blacks-
LA SIRENA 19

tone, y, burlándose de antemano, me felicitó por el ti-


burón con que le pensábamos obsequiar.
Muy de madrugada partimos al día siguiente el es-
cocés y yo, acompañados de tres o cuatro marineros, a
bordo de la Kitty. No nos habíamos alejado aún de la
costa, cuando con mi anteojo marino descubrí un cuer-
po extraño que flotaba en el mar. Mostrélo al escocés,
y ambos resolvimos acercarnos para verlo mejor. Agi-
tado por un vivo presentimiento, recordé mi encuentro
en Mar del Plata con una Sirena; el corazón me dio
un vuelco... Y, efectivamente, al acercarse la Kitty,
todos descubrimos, llenos de asombro, que el cuerpo
flotante era el de un animal nunca visto, mitad mujer,
mitad pez... ¡Era una Sirena, una verdadera Sirena, con
los ojos cerrados, crispada la boca, extendidos los bra-
zos y sueltos los dorados cabellos!...
— ¡Es una Sirena!... ¡Vamos a pescarla! — rugió
fuera de sí el escocés; y los marinos sacaron los harpones.
— ¡No, no, —grité yo entonces, interponiéndome —.
¡No la matemos! ¡Enlacémosla con un cable, por los
brazos o por la cola, y apresémosla sin hacerle daño,
así como está, dormida o desmayada!...
Mi idea entusiasmó a aquellos pescadores. En apasio-
nado silencio, maniobrando hábilmente, conseguimos
ponernos junto a la Sirena, y enlazarle ambas manos
con una cuerda fortísima, que amarramos en el mástil
de la Kitty. Tratamos entonces de subirla a bordo...
Mas, apenas dimos dos o tres tirones, despertóse el ma-
ravilloso animal, abrió los ojos, dio un grito salvaje,
sacudió vivamente las manos sin poder desasirse, mo-
vió con furia su cola de delfín, y se lanzó hacia adelante,
cortando el agua de bruces, siempre a flote, con pujan-
za irresistible...
20 C. O. BUNGE

La cuerda, al tenderse rectamente, volteó a un hom-


bre al fondo de la barca, y la Sirena remolcó la Kitty
hacia alta mar con la rapidez de un vértigo. El escocés
y un marinero trataron de lanzarle los harpones, y és-
tos se perdieron varias veces sin dar en el blanco. En
tanto, la velocidad aumentaba y la barca se bambolea-
ba y temblaba como una histérica... De cuando en cuando,
la Sirena se zambullía y tiraba hacia el fondo del mar,
haciendo crujir los maderos de la quilla...
Ante peligro tan inminente, el escocés sacó su cu-
chillo y fué a cortar la cuerda... Yo me interpuse nueva-
mente, gritando:
— ¡No corte usted esa cuerda, que la Sirena se esca-
paría!... ¡Esperemos a que se canse y se desvanezca de
nuevo!... ¡Un momento, señores!...
Este momento salvó nuestra pesca milagrosa. De
pronto, la rapidez de la carrera disminuyó, la cuerda
aflojaba a ratos, los tirones eran cada vez menos
vigorosos... Ya no podía dudarse: ¡la Sirena perdía
fuerzas!
El buque acabó por arrastrarla. Entonces intentamos
tirar todos de la cuerda para izarla a bordo. Mas, en
cuanto nos sintió ella, pareció recuperar sus bríos, y
nos sacudió con tal empuje, que el escocés cayó al agua.
Tendímosle un cable, tomóse de él y volvió a bordo.
Perdiendo la cabeza, me propuso que matáramos a ti-
ros a la Sirena, ya que no la podíamos izar viva...
Opúseme yo, y proyecté, en cambio, llevarla a re-
molque hasta el John Blackstone, donde nos sería ya
más fácil izarla, empleando tal vez, si fuera posible y
necesario, hasta la fuerza motriz de las máquinas...
Aceptada esta idea, volvimos al puerto y nos pusimos
pronto junto al John Blackstone. Allí, mister Phillips,
LA SIRENA 21

no menos sorprendido y entusiasmado que nosotros, ayu-


dónos en nuestra empresa.
La Sirena se resistía aún. Coleó, nadó, forcejeó,
llegó hasta temerse un instante que, con su fuerza por-
tentosa, arrancara el ancla del vapor... Pero, al fin, ago-
tados sus esfuerzos, acabó por desvanecerse de nuevo;
y, una vez desvanecida, conseguimos fácilmente izarla
sobre cubierta por medio de una polea... ¡Ahí teníamos
a la Sirena, tendida a nuestros pies, y, al parecer, sin
vida ya!
Apliquéle el oído al pecho, y exclamé:
— Respira... Vive...
— Podemos desatarle las manos... — insinuó mis-
tar Phillips sin volver todavía de su sorpresa.
— De ningún modo — repuse yo, con mayor expe-
riencia de nuestra pesca— . Tengámosla bien atada,
porque puede escaparse de un momento a otro, lanzán-
dose de cabeza en el mar. Si queremos llevarla viva, que
se le pongan las esposas con que se aprisionan a los ma-
rineros, y encerrémosla en la bodega.
Hízose así, y mister Phillips exclamó:
— ¡Qué hallazgo espléndido!... ¡La llevaremos a Lon-
dres, donde hará furor en el Zoological Garden!...
— Poco a poco, compañero — objeté —. Yo estoy
más bien dispuesto a llevarla al Jardín Zoológico de
Buenos Aires.
— Eso no podemos resolverlo tan sencillamente. La
Sirena está en mi buque, en mi poder...
— ¡Pero es mía! ¡Yo la he pescado!
— I beg you pardon! La ha pescado éste joven es-
cocés, empleado de la casa Phillips Brothers and Com-
pany, y a bordo de su barca pescadora la Kitiy...
— ¡No, mister Phillips!... ¡Yo fui quien la descubrió,
22 C. O. BUNGE

yo quien dirigió la pesca, yo quien la salvó de que la


matáramos, y yo quien evitó que la perdiéramos, cortan-
do la cuerda cuando nos arrastraba hacia alta mar!... Que
lo diga sino el capitán de la Kitty... ¿No es verdad, joven?
Rascóse la cabeza el escocés, y respondió, caballe-
resca y rotundamente:
— Yes, sir.
Este testimonio favoreció un momento mi causa.
Pero mister Phillips no quiso darse todavía por vencido,
y argumentó:
— En todo caso, la Sirena pertenece por partes igua-
les, mitad a la casa Phillips, mitad al señor Robbio...
— Partámosla, pues, en dos mitades — repliqué yo
por broma, imitando el famoso fallo de Salomón — , y
llevemos una mitad a Buenos Aires y otra a Londres...
— Más bien, véndame usted su parte...
— No, mister Phillips. La Sirena es toda mía, y para
mí es cuestión de patriotismo llevarla entera a que la
estudien los técnicos de mi patria y atraiga allí las mira-
das del mundo.
— Usted va demasiado de prisa, señor Robbio... Re-
cordemos que ella ha sido pescada en la costa de las islas
Falkland, en aguas británicas.
Tanto impresionó este argumento al auditorio, que
yo no pude menos de rebatirlo:
— ¡Está usted equivocado, mister Phillips!... La pes-
camos a gran distancia de la costa, esto es, en alta mar.
Mi contestación, aunque harto discutible, pareció
decidir en favor de mi derecho. Todos guardamos una
pausa. Al cabo, mister Phillips, que tenía fe en su buena
estrella, propuso que la echásemos a la suerte... Como
yo me negase, agregó:
— Tenga usted por seguro, señor Robbio, que no
LA SIRENA 23

se la quitaré por la violencia. Pero pleitearemos.... Nom-


braremos un juez, un arbitro...
Recordando mis aventuras de Mar del Plata, y con-
vencido de que la Sirena pescada era la misma que yo
entonces conocí, tuve como luminosa idea, y pregunté:
— ¿Qué juez, qué arbitro?
Mister Phillips replicó con viveza:
— Aquí tenemos al capitán del John Blackstone, que,
como usted sabe, es un perfecto gentleman...
— Recuso a semejante juez — respondí yo, con no
menor prontitud — . Es compatriota, amigo, empleado
y partidario de usted...
— Podríamos, por tanto, consultar a las autorida-
des de Port-Stanley.
— ¡Menos aún!... Son también británicas y darían
la razón a ustedes...
— Tampoco consultaremos a las argentinas, que le
darían la razón a usted...
— No pretendo que las consultemos. Al juez, le te-
nemos aquí, a bordo...
— ¿A bordo?
— Sí — y después de una pausa, agregué solemne-
mente — : Es la misma Sirena.
— ¿La Sirena, dice usted?... ¡La Sirena!... Pero si
la Sirena no sabe hablar, ¿cómo va a poder manifestar-
se?... ¡La interpretación de los gestos es tan difícil!
— No se trata de interpretar gestos, sino palabras.
Si cuando la Sirena recupere el conocimiento, volviendo
de su desmayo, es interrogada por nosotros y contesta
en buen castellano...
— ¡En buen castellano!... ¡Hablar una Sirena en
buen castellano!... De hablar, las Sirenas hablarían en
inglés... ¡Usted se burla de nosotros, señor Robbio!
24 C. O. BUNGE

— No me burlo. Hablo, con toda mi seriedad de comer-


ciante, y prometo, bajo mi palabra, cumplir el contrato.
Si la Sirena habla y dice en buen castellano que yo soy
su dueño, ustedes me reconocerán por tal. Si manifies-
ta lo contrario, o si nada manifiesta, o si habla mal,
cualesquiera que sean los gestos y ademanes, ¡la Sirena
es suya, misíer Phillips!
Seguro de ganar el pleito (¿quién iba a suponer que
una Sirena hablase, y en castellano?), mister Phillips
consintió.
— Aceptado. ¡Ante todos estos testigos, aceptado! Y
me dio un apretón de manos tan enérgico, que mis dedos
crujieron como si fueran a romperse.
Fuimos luego a ver a la Sirena aprisionada. Yo la
apliqué éter en las sienes, y le di a oler sales in-
glesas. Con esto abrió los ojos y volvió en sí, llena de
terror.
— ¿No reconoces a tu amigo de Mar del Plata? — dí-
jele al oído — . Nada temas. Sólo debes decir, cuando
seas interrogada, que soy tu único dueño.
Ella clavó en mí una mirada de inteligencia y de
esperanza, y yo la interrogué así, rodeado de mister Phil-
lips y de toda la tripulación del John Blackstone:
— Mister Phillips, este caballero inglés que ve usted
aquí, señora Sirena, y yo, el señor Robbio, un caballero
argentino, pleiteamos acerca de cuál de los dos es el
dueño y señor de usted. De común acuerdo hemos re-
suelto que usted falle y resuelva. Diga, pues, señora
Sirena.
En intensa pausa, la Sirena nos miró a uno y a otro,
moviendo la cola, según su costumbre, y luego dijo, con
su voz poderosa y su exótica pronunciación, lenta y gra-
vemente:
LA SIRENA 25

— Pues yo fallo y resuelvo que mi único dueño y


señor es el señor Robbio, el caballero argentino.
En el colmo del estupor, mister Phillips y demás aca-
taron la sentencia... ¡Y heme aquí que vengo hacia Bue-
nos Aires, trayendo una Sirena viva, parlante y cantan-
te, para pasmar al mundo!
III

L A FUGA DE L A SIRENA

Buenos Aires, 31 de marzo de 1904.

Difícilmente podría describirse la doble y compleja


impresión de júbilo y de remordimiento que sentí al lle-
llegar a Buenos Aires, con mi pesca milagrosa. Causá-
bame júbilo la idea de proporcionar al Jardín Zoológi-
co de mi ciudad natal un ejemplar único de tan rara es-
pecie. Mas el remordimiento de burlar así la buena fe
de un ser que me protegiera y salvara, en mi última esta-
día en Mar del Plata, me llenaba el alma de amargura...
Aunque comerciante, soy buen sujeto.
Mister Phillips ya nada quería saber conmigo'. El
y los suyos, en vista de que yo no les cediera mi presa
ni por razones, ni por ruegos, ni por dinero, tramaron
a su rededor una verdadera «conjuración de silencio».
¡No iban a ser ellos, no, los portadores de mi gloria, o
de las adquisiciones de un jardín zoológico, o de un mu-
seo de historia natural que no fuesen británicos! Los in-
gleses, para Inglaterra.
Este silencio me agradó. Sería una tregua para mi
conciencia, pues me dejaba en libertad de dar puerta
franca cualquier día a la Sirena... Al fin y al cabo, ¿qué
adelanto mayor iba a traer al mundo el estudio de una
LA SIRENA 27

nueva especie amimal, o mejor dicho, de una antigua


especie ya tan conocida en las leyendas y poemas desde
remotas edades?... Bien dije que no soy hombre de cien-
cia ni de letras, sino de negocios.
Tampoco me halagaba la idea de hacer un negocio
con mi Sirena. No siendo yo empresario de circo, pare-
cíame desdoroso lucrar con el hallazgo como un char-
latán o un aventurero.
Llegamos al puerto de Buenos Aires, una madrugada
fría y lluviosa. Con grandes precauciones puse yo una
especie de traje femenino a la Sirena, la envolví en un
manto, la desembarqué, y en un fiacre la transporté a
mi casa. Ella me dejaba hacer, en un estado tal de debi-
lidad, que era casi de perfecta inconsciencia. Por pre-
caución, habíale dejado los grillos en las muñecas.
Una vez en mi discreta garconniére, hallándome a
solas con semejante monstruo, me encontré en el más
lamentable estado de perplejidad y de duda. ¿Qué haría
yo de la Sirena?... Por de pronto, su triste estado de sa-
lud reclamaba un médico... o un veterinario... Pero no
se me ocultaba que llamar a un veterinario o a un mé-
dico, era denunciar su existencia al mundo entero... ¡Así,
con tan negra ingratitud, iba a pagarle yo el servicio que
antes me hiciera ella en la playa de Mar del Plata!
Ocurrióseme entonces consultar al señor Falco, un
naturalista amigo mío, director del Jardín Zoológico de
Buenos Aires. Fui a verle, y le narré confidencialmente
el caso, con todos sus detalles.
— ¡Es imposible! — vociferó él al oirme —. ¡Usted
se quiere burlar de mí, señor Robbio!... ¡Yo, yo que le
tenía a usted por persona seria y juiciosa!...
— Por tal me tengo yo también, y todo el mundo me
tiene. No sé que nadie pueda dudar de mi palabra.
28 C. O. BUNGE

— De su palabra, no; pero...


— Pero de mi juicio, sí. ¿No es eso, señor Falco?
— No, no es eso... Yo no me hubiera atrevido a de-
cirlo nunca... Puede haber un error de apreciación.
— Pues si usted duda de la existencia de la Sirena,
bien fácil le será cerciorarse. Tome el sombrero y sí-
game...
Falco vaciló un momento, como pensando si sería
prudente seguir a semejante loco...
— ¡Vamos! — exclamé yo impaciente — . No hay
tiempo que perder. Piense usted que la Sirena parece muy
enferma con la nueva vida de prisión que ha llevado, y
puede morirse de un momento a otro...
Tomó Falco el sombrero, dio alguna orden, en voz
baja, a un criado, y salió conmigo, sin saber qué pensar.
Yo le llevé a casa y le puse en presencia de mi presa.
Examinóla atentamente. Y, al reconocerla, no pudo
menos de gritar como un loco:
— ¡Pero si esto es una Sirena, una verdadera Sirena!...
¡Una Sirena!...
— Es usted ahora el que parece perder el juicio, se-
ñor Falco — dije yo tranquilamente — . Y como estoy
en mi casa, tengo que pedirle moderación..., y hasta
secreto...
— ¡Secreto!... ¿Cómo cree usted que se pueda guar-
dar secreto de tal descubrimiento?...
— Un secreto provisional... Deseo que se guarde si-
lencio por algunos días...
— ¡Yo no podría callarme, no podría!...
Después de un rato de silencio, agregué con la más
firme entonación:
— Si es así, si usted no quiere prestarme este pequeño
servicio, nada tenemos que hacer... Puede usted reti-
LA SIRENA 29

rarse y hablar lo que quiera. ¡Yo negaré cuanto usted


diga y no mostraré a nadie ese precioso animal, que a
mí solo me pertenece!
— ¡Pero señor Robbio!...
— Por otra parte, si usted me promete bajo su pa-
labra guardar por un tiempo mi secreto, yo le presto la
Sirena. Podrá usted llevarla al Jardín Zoológico, y es-
tudiarla allí a su gusto, hasta que se la reclame.
Falco pareció deslumhrado ante esta perspectiva.
¡Yo le cedía mi tesoro con la sola condición de que guar-
dara reserva durante algún tiempo!...
— Además—agregué—este silencio le conviene tam-
bién a usted; así se libra de importunos, y realiza tran-
quilamente sus estudios.
Sin vacilar, Falco exclamó, tendiéndome la mano:
— Tiene usted razón. Le prometo, bajo mi palabra
de honor, guardarle el secreto hasta que usted me dé
permiso para hablar... Yo cuidaré de la Sirena, y sólo
a usted le permitiré verla...
— ¡Eso sí!... ¡Yo he de verla cuando quiera!... — ex-
clamé distraídamente.
— Claro — asintió mi amigo — ; como que es usted
su dueño...
Inmediatamente Falco y . y o llevamos en un coche
a la Sirena, siempre envuelta en su manto, hasta el
Jardín Zoológico. Allí la instaló el naturalista, dedi-
cándose, desde el primer momento, a curarla de su de-
bilidad y apatía. Yo me volví a casa con el ánimo lleno
de una tristeza que se parecía al arrepentimiento; pero
bien resuelto a olvidarme cuanto antes del extraño bi-
cho marino...
Al poco tiempo recibí la visita del señor Falco. Ve-
nía a decirme que, gracias a sus cuidados, a una ali-
30 C. O. BUNGE

mentación adecuada y poderosa, y a varías drogas opor-


tunas, la Sirena estaba ya curada, y tan sana y fresca
como cuando la conocí en la playa de Mar del Plata.
Acordábase perfectamente de mí y deseaba verme. Así
lo había manifestado categóricamente a su médico y
a su guardián.
— Perfectamente — contesté a Falco — . Iré pronto...
— Venga usted mañana mismo, u hoy...
— Hoy no puedo, y mañana me marcho tempraní-
simo para el campo por unos días...
— Pase usted por el Jardín Zoológico antes de tomar
el tren...
— Sólo podría ir muy temprano, a las seis de la ma-
ñana...
— ¡Pues a esa hora le espero!
Tentado por la curiosidad de ver nuevamente a aquel
extraño organismo, a la Sirena, acepté la proposición
del naturalista. Antes de tomar el tren, a la madrugada,
fuíme al Jardín Zoológico. Como aun no se había le-
vantado mi amigo Falco, recibióme uno de los guardia-
nes, que, advertido la noche antes por el director, me
hizo pasar a la jaula secreta donde se hallaba la miste-
riosa prisionera. Entré yo de puntillas, sin hacer el me-
nor ruido, como al aposento de un enfermo. Pero, con
su atento oído de animal salvaje, siempre en guar-
dia, la Sirena advirtió mi entrada y se despertó inmedia-
tamente. Incorporóse y me tendió la mano, diciéndome:
— ¡Al fin vienes a verme! Aunque mucho oyera yo
ponderar la ingratitud de los hombres, nunca creí que
fuera tanta.
Yo balbucí algunas excusas... Ella continuó, con su
voz recia y cantante y su exótico acento:
— ¿Cómo has podido olvidar, oh hombre, que yo
LA SIRENA 3i

te he salvado la vida, y entregarme a ese verdugo de


naturalista para que sirva de befa y escarnio al popu-
lacho?... ¿No sabes que todos los animales inteligentes
son agradecidos?...
— Perdóneme — le repuse — . Su caso es singula-
rísimo, y yo no he podido obrar de otro modo... Como
hombre me debo a mis semejantes, y tengo la obliga-
ción de hacer lo que pueda por ilustrarlos... Si el destino
me ha deparado tan extraño encuentro...
— Sea. Te admito que debas favorecer las ocasiones
de que tus semejantes se ilustren. Pero ¿para qué?...
— Para que sus mayores conocimientos mejoren su
condición y aumenten su felicidad...
— Veo que razonas bien. Como hombre, debes co-
operar a la felicidad de tus semejantes, y, en general, la
idea corriente entre las razas humanas es que, aumen-
tando los conocimientos, se propende a la felicidad. Pero,
díme, en mi caso particular, ¿qué provecho de felicidad
puede aportar a los hombres el conocimiento cientí-
fico de esta especie animal que ellos llaman «Sirena», y
que ya conocen por la leyenda?...
Tomado así, de improviso, nada se me ocurrió que
responder a cuestión tan insólita...
— Recuerda bien lo que te pasó este verano en Mar
del Plata — continuó la Sirena — . Mientras me creís-
te un ser mitológico, estuviste como enamorado de mí.
Cuando me viste — y aquí accionó ella con sus manos
poderosas, abriendo los dedos unidos por la gruesa
membrana natatoria — cuando me viste, te causé re-
pulsión y tu amor se desvaneció como una ola al tender-
se sobre las arenas de la costa. Sufriste un desengaño,
¿no es verdad?
Yo asentí con la cabeza...
32 C. O. BUNGE

— Pues un desengaño es lo que sufrirá la humanidad


si su ciencia me estudia y analiza; nada más que un
desengaño. ¿Aumentará con esto su bienestar, su feli-
cidad? Seguramente no, puesto que los desengaños son
dolorosos...
Aquí hizo una pausa la Sirena, dándome tiempo para
que comprendiera bien su argumentación. Luego pro-
siguió, con voz cada vez más insinuante y cariñosa:
— Piénsalo, hombre. Mi prisión me hará morir de
pena y perjudicará a mi raza, que, en adelante, será per-
seguida como las focas o los lobos marinos. Harás su
desgracia. ¿Y qué sacará la humanidad con ello? ¡Un
desengaño más!
Sin saber qué contestar, balbucí:
— La verdad es que...
Y ella, gimiendo casi desesperadamente, imploró:
— ¡Piénsalo bien! Mi pérdida será una desilusión, la
muerte de una de las más hermosas fábulas de los hom-
bres. Esto será lo que habrás sacado con tu maldad y tu
ingratitud. Procederás como un chico inconsciente, que
rompe un precioso juguete para ver lo que tiene dentro.
¡El juguete es aquí el Ideal!
— Me va usted convenciendo, señora — pude ape-
nas articular, confundido y hasta conmovido...
Ella se acercó a mí, tomó mis manos, y cubriéndo-
las de lágrimas y de besos como un perro fiel, exclamó:
— ¡Ten piedad de mí!... ¡No cargues tu conciencia
con un inútil remordimiento!... ¡Sálvame la vida como
yo te la he salvado!
— Quiere usted fugarse y que yo la ayude...
Tocóle ahora a ella el turno de asentir, mientras yo
murmuraba casi para mí mismo:
— Bien podría llevarla al río y arrojarla allí para
LA SIRENA 33

que escapase... [Pero linda escandalera me armaría des-


pués Falco!
Con voz trémula por las lágrimas, y mesándose la
dorada cabellera como una mujer, ella exclamó elo-
cuentemente:
— ¿Qué te importan las reconvenciones de ese Fal-
co?... ¡Mucho más arriesgué yo cuando en Mar del Plata,
te salvé de la Locura y de la Muerte!... Además, yo soy
tuya; lo he declarado... ¿Sabes por qué lo declaré? ¡Por-
que confiaba en tu buen corazón!... — Y terminó gi-
miendo, con su llanto profundamente humano — : Pero
me he equivocado, ¡ah, me he equivocado!
No pude escucharla más... Mi caridad y mi gratitud
se sobrepusieron a todas las consideraciones de curiosi-
dad y utilidad social. Tómela en los brazos y me en-
caminé a la costa del río. Mi corazón latía fuertemente.
El entusiasmo me daba fuerzas... Como a aquella hora
todo estaba desierto, nadie me vio atravesar el Parque
de Palermo... Llegué pronto a la orilla, besé allí la rubia
cabellera que me rozaba los labios, y arrojé a la Sirena
al agua... Ella sacó el pecho, nadó con fuerza, se despi-
dió de lejos agitando los brazos, y desapareció nadando
en dirección al mar.

Lí SIRENA. s
EL PERRO INTERIOR
(CARTA CONFIDENCIAL DE UN HOMBRE DE CIENCIA)
I

ATISBOS

Me insta usted, querido amigo y colega, a que con-


tinúe mis «admirables» trabajos de laboratorio. Des-
graciadamente, me es imposible; así como le digo, im-
posible. ¿Por qué? Para explicarlo tendría que contarle
la historia más extraordinaria, la más inverosímil, la
más absurda y, sin embargo, la más verdadera. ¿Rabia
usted por que se la cuente? Pues bien, voy a intentarlo,
del mejor modo que pueda. Espero, en primer término,
que usted no ha de divulgarla, y, en segundo, que no ha
de reirse de mí. Sírvanme de escudo el aprecio con que
usted me honra, y también el ingenuo espíritu críti-
co que usted debe poseer, como verdadero hombre de
ciencia.
Para que me comprenda, tengo que tomar las cosas
desde muchos años atrás. Hace no menos de veinte que
comencé mis curiosas investigaciones respecto de la
aspirita, el metal gaseoso cuyo descubrimiento ha re-
volucionado últimamente las ciencias físiconaturales.
Como yo temía las indiscreciones y hasta infidencias de
la gente docta y aun de mis discípulos, busqué, para
ayudante de mi laboratorio, lo que se llama un «buen
muchacho». No sin dificultad di con Guillermo Grun-
3» C. O. BUNGE

bein. Huérfano, sencillo, de buena raza, agradable de


trato y aun de aspecto, me pareció ser la persona que me
convenía. Le recogí en mi casa,, y le puse a trabajar en
mis hornos, retortas y alambiques.
Había yo perdido a mi inolvidable esposa, y mi hi-
jita única, Ana Felisa, estaba en un colegio. Hallándome
sólo, hice del joven Grunbein mi compañero habitual;
puedo decir que le eduqué y formé como a un hijo. Aun-
que era muy parco en manifestaciones, teníale por agra-
decido y afectuoso. No diré que demostrase pasión por
el trabajo; pero lo cierto es que me respetaba y obe-
decía.
Andando el tiempo, advertí que su carácter se hacía
algo desigual. Aquel muchacho, generalmente pacífico,
tenía sus momentos de muda rebelión. Cuando yo, em-
bebido en mis experimentos, le negaba permiso para sa-
lir a la calle y le obligaba a estarse ocho y diez horas en-
cerrado en la pesada atmósfera del laboratorio, solía
él montar en verdaderos raptos de cólera. Nada me res-
pondía; pero su rostro, sin duda simpático, tomaba una
odiosa expresión de perro. Contentábame, en tales ca-
sos, con reprenderle severamente, y, como él me pre-
sentase sus excusas, acababa por no contradecir sus
vehementes deseos de procurarse algún momento de
solaz, tan necesario a su juventud.
Descubrí un día que un compañero suyo le llamaba,
en la intimidad, Cara de -perro.. No pude menos de pre-
guntarle por qué se le daba este apodo, entre cariñoso
y burlón.
Con la llaneza que le era habitual y que me hacía
quererle, Grunbein repuso:
— Mi amigo dice que, cuando me enojo, pongo cara
de perro...
EL PERRO INTERIOR 39

— Pues esa misma observación había hecho yo — le


dije prontamente. — Eres propenso a la ira, y, cuando
la experimentas, tu fisonomía toma la expresión de un
perro que fuese a ladrar y a morder.
Más adelante noté que Grunbein tomaba esa expre-
sión perruna, no sólo al enojarse, sino también siempre
que por su imaginación cruzaba una idea mala. Enton-
ces se transfiguraba. Era como si hubiese en él dos per-
sonas distintas y un solo hombre verdadero.
Para sorprender los atisbos, diré, de aquella especie
de parásito íntimo de Grunbein, un día hice el ensayo
de poner a prueba seriamente su paciencia. Le acusé
de haber descuidado la temperatura de cierto hornillo,
y me negué a pagarle la habitual mesada. Aplicaba así,
en el estudio de su psicología, el mismo método experi-
mental, propio de la ciencia a que dedicaba todos los mo-
mentos y afanes de mi vida.
¡No lo hubiera hecho! El resultado del experimento
fué como una explosión. Grunbein pareció metamorfo-
searse en un perro humano. Su figura, bajo la sangrien-
ta luz del laboratorio, tomó un aspecto fantástico y te-
rrible. Diríase que fuese a abalanzarse sobre mí.
Cuando se serenó, más tarde, le dije más o menos
lo siguiente:
— Escúchame, Grunbein. Tú sabes que velo por ti
y que te profeso afecto y estima. Te considero un exce-
lente joven, y, sin embargo, tengo miedo a tu carácter.
Para que corrijas tus impulsos e ideas, voy a recordarte
que, según una antigua leyenda, cada cual tiene su «pe-
rro interior». Cuando el hombre es bueno, lo lleva en-
cadenado. Cuando es malo, lo lleva suelto. En este úl-
timo caso, suele convertirse en una fiera; puede ponerse
rabioso y devorar hasta a su propio amo. ¡Ten sujeto
40 C. O. BUNGE

al tuyo, como corresponde a tu educación y cultura, si


no quieres ser alguna vez su víctima!
Como me era útil y le profesaba algún afecto, no
me desprendí de Grunbein. Siguió ayudándome en mis
trabajos. Entretanto, Ana Felisa terminó sus estudios,
y, por supuesto, la traje a vivir bajo mi techo.
No fui, a pesar de mi hondísimo cariño, el padre que
ella hubiera necesitado. Hombre de laboratorio, ocupa-
do entonces en una ardua empresa, vivía yo como en la
luna. Mis experimentos y fórmulas me tenían perpetua-
mente absorto y distraído. Quiere esto decir que, consi-
derando aun a mi hija como a una criatura, no me di
cuenta de que era ya una mujer. Sin proporcionarle las
diversiones correspondientes a su edad, la dejé entera-
mente libre.
Como casi no trataba a otros hombres jóvenes que
a Guillermo Grunbein, la pobrecilla acabó por enamorar-
se perdidamente de él. Cuando yo comprendí lo que ocu-
rría, era ya demasiado tarde. Ana Felisa había hereda-
do mi naturaleza tenaz, y no me fué posible disuadirla.
Amaba a mi ayudante con todo el fuego de su generosa
juventud.
Por su parte, él no parecía menos decidido. Como
mi descubrimiento de la aspirita y otras preparaciones
me habían proporcionado, no sólo gloria, sino también
una fortuna considerable, sospeché que le guiara el in-
terés, e insinué mi desconfianza a mi hija. Ella me
replicó que estaba completamente segura del cariño de
Grunbein...
La verdad es que faltaron fundamentos sólidos a
mi oposición. Ana Felisa era sencilla y desinteresada.
No tenía suficiente vanidad para rechazar una mésal-
liance. No pedía a la vida placeres ni triunfos mun-
EL PERRO INTERIOR 41

danos, sino los goces puros y simples del amor y del


hogar.
Cuando me pidió que concretara mis cargos contra
su novio, le repuse que Grunbein no la había de hacer
feliz, porque no tenía buen carácter. Era hijo de un dis-
tinguido poeta, muerto prematuramente, y había here-
dado de su padre una irritabilidad excesiva. Aunque
honesto, resultaba algo fantástico y variable. Sus pro-
pensiones no se habían demostrado bastante, porque
la necesidad le había hecho dócil y laborioso. Temía yo
que, una vez casado, al sentirse dueño de su mujer y
rico, revelase lo que hasta ahora había permanecido
latente, ya que no siempre oculto.
Con la excelente lógica de toda mujer enamorada,
Ana Felisa me replicó:
— Van ya para doce años que está Guillermo junto
a ti, y hasta ahora no has tenido queja de él. ¿Por qué
la habías de tener más adelante? ¡Imposible me parece
que yo encontrara un marido de cuya honestidad y con-
ducta puedas tú estar más seguro!
Intenté entonces transmitir a Ana Felisa mi preocu-
pación acerca del «perro interior» de Grunbein. Pero de-
sistí, por ser mi idea harto nebulosa. Mi excelente co-
nocimiento del idioma fracasó cuando quise manifes-
tar aquellas impresiones vagas y desconocidas para el
vulgo. Carecía en absoluto de esa elocuencia que usted,
amigo mío, ha elogiado con entusiasmo al estudiar el
prólogo de mi Química trascendental. Sin embargo, como
usted lo verá más adelante, yo podría haber argumenta-
do con las doctrinas expuestas en este libro. Me faltaren
palabras para expresar mis ideas, esto es, me faltó cien-
cia. Razón tenían los griegos cuando identificaron la
ciencia en el logos, el saber con el arte de discurrir. En
42 C. O. BUNGE

efecto, ¿qué es el conocimiento, por ventura, sino la


exteriorización dialéctica de nuestras intuiciones?...
No tuve, pues, ni razones ni energía suficientes para
separar a los dos jóvenes. Acabé por persuadirme co-
bardemente de que no había tacha seria que poner a
Grunbein, salvo, claro es, la modestia de su situación.
Una vez más, el razonamiento se sobrepuso al presenti-
miento.
Fué sin duda un error. Los hombres modernos de-
biéramos dejarnos guiar por nuestras advertencias in-
ternas, sin discutirlas nunca. El instinto no se equivoca,
y la inteligencia sí. ¡Cuántas veces me he reído in pec-
toris de los estudios publicados en Europa y en América
de la admirable prudencia de mi método riguro-
samente experimental! A usted no tengo reparo en con-
fesarle que si yo me hubiera ceñido a la observación em-
pírica, preconizada por Pascal, por Comte, por Stuart
Mili y demás, mis investigaciones hubieran fracasado
y yo no hubiera descubierto la aspirita. El éxito lo debo,
más que a la experimentación sistemática, a las inspi-
raciones súbitas e inexplicables, es decir, ajenas a todo
razonamiento. Tengo para mí que así proceden siempre
los grandes y verdaderos descubridores. Las mujeres de
talento no descubren ni inventan, porque tienen demasia-
da lógica. La lógica es un instrumento burdo y esque-
mático, y el organismo humano es un instrumento com-
plejo y difuso. La lógica se refiere especialmente a la
inteligencia, y el hombre de talento piensa con todo el
cuerpo,, hasta con las manos y con los pies. La lógica
es la fuerza del vulgo; la falta de lógica, la del hombre
de genio.
Si el hombre superior disimula sus procedimientos
mentales y espirituales, y se presenta al público como
EL PERRO INTERIOR 43

un razonador preciso y escrupuloso, esto es sólo por su


necesidad animal de adaptarse al ambiente. En caso de
que no procediera así, sería tenido por loco, y esto no es
cómodo más que para los charlatanes y desequilibrados,
o sea para la más perfecta antítesis de la verdadera su-
perioridad humana.
En suma, sucedió que, no obstante mi instintiva y
violenta repugnancia, Ana Felisa se casó con Grunbein.
Cuando el sacerdote les echaba la bendición, no pude
menos de clavar ansioso la mirada en el rostro del no-
vio. Sentí entonces que se me helaba la sangre en las
venas. Aquel hombre tenía en ese momento una expre-
sión verdaderamente bestial. Su perro interior asomaba
siniestramente a sus ojos.
II

MATERIALIZACIÓN

En los primeros tiempos, el matrimonio no marchó


del todo mal. Llegué a esperar que mis presentimientos
me hubieran engañado. Ana Felisa parecía dichosa...
Pero no. Ana Felisa no podía ser dichosa. Amaba de-
masiado a su marido, y éste, en cambio, la amaba de-
masiado poco. Ella era tímida y sencilla, y él, violento
y complicado. Ella era abnegación; él, egoísmo. ¿Qué
podía resultar de esa alianza, sino dolores y quiebras?...
Como ocurre siempre en tales casos, el cónyuge bueno
y fiel sería la víctima del malo e indiferente. Podrán
decir los filósofos que mayor felicidad es amar que ser
amado. Podrán exclamar los poetas que la mayor des-
gracia es amar sin esperanza. Los hombres de ciencia y
experiencia como yo sabemos que no hay más horrible
tortura que amar y ser correspondido sólo a medias.
Será esto exteriormente menos trágico, pero no inte-
riormente. Cuando un ser humano lo entrega todo a
quien se lo recibe aunque no se lo devuelve, vive como
desangrándose. En cambio, cuando un ser humano quiere
entregar todo a quien no quiere recibirle nada, el cora-
zón se repliega en sí mismo y olvida. Halle una pobre
alma enardecida la indiferencia más completa y hasta
EL PERRO INTERIOR 45

el odio, y su pasión se apagará como si se echara agua


al fuego. Halle más bien cierta tolerancia a sus caricias,
y la atizada hoguera crecerá hasta devorarla. ¡Cuánto
menos doloroso, para un mendigo de amor, es el brusco
rechazo que la mezquina limosna! ¡Niegúese el beso, si
se tiene un poco de caridad cristiana, cuando no ha de
ser pagado en la misma moneda! ¡Quiébrense las alas
del amor antes de que emprenda el vuelo, y no después
para que no se despeñe de las alturas!...
Veo que me he engolfado en un tema decididamente
lírico, impropio de un hombre de laboratorio como yo.
Disculpe esta expansión, amigo mío. ¡He sufrido tanto
al ver sufrir a mi hija!... Aquella luna de miel, si tal
puede llamarse, menguó muy pronto. El carácter real
de Grunbein no tardó en revelarse. Ana Felisa acabó
por sentir que su Wüly (así llamaba cariñosamente a
su marido) no la hacía feliz. Tierna y casta, lloraba su
desengaño a solas y en silencio.
No es que Grunbein fuese grosero con ella; nada de
eso. Tampoco parecía malhumorado ni desigual. Era
tibio, simplemente. La trataba con más displicencia que
desabrimiento, con más frialdad que aversión. Resul-
tábame evidente que aquella dulce niña no tenía para él
atractivo alguno, y, por el contrario, la vida no. tenía
para ella más atractivo que él. Mientras que para Ana
Felisa no había felicidad sino junto a su marido, para
Grunbein no había sino tedio junto a su mujer. A un
suspiro de ella, contestaba él con un bostezo. Cuando
ella buscaba su mirada, desviábala él. Si ella aspiraba a
un furtivo apretón de manos, él se metía las suyas en
los bolsillos. Rara vez encontraba ella una sonrisa en
sus labios, y, por encontrarla, hubiera dado cuanto po-
seía, incluso la vida.
4 6 C. O. BUNGE

Aparte de todo esto, la conducta de Grunbein era


correcta. Como la posición de ayudante de mi labora-
torio resultaba demasiado modesta para mi hijo políti-
co, yo le había hecho dar un cargo administrativo, en
una oficina química del gobierno. El joven cumplía allí
sus obligaciones, y gozaba de un sueldo relativamente
elevado. Sus superiores se manifestaban contentos de
su laboriosidad y competencia.
Esperaba yo ardientemente que Ana Felisa hallara
cuanto antes, en la maternidad, el natural consuelo del
abandono afectivo en que la tenía su marido. Desgra-
ciadamente, el tiempo pasaba sin que nada anunciase
la venida al mundo del angelito que había de endulzar
la soledad moral de la madre y la vejez del abuelo. Con-
sulté a un médico especialista, y, no sin trabajo, conse-
guí que Ana Felisa e sometiera a un examen. Díjoseme
r

que no se la había encontrado ninguna lesión orgáni-


ca. No debía, pues, perder la esperanza.
Como era propio de su temperamento y educación,
Ana Felisa buscó en el templo un lenitivo a su tristeza.
Iba todas las mañanas a misa y comulgaba a menudo.
Pero, fuerza es reconocerlo, las devociones exacerba-
ron más bien su pasión de ánimo. Quizá en su alma con-
fundían a veces a su dios, a su ídolo divino, con su espo-
so, con su ídolo humano.
Traté por todos los medios de que Grunbein la lle-
vase al teatro y a los salones. Vano fué mi empeño. Ni
ella amaba la vida mundana, ni él, falto de amigos, po-
día soportarla.
Tuve la idea de hacerlos viajar por Europa, y la des-
eché, temiendo que mi yerno procurase en esa oportu-
nidad separarse de mi hija. Abrigaba yo la fundada con-
vicción de que debía velar por este ser débil y desgracia-
EL PERRO INTERIOR 47

do. Temía que Grunbein fuese a enamorarse de otra mu-


jer, y a rechazar o maltratar definitivamente a la suya.
A los tres años de casamiento sucedió lo que temía.
Grunbein faltaba de cuando en cuando a las horas de
las comidas, y se negaba a dar explicaciones a su espo-
sa. Salía todas las noches, y algunas no regresaba a casa
hasta que salía el sol. Ana Felisa le esperaba siempre
levantada, sin atreverse a dirigirle el menor reproche.
Tampoco me atrevía yo. Espeluznábame la idea de
que me apareciera en su rostro el perro interior. Dije-
rase que mi hija y yo teníamos a Grunbein un miedo
instintivo, inexplicable, semejante al terror a lo sobre-
natural.
Como una madrugada viera yo luz en el aposento
de mi Ana Felisa, acudí a verla. Hállela sola, arrodilla-
da junto al lecho, en una profunda meditación religio-
sa. No pude menos de levantarla y de cubrir de besos
su pálida frente. Ella se echó a mis brazos, llorando,
casi desesperada. Procuré consolarla, y le dije que iba
a hablar seriamente a su marido. No bien comprendió
mi decisión de amonestar a Grunbein, manifestó un pa-
vor como delirante.
— ¡No, papá, no lo hagas! — exclamó —. ¡Te lo pido
por la memoria de mi madre, que era una santa y me
protege desde el cielo!
Tuve que tranquilizarla, prometiéndole guardar si-
lencio. De otro modo, creo que se hubiera vuelto loca.
Estaba verdaderamente fuera de sí...
En eso se escucharon pasos. Era Grunbein que vol-
vía de la calle. Echó una rápida ojeada a la patética es-
cena; pareció como avergonzado y entristecido, y bal-
bució vagas excusas por el retardo. Había tenido mucho
trabajo en la oficina... Por compasión a mi hija, me
4 8 C. O. BUNGE

callé, pero ya resuelto a tener más tarde una explicación


con mi yerno.
La explicación se hizo indispensable, porque su des-
vío aumentaba. Era evidente que alguna amante le te-
nía avasallado. Sus faltas e impertinencias llegaron a
un punto en que ya no era posible tolerarlas. Hija de
una madre nerviosa, Ana Felisa se consumía en un es-
tado de excitación peligrosísima. El continuo desgaste
de sus fuerzas me hacía temer por su razón y hasta por
-su vida. Aquello no podía prolongarse. Había que jugar
el todo por el todo.
Llamé una tarde reservadamente a Grunbein, y me
encerré con él en mi laboratorio. Sin "poder refrenar mi
justísima indignación, le apostrofé duramente. Aunque
parecía resuelto a escucharme con paciencia, acabó él
también por perder su dominio de sí mismo. Como yo
tanto lo temiera, el perro interior asomó en su mirada,
en su sonrisa, en su gesto, hasta en su voz. A la tem-
blorosa luz de una lámpara opaca, aquel hombre pare-
cía una fiera, con el pelo erizado y la mirada fosfores-
cente. Yo creo que no hablaba, sino ladraba...
Ofendido en mi dignidad de hombre y en mi amor
de padre, me adelanté hacia él para marcarle el rostro
con una bofetada. Grunbein dio un salto, echando es-
pumarajos por la boca. Parecióme que ya iba a clavar-
me los dientes en el cuello... Pero, sin darle tiempo al
ataque, yo, que conservo una fuerza poco ordinaria a
mi edad, le tomé de un brazo y le eché de mi casa.
Después de tan violenta escena, la ruptura había de
ser definitiva. El mal no tenía remedio. Así lo comprendí
desde el primer momento. ¿Qué sería de mi pobre Fe-
lisa?...
Parecióme que ella, con su admirable buen sentido,
EL PERRO INTERIOR 49

estaba preparada. No dio ninguna muestra de sorpresa


ni de dolor, cuando yo le dije:
— Hija mía, tu marido ha muerto para nosotros.
Simplemente, sin suspirar siquiera,- contestó:
— ¡Que Dios le perdone!
Yo deseaba verla llorar y desahogarse. Un ataque de
nervios la hubiera aliviado. Pero, lejos de semejantes
explosiones, mostrábase resignada y tranquila. Conti-
nuó su vida habitual, como si nada hubiera sucedido.
En realidad, por su delgadez y cansancio, apenas le que-
daba ánimo para vivir. Presentí que nos amenazaba -una
catástrofe.
Una vez libre de sus obligaciones conyugales, Grun-
bein se entregó por completo, no diré a la mala vida,
pero sí al amor de una mujerzuela. Como ésta la hacía
gastar excesivamente, pronto se vio enredado en deudas
y trampas. Lanzado en esa peligrosa pendiente, falsificó
mi-firma en una letra, cuyo valor fué descontado por
un usurero. Cuando conocí su delito, le escribí injurio-
sísima carta, amenazándole con la cárcel.
Aunque no dije a Ana Felisa una palabra de lo ocu-
rrido, ella se manifestó presa de viva inquietud. Después
de mucho vacilar, me preguntó si no tenía armas en
casa. Muy sorprendido, le contesté que guardaba un re-
vólver en mi armario. Ella me suplicó que lo dejara por
la noche cargado al alcance de mi mano...
— ¡Pobre hija mía! — le repuse, acariciándola — .
Temes que alguien venga a atentar contra mi vida...
¡Desecha ese pensamiento, Ana Felisa!... Yo no tengo
ningún enemigo mortal... Nunca he hecho una injus-
ticia...
— Por lo mismo — interrumpió Ana Felisa — , de-
bes estar prevenido. Sería horrible que cualquier hombre
L A SIEENA. , i
C. O. BUNGE

malo fuera a matar a un hombre bueno como tú. Yo


me moriría de desesperación.
Como Ana Felisa insistiera, sin hacer caso de mis
evasivas y réplicas, terminé accediendo a su pedido. El
hecho.es que me contagió su estado nervioso. Grunbein
ausente me inspiraba más temor que presente.
Guardaba yo como una joya un ejemplar único de
un revólver con balas de una aleación de bronce, plomo
y aspirita solidificada. A título de curiosidad, y en agra-
decimiento por ciertos servicios profesionales, me lo re-
galó Bruchmann, el afamado fabricante. Tal fué el arma
que, a ruego de mi hija, puse cargada junto a mi lecho,
sobre la mesa de luz.
A las diez de la noche mandé cerrar la puerta de la
calle. Hice acostar a mi hija, cuyo aposento había sido
trasladado junto al mío, desde la separación conyugal.
Después me metí en cama, y, como no tenía sueño, leí un
par de horas. Por fin, apagué la luz y me dormí.
De pronto, despertóme insólito ruido. El corazón me
latió con asfixiante violencia, me incorporé y eché instin-
tivamente mano al revólver... Nada distinguí en el primer
momento. Sin embargo, mis oídos parecían percibir una
respiración jadeante. A fuerza de escrudiñar con la mi-
rada, noté dos puntos como luminosos, como los ojos
de una fiera que me acechase al pie de la cama. No
pudiendo apartar mi vista de esas pupilas, acabé por dis-
tinguir, entre las sombras, el cuerpo de un mastín gigan-
tesco y furioso...
Le reconocí. Era Grunbein. Era el perro interior de
Grunbein. Puso las patas sobre la colcha, y se me acercó
con las fauces abiertas... Sin saber lo que hacía, le desce-
rrajé un tiro en la garganta... El monstruo dio un aullido
humanamente doloroso, y desapareció en las tinieblas...
EL PERRO INTERIOR 5i

No bien sonó el tiro, Ana Felisa acudió a mi cuarto,


desalada, y encendió la luz eléctrica. Mis ojos buscaron
entonces el cuerpo o los rastros del perro. Como nada ha-
llé, supuse que había sufrido una alucinación.
— He tenido una pesadilla — dije a Ana Felisa —.
Creí que me asaltaba un enemigo...
— No ha sido una pesadilla, papá — repuso mi hija,
gravemente — . Yo le oí llegar desde mi cuarto... [Y lo
peor es que le has matado!...
— ¿Matado? ¿A quién?...
Ana Felisa me miró con una expresión extraña, y me
dijo, con sencillez:
— Tú lo sabes, papá. Pero no te arrepientas. Te has
defendido y has hecho justicia. ¡Dios ha de perdonarte!
Dicho esto, cayó desvanecida. Tuve que transportar-
la a su lecho, y le prodigué los más tiernos cuidados. Ella
deliraba incesantemente con un perro, al que llamaba
Wüly, como antes a su marido. En ciertos momentos,
gritaba aterrorizada:
— ¡Fuera, Wüly!... Fuera de aquí!... ¡Papá, échalo!...
¡Viene a devorarte y a devorar a tu hija!
Al día siguiente, hallándome aún junto al lecho de
Ana Felisa, me trajeron una carta. La policía me comu-
nicaba que mi yerno, Guillermo Grunbein, había sido ase-
sinado durante la noche, y me citaba a prestar decla-
ración.
Ana Felisa despertó de su marasmo en el momento en
que yo recibía la carta, y me dijo sonriendo tristemente:
— Te participan la muerte de Wüly. No le llores; tú
no tuviste intención de matarle y procediste en defensa
propia. Ve, papá, a hacer las diligencias del caso, y pro-
cura que se le entierre decorosamente.
Nada pude negar a Ana Felisa. Ella sabía más que yo;
52 C. O. BUNGE

con su videncia de sonámbula, parecía no ignorar nada.


Encomendéla a una persona de confianza, y acudí a la
policía.
Supe allí que se sospechaba como autora del delito a
una tal Marcela Lepiniére. Esta muchacha, querida de
Grunbein, le había recibido en su casa cuando yo le eché
de la mía. La noche anterior se habían recogido juntos,
en el tálamo concubinario. Ignorábase lo que había su-
cedido entre ambos. Lo averiguado era que, a altas horas
de la noche, se oyó un tiro en el aposento. La Marcela sa-
lió pidiendo auxilio. Incoherentemente gritaba que, en
sueños, le pareció que su marido ladraba como un perro.
Luego le había oído dar un aullido espantoso...
Como yo era una personalidad insospechable, el co-
misario me explicó el caso a su manera. No podía tratarse
de un suicidio, pues no se había encontrado el revólver,
y la víctima fué hallada en la más extraña postura, boca
abajo. Tampoco era admisible la hipótesis de que hubiese
entrado un criminal en la habitación, cuyas puertas esta-
ban todas cerradas cuando ocurrió el hecho. Debía creer-
se, por tanto, que la Marcela, mujer celosa y de malos an-
tecedentes, había asesinado a su amante. Su historia de
que había oído ladrar y aullar a Grunbein se explicaba fá-
cilmente. Para librarse de la pena, simulaba la irrespon-
sabilidad de la locura.
Más tarde, ante el juez de instrucción, defendí enér-
gicamente a la Marcela. Llegué hasta a mentir en mi de-
claración, asegurando que la conocía de referencias y la
reputaba una buena mujer. Felizmente, por falta de
pruebas, fué absuelta. Pero, siendo ella inocente, ¿quién
había matado a Grunbein?...
Yo. Mi conciencia me lo decía a voces. También mi
ciencia. Esto último es, por cierto, más difícil de explicar.
EL PERRO INTERIOR 53

Lo ensayaré con usted, amigo mío, porque conozco su es-


píritu curioso y juvenilmente accesible. ¿Recuerda usted
la teoría esbozada en el prólogo de mi Química trascen-
dental? Pues bien, voy a explicarla.
Es una teoría atomística, cuya primera invención se
debe a Demócrito. Los cuerpos, organizados o no, se com-
ponen de infinitos átomos, que pueden combinarse de dis-
tintas maneras. De ahí la posibilidad de transformar un
cuerpo en otro. Los alquimistas de la Edad Media preten-
dieron fabricar oro por este procedimiento. En mi sentir,
la alquimia es sólo aplicable a los seres vivos, que piensan
y sienten. Por un primum movens de su actidad vital, ad-
mito que puedan desprender de sí un número determi-
nado de átomos y de energías. Nada impide que éstas for-
men una entidad orgánica distinta. Un hombre, por ejem-
plo, puede desdoblarse en dos. Pero el conjunto de ambos
no tendrá mayor ni menor suma de átomos y de energías
que el hombre originario. Si la parte desprendida es sufi-
cientemente rica en.materia y fuerza para vivir por sí
misma, la parte matriz, diré, queda exhausta y agotada.
De ahí la rareza y el peligro, aunque no la imposibilidad,
del fenómeno de las materializaciones, que tanto intere-
san a ocultistas y a espiritistas. No necesito darle más
detalles, pues usted conoce mi teoría de alquimia bioló-
gica, que tantas burlas y censuras me ha valido.
En el caso presente, estoy convencido de que el ser
casi incorpóreo que se me apareció aquella noche funesta,
era como una emanación de la personalidad física y psí-
quica de Grunbein. ¿Por qué tenía la forma de un perro?...
Lo único que puedo contestar es que yo lo vi en tal for-
ma, porque soy químico y biólogo. Un demonólogo hu-
biera visto ahí a un demonio; un mago, a una aparición;
un espiritista, a un espíritu. Esto del aspecto en que cada
54 C. O. BUNGE

cual observa el mundo, al menos los fenómenos psicofísi-


cos y psicoquímicos, es una cuestión enteramente subje-
tiva. Además, posible es que la materialización de la par-
te impulsiva y perversa, diré, de mi yerno, fuera simple-
mente una caricatura de su propia fisonomía. Como de
antemano yo me la representaba así, con morfología pe-
rruna, así se me presentó. Pudo llegar hasta donde yo es-
taba, porque la conducía una inteligencia humana, y
pudo filtrarse por las paredes, por su naturaleza tenue y
como gaseosa. La mayor parte de los átomos y energías
que formaban la persona de Grunbein, quedaron en él, y
sólo se desprendió una parte relativamente pequeña, para
dar una existencia apenas perceptible a su perro interior.
Ahora bien; me preguntará usted: ¿cómo el tiro que
hirió esa masa de átomos y de energías desprendidas del
organismo de Grunbein mató a éste, mientras dormía?...
Podría plantear aquí varias hipótesis. Prefiero callar-
las, porque me parecen demasiado arriesgadas. Sólo diré
que estoy seguro de haber matado a mi yerno. He anali-
zado el proyectil que, al hacerle la autopsia, le extrajeron
los médicos del cerebelo, y lo he comparado con los de los
revólveres comunes. No pertenece a ninguno de éstos.
Por su composición y peso, es evidentemente una bala de
mi pistola Bruchmann, que, como le dije, es sfiecie única.
III

SUPERVIVENCIA

Si lo que hasta ahora llevo escrito ha de haberle pa-


recido harto extraño, mi excelente amigo y colega, más
aun le ha de parecer lo que sigue. Solamente le pido que
no dude un instante de mis facultades mentales, y mucho
menos de la completa sinceridad de mi palabra. Como
hombre de ciencia, me sé observar y no sé mentir.
Apenas viuda, Ana Felisa dio en una curiosísima
preocupación. Creía tener siempre a su lado un perro, así
como Sócrates un espíritu familiar y Pascal un abismo.
Delante de mí y de los criados, disimulaba la existencia de
ese ente al parecer imaginario. Pero cuando estaba sola,
lo llamaba, lo acariciaba, le hablaba... Tanto durante el
día como durante la noche, oíala yo exclamar a cada ins-
tante, en voz baja, apenas perceptible:
— ¡Wüly, aquí!... ¡Willy, quédate quieto!... ¡Cuida-
do, Willy, no me desgarres el vestido!...
A veces, también reprendía al animal invisible:
— ¡Wüly, no seas malo!... ¡No ladres!... ¡Ya sabes
que no puedes morder!...
En ocasiones llegaba hasta pegarle, para que no hi-
ciese alguna de las suyas...
El estado general de Ana Felisa había mejorado no-
56 C. O. BUNGE

tablemente. Sus nervios no daban ya muestras de exci-


tación. Habíanle vuelto el apetito y los colores. Sus for-
mas se habían redondeado. Sin embargo, persistía su idea
obsédante.
Temiendo que esto fuese un indicio de incipiente alie-
nación mental, la hice ver por los mejores psiquiatras.
Todos le dieron patente de salud; no había el menor aso-
mo de enfermedad. Entretanto, ella continuaba su vida
de buena hija y de mujer de hogar. Pero se resistía enérgi-
camente a salir de casa. No podía ni hablársela de paseos,
y menos de viajes.
Una tarde la saqué a caminar casi a la fuerza. Apenas
anduvimos un corto trecho por la calle, comprendí la ra-
zón de sus anteriores negativas. A cada momento tenía
que llamar a su Wüly, y que reprenderlo y hasta suje-
tarlo. Era como si el perro se le quisiera escapar. Excuso
decir que, para no dar un espectáculo al público, tuvimos
que volvernos prontamente a casa.
Lo que más me impresionó en este paseo fracasado
fué la actitud de dos o tres canes con que tropezamos en
el camino. Era evidente que veían y olfateaban algo
donde Ana Felisa imaginaba a su Wüly. De otro modo
no podían comprenderse que ladrasen furiosos y que hasta
intentasen pelear con aquella entidad para mí hasta en-
tonces inexistente. Conviene recordar que el perro fan-
tasma parecía el más fuerte, porque los demás acababan
siempre por huir aterrorizados.
La misma noche me despertó, mientras dormía, un
ruido semejante al de aquella en que murió mi yerno.
Incorporado en la cama, descubrí también esta vez, en-
tre las sombras, dos ojos que me acechaban...
Antes de que yo tomara resolución alguna, penetró
de puntillas Ana Felisa en mi habitación, y llamó im-
EL PERRO INTERIOR 57

penosamente a Willy. El perro fantasma la obedeció,


como contra su voluntad. Todo volvió después a quedar
en silencio.
Al día siguiente pregunté a mi hija si había entrado
en mi cuarto. Sonrojándose, repuso:
— Fui a ver si dormías, papá... Me pareció que te
habías levantado...
Desde ese día comencé a ver al perro fantasma casi
a todas horas. Se me presentaba de una manera indecisa,
vaga, casi inmaterial; pero siempre hostil, siempre ame-
nazador. Lo cierto es que comenzó a perseguirme. No
me dejaba acercarme a mi hija, sin abalanzarse sobre
mí, con las fauces abiertas y los ojos centelleantes. A
duras penas podía ella contenerlo.
Sin guardar reserva sobre punto tan escabroso, dije
a Ana Felisa:
— Hija, tu perro no me quiere. Desea alejarme
de ti...
Después de una pausa, Ana Felisa repuso:
— Es cierto, papá. Si yo pudiera elegir entre él y tú,
te elegiría a ti; no lo dudes. Por desgracia, Willy me ha
de seguir hasta la muerte... Te ruego que me perdones,
porque esto debe amargarte la vida.
De tal modo me la amargaba, que me la iba haciendo
insoportable. La persecución me iba a volver loco. Para
que esto no sucediera, la misma Ana Felisa me aconsejó
que saliese a viajar. Ella se quedaría sola con su perro
fantasma. De tarde en tarde, podría yo venir a Buenos
Aires a hacerle una visita. Del mal, el menos.
No tuve otro remedio que seguir el prudente consejo.
Por esto he abandonado mi laboratorio y mis libros, y
héteme aquí convertido en una especie de judío errante.
Puesto que me lo permiten mis recursos, busco en mis
58 C. O. BUNGE

peregrinaciones por el mundo, si no el descanso, una


tregua y paliativo a mis penas y preocupaciones.
Lejos de mi querida e infortunada hija, el perro
fantasma deja de perseguirme. Usted supondrá, por con-
siguiente, que se trata de un fenómeno complejo de alu-
cinación y de sugestión. Yo no lo creo. Para mí se trata
de un caso curioso de supervivencia.
Ahí tiene usted, mi buen amigo, justificada mi con-
ducta, ya que no del todo explicada. Abrigo la esperanza
de que usted ha de disculparla, sin achacarlo todo a va-
pores, neurastenia o locura. Tengo conciencia de que
conservo la plenitud de mis facultades. No obstante, como
sufro demasiado, mi salud peligraría si me dedicara a
analizar y a resolver científicamnete el caso que le he
expuesto. Usted, que es joven y estudioso, puede inten-
tarlo. Ha de ver más claro que yo, como los jugadores
que observan desde afuera una partida.
VIAJE A TRAVÉS DE LA ESTIRPE
I

TERESA

Lector, si eres bueno, deseóte con toda el alma que


jamás hagas sufrir, por tus caprichos y genialidades, a
un ser débil y querido. Piensa que algún día puede mo-
rirse en tus brazos. Piensa que entonces, al verle morir,
sabrás que en la vida hay también penas del infierno.
Sabrás que ciertos recuerdos suelen convertirse en víbo-
ras del remordimiento, que hacen su nido al calor de
nuestros pechos, para clavarnos en el corazón sus agu-
dos y ponzoñosos colmillos.
Fué al sentir agonizar a mi esposa entre mis brazos,
cuando por primera vez comprendí las angustias de esos
remordimientos... ¡Teresa se moría! ¿Para qué me servía
ahora mi clínica tan ponderada? ¿Para qué mis largos
estudios, mis obras y experimentos, mis teorías y drogas?...
Desahuciada por la ciencia, la religión le prestó sus
últimos auxilios. Después del médico, el sacerdote. Había
confesado, comulgado y recibido los Santos Óleos. Sus
ojos fluctuaban sin mirada, crispábanse sus manos sobre
las sábanas, su boca se contraía en un gesto de supremo
dolor, ¡y ya se iba, ya se iba para siempre ella, la pálida
y silenciosa peregrina de este valle de lágrimas!..
«¡Adiós, Teresa, mi dulce y resignada compañera! Te
62 C. O. BUNGE

alejas de mí como hacia mí llegaste, con las manos llenas


de rosas, las rosas del perdón. Tu yo, que era efímera
ilusión de tu organismo, va a extinguirse en la eternidad,
con tu última sonrisa. Tu cuerpo, tan casto y tan fe-
cundo, tu cuerpo de esposa y de madre, no será ya más
que pasto de gusanos. De tu gallarda figura no quedará
pronto más que un puñado de ceniza... ¡Adiós, alma de
mi alma, carne de mi carne, sangre de mi sangre, oh Te-
resa!» Así exclamé, sollozando y bebiéndole en los labios
el postrer aliento.
Al arrodillarme después al pie del que antes fuera
nuestra tálamo nupcial, ahora su lecho mortuorio, pasó
rápido por mi mente el recuerdo de nuestra vida común.
Había sido ella la amante y el amigo. Nuestro matrimonio
pudo ser el más armónico y feliz, si no hubiera venido a
turbarlo, ¡ay, en mal hora!, la pésima índole de nuestros
cuatro hijos. Sus desmanes y faltas habían amargado
nuestros últimos años... ¡Y de esta amargura moría mi
pobre, mi adorada, mi única Teresa!
Es que no sólo sufría por sus hijos. Ahora, yo mismo,
desventurado de mí, comprendo cuánto contribuí a
exacerbar sus penas. Acaso he sido el principal autor de
su muerte. ¿Cómo? Avergüénzome de recordarlo...
Nuestro enlace fué de amor. Por amor me casé con
ella, pues su posición social era inferior a la mía. Por
amor se casó ella conmigo, no siendo avara ni ambiciosa.
Su modesta y sensible naturaleza no le dejaba otro pa-
pel en la vida que el de mujer de hogar. ¡Y mujer de
hogar había sido, y virtuosísima!
En los primeros años de casamiento, no sólo nos
queríamos, sino también nos respetábamos. Sus gustos
eran mis gustos, mi voluntad era su voluntad. Nunca
habíamos tenido ni la menor contradicción o diferencia...,
VIAJE A TRAVÉS DE LA ESTIRPE 63

hasta que nuestros hijos crecieron y demostraron, ¡ya


incurablemente!, sus sentimientos plebeyos y bajas pa-
siones.
Al principio marchábamos de acuerdo sobre su co-
rrección y disciplina. Pero, con el andar del tiempo, brotó
en mi alma una idea venenosa, como semilla que cae
en campo fértil...
Recordaba yo que mi finada madre opuso decidida
resistencia a mi casamiento. «Una mujer de tan humilde
origen como Teresa — me decía — , no podrá hacerte
feliz, pues no te dará jamás hijos dignos de ti... Los ca-
balleros nacen de damas y no de criadas.» Atribuyendo
yo esa oposición a un desmedido orgullo de casta, supe
vencerla... ¡Era tan buena y tan graciosa Teresa, a pesar
de su cuna! Porque, en efecto, mi mujer había sido criada
de servir, o poco menos. No obstante, mi cariño supo for-
marla y educarla. ¿Qué maestro más eficaz que el Amor?...
Mas he aquí que un día la experiencia parecía dar
razón a mi madre: ¡mis hijos no resultaban dignes de
mí! Francisco, el mayor, era un borracho consuetudi-
nario; Luis, el segundo, sabía apenas leer; el tercero,
Fernando, era débil de espíritu; el último, Pedro Ignacio,
valía aún menos que los demás... Y en todos eran típicas
la pereza y la amoralidad. Tales habían nacido. La es-
merada educación que yo les diera resultó vana, y me
temo que hasta contraproducente...
Orgulloso como me sentía de mis abuelos, hidalgos
en Castilla y patricios en América, no podía atribuir a
la herencia de mi raza la inferioridad de mi prole.
¿Cuál sería, pues, la causa eficiente de esta inferioridad,
sino la plebeyísima sangre de mi esposa?... Y la palabra
de mi madre, felizmente muerta antes de que crecieran
sus nietos, repetíase en mis oídos como las voces de un
6 4
C. O. BUNGE

disco único en el metálico pabellón de un fonógrafo:


«Teresa no te dará hijos dignos de ti. Los caballeros
nacen de damas y no de criadas...»
La preocupación de que mi esposa era la involunta-
ria culpable de los vicios y yerros de mis hijos, llegó a
hacerse en mí casi una idea fija. Y lo peor fué que, en
hora de exasperación, sin poderme dominar, se la eché
en cara, acerbamente... ¡Ella, la infeliz, habíala adivi-
nado ya, y se desolaba en llantos solitarios, como abo-
chornada por falta inconfesable!
Una vez hallada la forma de desahogarme al incul-
parla, continué inculpándola con ocasión de los fre-
cuentes desórdenes de nuestros hijos. Teresa escuchaba
mis palabras vibrantes de cólera, siempre en silencio, son-
riendo con mortal tristeza. ¡Y era tanta mi propia pena
de padre, que yo no veía su pena de esposa!... Sólo ahora
comprendo cuan injusto y egoísta es a veces el dolor.
Una vez, como yo me extralimitase en una explo-
sión febril, ella me dijo mansamente, con su trémula
garganta de cristal:
— Tienes el pecado del orgullo, Lucas. ¡Y Dios puede
castigarte!
Yo le repliqué pronta y dolorosamente:
— ¿Qué más castigado de lo que estoy?
Después de una pausa, con la entonación de una si-
bila, lentamente y como pensando las palabras:
— Más castigado serías — me contestó — si Dios te
demostrara que es tu raza y no mi raza la causa de la
triste degeneración de nuestros hijos...
— Dios, si existe, no demuestra lo imposible...
— Para Dios no hay nada imposible.
Por toda respuesta me reí con sarcasmo... Así, por
el sarcasmo, solían terminar mis admoniciones, pues su
VIAJE A TRAVÉS DE LA ESTIRPE 65

mansedumbre, lejos de calmarme, irritaba más y más


mi delirante mordacidad. Y cuando esta mordacidad ra-
yaba en despiadada burla, ella plegaba la triste sonrisa
de sus labios, dando a qu rostro una máscara pálida e
impávida, con la mirada indecisa y como fija en inson-
dables lejanías...
Entonces parecía no oírme. Sin embargo, me oía,
¡me oía siempre, con el alma desgarrada y sangrando!...
Me oía y oyó hasta desesperarse y caer aniquilada y ago-
nizante... ¡Y yo, al cabo, comprendí la neurótica cruel-
dad de mi conducta, cuando era demasiado tarde, cuando
ella se moría en mis brazos! Perdóname, Teresa, ¡oh es-
trella de mi vida! Desde que te apagaste, sólo reinan
sombras en mi camino. ¡Perdóname, pue~, y espera, que
pronto iré a reunirme contigo, en el valle de la Muerte!...
Su enfermedad física no tuvo nada de particular.
Murió de cualquiera de esas dolencias de órganos vita-
les que nosotros los médicos, ¡los sabios!, llamamos con
sus bárbaros nombres técnicos y calificamos de graves.
Fué en el período agónico cuando se produjo su raro caso
de lo que eruditamente se denomina euforia, el curioso
fenómeno de la suprema lucidez mental de ciertos mo-
ribundos. Fué en plena agonía cuando ella se incorporó,
y me dijo, con voz tan desfalleciente, que la percibí más
con el alma que con el oído:
— Muero con una esperanza, Lucas... Muero con
la esperanza de que Dios te ilumine antes de que aban-
dones la tierra, y te demuestre con tu propia ciencia,
que no es mi humilde cuna la causa de la miseria de tus
hijos. ¡Lo verás, lo verás, dejando entonces de maldecir
mi nombre y mi memoria!... Yo te he querido sobre to-
das las cosas, Lucas, y ahora mismo, al morirme, ¡Dios
me perdone!, mi mayor deseo es recuperar tu aprecio,
L A SIREHA. 5
66 C. O. BUNGE

para que me sigas queriendo después de la muerte. ¡Hasta


pronto, Lucas!
Cubriéndole las espirituales manos de besos y de lá-
grimas, yo balbucí incoherentemente:
— Nada me importa ya de mi ciencia... Muerta tú,
Teresa, ni mis hijos me importan... Y ellos ya se corre-
girán, con el tiempo...
— No, nuestros hijos no se corregirán — interrum-
pió la moribunda — . Bien lo veo. Ellos infamarán nues-
tro nombre, tu nombre... Eso no tiene cura. Pero tú, tú
me interesas más que ellos; ya ves como, despedida ayer
de ellos, hoy no los llamo. ¡Y si tú te alejaras de mí,
Lucas, moriría desesperada!
— En la vida o en la muerte, yo no me apartaré de
ti — le repuse, arreglándole la cabellera, que le caía sobre
el rostro...
Su pulso pareció detenerse, y ella, con voz tan débil
que se diría un eco de otros mundos, murmuró aún:
— ¡Dios me ha oído!... ¡Dios me ha oído!... Y tú sa-
brás, Lucas, tú sabrás...
II

EL VOTO DE TERESA

Algo sobrehumano se produjo entonces en mí. ¿Cómo


definirlo, cómo expresarlo siquiera?... Era una sensación
de pesadilla... Evidentemente, yo comprendí que ella, la
compañera de mi vida, el alma de mi alma, se moría...
Y, sin embargo, en vez de estallar en sollozos, una ale-
gría triste y como luminosa me embriagó, llenándome
de paz. Diríase que Teresa me comunicaba su euforia,
su videncia de agonizante...
De rodillas, al borde del lecho, dejé caer mi cabeza
sobre las colchas. Estuve así largo rato. Y, más con el
alma que con el cuerpo, oí que Teresa me decía:
— Ha llegado el momento de demostrarte cuan in-
justo has sido conmigo. Los bajos instintos de nuestros
desgraciados hijos han sido heredados, más que de mis
plebeyos padres, de tus aristocráticos abuelos. Ha lle-
gado el momento de que conozcamos toda la verdad.
Yo lo he pedido a Dios para que tú respetes mi memoria.
Y Dios ha escuchado mi voto.
— ¿Qué te ha concedido Dios? — pregúntele, po-
niéndome de pie, sin saber lo que hacía y decía, como en
un sueño.
Ella repitió:
68 C. O. BUNGE

— Ya lo sabrás, Lucas.
Asaltado por súbita idea, exclamé entonces:
— ¡Ah, ahora comprendo! No te has podido separar
de tu esposo, esposa querida, y me llevarás en cuerpo y
alma al valle de la Muerte. ¡Esta es la especial gracia que
Dios te ha concedido!... ¡Feliz idea tuviste al pedirla, por-
que yo tampoco hubiera podido separarme de ti!
Ella meneó negativamente la cabeza, y repuso:
— Nadie morirá antes de su hora. Nadie entrará antes
de morir en el valle de la Muerte...
— Si es así, ¿adonde me llevas? ¿Te irás tú para la
eternidad y me dejarás solo y . perdido?... — pregunté
angustiosamente, mirando las sombras que me rodeaban.
— Muy pronto debo, sí, dejarte solo en el mundo.
Pero antes de que yo exhale mi último suspiro, harás el
viaje más portentoso que cabe imaginar...
— ¿Serás tú mi guía?
— No. Yo esperaré tu vuelta aquí, en mi lecho de
muerte —. Y al cabo de un instante, díjome Teresa,
como Jesús a Lázaro: — Levántate y anda.
Obedecí como un sonámbulo. Andaba yo, casi a tien-
tas, por una senda opalina y sonrosada. A ambos lados
se extendían profusas y algodonosas nubes, que soles
invisibles teñían caprichosamente con todos los tintes
del iris: azul, anaranjado, amarillo, violeta, blanco, rojo...
Marchando solo por aquella senda, exclamé acongo-
jado:
— ¿Adonde voy?... ¿Adonde me mandas, Teresa?...
¿Qué voto has hecho al Altísimo, para que yo emprenda
tan extraña peregrinación por mundos ignorados?
Una voz lejana, muy lejana, que reconocí como de
mi pobre esposa, me respondió suavemente:
— Prosigue tu camino.
VIAJE A TRAVÉS DE LA ESTIRPE 69

— ¿Quién ha de guiarme, Teresa — torné a pregun-


tar — , si tú no me guías?...
La voz repuso, cada vez más tenue, perdiéndose a
lo lejos:
— ¿Cómo he de guiarte yo, pobre e ignorante mu-
jer?... Otro conductor más sabio te dará el Todopo-
deroso.
Miré a mi alrededor y vi por tedas partes un desierto,
poblado apenas de luces y de sombras. Sobrecogido y
abrumado, grité entonces:
— ¡Teresa!... ¡Teresa, esposa mía!... ¿Dónde estás?...
Nadie respondió a mi llamado, y me sentí desfallecer
en aquel limbo indescriptible. Creí llegar al fin de mi
existencia y encomendé mi alma a Dios. No bien había
terminado mi oración mental, cuando se adelantó hacia
mí, vestido con un sayo de lino, un anciano alto y delga-
do y de larga barba blanca, reluciente calvicie, fisono-
mía irregular y ojos inteligentes.
Ocurrióseme que fuera el mismo Jehová... Pero no;
¡Jehová no podía tener un rostro tan humano, tan fea-
mente bello!... Luego recordé, no sé cómo, a Moisés...
Y deseché asimismo esta idea. Moisés debía presentar
aspecto más sereno y primitivo... La fina complexión,
la frente alta y la penetrante mirada de aquel hombre
anunciaban más bien a un contemporáneo mío, acaso
a un tipo futuro... ¡Yo había visto esa cara, sí; en alguna
parte yo había visto esa cara!...
Antes de que pudiera yo balbucir una palabra, el
anciano me dijo:
— Por especial gracia de Dios, otorgada a pedido de
tu virtuosísima esposa, tú harás, Lucas, el viaje más
extraordinario que hizo jamás un ser humano en su breve
y miserable existencia terrenal. Yo seré tu guía.
7o C. O. BUNGE

Sin comprender, miré absorto al anciano, y él me


preguntó:
—¿No me conoces?
Por su tipo, por su voz, por algo vago e indefinible,
se me ocurrió que aquel hombre era un inglés, acaso
alguna grande y pura gloria de Britania, escapada fiost
mortem de su mausoleo de la abadía de Westminster...
— He tomado a usted por el mismo Jehová —le dije —;
pero ahora veo que usted es un simple mortal.
El se rió, interrumpiéndome:
—Lo fui, sin duda, lo fui...
— Creí haberle conocido en vida...
— De nombre, seguramente, ya que de tus hombros
cuelga la toga del universitario.
Miré mi indumentaria y vi que, efectivamente, armo-
nizando con el austero conjunto, yo llevaba, en vez del
trivial traje burgués, una antigua toga talar de las que
todavía se usan en la universidad inglesa donde había
sido graduado. Por eso repuse al anciano:
— Es cierto, fui universitario, puesto que soy médico.
Se hizo una pausa. Y de pronto surgió en mí, como una
chispa, una idea extravagante:
—¡Sí!... ¡Sí!... Yo he visto muchos retratos suyos...
¿No sería usted Darwin, el glorioso ex subdito de S. M.
B., mister Carlos R. Darwin, M. A., F. R. S., etc.?
Y el anciano repuso, como halagado de ser recono-
cido:
— En efecto, soy Darwin.
III

DARWIN

— ¿Es posible?... — exclamé — . Pero Darwin ha


muerto hace ya muchos años...
— En 1882.
Después de una pausa, el anciano insistió:
— Morí en 1882, y, no obstante, Darwin soy en per-
sona.
— Algún, descendiente del gran naturalista... — agre-
gué yo, por decir cualquier cosa.
El repitió, simplemente:
— Digo que soy Darwin, el autor del Origen de las
especies y de la Descendencia del hombre.
Aunque yo había previsto esta contestación, mi asom-
bro crecía...
— Mejor dicho — aclaró el anciano — , soy la som-
bra... o el alma... del que en vida se llamó Carlos R.
Darwin.
Ante esta autopresentación, me incliné con la cor-
tesía que corresponde a un caballero. Recordé el encuen-
tro de Dante Alighieri con su maestro Virgilio, que iba
a guiarle a través del infierno y del purgatorio. Y, pa-
sándome las manos por los ojos, me pregunté de nuevo
si soñaba...
72 C. O. BUNGE

— No cabe duda — dije en voz alta, hablándome a


mí mismo — ; esto es un sueño.
Y el anciano, con amable indulgencia, repuso:
— La vida es siempre un sueño.
Sí, un sueño. Mas un sueño coherente y lógico, y lo
que yo ahora paso es disparatado y absurdo... Quienquiera
qué usted sea, hombre o fantasma, dígame: ¿qué rela-
ción puede haber entre usted y los votos que hizo mi
mujer a su Dios, el Dios de los católicos?... Yo creía que
Darwin fué un ateo impenitente...
— Ante todo, debo manifestarte que el subdito de
S. M. B., mister Carlos R. Darwin, no ha sido el ateo
materialista que con frecuencia se supone... Era de fa-
milia cristiana y sabía orar.
— Pero su teoría...
— Su teoría misma no es tan antirreligiosa como pre-
tenden comentadores y críticos superficiales. En el origen
de la Vida, o de la Materia, o de la Fuerza, Darwin siem-
pre halló un Principio Desconocido, que puede llamarse
Dios. Y, en su fuero íntimo y secreto, él adoraba a Dios,
al Dios de sus abuelos. Por esto, tal vez puede ahora su
sombra... o su alma... venirte a buscar, en virtud de
una orden del Ser Supremo.
— No comprendo...
— Cosas hay que el hombre no podrá comprender
jamás, y que, sin embargo, concibe... Acepta los hechos
como son, y sigúeme.
— Con el mayor gusto, ¡oh, maestro!... Según he
creído comprender, usted me guiará en un viaje extra-
ordinario... ¿Cuál será, pues, nuestro viaje?
— Viajaremos a través de tu estirpe — . Y, como yo
no comprendiera esta respuesta, Darwin me la explicó
claramente — : Vamos a recorrer, en breves horas, si-
VIAJE A TRAVÉS DE LA ESTIRPE 73

glos de siglos. Observaremos la génesis de la Tierra y el


comienzo de la Vida. Veremos cómo, en un principio, se
formó sobre la superficie que cubría el planeta la primera
materia viva. Esta materia llegó pronto a organizarse
en seres vivos todavía simplísimos. Estos seres represen-
taban él germen de todas las especies organizadas: plan-
tas y animales. Los primitivos seres unicelulares formaron
seres policelulares, que, flotando sobre el Océano, cons-
tituyéronse luego en peces vaga y débilmente vertebra-
dos. Ciertos peces, cuando emergieron las primeras tie-
rras, evolucionaron hasta adquirir caracteres de saurios
o lagartos. De los saurios veremos surgir los mamíferos;
de los mamíferos, ¡el hombre!
— ¿Qué oigo, maestro?— prorrumpí deslumhrado por
la perspectiva de tan interesante viaje — . ¿Me será per-
mitido escudriñar el origen de las especies y leer el libro
de la vida desde su primera página? ¿Es cierto que ante
mis miserables ojos mortales pasará vertiginosamente
la creación, como la cinta de gigantesco cinematógrafo?
— Cierto es. Ello te sucederá, como te he dicho, por
singularísima merced, que ha concedido, en el trance
de su agonía, a tu mujer el plenipotente Dios de sus ora-
ciones. El te lo permite. Va a demostrarte que has sido
injusto con la madre de tus hijos, puesto que, para expli-
car su degeneración, bastan tus propios abuelos, sin con-
tar los de ella... Por intercesión de tu Teresa, llegarás a
conocer algo del Misterio de la Vida, así como Dante ex-
celso conoció, sin duda, por obra de la Beatriz que le
inspiraba, algo del Misterio de la Muerte.
— Pero, debo confesarlo — repuso a Darwin — ; con
esto no se me inflige castigo alguno. Al contrario, nada
me será más grato que nuestro viaje retrospectivo. ¡Antes
será premio que pena!
74 C. O. BUNGE

— Teresa era demasiado generosa para castigar a


nadie. Tengo para mí que ni el mismo Dios de los cris-
tianos castigará en definitiva, pues los errores y pecados
de los hombres provienen de una fatal concatenación de
causas y no de su propia iniciativa... En todo caso, me
temo también que nuestro viaje no te sea tan grato como
supones. Sufrirás dolorosos terrores, al contemplar las más
hórridas escenas que haya visto un hombre de tu siglo.
— ¿Qué me importan — exclamé con arrogancia —
los más dolorosos terrores, si llegaré a descubrir la esen-
cia de la vida, a conocer lo Incognoscible?
Darwin se acarició melancólicamente la larga barba
blanca con su diestra descarnada, y me dijo:
— ¡También te equivocas si crees que conocerás esa
causa causarum, que mi genial discípulo Heriberto Spen-
cer ha llamado lo Incognoscible! Lo Incognoscible está
fuera del alcance de las limitadas fuerzas humanas. Nada
conocemos que no esté en nuestros sentidos y nuestra
inteligencia, ¡y nuestra inteligencia es débil, y más débi-
les aún son nuestros sentidos, por más que reforzamos
la una con los pensamientos ajenos y los otros con apa-
ratos complicados e ingeniosos! Un pensamiento ajeno,
no es más que un pensamiento humano. Un ojo, no será
nunca más que un ojo, por más que use lentes, micros-
copios y telescopios. El infinito sobrepasa inmensamen-
te a nuestra relativa capacidad. Ni por un momento, al
exponer el origen de las especies, creí haber resuelto el
problema del origen de la Creación. La gran incógnita
persiste y persistirá siempre. De ahí que coexistan dos
mundos: el de los fenómenos y de la ciencia, el humano,
y el de los mitos y de la religión, el superhumano. La re-
ligión y la ciencia constituyen dos rutas paralelas que,
al menos por ahora, no han de encontrarse...
VIAJE A TRAVÉS DE LA ESTIRPE 75

Dicho esto, Darwin y yo nos pusimos en marcha,


mientras yo agregaba, para demostrar mi excelente in-
formación:
— Siempre he pensado que la Iglesia Anglicana dio
pruebas de admirable buen sentido y elevado criterio al
hacer a usted gloriosos funerales, y al sepultarle junto
a Newton, en la abadía de Westminster...
— Sin duda, un pueblo varonil e intelectual debe esti-
mular a los presentes y futuros hombres de pensamiento,
honrando la memoria de los que se produjeron en el
pasado. Más que a la Iglesia Anglicana, al pueblo inglés
debo y agradezco esos honores. ¡Mi vida entera fué con-
sagrada a su gloria científica!
— Si ese pueblo inglés profesara la religión católica,
la Iglesia habría excluido a usted de la abadía de West-
minster...
— La Iglesia Católica me toleraría, como tolera hoy
a Galileo. La evolución de las especies es ya casi tan evir-
dente como la redondez de la tierra — . Y, tras una breve
pausa, continuó, bajando la voz, hasta el punto de que
apenas le oía: — Además, yo no he atacado a Dios. El
hombre es un enemigo demasiado pequeño para Dios.
Por mucho que descubra y comprenda, repito, nunca
descubrirá ni comprenderá el Principio y el Fin. Y el
Principio y el Fin son siempre Dios, ¡la religión! Por eso,
y tan felizmente para el alma mística del hombre, Dios
queda todavía en su trono; ¡Dios estará eternamente en
su trono!
— Lo creo. Si el hombre, con su nuevo desarrollo
mental, comprendiera hoy lo incomprensible de ayer,
inventaría lo incomprensible de mañana.
Al oír esto, Darwin me miró con extrañeza, dicién-
dome:
76 C. O. BUNGE

— Tienes el espíritu filosófico del hombre de un si-


glo, el x x , en el que yo no he vivido. Y quizá tengas ra-
zón. El hombre lleva a Dios en sí mismo. Lleva en sí
mismo la aspiración de crear a Dios, en el mundo de su
inteligencia. La psicología de Dios es así parte de la psi-
cología del hombre. ¿Cómo negar entonces a Dios, sin
negar al hombre?...
Y, continuando esta instructiva plática, mi guía y yo
adelantamos a lo largo de un extraño sendero de piedras
calizas y metálicas, negruzcas y argentinas, que se abría
entre las montañas y las sombras. Ante mi espíritu pa-
saban raros e indecisos panoramas. Pero no me sorpren-
dían. Nada me sorprendía ya. Como durante el sueño,
las improvisaciones más rápidas y las paradojas más ab-
surdas me parecían lógicas y naturales. Todo lo compren-
día como instintivamente. Cuanto observaba me parecía
un simple recuerdo de cosas anteriores. Y mis sentidos,
sobre todo mi vista, se aguzaban como los de un animal
nocturno que rastrea famélico su presa en una noche de
invierno.
IV

LA GÉNESIS

La sombra se iba cada vez haciendo más densa. Cuan-


do llegó a la obscuridad completa, nos detuvimos... Quise
hablar, y, en ese instante, el espacio se inundó de luz. Vi
entonces que mi guía y yo nos hallábamos al borde de
un inmenso abismo, sobre una como plataforma de piedra,
que nos servía de observatorio. En medio del éter univer-
sal giraba una inconmensurable masa luminosa. Luego
alargó ancha cauda de cometa, que se enroscaba como
una culebra.
— Es una nebulosa salida de la masa del sol; ¡es la
Tierra todavía incandescente! — me dijo Darwin.
Mudo de pavor, contemplé el fenómeno cósmico de
la solidificación del planeta, que, poco a poco, se apagaba
y enfriaba, rodando en el espacio. ¡Lástima que mi numen
carezca de expresión suficiente para describir el indes-
criptible espectáculo! Era como una loca orgía de llamas...
Sólo pude exclamar:
— ¡Qué miserable cosa es el hombre!
Y el maestro repuso:
— ¡La Tierra misma, aun el Sol y su sistema, bien
poca han de ser en el conjunto de lo infinitamente in-
finito!
78 C. O. BUNGE

Difícilmente pudiera yo calcular el tiempo transcu-


rrido en contemplar aquella compendiadísima repro-
ducción de la génesis de la Tierra. •
— El tiempo es una noción tan relativa... — habíame
dicho el maestro — . Lo que ahora ves eñ momentos que
te parecerán minutos, ha tardado en producirse, no miles
de años, ¡millones de millones de siglos!
Efectivamente, mi espíritu se había desprendido de
todo concepto de duración; no concebía más que la an-
terioridad y la posterioridad, es decir, sólo se daba cuenta
del orden sucesivo de los fenómenos... Aun esta sucesión
fenomenal tenía para mí mucho de inexplicable... Y
tanto que, sin saber cómo ni desde cuándo, vi súbita-
mente que a mis pies se deslizaba un sendero, una espe-
cie de puente rocalloso tendido a través de las tinieblas
del espacio. Por allí nos encaminamos hacia la Tierra,
en forma suavísima y como incorpórea...
La enorme masa de materias incandescentes que com-
ponía la nebulosa terráquea había apagado su luz pro-
pia, y ya no reflejaba sino la del Sol. El incendio univer-
sal parecía condensarse ahora en gases tan espesos como
si fueran líquidos. A su vez, los gases se transformaron
en una avalancha de aguas azuladas, que cubrió toda la
costra del planeta. A este océano descendí, llevado por
mi guía, y caminé sobre él, como el apóstol Pedro sobre
la superficie del lago.
Pronto se formaron islotes, acá y allá. El maestro me
detuvo en uno de estos núcleos de piedras y arenas, y
me mostró la vida que nacía en el seno de aquellos mares
tibios y sin orillas, formando pequeños seres, casi invi-
sibles aún. Reunidos después en miríadas, aparecían ante
mis ojos estupefactos como una gran mancha rojiza que
flotaba sobre las aguas.
VIAJE A TRAVÉS DE LA ESTIRPE 79

— He ahí, en esas células vivientes — me dijo el


maestro — , el primero de tus antepasados.
—Animal o vegetal...—añadí yo a modo de comple-
mento.
—Por ahora—aclaróme el maestro—no es ni animal
ni vegetal. Es un simple núcleo de organismos celulares
que hallan en el mar las substancias químicas indispen-
sables para su alimentación.
— ¿Y cómo se ha formado la vida de estas células
vivientes?
— Pienso que por mera transformación de energías
físicas y químicas.
— Si es así, ¿podrá alguna vez el hombre, en sus la-
boratorios, producir experimentalmente la vida?
— Seguramente — repuso Darwin después de una
pausa —; al menos mientras se trate, no ya del compli-
cado homunculus que pretendieron fabricar los alqui-
mistas de los siglos medios, sino de la manera más sim-
ple y originaria del ser orgánico. Hay que principiar por
el principio.
Durante nuestra conversación había cambiado un
tanto el aspecto de aquel océano que cubría aún toda la
superficie de la Tierra. Los densos vapores que antes se
arrastraran tan perezosamente rozando las aguas, levan-
tábanse ahora algunos pies, para caer luego en grandes
gotas de lluvia. Al contacto de esta lluvia, los que diría
almacigos de animalillos vivos, se desplegaban y di-
solvían.
— Mira ahí el primer modo de la selección natural
— me dijo el maestro — . El líquido que cae como lluvia
parece un mal elemento para esas pequeñas partículas
vivas que nacieron en el agua marina. Casi todas mueren
al contacto del agua dulce que las inunda. Sólo sobre-
8o C. 0. BUNGE

viven unas pocas, que serán los verdaderos ascendientes


délos organismos vegetales y animales. Tal vez otras ha-
yan escapado hacia el seno del océano, adaptándose allí.
— Ha hablado usted de organismos animales y vege-
tales — observé a Darwin —. ¿Cuál de estas dos catego-
rías fué la primera en formarse?
Después de meditar un instante, me contestó mi guía:
— No hay diferencias esenciales entre las plantas y
las bestias. Las plantas tienen también su psicología y su
voluntad. La distinción de los dos «reinos» de seres vivos
es un tanto arbitraria; se refiere más bien a la morfología
que a la vida misma... En todo caso, te diré que los seres
marinos, animales y vegetales, fueron anteriores a los te-
rrestres, como puedes ahora observarlo. Más tarde, cuan-
do las aguas vayan separándose y descubriendo nuevas
tierras cubiertas de humus fértilísimo, estas tierras serán,
singularmente propicias al desarrollo de las plantas. El
«reino» vegetal adquirirá antes que el animal un desarro-
llo máximo, del que las selvas vírgenes de los trópicos ac-
tuales pueden apenas dar una pobre idea —. Y, exten-
diendo el brazo, agregó —: Observa, entretanto, las va-
riadas formas vivas, animales-vegetales, que pululan so-
bre la superficie del mar. Estamos ya en el período cam-
briano.
Miré a mi alrededor, y quedé maravillado y suspenso.
Las aguas y las tierras nacientes estaban ahora pobladas
por profusos y curiosos seres vivos. En ciertas partes, gru-
pos de organismos animales-vegetales formaban nume-
rosas islas. Eran verdaderas selvas de movedizas y gela-
tinosas medusas. El sol del mediodía las irisaba con tin-
tes tan vivos y reflejos tan intensos, que, para atenuar su
rigor, tuve que llevarme la mano a los ojos y bajarlos...
Y si brillante era el espectáculo que me deslumhraba,
VIAJE A TRAVÉS DE LA ESTIRPE 81

fué más brillante aún el que vi desenvolverse a mis pies,


bajo las aguas. Diríase el palacio del hada del océano, en
la ciudad de las sirenas. Bajo la plácida superficie, entre
el verdoso y rojizo follaje de las algas, dibujábanse varia-
dísimas construcciones de corales y de esponjas. Nada
más delicado. Nunca la imaginación de la princesa She-
rezade pudo soñar más bello panorama. Mostrándomelo,
Darwin me dijo una sola palabra:
— Trabajan.
— ¿Quiénes? —pregunté—. ¿Son nereidas y tritones
invisibles?
— ¿Para qué inventar seres fantásticos — me contes-
tó el maestro sonriendo — , si la mente humana no podrá
nunca crear algo más maravilloso que la Naturaleza
misma?
— ¿Pero quiénes trabajan?... ¿Para qué trabajan?...
— Trabajan formando inconscientemente las tierras
y las montañas que deben elevarse del fondo de los mares.
Trabajan para construir, grano por grano, molécula por
molécula, los ricos territorios donde el hombre sentará
más adelante su cultura — . Y, como yo no comprendie-
ra todavía, Darwin agregó — : Con las materias calcá-
reas tomadas del agua, estos modestos animalitos fabri-
can los corales, y levantan sus inmensos edificios subma-
rinos, que, con el correr de los tiempos, constituirán islas,
penínsulas, continentes.
Al comprender al maestro, me sentí como sobrecogi-
do de espanto, pensando en aquella portentosa labor rea-
lizada por seres tan pequeños, por seres invisibles, en el
silencio y el anónimo del mar. Y pensé cuan pobre cosa
iba a ser, ante la prolija construcción de aquellas tierras
futuras, la tan ponderada obra de las pirámides, que le-
vantarían luego los orgullosos Faraones del Egipto.
L A SIRENA; 8
V

LAS PRIMERAS ESPECIES

En nuestro vertiginoso viaje, pronto vimos iniciarse


los primeros organismos ya más nítida y francamente ani-
males. Las aguas y las tierras se poblaban de equinoder-
mos, de moluscoides, de moluscos, de cangrejos de todas
formas y tamaños. Llamaron mi atención pesadas ostras
y caracoles gigantescos, y especialmente ciertos pulpos
monstruosos, que parecían los verdaderos reyes de los
mares.
Hasta entonces el tiempo había fluctuado como inde-
cisamente entre la bonanza y la tormenta. Tan pronto
llovía y tronaba, como aparecía un sol radiante. La at-
mósfera estaba siempre cargada de agua y de electricidad.
Pero, cuando entramos en el período que los geólogos lla-
man siluriano, según me informó mi guía, se hizo más
neta la separación de las aguas y las tierras, y el aire pa-
reció más seco y frío.
— Observa el mar — me dijo el maestro—, y verás
la aparición de los primeros vertebrados: peces cartilagi-
nosos, acorazados ganoides que luego determinarán los
más antiguos reptiles.
Las clarísimas aguas marinas dejaban ver en su seno
animales pisciformes, que paulatinamente crecían en nú-
VIAJE A TRAVÉS DE LA ESTIRPE 83

mero y en volumen. En las costas abundaban conchas y


moluscos de las formas, tamaños y colores más varios. Y
en los islotes emergidos del océano se levantaban, a ve-
ces hasta las nubes, toscas plantas acuáticas. La vida
principiaba a complicarse sobré la superficie del planeta.
¡ Cuántas y cuan diversas especies de verdaderos mons-
truos marinos y anfibios vi formarse y surgir por doquie-
ra! Sólo una memoria sobrehumana podría retener sus
formas y describirlas. Apenas si distingo ahora, en el con-
fuso montón de mis recuerdos, tipos tan paradójicos como
los ictiosaurios y los plesiosaurios. Aquéllos se me presen-
taron como unas enormes ballenas con cabeza de coco-
drilo, y éstos, por su modo de nadar sobre las aguas, le-
vantando el alto y flexible cuello, que no carecía de cierta
elegancia feroz, parecían unos inconmensurables cisnes
de piel tersa y obscura, con cola y aletas natatorias.
Algunos de esos monstruos se trenzaban, entre las
olas, en mortales luchas para quitarse las presas o para
devorarse. Y, en estos casos, vi generalmente triunfar,
contra los mayores y más fuertes, otros más débiles y pe-
queños, pero mucho más ágiles y oportunos.
— Tal es la ley de la vida — díjome Darwin —. Todos
los seres organizados luchan con el fin de comer y de no
ser comidos. Los más aptos sobreviven, los menos aptos
perecen.
— Cierto — repuse —. Pero veo desaparecer las es-
pecies más grandes y feroces...
— Para dejar su sitio a otras más chicas y adaptables.
En la evolución, la regla general es el continuo aumento
de volumen, hasta morir por falta de alimento suficiente.
— Yo creía, por el contrario — repuse al maestro —,
que las especies disminuían de volumen al transformarse.
— Es éste un error muy generalizado — dijo Dar-
8 4 C. O. BUNGE

win —. Se piensa vulgarmente que las actuales lagartijas


provienen de los gigantescos caimanes del período secun-
dario, y que los leones y osos de nuestros días son hijos
degenerados de los leones y osos de las cavernas... Nada
más falso. Los animales descienden de antepasados cada
vez más pequeños. La lagartija actual, aunque derivada
del tronco primitivo y común de todos los lagartos, no es
nieta, sino sobrinanieta, de los colosales saurios de la épo-
ca de los reptiles. Ha de venir de otra lagartija, si me es
dado expresarme así, todavía más pequeña que ella y,
por de contado, más simple.
En este y otros instructivos diálogos caminábamos,
mientras veíamos aumentar más y más la superficie de
las tierras y alejarse las orillas del océano.
— Parece que el agua disminuye — murmuré, como
para mí mismo.
— Efectivamente — me aclaró Darwin —, el ele-
mento líquido es, y será cada siglo, cada hora, cada se-
gundo, menos abundante en su forma de mares y de ríos.
— Puede llegar, pues, el día en que los seres vivos se
mueran de sed...
— Sí. Puede llegar una época en que la vida vaya dis-
minuyendo y extinguiéndose sobre la tierra por falta de
agua; al menos la vida de los animales vertebrados. Me
temo que ello ocurra ahora en el planeta Marte. Parece
habitado por ciertos seres inteligentes que, en las épocas
de lluvias y de deshielos, represan cuidadosamente el
agua, cómo si fuera oro líquido. De ahí sus famosos ca-
nales, que, según observan los astrónomos, parecen cons-
truidos por inteligentes arquitectos.
— ¡Triste edad será esa!
Darwin sonrió al oírme, diciéndome:
— ¡No te alarmes!... Faltan muchos millones de siglos
VIAJE A TRAVÉS DE LA ESTIRPE 8
5

para tan ingrata época de lucha por la vida, que será de


lucha por el agua.
Por toda respuesta suspiré, pensando que, al fin y al
cabo, no era tan triste la edad en que me tocó nacer... Y,
como respondiendo a este mudo pensamiento, Darwin me
dijo:
— Cuando llegue ese período de sequía, ya la humani-
dad se habrá acostumbrado a él, puesto que no ha de ve-
nir de pronto. La vida se adapta a todo, cuando puede per-
sistir. Por eso nadie dirá que es mejor una época que otra.
Cada tiempo, para sus hijos. Para los hombres del si-
glo x x , ya adaptados por herencia, nada mejor que el
siglo x x . Para los de la prehistoria, nada mejor que la
prehistoria. Sería mortal desgracia, para un salvaje prehis-
tórico, nacer en nuestros días, o, para un hombre de
nuestros días, nacer en época salvaje. Son, pues, de com-
padecer ciertos individuos que por atavismo se retrasan,
como los imbéciles, por ejemplo, u otros que por el im-
pulso de su genio se adelantan y no son comprendidos.
— En general — agregué — , las neurosis, de cual-
quier género que sean, inferiores o superiores, hacen poco
adaptable al sujeto y, por ende, más o menos desgra-
ciado.
— Triste verdad es esa. Y, estudiando el caso de la
neurosis genial, diríase que, cuanto progresa el hombre
en inteligencia, disminuye en salud fisiológica...
— Si generalizamos demasiado — repuse yo, son-
riendo —, podríamos llegar a la conclusión de que la in-
teligencia es una enfermedad.
— En todo caso, es un sobreagregado o sobreprodu-
cido — sentenció el maestro —. Mira los dragones que
nos rodean. Fueron más inteligentes que las especies coe-
táneas, y, sin embargo, han perecido en la lucha por la
86 C. O. BUNGE

vida. No puede, pues, afirmarse que la inteligencia sea


siempre una ventaja...
Miré a mi alrededor, como me indicó el maestro, y me
creí descendido al último antro del infierno. ¡Estábamos
en el mundo de los reptiles!
Era de ver aquel espantabilísimo caos de dragones ma-
rinos y terrestres, que, según me dijo Darwin, pertenecían
al período jurásico de la era secundaria. Batallaban te-
rroríficamente indescriptibles formas colosales, entre las
que distinguí algunas variedades o especies de dinosau-
rios y de pterosaurios. También por los aires cruzaban
reptiles alados, como el pterodáctilo, que semejaban aves
de muy variados tamaños, aves con cola de lagarto, alas
de vampiro y colmillos de cocodrilo.
— Se diría el País del Miedo — murmuró mi guía.
— Sí, maestro — pude yo balbucear apenas.
— Nunca la imaginación de los hombres inventó nada
más horrible.
— Nunca — repetí como un eco —. Bien veo que es-
tas especies son harto más fantásticas que los fabulosos
basiliscos, unicornios y sirenas.
— Según lo que entiendas por «fantástico» — me rec-
tificó afablemente el maestro —. Estos tipos nos parecen
más extraños. Pero, en la evolución de las especies, son
productos naturales, es decir, posibles, según las leyes de
la Naturaleza, mientras que aquéllos otros que más tarde
inventará el hombre, son, en cuanto se apartan de éstos,
simplemente imposibles.
— ¿La vida es, por tanto, una fatalidad?
— La vida, parte del Universo, está regida por el de-
terminismo universal.
Después de pensar un momento en esta observación,
asaltado por súbita idea, pregunté a mi guía:
VIAJE A TRAVÉS DE LA ESTIRPE 87

— ¿Y el hombre? ¿Dónde está el hombre de este mun-


do de dragones?
Por toda respuesta, Darwin se agachó en la orilla del
mar, 'ornó con diestro movimiento un animalejo que na-
daba en la superficie, y me lo entregó. Maquinalmente
observé yo entre mis manos un pececillo como de una pul-
gada, de piel suave y sin escamas, que se agitaba colean-
do, con los redondos ojos muy abiertos... Y el maestro
me dijo:
— He ahí a uno de tus más remotos antecesores. Es
apenas un poco más que el anfioxo, el primer ser verte-
brado, el más inferior de los peces.
Yo comprendía apenas, mirando sorprendido al ani-
malejo, que se agitaba coleando... Lo miré con místico
recogimiento en sus ojos muy abiertos... Sentí en todo mi
cuerpo un intenso escalofrío, al pensar que en aquello es-
taba ya el germen de mi especie... Y lo coloqué después
suavemente en el agua, donde se alejó pronto, moviendo
su cola y sus aletas de renacuajo, para escapar del peligro
que le acechaba.
Y entre irónico y trágico, no pude menos de exclamar:
— ¡Salve, oh tú, abuelo de todas las grandezas del
porvenir!
VI

¡ADELANTE!

— Estamos — me dijo Darwin — en la larga edad


geológica que se llama generalmente mesozoica. Los geó-
logos, como recordarás, suelen dividirla en tres períodos:
el triásico, el jurásico y el cretáceo. Vamos, pues, a ver la
fauna y la flora de estas épocas, en las tierras que hoy se
denominan Europa.
— ¿Se diferencian mucho esos seres organizados eu-
ropeos de los propios de otros continentes? — pregunté
al maestro.
— La distribución de los mares y las tierras — repuso
Darwin — ha sido distinta en cada época geológica. Pro-
bablemente, en el período secundario había un gran con-
tinente del Sur, la Atlántida, Surlandia o Lemuria, que
se extendía entre Australia, América y África, y hubo
también otro u otros continentes del Norte, acaso situa-
dos entre América, Europa y Asia.
— ¿Y estos continentes se han transformado por su-
cesivos cataclismos?
— Nada de eso. Por causas continuas y graduadas,
como el acarreo de las aguas y la formación de ciertos
pequeños seres orgánicos. Estas fuerzas prosiguen siem-
VIAJE A TRAVÉS DE LA ESTIRPE 89

pre en la transformación del planeta. De ahí que se las


haya llamado «causas existentes».
— Convenido. Pero todavía no ha contestado usted,
maestro, a mi pregunta. Antiguo o moderno, ¿tiene cada
continente su flora y su fauna peculiares?
— Sin duda, y según las épocas, esto es, según su con-
figuración geográfica en cada época. La América del Nor-
te, por ejemplo, ha estado largo tiempo separada de la del
Sur. Ambas poseyeron, por consiguiente, especies muy
distintas, al menos hasta la época en que pudieron comu-
nicarse, acaso a principios del período cuaternario. En
cambio, Europa ha estado unida al África en aquellos
tiempos, por lo cual sus fósiles terciarios son semejantes
a los africanos.
— Y no debemos olvidar — terminé yo, para mos-
trar que comprendía el asunto — cuanto usted ha obser-
vado y enseñado, maestro, acerca de la difusión y propa-
gación de las especies a través de distintas comarcas y di-
versos climas y ambientes.
Llegada a este punto nuestra conversación, fuimos in-
terrumpidos por una copiosa bandada de animales harto
extraños, en parte saurios, en parte murciélagos, en parte
pájaros, que los paleontólogos llaman pterodáctilos. Se
dirigían a la orilla del mar, donde pululaban aún el ictio-
saurio, el plesiosaurio, el ramforinco y otros monstruos...
Como me sentía algo fatigado, acepté con júbilo una
invitación que me hizo Darwin, de sentarnos sobre un
tronco, a la sombra de un bosquecillo de palmas, cipreses
y araucarias. Bajo un sol de plomo, soplaba un viento hú-
medo y caliente. A nuestro alrededor zumbaban enormes
insectos, «los primeros de la creación», como me dijo el
maestro. Todo invitaba a la contemplación y al reposo de
la siesta en las selvas tropicales.
90 C. O. BUNGE

Aproveché aquella placidez mortal para decir a mi


guía:
— Lo que más me sorprende y atemoriza en los terri-
bles animales que hemos visto, es su silencio. Se arrojan
sobre la presa, luchan, aman y odian, siempre en silencio.
— El producir sonidos — contestó al punto Darwin — ,
no es propio de animales simples e inferiores. Los peces y
los moluscos son por lo general mudos, y mudos son tam-
bién una buena parte de los saurios y reptiles.
Quedamos otra vez callados, cuando hirieron nues-
tros tímpanos un silbo estridentísimo y unos graznidos
metálicos y crispantes. Pusímonos de pie, y presenciamos
temblando el espectáculo infernal de una lucha entre una
serpiente jaspeada, casi del largo y del grosor de un río, y
un pajarraco grisáceo, de formas extravagantes, de mo-
vimientos como dolorosos y de la altura de un árbol. El
pajarraco, armado de dientes como serruchos en el pico
y de púas como cuchillos en las alas y en las patas, defen-
día desde lejos una nidada de unos quince o veinte hue-
vos amarillentos puestos en la arena, al pie de una roca.
Con el cuello erguido y las pupilas fosforescentes, avan-
zaba la boa, mientras su víctima retrocedía, aleteando y
picoteando en el aire... A los ensordecedores llamados del
ave, ya magnetizada, acudió volando casi a ras del suelo
otro ejemplar de su especie, acaso el macho, cayó rápi-
do sobre el reptil, y lo descabezó de un picotazo, con un
ruido seco.
— He ahí una lucha entre la primera serpiente —dijo
Darwin — y la primera ave.
Todavía emocionado por las peripecias de la batalla,
pregúntele:
— ¿Cómo han llamado los naturalistas a esta serpien-
te y a esta ave?
VIAJE A TRAVÉS DE LA ESTIRPE 91

— No lo sé a ciencia cierta. Acaso se hayan perdido


ambos tipos. ¡Necesítanse circunstancias tan singulares
para que los fósiles se conserven hasta nuestro tiempo!...
En todo caso, el pajarraco se parece a la especie llamada
archeopterix, término medio entre reptil y ave, que vimos
ha poco en copiosa bandada.
— ¿Se ha extinguido ese animal?
— Sí, seguramente, como casi todos los tipos híbridos
y de transición. Sólo en las selvas de Australia han que-
dado dos o tres de esas especies curiosísimas, como el or-
nitorrinco, punto de pasaje entre el reptil y el mamífero,
pues pone huevos y tiene mamas.
Así, unas veces hablando y otras en silencio, llegamos
al período cretáceo. Rodeábannos una fauna y una flora
que diría apocalípticas. Al pie de selvas semejantes a cor-
dilleras, vimos todavía saurios y más saurios: el espanta-
ble megalosaurio, de mandíbulas triturantes; el ventrudo
iguanodón, con un cuerno sobre la nariz; el hileosaurio,
envuelto en su rugosa piel dentada, desde la cabeza hasta
la cola; el laelaps aquilunguis, que pudiera, a lo lejos, su-
ponerse mestizo de cocodrilo y de canguro, y disformes
brutos marinos, entre los que me pareció reconocer el
mosasaurio y el elasmosaurio.
— Quisiera poder penetrar un momento — dije a Dar-
win — en la inteligencia de esas bestias. ¿Qué sentirán?
¿Qué pensarán? ¿Cómo han de representarse el Universo?
— Sus sensaciones, sentimientos e ideas — repuso mi
guía —, no pueden ser esencialmente distintos de los
nuestros. Por de pronto, poseen, más o menos, los mismos
sentidos que nosotros: vista, olfato, oído, tacto, gusto...
— ¿Y ese tercer ojo, maestro, que algunos de esos rep-
tiles tienen sobre la frente?
— Ese órgano parece, en efecto, ser un ojo sencillo y
92 C. O. BUNGE

complementario. Nuestros antepasados saurios lo pose-


yeron. Luego se atrofió, por falta de uso. Probablemente,
resto de tal ojo es en el organismo humano la glándula
pineal, donde Descartes supuso que residía nada menos
que el alma.
— En suma, los animales de la época terciaria veían
como nosotros y hasta mejor que nosotros.
— No, no. Nosotros diferenciamos matices que ellos
no diferenciaban. Sin retroceder tanto, parece que los grie-
gos no distinguían el violeta del negro, pues Homero nos
habla de cabelleras de color jacinto.
— Consiento en que todos esos monstruos sintieron
un poco como nosotros...
— Y tuvieron las mismas necesidades de albergue, de
alimentación y de amor. ¡Y lucharon y sufrieron como
nosotros sufrimos y luchamos!
— Decididamente — asentí—, todo lo que nosotros
tenemos está en potencia en cualquier animal.
Y no sé por qué, al decir esto, me acordé de Teresa, mi
pobre esposa. ¿Era posible que aquel ángel humano fuera
tan sólo un animal—un pez o un lagarto —, superevo-
lucionado?...
VII

EL HOMBRE-MONO

No incurriré, oh lector, en la tarea de enumerarte pro-


lija y eruditamente las especies vivas que observé antes
de entrar en la era cuaternaria. Te cansaría demasiado.
Me limitaré a decir que vi crecer y desarrollarse, poco a
poco, al hombre. El renacuajillo aquel llegó a transfor-
marse, de animal marino, en animal terrestre...
— La sangre — me dijo el maestro — no es más que
agua de mar transformada. El ritmo del organismo resul-
ta del ritmo de los días y de las estaciones, y también re-
cuerda todavía, ¡harto misteriosamente!, los períodos lu-
nares.
Vagábamos entonces en selvas vírgenes, pobladas de
animales extraños y potentes...
— Ha llegado un momento crítico en la formación de
las especies modernas — dijo Darwin —, si es que todos
los momentos de la evolución no son igualmente críticos...
Interrogué con la mirada al maestro, y éste aclaró su
pensamiento:
— Hasta aquí, sólo hemos visto peces, reptiles, sau-
rios, ciertas aves y también algunos insectos... Ahora se
nos presentarán los primeros mamíferos.
— ¿El hombre? — pregunté.
94 C. O. BUNGE

— Los antepasados del hombre eran aún saurios


cuando se habían ya formado las más antiguas especies
de mamíferos.
En efecto, comprendiendo que pasábamos de la época
terciaria a la cuaternaria, vi megaterios, mastodontes,
elefantes primitivos, ciervos gigantescos, rinocerontes de
piel lanosa...
—¿Y el hombre?—interrogué nuevamente al maestro.
— Hele ahí—contestó Darwin, mostrándome un pe-
queño ser híbrido, entre lagarto y mono, que comía tran-
quilamente una fruta, prendido de las ramas de un árbol
tropical.
— ¿Este es el hombre?
— Este es uno de sus antepasados. Hállase en el ins-
tante de tránsito de una forma sauria a una forma simia.
Todavía pone huevos, como los lagartos; pero ya se le es-
tán formando los órganos típicos del mamífero. Pronto
será algo como un bosquejo de mono. Se diría que lo es.
Cuando los naturalistas descubran sus restos fósiles, po-
drán muy bien, en virtud de ciertas disposiciones de su es-
queleto, llamarle homunculus. Pienso que es el abuelo de
todos los hombres y de todos los monos.
Sorprendido por el murmullo de nuestras voces, el
homunculus cesó de comer, y volvió su cabecita de punti-
agudo hocico, clavándonos sus ojos vivos y parpadeantes,
de jaspeada pupila. Luego huyó trepando hacia la copa
del árbol, y desapareció entre el tupido follaje...
Vimos después dilatadísimas selvas, donde vagaban
copiosos rebaños de descomunales herbívoros, y bosques
y cavernas habitados por leones, osos y hienas de un ta-
maño tal, que a su lado las correspondientes especies hoy
vivas parecerían enanas. El hombre verdadero no se pre-
sentaba aún. Pero sus antepasados, de formas simias y
VIAJE A TRAVÉS DE LA ESTIRPE 95

hasta antropoideas, se movían inquieta y temerosamente


en las ramas de ciertos árboles de fruto comestible, como
grandes pinas, cocos y nueces.
Aguijoneada mi curiosidad por ver llegar cuanto an-
tes al hombre, al verdadero hombre primitivo, pedí a Dar-
win que acelerásemos todavía más nuestra ya vertigino-
sa marcha. Por esto entramos pronto en la era cuaterna-
naria.
— Lo malo es — di jome el maestro —, que, adelan-
tando tan rápidamente, pueden parecerte inverosímiles
las continuas transformaciones de las especies. Hay que
dar tiempo al tiempo. Los incrédulos en la teoría de la evo-
lución, lo son generalmente por su incapacidad para ima-
ginarse la verdadera antigüedad de la vida animal sobre
la tierra. No se dan cuenta de todos los cambios que pue-
den sobrevenir en millones de siglos, por poco que se va-
ríe de padres a hijos...
— Yo me doy cuenta, maestro. Si en veinte o treinta
generaciones los criadores llegan a modificar hondamente
las especies domésticas, ¡qué no podrá la Naturaleza, en
miríadas de generaciones!... Estoy, pues, convencido de
su teoría. Y tanto que, si mal no recuerdo, no es para de-
mostrármela para lo que usted me guía en este curioso via-
je a través de la estirpe...
— Como sabes, viajamos cumpliendo un voto profe-
sado por tu mujer, Teresa, en su lecho de muerte — res-
pondió Darwin —. Su deseo era que se te probara, al pre-
sentarte tus ascendientes, que la animalidad de tus hijos
puede muy bien ser producto de sus abuelos paternos, sin
necesidad de recurrir a los maternos... ¡He ahí, pues, a
uno de tus más antiguos ascendientes humanos!
Y lo que en ese instante contemplé me produjo un vio-
lento escalofrío en todo el cuerpo... ¡Era una familia de
9 6 C. O. BUNGE

demonios, o de monos, o de hombres silvestres!... En una


especie de nido de paja, metido en el hueco de un tronco
bastante alto, la hembra amamantaba a dos pequeños ca-
chorros, que tenía en los brazos. Al pie del árbol, parecía
estar de centinela el macho y jefe. El uno y la otra, de unos
cinco pies de estatura el primero y la segunda un poco
más baja, eran peludos como orangutanes, de un pelo
rojizo; los miembros, fuertes y propios para trepar por las
ramas; la faz, de un feroz aspecto simio; el rabo, grueso y
cortísimo; las orejas, grandes y movibles como las de un
perro; la mirada, torva y penetrante. Los pequeños, pela-
dos como lechoncillos, dejaban oír un murmullo goloso
al chupar en los abundantes senos de la madre. Cuando
advirtió nuestra presencia, el macho lanzó un gruñido
amenazador, subióse al árbol y se colgó junto al nido, en
expectativa...
— ¡Este es el mono-hombre — dije a Darwin —, cuya
pasada existencia presumieron usted, maestro, y su dis-
cípulo Haeckel! Al seguir su espíritu las cosas de la Tie-
rra, habrá usted sabido que un viajero y naturalista lla-
mado Dubois lo ha encontrado en la isla de Java...
— Obsérvalo bien. ¿Cómo lo clasificarías, de hombre
o de mono?
— Tal vez de mono, tal vez de hombre. Los restos del
antropopiteco de Dubois han sido estudiados, según he
leído, por varios naturalistas competentes. Estos se divi-
dieron en tres grupos al clasificarlo. Para unos era un
hombre, para otros un mono, para otros un intermedia-
rio entre el hombre y el mono. Lo mismo les pasaría si pu-
dieran observar, como nosotros, esta curiosa familia...
— «Hombre», «mono» o «intermediario» entre el uno y
el otro, son simples expresiones convencionales y aproxi-
mativas. Llamemos a este animal como queramos; pero
VIAJE A TRAVÉS DE LA ESTIRPE 97

sin desconocer que representa el eslabón perdido en la


cadena que remacha con el hombre.
— ¡Eureka! — exclamé, y nos retiramos algunos pa-
sos, a observar descansadamente a aquellas bestias hu-
manas...
Libre de nuestra proximidad, el macho miró hacia to-
dos lados, y, saltando de rama en rama, llegó a un alto
cocotero, que balanceaba gallardamente sus frutos, al pa-
recer ya maduros. Quiso escalar hasta la copa; pero no
pudo, por ser el tronco demasiado delgado y resbaloso, sin
ramas ni prominencias, como altísima columna de jaspe.
Entonces, la bestia pareció meditar un rato el modo de
conseguir el codiciado alimento... Pasó luego a un árbol
vecino, una especie de araucaria, no tan elevada como el
cocotero, y, agarrando con una de sus nudosas manos el
tronco de éste, lo sacudió con violencia, casi con furia.
Dos o tres de sus frutos cayeron, sin romperse, sobre el
mullido colchón de césped. Al verlos caer, el hombre-
mono se precipitó para cogerlos, los llevó al pie del árbol
que servía de refugio a su hembra y a sus cachorros, tomó
una piedra que allí tenía oculta, y con ella, golpeando
fuertemente, partió la durísima cascara...
— Mira — di jome el maestro —. La piedra que le ha
servido para partir los cocos, es extraña a esta región bos-
cosa. Ha debido traerla, acaso de muy lejos, y la guarda
junto a su vivienda, para utilizarla como hemos visto.
Constituye el primer utensilio que podríamos suponer
humano.
Y yo agregué, pensativo:
— Es la semilla del arte.

L A SIRENA. 7
VIII

EL HOMBRE PRIMITIVO

— Ya lo has visto — me dijo Darwin — . El mono-


hombre vivía en parejas, de manera monógama. Se ali-
mentaba de frutas y hacía su nido en el tronco de los
árboles. Era, pues, relativamente frugal y casto. La fá-
bula edénica de los teólogos no carece de cierta verdad,
si se refiere al hombre anterior a la vida social...
— Yo había creído, maestro, que el antropopiteco
fué sociable. Pienso que nuestros primos, los cuatro
grandes monos antropoideos, o sea de forma humana,
el gibón, el gorila, el chimpancé y el orangután, suelen
reunirse en grandes bandadas...
—Es posible. La propia familia de hombres-monos
que vimos, no estaba aislada, pues por los alrededores
había otras semejantes. Debemos suponer que en sus
emigraciones se reúnen también en bandas, bajo el
mando del macho más fuerte y experimentado...
Sintiéndome yo punto menos que incansable, como
si me alentara un soplo divino, entramos en el período
glacial, y llegamos otra vez a orillas del océano. Vimos
allí venir desde lejos, caminando por la costa, copiosí-
simo grupo, al parecer de hombres salvajes. Escondí-
monos detrás de una roca, y esperamos que se acercara...
VIAJE A TRAVÉS DE LA ESTIRPE 99

— Son casi hombres — murmuró Darwin.


— Comprendo — le repuse — . Como si el Tiempo
escuchara nuestra conversación, se nos adelanta, y nos
muestra una muchedumbre de antropopitecos. Han
abandonado el bosque nativo, acaso porque no produce
suficientes frutos, y exploran nuevas tierras, costeando
ríos y mares en busca de mejor sustento.
— Tan es así que, apremiados por el hambre, se ini-
ciarán sin tardanza en una alimentación carnívora.
Escuálidos y macilentos, aquellos hombres o bestias
semejaban un tropel de espectros. Eran todavía peludos
y musculosos, de mandíbula prominente y escaso rabo.
Marchaban con cierta seguridad sobre sus dos patas. Y en
sus manos llevaban gruesas mazas, para apoyarse y
defenderse de las fieras. Adelante iban los machos, y
detrás las hembras, con sus crías...
De pronto, el que iba delantero se paró. Creí que esto
fué por haber olfateado nuestra presencia. Mas en se-
guida me convencí de que sólo le detenía el descubri-
miento de un vasto grupo de moluscos, y especialmente
de ciertas ostras adheridas a las rocas... El hombre-
mono arrancó algunas, partió con su maza la cascara,
como si fueran nueces, y sorbió el contenido... En su
rostro bestial se retrató una doble mueca de asco y de
ansia... Varios le imitaron... A poco, todos probaban esas
ostras, como para engañar el hambre...
— Ya se irán acostumbrando — dije a mi guía.
— La necesidad les hará, poco a poco, carnívoros
— agregó éste — conforme aumente la especie y dis-
minuyan las frutas que antes les servían de exclusivo
alimento.
— La carne fué el primer vicio del hombre.
— Y es también su fuerza. Tres circunstancias des-
100 C. 0. BUNGE

arrollarán ahora en el antropopiteco la inteligencia hu-


mana. Una mejor alimentación, más substanciosa y
nutritiva; la posición vertical, favoreciendo el desarro-
llo de su última vértebra, la cabeza; y la disposición de
los órganos bucales, que les permitirá articular su len-
guaje, esto es, hablar...
— Pero este brusco cambio de la alimentación vege-
tal del antropopiteco en la alimentación carnívora del
hombre — pregunté — , ¿no le producirá graves pertur-
baciones orgánicas?
— Cierto es que los herbívoros tienen intestinos lar-
gos — contestó Darwin — , y cortos los carnívoros,
como que la carne se corrompe en las vías digestivas
antes que las substancias vegetales... Mas debo hacerte
notar, respecto de lo que preguntas, que el cambio de
alimentación no ha de haber sido forzosamente tan brus-
co. Por otra parte, los intestinos humanos son de fru-
gívoros, más bien que de herbívoros, es decir, un poco
más cortos relativamente que éstos. No obstante, la ali-
mentación carnívora debió producir, ya que no siempre
la muerte, las primeras intoxicaciones y enfermedades
humanas.
— La carne ha sido,, por consiguiente, como dije,
el fieccatum origínale.
— La nueva alimentación debió facilitar el desarrollo
intelectual. Además, produjo la asociación para las fae-
nas de la caza y de la pesca. De ahí arrancaron la so-
ciabilidad y la cultura.
— Y también las enfermedades del hombre civili-
zado...
— Todas las cosas, Lucas, tienen su pro y su contra.
— ¿No cree usted, maestro, que el estado silvestre
sea más feliz que el de cultura?
VIAJE A TRAVÉS DE LA ESTIRPE IOI

— No sabría decirlo. Sólo podría afirmar, que el es-


tado de salvajismo conviene a los salvajes, y el de civi-
lización, a los hombres civilizados. Hay hombres y
hombres.
Otra vez pareció que el Tiempo o la Naturaleza qui-
siera ilustrar nuestra plática con interesantes ejemplos
y evidentes demostraciones, pues vimos surgir en nues-
tro viaje, a cada paso, diría, hombres y hombres... Si
bien todos eran salvajes, e incapaces aún de lenguaje
articulado, habíalos de las más varias razas, tamaños
y pelajes. Unos se alimentaban todavía de frutas, otros
de raíces, y no faltaba quienes se iniciasen ya en la caza
y en la pesca...
— En general — di jome Darwin — , los hombres ¡
saldrán de los que se van haciendo carnívoros. Los de-
más han de perecer, diezmados por las fieras y por las
propias razas ya semihumanas que cazan y pescan. Sólo
quedarán, para muestra de los antiguos hombres-monos
frugívoros, tres o cuatro razas, que luego se constitui-
rán en especies animales...
— Veo, maestro, que usted se refiere a los actuales
monos antropoideos... ¿Serán, por ventura, hombres
degenerados?
— Más bien hombres-monos embrutecidos y deca-
dentes. ¡Los pobres no llegaron a cambiar de alimenta-
ción, ni aprendieron a hablar!
Señalando un grupo de antropopitecos, dije a Darwin:
— Todavía no hemos visto hablar a estas bestias
humanas...
— Detengámonos a escucharlos.
Ocultándonos nuevamente, pudimos comprender cómo
los primitivos gritos inarticulados con que el mono-
hombre expresaba su cólera, su amor, su hambre, iban
102 C. O. BUNGE

convirtiéndose en raíces y articulándose como palabras.


Las onomatopeyas para significar cierta observación ele-
mental de los fenómenos más comunes de la Naturale-
za, llegaban a constituir verdaderas voces descriptivas.
¡El hombre creaba el lenguaje en miles y miles de gene-
raciones, que se venían esforzando en transmitirse pre-
cisa y detalladamente lo que sentían y pensaban!
Y, junto con las primeras palabras, inventábase el
fuego. Frotando uno con otro dos pedazos de sílex, el
hombre arrancaba chispas, y con ellas encendía mon-
toncitos de hojas y ramas secas, para cocer sus alimen-
tos de carnívoro...
Con la palabra y el fuego, progresaba el arte. El hom-
bre aprendía a pulimentar la piedra. Las groseras mazas
y piedras arrojadizas eran superadas y substituidas por
el hacha y el cuchillo de piedra, la honda, la flecha, el
harpón...
— ¡Cuántos esfuerzos cuestan al hombre cada uno
de estos adelantos! — exclamó Darwin al contemplar
aquel arte salvaje — . ¡Siglos tarda en pasar de la pie-
dra sin pulimentar a la piedra pulimentada, y siglos en
inventar la flecha o el harpón, mientras que, en la época
en que has vivido, las invenciones se suceden de año
en año, de día en día, como un vértigo!
— En pocos años — dije completando el pensamien-
to del maestro — se han inventado el ferrocarril, el te-
légrafo, el teléfono, la tracción eléctrica, el telégrafo
sin hilos y cien novedades más, todas útiles y sorpren-
dentes.
— El mayor poder de la inteligencia humana, el ma-
yor número de pueblos civilizados y la enorme cantidad
de experiencia acumulada, aumentan cada día más y
más los progresos de la técnica, cuyos humildes, peno-
VIAJE A TRAVÉS DE LA ESTIRPE 103

sos y larguísimos orígenes aquí contemplas maravilla-


do y conmovido.
[Y era verdaderamente maravillosa y conmovedora
aquella lucha titánica del hombre primitivo con la Na-
turaleza! Porque, una vez en posición vertical y en po-
sesión de sus más antiguos utensilios, el hombre ya no
se ocultaba en el boscaje, ni se contentaba con seguir
viviendo... ¡Ahora, no sólo se defendía, sino que tam-
bién atacaba!... ¡Atacaba a los animales más poderosos
con armas oportunas, combatía las plagas y asechanzas
de la Naturaleza con antídotos y remedios, y se espar-
cía por toda la Tierra y la conquistaba como su señor
y dueño!
IX

EL HOMBRE SALVAJE

Nada más terrorífico que la lucha del Hombre con


la Bestia, en los primeros tiempos de la vida humana.
Muchas generaciones pasaron antes de que se extin-
guieran el león, el oso y la hiena ae las cavernas, y antes
üe que la pantera, el leopardo y el tigre aprendiesen a
huir...
En los últimos tiempos del uro, del mastodonte, del
megaterio y del ciervo gigantesco, fué cuando el hom-
bre comenzó a desplegar su destreza y poderío, mo-
viendo cruda guerra a todos los animales que le pudie-
ran alimentar o perseguir. El era quien iba a suceder,
en el imperio de la tierra, a las enormes especies de las
pasadas edades.
Acompañado por la sombra fiel de mi guía y maestro,
vi muchas feroces cacerías del hombre cuaternario. Vi
derribar de un mazazo en el cráneo al ciervo gigantesco
y al caballo salvaje. Vi disputar su presa al leopardo,
hundiéndole en los ijares una lanza de madera con punta
de piedra. Vi correr al megaterio y al dinoterio, hasta
internarlos en espesísimo pantano, donde perecieron des-
pués quemados vivos por una hoguera encendida en sus
ancas. Vi cavar con groseras hachas de sílex fosos di-
VIAJE A TRAVÉS DE LA ESTIRPE ic>5

simulados en la maleza, para que cayera el mamut, que


luego fué ultimado a pedradas. Vi derribar en su alto
vuelo a las aves más poderosas, por la honda silbadora.
Vi hundir el harpón certeramente en el dorso de los pe-
ces que nadaban en las aguas de los ríos. Vi, en fin, en
todas partes, predominar la inteligencia y la habilidad
sobre la fuerza y la ligereza. ¡Vi triunfar al hombre!
Entre aquellos espectáculos grandiosamente barbe-
ros, ninguno acaso me causó mayor admiración que la
caza de uros y de búfalos por medio del fuego. Atemori-
zados por la continua persecución humana, huían desde
tan lejos a la aproximación de su enemigo de dos pies,
que éste, para darles caza, incendiaba la selva a su al-
rededor, en hemiciclo. Corridos por llamas, los valientes
animales se precipitaban en determinada dirección. A su
paso encontrábanse con grupos de hombres, que les
lanzaban, desde altos y estratégicos montículos, flechas
y piedras. Este ataque inesperado les obligaba a torcer
su carrera hacia el borde de un hondo barranco, donde,
enloquecidos, sin poderse contener, se despeñaban. Al-
gunos pocos, detenidos ante el abismo, se volvían y atre-
pellaban con las astas bajas a los feroces cazadores, quie-
nes, o los mataban a lanzazos y flechazos, o., hurtándo-
les el cuerpo varias veces sucesivamente, al modo de los
modernos toreros, los llevaban otra vez hacia la fatal
pendiente, y los desbarrancaban. Y más de una vez vi
levantar a un hombre en las astas de la fiera que le aco-
metía... Más de una vez vi rodar en el abismo, sangrien-
tamente confundidos, a hombres y fieras...
Al fin, cercados ellos también por el fuego, los hom-
bres sobrevivientes de esta cacería inenarrable escapa-
ban por una angosta senda, bajaban al fondo del barran-
co, y arrancaban sus presas a las aves de rapiña y a
ioó C. O. BUNGE

las fieras comedoras de carroña. Dueños del campo, se


abalanzaban desmelenados a saciar su sed, chupando a
borbotones la hirviente sangre de los animales agoni-
zantes, por una herida que les abrían en el cuello. Luego
descuartizaban con sus hachas de piedra a todas las re-
ses, y se apoderaban ávidos de los huesos más volumi-
nosos, para tostarlos y sorber glotonamente la medula
y el tuétano, como postre del festín... La carne quedaba
ahí, para pasto del chacal, que lloraba a lo lejos; de la
hiena que reía convulsa de deseos, y de los buitres y
cuervos, que aleteaban en lo alto como una nube de
tormenta. No sin llevar consigo algunos restos, volvían
más tarde aquellos bárbaros, cuando cerraba la noche,
a sus grutas habituales. Bostezando de hambre y tiri-
tando de frío, esperábanlos allí las hembras que no los
habían acompañado por cuidar a sus cachorros.
No bien se recogieron todos en sus guaridas, hice a
Darwin la observación siguiente:
— Por la cantidad de huesos acumulados alrededor
de estas cavernas hediondas, debo suponer que desde
hace ya muchas generaciones fueron ocupadas por el
hombre. Pasmoso es, oh maestro, que, apenas armado
de mazas y de piedras, pudiera desalojar a sus primiti-
vos dueños: los leones, osos y hienas gigantescos...
— Las llamadas «fieras de las cavernas» — repuso el
maestro — vivieron generalmente lejos de ellas, en otros
cubiles o refugios, sitos en plena selva. El nombre que
les dieron los paleontólogos a esas especies proviene de
que sus fósiles se encontraran frecuentemente en grutas
donde, después de muertas las fieras, fueron llevados sus
cuerpos por los hombres o por las aguas...
— Sin embargo...
— Sin embargo, es de recordar que algunas veces
VIAJE A TRAVÉS DE LA ESTIRPE 107

el hombre, por falta de otra vivienda, desalojó al oso


cuaternario de ciertas grutas que ocupaba. Estas mismas
familias que aquí ves, Lucas, cuando crezcan, se encon-
trarán en esa necesidad...
Y fué así como vimos muy pronto un sangriento
combate, cuerpo a cuerpo, entre una familia de osos
cuaternarios que defendían su caverna, y una familia
de hombres que se la quitaba...
Más tarde comenzaron a. construirse chozas de ma-
dera y barro. Y luego, ya en la edad de piedra pulimen-
tada, aldeas lacustres, edificadas sobre postes clavados
en el fondo de los lagos. La comunicación de estas al-
deas con la tierra firme, verificábase por una especie de
puente levadizo, que se levantaba durante la noche...
— Se defienden así contra las fieras — dije a Darwin.
Y el maestro repuso:
— No. Se defienden así contra otros hombres.
X

EL HOMBRE CIVILIZADO

Después de meditar un momento, asentí:


— La fiera de las fieras es el hombre.
Darwin aclaró:
— La enemistad que diría instintiva y orgánica de
los distintos grupos de hombres entre sí, proviene del
choque de sus intereses y de las diferencias étnicas. De
los antagonismos de raza surgieron las guerras más crue-
les. Seleccionábase así la humanidad, pues el pueblo
vencedor destruía al vencido, que era generalmente el
menos fuerte e inteligente. Casi podría decirse que se
han extinguido tantas razas humanas como especies ani-
males...
— Conozco, maestro, las ventajas de la lucha hu-
mana, continuación de la lucha animal. Sé que la con-
quista y la esclavitud representan las piedras angulares
de toda civilización. Sé que toda cultura es obra de una
aristocracia que aprovecha el trabajo de los vencidos y
dominados. En cambio, ignoro las costumbres de estos
pueblos que vamos viendo desfilar, en cuanto se refiere
al amor...
— Obsérvalos — me contestó Darwin.
Todo ojos, todo oídos, comprendí entonces que, de
la monogamia del primate mono-hombre, pasábase a
VIAJE A TRAVÉS DE LA ESTIRPE 109

la promiscuidad, propia de la vida gregaria del hombre-


mono. ¡Con la humanidad nacía el desafuero sexual y
se pervertían las sanas costumbres animales!...
Mas, una vez realizados los dos máximos adelantos
de la invención de la agricultura y de la domesticación
del ganado, hacíase necesario organizar la familia de
manera que supiese defender sus graneros y sus rebaños.
¿Y cómo realizar esta organización, sino sometiendo a
todos sus miembros a la autoridad del varón más capaz
de gobernar, a la autoridad del padre?...
Entre la masa de hombres, de familias y de tribus
bárbaras, en la época del bronce, llamáronme poderosa-
mente la atención algunos bardos y profetas primitivos.
No olvidaré uno que me recordaba al mismo Homero.
Era anciano, alto, flaco, ya casi ciego, de hirsuta cabe-
llera y largas barbas grises. Pertenecía a una larga y
miserable familia, que supuse fuera la que hoy llamamos
de los homéridas..-.
Sostenido por alguno de sus nietos, recorría los lu-
gares vecinos, donde se le recibía con clamores de jú-
bilo y ósculos de paz. Mientras se asaba la res del día,
un caballo o un toro salvaje, sentábase sobre un leño,
a la puerta de alguna choza, preludiando, con gesto ins-
pirado, en tosquísima arpa de madera. Yo le oí cantar
como un heraldo anunciador de los tiempos futuros. Su
ademán era místico y su voz era trémula y caliente. La
naturaleza toda parecía callar para escucharle. Así, a
la evocación de los bardos y profetas, levantábanse los
pueblos de su sueño salvaje y se erigían nuevas civili-
zaciones. La India, la China, el Egipto, la Persia, Níni-
ve, Babilonia, Fenicia, Grecia, Cartago, Roma y tantos
otros imperios, florecieron grandiosamente ante nuestros
ojos... Se alzaban y caían como castillos de naipes...
no C. O. BUNGE

— Si antes viste que la vida de un hombre dura lo


que un relámpago — me dijo Darwin — , mira ahora
como no parece tampoco ser menos efímera la vida de
los pueblos...
— Bien sabía, maestro — contesté — , que los pue-
blos nacen, crecen, envejecen y mueren...
— La humanidad se hallará pronto decrépita, si si-
gue su evolución... Espera acaso a la Europa y a la Amé-
rica el destino del Asia, esto es, la corrupción sexual, el
afeminamiento y la decadencia...
Con más seriedad de lo que convenía, afirmé yo en-
tonces una verdadera paradoja:
— Toda civilización es producto de la inteligencia
genial de hombres y pueblos... Por esto, si la inteligen-
cia genial representa una manifestación enfermiza de
la vida, toda civilización lleva en sí misma un principio
de decadencia y de muerte.
Embargado por este amargo y obscuro pensamiento,
entre grandezas y consiguientes decadencias, atravesé
todas la edades de la historia. Acompañábame siempre
la sombra de Darwin. Llegué así a encontrarme de nuevo
en aquel páramo en que se me apareció. Yo compren-
dí que se acercaba el momento de despedirme de mi guía
y, con la voz turbia y lágrimas en los ojos, pude sólo
exclamar:
— ¡Maestro!...
Darwin repuso:
— Hemos llegado al fin de nuestro viaje. Como has
visto, Lucas, los hombres descendemos de las más ba-
jas formas de la animalidad. Es, pues, injusto y torpe
el sentimiento de los aristócratas que se enorgullecen de
su origen. Tu plebeya esposa Teresa no tuvo peores as-
cendientes que los tuyos. Todos los hombres somos her-
VIAJE A TRAVÉS DE LA ESTIRPE ni

manos. ¡Aun diría yo que todos los animales somos her-


manos!...
— Así es, maestro.
Apenas murmuré estas palabras, desapareció la som-
bra de Darwin.
Sintiéndome otra vez abandonado en medio de aquel
páramo, me senté en una piedra, con la cabeza entre
las manos... Como había perdido la noción del tiempo,
no puedo decir el que estuve en tal forma. Sólo sé que
me despertó de mi sueño una voz dulcísima y familiar.
Mi esposa me llamaba. Corrí a arrodillarme otra vez
junto a su lecho, y balbucí, besando sus manos ya he-
ladas y bañándoselas con mis lágrimas:
— ¡Perdóname, Teresa, perdóname!... Tu Dios me
ha iluminado, y ahora conozco que nada puedo repro-
charte. He sido injusto y soberbio. Pero tú, que eres
buena y humilde, no has de llevar a la otra vida un re-
cuerdo ingrato del hombre que tanto te amó y que tanto
te hizo sufrir... ¡Perdóname, Teresa!...
Con sobrehumano esfuerzo, la moribunda se incor-
poró... Alzó hasta mí sus ojos llenos de perdón y de ter-
nura, dejó caer su cabeza sobre mi pecho, y rindió su
alma al Creador.
EL ULTIMO SANDOVAL

L A SIRENA;
I

Pablo Enrique Francisco Sancho Ignacio Fernando


María, duque de Sandoval y de Araya, condeduque de
Alcañices, marqués de la Torre de Villafranca, de Pa-
lomares del Río, de Santa Casilda y de Algeciras, conde
de Azcárate, de Targes, de Santibáñez y de Lope Cano,
vizconde de Valdolado y de Almeira, barón de Camargo,
de Miraflores y de Sotalto, tres veces grande de España,
y caballero de las órdenes de Alcántara y de Calatrava,
era — ¡cosa extraña en personaje de tan ilustre abolen-
go y de tan alta jerarquía! — un joven modesto, sensa-
to y virtuoso.
Huérfano desde temprana edad, fué educado por su
única hermana, Eusebia, quien, por los muchos años que
le llevaba, podía ser su madre, y de madre hizo. Desme-
drado, rubio, paliducho, con incurable aspecto de niño,
de facciones finas, de ojos dulces y claros y de porte de
principesca mansedumbre, contrastaba el joven con la
no menos interesante figura de su hermana. Era ésta
una mujer alta, huesosa y de fisonomía enérgica, coro-
nada por abundante y obscura cabellera. Aristócrata y
célibe empedernida, en cuanto él cumplió la mayor edad,
profesó ella en la orden de las ursulinas. Mas no sin de-
cirle antes, sintetizando su obra pedagógica:
— Por tu nombre y antepasados, eres el primer no-
ble, el primer grande de nuestra siempre noble y grande
u6 C. O. BUNGE

España. Después del rey, nadie tiene más altos deberes


que tú. Modelo has de ser, en virtudes y sentimientos,
de tanto hidalgo indigno de su prosapia y de tanto ple-
beyo blasonado por el dinero y la vanidad. No olvides
jamás lo que a ti mismo te debes, y lo que debes a tus
gloriosos predecesores. Ellos fueron guerreros, poetas,
cardenales y hasta reyes y santos; conquistaron tierras
para tu patria, laureles para sus sienes y almas para el
cielo. En siglo como el presente, tu acción deberá ser,
por fuerza, más reducida y simple. Pero tu vida, pura y
retirada, no sólo ha de constituir saludable ejemplo para
tus pares, sino también muda protesta contra estos tiem-
pos corrompidos y vanos.
Así dijo, en el tono austero y profético de una sibi-
la. Y, sin más, permitiendo apenas que por toda despe-
dida el joven besara respetuosamente su mano de aba-
desa, cubriéndola de lágrimas, se retiró del mundo.
Pablo, Pablito, como ella cariñosamente le llamara,
quedó solo. Aunque emparentado con los mismos Bor-
bones y con toda la nobleza antigua, no mantenía con
sus parientes más que ceremoniosas relaciones de eti-
queta; chocábale la excesiva familiaridad propia de las
cortes modernas. Reservando en el fondo de su corazón
tesoros de ternura, creía torpe derrocharlos en afectos
pasajeros y advenedizos. De ahí que viviera retraído
y hasta huraño, en su palacio de familia.
Era éste, más que palacio, convento, por su arqui-
tectura sobria y maciza y por sus vastas dimensiones.
El ala central había sido levantada durante el reinado
de Carlos I I I , en un extremo de la calle del Rey Fran-
cisco, que pertenecía entonces a los suburbios de Madrid.
Completado y reconstruido luego, era todavía grandiosa
morada.
EL ÚLTIMO SANDOVAL 117

Por las muchas deudas que contrajera el último du-


que de Sandoval, viejo y disipado solterón, tío del he-
redero, el palacio había sido embargado en la liquida-
ción testamentaria de sus bienes. Ocurrió esto en la mi-
noría de Pablito. Entonces fué cuando por primera vez
se manifestó la entereza de su hermana Eusebia, a cu-
yos esfuerzos y diligencias se debió en gran parte la sal-
vación de la finca, con sus magníficas reliquias. Apenas
heredó Pablo los blasones, dio ella en desplegar la per-
severancia y hasta el buen criterio comercial que se re-
vela en el epistolario de Santa Teresa de Jesús. ¡Había
que salvar de la ruina el ducal mayorazgo, honra y prez
de la patria historia! Y tanto bregó, luchó, suplicó,
transigió y aun especuló, que al cabo de algunos años
iban en vías de escapar de las garras de los acreedores
las tierras más tradicionales y varias de las más ricas
dehesas de la opulenta casa. Al joven duque no le to-
caba ahora más que seguir las operaciones iniciadas y
aconsejadas por su hermana, para que, al cumplir los
treinta años, se viera en posesión de fortuna suficiente
al decoro de su rango.
— Mira a nuestro primo Ovalle — habíale dicho Eu-
sebia — . Por la magnificencia de su padre, digno em-
bajador del rey de España ante el zar, ha tenido que ven-
der en pública almoneda los honrosos trofeos de su es-
tirpe. Hay que evitar decadencia semejante. Y no po-
demos evitarla sino con trabajo y ahorro. El comercio
y los negocios no son para nosotros. ¡Recuerda al du-
que de Lucena! Los deportes, que convendrían a tus
gustos, no convienen aún a tu fortuna. No olvides que
Albarellos, propietario de cuantiosos bienes, ha gastado
una mitad de sus haberes en los llamados sports, que
nos traen las modas de Inglaterra. Tampoco te aconse-
n8 C. O. BUNGE

jaría que proyectes aumentar tus caudales, como Mon-


tesclaros, uniéndote a la heredera de algún rico comer-
ciante bilbaíno. Esa gente no participa de nuestros sen-
timientos; no es capaz de desinterés ni de delicadeza.
Hasta en ideas políticas te concedo que puedas a veces
templar las pasiones tradicionales con las ideas del si-
glo, puesto que tu abuelo y tu tío disimularon su fideli-
dad a don Carlos; pero nunca en cuanto a tu casamien-
to... ¡Una verdadera duquesa de Sandoval es tan difícil
de encontrar como una reina de España!
Y, después de una larga pausa, con una emoción
que nunca, antes ni después, le notara su hermano, ha-
bía concluido:
— No me he casado yo, tal vez porque no hallé un
marido para mis sentimientos y linaje. Dios sabe que
sólo quería nobleza, no dinero. Pero tú, mejorada la
suerte de nuestra casa y heredero de sus títulos, te en-
contrarás un día en ocasión de poder elegir una prin-
cesa. Espero del cielo que ella exista entre la miseria y
la corrupción de nuestro siglo. ¿No crecen, por ventura,
las azucenas entre el estiércol?...
Mucho meditó Pablo sobre tan excelentes adverten-
cias. Y, después de guardar durante algún tiempo el
duelo que sentía por la toma de hábito de su hermana,
comenzó a frecuentar, de cuando en cuando, si no la
sociedad bullanguera y aparatosa, las recepciones de
Palacio, donde era bien quisto por su ejemplar conduc-
ta. Allí conoció a las beldades de la corte, cuyas toilettes
y modales le chocaban, a veces hasta la indignación.
Encontrábales cierta desfachatez que se le antojaba
canallesca, bien distante de la casta y severa majestad
de las grandes damas de otras épocas. Llegó, pues, a
pensar que acaso hallaría la esposa soñada en algunas
EL ÚLTIMO SANDOVAL no

cortes menos modernas que la española, como las de


ciertos principados de la feudal Alemania. Pero, ]áy!,
las familias antiguas de estos principados eran siempre
herejes... ¡Y al pecado substancial de la herejía, hallaba
casi preferible el defecto del modernismo parisiense,
del modernismo Revolución francesa!
Según se contaba, un amigo, por encargo de un
alto funcionario de Palacio, le propuso que pidiera la
mano de una infanta, prima del rey... Pablo pensó, ante
todo, si podría quererla. Parecióle esto imposible. Aque-
lla princesa, aunque hermosa, le resultaba poco atra-
yente, con su perfil borbónico y su aire varonil. ¿Cómo
había de engañarla, pues, ante el ara divina? ¿No sería
esto faltar a su Dios y a su rey? Fué así como, aunque
en términos de lealtad y gratitud, rechazó la halagüeña
proposición.
Parece que el amigo insistió. Creía que la negativa
fuera inspirada por la modestia. Debió así llegar, con
su espíritu de comerciante, hasta encarecerle las venta-
jas de la alianza, como si el joven duque fuera una
mercancía puesta en venta... Profundamente indignado,
Pablo, para terminar de una vez el enojoso asunto, dio
entonces una réplica digna de los antiguos tiempos de
la grandeza castellana:
— Siendo yo el primer noble del reino, no quiero ser
el último infante.
Picado, el proponente preguntó:
— ¿Es esa la última palabra del señor duque?
Pablo se encogió de hombros:
— El duque de Sandoval no tiene más que una pa-
labra. Lo mismo da llamarla primera que última.
Y, diciendo esto, se puso de pie, para significar a su
interlocutor que había terminado la entrevista.
120 C. O. BUNGE

Poco a poco, disgustado por el ambiente, fué reti-


rándose otra vez a su palacio. Maldecía allí las nuevas
invenciones, que le obligaban a vivir continuamente
preocupado en el saneamiento económico de su casa,
cuyas deudas estaban todavía a medio amortizar. En
los reinados de Carlos V y de Felipe II, ¡cuánto mejor
aprovechamiento hubieran tenido sus juveniles ener-
gías, al frente de los tercios de Flandes y de Italia, o de
las huestes conquistadoras de las Indias! ¡Felices tiem-
pos aquellos en que el sol no se ponía nunca en los do-
minios del Rey Católico!...
Cansado por los tráfagos de la administración y harto
del inacabable cálculo de intereses y amortizaciones,
pensó en distraerse viajando por el extranjero. Mas de-
sistió por entonces de la idea, en parte por ahorro, en
parte porque todavía no estaban los asuntos de su casa
como para delegarlos en manos de procuradores e in-
tendentes. Seguiría aún en el puesto que su hermana le
indicara, cumpliendo las tareas más contrarias a su ca-
rácter generoso y altivo, en aras de esas mismas gene-
rosidad y altivez.
II

Hallábase una noche, después de cenar, solo como


de costumbre, hojeando distraídamente periódicos y re-
vistas en su gabinete de trabajo. Era éste una amplia
sala, decorada con cinco antiguos retratos de familia,
los mejores de la colección, verdaderas piezas de museo,
obras de grandes maestros. Terminada la lectura, dejó
caer al suelo la última revista, y absorbióse en la con-
templación del cuadro, firmado por el Tiziano, que tenía
frente a su poltrona. Representaba a don Fernando, el
primer duque de Sandoval, fundador de la grandeza de
su casa, en traje de gran maestre de la orden de Cala-
trava... Y, por súbita y peregrina ocurrencia, Pablo di-
rigió mentalmente a su ilustre antepasado esta breve y
sentida alocución:
— Ya lo veis. Llevo por vos, oh mi glorioso abuelo,
una vida lánguida y aburrida, una verdadera vida de
sacrificio. Sólo espero que, ya que sois el dios tutelar de
nuestra casa, me aprobéis y bendigáis.
Parecióle entonces ver al joven duque que su abuelo
don Fernando, soltando la preciosa empuñadura de su
espada, le tendía, en la tela del Tiziano, ambas manos,
como para aprobarle y bendecirle...
— Esto es ilusión de mis ojos — se dijo — . El vien-
122 C. O. BUNGE

to que penetra por la ventana entreabierta la ha produ-


cido, sacudiendo la luz de las bujías.
Levantóse bruscamente para cerrar la ventana, y
luego volvió a arrellanarse en su asiento. Pero, realmen-
te, don Fernando parecía haber cambiado de postura
y estar poco dispuesto a tomar de nuevo la que le diera
el pintor...
— Me siento mal — se repitió su último heredero —.
No, no puede ser así. Es tarde... Acaso estoy soñando
ya. Debo irme a acostar... Mañana desaparecerá la alu-
cinación.
Efectivamente, era ya entrada la noche, pues en la
habitación vecina el reloj dio la una. Hizo entonces el
joven un esfuerzo para levantarse, aunque sin conse-
guirlo, y saludó al retrato, entre burlón y respetuoso:
— De todos modos, don Fernando, os agradezco en
el fondo de mi alma vuestra bendición. Y me despido
hasta mañana, porque ya es tarde... ¡Buenas noches...,
o buenos días!...
Los labios de don Fernando parecieron desplegarse
en el retrato, mientras en la misma habitación decía
vagamente una voz engolillada:
— Dios os ayude, hijo mío.
Al oír esta voz, estremecióse Pablo, alarmado.
— Debo de tener fiebre — pensó — . Decididamente,
esta vida que llevo es antihigiénica para cualquiera, y
más para mí, que pertenezco a una familia de guerre-
ros y de ascetas, es decir, de nerviosos. Estoy fatigado
por las preocupaciones y el trabajo. Me siento medio
neurasténico... Es preciso que mañana mismo haga pre-
parar mis valijas y parta para Roma o para París.
Quiso levantarse otra vez, y le volvieron a faltar las
fuerzas. Quedó así clavado siempre en su sillón, mien-
EL ÚLTIMO SANDOVAL 123

tras sacudían su alma extraños e indefinibles presenti-


mientos...
De las tres bujías que alumbraban la estancia, apa-
góse una, ya consumida... Al disminuir la luz, Pablo
dirigió una mirada a los retratos que colgaban en los
muros, y vio que todos, hombres y mujeres, le miraban
y sonreían cariñosamente, como saludándole. El úni-
co que no le hacía manifestación alguna era la efigie
de un dominico, fray Anselmo de Araya, gran inquisi-
dor de Felipe II. La adusta rigidez de este fraile, que
permanecía tal cual fuera pintado hacía siglos, infun-
dió a Pablo aún mayor temor que las sonrisas y los mo-
vimientos de las demás figuras...
Haciendo pendant con el retrato del fraile estaba el
de su hermana doña Brianda, la esposa de don Fernan-
do, en un traje de terciopelo negro de severidad casi mo-
nástica. Y destacábase enfrente, atribuida al pincel del
Tintoretto, la arrogante imagen del joven caballero gas-
cón vizconde Guy de la Meule, que cayó prisionero del
emperador en la batalla de Pavía. Embajador más tarde
ante el mismo Carlos V, aunque sólo por unas semanas,
en rápida misión secreta, habíase enamorado y casado
con una española, doña Bárbara de Aldao. De este ma-
trimonio nació doña Mencía, la que fué segunda duque-
sa de Sandoval, por casarse con el primogénito de don
Fernando y doña Brianda. Doña Bárbara, doña Mencía
y su esposo y demás ascendientes de ese tronco no esta-
ban representados en la galería del salón. En cambio,
hechizaban los ojos de demonio de un ángel pintado
por Goya. Este ángel era una mujer descendiente de los
nombrados, tía-tatarabuela de Pablo, llamada doña Inés
de Targes y Cabeza de Vaca, dama admirable, que tras-
tornaba los afeminados corazones de los palaciegos de
124 C. O. BUNGE

Carlos IV y María Luisa. Diz que el mismo príncipe de


la Paz se enamoró de ella, y que el rey, a pesar de las
insinuaciones de la reina, no llegó nunca ni a fruncir
el ceño ante su triunfante belleza. Al verla, Pablo no
pudo menos de sonreír con intensa ternura, lo que tal
vez no le ocurriera desde que profesara su hermana...
Pasándose largas horas, bajo la escasa luz de la úl-
tima bujía, acabó el joven por familiarizarse con el
raro caso de aquellas figuras que se movían y hasta ha-
blaban...
— Vamos, yo os agradezco vuestros saludos — les
dijo — , y os invito a que bajéis de vuestros cuadros, a
tomar conmigo una copa de Oporto. Lo tengo bastante
bueno, del que dejó olvidado en la bodega mi tío, que en
paz descanse. Esto os confortará y servirá de distrac-
ción. Pues debéis sentiros un tanto aburridos de estaros
quietos tantos años y hasta siglos, colgados de las pa-
redes...
— Aceptamos — repuso en seguida don Fernando.
— Todo sea a la mayor gloria de Dios — dijo fray
Anselmo, el dominico.
— C'est gentil! —exclamó el vizconde de la Meule—.
¡Mucho me gusta el buen vino de Porto, y el de Bour-
gognef ¡Gracias, gracias!
— Has tenido una piadosa idea, mi querido nieto,
digna de tus abuelos — articuló la voz de doña Brianda.
Y doña Inés nada dijo; pero sonrió con tal encanto
a su sobrino-nieto, que su sonrisa era una flecha de
amor.
Recibida con tanto gusto la invitación, Pablo se ade-
lantó hacia su noble antepasado don Fernando, tendién-
dole la mano para que descendiese el primero. El ancia-
no tomó formas corpóreas, y saltó del cuadro al suelo
EL ULTIMO SANDOVAL

con la agilidad de un hombre acostumbrado a los hí-


picos ejercicios de combate. Su joven descendiente, con
una rodilla en tierra, le besó la callosa diestra, que mi-
diera un día su fuerza, en un torneo, con el mismo
Francisco I.
Luego ayudó al inquisidor, quien, materializado a
su vez, se persignó y masculló una oración en ininteli-
gible latín.
Doña Brianda bajó con dificultad, por sus años y su
respetable peso de matrona española. Hasta parece que
se dislocó un poco el tobillo izquierdo, sin que el dolor
le impidiera acomodarse el zapato con serio y recatado
ademán, dando amablemente las gracias a Pablito.
Al contrario, la bella doña Inés sólo apoyó ligeramen-
te su mano en el hombro del joven duque, y saltó con
tanto salero y coquetería, que el mismo gran maestre
don Fernando hubo de sonreírle.
Por fin, el vizconde de la Meule, tocando apenas y
como por broma la cabeza de Pablo, bajó con la elegan-
cia de un gimnasta. Rióse francamente, y exclamó luego
con marcado acento gascón:
— Mais, c'est dróle! Ya se me había dormido la pier-
na derecha de estar tanto tiempo en la incómoda pos-
tura en que me puso en el lienzo ese brigand de Tinto-
retto. [Si estuviera aquí, ya le calentaría un poco las
orejas!
Altamente turbado, Pablo no sabía cómo hacer los
honores de su casa... El vizconde intervino muy oportu-
namente:
— ¿Y no nos habíais ofrecido buen vino de Bour-
gogne... o de Porto?
— Voy a buscarlo con el mayor gusto, si lo deseáis,
caballero...
I2Ó C. O. BUNGE

— ¡Eh! Yo no soy español. Puedes tutearme, mucha-


cho. Los franceses, entre iguales, nos tratamos como
iguales.
Dejando instalados a sus extraños huéspedes, todos
como en cuerpo y alma, bajó Pablo a la bodega, y vol-
vió al rato con copas de cristal y botellas cubiertas de
polvo y telarañas. Estaba pálido y tembloroso, pues, en
el estado de sobrexcitación en que se hallaba, habíanle
asustado como espectros un par de ratones que corre-
teaban en la obscuridad de la bodega.
— Vamos, tranquilízate, mon cher — le dijo el gas-
cón—. ¿Te han aterrorizado las ratas del sótano? En
mi tiempo, los jóvenes eran más animosos. Cuando yo
tenía quince años...
— Dejad vuestra historia para otro momento, viz-
conde, si os place. Ahora beberemos — interrumpió con
serena autoridad don Fernando.
— Tenéis razón, querido consuegro. Bebamos a la
salud del último duque de Sandoval.
Y el mismo gascón descorchó las botellas y sirvió
a los presentes, con gallarda alegría. Entonces pudo ver
Pablo que las cinco visitas habían tomado completa po-
sesión de su casa. Encendidas nuevas luces, estaban di-
seminadas por la sala, en familiares posturas y cómodos
sitiales. El único que permanecía en un rincón, fosco y
como inspirado, era fray Anselmo.
— Yo me siento aquí a mon aise, como si estuviese
chez moi — decía el gascón — . Siempre me encontré
bien en España. Aunque los españoles son un poco or-
gullosos, también son valientes, tanto como los mismos
franceses. ¡Y nunca vi mujeres más lindas que las de
estos reinos! — Doña Inés agradeció con su mejor son-
risa, mientras proseguía el vizconde — : [Son las mejo-
EL ULTIMO SANDOVAL 127

res del mundo, sobre todo cuando tienen también su


poquito de sangre francesa, como mi nieta doña Inés!
— No seáis adulador, vizconde — repuso ésta iróni-
camente — . Tal vez si vierais mi cuerpo, bajo mi es-
tatua yacente, que está en la catedral de Avila...
— Estos franceses—murmuró doña Brianda, con la
severidad de una dueña — , más que galantes, parecen
herejes...
— El hecho es — dijo don Fernando a Pablo, como
para cortar la conversación—que nos encontramos muy
bien en vuestra casa, y que gozaremos algún tiempo de
vuestra castellana hospitalidad.
Aquí se oyó la gruesa voz del fraile, con entonación
casi iracunda:
— No es por encontrarnos bien por lo que nos que-
daremos cierto tiempo en esta casa, joven duque, sino
para cumplir un designio de Dios. El nos dio la vida,
El nos la quitó, El nos la devuelve hoy. No somos más
que instrumentos de su voluntad omnipotente, que acaso
nos llama a realizar una grande acción en su pueblo pre-
dilecto, el reino católico.
—Amén—agregó doña Inés, más devota que burlona.
—Para servir mejor a Dios — continuó el fraile — ,
permitidme que me retire a mi habitación... No tenéis
por qué incomodaros acompañándome, joven duque;
yo conozco el aposento que me destináis, y puedo ir solo
y abrirlo, con la gracia de Dios, llave que abre todas las
puertas. Buenas noches.
— Buenas noches, padre — repuso en coro la com-
pañía.
Y fray Aselmo se retiró, haciendo sonar entre sus
magros dedos las gruesas cuentas negras del rosario que
pendía de su cintura.
128 C. O. BUNGE

— Es uno de los más preclaros varones de nuestra


casa, un verdadero santo — exclamó con unción doña
Brianda.
— ¿Está limpia y ventilada la habitación que se le
destina? — preguntó zumbonamente el gascón.
— Hace algún tiempo que no se abre... — repuso
Pablo.
— ¡Algún tiempo!... Un par de añitos, por lo menos...
Pues, en tal caso, si el fraile pasa la noche de rodillas,
se va a ensuciar su hábito blanco, y, cuando vuelva al
retrato, dará asco.
Doña Inés lanzó una alegre carcajada; doña Brianda
estiró su labio, con una mueca de desdén y de fastidio...
— Tantas veces os dije, vizconde — exclamó don
Fernando — , que en España no debéis nunca hablar
ligeramente de sacerdotes y cosas de religión...
— Sois insufrible, caballero — aseguró a Guy doña
Brianda.
— ¿Cuándo aprenderéis a estar con juicio? — pre-
guntóle el primer duque de Sandoval.
— ¿Cuándo? ¿Y todavía me lo preguntáis? ¿No me
he pasado tres siglos quieto, quietecito, colgado siempre
de la pared, sin moverme, sin pediros en préstamo ni
un maravedí, mi' querido consuegro, y sin haceros si-
quiera una guiñada, sage comme une image?... ¡Bien sa-
béis que muchas veces me ha picado la nariz, porque
se paraba una mosca encima, y que ni a escondidas he
retirado la mano de la cintura, para rascarme!
— Lo cierto es que mi abuelito el vizconde — inter-
vino doña Inés — debe haberse aburrido de lo lindo en
su cuadro, habiendo llevado antes una vida tan diver-
tida en Gascuña, en París y hasta en Toledo. ¿Os dis-
traías recordando vuestras aventuras?
EL ÚLTIMO SANDOVAL 129

— A veces, cuando no flechaba el corazón de la res-


petable matrona que tenía en frente — repuso Guy, alu-
diendo a doña Brianda.
— Estáis faltando a una dama, ¡y a una dama de
vuestra familia! — exclamó indignada la aludida.
— Pensad más bien en vuestros pecados, vizconde
— dijo gravemente don Fernando — , para que Dios os
perdone en el día del juicio final.
— Felizmente, don Fernando, todavía llevo la es-
pada al cinto para pelear con el demonio, si se atreve
conmigo — repuso gallardamente el gascón, desnudan-
do su toledano estoque y acometiendo con él a un ene-
migo invisible... Cuando lo volvió a envainar, agregó,
decidor — : Pero es ridículo que no aprovechemos estas
cortas vacaciones, y que, mientras pudiéramos diver-
tirnos, nos quedemos aburriéndonos aquí, con las solem-
nes caras de tontos que teníamos en los retratos... ¡Be-
bamos por mis pecados!
— ¡Por vuestros pecados! — murmuró doña Brian-
da, alzando los ojos al cielo.
— No, por el perdón de los pecados de abuelito el
vizconde — intercedió seductoramente doña Inés.
— Vamos, perdonadme, oh duquesa, mi ilustre con-
suegra, por el amor de nuestros hijos — solicitó galan-
temente Guy de la Meule a doña Brianda, que, en
prueba de su buena voluntad, le tendió la mano, a fin
de que se la besara —. Bastante reñimos ya en el si-
glo x v i , para que volvamos a las andadas. Las cosas
no nos divertirían ahora, porque ya no tiene novedad.
¿No es cierto?
Doña Brianda suspiró majestuosamente, por única
respuesta.
Sin más ceremonia, bebieron todos, menos el an-
L A SIRENA. 9
130 C. 0. BUNGE

fitrión, porque faltaba una copa. Había él roto dos, de


puro nervioso, al tomarlas para que sirviera el vizconde...
— No os apuréis por eso, amado sobrino — díjole
doña Inés, alcanzándole la suya, después de haber sor-
bido dos o tres traguitos.
Bebióse el joven el resto, y sintió, mirando a su be-
lla tía, que misterioso fuego le abrasaba las entrañas,
como si el añejo Oporto fuera un filtro de amor.
— Parece que nuestro querido sobrino no pierde el
tiempo — refunfuñó maliciosamente el vizconde, re-
firiéndose a doña Inés y al joven duque — . Haznos los
honores de tu casa, Pablo. Piensa que sentimos nuestros
músculos un poco entumecidos a causa de las posturas
que nos dieron los pintores. Para desentumecernos nos
vendría muy bien danzar un poco. ¿No tienes por acá
un laúd?
— ¡Bailar! ¡Excelente idea! — interrumpió palmo-
teando doña Inés. — Ahí, no sé por qué capricho, pues
nunca amé la música ni supe tocar una nota, me ha
puesto Goya un laúd sobre una consola, en el fondo de
mi cuadro. ¡Tomadlo, vizconde, y tocadnos algo para
que bailemos!
Guy tomó el indicado laúd, sentóse sobre una mesa
y preludió bonitos acordes. Se formaron en seguida dos
parejas, la una de don Fernando y doña Brianda, y la
otra de doña Inés y Pablo, y pusiéronse a bailar pausa-
damente. Sin saber por qué, Pablo pensó de pronto en
la sorpresa que sufriría su hermana, si pudiese verle en
tan curiosa compañía, ¡y en las caras que pondrían, si
le vieran, su confesor, y sus primos, y sus acreedores,
y sus arrendatarios! Este pensamiento le causó tal al-
borozo, que se echó a reir como si le hicieran cosquillas.
— Estáis alegre, sobrino — le dijo doña Inés.
EL ÚLTIMO SANDOVAL

— ¿Cómo podría yo estar a vuestro lado, si no con-


tento con la felicidad de veros?
El gascón, que había oído muy bien, intervino:
— ¿Qué decís?... [Más despacio, jovenzuelos! Hace
apenas media hora que os tratáis... Esperad siquiera a
estar solos, pues faltáis al respeto a vuestros mayores.
Y, sin más ni más, tiró el laúd, levantóse, dio dos o
tres volteretas, y besó en las mejillas a doña Brianda y
a doña Inés. Doña Brianda se limpió el beso con el pa-
ñuelo de encaje; pero doña Inés miró sonriendo amable-
mente a Pablo, como invitándole a que hiciera otro
tanto... Todos, hasta la anciana duquesa, parecían de
buen humor, y siguieron luego danzando y riendo... Mas
de pronto, como convidado de piedra, apareció en el
umbral de la puerta la imponente figura de fray Ansel-
mo. Y dijo:
— Vergüenza me da contemplaros y pensar que sois
de mi sangre y de mi raza, ¡oh humanas criaturas! Te-
néis apenas, por divina gracia, horas o días de una vida
especial, y, en vez de aprovecharla en la oración y el re-
cogimiento, armáis una batahola del infierno, interrum-
piendo mis santas meditaciones. ¿No os comuniqué que
Dios nos llama a portentosa obra? Dejad de revolearos
en el fango de la concupiscencia, y seguidme a la capi-
lla, que Jesús nos espera con los brazos tendidos.
No sin echar una melancólica mirada al fondo de-
sierto de sus respectivos cuadros, todos siguieron al frai-
le, como dominados por su ojo aquilino. Llegaron en so-
lemne y lenta procesión, después de cruzar varios corre-
dores, a la gótica capilla del palacio, que parecía aguar-
darlos con sus mortecinas luces encendidas. Se descu-
brieron. Entraron. Persignáronse. Y fray Anselmo subió
al pulpito, desde donde proclamó, con su calurosa pala-
132 C. O. BUNGE

bra de vidente, la necesidad de extirpar de España hasta


las últimas raíces de herejía, si se deseaba salvar al reino...
Tan extraña y arrebatadora fué su elocuencia, que todos
lloraron. Hasta el vizconde, si bien en su llanto parecía
haber un poco de risa, porque durante el sermón, con
un alfiler y una tirilla de papel que encontrara por ca-
sualidad en el suelo, había prendido una pequeña cola
en las abultadas polleras de doña Brianda. Por suerte,
nadie advirtió su impiedad, «¡nadie — diría fray Ansel-
mo — , excepto Dios!»
Terminado el sermón, el dominico bajó del pulpito
y se dirigió al altar... Interrumpióle el vizconde, antes de
que se arrodillara:
— Padre, todos nos sentimos un poco fatigados de
haber estado nada más que la friolera de unos doscientos
o trescientos años metidos en nuestros cuadros... ¿No
podríamos dejar para mañana nuestras devociones, e
irnos ahora a estirar nuestros cuerpos en las frescas y
finas sábanas de Holanda que nos ha de ofrecer el joven
duque?
El fraile ni se dignó responder, prosternándose ante
el ara...
— Ces espagnols catholiques sont entétés comme des
huguenots! — murmuró entonces el gascón.
Y comenzó el rosario. Fray Anselmo iniciaba las
Avemarias, que luego coreaban sus catecúmenos. Era
interminable aquel rosario... Atraído por las luces y la
curiosidad, entró en la capilla un gato negro, familiar
de la casa. Pensó el dominico que el animal fuese una
encarnación del mismo demonio, y se disponía a rociar-
lo con agua bendita... Pero, como el gato era muy manso,
restregóse contra las pantorrillas de Guy, el primero que
topara. Y Guy aprovechó la oportunidad para pisarle
EL ÚLTIMO SANDOVAL 133

la cola y hacerle maullar, con gran refocilamiento de


doña Inés... Huyó atemorizado el gato; terminó el do-
minico su rosario, y Pablo despidió a sus huéspedes,
instalándolos en sus respectivas habitaciones. Tiempo
era, pues la aurora se desperezaba ya en el horizonte, y
pronto empezaría el trajín de la mañana.
Satisfecha el alma por el santo cumplimiento de sus
devociones, y satisfecho el cuerpo por los varios tragos
de generoso vino que se echara entre pecho y espalda,
durmió muy bien el joven duque. No hay para qué decir
si los demás descansarían a gusto en las «finas y frescas
sábanas de Holanda», que dijera Guy. Hasta fray Ansel-
mo las aprovechó, a pesar de haber anunciado que pre-
fería una tarima y aun el duro suelo... ¡Estaban todos tan
fatigados!
III

Pocos servidores tenía Pablo: un intendente general,


un ayuda de cámara y un cocinero, tres viejos catarro-
sos, más gordos y reservados que canónigos, los que a
su vez manejaban a tres o cuatro galopines para los
barridos y fregados. Hembras, ni para muestra las había
en la casa. Tal había sido la voluntad de Eusebia, quien
consideraba que la mujer sólo debe ser a su familia o a
su monasterio.
Embrutecidos por la monotonía del servicio y acos-
tumbrados a ver en su amo un ente perfecto, incapaz
de humanos yerros, ni pizca se asombraron los tres an-
tiguos criados del brusco cambio sobrevenido en la casa
durante la última noche. Espíritus vulgares, no tenían
ojos para contemplar las obras maestras del arte. Por
esto no advirtieron la mutación que se había producido
en los cuadros del gabinete de trabajo del amo. Bastá-
banles ver en su sitio los marcos y las telas. Por otra
parte, los nuevos huéspedes eran casi tan tranquilos
como sombras; diríase que apenas tocaban el suelo.
Y se imponían: don Fernando y doña Brianda, por su
arrogancia; fray Anselmo, por su austeridad; doña Inés,
por su belleza, y Guy, por su donaire.
Naturalmente, en las sobremesas de la antecocina
se explicó el caso de la manera más natural. Doña Inés
EL ULTIMO SANDOVAL

era la prometida del amo; venía a casarse con él. Don


Fernando y doña Brianda eran sus padres. Fray Anselmo
bendeciría la boda. El vizconde era un confianzudo amigo
de la casa que serviría de testigo. Se trataba de una fa-
milia de alta alcurnia, que llegaba de provincia, con los
históricos y vistosos trajes de sus antepasados, conser-
vados por puro orgullo, en una vida de voluntario ais-
lamiento. ¡Al fin había encontrado el señor duque la
deseada esposa, que parecía como mandada a hacer a
su medida!
Y no podía concebirse gente más cómoda y discre-
ta. El único que fastidiaba un poco, a veces bastante,
era el franchute. Tenía ocurrencias infernales... De bue-
nas a primeras preguntó a Bautista, el intendente, si
vivía en la casa alguna doncella, porque, desde unos
trescientos años atrás, abrigaba el capricho de volver
a pellizcar blancas y rollizas formas femeninas... Bau-
tista, con la dignidad propia de un alto servidor de casa
ducal, dijo que allí no había hembra alguna, ni se esti-
laban mujeres con semejantes formas... ¿Qué hizo en-
tonces la extravagante visita? Gritó a Bautista que se
quedara quieto; que no huyese si deseaba conservar la
vida; desenvainó el estoque, ¡y le acribilló a amagos y
fintas, enganches y desenganches, quites y estocadas!
¡Y todavía, porque ce friftpon de Baptisie no gritaba a
cada momento touché, le corrió hasta la cocina, cru-
zándole la espalda a cintarazos!
También Manuel, el ayuda de cámara, tenía quejas
no menos serias del vizconde extranjero. Solía éste darle
unas «latas» formidables, en las que barajaba duelos,
raptos, batallas, letanías, torneos y mil demonios. Y hasta
recordaba a unas señoritas con nombres estrafalarios...,
algo como de Montmorency y de Rohan..., de quienes
136 C. O. BUNGE

decía haberse enamoriscado en su juventud. Hablaba


también de un tal Frangois, al que llamaba «rey de Fran-
cia...» ¡Ante semejante inepcia, una vez, Manuel no pudo
contenerse!
— Señor vizconde — le replicó — , en Francia ya
no hay reyes. Hay una república gobernada por un pre-
sidente...
— ¡Una república!... Esas son cosas de Venecia y
locuras de la nobleza de Polonia... ¡República en Fran-
cia!... ¿Negarás, cochon du diable, que en Francia reina
el muy grande y generoso rey Frangois P? — Y, des-
nudando el estoque, como de costumbre cuando se en-
fadaba, lo que ocurría muchas veces en medio de sus
bromas, agregó con ademán harto amenazador — : ¡Con-
testa, villano de España, si no quieres que manche mi
acero en cortar tu lengua de perro!
Temblando de miedo ante furia semejante, el viejo
servidor tuvo que tartamudear:
— Es cierto, señor vizconde, es cierto... En Francia
hay un rey...
— Hay un grande y magnánimo rey, Frangois F.
— Hay... un grande... y magnánimo... rey... Fran-
gois P.
— ¡A quien Dios guarde muchos años!
— A quien Dios guarde muchos años...
La infantil docilidad del criado pareció encantar a
su verdugo, que le palmoteo la espalda con mano de
plomo, exclamando:
— Eres un buen garzón, villano. Vete corriendo a
buscar dos botellas del mejor vino de Borgoña que en-
cuentres, y trae dos vasos. Quiero que tú también bebas
por las glorias del rey de Francia.
Sin comprender claramente, todavía paralizado de
EL ULTIMO SANDOVAL 137

terror, no se movió Manuel... Nuevamente impacientado


el hidalgo gascón, le aplicó un leve puntapié en un sitio
que por decoro nadie nombra, salvo los gascones, gri-
tando:
—¡Anda pronto a traer esas botellas, holgazán del
infierno!
Ni tres minutos pasaron antes de que Manuel volvie-
ra con las botellas y dos copas. Guy tomó las copas,
riéndose a mandíbula batiente...
— ¿Y a esto llamas vasos para beber vino de Bor-
goña, maese Manuel?
— Sí..., señor..., si el señor no se enfada...
— ¿Y crees tú que un francés honesto puede beber
sangre de Cristo en estos dedales de muñeca?
- S í . . . No...
— Por primera vez, cuando tu amo nos convidó, los
he tolerado... ¡Pero ya no los toleraré más! ¡Por los clavos
de Cristo, que no los toleraré más!... ¡Llévaselos a fray
Anselmo para cuando diga misa, o a mi buena amiga
la abadesa del convento de Saint Etienne, madame de
Montballon!
Pero, sin dar tiempo de que se llevaran las «dedales
de muñeca» a fray Anselmo o a la abadesa madame de
Montballon, desnudó la espada, tomó las dos copas con
ambas manos, intentó con ellas unos ejercicios como
juegos malabares, y las dio muy pronto contra el suelo,
haciéndolas añicos. Inmediatamente increpó a Manuel,
que le miraba azorado:
— ¿Qué haces ahí, zopenco, que no destapas las bo-
tellas? Pareces el arcángel que esculpió maese Nicolás,
y puso en la capilla de la reina Margarita. ¿Soy acaso la
Virgen, para que me anuncies el nacimiento del niño
Jesús?
C. O. BUNGE

En un abrir y cerrar de ojos, las botellas estuvieron


descorchadas. Guy envainó el estoque, tomó una, la
alzó, la miró, tendió el brazo, y dijo:
— ¡Por las glorias del rey de Francia!
Mas viendo que no se movía Manuel, le increpó de
nuevo:
— ¡Toma, pues, la otra botella, animal, y no me mires
así! Te he dicho que no soy la Virgen María.
Empuñó Manuel, tembloroso, la otra botella y la acer-
có a los labios...
— Repite antes, ¡por San Clemente de Alejandría!,
que bebes por la gloria del rey de Francia, si no quieres
que te rompa la cabeza de un botellazo.
Manuel repitió:
— Por la gloria del rey de Francia...
Y el vizconde y el ayuda de cámara empinaron cada
cual su botella. Poco acostumbrado a este deporte, a
Manuel le faltó pronto el aliento, interrumpióse y eruc-
tó, rociando el rostro del gascón con un gran buche de
vino.
— Esto trae suerte — dijo Guy, riéndose—. Sigue,
muchacho... *
Había terminado su botella el vizconde, y el ayuda
de cámara, que no podía ver el vino y jamás lo probaba,
iba apenas por la mitad de la suya...
— ¡Si no bebes hasta la última gota, insultas al rey
de Francia, y yo, que soy su embajador, te castigaré
como mereces! — exclamó el gascón, requiriendo otra
vez la espada...
Más muerto que vivo, y todavía más borracho que
muerto, Manuel se bebió «hasta la última gota». Luego
dejó caer al suelo estrepitosamente la botella.
— ¡Bravo, bravísimo! — aplaudió Guy.
EL ÚLTIMO SANDOVAL 139

Surgiendo en la puerta, don Fernando observó seve-


ramente a su alegre consuegro:
— ¡Pero vizconde! Os olvidáis de vuestro rango...
— ¡Un francés no se olvida nunca de su rango, ni
en los torneos ni en las batallas!
— Sois un embajador y parecéis un juglar...
— ¡ Y vos sois un grande de España y parecéis un
fraile mendicante!
— Me insultáis...
— Decid más bien: ¡nos insultamos!
Hízose una pausa, que interrumpió el anciano duque:
— Guardemos compostura, vizconde. Recordad que
tenemos una alta obra que cumplir. Dejad para otro
momento vuestros arrebatos y vuestras bromas.
— ¿Para otro momento, querido consuegro? ¿Para
cuándo? ¿Para cuando tenga que estarme otra vez años
y siglos ahí, rígido en el cuadro, aunque me pique la
nariz o se me duerma una pierna?...
Y cambiando en seguida de tono, sacó Guy de un
bolsillo de terciopelo verde una grande y pesada mone-
da de oro, y se la tiró a Manuel, diciéndole:
— Anda, buen hombre. Ahí tienes para poner una
gallina en tu puchero todos los domingos durante un
año. No la vayas a jugar como un bellaco.
— Mejor que estar departiendo con los criados, sería
que fuésemos al salón, vizconde — interrumpió don Fer-
nando — . Hay allí un complicado y curioso instrumen-
to moderno, que Pablo, creyéndolo antiguo, lo ha hecho
traer, para tocarnos no sé qué danzas, también muy mo-
dernas..., pavanas y gavotas. El instrumento es llamado
«clavicordio». Doña Inés lo conocía y está encantada.
— ¡Cómo! ¿Doña Inés y Pablo están tocando el cla-
vicuerno?...
140 C. O. BUNGE

— ¡Cía-vi-cor-dio!
— ¿Y no está colgado en esa sala algún retrato de
nuestro amado pariente el conde de Targes, el marido
de doña Inés?
Don Fernando se encogió de hombros y salió, se-
guido del vizconde, en dirección a la sala del clavicordio.
Manuel volvió a la cocina, bamboleándose y creyendo
haber soñado; pero la arcaica moneda atestiguaba la
realidad del supuesto sueño... ¡Y, más que la moneda,
su borrachera!
— Se han querido reir de ti — le observó Bautista.
Al día siguiente, también se quisieron reir de Bau-
tista. Pues Guy le pidió una tintura, con estas enigmáti-
cas palabras:
— Búscame pronto algo para teñirme el bigote otra
vez de negro, pues se me está destiñendo; y no quiero
volver al cuadro del Tintoretto sino como él me pintó,
con los mostachos ennegrecidos por la pasta que fabrica
maese Sabino, el barbero del rey.
Parece que una caja de betún ordinario substituyó
bastante pasablemente la antigua industria de maese
Sabino.
Todas estas cosas raras se comentaban, aunque par-
simoniosamente, en la antecocina. Acostumbrados al
respeto y a la obediencia, los criados se contentaban con
decir que esos nobles de provincia eran incansables bro-
mistas, ¡y nada más!...
Donde se decía mucho más era en la corte. Corrían
las versiones más extraordinarias. Hablábase vagamente
de una secreta compañía de titiriteros que el joven duque
albergaba en su palacio. Otros sospechaban que allí vi-
vía una comparsa de bufones, cuyo oficio era distraer,
a la antigua usanza, los ocios del magnate moderno.
EL ÚLTIMO SANDOVAL 141

Creíase también en un tropel de locos y de idiotas, que,


por caridad más que por humorismo, cuidaba el joven
en su propia casa. En fin, no faltó quien recordase la
presencia de una beldad desconocida que mantenía a
Pablo cautivo de sus hechizos... Alguien pensó en hacer
intervenir la policía... Pero los antecedentes y la conducta
del duque se impusieron. El palacio permaneció cerrado
y silencioso, hasta para los más allegados parientes.
IV

Lejos de las habladurías cortesanas, Pablo pasaba


una vida casi feliz, una vida como de ensueño. Había
cobrado verdadera afición a sus huéspedes. Respetaba
las severas virtudes de fray Anselmo, aprobaba la gra-
vedad de don Fernando y de doña Brianda, reía de las
ocurrencias de Guy, enamorábase de las gracias de doña
Inés... Y con tanto gusto vivía entre ellos, que una tarde
llegó hasta disgustarse seriamente con una broma del
vizconde...
— Creo que ya debemos volver a nuestros cuadros,
por San Luis, rey de Francia — había exclamado Guy,
metiéndose, sin más ni más, en el que le correspondía...
— Vamos, dejaos de chanzas, Guy... —díjole Pablo.
Pero el gascón se hacía el muerto, o, mejor dicho, se
hacía el retrato, en una postura semejante a la que le
había dado el Tintoretto.
— Bajad de una vez... — suplicaba Pablo.
Como si no le oyera, lo mismo que antes de la noche
memorable, el vizconde de la Meule se estaba quieto y
silencioso, sage comme une image.
— No seáis terco, abuelito — intervino doña Inés — .
Ved que inquietáis a Pablo.
— Dios podría castigaros — manifestóle doña Brian-
da — , dejándoos allí otra vez para siempre.
EL ÚLTIMO SANDOVAL 143

El hecho es que no sólo Pablo, sino que todos esta-


ban alarmados, temiendo el momento fatal de despedir-
se de su último sueño de vida humana...
— Siempre con bromas de mal gusto, vizconde — re-
funfuñó don Fernando.
Haciendo oídos sordos, el porfiado gascón perma-
necía impávido, sin fruncir ni la punta de la nariz. De
pronto, doña Inés soltó una carcajada cristalina:
— ¡Se ha equivocado de postura! En vez de cruzar
la pierna derecha, que es la que se le había dormido,
como estaba antes, ha cruzado la izquierda... ¡Si lo sa-
bré yo, que le he tenido tantos años ante mis ojos!...
¡En la pierna izquierda es donde le dará ahora un ca-
lambre!
Así fué; le dio tan fuerte y repentino calambre en la
pierna derecha al pobre vizconde, que tuvo que saltar
del cuadro... Y con tanta torpeza lo hizo, que con todo
su peso le pisó un pie a doña Brianda...
— ¡Grosero!—exclamó ésta, dando un grito de dolor.
Para tranquilizarla, dobló Guy la rodilla en tierra, y
le suplicó:
— Pardon, Madame!
Fray Anselmo, que musitando sus oraciones había
vislumbrado la escena desde los corredores, vociferó:
— ¡Esto es intolerable ya! — Y agregó, dirigiéndose a
Pablo — : ¿No sabéis cuándo habrá recepción en Palacio?
— No.
Como era hora de cenar, pasaron al comedor. Des-
pués del Benedicite, el dominico preguntó al dueño de
casa:
- ¿Quién se sienta ahora en el trono de España?
— Felipe II — repuso doña Brianda.
— Carlos IV — afirmó doña Inés.
144 C. O. BUNGE

Fray Anselmo impuso silencio, con su mirada de


águila, a tanta ligereza femenina...
— Alfonso X I I I — respondió entonces Pablo.
— ¿De la casa Austria todavía?
— No; de la casa de Borbón, rama de la antigua casa
de Francia...
— ¡Luego la España de hoy pertenece a Francia,
como la Navarra! — exclamó alegremente el vizconde — .
¡Ya lo había previsto el rey Frangois!
— ¡Bah! — interrumpió despreciativamente don Fer-
nando.
— Después de Felipe II, de Felipe I I I y de Felipe IV,
la casa de Austria se extinguió sin sucesión con Carlos II,
el Hechizado... — aclaró Pablo.
— Justo — confirmó doña Inés — . Y entonces vi-
nieron los Borbones, pero Borbones españoles, con Fe-
lipe V, de quien desciende nuestro buen rey Carlos IV.
— Desde Carlos IV hasta ahora — terminó Pablo —
se han sucedido muchos gobiernos... Hoy reina Alfon-
so X I I I de Borbón.
— ¿Estos gobiernos fueron siempre católicos? — in-
terrumpió fray Anselmo.
— Naturalmente, padre...
— ¿Alfonso X I I I es joven?
— Muy joven; pero tiene la prudencia y la ilustra-
ción de un viejo.
— ¿Es casado?
— Hace meses.
— ¿Con una princesa de qué casa?
— De la casa... de Inglaterra — contestó Pablo, algo
confuso.
Fray Anselmo se puso de pie, como si se le apareciera
el demonio.
EL ÚLTIMO SANDOVAL 145

— ¿De la herética casa de Enrique V I H y de Isabel?


— No precisamente. Su esposa es una bella y virtuo-
sísima princesa de la familia ahora reinante en Inglate-
rra, cuyo origen es alemán. En su fe protestante se lla-
maba Ena de Battenberg, y, después de convertirse a
la religión verdadera, ha sido bautizada con el nombre
de doña Victoria...
Sin escuchar más, el gran inquisidor de Felipe II
gritó, agarrándose la cabeza, casi con desesperación:
— ¡Una hereje en el trono de doña Isabel la Cató-
lica!... ¡Apiádate, Dios mío, de tu ahora desgraciada y
otrora fiel y gloriosa España!... — Y se retiró, con lá-
grimas en los ojos y fuego en los labios.
Después de una pausa trágica, exclamó el gascón:
— Mon Dieu! Jamáis je ne pourrai comprendre cet
esprit d'exaltation huguenoite qu'on trouve dans le catholi-
cisme d'Espagne!
— Más os valiera no hablar de ello, si no lo com-
prendéis — díjóle don Fernando — . Y agregó, dirigién-
dose a toda la compañía — : ¡Quedad con Dios!
— ¡Id con Dios! — respondieron los comensales, uno
por uno.
Empinóse apresuradamente el gascón dos o tres co-
pas de vino tinto, y todos se levantaron de la mesa, sin
concluir de comer.
Sintiendo un malestar vago e indefinible, retiróse
cada cual a su aposento, a hacer solo sus oraciones. Res-
petaban la reserva del dominico, bajo cuya dirección reza-
ran juntos las noches anteriores, en la polvorosa-capilla.
Al día siguiente, después de oír, como de costumbre,
la misa que fray Anselmo dijo a las seis, Pablo anunció:
— Esta noche hay una gran recepción en Palacio.
Acabo de recibir la invitación...
L A SIRENA. 10
146 C. O. BUNGE

— Pues todos iremos a Palacio, como corresponde


a nuestras dignidades — decidió el inquisidor con voz
de trueno — : ¡Dios lo manda!
La proposición fué acogida con júbilo general. Don
Fernando, doña Brianda y Pablo tuvieron como un pre-
sentimiento de que iban a prestar altísimo servicio a la
dinastía. Guy y doña Inés vieron al fin llegado el momen-
to de salir de la casa solariega, y de echar un vistazo por
el mundo, a ver si habían cambiado mucho las cosas y
los hombres... No se atrevió el vizconde a exteriorizar
su gusto, por temor de que le dejaran en casa; mas doña
Inés, riendo como una loca, no pudo contenerse:
— ¡Qué suerte!.. ¡Luciré todavía ante ese Alfonso X I I I
o XIV mi precioso vestido blanco con encajes de Ingla-
terra! — Y dio unos saltitos, aunque con moderación,
para no desarreglarse el moño del peinado, y se golpeó
la mano con su abanico de nácar, si bien cuidadosamen-
te, para no desarticularlo, pues era viejo y estaba algo
estropeado.
Esperando impaciente que llegase la hora de presen-
tarse en Palacio, cada cual se retiró a su aposento. Pa-
blo pasó el día entero poniendo en orden sus papeles,
como si se despidiera del mundo; fray Anselmo, postra-
do en oración; don Fernando y doña Brianda, platican-
do sobre el poderío del primer Carlos y del segundo Fe-
lipe, que imponían al mundo su ley... El vizconde de
la Meule se atusaba el bigote y ensayaba pasos y sobre-
pasos, danzas y contradanzas... Doña Inés se sonreía
ante el espejo...
Sentáronse a la mesa en la hora de la cena; pero na-
die probó bocado, absorbidos, quiénes en hondas y gra-
ves ideas, quiénes en pensamientos frivolos y galantes...
Y, a las once en punto de la noche, presentábanse todos
EL ÚLTIMO SANDOVAL 147

ante la escalinata de Palacio. Centinelas y guardias de-


járonles pasar, deslumhrados por sus brillantes unifor-
mes; los alabarderos golpearon el suelo con sus armas,
pues que los seis de la comitiva eran cinco grandes de
España y un embajador... Y, anunciados por los ujieres,
de boca en boca corrieron sus nombres, produciendo ge-
neral estupefacción:
— ¡Fray Anselmo de Araya, gran inquisidor de Fe-
lipe II!...
— ¡Don Fernando y doña Brianda, primeros duques
de Sandoval!...
— ¡El vizconde Guy de la Meule, embajador de
S. M. el rey Francisco I ante S. M. el emperador Car-
los V!...
— ¡Doña Inés, condesa de Targes y Cabeza de Vaca!...
— ¡El duque de Sandoval y de Araya!...
Bastaba mirar a los nombrados para comprender que
no se trataba de una broma irreverente; nadie se atrevió
ni a pensarlo. El misterio de lo sobrenatural se cernía,
como una grande ave negra, sobre las frentes, pálidas
y sudorosas... Los mismos reyes se pusieron de pie...
Y fray Anselmo dobló una rodilla en tierra, besó la mano
del monarca, levantóse y habló. Sus palabras eran como
sombras de palabras. Comprendióse que se referían a
doña Victoria, hacia quien tendía sus manos escuálidas,
entre amenazadoras y suplicantes... ¡Le enviaban las
augustas reliquias del Escorial, para que bendijese a la
reina que antes fuera hereje!... Además, muy bien podía
haber sucedido que, entre la comitiva de la princesa de
Battenberg, hubieran inmigrado, de los reinos de Enri-
que V I I I , algunos espíritus malignos... Tal vez se apo-
sentarían aun en Palacio, debajo de los muebles o entre
los artesonados... ¡El iba a echarlos, para que quedase
148 C. O. BUNGE

definitivamente purificada la mansión de los reyes de


España!
Pasó luego algo indefinible. Ante los circunstantes,
que estaban todos como aletargados, fray Anselmo pro-
nunció unas larguísimas oraciones en latín, y dijo:
— Exi, Wycliffe!
De un ángulo del salón voló en amplia elipse un
murciélago, y desapareció por una ventana abierta...
Era el espíritu de Wycliff.
El fraile dijo:
— Exi, Luther!
De un ángulo del salón voló en amplia elipse un se-
gundo murciélago, y desapareció por la misma ventana.
Era el espíritu de Lutero.
El fraile dijo:
— Exi, 0alvine!
De un ángulo del salón voló en amplia elipse un
tercero y último murciélago, y desapeíreció por la misma
ventana... Era el espíritu de Cal vino.
Ocurrido esto, el frailé se adelantó hasta el trono, y
colocó en silencio, sobre la frente de la reina, una como
diadema de estrellas. En el aire vibró entonces un coro
de ángeles invisibles. Al son de este cántico divino, el
gran inquisidor de Felipe II y sus acompañantes, des-
pués de saludar gravemente a los reyes, se retiraron, con
hierática lentitud. Volvieron todos al palacio de la calle
del rey Francisco, y las cinco figuras antiguas entraron
en sus respectivos cuadros, donde han quedado otra vez
mudos y rígidos para siempre...
Nadie dirá nunca nada del hecho que acaeció aque-
lla noche memorable en el Palacio Real de Madrid. Si
alguno de los muchos circunstantes lo recuerda, como
en sueños, ha de repudiarlo por absurdo; creerá que tuvo
EL ÚLTIMO SANDOVAL 149

una pesadilla. La Historia lo ignorará siempre, como ig-


nora todo lo sobrehumano y fundamental. Sólo existe
hoy un espíritu bastante loco para comprenderlo. El es
quien, en un momento como de delirio, lo refirió a uno
de sus médicos, que a su vez me lo comunicó, para que,
por mi parte, lo transmita a la posteridad. Pero ese es-
píritu vive ya retirado de los hombres, enfermo de nos-
talgia y de hipocondría, entre las cuatro paredes de su
gabinete de estudio. En el nobiliario español y en el al-
manaque de Gotha se le registra — después de la recien-
te muerte de su hermana Eusebia — como único repre-
sentante de una de las más gloriosas familias la de no-
bleza europea, con el nombre de Pablo Enrique Fran-
cisco Sancho Ignacio Fernando María, último duque de
Sandoval y de Araya, condeduque de Alcañices, marqués
de la Torre de Villafranea, de Palomares del Río, de
Santa Casilda y de Al'geciras, conde de Azcárate, de
Targes, de Santibáñez y de Lope Cano, vizconde de Val-
dolado y de Almeira, barón de Camargo, de Miraflores y
de Sotalto, tres veces grande de España, caballero de
las órdenes de Alcántara y de Calatrava...
LA MADRINA DE LITA
I

Lita era una pobre niña que no podía caminar y ni


siquiera tenerse en pie. Atacada a la medula por incu-
rable enfermedad, su tronco era deforme, y sufría dolo-
res que le arrancaban a cada instante quejas y lágrimas.
Toda su vida parecía concentrarse en los dos grandes
ojos azules que iluminaban su carita de ángel. Sentada
en su silla rodante, con un libro de estampas en la mano,
fijaba esos dos ojos en su mamá, que bordaba junto a
ella...
— ¿Quieres que te cuente un cuento, Lita? — pre-
guntábale la señora, acariciándole la rubia cabellera.
— No, mamá. Ya sé todos los cuentos.
Muy raro era que Lita no quisiera que le contaran
un cuento, porque los prefería a las golosinas, a los ju-
guetes y hasta a los libros de estampas. Por eso su mamá
se los contaba todos los días, inventando a veces algunos
muy bonitos.
Después de quedarse un rato pensativa, Lita solía
preguntar:
— Mamá, quiero que me digas quién es mi madrina...
Los padrinos de .Lita habían sido sus abuelos, los pa-
dres de su mamá, y los dos murieron antes de que Lita
cumpliera un año. Así es que la niña, como no llegó a
conocerlos, no podía acordarse de ellos.
154 C. O. BUNGE

La mamá no quería decirle que habían muerto, por-


que Lita era muy impresionable. Podía pensar: «Los pa-
drinos de mis hermanitos viven, y ellos viven y se mue-
ven. Mis padrinos han muerto, y yo, que no puedo mo-
verme, debo morir también.» Valía más responderle,
como otras veces, cuando hiciera la misma pregunta:
— Lita, tu madrina está de viaje.
Lita pensaba: «Es muy extraño que mi madrina esté
siempre de viaje...» Pero, no atreviéndose a decir sus du
das y temores, limitábase a preguntar a su mamá:
— ¿Y cómo se llama?
La mamá le contestaba:
— María — porque efectivamente tal había sido el
nombre de la abuelita.
— ¿Era muy buena?
— Muy buena.
— ¿Me traerá muchos juguetes?
— Muchos y muy lindos...
— ¿Y por qué no me los trae ya?
— Porque está muy lejos y porque eres una pregun-
tona.
Lita volvía a quedarse pensativa. La mamá dejaba
entonces el bordado, para mirarla...
— ¿Quieres que te saque al patio a jugar con tus her-
manitos? — le decía.
—No, mamá—contestaba Lita, agregando al rato—:
Mamá, ¿las hadas pueden lo que los médicos no pueden?
La mamá miraba a Lita como si fuera a llorar, y le
decía, besándola en los ojos y bañándole con sus lá-
grimas:
— Dios puede todo lo que quiere, mi hijita del alma...
¿Por qué me preguntas eso?
— Por nada, mamá.
LA MADRINA DE LITA 155

Pero Lita sabía por qué preguntaba eso. Lo pregun-


taba porque había oído decir a los sirvientes que los mé-
dicos no podían curar su enfermedad. Y ella esperaba
que su madrina fuera una hada y la curase. ¿Qué hu-
biera sido de la Bella-Durmiente-en-el-Bosque sin su
hada madrina?...
La mamá de Lita, que era muy linda y bien vestida,
dábale todas las tardes un beso en la mejilla, y salía a
visitas y compras. Miss Mar y, la niñera inglesa, lle-
vaba a Lita a la plaza, en su cochecito de manos, con
sus hermanitos y primos. Mas ella no se divertía en la
plaza, porque no podía correr detrás de un aro, como
los demás niños, y porque siempre veía las mismas
casas, los mismos árboles, la misma gente.
Cuando sus hermanitos y primos se iban a jugar y
la dejaban sola, preguntaba a la niñera:
— Miss Mar y, ¿cree usted que hay hadas?
Sin entenderla, sin escucharla siquiera, miss Mary
respondía:
— Yes, my dear, yes.
«¡Qué tontas son estas inglesas! — pensaba Lita — .
Aunque no entiendan una palabra dicen siempre yes,
yes, yes, alzando y bajando la cabeza, como el asno de
cartón que me trajo papá el otro día.»
Después de jugar en el paseo, los niños volvían a
casa muy contentos. Muy contentos todos, menos Lita,
que sentía en su cabeza aletear una pequeña preocupa-
ción, como una mariposilla prisionera bajo.una copa de
cristal.
Más que todos los paseos del mundo, gustábale que
la llevaran, en su casa, al patio de servicio. Pues allí
estaba casi siempre Ramón. Ramón era el hijo de la co-
cinera, un muchachote de su misma edad, doce años;
156 C. O. BUNGE

pero que parecía su padre. Ramón la idolatraba, como


si fuera una santita de madera, le contaba historias pre-
ciosas, y le traía del mercado unos juguetes tan chuscos,
que bastaba verlos para reírse a carcajadas.
Esperábala aquel día con un saltaperico de retorci-
dos cuernos y barbas de chivo. Para sorprenderla, lo
abrió de repente, pegándose en la nariz con la cabeza del
saltaperico. Pero, como ella no tenía ganas de reirse,
no se rió. Guardó distraída el juguete y dio las gracias a
su amigo, preguntándole después:
— Dime, Ramoncito, ¿crees tú que en este mundo
hay hadas?
Ramón abrió tamaños ojos, se puso muy serio, me-
tióse ambas manos en los bolsillos del pantalón, y re-
puso:
— Yo creo que en este mundo no hay hadas, niña
Lita.
Como Ramón iba al colegio, hacía cuentas en su
pizarra y leía libros, Lita creía en su ciencia. Después
de su mamá, nadie le inspiraba mayor confianza. Sin
embargo, desencantada esta vez por su respuesta, pro-
testó con cierta reserva de gran dama ofendida:
— Pues yo creo que hay hadas.
Miróla Ramón, casi con lástima...
Ella prosiguió, con un vago temblor en la voz:
— Sí creo, sí creo, sí creo... ¿Qué razón tienes tú,
malo, para no creer?
Tímidamente, el chico contestó:
— Yo nunca las he visto...
— ¿Y no crees en Dios?
— Sí...
— ¿Y has visto alguna vez a Dios? — exclamó Lita
triunfalmente, burlándose de la poca lógica de su amigo.
LA MADRINA DE LITA 157

Creyó Ramón mejor no tocar más el punto. ¿Cómo


iba a discutirle esa chiquilla que nada sabía, a él, que
estudiaba historia de Roma y multiplicaba por cantida-
des de cinco y de seis números?... Pero ella insistía:
— Dime, malo, remalo, ¿crees o no crees en las hadas?
Ramón hizo una concesión, entre respetuoso e iró-
nico:
— Si me lo manda usted, niña...
Sin contestarle, Lita dijo, en voz baja y miste-
riosa:
— Pues oye... ¡Oye, que tengo que decirte un secreto
muy grande!... Acerca la oreja... ¡Más!... ¿Sabes qué se-
creto?... ¡Mi madrina es un hada!
Creyó Lita que Ramón quedaría deslumhrado con
semejante revelación, y sólo parecía perplejo...
— Es un hada que viene a verme todas las noches,
en cuanto me duermo — continuó confidencialmente — .
Entra de puntillas y se para al pie de mi cama. Es toda-
vía más linda que mamá. Tiene una estrella en la frente
y el pelo suelto. Arrastra, como la cola de los vestidos
de baile de mamá, un manto de tul bordado de oro, de
perlas y de brillantes. En la mano lleva siempre levanta-
da su varita mágica...
Aquí hizo Lita una pausa para gozar del efecto de
su descripción... En su entusiasmo, no vio que el chico,
con sus infantiles ojos negros húmedos de piedad y de
ternura, meneaba incrédulo la cabeza... Y ella prosiguió,
alzando su vocecilla de plata:
— Yo sé que esa hada va a curarme, y entonces po-
dré saltar y correr, y, cuando seamos grandes, ¡los dos
nos casaremos!...
Ahora sí que parecía deslumhrado Ramón, aunque
objetó:
C. O. BUNGE

— Pero yo soy el hijo de la cocinera, Lita, y usted


es la niña de la casa...
— ¿Qué importa? — respondió Lita con generosi-
dad de reina — . Además, tú mismo me lo has dicho...
Cuando seas grande, tú trabajarás para tu mamá,' y
ella no será más cocinera... ¿Qué importa que lo haya
sido? ¡Mejor! ¡Así nos hará dulces muy ricos!
— Pero su mamá...
— Yo no soy orgullosa, y mi mamá hace todo lo que
yo quiero.
Sin darse por vencido, no ocultando su triste escep-
ticismo, Ramón argüyó todavía:
— Su mamá hace ahora todo lo que usted quiere,
niña, porque usted está enfermita; pero cuando usted
sane, será otra cosa...
Lita contestó muy seriamente:
— ¿Prefieres, pues, para casarte conmigo, que yo
siga enferma, clavada en mi silla como los pajaritos em-
balsamados en los sombreros de mi mamá?
— ¡Oh, no, niña, no! — afirmó Ramón con toda su
alma — . Prefiero morirme. Se lo juro.
— No digas tonterías.
Se hizo una pausa, que cortó Ramón, después de sus-
pirar:
— Tengo algo que mostrarle, además del saltaperi-
co, niña Lita...
— ¿Qué?
El chico salió corriendo y volvió triunfante con una
ratonera, donde estaba presa una lauchita...
— Mírela, niña, qué preciosa...
— ¡Uf, da asco! ¿Qué vas a hacer con eso?
— Mi mamá la va a matar... Yo quería que usted la
viera antes.
LA MADRINA DE LITA

— ¡No, que no la mate! ¡Suéltala, suéltala, pobre


lauchita!... ¡Si te reprenden, di que yo te lo he manda-
do, Ramón!...
Ante orden tan perentoria, Ramón comprendió que
había hecho mal en mostrar a la niña la pequeña pri-
sionera... Y la soltó, porque sabía que los deseos de la
niña debían siempre respetarse. La laucha corrió a es-
conderse debajo de un armario...
— ¡Es una monada! — exclamó Lita, batiendo pal-
mas con alegría. — ¡Su mamá va a ponerse muy con-
tenta cuando la lauchita vuelva a su casa! Y, cambiando
repentinamente de tema y de tono, agregó — : Tenía
que decirte otra cosa, Ramón..., y es que puedes tutear-
me como mis hermanitos y mis primos.
Luego de pensarlo formalmente, Ramón contestó:
— Eso, nunca, niña Lita. Mi mamá diría que es una
insolencia, y se enojaría.
Lita se encogió de hombros:
— Tutéame cuando tu mamá no te oiga.
— Tampoco... Yo no hago nunca a espaldas de mi
mamá nada que no pueda hacer delante de ella...
— ¡Tu mamá es la cocinera, y yo soy la niña, y te
lo mando!
— No podría, niña, no podría — gimió Ramón con
voz tan compungida que la misma Lita soltó la carca-
jada, una de esas sonoras carcajadas que sólo sabía
arrancarle el chico de la cocinera.
— ¡Bueno! — dijo, cambiando el giro de la conver-
sación — . Yo te trataré de usted... Cuéntame..., o cuén-
teme usted lo que ha hecho hoy en la escuela el picaro
de..., ¿cómo se llama?..., Luis Matheu... Ese que se pe-
lea con todos y está todos los días en penitencia... Ese
ióo C. O. BUNGE

que en cuanto se pierde un coscorrón, dices que le en-


cuentra siempre en su cabeza...
Tuvo que interrumpirse aquí el coloquio, porque se
oyó el recio y bien conocido taconeo de miss Mary que
se acercaba... Ramón, cuya única antipatía en el mundo
era esa miss Mary, se escabulló...
Lita simuló dormitar y despertarse sobresaltada.
—¿Viene usted a buscarme, miss... Yes?— preguntó,
no sin altanería.
— Yes, Lita. Your moiher is coming...
Ante tal argumento, Lita cedió. Hizo una mueca
amistosa a Ramón, que asomaba la cabeza por la puer-
ta de la cocina, a espaldas de la niñera, y se dejó arras-
trar en su sillita al encuentro de su mamá.
Por la noche, durante el sueño, volvió a aparecérse-
le a Lita su hada madrina. Pero ahora, en lugar de es-
tarse ahí callada mirándola como otras veces, le habló
en un lenguaje que parecía una música de campanillas
de oro. Di jóle que iba a sanarla con su varita mágica,
y que después se la llevaría a viajar a su país, que era
naturalmente el País de las Hadas, en un cochecito de
marfil tirado por dos grandes mariposas azules. Pero
para eso era menester que su ahijada demostrara antes
que era buena...
— ¿Cómo? — preguntó anhelante Lita, tapándose
después la cara con la sábana, llena de vergüenza por
su osadía de interrogar a una hada...
El hada le contestó que ser buena es ser hacendosa
y caritativa con los niños pobres. Los niños pobres se
mueren de frío en las noches de invierno. Una niña ha-
cendosa y caritativa debía tejerles, así como su mamá
tejía para su papá una colcha de seda el verano pasado,
tres colchas de lana: una blanca, otra celeste y otra rosa-
LA MADRINA DE LITA

da. Ella vendría a buscarlas una noche, dentro de trein-


ta días justos. Si no estaban listas las colchas se volve-
ría a su país, en donde andaba siempre viajando... ¡Y para
no volver más! Pues como su ahijada no era bastante
buena, no la consideraba digna de curarse ni de viajar
con ella por el País de las Hadas, en un cochecito de mar-
fil arrastrado por dos mariposas azules.
Tanto se asustó la pobre Lita al oír esta amenaza
de su querida hada madrina, que levantó la cabeza y
se despertó. Pero el hada ya había desaparecido, con
su estrella sobre la frente, su cabello suelto, su varita
mágica siempre levantada y su manto de tul bordado
de oro, de perlas y de brillantes.

L A SIRENA. 11
II

Una vez despierta, Lita no pudo volverse a dormir.


Con los ojos abiertos, como los de un ratoncillo, esperó
que llegase el día. Aquella noche dormía en su cuarto,
con miss Mary. Porque, cuando no sentía dolores, dor-
mía en su cuarto, con miss Mary, una dormilona que
roncaba como un fuelle. Cuando los sentía, dormía junto
a la cama de su mamá, y esto era un consuelo. Y era tan
buena Lita, que, delirando por dormir junto a su mamá,
para no afligirla, nunca exageró sus dolores. A veces
hasta los disimulaba...
Esa mañana se sentía sin embargo dispuesta a usar
de toda su energía para imponer su voluntad. En cuanto
se coló la luz por las rendijas de la puerta, llamó a miss
Mary. Miss Mary se levantó medio dormida, miró el
reloj, dijo que era demasiado temprano y pidió a Lita
que durmiese un poco más... Lita protestó, hizo abrir
los postigos ¡y ordenó a miss Mary, en tono perentorio,
que fuese en el mismo momento a comprarle agujas de
tejer y lana blanca, celeste y rosada!...
Miss Mary se negó, probablemente sin comprender
bien. Todavía no estaban abiertas las tiendas... Espera-
ría a que se levantase la señora... Insistió Lita... Y en-
tre niña y niñera se entabló una tremenda disputa, de
la que resultó llorando la niña... Al oiría su mamá, que
dormía en el cuarto contiguo con el oído siempre des-
pierto, se apareció envuelta en elegantísimo peinador de
LA MADRINA DE LITA 163

blondas. Besó a Lita en los cabellos, escuchó estupefac-


ta su petición, y le observó:
— ¡Pero si tú no sabes tejer, mi tesoro!
Mimosa y llorosa, contestó la niña:
— No importa, mamá. Tú me enseñarás.
— ¡Tejer tú!... ¡No es posible!... Eres muy chica.
¡Y te gastarías esos lindos ojitos míos y esas queridas
manitas!... Yo he de tejerte cuanto me pidas: una car-
peta para tu mesita, un pañolón para tu muñeca... Di,
¿qué más quieres?
— ¡Por favor, mamá! — rogaba la niña, sollozando
casi —. ¡Enséñame a tejer, tú que eres tan buena! ¡Ten
lástima de mí!
—¿Y qué quieres tejer?
— Tres colchas para los niños pobres: una blanca,
y otra celeste, y otra rosada. ¡Pero quiero tejerlas pronto
yo sola, sólita!... Después, mamá, ¡escucha bien, mamá!...
Después Dios me curará y podré correr como los demás
chicos... ¡Mándame comprar ya lo que necesito, mamita
querida!
Como miss Mary, la señora no se movía... Parecía
enternecida y asombrada... Y Lita, desconsolándose por
tales retardos y vacilaciones, comenzó a derramar el
más amargo llanto de su vida, de su pequeña vida siem-
pre llena de lágrimas.
También despertó al papá con su llanto. Y el papá
vino a verla, vestido con una bonita robe-de-chambre de
seda azul rameada de negro. ¡Parecía un chino con esa
robe-de-chambre!... Pero, como era también muy bueno,
se enteró de lo que quería su hijita inválida, y cambió
con su mamá algunas palabras. Aunque hablaban en
voz baja y en el otro extremo de la pieza, Lita les oyó
perfectamente...
164 C. O. BUNGE

La ronca voz del padre decía:


— Está demasiado agitada. Es necesario tranquilizar-
la. ¿No tiene fiebre?
La fina voz de la madre contestaba:
- Parece que no; ahora le pondremos el termómetro...
¡Pobre chica!... ¡Tiene demasiada imaginación para su
estado!... Ha soñado curarse... Habla de curarse... Yo
creo que tejer no le haría mal.
— Habrá que consultar al médico. Tú sabes que no
quiere que se fatigue, ¡ni que te fatigues tú tampoco!
La señora suspiró. El señor parecía preocupado por
la obstinación de Lita. Pues Lita no era caprichosa. Le
gustaba contradecir a veces; pero era dócil y reposada
como una viejecita de cien años. Siendo capricho de te-
jer una cosa rara, el padre ordenó a miss Mary que lla-
mase al médico por teléfono.
Al oír la orden, Lita la desaprobó:
— ¿Para qué el médico?... Si los médicos no pueden
lo que Dios puede, ¡y yo me curaré sin médico!... — Y lue-
go pensó en voz alta, consolándose — : De todos modos,
aunque miss Mary lo llame, él no va a entender, porque
ese teléfono es para hablar en español y miss Mary no
sabe hablar más que en inglés.
Su padre se sonrió y le dijo:
— El teléfono sirve para todos los idiomas, Lita.
Además, miss Mary sabe hablar español como yo y como
tú. Habla inglés con los chicos, para que lo aprendan.
Lita se burló a través de sus lágrimas del español de
miss Mary... Lo cual no impidió que ésta volviera pronto
trayendo la contestación del médico: hasta las cuatro
de la tarde no podría venir... «¡Hasta las cuatro de la
tarde! — pensó Lita —. Perderé, pues, todo el día de
hoy, y no podré terminar en los treinta días fijados por
LA MADRINA DE LITA

mi madrina!...» Y se puso, a llorar otra vez porque no


le traían pronto los útiles pedidos. Su mamá la conso-
laba. Su papá fué a hablar él mismo por el teléfono,
a reprender al médico y a mandarle, muy enojado, que
viniese en seguida a ver a Lita.
Hubo todavía que esperar un buen rato. La mamá
hizo rezar a Lita sus oraciones de la mañana y le besa-
ba las manitas. Después la hizo desayunarse con una
gran taza de chocolate. Y el médico vino al fin. Tenía
anteojos de oro y un reloj muy grande, que hacía tictac
hasta cuando estaba en el bolsillo.
Consultado, examinó a Lita, y opinó:
— Pienso que no hay inconveniente en que se le dé
lo necesario para tejer—. Después, cuando creía el muy
tonto que la enfermita no le escuchaba, agregó: — De
todos modos, me parece que no llegará a anudar dos pun-
tos de tejido. Tratará de aprenderlo, y, al ver que no
es tan fácil como se había imaginado, tirará las agujas.
Si aprende a tejer, lo que no me parece probable, hará
unos cuantos puntos, y, en cuanto la labor pierda su
novedad, la dejará de lado... ¡Tengan por seguro que ya
mañana no se acordará de su capricho!
— ¿Y si por rara eventualidad se empeña en tejer
su colcha — preguntó la madre —, y llega a esforzarse
y se fatiga?
— No creo que eso ocurra, señora — aseguró el mé-
dico —. Cuide en todo caso de que no se incorpore mu-
cho... ¿Lleva siempre su corsé de yeso?
— Todos los días se le pone al vestirla, y todas las
noches se le saca al acostarla.
— Que siga lo mismo. Y, si llegara a excitarse de-
masiado, déle una cucharadita de la receta calmante
que le prescribí la vez pasada.
i66 C. O. BUNGE

— ¡Eso la postra!...
— Disminuya la dosis.
Y se fué el médico, con sus anteojos y su reloj.
Requerida por Lita, miss Mary... salió a comprar las
agujas de madera y lana blanca, celeste y rosada. Se
hizo esperar mucho ella también. Pero, mientras vol-
vía, la madre vistió a Lita, la lavó, la peinó, le puso agua
de Colonia y la sentó en su silla rodante.
Poca lana trajo miss Mary. Como no alcanzaba para
las tres colchas pedidas por el hada madrina, Lita re-
clamó el doble más de lana de cada color... Su mamá le
dijo que aprendiese primero a tejer lo que tenía delante,
y comenzó a enseñarle...
Con gran sorpresa de su mamá, en un momento
aprendió Lita, toda ojos, los puntos del tejido. Antes
de la' hora de almorzar, ya tejía; bien que imperfecta-
mente, ¡ya tejía!... Como primeros ensayos, fabricó unas
tiras largas y desparejas y unos cuadraditos, aunque su-
cios y no sin nudos que revelaban tropiezos y equivo-
caciones.
Inmediatamente quiso comenzar su colcha blanca.
Nada pudo detenerla: ni las súplicas de su mamá para
que descansase, ni siquiera la severidad de que se armó
su padre, todavía vestido con su bonita bata azul ramea-
da de negro.
Rodeada de su padre, de su madre, de sus hermani-
tos y de miss Mary, ella seguía en su labor como una
brujita, teje que teje, teje que teje, teje que teje... Entre
sus purpurinos labios, contraídos por la atención, ace-
chaba su lengua, a la manera de una vecina curiosa que
se asoma por la ventana. Sus pequeñas manos parecían
dos arañas de cinco patas, apuradísimas en reconstruir
una tela rota por el viento.
III

Interrumpióse para almorzar, y después, casi a la


fuerza, la obligó la mamá a descansar un buen rato.
Quísola llevar de paseo en carruaje; pero la niña se re-
sistió de tal modo, que también la señora se quedó en
casa. Y, en cuanto pudo, volvió Lita al trabajo, y lo
continuaba, aunque con los intervalos que su mamá le
imponía...
Llevaba ya tejido un buen principio a la hora en que
Ramón volvía de la escuela. Deseó verlo, mostrárselo,
y hacerle su confidente una vez más... Por eso pidió ella
misma un nuevo descanso para que la llevasen al patio
del servicio. La señora accedió, encantada.
Estallando por hablar, en cuanto estuvo cerca de
Ramón, le preguntó con inusitada formalidad:
— ¿Tienes honor, Ramón?
Ramón contestó, no muy seguro:
— Creo que sí, niña...
— ¿Puedes darme tu palabra de honor?
— Sí, niña, si usted lo manda...
— [Dame tu palabra de honor de que no dirás nada
a nadie de lo que te voy a decir!
— Le doy mi palabra de honor, sí...
— Pues escucha...
Y Lita contó a su modesto amigo todo lo que había
i68 C. O. BUNGE

pasado desde la noche anterior: la aparición del hada


madrina, su oferta y promesa, y cómo había puesto ella
manos a la obra.
— Ahora tienes que decirme — terminó —: ¿cuántos
días faltan para los treinta días?
Ramón, que la escuchara pensativo, rió como un
loco a esta pregunta, respondiendo:
— Para los treinta días faltan... ¡treinta días!
Lita se impacientó:
— ¡Tonto! Pregunto en qué día de qué mes se cum-
plirán los treinta días... ¡Parece increíble que un gran-
dullón que multiplica por mil números en su pizarra no
sepa sacar esta cuenta!
— Sí sé, sí sé — repuso Ramón vivamente —. Hoy
estamos a cinco de junio... Junio debe tener treinta días...
El plazo se cumplirá, pues, el cinco de julio...
— ¿El cinco de julio estaré sana?
— Si Dios quiere...
— Pues apunta la fecha para no olvidarla...
Ramón sacó del bolsillo una libreta y un lápiz, y
apuntó la fecha...
Lita le dijo, dando un suspiro de satisfacción:
— Gracias —. Y añadió —: ¿El cinco de julio? ¿Eh?
¡El cinco de julio!
— Ya está apuntado. Estése tranquila, niña, que
no lo olvidaré. ¿Quiere que le muestre un abanico de
papel de colores que le he traído del mercado? ¡Voy co-
rriendo a buscarlo!...
Disponíase Ramón a correr en busca del abanico;
pero Lita le contuvo, con aire importante:
— Me lo mostrarás otro día, Ramón. Ahora estoy
muy ocupada. Debo continuar pronto mi trabajo. ¡Llé-
vame al otro patio!...
LA MADRINA DE LITA 169

Mientras la arrastraban, Lita iba repitiéndose la má-


gica fecha, para que no la olvidase su memoria de paja-
rito... Al despedirse de Ramón hasta el día siguiente, le
recomendó otra vez:
— ¡No vayas a perder el apunte!
Ramón se encogió de hombros ante tanta insistencia,
y se volvió a la cocina, algo desilusionado por la poca
atención que mereciera su abanico de papel de colores...
La mamá sufrió un desencanto al ver que Lita no
quería jugar más tiempo con Ramón, y trató en vano
de distraerla, para que no se fatigase demasiado...
Al acostarse, Lita hizo que le dejaran junto a la
cama su cesta de trabajo. Pues su mamá le había pres-
tado o regalado ya una preciosísima con flores artificia-
les y moños de cinta punzó. Y, antes de cerrar los ojos,
Lita marcó con la uña una señal en la baranda de la
cama, para anotar que había transcurrido el primer día...
Pero no podía dormirse. Estaba demasiado nerviosa
con las agitaciones del día. Su mamá, aunque lo nota-
ra, no quiso darle el remedio recetado por el médico.
Sabía que su regazo era el mejor calmante para la hiji-
ra enferma. Por esto colocó muchos almohadones en
una chaise-longue, sacó a Lita de la cama y se acostó
con ella sobre los almohadones. Puso su cabeza muy alta
para no dormirse, pues, si se dormía, un movimiento
cualquiera podía quebrar la cintura de la niña inválida
y matarla. Lita recostó su cabeza febril en el pecho de
su mamá, y, dejándose cantar dulces canciones en voz
baja, se quedó más tranquilamente dormida que si le
hubieran propinado todo el frasco del remedio recetado
por el médico de los anteojos de oro y del reloj que hacía
tictac hasta en el bolsillo.
IV

¡Siete días, sólo siete días bastaron a Lita para con-


cluir la colcha blanca! Y no parecía muy desmejorada
la niña, no. Al contrario, aunque algo adelgazada, te-
nía mejor color que antes, más animación y hasta un
poco de alegría. El médico y la madre se mostraban más
bien contentos de su estado. Quien parecía descontento
era el padre. Había comprado a su hijita un teatro de
títeres y otros muchos juguetes ingeniosos, sin conse-
guir distraerla de su incesante labor...
Apenas concluida la colcha blanca, pretendió Lita
empezar la celeste... Aquí intervino formalmente el papá.
La enfermita necesitaba por lo menos un día de descanso,
pues que ni el mismo domingo se había resignado a des-
cansarlo todo entero. Y, con su autoridad de amo, el
padre hizo vestir con trajes de calle a su señora, a Lita
y a miss Mary; pidió el carruaje descubierto para des-
pués de almorzar, se puso guantes amarillos y una ga-
lera muy grande, y salió a dar un paseo con su fami-
lia, aprovechando el hermoso día. Detrás iba Ramón en
un fiacre, con el cochecito de Lita, para cuando se apea-
sen en el paseo.
Anduvieron por el bosque y por el Jardín Zoológico.
Miss Mary arrastró a Lita en su cochecito, parándose
ante las jaulas de los animales. Lita adoraba los anima-
LA MADRINA DE LITA 171

les. Y ese día, a pesar de su deseo de reanudar cuanto


antes la labor, tuvo más gusto que nunca en ver leones,
jirafas, avestruces, serpientes, de cuanto Dios crió.
Porque pensaba que antes de cumplirse el plazo de los
treinta días ella podría presentar a su hada madrina
las tres colchas. Entonces sanaría y caminaría sola y
derecha, aunque tuviera un cochecito de marfil tirado
por dos grandes mariposas azules. Visitaría el País de
las Hadas, donde se ven en jaulas de oro los animales
que allí faltaban: sirenas, unicornios, dragones...
De vuelta en su casa, preguntó a Lita su papá:
— ¿Te has divertido, Lita?
— Sí, papá.
— Pues pasado mañana repetiremos el paseo.
Lita se afligió mucho, porque si cada dos días se la
obligaba a descansar uno, no acabaría a tiempo las dos
colchas que le quedaban por hacer. Por esto rogó a su
padre, con lágrimas en los ojos y sollozos en la voz:
— No me vuelvas a sacar a pasear hasta que termi-
ne la colcha celeste, papá... ¡Sé buenito, papá!... ¡Te lo
pido por Dios y por la Virgen, papá!...
Para tranquilizar a la pobre mártir y no perjudicar el
buen efecto del paseo, tuvo que prometérselo así su
padre...
El día siguiente era el octavo. En cuanto amaneció,
Lita pidió a miss Mary los útiles y la lana celeste, y se
puso a tejer y tejer...
Pasó una semana más de trabajo, y quedó concluida
la colcha celeste... Otra semana más, ¡y también la col-
cha rosada!... ¡Ya no le restaba nada que hacer, sino
guardar celosamente su obra, su tesoro!...
Ramón le dijo que estaban a veintisiete de junio, y
que faltaban todavía siete días para la fecha de redención,
172 C. O. BUNGE

el cinco de julio... ¿Cómo pasar todo ese tiempo para no


impacientarse ni aburrirse?... Pues ahora fué la misma
Lita quien invitó a su padre a ir todas las tardes al Jar-
dín Zoológico, y hasta más de lo que él podía, por sus
quehaceres. Y la mamá se apresuró a hacerle el gusto,
gozosa de ver al fin a su hija querida descansada y con-
tenta.
— ¿Cuándo llevaremos a los niños pobres tus colchas?
—le había preguntado un día su mamá.
— Ya lo verás, mamá, ya lo verás. Por ahora sólo
quiero que estén bien guardadas en mi armario, ¡muy
bien guardadas!
Se pasaron así los días que faltaban, y llegó la noche
del cuatro de julio, las ansiadas vísperas. Lita contó las
marcas que había señalado en la baranda de su cama.
Eran treinta justas, y su cuenta coincidía con la de Ra-
món. Besó a su papá, a su mamá, a sus hermanitos y
hasta a miss Mary. Se hizo acostar muy temprano. Rezó
largamente sus oraciones, pidiendo a la Virgen y a San
José que velasen por su madrina... Y se durmió, mirando
las tres colchas, que se había hecho poner junto a su
camita.
Costóle mucho dormirse. Pero, en cuanto se durmió,
se le apareció en su sueño el hada madrina. Venía como
siempre, con su estrella, su varita mágica, su cabello
suelto, su magnífico manto... Sonriendo con ternura a
su ahijada, le dijo:
— Veo que eres buena, Lita. Te agradezco tu labor en
nombre de los niños pobres, a quienes llevaré tus colchas
para que no se mueran de frío en las noches de invierno.
El paje del hada, que era un gnomo, salió del seno
de la tierra, cargó en las espaldas con los tejidos de Lita,
y desapareció...
LA MADRINA DE LITA 173

El hada hizo entonces unos garabatos en el aire con


su varita mágica, diciendo a su ahijada:
— Y porque eres buena, te curo ahora para siempre.
Apenas dicho esto, Lita se sintió curada y se sentó
en la cama, completamente derecha. Sin darle tiempo
ni para decir gracias, su madrina la tomó de la mano...
— Ven conmigo, Lita. Te llevaré a dar una vuelta
por el País de las Hadas, donde viven Caperucita Roja y
Pulgar cilio.
Así como estaba, en su blanca camisita de batista,
Lita saltó del lecho sola y adelantó de la mano de su ma-
drina... Atravesaron la habitación sin hacer ruido, luego
el dormitorio de la mamá, el cuarto de vestir, una sala...
Iban directamente a la calle...
Lita misma abrió la puerta de la sala. Cruzaron el
vestíbulo, y abrió también la puerta del zaguán... Ya es-
taban ante la puerta de la calle... Lita hizo un esfuerzo
para abrirla... ¡Era un pestillo muy duro y bien cerra-
do!... Y sintió de pronto que le faltaba el apoyo de su
madrina, y cayó sobre el umbral de mármol...
V

A la mañana siguiente, antes de que aclarara del


todo, Ramón fué, como de costumbre, a abrir la puerta
de la calle a los proveedores de la casa. Iba tan preocu-
pado con el cuento que le repetía diariamente Lita de
su hada madrina, pensando si se le habría realmente
aparecido durante la noche, que no se fijaba dónde po-
nía el pie. Al ir a meter la llave en la cerradura de la
puerta, pisó una cosa blanda... Se agachó a ver lo que
era, y lanzó un berrido estridente... [Ahí estaba Lita,
en su traje de dormir, que mostraba horriblemente la
miseria de su deformidad! ¡Ahí estaba Lita yerta, blanca,
verdosa, helada!...
Sin saber lo que hacía, loco de dolor, salió corriendo
Ramón y entró en las habitaciones interiores por una
puerta que daba al vestíbulo y estaba entreabierta...
— ¡La niña Lita está en la puerta de la calle!... —gri-
taba —. ¡La niña Lita está muerta en la puerta de la
calle!...
El padre, la madre, miss Mary, los chicos, todos sal-
taron de la cama y acudieron... El padre fué quien levan-
tó en los brazos el precioso saquito de huesos... Ramón
corrió a llamar al médico... Y el médico de los anteojos
de oro vino, y dijo que la niña estaba muerta.
— Es una felicidad para ella, la pobrecita — agregó
LA MADRINA DE LITA

con voz grave—, y hasta una liberación para sus padres.


No tenía remedio y sufriría inútilmente toda su vida.
Pero los padres no parecían pensar que esa muerte
fuera una felicidad y una liberación. La señora gritaba
desconsolada... El señor estaba fuera de sí... Llegaba a
dudar de la muerte de esa frágil y tierna criatura. Con-
servando algo como la sombra de una esperanza, ex-
plicó al médico dónde la encontraran. La niña parecía
haberse levantado por sí misma, como si estuviese sana,
tal vez sonámbula...
El médico negó radicalmente semejante hipótesis.
La niña no hubiera podido dar un paso por sí misma...
Pero ¿quién la llevó hasta allí, mientras miss Mary y
los padres dormían?... ¡Pues el chico ése que decía ha-
berla hallado muerta! El la había sacado de la cama para
jugar, dejándola caer después en la puerta de la calle.
En la caída, la enfermita se había quebrado la colum-
na vertebral... El cuerpo estaba ya rígido, porque el chico
no se había atrevido a avisar en el primer momento,
temeroso del merecidísimo castigo. Si entonces se hu-
biera mandado llamar al médico, tal vez la ciencia hu-
biera podido salvar a la criatura. ¡Esta era la opinión
de la ciencia!
Al oiría, creyéndola en todo verdadera, el padre in-
terpeló a Ramón, con la ira de la desesperación:
— ¿Cómo has podido hacer eso, miserable?
Ramón sintió que se le helaba la sangre de horror
y de vergüenza... Su madre se puso a llorar... Y, exal-
tándose más y más en su dolor, repetía el amo:
— ¿Cómo has podido hacer eso, miserable? ¿Cómo
has podido dejar de llamarnos a tiempo siquiera, cana-
lla, desagradecido?...
A Ramón le flaquearon las rodillas y cayó sobre
176 C. O. BUNGE

ellas, desfalleciendo... El padre de Lita creyó ver en este


desfallecimiento la confesión del crimen, pues se le pre-
sentaba el caso como un crimen, y vociferó a la cocine-
ra y a su hijo, en el paroxismo de su cólera:
— ¡Fuera de aquí!... ¡Que yo no vea más la cara de
ustedes!... ¡Pronto, fuera, si no quieren que los haga echar
por la policía!...
Después de diez años de servicios fieles, así fueron
echados a la calle la madre de Ramón y su hijo, como
ladrones, como asesinos... Y nadie dudó en ese momento
de las palabras del médico, a quien el hecho dio tema
para disertar largamente sobre los sentimientos perver-
sos de la chusma.
Cuando Ramón estuvo solo con su madre, en la po-
brísima fonda donde se refugiaron, la abrazó sollozando...
Iba a jurarle que el médico mentía, pero su madre le
contuvo:
— ¡Hijo querido! No necesitas decirme nada, porque
yo sé que no es cierto. Tú no eres insensato ni cobarde
para dejar morir a la niña sin avisar, ¡hijo querido!
Ramón gritó:
— ¡Qué malos son en haber creído a se médico, qué
malos!
— No son malos — rectificó dulcemente la madre —.
Los hombres no son malos ni buenos... Unos son ricos
y otros pobres... Esto es todo. ¡Cálmate, hijo mío!
Las crueles emociones de esa trágica mañana en-
fermaron gravemente a Ramón. Su madre tuvo que lle-
varle al hospital, donde pasó muchos días entre la vida y
la muerte. En sus noches de fiebre deliraba con la pobre
Lita y con su pérfida madrina, que no era un hada sino
una bruja... A cada momento creía que esta bruja venía
a robarle a él también... Pero su robusta naturaleza ven-
LA MADRINA DE LITA 177

ció a la dolencia. A las tres semanas le llevó su madre


consigo a la nueva casa en que se colocó. El chico, ya
convaleciente, estaba amarillo, muy triste, y tan flaco
como un espectro...
El no volvió a hablar más de su amarga experiencia.
Parecía olvidado de Lita y de la injuria mortal que re-
cibiera... Mas una noche dijo sencillamente a su madre:
— Mañana hará un mes de la muerte de Lita, mamá...
Quisiera comprarle unas flores y llevárselas al cemente-
rio... Iremos los dos antes de ir al mercado, mamá...
En vez de enfadarse, como temía Ramón, su madre
se lo prometió, después de abrazarle. Compraron así al
día siguiente un hermoso ramo de rosas blancas en el
mercado y lo llevaron al cementerio. El guardián les
indicó la tumba de Lita. Ya estaba cubierta de otras flo-
res frescas, flores finas y raras.
— Mamá — preguntó Ramón divagando todavía con
los pensamientos delirantes de su enfermedad —, ¿quién
habrá puesto ahí esas flores tan temprano?... ¿No po-
dría ser el hada madrina?...
- — N o , hijo mío. Esas flores las puso la madre de
Lita, que estuvo aquí antes que nosotros; no lo dudes.
— ¿Cómo lo sabes?
— Porque soy tu madre.
Ramón se arrodilló, se persignó y dejó sus rosas
blancas junto a las otras flores. Hubiera querido quedarse
allí mucho rato, pues le parecía estar en la casa de Lita,
que era un poco como su casa... Mas su madre le apre-
mió para que se despidiera; debían volverse porque era
tarde... Entonces Ramón quiso llevarse, como recuerdo,
una flor de la tumba de Lita...
— Ella era tan generosa, que me las daría todas si
yo se las pidiera — dijo con los ojos llenos de lágrimas.
L A SIRENA. 12
178 C. O. BUNGE

Su madre le prohibió que tomara la flor, porque las


flores de los muertos traen desgracia...
— Las flores de Lita — imploró todavía Ramón —,
a mí no pueden traerme desgracia, sino hacerme bueno,
porque ella era como mi ángel de la guarda...
— No importa, hijo mío — insistió su madre —. Las
flores de los muertos son para los muertos.
Oyendo esto, Ramón se arrodilló por despedida ante
el umbral del sepulcro, donde dejaba enterrados sus cas-
tos sueños de adolescente. Instintivamente acercó sus
labios a un manojo de nomealvides que se destacaba
entre las flores de la niña muerta... Y, al besarlo, creyó
besar los ojos de Lita, creyó besar por primera y última
vez los ojos azules de Lita.
ALMAS Y ROSTROS
ALMAS Y ROSTROS

Había una vez una princesa que se llamaba Cris-


tela y estaba siempre triste. No tiene esto último nada
de extraño si se considera que sólo en un cuento moder-
nista puede llamarse «Cristela» una princesa, y que las
princesas de los cuentos modernistas generalmente es-
tán tristes. Lo que sí. era extraño es que Cristela ignora-
ba la causa de su tristeza...
Mas nunca falta quien nos cuente las cosas desagra-
dables que nos atañen. Por esto, una noche se le apare-
ció a Cristela un enano de luengas barbas, uno de esos
viejísimos enanos que trabajan los metales en el seno
de la tierra... Y le dijo:
— Yo sé por qué estas triste, Cristela.
Cristela repuso, displicente:
— Muy curioso sería, caballero, que usted supiese
más de lo que yo sé de mí misma.
Sin inmutarse, continuó el enamo.
— Los viejos conocemos a los jóvenes mejor que ellos
se conocen —. Y repitió — : Yo, Bob el enano, sé por
qué estás triste, Cristela...
Cristela se encogió de hombros, como diciendo: «Pues
si usted lo sabe, guárdeselo para usted. No le pido que
me lo diga.»
182 C. O. BUNGE

Corno si no advirtiera el desvío de la princesa, dijo


todavía el enano:
— Estás triste, Cristela, porque tienes una mala cos-
tumbre...
Miró Cristela al enano de pies a cabeza, con mirada
tan despreciativa, que, a no llevar Bob puesta su cota
de hierro bajo el mandil de cuero, hubiérale partido en
dos mitades, como la espada de un gigante. ¿Cómo se
atrevía esa rata de las montañas a suponer que ella,
Cristela, la princesa mejor educada de la cristiandad y
sus alrededores, tuviera una mala costumbre?... Verdad
era que de pequeña tuvo algunas, como la de pellizcarse
la nariz y la de chuparse el dedo... Pero todas fueron co-
rregidas por las reprensiones y castigos que le impusiera
la reina, su augusta madre.
A pesar del silencio que guardaba la princesa, el
odioso enano se explayó:
— Tu mala costumbre, Cristela, consiste en no com-
tentarte con mirar el rostro de la gente, y mirarles tam-
bién el alma. ¡Nunca mayor imprudencia!... El rostro es,
generalmente, la máscara del alma. Los rostros suelen
ser agradables e interesantes; las almas son casi todas
desagradables y vulgares. En ellas se lee egoísmo, con-
cupiscencia y vanidad.
Hizo el enano una pausa, para que Cristela se son-
dara a sí misma, y Cristela descubrió que el enano tenía
razón. Estaba triste porque su curiosidad de mirar las
almas la había desengañado del mundo.
Y Bob añadió:
— A ti, Cristela, los rostros te sonríen como rosas
blancas, amarillas y encarnadas. Pero las almas son
siempre rosales llenos de espinas... ¡Mira las rosas y
no toques los rosales!
ALMAS Y ROSTROS 183

«Es verdad, — pensó Cristela —. El rostro es la flor,


el alma es la planta. Flores hermosas como el jacinto,
el clavel y la orquídea, provienen de plantas pequeñas
y miserables. El arbusto de la rosa es mediocre y lleno
de espinas. En cambio, pobres e insignificantes son las
flores del laurel, del roble y de la palma.»
Penetrada, pues, de la perspicacia del enano, clavóle
Cristela sus ojos azules, con sorpresa y hasta con bene-
volencia. Sus ojos azules parecían preguntar cómo po-
día curarse su mala costumbre de arrancar las rosas de
los rosales...
— ¡No mires más las almas, Cristela, sino los ros-
tros! — insistió Bob —. Los rostros bellos encantan por
su belleza; en los feos hay inteligencia y audacia... Con-
téntate con la máscara, gózate de su mueca y afeites;
pero no penetres en los sentimientos ni en las ideas.
Tal es el desinteresado consejo de tu amigo Bob el enano.
Hizo Bob una irónica y profunda reverencia, y des-
apareció, tragado por la tierra. (Es de advertir que el
aposento de Cristela estaba en el piso bajo, y que el pa-
lacio no tenía allí sótanos.)
Reconociendo la utilidad del consejo de Bob, Criste-
la lo siguió escrupulosamente. No volvió ya a mirar las
almas. No vio las almas feas tras los rostros hermosos,
las almas cínicas tras los rostros severos, las almas pen-
sativas tras los rostros cómicos... Sin pensar en las almas,
deleitábase ahora con los rostros hermosos, se edifica-
ba con los severos, se divertía con los cómicos, y en to-
tos hallaba su mérito y su interés. La alegría volvió a
su corazón. Y no necesitó más darse colorete en las me-
jillas, porque ellas recuperaron su natural carmín.
Al verla por fin tranquila y alegre, el rey su padre
le dijo un día:
184 C. O. BUNGE

— Cristela, ya tienes edad de casarte y debes elegir


un marido sin tardanza. Recuerda que eres mi única
hija y que soy anciano.
Cristela se sintió perpleja. ¿Cómo debía elegir ma-
rido, sólo por el rostro, o también por el alma? ¡Era tan
grave esto de decidirse por un compañero para toda la
vida!... Pensó entonces que lo mejor sería consultar a
Bob el enano, puesto que era tan sabio. Y le llamó, con
los más íntimos deseos de su corazón...
Bob vino y le dijo:
— ¿Qué quieres, Cristela?
Cristela contestó:
— Quiero consultarle, buen hombre. Mi padre, el
rey, me manda que elija marido. ¿Miraré el rostro o el
alma de los pretendientes?
El caso debía ser peliagudo, porque Bob se tiró de la
barba un buen rato, y respondió al cabo:
— Para casarse, casarse por amor... El amor entra
por los ojos y se alberga en las almas... Haz lo que te
parezca, Cristela.
Así contestó el malicioso enano. Y desapareció en
seguida, para no verse en el apuro de responder más
clara y categóricamente.
Cristela daba vueltas y más vueltas en su imagina-
ción a la sibilina respuesta del enano, y no la compren-
día. «El amor entra por los ojos... — pensaba —. Esto
quiere decir que es el rostro lo que enamora. Pero el
amor se alberga en el alma... ¿Puede entonces haber
amor si no se conocen las almas en que ha de alber-
garse?...»
Después de mucho cavilar, di jóse Cristela: «El ros-
tro es la puerta del amor, el alma su albergue. Prefiero
un palacio con puerta de cárcel, a una cárcel con puerta
ALMAS Y ROSTROS

de palacio. Miraré, pues, las almas antes que los ros-


tros.»
Vinieron a pedir su mano cientos y hasta millares
de príncipes más o menos desocupados. Pero ella leyó
siempre en sus almas jactancias y ambiciones, llegando
a desesperar de que pudiera hallarse un alma verdadera-
mente hermosa...
Como rechazara uno por uno los candidatos, su padre
insistió:
— ¿En qué piensas, Cristela, que por nadie te de-
cides?...
Y al sentir que el tiempo pasaba en vacilaciones y
negativas, concluyó por amenazar a su hija con el ce-
tro, como un viejo mendigo que levanta el bastón en
medio de la calle para intimidar a los rapaces que le
arrojan cascaras y carozos.
Cristela sabía que el rey amenazaba con el cetro sólo
cuando estaba muy enojado. Tres veces no más le vio
hacerlo, y las tres en graves circunstancias. Una, cuando
el primer ministro le presentó una renuncia insolente;
otra, cuando el mariscal en jefe le hizo traición, y la
tercera, cuando perdió el gran diamante de su corona...
Como él no se quitaba la corona más-que al ponerse
el gorro de dormir, forzosamente algún servidor palati-
no la habría tomado de la percha donde colgaba la ropa
al acostarse, para quitarle el diamante... ¿Quién?...
¡Aunque no lo sabía, bastante le maldijo!... Sin duda,
el diamante era falso, por no haberse podido encontrar
uno verdadero de ese tamaño, y él no lo ignoraba. Mas,
después de usarlo tantos años como verdadero, sentía su
pérdida como si lo fuese... Su único consuelo era pen-
sar en el chasco que se habría llevado el picaro ladrón.
Cristela sabía, pues, que si su padre le amenazaba con
i86 C. O. BUNGE

el cetro de oro macizo, era porque se hallaba dispuesto,


si no precisamente a pegarle, a tomar una resolución
extrema. Consistiría ésta en casarla con el primer prín-
cipe que llamara a la puerta del palacio en una noche
de lluvia, pidiendo alojamiento...
¿Y quién le garantizaba que este príncipe no fuese
tuerto o picado de viruelas?... ¡Había que evitar reso-
lución tan inconsulta!... Y, para evitarla, no veía otro
medio que dejar de mirar las almas y mirar solamente
los rostros... ¿No era al fin y al cabo eso lo que le acon-
sejó el enano cuando le dijo: «Mira las rosas y no toques
los rosales?...»
Resignóse así Cristela a no fijarse más que en el ros-
tro, y a elegir el príncipe más hermoso que se le pusiese
en el camino. Y, como descubrió muy pronto que el
príncipe más hermoso del mundo era el hijo del sultán
de Marruecos, comprometióse con él, sin mirarle el alma.
Y pensaba: «Por lo menos, el rostro es hermoso. ¿Qué
sería de mí si ni siquiera fuera hermoso el rostro?...»
Concertado su matrimonio, enamoróse perdidamente
del príncipe. Su amor fulguraba y la cegaba como el sol.
P o r o s o se forjó otra vez ilusiones, a pesar de su expe-
riencia. Su experiencia, como las gotas de rocío que la
aurora vierte en los cálices de las flores con su ánfora
de nácar, se evaporó cuando el sol de su amor llegó al
meridiano... Y esperaba toda.vía que el alma de su no-
vio respondiera a su rostro, y fuese grande como la palma,
fuerte como el roble y gloriosa como el laurel... Sin em-
bargo, aun no se atrevía a descubrirla cara a cara...
Pero la pobre princesa había adquirido desde niña
la mala costumbre de mirar las almas, y las malas cos-
tumbres renacen cuando menos se piensa. Imposible
era que hiciera vida común con su marido sin verle el
ALMAS Y ROSTROS 187

alma. ¡Y se la vio, ya al día siguiente de casarse, se la


vio!...
¡Horrible desengaño!... Si el rostro del príncipe de
Marruecos era bello como la flor del tulipán, su alma
era débil y pequeña como la planta, y tenía por raíz una
cebolla venenosa.
El alma hermosísima de Cristela no podía simpati-
zar con alma semejante. Su antiguo amor se trocó en
verdadera repulsión. La vida matrimonial se le hacía
inaguantable... Por esto se separó de su marido, y se
echó a llorar sin consuelo...
Felizmente, en la azotea del palacio anidaba una pa-
reja de cigüeñas. Eran curiosas, y como tenían las pa-
tas muy largas y muy largo el cuello, parándose en la
punta de las patas y estirando el cuello, veían por las
ventanas lo que pasaba dentro del palacio. Vieron así
llorar a Cristela, de día y de noche...
Eran tan buenas como curiosas esas cigüeñas. Com-
padeciéndose de la princesa, resolvieron hacerle un re-
galo para que se distrajese. Y, ya que era casada, lle-
váronle de París un hijito en una canasta de mimbre.
Al recibirle, Cristela olvidó su pena, dando un grito
de alegría. Púsose tan contenta, que tarareó la canción
de «Mambrú se fué a la guerra», palmoteo y tocó las cas-
tañuelas, bailó en un pie, hizo reverencias al espejo, y
besó en la frente al viejo rey, que venía incomodado a
indagar la causa de tanto barullo. ¡Al mismo príncipe
de Marruecos hubiera besado en la nariz, si en ese mo-
mento hubiera ido a ver a su primogénito!
El princesillo era realmente encantador, tan bello
de rostro como de alma. Festejando el raro consorcio
de ambas bellezas, Cristela quiso llamarle el príncipe
«Único»... Pero con mucha cordura pensó luego que el
188 C. O. BUNGE

nombre de «Único» se prestaría un poco a las pullas de


los liberales y demócratas... Deseosa de librar al niño
hasta de la sombra de este pequeño ridículo, le llamó
entonces el príncipe «Fénix». Y con tal nombre le bauti-
zó el gran cardenal arzobispo de palacio, oficiando ayu-
dado por diecinueve monaguillos.
Protegido por el cariño maternal, el príncipe Fénix
creció tan provechosamente, que a los veinte años era
el más gallardo infante. Veneraba a sus mayores, amaba
al pueblo, y sabía derecho, astrología y alquimia.
Vivía aún el viejo rey. Estaba tan achacoso, que para
caminar tenía que apoyarse en su cetro de oro macizo,
como en una muleta. Su cabeza calva se le caía sobre
el pecho, por el enorme peso de la corona. Y la vejez
antes había aguzado que disminuido su celo casamen-
tero... Por esto dijo a Cristela:
— Casa cuanto antes a tu hijo, Cristela, si no quieres
que se corrompa en las tentaciones de la corte. Como
eres una madre ejemplar, premio yo tu conducta dándote
plena libertad para que le cases a tu guisa y criterio.
Aleccionada por su propia vida, Cristela resolvió ele-
gir su nuera por el alma y no por el rostro. Lo malo era
que el príncipe no lo deseaba así. Con la imprudencia
de la juventud, gustaba de las mujeres bonitas, sin im-
portársele un comino de las bellezas del alma.
Pero Cristela era mujer enérgica y hábil, si las hubo.
Además, era madre, es decir, doblemente enérgica y
doblemente hábil, y, de tal modo se condujo, que con-
minó al príncipe a que pidiese por esposa a la novena
hija casadera del duque de los Siete Castillos. Llamábase
Isaura y era una infanta modesta, harto más hermosa
de alma que de rostro...
El príncipe Fénix había objetado:
ALMAS Y ROSTROS 189

— Tiene pecas.
Cristela le repuso:
— Haz de cuenta que sus pecas son las monedas de
oro de su dote.
El príncipe Fénix añadió:
— Su cabello es rojo y su cuerpo parece agobiado...
Mas Cristela le dijo:
— Piensa que, si tiene el cabello rojo, es porque no
sabe teñirse y no le gusta engañar, y que, si su cuerpo
se agobia, es porque siente sobre su espalda las penas de
todos los desgraciados... ¡Alégrate, hijo mío, de que sea
verdadera y buena!
No se alegró mucho el príncipe Fénix. Sólo aceptó
a la infanta Isaura para no entristecer a su madre... Y el
Papa mismo llegó de Roma expresamente para casarlos,
cabalgando sobre su caballo blanco y coronado con su
tiara. Seguíale un cortejo de rojas sotanas cardenalicias
y de violetas capas episcopales, tan largo y compacto
como un río que baja de las cumbres.
La princesita Isaura quería tanto a su esposo, que
cuando le miraba se quedaba mirándole, como un mi-
rasol que se adormece mirando el sol. No tenía otro pen-
samiento que servirle. En su bastidor le bordó unas za-
patillas con sus iniciales de perlas y rubíes. También
le bordó una relojera para el día de su santo; pero no
le puso iniciales, para que no se confundiese con las za-
patillas...
Cada noche, cuando el príncipe colgaba su reloj en
la relojera, y cada mañana, cuando se ponía las zapa-
tillas para ir al cuarto de baño, no podía menos de re-
cordar conmovido el cariño de su mujer. Y llegó a ido-
latrarla. Fué muy feliz. Fué también un buen rey, por-
que tuvo la suerte de que muriera pronto su abuelo y
190 C. O. BUNGE

le dejase el trono. Y Dios bendijo la unión de los reyes


Fénix e Isaura, colmándolos de hijos y prometiéndoles una
vida tan larga, que, si no han muerto, han de vivir todavía.
Por su parte, Cristela llegó a ser una viejecita muy
pulcra, que hilaba para sus nietos de la mañana a la
noche, en una rueca de plata.
Mientras hilaba, inventó un aforismo, que haría en-
señar en todas las escuelas del reino. Decía así: «El amor
que entra por los ojos se escapa por los ojos, porque los
ojos son dos ventanas que están siempre abiertas. El
amor que se refugia en el alma, en el alma queda, por-
que el alma es una torre cerrada.»
Y, al inventar el aforismo, recordó a Bob el enano.
Con ser un sabio, él la había engañado miserablemente,
favoreciendo su desgraciado casamiento con el príncipe
de Marruecos.
Como si la oyera, apareció una última vez Bob y
le dijo:
— ¿De qué te quejas, Cristela?... Ningún mortal puede
ser del todo feliz, y tú has pagado, con la desgracia de
tu juventud, la felicidad de tu vejez. Debes estar conten-
ta. Aunque tu experiencia no te aprovechara, ha apro-
vechado a tu hijo, a quien quieres más que a ti misma...
¡Y no puedes reprocharme que te aconsejara mal por
malicia o mala voluntad? Te aconsejé como pude y como
supe. Si me equivoqué, merezco tu perdón.
Cristela paró la rueca, suspiró y repuso, con más
tristeza que amargura:
— ¿Para qué te sirve entonces tu sabiduría, Bob?
¡Linda cosa es ser sabiol
Bob se sonrió, tiróse de la barba, como acostumbraba,
y dijo:
— Ser sabio... és tener el derecho de equivocarse.
PESADILLA GROTESCA
(IMPRESIONES D E VEINTICUATRO HORAS D E FIEBRE)
I

Yo no podía dormir... En vano regularizaba mi res-


piración, trataba de apaciguar mi pensamiento, me opri-
mía el pecho para contener sus latidos; ¡en vano!... ¡Yo
no podía dormir!
El insomnio acabó por vencerme y desmoralizarme.
Me abandoné a él como un náufrago que pierde las fuer-
zas en la corriente. No pudiendo ya contener mi intran-
quilidad, me revolvía en las sábanas, me sentaba, fuma-
ba, encendía y apagaba la luz... Cuando la encendía,
no vislumbraba más que sombras... Cuando la apagaba,
veía, en la obscuridad más completa, unos vagos ara-
bescos, como de humo, que se agrandaban y achicaban,
subiendo y bajando en el aire.
En mi cabeza penetró, poco a poco, el clavo ardiendo
de una idea fija. Yo lo sabía perfectamente... Y lo que
sabía era esto, que me repetía a cada instante, a cada
minuto, a cada segundo:
— Tucker, el bribón de Tucker tiene la culpa.
¿Quién era Tucker? ¿Cómo era? ¿Qué hacía? ¿Dónde
estaba?... Nada de eso sabía yo; pero sabía bien, ¡ah, muy
bien!, que él solo, que sólo él tenía la culpa... ¿La culpa
de que? Yo lo ignoraba asimismo. Comprendía única-
mente que eso debía ser Algo Terrible, macabramente
terrible, diabólicamente terrible. Sería como una in-
L A SIRENA. 18
194 C. O. BUNGE

conmensurable esfera de barro que debía aplastarnos;


sería como si todos, hombres y espíritus, me atacaran
y despreciaran; sería, en fin, como una cosa que no cu-
piese en el mundo ni pudiera decirse en lenguaje hu-
mano...
¿Había ocurrido ya? ¿Iba a ocurrir más adelante?
¿Estaba ocurriendo ahora? ¡Tampoco sabía yo eso!...
Mas nunca, jamás me sentí tan agitado, ¡y con tanta
razón agitado!, como aquella noche fatal en que me repe-
tía, arrancándome los cabellos:
— ¡El malvado de Tucker tiene la culpa!
Consolábame, empero, el vago pensamiento de que
aquello no sucedía realmente. Yo sabía que estaba so-
ñando. ¡Y, sin embargo, no podía dormirme!... ¿Quién
hubiera dormido con semejante preocupación?... ¡No,
no dormí un instante en toda la noche!
Cuando amaneció, el sirviente me trajo el desayuno.
¡El sirviente!... ¿Qué venía a buscar a mi habitación
este espía odioso?... Yo le maldije y le eché con voz
de trueno (con una voz muy rara que no era mi voz):
— ¡Vayase al infierno!
Puso él la bandeja sobre una mesa, salió disparado
y cerró la puerta. Al cerrarla dio un chillido, porque se
apretó la cola. (Indudablemente tenía cola, una larga y
peluda cola de mono.)
Dejé que el desayuno se enfriara en la taza durante
todo el día. Era un desayuno de hirviente sangre humana,
y yo no podía olvidar que la sangre humana tarda mucho
en enfriarse.
Esperando, pues, que se enfriara el desayuno, me
quedé en cama. Felizmente, tenía caramelos de goma
en la mesita de luz, porque estaba muy resfriado; tan
resfriado, que la respiración se me había detenido por
PESADILLA GROTESCA 195

completo. Esto me daba, claro es, mucha risa. ¡Vivir


sin respirar, como los muertos! ¡Qué cosa más ridicula!...
Y todo el día me estuve repitiendo:
— ¡El infame de Tucker tiene la culpa! — todo el
día, hasta que anocheció.
Cuando anocheció, esta idea llegó a hacerse más do-
lorosa que nunca. Comprendí que debía ver a Tucker,
para echarle en cara su infamia... Por esto me vestí y,
según creo, salí a la calle.
Advertí en la calle que me había olvidado de poner-
me la chaqueta, aunque estaba muy bien peinado, y
llevaba, prendida en la corbata, nada menos que una
estrella semejante a la cabeza de un clavo. Habíala
arrancado del cielo con mi propia mano, empinándome
sobre la punta de los pies y estirando enormemente el
brazo derecho. Tenía, pues, el brazo derecho algo des-
coyuntado, y andaba en mangas de camisa por la calle...
¡Pero lo peor era la estrella, que me quemaba el pecho
como una brasa!
Pronto noté una cosa bien tonta. Noté que el cielo
era un gran toldo negro. Y el toldo se caía, por haberle
quitado yo la estrella que lo había sostenido en el cénit.
Tenía que caminar levantando la tela del cielo con las
manos, como dentro de una carpa de techo muy bajo.
¡Era esto harto incómodo! Mas sucedió lo que debía su-
ceder. Caído el cielo sobre las luces de la ciudad, se in-
cendió como estopa y veló en levísimas partículas de
ceniza. (No tan levísimas, diré de paso, pues una que me
entró en el ojo derecho era como un grano de pimienta.)
Yo estaba apresuradísimo por ver al fementido de
Tucker. Tan rápidamente iba, que caminaba por el aire
sin notarlo. La tierra se había hundido en un abismo
sin fin, y yo seguía corriendo por el plano vacío que antes
loó C. O. BUNGE

fuera su superficie. No importaba; la cuestión estribaba


en ver cuanto antes al canalla de Tucker.
De pronto, sentí tierra firme bajo mis pies. Hallá-
bame en una ciudad extranjera, pero habitada por mis
conciudadanos. En las calles había mucha luz amari-
llenta y mucha gente que reía, corría, gesticulaba. To-
dos estaban tan contentos, que bailaban desarticulán-
dose y rearticulándose como títeres. Yo mismo me daba
cuenta de que perdía en el camino, ora un pie, ora un
brazo, ora parte del tronco... No me tomaba el trabajo
de recoger estos órganos cuando los veía caerse, y los
dejaba detrás de mí, porque iba muy apurado, y sabía
que ellos solos — el pie, el brazo, la parte del tronco —
volverían a incorporarse a mi persona. Además, todo
era un sueño. Además, yo tenía el privilegio de la sa-
lamandra, de hacer retoñar los muñones para recuperar
los órganos perdidos. Además...
La gente seguía riendo, corriendo, gesticulando...
Vi algunos amigos que me reconocieron y me saludaron
con gestos extravagantes, quién sacándome la lengua,
quién escupiéndome una ranita verde en la cara. No me
paré a preguntarles la razón de su loca alegría, porque
mi prisa arreciaba como un ciclón.
Mi prisa por arrancarle los ojos a Tucker, ¡el mise-
rable!, era tal, que recorrí muchas veces aquella dilata-
dísima ciudad de punta a punta. ( Y digo «dilatadísima»
sin hipérbole, porque ocupaba muy bien una tercera
parte y más de la Tierra.)
¡Por fin!.. Por fin descubrí en la puerta de una casa
de dos pisos una chapa de cobre que decía:

TUCKER
PROCURADOS
PESADILLA GROTESCA 197

— Aquí vive — me dije inmediatamente.


Y traté de pararme. Pero el impulso que llevaba de
tanto correr me hizo seguir, por la ley de la inercia,
varias leguas más allá de la puerta de Tucker. Así, un
automóvil a toda velocidad no puede detenerse de repen-
te, aunque el chauffeur descubra en el camino un obispo
de mitra y gran capa pluvial, seguido de una veintena
de monaguillos rojos.
Después de desandar lentamente en diez o doce ho-
ras las leguas que rodara contra mi voluntad, me volví
a encontrar ante la casa de Tucker. Justo, en la puerta
me detuve esta vez. ¡Para ello había vuelto paso a paso!...
En el tiempo de mi vuelta, la casa había cambiado
bastante. Ahora parecía una ruina y una cueva. Pero
no había cómo equivocarse por la chapa de cobre — ¿era
realmente de cobre? — , que siempre decía:

TUCKER
PROCURADOR

Di dos o tres aldabonazos, que retumbaron como


truenos y fulguraron como relámpagos...
— ¡Santa Bárbara! — me dije, persignándome a
modo de vieja gruñona.
Y como nadie salió a recibirme y la puerta estaba
abierta, me colé dentro de la casa de Tucker. El fulgor
de los relámpagos producidos por los aldabonazos, en
medio de una profunda obscuridad, me guió hacia la es-
calera. Era una angosta escalera de caracol. Comencé a
subirla, y no terminaba nunca...
— Es realmente curioso — pensaba mientras su-
bía — que una casa tan baja, de dos pisos, tenga una
escalera tan alta: de diez, de veinte, de cien pisos...
198 C. O. BUNGE

Y, bien agarrado de un pasamanos de hierro, seguí


subiendo, subiendo... Para distraerme, púseme a contar
los escalones... Al pasar délos quince mil, perdí la cuenta
y me sentí un poco mareado... Mas estaba tan contento
que pude llegar hasta el final de aquella nueva escala
de Jacob.
Terminada la subida interminble, penetré como por
escotillón en una ancha pieza cuadrada. Una pieza cua-
drada muy grande, con los muros, el techo, el piso, todo
de un blancor de nácar. No había allí muebles, ni puer-
tas, ni personas, ni el más leve objeto, mancha o sombra.
Me sentí deslumhrado, pues aunque no se veían lámparas,
focos ni bujías, estaba iluminadísima, estaba enteramen-
te iluminada a giorno.
Pasado el primer deslumbramiento, miré mejor, y
vi que allá, en el fondo de la pieza, me aguardaba Na-
nela. Aunque jamás la había visto ni oído nombrar, yo
la reconocí en seguida. Era Nanela. Era una alta y her-
mosísima mujer pálida — la más alta, más hermosa y
más pálida mujer del mundo —, toda vestida de blanco,
sin joyas, flores ni cintas, llamada Nanela. Sobre su
frente exangüe brillaba una cabellera tan negra, que se
diría un cuervo incubando allí sus ideas.
—Hace ya siete años que te estoy esperando—me dijo.
Como era mi prometida, yo la abracé, la besé en sus
rojos labios, y le repuse:
— ¡Siete años!... ¡Pobre Nanela!... Pero tú sabes...
— Sí, yo también sé — me interrumpió ella — que
el pérfido de Tucker, mi tío y tutor, tiene la culpa.
— ¡Cómo! — exclamé lleno de asombro —. Yo creía
que Tucker era tu padre.
Riéndose con sus dientes centellantemente blancos,
ella me informó:
PESADILLA GROTESCA 199

— Algunas veces es mi padre, otras un extraño, otras


mi tío y tutor. Eso depende del estado de ánimo.
— Cierto, ciertísimo — le contesté, convencido —.
Pero también es cierto, ciertísimo — agregué, atemo ri-
zado —, que él está en el fondo de la casa, mirándonos
a través de las paredes, con sus ojos de ahorcado o de
basilisco.
— Huyamos, pues — me propuso Nanela, echándose
apresuradamente una mantilla de encajes sobre el cuer-
vo de sus cabellos.
— Huyamos.
Salimos del brazo, y bajamos juntos una recta y am-
plia escalera de mármol blanco, de la escasa altura que
convenía a aquella casita de dos pisos. Ante este descu-
brimiento, dije a mi amiga:
— Yo subí por una escalera mucho más alta, obs-
cura y de caracol.
— Verdad — me aseguró Nanela —. Pero cuando se
la baja, esta escalera es como mil veces más corta, y
es cómoda y derecha.
Yo me encogí de hombros... ¿Qué tenía que ver eso
conmigo?...
Recorrimos en silencio, siempre del brazo, unas ca-
llejuelas imposibles. Las casas, aunque rígidas e inmó-
viles, hacíannos muecas y gestos, unas veces de paz y
de amor, otras de odio y de cólera. Pululaban allí lechu-
zas, viejas y ánimas en pena.
— ¿Has notado, Nanela — pregunté a mi amada —
que en esta ciudad siempre es de noche?
— Hay una razón para ello. Sus habitantes son to-
dos noctámbulos.
No sé por qué me hizo mucha gracia, me hizo como
cosquillas en el alma la idea de que Tucker fuera, ¡al
200 C. O. BUNGE

mismo tiempol, procurador y noctámbulo. Por no afli-


girla, no hice notar esta coincidencia a Nanela... Quien,
en cambio, me dijo:
— Muy obscura está la noche.
Quise entonces contarle que el cielo se había quemado;
pero no encontraba palabras para contarlo... Cuando las
encontré, me había olvidado de lo que quería contar.
Por esto guardé un largo silencio, en el cual me dijo
Nanela, ¡oh querida y dulce Nanela!, que, por rara ca-
sualidad, algunas veces amanecía en esa población...
El sol debía estarla escuchando. De otro modo, no
puede explicarse cómo amaneció de pronto, en cuanto
ella dijo que algunas veces amanecía en la ciudad.
Todos los habitantes se metieron en sus cuevas y en
sus sepulcros al aparecer la luz indiscreta. Como era
de madrugada, la ciudad parecía un cementerio.
— No bien se abra una iglesia, entramos a casar-
nos — murmuró Nanela.
— Claro.
Fué así cómo entramos en la iglesia de un convento
de franciscanos, donde oraban muchos caballeros me-
dioevales con la visera calada. A través de la penumbra,
los acordes del órgano parecían sollozos e imprecacio-
nes. En el altar mayor decía misa un frailecito rechoncho,
con dientes como de perro o de lobo. En su boca estaba
siempre estereotipada la doble risa de un hombre satis-
fecho de su mesa y de sí mismo. No era más alto que mis
rodillas. Para alcanzar al santo tabernáculo, tenía que
subirse a un banquillo, que le colocaba al efecto el sa-
cristán. Cuando se subió al banquillo para bendecir a
los fieles, Nanela y yo nos arrojamos a sus pies... Y apro-
vechamos su bendición para casarnos. El nos convidó
después con el vino del cáliz, un empalagoso vinillo azu-
PESADILLA GROTESCA 201

carado. Y nos dio la enhorabuena con la doble sonrisa


de sus dientes de perro o de lobo.
Al salir de la iglesia, me dijo Nanela:
— Haremos un largo vieje de bodas. Tenemos que
irnos lejos, muy lejos. Pues ten por seguro que el asesi-
no de Tucker nos persigue.
Yo contesté:
— Por seguro lo tengo. ¿Quién se atrevería a du-
darlo, quién? — Y lancé hondísimo suspiro, exclaman-
do —: ¡Oh diabólico Tucker! ¡Oh Tucker nunca bastante
execrado, vos tenéis la culpa, nadie más que vos!
— Huyamos.
Y huímos de nuevo, dando varias veces la vuelta al
mundo, como si enrolláramos un hilo inacabable alre-
dedor de un ovillo redondo.
II

Andábamos a pie, en dromedario, en ferrocarril, en


trineo, en diligencia, en globo..., ¡qué sé yo!... Y siempre
veloces, más veloces que el viento.
Recorríamos Siberia, España, Sahara, Alaska, Groen-
landia, Siria, Siracusa, Macedonia, Tierra del Fuego, Ho-
landa, Antioquía... Y mares, bosques, hielos, estepas,
montañas, desiertos, pampas...
También atravesábamos tierras sumergidas: Lemuria,
Atlántida, Sudlandia, Cracatoa... Y asimismo ciudades
subterráneas: Nicomedia, Babilonia, Pompeya, Hercu-
lano...
Veíamos hombres rojos como el fuego y negros como
la noche, hombres peludos como monos y cuadrúpedos
como perros, pigmeos del tamaño de una uña y gigantes
más grandes que montañas... Y faunas y floras indes-
criptibles... Y hombres piedras, hombres árboles, hom-
bres líquidos, hombres gases, hombres luminosos, hom-
bres translúcidos y quebradizos como el cristal...
Veíamos pueblos de animales más inteligentes que
hombres, y pueblos de cíclopes, de centauros, de ninfas,
de sátiros... Y los jardines del Paraíso Terrenal, y las
cumbres rosáceas del Olimpo, y la Ciudad de la Muerte...
¡La Ciudad de la Muerte! ¿Qué indiscreto mortal dijo
nunca una palabra de ella? Al decirla, por el solo hecho
PESADILLA GROTESCA 203

de decirla, mataría su alma inmortal... ¿Y qué mayor


suplicio que el suplicio del No-Ser?
¡El suplicio del No-Ser!... Esto me sugirió una idea
estrambótica, que inmediatamente comuniqué a Nanela:
— ¡Esposa mía!— le dije—. ¿No podría ser Tucker
el Fantasma del Remordimiento?
Al oírlo, mi mujer se desternillaba de risa, diciéndome:
— ¿Cómo crees, menguado, que Tucker pueda ser
una frase hecha?
— Muchos hombres conozco que son una frase hecha,
nada más que una frase hecha — murmuré.
¡Pero no! Tucker no podía ser un remordimiento...
¿Por qué? Yo no sabía por qué, ¡y, sin embargo, sabía
que no era un remordimiento!
Y seguimos, y seguimos... Y yo vi que si seguíamos
por ese camino pronto íbamos a acabar el hilo que enro-
llábamos alrededor de la Tierra, nada menos que el hilo
de nuestras vidas.
Con harta razón alarmado, supliqué a Nanela que nos
detuviéramos... Ella no me escuchó, ocupada en cantar-
me su canto de amor a través de nuestra ruta vertigi-
nosa. Y yo la miraba enamorado, tan enamorado que se
me cayeron los ojos...
— Se me han caído los ojos — le dije —. Parémonos
a recogerlos.
Así le dije, deseoso de detenerla y de detenerme, aun-
que no hubiera olvidado que yo era una salamandra hom-
bre... ¡No era preciso recoger mis ojos, puesto que ellos
retoñarían solos!
— Baja los párpados y vuelve a levantarlos — me
insinuó Nanela.
Hícelo así, y me retoñaron los ojos... Nanela me los
besó, cantándome con su voz de sirena:
204 C. 0. BUNGE

— ¡Cuan bellos ojos!... Has ganado en el cambio, es-


poso mío. Antes eran pardos, y ahora son más negros
y expresivos que los de un arcángel después de rebe-
larse.
— Por bellos que sean, estos ojos deben cerrarse
pronto — observé, desalentado — , si continuamos nues-
tro viaje de bodas...
— Nuestra huida — rectificó ella.
— Nuestra huida; perfectamente. Pero los hilos de
nuestras vidas se acaban, se acaban si los seguimos deva-
nando... ¡Y para qué morir tan jóvenes!... Además, antes
de morir, yo quiero conocer a Tucker. Tú lo sabes.
— ¿Estás loco? — prorrumpió Nanela —. ¿Quién habla
de morirse? Te equivocas si piensas que todavía no nos
queda bastante hilo que enrollar en nuestro viaje alre-
dedor de la Tierra. Y es mejor que no pienses ahora, ¡oh
ídolo mío!, en ver a Tucker. Tiene lepra y te contagiaría
si le vieras.
— Pero cuando es tu tío y tutor no tiene lepra — ob-
jeté a Nanela.
— No lo niego. Sólo tiene lepra cuando es un extra-
ño para mí. Cuando es mi padre, unas veces la tiene y
otras no.
Bien sabía yo que en aquel momento Tucker no era
ni padre ni extraño para Nanela; antes bien, por el estado
de su temperamento, el verdadero tío y tutor. No quise,
sin embargo, contradecirla, porque nunca conviene con-
tradecir a la mujer amada cuando es pálida y nerviosa.
El tiempo me daría razón. Por entonces seguiríamos
dando vueltas alrededor del mundo, como mulos ven-
dados alrededor de una noria.
Y cada vez gastábamos mas y más el hilo de nuestras
vidas. Enardecíame extraordinariamente esta preocupa-
PESADILLA GROTESCA 205

ción. De aquí que me sintiera enflaquecer por minutos.


Me palpé las manos, los brazos, el rostro, y noté que no
me quedaba carne y ni siquiera pellejo; era yo un simple
esqueleto andante. Díjeselo así a Nanela...
— ¿De qué te asombras y qué te importa? — me re-
plicó —. Yo también soy un esqueleto andante.
La miré, y la vi como siempre la viera. Nanela no
podía ser sino la mujer más hermosa, más pálida y más
alta del mundo. Sin embargo, ella tampoco conservaba
carne y ni siquiera pellejo... Nos quisimos besar, y nues-
tros dientes chocaron contra los huesos de nuestras cala-
veras, produciendo un extraño crac-crac. Si hubiéramos
conservado nuestros nervios, nos hubiera horrorizado este
crac-crac, tan siniestro como el croar de los sapos en el
pantano de un castillo en ruinas... También las órbitas
donde tuvimos las narices aspiraron el nauseabundo hedor
de nuestras podredumbres...
Con todo, tomé de la cintura a Nanela, [a Nanela, la
mujer única de mi universo!... Ella recostó su cráneo
sobre mi hombro, y seguimos como Paolo y Francesca
en las profundidades del infierno.
— Aspiremos el aire de la montaña — me dijo —
para fortalecernos.
Aspiramos, en efecto, mientras marchábamos, un
aire lleno del estruendo de las batallas y de los resplan-
dores del incendio. Muy vivificante debía ser, pues nos
volvió a nuestras antiguas figuras humanas.
Ya no podíamos más de fatiga. Para colmo, a cada
instante se hundía el piso bajo nuestras plantas... Caía-
mos bruscamente y surgíamos de nuevo, como si nues-
tro camino estuviese cruzado por innumerables zanjas
invisibles. O más bien como si flotáramos en un viscoso
mar de sombras líquidas que abriera sus abismos para
206 C. O. BUNGE

tragarnos, y que, por nuestro menor peso, nos hiciese


flotar después de zumbullirnos...
Algunas veces continuábamos durante años caminan-
do y caminando, sin poder adelantar un paso. Estába-
mos estacionarios, y, sin embargo, el hilo seguía consu-
miendo nuestras vidas... Entonces, nuestro suplicio era
más espeluznante si cabe, porque chocaban dentro de
nuestros organismos las espadas de dos principios con-
trarios: ¡el movimiento y el reposo!, ¡la vida y la muerte!...
El choque de estas espadas arrancaba a nuestros nervios
chispas que eran como rayos y centellas.
Pensé que ya no nos quedaba más que poquísimo hilo
que devanar, y protesté, con la energía de un dios pa-
gano:
— ¡Basta, basta, basta!... ¡No quiero morirme sin
haber visto a Tucker!... ¡Debo verle ahora mismo!
— ¡Qué! ¿No sabes que ha muerto? —me objetó Na-
nela, soltando una carcajada como un rebuzno.
Miré entonces nuestros trajes de riguroso luto, y me
di una palmada en la frente; una palmada tan sonora
como el martillo de un titán al caer sobre el yunque de
una altiplanicie. Fuéronla repitiendo los ecos indefini-
damente... Cuando ya estaban bastante amortiguados
para dejar oír mi voz, lancé un funesto juramento y grité
colérico:
— ¡Es verdad!... ¡No me acordaba!... ¡Tucker ha muer-
to!... ¡Pero quiero verle de todos modos, de todos modos
quiero verle!
Deseaba seguir vociferando, y tuve que callarme, pues
la mandíbula se me caía sobre el pecho...
Eva (Nanela debía llamarse ahora « E v a » sin duda
alguna), Eva sí podía hablar, y consintió fervorosamente:
— Vamos a verle. Está en el cementerio.
PESADILLA GROTESCA 207

Y fuimos al cementerio. Destacábase en el pórtico


secular cancerbero, una Esfinge de piedra, ¡una viva y
rugiente Esfinge de piedra!... En vez de proponernos
cuestiones insolubles para devorarnos si no las resolvía-
mos, como a Edipo y a tantos otros mortales, huyó a
nuestra vista arrastrando el rabo; un rabo tan pesado,
que hacía en la tierra un surco semejante al lecho seco
de un torrente.
— ¡Gracias a los dioses que la Esfinge nos abre paso!
— exclamé —. ¡Gracias!
Porque, desde tiempo inmemorial, veníamos siguien-
do una manada de hambrientos lobos con ojos de fuego...
Por mucho que corriéramos, ellos aumentaban en nú-
mero y en volumen, y ganaban cada vez más y más te-
rreno... Ya sentíamos sus dientes en nuestros muslos...
¡Y eran tantos, que cubrían la superficie de la Tierra!
Apenas entramos en el cementerio corrimos los cerro-
jos de sus pórticos para que los famélicos lobos quedasen
al otro lado. Sus aullidos formaban un estrépito infinito.
Tuvimos que echar a vuelo todas las campanas del
cementerio, las colosales campanas de bronce del cemen-
terio, para cubrir el estrépito de sus aullidos. Cubre así
a veces el peplo de lino recamado de rubíes, la cancerosa
llaga de una princesa.
— ¡El descanso, al fin! — prorrumpió mi esposa, so-
llozando.
— El cementerio es el descanso. Sí, Rosalinda de mi
vida.
Porque había llegado el momento de que Nanela se
llamase «Rosalinda», yo la llamaba así... Después la
llamé, sin equivocarme ni una vez, Isaura, Dioclecia,
Jantipa, Agripina, Isabel de Hungría, Delia, Valentina,
Fedra y María de los Dolores.
208 C. O. BUNGE

— Siempre me aciertas el nombre que corresponde al


instante en que me hablas. ¡Eso prueba que me quieres
y que me comprendes! — me dijo —. Pero el caso es que
yo todavía no sé tu nombre...
— ¡Adivínalo!
Esperaba yo que ella me bautizara de mil modos. No
fué así. Sólo me contestó sonriendo con tristeza:
— No puedes engañarme. ¿Para qué voy a darte mil
nombres, malos y buenos, propicios y funestos, alegres
y terribles, si tú mismo, no sabiendo cómo te llamas, no
podrás advertirme cuando acierte o desacierte?...
Hice yo un doloroso esfuerzo de memoria... Un largo
y doloroso esfuerzo de memoria... Y no conseguía acor-
darme de mi nombre. Pude decir entonces:
— Nunca tuve nombre. O, si lo tuve, ya no lo tengo.
Lo he perdido. Y, aunque soy una salamandra para los
órganos materiales de mi cuerpo, ¡no ha de retoñar mi
nombre!
Clotilde (así se llamaba ahora Nanela) se rió al escu-
charme. Y, sucesivamente, se transformó en una pan-
tera, en una garza, en una culebra, en una mosca, en
un antílope...
— Déjate de fastidiarme con tus mutaciones — le de-
claré severamente —. Es inútil que pretendas lucirte,
porque el ruido de las campanas que echamos a vuelo me
obscurece la vista como una niebla... ¡No olvides que es-
tamos en el cementerio, y que hemos venido a ver a
Tucker!
¿Cómo dudar de que nos hallábamos en el cemente-
rio?... Y debía de ser un día de difuntos, porque estaba
lleno de personas y de flores. Lo malo era que las per-
sonas parecían flores y que las flores parecían personas.
Pero yo no paré mientes en este detalle insignificante.
PESADILLA GROTESCA 209

Personas o flores, flores o personas, ¿qué importaban al


mundo?
Lejos, bastante lejos, muy lejos, inconmensurable-
mente lejos, a través de flores de cardo que eran como
cabezas de mercachifles, y de cabezas de doncellas que
eran como rosas y anémonas, en fin, más allá de todo
lo que fué y sería—inconmensurablemente lejos, como
he dicho —, vi la misma placa que antes viera en la casa
en que encontré a Nanela (ahora Nanela era Nanela). Vi
la placa de cobre, la insignia mortal de todas mis fae-
nas y desdichas:

TUCKER
PROCUKADOE

— Aquí está enterrado — nos dijimos en silencio mi


mujer y yo.
Embargóme una opresión de agonía, un ansia de llo-
rar, que era como ansia de morirme. ¡Y lo peor era que
no podía llorar, y que no podía morirme!
Por no poder llorar ni morirme me sentí sonámbulo.
Y di un puntapié con toda mi fuerza a la puerta del se-
pulcro. Aunque la puerta era de hierro, voló en astillas.
Dentro del sepulcro había un ataúd cerrado con llave.
Como yo llevaba la llave en mi llavero, lo abrí y levanté
la tapa. Las bisagras debían estar muy enmohecidas,
pues al abrirse gimieron y silbaron. Dentro del ataúd
había un hombre...
Había un hombre vivo, enteramente vivo, y hasta
sano y de buen color. Se le conocía el oficio en su afeita-
do rostro de curial y en sus grandes anteojos azules. Su
negra y raída levita estaba arrugada por la incómoda
postura que había adoptado en el féretro. ¡Era Tucker!
Al reconocerle, me reí un buen rato de la sorpresa. ¿No
L A SIRENA. 1 4
2 10 C. 0. BUNGE

había temido que ese hombre fuera ya putrefacto cadá-


ver?... Nanela (de este modo continuaba llamándose aho-
ra mi mujer, acaso para siempre), Nanela se reía también.
Reíase y aplaudía de todo corazón...
Esperaba yo que Tucker, una vez sentado en el fére-
tro, bostezara y se desperezase... ¡Pues nada de eso!...
Una vez sentado en el féretro, me dio un abrazo y me besó
paternalmente, diciendo:
— ¡Oh mi querido sobrino! ¡Oh mi querido hijo!
Sus labios de carne de víbora, al posarse en mi frente,
me dieron tanto asco y tanta risa, que no me atreví a
increpar a Tucker por sus infamias. Además, yo no podía
recordar sus infamias... Al agarrarlas con los dedos del
recuerdo se deslizaban de mis manos como anguilas...
La misma Nanela, en vez de enfadarse, seguía riéndose,
riéndose... ¡La verdad es que resultaba chusco ver a un
hombre vivo metido en su ataúd a modo de un saltaperi-
co de elástico resorte en su cajita de madera!
Quiso Tucker aprovechar la distracción de nuestra
hilaridad para escaparse del ataúd e irse. Muy a tiempo
nos percatamos de su pérfido intento mi mujer y yo. Y
le tendimos en el cajón, a la fuerza... Después nos senta-
mos encima de la tapa, para que no pudiera levantarla...
Nanela gritó:
— ¡Sepulturero, sepulturero, aquí hay un muerto que
quiere escaparse!...
Yo grité también:
— ¡Socorro, que un muerto quiere escaparse; soco-
rro!...
Nanela y yo, como no pesábamos mucho, teníamos
miedo de que, forcejeando con la rodilla, Tucker pudie-
ra abrir la tapa del cajón... Yo no podía volver a echarle
llave, por haber perdido el llavero...
PESADILLA GROTESCA 211

A nuestros gritos acudieron los guardianes y acudió


mucha gente emparentada con los muertos de aquel ce-
menterio. Entre todos claveteamos sólidamente el cajón
de Tucker. Uno pudo cerrarlo con la llave de su reloj...
(¿Sería un ataúd su reloj?... ¿"Qué reloj no es un ataúd
de esperanzas y de ilusiones?...)
Satisfecho mi deseo de ver a Tucker, Nanela y yo nos
persignamos y nos fuimos. Pero la Fatalidad nos perse-
guía, una Fatalidad indescriptible... Debíamos seguir... Y
cada paso era una brazada menos del hilo de nuestras
vidas, ¡una brazada menos!...
Tan corto nos quedaba ya el hilo, que me parecía
tener atados mis pies con una soga... ¡Y la Fatalidad tira-
ba de la soga para atrás!... Ya no veía sino un mar de luz...
Y oía la luz... Y sentía mi cabeza llena de una luz, que
pesaba como plomo derretido...
Aunque Nanela me exhortara: «¡Adelante! ¡Adelan-
te!», la Fatalidad tiraba siempre del hilo de mi vida, cada
vez con más fuerza... Y yo avanzaba cada vez con menos
fuerza... Tanto me pesaban las piernas, que creía echar
raíces en el océano de luz que me rodeaba, que me asfi-
xiaba, que me devoraba como a una gota más... Dejé de
sentir mis pies, mis manos, mis brazos, mi cuerpo... Ya
era sólo una cabeza flotante en aquel océano de luz, ¡una
miserable cabeza que se disolvía como un terrón de azú-
car! Perdí el pensamiento, la vista, el tacto...
Lo último que debí perder fué el oído... Porque toda-
vía alcancé a escuchar la furibunda voz con que clamaba
Nanela:
— ¡Tucker, el demonio de Tucker tiene la culpa!
L E C Z I N S K I
I

Leczinski apareció un día en Buenos Aires, como cae


un aerolito. Todo el mundo ignoraba de dónde venía,
cuál era su profesión, así como lo que buscaba en estas
tierras. Aunque ni siquiera se sabía su verdadero nom-
bre, se le suponía miembro de una antigua y nobilísima
familia de Polonia, y aun descendiente, y no por línea
de bastardía, del mismo infortunado rey Estanislao, sue-
gro de Luis XV de Francia. No faltó algún gracioso que
difundiera la especie de que él se jactaba de tan preclaro
abolengo. Sin embargo, nadie se burlaba de él. Notábase
en su figura, en sus modales, en su lenguaje, en su ropa,
en fin, en toda su persona, a un verdadero gentleman.
Costaba sospechar que tan distinguido personaje fuera
simplemente un caballero de industria.
Era pálido, rubio y de estatura mediana. Llevaba el
rostro afeitado, como un lacayo o como un sacerdote.
Su fisonomía resultaba singularmente expresiva y cam-
biante. Variando con pasmosa rapidez, denotaba, ya la
ingenuidad de un niño, ya la pasión de un joven, ya el
cansancio de un viejo. Sus ojos parecían llamear en cier-
tos instantes; en otros, sonreían dulcemente. Sus adema-
nes eran por lo común pausados y medidos; pero, en
ocasiones, revelaban extraordinaria vivacidad. Su ligero
andar tenía algo de gatuno, que se avenía muy bien con
2l6 C. O. BUNGE

la expresión casi magnética que solía aparecer en su mi-


rada.
Vestía con elegancia y sin rebuscamiento. Hasta pa-
recía que afectaba despreciar las modas. Con frecuencia,
sus trajes tenían corte anticuado, casi como del siglo x v i n .
Sin embargo, esto no le sentaba mal, por su aire señoril
y generalmente ceremonioso. Aseguraba ser soltero, y
no tenía empacho en decir, a quien se lo preguntara,
que no había sido nunca feliz en amores. Hacía esto
suponer que, en su vida pasada, hubiera habido algún
drama inolvidable, de esos que dejan sangrando el cora-
zón hasta la muerte. Pero la verdad era que él no demos-
traba vivir apenado por los recuerdos. Más bien se des-
prendía de su sonrisa que tenía algunos muy agradables,
archivados en lo más recóndito del alma.
Su edad resultaba indefinible. A la indiscreta luz del
mediodía, representaba hasta cincuenta años; en cambio,
por la noche, no aparentaba más de veinticinco. Como
alguien le interrogara al respecto, dio una contestación
harto ambigua. La edad de cada cual era la que sentía
tener. Por su parte, él, unas veces, se sentía de veinte
años; otras, de cuarenta, y, por lo general, de varios
siglos... Agregó que esto dependía algo del estado atmos-
férico. En los días de tormenta, era como un niño.
Había viajado mucho por todo el mundo; hablaba
casi a la perfección varias lenguas, incluso el castellano,
y poseía el difícil arte de la causerie. Era versado en
todas las ciencias y parecía inteligentísimo dilettante en
todas las artes. Tenía inapreciables habilidades para la
vida mundana. Sabía gastar, casi con prodigalidad. Sabía
decir cumplimientos oportunos a las damas elegantes y
hasta a los hombres vanidosos. Sabía hablar, jugar a los
naipes y componer un menú delicado y sencillo. En fin,
LECZINSKI 217

sabía todo lo que debe saber un hombre que se respeta


a sí mismo. Por otra parte, no se le conocían vicios ni
se le suponían. Pero lo que más encantaba en él, sin duda,
era su aparente modestia y bonhomie. Confesaba sin
rubor que no era rico, y no usaba ningún título de no-
bleza, ni siquiera una condecoración exótica en el ojal.
Con tales méritos, no es de extrañar que la gente más
cogolluda y ostentosa le abriera de par en par sus puertas.
Entró con pie derecho. Se hizo pronto de buenos ami-
gos y de tiernas amigas. Tuvo el tino de no ofender a los
humildes, al tiempo que halagaba a los poderosos. Poseía
el rarísimo arte de hablar a cada uno en su idioma, de
no contradecir a nadie y hasta de servir a todos. Fué pre-
sentado en los círculos selectos. Hízose concurrente asi-
duo a mi club habitual, el Sporting Club. Intimaba allí
con los jugadores más fuertes y con los sportsmen más
encopetados. Como enviara a las cocinas una delicada
receta culinaria, el chef, que no carecía de don de gentes,
bautizó al plato con el nombre de hachís a la Leczinski,
por mucho que éste protestase de semejante honor. Excu-
sado es decir que el manjar, anunciado frecuentemente
en el menú como plat du jour, tuvo un éxito casi deli-
rante en el comedor del club. Sin duda, aumentó la po-
pularidad del extranjero cuyo nombre llevaba. En todo
caso, era un síntoma elocuente.
Leczinski se hizo visita familiar en varias casas em-
pingorotadas. Su nombre era frecuentemente mencio-
nado en las crónicas sociales. Un compositor le dedicó
respetuosamente un vals, que no tardó en difundirse. La
compañía del amable extranjero, en el teatro o en el
hipódromo, equivalía a un brevet de elegancia. Los
snobs no le dejaban ni a sol ni a sombra, y los rasta-
quouéres le obsequiaban a porfía. Muy pronto, hasta los
218 C. O. BUNGE

altos personajes de la política y de la banca le trataron


como a uno de sus pares. Algunos hubo que no acerta-
ban a pasarlo bien sin su compañía. Pero lo más notable
del caso era que, lejos de abusar de su posición, parecía
él esquivarse y se manifestaba hasta modesto y como
retraído. Dij érase que se le llevaba contra su voluntad
al pináculo de aquella gloria y auge de papel pintado.
Claro es que, al principio, tropezó con algunos obs-
táculos. No faltaron desconfiados ni detractores. Pero,
poco a poco, con sorprendente pericia, supo conquistarse
las voluntades más influyentes. Tomó, sin asaltarlos,
uno por uno, todos los baluartes de la consideración so-
cial. Supo esperar con paciencia y no desperdició nin-
guna oportunidad. Fué así escalando, en brevísimo tiem-
po, la cúspide del prestigio mundano. Era lo que se lla-
maba un hombre a la moda. Cuando se hablaba de él con
cualquier persona distinguida, ésta se creía en la inelu-
dible obligación de exclamar:
— ¡Ah, sí, Leczinski! [Un buen muchacho!... Le apre-
cio mucho. Le considero uno de mis mejores amigos.
II

No obstante la simpatía general de que gozaba, Lec-


zinski me produjo una impresión desagradable. Es más,
hízome el efecto de un aventurero. Su presencia me inco-
modaba, hasta físicamente. Por esto no pude menos de
protestar, en mi fuero interno, contra la benevolencia con
que se le acogía. Temí desde el primer momento que fuera
a ofender a la sociedad, ya estafando a los amigos, ya
engañando a alguna dama incauta. Después desaparece-
ría de Buenos Aires, como había venido, de la noche a la
mañana, sin dejar el menor rastro.
Con su buen olfato característico, Leczinski no tardó
en advertir mi desconfianza. Sin embargo, la verdad es
que nada hacía para desvanecerla. Cuando nos encontrá-
bamos en el club o en los pasillos de los teatros, pagaba
mi glacial saludo con otro semejante. Esquivaba mi trato
y apenas me dirigía la palabra. A todas luces, no necesi-
taba de mi apoyo. Además, como yo siempre he sido
un espíritu recto, no podía ser un enemigo temible. No
había peligro de que le hiciese un desaire público, y mu-
cho menos de que le calumniase. En la buena sociedad,
sólo se teme a los hombres malos.
La actitud de desvío que adoptó Leczinski para con
mi persona llegó a ofenderme íntimamente. Sin fijarme
en que él se reducía a tratarme como yo le trataba, le
220 C. O. BUNGE

supuse aviesas intenciones. No me hubiera sorprendido


que me provocase un incidente, y menos aun que me ar-
mase una emboscada cualquiera. En el fondo, había de
ser un bribón de guante blanco.
Como me parecía ridículo tener un duelo con persona
que consideraba subalterna y desprovista de escrúpulos,
evité todo comercio con Leczinski. Poco a poco, y como
por mutuo acuerdo, fuimos evitando el encontrarnos, y
hasta acabamos por suprimir el recíproco saludo. Esta
situación resultaba más cómoda para ambos. Entre-
tanto, yo esperaba que cualquier día se hiciera la luz
sobre aquella ambigua personalidad. No me hubiera sor-
prendido que la policía descubriese en él a algún delin-
cuente profesional, refugiado en nuestro hospitalario país.
Pasaban los meses, y nada de esto sucedía. Leczinski
seguía frecuentando la mejor sociedad, en la que era
siempre agasajado. Hasta llegó a conquistar cierto renom-
bre por haberse distinguido como audacísimo aviador, y
también, en el hipódromo, como muy notable gentleman
rider. Sin duda por novelería, y en parte también por en-
vidia a algunos aviadores nacionales, le eligieron presi-
dente del Club de aviación. El renunció, alegando, con
mucha cordura, que era extranjero, y que no faltaban
argentinos, vinculados al ejército, más dignos que él de
ocupar el honorífico cargo. Esta noble y valiente declara-
ción le granjeó el aprecio público, pues no faltó algún pe-
riódico que la comentara favorablemente, como lo me-
recía.
Comiendo una noche con el ministro de Rusia, le pre-
gunté si había conocido en su país a Leczinski. Contes-
tóme que no. Pero no sin añadir que en su casa había
oído hablar mucho de otro Leczinski. Este había sido en
el siglo pasado muy popular entre la nobleza rusa, a pe-
LECZINSKI 221

sar de que no se conocían su origen ni sus medios de vida.


El mismo zar le había distinguido. No obstante, un día
desapareció de San Petersburgo sin despedirse de nadie, y
ya no se le volvió a ver. La policía, con ser tan sutil en
Rusia, no pudo descubrir su pista. Era como si le hubiese
tragado la tierra.
— Claro es, señor Delcos — continuó el ministro —,
que se habló bastante de esa misteriosa desaparición.
Circularon las fábulas más extrañas. Algunos supusie-
ron que era un espía alemán. Pero esto no debía ser cierto.
Mi padre, que había sido muy amigo suyo, le defendió
siempre, asegurando que era un perfecto caballero. Díjose
también que había sido víctima de los nihilistas. Tam-
poco esta hipótesis parecía aceptable. ¿Qué interés podía
tener el nihilismo en la muerte de aquel simpático hom-
bre de mundo?... Naturalmente, no faltaron otras suposi-
ciones, propias de la superstición nacional. Hubo quien
afirmó que Leczinski era un nigromante, y que el diablo
se le había llevado, en cuerpo y alma. Fundábase esta
leyenda en que nadie pudo nunca explicar de dónde sa-
caba él su dinero y, no obstante, vivía fastuosamente,
como un gran señor.
El secretario de la legación alemana, presente en aque-
lla comida, exclamó, después de haber escuchado con
marcada atención al ministro de Rusia:
— ¡Es curioso, curiosísimo!... Yo he oído hablar a mi
abuelo de otro Leczinski idéntico al que estuvo en San
Petersburgo y al que está ahora en Buenos Aires. Aquél
se encontraba en Berlín, hace ya muchos años. Intimó
con los altos círculos oficiales. No se sabía quién era, ni
adonde iba, ni de qué vivía, y desapareció como había lle-
gado. Cuando se le dejó de ver, corrió la especie de que
era un espía ruso, o inglés, o francés, o de otra naciona-
222 C. O. BUNGE

lidad cualquiera. Pero el vulgo, en el que era popular por


su incomparable habilidad de tirador, se forjó no sé qué
historia extraordinaria, repetida aún por los ancianos...
Creyóse que era una encarnación del conde de Caglios-
tro, del célebre mago del siglo x v i l i . . .
Después de una pausa, hice yo la observación si-
guiente:
— Lo cierto es que estos tres Leczinskis tienen un
vigoroso parecido de familia. El que está ahora en Bue-
nos Aires se dice descendiente de Estanislao, el infeliz
rey de Polonia, y no por línea de bastardía...
— Lo mismo aseguraba el de San Petersburgo — de-
claró el ministro ruso.
— Lo mismo el de Berlín — agregó el secretario de la
legación alemana —. De ahí podría inferirse que éste ha
sido el padre del de San Petersburgo, y el de San Peters-
burgo el padre del de Buenos Aires. Esto representa una
verdadera genealogía, aunque no nos remontemos hasta
el rey Estanislao. No debe extrañarnos la semejanza en-
tre los tres, porque se heredan los instintos, inclinaciones
y sentimientos. La teoría de Weissmann...
— Pero — interrumpió el ministro ruso — parece ser
que esos tres Leczinskis han sido solteros...
El secretario de la legación alemana objetó, riéndose
ingenuamente:
— Eso no obsta para tener hijos.
III

Poco tiempo después me llegó la noticia de que Lec-


zinski quería casarse. Consecuente yo con mis preven-
ciones, supuse que pretendería a alguna millonaria. Pues
nada de eso. Según se me dijo, festejaba a Tea Chax, una
hija de un íntimo amigo mío, el doctor Ignacio Chax,
abogado sin pleitos y estanciero sin estancia, como tan-
tos otros en mi tierra.
Aunque desprovista de fortuna, Tea era una niña en-
cantadora; menuda, bajita, armoniosa, coqueta, de ojos
muy claros y de pelo obscuro, y estaba llena de vivacidad
y de gracia. Pasaba ya de los veinticinco años; pero toda-
vía representaba quince. Su aspecto resultaba el de una
criatura; hubiera hecho, en la comedia contemporánea,
una deliciosa soubrette, capaz de volver locos a todos los
viejos verdes habidos y por haber. No obstante su físico,
al propio tiempo muy ingenuo y muy malicioso, poseía la
inteligencia sutilísima de un teólogo y, por cierto, era
mucho más sensata y previsora que su padre. Se diría una
tórtola con mirada de águila.
En el primer momento, la noticia de las pretensiones
de Leczinski me alarmó. Yo profesaba un afecto verdade-
ramente paternal a Tea, y me dolía la idea de que fuese
a casarse con un hombre indigno. Pero muy pronto des-
224 C. O. BUNGE

eché este pensamiento. Parecíame imposible que Leczins-


ki se contentase con una niña sin más bienes que sus
admirables prendas personales. Como buen Coureur de
dots, aparentaría pretenderla para despistar a la gente,
ocultando su juego. Su propósito sería aparecer como un
candidato desinteresado, para después casarse con alguna
ricachona. Pero esta explicación no dejó tampoco de con-
trariarme. Temí que Tea fuese a enamorarse del irresis-
tible nieto del rey Estanislao. Además, lo cierto era que
ella no acababa de decidirse por un mozo excelente, Gon-
zalo Ayala, que la cortejaba desde hacía ya tiempo. Me
pareció mi deber de amigo quitar del medio a Leczinski,
cuanto antes.
Para cerciorarme del verdadero estado de las cosas,
fui de visita, como lo hacía con alguna frecuencia, a casa
de mi amigo el doctor Chax. En cuanto me encontré
solo con él, le interpelé, sin gastar ceremonias:
—¿Es cierto que Leczinski pretende casarse con Tea?
—Así he oído decir — asintió Chax.
—¿Y permitirás eso?
—¿Qué?... ¡Yo no puedo impedir que la festeje! ¿Quie-
res que la tiranice, como los padres del teatro clásico?...
¡Mi pobre Mario, aunque eres apenas contemporáneo
mío, te estás poniendo viejo!... Como buen solterón, te
vas a hacer maniático...
En vez de sulfurarme por este recio ataque, repliqué
a mi amigo sencillamente:
—Ahora no se trata de mí, sino de tu hija.
—Pues a mi hija muy bien sabes tú que la he edu-
cado con tus propias teorías, es decir, con las que tenías
antes de ir para viejo. Como padre moderno que soy, he
dejado a Tea en completa libertad para que escoja marido
de su gusto. Lo peor es que ya no es una chicuela, y sigue
LECZINSKI 225

haciéndose la remilgada. Asegura que no piensa en ca-


sarse, aunque, como toda niña casadera, no piensa quizá
en otra cosa. Antes parecía que iba a acabar aceptando
a Gonzalo Ayala; ahora parece que le rechaza.
— Y tú ¿qué opinas de todo eso?
— Yo no opino nada. Me limito a esperar que alguna
vez se le presente su Lohengrín a esta Elsa recalcitrante.
Es una felicidad que no sea rica; así no tengo la preocu-
pación de que atraiga por su fortuna. Cualquiera que la
pretenda, será porque la quiera; tal es la ventaja de las
pobres.
— ¿Crees tú que acepte a ese Leczinski?
— Ni lo creo, ni dejo de creerlo; todo puede ser. Tea
es bastante grandecita e inteligentona para saber lo que
hace. Yo me lavo las manos.
— Haces mal.
Echándose a reír francamente y palmeándome en el
hombro, mi amigo Chax replicó:
— ¿Que hago mal?... ¡Vamos!... ¿Ahora sales con
eso?... En todo caso, si el candidato no es de tu gusto, ha-
bla tú mismo con Tea. Ella te aprecia y ha de escucharte.
Sin hacerme repetir la invitación, llamé a Tea y la
interrogué sobre el delicado asunto. También ella se me
rió en las barbas. No había prisa para tomar resolución
alguna. Era feliz con su papá, y estaba muy lejos de sen-
tir una vocación desaforada por el matrimonio...
— ¡Ta, ta, ta!... — exclamé —. ¡No me vengas a mí
con aspavientos y pavadas!... Te casarás como cualquiera
hija de vecina, y con cualquier hijo de vecino... ¿Qué ha-
ces, pues, perdiendo la mejor época de tu vida? ¿Esperas
a que venga a pedir tu blanca mano el hijo del emperador
de las Indias, el del sultán de Marruecos o el del rey de
Polonia?
L A SIRENA. 15
226 C. O. BUNGE

— ¡Ta, ta, ta!... — replicó Tea —. ¿Es eso lo que


quería usted decirme? ¿Que me pretende, no el hijo, sino
un nieto, de no sé qué rey de Polonia?
— De eso, precisamente, quería hablarte. Quiero po-
nerte en guardia contra un candidato que probablemente
no es digno de ti...
— ¿Se refiere usted a Gonzalito Ayala?
— No a Gonzalito, como tú sabes, sino a un tal Le-
rinski o Lechinski...
— ¿A Leczinski? Es un excelente hombre y, por
cierto, un festejante muy decorativo para una pobrecita
como yo.
— Suponte que sea un aventurero...
— Si lo fuese, yo lo conocería.
— Suponte que se burle dé ti...
— Eso, de ser verdad, lo sabría antes que nadie.
— Suponte que sólo aparenta festejarte, mientras que
en realidad pretende pescar alguna otra damisela, sin
belleza, pero con buena dote...
— Tranquilícese usted. No pasa tal cosa.
— ¿Crees que te quiere, que se muere por ti, que se
pegará un tiro si le rechazas?
Tea soltó una carcajada, y repuso:
— ¡Pero, padrino!...
—Te he dicho muchas veces que no tengo el honor de
ser tu padrino.
— Y yo le he dicho no menos veces que tengo el honor
de ser ahijada suya. Si así no fuera, ¿por qué se preocu-
paría usted tanto de mis cosas y me regañaría como un
oso gruñón?... ¡No me venga a mí con aspavientos, como
decía usted hace un instante, ni con... (¿cómo era lo
otro?)... ni con pavadas!... Disculpe usted; pero es usted
quien lo dijo...
LECZINSKI 227

Apareciendo en el umbral de la puerta el doctor Chax,


interrumpió el diálogo:
— ¿Ya están ustedes peleando?... — exclamó —.Tea,
eres una chica insoportable... Mario, eres un viejo tan in-
soportable como una chica...
A su vez, Tea interrumpió a su padre, para decirme:
— Vamos, padrino (pues usted lo es mío, aunque no
quiera); vamos, padrino, a tomar el té... Como sabía
que estaba usted en casa, yo mismo he ido a la cocina, y
le he preparado unos cakes exquisitos, de los que a usted
le gustan. No los haría mejores para el hijo del empera-
dor de !a China, ni para el nieto del rey de Polonia.
IV

Más alarmado aún de lo que estaba me dejó mi con-


versación con el diablillo de Tea. El asunto parecía po-
nerse serio. Dando ya por sentado que podía engatusarla
el taimado de Leczinski, resolví defenderla por todos los
medios a mi alcance. Para esto se hacía necesario cono-
cer a ciencia cierta las picardías del candidato, y poderle
citar hechos graves y concretos. No me quedaba, pues,
otro remedio que estudiarle, que seguirle, que espiarle...
Por mucho que repugnara a mis tranquilos hábitos de sol-
terón y a mi espítitu caballeresco, me dispuse, pues, a inti-
mar con el supuesto descendiente del rey Estanislao. Era
la única manera de conocerle a fondo y de sorprender sus
vicios y travesuras. Había que tomar al toro por el asta.
Decidido a esto, me trasladé al club, donde presumía
encontrarle. Pasé a la sala de lectura, y busqué con la
vista a Leczinski. Evidentemente, no estaba aún allí. Para
esperarle, pues solía concurrir a aquella sala, me dispuse
a leer. Fui a tomar, de la mesa de las revistas, el último
número del Mercure de France. Como no lo hallara, llamé
al mozo y le pregunté malhumorado por qué no estaba
en su sitio. El mozo me contestó que debía estar, pues
nadie se lo había pedido, ni lo había tomado por sí mis-
mo... Pusímonos ambos a buscar el folleto tan misterio-
samente invisible, y todo fué en vano... Hallábame yo a
LECZINSKI 229

punto de reprender de nuevo al mozo, cuando de pronto,


como una visión, se apareció a mi lado Leczinski, son-
riendo amablemente, con la revista en la mano... Casi
exhalé un grito, como si viera al demonio, y aun creo que
el mozo se santiguó...
Sin darse por enterado de nuestra sorpresa, Leczinski
me ofreció el Mercure de Frunce, excusándose, lleno de
confusión:
— ¿Buscaba usted esta revista, señor Delcos?... Aquí
la tiene. Ruégole que tenga la bondad de disculparme.
Yo la había tomado, para leerla, sin saber que usted ven-
dría ahora a lo mismo.
No sé por qué me pareció todo lo contrario, es decir,
que él había tomado la revista porque sabía que yo iba a
venir a buscarla. Pero, claro es, no le dije lo que pensaba,
y me limité a agradecerle el ofrecimiento, invitándole a
que no interrumpiese su lectura.
Vivamente, Leczinski insistió. Ya había leído todo
el número. Por cierto había allí un artículo muy intere-
sante sobre «el caso Huysmans». Valía la pena de
hojearlo.
Aunque yo estaba resuelto a rechazar la revista, una
mirada dominadora de Leczinski me decidió a aceptarla.
Dile las gracias, y tomé asiento en un sofá, para leer el
artículo que acababa de recomendarme. Perp en vano tra-
té de fijar la vista en la primera página. Las letras baila-
ban, ante mis ojos, una extraña zarabanda. Quedé, pues,
pensativo, con la mirada absorta...
A poco, percibí una voz insinuante, que me decía casi
al oído:
— Muy interesante es el artículo sobre Huysmans.
Pero es lo cierto que este autor, como otros que han tra-
tado sobre la materia, la ignoraban casi por completo...
230 C. O. BUNGE

Volví la cabeza, y me encontré con Leczinski, sentado


a mi vera. Hablaba con seriedad inusitada. Su tono era
el de un profesor más bien que de un despreocudo
clubman.
Después de una pausa, pregunté, no sin curiosidad:
— ¿A qué materia se refería usted?
— Claro es — repuso prontamente — que, tratándose
de Huysmans, no puede ser sino la demonología, esto es,
a la ciencia de los demonios.
— ¿Cree usted en semejante ciencia? — no pude me-
nos de preguntar —, y, aunque quise sonreír con ironía,
mi boca se negó a obedecerme.
— Sí, creo — contestó Leczinski, con gravedad casi
trágica —. Creo en todas las ciencias ocultas, una de cu-
yas ramas es la demonología. Creo en la alquimia, en la
astrología, en la magia, en la nigromancia, en la carto-
mancia, en la quiromancia y demás. Pero esto no quiere
decir que crea en la ciencia de ese Huysmans, cuyo «caso»
se estudia en un artículo de la revista que usted tiene
entre las manos. Era un pobre diablo para conocer a los
verdaderos diablos. Habla en uno de sus libros, en Lá-bas,
me parece, de la misa negra. Sin embargo, como vulgar-
mente se dice, «no sabía, de la misa, la media»...
Miré estupefacto a Leczinski, para advertir si era un
charlatán que pretendía engañarme, o bien un hombre de
mundo que intentaba burlarse de mí... No me pareció ni
lo uno ni lo otro; hablaba muy en serio, con convicción,
casi con entusiasmo. Esperando que disertase sobre el
tema, guardé silencio. Pero él se limitó a decirme, levan-
tándose:
— Veo que le incomodo, pues interrumpo su lectura.
Lea usted el artículo de que le he hablado; tal vez le di-
vierta.
LECZINSKI 231

Yo repliqué con vivacidad:


— No me incomoda usted, señor Leczinski; muy al
contrario. Le ruego, pues, que se siente...
Leczinski sacó el reloj, lo miró y me dijo:
— Desgraciadamente, no puedo detenerme ahora. Us-
ted me disculpará, porque me esperan arriba, en la sala
del poker. Si no voy a la partida que tenemos empeñada
varios amigos, son capaces de mandarme buscar con la
policía.
— Oiga usted, señor Leczinski... Un momento... —le
dije, poniéndome a mi vez de pie—. Me ha manifestado
usted que cree en !as ciencias ocultas. ¿Hay, acaso, per-
sonas serias que las cultiven en nuestros días?
—¡Vaya si las hay! —repuso riéndose bonachonamen-
te—. ¡Y más de las que usted piensa!... Donde vea usted
un hombre dominador y de mucha suerte, sospeche usted
siempre que se trata de un erudito en alguna de las varias
ramas de esos estudios.
Como Leczinski se disponía ya a salir, le pregunté,
casi tentado de detenerle de las solapas:
—¿Es posible al hombre el conocimiento de lo futuro?
Leczinski me miró fijamente, y repuso, con la más
profunda seguridad:
—Si el hombre puede conocer lo pasado, ¿por qué no
podrá conocer lo futuro?
—No es lo mismo —repliqué—. El hombre conoce
algo de lo pasado, porque lo recuerda...
—Es lo mismo —contrarreplicó Leczinski—. El hom-
bre, o por lo menos ciertos hombres, conocen algo de lo
futuro, porque lo presienten...
—Permítame, amigo Leczinski. Usted hace ahí un
simple juego de palabras. El recuerdo es preciso y no lo
es el presentimiento...
232 C. O. BUNGE

— En algunos individuos, el presentimiento es tan pre-


ciso como lo es el recuerdo en los demás.
— Lo pasado se conoce porque se ha realizado ya...
—Lo por venir se conoce porque debe realizarse.
— Repito que usted hace un juego de palabras...
— Nada de eso. Se lo explicaré científicamente, si
puedo hacerlo de manera breve. Todo lo que debe pasar
está regido por lo que ha pasado. No hay efecto sin causa,
ni causa sin efecto. Tanto lo que existió como lo que va a
existir están, al menos virtualmente, contenidos en lo que
existe. Luego, conociendo a fondo, lo actual, puede cono-
cerse, no solamente lo pretérito, sino también lo futuro.
Dicho esto, Leczinski se despidió de mí, repitiendo que
se iba a jugar algo fuerte, como era costumbre en nuestro
club.
— ¡Que tenga usted buena suerte! —le auguré.
—Sé que hoy no he de tener ninguna, y hasta que per-
deré más de lo que sería prudente.
—¿Por qué va usted, si es así?
Leczinski se sonrió y dijo, despidiéndose definitiva-
mente, con un apretón de manos:
— Conocer lo porvenir no implica por fuerza poderse
substraer a la desgracia, al menos en absoluto. Igual-
mente, conocer el pasado, aunque sólo se conserven los
buenos recuerdos, no implica haber dejado de sufrir lo
malo que haya contenido. Los hombres somos títeres mo-
vidos por los hilos de la fatalidad. Nada ocurre, que no
esté de antemano escrito en el libro de la vida.
V

En adelante, Leczinski y yo nos tratamos como ami-


gos, y aun casi como si existiera entre nosotros un secreto
común. Todos los días cambiábamos en el club un saludo
y algunas palabras amables. A esto se reducían nuestras
relaciones. De ciencias ocultas, no habíamos vuelto a ha-
blar. Sin embargo, estaba yo seguro de que él habría de
explayarse alguna vez sobre ese tema; mientras tanto me
contentaba con espiarle como de soslayo. No había renun-
ciado, por cierto, a descubrir sus defectos, para fundar
con cargos precisos mi oposición a su casamiento con Tea.
Al salir una tarde del club, encontré a Leczinski en la
puerta. Ofrecióse a acompañarme. No me hizo mucha gra-
cia la proposición; como antes no había ocultado mi des-
confianza hacia el extranjero, me fastidiaba que me vie-
sen por la calle con él. No obstante, acepté, como si no
pudiera resistirme a las insinuaciones de aquel hombre
misterioso.
— Debo comunicarle —me dijo — que he entrado como
socio de la casa exportadora de Rappers, Denis y Com-
pañía, que usted ha de conocer, siquiera de nombre.
Arriesgo ahí un pequeño capital...
—Eso no debe preocuparle —repuse—, puesto que us-
ted es rico...
—No soy rico, señor Delcos. Apenas tengo lo sufi-
ciente para vivir con decoro.
234 C. O. BUNGE

—Estará usted seguro de duplicar en esa casa de co-


mercio el capital aportado...
—No estoy seguro de semejante cosa, señor Delcos.
Al contrario, me temo que pueda perderlo.
— Ya que no le atrae la ganancia, trabajará usted
simplemente para distraerse...
—No trabajaré para distraerme, señor Delcos. En mi
casa tengo suficientes cosas en que ocuparme.
— ¿Qué cosas? — pregunté casi ansiosamente.
Leczinski se rió en voz alta, y repuso:
— Menos pregunta Dios, y perdona.
Como hiciera entonces ademán de despedirse de mí,
discretamente, para no abusar más tiempo de mi com-
pañía, le dije:
— Es usted un hombre singular, amigo Leczinski.
Me comunica que se ha sometido al trabajo, y no por
ganar dinero, ni por pasar el tiempo... Excuse, pues, mi
curiosidad... ¿Por qué, si es cierto lo que me ha dicho,
se mete usted en negocios? ¿No se puede saberlo?
— Sí se puede saberlo, señor Delcos. No tengo el
menor invonveniente en decirlo, y menos a un buen
amigo como usted. La clave del enigma está en que,
en este país, se mira mal al hombre que no trabaja.
Despidióse Leczinski sin darme lugar a más pre-
guntas. No tardé yo en explicarme el motivo por que
había ingresado en la conocida casa comercial de Rap-
pers, Denis y Compañía. Efectivamente, Tea había ma-
nifestado en repetidas ocasiones que nunca se casaría
con un holgazán. Jamás podría tener aprecio a un hom-
bre que no fuese emprendedor y laborioso. Además, los
maridos desocupados eran siempre insoportables en la
casa; se entrometían en todos los detalles de la econo-
mía doméstica, y resultaban fisgones y pegajosos... Todo
LECZINSKI 23S

esto había manifestado la picara de Tea, y he aquí que


Leczinski se resignaba a la «dura ley del trabajo», como
los demás mortales. ¿Estaría realmente enamorado?...
Otra cosa había, entre las varias dichas por Leczinski
en nuestra reciente conversación, que despertaba en
grado no menos alto mi curiosidad. Según él, no le fal-
taba trabajo en su casa. ¿En qué se ocuparía?... No po-
día yo suponer que fuese un falsificador de moneda, pues
nada me autorizaba a tan atrevida hipótesis. Tampoco
era creíble que se tratase de pasatiempos galantes, dado
que el hombre se mostraba tan rendido a los pies de
Tea...
VI

Resuelto a aclarar alguna de mis dudas, fui nueva-


mente de visita al home de mi amigo el doctor Ignacio
Chax. Como éste se hallaba ausente y yo era persona de
confianza, recibióme Tea en su boudoir, vestida con su
exquisito .peinador de encaje, adornado con cintas de
color de oro viejo.
— ¡Tanto gusto en verle por aquí, mi amable padri-
no postizo! — exclamó alegremente, sin darme tiempo
ni para tomar asiento —. ¿Qué le trae por casa a estas
horas?... ¿Me regalará usted un frasco de esencia de jaz-
mín, si adivino?... ¡Pues corra a buscarlo, que he adi-
vinado!... Usted viene a proseguir, ante mí, su campaña
de descrédito contra mi amigo Leczinski... ¿No es esto?...
Si no le supiera a usted tan decidido partidario del po-
bre Gonzalito, creería que estaba celoso...
— ¡Déjate de bromas! — exclamé, sentándome al
fin, después de besar la mano a la traviesa muchacha —.
¡Bueno está tu amigo Leczinski!
— Supongo que ha de estarlo. Anoche le vi en el tea-
tro, y vendía salud.
— Es un vejestorio.
— Los vejestorios son a veces menos insulsos que
los jovenzuelos. Prueba al canto: mi padrino el señor
Mario Delcos, aquí presente.
LECZINSKI 237

— ¡Te digo que te dejes de bromas!... Yo soy un hom-


bre respetable y tú no eres ya una criatura.
— Pues, dejándome de bromas, como usted dice,
tengo una excelente noticia que darle. Mi amigo Lec-
zinski se ha puesto a trabajar en mi honor, para que
yo vea que no es un caballero de industria y para pro-
barme que me ama. Así como suena: que-me-a-ma...
— ¡Cásate con él, ya que tanto te gusta!
— Eso es harina de otro costal... ¡El hombre con
quien yo me case será un ser superior!...
— ¡Pues búscale con candil, porque ya no se encuen-
tran tales seres en el mundo!
— Chi lo sa?... Por de pronto, Leczinski...
— Hazme el favor de no aturdirme más con tu Lec-
zinski. Tengo formada mi opinión sobre ese individuo.
Tea se puso seria, y dijo, no sin energía:
— Si la opinión es desfavorable, su deber de antiguo
amigo de la casa es comunicármela. No soy una chiqui-
lla, y estoy dispuesta a oír cualquier horror. Hable usted.
Por toda respuesta, encendí un cigarrillo.
— ¡No fume usted tanto, padrinito! — exclamó Tea—.
Ya sabe que el tabaco le hace daño. En cambio, hable
usted, que le hará provecho.
Como yo guardaba aún silencio, Tea prosiguió:
— ¿Quiere usted decirme que Leczinski anda con
mujeres malas?... Pues no me importa; mientras no sea
mi novio, yo se lo permito...
— Tal vez esté ya casado en Europa, y haya abando-
nado allí a su mujer y a una docena de chicos... — in-
sinué yo, echando una bocanada de humo.
— No lo creo. El que se casa una vez y abandona a
su familia, por lo general, no reincide. Leczinski no es
tan tonto como para ignorar que aquí se pena muy se-
238 C. O. BUNGE

veramente el delito de bigamia. Además, puede estar


divorciado... ¡Pero no! El dice que es soltero, y yo debo
creerle. ¿No piensa usted así?...
Di otra vez la callada por respuesta, a pesar de que
Tea, a todas luces, se iba poniendo nerviosa con la con-
versación. Después de una pausa, insistió en tono casi
perentorio:
— Hable usted con franqueza, padrino. Yo se lo ruego,
y usted nunca se ha resistido a un ruego mío. Estoy en-
teramente resignada a escuchar las mayores barbari-
dades...
Así apremiado, repuse casi balbuciente:
— Nada concreto y positivo sé de Leczinski. Sólo pue-
do decirte que abrigo ciertos temores confusos, y no me
atrevo a hablarte de ellos. No sabría cómo expresarme...
Tea soltó una carcajada que me sonó como a falsa,
exclamando:
— ¡Usted, un hombre tan corrido, no atreverse a
decir algo a una pobre muchacha como yo!... ¡Usted,
todo un escritor, no saber cómo expresarse!... ¡Vamos,
padrino, diga más bien que quiere burlarse de mí!
— Tú eres quien se burlaría, si yo te dijese lo que
vagamente sospecho, o, mejor dicho, lo que apenas sos-
pecho que podría sospechar...
— ¿Qué teologías me está usted cantando, mi querido
padrino?... Erase la sombra de un hombre que constru-
yó un sistema que era la sombra de una sombra... Hable
usted más claro, se lo pido encarecidamente, si quiere
que le entienda.
— Repito que temo tus burlas...
Tea se puso de pie, me miró con gravedad, y me dijo,
con marcada ternura:
— Usted sabe que siempre le he querido y respeta-
LECZINSKI 239

do, casi tanto como a mi padre. En realidad, y perdone


lo cursi de la frase, le considero como un segundo padre.
¿Cómo habría yo de burlarme de usted? Aunque parezca
ligera, sé pensar y sé sentir, esto es, sé agradecer...
— Aunque no te burlases de lo que te dijera tu viejo
padrino de pega, hija mía, se burlarían tu padre, tus
amigas, el mundo entero...
— Le prometo a usted, bajo mi palabra de honor,
guardar el secreto más absoluto. ¡Hable usted!
Volví a guardar silencio, me rasqué la calva, me atusé
el bigote ya algo encanecido, y al cabo murmuré:
— El caso es que creo sospechar...
— Sí, ya sé — me interrumpió Tea, impaciente —.
El caso es que sospecha que ha sospechado y que debe
sospechar...
Esta nueva salida de tono me irritó, hasta el punto
de que rae levanté para retirarme. No me lo permitió
Tea, y, tomándome las manos y mirándome a la cara,
me preguntó:
— ¿Qué sospecha usted de Leczinski?
Sin saber lo que decía y apartando la vista de mi vi-
vaz interlocutora, repuse:
— Que tiene hecho pacto con el diablo.
Temí que, al oirme Tea, muchacha sin duda instruida
y sagaz, lanzase la más insolente carcajada de su vas-
tísimo repertorio. Lejos de esto, me miró largo rato,
estupefacta y con los ojos húmedos. Parecía haber per-
dido el habla. Era evidente que yo había puesto el dedo
en una llaga de su corazón.
Con una voz ronca y trémula que yo no le conocía,
me rogó:
— Siéntese, padrino, y explíqueme eso. Se lo agra-
deceré mientras viva.
240 C. O. BUNGE

— Poco puedo explicarte, hija mía; poco o nada.


Sólo puedo decirte que, desde que el mundo es mundo,
existe una rama de los conocimientos humanos llamada
las ciencias ocultas. Entre éstas se cuentan la magia,
la demonología y otras semejantes. El mismo Leczinski
me ha hablado sobre el asunto. Es a él, y no a mí, a
quien debes interrogar.
Tea guardó a su vez silencio. Estaba tan pálida y
anhelante como si fuera a darle un síncope. Por último,
sacó el pañuelo y estalló en sollozos.
Nunca he podido ver llorar a una mujer sin conmo-
verme hasta lo más profundo del alma. Tal vez por esto
no me he casado. Horripilábame la idea de que mi es-
posa llegara a sufrir pataletas cuando yo me viese obli-
gado a negarle una joya o un viaje a un balneario ele-
gante... Así fué que, ante aquella inusitada explosión
de Tea, perdí la cabeza. Traté de consolarla diciéndole
mil tonterías. Aquello había sido una broma, y no debía
tomarse por lo trágico. Ya no había demonios en el
mundo ni para remedio. Las tales ciencias ocultas eran
vanas supersticiones, abominadas por todos los hom-
bres sensatos. Leczinski parecía un excelente caballero.
Además, él no era el único hombre con quien pudiese
casarse mi buena ahijadita. Otros había que no eran
inferiores, como, por ejemplo, Gonzalo Ayala...
En esto me hallaba, cuando entró mi amigo el doc-
tor Ignacio Chax. Al vernos, quedó mudo de sorpresa.
¡Tea llorando! ¿Qué había sucedido?...
Antes de que pudiera yo decir una palabra, la niña
se secó las lágrimas, saltó de su asiento, besó a su padre
en la frente, y se echó a reir, diciendo:
—¡No te alarmes, papá!... Todo era una farsa que yo
le hacía a tu buen amigo Mario... El se puso a hablarme
LECZINSKI 241

mal de un pretendiente mío, Leczinski... ¡Y yo, para


enseñarle a que no se meta en mis cosas, hice como si
llorara amargamente!... Le he dado una buena lección...
¡Mírale, papá! Ahora es él quien hace pucheros y va a
largar el llanto si mucho le apuran...
Hizo Ignacio coro a las risas de su hija, y yo salí
furioso de la habitación, dando un portazo. Ahora era
para mí hasta cuestión de amor propio descubrir si, real-
mente, Leczinski vivía entregado a las artes de magia.

L A SIETNA.
VII

Al poco tiempo se anunció que un parvenú, enrique-


cido en el negocio de carnes saladas, «ofrecía un gran
baile a la alta sociedad bonaerense». Aunque yo estaba
ya algo retirado de esos trajines, no bien recibí la invi-
tación me dispuse a asistir a la fiesta. Quería observar
cómo se comportaba Tea con sus dos pretendientes, el
odioso Leczinski y el simpático Ayala.
Llegado al baile con cierta puntualidad, me encon-
tré en la escalera con Tea. Estaba primorosamente ves-
tida con un traje de eréfte de Chine de un color azul ra-
bioso. Decididamente, esta chica demostraba en sus galas
cierta personalidad, que no era la de un gran modisto,
puesto que no podía pagarlo. A pesar de estar algo re-
sentido con ella, no pude menos de felicitarla por su to-
cado, y, como no hubiese a mano ningún jovenzuelo,
tuve el gusto de darle el brazo al salir del cabinet de
toilette.
Pareciéndome algo pálida y pensativa, no pude menos
de decirle:
— Pon una carita más alegre, Tea. No vienes a un
entierro, sino a un baile.
Ella repuso, con acento tranquilo:
— Tal vez venga a enterrar aquí alguna de mis ilu-
siones.
LECZINSKI 243

— No importa. Han de nacer otras muchas, y por


cierto mejores.
Como era una beauty reconocida, no bien entró en
el salón, acercáronse muy solícitos varios gomosos. Tam-
bién estaba allí Gonzalo Ayala. Inmediatamente, entre
todos, le llenaron el carnet con sus nombres. Ella se
negó a comprometerse con nadie para la cena, sin decir
a quién se la daría. Observé esto, y me hizo pésima im-
presión. Supuse que Tea aguardaba a Leczinski. Pero
la verdad es que él no aparecía aún, ni vivo ni muerto.
Halagando a los múltiples admiradores que maripo-
seaban embobados a su alrededor, Tea perdió pronto la
expresión con que entrara. Volvió a ser la de siempre,
decidora, bromista, ingenuamente coqueta. Era sin duda
la «reina del baile». Todos los fracs se inclinaban a su
paso, como reverentes subditos.
Muy avanzada ya la noche, se presentó Leczinski.
Acercóse con andar cauteloso, y, al verle, los jóvenes
que hacían la corte a la señorita de Chax se dispersa-
ron, como una nube de palominos a la aparición del
gavilán. Olvidando sus anteriores compromisos, ella le
dio el brazo, y, aunque todavía no era la hora de la cena,
ambos se dirigieron al comedor para instalarse en una
mesita algo apartada. Mirándolos de soslayo desde una
puerta, advertí que la sonrisa se había helado en los labios
de Tea. A su rostro había vuelto la expresión melancóli-
ca y como de doloroso cansancio que tenía a la entrada.
Ella guardaba silencio casi anhelante, mientras la habla-
ba Leczinski, con elocuente animación.
Como la entrevista de la pareja se prolongaba de-
masiado, busqué a Gonzalo Ayala para preguntarle por
qué no invitaba a bailar a Tea...
— ¿A Tea?... — repuso Gonzalo —. La he buscado
244 C. O. BUNGE

en vano por todas partes... Creo que se ha ido del baile


sin despedirse, como la Cenicienta. Pero no he tenido
la felicidad de encontrar, en la escalera, su zapatito de
cristal...
— ¡Estos muchachos del día — repliqué yo, con fin-
gida jovialidad—tienen ojos y no ven!...
El joven se puso pálido y preguntó, no sin cierta
altanería:
— ¿Qué es lo que no veo?...
— A Tea. Me parece que no ha de haberse hecho
invisible, por arte de su compañero...
— ¿Qué compañero? ¿Leczinski?...
— Sí; con él está, aburriéndose en el comedor, y
quizá esperando a que usted se digne ir a sacarla...
— ¡Pues que se espere! Yo tengo otros compromisos.
No obstante esta réplica, harto seca por cierto, Gon-
zalo Ayala, después de dar unas vueltas de vals con una
de sus amigas, se dirigió al comedor. Con trabajo des-
cubrió al fin a la pareja que tan prematuramente se
había retirado a cenar. Sin saludar a Leczinski, pidió
una pieza a Tea. Ella se excusó... Aplazaba el compro-
miso para más tarde; en ese momento estaba cenando...
No escuchó más el pobre Gonzalo Ayala. Salió fu-
rioso y mascullando no sé qué protestas. Poco le faltó
para atropellar a varios danzantes. Pisó la cola de una
señora, le desgarró el vestido y siguió viaje, casi sin dis-
culparse. Aquel buen muchacho, siempre tan tranquilo,
me hizo el efecto de un loco. Cuando pasó a mi lado
le dirigí la palabra, y no me contestó. Fuese derecho al
guardarropa, pidió su sombrero y su sobretodo, y salió
disparado, saltando de dos en dos los peldaños de la es-
calera, sin haberse despedido de los dueños de casa.
VIII

Maldiciendo de muchachas superficiales, de galanes


despechados y de aventureros audaces, regresé a mi home.
Claro es que no pude conciliar el sueño. Al día siguiente
me levanté con la cabeza pesada, y me dirigí a una li-
brería. Pedí obras que tratasen, directa o indirectamente,
de ciencias ocultas. Sonriéndose de mi capricho, el li-
brero me envió a casa hasta una veintena de volúmenes,
todos modernos. Podían clasificarse en dos grupos. Unos
eran tratados eruditos y científicos, y contenían una se-
rie de afirmaciones infundadas para desmostrar que las
tales ciencias ocultas habían sido siempre supersticiones
de visionarios y de neuróticos, o bien productos de la su-
perchería y del charlatanismo. Otros eran insulsos ma-
nuales, principalmente del arte de la adivinación, y sobre
todo del de ganar en la lotería.
Entre aquel fárrago de inepcias tocantes a lo divino
y de vulgaridades tocantes a lo humano, hallé única-
mente un pasaje que me interesara. Era una breve cita,
traída por un tal Foiret, en su Histoire de la magie et de
la sorcellerie. Pertenecía a un libro antiguo para mí des-
conocido: el tratado De rebus occultis, de Curto Curcio,
impreso en Basilea en 1 5 2 7 , según rezaba una nota ( 1 ) .

(1) Cf. P. B. FoiRET, Histoire de la magie et de la sorcellerie,


París, II, pág. 175. La cifra de 1527 estaba equivocada, según
pude comprobar más tarde, pues la edición príncipe del libro de
Curto Curcio databa de 1537.
246 C. O. BUNGE

No sin dificultad ni sin ayuda del diccionario, traduje


esta cita en romance. «Abundan en nuestros tiempos
— decía el bueno de Curto Curcio — hombres que usan
de artes de magia, severamente condenados por todas
las leyes divinas, humanas y naturales. Aunque ocultan
sus procedimientos en la obscuridad de la noche, es fácil
reconocerlos a la luz del día. En efecto, jamás emplean
su poder sobrenatural en perjuicio propio ni en bene-
ficio ajeno, sino, muy al contrario, en beneficio propio
y en perjuicio ajeno. Cuando se ve a un hombre que tiene
una suerte verdaderamente diabólica (fortuna diabólica)
en el amor, en el juego, en los negocios y en todas las
demás cosas de la vida, puede decirse con toda certeza
que es un adepto del demonio (1).»
El consejo que daba a sus lectores el demonólogo del
siglo x v i , me pareció acertadísimo en el siglo x i x . En-
contrábalo muy aplicable a mi caso. ¿No abrigaba yo la
sospecha de que Leczinski poseía un poder sobrenatural?...
Pues bien, si realmente lo poseía, aunque me fuese ve-
dado conocer su modus operandi, no sucedía así con sus
efectos. Todo se reducía a investigar si realmente el
sujeto, por una «suerte diabólica», triunfaba «en el
juego, en el amor, en los duelos, en los negocios y en

(1) El pasaje transcrito rezaba así: Multi homines, in nos-


tris diebus, artibus magicis, quoe ab ómnibus legibus divinis, et
humanis et naturalibus severissime improbantur, operam impen-
dunt. Quamvis nocturnis tenebris sua maleficia dissimulant, eorum
infamia luce meridiana patescit. Reapse es prodigialis facultas
nunquam est Mis damno aut aliis profectui, sed versa vice. Si vi-
deamus, igitur, quemquam fortuna diabólica praeditum in amoris
rebus, in jurgiis, in negotiis, in ómnibus ceteris, eum diaboli sa-
tellitem sine dubio asserere possumus. CuRTUS CuRTXOS, De rebus
occultis, pág. 527 in fine. De advertir es que, en el libro de Foiret,
dice sua maleficium, en vez de sua maleficia. Dado el régimen,
esto debe ser otro error de imprenta, pues el latín de Curto Cur-
cio, aunque nada elegante, parece claro y aun correcto.
LECZINSKI 247

las demás cosas de la vida»... En caso afirmativo, con-


firmaríase mi sospecha, y habría que sacar de cualquier
modo a Tea de las garras de aquel hombre. En caso ne-
gativo, debía yo desechar la hipótesis de ocultismo, sin
oponerme a que Tea se casara con él, puesto que parecía
quererle...
Con este nuevo plan, me puse en campaña o, mejor
dicho, continué la que tenía empeñada. Seguí los pasos
a Leczinski, y, a la verdad, él no parecía fastidiarse con
mi discreta persecución. Muy al contrario, hízome el
efecto de que buscaba mi compañía. Ya por una espe-
cie de pudor, ya para que no advirtiera mis preocupacio-
nes, evité el hablar con él sobre ciencias ocultas. Eramos
como dos amables camaradas. Los compañeros del club
no dejaban de sonreírse al vernos juntos con frecuencia,
pues no ignoraban la ojeriza que yo antes le había de-
mostrado.
Estábamos una tarde tomando té un grupo de amigos,
entre los que se contaba el joven Gonzalo Ayala. Uno
de ellos me lanzó, entre otras pullas, la siguiente:
— Le vi anoche comiendo con Leczinski. Este diablo
ha acabado por conquistarle. Tenga usted cuidado; to-
davía va a hacerle instrumento de sus malas artes y
mañas. Aunque yo estimo bastante a Leczinski, me temo
que posea un funesto poder magnético. Mucho me agrada
departir con él en un salón; pero, francamente, le con-
fieso que no me gustaría encontrarme con él a solas, en
ninguna parte. Temería que me chupase la sangre, como
un vampiro.
Ante esta acometida, contesté, no muy seguro de mí
mismo:
— Si yo fuese una niña bonita, tal vez tuviese el
mismo temor. Pero, conmigo, no hay peligro de ningún
248 C. O. BUNGE

género. Trato a Leczinski con gusto aun mayor del que


tengo en tratar a usted, por aquello de que Dios ha hecho
a los tontos para que nos aburran, y a los picaros, para
que nos diviertan.
Antes de que fuera digerida mi cáustica respuesta,
vimos surgir de pronto al mismísimo Leczinski, sin que
advirtiéramos por dónde entrara.
— Acabo de pillarle in fraganti — me dijo, con su
mejor sonrisa — . Me ha vendido usted, como San Pedro
a Jesús. ¿No me ha llamado usted «picaro»?... La acu-
sación es grave cuando proviene de un amigo y se dirige
a un extranjero sin familia ni antecedentes en el país...
Todos reímos de la correa y pachorra de Leczinski,
menos Gonzalo Ayala. Hosco como un fraile descalzo
y con voz cortante como una daga, refunfuñó este jo-
ven, generalmente amable y campechano:
— El error nuestro consiste en ser demasiado hos-
pitalarios con los aventureros. Deberíamos dejar de lado
a toda esa grey de intrigantes, que usan títulos de pega
y carecen de profesión conocida...
Y Ayala continuó despotricando contra los caballe-
ros de industria. Escuchábamosle con estupor y hasta
con desagrado. Las alusiones injuriosas eran demasiado
claras. Sin rebozo alguno, el joven insultaba ferozmente
a Leczinski.
Temerosos de que allí se produjese un escándalo, cla-
vamos todos la vista en el aludido. No se movía un
músculo de su rostro. Sus labios y sus profundos ojos
negros sonreían siempre, con su habitual expresión de
benevolencia. Dejó así que Gonzalo Ayala, despachándo-
se a su gusto, hablara hasta cansarse. Cuando terminó,
se hizo un silencio glacial, en el que se oía el vuelo de
las moscas. Por fin habló Leczinski, diciendo al hombre
LECZINSKI 249

que le ultrajaba, con su voz más dulce y su gesto más


zalamero:
— Parece que usted se refería a mí, señor Ayala...
Esta nueva salida del impagable extranjero no pudo
menos de hacernos reír otra vez. Su blandura contras-
taba demasiado crudamente con la iracundia de Ayala,
para no provocar más hilaridad que extrañeza.
— Tómelo usted como quiera — repuso Ayala re-
ciamente.
Con su mayor dulzura aun, si es que era posible, Lec-
zinski prosiguió:
— Esto, si usted me lo permite, señor Ayala, parece
una provocación a mi modesta persona...
— Le repito que puede usted tomarlo como quiera.
— Vamos,' Gonzalito — dijo alguien —, ¿qué te ha
hecho Leczinski? Déjale tranquilo...
— Repito que éste es el error de ustedes — replicó
fuera de sí Gonzalito —: dejarle tranquilo. A los indi-
viduos peligrosos hay que alejarlos de la buena sociedad,
para que no la contaminen...
— En fin — interrumpió Leczinski, siempre suaví-
simamente —, el hecho es que usted me está insultando
en público. Ignoro los motivos que tenga para semejante
actitud, y los respeto. Pero le ruego que se fije bien en
lo que ha dicho... En realidad, yo no puedo dejar en pie
sus imputaciones... Espero, pues, de su caballerosidad
que las retire... — Dicho esto, Leczinski agregó, dirigién-
dose a las demás personas presentes —: Me parece que
se trata de una broma que se ha querido darnos. ¿No
es así, señor Ayala?
— ¡No es así! — vociferó el señor Ayala.
Siempre con su increíble sangre fría, sonriente como
si se le cubriera de flores, Leczinski insistió:
250 C. 0. BUNGE

— Sí ha de ser así, amigo mío...


Perdiendo toda mesura, loco de rabia, Gonzalo dio
algunos pasos hacia Leczinski, con la visible intención
de abofetearle... Varios tratamos de detenerle... Pero no
hubo necesidad de tal cosa. Leczinski se puso de pie,
y cambió instantáneamente. Era otro hombre. Parecía
que hubiera envejecido de pronto. Su actitud, tan co-
rrecta antes, era la de una fiera que se agacha para saltar
sobre su presa. Su expresión, hasta entonces benévola
y alegre, se trocó en la más dura y agria que haya ja-
más contemplado un ser humano. Su rostro, con los
músculos como acalambrados, era una horrible máscara
de piedra. Sus labios se contraían en una mueca mortal.
Pero lo más espantable en aquel hórrido conjunto eran
sus ojos, llameantes como los de una serpiente que hip-
notiza a un pajarillo. La cabeza de Medusa ha de haber
sido menos trágica. La mirada del basilisco ha de haber
sido menos fija. La cólera de Satanás ha de haber sido
menos violenta. Leczinski era un espectro, una apari-
ción del otro mundo, un aborto del infierno...
Al mirarle, todos retrocedimos y cada una de nues-
tras bocas exhaló un grito. Creímos que el pobre Gonzalo
Ayala caería fulminado... No fué tanto. Pero es lo cierto
que la mano antes levantada para abofetear a Leczinski,
se doblegó, como por una fuerza invisible. Después, el
joven dio dos pasos atrás, con los ojos fuera de sus ór-
bitas, blanco como un muerto, temblando como un
azogado...
Obtenida esta extraña victoria, Leczinski volvió a
su forma habitual. Enderezó el cuerpo, se rejuveneció,
se sonrió, encendió un cigarro. Entre una bocanada de
humo, que casi nos pareció pestilente, dijo con inusita-
da calma:
LECZINSKI

— Disculpen ustedes este mal momento, que soy el


primero en deplorar. El mismo señor Ayala ha de com-
prender que tengo razón. El caso es que él quiere, ha-
cerme el honor de batirse conmigo. Desgraciadamente,
no puedo ahora rehusar el lance; esto me daría fama de
cobarde, y hasta los porteros del club se reirían de mí.
Mañana, pues, ya que tanto se empeña, le he de dar
gusto. Espero que tenga la bondad de recibir a dos ami-
gos míos; irán a verle a su casa, entre una y dos de la
tarde. No hay más que hablar del asunto.
Gonzalo Ayala musitó sordamente algunas palabras
que nadie pudo oír. Evidentemente, dijo que esperaría
a los padrinos de su contrincante. Después se retiró,
bamboleándose como un ebrio.
Leczinski volvió a sentarse. Ante sus amigos, que
formaban otra vez una rueda, se puso a hablar en la
forma de costumbre. Como guardábamos silencio, im-
presionados por lo que habíamos visto, sostuvo él la con-
versación. Con el encanto natural de su palabra, consiguió
pronto distraernos y hacernos olvidar el angustioso rato
que habíamos pasado. Su serenidad resultaba realmente
portentosa; era el causeur de siempre, amable sin obse-
quiosidad, erudito sin pedantería, gracioso sin esfuerzo.
Todos acabamos por interesarnos en su charla, y hasta
por reír, como si nada hubiera ocurrido. Transcurrido
así algún tiempo, sacó el reloj y nos hizo notar que eran
las cinco, hora en que comenzaba la partida de poker.
A pesar de que yo abomino del naipe, no pude menos
de seguir a Leczinski a la sala de juego. Quería ver con
mis propios ojos cómo se portaba en la partida. Esperaba
que entonces se revelaría la nerviosidad antes tan viril-
mente dominada.
Una vez más, Leczinski defraudó mis cálculos. Ju-
252 C. O. BUNGE

gaba de la manera más-sencilla y, por cierto, con notable


tranquilidad. Tocábanle muy malas cartas; pero él sabía
defenderse con notable prudencia. Por esto perdió sólo
muy moderadamente. En cambio, no obstante ser yo un
verdadero chambón, le gané algunos pesos. Cuando liqui-
damos las pérdidas y ganancias, alguien le dijo, como
para consolarle, la vulgaridad de rúbrica en tales casos:
— Tiene usted mala suerte en el juego, Leczinski.
Esto es indicio de que ha de tenerla buena en el amor.
— ¿Cómo? ¿Cree usted en esa tontería? — repuso
Leczinski— . La suerte viene por rachas y lo abarca todo.
Cuando es mala en el juego, lo es también en el amor.
Se lo digo por experiencia.
IX

Apenas terminada la partida de poker, Leczinski me


llamó aparte. En una salita del club, tuvimos una breve
conversación, no diré a puerta cerrada, pues él la dejó
entreabierta, pero sí a solas.
En tono insinuante, díjome:
— Ya que hasta ahora me ha honrado usted con su
aprecio, voy a pedirle un servicio. Soy un extraño en esta
tierra, y no tengo otro amigo de confianza a quien diri-
girme... Mucho le agradecería que quisiera usted repre-
sentarme ante el señor Ayala, a efecto de que me dé una
satisfacción por la ofensa inferida, o bien una reparación
por medio de las armas. Usted elegirá la persona que ha
de acompañarle. No faltan quienes me verían batirme
con mucha curiosidad; en el hall encontrará usted, por
ejemplo, a Alfredo Olivan, a Esteban Dheza, a Tarfe, al
que usted quiera.
Aunque me esperaba este pedido de parte de Leczinski,
decliné en el primer momento el honor que me hacía.
Tenía por el duelo un desprecio semejante al del bueno
de Juan Jacobo Rousseau; parecíame una farsa ridicula
y sangrienta. No era tampoco un espadachín, ni mucho
menos. Además, me contaba entre los amigos de Gon-
zalo Ayala, con quien me vinculaba una antigua rela-
ción de familia, y hasta un lejano parentesco...
254 C. O. BUNGE

Como si no me hubiera entendido, Leczinski prosi-


guió, impertérrito:
— Soy el ofendido; pero dejo a mi contrario la elec-
ción de armas y demás circunstancias del lance. Cualquier
cosa que se haga, estará bien hecha. Si el señor Ayala da
excusas, pueden aceptarse. Sin embargo, si fuera amigo
suyo, no le aconsejaría de ningún modo que las diera.
En este pueblo se rinde todavía un culto enteramente
español al valor personal. Haría mucho mal a la simpá-
tica personalidad de mi ofensor eludir el encuentro. En
todo caso, podría más Jbien fraguarse un duelo pour la
galerie, con pistolas cargadas con poca pólvora, o con
sable sin punta. Mas no creo que el señor Ayala, con su
ardorosa sangre juvenil, se avenga a semejante cosa. Si
se aviniere, dispongan ustedes lo que crean más conve-
niente para dejar en salvo el honor y la vida de los dos
contendedores... Como le dije, de antemano apruebo lo
que hagan. No quiero oír hablar más del asunto, hasta el
momento de batirnos.
Repetí yo mis excusas, si bien no con mucha firme-
za. Varias razones inclinaban mi ánimo, contra mis con-
vicciones íntimas, a aceptar el padrinazgo... Como para
decidirme, Leczinski me clavó la mirada dura y domina-
dora que tenía en ciertos momentos críticos, y agregó,
con cierta solemnidad:
— Sea sincero conmigo, señor Delcos. Usted tiene un
interés psicológico, diré, en ser uno de los actores de esta
comedia. Se ha formado usted ciertas ideas extrañas sobre
mi persona, y, además, profesa afecto al joven Ayala.
Pues bien, yo le brindo una oportunidad nada digna de
desperdiciarse. Usted podrá observar in situ si poseo real-
mente un poder sobrenatural y, al mismo tiempo, podrá
proteger a mi adversario. ¿Qué más quiere?
LECZINSKI 255

— No hay manera de resistirle, amigo Leczinski — re-


puse, sonriendo —. No sé todavía si posee usted un poder
sobrenatural, como dice; pero sí que tiene una avasalla-
dora y casi inexplicable fuerza de persuasión. Me rindo
ante sus argumentos, y acepto.
Propuse a Alfredo Olivan para que me acompañase, y
Leczinski aprobó mi elección, muy complacido, según
me dijo, por tratarse de un hombre de mundo. Propuse
igualmente un médico para el caso de «ir al terreno».
Pero mi ahijado se encogió de hombros. No era necesa-
rio el médico; bastaba con que el señor Ayala llevase el
suyo...
Esto me disgustó. ¿Hallábase Leczinski tan seguro de
salir ileso? ¿Se creía invulnerable?...
Riéndose de mis temores, repuso al punto el singular
duelista:
— ¿Huelo, por ventura, a azufre?... Tranquilícese,
señol Delcos. No quiero médico, porque abomino de estos
diplomados de las escuelas modernas. En el arte de curar
las heridas estaban mucho más adelantados los antiguos.
Algo he aprendido yo de eso en mis peregrinaciones por
Oriente y en mis viejos libros. Tengo, además, un criado,
Ciprián, a quien usted alguna vez ha de conocer, que es
muy versado en física. Si salgo herido, me curaré con su
ayuda. No obstante, claro es que autorizo a usted para
que lleve, si gusta, hasta media docena de galenos de
levita negra, chistera y antiparras de oro. Esto será muy
decorativo. Sólo me niego a prometerle, y espero que me
disculpe este capricho, a ponerme en sus manos. Los
temo más que al demonio.
Como yo meneara la cabeza, con aire pensativo,
Leczinski añadió:
— El duelo será probablemente a espada, arma que
256 C. O. BUNGE

maneja con maestría mi contrario. Tengo entendido que


ejercita diariamente en la sala de esgrima de este mismo
club. Por mi parte, yo también conozco esa arma. Co-
rreremos, pues, uno y otro, más o menos, el mismo peli-
gro. Pero debo adelantarle, confidencialmente, para ínter
nos, que no tengo deseo alguno de dañar a su amigo. Me
limitaré a .defenderme. Sólo es de temer que él, con su
impetuosidad, se ensarte en mi acero... Yo trataré de
evitarlo; se lo aseguro a usted bajo mi palabra de honor.
— Me alegro que así sea — contesté —, porque Aya-
la es un caballero muy estimable. Usted debe disculpar
su desplante de hoy. Tal vez esté ya arrepentido.
— De todos modos — concluyó Leczinski —, yo no
deseo que él se mate sin querer, y él desea matarme con
toda su alma. ¡Ojalá lo consiguiera! Me prestaría un ser-
vicio inapreciable, que jamás pudieron prestarme ami-
gos ni enemigos.
X

Como el asunto no tenía arreglo posible, concertóse


el duelo. Alfredo Olivan y yo apadrinábamos a Leczins-
ki, y a Gonzalo Ayala, un coronelito de mostachos inso-
lentes y un elegante de uñas charoladas. El lance se efec-
tuaría en una quinta de los alrededores de Buenos Aires.
Sería a sable con punta, filo y contrafilo, y hasta que
uno de los duelistas quedase fuera de combate. El coro-
nelito, a pesar de las instancias de Olivan y mías, no
quiso aceptar condiciones menos peligrosas. El no estaba
para farsas; sus galones, hasta entonces vírgenes del
humo de las batallas, debían alguna vez mancharse con
sangre. De acuerdo con su deber profesional, manifes-
tábase, pues, dispuesto a todo. Para evitar un escándalo
hubo que aceptar tantas pamplinas.
Sólo me mantuve firme en que yo, y no el coronelito,
había de dirigir los asaltos. Tres horas de discusión nos
costó este punto. El militar, según costumbre, era el téc-
nico. Felizmente, en mis mocedades, aun no muy leja-
nas, yo también había sido coronel, aunque de la Guar-
dia Nacional; podía exhibir los despachos del Ministerio
de la Guerra. Ante razón tan contundente, el coronelito
aceptó, mas no sin atusarse los bigotes, con aire indubi-
tablemente feroz.
Habíame dicho Leczinski que no me incomodase en
L A SIRENA. 17
258 C. O. BUNGE

comunicarle las condiciones del lance, ni siquiera el arma


elegida. Bastaría con que le indicara el lugar y la hora
del encuentro. No obstante, me pareció de mi deber, y
así me lo aconsejó Olivan, hacerle una visita para en-
terarle de todos los pormenores.
Previo anuncio por teléfono, me presenté por la tarde
en su casa. Recibióme un sirviente de librea, sin duda
Ciprián, que parecía la caricatura de su amo. Hízome
pasar a la biblioteca, y me dijo, en correcto francés, que
monsieur le prince estaba en aquel momento ocupado y
que tuviese la bondad de esperarle.
— ¿Qué príncipe? — pregunté, sorprendido.
El criado repuso, inclinándose tan reverentemente
como si nombrase al mismísimo zar de todas las Rusias:
.— El príncipe Leczinski —. Y se retiró, con ligerí-
simo paso.
Aficionado como soy a los libros, me puse a curiosear
en la vasta biblioteca, mientras llegaba el dueño de casa.
Vi allí muchos antiquísimos manuscritos en hebreo, en
persa, en griego y en árabe. Encontré también algunos
libros más al alcance de mis conocimientos filológicos.
Entre otros, tomé nota de los siguientes: el De proesti-
giis, de Wierius; el Trinum magicum, impreso anónimo
en Francfort en 1637; * Doemonomantia, de Bodin; el
a

De doemonibus, de Cesado de Heisterbach; el Dionisii


Carihus, impreso en París, en 1551; el Hexameron, el De
resurrectione morluorum y el De deo Socratis, sin nombre
de autor ni pie de imprenta, y algunos más para mí to-
talmente desconocidos. Había asimismo obras más divul-
gadas, como el Tratado de la magia, del médico Haen, y
el de Descremps; la Magia natural, de Porta, y la curio-
sísima Verdadera magia negra, tomada de un manuscri-
to que se decía hallado en Jerusalén, en el sepulcro de
LECZINSKI 259

Salomón, traducido por el mago Iroe-Grego, y publicado


en Roma, en 1650. Púseme a buscar en aquella singula-
rísima biblioteca el tratado De rebus occultis, de Curto
Curcio, cuya existencia conocía por haberlo visto citado
en la Histoire de la magie et de la sorcellerie de Foiret.
Mientras me empeñaba en encontrar este libro, pre-
sentí que alguien estaba detrás. Volvime prontamente y
tropecé con Leczinski. Tomóme él ambas manos con la
mayor afabilidad, me las sacudió como a un viejo amigo
a quien no se ha visto en mucho tiempo y, antes de ofre-
cerme una silla, me dijo:
— Buscaba usted el Curto Curcio; ¿no es cierto? Pues
aquí está.
Y de un estante cuyo contenido total yo antes había
registrado inútilmente, tomó un grueso volumen. Era,
efectivamente, la edición príncipe del tratado De rebus
occultis, impreso en Basilea en 1537 (1). Me lo entregó
abierto, señalando un pasaje con la afilada uña del ín-
dice de la mano derecha.
Claro es que me abochorné, como si me hubiera sor-
prendido en flagrante delito. Leczinski pareció no adver-
tir mi confusión, y me instó a que leyera. Al fijar mis
ojos en el libro, descubrí que el pasaje, marcado al margen
con lápiz rojo, era precisamente el que tanto me llamara
la atención al verlo citado en un libro moderno sobre
ciencias ocultas.
No bien concluí de leer, díjome Leczinski:

(1) Foiret, en su transcripción, como he dicho antes, traía el


año equivocado. Pude igualmente comprobar que, en el libro ori-
ginal, por cierto bien corregido, decía sua maleficia y no sua ma-
leficium. Cf. FoiRET, op. cil., loe. cit. Decididamente, el antiguo
Curto Curcio debió ser mejor latinista que el moderno Foiret, o,
siquiera, que el descuidado corrector de pruebas de la imprenta
que dio a la estampa el libro francés.
2Ó0 C. O. BUNGE

— Como usted habrá notado, se da ahí una regla


para descubrir, en el trato del mundo, a aquellos que
usan y abusan de la magia. Es el precepto is fecit cui
ftrodest, del antiguo y del moderno derecho penal, nunca
olvidado por ninguna policía del mundo. Se ha cometido
un delito y se ignora el autor. En tal caso hay que ave-
riguar a quién aprovecha... Pero la regla de Curto Cur-
cio, aunque excelente, tiene sus excepciones, al menos
en materia de ocultismo.
— ¿Cómo? ¿Es posible que alquien ejerza la magia en
perjuicio propio y beneficio ajeno?
— No me atrevo a decir tanto; sólo puedo afirmar que
el «beneficio propio» no es ni puede ser tan grande como
lo supone ese autor del siglo X V I . . . Sobre esto tendría-
mos mucho que hablar; quizá se lo explique alguna vez.
Pasando a otro tema, Leczinski se disculpó por ha-
berse demorado en salir a recibirme; se estaba vistiendo.
Había llegado tarde de la casa de Rappers, Denis y Com-
pañía, donde le habían aburrido con intrincadísimas cuen-
tas; parecía notorio que aquel negocio no marchaba bien.
Además, él, Leczinski, carecía de vocación para el co-
mercio y la banca. No había ido al club a distraerse, por-
que, en vísperas de un duelo, temía que le mirasen como
a un «bicho raro». No faltaba, sin duda, quien ya antes
le mirara así...
A mi vez, murmuré vagas excusas por haberme per-
mitido registrar la biblioteca y hasta tomar algunas notas.
El repuso galantemente que todos sus libros estaban a mi
disposición. Y, como yo le tratase de «mi querido prín-
cipe», protestó. No me lo permitía, pues carecía de dere-
cho para llevar semejante título. Si lo usaba, podían to-
marle por un farsante. Ciprián tenía la inveterada costum-
bre de dárselo, y él no había conseguido corregirle. Debía
LECZINSKI 261

disculpar al pobre viejo, porque era un servidor leal y


precavido, como ya no se encontraban en el mundo...
Esperaba que el señor Delcos guardara el secreto de esa
tontería sin consecuencias. Precisamente, él no recibía
a sus amigos en su casa, para que no fueran a burlarse
del principado in partibus que le adjudicaba su sir-
viente...
Miré con no disimulada atención a Leczinski. En la
intimidad del mobiliario monacal de su biblioteca, con
su smoking gris obscuro de corte algo pasado de moda,
sin más alhajas que la extraña gema de irisados cambian-
tes que lucía en un anillo, con su aire ingenuo y señoril,
me hizo la impresión de que estaba en presencia de un
príncipe auténtico, de un verdadero «fin de raza». No me
pareció, como de costumbre, un viejo rejuvenecido, sino,
por el contrario, un joven prematuramente aviejado; uno
de esos productos de un antiguo refinamiento étnico que
nacen, puede decirse, como exhaustos, por los esfuerzos
y desgastes nerviosos de una serie de antepasados ilus-
tres. Resultábame ahora, pues, una especie de impostor
al revés, si me es permitido expresarme así. Acaso el
desprecio de las vanidades humanas, después de haber
disfrutado de todas, era parte capitalísima en su aparente
modestia.
Algo de esto debí manifestarle, o, más bien, debió re-
flejarse en mi fisonomía, porque él me dijo:
— Se es príncipe, más que por la sangre, por las con-
venciones sociales. Tengo para mí que la mayor parte de
los hombres distinguidos, si pudieran remontarse muchas
generaciones en su árbol genealógico, acabarían por des-
cubrir que, por alguno de sus innumerables ascendientes,
provienen de magnates. De otro modo no sería explica-
ble su natural señorío. Usted mismo, por ejemplo, señor
2Ó2 C. O. BUNGE

Delcos, revela a las claras, en sus facciones, en su porte,


en la fisonomía de su mano, en la forma de su oreja y,
sobre todo, en sus ideas y sentimientos, que es de altí-
sima alcurnia. Si no me equivoco, entre sus antepasados
se cuenta una princesa incaica, doña Leonor Yupanqui,
y nada menos que el grande y magnánimo don Ramiro,
rey de Aragón.
Efectivamente, entre los papeles de familia, que yo
guardaba en mi caja de hierro, constaba esa ascendencia
gloriosa. Yo la había estudiado por curiosidad de erudi-
to, antes que por ínfulas de vanidoso. Pero había tenido
buen cuidado de no hablar del asunto, ni en mi familia
ni a mis íntimos, para que no se me imputaran preten-
siones nobiliarias en una sociedad constitucionalmente
tan democrática como el medio en que me había toca-
do nacer. ¿De dónde, pues, pudo sacar aquel hombre
omnisciente sus exactas informaciones?...
Como sin percatarse de mi asombro, Leczinski pro-
siguió:
— La nobleza es un fenómeno natural, que debía ser
respetado. Se funda en la ley biológica de la herencia.
Por mucho que quiera la filosofía, que pretenda la envidia
y que reclame el Estado, no ha de poderse destruir jamás
ese hecho científico y universal. Abomino de las decla-
maciones de mi querido amigo Juan Jacobo, como de
todas las mentiras e imposturas humanas...
Aprovechando la ocasión, exclamé:
— ¿Ha sido usted amigo de Juan Jacobo Rousseau,
el genial escritor del siglo X V I I I ? ¿Es posible que le haya
conocido y tratado personalmente?...
Confieso que no me hubiera sorprendido una contes-
tación afirmativa. No hubiera dudado en aquel momento
de la palabra de Leczinski, aunque me asegurase que era
LECZINSKI 263

contemporáneo de Jesús. Así lo decía en otro tiempo el


célebre conde de Cagliostro, y no sin agregar que acon-
sejó al Hijo de Dios se abstuviese de predicaciones, para
no provocar el odio de los judíos...
En vez de semejantes pataratas, Leczinski, después
de sacudir con aire melancólico la ceniza de su cigarrillo
turco, se limitó a decirme:
— Soy viejo, bastante viejo, mucho más de lo que
represento y usted supone... Pero, amigo mío, no hable-
mos de tema tan ingrato como la edad, cuando ha pasado
la primavera de la vida.
Guardé yo un silencio embarazoso, y, al cabo, dije:
— Venía a comunicarle que hemos concertado el due-
lo para mañana, y a enterarle de las condiciones...
— Con lo que acaba de decirme basta, señor Delcos
— me interrumpió Leczinski, en tono que no admitía ré-
plica —; no necesito saber más. Este asunto, como el de
la edad de cada uno, no tiene el menor atractivo. Ya que
estamos solos, y que podemos evitar las triviales conver-
saciones del club, hablemos de cosas más dignas de su
ilustración e inteligencia.
— Lo haría con el mayor gusto — repuse —, pero es
ya la hora de comer. Debo dejarle a usted para que se
ejercite y prepare para mañana...
— Yo no necesito prepararme nunca para nada, señor
Delcos, porque siempre estoy preparado para todo. Pase-
mos al comedor y, mientras estemos en la mesa, gozaré
de su amable compañía y trato. No me prive usted de este
placer, que de bien pocos gozo en la vida.
Dominado por tanta gentileza, no pude menos de
aceptar la invitación. Lo hice apenas con un monosílabo,
pues estaba absorto en mis cavilaciones. Y, sin poderme
contener, pregunté bruscamente a Leczinski:
264 C. O. BUNGE

— ¿Cree usted que la magia pueda cambiar el curso


natural de los hechos?
— Seguramente.
— Si es así, se me ocurre una objeción muy seria.
¿No me manifestó usted, hace algún tiempo, que «todo
lo que va a suceder está de antemano escrito en el libro
de la vida»?...
— Eso le dije, en efecto. Pero me expresé impropia-
mente. El determinismo universal traza solamente las
grandes líneas. Sin modificar el trazado de éstas, la ac-
ción humana, ya usando de medios naturales, ya de los
procedimientos llamados sobrenaturales, puede producir
una serie de modificaciones. La cuestión planteada es
semejante al conflicto entre el libre albedrío y el deter-
minismo. Yo estoy por una solución intermedia. En psi-
cología, como en ciencias ocultas, soy contigentista.
— No le comprendo bien...
— Tal vez me haga comprender mejor con un ejem-
plo. Supongamos que, por causas determinadas, Ayala
deba morir pronto y de muerte violenta. Esto no quiere
decir que yo he de matarle mañana en duelo. Dentro del
determinismo universal, pudiera suceder, pero también
no suceder, si yo me negara a matarle. Pues bien, no
obstante mi resistencia, la predestinación habría de cum-
plirse. ¿Cómo? Cuando más tarde matare otro cualquiera
al señor Ayala. La voluntad humana no deshace las cau-
sas ni evita en obsoluto los efectos; pero es capaz de
modificar a éstos y a aquéllas. Su poder, en general muy
débil, se hace muy eficaz cuando usa de las fuerzas
ocultas de la naturaleza, que sólo por ignorancia se ape-
llidan vulgarmente sobrenaturales.
XI

Sin interrumpir la conversación, pasamos al comedor


y nos sentamos a la mesa. Ciprián, que había trocado su
librea por el frac, nos sirvió, apareciendo y desaparecien-
do sin ser sentido. El menú era sobrio, exquisito y extra-
ño. Componíase de un helado de fruta casi sin azúcar,
de una ligera pasta de pescado, de otra de ave y de un
dulce picante. Acompañábalo un cleary cup de color ópa-
lo. Soy algo entendido en gastronomía, y, sin embargo,
hasta ahora no he podido saber las especies animales y
vegetales con que estaban confeccionados aquellos platos,
ni los vinos con que se había compuesto la bebida; creo
que todo era desconocido para mí. Interrogué al anfitrión,
y me contestó, ambiguamente, que Ciprián era quien
guisaba en su casa, y que en la China había aprendido
el dificilísimo arte de desfigurar todas las comidas... Lo
único que reconocí era el café; pero, a este respecto, debo
también confesar que nunca he probado néctar más aro-
mático, ni espero volver a probar...
Durante la comida, y después, mientras fumábamos
un voluptuoso tabaco egipcio, Leczinski disertó sobre cien-
cias ocultas. Ante mi imaginación deslumbrada hizo des-
filar profetas y taumaturgos, como Moisés, Daniel y
Zoroastro; reyes y emperadores, como Salomón, Juliano
el Apóstata, Arún-al-Raschild, Recesvinto y don Alfonso
el Sabio; magnates y guerreros, como el marqués de Ville-
266 C. O. BUNGE

na y el mariscal Gilíes de Retz; filósofos y maestros, como


Sócrates, Averroes, Raimundo Lulio, Pascal y Malle-
branche; sabios y físicos, como Avicena y Claudio Ber-
nard; matemáticos y metafísicos, como Arquímedes y
Pitágoras; hechiceros y charlatanes, como Merlín, Cam-
panella y Cagliostro; astrólogos y alquimistas, como Juan
Gautier, barón de Plumerolles y Florente de Williers;
médiums y evocadores, como la Eusapia Palladino y el
Sar Péladan; poetas y artistas, como Alberto Durero,
Shakespeare, Calderón de la Barca, Lope de Vega y
Goethe, y otros muchos hombres, todos maravillosos.
Nombró igualmente, suponiéndolos personajes de carne
y hueso, algunos seres que yo reputaba creaciones de la
imaginación humana, como el rey Artus, el caballero
andante Amadís de Gaula y el doctor Fausto. Citó a los
faquires y teósofos de la India, a los magos de Caldea, a
los brujos de Persia, a los sacerdotes de Egipto, a los au-
gures y arúspices de Roma, a los druidas de las Galias,
a los inquisidores de Italia, de España y de Francia, a los
sanguinarios oficiantes de Fenicia, de Cartago y de Mé-
xico, y, en fin, a todos los mortales que más directamente
trataron con las divinidades inmortales.
Su palabra era como una fuente luminosa. Hablaba
en un castellano a veces sabrosamente arcaico, y con tal
volubilidad, gracia y conocimiento de la materia, que yo
no me cansaba ni me hubiera cansado nunca de escu-
charle. No transcribo aquí su conversación, aunque la
tengo grabada en la memoria como con letras de fuego,
porque habría para llenar un volumen. Además, se tra-
taba de un asunto científico, impropio de una simple na-
rración literaria como la presente. Tal vez componga más
tarde, con todos esos elementos, un libro de alta metafí-
sica, no dedicado al vulgo, sino a los filósofos.
LECZINSKI 267

Pasaron así las horas sin que yo las sintiera. Cuando


Leczinski me anunció que ya habían dado las dos de la
mañana y que debía retirarme a dormir para ser pun-
tual al día siguiente, hubiera sufrido una nueva sorpresa,
si no me hubiera parecido ya todo lógico y natural, como
en los sueños. Con gran sentimiento tuve, pues, que des-
pedirme y marchar a mi casa.
Sólo en el instante de acostarme, dime cuenta de que,
con la larga conversación, me había olvidado de decir a
mi ahijado el sitio y la hora en que debía verificarse el
duelo. Traté de hablarle por teléfono; pero la oficina me
informó que el aparato de Leczinski no respondía. Muy
fastidiado, volví a su casa en un automóvil de alquiler.
La puerta estaba cerrada. En vano llamé largo rato; nadie
salió a abrirme. Con esto me pareció que había hecho lo
posible para cumplir mi deber, y me retiré definitivamen-
te. Tenía el presentimiento de que Leczinski no faltaría.
Grande esfuerzo de voluntad me costó dormirme. Tuve
un sueño agitado, una verdadera pesadilla. Veía a un
mago que al mismo tiempo representaba a Zoroastro y
a Leczinski. Cubríale una túnica negra, bordada de dra-
gones de oro. En la cabeza llevaba una mitra roja, cua-
jada de estrellas multicolores. Agitando una varita lumi-
nosa que llevaba en una mano, y tendiendo la otra, con
los dedos abiertos, daba vueltas alrededor de mi cama.
Parecía envolverme en una red de hilos invisibles. Poco
a poco se fué convirtiendo en una araña gigantesca y yo
en una mosca... Cuando fué a aplicarme la ávida boca
en el pecho, di un grito y desperté... Era ya de día. Ape-
nas tenía tiempo para vestirme y acudir a la «cita de
honor».
XII

Con algunos minutos de retraso, llegué al sitio de-


signado. Ya estaban allí todos esperándome. No me
causó la menor admiración encontrar a Leczinski. Sin
embargo, me disculpé por mi imperdonable olvido de
la noche anterior, explicándole que después le llamé en
vano por teléfono y fui a su casa... ¿Cómo había podido
ser tan puntual?
El contestó que probablemente le había comunicado
esos datos. Debería yo de estar algo trascordado...
Mientras los duelistas se aligeraban de ropa, para
quedar con el busto desnudo hasta la cintura, y mientras
los padrinos inspeccionábamos las armas, Olivan me
susurró al oído:
— Aquí va a pasar algo extraordinario.
— ¿Lo teme usted? — pregunté yo sonriendo —.
Pues, por mi parte, estoy tranquilo. Tengo la seguridad
de que nuestro ahijado ha de portarse bien.
— ¡Con tal que no se porte demasiado bien!...
Después de saludarse gallardamente con los aceros,
pusiéronse en guardia los dos adversarios. Ayala atacaba
con la impetuosidad de un toro embravecido, y Lec-
zinski se defendía con la cautela de un hombre. La es-
grima del uno era notable por su fuerza y pasión; la del
otro, por su sobriedad y elegancia. La emoción del com-
bate nos tenía, a los pocos espectadores, suspensos y
maravillados. Mentalmente, repetía yo la frase que antes
LECZINSKI 269

me dijera Olivan. Sin duda, allí iba a pasar algo extra-


ordinario...
El primer asalto terminó en un formidable cuerpo
a cuerpo. El segundo se suspendió por su extrema du-
ración. En el tercero, Leczinski, al atajar una estocada
a fondo, hirió a su contrario en el brazo de derecho. La
incisión era algo profunda, y los cuatro padrinos, in-
cluso el coronelito, opinamos que debíamos dar por ter-
minado el lance y por satisfecho el honor. No obstante
quedar en condición algo desventajosa, Ayala insistió
con vehemencia en que había de proseguirse el combate,
dada la forma en que se había concertado, y nos forzó
a acceder a su empeño.
Sucediéronse después una serie de asaltos. Al sexto
o séptimo, perdí la cuenta. La verdad era que ambos
campeones parecían alentados por un soplo sobrehu-
mano. Los testigos llegamos a sudar y a jadear tanto
como los mismos duelistas. Aquello nos causaba una
impresión hasta físicamente dolorosa.
Conforme se sucedían los asaltos, era evidente que
Ayala se iba cansando. En cambio, Leczinski parecía
tan fresco como si acabase de presentarse en una sala
de armas. Su notable superioridad debía triunfar, de
un momento a otro. Sin embargo, no podía ya dudarse
que él no deseaba matar a Ayala; se limitaba a defen-
derse. Por su destreza y seguridad, así como por la ira
del contrincante, diríase un arcángel batiéndose con un
demonio.
Cuando Ayala comenzó a desmayar y sus músculos
se aflojaban, Leczinski, como un maestro de esgrima a
un discípulo sobresaliente, comenzó a animarle con mi-
radas y hasta con gritos y palabras. Una vez que le hizo
caer el arma, él mismo la recogió del suelo, diciéndole:
270 C. 0. BUNGE

— Vamos, amigo. Ha llegado el momento de que esto


termine.
En cuanto se reanudó la lucha, el mismo Leczinski
avanzó el busto descubierto, para que el contrario le hi-
riese. Aprovechando aquel instante, como de descuido
intencional, Ayala le hundió la espada en el pecho. El
mismo ímpetu de la estocada, salvó al extranjero de
que le atravesase el corazón. Al rozar con una costilla
del lado derecho, el arma se quebró, con un ruido seco.
Bamboleóse el herido, y sus padrinos y médico corrimos
a sostenerle. Pero inmediatamente se rehizo, y nos re-
chazó con gesto enérgico; no permitiendo que nadie le
tocara, se dejó el trozo de acero clavado en las carnes.
En cambio, hubo que tomar a Ayala de la cintura. Había
soltado el puño de la espada, y parecía que iba a perder
el conocimiento...
Entonces fué cuando ocurrió ese algo extraordina-
rio que instintivamente esperábamos Olivan y yo. Sin
dar tiempo a que interviniéramos, Leczinski, con paso
firme, aunque chorreando sangre hasta el suelo, se ade-
lantó hacia Ayala, le tendió la mano y le dijo:
— Le felicito, señor Ayala, por su valor y destreza.
Puede darse usted por satisfecho. Preciso es que no me
guarde rencor y que nos reconciliemos, para que no acabe
este duelo como los lances de las novelas cursis. Déme
la mano.
Ayala hizo con la cabeza elocuente gesto de negati-
va. Leczinski insistió, siempre con el mismo resultado...
Este desaire pareció transformar al hombre, como cuando
se le injurió en el Sporting Club; el ángel se convirtió
otra vez en demonio. No hallo términos en el mezquino
idioma humano para expresar el aspecto de ferocidad
infinita que tenía aquel hombre, cuyos ojos parecían
LECZINSKI 271

echar llamas y cuyas manos amenazaban como garras...


Involuntariamente, también retrocedimos todos los cir-
cunstantes, menos Ayala... Este, como desorbitado, como
un sonámbulo, avanzó un paso hacia Leczinski, y le
tendió la mano que antes le negaba... Así se produjo la
reconciliación.
Después, Leczinski volvió a rechazar al médico, esta
vez casi de viva fuerza. Dijo que su herida era una ni-
miedad, y que se curaría solo en su casa. Con sus pro-
pias manos se arrancó el trozo de acero que aún tenía
clavado en el pecho, y me lo entregó, diciéndome con
irónica sonrisa:
— Guárdelo usted, señor Delcos, como recuerdo de
este día memorable.
Dicho esto, nos saludó y dio las gracias a todos, como
si nada hubiera sucedido. Vistióse con la ayuda de Ci-
prián, a quien había llevado al duelo, y, sin escuchar
las protestas y hasta imprecaciones del médico, desapa-
reció en su automóvil.
Mientras regresábamos, dejé entrever a Olivan el
concepto que me estaba formando de Leczinski. No sería
difícil que practicase el ocultismo. Parecíame un sujeto
asaz extraño...
Aunque tan conversador siempre, mi compañero me
escuchó en silencio y con extrema atención. Cuando ter-
miné, se limitó a darme el siguiente consejo:
— Leczinski es sin duda un agradable camarada de
club; pero, como amigo íntimo, puede ser realmente pe-
ligroso... Si usted le sigue frecuentando con asiduidad
(permítame que se lo diga), corre el riesgo de ir a parar
a un manicomio... No olvide usted que, según el refrán,
«un loco hace ciento».
XIII

A los pocos días, recibióme Leczinski. Estaba ya


convaleciente, tendido en una chaise-longue, en su apo-
sento. Desde que entré me llamó sobremanera la aten-
ción un magnífico cuadro al óleo, que, como único
adorno, embellecía la estancia, colgado sobre la cabece-
ra del lecho. Era el retrato de una mujer, del tiempo
de la Pompadour. Apenas saludé al dueño de casa, me
puse a contemplar extasiado la obra maestra. Sin duda,
yo conocía mucho aquel rostro gracioso y expresivo...
Pregunté a quién representaba, y Leczinski repuso ne-
gligentemente que no lo sabía...
Al notar que el retrato ostentaba con orgullo, en
un ángulo, un escudo ducal de innumerables cuarteles,
dije a Leczinski:
— Esas armas, ¿son las suyas?
— ¿Las mías? — contestó mi interlocutor, riéndose
a carcajadas —. No; creo que son de la casa de La Ro-
chefoucault, o algo parecido...
— El retrato será un recuerdo de familia...
— Nada de eso. Es un recuerdo personal, muy per-
sonal, que guardaré mientras me reste un soplo de vida...
—protestó con voz algo turbia—. Aunque no lleva firma,
es de uno de los más grandes pintores del siglo x v n i . . .
Sin poder apartar de aquel retrato mi anhelosa mi-
rada, exclamé:
LECZINSKI 273

— ¡Yo conozco a esa dama!


— Es imposible, señor Delcos, a no ser que haya go-
zado usted algún tiempo de las delicias de Versalles y
del Petü Trianón, en la corte de Luis XV...
Me retiré para mirar mejor el cuadro, y me volví a
acercar... Al cabo dije, no sin darme una palmada en la
frente:
— ¡Pero si es Tea Chax! ¿Quién hubiera podido re-
conocerla, con ese traje, ese lunarcillo pintado y esa
peluca blanca?...
— Se tratará de una ligera semejanza, que yo no ha-
bía advertido...
— ¿Cómo de una ligera semejanza? ¡Si salta a la
vista que es absolutamente igual!...
Con no disimulada impaciencia, Leczinski trató de
cambiar de conversación. El estaría muy pronto comple-
tamente restablecido, gracias a los cuidados de su fámulo.
Proyectaba ir pronto a la casa de Rappers, Denis y Com-
pañía. Abrigaba el temor de que iba a perder, definitiva-
mente, el capital aportado...
Tuve la indiscreción de volver a hablar del retrato.
Perdiendo entonces algo de su habitual dominio sobre
sí mismo, Leczinski me rogó que hablásemos de cualquie-
ra otra cosa, por ejemplo, de ciencias ocultas. ¿Me in-
teresaba todavía el tema?...
Como el tema, efectivamente, me interesaba toda-
vía, lo traté sin más preámbulos. Conversamos largo
y tendido, como en mi anterior visita. Durante el curso
de nuestra amistosa plática, no pude menos de confe-
sar a Leczinski las sospechas que había tenido a su
respecto. Había llegado a creerle mago, faquir, demo-
nólogo o cosa parecida. Pero ya me había desengañado...
— ¿Por qué? — preguntó Leczinski, con voz silbante.
L A SIRENA. 18
274 C. O. BUNGE

— Porque si usted utilizara esos medios en la lucha


por la vida, lo haría en beneficio propio y perjuicio ajeno,
según la lógica observación de Curto Curcio. El hecho
es que parece ocurrir todo lo contrario. Usted juega, y
por lo general pierde, favoreciendo a sus compañeros de
juego. Usted se mete en negocios, y su capital y trabajo
aprovechan sólo a sus asociados, o bien a los acreedores
de éstos. Usted se bate en duelo, y resulta herido. Usted
pretende a una mujer, al menos así lo aseguran las malas
lenguas...
— Y mis pretensiones han favorecido a mi rival — in-
terrumpió Leczinski —. No le quepa a usted la menor
duda. Tea ha de comprometerse uno de estos días con
Gonzalo Ayala, si es que no se ha comprometido ya.
— Eso representaría un dato más, para añadir a los
muchos que tengo recogidos. Aplicando, pues, la regla
del cui -prodest del antiguo y del moderno derecho pe-
nal, llego a la conclusión de que usted no practica la
magia.
— Pues usted se equivoca, amigo mío; la practico
y la he practicado siempre.
Creyendo haber entendido mal, pregunté:
— ¿Qué dice usted, señor Leczinski?
— Lo que usted oye, señor Delcos. Yo practico y he
practicado siempre las artes de magia. Cierto es que no
trato de perjudicar al prójimo; pero tampoco me perju-
dico nunca a mí mismo, al menos en definitiva. No tengo
reparo en confesarlo. Ya no se quema públicamente a
los brujos, como en otros épocas. Además, no creo que
he de permanecer mucho tiempo aquí, en Buenos Aires.
Muy pronto, en cuanto haya arreglado mis asuntos co-
merciales y no se hable más de mi duelo, me largaré a
Calcuta, o a Estocolmo, o a Boston; yo mismo no sé
LECZINSKI 275

todavía adonde me iré a distraerme de mi inacabable


tedium vitae.
Quedé perplejo, boquiabierto. Mis anteriores sospe-
chas se confirmaban. ¡Yo estaba delante de un verda-
dero brujo, aunque moderno y casi bonachón!...
— Soy, pues— continuó Leczinski, sonriendo—, uno
de los pocos sabios que existen hoy en el mundo. Porque
la magia es la más alta y potente sabiduría; sépalo usted.
Tuvo innumerables adeptos en la antigüedad y en la
Edad Media. Todavía florece, aunque de manera harto
decadente, en los pueblos orientales, sobre todo en la
India, donde se cultiva el faquirismo. En los pueblos oc-
cidentales alcanzó gran auge, hasta que la Iglesia se
puso a perseguirla, y extinguió en la hoguera, no sólo
a sus adeptos, sino también su literatura, sus aparatos
y sus laboratorios.
— Acepto todo eso — repuse—. Pero si usted usa
de poderosas fuerzas naturales, ¿por qué no triunfa
siempre? ¿Por qué sufre derrotas y sinsabores, como los
demás hombres?
— Se lo explicaré a usted. Escúcheme atentamente,
porque voy a darle una excelente lección de psicología
y de mundología. Los magos, nigromantes y demás han
procedido generalmente de una manera ingenua, de-
masiado optimista. Codiciosos de placeres, han creído
que podrían procurárselos infinitos. Por ese camino han
evitado todas las derrotas y sinsabores, como usted dice.
Pero ¿han llegado acaso a gozar de una felicidad ab-
soluta? Lejos de esto, su existencia ha sido, por lo común,
de las más desgraciadas.
— ¿Cómo así?
— El hombre no aprecia el placer sino por el con-
traste del dolor. Para que el hombre goce, es menester
276 C. O. BUNGE

que también padezca. No conoceríamos la luz si no


existiera la obscuridad... Ahora bien, los magos, aunque
posean poderes extraordinarios, son hombres, más o
menos, como todos los demás. Aspirando imprudentemen-
te a una vida sin dolores, acaban por ignorar los place-
res; de ahí que arrastren la más triste existencia. Su
aparente brillo encubre la miserable realidad. Y lo peor
es que, sintiéndose desgraciados, se hacen casi siempre
perversos... Yo, hombre moderno, con un poco más de
penetración y de experiencia, sin pedir lo imposible y
contraproducente, me he contentado con una áurea me-
diocritas. Sufro, pues, mis reveses y contrastes.
— En tal caso, ¿qué ventaja le reporta a usted la sa-
biduría?
— La ventaja de que, poniendo en la balanza de la
felicidad lo bueno y lo malo de la existencia, siempre
me queda un exceso favorable, mucho mayor del que
goza el común de los mortales. Esto me permite, a di-
ferencia de mis colegas, el lujo de ser bueno.
Iba obscureciendo. Al escuchar a Leczinski, yo sen-
tía, sin saber por qué, una especie de conmiseración
vaga, difusa. Creció este sentimiento claramente cuando
agregó mi extraño amigo, en un tono de hondísima pe-
sadumbre:
— No obstante mi prudencia, también yo me equi-
voqué en un punto. Obligué a las Fuerzas Ocultas de la
naturaleza, o espíritus, o demonios, como quiera lla-
márselas, a que me concedieran irrevocablemente de-
susada longevidad. Como le dije antes, he vivido mu-
chos, muchísimos años; tengo una edad que parecería
fabulosa. Pero sólo fui feliz durante la primera parte de
mi existencia. En aquel tiempo, el duque de Saint-Simon,
con su habitual perspicacia, aseguró un día no haber co-
LECZINSKI 277

nocido más que un hombre digno de envidia. No era su


rey, ni su jardinero: era yo. Más tarde, mi dicha se en-
turbió para siempre. He conocido todos los placeres hu-
manos. Hoy me siento completamente Masé, porque ya
no hay para mí nada nuevo en el mundo. Además, como
he conservado siempre el corazón joven, he visto enve-
jecer y morir a todos los que he querido, y, si me apura,
diré que hasta a mi misma patria. Hallóme solo sobre
la tierra, sin más compañía que la de mi fidelísimo
Ciprián.
— ¿Por qué no ha aprovechado usted su larguísima
vida para cultivar a fondo algún arte o ciencia, fuera
del ocultismo, y adquirir así, sirviendo a la humanidad,
gloria imperecedera?
— ¿Y de dónde ha sacado usted — me replicó viva-
mente Leczinski—que yo no haya producido nada? Sé-
pase, amigo Delcos, que hubo un tiempo, por cierto de
lucha y de sangre, en que me sacrifiqué afanoso por el
bien general. Fui temido y aclamado por las multitudes.
Las circunstancias de aquella época aciaga me obliga-
ron a actuar con un nombre que no era el mío, y con él
he pasado a la historia. A usted, como a todo hombre
culto, le han enseñado en la escuela a respetar este nom-
bre... Pues bien, la gloria me dejó un sabor acre. Era
una vanidad más cara y no más provechosa que las
otras.
— Tal vez hubiera podido usted prestar un servicio
a la civilización, ilustrándola sobre las ciencias ocultas...
Al escuchar esta frase, que yo pronunciara tímida-
mente, Leczinski soltó la carcajada más amarga que
jamás hirió mis oídos...
— Las ciencias ocultas — repuso después — son ge-
neralmente dañinas a quienes las profesan. Usted ve
278 C. O. BUNGE

que a mí mismo no me han producido una felicidad muy


duradera. Si se divulgasen en el libro y en la cátedra, la
lucha por la vida se haría horriblemente cruel. Dispo-
niendo todos los hombres de medios decisivos para de-
fenderse y para atacar, la Tierra se convertiría en un
infierno.
Como había anochecido, Ciprián entró a encender
las luces, no sin pedir reverentemente permiso a mon-
sieur le prince. Al mismo tiempo llevaba, en una bandeja
de labrada plata, un refresco delicioso y, por supuesto,
para mí desconocido. Cuando se retiraba, me miró tor-
vamente, con marcada desconfianza, casi con protesta.
Después, díjome Leczinski:
— Mi pobre Ciprián es, fuera de mí, el único hom-
bre de mi tiempo que vive todavía. Debe esto a mis artes.
Como en el fondo es un rústico, no ha perdido aún el
temor que tuvo antes a la hoguera en que se achicharra-
ban los brujos. Ha advertido que yo hablaba confiden-
cialmente, y teme que usted me traicione, denuncián-
dome a los tribunales eclesiásticos. Para calmarle le
diré luego que usted me guardará el secreto, siquiera
hasta que me haya alejado de esta simpática tierra.
Prometí a Leczinski guardar la reserva del caso, y,
compadeciendo su pena de vivir como indefinidamente,
le pregunté hasta cuándo iba a arrastrar su existencia
por el mundo...
— No soy inmortal — me contestó —, porque esto
sería absolutamente imposible a mi naturaleza de hom-
bre. Mi longevidad ha de tener un término. Por de pronto,
acabo de experimentar una gran alegría. He notado que
comienzo a envejecer, lo que es comenzar a morir. Ayer
me he descubierto las primeras canas, y este descubri-
miento, que siempre desconsuela, a mí me ha consolado.
LECZINSKI 279

He vuelto a ser feliz, como cuando trataba al duque de


Saint-Simon, y a la muy hermosa y alta señora que usted
ve en aquel retrato. No he querido decirle una palabra
sobre ella, para no revivir un pasado que no ha de vol-
ver, y también para que usted no me vea llorar como
un niño.
XIV

Tuve necesidad de trasladarme a mi estancia, con el


objeto de vigilar las faenas rurales. Además, me conve-
nía alejarme por algún tiempo de Buenos Aires, pues mi
sistema nervioso se hallaba quebrantado. Para que fuese
completo mi aislamiento en el campo, ordené que no
se me enviara la correspondencia. Pasé así unas cuatro
o cinco semanas, entregado por completo a una vida
casi rústica.
Volví a la ciudad con vivísimo deseo de ver a Lec-
zinski. Cavilando sobre su suerte, había llegado a co-
brarle afecto. Parecíame ahora un caballero intachable
y casi un hombre superior. Como le creía muy capaz de
hacer feliz a una mujer, resolví, no sólo dejar de opo-
nerme a su casamiento con Tea, sino hasta ayudarle, si
la oportunidad se presentaba.
La oportunidad no se presentó. Más aún, se hizo im-
posible. En efecto, entre la correspondencia detenida
en mi casa, hallé un precioso cofrecito de plata cincela-
da, con una miniatura de la Pompadour en la tapa, y
sus armas; debía de haberle pertenecido. Dentro había
una tarjeta que llevaba elegantemente litografiado el
apellido «Leczinski», sin nombre alguno de pila, ni tí-
LECZINSKI

tulo nobiliario, ni dirección. Sólo tenía al pie, ligeramen-


te escritas con lápiz, las letras ft. fi. c., que, en el argot
mundano, significan una despedida: pour prendre congé.
Era, pues, evidente que mi amigo se había ido de Buenos
Aires, como sus homónimos se fueron antes de San Pe-
tersburgo y de Berlín, según me dijeron el ministro de
Rusia y el secretario de la legación alemana. Aunque
yo me temía eso, la verdad es que la noticia me produjo
honda tristeza. Casi me sentí irritado, como si Leczinski,
al marcharse, me hubiera ofendido personalmente, no
obstante el regio souvenir con que me obsequiaba.
De Tea, hallé una carta. En forma cariñosísima me
reprendía por no haber ido a su casa en tanto tiempo, y
me comunicaba que se había comprometido con «mi
amigo» Gonzalo Ayala. Esto último me fastidió y me
hizo renegar de las mujeres, una vez más. Si iba a aca-
bar aceptando a su antiguo pretendiente, ¿por qué le
alejó antes y aceptó los galanteos de Leczinski?... De-
cididamente, aquella chica encantadora, hija de Eva
como cualquier otra, no se había portado del todo bien...
Punto menos que refunfuñando fui a llevarle mis
felicitaciones. Estaba allí el novio, y ambos me recibie-
ron con un abrazo. No obstante, llamé aparte a Tea, y
le eché en cara su coquetería...
— Mira, padrino rezongón — me dijo ella. — De
nada tienes que acusarme. Si di pábulo a las esperanzas
de tu Leczinski, fué para que Gonzalito se decidiera...
— Eso no es verdad, porque tu Gonzalito estaba ya
harto decidido... ¡Lo cierto es que Leczinski te atraía!
Haciendo un gesto como si fuera a llorar, Tea me
dijo, casi al oído:
— Pues bien, sí... Lo confieso... A pesar de que yo
estaba por Gonzalo, aquel hombre me atraía. Le tenía
282 C. O. BUNGE

miedo; pero me atraía... Es que, según creo, el odio


atrae como el amor.
— Pero ¿qué razón podías tener tú para odiarle, mu-
chachita inconsciente?
— Le odiaba como por instinto, y los hechos me die-
ron la razón. Aquel hombre quería matar a mi novio,
y le hubiera muerto, si Gonzalo no hubiera sido un ma-
tamoros... Usted bien lo sabe.
Iba yo a replicar que no lo sabía, que había pasado
todo lo contrario, y mil cosas más; pero me contuve.
No había motivo para amargar a la pobre niña aquel
momento de felicidad. Preferí tomar el sombrero, y es-
caparme, con visible malhumor, casi sin saludar a nadie.
Mientras bajaba las escaleras, oí que Ayala decía a
su novia:
— ¿ Qué mala mosca ha picado al señor Delcos? Cual-
quiera diría que está celoso de mí...
Fuíme al club y pregunté por Leczinski. Todos me
dijeron que había desaparecido de Buenos Aires, miste-
riosamente. Según unos, debió ser llevado por la poli-
cía; según otros, por el diablo. Los antiguos camaradas
del extranjero no se acordaban ya de él, más que para
zaherirle con sus burlas y suposiciones. Pensé entonces
que la presencia de Leczinski había tenido probablemen-
te un gran poder de atracción; de otro modo me resul-
taba incomprensible que los amigos, apenas dejaran de
verle, dejaran de apreciarle. Claro es que tomé con calor
la defensa del ausente; pero nadie me hizo caso. La en-
vidia, antes contenida, se desbordaba ahora.
Pasé al comedor, con Alfredo Olivan. Durante la co-
mida le manifesté lo mucho que lamentaba la marcha
de Leczinski. Probablemente, ya no volvería a verle...
Olivan me dijo bromeando:
LECZINSKI 283

— Ha de verle usted cuando nos encontremos todos


en el valle de Josafat...
— Lo malo — balbucí — es que no creo en la im-
mortalidad del alma...
Olivan, que no carecía de ilustración ni de inteligen-
cia, me replicó, como para consolarme:
— Pero, por lo menos, creerá usted en la indestruc-
tibilidad de la materia y de la fuerza. Nada se pierde y
todo se transforma... Ahora bien, por muchos que sean
los átomos de substancia y las formas de la energía
que existen en el universo, no debemos pensar que re-
presenten un número infinito. Todas las combinaciones
posibles, aunque sumen una cantidad inconmensurable,
inconcebible, son limitadas. Por tanto, una vez que se
hayan agotado, comenzarán a repetirse. De ahí que,
después de millones de millones de siglos, pueda resultar
reproducida la combinación universal de estos últimos
tiempos. Entonces volverá usted a encontrarse con Lec-
zinski.
Hubiera podido refutar a Olivan, en serio, con las
teorías modernas sobre la destructibilidad de la materia
y aun de la energía. No lo hice, porque me sentía dema-
siado triste para discutir con un esprit fort, y fijé distraí-
do los ojos en el menú. Instintivamente, mi mirada buscó
el hachich a la Leczinski... Ya no existía tal cosa. El cor-
don bleu del club, ciudadano de buen sentido, había qui-
tado al plato el nombre con que antes le bautizara, para
llamarlo hachich a la japonaise. Leczinski no estaba ya
de moda, y, en cambio, lo estaba el país de los crisante-
mos y de las geishas.
Í N D I C E

Faginas.

LA SIRENA (TRÍPTICO) i

I. La aparición de la Sirena 7
II. La pesca de la Sirena 16
III. La fuga de la Sirena. 26

EL PERRO INTERIOR (CARTA DE UN HOMBRE DE CIEN-

CIA) ..., 35

I. Atisbos 37
II. Materialización 44
III. Supervivencia 55

VIAJE A TRAVÉS DE LA ESTIRPE 59

I. Teresa 61
II. El voto de Teresa 67
III. Darwin 71
IV. La génesis 77
V. Las primeras especies 82
VI. Adelante 88
VII. El hombre mono 93
VIII. El hombre primitivo 98
IX. El hombre salvaje 104
X. El hombre civilizado 108
286 ÍNDICE
Páginas.

EL ULTIMO SANDOVAL 113


LA MADRINA DE LITA 151
ALMAS Y ROSTROS 179
FESADILLA GROTESCA (Impresiones de veinticuatro
horas de fiebre) 191
LECZINSKI 213
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