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Publicado en Otra Parte. Revista de letras y artes.

Diponible: http://www.revistaotraparte.com

Arte festivo
Hal Foster

Proyectos abiertos de tiempos y configuraciones variables, híbridos de arte y otras


prácticas comunitarias, interlocución activa con los participantes, nuevas formas de
sociabilidad y discursividad parecen ser algunos de los rasgos comunes de mucho arte
actual, caracterizado por el crítico francés Nicolas Bourriaud en términos de “estética
relacional” o arte de “post producción”. A la confrontación polémica entre Bourriaud y
la crítica inglesa Claire Bishop sobre este giro distintivo del arte contemporáneo (Otra
parte 5), se suman en este número dos nuevas perspectivas críticas. A partir de un
amplio catálogo de obras y proyectos recientes, el historiador del arte norteamericano
Hal Foster y el crítico argentino Reinaldo Laddaga investigan posibles genealogías,
presupuestos estéticos y la cada vez más notoria distancia de esta nueva cultura
artística respecto del arte de la modernidad.
Hal Foster
Durante la última década, en las galerías de arte, uno podría haberse topado con una
de las siguientes cosas: una habitación vacía, a no ser por una pila de hojas de papel
idénticas –blancas, azul cielo, o con imágenes impresas de una cama deshecha o
pájaros en vuelo– o una parva de caramelos idénticos envueltos en papel metálico de
color brillante, todos, las hojas de papel y los caramelos, para servirse a voluntad. O
un ambiente con muebles de oficina amontonados en el espacio de la muestra y un
par de ollas con comida Thai, para consumo libre de los visitantes que se paseaban
desorientados, comiendo y conversando en el lugar. O un conjunto disperso de
carteleras con anuncios, tableros de dibujo y plataformas de discusión, cubiertos con
información sobre algún personaje famoso del pasado (Erasmus Darwin o Robert
McNamara), como si se desarrollara allí el guión de un documental, o como si acabara
de finalizar un seminario de historia. O, finalmente, un quiosco improvisado con

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plástico y aglomerado, repleto de imágenes y textos dedicados a un artista, escritor o
filósofo (Léger, Carver o Deleuze), a modo de estudio-templo casero.
Obras como estas –a mitad de camino entre la instalación pública,
la performance sombría y el archivo privado– se encuentran también fuera de las
galerías, lo que las vuelve más indescifrables en términos estéticos. Señalan, sin
embargo, un giro distintivo del arte reciente. En los dos primeros ejemplos –obras de
Félix González-Torres y Rirkrit Tiravanija– hay en juego una idea del arte como
ofrenda efímera o regalo precario (por oposición a la escultura o la pintura acreditada);
en los dos ejemplos restantes (obras de Liam Gillick y Thomas Hirschhorn), una idea
del arte como investigación informal de una figura o evento de la historia, la política, la
ficción o la filosofía.Y aunque se podría establecer cierta filiación teórica para cada uno
de estos tipos de obras (el “don” de Marcel Mauss en el primer caso, la “práctica
discursiva” de Michel Foucault en el segundo), el concepto abstracto se transforma en
ellas en un espacio operativo literal, una forma pragmática de hacer y mostrar, hablar y
ser.
Los cultores más notorios de este arte se nutren de un amplio espectro de
precedentes: los objetos cotidianos del Nouveau Réalisme, los materiales humildes
del Arte Povera, las estrategias participativas de Lygia Clark y Hélio Oiticica y las
tácticas de la “crítica institucional” de Marcel Broodthaers y Hans Haacke. Pero estos
artistas han transformado incluso los dispositivos familiares del objeto readymade, del
proyecto en colaboración y del formato del arte de instalación. Algunos, por ejemplo,
trabajan con programas completos de TV o películas de Hollywood como si se tratara
de imágenes halladas: Pierre Huyghe ha vuelto a filmar secuencias de la película de Al
Pacino Tarde de perros, con el protagonista “real” (un renuente asaltante de banco)
devuelto al papel principal, y Douglas Gordon ha adaptado drásticamente un par de
películas de Hitchcock (su 24 Hours Psycho ralentiza la película original, llevándola a
una velocidad catatónica). Para Gordon, estas obras son “readymades temporales”, es
decir, narraciones dadas que se samplean en proyecciones de imágenes de gran
tamaño (un medio omnipresente en el arte de hoy), mientras que para Nicolas
Bourriaud, codirector del Palais de Tokyo –un museo de París dedicado al arte
contemporáneo–, se trata de trabajos de “post producción”. El término subraya las
manipulaciones secundarias (edición y otros efectos similares) a las que se somete el
material tanto en el arte como en el cine, y sugiere un nuevo estatus de la obra de arte
en la era de la información, posterior a la era de la producción. La presunción de que
hemos arribado a una nueva era de la post producción es ideológica, pero aun así, es
cierto que en el mundo del shareware, la información –datos que se reprocesan y se
envían– se presenta como el último de los readymades, y muchos de estos artistas,

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sugiere Bourriaud, trabajan para “inventariar y seleccionar, usar y descargar”,
procesando no solo imágenes y textos hallados, sino también formas dadas de
exhibición y distribución.
Uno de los resultados posibles de esta nueva modalidad de trabajo es lo que Gordon
describe en términos de “promiscuidad de colaboraciones”, en las que se extreman los
cuestionamientos posmodernos al concepto de originalidad y autoridad. Pensemos,
por ejemplo, en una obra en colaboración en proceso como No Ghost Just a Shell,
iniciada por Huyghe y Philippe Parreno. Hace ya algunos años, ambos artistas
descubrieron que una empresa japonesa de animación había puesto en venta algunos
de sus personajes menores; compraron uno, una muchacha llamada Annlee, e
invitaron a otros artistas a incorporarla en sus obras. La obra se transformaba en este
caso en una “cadena” de obras: para Huyghe y Parreno, No Ghost Just a Shell es “una
estructura dinámica que produce formas que la integran” y es también “la historia de
una comunidad que se encuentra a sí misma en una imagen”. Si esta colaboración no
nos inquieta lo suficiente (¿comprar un personaje como Annlee es un gesto de
liberación o de bondage serial?), consideremos otro proyecto grupal que adapta un
producto readymade a fines insospechados: en esta obra, Joe Sacanlan, Dominique
Gonzalez-Foerster, Gillick,Tiravanija y otros artistas nos instruyen acerca de cómo
encargar ataúdes a medida en la fábrica de muebles Ikea; el título de la obra
es DIY o Cómo matarse en cualquier lugar del mundo por menos de us 399 (How to
Kill Yourself Anywhere in the World for under 399).
Tradicionalmente, el objeto readymade, de Duchamp a Damien Hirst, se burla del arte
alto, de la cultura de masas o de ambos; en estos ejemplos hay además una mirada
mordaz sobre el capitalismo global. Aun así, la sensibilidad prevaleciente de estas
nuevas obras es por lo general inocente o expansiva, incluso lúdica; algo se ofrece,
una vez más, a los otros, o algo se abre a otros discursos. A veces se presenta una
imagen benigna de la globalización (condición de posibilidad de este grupo
internacional de artistas) y hay también momentos utópicos: Tiravanija, por ejemplo,
organizó en la Tailandia rural un “megaespacio gestionado por artistas” llamado “The
Land” (“La tierra”), concebido como un colectivo “para el compromiso social”. Más
modestamente, muchos de estos artistas intentan convertir a los espectadores pasivos
en una comunidad temporaria de interlocutores activos. En este sentido, Hirschhorn –
que alguna vez perteneció a un colectivo comunista de diseñadores gráficos– presenta
sus improvisados monumentos a artistas y filósofos como un caso de pedagogía
apasionada, que evoca los quioscos agit-prop de los constructivistas rusos y las
construcciones obsesivas de Kurt Schwitters. Hirschhorn busca “distribuir ideas”,
“irradiar energía” y “liberar actividad” al mismo tiempo: no solo quiere familiarizar a los

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espectadores con una cultura pública alternativa sino también “libidinizar” la relación.
Otros artistas –algunos con formación científica (Carsten Höller, por ejemplo), otros
arquitectos (Stefano Boeri)– adaptan un modelo de investigación y experimentación
colectiva más próximo al laboratorio o a la empresa de diseño que al estudio de
artista.“Tomo el término ‘estudio’ literalmente”, explica Gabriel Orozco, “no como
espacio de producción sino como tiempo dedicado al conocimiento”.
La “promiscuidad de colaboraciones” implica también promiscuidad de instalaciones: la
instalación es el formato por defecto y la muestra, el medio común de mucho arte de
hoy. (Esta tendencia se acentúa en parte por la importancia creciente de las grandes
muestras: no solo hay bienales en Venecia sino también en San Pablo, Estambul,
Johannesburgo y Gwangju.) Exposiciones enteras se reducen a menudo a confusas
yuxtaposiciones de proyectos –fotos y textos, imágenes y objetos, videos y pantallas–
y a veces los efectos son más caóticos que comunicativos. Con todo, la discursividad y
la sociabilidad son preocupaciones centrales del nuevo arte, tanto en su factura como
en su exposición. “La discusión ha pasado a ser un momento importante en la
constitución de un proyecto”, asegura Huyghe, y Tiravanija asocia su arte, entendido
como “espacio de socialización”, con el mercado popular o la sala de baile.“ Hago
arte”, dice Gordon,“para poder ir al bar y comentarlo”. Aparentemente, si uno de los
modelos de la vieja vanguardia era el Partido a lo Lenin, hoy por hoy, su equivalente
es la fiesta a lo Lennon.
En tiempos de megamuestras, el papel del artista suele duplicarse en el de curador.
“Soy director de equipo, entrenador, productor, organizador, representante, porrista,
anfitrión de la fiesta, capitán del barco”, dice Orozco, “en síntesis, soy un activista, un
reactivo, un incubador”. El ascenso del artista-curador se complementa con el del
curador-artista: los “maestros” de grandes muestras han ganado prominencia durante
la última década. Ambos grupos comparten a menudo modelos de trabajo y
caracterizaciones descriptivas. Hace algunos años, Tiravanija, Orozco y otros artistas,
por ejemplo, empezaron a hablar de sus proyectos en términos de “plataformas”,
“estaciones”, “espacios que reúnen y luego dispersan”, para subrayar la naturaleza
casual de las comunidades que intentaban crear. También la Documenta 11, curada
por un equipo internacional dirigido por Okwui Enwezor, se concibió en base a
“plataformas” de discusión, dispersas en el mundo, sobre temas tales como “La
democracia no realizada”, “Los procesos de la verdad y la reconciliación”, “Criollismo y
criollización” y “Cuatro ciudades africanas”; la muestra realizada en Kassel, Alemania,
fue apenas la “plataforma” final. En la Bienal de Venecia de 2003, curada por otro
grupo internacional encabezado por Francesco Bonami, las secciones “Estación
utopía” y “Zona de urgencia” ejemplificaban bien la discursividad informal de gran parte

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del arte y las prácticas curatoriales de hoy. Como los términos “quiosco”, “plataforma”
y “estación”, esas denominaciones recuerdan la ambición modernista de modernizar la
cultura en sintonía con la sociedad industrial (El Lissitzky llamaba a sus diseños
constructivistas “estaciones de paso entre el arte y la arquitectura”). Pero hoy esta
terminología evoca la red electrónica, y muchos artistas y curadores abrazan la
retórica de la “interactividad” de Internet, aun cuando los medios utilizados para ese fin
son por lo general más directos y presenciales que cualquierchat room de la Web.
La forma misma de los libros de Bourriaud (Estética relacional y Post producción) o la
de Entrevistas: Volumen 1 de Hans Ulrich Obrist, el curador principal del Museo de
Arte Moderno de la Ciudad de París, es tan elocuente como los contenidos. Los textos
de Bourriaud son una suerte de esbozos –breves glosas de proyectos que usan
técnicas de “post producción” y buscan efectos “relacionales”–, mientras que el tomo
de Obrist es difuso, casi mil páginas de conversaciones (¡sólo en el primer volumen!)
con figuras tales como Jean Rouch o J. G. Ballard junto a los artistas en cuestión.
(Ballard dispara una aguda observación: “La prueba psicológica es la única función de
las muestras de hoy”, asegura pensando en los Young British Artists,“y los elementos
estéticos se han reducido prácticamente a cero”. El comentario quiere ser un elogio.)
Si el artista conceptual Douglas Huebler propuso alguna vez fotografiar a todos los
habitantes del mundo, el peripatético Obrist parece querer conversar con todos
(muchas de sus entrevistas se hacen a bordo de un avión). Como gran parte del arte
que se discute en el libro, el resultado oscila entre el trabajo interdisciplinario ejemplar
y la confusión babélica de lenguas. Junto con el énfasis en la discursividad y la
sociabilidad, hay una preocupación por la ética y por lo cotidiano: el arte es “un camino
para explorar otras posibilidades de intercambio” (Huyghe), un modelo del “buen vivir”
(Tiravanija), un modo de estar “juntos en el día a día” (Orozco). “Por lo tanto”, declara
Bourriaud, “el grupo se opone a la masa, la vecindad a la propaganda, el low
tech al high tech y lo táctil a lo visual.Y sobre todo, la vida cotidiana resulta un terreno
mucho más fértil que la cultura pop”.
Sin duda, la “estética relacional” abre estas posibilidades, pero presenta también
algunos aspectos problemáticos. A veces, el arte relacional se propone como arte
político a partir de una analogía endeble entre la obra abierta y la sociedad inclusiva,
como si la mera incongruencia de la forma implicara la comunidad democrática, o
como si la instalación no jerárquica presagiara un mundo igualitario. Hirschhorn
considera que sus proyectos son “espacios de construcción perpetua”, mientras que
Tiravanija rechaza “la necesidad de fijar el momento en que todo se completa”. Pero
algo que el arte todavía puede hacer, sin duda, es tomar posición, y puede hacerlo en
una instancia concreta que reúna estética, conocimiento y crítica. El arte puede

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contestar el carácter informe de la sociedad en lugar de celebrarlo, reconfigurándolo
en una forma que mueva a la reflexión y la resistencia (un intento claro de muchos
pintores modernistas). Estos artistas suelen citar a los situacionistas pero, como ha
señalado T. J. Clark, los situacionistas valoraban la intervención precisa y la
organización rigurosa por sobre todas las cosas.
“La pregunta”, argumenta Huyghe, “no es ‘¿Qué?’, sino más bien ‘¿A quién?’ Lo que
cuenta es el destinatario”.También Bourriaud considera el arte en términos de “un
conjunto de unidades a ser reactivadas por el espectador manipulador”. Se trata, en
más de un sentido, de otra herencia de la provocación duchampiana pero ¿en qué
momento esa “reactivación” se vuelve una carga demasiado pesada para el
espectador, y la prueba demasiado ambigua? Como en muchos intentos previos de
implicar directamente al espectador (cierta pintura abstracta, cierto arte conceptual),
existe el riesgo de que la obra se vuelva ilegible, reconvirtiendo al artista en la figura
principal y el exégeta privilegiado de la obra. En muchos casos,“la muerte del autor” no
ha derivado en “el nacimiento del lector”, como quería Barthes, sino en el desconcierto
del espectador.
Pero además, ¿qué arte, desde el Renacimiento por lo menos, no ha implicado la
discursividad y la sociabilidad? Hay una diferencia de grados, es cierto, pero el
énfasis, ¿no será redundante? Se corre incluso el riesgo de caer en un extraño
formalismo de la discursividad y la sociabilidad, promovidas como fines en sí mismas.
También la colaboración parece por momentos un bien en sí. “La colaboración es la
respuesta”, observa Obrist en algún momento, “pero ¿cuál es la pregunta?” En el
pasado reciente, los colectivos de arte nucleados en torno al activismo contra el sida,
por ejemplo, eran proyectos políticos; hoy, en cambio, el solo hecho de reunirse
parece a veces suficiente. Una versión artística, quizás, de las “multitudes súbitas”, de
la “gente que se encuentra con gente”, en términos de Tiravanija, como fin en sí
mismo. Es aquí donde coincido con Sartre en un mal día: al menos en las galerías y
en los museos, el infierno está en los otros.
Puede que la discursividad y la sociabilidad estén en primer plano en el arte de hoy
porque escasean en otra parte. Lo mismo podría decirse de la ética y de la vida
cotidiana; basta pensar en la voracidad de nuestros políticos y en el vértigo diario. Ni
siquiera puede darse por sentado que existe un público de arte sino que hay que
convocarlo cada vez, y quizás sea esa la razón por la cual las muestras
contemporáneas se presentan a menudo como una forma paliativa de la socialización:
vengan y jueguen, conversen, aprendan conmigo. Si la participación parece
amenazada en otras esferas, privilegiarla en el arte puede ser una práctica
compensatoria, un pálido sustituto temporario. Es lo que parece sugerir Bourriaud: “A

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través de pequeños servicios prestados, los artistas rellenan las grietas del tejido
social”. Solo en sus momentos más sombríos, se permite una nota crítica:“A la
sociedad del espectáculo, por lo tanto, le sigue la sociedad de los extras, en la que
cada uno alienta la ilusión de una democracia interactiva en los canales más o menos
truncos de la comunicación”.
La mayoría de estos artistas y curadores ve la discursividad y la sociabilidad color de
rosa. Como sugiere la crítica Claire Bishop, tienden a olvidar la contradicción en el
diálogo y el conflicto en la democracia, y la versión del sujeto que manejan carece de
inconsciente (incluso el don de Mauss está cargado de ambivalencia). Por momentos
todo parece ser interactividad feliz: entre los “objetos estéticos” Bourriaud incluye
“encuentros, reuniones, eventos, varios tipos de colaboraciones entre las personas,
juegos, festivales y lugares de convivencia; en síntesis, todo tipo de encuentro e
invención relacional”. Muchos lectores encontrarán en la “estética relacional” un último
y verdadero fin del arte para celebrar o lamentar. Otros encontrarán una forma de
estetizar los procedimientos más benignos de nuestra economía de servicios
(“invitaciones, sesiones de casting, encuentros, áreas de convivencia amigables con el
usuario, citas”). Cabe todavía una última sospecha: con toda su discursividad, la
“estética relacional” puede entenderse como parte de un movimiento general en pos
de una cultura “postcrítica”: un arte, una arquitectura, un cine y una literatura “después
de la teoría”.

Traducción: Graciela Speranza


Lecturas. “Arte festivo” (“Artsy Party”) fue publicado en el London Review of
Books vol. 25, número 23, en diciembre de 2003, como comentario crítico de las
ediciones en inglés deRelational Aesthetics de Nicolas Bourriaud (París, Les presses
du réel, 2002), Post producción, del mismo autor (edición en español de Adriana
Hidalgo, Buenos Aires, 2004) eInterviews. Volume I de Hans Ulrich Obrist (Milán,
Charta, 2003). Se publica en Otra parte con autorización del autor.

Hal Foster es Townsend Martin Professor de Arte en Princeton, Estados Unidos. Entre
sus últimos libros se incluyen The Anti-Aesthetic. Essays on Postmodern Culture (Bay
Press, 1983), Design and Crime (and Other Diatribes) (Verso, 2002) y Prosthetic
Gods (mit Press, 2004), todos inéditos en español.

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