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BEBE CEREBRO

Greg Egan

—Su marido va a sobrevivir. No cabe ninguna duda.

Por un instante cierro los ojos y estoy a punto de gritar de alivio.


En algún momento, durante las últimas horas de vigilia, la
incertidumbre se ha vuelto mucho peor que el miedo, y he estado
a punto de convencerme a mi misma de que cuando los cirujanos
dijeron que era coser y cantar, querían decir que no había
ninguna esperanza.

—Sin embargo, va a necesitar un cuerpo nuevo. No creo que


quiera volver a escuchar la lista detallada de sus heridas, pero
hay demasiados órganos dañados muy severamente como para
que los transplantes individuales o las reparaciones puedan ser
una solución viable.

Asentí. Me estaba empezando a gustar este Allenby, a pesar


del resentimiento que sentí cuando se presento a sí mismo, por lo
menos me miró directamente a los ojos y habló con claridad. El
resto de los que han hablado conmigo desde que puse un pie en
el hospital no ha hecho otra cosa que darme evasivas; un
especialista me ha dado un informe de un Sistema Experto de
Análisis de Traumas con ciento treinta y dos “pronósticos
posibles” y sus respectivas probabilidades.

Un cuerpo nuevo. Eso no me asusta en absoluto. Sonaba tan


limpio, tan simple. Los transplantes individuales hubieran
significado cortar y “abrir” a Cris una y otra vez, cada vez
corriendo riesgos más elevados, cada vez sometiéndole a una
forma de agresión diferente, por muy beneficioso que fuera el
propósito. Durante las primeras horas, una parte de mí se
aferraba a la absurda esperanza de que todo había sido un error;
de que Cris había salido ileso del accidente de tren, sin un
rasguño; de que era otro el que estaba en la sala de
operaciones…algún ladrón que le había robado la cartera. Tras
obligarme a mi misma a olvidar esa ridícula fantasía, acepté la
verdad: que había resultado herido, mutilado casi hasta la muerte.
La idea de un cuerpo nuevo, prístino y entero, parecía un alivio
igual de milagroso.

Allenby continúo.

—Su póliza cubre esta parte completamente; los especialistas,


la madre de alquiler, los tratamientos.

Asentí de nuevo, esperando que no insistiera en entrar en


detalles. Conocía todos los detalles. Harían crecer un clon de Cris
interviniendo in útero para evitar que su cerebro desarrollase la
capacidad de hacer otra cosa que no fuera mantenerse vivo. Una
vez nacido, el clon sería forzado a una prematura pero sana
madurez por medio de una secuencia de elaboradas mentiras
bioquímicas, simulando los efectos del envejecimiento y el
ejercicio a un nivel subcelular. Sí, aún tenía dudas acerca de
alquilar un cuerpo de mujer, acerca de crear un «niño» con una
lesión cerebral, pero estas cuestiones ya nos habían angustiado
cuando decidimos incluir la costosa técnica en nuestras pólizas de
seguros. Ahora no era el momento de pensárselo dos veces.

—El cuerpo no estará listo por lo menos hasta dentro de dos


años. Mientras tanto, lo más importante, obviamente, es mantener
con vida el cerebro de su marido. No hay posibilidades de que
recupere la conciencia en su estado actual, así que no hay
ninguna razón convincente para intentar mantener el resto de los
órganos.
Al principio esto me asusto, pero luego pensé: ¿Por qué no?

¿Por qué no liberar a Cris de los restos de su cuerpo, del


mismo modo que había sido liberado de los restos del tren? Había
visto las consecuencias del accidente repetidas en el televisor de
la sala de espera: miembros del equipo de rescate cortando
trozos de metal con laseres azules, quirúrgicos y precisos. ¿Por
qué no completar el acto de liberación?.

Él era su cerebro, no sus miembros aplastados, sus huesos


hechos añicos, o sus magullados y sangrantes órganos. ¿De que
mejor forma podría esperar recuperar la salud, que un letargo
perfecto y sin sueños, sin riesgos de dolor, libre de los restos de
un cuerpo que al final sería desechado?

—Le recuerdo que su póliza especifica que se usará la opción


médicamente aprobada menos costosa para el mantenimiento de
la vida, mientras se hace crecer el nuevo cuerpo.

Casi empecé a contradecirle, pero entonces recordé: era la


única manera de que entrara dentro de nuestro presupuesto, la
tarifa base para recambios de cuerpo era tan alta tuvimos que
prescindir de los extras. En aquel momento Cris había bromeado:
«Solo espero que el almacenamiento criogénico no llegue a
utilizarse en nuestras vidas. La verdad es que no te imagino
sonriéndome desde un congelador todos los días durante dos
años».

—¿Me esta diciendo que solo quiere mantener vivo su cerebro


porque es el método más barato?

Allenby frunció el ceño con amabilidad.

—Ya se que no es agradable tener que pensar en gastos en un


momento como este. Pero insisto en recordarle que la cláusula se
refiere a procedimientos médicamente aprobados. Puede estar
segura de que no insistiríamos en que usted hiciera algo que no
fuese del todo seguro.

Estuve a punto de decir, airadamente «Usted no insistirá en que


yo haga nada». Aunque no lo hice; no tenía la energía suficiente
para hacer una escena, y habría sido un alarde más aparente que
real. En teoría, la decisión sería solo mía, en la práctica, Global
Assurance pagaba las facturas. No podrían dictar el tratamiento
directamente, pero si yo no era capaz de poner más dinero para
salvar la diferencia, sabía que no tenía más elección que seguir
con cualquier arreglo que estuvieran dispuestos a pagar.

—Tendrá que darme algo de tiempo para hablar con los


médicos, para meditar las cosas —dije.

—Sí, claro. Por supuesto. No obstante, debería explicarle que


de las distintas opciones…

Levanté la mano para hacerle callar.

—Por favor ¿tenemos que entrar en eso ahora? Se lo he dicho,


necesito hablar con los médicos. Necesito dormir algo. Ya sé, al
final tendré que hacer frente a todos los detalles …Las distintas
compañías de mantenimiento, los múltiples servicios que ofrecen,
los distintos tipos de máquinas …lo que sea. Pero puede esperar
doce horas ¿verdad?. Por favor.

No era solo que estuviera terriblemente cansada, puede que


aún en estado de shock, sino que empezaba a sospechar que
estaba siendo obligada a elegir una «solución global»
prefabricada, y que a buen seguro Allenby ya habría rebajado
hasta el último centavo. Cerca de nosotros había una mujer
vestida con una bata blanca que nos miraba subrepticiamente
cada pocos segundos, como si estuviera esperando que acabara
la conversación. No la había visto antes, pero eso no probaba que
no fuera parte del equipo que se encargaba de Cris; ya que me
habían mandado seis médicos diferentes. Sí tenía noticias, quería
escucharlas.
—Lo siento, pero si pudiera dejarme unos cuantos minutos
más, realmente necesito explicarle algo —dijo Allenby.

Su tono sonaba apenado, pero tenaz. Yo no me sentía tenaz en


lo absoluto; me sentía como si me hubieran golpeado con un
mazo todo el cuerpo. No confiaba en mi misma como para seguir
discutiendo sin perder el control, y de todas formas, parecía que
dejarle decir su parte sería la manera más rápida de deshacerse
de él. Si me inundaba con detalles, que no estaba preparada para
asimilar, entonces simplemente desconectaría y haría que me lo
repitiera todo más tarde.

—Adelante —dije.

—De todas las opciones, la menos costosa ni tan siquiera


implica una máquina de mantenimiento. Existe una técnica
llamada mantenimiento biológico de la vida, que se acaba de
perfeccionar en Europa. Durante un periodo de dos años, resulta
que un veinte por ciento más económica que otros métodos. Es
más, el factor de riesgo es extrañamente favorable.

—¿Mantenimiento biológico? Nunca había oído hablar de eso.

—Bueno, sí, es bastante nuevo, pero, se lo aseguro, esta


totalmente probado.

—Sí, pero ¿de que se trata? ¿Qué implica realmente?.

—El cerebro se mantiene vivo compartiendo el suministro


sanguíneo de una segunda parte.

Le mire fijamente.

—¿Qué? ¿Quiere decir… crear algo con dos cabezas…?

Después de tanto tiempo sin dormir, mi sentido de la realidad ya


estaba ligeramente desajustado. Por un momento creí a pies
juntillas que estaba soñando, que me había quedado dormida en
el sofá de la sala de espera y soñaba con buenas noticias, y
ahora mi ilusoria fantasía se estaba convirtiendo en una burlona
comedia negra para castigarme por mi ridículo optimismo.

Pero Allenby no sacó ningún folleto satinado mostrando a


clientes satisfechos sonriendo alegremente mejilla con mejilla con
sus huéspedes.

—No, no, no —dijo—. Claro que no. El cerebro se extrae


totalmente del cráneo se reviste con unas membranas protectoras
y se introduce en un saco lleno de fluido. Luego se coloca
internamente.

—¿«Internamente»? ¿Donde internamente?

Dudó, y le lanzó una mirada a la mujer de la bata blanca, que


aún permanecía allí, esperando impacientemente. Ella pareció
entenderlo como una especie de señal y empezó a acercarse a
nosotros. Me di cuenta de que Allenby no pretendía que ella se
acercara, y por un instante se puso nervioso, pero pronto volvió a
serenarse y llevo lo mejor que pudo la intrusión.

—Srta. Perrini —dijo—, le presento a la doctora Gail Summer.


Sin duda una de las ginecólogas más brillantes de este hospital.

La doctora Summer le sonrió con una de esas relucientes


sonrisas de «este-será-todo-mi-agradecimiento», luego me puso
la mano en el hombro y me saco de allí.

Me dirigí, electrónicamente, a todos los bancos del planeta pero


todos ellos parecían introducir mis parámetros financieros en las
mismas ecuaciones. Incluso con los tipos de interés más
punitivos, nadie estaba dispuesto a prestarme una décima parte
de la cantidad que necesitaba para cubrir la diferencia. El
mantenimiento biológico simplemente era mucho más barato que
los métodos tradicionales.

Mi hermana pequeña, Debra, me dijo:

—¿Por que no te haces una histerectomía completa? Cortar y


quemar ¡si! ¡Eso enseñaría a esos hijos de puta a intentar
colonizar tu útero!

Todo el mundo a mí alrededor se estaba volviendo loco.

—¿Y luego que? Cris acaba muerto y yo mutilada. Esa no es la


idea que tengo de una victoria.

—Habrías conseguido algo.

—No quiero conseguir algo.

—Pero no quieres que te obliguen a llevarle, ¿verdad?


Escucha: si contratas a las relaciones públicas adecuados, solo
para prevenir, y haces los gestos apropiados, puedes conseguir
que el setenta, el ochenta por ciento del público te respalde.
Organiza un boicot. Dale a la compañía aseguradora la suficiente
mala prensa, provoca el suficiente daño financiero y acabaran
pagando lo que tú quieras.

—No.

—No puedes pensar solo en ti misma, Carla. Tienes que pensar


en todas las mujeres que serán tratadas de la misma forma si no
te enfrentas a ellos.

Quizás tenía razón pero sabía que no podría soportarlo. No


podía convertirme en una cause celebre y combatir en los medios
de comunicación; simplemente no tenía esa clase de fuerza, esa
clase de aguante. Y pensé ¿Por qué tenía que hacerlo? ¿Por que
tenía que montar una especie de campaña nacional para
conseguir que me concedieran un simple contrato?

Busqué asesoramiento legal.

—Por supuesto no la pueden obligar a hacerlo. Hay leyes


contra la esclavitud.

—Sí, pero en la práctica, ¿qué posibilidades tengo? ¿Qué otra


cosa puedo hacer?

—Dejar que su marido muera. Hacer que apaguen la máquina a


la que esta conectado. Eso no es ilegal. El hospital puede hacerlo,
y es lo que hará, con o sin su consentimiento, en el momento que
deje de pagarles.

Ya me habían contado esto mismo una docena de veces, pero


todavía no acababa de creérmelo.

—¿Cómo puede ser legal asesinarle? No es ni siquiera


eutanasia. Tiene todas las posibilidades de recuperarse, todas las
posibilidades de llevar una vida normal.

La abogada meneó la cabeza.

—La tecnología existe para dar a casi todo el mundo una vida
normal, por muy enfermo que esté, por muy viejo que sea, por
muy malherido que se encuentre. Pero todo eso cuesta dinero.
Los recursos son limitados. Incluso si los médicos y los técnicos
se vieran obligados a prestar sus servicios a quienquiera que los
solicitara. Y, como he dicho, existen leyes contra la esclavitud...
pues bien, alguien de alguna forma, todavía tendría que quedarse
fuera. El gobierno actual ve el mercado como el mejor medio para
determinar quién es quien se queda fuera.

—Bueno, no tengo la intención de dejarle morir. Lo único que


quiero hacer es tenerle en la maquina de mantenimiento durante
dos años.

—Usted puede quererlo, pero me temo que sencillamente no


puede permitírselo. ¿Ha pensado en alquilar a alguien para que lo
lleve? Esta usando una madre portadora para su nuevo cuerpo,
¿Por qué no usar una para su cerebro? Sería caro, pero no tanto
como los medios mecánicos. Podría reunir la diferencia poco a
poco.

—¡No habría ninguna puta diferencia! ¡Las portadoras cobran


una fortuna! ¿Qué da derecho a Global Assurance a usar mi
cuerpo gratis?

—Ah, hay una cláusula en su póliza… —Tecleó algo en su


estación de trabajo, y leyó en la pantalla—: “Si bien no se devalúa
de ninguna forma la contribución del consignatario como cuidador,
él o ella renuncian expresamente por la presente a todo derecho a
remuneración por cualquiera de los servicios prestados; lo que es
más, en todos los cálculos conforme al párrafo 97 b…“.

—Pensé que eso quería decir que ninguno de nosotros podía


esperar que le pagaran por cuidar del otro cuando se pasara un
día en la cama con gripe.

—Me temo que el ámbito es mucho más amplio que eso. Le


repito, no tienen derecho a obligarla a hacer nada, pero tampoco
están obligados a pagar una portadora. Cuando calculan los
costos del método más barato para mantener a su marido con
vida, esta disposición les da derecho a hacerlo en base a que
usted podría elegir proporcionarle el mantenimiento.

—O sea que, a fin de cuentas, todo es una cuestión de…


¿contabilidad?

—Exactamente.
Por un momento no podía pensar en nada más que decir. Sabía
que me estaban estafando, pero parecía que me había quedado
sin formas de demostrar el hecho.

Luego, finalmente, se me ocurrió hacer la pregunta más obvia


de todas.

—Suponga que hubiera sido al revés. Suponga que hubiera


sido yo la que estaba en el tren, en lugar de Cris. ¿Hubieran
pagado una portadora entonces? ¿O hubieran esperado que él
llevara mi cerebro en su interior durante dos años?

Con cara de póquer, la abogada dijo:

—Realmente, no me gustaría aventurar ninguna conjetura a ese


respecto.

Cris tenía algunas partes vendadas, pero la mayoría de su


cuerpo estaba cubierto por una miríada de pequeñas maquinas,
enganchadas a su piel como parásitos benignos; alimentándole,
oxigenando y purificando su sangre, suministrando
medicamentos, quizás incluso reparando huesos rotos y tejidos
dañados aunque solo fuera para evitar que se deteriorara más.
Podía ver partes de su cara incluyendo la cuenca de un ojo,
cosido, y parches de piel magullada por todas partes. Su mano
derecha estaba completamente desnuda; le habían quitado el
anillo de bodas. Ambas piernas habían sido amputadas a la altura
de los muslos.

No me podía acercar mucho; estaba metido en una tienda de


plástico estéril, de unos cinco metros cuadrados, una especie de
habitación dentro de la habitación. Había una enfermera-robot de
tres ganchos en una esquina, estática pero alerta, aunque era
incapaz de imaginarme las circunstancias en las que su
intervención sería más provechosa que la de los pequeños robots
que ya estaban funcionando.

Por supuesto, visitarle era absurdo. Se encontraba en un coma


profundo, ni siquiera soñaba. No podía reconfortarle. De todas
formas, me sentaba allí durante horas, como si necesitara que me
recordaran constantemente que su cuerpo estaba demasiado
herido como para tener arreglo; que realmente necesitaba mi
ayuda, o de lo contrario no sobreviviría.

A veces mi indecisión me parecía tan detestable que no podía


creer que todavía no hubiera firmado los impresos y empezado el
tratamiento preparatorio. ¡Su vida estaba en juego! ¿Cómo podía
estar pensándomelo dos veces? ¿Cómo podía ser tan egoísta? Y
todavía, la propia culpa me ponía casi tan furiosa y resentida
como todo lo demás: la coerción que no era tal coerción, la
política sexual a la que ni siquiera me podía enfrentar.

Negarme a hacerlo, dejarle morir era impensable. Pero…


¿Hubiera portado el cerebro de un extraño? No. Dejar que un
extraño muriera no era para nada impensable. ¿Lo hubiera hecho
por un conocido? No. ¿Un amigo cercano? Por algunos quizás…
pero no por otros.

Entonces, ¿Cuánto le amaba? ¿Le amaba lo suficiente?

¡Por supuesto!

¿Por qué “por supuesto”?

¿Era una cuestión de…lealtad? Esa era la palabra; sonaba


demasiado a alguna clase de obligación contractual no escrita,
alguna noción de “deber“, tan perniciosa y estúpida como el
patriotismo. Bien, el “deber“ podía irse a la mierda; no era eso en
absoluto.

Entonces, ¿Por qué? ¿Por qué él era especial? Qué le


diferenciaba del mejor amigo?
No tenía respuesta, no tenía las palabras adecuadas, tan solo
un torrente de imágenes de Cris cargadas de emoción. Así que
me dije: este no es el momento de analizarlo, de diseccionarlo. No
necesito una respuesta; se lo que siento.

Me debatía entre despreciarme a mi misma por albergar, por


teóricamente que fuera, la posibilidad de dejarle morir, y
despreciar el hecho de que me estaban forzando a hacer algo con
mi cuerpo que no quería hacer. La solución, claro esta, hubiera
sido no hacer nada, pero ¿a qué podía esperar? ¿A qué algún
rico benefactor apareciera de detrás de una cortina e hiciera
desaparecer el dilema?

Una semana antes del accidente, había visto un documental


que mostraba los cientos de miles de hombres y mujeres de África
central que pasaban sus vidas enteras cuidando a familiares
enfermos simplemente porque no podían pagar las drogas anti-
sida que virtualmente habían aniquilado la enfermedad en los
países más ricos, veinte años antes. Si ellos hubieran podido
salvar las vidas de sus seres queridos con el minúsculo ”sacrificio“
de cargar un kilo y medio extra durante dos años…

Al final dejé de intentar reconciliar todas las contradicciones.


Tenía derecho a estar enfadada y a sentirme engañada y
resentida, pero el hecho era que yo quería que Cris viviera. Si no
iba a ser manipulada, tenía que funcionar en ambas direcciones;
reaccionar ciegamente contra la forma en que me habían tratado
no hubiera sido menos estúpido y deshonesto que la cooperación
más entregada.

Se me ocurrió, con retraso, que Global Assurance no había sido


del todo ingenua en la forma en que me había tratado. Después
de todo, si dejaba morir a Cris no solo se ahorrarían los pocos
gastos del mantenimiento biológico, con el alquiler del útero gratis,
sino también todo el asunto de la sustitución del cuerpo, y esto sí
era caro. Un poco de grosería, un poco de psicología inversa…
La única forma de mantener la cordura era superar toda esa
mierda; declarar a Global Assurance y a sus maquinaciones como
algo impertinente; portar su cerebro no porque me forzaran, no
porque me sintiera culpable, ni obligada, no para probar que no
podía ser manipulada, sino por la simple razón de que le amaba lo
suficiente como para querer salvar su vida.

Me inyectaron un blastoncito manipulado genéticamente, un


grupo de células que se implantaban en la pared uterina y hacían
creer a mi cuerpo que estaba embarazada.

¿Le hacían creer? Dejé de tener la regla. Sufría mareos


matutinos, anemia, supresión inmune, ataques de hambre. El
pseudoembrión creció a una velocidad literalmente de vértigo,
mucho más rápido que cualquier niño, formando rápidamente las
membranas protectoras y el saco amniótico, y creando un
suministro sanguíneo desde la placenta que finalmente tendría la
capacidad de sustentar un cerebro hambriento de oxígeno.

Planeé seguir trabajando como si nada especial estuviera


pasando, pero pronto me di cuenta de que no podía;
sencillamente estaba demasiado enferma y demasiado agotada
para llevar una vida normal. En cinco semanas la cosa que tenía
dentro crecería hasta alcanzar el tamaño que un feto hubiera
tardado cinco meses en alcanzar. Con cada comida me tragaba
un puñado de cápsulas dietéticas suplementarias, pero aún así
me encontraba demasiado aletargada como para hacer otra cosa
que sentarme por el piso haciendo esporádicos intentos para
mantener a raya el aburrimiento con libros y tele basura. Vomitaba
una o dos veces al día, orinaba tres o cuatro veces por noche.
Todo ello ya era lo suficientemente malo, pero estoy segura de
que me sentía mucho más miserable de lo que estos síntomas por
sí solos podían hacerme sentir.

Quizá la mitad del problema residía en que no había una forma


sencilla de pensar en lo que me estaba pasando. Exceptuando la
estructura real del “embrión“, estaba embarazada, en todos los
sentidos bioquímicos y fisiológicos de la palabra, pero apenas
podía dejarme llevar por el engaño.

Incluso medio fingir que la masa de tejido amorfo de mi útero


era un niño hubiera sido prepararme para un completo derrumbe
emocional. Pero ¿entonces qué era? ¿un tumor? Eso estaba más
cerca de la verdad, pero no era la clase de imagen que
necesitaba.

Por supuesto, intelectualmente, sabía con precisión lo que


estaba dentro de mí, y en lo que se convertiría.

No estaba embarazada de un niño destinado a ser arrancado


de mi útero para recibir el cerebro de mi marido. No tenía un
tumor vampírico que continuaría creciendo hasta que me drenara
tanta sangre que estaría demasiado débil para moverme. Era
portadora de un tumor benigno, una herramienta diseñada para
una tarea especifica, una tarea que había decidido aceptar.

Entonces, ¿Por qué me sentía perpetuamente confusa,


deprimida y, a veces, tan desesperada que fantaseaba con el
suicidio y el aborto, con rajarme las entrañas o tirarme por las
escaleras? Estaba cansada, tenía nauseas, no esperaba estar
bailando de alegría, pero ¿Por qué era tan podridamente infeliz
que no podía dejar de pensar en la muerte?

Podía haber recitado algún tipo de mantra aclaratorio: estoy


haciendo esto por Cris, estoy haciendo esto por Cris. Pero no lo
hice. Ya estaba suficientemente resentida con Cris; no quería
terminar odiándole.

Al principio de la sexta semana, un escáner de ultrasonidos


mostró que el saco amniótico había alcanzado el tamaño
necesario, y el análisis Doppler del riego sanguíneo confirmo que
este también estaba listo. Fui al hospital para la sustitución.

Podía haberle hecho una última visita a Cris, pero me mantuve


lejos. No quería darle vueltas a la mecánica de lo que tenía por
delante.

—No hay de que preocuparse —dijo la doctora Summers—.


Cirugía fetal mucho más compleja que esta es pura rutina.

—Esto no es cirugía fetal —dije apretando los dientes.

—Bueno…no —respondió, como si la noticia fuera una


revelación.

Cuando me desperté después de la operación, me sentía más


enferma que nunca. Me puse una mano en el vientre. La herida
estaba limpia y entumecida, los puntos de sutura escondidos. Me
dijeron que ni siquiera dejarían cicatriz.

Esta dentro de mí, pensé. Ya no pueden hacerle daño. He


ganado mucho.

Cerré los ojos. No tenía problemas para imaginarme a Cris tal y


como había sido, tal y como volvería a ser.

Volví a quedarme medio dormida, sacando a luz,


desvergonzadamente, imágenes de todos los momentos más
felices que compartimos. Nunca antes me había permitido tener el
lujo de tener fantasías sentimentales —no era mi estilo, odiaba
vivir en el pasado—, pero ahora cualquier truco que me
sustentara era bienvenido. Me deje llevar y escuché su voz, vi su
rostro, sentí sus caricias.

Por supuesto ahora su cuerpo estaba muerto. Irreversiblemente


muerto. Abrí los ojos, mire a la protuberancia de mi abdomen y
me imagine lo que contenía: un trozo de carne de su cadáver.
Había ayunado para la operación. Mi estomago estaba vacío,
no tenía nada que vomitar. Estuve tumbada allí durante horas,
secándome el sudor de la cara con una esquina de la sabana,
intentando dejar de temblar.

En cuanto al volumen estaba embarazada de cinco meses.

En cuanto al peso de siete meses.

Durante dos años.

Si Kafka hubiera sido mujer…

No llegue a acostumbrarme, pero aprendí a arreglármelas.


Había maneras de dormir, maneras de sentarse, maneras de
moverse que eran más fáciles que otras. Estaba cansada todo el
día, pero había veces que tenía energía suficiente como para
volver a sentirme casi normal, y hacía buen uso de ellas. Trabaje
duro y no me rezague. El Departamento estaba lanzando una
nueva campaña contra la evasión de impuestos colectiva; me metí
en ello con más entusiasmo del que nunca había sentido. Mi
entusiasmo era artificial, pero esa no era la cuestión; necesitaba
un impulso que me sacara adelante.

En los días buenos me sentía optimista: fatigada, como


siempre, pero triunfantemente persistente. En los días malos,
pensaba: “Vosotros, hijos de puta, ¿pensáis que esto hará que le
odie? Es a vosotros a quien voy a odiar, a vosotros a quien voy a
despreciar”. En los días malos hacia planes para Global
Assurance. Antes no había estado preparada para enfrentarme a
ellos, pero cuando Cris estuviera a salvo, y mis fuerzas hubieran
vuelto, encontraría la forma de hacerles daño.

Las reacciones de mis colegas eran muy distintas. Algunos me


admiraban. Algunos pensaban que me había dejado explotar. A
otros simplemente les daba asco pensar que tenía un cerebro
humano flotando en el útero.

Y, para superar mi propia aprensión, me enfrentaba a esta


gente lo más a menudo posible.

—Vamos, tócalo —les decía—. No te va a morder. Ni siquiera


te dará una patada.

Había un cerebro en mi útero, pálido y retorcido. ¿Y qué? Tenía


un objeto igual de desagradable en mi propio cráneo. De hecho,
mi cuerpo entero estaba lleno de asaduras repulsivas, un hecho
que nunca antes me había preocupado.

Así que superé mis reacciones viscerales con respecto al


órgano per se. Pero pensar en el propio Cris seguía siendo un
malabarismo harto difícil.

Resistí a la insidiosa tentación de engañarme a mi misma


pensando que podría estar “en contacto” con él por “telepatía”, a
través del flujo sanguíneo o por cualquier otro medio. Tal vez las
madres embarazadas tenían una empatía genuina con sus hijos
aún no nacidos, pero yo nunca había estado embarazada, así que
no podía juzgar. Desde luego, un niño en el útero podía oír la voz
de su madre, pero un cerebro comatoso desprovisto de órganos
sensitivos era una cuestión totalmente diferente. En el mejor de
los casos —o en el peor— tal vez algunas hormonas de mi sangre
cruzaban la placenta y tenían algún efecto limitado en su estado.

¿En su estado de ánimo?

Estaba en coma, no tenía estado de ánimo.

De hecho, era más fácil, y más seguro, no pensar en el como


estando colocado dentro mío, por no hablar de que estuviera
experimentando algo allí adentro. Estaba portando una parte de
el; la madre de alquiler de clon estaba portando otra. Solo cuando
las dos partes se unieran volvería a existir de nuevo; por el
momento, estaba en el limbo, ni vivo ni muerto.

Este enfoque práctico funcionaba la mayor parte del tiempo. Por


supuesto, hubo momentos en los que sentía una especie de
pánico ante la renovada percepción de la extraña naturaleza de lo
que había hecho. A veces me despertaba con pesadillas,
creyendo —durante uno o dos segundos— que Cris estaba
muerto y su espíritu me había poseído, o que su cerebro había
enviado nervios a mi cuerpo y había tomado el control de mis
miembros, o que era totalmente consciente y se estaba volviendo
loco a causa de la soledad y la privación sensorial. Pero no
estaba poseída: mis miembros todavía me obedecían y todos los
meses un escáner pet y un eeg uterino demostraban que él
seguía en estado comatoso.

Intacto, pero mentalmente inerte.

De hecho, los sueños que más odiaba eran aquellos en los que
aparecía portando a un niño. Me despertaba con una mano en el
vientre, contemplando extasiada el milagro de la nueva vida
creciendo dentro de mí... hasta que volvía en mi misma y salía de
la cama enfadada. Empezaba la mañana con un humor de perros,
rechinando los dientes mientras meaba, golpeando los platos en
la mesa del desayuno, insultando a gritos a nadie en particular
mientras me vestía. Suerte que vivía sola.

Aunque en realidad no podía culpar a mi pobre y asediado


cuerpo por intentarlo. Mi descomunal y maratoniano embarazo iba
para largo; sin duda intentaba compensarme por la molestia con
algunas potentes dosis medicinales de amor materno. Cuán
desagradecido le debió parecer mi rechazo; que desconcertante
debió ser encontrar sus imágenes y sentimientos desechados
como inoportunos.

De modo que... pisoteé a la muerte y pisotee a la maternidad.


Bien, aleluya. Se tenían que hacer sacrificios.
¿Qué mejores victimas que estas dos negreras? Y resultaba
fácil, de verdad; la lógica estaba sobradamente de mi parte. Cris
no estaba muerto; no tenía motivos para llorar su muerte, fuera el
que fuera el destino del cuerpo que yo había conocido. Y la cosa
que estaba en mi útero no era un niño; permitir a un cerebro sin
cuerpo ser el objeto del amor maternal simplemente hubiera sido
absurdo.

Pensamos que nuestras vidas están restringidas por tabúes


culturales y biológicos, pero cuando la gente quiere romperlos
realmente siempre parece encontrar la forma de hacerlo. Los
seres humanos son capaces de cualquier cosa: tortura, genocidio,
canibalismo, violación. Después de lo cual —o, al menos, eso he
oído— la mayoría puede seguir siendo amable con los niños y los
animales, llorar con una canción y en general, comportarse como
si todas sus facultades emocionales estuvieran intactas.

De modo que ¿Qué razón tenía yo para temer que mis propias
transgresiones menores —y totalmente desinteresadas—
pudieran hacerme algún daño?

Nunca conocí a la madre de alquiler del nuevo cuerpo, nunca vi


el clon cuando era niño. De todas formas, me preguntaba —una
vez que supe que la cosa había nacido— si ella había encontrado
el embarazo «normal», tan angustioso como yo había encontrado
el mío. Me preguntaba: ¿Qué es más fácil, estar embarazada de
un objeto con forma de niño con el cerebro dañado, sin ningún
potencial para el pensamiento humano, desarrollado a partir del
ADN de un extraño, o estar embarazada de cerebro durmiente de
su amante?¿Que resulta más difícil, tratar de no amar de forma
poco apropiada?

Al principio tenía la esperanza de ser capaz de desenfocar


todos los detalles en mi mente. Quería ser capaz de despertarme
una mañana y convencerme a mi misma de que Cris solo había
estado enfermo y pronto se habría recuperado, sin embargo con
el paso de los meses, llegue a darme cuenta de que nunca iba a
funcionar así.

Cuando me sacaron el cerebro, me debería haber sentido —


como mínimo— aliviada, pero simplemente me sentía insensible y
vagamente desconfiada. El calvario había durado tanto que no
podía acabarse con tan poco alboroto: sin traumas, sin
ceremonias.

Había tenido sueños surrealistas en los que de forma trabajosa,


pero triunfante, daba a luz a un cerebro sano de color rosado.
Pero incluso si lo hubiera querido así (y, sin duda, el proceso
podría haber sido inducido), el órgano era demasiado delicado
como para pasar sin peligro por la vagina. Esta «cesárea» era
sencillamente un golpe más a mis expectaciones biológicas; sin
duda, algo bueno a la larga, ya que mis expectativas biológicas
nunca podrían cumplirse…Pero, aún así, no podía dejar de
sentirme un poco engañada.

Así que, aturdida, esperé la prueba de que todo había merecido


la pena.

El cerebro no podía transplantarse al clon como un corazón o


un riñón.

El sistema nervioso periférico del nuevo cuerpo no era idéntico


al del viejo; tener los genes idénticos no era suficiente para
asegurar esto. Además, a pesar de las drogas para limitar el
efecto, partes del cerebro de Cris se habían atrofiado ligeramente
a causa del desuso. De modo en lugar de empalmar los nervios
directamente entre el cerebro y el cuerpo, que no encajaban en
forma perfecta —lo que probablemente le hubiera dejado
paralítico, sordo, mudo y ciego—, los impulsos se enviarían por
medio de una interface que intentaría resolver las discrepancias.
Cris todavía tendría que ser rehabilitado pero el ordenador
aceleraría el proceso enormemente, constantemente
esforzándose para llenar el vacío entre pensamiento y acción,
entre realidad y percepción.

La primera vez que me dejaron verle no le reconocí en


absoluto. Tenía la cara laxa, los ojos desenfocados; parecía un
niño grande necrológicamente dañado. Que por supuesto, es lo
que realmente era. Sentí una leve punzada de repugnancia. El
hombre que había visto después del accidente de tren, plagados
de robots médicos, me había parecido mucho más humano,
mucho más completo.

—Hola. Soy yo —dije.

Él se quedo mirando el vacío.

—Son los primeros días —dijo el técnico.

Tenía razón. En las semanas siguientes, su progreso (o el del


ordenador) fue sorprendente. La postura y la expresión enseguida
perdieron su desconcertante neutralidad, y los primeros
movimientos espasmódicos dieron paso coordinado, débil y torpe
pero alentador. No podía hablar, pero podía mirarme a los ojos
podía apretar mi mano.

Estaba ahí, había vuelto, no cabía duda de ello.

Me preocupaba su silencio, pero más tarde descubrí que me


estaba ahorrando sus primeros y vacilantes intentos por hablar
deliberadamente.

Una noche en la quinta semana de su nueva vida, cuando entré


en la habitación y me senté al lado de la cama, se volvió hacia mí
y dijo claramente:

—Me contaron lo que hiciste ¡Oh, Dios, Carla, te quiero!

Los ojos se le llenaron de lágrimas.


Me incliné y le abracé; parecía lo correcto. Y también lloré.
Pero, incluso mientras lloraba, no podía dejar de pensar: nada de
esto puede afectarme realmente. Es solo un truco más del cuerpo
y ahora soy inmune a todo eso.

Hicimos el amor la tercera noche que pasó en casa. Esperaba


que sería difícil un enorme obstáculo psicológico para ambos,
pero no fue así en absoluto. Y, después de todo lo que habíamos
pasado, ¿porqué debería haberlo sido? No sé qué me daba miedo
¿algún pobre avatar del tabú del incesto que, equivocado, se
lanzaba a través de la ventana del dormitorio en el momento
critico, estimulado por el fantasma de un misógino desprestigiado
del siglo diecinueve?

A ningún nivel —desde el mero subconsciente hasta el


endocrino— tenía la sensación de que Cris fuera mi hijo.
Cualesquiera que fueran los efectos que dos años de hormonas
de la placenta hubieran tenido en mí, cualesquiera que fueran los
programas de la conducta que «deberían» haber desencadenado
esas hormonas, al parecer había sido capaz de reunir la fuerza y
la perspicacia para aplacarlos completamente.

Su piel era suave y estaba sin curtir, y sin las marcas de una
década de rasurar pelo facial. Podría haber pasado por un joven
de diecisiete años, pero no sentía escrúpulos por eso. Cualquier
hombre de mediana edad que fuera lo suficientemente rico y
vanidoso podía tener el mismo aspecto.

Y cuando me pasó la lengua por los pechos, no lacté.

Empezamos a visitar a nuestros amigos muy pronto; tenían


tacto y Cris se alegraba de ello, aunque personalmente, hubiera
discutido cualquier aspecto del proceso alegremente. Seis meses
después volvió a trabajar. Su antiguo puesto había sido ocupado,
pero había una nueva empresa reclutando personal (y querían
una imagen juvenil).
Pieza a pieza, nuestras vidas volvieron a unirse.

Mirándonos, nadie pensaría que algo había cambiado.

Pero se equivocarían.

Querer a un cerebro como si se tratara de un niño era ridículo.


Los gansos podían ser lo suficientemente estúpidos para
considerar que el primer animal que ven al salir del huevo es su
madre, pero existen límites en cuanto en cuanto un ser humano
cuerdo puede aguantar. De modo que la razón venció al instinto, y
superé mi inapropiado amor. Dadas las circunstancias, nunca
hubo contienda alguna.

Pero tras reconstruir una forma de esclavitud, encontré


demasiado fácil repetir el proceso, reconocer las mismas cadenas
en otro disfraz.

Todo lo especial que alguna vez sentí por Cris ahora me resulta
transparente. Todavía siento una autentica amistad por él, todavía
le deseo, pero solía haber algo más. Si no lo hubiera habido dudo
mucho que ahora estuviera vivo.

Oh, las señales siguen llegando. Alguna parte de mi cerebro


sigue bombeando señales de sentimientos apropiados de ternura.
Pero esos mensajes resultan ahora tan ridículos, tan inútiles,
como las estratagemas de una mala película sentimentaloide.
Sencillamente, ya no puedo seguir suspendiendo mi incredulidad.

No tengo problemas para seguir las reglas; la inercia hace que


sea fácil.

Mientras las cosas funcionen —mientras su compañía sea


agradable y el sexo sea bueno— no veo razón para complicar las
cosas. Podemos seguir juntos durante años o puedo marcharme
mañana. Realmente no lo sé.
Por supuesto, aún estoy contenta de que sobreviviera. Y, hasta
cierto punto, incluso puedo admirar el valor y el desinterés de la
mujer que le salvó.

Sé que nunca podría hacer lo mismo.

A veces, cuando estamos juntos y veo en sus ojos la misma


vana pasión que he perdido, me tienta la idea de compadecerme
a mi misma. Pienso: fui violada, sin duda estoy lisiada, sin duda
estoy muy jodida.

Y en algún sentido se trata de un punto de vista perfectamente


válido.

Pero parece que nunca soy capaz de suscribirlo durante mucho


tiempo. La nueva verdad tiene su propia pasión fría, sus propios
poderes de manipulación.

Me asalta con palabras como «libertad» y «revelación» y me


habla del fin de todo engaño. Crece dentro de mí, día a día, y es
demasiado fuerte como para dejar que me arrepienta.

FIN

Título original: Appropriate Love © 1991.


Traducción: Carlos Pavón y Sonia Baldres.

Publicado en: Revista Gigamesh nº 15, 1998.

Edición digital: Dickito.

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