Sunteți pe pagina 1din 131

Raymond Boudon

La r a c i o n a l i d a d
EN LAS CIENCIAS SOCIALES

Ediciones Nueva Visión


Buenos Aires
j Boudon, Raymond
La racionalidad en las ciencias sociales - 1aed. - Buenos Aires:
Nueva Visión, 2010
144 p.; 20x13 cm. (Claves)
ISBN 978-950-602-608-0
Traducción de Víctor Goldstein
1. Ciencias sociales I. Goldstein, Victor, trad I. Titulo.
CDD 300

Título del original en francés:


La rationalité
© Presses Universitaires de France, 2009.
Traducción de Víctor Goldstein
ISBN 978-950-602-608-0
Cet ouvrage, publié dans le cadre du Programme d’Aide á la Publi­
caron Victoria Ocampo, bénéficie du soutien de Culturesfrance,
opérateur du Ministére Franjáis des Affaires Etrangéres et Euro-
péennes, du ministére Fran^ais de la Culture et de la Communica-
tion et du Service de Coopéralion et d’Action Culturelle de
l’Ambassade de France en Argentine.
Esta obra, publicada en el marco del Programa de Ayuda a la
Publicación Victoria Ocampo, cuenta con el apoyo de Culturesfran­
ce, operador del Ministerio Francés de Asuntos Extranjeros y
Europeos, del MinisterioFrancés delaCulturay déla Comunicación
y del Servicio de Cooperación y de Acción Cultural de la Embajada
de Francia en Argentina.

© 2010 por Ediciones Nueva Visión SAIC. Tueumán 3748, (1189)


Buenos Aires, República Argentina. Queda hecho el depósito que
marca la ley 11.723. Impreso en la Argentina /Printed in Argentina
INTRODUCCIÓN

La idea de que la razón es el rasgo distintivo del


hombre es común a la filosofía griega y al cristia­
nismo. Aristóteles hace de la razón la facultad que
permite que el ser humano acceda a representacio­
nes fundadas de lo real y lo guíe en su acción. El
cristianism o asegura que la razón es lo propio de
todos los hombres. Pretende que la razón domine las
pasiones.
La noción de racionalidad es mucho más tardía.
Sólo en el .siglo xx se vuelve corriente. Hunde sus
raíces en las tentativas que se desarrollan sobre todo
a partir de los siglos xvn y xvm para estudiar la lógica
del comportamiento humano en un espíritu científico.
Estos esfuerzos están asociados sobre todo a los
nombres de Pascal, de Laplace, de Condorcet o más
tarde de Bentham . E sta ambición científica es
indisociable de la noción de racionalidad.
La declinación de la noción de razón en raciona-idad
se impuso porque designa movimientos de pensamien­
to que se cristalizaron progresivamente al punto de
constituirse en disciplinas autónomas: la teoría de la de­
cisión, la teoría de juegos, la ciencia económica y la
psicología cognitiva. Estas disciplinas siguen siendo
muy activas en nuestros días. La ciencia económica
es una disciplina científica de punta a punta, la
teoría de la decisión y la teoría de juegos son discipli­
nas transversales que interesan tanto a la ciencia
política o a la sociología como a la economía, pero
tienen una identidad innegable. Más reciente, la
psicología cognitiva estudia en particular los des­
víos entre los comportamientos reales y aquellos que
la racionalidad esperaría observar.
Las ciencias hum anas no pueden escapar a la
explicación de los comportamientos individuales,
incluso cuando, como la economía, la sociología, la
ciencia política o la antropología, tratan acerca de
fenómenos colectivos. Porque estos últimos siempre
son el efecto de comportamientos individuales. Los
individuos responsables de estos fenómenos tienen
un pasado y se inscriben en un entorno social: no son
átomos suspendidos en un vacío social. Las ciencias
sociales deben tenerlo en cuenta. Pero no pueden ser
consideradas sólidas a menos que la explicación que
proponen de los comportamientos individuales res­
ponsables de un fenómeno colectivo obedezca a las
reglas del pensamiento científico. Si no pueden rati­
ficar esta condición, no suficiente pero sí necesaria,
no pueden tener la pretensión de que se les reconozca
una categoría científica.
Ahora bien, en ciertos casos la explicación de un
comportamiento —para utilizar la distinción clásica
de Aristóteles— puede apelar a causas eficientes, como
cuando un individuo manifiesta tal comportamiento
porque fue víctima de una lesión cerebral; en otros a
causas finales, como cuando un individuo realiza tal
acción con el objeto de obtener tal efecto. A. Schütz
oponía dentro del mismo espíritu los Weil- y los Wozu-
Molive: los motivos de tipo porque y los motivos de tipo
°l objeto de.
Las ciencias sociales —las de las ciencias humanas
que tratan acerca de fenómenos colectivos— evocan por
supuesto explicaciones del comportamiento apelando a
causas eficientes distintas de las causas neurológicas.
Pueden ser de carácter cultural, como cuando la creen­
cia de un individuo en el dogma de la Trinidad es
explicada porque él interiorizó esa creencia bajo el
efecto de la socialización; biológica, como cuando un
comportamiento es interpretado como resultante de un
proceso de adaptación al medio natural; o psicológica,
como cuando un acto es presentado como el efecto del
instinto de imitación que supuestamente dominaría al
ser humano.
De manera general, existen dos tipos fundamenta­
les de explicación del comportamiento: aquella, racio­
nal, que explica el comportamiento del individuo por su
intención de satisfacer un deseo o alcanzar un objetivo.
Y aquella otra, a-racional, que lo explica por fuerzas
que más o menos escapan a su control. Aquí preferire­
mos el concepto de a-racionalidad al de irracionalidad,
más familiar pero polisémico.
Esta distinción plantea dos cuestiones a las ciencias
sociales: la primera es saber si es recomendable
preferir uno de estos dos tipos de explicación. La
segunda remite a la definición de las nociones de
racionalidad y de a-racionalidad.

Un d e s a fío p e d a g ó g ic o ,
c ie n t íf ic o y p o lític o

Lejos de ser meramente teóricas, estas cuestiones


son de una im portancia práctica decisiva. Una
comisión oficialmente establecida por el gobierno
francés en 2008 fue encargada de evaluar los
m anilales de ciencias económicas y sociales dis­
ponibles. En olios descubrió muchos rasgos que los
alejaban de lo que normalmente se espera de obras de
iniciación a disciplinas científicas. La Academia de
Ciencias Morales y Políticas, por su lado, a comien­
zos del año 2008 constituyó un grupo de trabajo que
recogió la opinión de expertos extranjeros sobre el
mismo tema. El informe que resultó de esto fue
presentado a la prensa, y desemboca en reservas
semejantes (carta de la Academia de Ciencias Mora­
les y Políticas del 8 de julio de 2008, 10" año, n- 352).
Señala que
el análisis |de los problemas económicos y sociales tal
como se presentó en los manuales destinados a las
clases de ciencias económicas y sociales] demasiado a
menudo se reduce a la expresión de una serie de
opiniones. Todo esto corre el riesgo de inculcar en los
alu rnnos la idea de que se pueden tratar esos problemas
complejos a partir de análisis superficiales y de que, en
este campo, discursos de calidad científica muy desigual
pueden ser puestos en el mismo plano. Esto corre el
riesgo de orientar al futuro ciudadano hacia un relativis­
mo generalizado.
Este diagnóstico es revelador de las ineertiduw-
bres que hoy caracterizan a las ciencias sociales.
Indica que el etilos científico no está muy presente en
el espíritu de numerosos redactores de manuales.
¿Se puede imaginar un manual de ciencia física que
trate acerca de las teorías físicas como si fueran
opiniones?
Las deficiencias de los manuales no son el único
síntoma de la fragilidad de las ciencias económicas y
sociales. Sociólogos contemporáneos denuncian como
una ilusión la ambición de los grandes sociólogos
clásicos de hacer de su disciplina uná ciencia que
obedezca a las mismas reglas que las otras. Erigien­
do como destino un estado de cosas sin duda proviso­
rio, otros quieren ver en las ciencias sociales una
cultura definida de manera negativa: ni arte ni cien­
cia. Otros sostienen que las ciencias sociales se ca­
racterizarían por modos de razonamiento propios,
que tienen poco que ver con aquellos de las otras
ciencias. Algunos pretenden que el egoísmo, otros
que el mimetismo, otros que la atención (caro), otros
que el instinto sexual resuma al ser humano.
Ahora bien, una razón mayor de la fluctuación que
caracteriza a las ciencias sociales reside en el hecho
de que ellas dan respuestas vacilantes a las dos
cuestiones sobre el lugar que hay que dar a la expli­
cación racional del comportamiento humano y de la
significación de la noción de racionalidad.
A juzgar por las teorías que se impusieron como
auténticas contribuciones al conocim iento, la
explicación racional del comportamiento parece res­
ponder mejor a Jos criterios habituales de la cientifi-
cidad. Pero la concepción dominante que asimila la
racionalidad a la búsqueda por el individuo de me­
dios que le permitan satisfacer sus preferencias es
insuficiente, como bien lo comprendieron Max Weber
ayer o Amartya Sen en 1a actualidad . Sen (2005)
subraya oportunamente que un comportamiento pue­
de ser racional sin apuntar a satisfacer las preferen­
cias del individuo, hasta ser racional por más que
descanse en creencias falsas. Pero ¿no conduce esto a
hacer de la noción de racionalidad algo que uno llena
con sus propios contenidos?
Las ciencias sociales produjeron innum erables
explicaciones de fenómenos sociales que obedecen a
los criterios de cientificidad en vigor en todas las
ciencias. Los manuales actuales deben su fragilidad
al hecho de que no distinguen entre los productos
científicos de las ciencias sociales y aquellos que
Tocqueville habría puesto a cuenta del espíritu lite­
rario, cuyos efectos nocivos sobre el análisis de los
fenómenos políticos y sociales deplora amargamente
en sus Souuenirs.
Las ciencias económicas y sociales en adelante son
una de las dimensiones esenciales de la cultura
general moderna, en un tiempo en que ésta ya no
puede descansar exclusivamente, como ocurría en­
tre los siglos xvn y xx, sobre los dos pilares de las
humanidades y de las ciencias de la naturaleza. Es
crucial que el ciudadano de mañana sea capaz de
descubrir las consecuencias plausibles de una deci­
sión económica o política. Que sepa interpretar los
resultados de una elección o de una encuesta. Que
pueda explicar por qué la regla de la mayoría es
considerada legítima. O incluso que comprenda las
razones de ser de las creencias religiosas.
Sobre todos estos temas y muchos otros las cien­
cias sociales produjeron teorías sólidas. Es impor­
tante que el ciudadano joven las conozca. Ellas tienen
la vocación de construir el tercer pilar de la cultura
general.
Ahora bien, no es posible estar preparado para que
sean verdaderamente sólidas si no son clarificadas
las cuestiones fundamentales que suscitan, entre
ellas la de la racionalidad del comportamiento hu­
mano. Tanto más importante es prestarles atención
cuanto que las turbulencias del mundo modérno
incitan a los especialistas de estas disciplinas a
interesarse prioritariam ente en los temas indefini­
damente renovados que dicta el hervidero de la ac­
tualidad y como consecuencia a abandonar las cues­
tiones teóricas fundamentales, como la de la raciona­
lidad. Como tendremos ocasión de recordarlo, el
sombrío siglo xx había revelado sin embargo que ella
reviste una importancia no sólo teórica sino política
decisiva.1

1 Agradezco a Renaud Fillieule y a Jean-Paul Grcmy por sus


valiosas observaciones sobre un estado anterior de este libro.
Capítulo I
RAZÓN Y RACIONALIDAD

La noción de racionalidad es una declinación de la


noción filosófica de razón. ¿Cuáles son los orígenes y las
particularidades do esta declinación?
No es cuestión de tratar aquí acerca de la historia
compleja de la noción de razón en el contexto de la
filosofía y de la teología. Digamos tan sólo que emerge
muy pronto de la observación de que los hombres son
capaces de argumentación y de cálculo (en latín: ratio).
La filosofía más antigua se demora en el conflicto entre la
razón y las pasiones. Los estoicos oponen el sabio, que
obedece sobre todo a su razón, al no sabio, que resiste
mal a sus pasiones. El cristianismo ve a los hombres
como todos dotados de razón, por estar moldeados a
imagen de Dios. Insiste en que se domestiquen las
fuerzas que se oponen a su ejercicio.
Los autores modernos retomaron esos temas eternos.
La debilidad de la voluntad es un tema favorito de las
ciencias sociales. Hayek(2007 [1973-1979]) señaló sus
límites y recalcó que a la voluntad le cuesta trabajo
escaparen forma duradera a las exigencias de la razón:
“Del mismo modo que no podemos creer en lo que
queremos, o estimar verdadero lo que nos place, tampoco
podemos considerar como justo lo que nos conviene
denominar de tal modo. Aunque nuestro deseo de que
algo sea estimado justo pueda durante largo tiempo
predominar sobre nuestra razón, existen necesidades
del pensamiento contra las cuales semejante deseo es
impotente.”
La filosofía clásica ve en la razón el instrumento que
permite representarse lo real tal como es y a lo largo de su
historia se interroga en su eficacia. Kant debe su
importancia en particular a que mostró que la razón no
puede dar respuesta a determinadas cuestiones. Karl
Popper especificó su respuesta. A su juicio, únicamente
dependen de la ciencia las cuestiones a las que se puede
tratar de responder mediante teorías que tienen la
propiedad de ser refutables. Se concede a estas teorías
una confianza tanto mayor cuanto más severas han sido
las tentativas de refutación a que se ha logrado someterlas.
Otras cuestiones dependen de la metafísica. Son legítimas,
pero por principio no es posible someter las respuestas
que se les da al proceso de consolidación progresivo a que
se puede someter las cuestiones científicas.
La filosofía siempre vio en la razón una guía no sólo
del conocimiento, sino de la acción. Para Aristóteles,
las acciones individuales y la organización de la vida
de la Ciudad dependen de la razón. Kant invocó la
existencia de una razón especulativa que permite al ser
humano darse una representación confiable del mundo
y de una razón práctica capaz de suministrarle guías
de comportamiento.
Estas cuestiones filosóficas siguen habitando las
ciencias sociales. La sociología impugna la tesis clásica
que define el conocimiento como una adequatio rei el
intellectus. Ella se interroga sobre las razones por las
cuales el individuo percibe una acción como legítima,
aceptable o sensata. La cuestión de la libertad humana
atraviesa las ciencias sociales tanto como la filosofía.
En la continuidad de las corrientes religiosas intransi­
gentes surgidas del agustinismo, algunas corrientes
marxistas asignan a la libertad humana un papel
desdeñable. Ven en ella una ilusión. Los culturalistas
de toda procedencia tratan a las representaciones y las
evaluaciones de los seres humanos como el producto, en
cuanto a lo esencial, del condicionamiento social: un
prejuicio que el antropólogo Horton (1993) considera
con todo derecho siniestro. Para Max Weber y Dur-
kheini, por el contrario, es imposible explicar un fenó­
meno social sin darse un ser humano a la vez hetei'óno­
mo, en el sentido de que debe tener en cuenta las
coerciones que hacen pesar sobre él su entorno social y
las limitaciones de sus recursos, y al misino tiempo
autónomo, por estar dotado de la capacidad de escoger
y de juzgar.
A despecho de esta continuidad entre la tradición
filosófica y las ciencias sociales, estas últimas tienden
a abandonar cada vez más francamente la noción de
razón en beneficio de la de raciojialidad.

I . L a RACIO NAL!D AD

El origen de este deslizamiento reside en el hecho de


que desde el siglo xvn y sobre todo del xvm, progre­
sivamente se consolidan cuatro movimientos de pensa­
miento y de investigación. EApnmero lanza las premisas
de una ciencia normativa de la acción: la teoría de la
decisión. Ella apunta a determinar la conducta reco­
mendada en las situaciones de riesgo y de incertidum-
bre. Las manifestaciones anunciadoras de este movi­
miento de investigación acompañan el nacimiento del
cálculo de probabilidades.
El segundo movimiento trata acerca de los casos
donde la incertidumbre a la que se ve confrontada la
acción individua] se debe a la imprevisibilidad del
comportamiento del otro. Éste debía dar nacimiento
a la teoría de juegos. Pero esta teoría fue practicada
mucho antes de ser desarrollada en forma sistemática.
Estos dos movimientos se caracterizan de entrada
por su ambición demostrativa. No se trata ya de evocar­
la razón en términos generales, sino de determinar lo
que ella recomienda hacer en condiciones precisas de
riesgo o de incertidumbre.
El tercer movimiento de investigación debía dar
nacimiento a la ciencia económica. Este comienza a
cristalizarse en el siglo xviu con los trabajos de filósofos
franceses de las Luces, como Turgot, y de los filósofos
escoceses, como Adam Smith. Fue estimulado por la
revolución industrial inglesa.
El cuarto movimiento data de fines del siglo xx. Es el
de la psicología cognitiva. Sobre todo se dedica a
determinar si el uso espontáneo de la razón es confiable,
a partir del momento en que ésta trata por ejemplo de
estimar la probabilidad de un acontecimiento a partir
de ciertos indicios o de determinar la existencia de una
relación de causalidad a partir de ciertas observaciones.
Este movimiento no carece de relación con los otros, en
la medida en que se interesa en la validez de las
representaciones que guían el comportamiento del suje­
to enfrentado a situaciones de incertidumbre. Pero los
tres primeros tratan de la racionalidad práctica,
mientras que el cuarto explora ciertos aspectos de la
racionalidad teórica.
No sólo estos cuatro movimientos se autonomizaron
progresivamente sino que dieron nacimiento a un flujo
continuo de investigaciones que se caracterizan por un
apego por los principios del elhos científico.
1. La teoría de la decisión individual. Algunos
ejemplos clásicos resumirán los objetivos y los proce­
dimientos característicos d< estos cuatro movimientos.
La apuesta de Pascal es el ejemplo que acude
inmediatamente al espíritu cuando se. evoca la teoría
de la decisión individual. ¿Hay que creer en Dios? La
razón lo recomienda, explica Pascal. A no dudarlo, no
hay ningún medio de asegurarse con certidumbre de su
existencia. Pero un argumento debería convencer al
escéptico de optar por la existencia de Dios. En efecto,
aunque se suponga que la probabilidad do la existencia
de Dios es infinitamente pequeña, el castigo que se
puede temer —asarse en las llamas eternas— si se
apuesta que no existe y existe es de valor infinito.
Ahora bien, una cantidad tan pequeña como se quiera
pero no nula multiplicada por el infinito es igual al
infinito. La razón —la racionalidad—, por lo tanto,
aconseja apostar que Dios existe. Aquí se funda en un
argumento matemático insoslayable.
Laplaee abre otra veta de investigación cuando
compara las actitudes que se deben tener frente al
riesgo y a los juegos de lotería. ¿En qué condiciones
aceptar jugar a una lotería? Cuando se verifica que la es­
peranza matemática de ganancia característica de la lo-
t< ría es positiva. Así, yo debería aceptar jugar una
partida de cara o ceca a una tirada que me prometa ga­
nar $1 en caso de éxito sólo si la apuesta es inferior a
$0,5. En efecto, mi esperanza de ganancia sería enton­
ces de 0,5 x $0 + 0,5 x $1 = $0,5.
Pero la respuesta de Laplaee no tiene un alcance
general. La paradoja llamada de San Petersburgo puesta
de manifiesto desde comienzos del siglo xvm por Nico­
lás y luego por Daniel Bernouilli, muestra que algunas
loterías tienen una esperanza de ganancia infinita,
mientras que nadie aceptaría gastar así no fuera más
que algunos pesos para jugar. En efecto, supongamos
que me proponen jugar a una partida de caía o ceca que
se detuviera no bien saliera cara, concediéndome nr¡n
ganancia de $2" solamente si sale cara en la n-ésima
tirada (con n > 1). La probabilidad de que salga cara,
digamos, en la décima tirada solamente es igual a la
probabilidad de que salga ceca primero nueve veces se­
guidas, o sea 1/29. p]n este caso, yo ganaría 1/29x $29= $1.
De manera general, ganaré $1 para todo valor de n.
Siendo igual a l + l + l+ ...,la esperanza de este juego
es infinita. Sin embargo, nadie aceptaría jugar, ni
siquiera por una suma modesta. Esta dificultad pone
de manifiesto un hecho esencial: que los mecanismos de
la decisión no se reducen a la lógica y al cálculo. Lo
vemos en el caso de las apuestas plebiscitadas por los
jugadores. La probabilidad de adivinar ocho cifras
comprendidas entre 0 y 9 engendradas por un sorteo
aleatorio es mínima. Sin embargo, cantidad de perso­
nas juegan a este tipo de juego. Todos los juegos de
dinero establecidos por los Estados y los casinos tienen
una esperanza matemática negativa. ¡Pero gozan de
una inmensa popularidad!
La cuestión planteada por los Bernouilli y Laplace
debía engendrar entre nosotros otras tentativas por
comparar los juegos de lotería con situaciones reales de
incertidumbre y de riesgo. Por ejemplo, supongamos
que me proponen apostar por una suma mínima en una
lotería que me promete una gran suma, pero con una
probabilidad desconocida: en este caso, la mayoría de la
gente apostaría, de manera de evitar un pesar eventual
en el caso en que el azar les concediera la ganancia.
Semejante actitud obedece al criterio llamado de Sava-
ge. Otro caso: supongamos que me proponen apostar
una suma importante con miras a una ganancia diez
veces más importante, pero que me sería atribuida con
una probabilidad desconocida. En este caso, la mayoría
de la gente vacilaría enjugar. Esta actitud obedece al
criterio llamado de Wald. Algunos estudios mostraron
que estos diferentes tipos de lotería simulaban con
realismo situaciones de decisión concretas y como con­
secuencia permitían explicar, hasta predecir, el com­
portamiento. Así, se pudo mostrar que los agentes de
una de las dos grandes empresas observadas por M.
Crozier en su Phénoméne bureaucratique recurrían
regularmente al criterio de Wald para responder a las
incertidumbres concretas a las que se veían enfrenta­
dos en virtud de la definición ambigua de su papel.
También el teorema de Bayes debía dar nacimiento
aúna abundante literatura, porque suscita una cuestión
de considerable alcance, partiendo de situaciones
simplificadas. Supongamos que yo crea que una urna
contiene 75 cfc de bolas blancas y 25 (7c de bolas negras.
Saco una bola a ciegas. Es negra. Un segundo tiro, un
tercero y luego un cuarto tiro me vuelven a dar una bola
negra; ¿debo modificar mi juicio? Esta situación
experimental suscita la cuestión de la revisión de las
representaciones del mundo bajo el efecto de la
experiencia. Algunos investigadores se inspiraron en
el teorema de Bayes1 para tratar dé recuperar los
principios que determinan los cambios de opinión
provocados por la aparición de informaciones nuevas.
2. La decisión en situación de interacción. - Los
modelos de los que acabamos de hablar tratan acerca de
situaciones donde el que decide está solo frente a sí
mismo. La teoría de juegos encara casos donde la
decisión concierne a varias personas en interacción
unas con otras y donde cada una se ve enfrentada a la
necesidad de calcular el comportamiento del otro. Se
convierte en una disciplina con derecho propio a partir
de los trabajos de von Neumann y Morgenstern. Pero su
historia comienza mucho antes.
Así, la teoría política de Rousseau descansa en una
' La probabilidad pie & H) para que; un acontecimiento sea
observado.)’que una hipótesis sea verdadera es igual a pie) xp(H, e)
o incluso a p (HJ x píe, H). De dondep (H) es igual a píe) x />íH, e)/p
íe, H >.
paradoja que debía ser formalizada por ]a teoría de
juegos. En su Discurso sobre el origen de la desigualdad
entre los hombres él supone que dos cazadores que
viven bajo el régimen del eslado de naturaleza, que
ignoran por hipótesis toda regla moral y no están
sometidos a ninguna ley, deciden cooperar para
capturar un ciervo. Rousseau sostiene que, en las
condiciones del estado de naturaleza, sin duda no lo
lograrán. En efecto, como cada uno desconfía del otro,
porque sabe que no se siente ligado por su promesa de
cooperación, se verá tentado a abandonar el acecho
para capturar la liebre que pasa y así asegurar su
pitanza en el caso de que el otro hubiese elegido hacer
lo mismo. Rousseau identificó aquí una estructura
perversa, convertida hoy en una figura clásica de la
teoría de juegos: el juego de la confianza.
Es conocida la conclusión que debía extraer Rous­
seau de su parábola de los dos cazadores: al estar
toda cooperación amenazada a partir del momento
en que se supone que los individuos no están forza­
dos por las promesas que se hacen unos a otros,
estos tienen ventaja en aceptar que los obliguen a
m antenerlas. Entonces aceptan trocar su libertad
natural por la libertad civil. De ahí proviene la idea
de que el contrato social debe descansar en la coac­
ción libremente consentida por la ley.2 Por supues­
to, esto implica “cortarse un brazo para salvar el
resto del cuerpo”.
‘ Kl juego de la confianza se define por la estructura siguiente de
las preferencias: CC > DC = DD > CD í= el primer actor prefiere la
situación donde él mismo y el segundo cooperarían en la situación
donde él mismo desertaría y el segundo cooperaría, etc.'. Las
preferencias del segundo son simétricamente: CC > CD = DD > DC.
La amenaza de confiscación de la liebre en caso de deserción
transforma la estructura de las preferencias. Eli efecto, tenemos
entonces para los dos actores CC > DC = DD = CI) y CC > CD = DD
= DC, de manera que la racionalidad garantizaba cooperación.
Es inútil recordar la influencia histórica que ejer­
ció esta leoría. Rousseau no supone, a la manera de
Hobbes, que el estado de naturaleza acarrea una
competencia irreparable para bienes escasos. Mues­
tra que en ausencia de una coacción legal o moral es
posible que no ocurra una cooperación unánimemen­
te deseada. Se comprende por qué Kant pudo ver en
Rousseau al Nevvton de la teoría política.
3. La ciencia económ ica. - Mandeville es el autor
de un teorema famoso: son los vicios privados los que
constituyen la virtud pública. Significa que al per­
seguir su interés particular cada uno, sin quererlo,
puede servir el interés general. Esta paradoja debía
llam ar la atención de Marx. La búsqueda incluso
ilegal del interés privado puede contribuir al interés
general: si no hubiera ladrones habría menos aboga­
dos, cerrajeros y policías y crecería la desocupación.
La paradoja se extiende también a las actividades
legales que obedecen a motivaciones egoístas. No es la
benevolencia del carni-cero la que permite al consu­
midor comprar su carne a un precio accesible. Si
trata de explotar a su clientela poniendo precios
excesivos, la perderá en beneficio de sus competido­
res. Esta idea simple dio el puntapié inicial de la
ciencia económica. Es la famosa mafia invisible de
Adam Smith, de la que toda la ciencia económica es
de hecho una elaboración.
Pero la mano invisible puede transform arse en
un puño invisible, como Jo mostró la crisis financie­
ra y Juego económica desencadenada en 2008 en
parte a instigación de lo político, el que presionó a
los bancos norteamericanos para que facilitaran el
acceso de todos a la propiedad inmobiliaria. Esta
crisis recordó al mundo entero que el buen funcio­
namiento de un mercado exige la introducción de
regulaciones apropiadas. Las parábolas de Adam
Smith deben ser completadas por las de Rousseau.
La ciencia económica se convirtió hoy en día en un
corpus de saber complejo. Pero se desarrolló a partir de
algunas intuiciones básicas. Hasta se propuso en la
segunda mitad del siglo xx extender la lógica que ella
imputa al homo oeconomicus a los comportamientos
sociales y políticos. Esta extensión dio nacimiento a lo
que se llamó The new Science of economics.
Los tres movimientos de investigación ilustrados
por estos ejemplos tomados a propósito sobre todo de los
precursores tienen un rasgo común. Ellos imaginan
situaciones simplificadas que conducen a conclusiones
normativas que pueden ser objeto de un cálculo, a
partir del momento en que se aceptan los axiomas que
describen el comportamiento de los individuos ideales
que constituyen los átomos del análisis. Ellos suponen
que esas situaciones simplificadas hacen aparecer la
estructura de situaciones reales. En algunos casos esto
es cierto. En otros se detecta un desvío entre el
comportamiento manifestado por los sujetos y las
predicciones de la teoría.
4. La psicología coghitiva. Los desvíos que se obser­
van entre lo que dice la racionalidad y los comporta­
mientos reales dio nacimiento a una línea de investiga­
ción importante: la psicología cognitiva.
Así, cuando se pregunta a un sujeto cualquiera si tal
letra del alfabeto es más frecuente que tal otra, él
tiende a buscar palabras que comienzan por una u otra
de esas letras y a apoyarse en la facilidad con que las
obtiene para sacar la consecuencia de que una es más
frecuente que la otra. El procedimiento tiene proba­
bilidades de conducirlo a una respuesta falsa, por­
que una letra puede ser más frecuente que otra en
primera posición sin serlo en general. El procedi­
miento, por lo tanto, no es confiable. Pero ¿hay que
calificarlo de a-racional? Representa un desvío com­
prensible que permite evitar un recuento metódico
poco practicable. Las deficiencias de los correctores
ortográficos propuestos por los programas de trata­
miento de texto a menudo se deben a que sus creado­
res cedieron a las facilidades de desvíos cognitivos
de este tipo.
Otro ejemplo: se pide a un sujeto que prediga el
resultado de una partida de cara o ceca utilizando una
moneda trucada que tiene 8 probabilidades sobre 10 de
caer cara. Informado el sujeto de ese truco, tiende a
predecir de manera aleatoria cara 8 veces y ceca 2 veces
sobre 10. De hecho, es preferible predecir cara en cada
tirada. En efecto, al imitar el comportamiento de la
moneda, se tienen menos de siete probabilidades sobre
diez de adivinar, m ientras que se tienen ocho
probabilidades sobre diez prediciendo cara en todas
las tiradas.3 La estrategia escogida da un resultado
que no es el mejor, pero ¿es a-racional?
Muchas otras experiencias m ostraron que los
comportamientos empleados por los sujetos se alejan de
la solución conveniente. Así, si se proponen dos
secuencias que representan los resultados de una
partida de cara o ceca tales como CaCciCaCaCaCaCa-
CeCeCeCeCeCeCe y CaCa CcCaCaCaCaCcCcCaCa-
CeCeCa, los sujetos consideran en general la segunda
más probable, .mientras que las dos tienen la misma
probabilidad de aparecer.
De los trabajos de la psicología cognitiva se extrae la
conclusión de q ue no se puede i den ti ficar 1a raci on al ida d
con un cálculo justo.
Estos estudios interesan a las ciencias sociales en su
4 En efecto (0.8 x 0,8) + (0,2 x 0,2) * 0,68 v í 1.0 x 0,8) + (0 x 0,2; =
0,80.
conjunto. Que los individuos no den siempre las
mejores respuestas a las preguntas qiie Ies son
formuladas ¿implica que sean a-racionales? Sería ir
demasiado de prisa. Muchos hombres de ciencia
creen en ideas falsas sobre cuestiones de su com­
petencia sin que se piense en tratar esas creencias de
a-racionales. ¿No se puede defender la misma acti­
tud respecto de las respuestas erróneas de los sujetos
sometidos a las preguntas de la psicología cognitiva?
Máxime cuando esas preguntas a menudo tienen el
carácter de trampas. Sus experiencias, en todo caso,
tienen el mérito de formular la pregunta crucial de
saber si es posible darse una teoría de la racionalidad
que justifique la idea de que una respuesta errónea
pueda ser considerada como racional.
Los tres primeros movimientos de investigación evo­
cados tienen en común el hecho de proceder por el
método de los ntodelos. El investigador plantea a priori
principios de comportamiento, como cuando Rousseau
supone que sus hombres salvajes obedecen exclusiva­
mente a su interés egoísta. La ventaja del método de los
modelos es crear un sistema deductivo. Su inconve­
niente es que no se sabe en qué medida axiomas
simplifícadores describen la realidad de los compor­
tamientos.
La psicología cognitiva suscita cuestiones análogas.
Ella se concede una libertad completa en la concepción
de sus experimentaciones. Esto tiene la ventaja de que
la situación en la que se encuentran los sujetos que son
sometidos a ellos está claramente definida. Pero ¿pueden
extrapolarse situaciones experimentales de las sitúa-
dones reales? Al parecer, demasiado rápido se infirió
de estas experimentaciones la existencia de una pro­
funda discontinuidad entre el pensamiento ordinario y
el pensamiento científico.
Por su carácter abstracto, los cuatro movimientos
plantean la cuestión del realismo de los principios de
comportamiento que ellos im putan a individuos
idealizados en el caso de laeconomía y a sujetos ubicados
en condiciones artificiales en el caso de la psicología
cognitiva.
Los métodos inaugurados en particular por Lapla-
ce, Rousseau, Mandeville o Adam Smith en todo caso
dieron nacimiento a corrientes de investigación tan
ricas que progresivamente se autonomizaron y que se
volvió difícil dominarlas a todas. De ello resultó una
fragmentación de la noción de racionalidad. Ella se
encuentra en el corazón de todos los trabajos que tienen
que ver con las cuatro corrientes y generalmente con las
ciencias económicas y sociales en su conjunto. Pero por
así decirlo no hay un lugar central donde esté claramen­
te enfocada la cuestión de saber lo que hay que entender
exactamente por roaona-lidod.
Más que intentar responder en lo abstracto a la
cuestión del realismo de esos modelos, es posible evocar
ejemplos que ilustren la eficacia del pasaje por lo
abstracto para explicar lo concreto.

II. E l r e a lis m o d e l o s m o d e lo s

Las ciencias sociales apuntan sobie todo a responder


cuestiones relativas a temas macroscópicos como: cuá­
les son las causas de tal evolución social, de la adopción
de tal institución, de la obsolescencia de tal práctica o
del surgimiento de tal acontecimiento mayor.
1. De Rousseau a Reagan. En esta última categoría,
una cuestión ocupó el final del siglo xx: la de las causas
del derrumbo del sistema soviético. Por supuesto,
existen múltiples causas: violación de los derechos
del hombre, economía ineficaz, relajamiento del con­
trol político, descontento del público, impotencia de
los gobernantes en modernizar el sistema, acción de
los disidentes, influencia del papa Juan Pablo II. Pero
esas causas no explican ni la brutalidad del derrumbe,
ni que se haya producido en un momento preciso y no
en otro. La URSS había tenido dificultades económi­
cas considerables de manera crónica: por lo tanto,
ellas no explican que su derrumbe se haya producido
a comien-zos de la década de 1990 más que veinte años
antes o veinte años después.
La causa que explica más seguramente la rapidez y
la brutalidad del derrumbe de la URSS es la Iniciativa
de defensa estratégica, también llamada Guerra de
las galaxias, o sea, la decisión tomada por el gobierno
estadounidense de instalar un paraguas de misiles
antimisiles que en principio permitían neutralizar
todo misil enemigo antes de que alcanzara su blanco.
Pero para mostrarlo es indispensable recurrir a la
teoría de juegos.
Desde los años de la guerra fría, Estados Unidos y
URSS se habían embarcado en una carrera crónica
armamentística. Esta última tiene una estructura
calificada por la teoría de juegos de Dilema del
prisionero (DP). A partir del momento en que se instala
la guerra fría, la URSS y los Estados Unidos tienen en
cada momento dos estrategias posibles: mantener su
arsenal nuclear constante (C = cooperar) o aumentarlo
(D = hacer deserción). La estrategia C implica un
riesgo considerable: verse superado en la carrera
armamentística. Para cada uno de los dos protago­
nistas, lo ideal es escoger D m ientras que el otro
elegiría C. La situación en que cada uno de los dos ele­
giría C es para cada uno la segunda mejor opción;
aquella donde cada uno de los dos elegiría D viene para
cada uno en tercer lugar en el orden de Ia3 preferencias:
es la situación donde cada uno padece costos considcra-
bles para man tenerse en el mismo nivel que el otro.
Escoger C mientras que el otro elegiría D viene en
cuarto lugar.
En resumen: los Estados Unidos prefieren DC (la
situación en que los Estados Unidos se arman mientras
que el nivel del arsenal soviético es constante) a CC; CC
a DD; y DI) a CD. Las preferencias de la URSS son
simétricas: ella prefiere CD (situación en que los
Estados Unidos mantienen su arsenal en un nivel
constante y en que ella aumenta el suyo) a CC; CC a DD;
y DD a DC. Los dos están de acuerdo en dar a las
situaciones intermedias CC y DD los rangos 2 y 3. Se
oponen en sus preferencias en las otras dos situaciones.
Este doble sistema de preferencias define la estructura
del Dilema del prisionero.
La única salida para los gobiernos de los dos países
es escoger la estrategia D, la única que elimina el riesgo
catastrófico que acarrearía el hecho de no emprender a
tiempo el programa que permita garantizar que el
adversario, mañana, no se encontrará en posición de
superioridad. Por lo tanto, DD es la combinación estra­
tégica que tiene todas las probabilidades de realizarse
en una situación de interacción de tipo Dilema del
prisionero. Ahora bien, ésta es la que efectivamente se
llevó a cabo en el curso de los largos decenios de la
guerra fría. Un acuerdo CC habría sido preferible de
lejos, puesto que el equilibrio entre las dos naciones
habría sido preservado sin que ellas tuvieran que
exponerse a gigantescos gastos militares. Pero esta
solución no podía ser alcanzada en virtud del carácter
dominante para los dos actores de la estrategia D. Por
eso las conferencias sobre el desarme que precedieron
la caída de la URSS desembocaron en una reducción de los
arsenales de carácter simbólico: cuando terminaron,
las dos superpotencias conservaban la posibilidad de
hacer saltar varias veces el planeta.
Fue el mérito del presidente norteamericano Ro­
ña Id Reagan comprender que las conferencias sobre
el desarme obedecían a una racionalidad sobre todo
simbólica y que la única manera de poner fin a la
guerra fría consistía en romper las i'eglcis del juego.
¿Cómo? Con la fanfarronada de la Guerra de las
galaxias. Fanfarronada, porque en la época los Esta­
dos Unidos no disponían de los medios que les permi­
tieran realizar con rapidez el programa SDI. Pero los
soviéticos no podían poner en duda la voluntad de los
Estados Unidos de encarai*la. Ahora bien, el costo
era exorbitante. Si la URSS hubiera intentado conti­
nuar, habría hecho frente a dificultades económicas
insuperables. El orden social y político, ya vacilante,
habría estado peligrosamente amenazado. El gobier­
no soviético, en consecuencia, no tenía otra opción
que abandonar la partida. A partir de ese momento,
la URSS perdió su condición de segunda superpoten-
cia, que sólo procedía de su potencia militar. Estaba
obligada a confesar que ya no tenía los medios de
m antener sus ambiciones y ya no podía en adelante
presentar su régimen como una alternativa al régi­
men liberal. Sin duda, la URSS también se derrumbó
porque t í o respetaba los derechos del hombi’e ni las
leyes de la economía. Pero de todos modos había
logrado hacer creer durante setenta años que repre­
sentaba un régimen alternativo al de las democra­
cias.
Por abstracta que sea, la teoría de juegos permite
jerarq u izar las causas que condujeron a este
acontecimiento considerable.
2. De Adam Smith a Buchanan y Tullock. - La
teoría económica que se desarrolló a partii’ de impulsos
iniciales como el de Adam Smith se convirtió en úna
disciplina autónoma cuyos límites todos ven con
claridad, pero cuya eficacia nadie puede negar. Su
proceder y su axiomática también inspiran otras
disciplin as
Por ejemplo, ella permite responder a la cuestión de
saber por que uno acepta plegarse a la regia de la
mayoría. Como lo destacan Buchanan y Tullock en su
obra clásica sobre El cálculo del consenso, todo
procedimiento que permita traducir un conjunto de
opiniones individuales en una decisión colectiva con
fuerza de ley está sujeto a dos inconvenientes de signo
opuesto.
En efecto, sea un cuerpo legislativo abstracto que
comprenda N miembros que actúan exclusivamente por
hipótesis según su alma y conciencia. Si se exige el
acuerdo de todos para dar fuerza de ley a una medi­
da, la discusión corre el riesgo de ser interminable,
pero se está seguro de que nadie se sentirá lesionado
por la nueva ley. A la inversa, si el cuerpo legislativo
acepta someterse a la opinión de uno solo de sus
miembros, la decisión será rápida, pero corre el
riesgo de disgustar a N -l de los miembros. Así,
cuanto más elevado es el número n de miembros cuyo
acuerdo es requerido, tanto más limitado es el riesgo
de imponer a los otros miembros una decisión que
reprobarían, y tanto más aumenta el tiempo de la
decisión. Se puede representar estos inconvenientes
por dos curvas en un gráfico cartesiano que lleve en
la abscisa el número 11 y en la ordenada la intensidad
de los dos inconvenientes. Una de estas dos curvas
representa una función creciente de 11 (cuanto más
elevado es n, tanto más crece el tiempo de la deci­
sión), la otra una función decreciente de n (cuanto
más elevado es n, tanto menos elevado es el número
de aquellos que corren el riesgo de sentirse lesiona­
dos). Por añadidura puede suponerse que, en condi­
ciones generales, estas curvas son convexas hacia la
parte inferior. En efecto, es tanto más largo y difícil
que un miembro del cuerpo adhiera a una decisión
cuanto más tiempo éste le haya resistido. Por otro
lado, si se exige el acuerdo de n + 1 miembros más que
de n, el otro riesgo resulta tanto más atenuado cuan­
to más pequeño sea n. De ello resulta que, en condi­
ciones generales, el valor de n que minimiza la suma
de los dos inconvenientes es cercana a N/2, lo que
legitima la regla de la mayoría simple. Finalmente,
este modelo abstracto pero que describe inconve­
nientes muy reales entre los cuales se trata de encon­
trar un término medio desemboca en la conclusión de
que, en condiciones muy generales, la manera más
satisfactoria de extraer una decisión colectiva que
constituya fuerza de ley de un conjunto de tomas de
posición individuales es la regla de la mayoría, y
explica que sea aceptada por la minoría en todo tipo
de circunstancias. Da cuenta del sentimiento natu­
ral de legitimidad que induce, y la única explicación
alternativa gira alrededor de la hipótesis del condi­
cionamiento bajo el efecto de la socialización.
El mismo modelo explica también que otras reglas
sean escogidas en circunstancias particulares. Así, las
decisiones militares en el campo de batalla deben ser
tomadas rápidamente. En este caso, se admite que la
decisión sea tomada por uno solo. En otros tipos de
decisión colectiva, el tiempo de la decisión por el
contrario parece secundaria respecto del inconveniente
que consiste en imponer a un miembro del cuerpo una
decisión que no aprueba. Por eso los jurados estadouni­
denses o el Consejo de seguridad de la ONU exigen la
unanimidad. Estos diferentes casos se traducen sobre
el gráfico cartesiano por una deformación determinada
délas dos curvas. En otros términos, el modelo propone
una maquinaria explicativa que permite comprender
por qué las reglas de la transformación de opiniones
individuales en una opinión colectiva que sea percibida
como con fuerza de ley varían según la naturaleza de la
decisión.
Las cuestiones planteadas por Buchanan y Tullock
contrastan con una famosa observación de ( 'ondorcet.
Mientras que las opiniones individuales tienden a ser
transitivas (si un individuo prefiere A a B y B a C,
tiende a preferir A a C), las opiniones colectivas pueden
no serlo. En efecto, es posible que una mayoría prefiera
A a B, B a C y C a A. La paradoja de Condorcet inspiró
los trabajos de G.-Th. Guilbaud en Francia y de K.
Arrow en los Estados Unidos.

III. Dos CUESTIONES


Estos ejemplos ilustran la eficacia explicativa de los
modelos propuestos por los cuatro movimientos de
investigación evocados. Todos ponen en obra una
concepción instrumental de la racionalidad: el indivi­
duo se esfuerza por determinar los mejores medios y los
más fácilmente accesibles para hacer frente a una
situación determinada. Pero ¿no es preciso que tam­
bién disponga de la capacidad cognitiva de teorizar la
situación en la que se encuentra?
Esta distinción entre las categorías de lo instru­
mental y de lo cognitivo atraviesa la historia de las
ciencias sociales de los orígenes a nuestros días. Según
Hume, Bentham y más tarde Russell o H. Simón, la
racionalidad debe estar asociada exclusivamente a
la selección por el individuo de los medios que le
permitan satisfacer sus objetivos. Tratándose de sus
objetivos, de sus valores o de sus creencias, son tratados
en esta tradición ya sea como datos de hecho para
registrar sin tratar de explicarlos, ya como los efectos
de fuerzas socioculturales. Ella se limita a asimilar
racionalidad y coherencia: son a-racionales creencias
u objetivos incoherentes entre sí. Por añadidura, ella
supone que por regla general el individuo está sobre
todo preocupado por las consecuencias de sus actos
sobre sí mismo y sobre sus prójimos.
Noziek (1993) y A. Sen (2005) no se satisfacen con
esta concepción inslrumentalista y egoísta de la ra­
cionalidad. La hipótesis del egoísmo no es más que una
hipótesis entre otras, por lo demás ambigua, objetan.
En este punto Chateaubriand se les había adelantado:
“era un egoísta que no se ocupaba más que de los otros”,
ironiza a propósito de Joubert (Memorias de ultratum­
ba). También es posible, observa Sen, estar habitado
por la razón kantiana y tener el sentido del deber o
incluso tener razones sólidas de creer en ideas falsas.
El primero de los dos campos —el campo instrumen­
tal— se jacta de proponer una definición clara de la
racionalidad y una visión realista del comportamiento
humano. Le reprocha al segundo el laxismo de su
definición de la racionalidad. El segundo reprocha al
primero el hecho de encerrarse en un utilitarismo
estrecho.
¿Es posible esperar unas ciencias sociales sólidas
cuando se ponen de manifiesto divergencias tan
profundas a propósito de la noción de racionalidad y de
la teoría del comportamiento humano? Por falta de
clarificación a este respecto, ¿no están destinadas a ser
lenguas sin gramática?
La concepción instrumental de la racionalidad —la
más corriente en la actualidad— prolonga en efecto
una tradición filosófica influyente, la tradición utili­
tarista. Esta constituye un marco apropiado para el
análisis de muchos fenómenos políticos y sociales. Pero
es impotente ante muchos otros. Este diagnóstico im­
pone proceder a un examen minucioso de la teoría de la
elección racional (TER). En efecto, la TER es la versión
moderna de la concepción instrumental de la raciona­
lidad, Es utilizada hoy por trabajos que tienen que ver
no sólo con la economía, sino con la sociología, la crimi­
nología o la ciencia política.
Capítulo II
LA TEORÍA
DE LA ELECCIÓN RACIONAL
(TER)

La TER se inscribe en el marco del individualismo


metodológico (IM), una concepción de conjunto de las
ciencias sociales —un paradigma, como se tiende a
decir luego de T. Kuhn— que se define por tres pos­
tulados.
El primero plantea que todo fenómeno social resulta de
comportamientos individuales (Pl: postulado del
individualismo). De esto se sigue que un momento esencial
de todo análisis consiste en comprender el porqué de los
comportamientos indi viduales responsables del fenómeno
social que se trata de explicar. Según el segundo postulado,
comprender el comportamiento de un individuo es
reconstruir el sentido que tiene para él, siendo esta
operación, en principio, supuestamente siempre posible
(P2: postulado de la comprensión). El tercer postulado
especifica que el individuo adopta un comportamiento
porque tiene razones de hacerlo (P3: postulado de la
racionalidad). Por consiguiente, este postulado plantea
que la causa del comportamiento del individuo reside en
esas razones. No implica que el individuo sea claramente
consciente del sentido de su comportamiento. Por otra
parte, reconoce que las razones del individuo dependen de
datos que se le imponen, tales como sus recursos
cognitivos y sociales.
El IM es utilizado por los análisis más antiguos, pero se
lo identifica a fines del siglo xix. La expresión
individualismo metodológico fue propuesta en el origen
por J. Schumpeter sobre la base de una indicación de
Max Weber (1965 [1922]), para quien había trabajado
brevemente.
Como la noción del IM se había impuesto en el
contexto de discusiones metodológicas entre econo­
mistas, estos últimos asocian generalmente a los postu­
lados del IM, siguiendo a C. Menger, el postulado según
el cual el individuo actuaría bajo el dominio de un
cálculo de los placeres y las penas o, en un lenguaje más
moderno, de una relación costos-beneficios (RCB).
Pero la conjugación del IM y del utilitarismo no tiene
nada de obligatorio. De ningún modo implica el IM que
toda acción individual resulte de una RCB.
1. El juego de las restricciones posibles del IM.
Las ciencias sociales utilizan diversas variantes del
IM. Para no hablar sino de las principales: en sus
análisis, Tocqueville, Weber y muchos autores con­
temporáneos se limitan a los postulados fundamenta­
les P l, P2 y P3. Ellos se atienen a la idea de que los
individuos hacen lo que hacen porque tienen razones
para hacerlo, y el problema es reconstruir esas razones.
Es posible estar de acuerdo en definir el IM por el
postulado P l y en hablar de IM en el sentido amplio
para designar el sistema P l a P3.
Otros añaden la restricción de que el sentido de su
acción reside siempre para el individuo en sus
consecuencias (P4: postulado del consecuencialismo).
Es posible calificar esta versión del IM de conse-cuen-
cialista o de instrumental.
Otros adm iten por añadidura qtie, entre las
consecuencias de su acción, interesan al individuo en
prioridad aquellas que lo atañen personalmente <P5:
postulado del egoísmo).
Más estrictamente todavía, puede admitirse que
toda acción implica costos y beneficios y que el actor
social siempre se decide por la línea de acción que
maximiza la diferencia entre los dos (P6; postulado de
la RGB). Este modelo no implica ninguna restricción
sobre el contenido de las preferencias del sujeto. Lo
supone dado.
Los modelos instrumentales (postulados P1 a P4)
deben ante todo su éxito a que proponen una teoría
simple de la acción. Además, son portadores de una
promesa de teoría general. Entre estos, la TER
(postulados P1 a P6) ocupa un lugar preferencial. G.
Becker (1996) expresa que ella es la única teoría capaz
de unificar las ciencias sociales. Mucho antes de él,
moralistas franceses clásicos, como La Rochefoucauld,
habían anunciado la TER cuando propusieron erigir el
amor propio en teoría general del comportamiento.
La popularidad de la TER proviene en particular de
que ella vehiculiza un utilitarismo a menudo percibido
como desmi ti ficador. Al interpretar el altruismo como
egoísmo bien comprendido, el utilitarismo pone de
manifiesto el fariseísmo de las relaciones sociales.
Desacreditando las interpretaciones del sentido común,
fácilmente es considerado profundo, por ser capaz de
revelar las cosas ocultas tras las apariencias.
Pero la influencia de la TER no resulta solamente de
consideraciones extracientíficas. Una dimensión
esencial de su atractivo fue puesta de manifiesto por J.
Coleman (1990): “La razón por la cual la acción racional
tiene una fuerza de seducción particular en cuanto
base teórica es que se trata de una concepción de la
acción que torna inútil toda cuestión suplementaria.”
M. Hollis había expresado la misma idea en términos
lapidarios: “Raíional acíion is its own expía na ¿ion."
En estas dos citas, la expresión acción racional designa
la acción guiada por la RCB. Es cierto que, a partir del
momento en que se explicó que un individuo hizo X más
que X’ porque le parecía más beneficiosos desde el
punto de vista de sus objetivos hacer X, la explicación
está completa. La manifestación de los fenómenos
cerebrales que acompañan el proceso de decisión del
individuo, por ejemplo, no agregaría nada a la ex­
plicación.
Casi no se ve la objeción que podría ser dirigida a la
idea de que la TER es capaz de proponer explicaciones
de carácter autosufidente o, para emplear unametáfora
que nos viene de la cibernética, desprovistas de caja
negra. Pero, ¿es menester seguir a sus partidarios
cuando ven en ella la única teoría que presenta esta
ventaja?
P ara Max Weber, el IM en el sentido amplio
(postulados P1 a P3) propone una alternativa a las
pseudoexplicaciones de carácter holista; “Si me hice
sociólogo es esencialmente para poner fin a esa industria
(Betrieb) a base de conceptos colectivos cuyo espectro
sigue rondando entre nosotros. En otros términos,
también la sociología no puede sino partir de la acción
del individuo, ya esté aislado, en grupo o en masa; en
pocas palabras: debe ser conducida según un método
estrictamente individualista.” Todos los análisis de
Weber ilustran esta profesión de fe. Veremos varios
ejemplos de esto en los capítulos IV y VI.
Weber rechaza aquí en tono del desprecio la sociolo­
gía holista: aquella que desdeña la racionalidad del
individuo y postula que su comportamiento debe ser
analizado como resultante ante todo de un condiciona­
miento por su entorno sociocultural.
Detrás del postulado holista se descubre el a priori
metafísico según el cual el hombre de ciencia no estaría
autorizado a evocar sino causas elicienf.es con exclusión
de toda causa final; un a prior i. situado en el mismo
fundamento de las ciencias de la naturaleza, pero no
muy saludable tratándose de las ciencias humanas.
Porque toda acción reviste un carácter teleológico: está
determ inada por las causas finales que son las
intenciones del individuo.
La explicación correcta de un fenómeno social, pues,
es aquella que lo reduce a sus causas individuales, las
que deben ser establecidas con ayuda de los procedi­
mientos de inferencia utilizados por todas las ciencias.
Muy a menudo no se tiene ninguna vacilación sobre las
razones que hay que imputar al comportamiento del
otro. Sí no fuera así, la vida social sería imposible.
Comprender un comportamiento individual es cons­
truir una teoría de las razones responsables de ese
comportamiento que sea compatible con el conjunto de
los hechos conocidos. Si un individuo corta madera en
su jardín y yo imputo ese comportamiento a que él desea
utilizarla para calentarse, mi explicación será poco
plausible si hace 40" a la sombra (Weber, 1965 [1922]).
La comprensión en este sentido, por lo tanto, nada tiene
que ver con la concepción que se hizo de él la hermenéu­
tica. Ella designa una forma de la explicación: aquella
que apela a causas finales cuando es legítimo hacerlo,
como ocurre con la explicación de la acción humana.
Por supuesto, los individuos disponen de recursos
materiales, sociales y cognitivos diversos. Pero estos
recursos son parámetros, no determinantes de sus
acciones. Ellos los balizan, pero no los determinan. El
hecho de que yo deba sortear un obstáculo para di rigirme
a un sitio determinado constituye un parámetro, pero
no determina mi acción. Mi presupuesto configura el
parámetro de mi consumo, pero no lo determina.
Desdeñar esta distinción capital es introducir nolens
uolens una visión naturalista del ser humano.
Hay que añadir que las razones de las acciones se
combinan la mayoría de las veces con afectos. Así, la
injusticia puede conmover profundamente. Pero esta
conmoción es inseparable de las razones que la instauran
en el espíritu del individuo.
El a priori metafísico según el cual una ciencia del
hombre digna de tal nombre debería ignorar las razones
que lo llevan a actuar inspira los movimientos de
pensamiento que, como el marxismo, el culturalismo, el
psicoanálisis o el estructuralismo, quieren ver en las
razones efectos más que causas. La imagen de la camera
obscura (Marx), las nociones de falsa conciencia
(Mehring) y de racionalización (Freud) deben su
popularidad al hecho de que vehiculizan la idea de que
las razones que se da el sujeto de sus actos y de sus
creencias son ante todo razones de cobertura que a su
vez son los efectos de causas inconscientes pero eficientes
que hay que buscaren otra parte: por el lado de fuerzas
socioculturales, psicológicas o biológicas.

II. La im p o r t a n c ia de la TER
Una de las razones esenciales del atractivo de la TER
es realmente que suministra explicaciones autosu-
ficientes —que no desembocan sobre cuestiones adicio­
nales—, como lo ilustran los ejemplos siguientes.
1. Ejemplos de aplicación de la TER. - Tocqueville
(2004 (18561) utiliza la TER en una época en que
todavía no está identificada cuando explica una
diferencia entre Francia e Inglaterra a fines del siglo
xviii que había impactado a los observadores. Los
fisiócratas ven en la agricultura la fuente del
enriquecimiento de las naciones. Son entonces muy
influyentes en Francia. Sin embargo, la agricultura
francesa se moderniza lentamente en comparación
con la agricultura inglesa. Esta diferencia es un
efecto del fuerte ausentismo de los propietarios te­
rratenientes franceses, el cual a su vez resulta de la
centralización administrativa francesa, explica To­
cqueville. Ella hace que los cargos reales sean más
numerosos en Francia que en Inglaterra y que confie­
ran poder, influencia y prestigio a sus titulares, porque
los erigen en instrumentos de un Estado omnipotente.
En Inglaterra, por contraste, un gentleman-fantier
emprendedor que por su dinamismo logró atraerse el
reconocimiento de la población puede aspirar a funcio­
nes locales. Y si ambiciona ser elegido en Westminster.
no debe decepcionar a sus mandantes. Por lo tanto, está
mucho menos incitado a instalarse en la capital y a
desinteresarse de sus tierras de lo que está su homólogo
francés.
Los propietarios terratenientes franceses c ingleses
forzosamente idealizados considerados en este análisis
se encuentran en una situación que los invita a decidir
con total autonomía acerca de lo que consideran de su
interés y a razonar en términos de relación costos-
beneficios (RCB). Las informaciones necesarias a la
toma de decisión les son fácilmente accesibles. Ellos
conocen los costos y los beneficios de las opciones que se
ofrecen a ellos. Por eso Tocqueville les presta ins­
tintivamente una racionalidad de tipo utilitarista y
desarrolla aquí un modelo que descansa en los postulados
P1 a P6 de la TER.
En la misma línea, Root (1994) se pregunta por qué,
en el siglo xvm, la política económica favorece de manera
constante a los productores de granos en Inglaterra y a
los consumidores de granos en Francia. Su explicación
hace de esta diferencia otro efecto de la centralización
francesa. Los consumidores parisinos ven claramente
que al manifestarse en las calles de la capital pueden
ejercer una presión eficaz sobre el poder y obtener
precios favorables a sus intereses. Una manifestación
bajo las ventanas de Westminster, en cambio, no habría
tenido casi posibilidades de éxito, ya que los diputados
de la Cámara se los Comunes son propietarios terrate­
nientes, preocupados por no decepcionar a sus electo­
res de provincia, los que en su mayoría pertenecen a las
mismas categorías sociales que ellos mismos en virtud
del carácter censitario del sufragio. Por eso las jorna­
das de acción son frecuentes en París, pero raras en
Londres; por eso es difícil traducir en inglés la palabra
jornadas, en el sentido revolucionario del término; por
eso también la política económica inglesa favorece a los
productores, allí donde la política francesa favorece a
los consumidores de granos.
También aquí, la axiomática de la TER es pertinente,
debido a que abarca las condiciones de información
completa y de autonomía decisional en las que se
mueven los individuos: en consecuencia, nada se opone
a que ellos se determinen sobre la base de una RCB.
La TER aparece en estos dos ejemplos como de una
eficacia perfecta: las teorías de Tocqueville y de Root
explican datos comparativos enigmáticos sin movilizar
otra cosa que proposiciones psicológicas y proposiciones
empíricas inatacables.
2. La ley de hierro de la oligarquía. La TER puede
inscribir logros espectaculares entre sus trofeos de
caza. Así, ella permite explicar la ley de hierro de la
oligarquía de R. Michels, según la cual un partido o un
sindicato, así fuera profundam ente democrático,
siempre tiene tendencia a comportarse de manera
oligárquica.
Esta ley se explica por el modelo de inspiración TER
propuesto por Olson (1965): cuando un pequeño grupo
organizado trata de imponer sus intereses a un gran
grupo no organizado, tiene posibilidades de encontrar
poca resistencia, porque los miembros del gran grupo
tienden a comportarse como pasajero:s clandestinos, es
decir, a contar con los otros para ejercer presiones que
apunten a oponerse al pequeño grupo. En otros términos,
cada uno espera poder sacar provecho de una resi stencia
colectiva que desea fervientemente sin por ello estar
dispuesto a asumir su costo, porque sabe que, aunque
no participe, logrará sus beneficios. De donde resulta
que una acción colectiva del grupo grande contra el
pequeño tiene muchas posibilidades de no producirse.
Este mecanismo explica que el aparato de un partido
o de un sindicato tenga el poder de imponer a sus
simpatizantes una política contraria a sus deseos, pero
también que un gobierno pueda conceder más atención
a las exigencias de las corporaciones y generalmente dé­
los grupos de influencia que a las expectativas del
público. O incluso que los movimientos callejeros estén
más desarrollados en las democracias donde el poder
ejecutivo no está lo suficientemente equilibrado por un
poder legislativo respetado por la opinión, ya que las
corporaciones y los grupos de influencia pueden
entonces tomárselas con unblanco identificable y visible
sin temer la oposición de la opinión. Por esta razón es
imposible traducir literalmente en inglés o en alemán
la expresión corriente en francés de pouuoir de la rué
[poder de la calle].
El efecto Olson explica también la persistencia de los
fenómenos ideológicos en las sociedades democráticas.
¿Por qué durante tanto tiempo se pudo imponer en las
escuelas francesas la gramática estructural, el método
de lectura global o una pedagogía de inspiración
rousseaniana, cuando muy pronto se había podido
observar que esas medidas eran contraproductivas?
¿Por qué se pudo imponer una historia tan mítica de la
Revolución de 1789, como lo mostró F. Furet? ¿Por qué
durante tanto tiempo se divinizó en Francia el Estado
y se demonizó la empresa? Todas estas ideas fueron
lanzadas por redes de connivencia y de afinidad. Sólo
una fracción del público adhiere a ellas. Pero en virtud
del efecto Olson, el público en su conjunto no tiene la
voluntad de oponerse a ellas. Por eso se ve aparecer el
fenómeno llamado del pensamiento único, de lo
políticamente correcto, hasta del terrorismo intelectual,
sobre todo en las naciones de tradición centralizadora.
En suma, innumerables fenómenos relativos a los
movimientos sociales, a la criminalidad, a la opinión
pública, al poder político, ala ideología y prácticamente
a todos los temas que tienen que ver con las ciencias
sociales fueron explicados a partir de la TER. Una
enseñanza seria de las ciencias sociales no puede ignorar
sus aportes.

III. L a TER: ¿ u n a t e o r í a g e n e r a l ?
Sin embargo, por muy eficaz que sea la TER, se puede
redactar una lista imponente de los fenómenos sociales
ante los cuales se da de cabeza.
1. La paradoja del voto. A este respecto, dicha
paradoja representa un caso canónico, porque
testimonia las aporías a las cuales la TER (P ía P6) y,
más en general, los modelos consecuencialistas (P1 a
P4) conducen acerca de ciertos temas. Si se toma en
serio el consecuencialismo, nos dice esta paradoja, no se
comprende por qué la gente vota: puesto que mi voto no
tiene más que una probabilidad prácticamente nula de
influir en el resultado de una consulta popular, ¿poi­
qué voy a votar, en vez de dedicarme a actividades más
interesantes? Sin embargo, la gente vota. La paradoja
del voto terminó por adquirir la categoría de un escollo
para la TER; poroso dio n acimiento a una literatura
voluminosa.
Algunos propusieron una solución que evoca la
apuesta de Pascal: aunque mi voto tenga muy pocas
probabilidades de ser decisivo, lo lamentaría tanto si
resultara serlo que voto por precaución, con tanta
mayor facilidad cuanto que los costos del voto son bajos.
Por consiguiente, el voto debería ser analizado como un
seguro poco oneroso contraído por el sujeto para cubrir
riesgos improbables, pero que tienen un alcance
considerable.
Efectivamente, en la vida corriente existen riesgos
cuya naturaleza es tal que incitan al individuo a una
respuesta de tipo apuesta de Pascal. Como los incendios
son escasos, el costo para el individuo del seguro contra
incendios es bajo, pero lo que está enjuego es importante.
Realmente tenemos aquí una estructura de tipo apuesta
de Pascal: costo bajo del seguro, pesar intenso si no se
tomó el seguro y el accidente ocurre. Por eso el seguro
contra incendios generalmente no es obligatorio.
Pero en el caso del voto, el riesgo de verse expuesto a
lamentaciones es inexistente, ya que la probabilidad
para que un voto cualquiera sea decisivo es
prácticamente nula. Sin embargo, cantidad de electores
votan, incluso en las elecciones donde lo que está en
juego parece poco.
Otros trataron de resolver la paradoja del voto
introduciendo la idea de que la abstención perjudica la
reputación social del individuo. Suponiendo que el
costo de la abstención es superior al del voto, esta
hipótesis permite explicar que los electores votan
permaneciendo en el marco de la TER. Pero no explica
por qué el público considera la abstención con mala
cara.
Otros parten del postulado de que el elector vota
porque votar tiene para él un interés no instrumental
sino expresivo. Algunos antropólogos, preocupados
por la explicación de los rituales mágicos, del mismo
modo propusieron explicarlos suponiendo que en lavS
socie-dades tradicionales tienen un valor, no instru­
mental, sino expresivo. La explicación tropieza en los
dos casos con la objeción de que es vigorosamente
rechazada por los mismos individuos. Hay que expli­
car entonces las razones de ser de esta falsa concien­
cia. Pareto (1968 [1916J) ya había reconocido la impor­
tancia de los comportamientos expresivos cuando evo­
caba la necesidad de manifestar sus sentimientos por
actos exteriores. Pero no es posible contentarse con
declarar sin más preámbulos que un comportamiento
es de carácter expresivo cuando los individuos involu­
crados se niegan a considerarlo como tal.
2. Otras paradojas. De hecho, son partes enteras de
la realidad social las que no se ve claramente cómo
podría explicarlas la TER.
La corrupción y el tráfico de influencias casi no
perjudican al público, mientras sean moderados, como
en las sociedades de la Europa Occidental o la América
del Norte. Ya que los efectos de estos delitos sobre un
ciudadano cualquiera son objetivamente desdeñables y
subjetivamente inexistentes, es difícil sostener que su
reacción negativa para con la corrupción le sería inspi­
rada por las consecuencias que esos comportamientos
acarrearían para él. Sin embargo, corrupción y tráfico
de influencias son considerados graves por el público.
Además, son tanto más intensamente rechazados cuan­
to no más sino menos desarrollados son estos fenóme­
nos, mientras que la TER predeciría una correlación de
signo opuesto.
El famoso.juego del ultimátum hace aparecer otra
paradoja. Un experimentador propone a dos sujetos
repartirse una suma de $100 . El sujeto A debe hacer
una propuesta sobre la manera en que deben repartirse
los $100 entre él mismo y B. B, por su lado, solamente
tiene la capacidad de aprobar o de rechazar la propues­
ta de A. Si la aprueba, el reparto se hace según la pro­
puesta de A. Si la rechaza, los $100 se quedan en el
bolsillo del experimentador. Si la TER se aplicara a
este caso se debería observar por parte de A propuestas
de reparto como $70 para mí (A), $30 paraB. En efecto,
en este caso B tendría interés en aceptar la propuesta
de A, aunque lo peijudique. Ahora bien, la mayoría de
los sujetos se niegan a aprovecharse del poder de
decisión que la experiencia les confiere y proponen un
reparto equitativo.
Los partidarios de la TER imaginaron soluciones
poco convincentes de este otro tipo de paradoja. Según
Harsanyi (1977), el sujeto se dice que al optar por un
reparto equitativo está tomando un seguro sobre el
porvenir para el caso en que los roles de A y de B se
invirtieran. Pero si uno se atiene rigurosamente a la
axiomática de la TER, no se ve por qué haría este
cálculo en una partida a un tiro contra un adversario a
quien no volverá a ver.
Algunos economistas eminentes reconocieron que
era abusivo adjudicar a la TER un alcance general.
Así, encuestas llevadas a cabo en Suiza y en Alema­
nia revelan que los ciudadanos aceptan con más
frecuencia el disgusto de la presencia de desechos
nucleares en el territorio de su comuna cuando no se
les propone una indemnización que cuando sí se las
proponen (Frey, 1997): un resultado que la TER no
puede explicar.
M uchos otros fenóm enos m ás escapan a la
jurisdicción de la TER. Por esta razón son tratados
como paradojas. Pero esta calificación es producto de
los partidarios de la TER, ya. que las susodichas
paradojas no son tales sino a la manera de ver de quien
adjudica una validez general a la TER. Son tan nume­
rosas que más bien invitan a renunciar a ver en la TER
una teoría general.

IV. R a z o n e s d e l o s f r a c a s o s d e la T E R
No es difícil determinar las razones de los fracasos de
la TER, porque los fenómenos sociales ante los cuales
resulta impotente comparten rasgos comunes. Más
precisamente, pueden identificarse tres clases de
fenómenos que escapan a su jurisdicción.
La primera incluye los fenómenos caracterizados
por el hecho de que el comportamiento de los individuos
se apoya en creencias representacionales no triviales.
Todo comportamiento pone en juego creencias (llamo
aquí creencia a la adhesión a toda proposición de forma
yo creo que X, cualquiera que sea la naturaleza de X).
Miro a derecha e izquierda antes de atravesar la calle,
para maximizar mis posibilidades de supervivencia,
así como lo quiere la TER. Este comportamiento está
dictado por la creencia de que, si no tomo estas
precauciones, correría un serio riesgo. Pero la creencia
de m arras no merece que uno le preste mucha atención.
La explicación de las creencias que funda otros compor­
tamientos —por ejemplo las prácticas rituales—, por el
contrario, representa un momento central del análisis.
Ahora bien, la TER no tiene nada que decirnos sobre las
creencias.
Sin duda, puede postularse que las creencias resultan
de la adhesión a una teoría y que la adhesión a una
teoría es un acto de carácter racional. Pero la racio­
nalidad es aquí cognitiva y no instrumental. Un indi­
viduo suscribe a una teoría porque la ctce verdadera.
Algunos trataron de reducir la racionalidad cognitiva
a la racionalidad instrum ental. Así, G. Radnitzky
11987) propone reducir la adhesión a las teorías cien­
tíficas a una relación costos-beneficios. El hombre de
ciencia deja de creer en una teoría, explica, a partir del
momento en que las objeciones que se le oponen le hacen
demasiado costosa su defensa. En efecto, es difícil
explicar por qué la quilla de los barcos desaparece en el
horizonte antes que el mástil, por qué la luna adopta
una forma de creciente o por qué el navegante que
mantiene su rumbo vuelve a su punto de partida si se
admite que la tierra es plana. Pero ¿que se gana en
reemplazar la palabra difícil por la palabra costoso? Es
más costoso defender una teoría porque eso es más
difícil. Entonces hay que explicar por qué ocurre esto,
y uno se ve llevado de la racionalidad instrumental a la
racionalidad cognitiva.
Cuando un fenómeno social pone en juego creencias
no comunes, la TER se contenta generalmente con
declarar que el sujeto opera en el interior de marcos
mentales (frames). Así, una de las soluciones a la
paradoja del voto conjetura que el elector que no ve que
su voto no sirve para nada operaría en el interior de un
marco mental que le liaría creer lo contrario: tendría
una estimación errónea de su influencia sobre el
resultado del escrutinio. Lévy-Bruhl (1960 [1922])
explica del mismo modo las creencias mágicas por la
hipótesis de que los primitivos obedecerían a reglas de
inferencia diferentes de las nuestras. Tales explica­
ciones son tautológicas y ad hoc. Además, salen del
marco de la TER, puesto que suponen que el indivi­
duo obedece a fuerzas y no solamente a razones. Como
la naturaleza de estas fuerzas es misteriosa, se pier­
de la principal ventaja de la TER, a saber, su capa­
cidad de principio de proponer explicaciones auto-
suficientes.
La TER es impotente ante una segunda clase de
fenómenos: aquel los que se caracterizan por el hecho de
que el comportamiento de los individuos se apoya en
creencias prescriptivas no consecuencialistas.
Tratándose de las creencias prescriptivas, la TER
está a sus anchas m ientras sean de carácter conse-
cuencialista. Así, no le cuesta nada explicar que la
mayoría de la gente cree que los semáforos son algo
bueno: sin ellos, la circulación sería aun peor; pese a
los contratiem pos que me imponen, los acepto,
porque conllevan consecuencias que yo considero
positivas.
Pero la TER no dice nada acerca de las creencias
normativas que no se explican en el modo conse-cuen-
cialista. El sujeto del juego del ultimátum actúa en
contra de su interés. El Michael Kohlhaas de Kleist
entra a sangre y fuego y acepta pruebas dolorosas para
hacer reconocer su derecho. El elector vota, aunque su
voto no tenga influencia en el resultado del escrutinio.
El ciudadano reprueba de m anera vehemente la
corrupción. Pero no le afecta personalmente. El plagia­
rio provoca un sentimiento de reprobación, aunque no
perjudique a nadie y contribuya a la notoriedad del
plagiado. El impostor es señalado con el dedo, aunque
su accionar no implique ningún inconveniente para
nadie, salvo para sí mismo. No se ve de qué manera una
teoría incapaz de producir una explicación aceptable
de hechos sociales tan familiares podría ser considera­
da como general.
Por último, la TER es impotente ante una tercera
clase de fenómenos: aquellos que ponen en juego
comportamientos individuales de los que es contrario
al buen sentido suponer que puedan ser dictados por
una actitud egoísta.
Todo espectador de Antígona conden-a a Creonte y
aprueba a Antígona. La TER no puede explicar ésta
reacción universal por una razón sencilla, a saber, que
el espectador no está de ninguna manesa involucrado
en sus intereses por el tema tratado. Por lo tanto, no se
puede explicar su reacción por las consecuencias
eventuales que podría acarrear, puesto que esas
consecuencias son inexistentes. El espectador no está
de ningún modo involucrado por el destino de Tebas.
Pertenece al pasado y ya nadie tiene influencia sobre él.
En este caso, los postulados del consecuencialismo y
del egoísmo resultan ipso fado descalificados.
Las ciencias sociales frecuentemente se las ven con
figuras de este tipo. Corrientemente uno se ve llamado
a evaluar estados de cosas que no nos atañen direc­
tamente. Se puede tener una opinión formada sobre la
pena de muerte sin sentirse personalmente involucra­
do por ese castigo. ¿Cómo una axiomática que suponga
egoísta al individuo podría dar cuenta de su reacción
en situaciones donde sus intereses no están en juego ni
tienen ninguna posibilidad de-estarlo jamás?
De estas observaciones resulta que la. TER no tiene
gran cosa que decirnos sobre los sentimientos morales
ni, generalmente, sobre los fenómenos de opinión.
En resumen, la TER está por principio desarmada
ante los fenómenos que ponen en juego creencias
representacionales no triviales, creencias prescripti-
vas de carácter no consecuencialista o creencias que
excluyen por la fuerza de las cosas toda consideración
de carácter egoísta. Por esas razones, los postulados P4
a P6, por los cuales la TER se distingue del IM en el
sentido amplio (postulados P ía P3), tienen por efecto
hacerle imposible la explicación de una multitud de
fenómenos.
Con justa razón, la TER acepta el postulado indi­
vidualista P l, el postulado de la comprensión P2 y el
postulado de la racionalidad P3. Pero se equivoca de
medio a medio cuando pretende conceder una catego­
ría general a los postulados P4 del consecuencialis­
mo, P5 del egoísmo y P6 de la relación costos-benefi­
cios, porque no son pertinentes sino en casos particu­
lares.
Se puede salvar la generalidad de la TER, por lo
menos en apariencia, si se plantea que el sujeto social
obedece siempre en última instancia a intereses
egoístas. Pero ¿con qué derecho afirmar que quien ex­
presa su opinión sobre temas que no lo conciernen
personalmente no buscaría otra cosa que darse el gusto
o limpiarse la conciencia? Esto puede ocurrir, pero
entonces hay que mostrarlo.
Los partidarios de la TER raramente se preocupan
de hacerlo, porque se consideran legitimados en su pro­
ceder ante todo por la tradición positivista en su ver­
sión hard, según la cual los hechos de conciencia y en
particular las razones que motivan la acción indivi­
dual deben ser apartados del análisis científico so
pretexto de que son inobservables. Si esto fuera cierto,
las investigaciones de la policía o de la justicia estarían
descalificadas de antemano y la vida social sería un
tejido de ilusiones. A la influencia del positivismo se
añadió la del marxismo, que promovió la noción de falsa
conciencia al rango de una trivialidad, y después la del
psicoanálisis. Estos movimientos de pensamiento au­
torizan a afirmar que lo que el sujeto cree pensar no es
lo que él piensa realmente.
Capítulo III
LA TEORÍA
DE LA RACIONALIDAD ORDINARIA
(TRO)

La teoría de la elección racional (TER) es considerada


por los economistas como unaherramienta fundamental.
Su popularidad relativa ante otras ciencias sociales,
como la sociología, proviene en gran parte de 1a voluntad
de algunos sociólogos de dar a su disciplina una base
sólida que le permita escapar al marco de pensamiento
bolista: el que dice que el comportamiento de los
individuos debe analizarse sobre todo como un efecto
del condicionamiento que les sería impuesto por las
estructuras sociales y culturales.
La TER dio un paso decisivo con la teoría de la
racionalidad limitada (TRL) de H. Simón (1983).
Teniendo en cuenta el costo de la información, la TRL
permite explicar los medios escogidos por el tomador
de la decisión para alcanzar sus objetivos de manera
más realista que la TER. Pero al igual que la TER, no
permite penetrar el universo de las preferencias, de los
objetivos, de las representaciones, de los valores y las
opiniones del individuo. Porque H. Simón ve la
racionalidad como de carácter exclusivam ente
instrumental: “Reason is fully instrumental. It cannot
tell us where to go; at best it can le11 us hoiv lo gel
th ere”
G. Becker (1996) tiene el mérito de haber hecho un
tímido abordaje para penetrar en el universo de las
preferencias explotando la idea de que algunas prácticas
tienen por efecto reforzar la preferencia del sujeto por
esa misma práctica. Cuanto más me perfecciono en la
guitarra, más me interesa. Pero él no hizo más que
arañar el universo de los hechos de comportamiento
ante los cuales la racionalidad instrum ental está
desguarnecida.
De hecho, H. Simón y G. Becker se someten a una
tradición sólidamente im plantada en las ciencias
hum anas —sobre todo anglófonas— desde Hume, tanto
en filosofía como en economía. Para Hume, la razón es
la esclava de las pasiones: “Reason is, and ought only lo
be, the slave of passion.”En lenguaje moderno: los fines
se explican por causas a-racionales, ya que la razón no
puede dar cuenta sino de los medios. Las pasiones en
las que piensa Hume son las pasiones clásicas, como la
ambición, el odio, el amor o la ira, cuya existencia es
indirectamente observable: la ira enrojece el rostro, la
ambición se descubre en rasgos de comportamiento que
no mienten. Pero sin duda jamás se le habría ocurrido
a Hume explicar el comportamiento humano por fuerzas
ocultas.
Para B. Russel (1954) la concepción instrumental de
la razón es la única válida: “Reason has a perfectly
clear and precise meaning. It signifies the choice of the
right means to an end that you wish to achieve. It has
nolhing whatever to do with the choice of ends.” El tono
de Russel y de H. Simón revela sin duda que tenían la
sensación de enunciar una evidencia. Sin embargo, su
concepción instrumenta] de la razón —más bien habla­
ríamos hoy de racionalidad— no está desprovista de
ambigüedad. Es cierto que toda acción trata de deter­
minar los mejores medios que permiten alcanzar ún
objetivo. Pero la elección de los medios descansa la
mayoría de las veces en creencias, apoyándose esas
mismas creencias en teorías y esas teorías en
presupuestos. Ahora bien, la definición de Russell rio es
aceptable salvo que se pueda dar un sentido preciso a
los medios adecuados (right means) que él evoca. Esto
implica que las creencias que fundan la elección por el
sujeto de los medios que él privilegia sean verdaderas
si remiten sobre la representación de lo real y buenas,
legítimas o adecuadas —en el sentido normativo— si
remiten sobre el deber ser. Ahora bien, sólo en casos
particulares la determinación de los medios adecuados
no plantea problemas.
La concepción instrumental de la racionalidad,
además, tiene un efecto colateral lamentable, a saber,
alentar una visión ecléctica de la acción. Como ella
trata los objetivos que se otorga el ser humano, sus
creencias y valores como fuera de la racionalidad,
invita a ver en ellos el efecto de fuerzas a-racionales de
naturaleza psicológica, biológica, social o cultural. Ahora
bien, con excepción de las pasiones observables evoca­
das por Hume, las fuerzas en cuestión tienen la propie­
dad de estar condenadas a permanecer ocultas. Estas
dificultades explican la aparición en los años sesenta
del programa que proponía aplicar la TER a temas
políticos, culturales o sociales. Apuntaba a soslayar la
visión esquizofrénica del ser humano que había
terminado por instalarse: libre de la elección de sus
medios, sometido a fuerzas ocultas que le impondrían
sus objetivos y sus creencias. En ocasiones esta visión
es resumida por el eslogan según el cual la decisión se
comprendería a partir de las causas finales que son las
intenciones, m ientras que el comportamiento se
explicaría por causas eficientes a-racionales.
Este dual ismo tullidoy sin embargo mu}' generalizado
se evita buscando la gramática de las ciencias sociales
por el lado de Ja racionalidad ordinaria.
A continuación presentarem os el concepto de
racionalidad ordinaria (RO) y la teoría correspon­
diente, la teoría cognitiva de la racionalidad ordina­
ria o, más brevemente, la teoría de la racionalidad
ordinaria (TRO). Luego nos esforzaremos por ilus­
trar su eficacia con diversos ejemplos.

I. D k f im c j o n d e y a TRO
Sea X un objetivo, un valor, una representación, una
preferencia, una creencia o una opinión. Se dirá que X
se explica por la racionalidad ordinaria (RO) si X es a
los ojos del individuo que adhiere a X la consecuencia
de un sistema de razones S todos cuyos elementos son
aceptables para él y si al alcance de su vista no existe
un sistema de razones S’ preferible que lo llevaría a
suscribir a X’ más que a X. En este caso, se dirá que S
es la causa de la adhesión del individuo a X.
Las creencias científicas suministran una aplicación
inmediata de la RO. Se acepta la hipótesis de Torriceli
según la cual el mercurio sube en el barómetro bajo el
efecto del peso de la atmósfera. La teoría aristotélica,
según la cual se elevaría porque la naturaleza tendría
horror al vacío, es más débil porque no puede explicar
la variación de la altura del mercurio con la altitud y
porque introduce una noción antropomórfica. Berthelot
(2006) recuerda con justa razón que la hipótesis de
Torricelli está lejos de haberse impuesto de inmediato.
Pero también muestra que se puede desconocer el papel
desempeñado por la racionalidad en la instalación de
las ideas científicas sobre el mediano y el largo plazo.
En todo caso, el fenómeno colectivo del consenso que
terminó por establecerse en favor de lateoría deTorriceli
tiene razonen como causas. Esta explicación está
desprovista de cajas negras: es autosuíiciente. Y es
autosuficiente porque es racional. Este ejemplo ilustra
por lo tanto la fórmula ya citada do 1V1. Hollis según la
cual “la acción racional tiene de notable que ella es su
propia explicación”. Por último, la racionalidad puesta
en obra en este ejemplo no es la racionalidad instru­
mental, sino la racionalidad cogni/iva.
Tratándose de la TRO, ella postula que la racionalidad
que es responsable de la instalación de las creencias
científicas lo es también déla instalación délas creencias
positivas y normativas, ya sean individuales o co­
lectivas.
Por supuesto, nada implica que sea posible asociar a
toda creencia un conjunto de proposiciones que
satisfagan las dos condiciones de la racionalidad
ordinaria (RO), a saber, que todas las proposiciones
incluidas en S sean aceptables y compatibles y que
ningún conjunto S’ de proposiciones sea preferible a S.
S’ sería preferible a S si ciertos elementos de S’ fueran
preferibles a ciertos elementos de S, sin que ningún ele­
mento de S’ sea menos aceptable. Por lo tanto, sólo en
casos particulares se puede zanjar sin ambigüedad
entre S y S\ La definición de la RO describe en otros
términos una situación ideal. Ella constituye el punto
de referencia a partir del cual el individuo aprecia la
solidez de sus creencias: él percibe sus creencias como
más o menos fuertes según el grado en el cual se acercan
o se alejan de esa situación ideal.
En efecto, concretamente es corriente que no se esté
en condiciones de afirmar si hay que preferir S’ a S.
Pero toda creencia a la que adhiere el sujeto trae
aparejado en su ánimo el sentimiento difuso de que no
percibe las razones que lo llevarían a creer otra cosa. Y
la duda lleva a buscar un sistema de razones que
permitirían resolverlo.
1. Variantes deí modelo. Esto equivale a decir que el
pensamiento ordinario sólo aplica de manera aproxi-
rnativa el modelo deñnido por la RO, donde un conjun­
to de razones compatibles se impone con respecto a
sus competidores. Este conjunto puede estar despro­
visto de validez, como en el caso en que se introduce
una misma palabra en las dos premisas de un silogis­
mo formalmente impecable, pero en sentidos diferen­
tes. Aquí, el individuo se convence sobre la base de
razones de validez dudosa, pero no lo ve.
Sin embargo, ¿hay que seguir a Pareto cuando
pretende que razones defectuosas por principio no
pueden ser la causa de una creencia? A su juicio, tales
razones no harían sino recubrir la creencia del sujeto
de un barniz lógico, residiendo las causas reales de su
convicción en motivaciones inconscientes. Así, es una
pasión, la de la hostilidad respecto de la propiedad, la que
engendraría los razonamientos que apuntan a mostrar
que la propiedad es una institución injustificable (Pa­
reto, 1968 [1916], § 1546): “Se vive bien cuando se vive
según la Naturaleza; la Naturaleza no admite la pro­
piedad; por lo tanto se vive bien cuando no hay propie­
dad. í£n la primera proposición, del agregado confuso
de sentimientos designado por el término Naturaleza
surgen los sentimientos que separan lo que es conforme
a nuestras tendencias (lo que nos es natural), de lo que
hacemos únicamente por coerción (lo que nos es ajeno,
displacentero, hostil), y el sentimiento aprueba la pro­
posición Se vive bien cuando se vive según la Naturale­
za. En la segunda proposición surgen los sentimientos
que separan el hecho del hombre (lo que es artificial), de
lo que existe independientemente de la acción del
hombre (lo que es natural); y también aquí, el que se
deja guiar por el sentimiento admite que la propiedad
no es obra de la Naturaleza, que la Naturaleza no la
admite. Luego, de estas dos proposiciones resulta lógi­
camente que se vive bien cuando se vive sin ia propie­
dad; y si esta proposición es también admitida por el
sentimiento del que entiende el razonamiento, estima a
éste perfecto desde todos los puntos de vista.”
La dificultad es que Pareto propone aquí explicar la
creencia que él imputa a su sujeto ficticio, no por la
argumentación brillante y aparente que le adjudica,
sino por sentimientos inconscientes cuya existencia
considera inevitable postular porque rechaza por prin­
cipio la idea de que una argumentación aparente pueda
ser la causa real de una convicción. Pero a diferencia de
las pasiones en el sentido de Hume, las fuerzas psíqui­
cas que Pareto ve aquí en obra son de índole oculta. La
envidia y los celos ciertamente pueden desempeñar un
papel en el aborrecimiento de la propiedad, pero no se
ve que basten para explicar la condena con que la afecta
Proudhon, sin duda el autor encarado por Pareto en el
pasaje citado.
Es trivial que un razonamiento inválido no sea per­
cibido como tal por el creyente. Pero nada obliga a
suponer, como lo hace Pareto, que las razones que se da
no sean la causa de su convicción. El zorro que ve las
uvas demasiado verdes no obedece a motivaciones in­
conscientes que estarían recubiertas de un barniz lógi­
co. Lo vemos en el hecho de que La Fontaine escribe
espontáneamente (dejando de lado las coerciones de la
versificación): “Están demasiado verdes, dijo” y no “se
dijo”. El zorro simplemente actúa de mala fe. Tal vez
porque desea salvar el honor ante un testigo sarcástico.
En suma, es arbitrario suponer que las razones que
se da un individuo no sean la causa de su convicción a
partir del momento en que un razonam iento es
imperfecto desde el punto de vista lógico. Es más
simple y más plausible reconocer que, la manera de la
racionalidad instrumental, la racionalidad cognitiva
es ilimitada en lo ideal, pero limitada en la práctica.
En efecto, es posible alejarse de la situación ideal que
define la RO de muchas maneras. Es posible no tener
acceso a la información pertinente, carecer de compe­
tencia cognitiva, obedecer a motivaciones que condu­
cen a filtrar las razones que se consideran, como por
ejemplo lo hace normalmente cualquier abogado. Es
posible convencerse de que X es bueno o de que Y as
verdadero porque se desconoce la existencia de razones
contrapuestas a aquellas sobre las cuales uno se funda.
Estos desaciertos son tan corrientes en la vida cientí­
fica como en la vida ordinaria. Todos los estudios sobre
las controversias científicas muestran que aquellos
que creen en una tesis se esfuerzan por minimizar los
argumentos de sus oponentes, hasta por procurar que
no puedan exponerlos.
2. Enunciados fácticos y principios. Las propo­
siciones que pertenecen a un conjunto S y que fundan
una creencia en el espíritu de un individuo normal­
mente dependen de varias categorías. Algunas de estas
proposiciones son de carácter fáctico, otras son princi­
pios. Ahora bien, las proposiciones fácticas pueden ser
confrontadas con el mundo real. En cambio, los princi­
pios, por esencia, no pueden ser demostrados.
No hay ciencia sin principios, afirma justamente
Max Weber. Algunos de estos principios son muy
generales, como el que dice que se prefieren las
explicaciones de los fenómenos naturales por causas
eficientes más bien que finales: un principio que no se
ha vuelto evidente sino con la modernidad. El principio
según el cual los fenómenos de evolución biológica
deben explicarse por el esquema neodarwiniano muta­
ción-selección tiende también a ser ampliamente acep­
tado. La racionalidad de esta aceptación es fácil de
identificar: descansa en el metaprincipio según el cual
un principio P es preferible a un principió P’ si las teo­
rías inspiradas por P son más satisfactorias que las
teorías inspiradas por P\ Ella explica que el danvi-
nismo so haya impuesto irreversiblemente contra el
creacionismo a despecho de todos los combates de
retaguardia. Pero como el universo de las teorías
inspiradas por un principio es indefinido y abierto,
jam ás puede considerarse que se ha demostrado un
principio.

II. E f e c t o s d e c o n t e x t o
Y (’KEE X C 1AS COI .ECTI VAS

La racionalidad cognitiva puede ser o no dependiente


del contexto en el cual están inmersos los individuos.
Así, las sociedades modernas están impregnadas de
pensamiento científico. No ocurre esto en las sociedades
tradicionales. Una creencia es calificada de científica
si es independiente del contexto: si tiene vocación de
ser considerada como válida por todo ser humano.
Otras creencias tienen por causas razones que los
individuos pertenecientes a un contexto consideran
como válidas, pero que no lo son para individuos que
pertenecen a otros contextos.
Una creencia tiende a imponerse colectivamente a
largo plazo si se acerca a la situación ideal de la RO, ya
sea o no dependiente del contexto. Durkheim (1979
[1912D expresó esta idea en una fórmula soberbia,
acuñada como una insignia: “El concepto que, primiti­
vamente, es considerado como verdadero porque es
colectivo tiende a no volverse colectivo sino a condición
de ser considerado como verdadero: nosotros le pedi­
mos sus títulos antes de concederle nuestro crédito.”
Esto significa que una creencia colectiva se impone
en todos los casos sobre la base de un sistema de
argumentos dado a partir del momento en que un
individuo cualquiera no le ve un competidor serio.
Pero, según las circunstancias y las sociedades, la
discusión puede ser abierta, como en los debates
científicos de las sociedades modernas, o encerrada
en el marco de un contexto social particular.
Estas distinciones permiten definir cuatro casos
ideales. Una creencia puede estar fundada en razo­
nes fuertes e independientes del contexto. El objetivo
de las ciencias es proponer creencias de este tipo.
Una creencia también puede estar fundada en razo­
nes independientes del contexto, pero débiles. La
idea de que la propiedad no es natural fue desarrolla­
da en diversos contextos, pero está fundada sobre
argum entos dudosos. Una creencia puede asimismo
estar asentada sobre razones percibidas como fuer­
tes, pero solamente en determinados contextos. Así,
según Durkheim, las creencias en la eficacia de los
rituales de lluvia están fundadas en el espíritu de
quienes adhieren a ellas sobre razones que puede
comprenderse que se las consideren como válidas,
pero sólo se cree en ellas en ciertos contextos. Por
último, las creencias pueden estar fundadas por
razones débiles que sólo son aceptadas en ciertos
contextos. Así, según Tocqueville, los funcionarios
franceses tienen tendencia a pensar que sólo el E sta­
do está habilitado a asum ir ciertas funciones, por­
que, según ellos, sería desinteresado, mientras que
las empresas privadas no buscarían otra cosa que su
propio beneficio.
Sistema
de razones Fuerte Débil

No contextúaI El barómetro sube La propiedad no es


bajo el efecto del peso natural
de la atmósfera
Contextúa! Las danzas de lluvia Únicamente elEstado
facilitan la caída es desinteresado
de las lluvias
La tesis central de lá teoría de la racionalidad ordina
ria (TRO) enuncia que la racionalidad ordinaria en el
sentido definido más arriba puede explicar .eficazmente
la adhesión del individuo a una creencia j)osiliva o
normativa, a un valor o a un medio. Ella también per­
mite explicar, por lo menos en ciertos casos, los objeti­
vos que se otorga.
El contraste entre la TRO y la teoría instrumental
convencional de la racionalidad, por lo tanto, es irre­
cusable. Incluso en la definición abierta que da de ella
H. Simón (1983), la teoría instrumental de la raciona­
lidad está limitada a la explicación de la elección por el
individuo de los medios que pone en práctica ya sea
para alcanzar un objetivo o para respetar un valor o una
representación en la que cree. En cuanto a la teoría de
G. Becker (1996), ella permite explicar' los objetivos
perseguidos por un sujeto a partir del momento en que
estos dependen de un mecanismo de adicción en el
sentido amplio del término, implicando tanto a la
adicción a una actividad en la que uno se complace
como a la adicción a una droga. Pero la apertura que
propone permanece limitada a la explicación de ciertas
categorías de objetivos estrechos y permanece muda
sobre la explicación de las creencias.
A continuación, ejemplos tomados de diversos temas
intentan sugerir que la TRO es el mejor candidato para
constituir la columna vertebral o la gramática de las
ciencias sociales.
Capítulo IV
LA RACIONALIDAD ORDINARIA
DE LAS REPRESENTACIONES

Encararemos primero el caso en que el fenómeno por


explicar es una creencia que remite a la representación
del mundo, una creencia representad (mal, y general­
mente una creencia que se expresa por una proposición
de tipo X es ver'dadero.
No volveremos sobre las creencias científicas. Hasta
ahora sólo las evocamos porque hacen aparecer con una
claridad particular el papel de la RO en la formación de
las creencias.

I. ¿Un ABISMO ENTRE PE N SA M IE N TO C IENTÍFICO


Y PENSAM IENTO O RD INARIO ?

¿Por qué no aceptamos fácilmente la idea de que la RO


está también en marcha en el caso de las creencias que
remiten sobre la representación del mundo que aparecen
en el contexto de la vida de todos los días? Por dos
razones. Primero porque ellas varían de un contexto al
otro en todo tipo de temas, mientras que las creencias
científicas apuntan en principio a ser independientes
de todo contexto. En segundo lugar, porque el
positivismo implantó la idea de una profunda discon­
tinuidad entre las creencias científicas y las creencias
no científicas.
Pero esta idea recibida es tardía, justamente data
del positivismo. Por contraste, lamayoríade los filósofos
clásicos, de Aristóteles a Descartes, Leibniz o Kant,
sostienen que el conocimiento ordinario, a la manera
del conocimiento científico, está guiado por el buen
sentido. La posición de Einstein (1954 1.1936]) sobre
este punto carece de ambigüedad: “La ciencia no es otra
cosa que un refinamiento de nuestro pensamiento de
todos los días” (“science is nothing more thcin a refine-
ment of our everyday Ihinking”). S. Haack (2003) mos­
tró que la m ajw ía de los hombres de ciencia de ayer o
de hoy suscriben a la misma idea. G. Bachclard es uno
de los pocos en sostener que el pensamiento científico se
caracterizaría por una ruptura epistemológica con el
pensamiento ordinario.
En nuestros días, la idea de una discontinuidad
radical entre conocimiento ordinario y conocimiento
científico fue desgraciadamente reforzada por los
resultados de la psicología cognitiva. Cantidad de sus
experiencias hacen aparecer la intuición como falible.
Pero es imposible, se lo ha dicho, extraer de esto la
conclusión de una discontinuidad entre pensamiento
científico y sentido común. Porque la psicología
cognitiva prácticamente no formula a sus cobayos más
que preguntas con trampa.
Ahora, algunos ejemplos sugerirán, contra la hipótesis
de la discontinuidad entre pensamiento científico y
sentido común, que el conocimiento ordinario, así como
el conocimiento científico, está inspirado por la RO.
Según el Dictionnaire historique de la langue frcincaise
de Kobert, el sentido común designa la adición del buen
sentido de todos. La idea de ver en el sentido común una
adición de la falsa conciencia de todos es una
extravagancia nacida en nuestro tiempo.
1 1 . L a s ( :kkk.n< -i a s \- j c u o s a s :
h á

Í’R O I H X ’T O S DI'! I.A KM ' l O N A I J U A H O R D I N A R I A

Para ilustrar la importancia de la TRO en la explicación


de las creencias reprewnlacionales, privilegiaremos
las creencias religiosas, porque a primera vista oponen
un serio desafío a la TRO en la medida en que son
corrientemente consideradas como a-racionales. Es el
punto de vista de muchos creyentes y de los mismos
teólogos: credo quia absurdum. Es el punto de vista del
Voltaire de L ’E ssai sur les incuurs, de Feuerbach o de
Marx: las creencias religiosas encubrirían ilusiones.
Ahora bien, los grandes sociólogos de las religiones y en
primer lugar Durkheim y Weber se oponen tanto a unos
como a otros: ellos parten de la hipótesis de que los cre­
yentes tienen razones de mantener por válidas sus
creencias, teniendo en cuenta el contexto que es el suyo.
1. Las creencias en los milagros. ¿Por qué, se
pregunta Durkheim (1979 I1912J), se cree en la
existencia de los milagros desde los tiempos bíblicos
hasta el siglo xvut? Su respuesta: mientras no se había
impuesto la noción de ley de la naturaleza, los fenómenos
naturales eran explicados por la acción de los espíritus
y de los dioses: en consecuencia, no era factible oponer
fenómenos resultantes ele lc.yes naturales y fenómenos
no resultantes de ellas. Por cierto, los incrédulos son de
todos los tiempos, como el filósofo latino Celso, que no
veía más que supercherías en los prodigios que las
religiones atribuyen a sus dioses: al evocar el episodio
de la multiplicación de los panes, declara a fines del
siglo u: “Se trata aquí de juegos de manos que realizan
los magos ambulantes.” Pero sólo a partir del momento
en que las ciencias se impusieron se instaló la distinción
entre fenómenos explicables que derivan de leyes
naturales y fenómenos inexplicables.
¿Por qué la noción de milagro a pesar de todo no se
eliminó por completo?, puede uno preguntarse prolon­
gando a Durkheim. Ocurre que las ciencias no explican
todo. Ni siquiera se imagina uno que alguna vez puedan
explicarlo todo. Por otra parte, la filosofía de las cien­
cias moderna eliminó el cientificismo, o sea, la doctrina
según la cual sólo el conocimiento científico sería con­
fiable. Por último, en adelante prefiere la noción de
mecanismo —por ejemplo los mecanismos darwinia-
nos— a la de ley. Ahora bien, los mecanismos responsa­
bles de muchos fenómenos complejos —como la apari­
ción del ojo— siguen siendo ampliamente desconoci­
dos. Por eso el argumento de Rousseau según el cual, así
como no se puede tener la esperanza de reescribir La
Ilíada combinando al azar las letras del alfabeto, tam ­
poco se puede explicar la aparición de la vida por el
azar, conserva cierta fuerza de convicción. En resu­
men, un conjunto de datos explica que las iglesias sean
prudentes tratándose del reconocimiento de milagros
en el mundo moderno, pero también que no renuncien
sin embargo a la idea de que intervenciones divinas
puedan interrum pir el curso normal de las cosas,
puesto que esto equivaldría a sacrificar la noción de la
omnipotencia de Dios.
2. Los cam pesinos contra el monoteísmo. ¿Por qué,
se pregunta Max Weber (198611920]), los oficiales y los
funcionarios romanos están atraídos por los cultos
monoteístas importados del Medio Oriente como el
culto de Mitra, mientras que los campesinos íe son
duraderamente hostiles y permanecen fieles a la
religión politeísta tradicional? La hostilidad de estos
últimos al cristianismo era tan profunda que la palabra
paganus (campesino) terminó por designar a los
adversarios del cristianismo, los ])aganos.
Tratándose de los campesinos, Weber explica que la
imprevisibilidad de los fenómenos naturales que domina
su actividad les parece incompatible con la idea de que
el orden de las cosas pueda ser sometido a una voluntad
única obligatoriamente dotada de un mínimo de
coherencia. Ellos aceptaron más fácilm ente el
cristianismo a partir del momento en que una multitud
de santos volvió a darle un carácter politeísta más
compatible con su experiencia.
En una palabra, los campesinos romanos fundan sus
creencias en un sistema de razones que les parecen
válidas. Otro tanto ocurre con los oficiales y los
funcionarios: con su lado jerárquico y sus ritos de
iniciación impersonales, el culto de Mitra les parecía
reflejar fielmente la organización del Imperio romano
en un registro simbólico. Luego esto debía facilitar la
difusión del cristianismo entre ellos. La contextualidad
de estas creencias ordinarias no implica que sean a-
racionales.

III. - L a r a c i o n a l id a d di-: l a s c r e e n c i a s r e l i o i o s a s
s e g ú n D u r k h e im

La obra maestra de Durkheim (1979 11912]) sobre Las


formas elementales de la vida religiosa está guiada por
una reflexión metódica sobre los principios a Jos que
debe obedecer la sociología para explicar las creencias
religiosas respetando los imperativos del espíritu
científico.
Estos principios son tres, a saber: (1) explicar un
fenómeno social y en particular una creencia es
encontrar sus causas; (2) las causas de toda creencia
residen en las razones que tiene el creyente de suscribir
a ellas tal como se las puede reconstruir sobre todo pero
no exclusivamente a partir de sus declaraciones; (3)
una condición necesaria para que el observador pueda
identificar las razones del creyente es que haga abs­
tracción del saber de que él mismo dispone y que no
puede imputar al creyente.
Aunque casi no emplea la palabra racionalidad, el
postulado de la racionalidad del creyente está
constantemente presente en la sociología religiosa de
Durkheim. Es en virtud de este postulado que él rechaza
sin concesiones toda teoría que haga de las creencias
religiosas el efecto de ilusiones o, como él dice, de alucina­
ciones. Este leitmotiv recorre todo su libro.
Lo que crea cierta confusión es que Durkheim presenta
su postulado de la racionalidad de las creencias en una
forma negativa: cuando propone tratar toda explicación
de las creencias que hacen de éstas ilusiones como por
principio carente de valor científico. Estas explicaciones
a-racionales están dictadas al observador por la
incomodidad intelectual que experimenta frente a
creencias que lo intrigan. Pero ellas son inaceptables.
Hasta un gato, ironiza Durkheim, comprende que el
ovillo de hilo que da la impresión de tomar por una rata
no lo es. Por eso rápidamente se desinteresa de él.
¿Cómo aceptar la idea de que el ser humano, por su
parte, pueda ser duraderamente víctima de ilusiones
groseras?
Por lo tanto, Durkheim propone considerar que el
pensamiento humano es una de ellas. El primitivo —co­
mo se dice en su época— pone en práctica las mismas
reglas de la inferencia que el hombre moderno. La
hipótesis según la cual esas reglas variarían según las
culturas o las épocas puede ser descartada sin vacila­
ción. Basta con tener en cuenta el hecho de que los
conocimientos, las interpretaciones del mundo y las
categorías utilizadas por los seres humanos varían en
el tiempo y en el espacio, contrariamente a la hipótesis
defendida por Augusto Comte, por Lévy-Bruhl e im­
portantes autores de hoy como los antropólogos norte­
americanos R. d’A ndrade o R. Shweder. Sólo varían los
contenidos del pensamiento.
Tratándose incluso de los aspectos más ritualizados
de la vida social, lejos de contentarse con interiorizarlos
y entregarse pasivamente a ellos, el individuo no los
acepta a menos que los vea como consecuencias de
teorías religiosas a las que experimenta razones de sus­
cribir: “Los hombres no pueden celebrar ceremonias en
las cuales no vieran razón de ser, ni aceptar una fe que
no comprenderían de ninguna manera. Para difundir­
la o simplemente para mantenerla, hay que justificar­
la, es decir, teorizarla.” De este análisis se deslinda
una consecuencia capital, a saber, que el individuo
percibe más o menos confusamente las emociones fuer­
tes que experimenta en ocasión de una ceremonia reli­
giosa como fundadas en una teoría. Porque lo afectivo y
lo racional no se oponen: se componen.
Todo el análisis durkheimiano de las creencias
religiosas descansa finalm ente en el principio
fundamental de que las causas últimas del hecho de
que se crea en lo que se cree residen en las razones que
se tienen de creer en ello.
Intelectualismo, objetarán algunos, siendo definido
dicho intelectualismo por el postulado de que las causas
de las creencias de los primitivos residen en las razones
que ellos se dan para esto. A lo cual el eminente
antropólogo R. Horton (1993) replicó que sus colegas se
equivocan mucho al erigir el intelectualismo como
pecado original. Se puede recalcar entre otros testimo­
nios en apoyo de este veredicto que la sociología de la
religión de Durkheim debe su notable eficacia precisa­
mente a su intelectualismo.
De estas consideraciones resulta un corolario de una
considerable potencia, a saber, que, para Durkheim,
las creencias religiosas deben explicarse estrictamente
de la misma manera que las creencias científicas.
1. La creencia en la existencia del alma. Bajo dife­
rentes vocablos, todas las religiones introducen la no­
ción de alma. “Así como no existe sociedad conocida sin
religión, tampoco existe alguna [...] donde no se encuentre
todo un sistema de representaciones colectivas que se
refieran al alma, a su origen, a su destino.” ¿De donde pro­
viene esta universalidad? Durkheim rechaza todas las
teorías del origen de la noción de alma en vigor de su
tiempo, porque tienen en común el hecho de hacer del
alma una ilusión. Por lo tanto, no permiten comprender
por qué el creyente cree en ella.
Una teoría influyente sostenía por ejemplo que el
alma sería un doble del sujeto cuya existencia habría
sido sugerida al creyente por el sueño. No es posible
aceptarla por varias razones. Primero por la razón
genera] de que no se puede admitir que el espíritu
humano esté sujeto a ilusiones duraderas, pero también
por razones más específicas, como la de la débil
coherencia de la analogía postulada por la teoría
antedicha. El alma realmente es un doble del sujeto
pero, a diferencia del soñador, nunca es concebida como
capaz de remontar el tiempo: por el contrario, siempre
es estrictamente contemporánea del sujeto. No sólo el
espíritu humano no puede estar duraderam ente
sometido a la ilusión, sino que tiende a rechazar las
metáforas torpes y las analogías dudosas: éstas no
pueden ser duraderamente aceptadas.
Durkheim (1979 [1912]) propone la siguiente solución
del enigma científico representado por la universalidad
de la noción de alma. En primer lugar, destaca los
caracteres que siempre le son atribuidos más allá de
sus variaciones de una religión a otra. Estos caracteres
luego le permiten formular la pregunta: ¿De qué es el
símbolo el alma? Respuesta: el alma simboliza la
dualidad del individuo en sociedad, por un lado ser
singular que obedece a motivaciones egoístas, por el
otro miembro de una comunidad invitado a refrenar
sus pasiones y a darse designios inspirados por valores
quee/prójimo sería susceptible de aprobar. Ese prójimo
es por supuesto indeterminado: es el generalizad Other
de George H. Mead. Precisamente porque el alma
expresa la dualidad del individuo social. —del zoon
politikon de Aristóteles— está ligada al cuerpo de
manera compleja.
En efecto, Durkheim destaca que el esfuerzo por
localizar el alma en el cuerpo aparece en todas las
religiones. “Ciertas regiones, ciertos productos del
organismo son considerados como que tienen una
afinidad muy especial con ella: el corazón, el hálito, la
placenta, la sangre, la sombra, el hígado, la grasa del
hígado, los riñones, etc. Estos diversos substratos
materiales no son simples hábitats para el alma; son la
misma alma vista desde afuera. Cuando se derrama la
sangre, el alma se escapa con ella. El alma no está en el
hálito; es el hálito.” De paso se observa que Durkheim
no evoca aquí la hipótesis cartesiana según la cual el
alm atendríasu sedeen \a.glándula pineal. Pero permite
explicar al lector de hoy ese punto curioso del
pensam iento de D escartes. Tam bién perm ite
comprender el encarnizamiento con que en el curso de
los siglos se trató de resolver el problema de la
localización del alma.
No sólo esos esfuerzos no se detuvieron en Descartes
sino que en ocasiones tomaron un giro insólito. A
comienzos del siglo xx todavía, un médico
estadounidense llamado Duncan McDougall imaginó
un dispositivo que apuntaba a medir la pérdida de peso
padecida por el cuerpo inmediatamente después de la
muerte, lo cual, a su juicio, permitía determinar el peso
del alma. El la evaluó en unos veinte gramos. Y como el
pelaje de los perros retiene los líquidos que se escapan
en el momento de la muerte, descartando así toda
modificación del peso del cuerpo, McDougall infirió
de esto que los perros no tenían alma. De esto resultó
un debate apasionado, porque como el pelo corto de
los ratones no acarreaba el mismo efecto, en buena
lógica hubo que concederles un alma.
Volviendo a Durkheim, su teoría permite explicar
los rasgos distintivos de la noción de alma, a saber, que
siempre es concebida como encai'nada en un individuo;
como un doble del individuo; como inmaterial; como
contemporánea del individuo, por lo menos mientras
éste vive; como inmortal, ya sea que sobreviva al
individuo o que se reencarne de un individuo a otro;
como manteniendo relaciones complejas con el cuerpo;
como coincidiendo con el mismo ser del individuo en lo
que éste tiene de más profundo y como siendo sin
embargo exterior a él: “Hoy como antaño el alma es, por
un lado, lo que hay de mejor y de más profundo en
nosotros mismos, la parte eminente de nuestro ser; y
sin embargo, es también un huésped de paso que nos
vino de afuera |...].” En lenguaje moderno: los valores
en los que creemos son constitutivos de lo más profundo
de nuestro yo, pero no es nuestro yo el que decidió
acerca de la existencia de valores ni del valor positivo
o negativo de tal comportamiento, de tal institución-o
de tal estado de cosas.
En dormitiva, la idea del alma, según Durkheim,
debe analizarse como la traducción simbólica de una
realidad, a saber, la fe del individuo en la existencia de
valores o, en los términos de Durkheim, su sentido de
lo sagrado (Boudon, 2007, cap. 5). Al expresar una
realidad universal, se comprende que la noción de alma
aparezca bajo vocablos diversos en todas las religiones
y que, más allá, se haya inscrito en el vocabulario
corriente de todas las lenguas. Por lo tanto, Durkheim
realmente sostuvo su apuesta: explicarla universalidad
de la noción de alma.
¿Por que la dualidad del individuo es expresada de
manera simbólica? Porque algunas realidades --por su
misma naturaleza— son percibidas de manera confusa
y luego normalmente expresadas de manera simbólica.
Los símbolos mismos son tomados del contexto. Max
Scheler viene aquí a ratificar a Durkheim: “Los dioses
griegos evocan la imagen del ateniense cultivado; los dio­
ses germánicos a los guerreros francos de ojos celestes;
el dios del Islam al sheik guerreando en el desierto”. (Le
formalisme en élhique el Véthique malvriale des valeu-
rs). Pues, como lo escribe Durkheim: “Las realidades a
las cuales leí pensamiento religioso] corresponde no
logran [...] expresarse religiosamente a menos que la
imaginación las transfigui’e.” Ahora bien, los hombres
“nunca se hicieron una representación un poco distinta
[de su pertenencia al mundo de lo sagrado, vale decir,
de su ci'eencia en la existencia de valores] salvo con la
ayuda de símbolos religiosos”.
El ascetismo, las prácticas de ayuno, se explican,
siempre según Durkheim, de la misma manera que la
noción de alma: para el individuo se trata de testimoniar
su capacidad de escapar a sus necesidades biológicas y
de trascender sus motivaciones egoístas. De manera
general, suscribir a interdicciones es para el individuo
reconocer la dualidad de su ser. La sociología moderna
de las religiones confirma esta hipótesis. T. Luckmann
(1967) no vacila en hablar de trascendencia del hombre
a propósito de esta dualidad.
Una vez más, descubrimos los principios metodoló­
gicos generales de Durkheim: el individuo practica el
ascetismo porque tiene razones de practicarlo, a saber,
manifestar su pertenencia al mundo de lo sagrado —al
mundo de los valores— al lado de su pertenencia al mun­
do de lo profano. La teoría de Durkheim permite así
comprender que todas las religiones revisten una di­
mensión ascética. La infinita variedad de las interdie-
dones concretas aportadas por la etnografía no con­
tradice la índole universal de ese rasgo.
2. La racionalidad de las creencias m ágicas.
Existen en el mercado explicaciones canónicas de los
rituales calificados de mágicos, como las danzas de
lluvia (Sánchez, 2007). Simplificando, se pueden
enumerar tres principales.
Una de estas explicaciones, propuesta en particular
por L. Wittgenstein, dice que los sujetos no creen que
los rituales mágicos efectivamente pueden producirlos
resultados para los cuales son aparentem ente
concebidos. Al practicar sus rituales, su objetivo sería
expresar su deseo de que la lluvia caiga sobre sus
cosechas. Obedecerían a una racionalidad de carácter
expresivo.
Una segunda explicación afirma que los sujetos creen
en los rituales mágicos bajo la influencia de factores
anónimos: porque su cerebro estaría organizado de otra
manera que el nuestro, ellos obedecerían a reglas de
inferencia diferentes de las nuestras. Así, confundirían
las relaciones de causalidad y de semejanza y no serían
sensibles a la contradicción lógica. Esta es la
interpretación de L. Lévy-Bruhl y de antropólogos
contemporáneos de peso como R. Needham, J. Beattie o
M. Sahlins. Según Lévy-Bruhl, el cerebro de los
primitivos obedecería a reglas de inferencia diferentes
de aquellas del hombre moderno. Lejos de ser
universales, estas últimas serían de hecho particulares
a la cultura occidental.
Una tercera explicación, defendida en particular
por Durkheim y Max Weber, dice que los rituales
mágicos son el efecto de la racionalidad ordinaria en su
versión contextual.
Esta interpretación es científicamente superior a
las otras dos. La primera, la de W ittgenstein, es
rechazada por los individuos mismos, que impugnan la
idea de que sus rituales estén desprovistos de efectos.
En consecuencia, no se la podría salvar sino
introduciendo la hipótesis de la falsa conciencia.
Además, esta teoría es incompatible con una multitud
de observaciones, como las de R. Horton. Los animistas
convertidos al cristianismo siguen creyendo en los
rituales mágicos y dan la razón de esto: aprecian el
cristianismo porque implica una promesa de salvación,
declaran; pero están muy obligados a recurrir a la
magia, porque el cristianismo no les propone recetas
útiles para el gobierno de la vida cotidiana. En cuanto
a la segunda teoría, la de Lévy-Bruhl, ella utiliza
hipótesis conjeturales, ad hoc y circulares.
La tercera, la de Durkheim, no utiliza más que
hipótesis aceptables y es compatible con el conjunto de los
hechos conocidos. Según esta teoría, el sistema de
razones subyacente a la creencia en la eficacia de los
rituales de lluvia es el siguiente. El gobierno de la vida
cotidiana, pero también la producción agrícola, la pesca
o la cría suponen todo tipo de habilidades. En las
sociedades tradicionales son sacadas por una parte de
la experiencia. Pero los datos de la experiencia no
pueden adquirir sentido sino sobre el fondo de
representaciones teóricas de los procesos vitales. Como
estas representaciones no pueden provenir directa­
mente de la experiencia, el primitivo normalmente las
saca del conjunto de saber disponible y considerado
como legítimo de que dispone. En el caso de las socieda­
des tradicionales, son las doctrinas religiosas las que
suministran explicaciones del mundo que permiten
coordinar los datos de la experiencia sensible. Estas
doctrinas desempeñan aquí el papel de la ciencia en las
sociedades modernas, en el sentido en que representan
el conjunto de saber legítimo: “[...] entre la lógica del
pensamiento religioso y la lógica del pensamiento cien-
tífico no hay un abismo. Uno y otro están hechos de los
mismos elementos esenciales En cuanto a las
creencias mágicas, son las recetas que el primitivo saca
de la biología que construye así a partir de las doctrinas
en vigor en su sociedad.
Pero las i'ecetas mágicas carecen de eficacia}' tienden
a ser refutadas por lo real. ¿Cómo es posible entonces
que su credibilidad se mantenga, en contradicción con
los principios que Durkheim plantea, por otra parte?
Cuando una teoría científica es refutada por los
hechos, argumenta, los hombres de ciencia mismos
siguen concediéndole corrientemente su confianza.
Porque al no poder determinar cuál de los elementos de
la teoría es responsable de la refutación antedicha,
pueden tener 1a esperan za de que resul te de un elemen to
secundario y en consecuencia que una modificación
menor resultará capaz de hacer que la teoría sea
compatible con los hechos. Este argumento es calificado
por la filosofía moderna de las ciencias de tesis de
Duhem-Quine.
A la manera de los hombres de ciencia, explica
Durkheim, los magos imaginan hipótesis auxiliares
para explicar por qué su teoría fracasó: los rituales no
fueron ejecutados como era debido; los dioses estaban
de mal humor ese día; factores no identificados pertur­
baron la experiencia.
Para que la fe en una teoría se desvanezca también es
preciso que ésta pueda ser reemplazada por una teoría
competidora. Ahora bien, las interpretaciones del
mundo adoptadas por las sociedades tradicionales son
débilmente evolutivas. En esto, el mercado de la cons­
trucción de las teorías es poco activo. Además, es menos
competitivo tratándose de las teorías religiosas que de
las teorías científicas. Por lo tanto, hay muchas posibi­
lidades de que el pensamiento mágico permanezca muy
vivaz en una sociedad donde la educación científica
está pobremente desarrollada. Ahora bien, una buena
parte de los países del mundo todavía está tratando do
alfabetizar a su población.
Además, la realidad puede confirmar creencias
falsas: los rituales destinados a hacer caer la lluvia (o
a facilitar la reproducción délos rebaños) son efectuados
en la época en que las cosechas necesitan lluvia y por
consiguiente en que tiene más probabilidades de caer (o
en la época en que los animales se acoplan). Así, la
creencia en una í'elación de causalidad falsa puede ser
confirmada por la existencia de correlaciones, cier­
tamente falaces, pero reales.
Las creencias colectivas de las sociedades
tradicionales que se perciben como mágica,s finalmente
no son de otra esencia que las creencias colectivas de
las sociedades modernas. Ellas representan conjeturas
que el primitivo forja a partir del saber que considera
legítimo, exactamente como el hombre moderno, a partir
del saber que es el suyo, cree en muchas relaciones
causales, algunas de las cuales son fundadas, pero
otras son tan frágiles o ilusorias como las de los
primitivos. Estas creencias se explican en los dos casos
porque los individuos tienen razones de suscribir a
ellas. Pero como el desarrollo de las ciencias volvió
obsoletas las creencias de las sociedades tradicionales,
el hombre moderno tiende a considerar como a-racional
a aquel que sigue admitiéndolas. De hecho, esta misma
interpretación es un producto de la racionalidad
ordinaria: ella es racional, pero padece de un déficit de
información.
La teoría de Durkheim tam bién explica las
variaciones de la importancia de las creencias mágicas
según las épocas y los tipos de sociedad. Ella explica en
particular el hecho contra-intuitivo de que experi­
mentan una fuerte renovación del favor de que gozan en
las partes más modernas de la Europa de los siglos xvi
y xvu. Porque la filosofía aristotélica que domina el fin
de la Edad Media ve el cosmos como regido por leyes
inmutables que no se puede pensar en influir por la
magia. En el siglo xvi, el viejo aristotelismo es suplan­
tado en el espíritu de muchos humanistas por el neopla­
tonismo. Ahora bien, éste es mucho más acogedor que el
aristotelismo a la idea de que el mundo de las aparien­
cias es gobernado por fuerzas ocultas que se puede
tratar de doblegar.

IV. Los OBJETIVOS perso nales:

PRODUCTOS DE LA R ACIO NALID AD ORDINARIA

En consecuencia, la TRO permite explicar eficazmente


las creencias representacionales, inclusive cuando éstas
dan la sensación de la a-racionalidad. Ella también
puede explicar los objetivos perseguidos por un indi­
viduo, allí donde las teorías de inspiración instrumen­
tal no pueden hacerlo prácticamente sino en el caso de
la adicción.
A título de ejemplo me permitiré evocar la hipótesis
desarrollada en mi libro La desigualdad de opoi'-tuni-
dades (París, Hachette, 2008 [1973]), según la cual los
adolescentes tienden a fijar el nivel social o el tipo de
actividad profesional al que apuntan tomando como
punto de referencia el tipo de situación y de identidad
social alcanzado por las personas con las cuales se
hallan en relación. Luego tratan de estimar la probabi­
lidad para ellos de alcanzar el nivel de instrucción que
les dé buenas oportunidades de alcanzar o de superar
ese tipo de situación.
Este sistema de razones permite reproducir cantidad
de datos estadísticos. Explica la desigualdad de
oportunidades escolares mejor que factores corrien­
temente evocados, como las adquisiciones cognitivas
transmitidas al niño por la familia o los calores que
caracterizan las diferentes categorías sociales. Si se
lograra neutralizarlo se reduciría mucho más la des­
igualdad de oportunidades que tratando de compensar
las diferencias de aptitud en la escuela resultante de
diferencias en los aprendizajes cognitivos en el seno de
la familia. Después de otros, Müller-Benedict, (2007)
acaba de confirmar la legitimidad de este modelo.
No obstante, hay que reconocer que el detalle de las
elecciones operadas por un individuo en materia de
valores escapa en gran parte al análisis científico.
Algunos tienen la sensación de realizarse en lo
humanitario, otros en la aventura, otros en el crimen,
otros en el saber. Pero esc politeísmo (Weber) caracteriza
solamente a los procesos individuales de valorización,
no a los procesos colectivos: ciertamente existen mono­
maniacos de la colección de estampillas, pero estos no
pueden pretender el mismo reconocimiento social que
un pianista o un cirujano. Una distinción que escapó al
filósofo Leo Strauss y lo condujo a pintar a Max Weber
bajo los rasgos del padre del relativismo moderno: un
contrasentido que estaba llamado a ser indefinidamen­
te machacado.
Capítulo V
LA RACIONALIDAD ORDINARIA
DE LAS CREENCIAS NORMATIVAS

La idea según la cual las creencias normativas y más


generalmente axiológicas serían racionales tropieza
con una resistencia tenaz debida ante todo a una
interpretación errónea del teorema de Hume según el
cual ninguna conclusión de carácter prcscriptivo o
evaluativo puede ser sacada de un conjunto de pro­
posiciones fácticas. El paralogismo naturalista de Gil-
bert Moore expresa la misma idea en otros términos.
Aquí califico en sentidos equivalentes las creencias de
normativas o de prescriptivas, de axiológicas o de evo-
luativas.
Ahora bien, corrientemente se sacan conclusiones
normativas o axiológicas de conjuntos de proposiciones,
algunas de las cuales son fácticas, otras de carácter
normativo o evaluativo. La formulación correcta del
teorema de Hume, pues, es que no se puede sacar una
conclusión normativa o evaluativa de proposiciones
que están todas en indicativo. A fin de cuentas, el
abismo entre las creencias descriptivas y prescriptivas
no es tan infranqueable como se dice.
La resistencia al postulado de la racionalidad de las
creencias axiológicas proviene también del paralogismo
indebidamente tomado de Montaigne, según el cual la
diversidad en el espacio y en el tiempo de esas creencias
sería incompatible con su racionalidad. En el espacio:
Herodoto refiere que a los griegos les parecía abominable
la manera en que los gálatas trataban los despojos de sus
difuntos y que los gálatas no pensaban otra cosa de las
prácticas funerarias de los griegos. Ahora bien, unos y
otros buscaban por sus prácticas expresar simbólica­
mente un mismo valor: el del respeto debido a los
muertos. En el tiempo: el préstamo a interés es conde­
nado en la Edad Media porque los préstamos sobre todo
tenían por función facilitar la supervivencia de los más
pobres. A partir del Renacimiento contribuyen a la
inversión. Por lo tanto se considera normal que el
prestamista tenga su parte de los beneficios produci­
dos por el inversor. Sacar una conclusión relativista de
la diversidad de las creencias normativas es un non
sequitur (Lukes, 2008).

I. L a r a c i o n a l id a d a x i o l ó g i c a
La debilidad de los argum entos que pretenden
demostrar la a-racionalidad de las creencias norma­
tivas y generalmente axiológicas invita a interpretar la
racionalidad axiológica como una declinación de la
racionalidad cognitiva.
En efecto, la primera parte puede definirse de la
siguiente manera. Digamos un sistema de argumentos
Q que contienen por lo menos una proposición normativa
o evaluativa y que derivan en la norma o en el juicio de
valor N, siendo todos los componentes de Q aceptables
y compatibles. La racionalidad axiológica dice que se
acepta N si no está disponible ningún sistema de
argumentos Q’ preferible a Q y que conduzca a preferir
N’ a N. A lo cual hay que añadir que, en el caso de la
racionalidad axiológica como en el de la racionalidad
cognitiva, no percibimos razones como tales a menos
que tengamos la impresión de que tienen vneaeion de
ser compartidas.
Pista definición de la racionalidad axiologica es ideal.
Como las creencias representacionales, las creencias
axiológieas pueden ser indefinibles: cuando es
prácticamente imposible zanjar entre dos sistemas de
argumentos Q y Q\ Las razones que fundan una creencia
también pueden ser sesgadas bajo la acción de diversos
mecanismos. Pero la adhesión a una creencia siempre
es el efecto de razones. Y, como en el caso de las
creencias representacionales, Ja fuerza de tal de sus
creencias se mide en el espíritu del individuo por su
desvío respecto de la situación ideal.
Los teóricos contemporáneos de la ética tienen
tendencia a concentrarse en los dilemas morales. El
filósofo norteamericano Michael Sandel se ha convertido
en una estrella en Harvard haciendo de su curso sobre
la justicia un espectáculo donde somete a su auditorio
a una serie de dilemas bioéticos, del tipo: ¿Es legítimo
comerciar con su esperma.? ¿Es legítimo para una
madre portadora no querer entregar a los padres
biológicos el niño que ella gestó? El público es entonces
invitado a dar su opinión alzando la mano, cuidándose
el propio Sandel de dar la suya. Tales dilemas existen.
Pero darles una importancia exclusiva tiende a suscitar
el escepticismo. Es un poco como si se enseñara la
metodología de las ciencias no evocando más que
problemas científicos no resueltos. Sin desconocer la
existencia de dilemas axiológicos, ni que la duda es la
mejor respuesta a innumerables cuestiones, Kant,
Smith, Durkheim o Weber, de manera más constructiva,
trataron de explorar el fenómeno de la convicción moral.
1. El fundamento de las certidum bres axiológi-
cas. La intuición contenida en la racionalidad axioló-
gica de Weber se afincó en mentalidades anteriores a la
suya, como la de Adam Smith. A menudo se imagina
uno que el autor de La riqueza de las naciones suscribe
ciegamente a la versión utilitaria de la racionalidad
(postulados P1 a P6 en los términos del capítulo II). El
ejemplo que sigue muestra que en La riqueza de las
naciones solicita discretamente una noción desarrolla­
da en su Teoría de los sentimientos morales, la del es­
pectador imparcial. El espectador imparcial es el indi­
viduo que estaría por hipótesis en situación de poner
entre paréntesis sus pasiones y sus intereses y apelar
solamente a su buen sentido: un individuo que obedece
en otros términos a la racionalidad ordinaria.
Este ejemplo reviste un alcance particular, porque
bosqueja una superación de la teoría práctica de
Kant. Smith m uestra aquí, en efecto, que, a diferencia
de la razón práctica, la racionalidad axiológica
ordinaria, lejos de tener que atenerse a preceptos
generales, puede explicar el detalle de los juicios
normativos y generalmente apreciativos emitidos en
contextos diversos y dar cuenta de ese modo de la
variabilidad de las creencias axiológicas en el tiempo
y en el espacio.
A. Smith í 1976 [1793 J, cap. X) se pregunta por qué los
ingleses de su tiempoconsideran como legítimo que los
mineros sean mejor pagados que los soldados. ¿Cómo
explicar esta creencia colectiva? Esta es su respuesta:
como la mayoría de los ingleses no son ni mineros ni
soldados y por consiguiente no están directamente
implicados por la cuestión, se hallan en la posición del
espectador imparcial. Por lo tanto, su sentimiento esta
fundado en un sistema de razones de buen sentido que
tienden a ser compartidas.
Este sistem a es el siguiente: el salario es la
remuneración de un servicio realizado. A servicio
equivalente, los salarios deben ser equivalentes. En el
valor de un servicio entran diversos elementos: sobre
todo la duración de! aprendizaje quo implica y los
riesgos a los que expone al que lo realiza. En el caso del
minero y el soldado, las duraciones de! aprendizaje son
comparables y, en ambos casos, el individuo arriesga su
vida. Pero las actividades antedichas se distinguen por
otros rasgos. El soldado garantiza la existencia de la
nación; el minero ejerce una actividad orientada hacia
la producción de bienes materiales menos funda­
mentales que la independencia nacional. Además, la
muerte del minero forma parte de los riesgos del
oficio: es un accidente. El soldado, por su parte, se
expone a la muerte para la salvación de la patria: su
muerte es un sacrificio, ya sea su alistamiento volun­
tario o no. En consecuencia, está habilitado a recibir
el respeto, La gloria y los símbolos de reconocimiento
que se deben a quien pone su vida en juego para la
colectividad.
De estos argumentos y del principio de igualdad
entre contribuciones y retribuciones resulta que, al no
poder recibir esas marcas simbólicas de reconocimiento
3' al realizar un trabajo igualmente penoso y arriesgado,
el minero debe recibir en otra moneda las recompensas
que no puede recibir en gloria. Por eso debe ser mejor
pagado que el soldado.
Este análisis muestra que el consenso sobre la
proposición de que los mineros deben ser mejor pagados
que los soldados es la consecuencia de datos de hecho 3'
de principios fácilmente aceptables. Es también bajo el
efecto de razones por lo que el ejecutor público, explica
Adam Smith, debe recibir un buen salario: su cali­
ficación es mínima, pero ejerce “el más repug)iatite de
todos los oficios”.
También M. Walzer (1997) se interroga sobre
sentimientos morales de los que puede presumirse que
son compartidos y, también él, propone una explicación
judicataria, para emplear el término con el cual Mon­
taigne designaba las explicaciones fundadas en razo­
nes que teman vocación de ser compartidas.
Por qué, se pregunta Walzer, el público considera la
conscripción como aceptable tratándose délos militares,
pero no de los mineros. Una vez más, la respuesta es que
la actividad del soldado es más central que las acti­
vidades de índole económica. Si se aplicara la cons­
cripción a tal actividad económica particular, uno se
vería en su derecho de aplicarla a todas: lo cual
equivaldría, extremando las cosas, a justificar el
trabajo forzado.
También se explica por razones fuertes, se puede
añadir en el mismo espíritu, el hecho de que se acepte
fácilmente que los conscriptos puedan ser afectados a
tareas de policía urbana si ellos se ofrecen como
candidatos o que el ejército esté encargado de recoger la
basura cuando se prolonga una huelga de los basureros,
acarreando riesgos para la salud pública. Pero no se
admitiría que la policía urbana o la recolección de la
basura sean actividades normalmente garantizadas
por la conscripción.
Estas evidencias morales están fundadas en razones.
Ellas se presentan como los corolarios de principios
que el espectador imparcial fácilmente puede considerar
como aceptables.
2. El juego del ultimátum revisitado. Los senti­
mientos morales y general mente axiológicos descansan
en razones, pero pueden ser afectados por parámetros
contextúales. Así, en el juego del ultimátum evocado en
el capítulo II, la proposición 50/50 se revela más fre­
cuente en las sociedades donde la cooperación entre
vecinos es una práctica comente que en las sociedades
donde prevalece la competencia entre vecinos. Tales
resultados no son incompatibles con una interpreta­
ción racional de las creencias morales. Sólo í'evelan que
un sistema de razones puede ser más o menos fácilmen­
te evocado en un contexto que en otro. Cuando se
propone el juego a melanesios au y gnau de Papuasia,
Nueva Guinea, es frecuente que A proponga conceder a
B más del 50 rA de la suma enjuego y que sin embargo
B rehúse. Porque en su sociedad el don es un signo de
superioridad y la aceptación del don un signo de infe­
rioridad. En cambio, entre los horticultores tnachi-
guenga de América del Sur, las ofertas de A a B son
generalmente bajas y aceptadas por B. Ocurre que en
su sociedad la cooperación, el intercambio y el reparto
están estrictamente limitadas al grupo familiar (Gin-
tis et al., 2003).
En resumen, la variación contextual de las creencias
morales no implica ningún relativismo (Boudon, 2008).
Montaigne no puede ser movilizado para justificar el
relativismo, porque las creencias morales no pueden
ser asimiladas a costumbres. Hume tampoco, porque
están fundadas en razones que el espectador imparcial
aprobaría.
De m anera general, la ficción del espectador
imparcial es indispensable para el análisis de muchas
cuestiones mayores de las ciencias sociales: sobre todo
aquellas de las relaciones entre igualdad y equidad,
razones de ser de los fenómenos de consenso o de los
fenómenos de evolución de las ideas y de las
instituciones sobre el mediano y el largo plazo.

II. I g u a l d a d y eq u id ad

Según diversas encuestas, el público distingue


claramente entre varios tipos de desigualdades y no
asimila desigualdad e injusticia sino en casos bien
determinados. Ocurre que detrás de los sentimientos
de justicia o de injusticia suscitados por tal o cual
forma de desigualdades hay razones que tienen bue­
nas posibilidades de ser aprobadas por el espectador
imparcial.
Así, las desigu aldad es funcionales no son
percibidas como injustas: el público admite que las
remuneraciones sean indexadas por el mérito, las com­
petencias o la importancia de los servicios realiza­
dos. Tampoco son percibidas como injustas las des­
igualdades resultantes de la libre elección de los
individuos. Las remuneraciones de las estrellas del
deporte o del espectáculo son consideradas como
excesivas pero no como injustas por la razón de que
resultan de la agregación de demandas individuales
por parte de su público. En principio, es necesario
que, a contribución idéntica, la retribución sea
idéntica. Pero no se considera como injusto que dos
personas que ejecutan las m ismas tareas sean
rem uneradas de diferente manera según pertenezcan
a una empresa o a una región floreciente o no. Tampoco
se considera como injustas diferencias de remune­
ración concernientes a actividades que no se pueden
medir. Así, es difícil determ inar si un elimatólogo
debe ser más o menos remunerado que el responsable
de un supermercado. Tampoco se considera como
injustas las desigualdades cuyo origen se ignora y de
las que en consecuencia no se puede determ inar si
son funcionales o no.
En cambio, se considera como injustas las desigual­
dades percibidas como privilegios. Así, los paracaídas
dorados que algunos jefes de empresa se hacen otorgar
por un consejo en cuya composición no son even­
tualm ente ajenos son particularmente mal percibidos,
sobre todo cuando sus contribuciones casi no son vi­
sibles.
El velo de ignorancia evocado por J. Rawls (1971) en
su teoría de la justicia introduce una ficción análoga a
la del espectador im parcial de Adam Srmth. Ella inspiró
diversos trabajos que permiten aclarar la noción de
racionalidad axiológica.
1. La racionalidad axiológica limitada. Un estudio
de Frohlich y Oppenheimer (1992) tiene el interés de
llamar la atención sobre el hecho de que, en el tema de la
relación entre igualdad y equidad como en otros, hay
que concebir la racionalidad axiológica como limitada.
En el caso presente, ella está limitada por la informa­
ción de que dispone el individuo sobro el origen de las
desigualdades.
En este estudio se propuso a algunos sujetos que
escogieran entre distribuciones ficticias de ingresos la
que les parecía la más justa. Se trataba de reconstruir
los principios que habían guiado la elección de los
encuestados.
El principio (1), de carácter utilitarista, conducía a
escoger la distribución caracterizada por la media más
elevada, sin consideración por las otras características
de las distribuciones. El principio (2), inspirado por la
idea de que las desigualdades deben esta r justificadas
por su función social, según los autores del estudio
conducía a escoger una distribución caracterizada por
una buena media de los ingresos y por una dispersión
moderada. El principio (3), de inspiración pragmática,
conducía a escoger una distribución de media y ele piso
elevados. El principio (4) conducía a escoger una
distribución de piso elevadoy de baj a dispersión. Estaba
inspirado por el principio de diferencia de Rawls, que
recomienda que las desigualdades sean lo más bajas
posibles mientras ello no acarree un empobrecimiento
de los más pobres.
En resumen, tos autores de la encuesta supusieron
que el principio 1 conducía al eneuestado a interesarse
en la media, el principio 2 en la media y la dispersión,
el principio 3 en el piso y la media, el principio 4 en el
piso y la dispersión.
El estudio fue llevado a cabo en los Estados Unidos
y en Polonia. La elección de lejos más frecuente es
inspirada por el principio 3 (buena mediay piso elevado).
El principio 1 (media máxima) le sigue a mucha distan­
cia. El principio 2 (buena media y dispersión baja)
inspira todavía más raramente a los encuestados. En
cuanto al principio 4 (piso elevado y dispersión baja),
prácticamente es ignorado.
Los factores culturales no parecen haber afectado las
elecciones de los encuestados. En efecto, la primera
elección domina de lejos las otras tres, tanto en Polonia
como en los Estados Unidos.
¿Cómo explicar estos resultados? Que las elecciones
de los encuestados se hayan inclinado masivamente,
tanto en Polonia como en los Estados Unidos, sobre una
de las cuatro opciones dej a presentir que esas elecciones
resultan de razones compartidas.
El estudio pone a los sujetos en una situación de
evaluación abstracta: ellos no tienen ninguna
información sobre la génesis de las desigualdades
registradas por las distribuciones. Las condiciones de
la experiencia no les permitían saber en qué medida las
desigualdades sometidas a su apreciación derivaban
de diferencias en las contribuciones. Por eso la idea de
im poner una coerción a la dispersión no forma parte de
sus intereses. Sin despertar sorpresas, una mayoría
considera que una media elevada de los ingresos es algo
bueno. Por último, una mayoría estima que el ciudadano
debe estar protegido por un piso contra los avatares de
todo tipo.
Esta reconstrucción de las razones de los encuestados
es corroborada por el hecho de que cuando, en expe­
riencias similares, se les aclara que las desigualdades
no reflejan sino débilmente las competencias, los méri­
tos y las responsabilidades, tienden a optar por la
elección 4: a aceptar el principio de diferencia v a
considerar en forma prioritaria la dispersión de los
ingresos.
En suma, se puede explicar la fuerte estructuración
estadística de las respuestas como resultado de un
sistema de razones comprensibles teniendo en cuenta
la situación cognitiva en la cual la experiencia ubicaba
a los encuestados. Sin lugar a dudas, estas razones se
hallan en el origen del plebiscito al que dio lugar el
principio buena media, piso elevado: un principio que
generalmente guía a los gobiernos de las naciones
democráticas. Porque todo gobierno se encuentra en la
misma situación que los sujetos del estudio. Dispone de
estadísticas combinadas, pero casi no tiene los medios
de determinar la proporción de las desigualdades que
pueden ser consideradas como funcionales.
Los resultados obtenidos por Forsé y Parodi (2004)
confirman estas conclusiones por otras vías. “La
Encuesta europea sobre los valores, efectuada en 1999
—escriben—hace aparecer con claridad las prioridades
de los europeos en materia de justicia distributiva. La
primera de ellas es sin discusión la garantía de las
necesidades básicas para todos; luego, pero solamente
en segunda ubicación, el reconocimiento de los méritos
de cada uno; y finalmente, en último lugar, la elimi­
nación de las grandes desigualdades de ingresos. Lo
que es más, el consenso sobre esta jerarquía no es
sensible a las escisiones nacionales, demográficas,
sociales, económicas, ideológicas o políticas. Si estas
diferentes escisiones influyen indiscutiblemente las
opiniones en materia de justicia distributiva, no bastan,
salvo raras excepciones, para perturbar ese orden de
las prioridades.”
Así, los sentimientos de justicia trascienden las
fronteras. Implican el reconocimiento de un piso de
necesidades. Tienen en cuenta la funcionalidad de las
desigualdades en la m edida en que es posible
determinarla y distingue así claramente entre igualdad
y equidad. Por último, no tienen en cuenta la dispersión
de los ingresos sino cuando da la impresión de ser
francamente excesiva.

III. - E l consenso:
1'KODUCTODE LARACIONALIDADORDINARIA
La racionalidad ordinaria permite también comprender
por qué ciertas instituciones, ciertas medidas y ciertos
estados de cosas engendran un consenso, a menudo
después de largas discusiones, hasta de largos
combates.
1. El ejemplo del impuesto sobre el ingreso. Las
sociedades democráticas debatieron largo tiempo en el
pasado sobre la pertinencia del impuesto sobre el
ingreso. Se ha discutido su principio. Cuando se lo
aceptó, primero se decidió que fuera proporcional. En
la actualidad se estableció un consenso general sobre la
idea de que el impuesto sobre el ingreso es algo bueno,
y que debe ser moderadamente progresivo. Si terminó
por establecerse un consenso sobre este punto es porque
se discierne en el fundamento de esta convicción
colectiva un sistema de razones que aprobaría el
espectador imparcial.
Las sociedades modernas están compuestas a
grandes rasgos, como ya lo h ab ía señalado
Tocqueville, de tres clases sociales. Éstas mantienen
entre ellas relaciones de cooperación y de conflicto a
la vez. Se trata de: los ricos, que disponen de un
excedente significativo eventualmente convertible
en poder político o social; la clase media, que no
dispone m ás que de un excedente lim itado,
insuficiente para ser convertido en poder; los pobres
(Ringen, 2007).
La cohesión social y la paz social por el lado de los
efectos esperados y el respeto a la dignidad de todos por
el lado de los principios implican que los pobres sean
subvencionados. ¿Por quién? En primer lugar por la
clase media, en virtud de su importancia numérica.
Pero la clase media no aceptaría asum ir su parte si
los ricos no consintieran en participar por su lado en
la solidaridad en un nivel más elevado. De estas
razones resulta que el impuesto debe ser progresivo.
Por otro lado, debe ser moderadamente progresivo.
De otro modo, otro principio fundamental, el princi­
pio de eficacia, sería violado. En efecto, la clase rica
tendría la posibilidad, en el caso en que el impuesto
le pareciera demasiado pesado, de expatriar sus
haberes: un efecto negativo desde el punto de vista de
la colectividad.
Sin duda, algunos ciudadanos se oponen a este
consenso y algunos economistas recomiendan volver
a un impuesto proporcional (fíat lax), y otros, poco
numerosos, lisa y llanamente proponen derogar el
impuesto sobre el ingreso. Pero lo que ocurre es que
se atienen a consideraciones de carácter instrumental
e ignoran la dimensión axiológica de la cuestión: se
ocupan de los efectos y desconocen los principios.
Este análisis en términos de razones explica otros
datos, por ejemplo que las diferencias tratándose del
peso y de la progresividad del impuesto sobre el
ingreso entre las sociedades escandinavas y las
sociedades de la Europa continental tienden a
reducirse bajo el efecto del principio de eficacia.
i V. - L a r a c io n a l iz a c ió n nt: l a s id e a s m o r a l e s ,
POLÍTICAS Y -J URÍDIGAS

La teoría de la racionalidad ordinaria también permite


comprender las razones de ser de ciertas evoluciones a
largo y mediano término de las instituciones y las
costumbres.
Porque la evolución moral, social, política y jurídica
de las sociedades abiertas es piloteada por un meca­
nismo fundamental en dos tiempos: innovación, luego
selección racional de las ideas o de las instituciones
nuevas bajo la mirada del espectador imparcial. Este
es el sentido que se puede dar a la racionalización
difusa (Durchrationalisierung) evocada por Weber. Es
preciso añadir que la evolución moral, social, política y
jurídica de las sociedades puede ser más o menos
rápida y también ser contrarrestada por coyunturas
desfavorables.
1. La noción de programa. Para especificar la noción
de racionalización difusa se debe volver sobre la cues­
tión de las fuentes de credibilidad de los dos tipos
principales de enunciados que se encuentran en todo
sistema de razones: enunciados fácticos y principios.
Como la credibilidad de una cadena no puede ser
superior a la de su eslabón más débil, es preciso que
cada enunciado sea creíble para que el espectador
imparcial lo considere de tal manera.
Las proposiciones fácticas casi no plantean pro­
blemas. Para ser convincentes, deben corresponder a lo
real. Más compleja es la cuestión tratada superficial­
mente más arriba de la categoría de los principios.
¿Qué es lo que los hace más o menos creíbles?
Disponemos aquí de dos respuestas clásicas: la
respuesta kantiana, según la cual las reglas particulares
derivarían de principios generales que se impondrían
a priori, y la respuesta procedimental defendida sobre
todo por J. Habermas. La primera solución conduce a
las aporíasya recalcadas por Benjamín Constant: como
existen circunstancias en que es bueno mentir, la
condena de principio de la mentira no puede tener
fuerza de ley. Según la solución procedimental, un buen
principio es aquel que aceptarían los sujetos aplicando
un procedimiento unánimemente aceptado. Ahora bien,
las reglas de la discusión científica lo son en una gran
medida. Pero esto no representa una garantía contra la
adhesión del científico a creencias falsas. ¿Por qué
sería distinto por lo que respecta a las creencias
axiológicas? La solución procedimental, por lo tanto, no
puede dar cuenta de la evolución moral, social, política
y jurídica.
Eliminar esta dificultad es tanto más importante
cuanto que la variabilidad de los juicios morales es el
argumento principal del relativismo: más exactamente
del mal relativismo (Boudon. 2008).
Una respuesta más satisfactoria invita a ver la
historia de las ideas y de las instituciones morales,
sociales, políticas y jurídicas como la realización de un
programa difuso que apunta a definir instituciones y
reglas destinadas a respetar lo mejor posible la dignidad
y los intereses vitales de cada uno. Desde el siglo i, la
realización de este programa franquea una etapa mayor
gracias a la aparición en el mercado de la noción de
ciudadanía que se debe, según Weber(1986[1920]), ala
Epístola a los gálatas de San Pablo. La puesta en
marcha del principio de la ciudadanía de todos estaba
llamada a ocupar al Occidente durante todo el milenio
siguiente, añade. La invención de la noción de persona
representa otra etapa importante en la realización de
este programa.
Durkheim (1967 [1893]) propone en otros términos
una idea vecina: “El individualismo —escribe—, el
libre pensamiento, no datan de nuestros días, ni de
1789, ni de la reforma, ni de la escolástica, ni de la caída
del politeísmo grecolatino o de las teocracias orientales.
Es un fenómeno que no comienza en ninguna parte pero
que se desarrolla, sin detenerse, a todo lo largo de la
historia.” Así, el ser humano tuvo desde los orígenes
la preocupación de su dignidad y de sus intereses
vitales; en este sentido, siempre fue individualista. Al
mismo tiempo, el programa individualista estaba lla­
mado a profundizarse constantemente bajo el efecto del
libre pensamiento, a saber, del espíritu crítico de que
dispone el ser humano.
2. La evolución moral como programa. Para espe­
cificar la noción de programa tal como yo la tomo aquí
se puede comparar la historia de la moral, del derecho
y de la filosofía política con la de la ciencia. La ciencia
nace de un programa vago: describir lo real tal y como
es. El valor de este programa es indemostrable, porque
los valores últimos son indemostrables. Una vez formu­
lado este programa, no dejó de realizarse.
A semejanza de la historia de la ciencia, la historia
de la moral, del derecho y de la filosofía política es la de
la realización de un programa: concebir reglas e
instituciones que perm itan garantizar de la mejor
manera el respeto a la dignidad del individuo y a sus
intereses vitales. El valor de este programa 110 es
más demostrable que el de la ciencia. Y es igualmen­
te vago: ¿Qué es exactamente lo real que la ciencia tra­
ta de alcanzar, ya que no se podría responder a esta
cuestión sino una vez acabado el programa de la cien­
cia? ¿Qué es la dignidad de la persona? Pero los dos
programas son omnipresentes. Siempre inconclusos,
guían la actividad hum ana en todas sus facetas.
Para ilustrar el proceso de racionalización difusa
que acompaña todo programa, se puede evocar un
principio movilizado en varios de los ejemplos
precedentes: el de la igualdad entre retribuciones y
contribuciones. No sólo es compatible con la noción de
la dignidad de la persona, sino que es una traducción en
el registro particular de las reglas que presiden los
intercambios. Porque si la noción de dignidad traduce
una demanda constante y vaga, su contenido se precisó
por la formulación progresiva de principios que regulan
la vida moral, social, política y jurídica.
El principio de la separación de los poderes es otro
ejemplo canónico de un principio que se impuso
progresivamente en los sitios que le eran propicios
porque refuerza ese aspecto de la dignidad de la
persona que es su exigencia de no estar sometida al
poder político. Se impuso difícilmente. La historia
de su puesta en marcha no está acabada ni lo estará
jamás, incluso en las democracias mejor im planta­
das. Pero a despecho de esas vacilaciones, en adelan­
te también está sólidamente instalado en las m enta­
lidades de la mayoría de los ciudadanos de las demo­
cracias modernas como la teoría de la composición
del aire de Lavoisier. Otro tanto ocurre con el parla­
mentarismo, el sufragio universal y el conjunto de
las instituciones fundamentales de la democracia.
Fueron seleccionadas porque su efecto es canalizar y
suavizar los conflictos sociales y políticos, reducir la
violencia pública, facilitar la producción de las ri­
quezas y de ese modo satisfacer el principio de la
dignidad del ser humano.
La desaparición de la pena de muerte es otro ejemplo
de racionalización. Se la derogó en un número cada vez
más creciente de democracias porque según las
encuestas está desprovista de toda eñcacia disuasiva.
Y también porque torna in'eparable el error judicial.
Ahora bien, a partir del momento en que se puede
im aginar una pena reparadora menos severa e
igualmente eficaz, esta última tiende a ser selecciona­
da por el espectador imparcial: por la racionalidad
ordinaria.
Algunos justifican la pena de muerte por razones
religiosas. Pero el principio de la libertad de
pensamiento implica que ninguna sanción puede ser
considerada como aceptable por el solo hecho de que se
funda en principios religiosos. Puesto que ninguna
religión es demostrable, sus principios no pueden ser
impuestos sin contravenir el principio de la libertad de
pensamiento, derivación a su vez del principio de la
dignidad humana.
Por cierto, coyunturas desfavorables pueden ha­
cer que la opinión desee restablecer la pena de m uer­
te cuando fue perturbada por un crimen odioso. Pero
se puede observar que los políticos europeos siempre se
abstuvieron de la tentación de revertir la deroga­
ción. Sin duda por convicción personal. Pero también
porque presentían que una vez apaciguada la emo­
ción colectiva, el espectador imparcial reaparecería
sobre la escena política y los desautorizaría.
Lo vemos: los procesos de formación y selección de las
ideas no son de una naturaleza fundamentalmente
diferente en el caso de las ideas científicas y en el de las
ideas jurídicas y políticas.
Lo mismo ocurre con las ideas morales: las encuestas
muestran que en las democracias se observa una
racionalización progresiva de la vida moral en el sentido
en que se tiende hacia una moral fundada en el principio
cardinal de que todo lo que no perjudica a otro está
permitido. De ahí procede la categoría de tabú afectada
a toda interdicción de la que no se ve en qué puede
perjudicar al otro el comportamiento que condena,
teniendo en cuenta que no se puede admitir que
disgustar al otro en sus opiniones equivalga a
pei'judicarlo, porque eso refutaría el principio de la
libertad do opinión, a su vez expresión de la noción de
dignidad de la persona.
El programa definido por la noción de la dignidad de
la persona, por lo tanto, está en verdad sometido,
cuando las circunstancias se prestan a ello, al proceso
de racionalización difusa evocado por Weber. Este
explica que ciertas ideas se instalan de manera
irreversible en el espíritu público.
Dicho lo cual, los procesos de racionalización difusa
en el largo plazo no excluyen los conflictos de valores —la
guerra de los dioses— en el corto y mediano plazo.
Todos los nuevos derechos se impusieron al final de
conflictos prolongados. Como estos procesos de
racionalización son permanentes, también lo es la guerra
de los dioses.
3. Racionalización y uniformización. Estos proce­
sos de racionalización difusa, ¿son portadores de un
riesgo de uniformización? No. En efecto, algunas nor­
mas, como las gcstuales de cortesía, son las expresiones
simbólicas de valores. Ahora bien, como la relación
entre el significante y el significado es generalmente
arbitraria, los mismos valores pueden ser expresados
por normas diferentes. Una segunda fuente de hetero­
geneidad reside en las coerciones impuestas por el
contexto: una regla puede ser buena en un contexto y
mala en el otro. Una tercera fuente de heterogeneidad
reside en el hecho de que la racionalización impone
raramente una solución única. Así, hay una cantidad
indefinida de maneras de organizar la separación de
los poderes. Recíprocamente, la ausencia de uniformi­
dad no implica la ausencia de racionalidad de las
normas y los valores. La existencia de culturas dotadas
de identidad no implica que la selección de las normas
y los valores sea arbitraria.
Por lo tanto, una vez más, es posible descartar uno
de los ai’gumentos rr^ o res del relativismo. La exis­
tencia misma de procesos de racionalización difusa
que caracteriza los diferentes aspectos de la vida
social y política basta para descartar la tesis según la
cual el progreso sería una ilusión (Boudon, 2008).

V. AvATARES DE LA RACIONALIDAD
Por supuesto, estos procesos pueden ser más o menos
alentados o contrariados. No implican por lo tanto
ningún determinismo histórico. Además, si la racio­
nalidad ordinaria es una característica del ser huma­
no, las ideas dominantes sobre la racionalidad, por lo
que a ellas respecta, están sujetas a variaciones en el
tiempo y en el espacio. Pero esos avatares pueden
llegar hasta a marcar la historia, como lo m uestra la
del siglo xx.
La filosofía griega y luego el cristianismo instalaron
la idea de que sólo razones de validez universal podían
fundar lo justo y lo verdadero. Esta idea atraviesa toda
la historia del Occidente. Es común a Aristóteles,
Platón, Erasmo, Descartes, Montaigne, Kant, Voltaire,
Goethe y muchos otros.
Sin duda, la idea de que una racionalidad separada
de todo contexto es un engaño había estado presente en
ciertos medios intelectuales occidentales desde fines
del siglo xvin: desde Herder (Z. Sternhell, Les Anti-
Lumiéres : du xviii' siécle á la guerre froide). Pero son
los conflictos entre Estados-nación y los conflictos
políticos y sociales que socavan a Europa a partir de
m e d ia d o s del siglo xix los que la hicieron bajar a la calle.
Ellos hicieron que tendieran a ser juzgadas verdaderas
o atinadas teorías útiles en el sentido en que servían a
los intereses de un Estado-nación, de una clase social o
de un grupo étnico (Benda, 1977 [1927]). Cantidad, de
historiadores y de filósofos abandonan entonces el ideal
universalista de la racionalidad que había sido el de
todos los intelectuales y que es resumido por la Logique
de Port-Royal: “De cualquier país que usted sea, no
debe creer más que lo que estaría dispuesto a creer si
fuera de otro país.”
El influyente historiador alemán Treitschke se jacta
entonces de ignorar “esa objetividad anémica que es lo
contrario del sentido histórico”. Georges Sorel, el teórico
de la violencia política, y Houston Stewart Chamberlain,
el teórico del racismo, tienen en común querer que lo
justo y lo verdadero se determinen por su ulüidad en
favor de tal causa política, ya se trate de mostrar la
superioridad de tal Estado-nación o de militar en favor
de tal clase social o de tal grupo étnico. El inmenso éxito
de Mai’Xy de Nietzsche radica en gran parte en que su
pensamiento —más allá del abismo que los separa—
autoriza una inversión radical de los valores de lo justo
y de lo verdadero en provecho de lo útil. Para Nietzsche,
“la falsedad de un juicio no es una objeción contra ese
juicio”, una regla inédita que en su opinión define una
“nueva lengua” (Más allá del bien y de mal ). En efecto,
no sólo un juicio falso puede ser útil, sino que las
categorías de lo verdadero y lo falso serían productos
de la ilusión. Para Marx, son los intereses del
proletariado los que determinan lo justo y lo verdadero.
Esta inversión estaba llamada a producir efectos que
no fueron ni previstos ni deseados por sus promotores
y a culminar en la instalación provisoria en el siglo xx
de las doctrinas racistas, del marxismo reputado
científico o de la supuesta lógica dialéctica (Bell, 1997
[1988]).
Ciertamente, algunos pensadores de todas las épocas
insistieron en el hecho de que la acción política debe
tener en cuenta lo útil más que lo justo y lo verdadero.
Pero ni los sofistas griegos ni Maquiavelo, ni los
utilitaristas ni los mismos pragmatistas pretendie­
ron que lo útil constituyera la medida de lo justo y de
lo verdadero. Con los epígonos de Marx y de Nietzs-
che, lo justo y lo verdadero, por el contrario, son
tratados como máscaras de lo útil. En cuanto a aque­
llos que creen poder distinguir lo justo y lo verdadero
de lo útil, son presentados como víctimas de la ilusión,
de la ingenuidad o de la falsa conciencia.
Esta inversión de los valores dejó huellas profundas
en la historia de las ideas. Por cierto, las cir-cuns-
tancias que habían favorecido la exacerbación de las
pasiones nacionales y de las pasiones de clase han
desaparecido. Pero la idea de Ja índole ilusoria de la
noción de objetividad tratándose del conocimiento de
los fenómenos morales, políticos y sociales reapare­
ció en los últimos decenios del siglo xx en favor de la
ascensión del relativismo provocado sobre todo por el
fin de las ideologías, la descolonización y luego la
globalización. Se ha sostenido que había que renun­
ciar a la noción de objetividad tratándose incluso de
las ciencias de la naturaleza. Se instaló entonces el
adagio del todo es bueno (anything goes). Este im­
pregnó y sigue impregnando fuertemente el pensa­
miento moral, social y político. Contra el principio
de la Werlfreiheit, las ciencias sociales a menudo
adoptaron una postura compasiva. Así, la criminolo­
gía de los últimos decenios del siglo xx admitió co­
rrientem ente que la explicación verdadera del cri­
men es aquella que es útil a\ delincuente.
Porque las ideas tienen su ritmo propio: sobreviven
fácilmente a las circunstancias que las vieron nacer a
partir del momento en que son reajustadas a las nuevas
circunstancias. Los nietzscheanos y los marxistas del
siglo xx tienen otras expresiones que los del siglo xix.
Pero comparten la tesis relativista según la cual las
categorías de \a objetividad y de la universalidad
encubrirían ilusiones.
Hoy misino, los construetivistas visten con nuevas
ropas al rey desnudo del relativismo: la ciencia no tiene
motivos para presentarse como objetiva puesto que in­
terpreta lo real a partir de instrumentos forjados de
punta a punta. No hay hechos, solamente interpre­
taciones, afirman, tomando a Nietzsche al pie de la
letra. Las verdades producidas por la ciencia son cons­
trucciones que no se pueden considerar como más
objetivas que los mitos de las tribus amazónicas.
En todos los tiempos, la mayoría do los grandes
nombres del pensamiento escaparon al relativismo.
Nunca abandonaron el ideal universalista de la
racionalidad y siempre rechazaron la disolución dé lo
justo y lo verdadero en lo útil. Los sociólogos clásicos, en
cuya primera fila están Durkheim y Wcber, se sitúan
sin ambigüedad a este respecto en la continuidad del
período filosófico clásico. Ellos comparten la idea de
que las ciencias sociales y políticas deben darse por
horizonte la racionalidad no contcxtual: su función
consiste en elim inar las explicaciones ego- o
sociocéntricas de la racionalidad contextual. Weber
decía que una teoría válida es la que un chino puede
comprender y aceptar, esto es, que trasciende la
diversidad cultural: una rehabilitación del adagio de
la Logique de Porí-Royal.
¿Quién podría dudar, pensando en la amplitud de
los efectos históricos y en los efectos corrosivos ejercidos
sobre la democracia por esos avatares déla racional idad,
que realmente se trate de una noción cardinal para el
pensamiento moral, político y social?
Capítulo VI
VENTAJAS DE LA TEORÍA
DE LA RACIONALIDAD ORDINARIA

Al fin y al cabo, ¿qué beneficios científicos esperar de la


teoría de la racionalidad ordinaria ?Antes de responder
esta pregunta hay que situar la tradición de investiga­
ción a la que pertenece la TRO en el conjunto de las
tradiciones de investigación de las ciencias sociales.

I. - ¿Qué ES EKL’LICAR?
La noción de ciencia, abarca actividades diversas:
toda disciplina científica describe, clasifica y expli­
ca. Pero su objetivo último siempre es explicar. Pue­
de definirse la actividad de explicación de la siguien­
te manera. Supongamos un fenómeno cualquiera que
suscite un sentimiento de sorpresa: la altura del
mercurio en el barómetro varía con la altitud; ese
individuo cambia súbitamente de comportamiento;
los miembros de tal grupo creen en los milagros;
determinado grupo está convencido de la eficacia de
los rituales de lluvia.
Encontramos estos fenómenos más arriba. En todos
los casos, su explicación consistió en establecer las
causas. El sistema de las causas siempre adoptó la
forma de una lista de proposiciones compatibles entre
109
sí y talos que cada una podía ser fácilmente aceptada,
ya sea que registrara un dato fáctico probado, ya que
despertara un sentimiento compartido de verosimilitud.
Estas consideraciones conducen a definir la expli­
cación de un fenómeno como la operación que apunta a
convertirlo en la consecuencia de un sistema de propo­
siciones compatibles entre sí y aceptables. Esta defini­
ción se aplica a las ciencias sociales como a las ciencias
de la naturaleza. La explicación así definida disipa el
misterio del fenómeno bajo examen, puesto que lo con­
vierte en la consecuencia de un conjunto de proposicio­
nes desprovistas de misterio.
Dos conclusiones resultan de estas observaciones.
Siendo idénticas las definiciones de la explicación y de
la racionalidad ordinaria (RO), de esto se infiere ante
todo que conocimiento ordinario y conocimiento cien­
tífico difieren en grado, pero no en naturaleza, como lo
quiere Einstein cuando asegura que el conocimiento
científico no es otra cosa que la prolongación del sentido
común.
En segundo lugar, sólo se puede estar de acuerdo con el
filósofo norteamericano R. Rorty cuando declara que el
conocimiento no es un espejo de la naturaleza. En
efecto, explicar un fenómeno no es fotografiarlo, sino
asociarle un conjunto de proposiciones. Ahora bien,
estas proposiciones siempre están inspiradas por un
punto de vista. Así, Durkheim rechaza que el ser
humano pueda estar duraderamente sometido a la
ilusión. Pero de esto no resulta que el conocimiento no
pueda ser objetivo. La teoría de las creencias en la
eficacia de los rituales de lluvia propuesta por
Durkheim es objetivamente preferible a las de
Wittgenstein o de Lévy-Bruhl en el sentido en que pro­
pone una explicación que deriva de sistemas de propo­
siciones más aceptables.
II. P u n t o s di-.: v is t a , p r o g k a m a -s ,
MARCOS, PRESUPUESTOS

Es cierto que todo conocimiento descansa sobre a prio-


ns (Kant), presupuestos (Weber), puntos de vista (Si-
mmel), paradigmas (Kuhn) marcos mentales (vani
auctores) o programas (Lakatos), designación que, por
mi parte, yo prefiero. Pero esta proposición no acarrea
ningún relativismo. La TER adopta un punto de vista
particular sobre el comportamiento humano, pero ex­
plica de manera satisfactoria los fenómenos en que su
axiomática es realista. Otros fenómenos se explican
más bien en el marco de la TRO.
Pueden discernirse un pequeño núm ero de
programas generales, presentes desde los orígenes
de la reflexión sobre las sociedades y particularm ente
sobre el comportamiento del hombre en sociedad: del
zóon politikón. Ellos evolucionaron y fueron especifi­
cados en el transcurso del tiempo, pero siguen inspi­
rando el pensamiento y la investigación. La TER y la
TRO son los herederos modernos de dos de estos
programas. Pero pueden discernirse cuatro princi­
pales: los programas materialista, mecánico, utilita­
rista y cognitiuo. Se ordenan en una escala de expli­
cación del comportamiento que va del nivel infra-
individual-a-racional al nivel individual-racional.
1. El programa m aterialista. Como los otros tres, el
programa materialista adopta formas variables, pero
que tienen en común buscar las causas del comporta­
miento humano en el registro de las causas eficientes
observables.
Ayer, prolongando un movimiento de pensamiento
surgido de Cabanis y de Gall, Lombroso y los positivistas
italianos pretendieron discernir una predisposición al
comportamiento criminal a partir de particularidades
físicas del individuo. Esta tradición fue renovada en
profundidad y adoptó una forma científica con el
desarrollo de las neurociencias. Ellas mostraron que
pueden contribuir con eficacia a la explicación de
fenómenos que interesan a las ciencias sociales.
Ejemplo 1. Un sujeto observado por A. Damasio no
ve más que los buenos aspectos de la vida y es
preservado de toda emoción negativa. Ignora senti­
mientos como el miedo o la ira. La causa de esto es
revelada por el scanner, el que detectó en el sujeto un
fenómeno de calcificación en la región de la amígdala
cerebral.
Ejemplo 2. Según investigadores de Zurich, las
reacciones al juego del ultimátum son modificadas
cuando una parte del cerebro —el córtex frontal
dorsolateral— es neutralizada por una estimulación
magnética transcraneana. El sujeto a quien se le hace
una propuesta inequitativa rechaza las propuestas que
considera demasiado injustas, como cuando su socio le
propone: $80 para mí, $20 para ti, aunque su rechazo
lo condena a no recibir nada. Ahora bien, cuando la
parte del cerebro en cuestión es neutralizada, sigue
percibiendo la misma propuesta como injusta, pero la
acepta.
El primer resultado puede explicar el comporta­
miento de tal responsable político, de tal mánager o de
tal jefe militar: la testarudez de Cromwell acaso se
debía a un grano de arena en su vejiga, pero también a
una particularidad de su cerebro. El segundo hace
aparecer que, en ciertas situaciones, el sujeto sólo se
comporta según los axiomas de la TER si la actividad
normal de su cerebro es parcialmente neutralizada.
Las neurociencias confirman aquí que el modelo clásico
del homo ceconomicus (postulados P1 a P6 del capítulo
II) no tiene nada de yiatural.
2. El programa m ecánico. Muchas teorías moder­
nas de la evolución moral, social y política son las
herederas de Herbert Spencer. El postulado de base
de su teoría general de la evolución biológica, psico­
lógica y social es que los datos de su entorno desen­
cadenan en los individuos de toda especie biológica,
entre ellos la especie humana, mecanismos que dan
nacimiento por composición a cambios macroscópi­
cos. Estos mecanismos pueden ser impersonales,
como en el caso de la evolución de las especies anim a­
les, o implicar un momento mental tratándose de la
especie humana.
Toda la sociología del mismo Spencer ilustra el
programa mecánico. Así, él conjetura que la densidad
social favorece la división del trabajo. O incluso que la
complejización de las sociedades es un factor de
laicización. Porque a partir del momento en que una
sociedad se hace más compleja, explica él, se vuelve
inverosímil representarse a Dios como capaz de dictar
la ley sobre todos los temas: por lo tanto, debe abando­
nar esta tarea a órganos laicos.
Otro ejemplo de aplicación del programa mecánico:
las tribus en que los azares de la genética hicieron que
no digieran la lactosa en la edad adulta no pudieron
alim entarse de leche anim al y tuvieron menos
probabilidades de desarrollarse.
Otro ejemplo: J. Q. Wilson (1993) propuso una
explicación de inspiración sociobiológica del origen de
los sentimientos morales. Así, el sentido de la equidad
y el sentido del deber se habrían impuesto en virtud de
su valor adaptativo. Al ser más coherente un grupo
donde prevalece la equidad, tiene más probabilidades
de sobrevivir a enfrentamientos con otros grupos. Por
consiguiente, sus miembros tienen más probabilidades
de reproducirse. El origen del sentido moral, por lo
tanto, habría que buscarlo por el lado de procesos infra-
individuales que se desarrollan en el ser humano en
cuanto ser biológico.
Esta conjetura, según Wilson, explicaría fenómenos
universales: que el crimen sea siempre raro, que los
individuos se conduzcan generalmente de manera
equitativa en el juego del ultimátum o que herir a
alguien intencionalmente sea considerado en todas las
culturas como más grave que herirlo por accidente.
Muchos otros autores proponen variaciones sobre el
esquema teórico que hace de los sentimientos morales
el efecto de procesos de selección de carácter darwiniano
(Gintis et al., 2003).
Todos estos ejemplos ilustran el modelo spenceria-
no según el cual la situación donde se encuentra un
conjunto de individuos desencadena mecánicamente
un efecto emergente, ya se trate de la rareza del
crimen, de la frecuencia de la respuesta equitativa al
juego del ultimátum, de la existencia de sentimien­
tos morales o del estancamiento económico de las
tribus que no digieren la lactosa.
3. El program a u tilitarista. La teoría de la elección
racional (TER) es la versión moderna de otra gran
tradición de pensamiento inscrita bajo el emblema del
programa utilitarista. Todavía en nuestros días,
permitió proponer una explicación de innumerables
fenómenos sociales.
Hayek (2007 [1973-1979]) ve en el intercambio el
origen de los sentimientos morales. Dos individuos
comprueban que uno y otro ganan en un intercambio.
Bajo la acción de este mecanismo, el respeto de la
palabra dada se instala como un valor positivo. La valo­
rización positiva de la libertad individual o de la
propiedad privada se habría impuesto de la misma
manera, a partir de la comprobación de sus efectos
positivos.
Para Harsanyi, la TER hasta para explicar el
conjunto de los sentimientos morales: para el son un
efecto indirecto del interés bien comprendido.
Los trabajos de Piaget sobre el juicio moral, aunque
de un carácter diferente, ilustran la misma idea. A
partir de cierta fase de su evolución, los niños
comprenden que la trampa destruye el interés del j uego
y la condenan.
Según Axelrod (1992), cuando los sujetos ven que
tienen interés en el corto plazo en traicionar la palabra
dada, pero que a largo plazo esto engendra efectos
desfavorables para ellos, tienden a respetarla. Los
efectos de la situación son aquí menos automáticos que
en los ejemplos precedentes: los sujetos deben
comprender que hay una contradicción entre sus
intereses a corto y a largo plazo, arbitrar entre ambos
y emitir hipótesis verosímiles sobre el comportamiento
de su socio. Infieren entonces que es de su interés
cooperar más que ceder a la tentación de los beneficios
a corto plazo de la deserción.
Como lo vimos más arriba, la TER fue aplicada con
éxito, no sólo a temas económicos, sino a cuestiones
morales y políticas mayores.
4. El program a cognitivo. La teoría de la raciona­
lidad ordinaria (TRO), por su parte, es la versión
moderna de otro gran programa, el programa cogni­
tivo. Como los otros tres, es antiguo. Más allá de sus
diferencias, Hobbes, Adam Smith y Rousseau tienen
en común atribuir los sentimientos de legitimidad o
de ilegitimidad suscitados por ciertas instituciones
o ciertos comportamientos al hecho de que los indivi­
duos los perciben de manera más o menos confusa
como fundados en razones aceptables o no. Según
Hobbes, el castigo para el ejemplo es normalmente
percibido como ilegítimo. En efecto, el principio de la
dignidad de la persona hace que lo útil deba aquí
borrarse ante lo honesto, el principio de eficacia ante
el principio de justicia o la racionalidad instrum en­
tal ante la racionalidad axiológica. El programa
cognitivo plantea que la racionalidad implica siem­
pre una dimensión cognitiva más o menos implícita.
Como lo m uestra el ejemplo de Axelrod, el programa
utilitarista mismo no siempre puede ignorar la di­
mensión cognitiva del comportamiento.
A) Las pseudoexplicaciones por la cultura. El progra­
ma utilitarista y el programa cognitivo permiten evi­
tar las pseudoexplicaciones imaginadas por las dife­
rentes versiones del holismo, como aquellas que se
contentan con imputar una diferencia entre dos países
a una diferencia cultural. Así, la importancia particular
de los movimientos callejeros en Francia se debería a
un habitus contraído por los franceses desde la
Revolución.
Las versiones TER y TRO del IM suministran una
explicación más satisfactoria de las diferencias
culturales. Como se vio en el capítulo 2, Root explica el
fenómeno francés del poder de la calle a partir de la
versión TER del IM: como un efecto del desequilibrio de
los poderes en beneficio del ejecutivo. Como lo vimos en
el capítulo 4, Durkheim explica la práctica de los
rituales de lluvia por los aborígenes de Australia a
partir de la versión TRO del IM.
B ) La identidad de las ciencias sociales. Los programas
utilitarista y cognitivo definen, a fin de cuentas, no sólo
la identidad de las ciencias sociales sino los rasgos
comunes a todas: economía, antropología, sociología,
ciencia política o criminología. Ciertamente, no pue­
den desinteresarse del aporte de las neurociencias,
hasta ele la sociobiología. Pero no se ve muy bien, en el
momento actual, cómo podría establecerse una
articulación precisa entre esos programas y mucho
menos cómo uno de ellos podría absorber a los otros:
esto sería contradictorio con el carácter autosuficíente
de las explicaciones propuestas por la TER y la TRO de
todo tipo de fenómenos sociales.
Los programas utilitarista y cognitivo descansan
ambos en el postulado de la racionalidad de la acción
social. Aunque el primero sea un caso particular del
segundo, hoy es más corrientemente identiñcado y
utilizado. Por lo tanto, para term inar es oportuno
aclarar las razones que fundan el interés científi­
co del segundo para el porvenir de las ciencias
sociales.

III. - LOS MÉRITOS DE TRO


1. Disipar el solipsism o. La TRO disipa ante todo
contrasentidos corrientes sobre el individualismo
metodológico. El IM propone de hecho aplicar a las
ciencias sociales un principio válido para toda ciencia.
El biólogo que observó una correlación entre un régimen
alimentario y la ocurrencia de una enfermedad trata de
identificar las causas responsables de la correlación
en el nivel celular. Del mismo modo, Durkheim ex­
plica las correlaciones que él detecta en El suicidio
por mecanismos psicológicos que se despliegan en el
nivel individual. Así, el protestante está más ex­
puesto que el católico a la duda, a la angustia y como
consecuencia al suicidio porque debe interpretar la
voluntad de Dios más que lim itarse a recibirla.
En la versión TRO del IM, los individuos escapan al
solipsismo al que los condena la TER. La TRO, en
efecto, concibe sus representaciones y sus evaluaciones
como injertándose sobre razones que ellos perciben
como válidas y, por lo tanto, como teniendo vocación
de ser compartidas.
La TRO evacúa igualmente el postulado de la TER
según el cual el egoísmo debería ser considerado como
el rasgo dominante del ser humano. Según la TRO, la
acción social del individuo ciertamente puede estar
motivada por objetivos egoístas, pero también por
razones compartidas.
Por consiguiente, para escapar a las debilidades de
la tradición utilitarista no es necesario suponer al
homo sociologicus habitado por la preocupación del
don o por la solicitud (core). Es preferible atenerse en
este punto a la hipótesis clásica de la simpatía tal como
es deñnida por A. Smith o por Rousseau. El realismo in­
vita a conjugar lo racional y lo afectivo. Es el binarismo
característico de la ideología el que tiende a oponerlos.
La reacción afectiva provocada por la injusticia, ¿está
desprovista de razones?
2. Evitar el psicologism o. La TRO tiene también el
mérito de evitar la objeción del psicologismo. Ella
reconoce que una creencia colectiva de tipo X es
verdadero o X es justo se explica, no por la puesta en
marcha de resortes psicológicos a-racionales, sino
por razones: por ejemplo aquellas que llevan a creer en
la existencia del alma o en la conveniencia de la demo­
cracia.
3. Evitar las teorías procedim entales. En otro
registro, la TRO evita las debilidades de las teorías
procedimentales, como la de J. Habermas. Estas teo­
rías postulan que algunas representaciones y evalua­
ciones son compartidas si y solamente si pueden ser
consideradas como engendradas por procedimientos
que son objeto de un consenso. De hecho, hay que tachar
el solamente si de la frase precedente. Las repre­
sentaciones científicas ciertam ente son engendra­
das por procedimientos que son objeto de un consenso
entre los científicos Pero, como lo señaló Pareto, la
historia de las ciencias es un cementerio de ideas
falsas. Un procedimiento válido, por lo tanto, no
puede garantizar la validez de las conclusiones a las
que da nacimiento. La ocurrencia de Pareto eviden­
temente se aplica a las creencias normativas y gene­
ralmente axiológicas tanto como a las creencias cien­
tíficas.
El capricho actual por la racionalidad procedimen-
tal y el desdén de que es objeto la racionalidad sustan­
cial son sobre todo el efecto del relativismo ambiente.
La racionalidad de largo plazo es de carácter sustan­
cial, ya que la racionalidad procedimental no puede
sino facilitar el acceso a lo verdadero. Porque la verdad
no es producto del consenso, sino el consenso producto
de la verdad.
4. Evitar las variables disposicionales verbosas.
Las teorías que, como la TER, adoptan una concepción
instrumental de la racionalidad, por la fuerza de las co­
sas deben introducir variables disposicionales (cua­
dro, marco, habitus, etc.) para dar cuenta de los aspec­
tos del comportamiento que no dependen de la raciona­
lidad instrumental. Ahora bien, estas variables tropie­
zan con dificultades lógicas y empíricas. Dificultades
lógicas: son fácilmente ad hoc y tautológicas. Dificulta­
des empíricas: una experiencia psicológica cualquiera
puede provocar más tarde por parte del sujeto una
reacción determinada o su contrario. El niño que cono­
ció una infancia dolorosa puede manifestar en la edad
adulta una actitud de crueldad o de generosidad. El
que recibió una educación autoritaria puede convertir­
se en un adulto autoritario o liberal, así como el que
recibió una educación liberal. A lo sumo se puede
observar una correlación baja y variable de un estudio
a otro entr e esos pares de variables. De estas observa­
cio n es familiares se deduce que las variables disposi-
cionales fácilmente tienen un carácter equívoco. Ellas
son el talón de Aquiles de las ciencias sociales.
Precisamente porque es consciente de esto Weber
jam ás las moviliza en sus análisis. Su axioma según el
cual el sociólogo debe tratar todo comportamiento como
en principio comprensible equivale a considerar todo
comportamiento como un efecto de la racionalidad or­
dinaria. En consecuencia él recomienda evitar impu­
tar el comportamiento a variables disposicionales, so­
bre todo cuando revisten un carácter oculto.
Por supuesto, la TRO no trata al individuo como una
tabula rasa. En su análisis de las creencias mágicas,
Weber parte del hecho de que los prim itivos no conocen
las leyes de la transformación de la energía. De esto
deduce que no tienen razón de hacer entre el hacedor de
fuego y el hacedor de lluvia la diferencia que el hombre
moderno establece espontáneamente. La causa de las
diferencias entre las creencias de unos y otros reside en
una diferencia de disposición cognitiva. En efecto, unos
y otros están caracterizados por cuadros o esquemas
cognitivos diferentes. Pero aquí esos cuadros son
observables: no hay ninguna duda de que el hombre
moderno conoce y que el primitivo ignora las leyes de la
transformación de la energía. Por eso el primero ve al
hacedor de fuego como racional y al hacedor de lluvia
como a-racional, mientras que el segundo no tiene
ninguna razón de hacer esta diferencia.
Otro ejemplo: los fariseos creían en la inmortalidad
del alma, los saduceos casi no creían. Esto, explica
Weber (1986 [1920]), resulta de que los primeros eran
en su mayoría comerciantes, constituyendo los segundos
el vivero de donde salían las elites políticas. Les prime­
ros se cruzaban corrientemente en su actividad profe­
sional con la exigencia de la equidad en los intercam­
bios. En consecuencia, eran felices de saber que el alma
es inmortal, ya que eso les permitía esperar que los
merecimientos y los desmerecimientos que no habían
recibido su justa sanción aquí abajo podían ser objeto de
una revisión en el más allá. Los saduceos, por su parte,
no tenían las mismas razones para adherir a esto.
Weber explica aquí la existencia de relaciones causales
entre contexto y creencias a partir de las ra-zones
plausibles que imputa a las dos categorías sociales. Su
proceder, por lo tanto, nada tiene que ver con aquel que
consiste en forjar de punta a cabo variables disposicio-
nales (mentalidad primitiva, cuadro mental, frcune,
framework, habitus, esquema, etc.) cuya credibilidad
descansa de manera circular en los fenómenos que
supuestamente explican.
Popper (1976) denunció con fuerza los estragos
causados porosas variables ocultas sobre la solidez y la
imagen de las ciencias sociales. Sin saberlo tropieza
con una queja de Augusto Comte que conserva toda su
actualidad: “Casi todas las explicaciones habituales
relativas a los fenómenos sociales 1... 1recuerdan todavía
directamente la extraña manera de filosofar tan
graciosamente caracterizada por Moliere cuando habla
de la virtud dormitiva del opio” (Discurso sobre el
espíritu positivo).
5. Resolver los atolladeros de la TER. También
resulta de lo que precede que una de las ventajas
importantes de la TRO es que ella permite resolver
muchas cuestiones frente a las cuales la TER es
impotente. Aquí anexaremos algunos ejemplos a los
precedentes.
La teoría de juegos descansa en la axiomática de la
TER. Ahora bien, varias situaciones de interacción no
tienen una solución en el marco de la teoría de juegos en
el sentido en que ésta es incapaz de recomendar a los
actores una estrategia determinada. Se trata sobre
todo de las estructuras perversas clásicas como el
dilema del prisionero o el juego de la confianza. Estas
estructuras de interacción inspiraron una literatura
sobreabundante. Ahora bien, ellas no pueden recibir
una solución mientras se la busque en el marco de la
racionalidad meramente instrumental postulada por
la TER.
Los grandes autores comprendieron desde hace
tiempo que la solución de esas estructuras impone
abandonar la axiomática de la TER.
Así, Rousseau vio claramente que sólo una innovación
permite salir de la ambigüedad creada por la estructura
designada después de él comojuego de la confianza. La
solución que él propone consiste en introducir un tercer
personaje que tenga el poder de castigar a los actores
que traicionaran su promesa de cooperación.
Olson (1965) vio muy bien que una acción colectiva
que en principio sería útil a un grupo de interés no
organizado tiene probabilidades de no tener lugar,
ya que los actores entonces se ven tomados en la
tram pa del dilema del prisionero. El mostró que la
solución de esta tram pa, como en el caso de los
cazadores de Rousseau, consiste en im aginar in­
novaciones que perm itan destruir la estructura
perversa.
El problema de la encrucijada terminó por adquirir
la categoría de un problema escolar en la literatura
inspirada por la TER: en la ausencia supuesta de
reglas, ¿debo dejar pasar al vehículo que se presenta al
mismo tiempo que yo en un cruce sobre la otra vía? Este
problema tampoco tiene solución en el marco de la
axiomática de la TER, porque ésta no perirtite a los
automovilistas zanjar entre los dos equilibrios de Nash
engendrados por la estructura. La solución, una vez
más, consiste en introducir una innovación bajo la
forma de la imposición de una regla de prioridad.
Y vimos que fue una innovación, la amenaza de la
guerra de las galaxias, la que había puesto fin a la ca­
rrera armamentística que se había instalado al termi­
nar la Segunda Guerra Mundial.
La TRO también permite explicar las variaciones de
los sentimientos morales que observan las investiga­
ciones casi experimentales que utilizan el juego del
ultimátum u otros montajes experimentales de la mis­
ma naturaleza, como el juego del bien público. En este
último juego, cada uno escoge atribuirse una parte de
una suma y pone el resto en el pozo común, sabiendo que
al final de la partida recibirá cierto porcentaje de la
suma global contenida en el pozo común: en todos los
casos, sistemas de razones comprensibles —teniendo
en cuenta el contexto— permiten dar cuenta de los
datos observados.
6. La racionalidad expresiva. Los trabajos ya evoca­
dos de Axelrod (1992) sobre el dilema del prisionero
repelido muestran que, al escoger la estrategia de
cooperación, el protagonista que juega en primer lugar
dirige al otro una señal proponiéndole cooperar. Esta
estrategia es de naturaleza expresiva o simbólica.
Escapa de ese modo a la axiomática de la TER. También
se aleja porque moviliza la racionalidad cognitiva. En
efecto, ella supone que cada uno de los dos actores parte
del principio de que el otro tomó conciencia, al igual que
él mismo, de la naturaleza de la trampa en la que están
encerrados. Por eso la cooperación se derrumba a partir
del momento en que uno de ellos deja de cooperar, pues
la conjetura que guió al otro resulta entonces
brutalmente invalidada.
Me invitan a una velada (Sen, 2005). Como me duele
la espalda, le echo el ojo a un sillón confortable. Pero no
quiero pasar por grosero. Le dirijo entonces a mi
anfitrión una señal discreta que le permite compren­
der a la vez mi preferencia por su mejor sillón y mi
deseo de ser cortés. Mi problema carece de solución
en el marco de la TER. En el de la TRO, por el
contrario, puedo satis-facer mi doble objetivo utili­
zando una señal que supongo comprensible para mi
anfitrión.
En una cola, evito la tram pa del dilema del prisionero
aceptando espontáneamente mi tumo. Si no lo hago,
puedo esperar que me manden señales de reprobación.
La racionalidad expresiva contenida en esas señales
viene aquí en ayuda de la racionalidad instrumental.
En otros casos, la racionalidad expresiva se despliega
por sí misma. Un gobierno que no sabe muy bien cómo
resolver un problema sensible se siente fácilmente
tentado de mostrar al público que va directamente al
grano estableciendo medidas cuyos efectos en realidad
ignora. La historia de las políticas de lucha contra la
criminalidad o contra el consumo de drogas, de las
políticas económicas o de las políticas de educación
ilustrarían fácilmente este caso.
Pero racionalidad instrum ental y racionalidad
expresiva según los casos pueden converger hacia el
objetivo buscado o no. La segunda puede incluso obsta­
culizar la primera. Los medios puestos en práctica
para luchar contra la desigualdad de las probabilida­
des escolares a menudo fueron excelentes desde el
punto de vista expresivo, puesto que se presentaban
como animados por una preocupación intransigente de
igualdad, y desastrosos por sus efectos. Cuando el
mercado del trabajo se hace cada vez más imprevisible
y complejo, hay que alentar la diversidad de los estable­
cimientos de enseñanza si se quiere que cada alumno
encuentre su camino. En lugar de esto se insistió en la
supuesta obligación de uniformizar el sistema escolar
en nombre de la igualdad. Resultado: elevadas t asas de
fracaso escolar y de desocupación de los jóvenes. En
cuanto a la crisis mundial de 2008, ¿no fue desencade­
nada por la preocupación de los políticos por ofrecer a
crédito un techo a cada estadounidense? Una preocu­
pación dictada por la racionalidad expresiva, pero
cuyo desenlace mostró que era condenada por la racio­
nalidad instrumental.
7. L a st b u t n o t least. Al proponer una gramática
común al conjunto de las ciencias sociales, la TRO
promete bajar las barreras que hacen que sociólogos,
antropólogos, psicólogos sociales, politólogos,
economistas, criminólogos y epistemólogos parezcan
vivir hoy en universos mentales diferentes: una
situación que no favorece los aprendizajes del joven
ciudadano en estas m aterias y que habría descon­
certado a todos los grandes nombres de las ciencias
sociales.
Estarem os seguros de que las enseñanzas de
ciencias económicas y sociales tratan en verdad de lo
real cuando hayan convencido al joven ciudadano,
por ejemplo, de que: el principio de la división de los
poderes ejecutivo, legislativo y judicial, mediático,
burocrático, intelectual, económico y sindical acarrea
efectos felices; que el poder de la calle se desarrolla
sobre todo en las democracias donde ese principio es
insuficientemente tenido en cuenta; que para ser
aceptado, un impuesto debe ser no sólo eficaz sino
justo; que medidas como el congelamiento de los
alquileres y la prohibición de los despidos sólo pueden
volverse contra aquellos que esas medidas pretenden
defender; que la diversidad de las normas no permite
inferir la validez del relativismo; o incluso que el no
creyente puede com prender las creencias más
insólitas del creyente. Proposiciones todas que las
páginas precedentes m uestran que pueden ser fá­
cilmente establecidas a partir del momento en que
uno se da una teoría adecuada de la racionalidad.
A fin de cuentas, la objeción más seria que se puede
oponer a la TRO es que ella cedería al intelectualismo
e ignoraría el papel de la pasión, de lo afectivo, de la
violencia y generalmente de lo a-racional en las rela­
ciones sociales. No volveremos sobre la observación de
que el sufrimiento producido por la injusticia no está
desprovisto de razones. Nos contentaremos con descar­
tar la objeción citando una profunda observación de
Voltaire en sus notas sobre los camisardos: “Aquellos
que sacrifican su sangre y su vida no sacrifican del
mismo modo lo que llaman su razón. Es más fácil
conducir a cien mil hombres al combate que someter el
espíritu de un persuadido” (“Du protestantisme et de
la guerre des Cévennes”). Fórmula que tiene resonancias
con la de Weber (1986 [1920]): “No son los intereses
reales o supuestos sino las ideas las que gobiernan la
acción humana.”
Los conflictos más violentos, inclusive los conflictos
consigo mismo, en efecto, ¿no recaen sobre los valores y
las ideas?
CONCLUSIÓN

Las ciencias económicas y sociales son hoy uno de


los tres pilares de la formación del ciudadano, al
lado de las ciencias de la naturaleza y de la vida y
las humanidades. Ahora bien, la teoría de la racio­
nalidad representa una dimensión esencial de esto.
Ella constituye el corazón de los programas utilita­
rista y cognitivo, los que inspiraron las teorías más
esclarecedoras que hayan producido las ciencias
sociales.
La teoría de la racionalidad no sólo prolonga sino
que enriquece la teoría filosófica de la razón. Al
distinguir racionalidad axiológica y racionalidad
instrum ental, al conjugar esta distinción con el con­
flicto entre ética de convicción y ética de responsabi­
lidad, Max Weber m uestra que meditó sobre Kant.
Pero lo supera en puntos cruciales. La teoría de la
racionalidad axiológica que emerge de sus análisis
concretos resuelve las dificultades suscitadas por la
teoría de la razón práctica de Kant en la medida en
que ella permite explicar, no sólo la universalidad de
los sentimientos morales, sino la variación de su
contenido en función de la diversidad de las situacio­
nes que caracterizan la vida social. Durkheim logró
trascender a la vez el reduccionismo de la teoría de
la religión de Eeuerbach o de Marx y el particularis­
mo de las teorías de la religión de inspiración teo­
lógica.
En la actualidad, ningún pensador puede preten­
der una influencia de lejos comparable a la de esos
grandes autores. Las ciencias sociales contemporá­
neas parecen sobre todo producir una miríada de
estudios descriptivos animados por un objetivo de
información. De ahí proceden las incertidumbrcs so­
bre su solidez, su devenir y su valor formador. Sin
embargo, una buena parte de su producción da mues­
tras, como ocurre con toda ciencia, de la preocupación
por explicar fenómenos enigmáticos y testimonia una
acumulación. Así: Michels descubrió la ley ele hierro
de la oligarquía, pero sólo un siglo después de que
Olson identificó sus razones de ser. Renán vislumbró
el porqué de las creencias en los milagros; Durkheim
especificó su explicación.
No se puede dar cuenta de la evolución de las cos­
tumbres y de las instituciones que caracteriza a las
sociedades occidentales sin partir de la teoría del
e s p e c t a d o r imparcial de Adam Smith. No se puede
comprender por qué algunas instituciones se imponen
de manera irreversible si no se ve en ello el efecto de
mecanismos de racionalización. No se puede contrariar
las tendencias oligárquicas de las sociedades demo­
cráticas sin apoyarse en la teoría de la acción colectiva
de Olson. No se puede comprender el fenómeno de la
religiosidad si se ignoran los trabajos de Durkheim. No
se puede atenuar la desigualdad de las probabilidades
escolares si no se ve que ella resulta de elecciones
individuales comprensibles. No se pueden extraer las
enseñanzas contenidas en los datos surgidos de los
sondeos sin tratar de determinar las razones que inspi­
raron las respuestas de los individuos. No se puede
luchar contra la criminalidad si se ignora la raeionali-
dad del crim inal. So podría alarg ar indefini-damentc
osla enumeración.
En resumen, muchas teorías producidas por las
ciencias sociales permiten perforar el misterio de los
fenómenos sociales. Sobre algunos temas, hasta se pue­
de afirmar que ellas disponen de una capacidad de
predicción. A partir del momento en que una institu­
ción es preferida a otra porque la primera le resulta
mejor a la opinión teniendo en cuenta razones suscep­
tibles de ser compartidas, puede predecirse que, salvo
accidente, ésta se eternizará. Cuando las razones que
inspiran a una minoría sobre un tema parecen más
fuertes que aquellas sobre las cuales se apoya el conjun­
to del público en un momento determinado, se puede
prever que la opinión está llamada a inclinarse en ese
sentido.
La teoría cognitiva do la racionalidad —la TRO—
afirma que toda acción social tiende a apoyarse en
razones. Pero no se puede percibir una razón como
válida a menos que se tenga la impresión de que otro la
percibiría como tal. Por eso la acción social del individuo
inspirado por la racionalidad cognitiva tiene vocación
de representar el átomo de las ciencias sociales. Sólo a
partir de ese átomo se puede explicar un fenómeno
social macroscópico, cualquiera que fuese. Los ejemplos
evocados en este libro permiten comprobar que las
explicaciones de los fenómenos sociales que se
impusieron se otorgan un átomo de este tipo. Esto no
demuestra que el ser humano sea racional, sino que los
comportamientos sociales del individuo deben ser
analizados, salvo prueba en contrario, como racionales.
En su versión científica, las ciencias sociales también
permiten descartar cierta cantidad de fractui'as que
caracterizan el pensamiento sobre lo humano.
Hoy en día, muchos ven el mundo y las sociedades
como definitivamente compuestos de culturas y de
subculluras. Otros los ven como destinados a más o
menos largo plazo a la uniformidad. Unos desconocen
que la racionalidad humana es universal y no se
reduce a su dimensión instrumental. Los otros que
ella opera en el interior de contextos diversos y que
está limitada por la fínitud humana.
Otra fractura es la que opone el constructivismo y el
realismo. El constructivismo dice que la objetividad
del conocimiento es una engañifa: sería imposible de­
term inar en qué medida todo conocimiento que descan­
sa en aprioris, presupuestos, puntos de vista, paradig­
mas o programas, coincide con la realidad, porque eso
equivaldría a tratar de alzarse sobre los barrotes de la
silla en la que uno está sentado, declara el constructi-
vista. El constructivismo desemboca en el relativismo
y el relativismo en el nihilismo. Ahora bien, se puede
hablar de la objetividad del conocimiento a partir del
momento en que una teoría se compone de un sistema de
enunciados indiscutiblemente más aceptables que sus
competidoras. La filosofía antigua creía poder definir
el conocimiento por la adequatio rei el intelleclus. Las
ciencias sociales especificaron el sentido de esta ade­
cuación. Como todas las ciencias, ellas apuntan al
realismo. Pero se trata de un realismo de segundo
grado que renuncia a hacer del conocimiento un espejo
de la naturaleza, al tiempo que mantiene el ideal de la
objetividad.
Lo que es cierto de las representaciones lo es de la
acción. Aristóteles confiaba a la razón el papel de guiar
a la vez el conocimiento y la acción. También sobre este
tema, las ciencias sociales aportaron precisiones
cruciales. Las razones, que guían al sujeto en sus
acciones y sus reacciones, son susceptibles de variar
con el tiempo, en la medida en que éstas se inscriben en
un contexto. Mientras se creyó en el carácter disuasivo
de la pena de muerte, se tenía una razón pai-a mante­
nerla. Pero esta contextualidad del juicio moral no es
incompatible con su universalidad.
Así, la reflexión de. las ciencias sociales sobre la
racionalidad prolonga y enriquece la de la filosofía
sobre la razón. La teoría de juegos, ciertamente, trata
acerca de situaciones idealizadas. Pero es un
instrumento indispensable para la toma de conciencia
de la complejidad de las situaciones de interacción. La
distinción de Montaigne entre lo útil y lo honesto se
profundiza en la distinción entre racionalidad
instrum ental y racionalidad axiológica, ética de
convicción y ética de responsabilidad, principio de
eficacia y principio de justicia. Pareto analizó los
mecanismos cognitivos por los cuales determinadas
circunstancias sociales pueden hacer que se tienda a
tomarlo útil por lo honesto. En páginas que son clásicas,
J. Benda y D. Bell, tras sus pasos, describieron los de­
sastres engendrados por esta confusión.
Tener en cuenta la riqueza de la reflexión de las
ciencias económicas y sociales sobre la racionalidad,
finalmente, es indispensable a la inteligencia de los
fenómenos morales, sociales, económicos y políticos, y
en consecuencia a la formación no sólo del especialista
sino del ciudadano.
SIGLAS

IM
Individualismo metodológico; los fenómenos sociales
son los efectos de acciones individuales. En el sentido
amplio, los fenómenos sociales son los efectos de acciones
individuales inspiradas por razones.
RCB
Relación costos-beneficios; el individuo escoge la línea
de acción que maxi miz a la diferencia en tre los
beneficios y los costos.
TER
Teoría de la elección racional; el individuo escoge los
medios que mejor convienen a sus fines.
TRL
Teoría de la racionalidad limitada; el individuo escoge
los medios que mejor convienen a sus fines teniendo en
cuenta la información limitada y las capacidades
limitadas de tratamiento de que dispone.
TRO
Teoría de la racionalidad ordinaria; el individuo
suscribe a una creencia o decide acerca de una acción
sobx’e la base de razones.
BIBLIOGRAFÍA

Axelrod R. (1992), Comment réussir dans un monde


d’égoistes, París, O. Jacob.
Becker G. (1996), Accounting for Tastes, Cambridge,
Harvard University Press.
Bell G. (Bell, 1997 [1988]), La fin de l’idéologie, París,
PUF.
Benda J. (1977 [1927]), La trahison des ele res, París,
Grasset.
Berthelot J.-M. (2006),L’e mprise du urai, connaissance
scientifique et modernicé, París, PUF.
Boudon R. (2007), Essais sur la théorie générale de la
rationalité, París, PUF.
Boudon R. (2008), Le relatiuisme, París, PUF, “Que
sais-je ?”.
Coleman J. (1990), Foundations of Social Theory,
Cambridge/Londres, Harvard University Press.
Durkheim É. (1967 [1893]), De la división du travail
social, París, PUF. [Hay versión en español: La divi­
sión del trabajo social, Madrid, Akal, 1982.]
Durkheim E. (1979 [1912]), Les formes élém entaires de la
vie religieuse, París, PUF. [Hay versión en español:
135
Las formas elementales de la vida religiosa: el
sistema tolémico en Australia, Madrid, Akal, 1992.]
Einstein A. (1954 [1936]), Physics and reality, en S.
Bargmann (ed.), Ideas and Opinions of Albert
Einstein, Nueva York, Crown.
Forsé M., Parodi (2004), La priorité du juste, éléments
pour une sociologie des choix moraux, París, PUF.
Frey B. (1997), Not just for the Money: An Economía
Theory of Personal Motivation, Cheltenham,
Edward Elgar.
Frohlich, N., Oppenheimer J. A. (1992), Choosing
Justice, an Experimental Approach to Elhical
Theory, Oxford, University of California Press.
Gintis H. et al. (2003), Explaining altruistic behaviour
in humans, Evoluiion and Human Behavior, 24
(3), 153-172.
Haack S. (2003), Defending Science within Reason.
Between Scientism. and Cynicism, Amherst (NY),
Prometheus Books.
Harsanyi J. C. (1977), Rational Behaviour and
Bargaining Equilibrium in Games and Social
Sitúations, Cambridge, Cambridge University
Press.
Hayek F. von (2007 [1973-1979]), Droit, législation et
liberté, París, PUF, “Quadrige”. [Hay versión en
español: Derecho, legislación y libertad: una nueva
form ulación de los principios liberales de lajusticia
Vde la economía política, Madrid, Unión Editorial,
2006.]
Horton R. (1993), Patterns ofThought in Africa and the
West, Cambridge, Cambridge University Press.
Lévy-Bruhl L. (1960 i 1922]), Im menta Lité ¡trimilive,
París, PUF. IHay versión en español: El alma
prim itiva, Barcelona, Ediciones Península,
2003.1
Luckmann T. (.1967), The Invisible Religión: The
Problem of Religión in Modern Society, Nueva
York, Macmillan. |Hay versión en español: El
fenómeno religioso: presencia de la religión y de la
religiosidad en las sociedades avanzadas, Sevilla,
Fundación Centro de Estudios Andaluces, 2008.1
Lukes S. (2008), Moral Relativism, Nueva York,
Picador.
Müller-Benedict V. (2007), Wodurch kann die Soziale
Ungleichheit des Schulerfolgs am starksten
v errin g ert w erden, Kólner Z eitschrift für
Soziologie, 59 (4), 615-639.
NozickR. (1993), The Nature of'RationalUy, Princeton,
Princeton University Press. |Hay versión en
español: La naturaleza de la racionalidad,
Barcelona, Paidós Ibérica, 1995.1
Olson M. (1965), La logique de l’action collective, París,
PUF.
Pareto V. (1968 [1916]), Traité de sociologie genérale, París,
Droz.
Popper K. (1976), The myth of the framework, en E.
Freeman (ed.), The Abdication of Pliilosophy:
Philosophy and the Public Good, La Salle (III.),
Open Court, 1976, 23-48.
Radnitzky G. (1987), La perspective économique sur le
progrés scientifíque : application en philosophie
de la Science de Tanalyse coüt-bénéfice, Archives
de philosophie, 50, abril-junio, 177-198.
Rawls J. (1971), Théorie de la justice, París, Le Seuil.
[Hay versión en español: Teoría de la justicia,
Madrid, Fondo de Cultura Económica de España,
1979.]
Ringen S. (2007), The Liberal Vision and other Essays
on Democracy and Progress, Oxford, Bardwell.
Root H. L. (1994), La construction de VEtat moderne en
Europe : la France et UAngleterre, París, PUF,
1994.
Russell B. (1954), Human Society in Ethics and Politics,
Londres, Alien & Unwin. [Hay versión en español:
Sociedad humana: ética y política, Barcelona,
Altaya, 1995.]
Sánchez P. (2007), La rationalité des croyances
magiques, París/Ginebra, Droz.
Sen A. (2005), Rationalité et liberté en économie, París,
O. Jacob.
Simón H. et al. (1983), Economics, BoundedRationality
and the Cognitive Revolution, Aldershot (UK),
Edward Elgar.
Smith A. (1976 [1793]), An hiquiry into the Nature and
Causes of the Wealth of Nations, 7- ed., Londres,
Strahan & Cadell.
Tocqueville A. de. (2004 [1856]), L ’A ncien Régime et la
Révolution, en Tocqueville, (Euvres, III, París,
Gallimard. [Hay versión en español: El Antiguo
R é g i m e n y la revolución, Madrid, Alianza , 2004.]

Walzer M. (1997), Sphéres de justice, París, Le Seuil.


Weber M. (1965 [1922]), Essais sur la théorie de la
Science, París, Plon.
Weber M. (1986 (19201), Gesamine/le Aufsálze zur
Religionssoziologie, Munich, Mohr. |Hay versión
en español: Ensayos sobre sociología de la religión,
Madrid, Taurus Ediciones, s/í’.J
Wilson J, Q. (1993), Le sens moral, París, Plon.
ÍNDICE

Introducción.....................................................................7
I - R azón y r a c i o n a l i d a d ............................................................................... 1 5
I. La racionalidad.......................................................17
II. El realismo de los modelos..................................27
III. Dos cuestiones......................................................33
II - L a t e o r ía d e la e l e c c ió n r a c io n a l (TER)............... 3 7
I. El individualismo metodológico (IM )................ 38
II. La importancia de la T E R ..................................42
III. La TER: ¿una teoría general? ..........................46
IV. Razones de los fracasos de la T E R .................. 50
III - La teoría
d e la r a c io n a l id a d o r d in a r ia (TRO).............................. 55
I. Definición de la TR O .............................................58
II. Efectos de contexto
y creencias colectivas............................................63
IIÍ. La tesis central de la TR O ................................65
IV - La r a c io n a l id a d o r d in a r ia
d e las r e p r e s e n t a c io n e s .................................................................... . 67
I. ¿Un abismo entre pensamiento científico
y pensamiento ordinario?....................................67
141
II. Las creencias religiosas:
productos de la racionalidad ordinaria........69
III. La racionalidad de las creencias religiosas
según Durkheim ................................................ 71
IV. Los objetivos personales:
productos de la racionalidad ordinaria........ 82
V - La RACIONALIDAD ORDINARIA
DE LAS CREENCIAS NORMATIVAS ..............................................•....85
I. La racionalidad axiológica.................................86
II. Igualdad y equidad............................................ 91
III. El consenso: producto de la
racionalidad ordinaria......................................96
IV. La racionalización de las ideas morales,
políticas y jurídicas........................................... 98
V. Avatares de la racionalidad..........................104
VI - Ventajas de la teoría
DE LA RACIONALIDAD ORDINARIA ...................................... 109
I. - ¿Qué es explicar?...........................................109
II. Puntos de vista, programas,
marcos, presupuestos.....................................111
III. Los méritos de la TRO ..................................117
Conclusión...................................................... ..........127
Siglas.......................................................................... 133
Bibliografía................................................................135
Ésta edición de 1.500 ejemplares
se terminó de imprimir en junio de 2010
en IMPRESIONES SUD AMERICA
Andrés Ferreyra 3767/69, Buenos Aires

S-ar putea să vă placă și