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PA L A B R A S PA R A E L
G A NA D O R D E AL M A S
J. C. Ryle (1816-1900)
Contenido
La cita bíblica en la tapa es tomada de la versión Reina Valera 1960. A menos que se indique de otra manera,
todas las citas bíblicas son de la versión Reina-Valera 1909, Sociedades Bíblicas Unidas, ed. 1957.
Este libro cuenta con una Guía de Estudio en español. Por favor póngase en contacto directamente (y en inglés) con:
Mount Zion Bible Institute . 2603 West Wright Street . Pensacola, FL 32505, EE.UU
school@mountzion.org
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Día tras día de sagradas acciones rebosantes
Hora tras hora con una cosecha muy abundante.
CAPÍTULO 1
LA IMPORTANCIA
DE UN MINISTERIO
MINISTERIO VIVIENTE
“¡CUÁNTO MÁS afectarían al ministerio unos pocos hombres buenos y fervientes que una multitud de siervos
tibios!” dijo Oecolampadius, el reformador suizo, un hombre que enseñó basado en la experiencia, y que dejó por
escrito su experiencia para beneficio de otras iglesias y otros tiempos.
La mera multiplicación de hombres que se llaman a sí mismos ministros de Cristo de poco sirve. Pueden no
ser más que “obstáculos en el camino”. Pueden ser como Acán, que causó problemas para el pueblo, o quizá como
Jonás, que levantó la tempestad. Aun cuando su doctrina es buena, por su incredulidad, su tibieza y formulismo
indolente, pueden hacer un daño irreparable a la causa de Cristo, paralizando y secando toda la vida espiritual a su
alrededor. El ministerio tibio del que es ortodoxo en teoría con frecuencia resulta en una ruina más extensa y fatal
para las almas que el ministerio de uno que es groseramente inconstante o un hereje flagrante. “¿Qué hombre en el
mundo es un zángano más pernicioso que un pastor ocioso?” dijo Cecil. Y Fletcher bien dijo que “los pastores
tibios hacen creyentes negligentes”. ¿Puede la multiplicación de tales pastores, cualquiera sea su número, ser
contada como una bendición para un pueblo?
Cuando la iglesia de Cristo, en todas sus denominaciones, regresa al ejemplo primitivo, y, caminando en las
huellas apostólicas, busca imitar más a los modelos inspirados, sin permitir que nada que sea de la tierra se
interponga entre ella y su Cabeza viviente, entonces pondrá más atención en los hombres a quienes les confía el
cuidado de las almas, sin importar lo erudito y capaces que sean, sino asegurándose de que se distingan por su
espiritualidad, celo, fe y amor.
Al comparar a Baxter con Orton, el biógrafo del primero comenta que: “Baxter hubiera revolucionado al
mundo con fuego, mientras que Orton encendía un cerillo.” ¡Cuán cierto! Pero no sólo cierto acerca de Baxter o de
Orton. Estos dos señores representan a dos clases de pastores en la iglesia de Cristo en cada era y en cada
denominación. Los últimos son mucho más numerosos: se pueden contar a los “Orton” por centenares, a los
“Baxter” por decenas; no obstante, ¿quién no preferiría un ejemplar solitario de este último a mil de los otros?
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y un Salvador, un cielo y un infierno, cualquier cosa menos que una vida y un amor tal ¡son hipocresía,
deshonestidad, perjurio!
Por lo tanto, la lección que aprenden de los discursos sin vida de la clase a la cual nos estamos refiriendo es
que, ya que estos hombres no creen las doctrinas que predican, no hay necesidad de que los oyentes las crean. Si los
pastores las creen únicamente porque por ellas se ganan la vida, ¿por qué los que no ganan nada con ellas van a
tener escrúpulos en cuanto a negarlas?
“La predicación imprudente”, dijo Rowland Hill, “disgusta, la predicación tímida pone a dormir, la
predicación audaz es la única predicación que le pertenece a Dios”.
No es meramente la fe poco sólida, ni la negligencia en los deberes, ni la inconstancia manifiesta de la vida lo
que destruye la obra pastoral y arruina las almas. Uno puede estar libre de cualquier escándalo en cuanto a sus
creencias o su conducta, y aun así ser un obstáculo serio para el bien espiritual de su congregación. Puede ser una
cisterna seca y vacía, a pesar de su ortodoxia. Puede ser una vida helada o condenada en el preciso momento en
que está hablando del camino de vida. Puede estar alejando a los hombres de la cruz mientras la proclama con sus
palabras. Puede estar interponiéndose entre su rebaño y la bendición aun cuando está, exteriormente, levantando
su mano para bendecirla. Las mismas palabras que de labios cálidos caerían como la lluvia, o destilaría como el
rocío, brotan de sus labios como nieve o granizo, enfriando todo calor espiritual y arruinando toda vida espiritual.
¡Cuántas almas se han perdido por falta de sinceridad, falta de seriedad y falta de amor de parte del predicador,
aun cuando sus palabras han sido valiosas y ciertas!
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Maestro, el que despierta, el Consolador, de modo que “de su plenitud tomamos todos, y gracia sobre gracia”. Él,
sólo él es el refugio del alma atribulada, su roca sobre la cual edificar, su hogar para vivir hasta que el gran
tentador sea amarrado y cada conflicto haya terminado en victoria.
CAPÍTULO 2
AUTENTICIDAD DE LA VIDA
Y EL ANDAR DEL PASTOR
Salvado y santificado
EL PASTOR AUTÉNTICO tiene que ser un cristiano auténtico. Tiene que ser llamado por Dios antes de
poder llamar a otros a Dios. El apóstol Pablo lo dice de este modo: “Dios... nos reconcilió a sí por Cristo; y nos dio
el ministerio de la reconciliación” (2 Corintios 5:18). Primero, ser reconciliado, y luego recibir el ministerio de la
reconciliación. ¿Estamos reconciliados nosotros los pastores? Es razonable que el hombre que actuará como guía
espiritual de otros conozca él mismo el camino de salvación. Se ha dicho con frecuencia que “el camino al cielo ha
sido bloqueado por profesores muertos”; pero, ¿no es cierto también que la triste obstrucción no está compuesta
solamente de miembros de las iglesias? ¡Consideremos nuestra propia condición!
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Como la vida del pastor es más que en un sentido la vida de un ministerio, digamos algunas palabras acerca de
la vida pastoral santa.
Busquemos a Dios temprano. “Si mi corazón está sazonado temprano con su presencia, tendrá sabor a él el
resto del día”. Veamos a Dios antes que a los hombres todos los días. “Debiera orar antes de ver a nadie. Con
frecuencia, cuando duermo demasiado, o me encuentro temprano con otras personas, y luego tengo la oración
familiar y el desayuno y visitas en la mañana, son las once o doce antes de empezar mis oraciones a solas. Éste es
un sistema terrible. No es bíblico. Cristo se levantaba antes del amanecer, e iba a un lugar solitario... Las oraciones
familiares pierden mucho poder y dulzura, y no les puedo hacer bien a los que vienen y me buscan. Me remuerde
la conciencia. El alma, no se ha alimentado, la lámpara no se ha preparado. Luego, cuando por fin comienzo la
oración a solas, el alma no está en armonía. Siento que es mejor comenzar con Dios, ver su rostro primero, para
acercar mi alma a él antes de acercarme a otros... Es mejor tener una hora a solas con Dios antes de emprender
cualquier otra cosa. A la misma vez, tenemos que cuidarnos de no contar nuestra comunión con Dios en minutos u
horas, sino en soledad.” (McCheyne)
Escuchemos a este auténtico siervo de Cristo exhortando a un hermano amado: “Asegúrate de que tu primera y
mayor atención sea a tu propia alma. Sabes que un cuerpo sano puede trabajar con poder, mucho más un alma
sana. Mantén una limpia conciencia a través de la sangre del Cordero. Mantén tu comunión íntima con Dios.
Procura parecerte a él en todas las cosas. Lee la Biblia primero para tu propio crecimiento, luego, para tu
congregación.”
“Con él,” dice su biógrafo, “el comienzo de toda labor consistía invariablemente de la preparación de su propia
alma. El precursor de las visitas de cada día era el momento tranquilo de devoción privada en las horas de la
mañana. Las paredes de su cuarto eran testigos de sus oraciones de sus lágrimas al igual que sus clamores. El
sonido agradable de los salmos con frecuencia brotaba de su cuarto a una hora temprana, seguido de la Palabra
para su propia santificación: y pocos han percibido plenamente la bendición del primer salmo.” ¡Ojalá así fuera
con todos nosotros! “La devoción”, dijo el Obispo Hall, “es la vida de la religión, el alma misma de la piedad, la
más elevada expresión de la gracia”. Hemos de temer que “somos débiles en el púlpito porque somos débiles en la
cámara de oración”.
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feliz, una virtud y fragancia bendita dondequiera que van. La cercanía a él, la intimidad con él, la asimilación de
su carácter –estos son los elementos de un ministerio poderoso.
Cuando podemos decirle a las personas: “Hemos contemplado su gloria, y por lo tanto podemos hablar de ella;
no hablamos de algo que nos han contado, sino que hemos visto al Rey en su gloria” --¡qué majestuosa la posición
que ocupamos! ¡Nuestro poder para atraer a los hombres a Cristo brota principalmente de la plenitud de nuestro
gozo personal, y la intimidad de nuestra comunión personal con él! El rostro que más refleja a Cristo, y más brilla
con su amor y gracia, es el más capacitado para atraer la mirada de un mundo indiferente y aturdido, y ganar a
almas inquietas apartándolas de las fascinaciones del amor mundano y belleza mundana. El ministerio lleno de
poder tiene que ser el fruto de una intimidad santa, serena y amante con el Señor.
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CAPÍTULO 3
DEFECTOS DEL PASADO
“Dios mío, confuso y avergonzado estoy para levantar, oh Dios mío, mi rostro a ti...
¿Qué diremos, oh Dios nuestro después de esto?”
—Esdras 9:6, 10
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Pueden decir qué asistencia tienen en la escuela dominical, y qué habilidades tiene el maestro, pero no pueden
decir cuántos de estos preciosos pequeños que han jurado alimentar están buscando al Señor, ni si su maestro es
un hombre de oración y consagración. Pueden decir cuántos habitantes hay en su parroquia, cuántos miembros
tienen en su congregación o la condición temporal de sus rebaños; pero en cuanto a su estado espiritual, no pueden
pretender decir cuántos se han despertado del sueño de la muerte, cuántos son seguidores de Dios como sus hijos
amados. Quizá lo considerarían una desconsideración y presunción, si no fanatismo, averiguarlo. ¡Y eso a pesar de
que han jurado, ante Dios y los hombres, cuidar sus almas porque tendrán que rendir cuenta de ellas!
Pero, ¡de qué valen los sermones, sacramentos y escuelas dominicales si dejamos que las almas perezcan, si
hemos perdido la visión de la religión viviente, si no buscamos al Espíritu Santo, si dejamos madurar y morir a los
hombres sin tenerles compasión, sin orar por ellos, sin darles advertencias!
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bien, esto es cierto, pero la mayoría podemos ver que están usando este argumento como una falsedad para ocultar
y excusar una gran insinceridad del corazón. Percibimos enseguida que si sus corazones estuvieran decididos a
lograr la salvación, no podrían quedarse tranquilos sin ella. Su contentamiento es el resultado, no de la sumisión
del corazón a Dios, sino en realidad de una indiferencia del corazón a la salvación de sus propias almas.
CÁPITULO 4
CONFESIÓN MINISTERIAL
“Recuerda por tanto de dónde has caído, y arrepiéntete, y haz las primeras obras; pues si no,
vendré presto a ti, y quitaré tu candelero de su lugar, si no te hubieres arrepentido.”
—Apocalipsis 2:5
EN EL AÑO 1651, LA Iglesia de Escocia, sintiendo acerca de sus pastores “qué profunda era su participación
en transgresiones, que los pastores tienen no poca culpa de los juicios que han caído sobre la tierra”, prepararon lo
que llamaron un reconocimiento humilde de los pecados en el ministerio. Este documento es impresionante e
inquietante. Es quizá una de las más completas, más fieles y más imparciales confesiones del pecado pastoral que
jamás se haya hecho. Varios extractos de la misma serán una introducción apropiada para este capítulo sobre
confesión ministerial.
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Dice acerca de cuando entraban al ministerio:
“Entrar al ministerio sin una comisión de Jesucristo, resulta en que muchos han entrado sin ser llamados. Entrar en
el ministerio no por amor a Cristo, ni por el anhelo de honrar a Dios ganando almas, sino para tener un nombre y una
manera de ganarse la vida en el mundo, a pesar de la declaración solemne de lo contrario al ser aceptados.”
Contentos
Contentos de buscar excusas
“Contentos de encontrar excusas por el descuido de nuestros deberes. Ser negligentes en leer las Escrituras en secreto, para
edificarnos como cristianos; leyéndolas sólo para cumplir nuestro deber como pastores, y muchas veces aun descuidando eso.
No dados a reflexionar sobre nuestros propios caminos, ni dejar que haya plenamente en nosotros una convicción,
engañándonos a nosotros mismos confiando en la ausencia de pecaminosidades y teniendo un aborrecimiento por ellas a la luz
de nuestra conciencia natural, y viéndolo como una evidencia de un cambio real de nuestro estado y naturaleza. No cuidando
y vigilando nuestro corazón para no cometer el mal, y negligencia en analizarnos a nosotros mismos, lo cual nos impide
conocernos a nosotros mismos y nos mantiene alejados de Dios. No guardarnos ni luchar contra pecados vistos y conocidos,
especialmente los que predominan en nosotros. Una facilidad de ceder a las tentaciones de la época, y otras tentaciones
particulares según nuestras inclinaciones y nuestras compañías.
“Inestabilidad e indecisión en los caminos de Dios, por temores o persecuciones, peligros o pérdida de estima, y deberes
declinantes por temor a los celos o reproches. No estimar la cruz de Cristo y los sufrimientos en su nombre, sino más bien
cambiarlos por sufrimientos causados por el amor a nosotros mismos. Un espíritu apagado, después de los dolorosos golpes de
Dios sobre la tierra. No tener conciencia de la necesidad de humillarnos y ayunar secretamente solos y con nuestras familias
para llorar por nuestra culpabilidad y nuestras grandes caídas, y no humillarnos públicamente de corazón. Procurar nuestro
propio bienestar, a pesar de que el Señor nos llama a humillarnos.
“No tomar a pecho los tristes y duros sufrimientos del pueblo de Dios en otros países, y el hecho de que no avanza entre
ellos el reino de Jesucristo y el poder de la piedad. Hipocresía refinada, querer aparentar lo que no somos. Estudiar más para
aprender el vocabulario del pueblo de Dios en lugar de hacerlo para ponerlo en práctica. Confesión artificial del pecado, sin
arrepentimiento; querer hacer una declaración de iniquidad, y no afligirnos por el pecado. Descuidar mucho la confesión
secreta, aun de aquellas cosas que estamos convencidos que son malas. Nada de reforma, después de reconocimientos solemnes
y votos privados; pensar que estamos exonerados después de la confesión. Más prontos para buscar y censurar las faltas de
otros, que ver y resolver las propias. Considerar nuestro estado y nuestro andar según la estimación que otros tienen de
nosotros. Estimar a los demás según coinciden o no coinciden con nosotros.
“No temer enfrentarnos con problemas, pero pretender vencerlos con nuestras propias fuerzas. No aprender a temer, al
ver la caída de hombres consagrados, no entristecernos y orar por ellos. No tener en cuenta liberaciones y castigos en
particular, no usarlos para mejorar, para honra de Dios y nuestra edificación y la de los demás. Poco o nada de tristeza por
la corrupción de nuestra naturaleza, y menos lamentarnos y anhelar ser liberados de ese cuerpo de muerte, la raíz amarga de
todas las demás iniquidades nuestras.
“La costumbre de conversar trivialidades sin frutos, para mal en lugar de para bien. Pasar el tiempo bromeando
tontamente con palabras imprudentes e inútiles, muy impropio de ministros del evangelio. Los propósitos espirituales
muriendo en nuestras manos cuando fueron iniciados por otros. Familiaridad carnal con hombres naturales, malvados y
malignos, por lo que éstos se endurecen, el pueblo de Dios tropieza y nosotros mismos perdemos efectividad.”
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Amar el placer más que a Dios
“Despreciar el compañerismo de quienes pueden beneficiarnos espiritualmente. Preferir conversar con los que pueden
sernos útiles por sus talentos en lugar de aquellos que nos pueden edificar con sus dones. No considerar las oportunidades de
hacerles un bien a otros. Distraernos de la oración y otros deberes cuando nos lo piden –prefiriendo omitirlos que
concentrarnos en ellos. Desperdiciar el tiempo frecuentemente con diversiones y pasatiempos y amar nuestros placeres más que
a Dios. Tomarnos poco o nada de tiempo para conversar del Señor con los jóvenes que se preparan para el ministerio.
Conversaciones triviales y ordinarias en el Día del Señor. Despreciar exhortaciones cristianas de cualquiera de nuestro
rebaño u otros, como si fueran inferiores a nosotros; y tener vergüenza de aprender algo de laicos cristianos o de aceptar sus
advertencias. Antipatía o amargura contra los que nos amonestan o reprenden, y no ser fieles en amonestar a otros que
recibirían bien la amonestación..
“No orar por los hombres que no piensan como nosotros, sino mostrarnos reservados y distanciados de ellos, estar más
dispuestos de hablar de ellos que a ellos o a Dios por ellos. No pesarnos los fracasos y errores de otros, sino más bien
aprovechándolos para justificarnos a nosotros mismos. Comentar y bromear sobre las faltas de otros, en lugar de sentir
compasión por ellos. No ocuparnos debidamente de la vida espiritual de nuestras familias, ni procurar ser un modelo para
otras familias en el gobierno de la nuestra. Prontos para mostrar enojo y pasión en nuestras familias y en las conversaciones
con los demás. Avaricia, mentalidad mundana y un anhelo desmedido por las cosas de esta vida, a los cuales les sigue
descuidar las obligaciones de nuestro llamado, o estar ocupados mayormente con las cosas del mundo. Falta de hospitalidad y
caridad hacia los miembros de Cristo. No valorar la consagración en las personas. Y algunos le tienen miedo y aborrecen al
pueblo de Dios por su piedad, procurando apagar la obra del Espíritu entre ellos.”
Actitud pecaminosa
pecaminosa hacia nuestros opositores
“Amargura, en lugar de celo, al hablar contra personas malignas, sectarias y escandalosas, y, por lo tanto, falta de
fidelidad al hacerlo. No ocuparse de conocer la condición particular del alma de las personas para poder hablarles teniéndola
en cuenta, ni guardar un registro de la misma, aun estando convencidos que sería útil hacerlo. No escoger con cuidado lo que
puede ser más provechoso y edificante, y falta de sabiduría en la aplicación a varias condiciones de las almas, no cuidadosos
en enfatizar el punto por medio de la aplicación sino subrayar la doctrina, ni hablar de lo dicho con la reverencia que merece
su Palabra y mensaje.
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“Escoger textos sobre los cuales tenemos algo que decir, en lugar de los que serían más apropiados para las condiciones de
las almas y las épocas, y predicando frecuentemente de los mismos temas, para no tener que tomarnos la molestia de estudiar
cosas nuevas. Una manera de leer, predicar y orar que nos alejan de Dios. Demasiado prontos para sentirnos satisfechos en el
cumplimiento de nuestras obligaciones y haciendo a un lado y no escuchar los retos de la conciencia. Ser indulgentes con el
cuerpo y perder mucho el tiempo. Demasiado ocupados en nuestra propia fama y los aplausos, y estar satisfechos cuando los
logramos e insatisfechos cuando no los tenemos. Tímidos en presentar el mensaje de Dios, dejando a la gente morir en sus
pecados sin darles advertencias. Querer cumplir los deberes con el fin de evitar censuras más bien que para recibir la
aprobación de Dios.
“No hacer conocer todo el consejo de Dios a su pueblo, y en particular, no dar testimonio en momentos de deserción. No
querer beneficiarnos con nuestra propia doctrina, ni con la doctrina de otros. En mayor parte predicar como si no nos
importara el mensaje que llevamos a la gente. No regocijarnos con la conversión de los pecadores, sino contentarnos con la
falta de crecimiento en la obra del Señor entre su pueblo para no tener que ocuparnos más; temiendo que si crece la obra
tendríamos que trabajar más, y estimarían menos nuestra predicación y nuestras prácticas, y querrían más del poder de la
piedad. Predicamos no como ante Dios, sino los hombres, como lo demuestran los distintos esfuerzos por prepararnos para
hablar a oyentes comunes y a otros de quienes nosotros mismos aprobamos.
“Negligentes, perezosos, visitando poco a los enfermos, y si son pobres vamos una vez, y sólo cuando nos mandan llamar;
pero si son ricos o de buena posición, vamos con más frecuencia sin que nos llamen. No saber hablar con el lenguaje de los
sabios una palabra apropiada para el cansado.
“Perezosos y negligentes en discipular. No preparar nuestro corazón ante Dios ni luchar con él para que lo bendiga, por lo
que el nombre de Señor muchas veces es tomado en vano, y los escuchas poco aprovechan. Considerando esta práctica como
una obra inferior y no condescender a estudiar la manera correcta y provechosa de instruir al pueblo de Dios. Parciales en
discipular, pensando que los ricos y de mejor calidad no lo necesitan aunque muchos de éstos tienen gran necesidad de
instruirse. No esperar y seguir a los ignorantes sino con frecuencia reprenderles apasionadamente”.
Estas son confesiones serias –las confesiones de hombres que conocían la naturaleza del ministerio al que se
habían dedicado, y que anhelaban contar con la aprobación de Aquel que los llamó, para poder rendirle cuentas
con gozo y no con tristeza.
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No obstante, ¡escuchémosle en su lecho de muerte! Cómo se aferra a la sola justicia de Cristo, y se ve él mismo,
aun después de haber vivido una vida tal, sólo como pecador y necesitado. Las últimas palabras que le oyeron
decir, las dijo alrededor de la una de la tarde, y las dijo a gran voz: “Pero, Señor, en especial perdóname mis
pecados de omisión”. Fue por lo que había omitido, dice su biógrafo, que imploró perdón con su más ferviente
último suspiro –¡él, a quien nunca se le conoció haber omitido ni una hora sino que había empleado hasta las
últimas hebras de su vida para su Señor y Maestro! El mismo día que cayó enfermo por última vez, se levantó de
haber escrito una de sus grandes obras y fue a visitar a una enferma, a quien le habló tan apropiada y
completamente acerca del cielo como si ya hubiera estado allí, ¡No obstante, este hombre estaba oprimido por una
conciencia de sus omisiones!
Lector, ¿qué piensa usted de sí mismo –sus deberes no cumplidos, sus horas sin mejoras, sus momentos de
oración omitidos, sus trabajos desagradables evitados, cargándoselos a otros, su quedarse sentado tranquilo debajo
de su vid y su higuera sin dedicar todos sus esfuerzos al bien de las almas de otros? “¡Señor, en especial perdóname
mis pecados de omisión!”
Escuche la confesión de Edwards, con referencia a los pecados personales al igual que ministeriales: “Con
frecuencia he tenido percepciones de mi propia pecaminosidad y vileza, que me han afectado mucho; con mucha
frecuencia, a tal grado que me domina una especie de llanto fuerte, a veces durante mucho tiempo, por lo que me
he visto forzado a encerrarme a solas. He tenido un sentido mucho más vasto de mi propia pecaminosidad y de la
maldad de mi corazón de lo que jamás había tenido antes de mi conversión. Mi maldad, al mirarme a mí mismo,
me ha parecido por mucho tiempo muy profunda, acaparando todo pensamiento y todas mis ideas. No sé como
expresar mejor lo que opino de mis pecados que amontonar lo infinito sobre lo infinito, y multiplicar lo infinito
por lo infinito. Cuando miro dentro de mi corazón y veo mi maldad, me parece un abismo infinitamente más
profundo que el infierno. Y aún así me parece que mi convicción de pecado es muy pequeña y débil: es bastante
como para asombrarme de no sentir más opresión por mi pecado. Últimamente he anhelado mucho tener un
corazón quebrantado y humillarme ante Dios”.
2. Hemos sido carnales y poco espirituales.
El tono de nuestra vida ha sido bajo y terrenal. Nos hemos asociado demasiado, y demasiado íntimamente, con
el mundo; nos hemos acostumbrado en gran medida a sus maneras. Por lo tanto, nuestros gustos se han viciado,
nuestra conciencia se ha desensibilizado, y ese sensible sentimiento de ternura que, aunque no trata de evitar el
sufrimiento sí retrocede ante el contacto más remoto con el pecado, ha ido menguando, siendo remplazado por
cierta dureza que antes, en los primeros días, nos creíamos incapaces de tener.
“Nuestra falta de utilidad tiene que ser atribuida con más frecuencia a nuestra falta de espiritualidad que a
cualquier falta de habilidad natural”, dijo Fuller. Y Urquhart agrega: “Veo que la espiritualidad de la mente es la
cualidad principal para la obra del ministerio”.
Quizá podemos recordar un tiempo cuando nuestros conceptos y objetivos estaban fijos en una norma de casi
celestial altura, y contrastándolos con nuestro estado presente, nos sorprendemos ante los dolorosos cambios. Y
además de la intimidad con el mundo, otras causas han intervenido para producir este deterioro de la
espiritualidad en nuestra mente. El estudio de la verdad en su forma dogmática más que en su forma devocional le
ha robado su frescura y poder; las actividades de cada día, cada hora, en la rutina de la labor ministerial han
engendrado formulismo y frialdad; las ocupaciones en los deberes más serias de nuestro oficio, tales como tratar
con las almas en privado sobre su bienestar inmortal, o guiar las meditaciones y devociones del pueblo reunido de
Dios, o administrar los símbolos sacramentales –esto, realizado con frecuencia con poca oración mezclada con muy
poca fe, nos ha quitado esa profunda reverencia y temor piadoso que deberíamos poseer y del cual deberíamos
estar saturados. Con cuánta certeza, y con cuánto énfasis, podemos decir: “Yo soy carnal, vendido a sujeción del
pecado” (Romanos 7:14). El mundo no ha sido crucificado en nosotros, ni nosotros crucificados al mundo; la carne,
con sus miembros, no ha sido mortificada. ¡Qué efecto triste ha tenido todo esto, no sólo sobre la paz de nuestra
alma, nuestro crecimiento en la gracia, sino también sobre el éxito de nuestro ministerio!
3. Hemos sido egoístas.
Hemos eludido el trabajo, las dificultades y la perseverancia, amando no sólo nuestra vida, sino también
nuestra tranquilidad y comodidad temporal. Hemos buscado complacernos a nosotros mismos, en lugar de
obedecer lo que dice Romanos 15:2: “Cada uno agrade a su prójimo en bien, a edificación”. No hemos sobrellevado
“los unos las cargas de los otros” para cumplir “la ley de Dios” (Gálatas 6:2). Hemos sido mundanos y codiciosos.
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No nos hemos presentado ante Dios como “sacrificios vivos” poniéndonos a nosotros mismos, nuestra vida,
nuestros bienes, nuestro tiempo, nuestras fuerzas, nuestras facultades –nuestro todo— sobre su altar. Pareciera que
hemos olvidado totalmente este principio de auto sacrificio que como cristianos, y aún más como pastores, somos
llamados a hacer. No hemos ni siquiera tenido idea alguna de nada que se parezca al sacrificio. Hasta llegar al
punto en que nos era exigido un sacrificio, hemos estado dispuestos a ir, pero allí nos quedamos, viéndolo como
algo innecesario, quizá considerando imprudente y necio, seguir adelante. No obstante, ¿acaso no debe ser la vida
de cada cristiano, y especialmente de cada pastor, una de auto sacrificio y de negarse a sí mismo siempre, tal como
fue la de Aquel que no se “agradó a sí mismo”?
4. Hemos sido perezosos.
Hemos trabajado poco. No hemos soportado el trabajo duro como buenos soldados de Jesucristo. Aun cuando
hemos cumplido lo esencial, no hemos cumplido lo demás que se esperaba de nosotros; tampoco hemos tratado de
aprovechar los fragmentos de nuestro tiempo, a fin de no desaprovecharlo. ¡Horas y días valiosos han sido
desperdiciados por pereza, por las compañías, por los placeres y por la lectura sin provecho o perniciosa, cuando
podían haberse dedicado a la oración privada, el estudio, el púlpito o una reunión! La indolencia, la indulgencia
con uno mismo, la inconstancia, la satisfacción de la carne, han arruinado nuestro ministerio como un cáncer,
impidiendo las bendiciones y nuestros éxitos.
No se puede decir de nosotros: “Has trabajado por mi nombre, y no has desfallecido” (Apocalipsis 2:3). Hemos
desfallecido o por lo menos nos hemos “cansado de hacer el bien”. No hemos realizado nuestra obra a conciencia.
No hemos tratado honestamente a la iglesia a la cual nos comprometimos cuando fuimos ordenados. Hemos
engañado a Dios, cuyos siervos profesamos ser. Hemos manifestado muy poco del amor paciente, abnegado que,
como pastores, nos correspondía tener por el rebaño a nuestro cuidado. Nos hemos alimentado nosotros mismos, y
no hemos alimentado al rebaño.
Considere la afirmación de Richard Baxter acerca de sus deberes ministeriales habituales, en respuesta a
algunos enemigos que lo acusaban de ociosidad: “Lo peor que os deseo es que tuvierais mi tranquilidad en lugar de
vuestras labores. Tengo razón para considerarme el menor de todos los santos, y no obstante, no temo decirle al
acusador que considero la labor de la mayoría de los comerciantes del pueblo como un placer en comparación con
la mía, aunque no la cambiaría ni con la del príncipe más encumbrado. El trabajo de ellos les preserva la salud, el
mío la consume; ellos trabajan cómodos, y yo con dolor continuo; ellos tienen horas y días de recreación, yo apenas
tengo tiempo para comer. Nadie los molesta en su trabajo, pero más trabajo yo, más odio y problemas atraigo”.
Esto es “gastarse y desgastarse”, este es un ejemplo digno de imitar.
5. Hemos sido fríos.
Aun siendo diligentes, ¡qué poco calor y brillo tenemos! No volcamos toda el alma en el deber, y por lo tanto
éste viste el repulsivo aire de rutina y formalismo. No hablamos ni actuamos como hombres sinceros. Nuestras
palabras son débiles, aun cuando son sólidas y ciertas; nuestro aspecto es descuidado, aun cuando nuestras
palabras son de peso y nuestros tonos revelan la apatía que tanto nuestras palabras como nuestro aspecto
disimulan. Falta amor, amor profundo, amor fuerte como la muerte, amor como hizo llorar a Jeremías en lugares
secretos por el orgullo de Israel, y como hizo derramar lágrimas a Pablo al hablar de los enemigos de la cruz de
Cristo. En la predicación y visitación, en nuestros consejos y reprensiones, ¡cuánto formulismo, cuánta frialdad,
qué poca ternura y poco afecto! “¡Oh, que fuera yo todo corazón”, dijo Rowland Hill, “todo alma, todo espíritu para
contar del glorioso evangelio de Cristo a las multitudes que perecen!”
6. Hemos sido tímidos.
El temor nos ha llevado a suavizar o generalizar la verdad que, de haberla declarado ampliamente, hubiera
generado odio y reproche hacia nosotros. Por eso no hemos declarado a nuestra gente todo el consejo de Dios.
Hemos eludido reprender, reprochar y exhortar con toda paciencia y siendo fieles a la doctrina. Hemos temido
enemistar a los amigos, o despertar la ira de los enemigos. Por eso nuestra predicación de la ley ha sido débil y
escasa, y por eso nuestra predicación de un evangelio gratuito ha sido más imprecisa, insegura y tímida. Somos
muy deficientes en lo que respecta a esa majestuosa valentía y nobleza de espíritu que distinguían a Lutero,
Calvino, Knox y los hombres poderosos de la Reforma. De Lutero se decía: “Cada palabra era como una bomba”.
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7. Nos ha faltado seriedad.
Al leer la vida de Howe o Baxter, de Brainerd o Edwards, nos encontramos en la compañía de hombres que en
la seriedad de su conducta y la gravedad de su aspecto eran realmente de la escuela apostólica. Sentimos que estos
hombres eran de peso, tanto en sus palabras como en su vida. Vemos, también, el contraste entre nosotros y ellos
con respecto a esa profunda seriedad en su aire y tono que hacía sentir a los hombres que caminaban con Dios.
Cuán profunda debe ser nuestra humillación por nuestra liviandad, frivolidad, ligereza, vana alegría, necio hablar
y bromear, por lo que las almas han sido heridas gravemente, el progreso de los santos ha sido demorado y el
mundo tolerado todas sus desastrosas vanidades.
8. Hemos predicado para nuestro propio bien, no para el de Cristo.
Hemos buscado el aplauso, la honra y la fama, y hemos sido celosos de nuestra reputación. Con demasiada
frecuencia hemos predicado para exaltarnos a nosotros mismos en lugar de magnificar a Cristo, para que los
hombres fijen su vista en nosotros, en lugar de fijarla en él y su cruz. ¿Y no hemos predicado a Cristo muchas veces
con el propósito de que nos honraran a nosotros? Cristo, en los sufrimientos de su primera venida y la gloria de su
segunda, no ha sido el Alfa y el Omega, el primero y el último, de todos nuestros sermones.
9. Hemos usado palabras de sabiduría humana.
Hemos olvidado la resolución de Pablo de evitar las palabras llamativas de sabiduría humana, a fin de impedir
que la cruz de Cristo sea totalmente ineficaz. ¡Hemos revertido su razonamiento al igual que su resolución, y
hemos actuado como si por los discursos bien estudiados, bien pulidos y bien razonados pudiéramos hermosear la
cruz para que ya no sea repulsiva, sino irresistiblemente atractiva al ojo carnal! Por eso muchas veces hemos
mandado a casa a las personas muy satisfechas de sí mismas, convencidas de que eran religiosas porque se
sintieron afectadas por nuestra elocuencia, conmovidas por nuestros ruegos o persuadidas por nuestros
argumentos. De este modo le hemos quitado todo efecto a la cruz de Cristo y enviado a las almas al infierno con
una mentira en sus manos. Así es que evitando la ofensa de la cruz y la locura de la predicación hemos trabajado
en vano, lamentándonos por nuestro ministerio falto de bendiciones y frutos.
10. No hemos predicado completamente un evangelio gratuito.
Hemos tenido miedo de hacerlo demasiado gratuito, no sea que los oyentes caigan en el libertinaje; como si
fuera posible predicar un evangelio demasiado gratuito, o como si lo gratuito pudiera conducir al hombre a pecar.
Sólo un evangelio gratuito puede dar paz y es sólo un evangelio gratuito lo que puede hacer santos a los hombres.
La predicación de Lutero se resumía en estos dos puntos: “Que somos justificados únicamente por la fe, y que
tenemos que estar seguros de que hemos sido justificados”. Y fue esto lo que exhortó a su hermano Brentio que
predicara; y fue tal predicación gratuita, completa y valiente del glorioso evangelio, sin depender de obras, méritos,
términos, condiciones, y sin sombras de la falsa humildad de las dudas, los temores, incertidumbres, por lo que sus
labores resultaron en éxitos tan bendecidos. Vayamos y hagamos lo mismo. Junto con esto, está la necesidad de
insistir que el pecador acuda inmediatamente a Dios, y demandar que en el nombre del Señor, el pecador se
entregue inmediatamente de corazón a Cristo. Es extraño que las conversiones súbitas sean tan desagradables para
algunos pastores. Éstas son las más bíblicas de todas las conversiones.
11. No hemos honrado debidamente a la Palabra de Dios.
Hemos dado más importancia a los escritos de los hombres, las opiniones de los hombres y los sistemas de los
hombres en nuestros estudios, que a la Palabra. Hemos bebido más de las cisternas humanas que la divina. Hemos
tenido más comunión con el hombre que con Dios. Por lo tanto, el molde y el estilo de nuestro espíritu, nuestra
vida, nuestras palabras se han derivado más del hombre que de Dios. Tenemos que estudiar más la Biblia.
Tenemos que empapar nuestro espíritu de ella. Tenemos que no sólo guardarla dentro de nosotros, sino inyectarla
en toda la textura del alma.
12. No hemos sido hombres de oración.
El espíritu de oración ha desfallecido entre nosotros. Hemos frecuentado y gozado escasamente el lugar de la
oración. Hemos permitido que las ocupaciones, el estudio o la actividad del trabajo interfieran con nuestras horas
en la cámara de oración. Y el ambiente febril que ha envuelto a la iglesia y a la nación ha llegado a nuestra cámara,
perturbando la dulce calma de su bendita soledad. El sueño, las compañías, las visitas sin propósito, las
conversaciones y bromas necias, las lecturas livianas, las ocupaciones sin provecho, acaparan el tiempo que
podríamos haber redimido para orar.
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¿Por qué hay tan poca ansiedad por disponer de tiempo para orar? ¿Por qué hay tan poca programación de
nuestro tiempo y ocupaciones como para asegurar una porción grande de cada día a la oración? ¿Por qué hay tanto
hablar, y tan poco orar? ¿Por qué tanto ajetreo y negocios, pero tan poca oración? ¿Por qué tantas reuniones con
nuestros prójimos, pero tan pocas reuniones con Dios? ¿Por qué tan poca soledad, tan poca sed del alma por las
horas tranquilas y dulces de una soledad sin interrupciones cuando Dios y su hijo gozan de comunión como si
nunca quisieran separarse? Es la falta de estas horas solitarias que no sólo obstaculiza nuestro propio crecimiento
en la gracia sino también nos vuelve miembros tan inútiles de la iglesia de Cristo, y hace que nuestras vidas sean
inservibles. A fin de crecer en la gracia, tenemos que estar mucho tiempo solos. No es en sociedad –ni siquiera una
sociedad cristiana— que el alma crece con mayor rapidez y vigor. Con frecuencia, en una sola hora quieta en
oración avanzaremos más que durante días en la compañía de otros. Es en el desierto que cae más fresco el rocío y
el aire es más puro. Lo mismo sucede con el alma. Es cuando no hay nadie cerca más que Dios, que su presencia,
como el aire del desierto que no está contaminado con el aliento del hombre, rodea y satura el alma; entonces es
que uno obtiene la vista más clara y sencilla de las certidumbres eternas; entonces es que el alma recibe un
maravilloso refrigerio de poder y energía.
Y es también de este modo que somos verdaderamente útiles a otros. Es cuando salimos renovados por nuestra
comunión con Dios que hacemos su obra con éxito. Es en la cámara de oración que se llenan nuestros vasos con
bendiciones, de modo que, cuando salimos, no podemos guardar silencio, sino que, como una necesidad bendecida,
tenemos que exteriorizarlo dondequiera que vamos. No podemos decir, como dijo Isaías: “Señor, sobre la atalaya
estoy yo continuamente de día, y las noches enteras sobre mi guarda” (Isaías 21:8). Nuestra vida no ha sido una de
esperar la voz de Dios. “Habla, Jehová, que tu siervo oye” (1 Samuel 3:9) no ha sido la actitud de nuestra alma, el
principio que guía nuestra vida. La cercanía de Dios, la comunión con Dios, el esperar en Dios, el descansar en
Dios, no han sido las características de nuestro andar privado o pastoral. Por eso nuestro ejemplo ha sido tan
impotente, nuestras labores tan en vano, nuestros sermones tan secos, todo nuestro ministerio tan infructuoso y
débil.
13. No hemos honrado al Espíritu de Dios.
Puede ser que con nuestras palabras hemos reconocido su actuación, pero no lo hemos mantenido
continuamente ante nosotros y ante la gente. No le hemos dado la gloria que merece su nombre. No hemos buscado
su enseñanza, su unción –“la unción del Santo, [por lo que] conocéis todas las cosas” (1 Juan 2:20). Ni en el estudio
de la Palabra ni en la predicación de ella hemos reconocido debidamente su oficio como el Iluminador del
entendimiento, el Revelador de la verdad, el Testigo y Glorificador de Cristo. Lo hemos entristecido por la
deshonra a su nombre como la tercera persona de la gloriosa Trinidad, y lo hemos entristecido por la poca
importancia que le damos a su oficio como el Maestro, el Convencedor, el Confortador, el Santificador. Por eso,
casi se ha apartado de nosotros, y nos ha dejado para que cosechemos el fruto de nuestra propia perversidad y falta
de fe. Además, lo hemos entristecido con nuestro andar inconstante, nuestra falta de circunspección, por nuestra
mundanalidad, nuestra falta de santidad, por nuestra falta de oración, por nuestra infidelidad, por nuestra falta de
solemnidad, por una vida y conversación que poco se conforma al carácter de un discípulo o al cargo de embajador.
Un anciano pastor escocés escribe lo siguiente acerca de sí mismo: “Veo una falta del espíritu –del poder y
demostración del Espíritu— en la oración, el habla, y la exhortación; por las que los hombres principalmente se
convencen, y por las que son un terror y una maravilla para otros, de modo que se sienten sobrecogidos por ellas,
de modo que producen gloria y majestuosidad; por la que los sermones de Cristo se diferenciaban de los de los
escribas y fariseos, que yo considero son los reflejos de la majestad de Dios y del Espíritu de santidad que aparece
y brilla a través de su pueblo. ¡Pero visto ropas sucias! ¡Ay de mí! La corona de gloria y majestad ha caído de mi
sien, mis palabras son débiles y carnales, no poderosas, por lo que generan desprecio. No hay otro remedio para
esto más que la humildad, el aborrecimiento del yo y el esfuerzo por mantener una comunión con Dios”.
14. No tenemos la mente de Cristo.
No hemos seguido el ejemplo de los apóstoles, y mucho menos el de Cristo; estamos muy atrasados con
respecto a los siervos, mucho más atrasados con respecto al Maestro. Hemos tenido poco de la gracia, la compasión,
la humildad, la modestia, el amor del Hijo eterno de Dios. Su llanto por Jerusalén es un sentimiento con el cual no
nos identificamos para nada. Su “buscar a los perdidos” es algo que no imitamos. Su “enseñar a las multitudes” es
algo que evitamos porque lo consideramos demasiado para la débil carne y sangre. Sus días de ayuno, sus noches
de estar en guarda y oración, no son algo que consideramos realmente como ejemplos a seguir. El hecho que no
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contó su vida como algo a qué aferrarse a fin de poder glorificar al Padre y realizar la obra que le encomendó, es
algo que no recordamos como un principio a poner en práctica. Pero tenemos que seguir sus pasos, el siervo tiene
que caminar por donde su Amo ha mostrado el camino, el pastor ayudante tiene que ser lo que el Pastor Principal
fue. No hemos de buscar el descanso o las cosas fáciles en un mundo donde Aquel a quien amamos no las buscó.
CAPÍTULO 5
AVIVAMIENTO
AVIVAMIENTO EN EL MINISTERIO
ES MÁS FÁCIL hablar o escribir acerca de un avivamiento que ocuparse de él. Hay tanta basura para barrer
hacia afuera, tantos impedimentos que encarar, tantos viejos hábitos que vencer, tanta pereza y desinterés con los
cuales contender, tantas rutinas pastorales que superar, y tanto del yo como del mundo para crucificar. Tal como
dijo Cristo del espíritu inmundo que los discípulos no podían sacar, podemos decir de éstos: “Este linaje no sale
sino por oración y ayuno”.
Eso creía el pastor del Siglo XVII, quien después de lamentarse de las maldades de su vida y su ministerio,
resolvió lo siguiente para lograr su renovación:
“(1) En imitación de Cristo y sus apóstoles, y para hacer lo bueno, me propongo levantarme temprano todas las
mañanas.
“(2) Preparar, en cuanto me levanto, el trabajo que haré, y determinar cómo y cuándo lo haré; dedicarle todo
mi empeño y aún al punto de rendirme cuentas y dolerme por mis fallas.
“(3) Dedicar una porción suficiente de tiempo cada día a la oración, lectura, meditación y ejercicios
espirituales: a la mañana, al mediodía, a la tarde y cuando me voy a la cama.
“(4) Una vez por mes, ya sea al final o a mediados del mes, observar un día de humillación por la condición de
la población, por el pueblo del Señor y su triste condición y para levantar la obra y el pueblo de Dios.
“(5) Dedicar, además de esto, un día a considerar mi propia condición, a luchar contra males espirituales y
para conseguir que mi corazón sea más santo, o para lograr algún ejercicio especial, una vez cada seis meses.
“(6) Dedicar una vez por semana cuatro horas además de las que ya dedico diariamente a estar a solas, a causas
especiales relacionadas conmigo o con los demás.
“(7) Dedicar tiempo los sábados a la noche a prepararme para el Día del Señor.
“(8) Dedicar total y únicamente a las cosas espirituales seis o siete días consecutivos, una vez al año, cuando
mejor convenga.”
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viviente, y sin un ministerio tal no puede esperar escapar de los juicios de Dios. Necesitamos hombres que
trabajen y oren, que cuiden las almas y lloren por ellas.
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a los que estaban esperando la muerte ese mismo día. Predicaron a tiempo y fuera de tiempo. Los días de la
semana o el domingo eran lo mismo para ellos. La hora podía ser la acostumbrada o la no acostumbrada, eso no
importaba. No se atenían a puntos agradables de regularidad o irregularidad; levantaban sus voces como
trompetas, y no retenían nada. Cada sermón podía haber sido el último que predicaran. Estaban rodeados de
sepulcros abiertos, la muerte ahora no parecía meramente cierta, sino inminente, la muerte estaba más cerca que
nunca, la eternidad era vista en toda su vasta realidad, las almas eran consideradas más valiosas que nunca, ya no
podían desperdiciar las oportunidades. ¡Cada hora tenía más valor que todas las riquezas de los reinos, el mundo
era ahora una sombra que pasaba desvaneciéndose, y los días de los hombres en la tierra habían sido reducidos de
años a instantes!
¡Oh, cómo predicaban! Ninguna frase pulida, ningún argumento erudito, ningún párrafo bien elaborado
enfriaba el llamado de ellos, ni hacían que sus discursos fueran ininteligibles. Ningún temor al hombre, ningún
amor por recibir aplausos, ningún escrúpulo por las expresiones fuertes, ningún temor a la emoción o el
entusiasmo les impedía volcar en su predicación todo el fervor de sus corazones, porque anhelaban tiernamente
llegar a las almas moribundas.
“El Anciano Tiempo”, dice Vincent, “parecía estar en el púlpito con su gran guadaña, diciendo con voz ronca:
‘Trabajad mientras dura este día: porque esta noche os cortaré de entre los vivos’. La Muerte Nefasta parecía estar
de pie junto al púlpito, con su flecha afilada, diciendo: ‘Tú lanza las flechas de Dios, y yo lanzaré la mía’. La tumba
parecía estar al pie del púlpito, abierta, con polvo en el fondo, diciendo:
‘Alzad vuestra voz –a Dios, a los hombres,
Y cumplid ahora vuestra misión;
Aquí tenéis que yacer —cerrada vuestra boca, muerto vuestro aliento
Y silencioso en el polvo’.
“Los pastores se sentían ahora llamados a despertar y ser serios y fervorosos en su obra pastoral, a predicar
junto al borde de la fosa a los miles que en ella caían. Había tal concurrencia en las iglesias donde se encontraban
estos pastores que muchas veces éstos no podían acercarse al púlpito por el gentío, y se veían forzados a abrirse
camino por sobre las bancas, y tales rostros jamás habían sido vistos antes en Londres, miradas tan ansiosas, oídos
tan atentos, un interés tan intenso, como si absorbieran cada palabra que salía de la boca de los pastores”.
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a sus pastores para saber qué deben hacer? ¡Oh, el cielo y el infierno ya no les preocupan más a los hombres! ¡Oh,
la eternidad no les interesa más! ¡Oh, cómo podemos, cuando estamos solos, evitar pensar en que estaremos para
siempre en gozo o en tormento! ¡Me pregunto cómo tales pensamientos no interrumpen nuestro sueño, ni nos
vienen a mente cuando estamos cumpliendo nuestras labores! ¡Me pregunto cómo podemos hacer cualquier otra
cosa, cómo podemos tener serenidad en nuestra mente, cómo podemos comer o beber o descansar hasta sabernos
seguros de tener las recompensas eternas!
“¿Es un vivo o un muerto el que no se ve afectado por cuestiones de esta importancia, que está más dispuesto a
dormir que a temblar cuando escucha cómo tiene que comparecer ante el tribunal de Dios? ¿Es un hombre o un
terrón de arcilla lo que puede levantarse o acostarse sin verse afectado profundamente por su estado eterno, que
puede seguir sus asuntos mundanos sin darle importancia al gran asunto que es la salvación o la condenación, y
eso cuando sabe que está muy cerca? Realmente, señores, cuando considero el peso del asunto, me sorprendo de
que los mejores santos de Dios sobre la tierra no son mejores, y no hacen más por una situación de tanto peso. Me
asombro ante aquellos que el mundo considera más santos que lo necesario, y que desprecian por dar tanta
importancia a la eternidad, que pueden hacer a un lado a Cristo y a sus almas dándoles tan poca importancia, que
no vuelcan sus almas en cada súplica, que no están más consagrados a Dios, que sus pensamientos no son más
serios en prepararse para rendir cuentas. Me asombro de que no sean cien veces más estrictos en sus vidas, y más
laboriosos e incansables para conseguir la corona.
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