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1991-2011: Veinte años de la Constitución

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Hernando Gómez Buendía

Una Constitución y dos Colombias


¿Para qué ha servido la Constitución? Como un aporte al debate que Razón
Pública se propone adelantar en sus próximas entregas, el Director propone
una hipótesis controversial: la Carta del 91 encarnó el proyecto de media
Colombia en contravía de la otra media. Pero la Carta no modernizó la
política, y por eso la lucha entre el "partido" de la constitución y el de la anti-
constitución ha seguido marcando la historia de Colombia.
Hernando Gómez Buendía *

Puertas abiertas
No tengo que decir que cada uno de los temas grandes de Colombia pasa por la Constitución
y que nuestra revista le dará un amplio espacio a los serios balances o debates que el país
necesita después de estos 20 años.

Los fundadores, analistas y lectores tendremos por supuesto mucha tela que cortar, pero por
hoy arriesgo una primera y muy breve mirada de conjunto: creo que la fuerza -y la debilidad-
de la Constitución de 1991 han consistido en encarnar el proyecto de media Colombia -la
Colombia que llamaré "de adelante"- en contravía de la otra media, que llamaré "la Colombia
de atrás".

En un descuido de la clase política


Dígase lo que se diga, cada Constitución es hija de quienes la redactan, y la de 1991 fue
redactada por personas muy raras. Los miembros de la Asamblea Constituyente fueron
elegidos en un descuido de la clase política, y por eso sus perfiles y valores fueron tan
distintos de aquellos que tenían -y han seguido teniendo- nuestros congresistas. Como no
había puestos, contratos ni "auxilios" para repartir, como se trataba de simples ideas, los
caciques no se hicieron elegir y las maquinarias poco se movieron.

Las pruebas del descuido son patentes. En esas votaciones, que Usted y yo creeríamos las
más importantes de la historia, la abstención fue de un 70% -en efecto la más alta de la
historia. Casi todos los votos fueron "de opinión" o sea, en esencia, del país de adelante. Y los
70 delegatarios elegidos se repartieron exactamente así:

30 de los partidos Liberal y Conservador, casi todos ellos sueltos y alejados de la clase
política;
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30 de "movimientos" que tenían una marcada carga ideológica, que no venían del
centro (como centrista era y seguiría siendo la política en Colombia) y que tal vez por
eso no perdurarían: el Movimiento de Salvación Nacional, MSN, con 11 delegados,
desde la derecha, y la Alianza Democrática-M19, con 19 delegados de izquierda, y
10 de minorías diversas (indígenas, evangélicos, Unión Patriótica y sin partido)

Una composición radicalmente distinta de la que entonces tenía y de la que seguiría teniendo
el Congreso. Una Constitución escrita entonces por el pedazo moderno o postmoderno de
Colombia, el que se mueve por ideas, o por ideologías, o por identidades -pero no por
clientelismo.

Una Constitución "para ángeles" como tal vez habría dicho Víctor Hugo, o una, digo yo, del
superego, que no refleja y no ha logrado amoldar ni amoldarse a la Colombia profunda y pre-
moderna.

El gran acierto
No extraña pues que el punto fuerte de la nueva Carta fuera la apuesta por la modernidad y
aún por la postmodernidad, la idea clara de un Estado laico y pluralista donde cabemos todos
y donde cada uno de nosotros tiene derechos exigibles. Es aquí - y sobre todo a través de la
tutela- donde la Constitución más ha cambiado el rostro de Colombia y dónde más nos ha
acercado al país que soñamos.

Pero también es donde menos se parece a una Constitución y se parece más a un programa
político, donde lo deseable pesa más que lo factible y donde, por lo tanto, es más duro el
contraste del "país formal" con el país real de exclusión, opresión, intolerancia, violencia,
racismo y pobreza que millones y millones de colombianos siguen habitando.

Derechos sin recursos


Y es porque la gente rara que redactó la Constitución no lo era tanto como para ir a la raíz de
nuestro atraso. Se empeñó por supuesto en destronar a la "clase política" pero dejó intactos
los demás poderes fácticos.

Más aún, en materia económica predominó la línea que suele llamarse "neoliberal", porque el
Consenso de Washington estaba en su furor y el gobierno Gaviria aquí se jugó a fondo. De
suerte que por un lado se crearon derechos muy costosos -como decir la salud universal- pero
por otro lado se afirmó que el mercado debería funcionar con poco Estado y sin tocar la
distribución de la riqueza.

Desde entonces -y cada día más- hemos vivido entre juristas que con razón decimos que
derechos son derechos, y economistas que con razón decimos que el Estado no tiene manera
de pagarlos.

Sin aumentar en serio la productividad y sin subir de veras la carga tributaria -dos cosas que
la Constitución no hizo- era y es imposible satisfacer los derechos de todo el mundo; y
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el engañoso mecanismo de ajuste han sido las tutelas, que garantizan el derecho universal...
de las pocas personas a quienes un juez se las concede.

Separación de poderes
Pero el papel principal de una Constitución es organizar el ejercicio del poder político, y aquí
la de 1991 fue una apuesta inequívoca por la separación o dispersión de poderes. Esta es la
clave de la democracia, porque en los últimos dos o tres mil años hemos aprendido que, por
buenos que parezcan al principio, los reyes, dictadores o caudillos que concentran el poder
acaban mal.

El centralismo y el presidencialismo eran las bases de la Constitución de antes. La de 1991 se


propuso lo contrario, y para eso dispersó el poder,

creó un montón de nuevos organismos (Fiscalía, Junta del Banco de la República,


Comisión Nacional de Televisión, Corte Constitucional, Defensoría, superintendencias,
Contaduría...)
y nuevas formas de participación ciudadana (referendos, Consejos Indígenas,
revocatoria del mandato, Juntas de Usuarios, consulta previa...),
transfirió plata y poder a las regiones, y
armó un enredo de competencias, transferencias, elecciones cruzadas y contrapesos
de distintos tipos.

Algunas de estas cosas han funcionado más que otras, y el panorama general ha sido el de
un Estado en dispareja construcción, con luces y con sombras, con rifirrafes diarios y con
choques de trenes muy ruidosos.

El gran vacío
Y acá llegamos al punto neurálgico: lo principal de la organización del poder es la manera de
acceder al poder. Es en el régimen de elecciones y partidos donde una Constitución deja su
verdadera marca, porque de esto depende la continuación o discontinuación del proyecto que
encarne.

La apuesta de los constituyentes era obvia: romperle el espinazo al clientelismo y al


bipartidismo para que terceras fuerzas (el MSN, la AD-M19) y minorías étnicas o religiosas
pudieran competir. Por eso el tarjetón, la doble vuelta, el vicepresidente, la circunscripción
nacional, los candidatos inscritos con unas cuantas firmas, el juego de cocientes y residuos...
y el resultado de un país que años después tendría 67 partidos registrados y uno de los
sistemas más fragmentados o aún "el sistema político más personalista del mundo" [1].

La paradoja capital fue esta: que los constituyentes fueron elegidos por un conjunto muy
diverso y disperso de movimientos y grupos sociales y políticos; de aquí salieron su aliento
refrescante y sus apuestas por un país moderno; pero de aquí también surgió el obstáculo que
habría de impedir su necesaria apuesta por los partidos fuertes y modernos.
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Para bien y para mal, cada Constitución es hija de quienes la redactan.

Lo que el país de adelante necesitaba eran partidos modernos pero fuertes, no el reguero de
vanidosos, aventureros o delincuentes hechos y derechos que desde entonces han poblado el
escenario. Este fue en mi opinión el desacierto mayor de la Asamblea: no entender que el
descuido de los políticos había sido apenas momentáneo, que por detrás y alrededor de ellos
estaban todos los poderes fácticos, y que regresarían con más voracidad y nuevas mañas.

El contragolpe
Tanto así que en las elecciones de Congreso en octubre del mismo 1991 barrieron los
caciques, y que la primera reforma de la Constitución fue para revivir los "auxilios
parlamentarios", como por esos tiempos se llamaba el clientelismo.

Desde entonces se le han hecho nada menos que 29 reformas a la Carta -y casi todas a la
carta de la clase política y demás poderes fácticos.

Sin espacio para entrar en los matices, diría yo que en estos veinte años los presidentes y el
Congreso han estado dedicados a resistir o desmontar la Constitución de 1991. Los ocho
años de Uribe fueron tan intensos que no exagero al decir que el uribismo es el partido de la
anti-constitución. Es el partido mayoritario porque tiene de su lado al país pre-moderno, a los
poderes fácticos y a la clase política.

El partido de los jueces


Del otro lado está el partido de la Constitución, cuya punta de lanza es la Corte Constitucional
y cuyo escenario favorito son los tribunales.

Por eso las tutelas.


Por eso los discutidos - y, en rigor, discutibles- mecanismos o figuras que la Corte
invoca para co-ejercer otros poderes (sentencias "moduladas" que en efecto equivalen a
decretos, o a leyes o incluso a órdenes administrativas; decisiones macroeconómicas
por su conexidad con los derechos fundamentales; tutelas contra fallos de otras Cortes;
revisión por motivos de fondo de las reformas constitucionales....).
Por eso la judicialización de la política o en efecto, la reducción de la política y del
debate político al Código Penal, con las noticias dominadas por la Fiscalía, la Corte
Suprema o el Procurador.
Como también, por eso, la politización de la justicia, que es el reverso forzoso de la
medalla.

La Constitución de 1991 fue el gol más grande que el país de adelante le haya marcado al de
atrás en más de un siglo. Hay un partido de la Constitución que sigue haciendo goles o
cuando menos tiros al arco. Pero sus delanteros no deberían ser los jueces sino los
ciudadanos organizados en partidos políticos modernos.

*Director y editor general de Razón Pública. Para ver el perfil del autor, haga clic aquí.
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