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Putnam: Capital Social e Instituciones Democráticas

Cómo Hacer Funcionar


la Democracia
Por José Eduardo Jorge

Comentario del libro Making Democracy Work. Civic Traditions in


Modern Italy, Princeton, Princeton University Press, 1993

Nota del autor: La primera sección de este documento reproduce el artículo


publicado originalmente en la revista electrónica Cambio Cultural, Buenos Aires,
Marzo de 2002, al momento de producirse la crisis política y financiera de la
Argentina que produjo la caída del gobierno electo en 1999.1 El Anexo de la sección
siguiente es un resumen comentado de Making Democracy Work. Forma parte de
un documento de cátedra que elaboré para uso de los estudiantes de mi Seminario
de Cultura Política en la Universidad Nacional de La Plata.2

¿Por qué algunos gobiernos democráticos son exitosos mientras


otros fracasan? Esa es la pregunta central que Robert D. Putnam intenta
responder en Making Democracy Work, un libro que ha recibido gran
atención en EEUU y el resto del mundo. Basado en un estudio de campo
realizado en Italia durante dos décadas, el trabajo ofrece una amplia
evidencia empírica sobre la importancia del capital social representado por
la "comunidad cívica" en el desarrollo y el desempeño de las instituciones
democráticas.

Nacido en 1940 en Port Clinton, Ohio, Putnam, que actualmente se


desempeña como profesor de Política Pública y director del Saguaro
Seminar en Harvard, es el principal exponente de la utilización del
concepto de capital social en ciencias políticas (1). Entre nosotros la
noción ha sido difundida casi exclusivamente a través del trabajo de Francis
Fukuyama (Confianza, 1995), donde en rigor se exploran sus relaciones con
el desarrollo económico.

Putnam alcanzó notoriedad adicional a partir de su artículo Bowling Alone


(Journal of Democracy, 1995), en el que sostenía que el capital social de
EEUU estaba declinando desde hacía 25 años. Presentó allí cifras elocuentes
de disminución de la participación política, pertenencia a asociaciones
locales y vecinales, lectura de periódicos y confianza en el gobierno, que
contribuían a explicar la creciente proporción de ciudadanos que

1
El artículo original puede consultarse en Internet Archive, en la dirección web:
https://web.archive.org/web/20051123072949/http://www.cambiocultural.com.ar/
publicaciones/putnam.htm
2
Jorge, José Eduardo (2007): “Capital Social y Democracia: la Teoría de Robert
Putnam”, Documento de Cátedra, Seminario de Cultura Política, Facultad de
Periodismo y Comunicación Social, Universidad Nacional de La Plata, La Plata. Este
material didáctico incluye las traducciones del capítulo 6 de Making Democracy
Work (pp. 162-185) y de fragmentos del libro de Putnam Bowling Alone (2000).
Estas traducciones son solo para uso interno de la cátedra y aquí no es posible
reproducirlas.
cuestionaban la efectividad de las instituciones públicas.
Posteriormente profundizó el análisis en un libro con el mismo nombre
(2000). Allí señalaba como una de las causas más importantes del
fenómeno al proceso de recambio generacional: los baby boomers y la
Generación X estaban menos comprometidos que sus mayores en la vida
comunitaria. Sus trabajos le valieron ser invitado por Bill Clinton y Tony
Blair a exponer sus ideas en Camp David y Downing Street.

La experiencia italiana de descentralización

En Making Democracy Work el autor realiza un estudio sistemático del


desarrollo y adaptación de las instituciones públicas a su entorno
social, a partir del experimento italiano de creación de gobiernos
regionales, que se puso en marcha en 1970 rompiendo con una larga
tradición de centralización política.

El cambio en las instituciones formales ¿produce una transformación de las


prácticas políticas y de los modos de gestión de gobierno? ¿Depende la
efectividad de una institución gubernamental de su entorno social,
económico y cultural? Valiéndose de un vasto conjunto de estudios por
encuesta, entrevistas cualitativas, ingeniosos experimentos y datos
secundarios, Putnam encontró al cabo de 20 años de investigación que el
desempeño de los nuevos gobiernos regionales en el Norte y el
centro de Italia era muy superior al de los localizados en el Sur, a
pesar de que éstos contaban con recursos financieros (provistos por el
gobierno central) iguales o mayores (2).

La nueva estructura institucional descentralizada sí contribuyó, tanto en el


Norte como en el Sur, a desarrollar "un nuevo modo de hacer política":
"Al principio -explica Putnam-, los nuevos legisladores habían traído con
ellos una concepción de las relaciones sociales y políticas que era
esencialmente de suma-cero, girando en torno a conflictos en esencia
irreconciliables. Este enfoque, enraizado en las disputas sociales e
ideológicas del pasado italiano, predisponía a los legisladores a la
estridencia y ponía trabas a la colaboración práctica" (p. 34.)

Con el paso de los años se produjo un cambio profundo en la cultura


política, que pasó del conflicto ideológico a la cooperación, del extremismo
a la moderación, del dogmatismo a la tolerancia, de la doctrina abstracta al
gerenciamiento práctico, nada de lo cual excluía el conflicto y la
controversia, pero con el énfasis puesto ahora en el "buen gobierno".

Una conclusión fue que el ritmo del cambio institucional es lento:


pueden pasar décadas hasta que una nueva institución tenga efectos
distintivos sobre la cultura y la conducta política.

Sin embargo, los efectos no fueron igualmente positivos cuando lo


que se analiza es el desempeño de los gobiernos regionales que, en
lugar de mitigar, exacerbaron las históricas disparidades existentes entre el
Norte y el Sur de la península.
Putnam parte de la idea de que una institución democrática tiene alto
desempeño si es sensible a las demandas de los ciudadanos y efectiva
utilizando los recursos limitados con que cuenta para satisfacer esas
demandas.

Para evaluar el desempeño de los gobiernos regionales construyó un


índice haciendo uso de doce indicadores, por ejemplo la estabilidad de los
gabinetes, la puntualidad en la presentación del presupuesto, la innovación
legislativa, los consultorios familiares por cada mil habitantes creados por
cada gobierno con fondos provistos por las autoridades centrales y la
capacidad de respuesta de la administración a los requerimientos de
particulares.

El desempeño superior de los gobiernos del Norte respecto a los del


Sur se extendía a la mayoría de los indicadores, perduraba en el tiempo y
además era reconocido, independientemente de la medida objetiva
proporcionada por el índice, por los mismos ciudadanos y dirigentes de la
comunidad.

¿Cómo explicar estas diferencias? Putnam plantea dos hipótesis


principales, según las cuales la causa de los distintos desempeños residía
en 1) el desigual desarrollo socioeconómico, o 2) la "comunidad cívica", es
decir, por los modelos desiguales de participación cívica y solidaridad social.

La democracia está fuertemente correlacionada en todas partes con la


modernización socioeconómica y es sabido que la economía del Norte de
Italia es mucho más avanzada que la del Sur. Pero el problema de esta
interpretación es que no explica las diferencias de desempeño
gubernamental entre las regiones desarrolladas. Por ejemplo, Lombardía, el
Piamonte y Liguria eran más ricas que Emilia-Romaña y Umbría, que
contaban con gobiernos mucho más exitosos. Por otro lado, no debe
olvidarse que los fondos para las nuevas instituciones eran provistos por
el gobierno central, con un criterio redistributivo que favorecía a las
regiones más pobres.

La "comunidad cívica"
La evidencia favorece a la segunda hipótesis: el desigual desempeño de los
gobiernos se explicaba por la diferente calidad de la "comunidad
cívica" de las regiones. Al detenerse brevemente en los aspectos teóricos
y filosóficos del concepto, Putnam nos recuerda que ya en la Florencia del
siglo XVI Maquiavelo y sus contemporáneos habían llegado a la conclusión
de que el éxito de las instituciones libres dependía de la "virtud cívica" de
los ciudadanos. Esta escuela "republicana" fue luego eclipsada por
Hobbes, Locke y otros que pusieron el acento no en la "comunidad", sino en
el individualismo y los derechos individuales. La constitución
norteamericana, con sus controles y balances, intentaba asegurar la
democracia contra los ciudadanos "no virtuosos". Pero en años más
recientes la filosofía política norteamericana reabrió el debate entre el
individualismo liberal clásico y la tradición comunitaria, sostenida por los
neo-republicanos.
El objetivo de Putnam es encontrar evidencia empírica para iluminar
un debate que hasta ese momento se desarrollaba en un terreno filosófico.
Desde un punto de vista práctico, la "comunidad cívica" comprende,
según él, cuatro aspectos esenciales:

Compromiso cívico, que se traduce en la participación de la gente en los


asuntos públicos. La "virtud cívica" no implica necesariamente "altruismo",
sino "interés propio bien entendido", que implica pensar en los beneficios a
largo plazo para el individuo o grupo que surgen de cooperar con los
demás. La ausencia de "virtud cívica" está ejemplificada en el "familismo
amoral" que halló Edward Banfield como componente central del ethos de
Montegrano durante su investigación realizada en los años 50 en esa
pequeña aldea del Sur de Italia: "Maximiza la ventaja material y de corto
plazo de la familia nuclear; asume que todos los demás harán lo mismo".
Para Banfield, la extrema pobreza y el atraso de Montegrano se explicaban
en buena medida por la incapacidad de los aldeanos para actuar juntos por
un objetivo común o algo que fuera más allá del "interesse" de la familia
nuclear (3).

Igualdad política, es decir, los mismos derechos y obligaciones para


todos. Esto significa relaciones horizontales de reciprocidad y cooperación,
no las verticales de autoridad y dependencia como las que se establecen
entre "patrones" y "clientes". En este contexto, el liderazgo político es un
liderazgo democrático.

Solidaridad, confianza y tolerancia entre los ciudadanos, lo que no


implica la desaparición del conflicto. La confianza reduce las probabilidades
de que un número grande de individuos o grupos de una comunidad,
siguiendo intereses meramente particulares, se desvíe de los objetivos
colectivos.

Asociaciones civiles, no necesariamente "políticas" en un sentido


restringido, que contribuyen a la efectividad y estabilidad del gobierno
democrático, tanto por sus efectos "internos" sobre los miembros
individuales como por los "externos" sobre la sociedad. Entre los primeros
hallamos los hábitos de cooperación, solidaridad y espíritu público
que surgen cuando las personas participan de diversos grupos y
asociaciones. Especialmente si un individuo es miembro de grupos
pertenecientes a distintas divisiones sociales, sus actitudes tienden a
moderarse. Desde el punto de vista de sus efectos "externos", las
asociaciones cumplen la función de dar forma clara a los intereses de un
grupo o sector, reunir a los miembros de ese grupo y dirigir sus energías en
una dirección.

Midiendo la comunidad cívica

Para determinar si entre las regiones italianas existían diferencias de


desarrollo cívico que explicaran las disparidades en el desempeño de los
gobiernos regionales, Putnam construyó un Indice de Comunidad Cívica
reuniendo cuatro indicadores: el Número de asociaciones por habitante,
deportivas (la gran mayoría), de recreación, científicas, culturales, técnicas,
económicas, de salud, de servicio social, etc.; la lectura de periódicos,
que muestra el interés de las personas por los asuntos públicos; la
participación en referéndums, que no estaban distorsionados por el
fenómeno del clientelismo en las regiones del Sur; el voto de preferencia
por un candidato particular, opción "voluntaria" que en los hechos era
resultado de prácticas clientelísticas y que se utilizó, por lo tanto, como
indicador de ausencia de comunidad cívica. Observemos entonces que, en
una comunidad cívica, no sólo importa la "participación" política, sino
además la "calidad" de esa participación.

Al aplicar el Indice a las 20 regiones estudiadas, Putnam halló que arrojaba


una muy elevada correlación (r=0.92) con el Indice de Desempeño
Institucional. La región más cívica resultó Emilia-Romaña; la menos
cívica, Calabria.

En las regiones más cívicas los ciudadanos participaban en numerosas


asociaciones, leían más periódicos, confiaban más entre sí y respetaban la
ley. Los dirigentes políticos eran relativamente honestos, creían en ideas de
igualdad política (como "participación" en asuntos públicos) y, si bien no
faltaba el conflicto o la controversia, estaban predispuestos a resolver sus
diferencias.

En las regiones menos cívicas la vida pública estaba organizada de modo


jerárquico, los asuntos públicos eran cosa de "los políticos", la participación
estaba impulsada por la dependencia o el interés particular y la corrupción
era la norma. Los dirigentes políticos se mostraban escépticos con la idea
de "participación" de la gente. Tenían más contactos con los pobladores que
en las regiones más cívicas, pero éstos se hallaban relacionados
fundamentalmente con cuestiones personales. Los habitantes "se sienten
impotentes, explotados e infelices", nos dice previsiblemente Putnam.

Los orígenes históricos


Las profundas diferencias en las características del tejido social del Norte y
el Sur de Italia, que tanta influencia ejercían y siguen ejerciendo hoy en su
desarrollo político y económico, remontan sus orígenes, según Putnam, muy
lejos en la historia.

Hace mil años, las dos regiones hallaron soluciones muy distintas a la
situación de anarquía y violencia que caracterizaba a la época. En el Sur, el
reino de los Normandos se convertía en el Estado más rico y organizado
de Europa, pero con una estructura social y política autocrática, con fuertes
elementos feudales, burocráticos y absolutistas. El paso de los siglos reforzó
una estructura social polarizada de latifundios y campesinos empobrecidos.

En el Norte la solución descubierta por las ciudades-estado fue bien


diferente. Comenzó por la formación de asociaciones voluntarias entre
grupos de vecinos para proveer ayuda mutua en materia de defensa y
cooperación económica. Sin llegar a ser una democracia en el sentido
moderno del término, las ciudades-estado llevaron la participación de la
población en los asuntos públicos a niveles sin precedentes. Con el
tiempo se formaron gremios de artesanos y comerciantes que comenzaron
a presionar por reformas políticas. Se multiplicaron las asociaciones
vecinales, organizaciones parroquiales, confraternidades religiosas, que se
convirtieron en protagonistas de los asuntos locales. Con la expansión de
este "republicanismo cívico" se produjo simultáneamente un fuerte
crecimiento de la riqueza a través del comercio y las finanzas (no de la
tierra, como en el Sur.)

Los rasgos centrales de esta cultura asociativa sobrevivieron, al parecer,


a los vaivenes de los siglos posteriores, y jugaron un papel fundamental a
partir de la segunda mitad del siglo XVIII y, particularmente, luego de la
unificación en 1871. Italia asistió entonces al florecimiento de las
sociedades de ayuda mutua -que prestaban servicios para los
desocupados, ancianos, embarazadas y otros que experimentaban las
consecuencias de una sociedad rápidamente cambiante- y de cooperativas
de productores y consumidores. Estas asociaciones cumplían importantes
funciones políticas latentes, ya que de ellas surgieron los dirigentes de
diversos movimientos políticos y sindicales. Señala Putnam que tanto el
movimiento socialista como el católico, que se constituyó formalmente
como Partito Popolare, abrevaron en la misma herencia de participación y
organización.

En el Sur, sin embargo, las redes patrón-cliente persistieron. Los


campesinos faltos de trabajo competían duramente entre sí para obtener
uno. En la Emilia-Romaña, quienes enfrentaban situaciones similares
formaban cooperativas voluntarias. Las instituciones del Estado unificado se
adaptaron, como lo harían los gobiernos regionales creados en 1970, a los
distintos contextos socioculturales. El clientelismo, nos explica Putnam, era
desde el punto de vista de los campesinos del Sur una estrategia
perfectamente racional en el contexto de una sociedad atomizada.
La debilidad de la estructura judicial y administrativa formal desarrolló el
crimen organizado, cuyo paradigma es la Mafia. En una cultura marcada por
la profunda desconfianza, la Mafia cumplía la función de garantizar que los
acuerdos celebrados se cumplirían.

Analizando evidencia cuantitativa sobre civismo y desarrollo económico en


las distintas regiones disponible a partir de 1860, Putnam encuentra que
por entonces no existía una alta correlación entre ambos. Además, desde la
creación de los gobiernos regionales, las regiones cívicas crecieron más
rápido que las menos cívicas controlando por el nivel de desarrollo
económico en 1970. En base a estos y otros datos concluye que "la
economía no predice el civismo, pero el civismo predice la
economía, incluso mejor que la economía misma (...) Las tradiciones
cívicas pueden tener poderosas consecuencias para el desarrollo económico
y el bienestar social, tanto como para el desempeño institucional" (p. 157.)

Un ejemplo de cómo las normas y redes de la "comunidad cívica"


contribuyen a la prosperidad económica son los bien conocidos distritos
industriales italianos formados por pequeñas y medianas empresas. Este
modelo de "especialización flexible" se caracteriza a la vez por la integración
y la descentralización, la competencia y la cooperación entre las empresas
que lo componen.
El capital social
Un punto de la mayor relevancia es que la estrategia de no cooperar
para beneficio mutuo no es necesariamente irracional. Por el contrario,
puede ser perfectamente racional en determinado contexto. La teoría de los
juegos lo muestra en el llamado "dilema del prisionero": dos
sospechosos de haber cometido un crimen son interrogados en celdas
separadas. Se le dice a cada uno que, si ninguno confiesa, con las pruebas
disponibles ambos irán a la cárcel por un año. Si sólo uno confiesa, saldrá
libre por haber colaborado y el otro recibirá una sentencia de seis años. Si
ambos confiesan, la sentencia será de tres años para los dos. Al no poder
coordinar sus acciones, cada uno decidirá confesar, sin importar lo que haga
el compañero. El resultado, claro está, no es el óptimo considerando el
beneficio conjunto de la "sociedad" formada por ambos prisioneros (4).

Para actuar en forma cooperativa, dice Putnam, es necesario no sólo confiar


en el otro, sino además creer que el otro confía en uno. Lo mismo es
válido entre partidos políticos, entre empresarios y trabajadores, entre el
gobierno y los grupos privados. Pero ¿cómo surge la confianza a nivel
social, es decir, entre personas que no se conocen?

En primer lugar, por normas de reciprocidad que los individuos


internalizan y que son reforzadas por sanciones informales y formales. A
través de estas normas se facilita la cooperación y se reducen los "costos de
transacción" de los que habla la economía. Se distingue una reciprocidad
"específica", que es el intercambio simultáneo de ítems del mismo valor,
de otra "generalizada", que adopta la forma "haré esto por ti sin esperar
nada específico a cambio, confiando en que algún otro hará algo por mí el
día de mañana" (se trata así de un "altruismo" de corto plazo combinado
con un "interés propio" en el largo plazo.)

La confianza surge también de la existencia de redes de compromiso y


participación cívicas que facilitan la comunicación y el conocimiento
mutuo, refuerzan las normas de reciprocidad y aumentan los costos
potenciales de desviarse de ellas. Aunque en todas las comunidades hay
tanto redes horizontales como verticales, cuanto más densas sean las
primeras (por ejemplo, las asociaciones vecinales, los clubes deportivos,
etc.), más probable será que las personas cooperen para resolver sus
problemas comunes. Las experiencias asociativas del pasado funcionarán
como modelo cultural para afrontar las situaciones del presente. Las redes
verticales, como las que se establecen entre patrones y clientes, sostiene
Putnam, no pueden desarrollar la confianza ni la cooperación, pues el flujo
de información y las obligaciones son asimétricos.

La confianza, las redes, las normas, se refuerzan entre sí y, en un círculo


virtuoso, hacen que el "stock" de capital social de una comunidad
aumente con su utilización. La sociedad alcanza así un estado de equilibrio
basado en la cooperación. En una comunidad en la que predominan la
desconfianza, la falta de respeto a las normas, el aislamiento, estos rasgos
también se alimentan mutuamente en un círculo vicioso, de modo que la
sociedad alcanza finalmente un estado de equilibrio, muy distinto al
anterior, en el que la solución "racional" pasa por el gobierno autoritario y el
clientelismo (5).

Determinados sucesos históricos pueden funcionar en una sociedad como


puntos de inflexión, a partir de los cuales se ponen en marcha esos
círculos virtuosos o viciosos y situaciones de equilibrio que perduran por
siglos. El caso del Norte y el Sur de Italia muestra para Putnam un
"llamativo" paralelismo con el de América del Norte y América Latina,
que heredaron modelos opuestos de descentralización y centralización
políticas.

El cambio formal en las instituciones, como ocurrió en la experiencia


italiana de creación de gobiernos regionales, tiene una influencia sobre las
prácticas políticas que puede medirse en décadas. Los hechos sugieren que
un impacto apreciable sobre la estructura social y la cultura demanda
mucho más tiempo. "Construir capital social no será fácil -concluye Putnam-
, pero es la clave para hacer funcionar la democracia" (p. 185.)

Nota final: la crisis argentina DE 2001-2002

Algunas de las reflexiones sobre la situación argentina que nos sugirió este
trabajo de Putnam se encuentran en nuestro ensayo Las raíces culturales de
los problemas argentinos (Cambio Cultural, Buenos Aires, Enero de 2002).
Pensábamos entonces que en la Argentina estaban surgiendo y
extendiéndose nuevas actitudes de compromiso y participación
cívicas, que se reflejaban, por ejemplo, en el crecimiento del voluntariado.
La verdadera explosión de participación con que respondió la sociedad al
derrumbe del país, el fenómeno de las Asambleas Vecinales (que ha
generado también alguna controversia), le otorgan al marco teórico
desarrollado en Making Democracy Work un valor aún mayor para contribuir
a la comprensión de lo que ya se considera la crisis más profunda de
nuestra historia.

La sociedad argentina ha venido transitando uno de esos círculos


viciosos o "trampas sistémicas" en los que la desconfianza, la falta de
normas de reciprocidad, las formas verticales de organización, se han
alimentado mutuamente, destruyendo la economía y haciendo colapsar
finalmente las instituciones políticas que, por otra parte, nunca se
caracterizaron por un buen desempeño.

¿Cómo entender el aparentemente inexplicable fracaso argentino, un país


con tantos recursos naturales y humanos? Una de las causas centrales es
que, si bien contamos con abundante capital físico y humano, sufrimos de
una escasez dramática de capital social.

¿Es posible que ese círculo vicioso haya comenzado a romperse? A juzgar
por los actuales niveles de confianza social, parece que no. Si nos atenemos
a las actitudes de participación, la respuesta es sí. La variable
interviniente es posiblemente el recambio generacional. El problema
reside en que, como dice un paper reciente, "comprender la importancia del
capital social nos dice muy poco sobre cómo incrementarlo. Se necesita más
investigación acerca de qué intervenciones pueden construir confianza
generalizada y fuertes normas cívicas" (6).

Estos problemas serán objeto de un próximo artículo. Mientras tanto, todo


parece sugerir que la Argentina está en un nuevo punto de inflexión
de su historia. La sociedad debe decidir qué camino tomar para resolver
los enormes problemas que enfrenta. ¿Será la vía de la participación, la
cooperación, la confianza, la reciprocidad? ¿O insistirá con el modelo de
desconfianza, atomización y guerra de todos contra todos, que podría
terminar acaso en la triste "solución" de equilibrio de un nuevo orden
autoritario? La alternativa que resulte vencedora condicionará no sólo la
vida argentina de los próximos años, sino también la de nuestras próximas
generaciones.

José Eduardo Jorge


Marzo de 2002

REFERENCIAS

(1) Son antecedentes del desarrollo del concepto los trabajos de Jane
Jacobs, Pierre Bourdieu y James Coleman, entre otros.

(2) Las regiones tenían capacidad para legislar en materia de salud,


vivienda, planeamiento urbano, agricultura y obras públicas, entre otras
áreas. El gobierno central transfirió numerosos servicios y recursos, al
tiempo que se crearon decenas de miles de nuevos puestos administrativos.
A comienzos de los años 90, el gasto de los gobiernos regionales alcanzaba
la décima parte del PBI.

(3) El trabajo de Edward Banfield, The moral basis of a backward society


(ed.orig.: Free Press, 1958), será objeto más adelante de otro comentario
en Cambio Cultural.

(4) Una explicación sintética y completa del dilema del prisionero se


encuentra en la revista Ciencia Hoy:
www.cienciahoy.org/hoy48/racio02.htm

(5) Este mecanismo de causalidad circular ha sido descripto en detalle


por Peter Senge, La Quinta Disciplina (Barcelona: Granica, 1996).

(6) Stephen Knack, Social capital and the quality of government: evidence
from the US States, The World Bank.
ANEXO
Capital Social y Democracia:
la Teoría de Robert Putnam
El enfoque de Putnam difiere en particular del utilizado por la escuela neo-
institucionalista, que analiza las instituciones valiéndose de las teorías de
los juegos y de la elección racional. Las distintas variantes del neo-
institucionalismo coinciden en dos puntos:

1. Las instituciones moldean la política. Las reglas y los


procedimientos operativos que conforman las instituciones dejan su
impronta sobre los resultados políticos al estructurar las conductas políticas.
Las instituciones moldean las identidades de los actores políticos, su poder y
sus estrategias. En otras palabras, el cambio en las instituciones formales
(en el caso de Italia, la implantación de los gobiernos regionales) ¿produce
una transformación de las prácticas políticas y de los modos de gestión de
gobierno?

2. Las instituciones son moldeadas por la historia. Tienen inercia; son


la encarnación de determinadas trayectorias históricas y puntos de
inflexión. Hay “path dependence” (“dependencia de la senda”): lo que
ocurre primero (incluso si es “accidental”), condiciona lo que viene después.
Los individuos pueden “elegir” sus instituciones, pero las circunstancias en
que lo hacen no son producidas por ellos; al mismo tiempo, sus elecciones
influyen en las reglas dentro de las cuales hacen las elecciones sus
sucesores.

Putnam ubica su propio enfoque entre los dos anteriores. Su hipótesis es


que el desempeño de las instituciones es moldeado por el contexto social en
el que opera; más precisamente, por determinados rasgos específicos de
ese entorno social. Concibe el “desempeño” de una institución como el
grado en que responde a las demandas de los ciudadanos y es efectiva
utilizando los recursos limitados con que cuenta para satisfacer esas
demandas. Su modelo de acción de gobierno se asienta en el siguiente
esquema:

DESEMPEÑO INSTITUCIONAL Y MODELO DE ACCIÓN DE GOBIERNO

Demandas sociales Interacción política Gobierno

Elección de políticas Implementación

Las instituciones de gobierno reciben inputs (entradas) de su entorno


social y producen outputs (salidas) como respuesta a ese entorno.
Por ejemplo, las madres que trabajan quieren guarderías, los
comerciantes se quejan por los precios, etc. Los partidos políticos y
otros grupos articulan esas preocupaciones y los funcionarios
consideran qué se debe hacer (suponiendo que se deba hacer algo).
Finalmente, se adopta una política (que puede ser simbólica). A
menos que esa política consista en “no hacer nada”, debe entonces
ser implementada (por ejemplo, crear nuevas guarderías).

El estudio del desempeño institucional se ha realizado habitualmente desde


tres perspectivas:

1. Una escuela de pensamiento pone énfasis en el diseño


institucional: estatutos legales, estructura de la organización, etc. El
interés por los determinantes organizacionales del desempeño
institucional ha vuelto emerger con el “neo-institucionalismo”. En el
estudio de Putnam, el diseño institucional se mantiene constante,
pues todos los gobiernos regionales tienen la misma estructura
organizacional, pero se evalúa el impacto del cambio institucional,
mediante una comparación “antes y después” de la instalación de las
nuevas instituciones.

2. Un segundo enfoque enfatiza los factores socioeconómicos como


una influencia determinante del desempeño institucional. Muchos
estudiosos, en el pasado y la actualidad, han destacado que la
democracia efectiva depende del bienestar económico y el desarrollo
social. Dahl y Lipset, por ejemplo, remarcan varios aspectos de la
modernización (riqueza, educación, etc.) en su discusión de las
condiciones que subyacen a la estabilidad y efectividad del gobierno
democrático. Las marcadas diferencias de desarrollo económico entre
las regiones italianas permiten a Putnam evaluar directamente la
compleja relación entre modernización y desempeño institucional.

3. Una tercera perspectiva subraya la importancia de los factores


socioculturales para explicar el desempeño de las instituciones
democráticas. Platón ya sostenía en “La República” que los gobiernos
variaban de acuerdo con las disposiciones de su ciudadanía. En los
años 60, Almond y Verba analizaron la “cultura cívica” de varias
naciones para explicar las diferencias de desempeño y estabilidad de
sus instituciones democráticas. El estudio de Putnam abreva en
muchos aspectos en el clásico trabajo de Alexis de Tocqueville “La
democracia en América”, donde el pensador francés destaca la
conexión entre las “costumbres” de una sociedad y sus prácticas
políticas. Las asociaciones cívicas, por ejemplo, refuerzan lo que
Tocqueville llamaba “hábitos del corazón”, que son esenciales para
las instituciones democráticas estables y efectivas.

Entre los métodos y técnicas de investigación utilizados en el estudio,


Putnam recurre a distintas ondas de estudios por encuesta y entrevistas
cualitativas entre 1968 y 1989, realizadas a dirigentes políticos, dirigentes
sociales y población general, en seis regiones seleccionadas y a nivel
nacional. En 1983 se efectuó un experimento de campo para testear la
capacidad de respuesta de los gobiernos. También se analizó un vasto
conjunto de datos secundarios sobre desempeño institucional y se llevaron
a cabo estudios de caso sobre política institucional y planeamiento regional
en las seis regiones seleccionadas, además de un análisis de la legislación
producida por las 20 regiones.

Los efectos del cambio institucional


sobre la cultura política de la elite

Al evaluar el impacto de la reforma institucional, esto es, los efectos que


pueden atribuirse al cambio de las estructuras formales -que son
enfatizados especialmente por la escuela institucionalista-, Putnam observó
que, tanto en el Norte como en el Sur, las nuevas instituciones
contribuyeron a desarrollar "un nuevo modo de hacer política". "Al principio
-explica Putnam-, los nuevos legisladores habían traído con ellos una
concepción de las relaciones sociales y políticas que era esencialmente de
suma-cero, girando en torno a conflictos en esencia irreconciliables. Este
enfoque, enraizado en las disputas sociales e ideológicas del pasado
italiano, predisponía a los legisladores a la estridencia y ponía trabas a la
colaboración práctica" (p. 34).

Con el paso de los años se produjo un cambio en la cultura política de la


elite, que pasó del conflicto ideológico a la cooperación, del extremismo a la
moderación, del dogmatismo a la tolerancia, de la doctrina abstracta al
gerenciamiento práctico, lo que no excluía el conflicto y la controversia,
pero con el énfasis puesto ahora en el "buen gobierno".

Al cabo de una década, los dirigentes regionales se habían vuelto menos


teóricos y menos preocupados por defender los intereses de grupos
particulares de la región a expensas de otros. A la inversa, se hicieron más
sensibles a las cuestiones prácticas de administración, legislación y
financiamiento.

Por ejemplo, la proporción de consejeros regionales (legisladores electos)


que estuvo de acuerdo con la frase “asumir compromisos con los opositores
políticos es peligroso, porque lleva generalmente a la traición del grupo
propio”, cayó del 50% en 1970 al 29% en 1989. Quienes acordaron que “en
las cuestiones sociales y económicas contemporáneas, las consideraciones
técnicas deberían tener más peso que las políticas”, subieron en el mismo
lapso del 28% al 63%. También aumentaron los porcentajes de quienes
coincidían en que se debían “evitar las posiciones extremas” y en que “la
lealtad a los ciudadanos es más importante que la lealtad al partido”.

Como señala Putnam, el conflicto mismo no es incompatible con el “buen


gobierno” y, de hecho, la controversia no desapareció de la política regional,
pero la mayoría de los dirigentes había aprendido a disentir respetando a
sus opositores.

Este cambio en la cultura política de la elite no se debió, según Putnam, al


reemplazo electoral de los consejeros regionales, pues los nuevos
legisladores tendían, en algunos casos, a ser menos moderados que sus
antecesores. Por otro lado, la tendencia a la despolarización política en el
orden nacional parece haber hecho una modesta contribución, si bien entre
los ciudadanos comunes de todo el país la polarización política persistió
durante gran parte del periodo.

Aún así, la causa principal del cambio fue, de acuerdo con el trabajo de
Putnam, la “socialización institucional”, es decir, la conversión individual de
los dirigentes regionales, desde actitudes cercanas al dogmatismo
ideológico hacia otras más prácticas y consensuales. Estos “efectos
institucionales” fueron más notorios en los primeros años que siguieron a la
reforma, cuando los dirigentes trabaron conocimiento mutuo y comenzaron
a compartir los problemas. Los legisladores de la época fundacional que
llegaron al tercer periodo legislativo -alrededor de un tercio del grupo
original- habían estado originalmente entre los más dogmáticos y
extremistas, pero ahora se encontraban entre los más moderados y
tolerantes.

La conclusión es que, como esperaban los defensores de la reforma


regional, ésta había fomentado “un nuevo modo de hacer política”.

Otro efecto observable fue el aumento de la autonomía regional -dicho de


otro modo, la efectiva institucionalización de la política regional-, en
particular después de 1976, a pesar de que al principio las regiones habían
sido esencialmente una creación de la política nacional liderada por políticos
con arraigo local. Los consejeros regionales se fueron haciendo más
independientes de los dirigentes partidarios regionales que no pertenecían
al consejo. En forma concomitante, los políticos regionales se volvieron
menos dispuestos a alinearse con la dirigencia nacional de su partido si ello
implicaba un conflicto con las necesidades de la región.

Paulatinamente, emergió un sistema político regional. En 1970, las


elecciones regionales estaban determinadas por los partidos tradicionales y
los programas de las fuerzas políticas nacionales, mientras los candidatos
regionales cumplían un papel secundario. En los años siguientes, creció la
importancia de las candidaturas individuales y perdió peso la identificación
con los partidos y los programas nacionales.

Las relaciones entre las jurisdicciones regional y nacional tendieron a


mejorar, luego de los forcejeos iniciales sobre las competencias de cada una
y las controversias entre centralistas y partidarios de la autonomía regional.
Al mismo tiempo, comenzaron a crecer las disputas entre los gobiernos
regionales y locales, a medida que los primeros empezaron a ejercer sus
poderes de supervisión sobre los segundos.

El resultado de estos procesos fue la evolución de nuevas estrategias y


alineamientos entre funcionarios locales, regionales y nacionales. En
muchos programas, por ejemplo de agricultura, vivienda y servicios de
salud, se desarrollaron responsabilidades compartidas entre las tres
jurisdicciones, más que una clara división de funciones.

En síntesis, los cambios en la estructura institucional formal influyeron


gradualmente en la remodelación de las relaciones informales
[conductuales] de poder. En el lapso de dos décadas, las regiones se
convirtieron en un ámbito auténtico, autónomo y distintivo de la política
italiana.

A pesar de que los dirigentes sociales percibían a estas administraciones


como ineficientes, burocráticas, sin coordinación interna y escasamente
profesionales, valoraban positivamente su mejor disposición a escuchar
quejas y sugerencias en comparación con la jurisdicción nacional. Los
gobiernos regionales representaron en este sentido una mejora en relación
al “input” de la formulación de políticas, es decir, la recepción de las
demandas sociales. Era el “output” el que dejaba mucho que desear. Los
dirigentes regionales habían aprendido “una nueva forma de hacer política”,
pero aún debían descubrir una “nueva manera de administrar” con eficacia.

En el electorado general, el conocimiento público de las nuevas instituciones


se extendió lentamente durante los primeros años. Su satisfacción con el
desempeño de los gobiernos era baja. Sin embargo, la gente apoyaba la
autonomía de las regiones frente a la autoridad central. La satisfacción
creció, gradual pero firmemente, durante los años 80, pero con fuerte
disparidades entre las regiones. Hacia fines de esa década, la mayoría de
los habitantes del Norte se declaraban satisfechos con sus gobiernos,
mientras que ello no ocurría con ninguno de los gobiernos del Sur. En rigor,
los habitantes del Sur de la península se declaraban insatisfechos con todos
los niveles de gobierno. Aún así, el descontento con el desempeño de los
gobiernos de las regiones no había erosionado el apoyo a una institución
regional fuerte y autónoma.

La conclusión de este análisis de Putnam sobre el impacto de las nuevas


instituciones es que el ritmo del cambio institucional es lento: pueden pasar
décadas hasta que una nueva institución tenga efectos discernibles sobre la
cultura y las conductas. Otro antecedente que arroja los mismos resultados
es la experiencia de los gobiernos estaduales de Alemania (Länder), creados
en 1949: recién en 1960, una encuesta mostró una leve mayoría que se
oponía a su abolición.

La medición del desempeño institucional

Como se indicó antes, Putnam parte de la idea de que una institución


democrática tiene un alto desempeño si responde a las demandas de los
ciudadanos y es efectiva utilizando los recursos limitados con que cuenta
para satisfacer esas demandas.

Para evaluar el desempeño de los 20 gobiernos regionales, Putnam


construyó un Índice de Desempeño Institucional, utilizando doce indicadores
en tres grandes categorías:

a) Procesos políticos y operaciones internas: la estabilidad del


aparato de toma de decisiones, la eficacia de su proceso
presupuestario, la efectividad de sus sistemas de información, etc.
(indicadores 1, 2 y 3).
b) Contenido de las decisiones políticas: el grado y la oportunidad con
que el gobierno identifica las necesidades sociales y propone
soluciones innovadoras (indicadores 4 y 5).

c) Implementación de las políticas: capacidad del gobierno para


prestar servicios y resolver los problemas, con cuidado de no
atribuirle éxitos o fracasos que escapan a su control. Se trata de
evaluar “productos” (outputs) en lugar de “resultados” (outcomes); o,
dicho de otro modo, cuidado de la salud, en lugar de tasas de
mortalidad infantil (indicadores 6 a 12).

Los indicadores seleccionados son los siguientes:

-Procesos políticos y operaciones internas:

1. Estabilidad de los gabinetes de funcionarios.

2. Puntualidad en la presentación del presupuesto.

3. Servicios estadísticos y de información: la disponibilidad de


información sobre los ciudadanos y sus problemas permite que el gobierno
responda en forma más efectiva.

-Contenido de las decisiones políticas:

4. Legislación sobre desarrollo económico, planeamiento territorial y


ambiental, y servicios sociales.

5. Innovación legislativa. Se otorgaba el máximo puntaje al gobierno


regional que fuera el primero en crear leyes sobre una serie de cuestiones
clave -contaminación del agua, protección del consumidor, hotelería, etc.- y
el mínimo al gobierno que no adoptaba ninguna ley.

-Implementación de las políticas:

6. Guarderías infantiles, medidas por el número de niños atendidos


cada mil habitantes.

7. Consultorios familiares por cada mil habitantes, creados por cada


gobierno con fondos provistos por las autoridades centrales.

8. Instrumentos de política industrial: plan de desarrollo económico


regional, plan de uso territorial, parques industriales, agencias de
financiamiento para el desarrollo, consorcios de desarrollo industrial y
mercadotecnia, programas de capacitación laboral.

9. Utilización de los fondos para inversión en agricultura. Los


problemas políticos y las ineficiencias administrativas hicieron que algunos
gobiernos regionales no llegaran a utilizar los fondos provistos por el
gobierno central.
10. Gasto per cápita en Unidades Sanitarias con fondos
proporcionados por el gobierno central.

11. Desarrollo urbano y vivienda: eficiencia en la utilización de fondos


girados por el gobierno central para construcción y recuperación de
viviendas y para la compra de tierras destinadas al desarrollo urbano.

12. Capacidad de respuesta de la burocracia gubernamental. En


enero de 1983 se realizó un experimento, requiriendo a los gobiernos, por
carta, información sobre distintos problemas. Las respuestas fueron
evaluadas por su rapidez, claridad y exhaustividad. Si no se recibía una
respuesta a tiempo, se realizaban llamadas telefónicas y, si era necesario,
visitas personales.

El índice así construido arrojó una alta consistencia entre los distintos
indicadores. Las regiones con estabilidad de gabinetes, que aprobaban el
presupuesto oportunamente, gastaban los fondos según lo planificado e
innovaban en materia de legislación, eran también las que proveían
guarderías y consultorios familiares, desarrollaban una buena planificación
urbana, daban préstamos a los agricultores y respondían las cartas con
prontitud.

La aplicación del índice arrojó que el desempeño de los gobiernos de las


regiones del Norte era muy superior al que se observaba en el Sur. Las
diferencias se registraban en la mayoría de los indicadores y perduraban en
el tiempo.

En seis encuestas sucesivas realizadas entre 1977 y 1988, se preguntó a


una muestra del electorado nacional su grado de satisfacción con los
gobiernos regionales. Los resultados objetivos del índice mostraban una
fuerte correlación con la percepción subjetiva del desempeño de los
gobiernos entre los mismos ciudadanos.

El desempeño institucional, medido a través de estos doce indicadores,


resultó el único predictor consistente de la satisfacción o insatisfacción de
los ciudadanos, lo que no ocurría con la identificación partidaria del
encuestado ni con categorías socio-demográficas.

Una encuesta nacional realizada en 1982 entre dirigentes sociales,


económicos y sindicales, además de periodistas, mostró una correlación
similar entre la evaluación de los gobiernos de las regiones y el Índice de
Desempeño Institucional.

Las causas de las diferencias


de desempeño institucional
¿Cómo explicar las marcadas diferencias de desempeño que se observaban
entre los gobiernos del Norte y el Sur? ¿Y cómo explicar las que también se
registraban en el interior de cada una de estas dos grandes áreas de la
península?
Putnam se concentra en dos hipótesis principales, según las cuales la causa
de los distintos desempeños podía residir en:

1) El desigual desarrollo socioeconómico de cada zona, producto de


los distintos grados en que había avanzado el proceso de
industrialización.

2) La “comunidad cívica”, es decir, los modelos de participación cívica


y solidaridad social de cada zona.

Los recursos financieros disponibles para cada gobierno no son parte de la


explicación, pues los fondos eran proporcionados por el gobierno central, en
muchos casos con un criterio redistributivo que beneficiaba a las regiones
más pobres. De hecho, la mayoría de estas regiones recibieron más fondos
de los que fueron capaces de gastar.

A su vez, la dotación de infraestructura socioeconómica y tecnológica de


cada zona no daba cuenta de las marcadas diferencias de desempeño entre
los gobiernos de las regiones desarrolladas, por un lado, y entre los
pertenecientes a las regiones más pobres, por otro. Por ejemplo,
Lombardía, Piamonte y Liguria, eran las tres más prósperas que Emilia-
Romaña y Umbría, pero estas dos últimas tenían gobiernos mucho más
exitosos. La riqueza y el desarrollo económico no parecían ser, en
consecuencia, toda la historia.

Al abordar la segunda hipótesis, según la cual las diferencias de desempeño


podían correlacionar con las distintas “comunidades cívicas” donde se
establecían los gobiernos, Putnam recuerda que ya en la Florencia del siglo
XVI, Maquiavelo y sus contemporáneos concluyeron que el éxito de las
instituciones libres dependía de la "virtud cívica" de los ciudadanos. Esta
escuela "republicana" fue luego eclipsada por Hobbes, Locke y otros.
Mientras los republicanos ponían énfasis en la comunidad y las obligaciones
de los ciudadanos, los liberales enfatizaban el individualismo y los derechos
individuales. La constitución norteamericana, con sus controles y balances,
intentaba asegurar la democracia contra los ciudadanos "no virtuosos". Pero
en años más recientes la filosofía política reabrió el debate entre el
individualismo liberal clásico y la tradición comunitaria.

El objetivo de Putnam es encontrar evidencia empírica para iluminar un


debate que hasta ese momento se desarrollaba en un terreno filosófico. Se
propone, pues, explorar empíricamente si el éxito de un gobierno
democrático depende del grado en que su entorno se aproxima al ideal de
una “comunidad cívica”.

Las características de la comunidad cívica


Al plantearse qué significa una “comunidad cívica” en términos prácticos,
Putnam destaca cuatro características, que son algunos de los temas
centrales del debate filosófico. Describe estas características, en primer
lugar, en términos de una “comunidad cívica ideal”:
-El compromiso cívico, que está signado, ante todo, por la
participación activa de la gente en los asuntos públicos. No toda actividad
política es “virtuosa” o contribuye al bien común. La “virtud cívica” implica
el reconocimiento y la búsqueda del bien público a expensas de los fines
puramente individuales y privados. La dicotomía entre “altruismo” e “interés
propio” puede ser superada: la "virtud cívica" no exige necesariamente
"altruismo", sino lo que Tocqueville llamaba "interés propio bien entendido",
es decir, el definido en el contexto de las necesidades públicas más amplias;
el que es “iluminado”, no “miope”. La ausencia de "virtud cívica" está
ejemplificada en el fenómeno que halló Edward Banfield en una
investigación realizada en los años 50 en la pequeña aldea de Montegrano,
en el Sur de Italia. La conducta de los aldeanos se basaba en un principio
que Banfield denominó “familismo amoral": maximizar la ventaja material y
de corto plazo de la propia familia y suponer que todos los demás harían lo
mismo. Para Banfield, la extrema pobreza y el atraso de Montegrano se
explicaban por la incapacidad de sus pobladores para actuar juntos en pos
de un objetivo común, que fuera más allá del "interés" de la propia familia.
Según Putnam, los ciudadanos de una “comunidad cívica” están más
orientados a los beneficios compartidos; no son santos, pero enfocan el
dominio público como algo más que un campo de batalla en la persecución
de intereses individuales.

-La igualdad política, que entraña los mismos derechos y obligaciones


para todos. Una “comunidad cívica” se caracteriza por relaciones
horizontales de reciprocidad y cooperación, no por relaciones verticales de
autoridad y dependencia como las que se establecen entre "patrones" y
"clientes". Una “comunidad cívica” no renuncia a las ventajas de la división
del trabajo ni del liderazgo político, pero los dirigentes deben ser, y
concebirse a sí mismos, como responsables ante los ciudadanos. Una
comunidad es tanto más cívica cuanto más se aproxima su política al ideal
de la igualdad política entre ciudadanos que siguen normas de reciprocidad
y compromiso en el auto gobierno.

-Solidaridad, confianza y tolerancia. En una “comunidad cívica”, los


ciudadanos no son sólo iguales, activos y con espíritu público; también son
amables y respetuosos y muestran confianza entre sí, aún cuando disientan
en cuestiones sustanciales. Esto no implica la desaparición del conflicto,
pues los ciudadanos mantienen puntos de vista firmes sobre los asuntos
públicos, pero son tolerantes hacia los opositores. En la teoría de
Tocqueville, la confianza interpersonal es quizás la orientación moral que
más necesita difundirse para la mantener el gobierno democrático. La
confianza permite superar lo que los economistas llaman “oportunismo”, por
el cual los intereses compartidos no pueden concretarse porque cada
individuo, actuando en total soledad, tiene incentivos para desertar de la
acción colectiva.

-Asociaciones civiles, o estructuras sociales de cooperación. Las


normas y valores de la “comunidad cívica” se hallan encarnadas y
reforzadas por estructuras sociales y prácticas distintivas. En este punto, el
teórico social más relevante sigue siendo Alexis de Tocqueville. 3 Las
asociaciones civiles, formales o informales, contribuyen a la efectividad y
estabilidad del gobierno democrático, tanto por sus efectos "internos" sobre
los miembros individuales como por los "externos" sobre la sociedad. Desde
el punto de vista interno, funcionan como “escuelas de democracia”, pues
desarrollan en sus miembros hábitos de cooperación, solidaridad y espíritu
público. De las encuestas de Almond y Verba surgía que los miembros de
las asociaciones mostraban mayor sofisticación política, confianza social,
participación política y competencia cívica. La participación en
organizaciones cívicas inculca habilidades de cooperación -incluyendo las
habilidades prácticas que los ciudadanos necesitan para participar de la vida
pública, desde organizar reuniones y hablar en público hasta redactar
documentos- y un sentido de responsabilidad por los proyectos colectivos.
Más aún, cuando los individuos pertenecen a asociaciones que entrecruzan
a grupos con distintos objetivos e intereses, sus actitudes tienden a
moderarse como producto de las interacciones de grupo y las presiones
cruzadas. Para que estos efectos tengan lugar, no se requiere que el
propósito de la asociación en cuestión sea político en sentido restringido.
Desde el punto de vista externo, las asociaciones permiten a los ciudadanos
agregar, articular y explicitar sus intereses y objetivos con precisión,
además de protegerse de posibles abusos del poder. Señala Tocqueville:
“Cuando una opinión es representada por una asociación, debe tomar una
forma más clara y precisa. Reúne a quienes la apoyan”. De acuerdo con
esta tesis, una densa red de asociaciones secundarias encarna y contribuye
a la efectiva colaboración social. En contraposición al miedo a las facciones
que han expresado pensadores como Rousseau, en una “comunidad cívica”
las asociaciones entre iguales contribuyen a la efectividad del gobierno
democrático. Más recientemente, numerosos estudios de casos de
estrategias de desarrollo rural en países en vías de desarrollo, muestran
que las organizaciones locales implantadas desde fuera tienen una alta tasa
de fracaso; las organizaciones más exitosas son las iniciativas locales
participativas en comunidades locales relativamente cohesivas. Estas
conclusiones son consistentes con las de Banfield, que observó en
Montegrano la ausencia de una “acción concertada y deliberada” para
mejorar las condiciones de la comunidad.

El desempeño del gobierno y la


comunidad cívica en la práctica
Descriptas de esta forma las características de la comunidad cívica ideal,
Putnam se plantea cómo evaluar el grado en que la vida política y social de

3
Afirma Tocqueville: “En los pueblos democráticos, la ciencia de la asociación es la fundamental; el
progreso de todas las demás depende del suyo”. En Alexis de Tocqueville: La democracia en América,
Madrid, SARPE, 1984 (Orig.: 1835), Tomo II, pág. 97. Y también: “No hay país donde las asociaciones
sean más necesarias para impedir el despotismo de los partidos o la arbitrariedad del príncipe, que
aquel cuyo estado social es democrático. En las naciones aristocráticas, los cuerpos sociales secundarios
forman asociaciones naturales que frenan los abusos del poder. En los países donde no existen tales
asociaciones, si los particulares no pueden crear artificial y momentáneamente algo semejante no veo
ningún otro dique que oponer a la tiranía, y un gran pueblo puede ser oprimido impunemente por un
puñado de facciones o por un hombre”. Tomo I, pág. 196.
cada una de las regiones italianas se aproxima a esa representación y qué
relaciones se observan con la calidad de la acción de gobierno.

Su siguiente paso es construir un Índice de Comunidad Cívica, compuesto


en este caso de cuatro indicadores. Dos de los indicadores (1 y 2)
corresponden directamente a la concepción de Tocqueville; los otros dos (3
y 4) apuntan a comportamientos políticos más inmediatos. Los indicadores
son:

1. El número de asociaciones por habitante, indicador clave de


“sociabilidad cívica”. Un censo de todas las asociaciones de Italia permitió
determinar el número de las existentes en el ámbito deportivo (la gran
mayoría), de recreación, científico, cultural, técnico, económico de salud, de
servicio social, etc. Había regiones con una densa red de asociaciones y
otras que se ajustaban a la descripción que había hecho Banfield de
Montegrano. La densidad de los clubes deportivos, por ejemplo, variaba de
uno cada 377 habitantes en Valle d’Aosta a uno cada 1.847 en Puglia.

2. La lectura de periódicos. Tocqueville había enfatizado la relación


que existía entre la vitalidad cívica, las asociaciones y los periódicos.
Afirmaba: “Cuando los hombres dejan de coligarse entre sí de manera
obligada y permanente, quienes deben ayudarse en un fin común se niegan
a poner manos a la obra si no se les persuade de que su interés particular
les obliga a unir voluntariamente sus esfuerzos a los esfuerzos de los otros.
Esto sólo puede hacerse habitual y cómodamente por medio de un
periódico; sólo un periódico infunde en espíritus el mismo pensamiento (…)
Difícilmente una asociación democrática pueda llevarse adelante sin un
periódico”. Aunque en la sociedad moderna existen otros medios, los
lectores de periódicos están generalmente mejor informados que los no
lectores y, de este modo, mejor preparados para participar en la
deliberación cívica. En forma similar, la lectura de periódicos es una señal
del interés del ciudadano en los asuntos de la comunidad. La medida
utilizada para este indicador fue la proporción de hogares en los cuales al
menos un miembro leía diariamente un periódico. Esta medida variaba
entre el 80% en Liguria al 35% en Molise.

3. El voto en referéndums nacionales, que, a diferencia del voto en


las elecciones generales, no estaba distorsionado por el fenómeno del
clientelismo, este último especialmente intenso en las regiones del Sur. La
participación en referéndums -por ejemplo, sobre la legalización del divorcio
en 1974, o sobre energía atómica en 1987- expresaba mejor la
preocupación real del votante por cuestiones públicas y, por lo tanto, ofrecía
una medida “limpia” de compromiso cívico. Las diferencias regionales de
voto en referéndums eran fuertes y estables. La participación promedio
entre 1974 y 1987 variaba entre 89% en Emilia-Romaña y 60% en
Calabria.

4. El voto de preferencia por un candidato particular, dentro de la


lista única partidaria votada en las elecciones generales. Esta era una
opción teóricamente "voluntaria", pero que en los hechos reflejaba prácticas
clientelísticas. Se utilizó, por lo tanto, como un indicador negativo que
expresaba ausencia de comunidad cívica. Las diferencias regionales en el
voto de preferencia variaban entre 50% en Campania y Calabria y 17% en
Emilia-Romaña y Lombardía.

Los cuatro indicadores del índice mostraban una alta correlación entre sí. En
otras palabras, las regiones con una elevada participación en referéndums y
una baja utilización del voto de preferencia, eran también las que poseían
una densa red de asociaciones cívicas y un alto nivel de lectura de
periódicos.

En las regiones más cívicas, como Emilia-Romaña, los ciudadanos se


involucraban activamente en toda clase de asociaciones locales -literarias,
bandas, clubes de caza, cooperativas, etc. Seguían los asuntos de la ciudad
en la prensa local y se comprometían en política por convicción
programática. Por contraste, en las regiones menos cívicas, como Calabria,
los votantes iban a las urnas no por los temas en cuestión, sino por redes
clientelares jerárquicas. Una ausencia de asociaciones cívicas y la pobreza
de medios locales de estas regiones, indicaban que los ciudadanos
raramente se sentían atraídos por los asuntos comunitarios.

Al aplicar el Índice de Comunidad Cívica a las 20 regiones estudiadas,


Putnam halló que arrojaba una muy elevada correlación (r=0.92) con el
Índice de Desempeño Institucional. Dicho de otro modo, había una marcada
concordancia entre el desempeño del gobierno de una región y el grado en
el cual la vida política y social de esa región se aproximaba al ideal de una
comunidad cívica. El Índice explicaba además las más sutiles diferencias de
desempeño en el interior de los grupos de desempeño alto y bajo. Tenía,
pues, un poder predictivo mayor que el desarrollo socioeconómico, a tal
punto que, controlando por el Índice de Comunidad Cívica, las relaciones
entre desarrollo económico y desempeño institucional desaparecían.

La vida política y social en la comunidad cívica


Putnam se detiene a describir las diferencias entre las regiones más y
menos cívicas. Los resultados de una encuesta realizada entre dirigentes
regionales en 1982, donde se preguntaba si la vida política en su región
podía describirse como relativamente “programática” o “clientelística”,
coincidían con los arrojados por el Índice de Comunidad Cívica. Las regiones
donde los ciudadanos utilizaban el voto de preferencia, pero no votaban en
referéndums, no pertenecían a asociaciones cívicas y no leían periódicos,
eran las mismas cuya vida política era calificada como “clientelística” por los
dirigentes regionales.

Los ciudadanos en las regiones menos cívicas informaban de contactos


personales con sus representantes políticos mucho más frecuentes que sus
pares del Norte, pero esos contactos se referían principalmente a cuestiones
personales, no a temas de interés público. En una encuesta de 1988, por
ejemplo, el 20% de los votantes en las regiones menos cívicas informaron
que habían buscado ocasionalmente ayuda personal en políticos para la
obtención de trabajo, licencias y asuntos similares, frente a un 5% en las
regiones más cívicas. La evidencia de las encuestas a los consejeros es
equivalente. En Emilia-Romaña, la más cívica de las regiones, los
consejeros informaron haber visto menos de 20 ciudadanos en promedio
por semana, frente a 55-60 contactos semanales en las regiones menos
cívicas. Los contactos en Emilia-Romaña estaban referidos
fundamentalmente a cuestiones de política y legislación. En síntesis, los
ciudadanos en las regiones cívicas tienen menos contactos personales con
sus representantes y, cuando los tienen, son más para hablar de política
que sobre favores clientelares.

Otra diferencia reside en las características de las elites de cada tipo de


región. En las regiones menos cívicas, la vida política está signada por
relaciones verticales de autoridad y dependencia, encarnadas en redes
clientelares. La política es allí más elitista. Las relaciones de autoridad en la
esfera política reflejan estrechamente las relaciones en el escenario social
más amplio. Los dirigentes políticos en estas regiones surgen de una franja
más estrecha de la jerarquía social. Así, en el Sur, los niveles educativos de
las elites políticas son más altos que los de las elites del Norte. Esto se debe
a que los dirigentes políticos de las regiones menos cívicas salen casi
enteramente de la fracción más privilegiada de la población, mientras que
en las regiones más cívicas una proporción significativa tiene un origen más
modesto. Los dirigentes de las regiones cívicas muestran mayor apoyo a la
igualdad política que sus contrapartes de las regiones menos cívicas. En
1970, los consejeros de Emilia-Romaña y Lombardía, por ejemplo,
mostraban más entusiasmo con las ideas de participación popular en los
asuntos regionales; en las regiones menos cívicas, los consejeros eran más
escépticos.

Con los años, la atención se fue centrando en todas las regiones en la


eficiencia y la efectividad administrativa, pero las diferencias de simpatía
por las ideas de igualdad política han persistido entre los dirigentes de los
dos tipos de regiones. Putnam construyó un Índice de Apoyo a la Igualdad
Política, cuyos resultados, en las seis regiones donde se aplicó, fueron
paralelos al del Índice de Comunidad Cívica. Se preguntaba a los dirigentes
su acuerdo o desacuerdo con los siguientes puntos: 1) la gente debería
poder votar aunque no pudieran hacerlo en forma inteligente; 2) pocas
personas saben realmente cuál es su interés en el largo plazo; 3) ciertas
personas están mejor cualificadas para dirigir el país debido a sus
tradiciones y origen familiar; 4) siempre será necesario que haya unos
pocos individuos capaces y fuertes que sepan cómo hacerse cargo de las
cosas.

Las diferencias regionales en los patrones de autoridad reflejaban asimismo


las actitudes de la población hacia la misma estructura del gobierno italiano.
Por ejemplo, las regiones menos cívicas en 1970 habían mostrado más
apoyo por la monarquía en un referéndum realizado en 1946.

En síntesis, el civismo se relaciona con la igualdad tanto como con el


compromiso. Es inconducente preguntarse qué viene antes, si el apoyo de
los dirigentes a la igualdad o la actitud de compromiso de los ciudadanos.
No es posible decir en qué medida los dirigentes están respondiendo a la
competencia y el entusiasmo (o falta de entusiasmo cívico) de los
ciudadanos, o si el compromiso cívico de los ciudadanos ha sido influenciado
por la disposición (o no) de las elites a tolerar igualdad y fomentar la
participación. Las actitudes de la población y de la elite son dos caras de
una misma moneda y se enlazan en un equilibrio que se refuerza a sí
mismo.

La efectividad del gobierno regional se halla estrechamente vinculada al


grado en el cual la autoridad y el intercambio social de la región están
organizados en forma horizontal o jerárquica. La igualdad es un rasgo
esencial de la comunidad cívica.

Por otro lado, en las regiones cívicas la política no está menos sujeta a la
controversia y el conflicto, pero los dirigentes están más dispuestos a
resolver sus conflictos. Sólo un 19% de los consejeros de las regiones más
cívicas acordaron con la frase “asumir compromisos con los opositores
políticos es peligroso”, frente al doble de las regiones menos cívicas.

La comunidad cívica fue definida operacionalmente, en parte, por la


densidad de asociaciones culturales y recreativas. Los sindicatos, la Iglesia
y los partidos políticos quedaron excluidos de esa definición, pero el
contexto cívico resultó tener una fuerte influencia en la participación en
estos tres grandes tipos de asociaciones. La afiliación gremial, que en Italia
tenía carácter voluntario, era mucho más común en las regiones más
cívicas, controlando por la ocupación de la persona (trabajadores
industriales, agricultores, etc.). La participación en la Iglesia Católica resultó
en Italia una alternativa a la comunidad cívica, y no parte de ella. Las
manifestaciones de religiosidad -como la asistencia a misa, rechazo al
divorcio, expresiones de religiosidad en las encuestas, etc.- estaban
negativamente correlacionadas con el compromiso cívico, tanto a nivel
regional como individual. De los italianos que asistían a misa una vez a la
semana, el 52% raramente leían el diario y el 51% nunca discutían de
política.

En cuanto a los partidos políticos, fueron capaces de adaptarse a los


distintos contextos, fueran cívicos o no. Como resultado, los ciudadanos de
las regiones menos cívicas están tan involucrados e interesados en la
política partidaria como los de las regiones más cívicas. La pertenencia e
identificación con partidos, la discusión política entre los ciudadanos, es tan
común en un tipo de región como en otro. Lo que cambiaba es el significado
de la afiliación partidaria. En el Sur, las “conexiones” eran importantes para
sobrevivir, y las que mejor funcionaban eran las verticales de dependencia,
más que las horizontales de colaboración y solidaridad. A pesar de la baja
densidad de asociaciones en las regiones menos cívicas, en ellas todos los
partidos tienen una gran extensión organizacional, pues se han convertido
en vehículos de política clientelística. No es, pues, el grado de participación
política lo que distingue a las regiones más cívicas de las que no lo son, sino
su carácter.

Al describir las actitudes cívicas de la población, Putnam observa que los


ciudadanos de las regiones menos cívicas se sienten explotados, alienados e
impotentes. Se preguntó a los entrevistados el acuerdo o desacuerdo con
los siguientes puntos: a) la mayoría de las personas en posiciones de poder
trata de explotarlo; b) usted se siente excluido de lo que pasa a su
alrededor; c) lo que usted piensa no importa mucho; d) las personas que
manejan el país no están realmente interesadas en lo que le pasa a usted.
Tanto el bajo nivel de educación como un entorno no cívico acentuaban los
sentimientos de impotencia, pero los ciudadanos educados en las regiones
menos cívicas se sentían casi tan explotados como los menos educados de
las regiones más cívicas.

En contraste con la comunidad cívica más igualitaria y cooperativa, la vida


en una comunidad fracturada horizontalmente y estructurada en forma
vertical produce una justificación diaria para los sentimientos de
explotación, dependencia y frustración, especialmente en los estratos
sociales más bajos, pero también en alguna medida en los estratos
superiores.

Se ha dicho que los ciudadanos en la comunidad cívica juegan limpio entre


sí y esperan que les jueguen limpio en devolución. Esperan que el gobierno
se maneje con altos estándares, y ellos, por su parte, cumplen con la ley
que se han impuesto a sí mismos. En una comunidad de este tipo, los
ciudadanos no “viajan gratis” ni pueden hacerlo, porque comprenden que su
libertad es una consecuencia de su propia actividad en las decisiones
comunes. En las comunidades menos cívicas, por contraste, la vida es más
riesgosa, los ciudadanos son más cautelosos, y las leyes, dictadas por “los
de arriba”, están “hechas para romperse”.

La evidencia de las regiones italianas parece coherente con esta visión. Las
regiones menos cívicas estaban más sujetas a la plaga de la corrupción
política. Eran el hogar de la Mafia y sus variantes regionales. Los
ciudadanos de las regiones cívicas mostraban más confianza social y en la
adhesión a la ley por parte de los demás ciudadanos. En las regiones menos
cívicas, los ciudadanos no sólo manifestaban menos confianza, sino que
insistían mucho más en que las autoridades deberían imponer la ley y el
orden en la comunidad.

Estas diferencias se hallan en el corazón de la distinción entre las


comunidades cívicas y no cívicas. La vida colectiva en las regiones cívicas se
ve facilitada por la expectativa de que los demás probablemente seguirán
las reglas. En las regiones menos cívicas, casi todo el mundo cree que los
demás violarán las reglas. Parece una tontería cumplir las reglas del tránsito
o las leyes impositivas, si creemos que nadie lo hará. La falta de confianza
en las regiones menos cívicas hace que las personas se apoyen en lo que
llaman “las fuerzas del orden”, esto es, la policía. Los ciudadanos de las
regiones menos cívicas no tienen otra forma de resolver el dilema
Hobbesiano fundamental del orden público, pues carecen de los lazos
horizontales de reciprocidad colectiva que funcionan con mayor eficiencia en
las regiones cívicas. En ausencia de solidaridad y auto-disciplina, la
jerarquía y la fuerza son la única alternativa a la anarquía.

Sin embargo, en las regiones menos cívicas, también el gobierno de “mano


dura” se ve debilitado por el contexto social no cívico. Hay, pues, un círculo
vicioso: el mismo carácter de la comunidad que lleva a los ciudadanos a
pedir un gobierno más fuerte, reduce la probabilidad de tener un gobierno
fuerte, al menos si éste sigue siendo democrático. En las regiones más
cívicas, al contrario, aún un gobierno de baja injerencia es fuerte sin
esfuerzo, porque puede contar con la colaboración y la disposición a cumplir
de la ciudadanía. Por último, la satisfacción con la propia vida es mucho
mayor en las regiones cívicas.

El contraste entre las regiones más y menos cívicas que emerge de la


descripción precedente es consistente con las especulaciones de la filosofía
política, excepto en un punto: la mayoría de los pensadores han asociado la
comunidad cívica con las pequeñas sociedades premodernas, improbables
en el mundo moderno. La comunidad cívica sería así un mundo perdido, una
sociedad a pequeña escala, tradicional, de relaciones cara a cara, que
descansaba en un sentimiento universal de solidaridad. La sociedad
moderna es impersonal, racionalista y descansa en el interés propio; las
actuales aglomeraciones, tecnológicamente avanzadas, pero
deshumanizadas, introducirían la pasividad cívica y el individualismo.

El estudio de Putnam sugiere otra cosa. Las áreas menos cívicas de Italia
eran precisamente las aldeas sureñas tradicionales. El ethos cívico de la
comunidad tradicional no debe ser idealizado. Emilia-Romaña, la región más
cívica, se hallaba entre las más modernas y tecnológicamente avanzadas
del mundo. Es, al mismo tiempo, el ámbito de una concentración inusual de
redes entrecruzadas de solidaridad social y de una población animada por
un inusual espíritu público. La mayoría de las regiones cívicas de Italia -
donde los ciudadanos se sienten con el poder de involucrarse en la
deliberación colectiva sobre las decisiones públicas, y donde esas decisiones
se traducen más plenamente en políticas públicas efectivas- incluyen
algunas de las ciudades más modernas de la península. La modernización
no es necesariamente un síntoma de desaparición de la comunidad cívica.

* * *

En síntesis, en las regiones más cívicas los ciudadanos participaban en


numerosas asociaciones, leían más periódicos, confiaban más entre sí y
respetaban la ley. Los dirigentes políticos eran relativamente honestos,
creían en ideas de igualdad política (como "participación" en asuntos
públicos) y, si bien no faltaba el conflicto o la controversia, estaban
dispuestos a resolver sus diferencias.

A la inversa, en las regiones menos cívicas la vida pública estaba


organizada de modo jerárquico, los asuntos públicos eran cosa de "los
políticos", la participación estaba impulsada por la dependencia o el interés
particular y la corrupción era la norma. Los dirigentes políticos se
mostraban escépticos con la idea de "participación" de la gente. Tenían más
contactos con los pobladores que en las regiones más cívicas, pero giraban
fundamentalmente en torno a cuestiones personales. Los habitantes "se
sienten impotentes, explotados e infelices.

Los ciudadanos de las regiones con mayor cultura cívica "esperan un mejor
gobierno y (en parte gracias a su propio esfuerzo) lo obtienen. Demandan
más servicios públicos efectivos y están preparados para actuar
colectivamente para lograr sus objetivos compartidos. Sus contrapartes en
las regiones menos cívicas asumen más comúnmente el rol de suplicantes
alienados y cínicos".
Las raíces de la comunidad cívica
Las profundas diferencias en las características del tejido social del Norte y
el Sur de Italia, que tanta influencia ejercen aún hoy en su desarrollo
político y económico, tienen sus orígenes, según Putnam, muy lejos en la
historia. Los distintos modelos sociales pueden ser trazados durante un
milenio, desde la Italia medieval hasta el presente.

Desde la caída de Roma y hasta mediados del siglo XIX, Italia fue un
conglomerado de pequeñas ciudades-estado y dominios semi coloniales de
imperios extranjeros. Cuando los Estados europeos se modernizaban, la
fragmentación condenaba a Italia al atraso económico y la marginalidad
política.

Pero esto no había sido siempre así. En el medioevo, Italia había creado
estructuras políticas más avanzadas que las de cualquier otro lugar de la
cristiandad. Se trataba de dos regímenes políticos completamente distintos,
ambos innovadores y destinados a tener consecuencias sociales,
económicas y políticas a muy largo plazo. Los dos aparecieron alrededor del
año 1100 en distintas partes de la península.

Durante el siglo XI, el sistema imperial de gobierno, bizantino en el Sur y


alemán en el Norte, vivió un periodo de tensiones y debilidad, que finalizó
en un virtual colapso. En el Sur, el derrumbe del gobierno central fue
relativamente breve. Un poderoso reino de los Normandos, centrado en
Sicilia, fue creado por mercenarios del norte de Europa, sobre las ruinas del
imperio bizantino y las fundaciones árabes. En el Norte de Italia, en cambio,
los intentos de revivir el orden imperial terminaron en fracaso. Se impuso
allí el particularismo local. En esta región, que se extendía desde Roma
hasta los Alpes, las características de la sociedad medieval italiana tuvieron
libertad para desarrollarse más plenamente. Las comunas se convirtieron en
verdaderas ciudades-estado.

El Reino de los Normandos era singularmente avanzado, tanto


administrativa como económicamente. Retuvo las instituciones de sus
predecesores bizantinos y musulmanes. A comienzos del siglo XIII, Federico
II promulgó las "Constitutiones imperiales", leyes que incluían la primera
codificación europea de derecho administrativo y adelantaban muchos de
los principios del Estado autocrático y centralizado que más adelante se
extendería por todo el continente. Federico fundó en Nápoles la primera
universidad estatal de Europa, donde se capacitaban los aspirantes al
servicio civil. En su cenit, la Sicilia Normanda contaba con la burocracia más
desarrollada de cualquier imperio occidental. Hacia fines del siglo XII, con
su control de las rutas marítimas del Mediterráneo, Sicilia era el Estado más
rico, avanzado y organizado de Europa.

A pesar de esto, el Sur de Italia era, y permanecería, estrictamente


autocrático, un modelo de autoridad que fue reforzado por las reformas de
Federico. Sus Constitutiones reafirmaban los plenos derechos feudales de
los barones y declaraban “sacrílego” cuestionar las decisiones del
gobernante. Cuando lanzó una campaña militar contra las comunas del
Norte, fue, según dijo, para darles una lección a los que “preferían el lujo de
ciertas libertades imprecisas en lugar de la paz estable”. Los historiadores
debaten si este reino debe ser calificado como “feudal”, “burocrático” o
“absolutista”, pero en rigor tenía elementos de los tres. Cualquier destello
de autonomía comunal era extinguido en cuanto surgía. La vida cívica de los
artesanos y comerciantes se hallaba regulada desde el centro y desde
arriba, no desde dentro, como en el Norte.

Sicilia nunca conoció nada parecido a las comunas independientes del


Norte. Aunque esto podría reflejar la ausencia de iniciativa cívica, también
deriva del hecho de que la monarquía normanda era demasiado autoritaria
y poderosa para necesitar de las ciudades frente a los barones. Federico ató
las comunas al Estado. La historia de Sicilia le había enseñado que la
prosperidad provenía de una monarquía fuerte; estaba en lo cierto, pues
sólo los eventos posteriores mostrarían que el desarrollo económico se
frenaría en Sicilia, al tiempo que las comunas libres de toda Italia se hacían
ricas con el comercio marítimo.

Con los siglos, la aguda jerarquía social sería crecientemente dominada por
una aristocracia terrateniente dotada de poderes feudales, mientras masas
de campesinos se debatían en el límite de la supervivencia. Entre estos dos
extremos, había sólo una pequeña clase de administradores y profesionales.
Esta estructura jerárquica permanecería casi sin cambios en los siguientes
siete siglos, a pesar de que el Sur sería objeto en ese periodo de una
intensa competencia entre potencias externas, especialmente España y
Francia.

Mientras tanto, en las ciudades del Norte y el Centro de Italia, emergía una
forma de auto gobierno que no tenía precedentes. Entre los siglos XII y XVI,
este “republicanismo comunal” fue un rasgo que distinguió a Italia de otras
regiones de Europa. Como el régimen autocrático de Federico, este nuevo
régimen republicano fue una respuesta a la violencia y la anarquía
endémicas de la Europa medieval. La solución inventada en el Norte, sin
embargo, fue muy diferente, pues se basaba menos en la jerarquía vertical
y más en la colaboración horizontal.

Las comunas surgieron originalmente de asociaciones voluntarias, que se


formaron cuando grupos de vecinos prestaban juramentos personales para
brindarse asistencia mutua, defensa común y cooperación económica. Las
primeras comunas, aunque no eran asociaciones privadas, estaban
centradas en la protección de sus miembros y sus intereses comunes y no
tenían una conexión orgánica con las instituciones públicas del antiguo
régimen. Hacia el siglo XII, se habían establecido comunas en Florencia,
Venecia, Boloña, Génova, Milán y en casi todas las poblaciones más
importantes del Norte y el Centro de Italia, cuyas primeras raíces habían
sido ese tipo de contratos sociales.

Las comunas emergentes no eran democráticas en el sentido moderno,


pues sólo una minoría de la población era miembro pleno. Incluso, un rasgo
distintivo de estas repúblicas fue la absorción de la nobleza rural en el
patriciado urbano, para formar una nueva clase de elite social. Sin
embargo, la amplitud de la participación popular en los asuntos de gobierno
era extraordinaria para cualquier estándar. En Siena, por ejemplo, un
pueblo con 5.000 varones adultos, tenía 860 puestos públicos de tiempo
parcial. En los pueblos más grandes, el consejo de la ciudad podía tener
varios miles de miembros. Los gobernantes de las repúblicas comunales
reconocían límites legítimos a su poder.

A medida que progresaba la vida comunal, se formaron gremios de


artesanos y comerciantes para proveer ayuda mutua, con propósitos
sociales además de ocupacionales. El estatuto gremial más antiguo que se
conoce es de Verona, que data de 1303, pero era evidentemente la copia de
otro anterior. Entre las obligaciones de los miembros se mencionan
“asistencia fraternal en caso de necesidad de cualquier tipo”, “hospitalidad
con los extraños, cuando pasen por la ciudad”, etc. La violación de los
estatutos llevaba al ostracismo social.

Estos grupos empezaron pronto a presionar por reformas políticas más


amplias. Durante la primera mitad del siglo XIII, los gremios se convirtieron
en la columna vertebral de movimientos políticos radicales que buscaban
una distribución del poder en las comunas sobre bases más amplias. De
este modo, en el mismo momento en que Federico II fortalecía en el Sur la
autoridad feudal, en el Norte el poder político había comenzado a difundirse
más allá de la elite tradicional. Ya en 1220, el consejo de Módena tenía
muchos artesanos, tenderos, pescadores, costureros, herreros y similares.
La extensión de la participación popular en las decisiones públicas no tenía
paralelos en el mundo medieval.

Más allá de los gremios, eran también dominantes en los asuntos locales
otras organizaciones locales, como las “vicinanze” -asociaciones de vecinos-
, las “populus” -organizaciones parroquiales que administraban los bienes
de la iglesia local y elegían a sus curas-, confraternidades -sociedades
religiosas de asistencia mutua-, partidos político-religiosos unidos por
juramentos solemnes, y las “consorterie” -o “sociedades de la torre”-,
constituidas para proveer seguridad mutua.

Los juramentos de asistencia mutua propios de todas estas asociaciones son


similares a los del gremio de Verona citado previamente. En 1196,
miembros de una sociedad de la torre de magnates de Boloña juraban
“ayudarse entre sí sin fraude y con buena fe”, “que ninguno de nosotros
actuará contra los otros directamente o a través de un tercero”, etc. Las
comunas desarrollaban, pues, una rica vida asociativa y costumbres
análogas a las que hemos visto al describir la “comunidad cívica”.

La administración pública en las comunas era profesional. Expertos en


gobierno municipal desarrollaron sistemas avanzados de finanzas públicas,
tierras, derecho comercial, contabilidad, planeamiento urbano, higiene
pública, desarrollo económico, educación pública, vigilancia, etc., a menudo
compartiendo ideas con ciudades vecinas. Boloña, con su renombrada
escuela de derecho, jugó el rol de “capital de la Italia comunal”.

Así pues, en un momento en que, en la mayor parte de Europa, la familia y


la fuerza eran las únicas soluciones a los dilemas de acción colectiva, los
habitantes de las ciudades-estado italianas habían diseñado una nueva
forma de organizar la vida colectiva.
La autoridad eclesiástica era mínima, pues la jerarquía de la iglesia fue
reemplazada por asociaciones laicas. Los habitantes de las comunas, sin
atacar la autoridad del Papa, no veían a los sacerdotes como superiores,
sino como personas al servicio de la comunidad, para satisfacer sus
necesidades espirituales. Nacieron espontáneamente confraternidades de
laicos para la realización de actividades piadosas y devotas.

Asociado a la expansión de estas repúblicas, se produjo un rápido


crecimiento del comercio. Establecido el orden cívico, los comerciantes
expandieron sus redes de intercambio, primero en los alrededores de cada
ciudad-estado; luego, gradualmente, a los puntos más lejanos del mundo
conocido, desde China a Groenlandia. Se crearon comunidades integradas
de comerciantes, con instituciones legales y cuasi legales para solucionar
disputas, intercambiar información y compartir riesgos. La prosperidad
generada por el desarrollo mercantil contribuyó a sostener las instituciones
cívicas de las repúblicas; en su base se hallaba la expansión del crédito. En
efecto, el crédito fue inventado en las repúblicas italianas del medioevo.
Previamente, otros mecanismos rudimentarios para vincular a ahorristas
individuales e inversores independientes ponían límites insuperables al
desarrollo económico.

A diferencia de la riqueza del reino de Sicilia, basada en la tierra, la de las


ciudades del Norte de Italia echaba raíces en las finanzas y el comercio. La
actividad bancaria y el comercio de larga distancia dependían del crédito, y
éste, para ser eficiente, requería confianza mutua y en el cumplimiento de
los contratos y las leyes. Etimológicamente, “crédito” deriva de “credere”,
es decir, “creer”. Las redes de asociaciones y la extensión de la solidaridad
más allá de los lazos de parentesco eran cruciales para este aumento de la
confianza. La extensión del crédito y el uso creciente de los contratos fueron
rasgos prominentes del despegue de las ciudades del Norte y el Centro de
Italia en los siglos XI y XII. En Génova, Pisa, Venecia y, más tarde,
Florencia, se desarrollaron nuevas estrategias legales para reunir capital y
crear sociedades. Emergieron nuevas prácticas y organizaciones
económicas: la “compagna”, la “commenda” (empresas marítimas de larga
distancia), el depósito bancario, las cartas de crédito.

En otras palabras, en las repúblicas comunales, las redes y normas cívicas


hicieron posibles grandes avances en la vida económica, así como en el
desempeño gubernamental. Cambios revolucionarios en las instituciones
fundamentales de la política y la economía surgieron en este contexto social
único, con sus redes horizontales de colaboración; a su turno, esos avances
políticos y económicos reforzaron la comunidad cívica.

No debe exagerarse el igualitarismo de las comunas ni su éxito en resolver


el conflicto social y controlar la violencia. La nobleza siguió siendo una parte
importante de la sociedad; las familias oligárquicas jugaron un rol esencial
en la vida de repúblicas como Venecia y Florencia. Las vendettas y la
violencia nunca desaparecieron de la vida pública. La desigualdad y la
inseguridad no dejaron de caracterizar aún a las comunas más exitosas. Sin
embargo, la movilidad social dentro de las repúblicas era mayor que en
cualquier otro lugar de Europa. Más aún, el rol de la solidaridad colectiva en
el mantenimiento del orden civil eran un rasgo sui generis de las ciudades
del Norte.

Así, a comienzos del siglo XIV, Italia había producido, no uno, sino dos
modelos innovadores de gobierno, con sus rasgos sociales y culturales
asociados: la celebrada autocracia feudal de los normandos en el Sur y las
fértiles repúblicas comunales en el Norte. Tanto la monarquía como las
repúblicas habían superado en la vida política, económica y social, los
dilemas de acción colectiva que aún frenaban el progreso del resto de
Europa. Pero los sistemas inventados en el Norte y el Sur eran muy
distintos en su estructura y consecuencias. En el Norte, los lazos feudales
de dependencia personal se debilitaron; en el Sur, se fortalecieron. En el
Norte, las personas eran ciudadanos; en el Sur, súbditos. En el Norte, la
autoridad legítima era sólo delegada por la comunidad a los funcionarios
públicos, responsables ante ella; en el Sur, era monopolizada por el rey,
responsable sólo ante Dios. En el Norte, mientras los sentimientos religiosos
seguían siendo profundos, la Iglesia era sólo una institución entre otras; en
el Sur, la Iglesia era poderosa y rica propietaria del orden feudal. En el
Norte, las lealtades sociales, políticas y aún religiosas eran horizontales; en
el Sur, verticales. Eran rasgos distintivos del Norte la colaboración, la
asistencia mutua, la obligación cívica e incluso la confianza -no universal,
pero sí más allá de los límites del parentesco-; la principal virtud del Sur, en
cambio, era la imposición de la jerarquía y el orden sobre una anarquía
latente.

La cuestión social predominante del Medioevo, el sine qua non de todo


progreso, era el orden público. El robo y el saqueo eran comunes. La
protección y el refugio podían ser provistos, como en el reino de Sicilia, por
un soberano autocrático o un barón local. O, como en la más compleja
estrategia seguida por las repúblicas comunales, a través de pactos
entrecruzados de asistencia mutua. Ambos regímenes produjeron
prosperidad y gobierno eficiente, pero ya en el siglo XIII se estaban
haciendo evidentes los límites de la solución jerárquica adoptada en el Sur.
Mientras cien años antes el Sur no era menos avanzado que el Norte, ahora
las repúblicas estaban pasando rápidamente adelante.

El eclipse de las repúblicas


y los desarrollos posteriores
Durante el siglo XIV, las hambrunas, el faccionalismo, la Peste Negra y la
Guerra de los Cien Años minaron el espíritu de la comunidad cívica y la
estabilidad del gobierno republicano. Más de un tercio de la población de
Italia -y quizás la mitad de la población urbana- pereció durante la Peste
Negra del verano de 1348. Las recurrentes epidemias deprimieron
severamente la actividad económica durante más de un siglo. Los choques
entre fuerzas religiosas y militares más allá de las paredes de las ciudades
tuvieron un eco creciente dentro de ellas. Los gobiernos de las repúblicas
comunales comenzaban a sucumbir al dominio señorial. Una importante
excepción a este espectáculo de decadencia era el cordón de ciudades que
se extendía desde Venecia, en el Adriático, a través de Emilia y la Toscana
hasta Génova en el Mar Tirreno, donde las tradiciones republicanas
demostraron ser más persistentes.

Los filósofos políticos comenzaron a articular las virtudes esenciales de la


“vita civile” de las repúblicas comunales recién al producirse su
desaparición. El destino de las comunas inspiró a los teóricos políticos del
Renacimiento, en particular Maquiavelo, para reflexionar sobre las
precondiciones del gobierno republicano estable, enfocándose
especialmente en el carácter de los ciudadanos, su “virtú civile”. Maquiavelo
afirmaba que el gobierno republicano, aunque fuera el más deseable,
estaba destinado a fracasar donde no existían las condiciones sociales
adecuadas; en especial, donde los hombres carecían de virtud cívica y
donde la vida económica y social estaba organizada de manera feudal.
Según Maquiavelo, “es muy fácil administrar las cosas en un Estado en el
cual las masas no son corruptas”; además, “donde existe igualdad, es
imposible crear un Principado, y donde no existe, es imposible crear una
República”.

El Papa, por su parte, gobernaba la región comprendida entre el Reino de


Sicilia en el Sur y las repúblicas comunales del Norte; lo hacía como un
monarca feudal, designando príncipes a cambio de lealtad, pero su control
era menos eficiente que el del régimen Normando. De este modo, los
Estados Papales comprendían una amplia variedad de estructuras sociales y
prácticas políticas. En algunas ciudades, los tiranos locales resistían la
interferencia Papal, y en todas partes la nobleza combatía entre sí y los
bandidos hacían insegura toda la región. Hacia el norte, los territorios
papales incluían nominalmente varias ciudades con fuertes tradiciones
comunales, como Ferrara, Rávena, Rímini y Boloña.

A comienzos del siglo XIV, Italia se caracterizaba por cuatro tipos de


regímenes:

1. La monarquía feudal fundada por los Normandos en el


Mezzogiorno.
2. Los Estados Papales, con su mezcla de feudalismo, tiranía y
republicanismo.
3. El corazón del republicanismo: las comunas que habían retenido
las instituciones republicanas.
4. Las áreas ex republicanas del Norte más alejado, que ya habían
caído bajo el gobierno señorial.

Es remarcable el paralelo entre este patrón y la distribución de las redes y


normas cívicas en los años 70. Los territorios del Sur, alguna vez
gobernados por los reyes normandos, comprenden exactamente las siete
regiones menos cívicas de los 70. Casi con la misma precisión, los Estados
Papales (menos las repúblicas comunales en la sección norte de los
dominios del Papa) corresponden a las siguientes tres o cuatro regiones de
la estratificación cívica. En el otro extremo, el corazón del republicanismo
en el 1300 corresponde en forma asombrosa a las regiones más cívicas de
la actualidad, seguidas de cerca por las áreas ubicadas más al norte, en las
cuales las tradiciones republicanas, aunque reales, han demostrado ser algo
más débiles.
Durante los siglos XV y XVI, la península sufrió mayores desventuras.
España, Francia y otros poderes externos dirimieron sus duelos dinásticos
en tierra italiana. En el Norte, por ejemplo, las poblaciones de Brescia y
Pavía se redujeron casi en dos tercios durante el siglo XVI debido a los
constantes asaltos y saqueos. Recién en el siglo XIX las ciudades del Norte
recuperaron los niveles de población del medioevo. El Sur, por contraste,
escapó en gran medida a esta destrucción. Muchos habitantes del Norte
migraron hacia el Sur durante el siglo XVI.

En los primeros años del siglo XVII, justo cuando aparecían los primeros
destellos de recuperación económica, nuevas olas epidémicas barrieron
Italia. En 1630 y otra vez en 1656, pereció, debido a la plaga, la mitad de la
población de las ciudades del Norte y el Centro. Éstas ya no eran
republicanas; algunas, ni siquiera independientes. El colapso del
republicanismo comunal condujo a una suerte de “re-feudalización” de
Italia. La innovación mercantil y financiera fue reemplazada por el interés
por la posesión de tierras y el parasitismo. Los conflictos locales, las luchas
de facción y las conspiraciones significaron la disolución del tejido social, en
el momento en que otros Estados de Europa avanzaban hacia la unidad
nacional. En toda Italia, tanto en el Norte como en el Sur, la política
autocrática se encarnaba ahora en redes de patrones y clientes. Pero en el
Norte, entre los herederos de la tradición comunal, los patrones, aunque
autocráticos, todavía aceptaban responsabilidades cívicas. La pequeña
nobleza local subsidiaba la vida cívica con hospitales y caminos, coros y
bandas, oficinas municipales y salarios de los empleados públicos. La ética
de la responsabilidad mutua persistía, por ejemplo, en la “aiutarella”, la
práctica tradicional de intercambiar trabajo agrícola entre vecinos. La
herencia del republicanismo comunal fue transmitida en una ética de
implicación cívica, responsabilidad social y asistencia mutua entre iguales.

Los patrones de autoridad en el Norte ya no eran distintos a los del


Mezzogiorno, pero algo de la experiencia de las comunas, y de la intensa
actividad económica y el compromiso cívico que había generado, sobrevivió
en el Valle del Po y en la Toscana, de modo que estas regiones serían más
receptivas a las primeras brisas de renovado progreso, primero cultural y
luego económico, que soplaron en la península en la segunda mitad del
siglo XVIII. La herencia medieval en el Sur proporciona un fuerte contraste.
La solución a los dilemas de acción colectiva provista por Federico II se
corrompió por los efectos del poder absoluto: el rey y sus barones de
volvieron autócratas predatorios; el gobierno siguió siendo feudal y
autocrático; las instituciones políticas autoritarias se vieron reforzadas por
la tradición de redes sociales verticales, que encarnaban asimetrías de
poder, explotación y dependencia.

Hacia el siglo XVIII, el Reino de Nápoles, con sus dos secciones, una en
Sicilia y otra en la península, era el Estado más grande de Italia con sus
cinco millones de habitantes y también el peor administrado. En el Norte, el
poder de la aristocracia, desafiado durante largo tiempo, ya había
empezado a erosionarse. En el Sur, el poder de los barones seguía intacto.
Desde 1504 hasta 1860, toda la Italia al sur de los Estados Papales fue
gobernada por los Habsburgos y los Borbones, quienes promovieron
sistemáticamente la desconfianza y el conflicto entre los súbditos y
destruyeron los lazos horizontales de solidaridad, para mantener la primacía
de las relaciones verticales de dependencia y explotación.

Pese al eclipse del republicanismo en el Norte después del siglo XIV, en el


siglo XIX, a medida que los cambios democráticos impulsados por la
Revolución Francesa que avanzaban por toda Europa se aproximaban a
Italia, es posible detectar las continuas diferencias regionales de cultura y
estructura social que habían surgido en la Edad Media.

El siglo XIX fue una época de inusual fermento asociativo en toda Europa
Occidental. Al principio, inspirados por la doctrina de laissez faire, los
gobiernos liberales de Francia, Italia y demás abolieron los gremios,
disolvieron los establecimientos religiosos y desalentaron el surgimiento de
“combinaciones” sociales y económicas similares. Pronto, sin embargo, las
primeras sacudidas de la revolución industrial hicieron urgente la creación
de nuevas formas de organización social y solidaridad económica.
Comenzaron a surgir nuevas asociaciones en reemplazo de las que habían
decaído o habían sido destruidas a comienzos del siglo.

La “gran oleada de sociabilidad popular”, como la llamó el historiador


francés Maurice Agulhon, surgió en Francia en la primera mitad del siglo
XIX. Incluía círculos y logias masónicas, clubes populares de bebida,
sociedades corales, fraternidades religiosas, clubes de campesinos y
especialmente sociedades de ayuda mutua, creadas en prevención de
accidentes, enfermedad, vejez y muerte. Aunque muchas de las
asociaciones estaban formadas en forma predominante por miembros de las
clases bajas, la membresía entrecruzaba a menudo los límites sociales
convencionales dentro de la comunidad local. Un círculo, por ejemplo,
estaba compuesto mayormente de trabajadores y artesanos, masones,
herreros y zapateros, pero a su cabeza había un número de pequeños
burgueses e intelectuales. Aunque esos grupos no eran abiertamente
políticos, con frecuencia llegaban a tener afinidades con algunas de las
tendencias políticas vigentes en Francia. La interacción social y el ejercicio
de las habilidades de organización ampliaban los horizontes culturales de los
participantes y aceleraban su conciencia política y, eventualmente, su
participación política.

En Italia, tendencias similares aparecieron durante el “Risorgimento” que


llevó a los italianos a la acción política y condujo en 1870 a la unificación
política de Italia. Gran parte de los argumentos a favor de la unificación se
basó en declaraciones del “principio de asociación”. Asociaciones científicas
y profesionales, así como grupos reformistas -especialmente de Piamonte,
Toscana y Lombardía-, presionaron por reformas políticas, económicas y
sociales. En la mayoría de las ciudades se fundaron nuevas asociaciones
cívicas, de caridad y educacionales. También corresponde a este periodo la
formación de sociedades de ayuda mutua -análogas a las francesas y a las
“friendly societies” de Gran Bretaña-, para aliviar la situación social y
económica de los artesanos urbanos en casos de vejez e incapacidad,
accidentes industriales, desempleo, maternidad y educación, entre otras. La
membresía de estas sociedades de ayuda mutua, aunque concentrada en
los trabajadores urbanos, cruzaba las fronteras de clase y representaban
una primera versión de lo que en el siglo XX se llamaría “estado del
bienestar”.

Este tipo de asociaciones voluntarias eran producto menos de un altruismo


idealista que de una disposición pragmática a cooperar con otros para
superar los riesgos de una sociedad en rápido cambio. Se trata de un
principio de reciprocidad práctica: “yo te ayudo si tu me ayudas”; “vamos a
enfrentar juntos estos problemas que ninguno de nosotros puede enfrentar
solo”. Estas nuevas formas de sociabilidad recordaban a las asociaciones
medievales de autoayuda de siete siglos atrás, que representaban
cooperación voluntaria para enfrentar la inseguridad de la época: la
amenaza de la violencia física. Las nuevas asociaciones abordaban, en
cambio, otra forma de inseguridad: la económica.

También surgieron organizaciones cooperativas de productores y


consumidores. Estas nuevas organizaciones se extendieron por todos los
sectores de la economía: aparecieron cooperativas agrícolas, de trabajo, de
crédito y de banca rural. En 1889, las cooperativas de consumidores
representaban la mitad del total.

Estas formas de solidaridad social organizada pero voluntaria crecieron


rápidamente en las últimas décadas del siglo XIX. El periodo que va de
1860 a 1890 puede caracterizarse como la edad de oro de las sociedades de
ayuda mutua.

Los propósitos manifiestos de estas organizaciones no eran políticos, pero


tenían importantes funciones políticas latentes. Las sociedades de ayuda
mutua no eran formalmente partidarias, pero, como las francesas, tenían
vagas afinidades con radicales, republicanos, liberales, socialistas o
católicos. También el movimiento cooperativo fue no partidario. Sin
embargo, la participación en estas actividades ha tenido un efecto de
concientización, pues muchos de los dirigentes de los emergentes sindicatos
y movimientos políticos provenían de las sociedades de ayuda mutua.

Aunque el sufragio universal masculino no se estableció hasta la Primera


Guerra Mundial, muchos movimientos políticos de masas se formaron al
final del siglo XIX. El movimiento socialista fue el mayor y más activo de
esos nuevos partidos, con especial incidencia en las áreas que empezaban a
industrializarse y en algunas zonas rurales; también emergió un importante
movimiento católico, especialmente fuerte en el noreste, que en 1919 se
constituyó como Partito Popolari. Los dos partidos recurrieron a la herencia
de movilización social, la infraestructura organizacional y las energías de las
sociedades de ayuda mutua, las cooperativas y los sindicatos. El partido
socialista y sus sindicatos afiliados florecieron en las áreas en
industrialización de Milán, Turín y Génova, mientras que el Popolari y sus
sindicatos eran más fuertes en las áreas rurales. Sin embargo, los dos
partidos tienen una común raíz sociológica: las antiguas tradiciones de
solidaridad colectiva y colaboración horizontal. Ambos eran débiles allí
donde predominaban las alianzas conservadoras, basadas en relaciones
clientelares con las elites sociales de terratenientes y funcionarios. A nivel
de la política popular italiana, la principal alternativa a los partidos socialista
y Popolari era el laberinto de las redes verticales clientelares. Luego de la
Segunda Guerra Mundial, las mismas redes clientelares, ahora organizadas
dentro mismo de los partidos de masas, persistirían como la estructura
primaria de poder en las regiones menos cívicas de Italia.

Las sociedades de ayuda mutua, cooperativas y las demás manifestaciones


de solidaridad social se establecieron en todas partes de la península, pero
no con la misma intensidad y éxito. En el Norte y el Centro de Italia, las
tradiciones medievales de colaboración persistieron, incluso entre los
campesinos pobres, que practicaban la “aiutarella”.

El clientelismo en el Sur
En contraste, en las áreas de Italia sujetas durante largo tiempo al gobierno
autocrático, la unificación del país hizo poco para inculcar hábitos cívicos. La
ausencia de un sentido de comunidad resultaba del hábito de
insubordinación aprendido durante siglos de despotismo. Incluso los nobles
pensaban que estaba bien engañar al gobierno. En lugar de reconocer que
se debía pagar los impuestos, la actitud era que si un grupo de personas
había descubierto la forma de evadir, los demás harían bien en cuidar sus
propios intereses. Cada provincia, cada clase, cada industria, buscaba sacar
réditos a expensas de la comunidad. La agricultura del Sur se caracterizaba
por el latifundio, donde trabajaban campesinos pobres. Las relaciones
verticales entre patrones y clientes eran más importantes que la solidaridad
horizontal. Los campesinos se hallaban más en guerra entre sí que con
otros sectores de la sociedad rural. Tales actitudes sólo pueden ser
entendidas en una sociedad dominada por la desconfianza. Un proverbio
calabrés decía que “quien actúa con honestidad, tendrá un final miserable”;
otro: “Maldito es el que confía en otro”; “Cuando veas que la casa de tu
vecino se incendia, lleva agua a la tuya”. La combinación de pobreza y
desconfianza mutua fomentaba lo que Banfield llamaba “familismo amoral”.
Mientras los campesinos de Emilia-Romaña formaban cooperativas de
trabajo, los del Sur luchaban entre sí para obtener uno.

Ahora bien, el Sur no era (y no es) apolítico o asocial. La política y las


conexiones sociales son allí esenciales para sobrevivir. La distinción
relevante no es entre presencia y ausencia de vínculos sociales, sino entre
relaciones horizontales de solidaridad mutua y relaciones verticales de
dependencia y explotación. El clientelismo es el producto de una sociedad
desorganizada que tiende a preservar la fragmentación y la desorganización
social. El individuo aislado, que no siente ningún vínculo moral fuera de la
familia, percibe el clientelismo como el remedio frente a una sociedad
desarticulada.

Las nuevas instituciones de la Italia unificada, lejos de homogeneizar los


modelos tradicionales de política, fueron arrastradas a la conformidad con
esas tradiciones opuestas, igual que los gobiernos regionales desde 1970
serían remodelados por esos mismos contextos sociales y culturales. La
nobleza feudal del Sur utilizaba la violencia privada, así como su acceso
privilegiado a los recursos del Estado, para reforzar las relaciones verticales
de dominio y dependencia personal y para desalentar la solidaridad
horizontal. Para los campesinos del Sur, el recurso a las relaciones
clientelares era una respuesta razonable en el contexto de una sociedad
atomizada. Los campesinos temían, en los hechos, quedar excluidos del
sistema clientelar, que les aseguraba la subsistencia física, además de la
necesaria intermediación con las distantes autoridades estatales y una
forma primitiva de programa de bienestar, como pensiones para viudas y
huérfanos. De este modo, el campesino seguía siendo “fiel” a su patrón. En
ausencia de solidaridad horizontal, como las sociedades de ayuda mutua, la
dependencia vertical es una estrategia racional de supervivencia, aún
cuando las mismas personas dependientes reconocen sus problemas. A
pesar de ocasionales movimientos de protesta y revueltas violentas, éstas
no produjeron organizaciones permanentes y dejaron escasos vestigios de
solidaridad horizontal. La reacción más habitual ha sido la pasividad y la
resignación.

Una característica del Sur es el crimen organizado: la Mafia en Sicilia, la


Camorra en Campania. La mayoría de los estudiosos coincide en que el
fenómeno está basado en modelos tradicionales de clientelismo y que se
trata de una respuesta a la debilidad de las estructuras administrativas y
judiciales del Estado. Una precondición para el surgimiento de la Mafia es la
ausencia de un Estado creíble que haga cumplir la ley y los contratos; otra
es la antigua cultura de desconfianza. La Mafia ofrece protección contra los
bandidos, el robo rural, los habitantes de los pueblos rivales y, sobre todo,
contra ella misma. La Mafia hace posible que los agentes económicos
negocien acuerdos con alguna confianza en que esos acuerdos se
cumplirán.

La estabilidad de las tradiciones cívicas


Putnam analiza los datos estadísticos disponibles para toda Italia sobre la
existencia de distintos tipos de asociaciones entre 1860 y 1920. Los
indicadores incluyen:
1) Membresía en sociedades de ayuda mutua;
2) Membresía en cooperativas;
3) fortaleza de los partidos políticos de masas (presencia electoral y
en los consejos locales de los partidos socialista y Popolari);
4) Participación electoral en las pocas elecciones abiertas antes del
gobierno Fascista;
5) Longevidad de las asociaciones locales.

En las distintas regiones italianas, los indicadores correlacionan con fuerza


entre sí. La misma región que contaba con cooperativas, lo hacía también
con sociedades de ayuda mutua y partidos de masas, y los ciudadanos de
esas mismas regiones tenían más disposición a hacer uso de nuevos
derechos electorales. Por contraste, en las regiones menos cívicas, la apatía
y los lazos verticales de clientelismo restringían la participación cívica e
inhibían las manifestaciones de solidaridad social horizontal y voluntaria.

Putnam combinó los cinco indicadores en una medida única de “tradiciones


de participación cívica” entre fines del siglo XIX y principios del XX. El
resultado arroja una asombrosa constancia de esas tradiciones, que
atraviesan más de un siglo de vasto cambio social. Existe una fuerte
correlación entre el Índice de Comunidad Cívica para cada una de las
regiones en los años 70 y 80 y la medida de participación cívica de un siglo
antes. Más aún, la correspondencia se extiende a las tradiciones
republicanas y autocráticas de hace un milenio.

Sin la precisión cuantitativa de las dos medidas más recientes, la más


antigua revela una continuidad en las tradiciones de vida cívica en los años
1300, 1900 y 1970. De hecho, podría haberse predicho el desempeño
institucional actual de cada una de las regiones con los patrones de
compromiso cívico de un siglo antes.

Desarrollo económico y tradiciones cívicas


En la Italia de los años 70 y 80, la comunidad cívica se hallaba
estrechamente relacionada con los niveles de desarrollo económico y social:
las regiones más cívicas eran las más prósperas e industriales. Podría
entonces plantearse la hipótesis de que la comunidad cívica es sólo un
epifenómeno, que es el bienestar económico el que sustenta una cultura de
participación cívica.

Sin embargo, los patrones de largo plazo de continuidad y cambio de la


comunidad cívica no son consistentes con el determinismo económico. En
primer lugar, la emergencia del republicanismo comunal no parece haber
sido la consecuencia de una inusual prosperidad; en ese periodo, el nivel de
desarrollo económico del Norte de Italia era bastante primitivo, mucho
menos avanzado que el Mezzogiorno de hoy y, quizás, menos avanzado que
el Sur de aquella misma época.

La prosperidad de las repúblicas comunales fue probablemente la


consecuencia de las normas y redes de compromiso cívico. En los diez siglos
que han transcurrido desde entonces, no hay evidencia de que el Sur haya
sido al menos igual de cívico que el Norte. Las regiones cívicas no
comenzaron siendo económicamente más desarrolladas, ni tampoco lo han
sido siempre, pero han seguido siendo las más cívicas desde el siglo XI.

A partir de la unificación de Italia, hay evidencia cuantitativa para evaluar si


el desarrollo económico es la causa (o una precondición) de la comunidad
cívica. El primer indicio contrario a un determinismo económico simple es
que la correlación entre economía y civismo no existía un siglo atrás.
Putnam toma dos indicadores de industrialización -porcentaje de la
población en edad de trabajar ocupada en la industria y en la agricultura- y,
como indicador de bienestar, la mortalidad infantil.

La correlación entre economía y civismo se fue estableciendo a lo largo del


siglo XX. En 1901, Emilia-Romaña rankeaba en el medio, entre todas las
regiones, en términos de industrialización, con el 65% de la población
trabajando en el campo y el 20% en fábricas. Calabria era ligeramente más
industrial, con 63% de la fuerza de trabajo en la agricultura y 26% en la
industria. La mortalidad infantil en Emilia-Romaña era mayor que el
promedio nacional; la de Calabria, menor. En otras palabras, las dos
regiones eran atrasadas. Sin embargo, en términos de participación y
solidaridad social, Emilia-Romaña tenía posiblemente a comienzos del siglo
XX -como en los años 70 y 80 y aparentemente hace un milenio- la cultura
más cívica de toda Italia. Calabria, en cambio, era y sigue siendo la menos
cívica de las regiones italianas: feudal, fragmentada, alienada y aislada. En
las siguientes ocho décadas, entre las dos regiones se abrió una brecha
considerable en términos sociales y económicos.

Entre 1901 y 1977, la proporción de la fuerza de trabajo de Emilia-Romaña


en la industria se duplicó, al pasar del 20% al 39%; en Calabria, el
porcentaje disminuyó levemente, al bajar del 26% al 25%. Hacia los años
80, Emilia-Romaña era una de las economías más dinámicas del mundo;
estaba en vías de convertirse en la región más próspera de Italia y una de
las más avanzadas de Europa, mientras Calabria era la región más pobre
del país y una de las más atrasadas del continente. La hipótesis de Putnam
es que las tradiciones regionales de participación cívica a fines del siglo XIX
ayudan a explicar las diferencias contemporáneas de desarrollo económico.
En otras palabras, el civismo ayuda a explicar la economía, no a la inversa.

Putnam utiliza las estadísticas disponibles para explorar esta hipótesis,


mediante análisis de regresión múltiple. Los resultados se ilustran en el
siguiente cuadro:

Efectos entre Civismo, Desarrollo Socioeconómico y Desempeño


Institucional

Civismo Desarrollo Socioeconómico


1900 1900
C
A B D

Civismo Desarrollo Socioeconómico


1970s 1970s

E F

Desempeño Institucional
1980s

Las teorías que dan mayor importancia causal a la economía, implican que
las flechas causales B y D deberían tener mucha fuerza. Es decir, el
desarrollo socioeconómico de una región hacia el 1900 debería predecir en
gran medida el civismo y el desarrollo socioeconómico de esa misma región
en los años 70. El civismo en el año 1900 puede tener alguna influencia,
pero menor.

A la inversa, si el civismo tiene mayor importancia causal, como propone


Putnam, las flechas A y C deberían tener más fuerza: el civismo en el año
1900 debería predecir el desarrollo socioeconómico y el civismo en los años
70. Este es el resultado al que arriba finalmente Putnam.

Por un lado, las tradiciones cívicas medidas entre 1860 y 1920 resultaron
ser un poderoso predictor del civismo en los años 70. A la vez, cuando se
comparan las regiones con el mismo nivel de civismo en los 1900s, sus
diferencias de desarrollo socioeconómico en los 1900s no permiten predecir
sus diferencias de civismo en los años 70. En otras palabras, la flecha A
tiene mucha fuerza y la flecha B es inexistente.

En contraste, las tradiciones cívicas son un poderoso predictor de los niveles


contemporáneos de desarrollo socioeconómico: cuando se comparan las
regiones con el mismo nivel de desarrollo en los 1900s, sus diferencias de
civismo en los 1900s sí permiten predecir sus diferencias de desarrollo en
los años 70. Por ejemplo, cuando se busca predecir la proporción de
trabajadores empleados en la agricultura en los años 70, es mejor conocer
el grado de civismo de esa región en los 1900s que la proporción de
trabajadores agrícolas en los 1900s. En el gráfico, la flecha C tiene más
fuerza que la flecha D.

En síntesis, la economía no predice el civismo, pero el civismo predice la


economía, incluso mejor que la economía misma. La flecha B (el efecto de
la economía sobre el civismo) es inexistente; la flecha C (el efecto del
civismo sobre la economía) es aún más fuerte que la flecha D. Más aún, la
flecha A (la continuidad cívica) es muy fuerte, mientras que la flecha D (la
continuidad socioeconómica) es generalmente débil. Las posibilidades de
que una región haya logrado el desarrollo socioeconómico durante el siglo
XX, depende menos de su dotación socioeconómica a principios de siglo y
más de sus dotaciones cívicas en esa misma época.

Por otro lado, como se vio antes, es el civismo contemporáneo el que


influye sobre el desempeño institucional (flecha E), no el desarrollo
socioeconómico (flecha F).

Como conclusión, Putnam observa que, posiblemente, es equivocada


cualquier interpretación que tenga en cuenta un único factor. Seguramente,
las tradiciones cívicas no han impulsado por sí solas el rápido y sostenido
crecimiento económico del Norte de Italia durante el siglo XX. El despegue
económico fue provocado por cambios en el entorno más amplio: nacional,
internacional y tecnológico. Pero las tradiciones cívicas ayudan a explicar
por qué el Norte ha sido capaz de responder más eficazmente que el Sur a
los desafíos y oportunidades.

Un ejemplo de cómo las normas y redes de la "comunidad cívica"


contribuyen a la prosperidad económica son los bien conocidos distritos
industriales italianos, formados por pequeñas y medianas empresas. Este
modelo de "especialización flexible" se caracteriza a la vez por la integración
y la descentralización, la competencia y la cooperación entre las empresas
que lo componen.

Putnam destaca que considerar como variables independientes el desarrollo


económico o la herencia cultural depende en gran medida de la escala de
tiempo dentro de la cual se analiza el proceso histórico. La economía y la
cultura interactúan en un proceso dialéctico.

La evidencia del estudio en Italia enfatiza, sin embargo, el poder de la


continuidad histórica en las probabilidades de éxito institucional. Una vez
establecida, la prosperidad puede reforzar el civismo, mientras que la
pobreza probablemente dificulta su emergencia, en la forma de círculos
virtuosos y viciosos. Pero, aparentemente, en esas interacciones, el bucle
“economíacivismo” no es el dominante. Las normas cívicas no son
simplemente un epifenómeno del desarrollo económico.

Capital social y éxito institucional


Al abordar desde un punto de vista teórico los resultados de su estudio,
Putnam introduce el concepto de “capital social”, al que define como los
“stocks” de confianza, redes de asociacionismo cívico y normas de
reciprocidad, presentes en una comunidad dada, que determina en gran
medida la capacidad de los miembros de esa comunidad para cooperar
entre sí [este capítulo se traduce enteramente más abajo]

Un punto relevante es que la estrategia de no cooperar para beneficio


mutuo no es necesariamente irracional. Por el contrario, puede ser
perfectamente racional en determinado contexto. La teoría de los juegos4 lo
muestra en el llamado "dilema del prisionero": dos sospechosos de haber
cometido un crimen son interrogados en celdas separadas. Se le dice a cada
uno que, si ninguno confiesa, con las pruebas disponibles ambos irán a la
cárcel por un año. Si sólo uno confiesa, saldrá libre por haber colaborado y
el otro recibirá una sentencia de seis años. Si ambos confiesan, la sentencia
será de tres años para los dos. Al no poder coordinar sus acciones, cada
uno decidirá confesar, sin importar lo que haga el compañero. El resultado,
claro está, no es el óptimo considerando el beneficio conjunto de la
"sociedad" formada por ambos prisioneros. Desde este punto de vista, la
mejor opción hubiera sido la que reducía al mínimo el tiempo total de
condena (es decir, no confesar).

Para actuar en forma cooperativa, dice Putnam, es necesario no sólo confiar


en el otro, sino además creer que el otro confía en uno. Lo mismo es válido
entre partidos políticos, entre empresarios y trabajadores, entre el gobierno
y los grupos privados. Pero ¿cómo surge la confianza a nivel social, es decir,
entre personas que no se conocen?

En primer lugar, por normas de reciprocidad que los individuos internalizan


y que son reforzadas por sanciones informales y formales. A través de estas
normas se facilita la cooperación y se reducen los "costos de transacción"
de los que habla la economía. Se distingue una reciprocidad "específica",
que es el intercambio simultáneo de ítems del mismo valor, de otra
"generalizada", que adopta la forma "haré esto por ti sin esperar nada
específico a cambio, confiando en que algún otro hará algo por mí el día de
mañana" (se trata así de un "altruismo" de corto plazo combinado con un
"interés propio" en el largo plazo.)

La confianza surge también de la existencia de redes de compromiso y


participación cívicas que facilitan la comunicación y el conocimiento mutuo,
refuerzan las normas de reciprocidad y aumentan los costos potenciales de

4
La teoría de juegos recurre a modelos matemáticos para analizar el comportamiento, las estrategias y
las decisiones de agentes que interactúan dentro de un marco formalizado de incentivos. Se aplica en
particular en economía y ciencia política.
desviarse de ellas. Aunque en todas las comunidades hay tanto redes
horizontales como verticales, cuanto más densas sean las primeras (por
ejemplo, las asociaciones vecinales, los clubes deportivos, etc.), más
probable será que las personas cooperen para resolver sus problemas
comunes. Las experiencias asociativas del pasado funcionarán como modelo
cultural para afrontar las situaciones del presente. Las redes verticales,
como las que se establecen entre patrones y clientes, sostiene Putnam, no
pueden desarrollar la confianza ni la cooperación, pues el flujo de
información y las obligaciones son asimétricos.

La confianza, las redes, las normas, se refuerzan entre sí y, en un círculo


virtuoso, hacen que el "stock" de capital social de una comunidad aumente
con su utilización. La sociedad alcanza así un estado de equilibrio basado en
la cooperación. En una comunidad en la que predominan la desconfianza, la
falta de respeto a las normas, el aislamiento, estos rasgos también se
alimentan mutuamente en un círculo vicioso, de modo que la sociedad
alcanza finalmente un estado de equilibrio, muy distinto al anterior, en el
que la solución "racional" pasa por el gobierno autoritario y el clientelismo.

Determinados sucesos históricos pueden funcionar en una sociedad como


puntos de inflexión, a partir de los cuales se ponen en marcha esos círculos
virtuosos o viciosos y situaciones de equilibrio que perduran por siglos.

El cambio formal en las instituciones, como ocurrió en la experiencia italiana


de creación de gobiernos regionales, tiene una influencia sobre las prácticas
políticas que puede medirse en décadas. Los hechos sugieren que un
impacto apreciable sobre la estructura social y la cultura demanda mucho
más tiempo. "Construir capital social no será fácil”, concluye Putnam, “pero
es la clave para hacer funcionar la democracia" (p. 185).

El informe Better Together, una iniciativa del Saguaro Seminar que dicta
Putnam en la Universidad de Harvard, enumera actividades que la gente
común puede realizar para construir capital social.

La lista es heterogénea: asistir a las reuniones municipales, votar, trabajar


como voluntario en una organización, ayudar a alguien de otra raza,
participar en las campañas políticas, convertirse en bombero voluntario,
auxiliar a un conductor a cambiar una rueda, dar a los empleados horas de
trabajo para participar en proyectos civiles, parecen tener la misma
importancia que acciones como cantar en un coro, jugar a las cartas con
amigos o vecinos, mirar menos televisión, participar en una liga deportiva,
asistir a fiestas hogareñas, almorzar con los compañeros de trabajo y otras
similares.

Putnam arguye que una gran variedad de formas de interacción social,


incluyendo las aparentemente triviales como participar en una liga de
bowling, son ocasión para adquirir y practicar lo que Tocqueville llamaba
"hábitos del corazón". Explica: "Se aprenden las virtudes y habilidades
personales que son los prerrequisitos para una democracia. Escuchar, por
ejemplo. Tomar notas. Llevar registros. Asumir la responsabilidad por las
propias opiniones". En tales contextos, la gente "puede hablar sobre sus
intereses compartidos" y comprenderse mejor (Putnam, 1995).
Dos clases de capital social
Con posterioridad a la difusión de su investigación en Italia, Putnam sostuvo
-en un artículo titulado “Bowling Alone” y publicado en 1995 en el Journal of
Democracy- que el capital social de Estados Unidos había venido declinando
desde hacía 25 años. Presentó en ese trabajo cifras elocuentes de
disminución de la participación política, pertenencia a asociaciones locales y
vecinales, lectura de periódicos y confianza en el gobierno, que contribuían
a explicar el deterioro de la vida política y la creciente proporción de
ciudadanos que cuestionaban las instituciones públicas.

Más tarde profundizó este análisis en un libro con el mismo nombre:


Bowling Alone (2000) Allí observó que el debilitamiento del asociacionismo y
la participación en EEUU -no sólo en el ámbito político y cívico, sino también
religioso, laboral y social- coincidía con un proceso de recambio
generacional: las nuevas generaciones estaban menos comprometidas que
sus mayores en la vida comunitaria. En este texto, Putnam refinó el
concepto de capital social y reconoció incluso formas de capital social
“negativo”.

Putnam distinguió entre capital social "de vínculo" (bonding), encarnado en


grupos homogéneos -integrados por personas con características sociales
similares, como los grupos de amigos y compañeros de trabajo-, y capital
social "puente" (bridging), creado por las conexiones entre individuos y
grupos heterogéneos de la sociedad. Este segundo tipo de relaciones, más
débiles que las establecidas en nuestro círculo cercano, cumplen sin
embargo el rol clave de franquear las divisiones sociales, ensanchar el
sentido de comunidad y dar a los individuos oportunidades más amplias de
progreso.

De las relaciones con las personas más próximas a nosotros nace una
confianza "densa", que brinda al individuo apoyo social y psicológico en su
vida diaria. Pero este "superadhesivo social", como lo llama Putnam, puede
tener, en ciertos casos, un costado negativo: si es demasiado intenso, los
grupos se vuelven cerrados; sus miembros confían entre sí, pero desconfían
del resto de los miembros de la comunidad que no pertenecen a su grupo;
el mundo termina dividido entre "nosotros" y "ellos"; en el balance, la
capacidad de cooperación de la sociedad queda resentida.

Bibliografía
Putnam, Robert D. (2007): “E Pluribus Unum: Diversity and Community in
the Twenty-first Century. The 2006 Johan Skytte Prize Lectura”,
Scandinavian Political Studies, Vol. 30, N° 2, pp. 137 – 174.

Putnam, Robert D.(2003): Better Together: Restoring the American


Community, Simon & Schuster, New York.

Putnam, Robert D. (2002): "Bowling Together", The American Prospect, Vol.


13, N° 3, February 11.
Putnam, Robert D. (2000): Bowling Alone. The Collapse and Revival of
American Community, Simon & Schuster, New York.

Putnam, Robert D. and Phar, Susan J. (2000): “Why Is Democracy More


Popular Than Democracies?”, The Chronicle of Higher Education, May 26.

Putnam, Robert D. (1996): "The Strange Disappearance of Civic America",


The American Prospect, Vol. 7, N° 24, December 1.

Putnam, Robert D. (1995): "Bowling Alone: America's Declining Social


Capital". Journal of Democracy, Vol. 6, Nº 1, Jan., pp. 65-78.

Putnam, Robert D. (1993): Making Democracy Work: Civic Traditions in


Modern Italy. Princeton University Press, Princeton.

Putnam, Robert D. (1993): "The Prosperous Community", The American


Prospect, Vol. 4, N° 13, March 21.

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