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Uno cuando niño, o en su primera juventud, escucha hablar del Cielo, del Paraíso,
de la Resurrección de los muertos, de la Vida Eterna; de que allí arriba no existirá el mal,
y que podremos ver a Dios, estar juntos con María santísima, con el ángel de la Guarda,
con nuestros seres queridos que ya partieron a la casa del Padre celestial… en fin, con
todo los santos y santas de Dios. Uno escucha eso y tantas otras cosas más que hacen
regocijar de alegría el alma y lo hinchan de felicidad.
Pero también, uno intenta poner ejemplos y comparaciones, para que al menos
sospechar lo que será estar frente a la presencia de Dios; uno se remonta a la experiencia
de verdadera felicidad que ha tenido y recuerda los buenos momentos que ha vivido y aun
así queda, por gracia de Dios, bastante lejos de lo que será el Cielo; y resuena en el fondo
del alma las palabras de san Pablo “lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del
hombre llegó, lo que Dios preparó para los que le aman.”
Uno sabe y tiene fe que en el Cielo va estar con Jesucristo, y entonces desea
profundizar en sus misterios para así poder amarlo más intensamente, uno tiene la
convicción que para llegar al encuentro personal con Cristo, es decir al Paraíso, debe
pasar primero por la cruz, y así ella toma un sentido pleno en la vida.
Porque allí toda nuestra vida toma otro rumbo, porque en cierta manera, fue la
primera vez que tocamos el Cielo, al tocar con nuestras manos consagradas a Jesucristo,
fue la primera vez que del Vino hecho Sangre salió un destello de Eternidad, que debe
teñir de purpura toda nuestra existencia terrena; porque “La Misa es la que ha formado la
conciencia y el corazón bellísimos de todos los santos que fulguran en el Cielo de la
santidad de la Iglesia”1. Porque Santa Misa y Cielo, para nosotros sacerdotes, deben ser
sinónimos, ellos son la alegría de nuestra vida terrena.
Misionero en Argentina