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Lit. Latinoamericana II

Lespada,  Gustavo.    “César  Vallejo:  la  rebeldía  del  lenguaje”.    En:  Gladys  Flores  Heredia  (Ed).  Vallejo  2014,  
Actas del Congreso Internacional Vallejo siempre, Lima, Editorial Cátedra Vallejo, 2014. pp.185‐196. 

“CÉSAR VALLEJO: LA REBELDÍA DEL LENGUAJE”

Dr. GUSTAVO LESPADA


Universidad de Buenos Aires

Estas notas acerca de los llamados Poemas humanos tienen por finalidad caracterizar algunos de
sus procedimientos poéticos, partiendo del convencimiento de que no puede haber una real
valoración tanto estética como socio-histórica del fenómeno literario sin un previo análisis
exhaustivo de los aspectos formales de las obras. Más aún, de acuerdo con Paul de Man,
entendemos que este formalismo previo es una condición indispensable antes de formular
cualquier interpretación si no se quiere caer en una crítica impresionista (de Man 1990: 47-83). Y
es así porque, antes que en sus temas o motivos, la dimensión poética de un texto reside en sus
manifestaciones retóricas, en su agramaticalidad, en los desacatos del significante, es decir, en los
aspectos transgresivos ya que lo poético es, por definición, lo marcado, lo que se aparta de la
norma.
La crítica ha destacado la singularidad de una poesía que fue capaz de reunir la exploración
más radical del lenguaje con un compromiso social contundente. Esta atípica convergencia no es
ajena al deslizamiento entre el sentido directo y el figurado sin solución de continuidad: los
sofisticados juegos verbales y las licencias lingüísticas alternan con giros de la oralidad, palabras
quechuas, referencias mundanas y expresiones populares. Entonces, si bien la preponderancia del
ritmo, del sonido, de las transgresiones formales y los procedimientos analógicos nos remite a la
actividad semiótica –en términos de Julia Kristeva– resulta pertinente incorporar también el
concepto de signatura, como esos índices que, sin llegar a ser signos, orientan la comprensión.
Estas señales, que se ubicarían en el hiato entre la semiología y la hermenéutica, no poseen
significado concreto pero lo estimulan, lo sugieren, lo exigen incluso en la medida en que son
ausencias que se manifiestan como faltas.1

1
Benveniste sostuvo que del signo a la frase no hay transición lo cual, en términos de Foucault, equivale a afirmar
que entre la semiología y la hermenéutica no hay pasaje y que, precisamente “es en el hiato que las separa donde se
sitúan las signaturas”. Véase Giorgio Agamben, Signatura rerum, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2009, pp. 47-110.

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Aunque predomina el verso libre hay poemas que mantienen la regularidad de las estrofas.
Pongamos por caso uno que posee estrofas de cinco versos; cuatro endecasílabos en los que se
inserta siempre el mismo heptasílabo “la cólera del pobre”, lo cual genera un corte de efecto
rítmico singular: “La cólera que quiebra al hombre en niños, / que quiebra al niño en pájaros
iguales, / y el pájaro, después, en huevecillos; / la cólera del pobre / tiene un aceite contra dos
vinagres”. En el último endecasílabo de cada estrofa también se repite la disposición: “tiene
[estructura 1] contra [estructura 2]”, pero además los términos opuestos pertenecen a un mismo
rango semántico (aceite-vinagre; acero-puñal; río-mar; fuego central-cráter), en una palabra, la
confrontación se establece en el seno de una familiaridad significativa. En tanto que la asimetría
o desigualdad se encuentra expresada por el modificador numérico de “la cólera del pobre” que,
coherentemente, siempre está en desventaja: uno contra dos o dos contra muchos.
Otro ejemplo de regularidad lo encontramos en “Los desgraciados”, donde la frase “Ya va a
venir el día” aparece al comienzo y al final de cada estrofa, con las excepciones de la segunda
(sólo al comienzo) y la última (sólo en el primer verso y en presente). Estos sintagmas que se
repiten actúan como refuerzo temático y rítmico a la vez que coligan el final de una estrofa con el
comienzo de la siguiente, a la manera de un doble encabalgamiento que reitera el anuncio como
una campana, como un llamado a la acción, a los trabajos que trae el nuevo día.
El ritmo también se encuentra reforzado por los imperativos: da, búscate, ponte, ten,
reflexiona, remiéndate, dobla, etcétera. El primero y usual “ponte el saco” se desplaza luego
hacia entes abstractos (“ponte el alma” y “ponte el sueño”) o materiales, pero imposibles en tanto
objetos directos de ese verbo (“ponte el cuerpo”; “ponte el sol”). Traspolar la acción de vestirse al
sueño, al alma o al sol, no sólo realiza un cambio del estilo directo al figurado, sino que el propio
mecanismo metafórico se conforma con un resto de esa función literal, y en ese contraste interno
reside su fuerza gráfica, de imagen: es inevitable visualizar a alguien calzándose su propio cuerpo
como si fuera un overol o abrigándose con el alma blanda.
“Ya va a venir el día; pasan, / han abierto en el hotel un ojo, / azotándolo, dándole con un
espejo tuyo… / ¿Tiemblas? Es el estado remoto de la frente / y la nación reciente del estómago. /
Roncan aún… ¡Qué universo se lleva este ronquido! / ¡Cómo quedan tus poros, enjuiciándolo! /
¡Con cuántos doses ¡ay! estás tan solo! / Ya va a venir el día, ponte el sueño”. El llamado no es
bucólico, el despertar no es edénico. La exhortación previa a la reflexión, el tono de advertencia
al obrero, al campesino, al “pobre Cristo”, los verbos que denotan la violencia, las palabras que

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connotan el hambre, todo ello pareciera aludir a un advenimiento que trasciende al simple
amanecer: el nuevo día trae una carga y una condena. La ambigüedad de un término como
“estado”, que se asocia secretamente con “la nación” del próximo verso; el juicio del que no
puede enjuiciar aunque la indignación lo desborde, el sinsentido que implica buscarse a sí mismo
debajo del colchón (o “pararte en tu cabeza”) junto a la acumulación verbal y al acoso de
meteoros y de hienas desbaratan esa realidad amodorrada, ese letargo del desgraciado: “abstente
de ser pobre con los ricos”. Y lo peor es que a pesar de tantos “doses” (de un sistema montado
sobre las dicotomías) se encuentra en la más absoluta soledad. Soledad que acaso la exhortación a
enfrentar el nuevo día con el sueño –justiciero, de equidad– intente conjurar.
Veamos ahora otro ejemplo de repetición de un sintagma tomado de “Los nueve monstruos”,
en el que abundan las conjunciones de elementos disímiles y las inversiones: “Y el mueble tuvo
en su cajón dolor, / el corazón, en su cajón dolor, / la lagartija, en su cajón dolor.” Como
podemos apreciar, el primer elemento de esta acumulación zeugmática mantiene cierta
coherencia en tanto es propiedad del mueble tener cajones, aunque en ellos no se pueda guardar
el dolor. A partir de allí lo repetitivo del “cajón” termina equiparando al mueble con el corazón y
con la lagartija: ese machacamiento exasperante pareciera aludir a un principio de realidad que
nos dice que todo tiene cajón y dolor o, mejor dicho, que nadie ni nada puede escapar a ese
destino sufriente. Esta secuencia será retomada hacia el final: “¡Cómo, hermanos humanos, / no
deciros que ya no puedo y / ya no puedo con tanto cajón, / tanto minuto, tanta / lagartija y tanta /
inversión, tanto lejos y tanta sed de sed!”
Señalemos otras anomalías que presenta el poema, por ejemplo, la construcción hiperbólica
de computar el crecimiento del dolor en el mundo “a treinta minutos por segundo”; el zeugma
capaz de reunir “la solapa”, “la carnicería” y “la aritmética”; así como contradicciones cercanas
al oxímoron, del tipo: “cariño doloroso”, que la salud sea mortal, que el fuego un “frío muerto” o
que “lo lejos” arremeta “tan cerca”. Además, la enumeración de una secuencia encolumnada
como una suma algebraica culmina con el verso “y nueve látigos, menos un grito”. Al leer a
Vallejo detenida, repetidamente, muy a menudo percibimos ese “ritmo oracular” del que habla
Northrop Frye, imposible de predecir y esencialmente discontinuo, que emerge a partir de las
coincidencias de un patrón de sonido; ritmo asociativo que relaciona a la poesía con la música
(Frye 1991: 357-363).

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En “Gleba” –la elipisis nos remite a los siervos de la gleba– nos encontramos con los
labriegos que funcionan “a tiro de neblina”; la ambigüedad de la frase pareciera aludir a cierta
imprecisión, al alcance limitado del que trabaja sobre el terrón inmediato. Estos hombres son
descritos por una relación metonímica con sus instrumentos de labranza, esos palos de los
mangos de azadas, palas u hoces y, nuevamente, la adjetivación repetida acentúa la sujeción a la
rutina embrutecedora y a la constante carencia en la que sobreviven: “Función de fuerza / sorda y
de zarza ardiendo, / paso de palo, / gesto de palo, / acápites de palo, / la palabra colgando de otro
palo”. El recurso iterativo provoca un efecto de percusión que se acelera por la secuencia de
versos cortos hasta desembocar en uno de arte mayor –en este caso un endecasílabo– que opera
como el “cierre” de la estrofa.
Restringidas, las palabras de los campesinos tampoco pueden ser libres sino que cuelgan,
metafóricamente, sujetas a otro palo. Resulta sintomática la estrofa en la que se enumeran sus
posesiones reiterando un verbo que denota propiedad para expresar exactamente lo contrario, o
sea la absoluta desposesión: “tienen su cabeza, su tronco, sus extremidades, / tienen su pantalón,
sus dedos metacarpos y un palito…” Es notorio el contraste entre el “palito” y “dedos
metacarpos”: puesto que los huesos metacarpos son inherentes a los dedos y las manos; la
solemnidad del término anatómico introduce una incongruencia, un exceso figurativo (visualiza a
la mano como en una placa de rayos X) que contrasta con el carácter insignificante y pedestre del
“palito”, objeto carente de todo valor en el reino de las mercancías.
Solamente la mirada del Yo lírico devuelve a los campesinos su cuota de ternura, y el
homenaje recae en esas manos esforzadas: “y se lavan la cara acariciándose con sólidas
palomas”. El paradigma del sustantivo “palomas” –sumamente codificado por la tradición como
símbolo de paz, bondad y pureza–, al ser modificado por el adjetivo “sólidas” –opuesto a la
fragilidad del ave–, adquiere un sentido totalmente nuevo, y la posible extravagancia se
desvanece: esas manos fuertes y agrandadas por el trabajo rural encuentran su expresión secreta,
su franca analogía en la figura alada.
Hay, en poesía, al menos dos efectos inmediatos de la repetición: como exaltación fonética –
sobre todo en virtud del ritmo–, y como un machacar de efecto anfibológico que, incluso, puede
trascender el universo del texto. Este significante reiterado, persistente, significa al adquirir un
relieve propio que obliga a detenerse en su configuración, desplazando al significado. En este
sentido, la repetición opera como un mecanismo de extrañamiento así como una advertencia

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sobre el lenguaje en tanto objeto. Por eso lo que se repite, aunque sea lo mismo, nunca es lo
mismo, ya sea porque el contexto verbal ha cambiado y lo repetido se conecta con otros
elementos, ramificando sus significaciones, o porque esa acumulación genera un cambio de tipo
perlocutivo a nivel de la recepción.
En “Parado en una piedra…” la enunciación recae en un desocupado (se le atribuyen varias
profesiones: herrero, tejedor, albañil, constructor) que pasea su desesperación a orillas del Sena,
acaso pensando en el suicidio. Nuevamente se producen las repeticiones de términos y motivos
junto a desplazamientos y enumeraciones que connotan necesidad, nerviosismo, carencia. El
poema revuelve, retuerce, recorre los fonemas, tantea una y otra vez las palabras como para
extraerles un jugo nuevo. Comparemos la segunda estrofa con el final de la última: “El parado la
ve yendo y viniendo, / monumental, llevando sus ayunos en la cabeza cóncava, / en el pecho sus
piojos purísimos / y abajo / su pequeño sonido, el de su pelvis, / callado entre dos grandes
decisiones, / y abajo / más abajo, / un papelito, un clavo, una cerilla...” // “¡como oye deglutir a
los patrones / el trago que le falta, camaradas, / y el pan que se equivoca de saliva, / y, oyéndolo,
sintiéndolo, en plural, humanamente, / ¡cómo clava el relámpago / su fuerza sin cabeza en su
cabeza! / y lo que hacen, abajo, entonces, ¡ay! / más abajo, camaradas, / ¡el papelucho, el clavo,
la cerilla, / el pequeño sonido, el piojo padre!”.
Podemos observar cómo la reiteración de lo que está abajo, más abajo, incrementa su
alcance significativo, tanto como circunstancia y lugar (respecto del caudaloso Sena) como por la
ubicación en la escala social, es decir, para enfatizar la insignificancia y la carencia de ese
hombre (un papelito, un clavo, un fósforo) que, hundido en la indigencia, percibe el contraste con
la opulencia de “los patrones” –esos que probablemente sean los responsables de su despido– y
su deglutir mezquino. Es tan consciente de su rabia de clase como de su fuerza inactiva,
impotente, irracional (“sin cabeza”), dándole vueltas en la cabeza; la miseria y el abandono
resumidos en esos piojos que, tal vez por estar en el pecho, resultan calificados irónicamente
como “purísimos” y, en el cierre, elevados a la condición de “padre”, o sea, a la cabeza de la
sociedad patriarcal, mientras el desgraciado pareciera rascarse mientras camina por el borde del
caudaloso río que atraviesa la ciudad.
“La rueda del hambriento” se abre con la imagen de una boca que expulsa al Yo poético:
“Por entre mis propios dientes salgo humeando, / dando voces, pujando, / bajándome los
pantalones… / Váca mi estómago, váca mi yeyuno, / la miseria me saca por entre mis propios

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dientes, / cogido de un palito por el puño de la camisa”. Estamos ante una tremebunda inversión
respecto del hambre; la cual se sacia introduciendo el alimento en la boca donde será triturado
por los dientes antes de tragarlo para que estómago e intestino lo digieran. En cambio aquí el
hambre, ese vacío, expele al propio ser hacia fuera, lo vomita. Además, utilizar “yeyuno” en
lugar de intestino enrarece la percepción del propio organismo, y “váca” –aún si se tratara de la
conjugación del verbo vacar con una tilde ‘incorrecta’– le da otra forma al vacío del hambre, un
tono de rumiante a la carencia.
“La rueda” se refiere a un movimiento circular que no concluye, pero también a un juego, a
un corro de niños tomados de las manos que cantan “a la rueda, rueda de pan y canela…”, a una
repetición, en suma. Pero aquí se repite la súplica, la letanía del indigente que se conforma con lo
mínimo, incluso con aquello que carece de valor: “Una piedra en qué sentarme / ¿no habrá ahora
para mí? / Aun aquella piedra en que tropieza la mujer que ha dado a luz, / la madre del cordero,
la causa, la raíz, / ¿ésa no habrá ahora para mí?”. “La madre del cordero” alude a María, la madre
de Cristo, al origen del relato expiatorio (“la causa, la raíz”), pero la figura del Cristo en Vallejo –
desde Los heraldos negros– siempre remite al hombre, a esos “pobres Cristos” en su
confrontación con el todopoderoso (“el hombre sí te sufre: el Dios es él”). La pregunta se torna
exclamación, en el tono perentorio de quien no puede esperar: “la que ya no sirve ni para ser
tirada contra el hombre, ¡ésa dádmela ahora para mí!” La interrogación plañidera mendigando un
pedazo de pan concluye en la desolada afirmación: “Ya no más he de ser lo que siempre he de
ser”. La frase tiene la forma de una amarga ironía, doloroso remedo del hermético Yo soy el que
soy con que Jehová se identifica ante Moisés. ¿Y a qué puede aludir el Yo lírico con “lo que
siempre he de ser” sino a su condición humana? Renegar de ella, entonces, tal vez exprese el
repudio a esa misma condición por la cual el hombre se convierte en lobo del hombre.
Al volver a pedir una piedra (“en que sentarme”) y un pedazo de pan (“en que sentarme”),
otra vez la repetición del modificador (descolocado, fuera de lugar) establece una relación de
identidad entre la piedra y el pan; porque si bien el hambriento nunca se va a sentar sobre el pan
sí puede suceder que el mendrugo, de tan viejo, se encuentre, en lenguaje coloquial, “duro como
una piedra”. El poema se enfrenta a una realidad aberrante, tan injusta y violenta que no resiste
ética ni lógica alguna: la del hambre del hombre. ¿Y cómo puede ser dicha semejante
incoherencia sino con un sabotaje a la lógica, con un salto por encima de la homogeneidad y las

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normas del lenguaje? Salto deliberado más que “arbitrario”, puesto que se trata de una
transgresión; lo arbitrario es el hambre.
Por eso la forma es “extraña” y “está muy rota”, por eso la indigencia se traslada al lenguaje
para pedir “en español”, es decir, en nuestra lengua materna, “algo, en fin, de beber, de comer, de
vivir…”, por eso se llega a un uso incorrecto de verbos en infinitivo (algo de vivir): porque las
palabras ya no representan de manera vicaria una realidad otra, ellas se han transformado en la
pura acción, ellas son esa piedra para arrojar o sentarse y ese pan duro para morder con los
propios dientes del comienzo. El poema se ha propuesto la desaparición de lo que se presenta
como natural-real para manifestarse por el acoso de una ausencia, de una falta, de un
innombrable cuya presencia es tan dolorosa como ineludible, pero que a la vez produce, regurgita
una obra de arte a partir de la carencia. Tal vez todo el arte no sea más que eso: conjurar el vacío,
el silencio, lo que no puede ser dicho, como el nombre de Dios.
De ahí el lamento, la queja del Yo lírico que asume el dolor humano –entiéndase, no sólo el
individual sino el que se hermana con el padecimiento del hombre todo–, de ahí el “amado sea
aquel que tiene chinches…”, de ahí la operatividad de la paradoja y el oxímoron, también como
elementos de irracionalidad: “el pobre rico” (necesaria para oponerla al “pobre pobre”) o “el que
paga con lo que le falta” o pretender saciar la sed con hambre o el hambre con la sed, es decir,
llenar un vacío con otro. Similar es la construcción paradójica con que se cierra “Por último, sin
ese buen aroma sucesivo…” y que caracteriza al sistema excusado por una religión mercenaria:
“Execrable sistema, clima en nombre del cielo, del bronquio y la quebrada, / la cantidad enorme
de dinero que cuesta ser el pobre…” Esta paradoja no parece aludir exclusivamente a la
inequidad generada por la plusvalía, sino también a todo el potencial humano que se desperdicia
en un régimen excluyente. Y tal vez sólo la fuerte contradicción lógica que implica esta figura
pueda dar cuenta del mecanismo perverso por el cual la acumulación desmedida de algunos
pocos se hace a expensas de las carencias y necesidades de tantos muchos.
Otro de los mecanismos de extrañamiento de la poesía vallejiana proviene de aunar lo
disímil, no sólo a la manera del zeugma sino juntando registros normalmente muy alejados en la
lengua. Como si dentro de la propuesta del poema convivieran diferentes tipos de enunciados,
diferentes expresiones de géneros discursivos que a su vez remiten a diferentes estratos sociales
del uso lingüístico (Bajtín 1982). Un término arcaico puede aparecer incrustado en medio de una
frase popular o coloquial, tanto como una palabra propia de la jerga médica o antropológica en un

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registro lírico convencional: los campesinos de “Gleba” son aquestos hombres de prepucio
directo, que de sus rodillas bajan (ellos mismos) por etapas hasta el cielo, y hablan como les
vienen las palabras. Acaso el propio poema busca decir “como le vienen” las palabras, respirar
con ese ritmo espontáneo y candoroso. ¿Cómo sino entender algunas conclusiones tan poco
líricas como “(Es formidable)” o “esto es horrendo”? Esos finales que introducen la jerga, el
dicho común, también son el poema que se cae al piso y muestra esa marca, ese roce pedestre,
desaliñado, proletario y humano.
Las ganas pueden ser singulares (puede ser “una gana”), tanto como “ubérrima” y
“política”, y la preferencia respecto de la sinonimia (fecunda, tremenda, opulenta, abundante o
feraz) pareciera estar motivada sólo por la naturaleza esdrújula de la palabra siguiente, pero esa
repetición del acento, ese ritmo provoca el efecto de subrayar el segundo término a la vez que lo
extraña en su sonido, lo arranca de su “normalidad” inerte, presentándolo bajo una luz nueva. Lo
contrastivo, entonces, puede aparecer bajo diferentes matices, pero siempre bajo el signo de la
insurgencia, porque en el contraste reside la confrontación, el sabotaje al reflejo subalterno, el
desmantelamiento de la obsecuente concordancia. Así, construcciones metafóricas como “ingle
pública”, “besarle en su sartén al sordo” o “rumor craneano”, junto con expresiones humorísticas
como “responder al mudo” o “lavarle al cojo el pie” se abren paso rasgando la tersura del
discurso pero con una disonancia que es de este mundo, con un tranco de calle, cotidiano.
Por todo ello, sólo en parte estamos de acuerdo con la afirmación de Michael Riffaterre,
acerca de que el estilo figurado o poético interrumpe la función referencial del lenguaje
(Riffaterre 1976: 175-190). Sobre el tema, Roman Jakobson observó antes que la primacía de la
función poética no elimina a la referencia sino que la torna ambigua (Jakobson 1985: 382-383).
Digamos, entonces, que esta ruptura del lenguaje poético respecto de lo previsible altera la
relación directa o lineal con el referente, pero no la suprime en su totalidad, es más, en algunos
casos, como creemos que sucede aquí, esta apelación referencial se potencia por medio de
mecanismos retóricos como los que venimos señalando en la poesía de Vallejo.
Todas estas figuraciones y trastrocamientos que desestabilizan la sintaxis y la gramática,
esto es la legalidad de la lengua, evidentemente actúan contra la transparencia, la homogeneidad,
la tersura, el sometimiento al referente y las codificaciones. Actúan, en suma, contra un lenguaje
funcional al statu quo. Y aquí reside la gran diferencia entre esta poesía y una “denuncia social”
en la cual, más allá de su contenido semántico, se acatan y reproducen los niveles simbólicos y de

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significación instituidos. En cambio, romper esa sumisión del lenguaje, evidenciar su carácter
instrumental alterando, trabando, saboteando sus mecanismos representativos tiene como efecto
principal la interrupción de esa correspondencia con el mundo, y en esa ruptura de la lógica se
manifiesta la fractura ética que implican la injusticia y el sufrimiento del hombre. El poema
vallejiano se manifiesta como una operación, un acontecimiento, parafraseando a Alain Badiou,
y como tal tiene un lugar, un lugar específico, propio, singular, dentro de la lengua (Badiou 2009:
76).
Al estudiar los manuscritos de Vallejo, Juan Fló concluye que algunas de las correcciones,
sustituciones o constricciones externas –como las listas de palabras previas a la escritura del
poema– fueron hechas en función de liberarse tanto de la sujeción reflexiva como de una
articulación referencial directa, es decir, que esos mecanismos de ruptura en la ilación racional
fueron intencionales, respondieron a una estrategia. Estrategia que no descarta la introducción de
elementos aleatorios o arbitrarios en la búsqueda de la autonomía de la palabra poética. Sin
embargo, advierte Fló, esta forma de extraer el poema del lenguaje antes que expresar sentidos
preexistentes no significa que esta poesía sea hermética o que no tenga referente. Lo interesante
es que las pruebas que aporta el estudio de Fló, acerca de las estrategias del poeta para luchar
contra las limitaciones de la lógica y evitar caer en lugares comunes, vienen a corroborar, por otra
vía, los resultados que arroja el análisis de los procedimientos formales y retóricos.2

Coda: traspolaciones, neologismos, licencias, faltas


En síntesis, la contundencia de la estética vallejiana reside en una especie de cohesión molecular
que fortalece toda la configuración del poema. Abundan los paralelismos u otras manifestaciones
de correspondencia, ya sea por el significado o por el sonido. A ello se suma un uso intenso de la
traspolación, es decir, del traslado de palabras o frases fuera de su ambiente habitual pasando,
bruscamente, de un sentido directo a otro figurado pero a la vez conservando cierta impregnación
de la modulación anterior: esta forma de ambigüedad fructifica en el hiato entre ambos niveles
del lenguaje. Por otro lado, los recursos desestabilizadores que hemos señalado, los “saltos” fuera
de la lógica, las inesperadas formas del desquicio apuntan al carácter instrumental de la lengua,

2
La peculiaridad de los manuscritos fotografiados, a los que accede y reproduce Fló, es que se trataría de primeras
versiones de los poemas y que en ellos estarían superpuestas todas las etapas de su escritura antes de ser
mecanografiados. Véase Juan Fló, “Prefacio” e “Introducción” a César Vallejo, Autógrafos olvidados, (Edición
facsimilar de 52 manuscritos al cuidado de Juan Fló y Stephen M. Hart), New York, Támesis-Pontificia Universidad
Católica del Perú, 2003, pp. 1-30.

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evidencian su correlación con un orden y, por propiedad transitiva, revelan las contradicciones y
falacias de ese “orden”. El absurdo y el desbaratamiento formal, entonces, se corresponden con
los que rigen la lógica depredadora de la sociedad puesto que una demanda “prolija”, es decir,
respetuosa de las codificaciones establecidas y las normas vigentes, no podría evitar su
contradictoria cuota de complicidad con la ideología del statu quo.
Además de los neologismos o términos en desuso (como brazudo, calcárida, póbrida, regina,
trístidos, manferida, amarillura, craneados o airente) y de las palabras que provienen del quechua
(como rocoto, paca-paca, cuy o paujil), el lenguaje vallejiano posee una constante presencia de
marcas coloquiales, de giros que remiten al habla popular. Vinculado a esto entendemos la
función de las ostensibles licencias ortográficas. Aunque el inventario sería largo y abundante,
vayan sólo algunos ejemplos: “lovo” por lobo; “vacinica” por bacinilla o bacinica; “abispa” por
avispa; “diabetis” por diabetes; el acentuado y repetido “tánto” o “váca”; la conjugación “abisa”
o el “viban” con b larga. La intercalación del lenguaje coloquial en medio de complejos y sutiles
procedimientos figurativos responde a una operación política por la cual se destaca la voz del
hombre común, de aquellos a los que el trabajo manual y prematuro impide completar la
escolaridad y por eso “hablan como les vienen las palabras”, como los labriegos de “Gleba”.
En este horizonte de sentido aparece la falta –con las características propias de una
signatura– junto a otras carencias. La falta gramatical, la que denota una ortografía defectuosa
por una ilustración escasa y, en este caso, la falta como una operación semiótica: el poeta hace
propios esos desvíos, comparte esas anomalías tal vez para decirnos que lo que está mal no es la
“v” corta o la “b” larga sino el execrable sistema que, lejos de erradicarlas, multiplica las faltas
en la sociedad. Con el “error” deliberado, en su materialidad el poema exhibe las cicatrices de
una inequidad que también alcanza a los bienes simbólicos. Es una falta que exige ser llenada,
corregida por los hombres. Es un gesto solidario por el cual César Vallejo continúa escribiendo,
junto a Pedro Rojas, “con su dedo grande en el aire: ¡Viban los compañeros!”. Con la falta
clavada en el cuerpo del poema, “con esta b del buitre en las entrañas”.

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Bibliografía
Agamben, Giorgio, Signatura rerum, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2009.
Badiou, Alain, Pequeño manual de inestética (1998), Buenos Aires, Prometeo, 2009.
Bajtín, Mijaíl, “El problema de los géneros discursivos”, en Estética de la creación verbal,
México, Siglo XXI, 1982.
de Man, Paul, La resistencia a la teoría, Madrid, Visor, 1990.
Fló, Juan, “Prefacio” e “Introducción” a César Vallejo, Autógrafos olvidados, (Edición
facsimilar), New York, Támesis-Pontificia Universidad Católica del Perú, 2003.
Frye, Northrop, Anatomía de la crítica (1977), Caracas, Monte Ávila, 1991.
Jakobson, Roman, “Lingüística y poética”, en Ensayos de Lingüística General, Barcelona,
Planeta-Agostini, 1985.
Riffaterre, Michael, Ensayos de estilística estructural (1971), Barcelona, Seix Barral, 1976.

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